Historias de La Adolescencia_Maurizio Andolfi Cap 1

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por Maurizio Andolfi y Anna Mascellani Editorial Gedisa ofrece los siguientes títulos sobre TERAPIA FAMILIAR HISTORIAS DE LA ADOLESCENCIA M. MCGOLDRICK Y R. GERSON M. D. STANTON, T C. TODD Y COLS. H. C. FISHMAN Y B. L. ROSMAN (comps.) F. B. SIMON, H. STIERLIN Y L. C. WYNNE MONY ELKAYM Y OTROS P. STEINGLASS, L. BENNETT, S. WOLIN Y D. REISS MONY ELKAYM H. STIERLIN Y G. WEBER Genogramas en la evaluación familiar Terapia familiar del abuso y adicción a las drogas El cambio familiar: desarrollos de modelos Vocabulario de terapia familiar Las prácticas de la terapia de red La familia alcohólica Si me amas, no me ames. Psicoterapia con enfoque sistémico ¿ Qué hay detrás de la puerta de la familia? Llaves sistémicas para la apertura, comprensión y tratamiento de la anorexia nerviosa Experiencias de terapia familiar E. IMBER-BLACK, J. ROBERTS Ritos en la familia y terapia Y R. WHITTING familiar (comps.) (sigue en la página 299) gsa edi editorial

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Historias de la adolescenciaexperiencias en terapia familiar Maurizio Andolfi y Anna Mascellani

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por

Maurizio Andolfi y Anna Mascellani

Editorial Gedisa ofrece los siguientes títulos sobre

TERAPIA FAMILIAR HISTORIAS DE LA ADOLESCENCIA

M. MCGOLDRICK

Y R. GERSON

M. D. STANTON, T C. TODD Y COLS.

H. C. FISHMAN Y B. L. ROSMAN

(comps.)

F. B. SIMON, H. STIERLIN Y L. C. WYNNE

MONY ELKAYM Y OTROS

P. STEINGLASS, L. BENNETT, S. WOLIN Y D. REISS

MONY ELKAYM

H. STIERLIN Y G. WEBER

Genogramas en la evaluación familiar

Terapia familiar del abuso y adicción a las drogas

El cambio familiar: desarrollos de modelos

Vocabulario de terapia familiar

Las prácticas de la terapia de red

La familia alcohólica

Si me amas, no me ames. Psicoterapia con enfoque sistémico

¿ Qué hay detrás de la puerta de la familia? Llaves sistémicas para la apertura, comprensión y tratamiento de la anorexia nerviosa

Experiencias de terapia familiar

E. IMBER-BLACK, J. ROBERTS Ritos en la familia y terapia Y R. WHITTING familiar

(comps.) (sigue en la página 299)

gsaedi editorial

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O 2010 Raffaello Cortina Editare Título original: Storie di adolescenza. Esperienze di terapia familiare. Colección «Psicoterapia con la famiglia», dirigida por Maurizio Andolfi Primera edición: 2010

Traducción castellana: María Teresa D'Meza

Dirección de la colección Terapia Familiar: Carlos E. Sluzki

Diseño de cubierta: Departamento de diseño de la editorial

Primera edición: septiembre de 2012, Buenos Aires

Derecho-a todas las ediciones en castellano by

O Editorial Gedisa, S.A. Avenida del Tibidabo, 12 (3°) 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 [email protected] www.gedisa.com

ISBN: 978-84-9784-673-8 IBIC: JMF

Impreso en Argentina Printed in Argentina

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en caste-llano o en cualquier otro idioma.

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Índice

INTRODUCCIÓN, por Maurizio Andolfi y Anna Mascellani ............................................... 13

AGRADECIMIENTOS .............................................................. 21

1. LA ADOLESCENCIA: ETAPA MUCHAS VECES INCOMPRENDIDA DEL CICLO VITAL DE LA FAMILIA ....................................... 23 Psicodinámica de la adolescencia ...... 25 El sistema del sí mismo del adolescente ...... 32 La teoría trigeneracional de la adolescencia ...... 34 Desarrollos y dicotomías en el modelo sistémico:

las dos almas de la terapia familiar ...... 38 La terapia simbólico-experiencial:

el modelo de Whitaker ........................................... 40 La terapia como experiencia intersubjetiva ...... 42 El conocimiento implícito y la conciencia

intersubjetiva de Daniel Stern ...... 47 Los puntos clave para comprender la adolescencia ...... 49 La construcción de la alianza terapéutica con el

adolescente ...... 57

2. ADOLESCENCIA VIOLENTA Y CRISIS DE LA FAMILIA ...... 65 La acción como camino principal al conocimiento ...... 65 La violencia en la familia ...... 66 El acto violento como energía negativa ...... 68 La violencia reactiva del adolescente ...... 74

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La conducta violenta del adolescente en las distorsiones intergeneracionales ...... 76

La conducta violenta del adolescente en las familias adoptivas ...... 88

La conducta violenta de un hijo adolescente en las crisis y separaciones hostiles de la pareja ...... 93

Ausencia paterna y violencia adolescente ...... 96 Bullying y presión disgregativa de los pares ................ 106

3. LA PATOLOGÍA DE LA DEPENDENCIA Y LA DIMENSIÓN TRIGENERAC IONAL ........................................................... 115 El mito de la independencia .......................................... 115 El modelo psicodinámico de la dependencia ................. 116 El modelo sistémico-relacional de la dependencia:

la balanza de los afectos ......................................... 117 Las dependencias patológicas en la adolescencia:

la droga ................................................................... 119 El alcohol ....................................................................... 131 La dependencia de productos tecnológicos .................... 136 Las dependencias alimentarías: anorexia y bulimia ..... 139 La obesidad: esa gran incomprendida ........................... 172

4. LA DEPRESIÓN Y LOS INTENTOS DE SUICIDIO EN LA ADOLESCENCIA ................................................................ 191 ¿Depresión o tristeza existencial? ................................. 191 Características de la depresión en la adolescencia ........ 194 La depresión se viste de estreno .................................... 196 La depresión, el adolescente y su familia ..................... 198 Intentos de suicidio en la adolescencia ......................... 207 Psicodinámica del intento de suicidio en la

adolescencia ............................................................ 207 Aspectos relacionales del intento de suicidio ................. 210 Factores de riesgo .......................................................... 212 Las intervenciones terapéuticas de urgencia ................ 214

5. EL RECURSO DE LOS HERMANOS Y LAS INTERVENCIONES DE RED ............................................................................ 243 Los hermanos en la adolescencia y en la terapia .......... 243 Intervenciones de red .................................................... 248 El adolescente y sus amigos en sesión .......................... 251

La visita domiciliaria .................................................... 261

LISTADO DE LOS CASOS CLÍNICOS ........................................... 271

GLOSARIO ............................................................................ 273

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ............................................. 291

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Introducción

¿Qué significa ser adolescente en una época caracterizada por fragmentaciones familiares y un individualismo creciente? ¿Por qué los padres de hoy están confundidos y preocupados frente a la adolescencia de sus propios hijos? ¿Cuándo comienza y cuándo termina la adolescencia? La adolescencia, ¿es una enfermedad o tan sólo la fase más incomprendida del ciclo vital, ya sea por par-te de las familias o de los no especialistas? ¿Qué hay detrás de la violencia puesta en acto por los adolescentes? ¿No son ellos a menudo el brazo armado de tantas hostilidades de pareja, o no expresan con rabia un deseo desesperado de encontrar al padre que no está? ¿Por qué una necesaria pertenencia familiar ha sido sustituida por muchos adolescentes por formas cada vez más pe-ligrosas de dependencias patológicas, como el alcohol, las drogas, la comida o por formas más actuales y sofisticadas de adicciones tecnológicas? ¿Cómo ayudar a un adolescente deprimido? ¿Sirven los fármacos o es la familia la que debería prestar oído a sus nece-sidades más profundas?

Éstas son algunas de las tantas preguntas a las que el volumen .

Historias de la adolescencia pretende responder, focalizando la atención en los adolescentes de hoy y en las cambiadas y comple-jas realidades familiares y sociales de nuestros tiempos. En par-ticular, nos detenemos en la adolescencia multiproblemática, que se expresa a través de la violencia hasta formas extremas como el bullying, la dependencia patológica, la depresión, con lenguajes fuertes y contradictorios, no siempre fáciles de comprender.

El libro, uno entre los pocos de su género en Italia, busca col-mar un dramático vacío ya sea en el plano teórico ya sea en el cl ínico, con respecto a la adolescencia, que ha sido «redescubierta» sólo en las décadas más recientes, principalmente por estudiosos de matriz psicoanalítica. En este libro no hablamos de escucha y

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comprensión del adolescente dentro de las terapias duales, en las que el adolescente juega el papel del paciente y el terapeuta, el del experto. Así como hemos subrayado en tantas ocasiones que nos parece dañino trabajar en terapia individual con los niños, separándolos de su entorno familiar, nos parece asimismo inopor-tuno realizar esta operación con los adolescentes; si es cierto que estos últimos, de palabra, se muestran a menudo intolerantes y enojados con respecto a sus familias, deseando sólo salir de casa, también es cierto que, en forma implícita, comunican exactamen-te lo contrario, o sea, la necesidad desesperada de pertenecer y de reencontrar un espacio de confianza y de relación con sus padres. Sin duda es más fácil y, en apariencia, más positivo aliarse con la necesidad de fuga de la familia del adolescente, poniéndose en la terapia en el lugar de los progenitores verdaderos (insensibles, opresores, a veces abusadores, ausentes u hostiles) y ofreciendo un modelo de adulto que escucha y que guía al muchacho en sus metamorfosis; es muy diferente afrontar las peleas familiares en sesiones conjuntas, sentir la impotencia, el sentido de frustración y de fracaso de tantos padres frente a sus hijos «imposibles» y captar, tras el enojo, la tristeza, la destrucción de estos últimos, un grito y una búsqueda desesperada de relación, de contención, de amor.

Tras cuarenta años de experiencia clínica con muchas familias en Italia así como en muchos otros países con tradiciones y cultu-ras bastante distantes de las nuestras, puedo confirmar que en-contrarse con las familias y ofrecerles un espacio protegido para poner en escena conflictos conyugales, hostilidades y distancias siderales entre padres e hijos adolescentes es el mejor modo de hallar recursos inesperados y alternativas más sanas y funcio-nales de relación. No existe nada mágico en transformar crisis familiares en nuevos trayectos personales y relacionales, aunque es necesario creer con firmeza en lo positivo que hay dentro de cada persona y buscarlo con paciencia y persistencia, sin hacer juicios de valor. Un desafio especial son los intentos de suicidio en los adolescentes, ahí donde parece casi imposible entrever una chispa de vida en el interior de la familia frente a acontecimientos tan dramáticos y tantas veces difíciles de comprender; sin embar-go, incluso en estas circunstancias, he constatado que es precisa-mente esa misma familia, esos mismos padres que no entienden, no ven y no escuchan el grito desesperado de un hijo adolescente los que pueden transmutarse en un grupo vital, capaz de cambios significativos y de aprendizajes de campo a través de lecciones de

vida especiales que quedan grabadas como piedras angulares en cada individuo.

Este libro toma su punto de partida en un curso monotemáti-co, titulado «Adolescentes problemáticos y terapia familiar», que dicté en el año 2008 en la Fundación Silvano Andolfi. El curso permitió poner bajo la luz las principales ideas sobre la adoles-cencia y vincularlas a muchas experiencias clínicas con familias en dificultades.

De ese trabajo surgió la inspiración de construir un volumen importante, que encerrara las principales teorías sistémico-rela-cionales aplicadas al «planeta adolescencia» en un marco longitu-dinal de desarrollo —la familia trigeneracional— donde encuadrar las experiencias del adolescente.

Junto con Anna Mascellani, mi valiosa colaboradora de años, terapeuta familiar y estudiosa entusiasta de la adolescencia, he-mos pensado en un libro a cuatro manos, que incluya lo mejor del trabajo en terapia familiar con adolescentes de Maurizio Andolfi y que ingrese en el debate cultural y social, hoy de notable reso-nancia en la comunidad científica, así como en el interior de la familia y de la escuela. En dos años de trabajo hemos discutido y profundizado los presupuestos teóricos de nuestro modelo y elegi-do y comentado con gran cuidado significativos bloques de tera-pias, para ilustrar qué puede suceder durante una sesión con los adolescentes y sus familias cuando el terapeuta se mueve como un tejedor de nexos, para narrar juntos la historia que cura, con el objetivo de hacer reencontrar la competencia a los padres que la habían perdido en el camino o la habían delegado por completo en los expertos y en las instituciones de tratamiento.

La búsqueda de recursos relacionales no se limita sólo a la fa-milia, sino que se extiende también a la red social del adolescente, comenzando por su grupo de pares. Al convocar a los amigos a la sesión, por ejemplo, hemos podido apreciar aspectos importantes y expresiones de sí mismo del adolescente, que a menudo son ocul-tadas o negadas a la familia. Todo el libro habla de un terapeuta activo, directo, que hace un uso amplio de la intuición, la creati-vidad y el humorismo en el interior de la experiencia terapéutica. Acción, pensamiento y resonancias emotivas del terapeuta se en-trelazan con las de la familia en un juego armónico.

El volumen está dirigido a todos aquellos que actúan en el campo de las así llamadas profesiones de ayuda, ya sean médi-cos, psiquiatras, psicólogos, psicoterapeutas, asistentes sociales, y también a maestros y educadores, así como a quienes desempe-

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ñan profesiones jurídicas relacionadas con el derecho de familia, como los abogados divorcistas, jueces o consejeros técnicos de ofi-cio. Está escrito en un modo ágil y fluido, porque quiere dirigirse, sobre todo, a aquellos padres y a aquellas familias que desean en-tender el significado de los comportamientos a veces incomprensi-bles de los adolescentes y que sienten que no quieren renunciar a su rol de guía y de base segura para sus propios hijos.

Por último, estaríamos muy satisfechos de recibir una opinión directa y desprejuiciada de los protagonistas de este libro, los ado-lescentes, para comprender si hemos logrado describirlos tales como son y como se sienten y no tanto como nosotros, los adultos, desearíamos que fueran.

Maurizio Andolfi

Uno de los recuerdos que tengo más presentes del curso de li-cenciatura en Psicología tiene que ver con mi encuentro con Mau-rizio Andolfi. Me encontraba en cuarto y penúltimo año y acababa de recibir la aprobación de otro profesor a mi propuesta de tesis de licenciatura, cuando comencé a asistir a sus conferencias. Por primera vez en cuatro años de asidua asistencia a la universidad, me encontraba frente a alguien que parecía más interesado en motivar a los oyentes hacia el pensamiento crítico que en relatar verdades indiscutibles. Quedé muy impresionada por este enfo-que nuevo para mí: no entendía si se trataba de un desinterés pa-radójico hacia su propia materia, o bien una auténtica curiosidad hacia las personas que tenía delante.

El éxito de una teoría, sobre todo en lo que respecta a las cien-cias humanas, tiene que ver con su tiempo, en el sentido de que todo modelo teórico considerado válido de algún modo siempre se conectó, aunque fuera en lo más oculto, con la necesidad de esa determinada época y de ese contexto de tener respuestas de ese tipo. No se trata de relativismo, sino de vínculo entre mundo físico y pensamiento filosófico.

Si es la ciencia la que nos da el modo de hacer nuevos descubri-mientos, es el ser humano el que les da un sentido a dichos des-cubrimientos, dentro de un pensamiento complejo que no puede no sufrir la influencia del ambiente concreto y de las corrientes filosóficas en las que vive el hombre. Es por este modo mío de razonar que a menudo, cuando estaba en clase, sentía cierto dis-

gusto cada vez que se me presentaban teorías y modelos como los únicos eternamente válidos y vencedores sobre todos los demás, en cuanto capaces de explicar verdades inmutables.

Fue entonces cuando comprendí que con Maurizio Andolfi ha-bría podido aprender más. No sabía qué realmente, pero con cer-teza algo nuevo. Retiré mi propuesta de tesis ya presentada al otro profesor y me recibí con Andolfi. En los años siguientes asistí a su escuela de especialización, la Academia de Psicoterapia de la Familia, donde tuve la posibilidad de estar detrás del espejo un idireccional mientras él trabajaba.

Más allá de su carisma personal durante las sesiones, lo que más me asombraba de aquellas largas horas transcurridas en la oscuridad de la cámara de observación era el claro surgimiento de un modelo operativo completamente suyo, construido a lo largo del tiempo también a través de su «asistencia a los espejos de otros» y, claro está, siempre en evolución continua, plástico, pero en extremo coherente con su personalidad. Como decir: el tera-peuta es eficaz sólo cuando está conectado con su propia persona. Cualquiera que haya podido observar el trabajo clínico de Andol-fi en sus cuarenta años de experiencia sabe que su pensamiento crítico nunca se ha estancado y que siempre hay lugar para algo nuevo, sea que provenga de otros profesionales, tal vez los más lejanos a él, o también de los pacientes mismos. Si aprender de tos pacientes es signo de humildad profesional para algunos, para Andolfi, en cambio, es signo de gran curiosidad por la vida, ya que para él es más instructiva la vida que la psicoterapia.

En el pasado, ha habido quien definió el trabajo de Andolfi como non teachable (que no puede enseñarse), en cuanto más cer-cano a algo artístico, demasiado complejo, dificil de ser replan-teado. Esta definición, que por lo demás puede compartirse y ser halagadora para el personaje al que está dirigida, para quien está interesado en conocer algo más sobre los elementos que influyen en la eficacia de la terapia familiar comporta el riesgo de que lo q ne Andolfi hace en sus sesiones no deje de ser nunca un misterio. En realidad, existen puntos clave en su modo de hacer terapia, a 'guitas ideas guía que, jugadas de modo diverso según las si-1 !lacio') es pero siempre presentes, recurren con una coherencia 'literal' a un modelo que cada vez se delinea más como su modelo de terapia familiar: el modelo trigeneracional.

La psicopatología, cualquiera que sea la forma en que se ma-nifieste, debe encuadrarse en una perspectiva evolutiva y no al revés; la división estereotipada entre quien posee competencia

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y quien no la tiene es anulada completamente por el concepto de tercer planeta, ese lugar virtual al que unos (los terapeutas) y otros (las familias) pueden acceder con la condición de que se despojen de sus etiquetas y roles falsos y no auténticos; desde el momento en que la psicopatología es considerada un acciden-te desafortunado, la experiencia de terapia debe considerarse, al máximo, un accidente evolutivo en la historia de desarrollo de un grupo con historia. En sustancia, la idea filosófica subyacente a la intervención terapéutica es que la familia se ha estructurado para arreglárselas por sí sola en la vida, a través de una organización psicológica y relacional compleja, verdaderamente sistémica, que será tanto más eficaz cuanto más libre sea de moverse mantenien-do su propia unicidad. La intervención terapéutica parece hacerse útil o necesaria cuando esta flexibilidad se torna menos accesible, en relación con las exigencias transformativas impuestas por un determinado momento del ciclo vital y por los eventos de la vida.

Maurizio Andolfi siempre ha tenido más amigos en el exterior que en Italia, como le sucede con frecuencia a quien prefiere ir por su propio camino antes que seguir la corriente. En el exte-rior ha tenido a sus maestros más importantes, entre ellos a Carl Whitaker, Murray Bowen, James Framo, Salvador Minuchin. Él mismo ha formado a numerosos terapeutas de renombre inter-nacional; es muy apreciado y requerido en todo el mundo para consultorías en situaciones de crisis terapéuticas y tiene muchos contactos con diferentes escuelas y personalidades extranjeras. Hace años que organiza cursos clínicos armados en especial para grupos de profesionales extranjeros procedentes del mundo en-tero, ofreciéndoles (¡lamentablemente!) mucho más acceso a su clínica que el que les ha dado a sus alumnos italianos.

Sin embargo, en los últimos años, Andolfi, que se ha vuelto mucho más sensible a las continuas presiones ejercidas por parte de algunos de sus colaboradores locales, se involucró en primera persona en la preparación de tres seminarios clínicos diferentes dirigidos a profesionales italianos de la salud mental y a psicote-rapeutas expertos en familia: el primero de ellos, en el año 2005, sobre terapia de pareja en una perspectiva trigeneracional, y el e último, sobre terapia familiar con adolescentes problemáticos.

En los inicios de su aventura, a los veintisiete años —y me re-fiero a su «emigración» hacia los Estados Unidos para ir a ver qué hacían los otros terapeutas con las familias, mientras en nuestro país imperaba el psicoanálisis—, Andolfi comenzó a trabajar preci-samente con los jóvenes delincuentes del barrio de South Bronx.

Su experiencia de trabajo con los adolescentes, enfrentándose con sus problemas en la terapia junto a sus familias, es una enorme experiencia que amerita ser contada como se debe.

Y es éste, según entiendo, el intento de nuestro volumen. El primer capítulo retoma el tema de la adolescencia así corno

éste ha sido tratado por los mayores exponentes de la psicología clínica hasta nuestros días, poniendo de manifiesto, en especial, el pensamiento de aquellos autores que, distanciándose a veces del propio modelo de referencia, han tomado en consideración el universo relacional del adolescente. Se trata de las ideas más innovadoras desde nuestro punto de vista, a partir del enfoque psicodinámico, pasando por el modelo sistémico-relacional, para llegar a delinear la teoría trigeneracional de la adolescencia en terapia familiar. De esta última hemos recorrido una vez más los aspectos sobresalientes del debate interno que han animado su evolución durante los últimos treinta años. El capítulo termina con la enunciación de los puntos clave para comprender la adoles-cencia y con la descripción de cómo puede construirse la alianza terapéutica con el adolescente.

El segundo capítulo encara el tema de la violencia reactiva en la adolescencia, esa violencia que, sin tener nada que ver con los trastornos de tipo psiquiátrico, sí posee algunas características bien definidas, tiene un fuerte componente interpersonal y nace y se alimenta en el contexto familiar y social del adolescente que la pone en acto.

En el tercero y más extenso capítulo se habla de dependencias. Desde la droga hasta el alcohol, desde las dependencias tecnológi-cas hasta las alimentarias, se describen las más variadas formas

d

e dependencia que en la actualidad afligen a demasiados jóve-nes. El mito de la independencia que atraviesa a nuestra sociedad y la fragilidad del sistema familiar de nuestro tiempo, más atento a producir para tener que a detenerse para sentir, con frecuencia no ayudan a los adolescentes a vivir la experiencia de una depen-dencia sana y necesaria para crecer.

El tema de la depresión y de los intentos de suicidio en la ado-lescencia es el objeto del cuarto capítulo. Se trata de la depresión reactiva

, esa forma patológica reconducible a eventos externos muy traumáticos. Es un tema de actualidad candente, desde el momento

en que diferentes formas de depresión patológica pare-cen ir en aumento en el mundo juvenil contemporáneo, mientras que Basta ahora se ha escrito poco sobre el tipo de intervención

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clínica más adecuado para ayudar al adolescente y a su familia, sobre todo en los casos más graves, o sea, los intentos de suicidio.

Por último, el quinto capítulo habla de recursos y de interven-ciones de red: desde el involucramiento activo de los hermanos en la terapia, hasta la inclusión del grupo de pares y del sistema de amigos. Y no sólo esto, sino que los recursos pueden buscarse sa-liendo de nuestros consultorios privados y acercándonos a las ca-sas de las familias, o entrando en aquellos lugares de sociabilidad donde crecen los adolescentes (escuela, barrio, clubes juveniles).

Durante la redacción, mientras el libro crecía con la inclusión de los fragmentos de la terapia, la presencia viva de las familias a través de sus historias y diálogos durante las sesiones, lo iba convirtiendo en una especie de novela. Es un libro que habla de clínica, dirigido sin duda a quien conoce y ejerce la clínica, pero es también una recopilación de experiencias y de ejemplos para ofrecer a todo tipo de lectores que deseen reflexionar e interro-garse sobre los modos en que puede encontrarse el sufrimiento de tantos jóvenes problemáticos y de sus familias, sobre cómo darle sentido y convertirlo en oportunidad de crecimiento y cohesión para todos.

Anna Mascellani

Agradecimientos

Deseamos expresar nuestro especial agradecimiento a muchos colegas que nos ayudaron y estimularon en la redacción de este volumen: entre tantos, un particular «gracias» a Francesca Trom-baccia por su contribución sobre el tema del alcoholismo; a Giu-seppina Banno en relación con los adolescentes de familias adop-tivas; a Diego Andolfi, en cuanto a las dependencias tecnológicas; a Francesca Treccani, en lo relacionado con los estudios sobre obe-sidad y por su contribución al Glosario; a Stefania Martinelli, por algunas importantes reflexiones sobre las visitas domiciliarias; a Elida Romano y a su equipo de trabajo parisino, en lo relacionado con los intentos de suicidio y con las formas innovadoras de inter-nación hospitalaria; y, por último, a Lorena Cavalieri, por tantas experiencias vividas en el terreno y compartidas en relación con la adolescencia.

Además, deseamos dar las gracias a los numerosos y entusias-tas participantes en el curso «Adolescentes problemáticos y tera-pia familiar», quienes con gran vehemencia pidieron convertir en un importante volumen sobre la adolescencia los muchos y muy valiosos contenidos surgidos durante los trabajos del curso.

Agradecemos de modo muy especial a Carlo Ciucciovino por su apasionada y competente lectura in progress del volumen y por sus valiosas sugerencias por parte de los «legos en el tema», y a Claudio Angelo, coautor de muchos trabajos anteriores, por su generosa revisión crítica del manuscrito completo.

El más sentido agradecimiento para Francesca Ferraguzzi, desde hace varios años valiosa asistente de la dirección de la Aca-demia de Psicoterapia de la Familia, quien ha colaborado en for-ma

activa con los autores en la preparación del volumen, recopi-lando los fragmentos de las sesiones de terapia, fichas e historias clínicas

, y dándole forma y orden a una gran cantidad de material,

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primero presentado en el curso sobre la adolescencia, y, después, reelaborado e incluido en este libro. Antes de concluir, desearía-

-

mos agradecer de corazón a todos los adolescentes y a las familias

de éstos que emprendieron una terapia con Andolfi y su grupo de

trabajo a lo largo de los años, tanto italianos como extranjeros, y que con sus historias de vida han aportado la savia vital a este li-bro; muchas familias, a través de sesiones de seguimiento, cartas, tarjetas, correos electrónicos, lejos de la finalización de la terapia, han enriquecido e influenciado profundamente nuestros criterios de evaluación diagnóstica, así como los relacionados con la utili-dad y la eficacia de la terapia familiar; de sus descripciones deta-lladas y directas de los pasajes sobresalientes de la terapia, de los momentos críticos dentro de la familia, de las transformaciones concretas de sus vidas, a menudo tan dolorosas como resolutivas, hemos podido relatar estas valiosas Historias de la adolescencia.

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La adolescencia: etapa muchas veces incomprendida del ciclo vital

de la familia

«El CD, la playstation, el i-phone, Facebook, el mp3, el descon-trol...», en lugar de la radio portátil, los juegos de mesa, la ficha para el teléfono, el fútbol callejero, el tocadiscos, el juego de la bo-tella. El adulto de hoy a menudo se encuentra confundido frente a sus hijos adolescentes. Los conoce, pero no los conoce. No sabe bien si son individuos grandes o chicos y, sobre todo, no sabe cómo debe tratarlos. Está preocupado. La sensación es que no logran comprender y entrar, sin molestar demasiado, en el mundo de los muchachos, un mundo que cambia sin cesar y, sobre todo, de lími-tes desmesurados. Cualquiera que tenga un hijo adolescente hoy se prepara para atravesar un período dificil, porque siente que no está suficientemente preparado y seguro para afrontar los cambios que el hijo le impone en una sociedad muy diferente de la de hace un tiempo atrás. Pero ¿por qué tanto miedo de la adolescencia?

La realidad, como siempre, es compleja. Sin embargo, una mi-rada al panorama «familia y sociedad» de este último medio siglo puede ofrecernos algunos elementos sobre los cuales reflexionar para obtener una respuesta.

H

oy, con frecuencia un padre está mucho más avanzado en años de cuanto lo estaban sus padres cuando él mismo era adoles-cente. Las familias cada vez envejecen más: apenas una de tres tiene un cabeza de familia con menos de cuarenta y cinco años ( Volpi, 2007). Los hijos, a menudo únicos, por lo general se progra-man en número y tiempo, asumiendo cada vez más el valor de una

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elección de pareja, cuando no sólo individual; los hijos cada vez más representan una especie de guinda del pastel de la realización personal, que primero pasa por la obtención de determinadas me-tas: desde la formación, proceso cada vez más largo, hasta lo pro-fesional. Así, un hijo puede constituir una meta de la vida y, como tal, puede asumir un valor muy importante, ya sea en cuanto a las instancias psicológicas personales y de pareja, ya sea en cuanto a la aprobación social de sus padres: debe ser sano, bello, inteligente y sobre todo no tener y no causar problemas. Hacer un hijo hoy se ha convertido en una empresa; ser padres es un oficio califi-cado; libros y revistas se explayan sobre el tema y abundan los cursos específicos sobre la parentalidad. El hijo, en el centro de la atención social, es considerado una criatura cuyos derechos deben protegerse, casi ajena a los deberes, con el riesgo de convertirse en un elemento pasivo, mientras que los padres y sus capacidades de confeccionar un buen producto y de no dañarlo se convierten en la medida del éxito familiar. Por otra parte, si en la familia de hoy falta la esencialidad de los hijos (ibídem), cuando éstos existen son fruto de una elección que debe connotarse como acto responsable por parte de dos adultos, y no, como se decía en un tiempo, «un regalo enviado por el Señor». Si los hijos crecen bien, es obligato-rio para la familia que así sea. Si en cambio resultan mal, a una familia digna de ese nombre esto no debería sucederle. ¿Para qué los han traído al mundo, se dice inmediato de esos padres, si no podían mantenerlos, instruirlos y hacer crecer como es debido?

En nuestros días, una sentencia de la Corte de Casación consi-deró que debía obligarse a un padre y a una madre a mantener a su propio hijo de treinta y cinco años que no había sido capaz de encontrar un trabajo acorde a su especialización y que nunca ha-bía querido adaptarse a un trabajo alternativo; en ese caso, la ley apoya el hecho de que la adolescencia pueda prolongarse incluso hasta los treinta y cinco años de edad. La adolescencia se ha con-vertido en una franja de la vida que se extiende hasta la desme-sura y produce una gran confusión sobre cuáles son los elementos centrales que definen sus problemas.

Hasta hoy, la adolescencia es vista como la fase más confusa del ciclo vital incluso para los especialistas. La psicología sistémico-re-lacional, la que se ocupa de las problemáticas individuales en rela-ción con los contextos, no ha producido suficiente bibliografia sobre el niño y el adolescente. Existen diferentes artículos sobre este tema, y sin embargo no existe un solo libro que se titule «La adolescencia en el ciclo vital de la familia», ni «El adolescente en la terapia familiar».

La adolescencia es el período crítico menos claro también por-que nunca se ha definido de qué período se trata. Según la psi-quiatría y la psicología clásica, se considera adolescente el chico entre los catorce y los dieciocho años, un teenager, para decirlo en inglés, mientras que de los once a los trece deberíamos hablar de preadolescentes. Al llegar a la mayoría de edad, que por lo demás se ha anticipado a los dieciocho años contra los veintiuno de hace un tiempo atrás, deberíamos hablar de una persona adulta. Pero ¿cuántos de nosotros puede decir que un joven de dieciocho años es un adulto? Podríamos hasta definirlo como tal, pero sabemos bien que estarnos hablando de un adolescente. La psicología ha procedido a acuñar el término de adolescencia prolongada (Sca-bini, 1997), la cual, no obstante, no queda claro cuándo termina.

Los terapeutas siempre han tenido más facilidad para trabajar con los adultos que con los menores de edad. Para muchos profe-sionales es más simple pensar que el adolescente es un individuo de veinte o veinticinco años, porque es mucho más fácil hablar con éste que con un chico de quince años. Hasta hace unos trein-ta años, no existía un servicio para adolescentes en psiquiatría: existía la psiquiatría infantil, que se ocupaba de los niños hasta los catorce años, y la psiquiatría para adultos, que se ocupaba de los adultos a partir de los dieciocho años, dejando un vacío indefinido de cuatro años. Los quinceañeros, si no estaban muy desarrollados físicamente y no presentaban problemas graves de conducta, eran enviados a neuropsiquiatría infantil; en cambio, cuando tenían un desarrollo físico considerable y manifestaban actitudes agresivas, eran remitidos al servicio de neuropsiquia-tría de adultos. Fue sólo a partir de la década de 1980 que comen-zó a considerarse la adolescencia como un período de la vida en sí mismo y que surgieron numerosos centros de «adolescentología», si bien existen poquísimas instituciones de contención para los adolescentes en el mundo de la medicina. Hasta hoy, un pediatra recibe a individuos de cero a dieciocho años: por su formación, ve en ellos siempre y sólo a niños.

Psicodinámica de la adolescencia

Los pioneros extranjeros

El modelo psicoanalítico considera la adolescencia como ese periodo de la vida individual en el cual se produce la remodelación

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de la identidad sobre la base de diferentes procesos de identifica-ción, de los cambios de los vínculos con los diversos objetos edípi-cos y de la integración en la personalidad de la pulsión genital. La perspectiva psicoanalítica se basa, además, en un postulado: la posibilidad de describir y de comprender la adolescencia en cuan-to proceso psicológico relativamente homogéneo en el ámbito de una misma sociedad.

Algunos psicoanalistas conceptualizan la adolescencia como período crítico: la distinción entre las manifestaciones propias de esta fase y los trastornos psíquicos permanentes es difícil, si no imposible. Otros autores conceptualizan la adolescencia como etapa del desarrollo que puede tener a su vez estadios propios diferentes y cuya función de conjunto se acerca a la de la primera infancia, en especial en la dinámica de la separación-individua-ción. Según esta última concepción, la adolescencia representa un proceso que implica diversas tareas que deben cumplirse para pa-sar a la edad adulta, acceder a la estabilidad de las relaciones de objeto y a la posibilidad de devenir, a su vez, padres de niños y de adolescentes (Ammaniti y Noveletto, 1994).

Erik Erikson (1968) fue uno de los primeros psicoanalistas que consideraron la adolescencia como una etapa bien definida del ci-clo vital. Él ocupa en la psicología del yo, que dominó el psicoaná-lisis estadounidense hasta la década de 1970, una posición cultu-ral un tanto original, al haber insertado el desarrollo del niño y del adolescente en el marco de un complejo plano de adaptación del individuo al contexto social para la adquisición de un decidido sentido de identidad, en contacto con el mundo y capaz de cons-truir relaciones.

Erikson recibió la influencia de un significativo vínculo con la escuela interpersonal-neofreudiana (K. Horney, E. Jacobson, H. Sullivan, E. Fromm), la cual en aquellos mismos años se oponía al campo de la psicología del yo y que tuvo una fuerte revalorización en la época posmoderna por haber puesto el acento en una suerte de puente entre lo intrapsíquico y lo interpersonal. Por otro lado, el enfoque intersubjetivo y los conceptos de identidad y de capaci-dad de relación resultan particularmente congruentes con el pe-ríodo de la adolescencia. Al insistir en la búsqueda de identidad de la juventud contemporánea, Erikson abrió el camino hacia una comprensión psicosocial de la crisis de la adolescencia (Maggiolini y Pietropolli Charmet, 1994).

Toda la vida, según Erikson, se describe como un proceso com-puesto por ocho estadios o etapas. Cada estadio representa una

tarea psíquica definida y se traduce en una crisis particular. Erik-son utiliza el concepto de epigénesis para indicar la organización progresiva del individuo, que es una construcción dependiente ya sea de factores genéticos, ya sea de las informaciones puestas a su disposición por parte del ambiente. La epigénesis se prolonga a lo largo de toda la vida. Con una mirada innovadora al panora-ma de la psicología, Erikson observa que la crisis de la mediana edad (midlife crisis) sobreviene al mismo tiempo que la crisis de los adolescentes, provocando en ocasiones profundas conmociones t Familiares.

La identidad es vista como síntesis e integración entre las di-versas partes de la personalidad del adolescente, como sentido de la continuidad histórica del yo y la exterioridad social de los roles del sí mismo. La antítesis de la identidad alcanzada es la dis-persión de sí mismo, que Erikson define como identidad difusa, entendida como disgregación del yo en partes internas divididas, o en ámbitos relacionales imposibles de simbolizar por parte del sujeto. Este fallo obstaculiza la posibilidad del joven de acceder a tina vida adulta y de experimentar la intimidad, puesto que sólo cuando se ha formado el verdadero sentido de identidad puede llegarse a experimentar la intimidad con uno mismo y con el otro, adquisición que caracteriza a la parte sucesiva, postadolescente, del desarrollo individual.

El pensamiento de Erikson se caracteriza por una visión no determinista de la adolescencia, que se conceptualiza como una fase evolutiva en la cual todas las fases anteriores del desarrollo vuelven a ponerse en discusión y por lo tanto pueden reorgani-zarse. Erikson prefiere hablar de trastornos situacionales de los adolescentes para indicar que se trata de trastornos ligados a una situación particular, pero sin que de ella se desprenda, por una parte, un determinismo causal particular (implícito en cambio en la

noción psicoanalítica de trastorno reactivo), y sin definir, por otra, una organización estructural precisa, en oposición, pues, a la definición de trastornos estructurales.

Otro autor que se ubica dentro de la psicología del yo, pero que puede considerarse un pionero de la psicología del desarrollo,

e

s Peter Blos (1962, 1979). Retomando los conceptos desarrolla-dos por Margareth Mahler a partir de investigaciones sobre el re cién nacido y sobre la relación madre-hijo, Blos ha comparado el proceso de la adolescencia con el proceso de separación del niño pequeño descrito por esta autora. Su teoría, que se considera en parte superada por el propio psicoanálisis, presenta sin embargo

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diversos aspectos teóricos y clínicos de gran utilidad. El suyo fue el primer intento de aproximación al adolescente en sus diferen-cias según la edad.

Con especial atención a las funciones del yo y a sus procesos madurativos, Blos articula la adolescencia en varias fases secuen-ciales, muy diferentes entre sí. La preadolescencia se caracteriza por un aumento de la tensión pulsional ligada a la.pubertad. La primera adolescencia incluye diferentes tareas: el inicio del pro-ceso de separación de los padres, la renuncia a la ilusión infantil de la bisexualidad y la construcción de los ideales del yo. Se vuel-ven cruciales, en este período, el grupo de los pares, los modelos idealizados provistos por el deporte, la música y el espectáculo, los profesores, el amigo íntimo, los enamoramientos. La segunda ado-lescencia, que constituye la verdadera adolescencia, se caracteriza de forma más exquisita por la búsqueda del objeto del amor, ex-periencia que si para algunos adolescentes puede ser fácil, para otros puede ser mucho más problemática. La adolescencia tardía y la postadolescencia son las dos últimas fases que, en el esquema de Blos, aparecen poco diferenciadas y que tienen que ver con la consecución de un yo orgánico e integrado y con la constitución de un sí mismo cohesionado, entendido como principio organizador que supervisa la integración entre los diversos procesos identifi-catorios que definen el yo, los ideales del yo y un superyó maduro, coherente y flexible (Maggiolini y Pietropolli Charmet, 1994).

Un pionero que ve la adolescencia como un pasaje evolutivo de extrema importancia para alcanzar la independencia indivi-dual es Donald Winnicott. De formación médica, pediatra, y ob-servador agudo de las interacciones precoces entre madre e hijo, Winnicott presta particular atención a la relación del adolescente con el entorno social. Es en esta óptica que señala las principales necesidades evolutivas del adolescente.

Winnicott, a diferencia de otros psicoanalistas, ha enfocado su atención en la profunda angustia del adolescente, quien está obli-gado a vacilar entre impulsos opuestos (Winnicott, 1965). La am-bivalencia se reconoce como una característica típica del estatus de adolescencia y necesaria para poder alcanzar la independencia individual. Ésta se manifiesta como una alternancia entre un des-pectivo espíritu de independencia y un espíritu regresivo hacia la dependencia infantil. Los adolescentes desafían el ambiente fami-liar del que dependen y, al mismo tiempo, provocan a la sociedad como si buscaran la ruptura en el mismo momento en que aspiran profundamente a conservar lazos, aunque éstos deben adoptar la

forma de una revuelta. No hay nada peor para un adolescente que rebelarse contra nadie (ibídem). Lo que cuenta, afirma Winnicott, es que el desafío del adolescente sea recibido, de otro modo la pro-pia ruptura total de las relaciones lleva al joven a confrontarse con el vacío o con una regresión que, la mayoría de las veces, le costará superar. «Si en las fantasías de la infancia está la muerte, en las de la adolescencia está el homicidio [...1 crecer es por natu-raleza un acto agresivo» (Winnicott, 1971).

El adolescente visto por Donald Meltzer es aquel que, aun cuan-do parece preocupado sobre todo por la sexualidad, en realidad está más preocupado por el conocimiento y el entendimiento (Meltzer y Harris, 1979). Ya Bion (1963), a quien Meltzer adhiere, aseguraba que así como el cuerpo necesita de alimento para vivir, el aparato mental necesita de verdad. Entonces, si la adolescencia se distin-gue por su pasión por la verdad, el descubrimiento de que los pro-pios padres no sólo no son omnipotentes, sino tampoco sabios ni omniscientes, es fuente de una enorme consternación para el ado-lescente. liste debe tomar en consideración que el conocimiento es una conquista solitaria y sacrificada, que comporta la capacidad de tolerar la confusión y el sufrimiento necesario ya sea para aceptar la propia debilidad e impotencia, ya sea para abandonar las ilusio-nes infantiles (Maggiolini y Pietropolli Charmet, 1994).

Son muy interesantes las diversas soluciones que el adolescen-te puede adoptar para avanzar en su recorrido (Meltzer y Harris, 1979): una primera categoría de adolescentes intenta permanecer en la familia, adquiriendo el saber por vía pasiva, por mímesis, y accediendo a un mundo adulto que, sin embargo, reproducirá de modo pasivamente imitativo; la segunda categoría tiene que ver con adolescentes que llegan a la adultez de manera precoz, y es muy probable que tiendan a la realización de ambiciones fallidas de sus padres; otra solución es retirarse del mundo de los coetá-neos en una especie de aislamiento anestésico, que preocupa a los padres pero no al joven, el cual por su parte vive de este modo una sensación ilusoria de omnipotencia; los adolescentes más sanos,

cambio, aceptan formar parte de la comunidad de los coetáneos en la búsqueda de la verdad, tolerando las experiencias depresi

v

as que esa búsqueda implica.

Los pioneros italianos

Adem lis de los numerosos centros y escuelas presentes en el es-tilla rio cultural, formativo y terapéutico italiano que hacen clara

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referencia a líneas de pensamiento de gran prestigio en el ámbito de la historia del psicoanálisis (A. Freud, D. Winnicott, M. Klein), varios autores italianos han producido una reflexión teórica origi-nal, más atenta a lo nuevo y al mismo tiempo orientada a integrar diversos modelos teóricos, en sintonía con las características de la adolescencia. Desde este punto de vista es posible identificar una «escuela italiana» de la adolescencia.

El primero en sistematizar, en la década de 1980, su trabajo con los adolescentes fue Tommaso Senise, quien construyó el mo-delo de intervención denominado consulta y psicoterapia breve de individuación (Aliprandi, Pelanda y Senise, 1990). Por primera vez, en el ámbito psicoanalítico, se habla de consulta, atribuyén-dole un valor a lo que, hasta ese momento, siempre había sido poco considerado. El sentido de la psicoterapia breve es interferir lo menos posible con los procesos evolutivos naturales del ado-lescente, con el único objetivo de reactivarlos con rapidez, si es posible, para luego reconsignarlos a su impulso natural interno. El término individuación, por último, se refiere no tanto a la re-solución del conflicto sexual como a la posibilidad del adolescente de vivirse corno sujeto separado. Son sobre todo las vicisitudes de la relación con el objeto las que deciden las modalidades con las que el adolescente podrá afrontar la difícil tarea de la separación. A partir de los análisis teóricos de Senise, numerosos centros de psicoanálisis de la adolescencia tuvieron su origen en Milán.

En Roma, un autor de notable interés fue Arnaldo Novelletto. También él se caracteriza por un enfoque teórico-clínico que pres-ta especial atención a los contextos de vida del adolescente. El aporte particular de Novelletto tiene que ver con la integración de la categoría del sí mismo en el complejo sistema conceptual del modelo tripartito freudiano, con la construcción de una represen-tación del aparato psíquico en el que el yo y el sí mismo, por una parte, y el ello y el superyó, por la otra, constituyen dos polarida-des dialécticas de organización de la vida psíquica en interacción recíproca, particularmente problemática durante la adolescencia (Novelletto, 1986).

Otro importante autor italiano es Gustavo Pietropolli Char-met. Gran divulgador además de agudo estudioso, con frecuen-cia supo hacer accesible al público su pensamiento teórico-clínico. Al retomar la reflexión teórica de Franco Fornari, centrada en la idea de código afectivo primario, Pietropolli Charmet integra en ella las tareas evolutivas primarias (Pietropolli Charmet y Rosci, 1992), manteniendo un enfoque naturalista y evolutivo, atento a

los cambios socioculturales, a las novedades antropológicas, a los cambios en los contextos de vida y a las reorganizaciones internas que en el plano intrapsíquico el adolescente encuentra en la suce-sión de los períodos históricos.

La labor clínica de estos autores italianos y de sus seguidores, por lo demás muy criticada por el psicoanálisis más ortodoxo, se despega de éste por cuanto tiene que ver con las hipótesis diag-nósticas y las modalidades de intervención; sin embargo, ninguno de ellos habría considerado útil un encuentro del adolescente jun-to a su familia. La sacralidad del setting individual tampoco les falló jamás a ellos. En los casos en los que se considera útil con-vocar a los padres, el encuentro con éstos se realiza en sesiones separadas, por terapeutas distintos, dándose paso a un trabajo sobre líneas de intervención paralelas.

Vittorino Andreoli también ha sido un autor que se ha dedica-do mucho al estudio de la adolescencia. Más cercano a una concep-ción evolutiva de la psicopatología, considera que la adolescencia es el tiempo de la metamorfosis: ésta es aguda, rápida, asocia el cambio somático con el cambio emocional de la personalidad (An-dreoli, 2006). La adolescencia, en suma, representaría la completa inversión de los puntos de referencia. La metamorfosis somática guarda relación con el cambio hormonal y por lo tanto corporal: el

a

dolescente no se gusta y pone en acto una serie de recursos o ar-tificios para camuflar un cuerpo no deseado, a través de la liturgia del maquillaje, los piercings y los tatuajes. La metamorfosis de la personalidad tiene que ver con la transformación del yo y de las relaciones intergeneracionales: los padres comienzan a percibirse de manera diferente. Por último, la metamorfosis social enfrenta al adolescente ya no con el mundo familiar, sino con el grupo de los pares. Cambia la relación con la escuela y los espacios de reu-ilión: el bar, el fútbol, la plaza. Se modifica también la relación con los adultos. Este cambio conduce al adolescente hacia lo profundo de una crisis de identidad, en la que los puntos de referencia antes conocidos y estables pierden su validez y funcionalidad.

Esta crisis de identidad, según Andreoli, hace que la adoles-cencia sea equiparable también con el tiempo de la inseguridad y

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l miedo. Frente a este último se activan mecanismos.clásicos de defensa: la fuga o la violencia. La fuga puede manifestarse bajo la forma de una fuga real de la casa, o como fuga psicológica más o menos grave: la depresión como fuga dentro de sí, el aislamiento en la escuela como fuga respecto de los otros, la propia habitación como refugio, el intento de suicidio como fuga del mundo. La vio-

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lencia, en cambio, puede ponerse en acto contra los otros, a través de gestos destructivos hacia la familia o la sociedad (bullying), o contra sí mismo, a través de la droga, el alcohol, los trastornos alimentarios, la autolesión.

Las concepciones de Andreoli resultan muy estimulantes para un terapeuta familiar. Ante todo, el concepto de «transformación de las relaciones familiares» de inmediato lleva a reflexionar so-bre cómo deben sentirse los padres ante un cambio tan radical de su propio hijo. Para los padres, ésta es una experiencia dramática. Mucho trabajo, en realidad, les correspondería a los padres, que deben aprender a tolerar la ansiedad, el miedo, la incertidumbre y sobre todo el sentimiento de inadecuación que experimentan frente a un hijo «¡que ya no es el mismo!». En realidad, para los padres, este período es como un precio que hay que pagar, una prueba de resistencia que les pone el joven, y que se libra entre el estar dentro y el estar fuera de la familia.

La inseguridad y el miedo en la adolescencia no constituyen una enfermedad o una psicopatología, sino que son ingredientes funda-mentales para el crecimiento. Hay personas que nunca los han ex-perimentado, y en esos casos se trata de personas que nunca fueron adolescentes, que saltearon esa fase evolutiva. Con frecuencia son individuos que podrían llegar a vivir la adolescencia más tarde, a una edad adulta, asumiendo riesgos mucho más fuertes.

El sistema del sí mismo del adolescente

Las transformaciones psicodinámicas del individuo en la ado-lescencia sin duda tienen un valor particular: el proceso evolu-tivo sigue un camino tortuoso, hecho de rectas y de curvas, de aceleraciones y repliegues. El dentro y el fuera se colocan en un mismo eje de equilibrio en la búsqueda de la armonía. Si el psi-coanálisis, salvo algunas excepciones tratadas con anterioridad, ha errado al subvalorar el mundo relacional del individuo en fase de desarrollo, muchos teóricos y clínicos que se han ocupado de la adolescencia parecen ignorar la importancia de las leyes propias de lo intrapsíquico y las de lo endógeno, para leer la realidad bajo la única luz de la relación. La adolescencia, de hecho, no se pre-dispone por un juego familiar o de pareja; en todo caso lo está por la naturaleza.

Paradójicamente, la adolescencia, en función de estas caracte-rísticas específicas, podría ubicarse en esa precisa zona de sombra

que separa al psicoanálisis de las teorías sistémicas: los psicoana-listas, volcados en su totalidad a lo intrapsíquico; los sistémicos relacionales, volcados todos a las relaciones.

Un autor sistémico que tiene el mérito de haber intentado in-tegrar la dimensión intrapsíquica del adolescente y la dimensión relacional es Luigi Baldascini. En su libro Vita da adolescenti (1993) se aprecia el constante esfuerzo de unir lo particular con lo universal, de identificar los vínculos y las conexiones entre esos mundos en los que el adolescente se mueve en busca de su propia identidad. «La psicopatología de la adolescencia —afirma Baldas-cini— se sitúa a menudo en la familia, a veces en la escuela, muy frecuentemente dentro del adolescente mismo, pero bien anali-zado, ésta siempre es del interés de todos los sistemas, para los cuales es en extremo razonable la búsqueda de un modelo teórico de referencia y de un modelo clínico de intervención que tenga en cuenta, en cambio, esta complejidad» (ibídem).

El sistema del sí mismo, según Baldascini, se ubica en el ado-lescente como un único organizador que conecta todos los siste-mas intrapsíquicos entre ellos, y a su vez los conecta con los sis-temas interpersonales. Es una suerte de contenedor dinámico de todo lo que ocurre a continuación de la que el autor define como articulación intersistémica.

Los subsistemas intrapsíquicos incluyen: el sistema cognitivo, o sea, las funciones del pensamiento; el sistema emotivo: el sentir, el impulso espiritual, el ruborizarse, la contracción de los múscu-los lisos; el sistema instintivo-motor: la prevalencia de las funcio-nes del instinto y del movimiento, el impulso de actuar, el golpear, el impulso sexual.

Los subsistemas interpersonales comprenden: el sistema fami-liar, con sus fronteras, su flexibilidad y su impronta relacional; el sistema de los pares: se experimenta el actuar, el bienestar afectivo ( estamos bien juntos») y la identificación cognitiva («¡todos pensa-mos así!»); el sistema relacional adulto, o impulso de la competen-cia constructiva, del cuidado de los otros, de la asunción de respon-sabilidad, posible evolución de la ambivalencia del adolescente.

L

a articulación intersistémica, de acuerdo con esta teoría, pre-ve dos posibilidades según un continuum que va de la normali-dad a la patología: la movilidad intersistémica, entendida como articulación sincrónica de los diferentes sistemas de pertenencia. Esta movilidad le permite al adolescente utilizar, a los fines de un desarrollo armónico, los recursos que surgen, gracias a sus especi-

ficidades

funcionales, de sus diferentes sistemas de referencia. La

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otra posibilidad la constituye la inmovilidad intersistérnica, que en cambio conduce a diferentes formas de psicopatología.

La teoría trigeneracional de la adolescencia

A partir de los estudios pioneros de Murray Bowen (1979) y de James Framo (1992), el enfoque relacional-sistémico le ha re-conocido un gran valor al proceso de diferenciación del sí mismo respecto de la propia familia de origen. En otras palabras, en el equilibrio dinámico entre pertenencia y separación, cada indivi-duo, a lo largo de su historia, debería ser capaz de liberarse de su propia familia y de superar las necesidades de dependencia.

El modelo trigeneracional, así como ha sido propuesto por varios pioneros de la terapia familiar, entre los que se encuentran Whi-taker (1989), Bowen (1979), Framo (1992) y Williamson (1982), y posteriormente elaborado por Andolfi en numerosas publicaciones científicas (Andolfi, 2000a, 2003; Andolfi, Angelo y D'Atena, 2001; Andolfi y otros, 2007), prevé la observación de las relaciones fami-liares en su evolución a lo largo del tiempo. Es un modelo que tiene en cuenta tanto la dimensión estructural (Minuchin, 1974), como la dimensión histórico-evolutiva con la que interactúa el terapeu-ta. Esto ocurre no sólo para la historia personal del adolescente problemático, sino también para la historia de los padres y de las relaciones entre estos últimos y sus respectivas familias de ori-gen, a lo largo de recorridos de búsqueda que vienen por lo tanto a vincular, según un eje vertical, tantos planos cuantas sean las generaciones examinadas (Andolfi, Angelo y D'Atena, 2001).

En el ámbito de las teorías sistémicas, son numerosos los auto-res que han propuesto el triángulo como unidad de medida de las relaciones familiares en su devenir: Bowen (1979), Framo (1992), Whitaker (1989), Walsh (1982), Haley (1980), Hoffman (1981), Mi-nuchin (1974), Scabini (1985), Andolfi (1987), por citar sólo a los más relevantes, mientras que en el plano de la investigación deben mencionarse los estudios más recientes de Elisabeth Fivaz sobre el triángulo primario (Fivaz-Depeursinge y Corboz-Warnery, 1999). Una vez adoptada la tríada como unidad de estudio de las rela-ciones humanas, de los patrones relacionales del grupo familiar y, más aún, de las emergencias psicopatológicas de un miembro de la familia, las observaciones sobre la realidad tendrán una profunda diferencia respecto de aquellas que utilizan la díada como lente de observación. Es obvio que también las modalidades de intervención

clínica y las de investigación recibirán la influencia de estos dife-rentes presupuestos: baste con pensar, por ejemplo, en la teoría del apego, basada en la observación madre-hijo.

Por triángulos relacionales, por lo tanto, podemos entender las estructuras elementales de todas las relaciones, incluidas aque-llas en las que a primera vista están interesadas sólo dos perso-nas. También en este caso es posible identificar que existe, para cada uno de esos dos sujetos, una figura de referencia que hace de «tercero» en la relación, aunque pertenezca a otro espacio, a otro tiempo o, con mayor frecuencia, a otro nivel generacional.

Como hemos descrito en numerosos trabajos (Andolfi y Ange-lo, 1987; Andolfi, 2003; Falcucci y otros, 2006), definimos como trigeneracionales aquellos triángulos relacionales en los que las personas involucradas se ubican en tres planos generacionales diversos (por ejemplo, abuelo, padre, nieto), y por familia trigene-racional entendemos ese mapa familiar extendido que se dispone a lo largo de un plano vertical, atravesado por lo menos por tres planos horizontales. Sobre cada plano se colocan todos aquellos que pertenecen al mismo nivel generacional; por lo tanto, desde arriba hacia abajo, encontraremos respectivamente a la genera-ción de los abuelos, la de los hijos y la de los nietos, unidas de va-rios modos entre ellas por triángulos relacionales identificados en particular por una suerte de coordenadas familiares, que indican a las personas involucradas y su plano de pertenencia.

Hemos afirmado en varias ocasiones que la comprensión del

i

ndividuo y de sus procesos de desarrollo es favorecida por la constr ucción de un esquema de observación que permite ver los

comportamientos actuales de una persona como metáforas relacionales, o sea, como señales indirectas de necesidades y compromisos

a

fectivos del pasado, que hallan el espacio y el tiempo para mani-festarse en concreto a través de las relaciones presentes (Andolfi y Angelo, 1987). Así, una información, ya sea verbal o analógica, sobre cómo se expresa hoy la relación entre un padre y un hijo adolescente (que identificaremos como segunda y tercera gene-ración, respectivamente) contiene un aspecto implícito y comple-

ment

ario que nos informa también sobre cómo un padre percibe, huy, la relación pasada entre él y su propio padre, desplazando ast el contenido emocional de la información a un nivel superior, o

sea

, entre segunda y primera generación. La complejidad aumenta si todo se conecta incluso con esas imág

ene más abstractas e ideales del «hacer de padre y hacer de hijo», que rada uno ha incorporado con mayor o menor intensidad

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al propio contexto familiar y cultural y que, tal vez, asumen el valor de verdaderos códigos de conducta.

En esta trama de valencias y significados, personales y cul-turales, adquiere gran utilidad el estudio de los mitos familiares y de su evolución en el devenir de las relaciones. El mito se con-vierte en una grilla de lectura de la realidad en la que coexisten elementos reales y elementos fantásticos, en parte heredada de la familia de origen, en parte construida por la familia actual (ibí-dem). Eventos específicos de la vida familiar o individual, en es-pecial en las fases críticas de la existencia (nacimientos, muertes, casamientos, separaciones conyugales, enfermedades crónicas, quiebras económicas, accidentes, etcétera), podrán suscitar fuer-tes respuestas emocionales y tensiones familiares enormes, que harán que cada miembro de la familia asuma, manteniéndolos en el tiempo, roles y funciones diferentes según la posición de cada cual en esa particular constelación mítica .

El mito puede construirse y evolucionar a través de al menos tres generaciones y puede convertirse así en una matriz de cono-ci miento, representando un elemento de unión y un factor de co-hesión para todos los que creen en su verdad. Sin embargo, en otras situaciones, el peso del mito familiar puede impactar en las nuevas generaciones y hacer dificil un proceso de crecimiento sano y autónomo y, esto no es raro en la adolescencia, puede conducir a formas de depresión reactiva, como podemos ver en el caso de Ciro.

Ciro y la elección del nombre

Ciro, un joven de quince años, es traído a terapia a causa de su depresión. Al hablar con la familia, descubrimos que el joven ha-bía nacido dos años después de la pérdida del primogénito de ocho años, ahogado en un lago cercano al lugar donde viven. Ciro nació con la misión de llenar un vacío familiar trágico: la pérdida del hermanito. Además, el nombre que le pusieron vino a complicar más aún su crecimiento. Ciro era en efecto el nombre del abuelo paterno, hombre excepcional, alcalde del pequeño pueblo de origen de la familia, y, puntualmente, el primogénito de entre sus nietos había recibido el nombre en honor del abuelo heroico. Ahora bien, el nombre se transmite por tercera vez y, junto con el nombre, las expectativas que éste suscita en la familia: no nos cuesta imaginar cuán difícil debe de haber sido para Ciro III crecer sano, ¡teniendo que llevar sobre sus hombros el peso de figuras heroicas y de trá-

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gicas pérdidas! Sobre la elección de los nombres en las familias se podría escribir un tratado y descubrir mucho sobre los mitos fami-li ares y su transmisión intergeneracional (Dogana, 2000).

Sin duda, la visión trigeneracional de las relaciones permite captar diferencias y semejanzas, creando conexiones entre las di-versas dimensiones históricas de las relaciones. Así como existe una historia de las relaciones que se crean en el tiempo entre per-sonas pertenecientes al mismo plano generacional y que condicio-nan las elecciones de los sujetos individuales, también existe en paralelo una historia de las relaciones entre figuras pertenecien-tes a planos diferentes que se influyen unas a otras. Uno de los errores más comunes es tomar en cuenta sólo el plano horizon-tal de las relaciones: por ejemplo, puede seguirse creyendo que los fracasos amorosos reiterados deben atribuirse a una serie de eventos desafortunados en la relación conyugal, sin percatamos de cuánto esa relación es impactada verticalmente por las expe-riencias de las relaciones con los padres o con otros miembros im-portantes de la familia de origen.

Las cosas se complican más aún si entramos al mundo de la adolescencia sin un lente de observación plurigeneracional. Si es cierto que la adolescencia representa el primer estadio importan-te en el que la relación dinámica entre pertenencia y separación de las raíces familiares parece tender a esta segunda opción, asi-mismo es cierto que el adolescente, de modo a menudo provoca-tivo y contradictorio, busca contención y pertenencia: es un poco como

querer comprobar la capacidad de sus padres de no dejarse manipular demasiado por sus protestas de libertad absoluta y de autonomía (Andolfi, 2000b). El enfrentamiento entre un hijo y un padre, por ejemplo, hecho de provocaciones del primero para con el segundo, es necesario para el crecimiento de un hijo adolescen-te, que aprecia al padre en la medida en que éste no se sustrae a la prueba y logra contener la necesidad de ruptura del hijo.

Pensamos que puede afirmarse la necesidad de deshacer una serie de prejuicios que por lo general no son abordados lo sufi-ciente en la terapia individual, como el lugar común según el cual el adolescente estaría centrado sólo en sí mismo y en sus necesi-dades (a menudo materiales), sin alimentar interés alguno por sus propios padres y por la familia en general (Andolfi, Angelo y D'Atena, 2001). A través de la terapia, por el contrario, hemos podido constatar que los ,jóvenes hacen todo por ayudar a sus pa-dres a afrontar sus problemas de pareja, por defender al más dé-

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bil, poniéndose ya sea como mediadores, ya sea como barrera en situaciones de gran hostilidad y violencia entre los padres. Y son ellos los que, ayudados por la terapia, les permiten a los padres volver atrás a su propia adolescencia, de modo tal que recuerden sus procesos de desarrollo, incluidas sus dificultades para relacio-narse con sus respectivas familias de origen. Este viaje atrás en la memoria tiene el poder de volver a los problemas de hoy con una visión más realista y benévola sobre las dificultades actuales y, sobre todo, de favorecer una alianza afectiva entre padres e hijos.

Para concluir, consideramos que el modelo trigeneracional es una grilla de lectura esencial para explorar los procesos de desa-rrollo y el ciclo vital de la familia, en busca de aquellos nudos pro-blemáticos que, una vez identificados, le permiten al terapeuta, pero sobre todo a los miembros de la familia, utilizar los recursos y las competencias de cada individuo. Entonces la enfermedad, el trastorno psicológico o relacional de un adolescente, así como los sufrimientos que derivan de éste, no son sólo fuentes de malestar para toda la familia, sino que se convierten en puentes de cono-cimiento y en oportunidades vitales para reencontrar el sentido del «nosotros» y para redescubrir el valor de la solidaridad y del sostén recíproco.

Desarrollos y dicotomías en el modelo sistémico: las dos almas de la terapia familiar

No ha sido suficiente, para delinear un modelo conceptual y operativo común, el compartir un marco teórico de referencia en el ámbito de la psicología sistémico-relacional del último medio siglo. Una diferencia fundamental se refiere a la consideración del individuo y de los aspectos subjetivos e históricos, incluidos los que tienen que ver con la persona del terapeuta, en la conceptua-lización del sistema familiar y del modelo terapéutico.

Los desarrollos de la práctica clínica de los terapeutas familia-res acentúan, con el tiempo, diferencias metodológicas sustancia-les de intervención que, en su fase inicial, vienen a situarse en las costas Este y Oeste de los Estados Unidos, con sucesivos reflejos cada vez más dicotómicos en Europa y sobre todo en Italia, donde se encuentran diferentes modalidades operativas también entre Roma y Milán.

Ya en la década de 1960 comienzan a identificarse dos almas del naciente movimiento de la terapia familiar: los conductors

[conductores], o sea, aquellos terapeutas que usan su propia per-sonalidad, incluidas la intuición y la creatividad, como instru-mentos de evaluación y de intervención (véase Ackerman, Satir, Whitaker, Minuchin), y los system purists [puristas del sistema], o sea, aquellos terapeutas que estudian la familia como sistema de relaciones, situándose a relativa distancia de todo tipo de in-volucramiento personal o resonancia emocional (véase el grupo de Palo Alto, Haley, Sluzki, Hoffman, la Escuela de Milán en su primera fase de investigación).

A principios de los años ochenta este. debate se torna aún más encendido a través de una serie de artículos aparecidos en Fa-mily Process, donde se interroga acerca de si el terapeuta debe practicar la terapia desde una posición pragmática o estética: la primera posición parte del asumir que la terapia debe resolver los síntomas tal como se presentan, definiendo con claridad los objeti-vos, mientras la segunda orientación considera a la terapia como un proceso creativo, de crecimiento, con el objetivo de favorecer el desarrollo de la familia y de su ecosistema.

Con el transcurso de los años el debate ha animado a muchos clínicos de familia a alinearse tras uno u otro enfoque, sin lograr integrar de modo armónico la persona y el rol del terapeuta, y a asumir la responsabilidad de afrontar los síntomas y, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo de la familia y de su mundo rela-cional (Andolfi, 1995).

La dicotomía es aún mayor en épocas recientes, si se piensa en el fuerte desarrollo de las así llamadas terapias familiares na-rrativas y en la dificultad de muchos estudiosos y terapeutas de familia para aceptar la visión de las teorías posmodernas, y en Ir dicular del construccionismo social, para comprender a la fa-mil

ia. Salvador Minuchin ataca este modo de ver la realidad, al ponerle como título «¿Dónde está la familia en la terapia familiar narrativa?» a un trabajo publicado en Terapia familiare en 1999.

M inuchin pone en discusión los presupuestos de base, en esencia políticos, del construccionismo social, en cuanto a su utilidad con ünrw terapéuticos, y sostiene que, en esta teoría, los interlocutores son

el individuo y el entorno social, mientras que la familia como elemento de mediación entre los dos ha desaparecido. Además,

critica la posición de un terapeuta narrativo, siempre neutral, que no debe tener influencia o involucramiento personal alguno en la situación

terapéutica. En la enérgica respuesta de Carlos Sluzki al provocativo artí-culo de Minuchin, en un debate totalmente argentino, se ratifica

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que la familia ya no es el único centro de atención de los terapeu-tas sistémicos y que el individuo ha adquirido un papel cada vez más importante en la intervención terapéutica.

Desde este momento, asistimos a un florecimiento de las así llamadas terapias individuales sistémicas y de terapias familia-res llevadas a cabo con la presencia de un solo sujeto, ¡que lleva dentro de sí a la familia! Vincenzo Di Nicola (1990), partiendo de las diferencias entre los modelos de Milán (el de Selvini y sus colaboradores, por un lado, y los de Boscolo y Cecchin, por el otro), describe dos tipos de temperamentos terapéuticos que durante los años ochenta se confrontaron en el interior de las mayores escuelas de terapia familiar: el temperamento tecnocrático y el fenomenológico.

El primer tipo (del cual Haley y la terapia estratégica son un buen ejemplo) pone el acento en la terapia, está dirigido a privi-legiar la técnica y a basar la intervención en la identificación de las reglas y los principios precisos sobre cuya base el sistema-familia organiza sus comportamientos. Resonancias afectivas y movimientos contratransferenciales del terapeuta son por com-pleto ajenos a la escena terapéutica.

El terapeuta de postura fenomenológica, en cambio, tiene todo el tiempo delante de sí el sufrimiento de la familia y los modos en que esta última enfrenta esa experiencia. Su interés se dirige a la comprensión de la esencia misma de la familia y no sólo a sus funciones y disfunciones. Su búsqueda no está tan guiada por la cabeza, sino que más bien nace de la experiencia que surge del encuentro terapéutico.

Estos dos temperamentos no tienen mucho en común. En esen-cia, se trata de optar entre intervenir de modo focal para modifi-car las conductas, o utilizar las conductas de modo activo para conocer el mundo de los afectos de la familia y favorecer su mejor expresión.

La terapia simbólico-experiencia!: el modelo de Whitaker

A partir de los años cuarenta del siglo xx Carl Whitaker practi-caba y enseñaba un modelo de terapia familiar denominado tera-pia simbólico-experiencial. Ese modelo nacía en lo esencial para el tratamiento de pacientes psicóticos y sus familias; luego fue utili-zado también para aquellas familias profundamente afectadas por

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eventos del entorno con fuerte efecto desestabilizador, como el de la guerra (Gurman y Kniskern, 1981). Con esta praxis terapéutica, fue necesario elaborar métodos para gestionar intensas reacciones Iransferenciales y conductas fuertemente regresivas; síntomas de este tipo requieren la capacidad de sintonizarse en lo afectivo con los pacientes desde una posición terapéutica más próxima que dis-tante, para poder ofrecer contención y reafirmación emocional.

Este aspecto del desarrollo histórico de la terapia simbólico-experiencial influyó de manera notable en el papel que en ella tiene el terapeuta, y distingue ese modelo de los modelos sistémi-cos y estratégicos que postulan mayor distancia y neutralidad del te rapeuta.

Las primeras aplicaciones del modelo en individuos angustia-los, que habían vivido situaciones traumáticas en la guerra, influ-

yeron en los primeros autores, induciéndolos a reflexionar sobre el hecho de que los eventos de la vida, las «experiencias simbólicas emotivas) originarias, derivan de la conciencia de la unicidad de

las percepciones, de las vulnerabilidades, de los límites de cada individuo» (Whitaker y Keith, 1981) en el ámbito de los distintos contextos sociales y culturales y de tiempos específicos.

E

l papel central de la experiencia emotiva, en terapia, requiere que el terapeuta esté dispuesto a un compromiso y a una partici-p;ición afectiva con respecto a la familia, considerada un organis-iin) vital, rico en recursos. En la cabeza del terapeuta hay una fa-milia longitudinal, que se articula en subsistemas y que reescribe la historia de su desarrollo a lo largo de la terapia. El genograma Irieeneracional como esquema de referencia guía las sesiones, in-dependientemente de quién participa en la conversación indivi-dual. El objetivo de las intervenciones simbólico-experienciales no en tan sólo la remisión del síntoma, sino sobre todo el cambio de

los modelos intergeneracionales que producen síntomas (Gurman y Kniskern, 1981).

En la terapia simbólico-experiencial, «al afrontar en la sesión dificultades reales, crisis relacionales, patologías individuales, trastornos mentales, cada uno, incluido el terapeuta, puede en-trar en contacto profundo con partes de sí mismo, a menudo ocultas

o encerradas en esquemas relacionales repetitivos e improduc-tivos, donde no hay espacio para la creatividad y el crecimiento

. Lograr darse el permiso para estar en las cosas de una manera vital produce la expansión del espíritu; es decir, permite alcanzar una (nueva forma de armonía entre sí mismo y los otros» (Andolfi, 2002. págs. 68-69).

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1

Para hacer esto, Whitaker apelaba a sus recursos cognitivos, emocionales, afectivos, haciendo amplio uso del propio sí mismo. Aunque nunca utilizó el término self disclosure (develamiento del sí mismo), no hay duda de que Whitaker usaba a menudo frag-mentos de la experiencia terapéutica, reflexiones personales, epi-sodios ejemplares o «ideas locas», de tal modo que pudiera sacarse a la luz la distorsión familiar y crear, al mismo tiempo, momentos de contacto profundo con el sufrimiento y las dificultades de la familia. Helm Stierlin ha definido este comportamiento como cura

a través del encuentro, un proceso en el que el terapeuta no induce el cambio a través de la reestructuración de los vínculos familia-res, sino gracias a una suerte de observación partícipe (Gurman y Kniskern, 1981).

La terapia como experiencia intersubjetiva

Cuando Jim Framo' desembarcó en Italia, por lo demás su país de origen, en el lejano 1971, para presentar su trabajo clínico en Roma, lo que sorprendió al auditorio fue su profunda humanidad y su calor al entrevistar a una pareja de terapeutas familiares frente a todos los presentes; sobre todo sorprendía su participa-ción emotiva en el sufrimiento de la pareja, que había pasado por el dolor de repetidos abortos, y no habían podido tener hijos. Parecía que él lograba penetrar en lo más profundo de su senti-miento de pérdida, de manera directa y auténtica, sin recurrir a particularidades técnicas. También impactaba su afirmación: «Therapy is an experience!» [«¡La terapia es una experiencia!»], repetida varias veces; sonaba un poco como una frase efectista, un poco «americana».

El hecho de que hubieran podido exponerse temáticas conyu-gales tan delicadas y personales frente a un auditorio de profesio-nales, sin nivel alguno de protección de su privacidad era, para muchos de los presentes, más bien inusual. También esto resulta-ba muy «americano» y un tanto exhibicionista. Sólo varias déca-das después, redescubrimos el valor de la experiencia compartida

' James L. Framo fue el primer pionero de la terapia familiar que viajó a Italia para ilustrar su trabajo. De origen italiano, trabajó desde finales de la década de 1950 en Filadelfia, con Ivan Boszormenyi-Nagy, y, más tarde, en San Diego, California.

en sesión con la familia como elemento fundacional de todo el marco terapéutico.

Los quince años transcurridos en contacto con Whitaker y con su trabajo clínico (desde 1977 hasta 1992) nos llevaron a incor-porar muchas de sus ideas sobre la relación terapéutica, sobre la utilidad de extender el sistema familiar de forma tal de buscar recursos en la historia de desarrollo de la familia, sobre la nor-malización de los síntomas del paciente y sobre el valor del ser y no de hacer de terapeuta. Sin embargo, es muy dificil describir la esencia del terapeuta sin correr el riesgo de banalizar su sentido más profundo o, peor aún, de transformar el todo en un dogma religioso, corriendo otro riesgo: el de perder el límite de nuestro accionar, que es siempre el de una profesión de cura. Por otra parte, también Kitty La Perriere ya en 1999 escribía en el volu-men La crisi della coppia: «Demasiado a menudo los terapeutas familiares se han dejado seducir por la necesidad de cambiar a las personas, cambiar las relaciones disfuncionales, cambiar conduc-tas, y así han perdido el valor espiritual de estar en el dolor, en la dificultad, en la impotencia».

Tal vez sea esta precisa tensión hacia los aspectos más ele-vados del individuo y la capacidad de estar en contacto con sus emociones más profundas las que hacen posible ese proceso de normalización donde se pierde el límite del dato psicopatológico de alguien, para ir a buscar en la historia longitudinal de la fami-lia aquellos elementos de comprensión del mundo interior de cada uno y, al hacer eso, reconstruir vínculos afectivos más auténticos.

En su último trabajo, «La vita interiore del consulente» (tra-ducción italiana del inglés), Whitaker afirma que sale en busca de aquellos fragmentos de experiencias pasadas de los clientes que aún no han sido reveladas o asimiladas; a medida que estas expe-riencias son sacadas a la luz de nuestra conciencia, éstas proyec-tan sus sombras sobre aquello que se ha dicho o sentido antes en la terapia. «Y como es natural —dice Whitaker—, también yo llevo a la terapia mis sombras de contexto personales de las terapias pasadas, de modo que esta nueva experiencia se convierte para mí en una oportunidad de descubrir nuevas partes de mí mismo» ( Whitaker y Simons, 1994, págs. 73-74).

La idea de que el espacio terapéutico debe ser el lugar don-de experimentar juntos algo profundamente humano y creativo ha acompañado durante muchos años nuestro trabajo clínico. Las propias expectativas de la familia al pedir ayuda, junto con el sentimiento de impotencia o fracaso experimentado por la fa-

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milia como grupo antes de llegar a la terapia, son los primeros elementos sobre los que debe fundarse el encuentro terapéutico. Pero entonces debemos preguntarnos: «¿Qué nos aporta de sí mis-mo el terapeuta para que se cree esta experiencia compartida?». Es demasiado fácil y arriesgado responder: «Su competencia pro-fesional», ya que esta afirmación desequilibraría la relación so-bre el significado del rol terapéutico y lo privaría de la parte más auténtica y humana, que no puede expresarse con plenitud en el interior de un rol.

El dilema entre rol y persona siempre ha estado presente en las así llamadas profesiones de ayuda, entre las que se encuentra la psicoterapia. Sin duda las terapias que se basan en aspectos de fuerte dependencia, como las individuales, tenderán a organizar el encuentro sobre bases en mayor medida jerárquicas y asimé-tricas, donde el terapeuta puede hallarse obligado a desempeñar un papel de progenitor, fuertemente exigido por un setting muy bien definido. En las terapias de grupo, y en particular en las familiares, el concepto de dependencia está por completo fuera de lugar; una familia puede decidir no regresar a terapia después de pocos encuentros y, de cualquier manera, cada vez que lo desee, cualquiera de los miembros del grupo, durante una sesión, puede dar un portazo y marcharse, si lo considera oportuno; más aún, un paciente elige ir a terapia individual, pero una familia no lo hace nunca, porque la elección y el acuerdo de un grupo están sujetos a notables compromisos y a una dialéctica constante. Darle vida a unamotivación conjunta es el primer objetivo de un terapeuta familiar para construir el sistema terapéutico. Esto no es fácil, „ . porque a menudo dos padres o una pareja de cónyuges, o un ado-lescente problemático llegan a la sesión sin un acuerdo sobre la naturaleza misma del problema o sobre la eventual búsqueda de soluciones. Pero sobre cómo motivar a los diferentes miembros de la familia hemos escrito en varios trabajos anteriores y describire-mos muchos casos en los capítulos siguientes de este libro (Andolfi y otros, 2007; Falcucci y otros, 2006).

Aquí nos interesa explorar qué ocurre en la mente y en el sentir de un terapeuta que recibe a una familia. En pocos instantes se configura un encuentro entre dos mundos familiares, el de la fami-lia —presente en la sesión con toda su problemática—, y el de la «fa-milia interna), del terapeuta; son innumerables las exigencias que el terapeuta puede recibir de sus clientes, que pueden reactivar, en el momento presente, imágenes, expresiones, gestos, palabras, pre-guntas, chistes, estados de ánimo, reacciones cenestésicas, que tie-

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nen que ver con su mundo familiar o con experiencias terapéuticas anteriores. ¡Para no hablar de los eventos de la vida, como lutos, separaciones, nacimientos, enfermedades, los cuales al ser relata-dos por la familia, pueden superponerse con recuerdos de eventos similares vividos por el terapeuta a lo largo de su existencia!

Algunos autores, como Mony Elkann, han hablado de reso-nancias terapéuticas o de reacciones emocionales; Whitaker habla de sombras de contexto que nacen de experiencias preexistentes, familiares o terapéuticas, para describir en definitiva la misma cosa, o sea, la naturaleza bastante peculiar de la experiencia que podrán compartir, juntos, familia y terapeuta.

Desde los tiempos del así llamado joining con la familia, bien descrito por Minuchin en sus trabajos clásicos (Minuchin, 1974; Minuchin, Rosman y Baker, 1978), parecía bastante limitante considerarlo una especie de estadio de conveniencias sociales o una suerte de inicio reafirmante, dirigido a hacer disminuir la ansiedad de la familia. Observar a la familia desde los primeros parlamentos y modos en que cada uno se sienta e interactúa con los otros puede posibilitarle al terapeuta imaginar su funciona- miento y, sobre todo, intuir sus zonas de sufrimiento, a menudo ocultas tras la máscara familiar y tras los síntomas del paciente; Lodo esto puede inducir al terapeuta a afirmar o a indagar sobre cosas no visibles o apreciables explícitamente, buscando llegar al corazón de lo que considera el nucleo duro de su malestar. En esta búsqueda de las líneas del sufrimiento familiar es útil dejarse guiar por un integrante de la familia, que suele ser el integrante problemático. Con frecuencia, se trata de un niño o de un adoles- cente, con el que puede entablarse de inmediato un vínculo muy fuerte, basado siempre en la observación de lo que no se ha dicho

o

de lo implícito, y con la convicción de que en torno a su problema giran los sentimientos y las emociones de todo el grupo familiar.

Así, por un lado, puede construirse una fuerte alianza terapéu- tica con el así llamado paciente, en la cual se anclan aspectos del inundo afectivo de toda la familia, y, por el otro, puede iniciarse n diálogo interior con nosotros mismos, dirigido a darles senti-

do a las reacciones emotivas que, sin falta, acompañan nuestro

t

rabajo de búsqueda con la familia. Este diálogo nos ayuda a se- leccionar de manera casi inconsciente fragmentos e imágenes de nuestras propias experiencias familiares o de terapias previas, y a asociar sólo aquellos estados de ánimo que nos parecen más apropiados en la situación dada, presentándoselos á la familia en

forma implícita

, ya sea a través de una pregunta, una metáfora o

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simplemente un chiste. Sólo de manera ocasional puede ocurrir-nos que refiramos, en forma explícita, experiencias reales vividas en nuestra propia familia o en terapias anteriores, para vincular-nos con las vivencias de la familia. Así comienza la construcción del rompecabezas donde cada uno, incluido el terapeuta, pone partes de sí para formar al fin el sistema terapéutico. Después, la familia podrá decidir qué «piezas del terapeuta» se lleva consigo a casa para así recomponer, con nuevos elementos, su propio rom-pecabezas. ¿Es éste el comienzo de la construcción de una concien-cia intersubjetiva tal como lo describe Stern (2004)?

Tal vez es precisamente la persistencia en el tiempo de estos fragmentos de experiencia del terapeuta, interiorizados, la que les permite a las familias, luego de años desde el fin de la terapia, recordar como si hubiera sido ayer momentos relevantes de ésta (compuestos por imágenes, objetos metafóricos o preguntas que quedaron suspendidas por años). Lo mismo le sucede al terapeu-ta, quien incluso recordará, lejos en el tiempo, momentos signi-ficativos de cada una de sus terapias; y es probable que sea este bagaje de experiencias íntimas, vividas junto con las familias, el que favorezca su crecimiento personal y le dé sentido a su papel profesional. Además, la fuerza moral que se adquiere al confron-tarse con sufrimientos humanos le permite al terapeuta adquirir esa serenidad tan bien descrita por Roustang (2004) que lo pone en profundo contacto con el dolor de los demás, sin cargarlo sobre sus espaldas.

Está claro que en una situación en la que se opera con el su-frimiento y el sentido de impotencia de muchas familias para re-solver sus propios conflictos y problemas relacionales, debemos estar muy atentos a no superponer problemáticas, sin resolver o suspendidas y de fuerte carga emotiva del terapeuta, con las dificultades que la familia lleva a la terapia. Además, en no pocas situaciones, el terapeuta podría no ser consciente de su propia contratransferencia, arriesgando proyectar partes de sí en el esce-nario terapéutico, sin darse cuenta de ello en absoluto. Éste es el motivo por el cual, desde siempre, se aconseja la coterapia y el tra-bajo en equipo en la terapia familiar, de modo que se cuente siem-pre con un debate y con un vértice crítico y no autorreferencial.

A lo largo de los años y de la experiencia es posible llegar a construirse lo que en muchos casos hemos descrito como super-visor interno, o sea, una parte de nosotros que observa, a un ni-vel nieta, a lá otra, mientras que interactúa con este o con aquel miembro de la familia.

En el mundo de las teorías sistémicas no es fácil profundizar en estos aspectos, que consideramos fundamentales para convertir-nos en terapeutas, tal vez porque tales teorías sufren de un fuerte tecnicismo y de una dificultad para observar a la familia en tér-minos de desarrollo y para darle pleno valor a la reescritura de la historia en la terapia. Son mucho más interesantes para nuestro crecimiento personal y profesional, y sobre todo fundamentales en nuestra comunidad científica, los trabajos de Daniel Stern, quien aunque no es un terapeuta familiar puede iluminarnos con sus in-vestigaciones y ayudarnos a definir mejor la esencia de la terapia.

El conocimiento implícito y la conciencia intersubjetiva de Daniel Stern

Sobre todo en los últimos años, Stern se ha dedicado a estudiar el valor del conocimiento implícito. En su libro The Present Mo-ment. In Psychotherapy and Everyday Life, pone el énfasis en los eventos fugaces que constituyen nuestro mundo de la experien-cia, interesado en identificar «principalmente aquellos momentos compartidos entre dos personas, que generan conciencia, en cuan-to representan experiencias fundamentales de cambio en psicote-rapia y un punto de referencia en la trama de nuestras relaciones cotidianas más profundas» (Stern, 2004, pág. xi). El presupuesto de base al que Stern hace referencia es que el cambio se funda en la experiencia vivida y que mucho de cuanto se ha vivido en el momento presente entra en el ámbito del conocimiento implícito. Llega a afirmar que «son el presente y la conciencia los centros de gravedad, no el pasado y el inconsciente»,

«El conocimiento relacional implícito es ese campo de conoci-miento y representación no verbal, no simbólico, no narrado, no consciente. Consiste en procedimientos motores, patrones afecti-vos, expectativas y también esquemas cognitivos. La mayor parte de todo lo que conocemos de nuestra relación con los otros (inclu-so la transferencia) entra en el conocimiento relacional implícito» (ibídem, pág. 200).

En psicoterapia, el fenómeno del conocimiento implícito es de vital importancia. El 80% de cuanto acontece en la sesión ocurre en el plano de la conciencia fenomenológica, que consiste en ex-periencias de las que somos conscientes sólo mientras suceden, luego de lo cual se desvanecen, no se sedimentan en la memoria. Cu

ando, en cambio, dos individuos cocrean una experiencia inter-

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subjetiva en un presente compartido, la conciencia fenomenológi-ca de uno se superpone con la del otro, generando un sincronismo entre algo que uno de los dos muestra de sí y que el otro toma. «Tal experiencia es vivida por ambos, en el sentido de que am-bos participan de manera intuitiva en la experiencia del otro. El compartir intersubjetivamente su mutua experiencia es tomado por ellos sin que esto sea por necesidad verbalizado, y comienza a formar parte del conocimiento implícito sobre su relación. Ésta crea un nuevo campo intersubjetivo entre los participantes, capaz de modificar su relación e inducirlos a emprender juntos nuevos caminos. El momento genera una forma particular de conciencia, la conciencia intersubjetiva, y es codificado por la memoria. Y, hecho notable, reescribe el pasado. El cambio en psicoterapia (o en cualquier otra relación) tiene lugar gracias a estos cambios im-previstos e imprevisibles en el modo de ser con los otros» (ibídem, pág. 19).

Al leer estos pensamientos de Daniel Stern, nos parece que podernos tomarle prestadas las palabras justas para capturar la esencia de cuarenta años de trabajo clínico con las familias. Si el concepto de conocimiento implícito es un patrimonio de las tera-pias sistémico-relacionales de carácter experiencial, extraordina-rio es el concepto de conciencia intersubjetiva y de reescritura del pasado en el momento presente, así como es formulado por Stern.

Desde siempre, por intuición, hemos sostenido que en terapia familiar es la historia la que cura. Ahora bien, nos parece que Stern permite ir más allá de la intuición y abre un campo de in-vestigación y de estudio extraordinario, de tal modo que amplía, y mucho, las estrecheces del modelo sistémico-relacional.

Una modalidad muy eficaz en el plano experiencial para un conocimiento de lo no dicho a través de la acción se constituye por la escultura familiar, introducida por Virginia Satir (1964). La escultura consiste en la construcción de una representación visual y espacial de las relaciones familiares por parte de uno o más miembros de una familia durante la sesión; a través de la disposición de los cuerpos en el espacio, el comportamiento de las fisonomías y de las posturas, el juego de las cercanías y las distan-cias, la dirección de las miradas, es que toma vida el «drama fami-liar» con toda su gama de expresiones afectivas. Con la escultura de las relaciones familiares se saltea la mediación del lenguaje y se superan los vínculos de la lógica racional, permitiendo explorar emociones más profundas, más intensas y más inconscientes, y ampliando así la lectura de la realidad.

Los puntos clave para comprender la adolescencia

La adolescencia no es una enfermedad

Para muchos padres la percepción de la adolescencia, cuan-do el hijo todavía no ha entrado en ella, es mucho más cercana al temor a una enfermedad que al placer de una nueva fase de crecimiento. «¿Qué pasará cuando sea adolescente?» es una pre-gunta que se hacen a menudo cuando el hijo aún es pequeño. La preocupación por el futuro, en estos casos, corre con ventaja por sobre los eventos del momento y lo que le sucede al niño tiende a leerse como una premonición de lo que ocurrirá en años sucesivos. Incluso si esta actitud no puede considerarse adecuada, debemos admitir que el período de la adolescencia se expresa a través de la amplificación de todo; por consiguiente, como tal, puede también ser temido como una bomba a punto de explotar.

El grupo de los pares, tan fundamental en el crecimiento del adolescente, con frecuencia se percibe por los padres con apren-sión y sobre todo se presentifica como el riesgo de malas compa-n ías. En resumen, el prejuicio se amplía tanto como el temor a perder al propio niño y, en consecuencia, se intensifica el control sobre sus conductas y sus amistades. Para empeorar las cosas, también

se inmiscuyen los medios masivos, que describen a diario una realidad terrible de la adolescencia, entre el bullying, el des-

control, la dependencia de las drogas y el alcohol, o las muertes sábado por la noche.

E

1 adolescente no es un niño superdesarrollado

Las fases evolutivas de un individuo no corresponden a estra-tificaciones sucesivas, sino que deben considerarse como procesos

en sí separados que toman forma a través de fases de disconti-nuidad. Si es cierto que el niño no es un adulto en miniatura, es

asi in ismo cierto que un adolescente no es un niño grande. Muchas veces, cuando llega a la terapia una familia con un adolescente problemático, los familiares consideran al muchacho adolescente

c

omo a un niño que no quiere o no sabe cómo crecer. No es así. También el niño es un sujeto de competencias (Andolfi y otros, 2997), pero su lenguaje es más simple y lineal, mientras que la competencia del adolescente es de un tipo completamente distinto de la de un ni no y se funda en una buena dosis de ambivalencia.

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Progenitores y terapeutas deberían llegar a apreciar esta duali-dad y observar las fases de pasaje de un estadio al otro, pues es en estos momentos críticos cuando pueden surgir las dificultades. Sin embargo, debe recordarse que una oscilación regresiva duran-te el período de transformación del adolescente es absolutamente fisiológica y predecible, lo que debe entenderse como una suerte de retroceso para poder tomar impulso antes del salto.

La adolescencia no es la edad de la liberación: la necesidad de separación del adolescente es tan fuerte como la exigencia de pertenecer

Jay Haley, en su libro Leaving Home: The Therapy of Distur-bed Young People (1980), habla de la adolescencia como la fase de la liberación. Allí habla dentro del contexto estadounidense, en el cual a la edad de dieciocho años los jóvenes dejan su casa para dirigirse a la facultad. En Italia son pocos los jóvenes que de hecho dejan la familia para ir a estudiar a otro lugar y, de todos modos, el alejamiento de la casa para ir a estudiar lejos no pue-de considerarse corno un verdadera liberación, desde el momento en que la dependencia económica de la familia todavía persiste, acompañada con frecuencia de la dependencia afectiva. A lo sumo, la separación física respecto de los progenitores puede llegar a considerarse un ejercicio de autonomía, puesto que concierne a la gestión de la vida cotidiana a partir de la organización y la admi-nistración de la casa.

El servicio militar, que desde hace algunos años ya no es obli-gatorio en Italia, a pesar de sus características negativas tenía de todos modos un mérito: los jóvenes debían abandonar la propia se-guridad para entrar en un mundo distinto al suyo, en el cual eran obligados a convivir con personas de culturas y orígenes diversos, aunque todos fueran italianos.

En las culturas más primitivas muchas veces están presentes importantes ritos propiciatorios en correspondencia con las fases de pasaje en la vida de los individuos (de modo particular en la fase de la adolescencia masculina), mientras que en nuestra cul-tura ya no existe ninguno que marque la salida de la infancia para entrar en la adolescencia y, sucesivamente, el pasaje a la edad adulta. Alguna vez el matrimonio fue un rito de pasaje porque nos casábamos jóvenes; hoy la adolescencia se extiende hasta tal punto que el matrimonio puede constituir un rito de pasaje no an-tes de los treinta años de edad. En el norte de Europa los jóvenes

dejan la casa en realidad a los dieciocho o veinte años. En nuestro contexto esto es impensable. La nuestra podría considerarse una problemática social: no existen rituales de salida de la familia y, además, esta última, con sus características protectoras, controla-doras y fusionadoras, tiende a mantener a los hijos en su seno por un tiempo muy prolongado. Apenas fuera de nuestras fronteras geográficas, en Francia, por ejemplo, los modelos de crianza son totalmente diferentes, mientras que en Italia los cambios nunca son rápidos, lo que se sigue incluso de la condición de precariedad económica que aflige a los jóvenes de hoy.

También Bowen y Williamson, como Haley, vivían en Estados Unidos. Sin embargo, ambos afirmaban que no nos liberamos a los dieciocho años, sino entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco. Ésa

es la edad en torno a la cual la liberación se completa y desapa-rece la que Williamson (1982) describe como intimidación genera-cional. Debe considerarse que una cosa es el alejamiento físico de la familia de origen, y otra, la maduración de un individuo que se vuelve adulto: esta última requiere tiempos mucho más largos. En terapia, con frecuencia encontramos a personas que a esta edad, e incluso a una edad mayor, no se han liberado en absoluto. 'Pense-mos en cuántos hijos adultos aún dependen, de forma humillante y preocupante, de los dictámenes ordenadores, afectivos y emotivos por parte de sus propias familias; o en cuántos hombres adultos, ras una separación conyugal, ¡vuelven con su mamá!

En realidad, la liberación debería caracterizarse según la teo-ri zación intersistémica de Baldascini (1993) y ser un desapego que ataña a la vez a diferentes planos: el afectivo, el emotivo y el de la dependencia económica.

¡Cuántas veces no ocurre, en terapia, que se ve a hermanos muy lejanos uno del otro porque, de algún modo, permanecieron por mucho tiempo en la trampa de sus dependencias familiares, erminando a su vez por manipularlas! Ser hijos tiene que ver con

u na relación intergeneracional vertical (el cómo nos programaron nuestros padres), mientras que ser hermanos se refiere a otro tipo de relación, en un plano horizontal, que se convierte en una ver-dadera conquista si llegan a descubrir tina alianza generacional y a la l

iberación de los mandatos y las presiones de los padres. Otro concepto importante que debe tenerse presente se refiere a

la autorización para salir de casa: no son los padres quienes deben darla a los hijos, sino que son estos últimos los que deben asumir esa responsabilidad

. Se define como «conquista» la obtención de la autonomía personal (Will iamson, 1992) porque ésta es costosa, en

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especial cuando los padres querrían tener al hijo consigo por mucho más tiempo. La autonomía es parte de la diferenciación del sí mis-mo respecto de la familia de origen (Bowen, 1979), es parte de una personalidad integrada que sabe ubicarse en el mundo.

Un buen terapeuta sabe comprender que siempre que el ado-lescente proclama a gritos su independencia y asume posturas despectivas con respecto a la familia y a sus reglas, afirmando que lo mejor está afuera, en realidad está afirmando lo contrario: su miedo a crecer es mucho y su necesidad más fuerte es la de poder sentir que debe reconstruir sus pertenencias.

Desde el punto de vista de la sintomatología, deberíamos pre-guntarnos si las dependencias patológicas a menudo presentadas por los jóvenes no son más bien intentos desesperados de suplir una dependencia sana que les está faltando. ¿Cuántos padres no son sustituidos por una botella de vino, una jeringa o un videojue-go? En terapia nos damos cuenta de que apenas se le logra devol-ver un sentido a la familia, tanto el alcohol como la droga pueden ser redimensionados con rapidez. En diferentes encuentros de seguimiento de terapias familiares concluidas, a la pregunta diri-gida al adolescente: «¿Qué te permitió cambiar?», éste respondía: «Es simple, fue el amor de mis padres». Reflexionar sobre este tipo de afirmaciones es importante dado que mientras que el concepto de separación y autonomía es más visible, más socialmente obvio, el concepto de pertenencia, también fundamental, está más oculto e implícito y, por lo tanto, es más dificil hacérselo comprender a familias, educadores, terapeutas.

El adolescente lleva esculpida dentro de sí la historia familiar

Es muy frecuente que los padres piensen que un hijo vive su vida con independencia de lo que ha ocurrido y ocurre en su fa-milia. Por otra parte, son muchos los sucesos relacionados con los padres y con la familia que un hijo no conoce, sobre todo cuando se trata de hechos anteriores a su nacimiento. En realidad, las co-sas no son precisamente así y el adolescente siempre siente gran curiosidad por conocer los acontecimientos familiares que lo pre-ceden, aunque se muestre por completo indiferente.

De hecho, un adolescente es un experto-autodidacta en su fa-milia, ha «estudiado» a los padres durante toda su vida, obser-vando la relación entre ellos, sus estados emocionales, los cuales, como bien sabemos (Andolfi, 2003), siempre son el resultado del

encuentro entre dos historias familiares. Para explicarnos mejor: lo que el hijo conoce en relación con el pasado y, por lo tanto, con el presente, acerca de su familia no es tanto un conjunto de hechos o eventos, sino más bien el producto relacional que los significa-dos de tales eventos han inducido en su familia. En este sentido podemos afirmar que el hijo es depositario de la historia familiar.

En la terapia, deberíamos escuchar al adolescente como sujeto de competencias con respecto a su mundo familiar. Es raro que los terapeutas se interesen en escuchar al adolescente como experto de la familia, pues tienden demasiado a curar sus enfermedades o a controlar sus conductas agresivas o desviadas. ¿Cómo hacer, entonces, para restituirle la voz a un adolescente que es llevado a terapia para que resuelva su problema? ¿Es la psicopatología el marco del conocimiento, o son los procesos de desarrollo el marco en el cual debe encuadrarse la psicopatología? Ésta es una cues-tión muy importante en el plano terapéutico. La mayoría de los especialistas, aunque no son conscientes de ello, está más intere-sada en comprender las manifestaciones de un trastorno psico-somático, emotivo o de conducta, y en tratarlas, tal vez en pocas sesiones, que en buscar la competencia relacional del adolescen-te. Así, son muy comunes las intervenciones individuales de tipo cognitivo-conductual o las terapias focalizadas breves que tienden a hacer desaparecer los síntomas: en estos casos, la atención está dirigida a modificar una disfunción más que a la búsqueda de los componentes relacionales y familiares de un fenómeno.

La adolescente es el brazo armado de los conflictos familiares

Con frecuencia, la violencia expresada por el adolescente tiene que ver con la violencia subyacente y, sobre todo, no expresada de la pareja que forman sus padres. No es raro ver llegar a terapia a familias muy preocupadas por su hijo agresivo y darnos cuenta de que estamos en presencia de un conflicto que atañe a la pareja, pero que es negado completamente por ésta. En estos casos, se trata de terapias de pareja camufladas (Andolfi, Angelo y D'Atena, 2001), o sea, de situaciones en las que un hijo, a través de una problemática propia, lleva a los padres a terapia, para permitirles a estos últimos que se confronten con sus propias dificultades como pareja.

En las familias no nos damos cuenta de que la guerra se da con frecuencia en el plano parental y que el problema del adolescente es la pistola humeante, es decir, la evidencia de lo que sucede en

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la generación anterior; se trata de una guerra de la cual también el adolescente forma parte, pero de modo reflejo, como resultado

de un conjunto. Son muchos los terapeutas que, como las fuerzas del orden, intervienen directamente sobre aquel que comete el acto violento: ¡es fácil pensar que al ser éste el brazo armado sea también el más peligroso!

Por último, tampoco debe subvalorarse el componente social, por cuanto concierne a las demandas del adolescente hacia accio-nes y comportamientos agresivos también en relación con la fami-lia, como si ya no pudiera usar su cabeza, pero de esto hablaremos con mayor detalle un poco más adelante.

Las señales verbales del adolescente son contradictorias

Cuando el adolescente habla es más importante escuchar aque-llo que subyace a lo que dice que el simple contenido verbal. Como ya hemos insinuado, no deberíamos olvidar nunca que la ambiva-lencia es la característica más típica de la edad adolescente y su modalidad comunicativa más común. El adolescente necesita de la ambivalencia para poder ejercitarse de manera continua de un extremo al otro del eje pertenencia/separación en busca del justo equilibrio. Recordemos que para él la regulación de las distancias, la aceptación de sí mismo y la coherencia son todavía objetivos por alcanzar, desde el momento en que tiene una identidad en forma-ción. Deberíamos tener siempre en cuenta este concepto cuando conversamos con un adolescente, de modo de no perder de vista que todo lo que el adolescente dice es sólo lo que puede decir, de acuerdo con el papel que está jugando en la familia. Para conocer su situación real, quizás sea más útil para el terapeuta escuchar aquello que el muchacho no dice, por ejemplo si un adolescente de-muestra a través de sus palabras mucha seguridad en sí mismo, lo primero que deberíamos pensar es dónde ha escondido su exac-to opuesto, o sea, la incertidumbre. Si un adolescente grita un no a cualquier pedido de afecto por parte de los familiares, podemos preguntarnos qué parte del sí está buscando, y así sucesivamente.

Las señales no verbales del adolescente son complejas y contradictorias

De acuerdo con lo recién afirmado, también las señales no ver-bales pueden ser de gran ambivalencia: el deseo de relación, de

confianza, con facilidad se enmascara tras una actitud opuesta de desafio y de distancia. A menudo el lenguaje corporal del ado-lescente subraya aquellas actitudes provocativas que tienen que ver con lo que él querría ser, más que modalidades relacionales y posturas que podrían revelar sus necesidades reales de afec-to y de cercanía. El adolescente, en su carrera exasperada hacia la independencia, con frecuencia es llevado a negar sus propias necesidades, porque las siente como partes vulnerables y, por lo tanto, como un obstáculo en su camino. Lo que no quiere decir que también nosotros los terapeutas debamos negarlas para ayudar-lo; en realidad, por el contrario, tenemos el deber de escucharlas, acogerlas y hacerlas más explícitas y visibles dentro de la familia. En este proceso, sin embargo, es de igual modo útil saber jugar al mismo tiempo en los dos extremos de la ambivalencia para no perder la posibilidad de encuentro con el adolescente.

El grupo de los coetáneos es un laboratorio de conocimiento y de experimentaciones fundamental para el adolescente

Los padres muchas veces no se dan cuenta de que sus temores ante estos hijos que ya no son los mismos disminuirían si sólo les permitieran escuchar música a un alto volumen, recibir amigos, en conclusión, hacer entrar la adolescencia en la casa. Se darían ellos mismos la posibilidad de conocer una realidad a menudo tan fantasiosa como amenazante, precisamente porque nunca se en-cuentra de manera directa, y podrían adquirir herramientas más adecuadas para enfrentarse a este período de gran desestabiliza-ción familiar. No se trata, por supuesto, de jugar el rol de amigos de los hijos, rol que confunde y que por lo tanto es inútil, pero sí de poder entrar en contacto (en calidad de observadores) también con esa parte desconocida del propio hijo, por cuanto se actúa sólo en el mundo del afuera. La frecuentación del grupo de los pares es fundamental en la adolescencia, porque constituye el otro polo de la

realidad, tan necesario para crecer como el polo familiar. Hace varios años, siguiendo las experiencias originales de Rus-

sell Haber, bien presentadas en el volumen La consulenza in te-nt par familiare (Andolfi y Haber, 1994), hemos incluido sesiones especiales con el sistema de los amigos, en todas las terapias fa-miliares

centradas en las dificultades de la adolescencia. Los en-cuentros con los pares son un recurso importante que nos permite observar otras dimensiones del adolescente, a las que es difícil

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llegar en los encuentros sólo con los familiares. Sobre esto nos extenderemos en los próximos capítulos.

La cultura de la manada está directamente conectada con la ausencia del padre en nuestra sociedad

Es una afirmación común que la violencia masculina que se manifiesta en la manada es directamente proporcional a la au-sencia del padre en la familia en la sociedad actual. La violencia es fruto del miedo y de la inseguridad. El padre, sobre todo para los hijos varones, es una importante fuente de seguridad, y su ausencia amplifica la inseguridad y el miedo, que se transmutan en violencia. Nuestra sociedad, tan dispuesta a registrar la pro-blemática de los adolescentes de hoy, no parece darle la misma importancia al problema de la ausencia del padre, por otra parte cierto e incontrovertible. La actitud social hacia la carencia pa-terna no es una actitud problemática, sino que más bien parece reducirse a un sentimiento de pasiva aceptación de un dato de la realidad.

Si intentáramos recuperar a los padres en sus funciones de progenitores competentes, nos percataríamos de que las cosas podrían cambiar y mucho, sobre todo en el crecimiento de los hijos varones, que de otro modo quedan capturados sólo por el lado materno. En términos biológicos, la naturaleza de la relación madre-hijo es fusional y pasional. Pero es cierto que si este tipo de relación no se modifica con el tiempo, ya con la infancia, pero más aún en la adolescencia, los riesgos para el hijo son notables. En este sentido, la función paterna tendría una validez protectora para con el niño, poniéndose como elemento de separación entre madre e hijo.

No estigmatizar como patológica la conducta de un adolescente: la patología debe diagnosticarse y clasificarse según un criterio evolutivo

Si lográramos liberarnos del síndrome de Cenicienta que aún afecta al mundo de la psicología, nos daríamos cuenta de que no es útil referirse exclusivamente a un modelo médico-psiquiátrico para comprender y ayudar a familias con adolescentes problemá-ticos. Con certeza, el diagnóstico, también en nuestro trabajo, tie-ne su importancia; no tanto el diagnóstico estático, clasificatorio

del DSM-IV,* sino más bien un diagnóstico estructural-evolutivo. El diagnóstico estructural nos informará sobre la dimensión del problema en el momento presente en el contexto familiar y se ba-sará en el concepto de límites generacionales (claros o permea-bles) y de desviaciones del conflicto (Minuchin, 1974); el segundo, evolutivo, nos permitirá encuadrar la psicopatología actual del adolescente en el interior del ciclo de desarrollo de la familia y de los eventos de la vida (Scabini, 1985).

Este modo de proceder y de adquirir conocimiento (el diag-nóstico) tiene un valor relacional que lleva consigo significados profundos que, si se comprenden, encierran in nace también los recursos para salir de la crisis de un problema psicológico. Nuestra atención debe dirigirse entonces principalmente a la persona en toda su entereza, sobre todo cuando se habla de su-jetos en edad evolutiva, donde todo es muy plástico y en gran medida transformativo. Un muchacho fóbico, toxicodependiente, con tendencias suicidas no se puede calificar del todo con estos adjetivos, sino que ante todo es una persona en desarrollo que presenta una problemática determinada en el interior de tantos recursos potenciales.

La construcción de la alianza terapéutica con el adolescente

La alianza terapéutica es el ingrediente necesario y fundamen-tal para cualquier intervención que pueda definirse como clínica. Si la alianza terapéutica no se forma, la terapia no «despega»; lo (pie debe construirse es una relación de confianza, que debe con-solidarse en la experiencia misma de la terapia. Es obvio que, por tratarse de un grupo, es necesario que el proceso de adhesión sea múltiple. En numerosos trabajos (Andolfi y Angelo, 1987; Andolfi, 2003; Andolfi y otros, 2007) hemos presentado nuestro modo de construir una complicidad terapéutica con el niño o el adolescente problemático, para el cual se ha solicitado una terapia. A diferen-cia de la terapia individual, en la que la alianza está claramente formada

por la díada terapeuta-paciente, en una situación grupal las cosas son un poco más complicadas.

*

Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Fourth

Edition ( Manual de diagnóstico y estadísticas de las enfermedades mentales, cuarta edición).

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¿Cómo se construye, entonces, una alianza con toda la fami-lia? Aquel para quien se solicita la intervención, en este caso el adolescente, es el que representa el punto de partida para cons-truir este tipo de alianza. Desde siempre hemos afirmado que el trabajo directo que realiza el terapeuta con el paciente tiene una importancia relacional para todos los miembros de la familia. Por lo tanto, es a través del adolescente que se entra en el mundo afectivo familiar.

Uso de un modelo triádico para la comprensión de las relaciones humanas

La utilización de un modelo triádico es fundamental para com-prender que el terapeuta no se vincula con el adolescente en una dimensión dual, sino que la alianza va construyéndose en la me-dida en que, a través de la relación con el adolescente, llega a involucrarse con todo el grupo familiar.

En nuestro crecimiento, se forman triángulos relacionales a par-tir del triángulo primario relacionado con el nacimiento de cada uno de nosotros y nos acompañan durante toda la vida. En el volumen Tempo e mito nella psicoterapia familiare (Andolfi y Angelo, 1987) se describen bien las redes intergeneracionales que acompañan nues-tro desarrollo y es, como tal, la posible reactivación o modificación de modalidades relacionales en terapia la que permite el cambio.

Ser directos como antídoto contra la sobreprotección

La protección es esencial en el crecimiento de un menor; sin embargo, la sobreprotección es una modalidad relacional de en-cubrimiento, una especie de defensa para no afrontar conflictos y problemas dentro de las relaciones afectivas. Ser directos es di-ferente de ser directivos, lo que implica un cierto autoritarismo y siempre algo impuesto: entendemos más bien la capacidad de ser auténticos y de ir directamente al núcleo de un problema, sin darle vueltas. Se trata de una modalidad relacional que tiene el objetivo de dirigirse a cada uno con real curiosidad e inquietud, poniendo en juego las propias opiniones e intuiciones, entrando en los miedos, en los conflictos y en el sufrimiento de los clientes, sin demoras ni prejuicios.

Ser directos no forma parte de un protagonismo terapéutico, sino que representa una guía segura para hacerle experimentar

a cada miembro de la familia un modo diferente y más autén-tico de estar en relación con los otros. Tal vez, al hacer esto, se pierde algo de la así llamada circularidad causal tan cara a los terapeutas sistémicos, pero seguramente este abordaje nace en la relación y representa una respuesta personal a las exigencias afectivas surgidas de la experiencia común de la terapia. En este sentido, el ser directos representa en realidad un antídoto contra la sobreprotección, entendida como autocensura al explicitar lo que se piensa o se siente para no amenazar al otro y poner en ries-go la relación. La sobreprotección, en particular entre padres e hijos adolescentes, puede ser muy dañina, por cuanto puede cons-pirar con conductas sustitutivas de cuidado o asistencialismo: al hacer esto, los actores principales (los padres) se privan de la po-sibilidad de conquistar un papel activo y una confianza real con sus propios hijos. En este sentido, el hecho de que el terapeuta sea directo puede convertirse en un modeling de la sesión, una suerte de ensayo educativo para los padres.

Empatía y sostén del adolescente como persona

La empatía y el sostén afectivo del adolescente constituyen la más sólida base sobre la que debe apoyarse toda intervención te-rapéutica para que ésta sea aceptada por el cliente. Cuanto más presentes se hallen estos factores en la relación con el adolescen-te, tanto más puede permitirse el terapeuta la utilización óptima de sus instrumentos.

La empatía no es sólo una modalidad benévola y de aceptación con relación al otro, es más bien una forma creativa de ponerse en relación minuto a minuto, escuchando, observando, preguntando, sin dar nunca nada por descontado. Es un ir detrás de las pala-bras, los gestos, los silencios del adolescente, para devolverle todo aquello que hemos recibido de él. Es la capacidad de compenetrar-se con otra persona hasta leer sus pensamientos, sus estados de á nimo más íntimos, sus emociones, sin dejarse arrastrar por ellos.

Valorización de la competencia relacional del adolescente: el d ol escente como coterapeuta

Ya hemos dado una amplia descripción sobre la importancia del reconocimiento y de la utilización de la competencia relacional de la que todo adolescente es portador en el interior de su familia

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para poder entrar en la historia familiar. Siempre hemos consi-derado a los niños y a los jóvenes como coterapeutas válidos y, para hacerlo, les pedimos que cambien de lugar durante la sesión, ubicándolos cerca de nosotros y favoreciendo un contacto físico que refuerza el mensaje de colaboración del tipo: «¡Claro que pue-des ayudarme!». Hacer que se desplacen también es un modo de verificar su mayor o menor disposición y libertad de acción en el espacio terapéutico, y esto nos informa de manera indirecta sobre la mayor o menor rigidez de las relaciones familiares.

Si el terapeuta se mueve reconociendo y valorizando esta com-petencia desde los primeros momentos del primer encuentro, ten-drá mayor ventaja: podrá construir con mayor facilidad la alianza terapéutica, permitiéndose un contacto directo con el joven, tan inesperado para él como para la familia, que a menudo está con-centrada en el problema que los ha llevado a pedir una consulta.

La idea de involucrar al adolescente sintomático, tomándolo por un recurso para llegar a los dilemas existenciales y evolutivos de la familia, se remonta a más de veinticinco años atrás, cuando se pensaba en considerar a niños y adolescentes como puerta de entrada en el sistema familiar (Andolfi y Angelo, 1985). Sólo diez años después se acuñaría la idea de ver a los menores como ver-daderos coterapeutas, con plena valorización de sus competencias relacionales en el seno de la familia (Andolfi y Haber, 1994).

Ampliación del problema/patología presentado por el adolescente y su redefinición intergeneracional

Podría pensarse que ampliar durante la sesión un problema, una incomodidad tal vez embarazosa, una conducta violenta o irracional, de hecho, podría resultar una forma de irrespeto o, más aún, una operación riesgosa. En realidad, la ampliación del síntoma constituye su puesta en escena, y mientras se lo agranda, desde ya pueden encontrarse los modos más adecuados de redu-cir los significados que el mismo problema suponía cuando era, por así decirlo, «de tamaño natural». Al agrandar el campo de ob-servación, pueden apreciarse muchas más facetas del síntoma y tenemos la posibilidad de redefinir el problema, directa o indirec-tamente, y de relativizar su gravedad.

La propia experiencia terapéutica nos demuestra que, en el momento en que se amplía un problema y se ven sus conexiones con otras realidades de la familia, llegan a captarse sus dimen-

siones históricas intergeneracionales. Sin duda, lo que acabamos de afirmar contempla una modalidad provocativa de intervención (Selvini y otros, 1975; Andolfi y otros, 1982; Andolfi y Angelo, 1987), pero es precisamente este modo de proceder, asociado a un fuerte apoyo a la integridad del adolescente, el que permite abrir el escenario a nuevas formas de relación y de responsabilizaciones recíprocas.

Valorización de la ambivalencia del adolescente a través del juego y el humorismo

El juego y el humorismo son dos ingredientes, como ya hemos visto al tratar las dinámicas de pareja y, más aún, las problemáti-cas infantiles (Andolfi y otros, 2007; Falcucci y otros, 2006), sin los cuales no se va muy lejos en terapia y, sobre todo, nos aburrimos y no logramos darle vida a un contexto de creatividad que permita el movimiento, tanto físico como mental y afectivo.

La ambivalencia es una realidad existencial fundamental y pre-sente en todas las fases evolutivas, que no tiene nada que ver con la hipocresía o la falsedad: es un modo, a veces confuso e incierto, que usamos para debatirnos en las elecciones de la vida y en las re-laciones afectivas más importantes, ya sea en la familia, ya sea en el contexto social, y que cambia según cambian las circunstancias.

Dado que la adolescencia es una fase evolutiva caracterizada por fuertes transformaciones, no hay duda de que la ambivalencia se acentúa en particular en este período de la vida y el terapeuta debería aprender a jugar con la ambivalencia del adolescente y respetar sus valores.

L

a construcción de metáforas y el «lenguaje como si»

La metáfora es una figura retórica que consiste en transferir un objeto el término propio de otro, según una relación de ana-

logía. Una de las características de la metáfora es la de crear una i magen de las emociones, del comportamiento, de la modalidad de relaciones que una persona tiene en el interior de un sistema.

L

as metáforas se construyen conjuntamente, en el curso de una sesión, para expresar imágenes o roles familiares muy arraigados en la familia; estos símbolos encierran a menudo sentimientos ocultos y hacen emerger contenidos y aspectos relacionales, difíci-les de expresar de modo directo.

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La metáfora no le pertenece a quien la introduce, ya sea éste un miembro de la familia o el terapeuta, sino a todo el grupo que forma parte del proceso de metaforización (Whitaker, 1989). La imagen introducida por el terapeuta nace de lo que éste ha cap-tado en la familia, y es el impacto de tal imagen sobre la familia misma el que debe verificarse.

La adolescencia es, con seguridad, la fase evolutiva en la que nos expresamos más por analogías que a través de un lenguaje directo y, por lo tanto, con los jóvenes es muy fácil usar la metáfo-ra como instrumento comunicativo, así como recurrir al lenguaje como si (Andolfi, 2003), que permite sortear las defensas verbales del adolescente.

Intuición, seducción e imaginación en la sesión

La intuición es algo inconsciente, instintivo, difícil de men-talizar, puesto que si se la intenta racionalizar de algún modo, entonces deja de ser lo que es. Es muy difícil enseñar a usar la intuición, al menos en forma directa, ya que es parte de nuestras dotes creativas. Sin embargo, la intuición concurre de modo sig-nificativo a entrar en contacto profundo con el otro, y es, por lo tanto, fundamental en la terapia.

La seducción tiene que ver con el saber conducir al otro hacia nuestras argumentaciones y, al igual que la intuición, es un fac-tor vital en las relaciones afectivas y en la construcción de lazos terapéuticos importantes. Se trata de un proceso en dos direccio-nes: no sólo es necesario saber entrar en el mundo del otro, sino también, hacer que el otro entre en el nuestro, de modo tal que se produzca un intercambio de creatividad.

La imaginación es asimismo fundamental, y con frecuencia se encuentra atrapada a causa de la rigidez para afrontar los proble-mas de la vida. No hay duda de que cuanto más grave es el pro-blema que una familia nos trae a la terapia, a veces a causa de un hijo adolescente, tanto menos puede recurrirse a la imaginación, porque es la realidad negativa dé ahora la que absorbe las ener-gías de todos. Reactivar la posibilidad de imaginar es un remedio formidable en terapia y se facilite recurriendo a un lenguaje como si (Andolfi; 2003).

Lynn Hoffman (1981), al hablar de la posibilidad de entrar en contacto profundo con la familia, decía de Whitaker que éste era capaz dé pasar de lo que no es petsable a lo que no es imaginable.

Es como si hubiera diferentes estratos: lo cognoscible, lo que pue-de conocerse, y, en un nivel sucesivo más profundo, lo imaginable. Lograr compartir con los miembros de la familia y hacer emerger de ellos lo que es imaginable es un gran recurso; un nivel aun más profundo de conocimiento se obtiene si se consigue hablar de lo que no es siquiera imaginable.

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