Gutierrez Vega, Lucas - Teologia Sistematica de La Vida Religiosa

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Lucas Gutiérrez Vega,c. M. F. / i w instituto teológico de vida religiosa

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Lucas Gutiérrez Vega,c. M. F.

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instituto teológico de vida religiosa

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Lucas Gutiérrez Vega, C. M. F.

teología sistemática

vida religiosa Segunda edición, totalmente

refundida v aumentada

Instituto Teológico de Vida Religiosa

Víctor Pradera, 65, dpdo. MADRID-8

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EDITA: Publicaciones Claretiatuu

(Coa las debidas licencias)

ISBN 84-85167-49-X

Depósito legal: M. 27.644-1979

Sáez. Hierbabuena. 7. Madrid-29

Í N D I C E

Págs.

PRESENTACIÓN 15

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN 19

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN 21

PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN 25

1. Inexistencia y necesidad de la teología de la vida religiosa 25

2. Del hecho religioso a la doctrina 28 3. De la doctrina y la espiritualidad a la teoría. 30 4. De la Edad Media al comienzo del Concilio

Vaticano II 35 ' 5. Funcionalidad de la vida religiosa 37

6. La doctrina tradicional sobre la vida religio­sa, sometida a revisión 40

7. Nuevos factores socio-culturales y religiosos pi­den la revisión 42

CAPÍTULO I .—EL REINO DE DIOS, ANUNCIADO Y COMEN­ZADO POR CRISTO. CARÁCTER AMBIVALENTE DE ESTE REINO 45

1. El Reino de Dios en la predicación, obras y vida de Cristo, según el Vaticano II 46

2. Presente, futuro inmediato y futuro lejano del Reino de Dios 49

3. El Reino de Dios y el «reino de los hombres». 52 4. Síntesis 56

7

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CAPÍTULO I I . — C R I S T O , INSTAURADOR DEL R E I N O , COMO

«HECHO DE VIDA» 5 9

1. Acontecimiento pascual o «Hecho de vidü de de Cristo en su Pascua» 60

2. El «hecho de vida de Cristo», como «polo mi­sional» y de Encarnación 62

3. Pascua y misión, inmanencia y trascendencia, dos vertientes de la existencia cristiana 65

4. Inmanencia y trascendencia, Pascua escatológi-gica y encarnación intramundana en Rahner . . . 65

5. De la encarnación y pascua de Cristo a la en­carnación y pascua de la Iglesia 67

6. Plano de posible prevalencia, en el propio proyecto de vida, del polo pascual o del polo misional incarnatorio 68

7. Elección de proyectos de vida desde un plano existencial humano 70

8. Cristo, en su proyecto de vida humana, como justificante del proyecto de vida religiosa. Cristo, «hecho de vida» 73 1. Dimensión básica del modo existencial hu­

mano de Cristo 74 2. Unas preguntas y sus respuestas 77

CAPÍTULO I I I . — L A IGLESIA COMO SACRAMENTALIZADO-

RA DEL «HECHO DE VIDA», C R I S T O , I G L E S I A MIS­

TERIO 79

1. De una Iglesia jerarcológica a una Iglesia como misterio 80

2. Noción de misterio 82 3. Conclusión 88

CAPÍTULO I V . — L A IGLESIA COMO REALIZACIÓN DEL

REINO- EN E L TIEMPO. L A IGLESIA, PUEBLO DE D I O S . 91

1. La Iglesia como Pueblo de Dios, nueva visión de la eclesiología 91

2. El capítulo del Pueblo de Dios en las etapas conciliares 93

8

Págs.

3. El misterio del nuevo Pueblo de Dios . . . . . . 94 4. Pueblo antiguo y Pueblo nuevo 96 5. Pueblo de Dios y dimensión escatológica . . . 97 6. Pueblo de Dios y vida religiosa 98

CAPÍTULO V . — P O S I B I L I D A D E S DE EXISTENCIA CRISTIA- *

NA AL SERVICIO DEL REINO 101

1. Plano institucional. Iglesia, sacramento de san­tificación 101

2. La Iglesia, sacramento de santidad 107 3. Los modos de existencia cristiana como tota­

lidad 108 4. Conclusión 116

CAPÍTULO V I . — E L PROYECTO DE VIDA RELIGIOSA DES­DE su PECULIARIDAD CRISTIANO-EVANGÉLICA 117

1. Crisis de identidad y dificultad de determinar la especificidad 117

2. Vías posibles para un replanteamiento de la vida religiosa 119

3. Estudio de la vida religiosa en su historia . . . 121

1. Un método inadecuado 121 2. Sentido de la historicidad 123

' 3. Respuestas tradicionales 125 4. El verdadero punto de partida 127

4. Dos modos de existencia cristiana en el ser­vicio total al Reino bajo el Evangelio 129

1. Análisis de unas modalidades 129 2. ha articulación de contenidos 132

5. Especificidad del modo de existencia religioso. 134

C A P Í T U L O VIL—FUNDAMENTACION DEL PROYECTO DE

VIDA EVANGÉLICO EN EL MODO DE VIDA DE C R I S T O

Y EN SU DOCTRINA 1 4 1

1. Interpretación del modo de existencia religio­sa en los textos evangélicos 142

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1. La respuesta de la tradición 142 2. Revisión crítica de hoy 144

2. Identidad en la doctrina de todo el Nuevo Tes­tamento 146

3. Exigencias del Reino en los Sinópticos 147 4. Las palabras de Mateo en la teología de la

vida religiosa 154 5. Contexto doctrinal del texto de San Mateo ... 156 6. La castidad por el Reino de los cielos 158 7. El caso del joven rico 160 8. Alcance de la respuesta del Señor 165

1. Interpretaciones teológicas 166 2. Reflexiones críticas 168

9. En qué consiste radicalmente el modo de exis­tencia cristiano-religiosa 172

1. Contenido de un compromiso 172 2. Su realización existendal 176

SEGUNA PARTE

INTRODUCCIÓN 181

CAPÍTULO VIII.—ESTRUCTURA CARISMÁTICA DE LA

VIDA RELIGIOSA 185

1. Los carismas en la doctrina de San Pablo ... 187

1. La palabra «carisma» en San Pablo 187 2. Coordenadas de la «charis» y del «cha-

risma» 188 3. Textos paulinos 189

2. Los carismas en el Vaticano II 190 3. El carisma de los fundadores 195

1. Situando el tema 195 2. Los carismas de los fundadores como mo­

dos diversos de vivir el Evangelio 196 3. El carisma claretiano 200

Págs.

4. Configuración de todo el vivir evangélico desde el carisma 203

5. Convergencia entre carisma del Instituto y el de sus miembros 204

6. Fidelidad al carisma fundacional y su rein­terpretación hoy 209

7. Configuración plena desde el carisma ... 210

CAPÍTULO' I X . LA VIDA RELIGIOSA COMO CONSAGRA­CIÓN 2 1 3

1. La consagración religiosa después del Vatica­no II 214 1. Factores determinantes del cambio de pers­

pectiva en torno a la consagración 214 2. Nuevo horizonte para la consagración ... 216 3. El núcleo del problema: consagración bau­

tismal y consagración religiosa 218 2. El sentido de la consagración en la Iglesia ... 222

1. Cristo, punto de partida de toda consa­gración existencial cristiana, fundamento de toda consagración 223

2. La consagración desde los sacramentos de iniciación 227

t 3. Especial importancia de la consagración del binomio bautismo-confirmación 228

4. Proyección consacratoria del bautismo y de la confirmación en la vida 229

5. Diversidad de vocaciones como principio de diversidad de consagraciones 235

6. La historia como Historia de salvación comunitaria y personal 236

7. Todo es vocación y todos somos portado­res de vocación eclesial en Cristo desde el Espíritu 237

8. Peculiaridad de las diversas consagracio­nes como despliegue ulterior del bau­tismo 241

9. Presencia de ambas dimensiones en las fórmulas del Concilio 250

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10. Diferencias entre las tres consagraciones que prolongan la consagración bautismal. 253

3. Síntesis 254

CAPÍTULO X.—VIDA RELIGIOSA Y MISIÓN ECLESIAL . . . 255

1. Tipificación de Institutos religiosos en la his­toria 255

2. El Concilio, la configuración de la vida reli­giosa y su tipificación 257

3. Misión en Cristo. Cristología de la misión ... 259 4. Misión en la Iglesia: consagración-misión o mi­

sión-consagración 261 5. Carácter eclesial de la «misión» y «misiones»

de la vida religiosa 264

1. Todo Instituto religioso tiene una consa­gración-misión-acción propia 265

2. En cada Instituto religioso su consagra­ción-misión-acción forma una unidad, sin separaciones ni divisiones, ni siquiera dis­tinciones más allá de un valor simplemen­te lógico 268

3. La peculiar consagración-misión-acción de cada Instituto es abrazada por el religioso totalmente en su profesión. Esta lo integra todo unitaria y diferenciadamente 270

4. Cada Instituto debe configurar unitaria­mente su consagración-misión-acción, sal­vando así su identidad; debe vivir ésta go­zosamente, perfeccionando cada día su pertenencia 272'

6. Aplicaciones concretas 274 7. Misión e historia: la misión de la vida religio­

sa dentro de la historia. La misión hoy 28(1

CAPÍTULO XI.-—VIRGINIDAD EVANGÉLICA 285

1. La dimensión signológica y escatológica de la vida religiosa 285

12

págs.

1. La doctrina del Concilio 285 2. Entusiasmo ante esta doctrina 287 3. Del contagio al sentido crítico 287 4. Algunas visiones insuficientes 288 5. Aplicaciones a la virginidad 289

2. Reflexiones para una posible teología de la vir­ginidad como signo escatológico 290

1. \Keflexión teológica de Rahner 29o 2. Trascendentalismo teológico de Rahner ... 291 3. Manifestación del amor en cuanto escato-

lógico-trascendente 294 4. Teología de la renuncia 295 5. Supuestos no probados de Rahner 298 6. Mitigación de la doctrina de Rahner, he­

cha por él mismo 300

3. Una teología de los consejos evangélicos como opción existencial 302

1. Valoración antropológica de la virginidad. 302 2. Sentido cósmico 305 3. Su sentido signológico 305

4. Conclusión 308

CAPÍTULO XII.—POBREZA EVANGÉLICA 311

1. La pobreza como consejo evangélico 312 2. La pobreza evangélica desde el modo de vida

de Cristo 316 3. El ejemplo de Jesús pobre, en sus seguidores. 319 4. Dialéctica del orden del Génesis y el orden

de la redención 321 5. Normativa para una pobreza evangélica 324

CAPÍTULO XIII.—LA OBEDIENCIA RELIGIOSA DESDE UNA TEOLOGÍA DE LAS MEDIACIONES 3 2 7

1. Ámbito universal humano de las mediaciones. 328 2. La historia de la salvación como mediación. 329 3. La mediación de Cristo Mediador 331

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4. La Iglesia, Cuerpo del Señor. Mediación sacra­mental de la Iglesia 332

5. La Iglesia en su totalidad es la que visibiliza a Cristo 333

6. La vida religiosa como mediación en la Iglesia-Sacramento de santidad 337

7. El carisma del Fundador hecho realidad ecle-sial visibilizadora de gracia ... * 338

8. La vida religiosa de un Instituto, mediación mediada 338

9. Relación y ordenación de mediaciones dentro del Instituto 339

10. La autoridad como mediación mediada 342 11. La mediación no puede disolverse en otras co­

sas que no son mediación 343 12. Mediaciones religiosas y mediación ministerial. 343 13. La mediación mediadora de los subditos como

mediación carismática 344 14. Posibles tensiones dentro de las mediaciones. 346 15. La obediencia religiosa como obediencia misio­

nal en las mediaciones 350

CAPÍTULO XIV.—LA COMUNIDAD RELIGIOSA 353

1. Dimensión teológica de la koinonía de gracia. 354 2. Origen y naturaleza de la comunidad religiosa. 355 3. La comunidad religiosa y su origen carismático. 360 4. La comunidad tradicional en crisis 361 5. Elementos favorecedores del cambio 362 6. Procesos y etapas de la renovación 363

1. Primera etapa 364

2. Segunda etapa 365

7. Luces y sombras 366

1. Primera etapa 366 2. Segunda etapa 373

8. Conclusión 375

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PRESENTACIÓN

Los libros, cuando no son mero recuento de especulaciones o recogida y ordenación de fichas, sino que reflejan, de una u otra manera, la preocupación más íntima de su autor, merecen una atención especial. Un poco, bastante, sucede con esta «Teología sistemática de la vida religiosa».

El teólogo, que lo es de verdad, se expresa como creyente. Habla de lo que lleva dentro. Reflexiona y escribe desde su propio vivir, que como ya sabemos, supone siempre un convivir. Pero un convivir que le obliga a estar pendiente, por un lado, del Mis­terio actuante en su propia existencia, y, por otro, de los demás creyentes que reclaman su esfuerzo para clarificarles los efectos de esta misma presencia bienhechora del Misterio. El teólogo, testigo personal de lo que explica, no especula sobre formulacio­nes abstractas, no observa y analiza desde fuera, sino que intenta dar razón de lo que ya es en él y en los demás cristianos una vida llena de urgencias y responsabilidades. Una gran diversidad de coyunturas le ponen siempre alerta, le interpelan y le hacen adentrarse, recobrar su más rica dimensión contemplativa, cobrar distancia y resituarse en la convergencia de lo divino y lo humano. El verdadero teólogo se halla siempre en el corazón del diálogo, que es profunda y continua comunión, entre el Padre que se re­vela y el hombre que humildemente escucha. Por eso, su tarea es semejante a la del traductor y a la del guía; es un genuino servidor. Misión sublime, por muchos conceptos, pero también llena de incomodidades y renuncias porque no se trata de decir lo que a uno se le antoja, ni de indicar sin recorrer el camino, sino de expresar cómo hemos sido alcanzados por el Misterio de amor y de constituirse en pura transparencia para los demás, a fin de que puedan apreciar con claridad y responder en fidelidad al don inmerecidamente recibido.

ha función profética del teólogo, durante tanto tiempo oscu­recida, recobra hoy nuevo relieve. Existe una viva conciencia de

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la necesidad de su servicio en la edificación de la comunidad eclesial. Particularmente se está echando en falta a la hora de dilucidar la identidad de las formas de existencia cristiana. El sacerdocio y la vida religiosa, concretamente, requieren urgente­mente teólogos con esta vocación profética existencial.

Durante estos últimos años —ciñéndonos al cometido que nos hemos propuesto al presentar este libro— hemos estado bastante bien surtidos en literatura sobre la 'vida religiosa'. Pero no hemos disfrutado tanto de una auténtica teología sistemática de la vida religiosa. En los escritos o publicaciones posconciliares han abun­dado los comentarios a los documentos d* la Iglesia, los análisis críticos a la herencia jurídico-moral, se han incorporado atinadas observaciones venidas de las ciencias humanas: psicología, socio­logía y pedagogía, y se ha intentado, incluso, resituar a los reli­giosos en el ámbito eclesial que les correspondía. Esta resituación no siempre ha sido afortunada por incompleta e insuficiente y por los extendidos criterios igualitaristas o demasiado pragmatís-ticos que se han apuntado desde una pastoral no del todo bien fundada. En el fondo, como es natural, estaba la ausencia de una profunda eclesiología, por una parte, y, tal vez, por otra, la falta de un serio compromiso de los religiosos, que nos hemos dedi­cado más a ser observadores de la situación que agentes, actores responsables, de nuestra propio destino en la Iglesia y en la socie­dad. Los ha habido, sí, y algunos bien prestigiosos, por cierto, pero han sido pocos en número los religiosos empeñados en «res­ponder» con su carisma de «doctores» a lo que era una exigencia de vida en ellos por vocación y misión en la Iglesia. Hemos especulado demasiado sobre la «vida religiosa», abstractamente considerada, y nos hemos entretenido innecesariamente —como aquellos doctores de la ley del tiempo de Cristo— en ver hasta dónde y cómo habían de hacerse los cambios. Nos hemos situado cómodamente desde el exterior sin hacer nuestra la lucha por una vida más ajustada a las instancias del seguimiento de Cristo según el Evangelio. Hemos cambiado las expresiones y creíamos que estábamos ya convertidos. Pero la vida religiosa no es una abstracción elaborada a partir de unos modelos socioculturales, ni un simple producto de las instituciones históricas más brillantes del cristianismo, sino una forma de existencia cristiana, cuya ra­dical pretensión es presencializar y actualizar el género de vida que llevó Jesús entre los hombres cuando vino a traernos la sal­vación (Cfr. LG 44,3).

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Hoy no son tanto las instituciones las que preocupan a los religiosos. Nos inquieta más el contenido de nuestra fe, el sen­tido último de nuestra vida consagrada en la Iglesia, cuya signi-Jicatividad pocos aprecian en ella y bastantes religiosos no acaban de encontrar su exacta justificación para seguir abrazándola. Si queremos dar una respuesta precisa desde esta perspectiva existen­cial, que es donde se encuentra actualmente planteado el proble­ma, no hay más remedio que reflexionar desde dentro, desde una convicción profunda en la propia llamada, desde esa realidad gra­tuitamente ofrecida y enraizada en el corazón del creyente. Sólo así podrán sacarse todas las consecuencias que iluminarán, sin duda, las nuevas pautas de comportamiento y las formas de agru­parse en la Iglesia y en la sociedad.

Creo que en esta perspectiva se sitúa el autor de esta «"Peo-logia sistemática». El valor fundamental —posiblemente para al­gunos llegue a ser una limitación— de esta obra es que está es­crita desde esa imperiosa necesidad de clarificación personal, la clarificación que un religioso necesita para mantenerse fiel a su vocación en un momento como el presente, y la intención de po­der ayudar también a sus hermanos. Hay en su reiterado len­guaje una pasión por defender la validez y la irreemplazable mi­sión del religioso en la Iglesia y en el mundo. La dimensión de profundidad en que se sitúa el autor, sin decir que sea entera­mente nueva, la verdad es que no es común, ni es fácil encontrar una coherencia tan sistemática en la exposición de los aspectos centrales de la vida religiosa. Hay un hilo conductor a lo largo de los capítulos de esta obra: la permanente llamada a la viven-ciación personal y comunitaria del misterio de Cristo pobre, obe­diente y virgen en la Iglesia y en el mundo.

Decíamos antes que el teólogo se expresa como creyente y ejerce una función de servidor. Pues bien, el P. Lucas Gutiérrez Vega ha escrito estas páginas pendiente del doble filo de su vo­cación-misión. Ha sido especialmente notoria en estos últimos años su preocupación por los problemas de su propia vida religiosa. La participación en los dos últimos Capítulos generales de la Con­gregación Claretiana le permitió entrar en contacto con sus her­manos teólogos de la vida religiosa y vivió la rica experiencia del mutuo intercambio, del continuo enriquecimiento y de la amplia­ción de miras. La responsabilidad del rectorado del Teologado Claretiano de Salamanca, justamente en la etapa inmediata al Con­cilio, le llevó repetidas veces a replantear y reformular los crite-

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ños básicos de la vida religiosa para aquellos inquietos semina­ristas. Ha asesorado a muchos Institutos religiosos en sus respec­tivos Capítulos generales y provinciales. Y, sobre todo, ha man­tenido fielmente su propósito —a pesar de que ahora la "Prefectura General de Formación en su Congregación le ocupa una buena parte del tiempo— de llevar adelante el propósito con que se creó el Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid, del que fue cofundador, director y sigue siendo profesor.

Creo que esta presentación debería haberse ceñido a un sim­ple gesto de gratitud a su autor por el esfuerzo que ha hecho para poner en nuestras manos sus originales* Cuantos conocemos de cerca al P. Lucas Gutiérrez sabemos bastante de su habitual aversión a la pluma. Lee mucho, piensa más, pero escribe sólo por compromiso. La obra que el lector tiene en sus manos está escrita tras una machacona insistencia de algunos compañeros. Su resistencia ha sido fuerte, pero ha podido más nuestra cons­tancia.

Estoy seguro de que la ilusión del autor coincide con los que editan la obra. Si con su lectura se llega a la conclusión de que es algo serio y merece la pena vivir como religiosos, nos daremos lodos por muy satisfechos.

AQUILINO BOCOS MERINO, C.M.F., Director de la revista

«Vida Religiosa»

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PROLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

La presente obra es término, por ahora, de un largo período de preocupación y reflexión sobre la vida de los religiosos.

Tan sólo he querido trazar las líneas generales de una teología sistemática de la vida religiosa. Palta una teología analítica de sus diversas formas, igualmente necesaria. Otros la harán o, aca­so, yo mismo en el futuro si tengo tiempo y ambiente para esa nueva tarea.

Dentro de la teología sistemática he tratado todos aquellos temas que creía necesarios. Algunos van estudiados de manera implícita, pero creo que suficiente, aunque no digo que no hu­biera sido útil dedicarles un capítulo explícito.

He intentado en todo momento estudiar la vida religiosa den­tro del conjunto de la teología de la Iglesia. Así se explica el que haya dado una notable extensión a los primeros capítulos, en los que se centra la visión de la vida religiosa dentro del conjunto del Pueblo de Dios. La teología de la vida religiosa o es una parte de la eclesiología o se hace ininteligible. Y, por desgracia, no es frecuente ver siquiera una alusión a la vida religiosa en los tratados de eclesiología que se siguen escribiendo. Únicamente se la encuentra en libros que quieren ser un comentario completo a la Constitución Lumen Gentium, sobre la Iglesia.

Otra preocupación constante en mi trabajo ha sido intentar una coherencia de principio a fin, coherencia obligada desde la visión complexiva de toda la vida de la Iglesia, sin que nada de cuanto diga sobre la vida religiosa suponga una ofensa o al me­nos una falta de atención a la misión eclesial de los demás miem­bros de la Iglesia: sacerdotes y laicos.

Pero éstos han sido los proyectos y las intenciones. Tal vez, contra mi voluntad, no siempre lo habré logrado.

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Tampoco he pretendido escribir la teología de la vida reli­giosa. Creo que todavía queda mucha tarea previa. He intentado, únicamente, ofrecer una concreta visión, como lo han intentado otros tantos compañeros de trabajo. Si con ello se prepara el ca­mino para el gran teólogo que realice la síntesis armónica y ple­na, no habremos perdido el tiempo quienes hemos iniciado una tarea difícil, como sucede en todos los comienzos.

Para mi reflexión he mantenido contacto continuo con la bi­bliografía, cada día más numerosa, sobre vida religiosa. Muchas veces he consentido, otras disentido, en los planteamientos y so­luciones de los demás teólogos. Muchos de entre ellos han sido para mí el incitante más fuerte para pensar. Diría, más bien, que han hecho posible mi propio pensamiento, lo mismo cuando he encontrado convergentes su pensamiento y el mío que cuando he creído deber disentir. Mi agradecimiento a los unos y a los otros es idéntico. A lo largo de mi estudio no aparecerá siempre la pre­sencia de quien me hizo pensar, ya que un trabajo analítico de citas y compulsación de pensamiento hubiera dado una extensión excesiva a mi trabajo. Creo, no obstante, no haber distorsionado el punto de vista de dichos autores; al menos conscientemente no lo hecho nunca. Debería citar al menos los nombres que han sido el más fuerte incitante de pensamiento, pero acaso caería en omisiones injustas, cuando a todos les debo gratitud.

Si en ocasiones la manera como presento mi forma de enten­der las cosas pareciera demasiado segura, afirmo que tengo con­ciencia de caminar todavía entre tanteos y en plena búsqueda. Y no me costará ningún trabajo cambiar de ruta cuando vaya comprendiendo que me había equivocado.

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PROLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Esta segunda edición de la Teología Sistemática de la vida re­ligiosa no es una simple reimpresión de la primera. Bajo no pocos aspectos es una obra nueva, aunque dentro de la línea de pensa­miento de la primera.

Ha habido lector que en su día me indicó que tal vez la pri­mera parte era demasiado extensa. Por otro lado, como indicaré luego, la segunda parte de esta edición incluye dos capítulos nue­vos, con lo que la obra resultaría muy voluminosa.

Por ello la primera parte ha sido ahora notablemente reducida en número de páginas. Conserva, sin embargo, todo el contenido fundamental de doctrina, porque sigo convencido de que la vida religiosa sólo puede ser entendida dentro de la Iglesia —y por tanto de la Eclesiología— y dentro del «hecho de vida» de Jesús y de su mensaje o Buena Nueva del Reino.

El trabajo de revisión, de síntesis y, en buena parte, de nueva redacción ha sido realizado por mi compañero y hermano Macario Diez Presa. Ha trabajado intensamente con la maestría en él ha­bitual. Dentro de la plena fidelidad al contenido doctrinal ha lo­grado una condensación, una síntesis y una redacción a mi modo de ver ejemplares.

La segunda parte introduce varios capítulos nuevos, escritos pensando en una visión de conjunto armónica e integrada. Dedico un primer capítulo al estudio del carisma; un capítulo tercero a la misión eclesial de la vida religiosa. Este capítulo, precedido por el dedicado a la consagración, permite una visión global y to­talizante de cada forma de vida consagrada. Es igualmente nuevo en su totalidad el dedicado a la obediencia, enfocada desde la teo­logía de las mediaciones; en mi intención es un estudio tanto de la autoridad como de la obediencia, bajo vertientes diferentes. Es

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igualmente nueva la redacción del capítulo dedicado a la comu­nidad.

También esta segunda parte ha sido revisada y preparada para la edición por Diez Presa. El hubiera preferido permanecer anó­nimo. Pero ni la calidad de su trabajo preciso y precioso, ni la amistad que nos une y el haber recorrido juntos casi toda nuestra vida desde un lejano día de noviembre en que partíamos, tam­bién juntos, para el Seminario Menor Claretiano, me permitirían mantener su anonimato. Señalar su mérito es gratitud y es justicia.

Sé que no he llegado al fin en una reflexión sobre la vida re­ligiosa. Toda vuelta sobre la misma ha supuesto —y seguirá su­poniendo en el futuro— un incesante replanteamiento de temas y problemas. Hasta ahora, ello no me ha obligado a cambios fun­damentales de orientación; pero sí a una nueva profundizarían y a explicar perspectivas que antes estaban implícitas. Por otra par­te, una teología no está nunca hecha del todo, porque la Iglesia, la vida cristiana, la vida religiosa, el hombre, son realidades en camino hacia el futuro de la esperanza y hay que ir edificando la Iglesia de cada siglo, de cada momento, y de cada hombre y pue­blo en su proceso histórico. Lo importante es que sepamos dar hoy la respuesta que necesitan nuestros hermanos y preparar los caminos para un mañana, al que habrá que dar también respuesta: una respuesta nueva.

Roma, 23 de junio de 1979

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PRIMERA PARTE

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INTRODUCCIÓN

1. Inexistencia y necesidad de la Teología de la Vida Religiosa

A medida que los teólogos y los simples estudiosos de la vida religiosa se han ido preocupando por esclarecer los múltiples pro­blemas que hoy vienen planteados a la vida religiosa, todos, sin excepción, van constatando lo problemático de sus estudios y de sus tareas, por falta de una teología ya estructurada sobre la vida religiosa. La afirmación de que no existe dicha teología es prácti­camente unánime.

Es cierto que, sobre todo a partir del Concilio, ha aparecido una cantidad ingente de estudios sobre la misma, analizando aspec­tos según la urgencia de los problemas. La bibliografía de la vida religiosa es, en número, una de las privilegiadas. No sabría decir si también en importancia de los trabajos. En cualquier caso, se trata de trabajos más o menos dispersos, que están ahí más bien como materiales sumamente valiosos, que, sin duda, un día permitirán, tras una selección y clasificación, acometer la comprometida tarea de síntesis.

Naturalmente que, si no existe todavía esta teología sistemática de la vida religiosa, sería un tanto ingenuo y pretencioso pensar que la voy a hacer yo. Mi cometido durante todo este trabajo es sólo un intento de sistematización posible. Pienso incluso que es muy difícil, si no imposible, hacer ya hoy una teología de la vida religiosa, que viniera a ser como la «Summa Theologica» dentro del ámbito de la vida consagrada. A menos que naciera un genio potente y sintético como el de Tomás de Aquino, la única senda posible deberá ser abierta por una serie de trabajos e intentos de sistematización, realizados por distintos teólogos.

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Ya hay varias obras publicadas con el título de «Teología de la Vida Religiosa». Multitud de artículos de revistas especializadas con el mismo título. Tanto las obras como los artículos ofrecen realidades valiosas, aunque no creo que ninguno de ellos piense haber realizado una obra completa. Pues, al tener ellos el valor de acometer esta tarea, son los primeros en reconocer que dicha Teología no existe todavía. Se contentan con ofrecer posibles es­quemas, más o menos completos, de lo que piensan debe ser una teología de la vida consagrada.

Mi pretensión no va tampoco más allá. Pero aun así hace fal­ta una cierta dosis de valor para acometer esta empresa, que todos consideran necesaria y urgente.

De hecho existe una teóloga bastante orgánica y sistematizada del Lateado, a pesar de que los laicos hayan entrado hace bien poco prácticamente en la conciencia reflexivamente teológica de la Iglesia. Y aunque sean muchos todavía los aspectos de la vida cristiana laical que necesitan mayores esclarecimientos.

Otro tanto se puede decir de la teología del sacerdocio, aunque esté sometido a las necesarias tensiones de adaptación del minis­terio sacerdotal según las urgencias de nuestro mundo y de nuestro tiempo. Pero existe una teología del sacerdocio bastante sistemati­zada tanto desde el sacerdocio de primer grado o episcopal como respecto del sacerdocio de los presbíteros. Aunque sea éste el más problematízado del momento actual. La problemática afecta más a la situación de hecho y a la encarnación de la teología del sacer­docio, bastante consistente, en la realización práctica de su minis­terio al servicio de los hombres.

Tanto el laicado como el sacerdocio son un verdadero «sujeto teológico». Lo que no obsta para que haya que seguir esclarecien­do cada vez más su sentido y su misión.

Al contrario, la vida religiosa apenas si empieza a poder ser considerada como «sujeto teológico». Nadie la disputa como «he­cho casi bimilenario en la vida de la Iglesia». Sigue siendo un «hecho» todavía. Si bien agoreros del momento piensen, aquí o allá, que ya no tiene razón de ser y que es un bello resto arqueo­lógico de un pasado ya muerto. Frente a quienes quieren ver en la vida religiosa una reliquia del «pasado», el «hecho» de la vida religiosa sigue dando señales de vida no sólo con la pervivencia

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<le los Institutos antiguos, sino con el surgir de nuevas manifes­taciones de vida evangélica en nuestros días.

Pienso que el pesimismo sobre el presente y el futuro de la vida religiosa encuentra su explicación en la carencia de una teo­logía lo bastante sistematizada, armónica y concorde, necesaria para aportar la suficiente seguridad doctrinal y práctica a los reli­giosos vacilantes.

No son únicamente los teólogos quienes constatan la deficien­cia. Superiores y formadores chocan con una dificultad enorme en su tarea de gobierno o en su función formadora, precisamente por la dificultad de encontrar la fundamentación última de sus criterios religiosos, y con la carencia de toda seguridad doctrinal entre sus subditos. Un maestro de novicios, una maestra de júnioras, o de seminaristas religiosos teólogos, necesitan en todo momento tener una seguridad doctrinal y teológica que fundamente su tarea for­madora, sin dar medias soluciones, que son más peligrosas que el silencio. No se puede tener esta seguridad fundamental y funda­mentante sin una coherente teología sobre la vida religiosa. No hace todavía tantos años, un maestro de novicios no tenía gene­ralmente más problema ni dificultad que la de ir orientando e ini­ciando en un «estilo de vida», que estaba ahí y que nadie discutía, y recibir la cuenta de conciencia, reducida la mayoría de las veces a una revisión sobre los progresos o retrocesos en dicha iniciación. Era cuestión de «praxis religiosa». Mientras que hoy es ante todo cuestión de criterios fundamentales de fe, de sentido y de armonía religiosa con la totalidad de la problemática humana y cristiana.

No nos puede extrañar que los mismos religiosos, en su casi totalidad, sientan la necesidad y la urgencia de clarificar el sentido de su vida. Al no lograrlo muchas veces, se sienten radicalmente inseguros ante una problemática convulsiva para la Iglesia entera y para ellos en particular. No se trata únicamente de las genera­ciones jóvenes, exigiendo esclarecimientos y precisiones que nos­otros no necesitábamos. En idéntica inseguridad viven muchos re­ligiosos con muchos años de profesión, pero que se han encontra­do de repente con un terreno que fue firme y ahora les parece de arena. También para ellos es urgente una teología de la vida reli­giosa, para permanecer en su vida consagrada con fe.

Finalmente, la misma psicología y la sociología religiosa, que han estudiado y estudian todo el ámbito del comportamiento hu-

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mano de este grupo específico que forman los religiosos, encuen­tran al fondo de su problemática una falta de clarificación en sus motivaciones personales y de seguridad en el proyecto humano re­ligioso de sus vidas.

Desde la psicología y la sociología se hace precisa y urgente una teología de la vida religiosa.

2. Del hecho religioso a la doctrina

La vida religiosa surgió en la Iglesia como una realidad vital, antes de ser una reflexión sobre los supuestos doctrinales que la fundamentan. Y sobre todo mucho antes de que se estructurara una doctrina refleja sobre la vida religiosa.

Es cierto que la «lectura del Evangelio», sobre todo cuando esta lectura es hecha desde la conciencia de la primera comunidad cristiana, encuentra un punto de apoyo en el Evangelio del Señor. Aunque más bien habría que decir que la vida de la primera co­munidad cristiana viene a ser la expresión de una manera peculiar de leer y entender el Evangelio. Las primeras vírgenes cristianas, o los primeros vírgenes, hubieran podido apelar al Evangelio, y sobre todo a la misma vida de Cristo, para justificar su proyecto de vida, si alguien les preguntara por él. La misma conciencia de la comunidad cristiana primitiva está formada por una predicación, un kerigma apostólico, con líneas fuertemente grabadas por la vi­vencia del Reino, y hasta por la espera de la segunda vuelta del Señor.

Por otra parte, San Pablo nos da en su primera carta a los Corintios la fundamentación evangélica de la virginidad, dentro de un contexto muy claro de la dimensión del Reino. Pero ni la primera comunidad cristiana hace teología, ni la hace San Pablo de manera refleja.

Aunque no tengamos una teología, sí que tenemos un «hecho de vida», e incluso ya una inicial «doctrina» y «praxis».

Otro tanto acontece con el surgir de los ascetas y su «hecho de vida». En el fondo hay una apelación al Evangelio, al Maestro, al Señor. Hallamos de nuevo una constatación de una realidad de vida, que está pidiendo una explicación teológica, pero que no la tiene todavía.

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Los Santos Padres se encuentran durante los cuatro primeros siglos con la constante de un «hecho de vida». Maestros receptores y transmisores del contenido revelado, deberán hacer el esfuerzo de cristalizar en fórmulas coherentes la doctrina revelada, no sólo para responder a las nacientes herejías, sino también para alimen­tar a los fieles con la doctrina pura del Evangelio.

Buena parte de los Santos Padres han dedicado tratados pre­ciosos a la justificación y a la exaltación de la virginidad y de todo cuanto, como «hecho de vida», suponía la virginidad. Sobre ella nos han dejado verdaderos tesoros de doctrina. Mas no se puede afirmar que hayan creado una teología. Pienso incluso que la «doctrina» sobre las vírgenes si, por una parte, sirvió para alen­tar y propagar la virginidad hasta convertirse en realidad casi mul­titudinaria en ocasiones, por otra parte tuvo el inconveniente de polarizarse demasiado sobre la virginidad o sobre el simple «hecho de vida», sin buscar ni pretender un encuadre dentro del conjunto de la revelación, ni dentro de la totalidad del «hecho cristiano».

Lo afirmado hasta aquí tiene igualmente valor para la larga etapa del monacato, hasta su pleno desarrollo, tanto en Oriente como en Occidente. Nos ofrece una clara conciencia de Evangelio, convertido en «hecho de vida». Supone una lectura vital del Evan­gelio, una interpretación existencia!, del vivir cristiano. Habrá una constante apelación al Evangelio, a Cristo. Y una muy particular interpretación de todos los aspectos de la vida humana desde estos supuestos.

Sobre todo madurará una profunda «espiritualidad» y una «doctrina», polarizadas sobre la misma vida monacal, y, por tanto, sin tener en cuenta un posible encuadre más amplio dentro de una totalidad que pudiera referirse a la Iglesia entera. En torno a una «doctrina» y a una «espiritualidad», y fundándose en ellas, se logra una «estructura» o un «estilo» de vida, y hasta una pra­xis pormenorizada y sistematizada de este vivir.

Nos encontramos con un «Evangelio vivo», dentro de una pe-• culiar manera de leerlo, más bien que teológica, existencialmente.

Aunque habrá que acudir constantemente a esa «doctrina» y a su peculiar manera de leer existencialmente el Evangelio tanto por las vírgenes como por los ascetas, y más tarde los monjes,

; y sin este retorno a ellos no será posible captar la mayor parte de

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los elementos de vida que deben integrar una teología de la vida religiosa, la verdad es que aquella «doctrina» no es todavía una teología. Ni pretendió serlo. Y no sé siquiera si necesitó serlo.

Pero una teología de la vida religiosa, tal y como nosotros la vemos, necesitará de una historia completa de «ese hecho de vida». Tampoco está hecha esta historia, y no dudo de que los historia­dores tienen que aportarnos elementos imprescindibles y de valor decisivo para la estructuración de una teología que quiera proyec­tarse de manera refleja sobre algo que ha sido «hecho de vida». Debe también, como es lógico, poder contar con una clarificación lo más luminosa posible de la «sagrada doctrina» dada por los Padres y por los creadores del movimiento anacoreta, eremita y monacal.

Hay un sustrato común a todo el fenómeno de la vida religiosa durante todos esos siglos: la vida religiosa aparece como una realidad carismática, más atenta a su dimensión de vida que a su encuadre dentro de un marco teológico, más como una espirituali­dad y un modo de vivir que como una justificación doctrinal den­tro del conjunto del pensamiento teológico. Incluso va a suceder que, de manera progresiva, esa realidad del «hecho de vida» vaya quedando aislada, separada, autónoma.

3. De la doctrina y la espiritualidad a la teoría

La Edad Media, con la Escolástica en su etapa del máximo esplendor, tuvo la oportunidad más alta de lograr una sistemati­zación de la teología de la vida religiosa, como logró hacerlo, en general, con toda la teología. Aunque las Ordenes Mendicantes surgieran también desde una profunda dimensión carismática de la Iglesia —sobre todo en Francisco de Asís, quien propone a sus frailes como Regla Fundamental y única el Evangelio, hasta que la suprema autoridad de la Iglesia pide reglas y normas más con­cretas—, los grandes maestros de la Escolástica, surgidos precisa­mente en buena parte de las Ordenes Mendicantes, van a estudiar la vida religiosa en su encuadre teológico. Lo que había sido fruto carismático de una concreta «lectura del Evangelio» se va i convertir en una doctrina, e incluso en una teoría y en una teolo­gía, aunque limitada por múltiples condicionamientos, entonces ya inevitables.

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Acaso necesite una aclaración la forma como he distinguido entre «lectura del Evangelio», «doctrina» y «teoría o teología».

a) La «lectura del Evangelio» entra dentro de un orden ca­rismático: es un leer el Evangelio desde una posesión previa por el Espíritu de Cristo, que ilumina, con sus dones de sabiduría y entendimiento, las vías de penetración hacia la realidad vital de unos modos de vivir la existencia cristiana, según la multiplicidad de sus dones de Espíritu Septiforme. Más que en el plano de cla­rificación racional y de estudio, se sitúa dicha lectura en el plano de la vivencia existencial del Espíritu, que es quien hace entender, en un contexto de vida muy concreto, la doctrina y el contenido evangélico. Diría, de otra forma, que, distinguiendo en el Evan­gelio el contenido doctrinal ideológico y el contenido de vida, los grandes fundadores se han situado en la segunda dimensión, la carismática. Desde ella se ha iluminado la letra y contenido doc­trinal del Evangelio. Se trata de dos actitudes que siguen teniendo valor hoy día: una hermenéutica, la otra carismática. Nunca opues­tas, sino más bien convergentes. Todos los grandes fundadores, como veremos, lo han sido desde una asunción por el Espíritu, que los ha instalado en un plano de la «lectura existencial del Evangelio». Esto es lo que hoy se llama carisma peculiar del fun­dador. Cuando el Concilio nos manda volver al Evangelio y al es­píritu primigenio del fundador, algunos lo han entendido como de dos vías y dos fuentes distintas para la renovación de la vida religiosa. Personalmente, pienso que se trata de una única vuelta a los orígenes, investigando, lo más minuciosamente posible, la peculiar manera como, desde el Espíritu, «leyó el Evangelio exis-tencialmente el fundador».

b) La «Doctrina» viene a ser una derivación posterior, en tanto la «lectura evangélica» logra una formulación doctrinal, y sobre todo se encarna en una manera concreta de vivir, justificada en mayor o menor grado por apelación al impulso primigenio de una vida que nació en la Iglesia.

c) «La teoría y la teología» deberá ser la plena clarificación doctrinal dentro de la totalidad de la visión del Misterio Revelado, o dentro de la «analogía de la fe», que da unidad orgánica desde un punto de vista teológico tanto a la «lectura evangélica» como a la consiguiente «doctrina», e incluso al género de vida que haya podido surgir en los seducidos por el Evangelio, y que se sienten realizados cristianamente en la doctrina y en la praxis de su modo de vivir el Evangelio.

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Pero he dicho que la teología que unifica y justifica dentro del conjunto de la revelación «lectura», «doctrina» y «praxis», debe hacerlo dentro de la totalidad armónica del Misterio revela­do, en la articulación dada por la anología de la fe.

Aquí pudo estar el fallo que frustró en buena parte la posi­bilidad de una teología de la vida religiosa dentro de la gran Es­colástica. Para esa fecha la vida religiosa, más que un «hecho de vida» carismática, nacido de una lectura exístencial del Evangelio, era ya una Institución firmemente afincada en la Iglesia. Y la «doctrina» había derivado y estaba derivando hacia una Moral y un Derecho, con la formulación cada vez más precisa de los «VO­TOS» religiosos.

Es cierto que los votos fueron estudiados también en su con­tenido teológico desde el punto de vista de la «consagración». Es no menos cierto que esta consagración era para Santo Tomás de Aquino una plena realidad teológica, mucho más que institucional y jurídica.

Pero tuvo otro inconveniente mayor la aparición de la teología polarizada en los votos. Conviene adelantar, como anticipo a algo que habrá que estudiar más tarde, que la concreción de la vida religiosa en los tres votos —que ha pasado a ser clásica hasta nuestros días— no apareció hasta la Edad Media. No digo que esta concreción no pueda ser válida. Pero sólo lo será dentro de una reinserción de los votos en un contexto de «hecho de vida», en el contexto de un proyecto de vida cristiana según una de las posibilidades de vivir el Evangelio dentro de la totalidad del Reino, inaugurado por Cristo.

He afirmado que la polarización de la teología de la Edad Me­dia sobre la vida religiosa, desde el trinomio de los votos, preparó la separación de la vida religiosa de todo el contexto integral de la teología. La vida religiosa como islote, o como isla más o menos grande, en el conjunto de la teología. Más en particular: supuso la desvinculación de la vida religiosa del conjunto de una posible teología de la Iglesia como Misterio de totalidad del hecho de vida cristiano. Ciertamente, una isla privilegiada; demasiado privi­legiada, tal vez.

La vida religiosa fue considerada como algo en sí, indepen­diente, separado. Como estaban los monasterios y conventos sepa-

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rados y segregados del mundo y de cuantos eran considerados como mundo, aunque fueran bautizados, así la teología de la vida religiosa fue poco atenta a una integración en la totalidad de una explicación del hecho de vida», •que se había iniciado en Cristo para todos los redimidos, y más en particular para todos los bau­tizados.

La vida religiosa pasó a ser, poco a poco, «estado religioso». Haciendo una transposición, que no sé si será muy exacta, pero es expresiva, diría que se convirtió en Estado independiente, den­tro de la gran república cristiana.

Como «estado religioso», y perdiendo progresivamente savia teológica, fue aumentando la institucionalización jurídica. En vez de ser ante todo «hecho de vida» y «hecho evangélico carismáti-co», fue poco a poco derivando hacia un estatuto jurídico y una reglamentación ética.

Cuando en torno a los «votos» y al «estado» religioso vayan surgiendo las interpretaciones perfeccionistas de la vida religiosa, la separación teológica se hará mayor, lo que equivale a decir que será cada vez menos teológica, dentro de una teología complexiva de la totalidad del «hecho de vida» que ha inaugurado Cristo para todos, con diversas posibilidades de existencia cristiana, y también con diversas llamadas de gracia para vivir personalmente cada uno una de esas posibilidades.

Un florecimiento grande de la vida religiosa, una polarización de la misma en torno a los VOTOS, una falta de perspectiva teoló­gica sobre los demás miembros de la Iglesia, sobre todo los sim­ples cristianos, dieron paso a una interpretación de la vida reli­giosa como la quintaesencia de la Iglesia. Con ello se inicia la interpretación perfeccionista de la vida religiosa, como el estado que garantiza la perfección de la caridad.

Este perfeccionismo seguirá dos caminos diferentes: la perfec­ción de la caridad se fundamenta en los «preceptos», siendo los votos los medios que aseguran de manera más radical la perfec­ción de la caridad, a la que se orientan los preceptos, desde el pre­cepto fundamental del amor; o bien, la perfección de la caridad consistirá en los consejos, los votos, que vienen a ser la expresión concreta de una caridad perfecta.

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Las teorías perfeccionistas nacen, como tales teorías, en la teo­logía de la Edad Media, y han tenido una constante aceptación hasta casi nuestros días. Se habrá discutido sobre el pensamiento de Santo Tomás y sobre el lugar que los consejos ocupan en su doctrina sobre la perfección religiosa. En cualquiera de las solu­ciones pienso que el fondo queda inalterado, bajo una óptica de los consejos, que mantendrán siempre una concepción perfeccionis­ta de la vida religiosa. Lo mismo si la perfección consiste en los consejos, que si los consejos son los medios que aseguren de hecho dicha perfección de la caridad.

El «hecho de vida» que es la vida religiosa aparece cada vez más claramente separado de la totalidad del «hecho de vida cris­tiana», en el que se incluyen por igual todas las posibilidades de existencia cristiana desde el multiforme Espíritu de Cristo. A lo más, la vida religiosa apareció como una isla que alcanza altas cotas, en medio de la inmensa llanura de un mar de cristiandad.

«Perfección de la caridad», «estados de perfección», «vocación especial a la santidad», «seguimiento de Cristo», al que son invita­dos unos pocos privilegiados; casi identificación entre «santidad de la Iglesia y vida religiosa», «vía de los consejos», abierta a unos pocos, mientras los preceptos van dirigidos a todos. Todas estas expresiones, originadas por un subyacente perfeccionismo, crean, inevitablemente, una doble categoría de cristianos, de pri­mero y de segundo orden, que hoy está en franca retirada.

Pudiera parecer que en la disyuntiva, entre una perfección de la vida cristiana fundamentada en los preceptos y otra que la fun­damente en los consejos, habría que inclinarse por la primera, que vendría a salvar mejor la universal llamada a la santidad y la igual­dad de todos ante las urgencias del precepto clave del amor. Sin embargo, esta interpretación dejaría lo que hay bajo los llamados consejos, el «hecho de vida» evangélico, en la simple categoría de medio o de medios más o menos utilitarios, lo que me parece demasiado raquítico, y no serviría para explicar la especificidad del «hecho de vida que es la vida religiosa».

En cambio, la otra vertiente de la interpretación perfeccionis­ta, que hace de los llamados «consejos» la «expresión concreta de una caridad de perfección», está un poco más cerca del respeto que merece ese peculiar «hecho de vida» como tal «hecho de vida», y no como simple medio de lograr la perfección de la cari­dad, más fácil y más seguramente.

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En el fondo hay una coincidencia: ambas posiciones conside­ran la vida religiosa como una realidad en sí y aislada de la tota­lidad del «.hecho de vida cristiano total».

Lo que motiva que no sea posible hacer una verdadera teolo­gía dentro de la «analogía de la Fe», que sólo es posible dentro de un encuadre de la vida religiosa en la totalidad de la vida de la Iglesia y de las distintas misiones, funciones, carismas y dones.

4. De la Edad Media al comienzo del Concilio Vaticano II

Sobre la vía del perfeccionismo, abierta por la sistematiza­ción de los votos como explicación de la vida religiosa, los siglos posteriores fueron elaborando una doctrina de la perfección y una espiritualidad religiosa perfeccionista cada vez más cerrada. Voca­ción, llamada a la perfección y a la santidad, seguimiento de Cris­to, fuga del mundo, incluyendo en el mundo, del que se huye, a los mismos cristianos que siguen la vía de los preceptos sin de­masiadas exigencias, llamada a ser profesionales de la oración y de la contemplación, una determinada ascesis rigurosa, fueron conceptos equivalentes a «vida religiosa». Doctrina sobre la per­fección, estados de perfección, exigencias de la perfección religio­sa, hicieron que la vida religiosa se saliera del ámbito de la teolo­gía para quedar en manos de los llamados maestros espirituales.

Por otra parte, se institucionalizó de manera rigurosa, bajo las normas del Derecho, hasta cristalizar en el Código de Derecho Ca­nónico en su largo apartado sobre los religiosos. O bajo la regla­mentación minuciosa de las Constituciones de cada Instituto. Sin perspectiva de totalidad, de universalidad eclesial.

Tal vez la señal más clara de la falta de teología de la vida re­ligiosa sea una desvinculación no sólo de los grandes tratados de teología, sino también de las obras de eclesiología. Ni en los tra­tados generales ni en los especiales de eclesiología hubo lugar para la vida religiosa.

La polarización de la vida religiosa en torno a los votos fue derivando hacia un terreno prevalentemente jurídico y moral.

a) Jurídico. Considerando los votos desde el punto de vista del compromiso personal individual del religioso con la Religión, y

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viceversa. Pero perdiendo la dimensión de «hecho de vida», que se apoya en otro más alto «Hecho de Vida», que es el misterio de Cristo y la dimensión mistérica de la Iglesia. Todo lo cual queda muy en el trasfondo.

b) Moral. Considerando los votos desde su fuerza vincu­lante y moral y desde un plano fundamentalmente ético, aunque se le añadiera el carácter de voto hecho a Dios, como ratificación del compromiso moral. Atentos sobre todo, en caso de transgre­sión, a la doble pecaminosidad del acto.

— La Castidad quedó regida por el sexto mandamiento, en tanto regulador por un igual de la vida instintiva de todos los hombres, sobreañadiendo el voto, que venía a fortifi­car las exigencias del sexto mandamiento, y convertía en sacrilegio la transgresión.

— La pobreza, como moral del uso o de la apropiación, de­bida o indebida.

— La obediencia, como moral de la sumisión, más o menos despersonalizada.

En ningún caso se trata de que un modo de existencia total comprometiera la totalidad de la persona, desde su radical inser­ción en Cristo, para realizar el modo de existencia cristiana desde una muy peculiar vivencia del Reino de los cielos.

c) Voto y virtud. Todavía se profundizó la separación de la vida religiosa de toda teología verdadera sobre la misión de la vida religiosa en la Iglesia, cuando, desde un punto de vista mo­ral, se intentó acotar el ámbito del voto, separándole del ámbito de la virtud.

— El voto quedó reducido a unas exigencias mínimas, que nada tienen que ver con el «hecho de vida evangélica». El ámbito del voto de castidad, con ser el más amplio, no pasaba del respeto a las normas que deben regir la sexua­lidad en pensamiento, deseo y acción, para cualquier hom­bre honesto. La pobreza, en tanto quedaba limitada fun­damentalmente al permiso para usar y disponer, aun cuan­do ese permiso no pudiera ser dado sino dentro de unís normas más bien externas. El voto de obediencia, en cuán­to voto, quedaba en la práctica sin contenido para la ma-

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yoría de los religiosos, a quienes no ha habido necesidad de imponer nada en virtud del voto, aunque tal vez no hayan obedecido de verdad. Pretender buscar un empalme entre esta visión de los votos y el contenido evangélico de los consejos es tarea imposible

— La virtud parecía exigir cosas mayores. Pero desde un pun­to de vista más bien neutro, ya que pasaba a ser patrimo­nio obligado de toda alma que quisiera de verdad vivir seriamente su vida cristiana.

d) Dimensión teológica. Aunque la vida religiosa se siguie­ra llamando estado de perfección y se siguiera ensalzando la ele­vación de los consejos evangélicos, la verdad es que faltaba no ya una mística de la vida consagrada, sino hasta una mínima teología. Ni en el voto ni en la virtud es fácil hallar los rasgos de lo que fue durante siglos «hecho de vida» y lo que tiene que volver a ser: proyecto existencial de vida cristiana.

Dentro de este planteamiento se podría pensar en la posibili­dad de un cumplimiento exacto de los votos, sin que hubiera al fondo nada que fuera específicamente cristiano, y menos aún es­pecíficamente religioso con la religiosidad del «hecho de vida evan­gélico». Un catecismo de los votos podía ser en la práctica una parcela de la moral, proyectada sobre unas materias comunes, aun­que elegidas voluntariamente como normas de comportamiento.

El empobrecimiento de la vida evangélica en la vivencia de los votos era inevitable.

5. Funcionalidad de la vida religiosa

Una nueva distorsión en el enfoque de la vida religiosa iba a hacer muy difícil un planteamiento teológico de la misma dentro de la totalidad de la Iglesia, desentendiéndose de buscar la verda­dera especificidad de la misma en el seno de la vida cristiana.

Me refiero a la visión de la vida religiosa desde un punto de vista funcional. Desconociendo el sentido que el «hecho de vida» pudiera tener en la Iglesia, es lógico que se buscara una justifica­ción de la misma desde el servicio o función externa que pudiera desempeñar en la sociedad.

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Desde este punto de vista se explicaría así la vida religiosa: ha aparecido en diversos momentos de la historia para responder a las necesidades concretas de la Iglesia, o del mundo al que Ja Iglesia debe servir.

El franciscano T. Matura lo sintetiza de esta forma: en el si­glo Iv el monaquisino vino a afirmar el carácter sin compromiso del cristianismo, cuando éste estaba tentado fuertemente por la mundanización. Las familias nacidas más tarde, buscan, cada una a su manera, respuesta a las diversas necesidades: evangelización (después de la invasión de los bárbaros), reflexión teológica (en la Edad Media, y con la entrada de la filosofía griega y el pensa­miento árabe y judío), ayuda militar (con las Cruzadas), enseñanza y servicios asistenciales de caridad (en los últimos siglos). Para lograr estos fines venían muy bien unos cuadros de estructura como los de la vida religiosa. Los mismos votos son tomados como medios para una más fácil obtención de los objetivos pro­puestos. La vida religiosa se justifica por su utilidad pragmática. No es un «hecho de vida». Es una tarea. Para llevarla a cabo se aceptan los medios que se consideran más apropiados'.

Es cierto que la vida religiosa ha cumplido todas estas funcio­nes a lo largo de la historia. Pero no es la función la que explica la vida religiosa, sino la vida religiosa la que explica, desde más altos niveles, todas esas funciones y otras más. Si nos quedamos en la simple función, la perspectiva será sociológica. Nunca teo­lógica. Y, por otra parte, al menos en teoría, todas estas funciones hubieran podido ser cumplidas por los no religiosos.

Tal vez radique aquí la mayor dificultad que hoy se presenta a la mayor parte de los Institutos religiosos para poder llegar hasta la raíz evangélica de su ser. Las órdenes antiguas, porque no está nada clara la dimensión evangélica de su función utilita­ria; las nuevas, porque tampoco está clara la dimensión evangé­lica de su función utilitaria.

Hay hechos sintomáticos del funcionalismo utilitario de la visión de la vida religiosa.

1.° Uno de ellos ha sido el hacer utilitaria la vida de los religiosos y religiosas contemplativos, queriendo dedicarles a algo útil. Es verdad que en ocasiones se trataba de una cuestión de vida o muerte, dada la miseria en que tenían que vivir. Pero en el

' MATURA, T., La vie religieuse au tonrnant, Cerf, París, 1971, pp. 36-37.

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fondo lo que se discutía era su razón de ser, al no tener una clara función utilitaria en la Iglesia. Últimamente se dio marcha atrás, obligando a dichas instituciones a decidirse limpiamente por su vida primitiva, o, en caso contrario, dejar aquella vida para inser­tarse en otro estilo de vivir el Evangelio. No porque el nuevo modo de vida se justifique por la función, sino porque puede ser vivido desde el Evangelio, aunque cumplan una función utilitaria.

2° El segundo hecho sintomático nos lo ofrece la casi tota­lidad de los Institutos nacidos durante los últimos siglos. El pa­trón casi único de sus Constituciones, siempre el mismo, y así se lo exigía la Curia romana para su aprobación: señalar claramente el FIN del Instituto, la función que pensaban desempeñar al servi­cio de la Iglesia, los medios para lograr dicho fin. Dentro de los medios, como un medio más, aparecían los votos y la vida común. No pocos Institutos pasaron momentos verdaderamente graves al tener que acomodarse, después de la promulgación del Código de Derecho Canónico. Y altos funcionarios de la Curia romana obli­garon a algunos prácticamente a cambiar la sustantividad de su vida.

Es cierto, además, que algunos Institutos no nacieron directa­mente como un «hecho de vida» radicalmente evangélico. Su na­cimiento fue claramente funcional, y hubiera podido ser sólo fun­cional si no se hubieran visto precisados en la práctica a adoptar lo que se llamaba y era tenido por Instituto religioso.

, Al tener que hacer hoy la revisión de sus orígenes, se encuen­tran en una situación bastante complicada. Deben decidirse por una afirmación radical de su vida religiosa, no impuesta, sino vivi­da con plena convicción evangélica. O bien entregarse, decidida­mente también, a la función de servicio a la sociedad o a la Iglesia, pero ya no como Instituto religioso.

La inmensa mayoría, sin embargo, descubrirán que surgieron en la Iglesia como un auténtico «hecho de vida» desde una ma­nera concreta de leer el evangelio su fundador. Y harán gozosa­mente presente este «hecho de vida» en sus ministerios o sus ta­reas apostólicas.

En cualquier caso, las perspectivas cambian notablemente. Los votos nunca serán un medio, por privilegiado que se le haga. Los votos, si seguimos centrando en ellos la vida consagrada, pasarán

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a ser la expresión de un modo integral de vida desde una peculiar dimensión del Reino, que penetrará, es cierto, todo su hacer y su tarea concreta en la Iglesia, desde la peculiaridad misma de la vida religiosa consagrada.

Para que esto sea posible y se puedan superar las tensiones hoy existentes, necesitamos con urgencia una teología de la vida religiosa.

6. La doctrina tradicional sobre la vida religiosa, sometida a revisión

Si no ha habido una verdadera teología de la vida religiosa, aunque existiera una doctrina, y sobre todo un «hecho de vida», una serie de factores diversos han puesto en cuestión la doctrina tradicional, haciendo discutibles la mayor parte de sus plantea­mientos doctrinales.

No se trata únicamente de las interpelaciones que a la vida religiosa pueda hacer la situación de cambio del contorno socio-cul­tural de nuestro tiempo.

La interpelación más seria viene dada desde el terreno mismo de la teología, y más en particular de la Eclesiología, alumbrada por el Concilio Vaticano II .

Verdades que parecían patrimonio exclusivo de la vida reli­giosa, se ha visto que pertenecían a la totalidad del pueblo de Dios. Si deben seguir aplicándose a la vida religiosa, deberá ser desde un nuevo replanteamiento, descubriendo lo que en ellas pueda haber de específicamente alusivo a la vida religiosa.

Voy a enumerar simplemente algunas:

a) Una teología del lateado, desde su dimensión bautismal, descubre un patrimonio, común a todos los bautizados, en realida­des que parecían peculiares de los religiosos, apareciendo el bau­tismo como la realidad fundamental de todo modo de existencia cristiana.

b) La consagración es dimensión, ante todo, bautismal. Si existe una peculiar consagración religiosa, deberá buscarse su

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sentido y su alcance dentro de la fundamental consagración del bautismo.

c) La santidad no se identifica con la vida de los estados de perfección, sino que es dimensión sustantiva de la Iglesia en su totalidad. La misma nomenclatura «estado de perfección» ha sido desechada, porque la perfección viene exigida radicalmente por el bautismo a todos cuantos han sido hechos una sola cosa con Cristo, al participar en el Misterio de su muerte al pecado y su vivir totalmente para Dios.

d) La vocación es, ante todo, vocación cristiana, como vo­cación fundamental. Dentro de ella habrá que estudiar las posi­bilidades de existencia y vocaciones distintas, como llamadas y respuestas a realizar el ideal de vida cristiana en su totalidad. La perfección no es monopolio de nadie, sino derecho y obligación de todos.

e) El sacerdocio no es únicamente «función» ministerial. Cada día se acentúan más sus exigencias carismáticas y proféticas, uni­das al ministerio desde dentro. Incluso se le exige la aceptación de un estilo o proyecto de vida en celibato, pobreza y disponibi­lidad, que parecían dimensiones exclusivas de la vida religiosa.

f) El seguimiento de Cristo, no en una peculiar llamada mi­nisterial, sino como actitud radical de vida, viene exigido por el Evangelio, promulgado a todos los hombres. Sería ofensivo afir­mar que los laicos no siguen a Cristo o que no le siguen los sacer­dotes. Se hace, por tanto, necesario replantear el problema del seguimiento, para descubrir la posible peculiaridad que la vida re­ligiosa pueda ofrecernos en ese seguimiento.

g) Tampoco se puede hablar rigurosamente de un amor pre­ferencia! al Señor por parte de los religiosos, cuando la ley total de amor es ley constitutiva de la misma existencia cristiana.

h) La misma «fuga mundi», bajo determinados aspectos de realización, es exigencia bautismal para quienes han muerto en Cristo al pecado y a cuanto sea ámbito de pecado. Y, por otra parte, la vida religiosa está también presente al mundo. Es una fuga relativa.

i) La oración, como algo de lo que fueran profesionales los religiosos, no tiene en cuenta, por una parte, que la oración es

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enseñada por Cristo a todos cuantos se sientan hijos del Padre; por otra parte, el profesionalismo orante de los religiosos de vida activa vemos que queda reducido hoy día no pocas veces.

j) La ascesis de vida no puede ser monopolio de nadie. Es una exigencia de toda antropología, que busque integrar al hom­bre, logrando la interna unidad, que somete los instintos a la per­sona, para hacerlos verdaderamente humanos. Y tiene que ser una realidad cristiana para todos cuantos sean conscientes del pecado y de la necesidad de superarlo, lo que sólo se logra desde una ascesis de vida, obligatoria para todos.

En síntesis: muchos de los elementos tenidos como propios de la vida religiosa aparecen hoy como patrimonio común de la vocación cristiana, y, en muchas ocasiones, como exigencias de la misma condición humana. Por eso habrá que volver a replantear casi todos esos aspectos desde unos supuestos distintos, si han de seguir siendo elementos especificativos de la vida religiosa.

7. Nuevos factores socio-culturales y religiosos piden la revisión

Por si esto fuera poco, otra serie de factores socio-culturales y religiosos están pidiendo una revisión de la doctrina tradicional.

a) La teología de las realidades terrenas, incluidas antes en su casi totalidad bajo la palabra mundo, en su contenido peyo­rativo, sitúa ahora a los religiosos ante una difícil aceptación y valoración positiva de cuanto antes se negó. El mundo y la crea­ción entera son obra de Dios y destinatarios de redención por Cristo. Mal pueden los religiosos condenarlos y dejarlos a su suerte o a su desgracia.

b) La dimensión temporal de la Iglesia, en tanto Reino de Dios en el tiempo y en la historia, compromete a la Iglesia entera; también a los religiosos, en esta proyección temporal salvadora, sin excluir una multiplicidad de compromisos temporales. Pero habrá que esclarecer desde qué dimensiones puede cumplir esta tarea eclesial el religioso.

c) La valoración de la libertad, la responsabilidad personal, la autorrealización de la persona, plantean nuevos problemas a

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quienes pensaron realizarse como religiosos desde la sola sumisión ciega de la voluntad. Debiendo aclarar cómo puede realizarse la totalidad humana de un proyecto de vida personal, viviendo la vida religiosa.

d) Una nueva dimensión de la comunidad o de las comuni­dades humanas, organizadas menos de manera vertical y más de manera circular, exige una revisión del contenido de la autoridad y de la obediencia.

e) La crítica justa sobre la inadecuación entre unos llamados «estados de perfección» y la imperfección patente de sus realiza­ciones a escala individual y a nivel colectivo:

— una castidad que no siempre nos ofrece hombres maduros, instalados en una relación humana multipersonal, desde el amor universal de Cristo;

— una pobreza que no ha sido siempre un acto de fe en bie­nes eternos, sino afirmación, sobre la base estable, de un poder económico, institucional. Y sin una auténtica comu­nicación de bienes a escala universal;

— una obediencia relativamente cómoda, porque nos libraba del esfuerzo de pensar, arriesgarnos y sabernos responsa­bles. Que ha podido crear menores de edad, psicológica y religiosamente.

Se trataría de un cierto orgullo de clase. Pero sin un funda­mento real que lo avalara. Todo ello ha motivado las interpela­ciones hechas desde fuera, mas la inseguridad de cuantos estába­mos dentro.

No es posible dar respuestas válidas a todos los problemas planteados a la vida religiosa en el día de hoy si no es desde una teología completa, que logre insertar la totalidad del hecho reli­gioso dentro de una teología más amplia.

Yo diría que sólo es posible una teología de la vida religiosa dentro de una teología de la Iglesia. No como una parte de ella, que pudiera desarrollarse con independencia de las demás. Sino como una dimensión de la Iglesia misma, y que se da dentro de una interrelación plena con las demás dimensiones. No puede en­tenderse la vida religiosa si la separamos en la Iglesia de la misión y función que cumplan los laicos, o de la misión y función que

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cumplan los sacerdotes. Como, a su vez, no se puede explicar la misión de los laicos separándolos de la función y misión del sacer­docio y de la vida religiosa. Tampoco el sacerdocio ministerial es inteligible en su totalidad, aislado de los demás integrantes del Pueblo de Dios.

Sacerdocio ministerial, vida religiosa, vida cristiana laical tie­nen que ser estudiados constantemente en su convergencia, hasta cuando se intente definir la especificidad de cada uno, dentro de la totalidad del Ministerio de la Iglesia.

Con una referencia a los Documentos del Vaticano II , diría que no es posible una teología de la vida religiosa sino desde los supuestos de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, «Lumen gentium», y también la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo, «Gaudium et spes». Dentro de estas dos coordenadas es posible, al menos, el intento de escribir una teóloga de la vida religiosa, lo suficientemente centrada como para poder dar la res­puesta que hoy se pide, tanto desde dentro de la vida religiosa, como desde la Iglesia entera y desde el mismo mundo.

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CAPITULO I

EL REINO DE DIOS, ANUNCIADO Y COMENZADO POR CRISTO. CARÁCTER AMBIVALENTE DE ESTE REINO

No es posible intentar una teología de la vida religiosa sin to­mar como punto de partida la naturaleza del Reino de Dios, pre­dicado por Cristo, y sin estudiar, en sus líneas fundamentales, la naturaleza misma de la Iglesia. Aunque uno y otro tratado perte­necen a otras especialidades y no pueden entrar como tema fun­damental en la materia de este libro, les dedicaré al menos una cierta atención, para no dejar sin fundamento todo nuestro tra­bajo.

La vida religiosa sólo puede tener un encuadre perfecto den­tro de la totalidad de la predicación evangélica, así como dentro de la totalidad de la Iglesia, comprometida en las perspectivas del Reino.

, Dicho de otra forma: sin tener en cuenta la totalidad de Cris­to y la totalidad de la Iglesia, no se puede llegar a penetrar el sentido de la vida religiosa. No basta acudir a los Evangelios a buscar unas determinadas frases que den pie para afirmar un pe­culiar modo de vida. Como tampoco es suficiente buscar en las cartas de los Apóstoles o en la vida de la primera comunidad cris­tiana alguna afirmación o insinuación que pudieran darnos la pis­ta sobre el valor evangélico de esta forma de vida.

A esos textos concretos se podrá acudir después, cuando se tiene ya clara la perspectiva de totalidad de la vida cristiana. Has­ta podría suceder que muchos de los textos tradicionalmente apli­cados a la vida consagrada sean discutidos o discutibles en cuanto al alcance último de su sentido. Y, de hecho, han sido sometidos a crítica estos últimos años no sólo por los especialistas en Sagra­da Escritura, sino incluso por los teólogos de la vida religiosa, aun

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reconociendo cuan excesiva es a veces dicha crítica, al menos por lo que respecta al sentido total de algunos textos. En todo caso, se puede afirmar absolutamente que, aun cuando no hubiera ni una sola frase en el Nuevo Testamento referida directa o indirec­tamente a la vida religiosa, ésta quedaría perfectamente garanti­za da por la totalidad de su obra salvadora: la Iglesia. Dentro de tales perspectivas generales se puede acudir ya a la inteligencia de determinados pasajes de la Escritura.

1. El Reino de Dios en la predicación, obras y vida de Cristo, según el Vaticano I I

El Vaticano I I nos ha dejado una síntesis sumamente mati­zada y condensada de toda la doctrina actual en torno a las ca­racterísticas y contenido del Reino de Dios, tal como aparecen en el Nuevo Testamento, que pueden muy bien servirnos de intro­ducción al tema desde su perspectiva bíblica. He aquí el texto conciliar:

Nuestro Señor Jesucristo dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios, prometido desde siglos en la Escritura; porque el tiempo está cumplido y se acerca el Reino de Dios (Me 1,15; cf Mt 4,17). Ahora bien, este Reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf Mt 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo (cf Le 12,32), recibieron el Reino; la semilla va después germinando poco a poco, y crece hasta el tiempo de la siega (cf Me 4,26-29).

Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el Reino ya llegó a la tierra: Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (Le 11,20; cf Mt 12,28). Pero sobre todo el Reino se manifiesta en la per­sona misma de Cristo, hijo de Dios e hijo del hombre, quien vino a servir y a dar la vida para la redención de muchos (Me 10,45).

Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de Cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf Hech 2,36; Hebr 5,6; 7,17-21).,

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y derramó sobre los discípulos el Espíritu prometido por el Pa­dre (Hech 2,33).

Por ello, la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abne­gación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios

•e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Y mientras ella, paulatina­mente, va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado, y con todas sus fuerzas espera y ansia unirse con su Rey en la gloria (LG 5).

Esta síntesis que nos ofrece el Concilio tiene tras de sí los estudios de los últimos decenios en torno al contenido de los Evangelios y a su temática fundamental. Así como la investiga­ción sobre el sentido que nos ofrecen los demás escritos del Nue­vo Testamento, contemplando ahora la fe de la comunidad cris­tiana, tal y como ella entiende el mensaje de Cristo, no ya sólo desde una interpretación de sus palabras recibidas en fe, sino tam­bién desde la proyección de su misma fe sobre las obras o mila­gros y sobre la presencia misma de Cristo entre los suyos, des­pués del acontecimiento decisivo de Pentecostés.

1.° El contenido fundamental de la predicación de Jesús —sus palabras— es la «buena nueva», la venida del Reino de Dios o —como dirá San Mateo para no designar a Dios con nom­bre alguno, según la antigua tradición judía— Reino de los cielos.

Cierto que en su predicación hay «palabras de sabiduría», «palabras-yo» magisteriales, «preceptos morales», «exhortaciones parenéticas», «normas de conducta y comportamiento». Pero todo ello queda condicionado por el tema subyacente del Reino de Dios que Cristo anuncia y en El tiene su inicio. Y cierto que el anuncio del Reino en la predicación de Jesús es presentado de manera distinta por cada uno de los Evangelistas, según su pecu­liar orientación catequética. Pero con una convergencia plena en cuanto al contenido fundamental.

2° El Reino que Cristo anuncia próximo o ya venido, aun­que nunca consumado, rompe totalmente con la interpretación que a la venida de dicho Reino daba la apocalíptica inmediata­mente anterior y contemporánea, con caracteres político-religiosos, temporales, localistas, judeo-racistas. Su Reino trasciende la di-

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mensión política, para afirmarse en un ámbito puramente reli­gioso, de compromiso personal ante El, de aceptación o rechazo de su Persona y de la Persona de su Padre. Concretamente:

a) al anunciar su Reino, huye de toda interpretación terreno-política y político-religiosa;

b) huye igualmente de toda localización temporal o espacial y de toda vinculación racial que pueda confinar su pre­sencia a los límites de Israel;

c) no es, sin embargo, una realidad «intimista» ética, sin vinculaciones personales que afecten a la totalidad de la persona;

d) su Reino se instala en un ámbito personal-interpersonal, por la total aceptación o el total rechazo de su Persona, como condicionante pleno de toda la vida.

3.° El Reino que anuncia es algo que viene de arriba: la iniciativa parte toda del Padre. Dicho Reino no es más que la manifestación obrada en Cristo del designio salvador del Dios de la Alianza, que se hace ahora Alianza nueva y definitiva en el mismo Cristo. Es, pues, reino descendente, benevolencia divina, gracia ofrecida, aunque

a) el hombre lo pueda pedir;

b) deba abrirse a él para recibirlo;

c) pueda incluso urgir su venida, pero no como obra del hombre, sino de Dios;

d) haya que estar preparados en todo momento y haya que convertirse, no sólo con la conversión ética que pedía el Bautista, sino con la conversión personal y la conversión a la Persona de Jesús, anunciador del Reino.

Y, puesto que el Reino viene de arriba, su dimensión no es terrena bajo ningún aspecto, ni sus características pueden deter­minarse por ningún patrón humano; ni siquiera por el de un reino al estilo del de David.

Los judíos no lograron fácilmente entender dicho carácter des­cendente del Reino, es decir, como algo que de ninguna manera

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surge desde abajo. Pero lo más grave es que los mismos cristianos nos hemos visto demasiado tentados a mezclar elementos des­cendentes y ascendentes: gracia descendida y quehacer humano; reino de los cielos y reino de la tierra; hacer de Dios y hacer del hombre. Cuando la iniciativa es siempre iniciativa vencedora y salvadora de Dios.

2. Presente, futuro inmediato y futuro lejano del Reino de Dios

1.° La predicación de la buena nueva de la llegada del Rei­no está cargada de contrastes en las palabras mismas de Jesús. En efecto:

a) unas veces Jesús anuncia el Reino como algo que está ya ahí, como una realidad presente en la que culmina todo un pasado de espera. La plenitud de los tiempos se ha cumplido. El Reino está dentro de v o s o t r o s , entre vosotros;

b) otras veces da a entender que el Reino de Dios no ha lle­gado aún, sino que está condicionado por la llegada de su hora». Será «entonces», en «su hora», cuando, al ser levantado en alto, lo atraerá todo hacia sí;

c) en ocasiones ese futuro inminente va condicionado por j otro momento de su hora: su glorificación por el Padre.

Si en el primer sentido su hora era su muerte en cruz, en el segundo su hora es el triunfo sobre la muerte por la resurrección;

d) pero ese futuro se alarga todavía más allá: es necesario que El se vaya, para que venga el Espíritu. A esta tam­bién «su hora» se condiciona la venida del Reino;

e) finalmente, ese futuro se alarga hasta su segunda venida en gloria como juez y sentenciador definitivo de salva­ción o de condenación.

2.° No existe contradicción ninguna entre ese presente, ese futuro inmediato y su futuro lejano. Se trata de momentos de una misma realidad total y absolutamente nueva, que da lugar a un tiempo nuevo, que se desenvuelve en la tensión entre la pre-

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senda y la consumación del Reino de Dios entre los hombres, quienes han de seguir siendo fieles a la tierra, artífices de la his­toria y del futuro hasta que venga el fin, sin dejar de ser fieles a las exigencias de dicho Reino.

3.° Más concretamente:

— Para el Jesús que habla en los Evangelios, su hora de la glorificación y su hora de la emisión del Espíritu son horas to­davía no cumplidas externamente sobre la pauta del tiempo hu­mano, aunque estén cumplidas desde el designio de amor del Padre y desde la aceptación por Cristo de la totalidad de tal de­signio de amor. Y, naturalmente, tampoco está cumplida la hora definitiva de su presencia segunda como Juez y sentenciador.

— En cambio, para el Jesús en el que creen y sobre el que-hablan los demás escritos neo testamentarios, las tres primeras «horas» ya están cumplidas, como total presencia salvadora. Sólo la última no se ha consumado todavía. Pero desde las tres pri­meras se camina hacia la cuarta o definitiva. Quienes creen en la presencia de Cristo están sometidos a la tensión que el Espí­ritu de Pentecostés ha introducido en su Iglesia para impulsarla hacia la consumación final en el mismo Cristo. Esta etapa es, pues, la hora de la Iglesia.

Tal vez, ningún otro hecho de los Evangelios y de la vida de la comunidad cristiana exprese mejor dicha tensión que la Cena última del Señor y los discursos que la acompañan. La pre­sencia y la ausencia, el ahora y el todavía no, lo cumplido y lo por cumplirse, se entrecruzan da manera continua, y crean una tensión y distensión que constituyen la paradoja del misterio del Reino. Y dígase otro tanto de las parábolas del banquete, mitad realidad presente, mitad anuncio e invitación a una cena plena en el reino ya consumado.

4.° ¿Desde qué polo de «la hora de Cristo» vive sobre todo la fe de la primera comunidad cristiana, y más en particular la fe de Pablo? Fundamentalmente, desde la hora ya cumplida de su muerte por todos, de su resurrección para todos y en todos, desde su constitución como Cristo y Señor. Todo esto es ya realidad plenamente cumplida en Cristo y cumplida también en los cris­tianos, que, habiendo muerto y resucitado en Cristo, son ya «nue­va creación».

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Pero viven también en la esperanza y desde la esperanza, por­que viven en el Señor para reinar con El un día.

Una vida desde la fe y desde la esperanza, en la simbiosis más íntima. Tal vez sea el San Lucas de los Hechos quien, con un sentido histórico mucho más claro que los demás escritores del Nuevo Testamento, hayan visto por ello también más clara­mente la presencia operante del futuro de la esperanza en el pre­sente de la fe, así como la acción creadora del presente de la fe sobre el futuro de la esperanza. Si al autor de los Hechos se le ha llamado con razón el Evangelista de la Iglesia y el Evangelista del Espíritu Santo, es sobre todo por la perspectiva amplia de esta hora de Cristo, que es el hacerse de su Reino. Pero Lucas está expresando la vivencia existencial de la comunidad cristiana y del kerigma apostólico.

Lo que a nosotros más nos puede diferenciar de aquella pri­mera comunidad no es sólo que nuestra esperanza de consuma ción con Cristo apenas si tiene fuerza de arrastre emocional para: nuestra vida, sino que tampoco vivimos han hondamente su fe en el Señor muerto por nosotros, resucitado y presente por la acción de su Espíritu en nuestra vida. A lo más parece como si contáramos con todos los momentos del misterio vivido por Cris­to como una realidad pasada, y con que vendrá para juzgar a vi­vos y muertos como una realidad futura. Entre un pasado irrepe­tible y un futuro lejano y desconocido, los hombres viven «su vida»: no desde la fe en el Señor resucitado ni desde la esperanza que se hace espera impaciente por la venida del Cristo con­sumador.

El Reino de Dios se centra, pues, totalmente dentro de las coordenadas que el mismo Cristo le fijara. Y la Iglesia vive entre el paréntesis de la primera venida del Señor, su muerte redentora, su resurrección y glorificación, por una parte, y la segunda venida para llevarnos con El a la gloria, por otra. Un Reino que vino de arriba y que se consumará arriba. Pero Reino que está ya entre nosotros.

¿Qué pasará con este «nosotros», es decir, con los hombres, con «su mundo», con su existencia terrena, históricamente dis­tendida en el tiempo y entre los afanes del vivir humano?

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i • 3. El Reino de Dios y el «reino de los hombres»

El tema adquiere hoy más importancia, dada la conciencia más viva que se tiene de la «secularidad». Su clarificación puede ayudar, en primer lugar, a resolver adecuadamente los problemas que hoy se han planteado con mayor fuerza, por ejemplo, entre consagración y secularización, entre pertenencia al Reino y per­tenencia al mundo. Y puede ayudar, en segundo lugar, a mejor comprender la significación, en general, del Reino de Dios frente al mundo, así como la significación, más en concreto, de la vida religiosa dentro del contexto del Reino y frente al mundo.

Ante todo, ni el Cristo de los Evangelios, ni el de los demás escritos del Nuevo Testamento, ni lo que dijeron desde su fe en Cristo sus discípulos atañía directamente a ninguna de las reali­dades humanas o terrenas que ya estaban ahí y que ahí iban a seguir, intactas como tales realidades humanas y terrenas, creadas por Dios y sometidas al dominio del hombre. Ni el Reino que Cristo anuncia es de este mundo, ni El ha venido a suplantar a nadie en el dominio del mundo de acá. ¿Por qué habría de cam­biarlo o destruirlo? El Cristo que se extasiaba ante la naturaleza, hasta sacar materia de la misma para sus parábolas y su predica­ción, el que se extasiaba ante los niños, el que hacía igualmente tema de su predicación los oficios humanos, todo lo dejó intacto. Cuando, incidentalmente, tenga que enfrentarse con problemas de este mundo, lo hará para devolverle su pleno sentido y su pu­reza primigenia. Así, en el caso del matrimonio, lo que quiere de­cir es que sigue ahí como algo que merece el máximo respeto a Cristo. Cuando manda dar al César lo que es del César, no lo hace buscando una escapatoria, sino porque el César, es decir, el poder y el orden político están ahí, con sus normas internas de fidelidad y servicio al hombre. Cuando se encuentre con manda­tarios políticos o religiosos, honestos en su tarea humana, hasta ellos hará llegar Cristo su benevolencia.

Si algo condena de este mundo —al que respeta como obra del Padre— es sólo en la medida en que el pecado lo ha torcido y contrahecho: los avaros, los adoradores del dinero, los engreídos con su profesión, los adúlteros, los destructores de la obra del matrimonio.

Cristo, en principio, a nadie saca de su profesión. Si sacó a Pedro y a sus compañeros de entre las redes, es por excepción

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y por exigencias especiales de servicio a su Reino. Bien está re­saltar la excepción. Pero ¿por qué no resaltar también que dejó en el mar a todos los demás pescadores de Galilea —llamados igualmente a su Reino— a quienes tantas veces miraría con ojos de complacencia y compasión, por la dureza de su trabajo? A na­die saca, en principio, sino por excepción, de su matrimonio y de su familia. Si pide renuncias es sólo cuando está en peligro la fi­delidad a Dios o cuando así lo reclaman las nuevas exigencias de fidelidad del Reino. Entonces, sí: hay que dejar padre y madre, hermanos y hermanas, hacienda, y hasta la vida, las manos, los ojos.

Es también cierto que, sin cortar ninguno de los vínculos na­turales de un orden y de un mundo humano, abrirá otras posibi­lidades, que también serán posibilidades humanas, desde la acep­tación del Reino. Como lo hizo El. Se abrirá camino a la virgini­dad no en contra del matrimonio, sino desde la misma raíz del amor llevado a sus últimas consecuencias desde una especial vi­vencia del Reino, que no niega ni anula el orden humano del amor, también dentro del Reino. Abrirá camino a la pobreza, no contra una legítima posesión de bienes, sino como actitud exis-tencial de servicio y visibilización de los bienes del Reino. Abrirá camino al seguimiento particular bajo su dirección y su mandato, no contra la libertad humana, sino como una nueva manera de cumplir la voluntad del Padre, como la cumplió El, sin por eso dejar de ser perfectos hombres, como lo fue El también.

En resumen:

— Cristo no viene a destruir nada, sino a edificar sobre lo ya hecho, o mejor, a crear una nueva dimensión en lo ya existente. Todo ello nos servirá —repito— para entender la vida religiosa dentro de la totalidad del anuncio del Reino, así como para en­tender desde él la vida humana asumida y orientada por Cristo sin dejar de ser humana; y para entender la vida cristiana en el mundo. Como también para dar razón del sentido último de la llamada al ministerio del Reino o al sacerdocio.

—Los Apóstoles, tal como aparece en los Hechos y en las Cartas, tampoco se detienen a explicarnos las realidades de acá, que respetan, aceptan y aman, entregándose al trabajo y acogién­dolo todo, aun cuando todo debe vivirse «en el Señor», precisa­mente porque puede vivirse en el Señor todo cuanto era y sigue siendo vida humana.

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—- Los primeros cristianos viven como los demás: la misma vida familiar, los mismos oficios, las mismas realidades naturales. Y creen en el Señor Jesús. Y, aunque esta fe en Jesús, y sobre todo la espera de su segunda venida, parezca en ocasiones hacer­les volver la espalda a las realidades humanas, pronto la doctrina de los mismos Apóstoles les hará aceptar con realismo la unión entre su vida de aquí y su fe en el Señor, incluida su segunda venida. Reducido a esquema, y aun a costa de resultar un tanto reiterativo, he aquí más explícito todo el pensamiento:

a) Ni los evangelizadores del Reino se desentienden de quie­nes viven en este mundo.

b) Ni los cristianos se sienten obligados a dejar su vida o su profesión.

c) Sin embargo, hay una fascinación por el SEÑOR y una fuerza del Espíritu que les hace vivir entre dos mundos. Si en ocasiones se acentúa fuertemente la otra dimen­sión, nunca se hace negando la dimensión temporal del vivir humano de los cristianos.

d) En Lucas, con conciencia más histórica, se unen el acon­tecimiento «Cristo» y las tareas en el tiempo. La comu­nidad cristiana vive entre dos polos: el presente huma­no, aunque condicionado por la fe en Cristo, y el nuevo acontecimiento en Cristo, condicionando el presente.

e) No hay que buscar en aquella comunidad cristiana una vida religiosa al estilo de hoy. Sino un movimiento pen­dular entre el ahora cristiano y el definitivo ser en Cristo.

f) Al mismo tiempo se tiene conciencia de cómo todo lo que antes pudo tener características de algo «definitivo» es ahora algo «provisional» y «condicionado». Mas no por eso pierde valor, sino que incluso lo gana. No pier­den, sino ganan valor:

— el amor y el matrimonio de este siglo, junto y frente al amor pleno del Señor en el otro siglo;

— el mundo, la felicidad, la riqueza y el poder humano, junto y frente a los bienes eternos ganados por Cristo;

— la soberanía temporal, junto v frente al señorío de Cristo sobre todo lo de acá y lo de allá;

— la conciencia del tiempo, junto y frente al eterno pre­sente.

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Toda la comunidad cristiana vive dentro de este movimiento pendular, sin que ninguno de los dos polos límites del movimien­to suponga una negación del otro, sino más bien una afirmación:

— Quienes eligen la virginidad lo hacen desde la afirmación del amor por el Señor, no por negación del matrimonio.

— Quienes se siguen casando no niegan el amor apasionado por el Señor.

— Quienes entregan los bienes a la comunidad lo hacen des­de la fe en bienes más altos y para atender materialmente a los hermanos.

— Quienes conservan sus bienes saben que son provisionales y que deben servir para ganar los eternos.

Unos acentúan la venida del Reino de los cielos como pro­yecto de vida suya personal. Otros siguen viviendo en el tiempo y comprometidos en el mundo, aunque saben que algo radical­mente nuevo ha acaecido. Radicalmente nuevo, pero no destruc­tor, sino elevador. Todos viven desde la fe en el Señor. Y es que se trata del Reino de Dios venido a la tierra.

Reino y tierra no sólo coexisten paralelos, sino coimplicados, hasta ser una doble dimensión del hombre, fiel a los dos: al Reino y a la tierra.

Cada hombre puede, sin embargo, adoptar un tipo de exis­tencia humano-cristiana, como proyecto de vida desde la encarna­ción terrena o desde el Reino descendido. Y puede vivirse el proyecto de vida cristiana o bien desde el Reino de Dios en tanto Reino de Dios, o bien desde ese mismo Reino en tanto Reino de Dios en el tiempo de la Iglesia, que es el tiempo del hombre.

La vida religiosa, concretamente, es por naturaleza la asun­ción del proyecto de vida humana en tanto proyecto de vida del Reino de los cielos, con las características que tendrá cuando sea ya sólo Reino de los cielos y se viva un amor que no necesita bipolarizarse ni encarnarse, porque todos seremos ya hijos de la resurrección; y se viva ricos de los bienes del Padre, porque ya no habrá más hambre ni sed que saciar, ni necesidad material que colmar; y cuando ya no haya necesidad de proyectar hacia un fu­turo incierto una vida que tiene que crear el hombre cada ma­ñana, porque sólo quedará el querer de Dios en todos, después

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de habernos Cristo entregado a la voluntad del Padre. Todo lo cual no significa que la vida religiosa constituya una realidad pa­ralela, menos aún una realidad ajena, a la realidad humana, como se desprende de lo dicho y como veremos más explícitamente a su tiempo.

Y después de este análisis, no estará de más que cerremos el capítulo con una síntesis.

4. Síntesis

a) El Reino de Dios en la historia integra un doble con­tenido:

— la realidad nueva y graciosa traída por Cristo,

— pero encarnada y visible en el tiempo, en la historia.

b) Ello da un sentido de ambivalencia a la vida de todo cristiano:

— no puede haber cristiano que viva la historia como si Cristo no hubiera aportado a la misma una realidad nueva;

— ni puede haber religioso que viva de tal manera la novedad, que se instale fuera del tiempo;

-— no cabe un mundanismo puro de los laicos;

— ni un angelismo puro de los religiosos.

c) La entrada de Cristo en la historia humana para salvarla supone dos cosas:

— la persistencia del orden de la creación, tal como ésta fue querida por Dios, en sus líneas fundamentales;

— la novedad salvadora de Cristo y en Cristo, hecha realidad histórica.

d) La novedad graciosa en Cristo puede y debe ser motivo determinante de actitudes distintas de las que se hubie­ran dado sin El:

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— el matrimonio —orden de la creación— sigue en vigor; pero ahora puede y debe ser vivido en el Señor;

— el celibato, como simple realidad antropológica —o «estado de una persona que ha elegido mantenerse disponible en el plano profesional y de las relaciones, incluida la relación con Dios»— sigue siendo una realidad plenamente humana, pero que pue­de ser también asumida y vivida en el Señor y por el Reino. Dentro del celibato antropológico quedan abiertas dos posi­bilidades :

— la de mantener esa plena disponibilidad en el plano de las relaciones;

— la de mantenerla precisamente por Cristo y por el Reino.

El hecho de que Cristo —-hombre verdadero y pleno, y no a medias—- haya vivido en concreto existencialmente virgen, supone que vivió así, no como una negación, sino como una afirmación humana de disponibilidad concreta. Vivió humanamente así por el Reino, abriendo para otros la posibilidad de vivir y de comprometerse, a semejanza de El, por el Reino.

e) La virginidad evangélica no es ya simple celibato antro­pológico. Es eso, pero lleno de la novedad que Cristo le da, haciendo que se viva por el Reino y por las nuevas relaciones que con él se han abierto. Como el matrimonio es realidad antropológica, pero que, en el cristiano, pasa a ser realidad teológica al ser vivido en el Señor.

/ ) No hay, por tanto, simple encarnación matrimonial, fren­te a pura desencarnación virginal. No hay pura encarna­ción, frente a pura trascendencia:

— se vive el matrimonio humanamente, pero desde la novedad posibilitada por Cristo;

— se vive la virginidad desde la novedad traída por Cristo, pero viviéndola humanamente, aunque con renuncia a una serie concreta de relaciones. Como vive el matrimonio también unas relaciones concretas con renuncia necesaria a otras muchas.

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g) Se vive así la ambivalencia del Reino como ambivalen­cia que persiste en toda vida cristiana, sólo que desde distintas dimensiones, según lo expuesto'.

1 Tal vez hubiera que comenzar cambiando muchas ideas sobre el matri­monio y el celibato, aceptadas demasiado apriorísticamente y sin justifica­ción. No es verdad que el matrimonio sea, sin más, el estado normal de los hombres. Es una concreta vocación de muchos, que supone un concreto compromiso entre dos personas y que comporta, como consecuencia, renun­ciar a otras muchas disponibilidades, que también serían humanas y nor­males.

A su vez el celibato no es la simple condición del no casado, sino —en definición positiva del mismo— el estado de una persona que ha elegido una disponibilidad de relaciones, incluida la religiosa; o .—en el caso de la virginidad cristiana— la disponibilidad de relaciones que asumiera huma­namente Cristo para servicio del Reino.

Chauchard, que ha situado acertadamente el tema, se pregunta: «¿Desde qué edad se es célibe? Es imposible responder con exactitud. Porque, de hecho, todos nacemos célibes y continuamos siéndolo hasta el momento de un eventual matrimonio. Tenemos, por tanto, en primer lugar, que equili­brarnos en el celibato y no esperar angustiosamente a que el matrimonio nos saque del desequilibrio. El que es equilibrado en el celibato es el que puede permanecer en él toda la vida —mucho más si es su vocación cris­tiana—. Pero es también él, por este mismo hecho, el que es apto para el matrimonio, si es esa su vocación y encuentra la hipotética alma gemela.

Las dos son dimensiones humanas y cristianas. Ambas se viven —o deben vivirse— desde la ambivalencia del Reino, siéndole las dos necesarias, sin que ninguna de ellas deje de ser realidad humana y al mismo tiempo mis­terio de salvación en Cristo» (cf CHAUCHARD, Celibato y equilibrio psicofí-sico, en Sacerdocio y celibato, BAC, Madrid, 1971, 502).

Convendrá tener todo esto muy en cuenta para cuando estudiemos la teología de la virginidad al criticar, concretamente, la interpretación que Rahner da a su Teología de la Renuncia y del sin-sentido humano de los consejos evangélicos, significativos y con sentido trascendente, en cuanto carentes de sentido humano.

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CAPITULO II

CRISTO, INSTAURADOR DEL REINO, COMO «HECHO DE VIDA»

Estudiado el Reino de Dios desde la predicación de Jesús, voy a estudiarlo ahora desde la vida misma de Cristo. O, si se quiere, desde Cristo como «Hecho de vida personal, existencial y huma­namente peculiar».

Y es que, como ha dicho el Concilio, «el Reino de Dios se manifiesta sobre todo en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino a servir y a dar su vida por la re­dención de muchos» (LG 5).

Efectivamente, Cristo, al hacerse hombre, asume un concreto modo humano de vida para servir a los hombres su condición de Hijo de Dios que nos hace también a nosotros hijos de Dios, he­rederos de su gloria.

Significa que Cristo realizará su misión instauradora del Reino viviendo existencial y humanamente un peculiar modo de existen­cia, para que, siendo Hijo del hombre, los hombres todos fuéra­mos hijos de Dios, y lo fuéramos precisamente por ese mismo modo de existencia humana. Pero sin que nosotros tuviéramos necesariamente que adoptar el mismo modo existencial de vida que El asumió, aunque abriendo e inaugurando en sí mismo una posibilidad de existencia humana semejante a la suya. Los hom­bres podrían seguir viviendo como hijos de los hombres, aun sien­do ya hijos de Dios. Sin embargo, su modo de existencia humana será el inicio de un modo de vivir que El prolongará en la Iglesia, como una permanente presencia vísíbílízadora de su mismo vivir.

Independientemente, pues, de la captación de la doctrina de Jesús sobre el Reino, nos encontramos, así, con algo más decisivo

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todavía: con el acontecimiento mismo de ese a quien llamamos Cristo. Y más en particular aún, con la importancia decisiva de su Pascua. Una Pascua que no afecta solamente a Cristo, sino que aparece como algo que es ya acontecimiento nuestro. Y que, por serlo, nos obliga a contar con la proyección de nuestra vida desde su Pascua, en un sentido y una dirección misional incidente sobre el mundo y sobre la humanidad.

Nos enfrentamos, pues, con la visión de Cristo mismo, en tanto constituye el fundamental «hecho de vida» del que depende todo el vivir cristiano en la Iglesia y el vivir de cuantos somos Iglesia. «Hecho de vida» que ofrece dos perspectivas fundamentales y complementarias:

a) Cristo como «Hecho de vida desde el acontecimiento Pas­cual y Misional o incarnatario» ': «Hecho de vida en sí mismo» y «Hecho de vida para nosotros».

b) Cristo como «Hecho de vida» desde su concreta dimen­sión de existencia humano-divina al servicio del Reino.

1. Acontecimiento pascual o «Hecho de vida de Cristo en su Pascua»

Por polo de aconecimiento pascual entiende el mencionado Tillard el «hecho» o intervención trascendente de Dios, sobre el que se construye el misterio de Jesús y el de su Iglesia. Reino de Dios e Iglesia no son absolutamente idénticos. Los dones esca-tológicos, aunque poseídos en anticipo, no han logrado aún su consumación. Por lo que esa identificación entre la Iglesia y el Reino la vivimos sólo en la esperanza. Sin embargo, en Cristo ha acontecido algo, en virtud de lo cual el Reino, cuya plenitud es­peramos, ha entrado ya en el destino humano. Por eso vivimos la tensión entre el ya sí y el todavía no.

En efecto, el Reino ha llegado ya a nosotros, al menos en cuanto a sus valores interiores, y por Cristo poseemos ya, no sólo las promesas, sino las «primicias» y las arras del Espíritu. La

1 Es Tillard quien ha caracterizado de una manera profunda estas dos dimensiones del «hecho de vida» de Jesús, que él llama «polo pascual» y «polo misional». Cf. TILLARD, Théologie de la vie consacrée. Apuntes de clase. Louvain, 1969, 1-4.

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Resurrección de Jesús era el preludio o inicio de la emisión del Espíritu, con la que Cristo ha alcanzado al hombre para ofrecerle lo que éste no podía alcanzar por sí solo, ni mediante las energías todas de la creación.

Tal «hecho de vida» es, en sentido riguroso, un «hecho de Dios», un acontecimiento cuya responsabilidad primera y cuyo último efecto sólo a Dios se deben. A esto llamamos interven­ción trascendente de Dios. Pero será menester explicitar lo que aquí se encierra.

Jesús, hombre-Dios, realiza en la experiencia humana de su existencia la presencia entre nosotros de la gracia de la salud. El hombre Jesús —que es personalmente Dios— vive desde la En-

' carnación «kenótica», es decir, desde la kénosis existencial de su vida, desde su desarraigo existencial, desde su pobreza existencial, desde su amor desarraigado a todos los hombres pecadores; y vive, finalmente, desde su kénosis consumada en el fracaso hu­mano de su muerte, todas las defecciones y abandonos humanos, para vivir existencialmente en lo humano la situación de una humanidad disponible para Dios, entregada al Padre, obediente a El hasta la muerte y hecha pura ofrenda y puro culto desde la devoción filial de su Humanidad. Frente a la rebeldía humana y al alejamiento humano de Dios, Jesús vive existencialmente mu­riendo a la instalación pecaminosa del hombre.

Este vivir su kénosis humana existencial desde su ser perso-1 nalmente Dios supone la trascendencia plena —por divina— de

la experiencia humana de Cristo, quien con su Humanidad —que desde la Encarnación hasta el Calvario ha sido una humanidad de Dios y para Dios— ha quedado así constituido como radical «he­cho de vida» para la humanidad. Para fijar la posibilidad de que, por el hombre Jesús, todo hombre pueda ser nueva humanidad para Dios, liberado ya de la instalación radical pecaminosa y ale­jada de Dios.

Pablo ha comprendido, por experiencia bautismal, que el «he­cho de vida» que es la Humanidad kenótica de Cristo —de la Encarnación a la Muerte— ha pasado a ser «hecho de vida» en él y en todos cuantos han sido bautizados en la muerte de Cristo. La situación kenótica de Cristo se ha hecho situación pascual, portadora de la presencia en nosotros de la primera dimensión del Reino: liberados de su muerte, ya no pertenecemos al ámbito de

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la muerte, abriéndosenos en El la acogida que el Padre hizo a sa Hijo muerto, con la Resurrección, para una vida nueva: la suya de Hijo y heredero de toda la vida y todos los bienes del Padre. Porque Cristo ha resucitado para ser resucitador o principio de resurrección en todos.

Vivos desde el Cristo resucitado por el Padre, vivimos ya en su vida, todavía en primicias, pero en las arras de un Espíritu ya poseído; y, consiguientemente, con la seguridad plena de una es­peranza de ser consumados con la consumación glorificada de Cristo, para ser partícipes con El y herederos, desde El, de todos los bienes del Padre. Irrevocablemente, porque Cristo mismo es la escritura de nuestra herencia. Y Cristo ya es poseído, aunque no se haya todavía manifestado totalmente como es. Y vivimos precisamente para que se manifieste claramente.

Toda existencia cristiana queda, así, marcada por este «polo pascual», convertido en «hecho de vida» por el que ya somos hi­jos de Dios, flechados hacia la glorificación que esperamos.

Dicho acontecimiento o «hecho de vida pascual» es esencial­mente, como observa Tillard, un polo bautismal. Es la libre y amorosa intervención de Dios en Cristo, que:

— nos es propuesta en la predicación de la fe y aceptada en la fe en la palabra; y cuya presencia es sellada en el bautismo. Realidad pas­cual bautismal reavivada constantemente por la Eucaris­tía, por la que poseemos no sólo el cuerpo y sangre del Señor glorioso, sino también la re-presentación, la anam­nesis-realización del «hecho de vida» de su Pascua. En Ja Eucaristía el Señor vive con la asamblea de sus santos, en el Espíritu Santo, el Misterio pleno de su Pascua. Y pre­figura eficazmente el banquete consumado del cielo.

2. El «hecho de vida Cristo», como «polo misional» y de Encarnación

nsto, como hecho pascual de vida que nos marca para la onsurnación final celeste, ha venido, sin embargo, sobre los hom-

h CSK e S t C m u n d ° y dentro de este mundo, siendo El además more perfecto que asumió todo lo humano. Su kénosis existen-

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cial humana no implica más negación radical que la del pecado en su carne. Y asumió todo lo humano, para hacerlo receptor y des­tinatario del Reino de Dios, que irrumpía desde arriba.

Acontecimiento pascual, tiempo humano e Iglesia. El Reino de Dios, hecho realidad de salvación en la Pascua de Cristo, tiene que ser acontecimiento salvador para los hombres del tiempo y en el tiempo. Debe encarnarse en ellos. Y la Iglesia debe ir en­carnando en el tiempo humano y en las realidades humanas la to­talidad del misterio. Por eso es portadora de un dinamismo de otro orden nuevo: dinamismo misional o incarnatorio. Cristo, des­de su Encarnación hasta la Pascua, es, a la vez, impacto descen­dente del poder trascendente de Dios y punto de arranque de un nuevo dinamismo. La salvación de Dios en Cristo debe penetrar al hombre todo y a todos los hombres, abarcando a la humanidad, desde su origen hasta el final de su historia, y llegando a todas las estructuras del mundo en que vive el hombre como respon­sable del orden mundano y aun de la historia toda, que será a la vez historia humana e historia de salvación en Cristo. Siendo «he­cho de vida» en un ya presente, que espera y tiende a una consu­mación y un ya definitivo, Cristo trae consigo para los hombres una tensión hacia esa consumación; pero una tensión que compro­mete al hombre todo en su realización intramundana al servicio de ese acabamiento final del Reino que crece aquí y desde aquí para la vida eterna. En su misma Pascua ha sido Cristo constituido Señor de la creación, de la historia, sin cambiarles la responsabi­lidad humana, aunque sí alargándola hasta una trascendencia más allá de la historia.

Aunque no se haya de consumar aquí, el Reino de Dios se instaura y crece en este mundo. A los hombres para los que vino Cristo no les espera únicamente un destino que está más allá. Es el mismo Reino el que exige la búsqueda cotidiana de una vida verdaderamente humana, que permita a los hombres realizar su vocación y la vocación de la creación entera en la justicia, la ver­dad y la paz, en la promoción de todos los valores humanos, in-tramundanos e inmanentes, como sustrato único de la gracia tras­cendente de Dios. Y es que Cristo, con su Pascua, no vino a dar por terminado el mundo, sino a sembrarse en él, para hacer cre­cer ahí su Reino por medio de los hombres mismos, como porta­dores y dadores de su Pascua, desde su propio vivir humano, to­mado por el mismo Cristo. A los cristianos incumbe, desde la Pascua del Señor hecha suya —y hasta que llegue el fin para el

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hombre y para el mundo—, hacer que dicha Pascua fecunde des­de dentro todo cuanto debe cumplirse en el mundo de los hom­bres sobre el que ejerce El su poder y señorío.

No se trata, pues, ni de sustituir las obras y tareas de los hombres en su mundo humano por otros quehaceres distintos, deshumanizados o supramundanos, ni de añadir algo extraño. Se trata de cumplir toda su vocación terrena, pero desde la Encar­nación y desde la Pascua, siendo hombres, pero como prolonga­ción de este descenso encarnatorio y siendo Pascua misional o in­serta en las tareas todas del hombre: Pascua enviada al mundo y por quienes somos de Cristo.

Junto al momento trascendente de la Pascua —por el que Dios ha descendido salvadoramente sobre los hombres— hay un momento de inmanencia en los hombres mismos —asumidos por dicha Pascua— para realizar toda su vocación terrena desde el Señor y para el Señor.

Como decíamos en el capítulo anterior, con su implantación del Reino en el mundo, Cristo ni sacó al hombre de sus tareas y oficios, ni suplantó el reino de la tierra. Lo trascendente de la gracia, que triunfa en Cristo, no triunfa destruyendo, sino ele­vando la tarea humana a la más alta proyección. Este dinamismo intramundano es tan evangélico como el elemento trascendente. Pascua y Encarnación pascual y misional son los dos dinamismos convergentes —no antagónicos— de la creación y del crecimiento del Reino en el tiempo. La gloria y el Reino consumado, en que se aunan ya sintéticamente los dos polos, vendrán al fin, cuando lleguen los tiempos nuevos, con los nuevos cielos y la nueva tierra.

También este polo misional —intramundano, o de una Pascua que crece en el tiempo y al compás de la historia humana— es plenamente bautismal, ya que el bautizado en Cristo lo es para que viva y crezca en este mundo que él mismo va construyendo un poco cada día. Sin dicho polo misional, intramundano, el Reino que Cristo predicó e implantó y mandó predicar e implan­tar, hasta el final de los tiempos, sería imposible.

Ya hemos dicho cómo la Pascua de Cristo, en tanto kénosis existencial, fue únicamente negadora de lo que en el hombre no era humano: el pecado. Hombre pleno y verdadero, todos los va-

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lores humanos son suyos; y los valores humanos de todos los hombres están ahí como materia receptora de una encarnación pro­longada, que se realiza al hacerse presencia la Pascua del Señor en todo hombre que nace a este mundo y que lleva la Pascua del Señor desde el bautismo al despliegue total de la vida humana. El bautismo pone en marcha inmanente el mundo. O, si se quiere, pone en marcha la Pascua trascendente, para que un día —al final de la vida de cada hombre, y sobre todo al final de la historia de la humanidad— toda la inmanencia intrahumana sea trascendida por la Pascua en su consumación gloriosa, glorificada y glorifica-dora 2.

3. Pascua y misión, inmanencia y trascendencia, dos vertientes de la existencia Cristian!]

Si el misterio constituido por el «hecho de vida», que es Cris­to, se desarrolla entre estos dos polos: el pascual celeste y tras­cendente y el misional inmanente, aparece la posibilidad de modos de implantación cristiana de tal «hecho de vida» bajo distintos aspectos: desde la Pascua trascendente y desde la encarnación inmanente.

Y ya por aquí, desde una profundización teológica, será po­sible definir proyectos de existencia cristiana fundamentales des­de un punto de vista vital: la vida religiosa y la vida laical. Aun­que habrá que analizar de manera convincente cómo deban carac­terizarse ambos proyectos de vida, para que no aparezcan anta­gónicos, ni siquiera separables. Pero sí realizables desde la pro­yección humana existencial del hombre, o mejor, de cada hombre. Incluso habrá que verlos implicados y convergentes, de tal forma que sean proyectos complementarios que mutuamente se ayudan en su respectiva realización. En el capítulo siguiente diremos ya algo sobre el particular.

4. Inmanencia y trascendencia, Pascua escatológica y encarnación intramundana en Rahner

Interesa recoger el pensamiento de Rahner, además del de Tillard. Aunque no se le pueda suscribir sino con notables reser­vas. Desde la Encarnación, todo acto religioso humano posee una

2 Para todo este apartado, cf. TILLARD, loe. cit., así como El proyecto de vida de los religiosos. Instituto Teológico de Vida Religiosa. Madrid, 1975.

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estructura incarnatoria, intramundana, pues pasa por la humani­dad asumida en Cristo, en quien todo lo creado halla consuma­ción. Mas, por otra parte, la misma Encarnación representa en la historia de la salvación un «hecho culminante, irrevocable y de­finitivo»: en Cristo comienza la escatología y en El se manifiesta la trascendencia de Dios. El hombre cristiano —y su tarea, su amor, etc.— tiene que ser a la vez cósmico y escatológico, intra-mundano y trascendente. La Iglesia •—y en su tarea los que so­mos Iglesia— es la presencia de la gracia salvadora de Cristo en el mundo y para el mundo, y debe manifestar tanto el carácter cósmico como el carácter trascendente de la gracia de Cristo.

Mientras la vida del cristiano, desde su bautismo y en su pro­yección sobre el mundo, manifiesta la dimensión cósmica, misio­nal o incarnatoria de la gracia de Cristo, los consejos evangélicos manifiestan la trascendencia escatológica de esa misma gracia de Cristo.

¿Cómo será posible realizar dos proyectos de vida que reve­lan cada cual desde su inserción humana los dos polos insepara­bles de nuestro ser en Cristo? ¿Podrá haber proyectos de vida —y de vida organizada y sistemática— que se afirmen sobre un polo de manera permanente sin traicionar al otro?

Desde nuestra reflexión hasta este momento, ¿se podría con­cluir que puede haber una vida asentada sobre lo que hemos llamado «polo pascual», caracterizada por el arrebato y fascina­ción ejercida por Cristo desde la tensión escatológica, dominada por las exigencias últimas de espera de la consumación del Reino?

¿Puede concluirse una posibilidad de vida cristiana desde el «polo incarnatorio y misional» de la Iglesia, que se hace en el mundo y por el mundo, asumiendo, como Cristo, todas las reali­dades intramundanas?

Así, la vida cristiana seglar manifestaría la dimensión cósmica de la encarnación y de una gracia que es vida de Dios, pero vida en Dios que tiene que ser vivida sobre la pauta dei vivir humano intramundano.

Y la vida religiosa manifestaría la trascendencia escatológica de esta gracia, testimoniando la dimensión del amor divino que trasciende escatológicamente el mundo 3.

3 Cf RAHNER, K., Escritos de Teología, I I I . Madrid, 1961, 73-101.

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5. De la encarnación y pascua de Cristo a la encarnación y pascua de la Iglesia

La Iglesia está construida sobre la misma estructura del mis­terio pleno de Cristo, sobre los polos pascual y misional-incarna-torio, sin que se pueda ni se deba establecer preferencia sobre ninguno de ellos. La Iglesia

a) es la comunidad de quienes reciben en fe, alabanza y ac­ción de gracias, la gracia trascendente de Dios, viendo en ella el único valor absoluto del Reino, valor absoluto que será el único que trascienda lo contingente de la in­serción temporal y fluctuante a que ahora está sometida, porque todavía no vive en la gloria del Señor;

b) pero, al mismo tiempo, se sabe enviada al mundo y has­ta el final de los tiempos. Por muy contingentes que sean el mundo y los siglos de su peregrinar, y por muy contingente que sea el hombre o los hombres a quienes está siendo enviada, sabe que ésa es misión recibida de Cristo de manera insoslayable. Y la acepta y vive en toda la tensión, con todas las incertidumbres y contingencias, afirmada únicamente en la fe, el amor y la esperanza en el Señor;

c) por una parte, se goza en la gracia que ha recibido, v contempla gozosa la potencia extramundana de Dios en Cristo Señor;

d) por otra parte, sabe que debe abrirse a la comunicación de esa gracia a los hombres, y que tiene que ir creando su Reino, interiorizándolo progresivamente en el mundo.

Inmanencia incarnatoria y trascendencia pascual configuran, pues, el misterio de la Iglesia en su totalidad. Pero se podrá pre­guntar: lo que es constitutivo pleno de la Iglesia, ¿deberá reali­zarse de manera idéntica y única en cada cristiano? Desde luego, la Iglesia no es una entidad abstracta. La Iglesia existe en sus miembros. Desde un punto de vista de ultimidad teológica, hay que afirmar que en todo cristiano tiene que realizarse el polo pas­cual y el polo misional. En Cristo y desde El, todos somos una nueva creatura. Hay una unidad de fe, de amor y de esperanza. Y una herencia para todos en el Reino consumado. Todo cristiano vive en la fe en el Señor; ha muerto con Cristo en el bautismo;

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ha entrado en el ámbito de la vida del resucitado en, nosotros; y aspira a ser glorificado en el Señor. Ha entrado y vive el polo pascual del Reino, sometido a la tensión escatológica inevitable.

Pero no por, ello se puede desentender de la dimensión incar-natoria y misional.

A su vez, todo cristiano sólo puede hacer realidad lo dicho viviendo plenamente la provisionalidad de lo temporal, desde el polo fijo de su implantación en la gracia trascendente.

Esto quiere decir que no puede haber auténtica existencia cris­tiana como existencia dividida o unilateral, que afirmara un polo de manera que tal afirmación implicara prescindir del otro.

6. Plano de posible preval encía, en el propio proyecto de vida, del polo pascual

o del polo misional incarnatorio

Sólo en el caso de que el asumir un tipo de existencia cris­tiana —en que se afirme como proyecto de vida uno u otro polo— se haga precisamente para servir mejor al otro polo de vida, sería justificable una elección selectiva. Es decir: sólo tiene sentido una asimilación del polo pascual de la gracia desde su trascen­dencia, cuando con esta elección se busque valorar y dar todo su sentido al proyecto de vida de quienes se decidan por el polo in­carnatorio y misional. Precisamente para ponerles claramente ante los ojos la otra dimensión, a fin de que no pierdan el camino hacia la trascendencia quienes tienen que vivir dedicados de por vida a la inmanencia. Concretamente: la virginidad o la pobreza por el Reino, como afirmación y en espera de los bienes eternos, o como propio proyecto de vida, sólo tiene sentido cuando se vive en la Iglesia para hacer presentes esos bienes eternos a quie­nes laboran por el desarrollo de los valores Ultramundanos y ayu­darles a ser fieles a aquellos en el desvivirse por éstos.

Y, a su vez, quienes hacen proyecto personal de vida la pro­yección o polo incarnatorio para penetrar desde Cristo en el mundo, deben hacerlo para recordar a los demás la necesidad de considerar la Pascua del Señor como algo que se realiza en el

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tiempo y entre los hombres que cabalgan entre las vicisitudes de la historia.

En este sentido, podemos afirmar con Tillard: en todo cris­tiano se encuentran ambos dinamismos, pero según un equilibrio especial, nacido de vocaciones personales que no niegan las de­más vocaciones, sino que las afirman y valorizan.

Desde esta visión, la vida religiosa, ¿queda fijada sobre el eje de la Pascua, condicionada prevalentemente por ella, y más en particular por su último estadio: el Reino en su consumación ce­leste? ¿Y renunciando a todos aquellos elementos incarnatorios que sean renunciables, para hacer más patente la afirmación del Reino de los cielos? Renuncia existencial de valores humanos afirmados como buenos; pero que es posible hacerla, incluso, para servir a dichos valores humanos en aquellos que los asuman como proyecto suyo de vida cristiana.

La interpretación de Rahner y de Tillard no deja de ser va­liosa bajo muchos aspectos. Pero tiene, a mi juicio, el peligro de convertir los dos polos en dos partes separadas, que se unen únicamente en la instancia superior de la Iglesia. De hecho, bas­tantes seguidores de estos teólogos han tropezado en dicho pe­ligro.

Sólo se podría, pues, aceptar tal interpretación cuando am­bas dimensiones aparecieran tan claramente unidas, que la una fuera vivida en función y al servicio de la otra. Es decir, sólo cuando la vida laical, al vivir desde el polo incarnatorio, lo viva para elevarlo hasta ese plano de trascendencia a que Cristo ele­vó cuanto asumiera al encarnarse, adquiere el incarnacionismo de dicha vida laical categoría cristiana.

A su vez, un vivir el polo de la trascendencia, como supues­ta característica de la vida religiosa, solamente tendrá sentido si es vivido para ofrecerlo como una salvación realizada en encar­nación y desde una asunción de las realidades humanas. Como descendió la trascendencia de Cristo para asumir dichas realida­des, encarnándose.

Se trataría, en una palabra, de vivir, en un caso, la trascen­dencia desde la encarnación —que sólo es encarnación cristiana

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si se alarga a la trascendencia— y, en el otro caso, la encarna­ción, necesaria, desde la trascendencia, pero desde una trascen­dencia sin escapismos y sin angelismos.

Vida laical y vida religiosa serán siempre un vivir cristiano, un vivir a Cristo sin dicotomías: un vivir las dos inseparables dimensiones de su obra salvadora. Tendremos ocasión de ir vien­do hasta qué punto se debe dar dicha integración, y hasta qué punto, en ocasiones, los autores la rompen, sea por un exceso de trascendentalismo en Rahner, sea por el latente perfeccionismo que parece vislumbrarse en el radicalismo de Tillard. El eterno pro­blema en juego es siempre el mismo: la dificultad de armonizar con coherencia teológica las relaciones entre naturaleza y gracia, des­de la óptica de la unión, en la unidad de la persona, de las dos naturalezas en Cristo; las relaciones entre un vivir para Dios, viviendo una vida humana, y vivir una vida verdaderamente hu­mana, viviendo plenamente para Dios en Cristo.

Cómo ello sea posible y cómo se puedan configurar los dos modos de existencia cristiana es algo que se irá esclareciendo a lo largo de toda esta obra. Trascendencia la tiene que haber en toda vida cristiana. Como tiene que haber también encarna­ción. Más aún: tiene que haber en cada uno de los dos modos de existencia cristiana plena trascendencia y plena encarnación, siendo modos de vida distintos, que, si tienen sentido dentro de sí, lo tienen sobre todo desde la referencia y la comunicación al otro.

7. Elección de proyectos de vida desde un plano existencial humano

Ahí radica la posibilidad de los distintos proyectos de vida cristiana, en plena fidelidad al Evangelio, e incluso la plena fide­lidad y respeto a los diferentes proyectos de vida:

a) no radica en un plano teológico fundamental, pues uno solo es el bautismo, una misma es la fe y uno mismo es el SEÑOR JESÚS, glorificado y glorificador;

b) radica en el plano existencial humano donde se dan las distintas elecciones, para servir en ello a la totalidad

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del misterio del Reino y a su realización. Naturalmente, también esta elección queda asumida y plenificada por Cristo y por una concreta llamada y una gracia del Se­ñor para realizar por nosotros su Reino. Pero sin olvidar que tan gracia del Señor es la llamada a servir a su Rei­no desde el proyecto de vida religiosa —que renuncia, sin negarlos, a los demás modos humanos existencial-mente posibles—, como la llamada a un modo de exis­tencia humana comprometida en el ahora mundano.

Sólo hay un modo de ser cristiano; pero hay varios modos de existencia humano-cristiana. Y todos esos modos son cristia­nos, y sirven al Reino de Dios en la realización terrena, y hacen crecer el Reino hasta que venga el fin.

Si esto no fuera así, habría que afirmar que sólo la vida laical era humana. Mientras que la vida religiosa era antihuma­na; tal vez, angélica, con un falso y estéril angelismo. Pero, en este caso, habría que preguntarse si esa vida laical, que es huma­na, será también cristiana. Y no está nada claro que para la teo­logía del pasado los laicos fueran cristianos como laicos, y no más bien cristianos, a pesar de laicos.

En consecuencia, habría que preguntar si la vida religiosa no apareció demasiado deshumanizada y falsamente angelizada.

La solución no puede venir por ahí. Polo pascual —muerte, resurrección, glorificación— y polo misional incarnatorio consti­tuyen indisolublemente el ser cristiano de todo bautizado en Cristo.

Todo cristiano debe vivir al servicio pleno de Cristo. Pero su existencia humana tiene diversas posibilidades de realización como proyecto de vida. Posibilidades existenciales que pueden todas ser vividas desde Cristo. No sólo pueden, sino que Cristo —que tomó todo lo humano— quiere tomar todas esas posibilidades humanas para hacer su Reino. Con lo que nada se deshumani­zará. La vida religiosa no es una deshumanización, aunque mu­chas veces la hayamos presentado así. La vida del cristiano en el mundo no es una vida falsamente cristiana. O cristiana a pe­sar de su laicidad. Sino que toda su vida cristiana es incarnato-ria del Reino, y sirve al Reino encarnándolo. Como la vida reli-

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giosa servirá al Reino y a los hombres de la encarnación vivien­do en Cristo una posibilidad de existencia humana desde la esperanza del Reino consumado.

Y no hay duda de que el Espíritu de Cristo, que habita en nosotros, puede hacer comprender a determinados cristianos que el valor único para ellos, en el plano existencial, o como valor de la existencia, son unos valores del Reino. Y, como conse­cuencia, desde esta vocación y desde esta dimensión de fe se quiere que, existencialmente, la vida entera, con las potencias más fundamentales del hombre, gire en torno a la presencia, en su destino de creyente, de los valores del Reino en cuanto tras­cendente.

Se aceptan los valores intramundanos, valores también para el creyente, incluso desde su fe, ya que también éstos quedan bajo el señorío de Cristo y vienen dados como tarea del Reino a los cristianos. Pero, absortos por los bienes eternos y los va­lores definitivos, se pretende vivir, existencialmente, haciendo de esos valores el contenido explícito de su proyecto de vida.

Se limita a lo imprescindible cuanto pueda distraer la aten­ción de este servicio a los valores del Reino. Incluso para que, en la transparencia existencial de su vida entre los hombres —pero al servicio de los valores trascendentes— sus hermanos, los demás cristianos, vivan para el Reino consumado su misma tarea intramundana o temporal incarnatoria4.

De este modo, todo es cristiano y todo es humano. Nada se descristianiza y nada se deshumaniza. Y se salva, así, la unidad del ser cristiano y la pluralidad de los modos existenciales de vida humano-cristiana en el tiempo. Sólo así tendría sentido el abandono de los demás valores. Incluso, sólo desde la totalidad de la Iglesia —que tiene que vivir conjuntamente el polo pas­cual y el polo misional— se puede justificar y explicar la voca­ción y la consiguiente dedicación existencial al servicio de una u otra dimensión del Reino de Dios.

4 Cf TILLARD, Apuntes para los alumnos, 5.

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8. Cristo, en su proyecto de vida humana, como justificante del proyecto

de vida religiosa. Cristo «hecho de vida»

Aun convencido de lo dicho hasta ahora, y aun encontrando valiosas las explicaciones teológicas de Tillard y Rahner, en el fondo queda siempre una cierta vacilación. Vacilación que obe­dece a dos motivos:

a) porque no resulta fácil ver cómo se pueda vivir una vida afirmada sobre la pura trascendencia del Reino, cuando tenemos que vivir en el mundo y también para el mundo;

b) porque, al aceptar el proyecto de vida desde la trascen­dencia, se corre el peligro de negar valor a toda otra vida que se afirme sobre la inmanencia.

J Quién se atrevería a calificar este último peligro de mera­mente utópico, cuando siglos enteros de espiritualidad centrada sobre la «fuga mundi» lo están gritando, y cuando, durante si­glos, los laicos han sido considerados como cristianos de segun­da fila?

Aparte de que tal negación ha servido también para deshu­manizar a los religiosos y separarlos de los demás, hasta llegar a desentenderse éstos demasiado de la suerte de la Iglesia y del mundo. No siempre ha sido así. Pero lo ha sido no pocas veces, y lo ha parecido muchas más.

Claro que, desde nuestro momento actual, existe también el peligro de resaltar de tal manera la dimensión incarnatoria de todo cristiano, que se pierda totalmente de vista la trascendencia del Reino. Y tampoco este peligro es utópico; antes está a la base de gran parte de las crisis de fe sobre Cristo, sobre el des­tino de su vida, sobre su misterio pascual, sobre el sentido de la Iglesia y del ser y hacer de los cristianos, sean religiosos o laicos. Teología de la muerte de Dios, proceso secularizador, di­mensión horizontal de la fraternidad comprometida en el des­arrollo de los hombres y los pueblos: todo ello no es, en el fondo, más que fenómeno de una instalación en el solo «polo incarnatorio».

Lo cual hace más urgente que nunca la afirmación y, sobre todo, la prueba de que es posible, y hasta necesaria; y de que

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históricamente ha existido siempre, a partir de Cristo mismo, un proyecto de vida centrado sobre el polo pascual, no como oposi­ción al polo incarnatorio, sino para ayudar a que este segundo logre todo su sentido.

Y urge demostrar dicha posibilidad, necesidad y existencia, a partir de Cristo mismo. No puede ser otro el punto de partida. Partir de un hecho es siempre más seguro que partir de una teoría. Es el «hecho de vida» del proyecto existencial humano de Cristo el que nos interesa ñr\2Xu2X, ya que tiene, indudable­mente, una relación directa e inmediata con su condición de ins-taurador del Reino. Si todo lo referente a Cristo es cristología y, por tanto, teología, también pertenece a la cristología esta di­mensión antropológica del mismo Cristo.

¿En qué consistió tal proyecto de vida de Cristo? ¿Y por qué esta concreta elección de vida humana, al lado de otras que quedaron para El en pura posibilidad? Así enfocado, el concreto modo de vida de Cristo nos servirá como «hecho de vida» pa­trón y clave para el nuestro de vida religiosa. Con lo que viene a completarse la visión del «hecho de vida pascual».

1. Dimensión básica del modo existencial humano de Cristo

Hombre entre los hombres y con los hombres, incluso hom­bre para los hombres, el vivir humano concreto elegido por Cristo viene, ante todo, configurado por su «kénosis existencial». Esto supone una serie de abandonos y despojamientos, de im­plantaciones vitales, con unas características únicas. Helas aquí:

a) Será el último de los «pobres de Y ave», pobre entre los pobres, pero con una pobreza existencial que no se limita a lo que nosotros solemos entender por pobreza material, aun cuando la incluya. Es su radical pobreza ante el mundo todo, a pesar de ser suyo, por ser personalmente Dios, e incluso por ser descen­diente de David y su esperado sucesor, y a pesar de que hacia El caminaba, en la revelación, la instauración del Reino, conti­nuador del de David, en cuyo trono había de sentarse.

Hombre perfecto, Cristo va a ser el permanentemente des­arraigado de todo, para ser el arraigado a todos en un amor que se dará sin poseer y por pura dádiva amorosa.

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Su pobreza, su kénosis existencial —que inicia en el mo­mento mismo de la Encarnación— seguirá minuto a minuto vivi­da como kénosis psicovital, que se expresa en su nacer pobre y fuera de casa, en su vivir sin más morada que los caminos o la acogida pasajera de la fraternidad de los amigos, etc., para ter­minar en una entrega aparentemente inútil —in-útil— a través de una muerte en el supremo abandono de todo y de todos, hasta del Padre. Aunque luego el Padre le reciba, le resucite y le exalte, precisamente porque se dio hasta la muerte, que fue mucho más que muerte física, pues el hombre-Dios no podía morir sólo así. Es decir, no podía morir con un morir pasivo, sino supremamente activo, hasta dejarse despojar y dar —en donación total de entrega y autodesposeimiento— su vida: totalmente suya en su muerte, pero suya para darla de verdad. «Tengo el poder •de dar mi vida y el poder de recobrarla. Nadie me la quita; soy yo quien la doy» (Jn 10,18).

Así es cómo el «autocentrismo», configurador de toda exis­tencia humana auténtica y que configura de una manera única la existencia de Cristo —el supremamente «autos», por ser perso­nalmente Dios—, viene a desembocar en libérrimo «heterocen-trismo»: vive como Hijo de Dios para el Padre y vive como hijo del hombre para los hombres, pero en dádiva permanente que se consuma en su dar la vida.

Y habría que acentuarlo expresamente: esta kénosis de Cris­to (Filip 2,6-8), que ha sido entendida casi siempre desde la ver­tiente de lo divino, prácticamente anonadado al tomar carne hu­mana, se debe entender también —e incluso prevalentemente— desde la kénosis existencial humana. A esto parece apuntar todo el sentido del texto paulino, pues su condición de «siervo», su «humillación obediente», su proyección a la muerte, libre y volun­tariamente afrontada, es lo que da sentido a todo el pasaje. Ké­nosis de pura oblatividad, con olvido total de sí por los otros. Ante ello, nada cuentan para El la riqueza, el poder, el bienestar, la autonomía.

b) Otra dimensión de su kénosis existencial humana viene definida por su vivir virginal. La virginidad, en Cristo —y desde El en su Madre, para quien tiene el mismo sentido—, no es pura ni preferentemente una realidad biológica, sino personal y teoló­gica. La asume como un proyecto personal de vida abierta, en una apertura oblativa de heterocentrismo total, para el amor uni-

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versal a los hombres todos, sin polarizaciones ni mediaciones afectivas, como las que tienen lugar en el matrimonio, y aun cuando no por eso nieguen dichas mediaciones su proyectividad más allá del mismo matrimonio, cuando éste es verdadero.

Toda mediación humana —que era posible para El, por ser hombre verdadero— ha sido vivida en la kénosis existencial afec­tiva de un amor no birrelacional. Su verdadera dimensión es aquí el amor multirrelacional y sin mediaciones. Y aun siendo tam­bién, en lo humano, hermano nuestro, ese amor multirrelacional no se funda en carne ni en sangre; es un amor que viene a ins­taurar una nueva fraternidad, más allá de la sangre, aunque sin negarla. Esa es la significación de su virginidad.

Cuando Cristo pregunta: «¿Quién es mi madre y mis her­manos?», no lo hace negando su dimensión humana, sino afir­mando su nueva dimensión virginal en el amor universal, base de una implantación afectiva humana multirrelacional, referida a los hombres de todos los siglos: hasta a sus enemigos, hasta a quienes le ignoran, pero que no son por El ignorados, hasta aquellos que están lejanos en el tiempo.

Y lo extraño es que su virginidad crea o abre un paréntesis en el amor humano que arranca de la primera pareja, en el pa­raíso, y se alargará hasta la última pareja de los siglos. Es decir,, que Cristo —confirmando la obra de Dios creador del paraíso, dándole validez para siempre, devolviéndole incluso su natura­leza de cadena indisoluble y hasta convirtiéndolo en vínculo santo como signo de su unión con la humanidad— inaugura en sí mismo un modo existencial de vivir en el amor, sin matrimonio y sin familia fundada en la carne.

No es que esa posibilidad de vivir el amor sin polarización matrimonial no fuera una posibilidad humana antes de El. Por­que si Cristo es virgen, lo es humanamente al asumir como hom­bre una de las maneras posibles de serlo. Lo que sucede es que esa posibilidad es asumida por El en una nueva proyección al servicio, precisamente, del Reino, constituido por una nueva fra­ternidad y unos nuevos vínculos de amor fraterno. Y para signi­ficar cómo también para los casados se abría una esfera última de amor cuando, hijos de la resurrección, entraran a vivir plena­mente la nueva fraternidad y la nueva dimensión de su amor universal.

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La virginidad aparece así, en todo su fondo teológico, más allá de una simple castidad física, de una pura ética integradora de los instintos en la totalidad de la persona, más allá incluso del mismo voto con que puede sellarse, como se hace en la vida religiosa.

c) Una tercera dimensión existencial humana de Cristo es su obediencia, que no es más que el fondo total de su kénosis existencial humana bajo el designio del Padre, a quien se somete Ubérrimamente. De momento, pues, no vamos a entrar en deta­lles. Algo y mucho diremos al analizar la pervivencia del «hecho de vida de Cristo», concretamente, cuando abordemos el tema replanteado de la obediencia religiosa.

2. Unas preguntas y sus respuestas

Después de lo dicho, no dejan de plantearse, lógicas e inci­tantes, dos preguntas, que están pidiendo alguna respuesta:

a) Al vivir existencialmente así, ¿lo hizo Cristo como una mónada aparte o más bien inaugurando en sí un modo de vivir que luego iba a ser reproducido para representar dicho vivir hasta el final de los tiempos?

b) ¿Por qué eligió precisamente ese modo existencial huma­no de vivir?

A la primera responde la historia misma como continuación de Cristo, la historia de su fraternidad, de la comunidad que se congrega en su nombre después de Pentecostés y sigue congre­gada, en su Iglesia, hasta hoy y hasta ese lejano mañana que precederá al fin. Históricamente, su vida, su proyecto existencial humano, se ha continuado durante veinte siglos; y no hay por qué pensar que haya perdido sentido hoy o lo vaya a perder mañana, teniendo además en cuenta que dicho modo existencial de vivir —que representa, en un perpetuado ir haciendo presente aquel su modo de vida— no ha intentado nunca ganar ni quitar valor a los otros modos de vida de quienes también han recibido el Reino y viven en el Reino.

A la segunda pregunta tal vez pueda parecer más difícil darle respuesta. Porque ¿quién puede saber los porqués de Cristo? Pero, como es lógico, tuvo que haber alguna razón. No sería, pues,

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temerario afirmar que vivió existencialmente así para más clara­mente dar sentido a sus palabras —aunque fueran divinas—, que predicaban la venida del Reino —tal como queda ya descrito—, que estaba fundado no en los bienes terrenos, que, aunque bue­nos, pertenecen a este siglo, sino en los eternos o que son del otro siglo. Ál anuncio, pues, de su palabra profética quiere unir la profecía en acción de su vida humana sobre la tierra.

De esta suerte, Cristo queda convertido en «hecho de vida», representado después en la vida religiosa de su Iglesia y para su Iglesia. La vida religiosa será continuadora y representadora —«sacramentalizadora»— del «hecho de vida de Cristo». Y lo será en tanto se hace profecía en acción de los bienes del Reino que, sin negar la temporalidad y secularidad de este mundo, esca­pan esencialmente a las mismas. Sólo desde esta perspectiva al­canzan pleno sentido términos viejos —pero no envejecidos—, como imitación y seguimiento de Cristo, y sentido válido el con­cepto de la «fuga mundi».

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CAPITULO III

LA IGLESIA COMO SACRAMENTALIZADORA DEL «HE­CHO DE VIDA», CRISTO: IGLESIA MISTERIO

No se trata de ofrecer ahora una visión completa de la Ecle-siología, aun cuando toda nuestra exposición sobre la teología de la vida religiosa esté, efectivamente, suponiendo la doctrina sobre la Iglesia.

Pero sí es imprescindible, para situar adecuadamente la vida religiosa, fijar algunos rasgos fundamentales de la Eclesiología, tal y como nos ha sido dada por el Vaticano II. A esto obedece el presente capítulo.

Conocemos ya las características del Reino de Dios, iniciado en Cristo y cumpliéndose ya desde El.

Pues bien, entre el momento de la Pascua de Cristo —que culmina en su exaltación gloriosa junto al Padre— y el de la con­sumación de su segunda venida discurre el tiempo escatológico o hacerse del Reino; es el tiempo de la Iglesia y la Iglesia misma en el tiempo.

Situada entre la Pascua-Pentecostés y la Parusía, la Iglesia es, ante todo, la continuadora de la obra salvífica de Cristo, con­tinuadora de Cristo mismo. Es y aspira a ser el pleroma de Cristo. Y lo es porque:

a) Como Cristo mismo, tiene que anunciar el Reino que El predicó, pero lo tiene que anunciar creyendo y habién­dose decidido previamente por Cristo.

b) Como Cristo, no sólo anuncia el Reino, sino su presencia misma, fundada en la presencia del Señor Jesús, siendo

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ella —la Iglesia— la visibilizadora sacramentalmente de dicha presencia, por los sacramentos, de los que es recep­tora y a la vez realizadora.

c) Poseída por la presencia de Cristo, de la que es visibili­zadora o sacramentalizadora, la Iglesia vive y quiere vivir en el Señor Jesús para ser, en medio de los hombres, sacramento vivo de la presencia salvífica de Cristo entre los hermanos de la comunidad que cree, ama y vive en y para el Señor.

d) Ausente físicamente, glorificado ya junto al Padre, de quien ha recibido la misión de guiar al nuevo pueblo hacia la nueva tierra de promisión, Cristo se continúa en su Iglesia, guiada por su Espíritu y desde el Espíritu hecha guía para cuantos creen y esperan en Cristo y ca­minan en amor hacia El, hasta llegar felizmente a su tér­mino.

1. De una Iglesia jerarcológica a una Iglesia como misterio

El Vaticano II llegó a culminar un lento proceso de madu­ración de la teología de la Iglesia, que se había iniciado con el Vaticano I, pero que no pudo realizarse entonces, por circuns­tancias especiales y de todos conocidas, aparte de que tampoco se llegó entonces a tratar los aspectos más vitales referentes a la Iglesia.

Después del Vaticano I, la Eclesiología de las escuelas siguió siendo una Jerarcología. Pero al margen de los manuales, comen­zó a desarrollarse progresivamente una visión de la Iglesia que debía haber entrado en los grandes temas del Vaticano I. La Escuela de Tubinga, con Móhler al frente de la renovación ecle-siológica, fue desplazando la visión primariamente jerarcológica para situar al fondo mismo de la Iglesia al Espíritu Santo. El es quien, en el seno de la Iglesia, incita a los creyentes a la confe­sión de la verdad y a la vida de comunión en el amor y en el encuentro con Cristo. Sólo a partir del Espíritu de Cristo hay que comprender las formas en que se «corporaliza» su obrar: dogma, culto y organización de la comunión eclesial.

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Y junto a Móhler merece igualmente destacarse la escuela jesuítica de la gregoriana, que había tenido amplia influencia en la preparación del esquema De Ecclesia en el Vaticano I, cuyo primer capítulo llevaba este título: «Ecclesiam esse Corpus Chris-ti Mysticum». Mal recibido el documento por muchos Padres —que lo creían alejado de la eclesiología que les era familiar y que venía siendo tradicional desde Belarmino y Torquemada—, se redactó un segundo esquema, que no pudo ya ser discutido. Con lo que todo siguió igual, al menos en las Escuelas, aunque, al margen de ellas, y como tema más bien de minorías, la nueva perspectiva eclesiológica no dejara de seguir su curso.

Como resultado de una defensa apologética contra determina­dos errores y corrientes —galicanismo, doctrinas regalistas o con-ciliaristas, pseudoespiritualismo de Wiclef y Hus, Reforma anti­institucional y antijerárquica, jansenismo, laicismo y absolutismo del Estado, modernismo intimista—, la Eclesiología de las Es­cuelas era sumamente pobre y limitada al reducirse a la defensa y clarificación de sólo los aspectos «societarios» y de los poderes externamente ejercidos en esta sociedad, sobre todo los del Ro­mano Pontífice, y precisamente desde una concepción de la Iglesia como sociedad, con todos los atributos tomados de la concepción de la sociedad humana, aumentados de valor y de rigor, por tra­tarse de una sociedad sobrenatural'.

La doctrina sobre la Iglesia como «Cuerpo Místico de Cristo» —que figuraba, según hemos dicho, como primer capítulo del esquema De Ecclesia, del Vaticano I— fue tomando consisten­cia y progresiva clarificación, no sin los consiguientes recelos por parte de los teólogos de Escuela, hasta culminar en la encí­clica «Mystici Corporis», de Pío XII, cuya influencia fue deci­siva. Tampoco ahora faltaron quienes vieran aquí un peligro para salvar los elementos externos y societarios de la Iglesia, aunque la encíclica afirmara categóricamente que Cuerpo Místico e Igle­sia católica romana coincidían.

Si no un final, sí fue un inicio de la nueva eclesiología, que, al superar su pura dimensión externa o societaria y al situar

1 Es notable una frase famosa de Belarmino para entender esta visión casi únicamente societaria, y societaria externa de la Iglesia: «La Iglesia es una comunidad de hombres tan visible y palpable como la comunidad del pueblo romano, o del reino de Francia o de la república de Venecia» (BELARMINO, R., Controversia, libro III, De Ecclesia militante, c. 2).

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a Cristo en el primer plano, abría caminos a una visión de la Iglesia como misterio y, más tarde, como Pueblo de Dios.

Esta visión de la Iglesia como misterio, como sacramento de salud —que se fue desarrollando después de la segunda guerra mundial—, influyó decisivamente en la eclesiología del Vatica­no I I . En ella se logra una plena armonía entre todos los as­pectos de la realidad única que es la Iglesia, ya que en su sacra-mentalidad o realidad mistérica se armonizan plenamente los ele­mentos interiores del orden de la salud y los elementos externos o institucionales, pues el sacramento incluye de manera insepa­rable la dimensión interna de gracia y su expresión externa o vi­sible 2.

Quede para los eclesiólogos estudiar detenidamente todo el proceso de maduración de la eclesiología en lo que va de siglo. La eclesiología y la teología sacramentaría son bases fundamen­tales de trabajo, que aquí se dan por conocidas.

Me limitaré, pues, a algunas ideas básicas en torno a la con­cepción de la Iglesia como misterio. Sólo dentro de este marco mistérico de la Iglesia podría comprenderse la vida religiosa.

2. Noción de misterio

Aunque una precisión de la palabra «misterio» tenga que dárnosla la eclesiología y la teología de los sacramentos, digamos que, por misterio, se habrá de entender una realidad del orden de la salvación, impenetrable, por tanto, a la simple razón huma­na, pero que, siendo realidad de gracia y presencia salvadora de Dios, nos es ofrecida bajo una forma asequible a nuestra estruc­tura humana. Pudiera, pues, definirse el misterio como gracia ofrecida al hombre en una cierta visibilidad.

San Pablo llamará misterio al designio amoroso del Padre, que ha querido salvarnos en su Hijo, hecho hombre, y que nos ha salvado y está salvando precisamente en la Humanidad de su

2 Incluso, desde el viejo concepto escolástico de sacramente, éste aparece como una realidad visible, pero que contiene una realidad invisible del orden de la salvación: «invisibilis gratiae visibile sacramentum», o «invisi-bilis gratiae visibilis forma».

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Hijo, muerto y resucitado por nosotros y para nosotros, habién­donos enviado visiblemente su Espíritu para hacernos saber y sentir hijos de Dios. La donación de amor del Padre, su amor insondable, se ha hecho presencia visible en Cristo, y a Pablo le ha sido dado entender y anunciar el misterio obrado en Cristo.

Idéntico sentido conserva la palabra griega al ser traducida al latín por la palabra «sacramento», si bien pasó también al latín, intacta, la misma palabra «mysterium». Por más que la teología latina no siempre mantuviera el sentido primigenio de la palabra griega 3.

La sacramentalización de la acción salvadora del Padre, la sacramentalidad de la Iglesia, marcarán los jalones fundamentales para entender una eclesiología, en la que queden integrados de manera plena los aspectos de salvación y de vida y los aspectos institucionales. El Concilio llama repetidas veces a la Iglesia sacra­mento y misterio:

«La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo* e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).

«Dios formó una comunidad de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia, a fin de que fuera para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad salutífera» (LG 9 c).

¡ «Cristo envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador y por El hizo a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación» (LG 48 b).

«Enviada por Dios a las gentes para ser sacramento universal de salvación, la Iglesia se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres» (AG l a ) 4 .

3 Misterio, desde esta perspectiva, comprende, desde luego, mucho mas de lo que por «sacramentum» se entendió en el ámbito latino. No se refiere sólo a los siete sacramentos, ni siquiera originariamente a ellos. En Pablo la referencia más honda va dirigida precisamente a esa voluntad eficaz del amor del Padre, que nos ha salvado manifiestamente en Cristo. Se refiere a Cristo mismo. Y alcanza incluso a la Iglesia. Todo en una continuidad armónica.

4 Y abundan los textos en esta misma línea: cf GS 42 c; 45 a; AG 5 a;, SC 5 b; 26 a; etc.

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Para hacerse una idea más exacta de la visión de la Iglesia que nos aporta el Concilio, me permito recomendar vivamente al lector el estudio detenido de los cinco primeros números del De­creto «Ad Gentes». Cierto que en ellos se recoge la doctrina ya aprobada un año antes por el mismo Concilio en la Constitución «Lumen Gentium». Pero la formulación es más rica y precisa en el Decreto 5. En él, tanto Cristo como la Iglesia nos son presen­tados como la visibilización graciosa y salvadora de la acción del Padre por Cristo y por el Espíritu. La Iglesia es misterio y sacra­mento visible de salud. Es gracia, pero gracia en visibilidad. Es toda ella visible, pero en tanto portadora de la gracia que nos salva. Es santificadora y es santa. Es institución y es vida. Sin dualismos. Más bien, en la unidad indisoluble de su misterio: salvación en visibilidad.

Partiendo, pues, de los textos conciliares, Cristo aparece como la gracia de Dios en visibilidad. Cristo es el sacramento original, según fórmula acuñada por teólogos tan notables como Semmel-roth, Rahner, Schillebeeckx y otros. Pero será menester ser más explícitos:

1. Dios ha querido comunicarse a los hombres desde lo hu­mano, haciéndose verdadero hombre.

2. La definición de la fe, de Calcedonia, en la que se decla­ra que Cristo es una Persona en dos naturalezas, tiene una impor­tancia decisiva. Supone que una Persona —la del Hi jo— ha de­terminado, bajo la voluntad de amor fontal del Padre, manifes­tarse en forma humana. Este hombre, Jesús, es personalmente Dios. Concretamente:

5 Hasta cierto punto ello era lógico, ya que éste fue aprobado un año más tarde, después de haber pasado nada menos que por ocho redacciones. Incluso cuando, llegados a la sexta redacción, se esperaba que fuera apro­bado con leves retoques —y así lo hacía augurar la presencia en el Aula del mismo Pablo VI, que bajó para recomendarlo—, en un golpe de escena, ante las muchas enmiendas propuestas, la Comisión decidió retirarlo del Aula antes de ser votado. Con todo, se sometió a votación. Hubo 1.601 votos contrarios al texto, frente a sólo 311 favorables. Devuelto a la Comisión, fue redactado un esquema prácticamente nuevo, en el que se recogía magis-tralmente todo el progreso doctrinal del Concilio. Todavía esa séptima redac­ción fue mejorada. Finalmente fue votada la octava redacción, obteniendo el más alto consenso de todas las votaciones habidas en el Concilio: 2.394 votos a favor, frente a sólo cinco en contra. El Ad Gentes fue aprobado la víspera de la clausura del Concilio. De ahí su riqueza.

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a) Cristo es Dios de manera humana, hombre de manera divina. En cuanto hombre vive su vida divina en y según su humanidad.

b) Todo cuanto realiza en calidad de hombre es acto del Hijo de Dios, en manifestación humana. Su amor huma­no es la forma humana del amor redentor.

c) Es manifestación visible. Su amor humano es la encarna­ción del amor redentor de Dios.

d) Y manifestación visible salvadora. Como dichos actos hu­manos son actos personales del Hijo de Dios, poseen una tuerza divina salvadora. Todos, pero especialmente su muerte y resurrección, con su consiguiente glorificación.

e) Y es una presencia visible, sacramental. Puesto que esta fuerza divina se nos aparece bajo forma terrestre, visible tiene por ello un carácter general de sacramentalidad.

3. Una vez que Cristo, entregado por nosotros, ha recibido la respuesta acogedora del Padre, su Humanidad, constituida en señorío, ha enviado sobre su Iglesia el Espíritu del Padre y del Hijo para que, tomando una nueva visibilidad en la misma Igle­sia, haga de ella una segura y eficaz oferta de salud, merced al Espíritu de Jesús, que la envía, como el mismo Espíritu ha sido enviado por el Hijo y por el Padre. Pero la Iglesia:

— Es enviada —siendo de Jesús por haber creído en El— para que le anuncie: cree y predica.

— Es santificada en el Espíritu, es enviada a santificar y es oferta de santificación; es bautizada en el nombre del Señor Jesús, y bautiza.

— Es guiada por el Espíritu, y es guía desde el Espíritu.

Así es cómo la Iglesia se hace ahora continuadora de la visi­bilidad de Cristo, y, como El, oferta de gracia y salud. Y lo es en la visibilidad de la que se sabe Cuerpo visible de Cristo, Es­posa del Señor, prolongación de la I lumanidad salvadora de Cristo para lograr la unión entre Dios y los hombres.

La Iglesia, por consiguiente, en tanto continúa a Cristo, es, como El, sacramento de la unión de Dios con los hombres. Y esa es toda su razón de ser.

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4. La sacramentalidad de la Iglesia incluye íntimamente uni­das —como dos elementos indisolubles— la presencia posesora del Espíritu del Señor y la comunicación visible de la gracia po­seída.

5. La Iglesia, desde el plano sacramental, es, a la vez, comu­nidad salvífica, y de salvación, e institución salvífica. Primera­mente, comunidad de salvación, congregada en Cristo y en su Espíritu. Y luego institución salvífica para alimentar la comu­nidad de gracia, para difundirla y desarrollarla y para guiarla a la consumación. La misma función sólo tiene por objeto la comu­nión, desde la que nace y a la que se proyecta.

6. Como representación visible del Kyrios, sacramento ori­ginal de nuestro encuentro con Dios, la Iglesia es un signo ya cargado de la realidad que significa. La propia comunión de gra­cia interior, invisible, con Dios en Cristo, se hace visible en las acciones eclesiales salvíficas. La Iglesia, sacramento del Señor para los hombres, es al mismo tiempo «Pleroma» de Cristo: satura de El a los fieles6.

La Iglesia, como institución, como realidad visible, es la ex­presión de su propia comunión de gracia y de vida con Cristo, y no sólo la manifestación del mismo Cristo. Ella es, por tanto, «la Hija del Padre», y al mismo tiempo la que ha sido consti­tuida en poder en el día de Pentecostés: ella transmite el Espí­ritu Santo, que previamente recibe de Cristo7.

Siendo «llena de gracia», en su calidad de esposa de Cristo, es «oferta de gracia» para todos los hombres y «don de gracia» para cuantos se abren a ella8.

7. Institución salvífica y comunidad de salvación, pero en la más plena unidad y mutua interdependencia, la Iglesia nos ofrece los dos planos decisivos de su ser: el institucional y el vital-comu-nitario-carismático. Y por ello nos da la posibilidad de intentar reestructurar la Iglesia toda, tanto desde el punto de vista insti­tucional como vital-comunitario-carismático.

6 Cf SCHILLEBEECKX, E., Cristo, Sacramento del encuentro con Dios. San Sebastián, 1965, 66 y ss.

7 SCHILLEBEECKX, ibid., 66. 8 SCHILLEBEECKX, ibid., 66.

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8. Desde una definición de la Iglesia como sacramento de salud, no hay duda de que es más fácil expresar la misión de cada uno dentro de ella tanto desde el punto de vista institucional como desde el punto de vista carismático.

a) Desde el punto de vista institucional, la Iglesia se realiza tanto por la acción sacerdotal de la Jerarquía —adminis­tración de los sacramentos, ministerio de la palabra, ma­gisterio doctrinal, guía de almas— como por la función eclesial propia de los fieles laicos. La Jerarquía actuará desde el carácter eclesial que le confiere el sacramento del orden; los laicos, desde el carácter eclesial que de­riva del bautismo y de la confirmación.

b) Desde el punto de vista carismático, tanto la actividad de la Jerarquía como la de los laicos es una expresión de la comunión interna de gracia. La Iglesia es el signo social —«societas signum»— portador de esa unión in­terior con Dios en Cristo. Desde esta perspectiva, y como comunidad de salvación en Cristo, la Iglesia viene confi­gurada por los modos de existencia cristiana; concreta­mente, por los dos fundamentales proyectos de vida, en tanto asumen el «hecho de vida que es Cristo» para vi­virlos desde la dimensión pascual escatológica o desde la dimensión incarnatoria intramundana. Desde este plano, la vida de la Iglesia se dividiría en dos categorías: es laical o es religiosa. Queda ya explicado en los prece-

, dentes capítulos cómo han de interpretarse dichos pro­yectos de vida.

9. Habría que afirmar cómo, desde el punto de vista caris­mático, el ministerio sacerdotal no es una tercera parcela en dis­cordia, ya que puede ser asumido desde cualquiera de los modos de existencia cristiana como proyecto de vida y como «hecho de vida» en Cristo.

a) O bien desde el modo laical encarnado —y así habrá sido antiguamente en la Iglesia y así lo es todavía en Oriente, con un sacerdocio de casados, aunque nunca exclusivo.

b) O bien desde un modo de existencia cristiana en su di­mensión escatológica, y así es prácticamente en Occidente.

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En efecto, si el Concilio ha podido decir respecto del estado religioso que, «si se atiende a la constitución divina y jerárquica de la Iglesia, no es intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que de uno y otro algunos son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo» (LG 43), de manera idéntica se podía decir, desde el pun­to de vista carismático de la Iglesia —como comunidad de vida y modo de realización del proyecto de vida cristiana—:, que el estado clerical no es intermedio entre el de los laicos y el de los religiosos, sino que de uno y otro algunos son llamados por Dios para asumir el ministerio, mediante la imposición de las manos, para que contribuyan a la misión salvífica de la misma.

3. Conclusión

Desde una visión de la Iglesia predominantemente jerarcoló-gica, o si se prefiere una palabra menos agresiva, desde una visión de la Iglesia puramente institucional, como sociedad cuya forma es la autoridad, no es fácil encontrar sitio para la vida religiosa, que por eso estuvo tan ausente de la eclesiología.

En cambio, es obvia su inserción desde una visión de la Igle­sia como misterio o sacramento de salvación, que parte ante todo de la presencia de Cristo y de su Espíritu en la comunidad que crece desde El. Es sacramento de santificación o de salvación, porque es previamente sacramento de santidad. De la vida se pro­yecta hacia la acción santificadora.

En el plano de la Iglesia, sacramento de santidad, la vida reli­giosa aparece como uno de los modos o proyectos de vida cris­tiana en los que se realiza la santidad de la Iglesia, Incluso, desde una vida en Cristo, una santidad en Cristo —que tiene por funda­mento nuestra pertenencia a El por la presencia del «hecho de vida Cristo» desde su misterio pascual—, todo viene condiciona­do por el fin, que no sólo es la santidad, sino la consumación escatológica, hasta ahora iniciada. Dentro de esta visión, la vida religiosa afirma el polo pascual, desde un anticipo de la condi­ción última de los tiempos escatológicos. Sin oposición a los demás modos de existencia cristiana y de santidad cristiana, sino en con­vergencia con ellos.

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Incluso desde el punto de vista institucional —pero en tanto el sacramento de santidad se hace sacramento de santificación por las acciones específicas de la vida cristiana y por la acción santi­ficadora del ministerio— la vida religiosa adquiere un relieve particular. Sin oposición entre ser religioso y ser bautismal o cle­rical, sino como una manera de presencia signológica de la vida religiosa en la acción del bautizado o del ministro del orden.

Incluso no sólo la vida religiosa aparece claramente, al mismo tiempo que la vida bautismal o la sacerdotal ministerial, sino que su presencia en la Iglesia no es nunca una separación de la tota­lidad del Reino de Cristo en su Iglesia, sacramento de santifica­ción y de santidad, sino una vida en interdependencia de la tota­lidad del crecer y desarrollarse la dimensión mistérica de la Iglesia toda. No se podría entender del todo ni siquiera la dimensión bautismal y la dimensión institucional sacerdotal-ministerial. Por­que sólo desde el misterio de Cristo y la dinámica del Espíritu —que busca realizar la plenitud del misterio pascual desde la Pascua hasta la Parusía— se puede dar todo el posible alcance al bautismo y al orden. Por eso —insisto una vez más— no debe presentarse la vida religiosa como algo opuesto, ni siquiera con-tradistinto de la vida cristiana bautismal o de la nueva proyec­ción del bautismo, desde la institución creada por la imposición de las manos, sino como uno de los modos necesarios —uno de ellos— de realizarse la vocación cristiana de la Iglesia, sacramen­to de santificación en la acción de vida bautismal o en la acción de vida ministerial, vividos desde el polo pascual, como modo concreto de realizar a la Iglesia misma como sacramento de san­tidad y como modo de vivir el misterio de Cristo desde el polo-de la trascendencia.

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CAPITULO IV

LA IGLESIA COMO REALIZACIÓN DEL REINO EN EL TIEMPO. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS

Después de haber estudiado las líneas fundamentales de la Iglesia, misterio o sacramento universal de salvación y santidad, como fundamento primero de toda eclesiología, es todavía necesa­rio dedicar unas páginas a la visión de la Iglesia como pueblo de Dios. Más que por razones eclesiológicas, aquí y ahora, porque desde esta nueva visión lograremos centrar también aspectos fecun­dos para una teología de la vida religiosa, como realidad impor­tante dentro de la totalidad del pueblo de Dios, y precisamente como servicio a este mismo pueblo. No interesan, pues, aquí y ahora, los aspectos generales de esta nueva visión. El interés viene ahora suscitado por la sola preocupación de centrar la vida reli­giosa en la totalidad de la Iglesia. Quede lo demás para los trata­dos de eclesiología.

1. La Iglesia como pueblo de Dios, nueva visión de la eclesiología

El concepto de pueblo de Dios, que tuvo tanta importancia para una comprensión de la Iglesia, no sólo en el cristianismo pri­mitivo —que se sentía tan vinculado al antiguo pueblo de Dios, precisamente por saberse heredero del pueblo de las promesas--, sino también en la teología de los primeros siglos, fue perdiendo vigor en la teología de la Iglesia de la Edad Media. Y acabó por desaparecer prácticamente en la teología autoritaria de la Con­trarreforma, fuertemente defensora de la autoridad frente a visiones antijerárquícas de los innovadores. Olvidada la teología del pueblo de Dios durante siglos, no es de extrañar que la palabra pueblo quedara acotada dentro de unos límites, no diré democráticos

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—pues no se hablaba todavía de democracia—, sino plebeyos. Pueblo, en este contexto, venía a ser, tanto en el ámbito eclesiás­tico como en el mismo ámbito civil, lo opuesto a jerarquía. Cuan­do, en el ámbito civil, la palabra pueblo sea rescatada, desde la Revolución Francesa, de su gheto plebeyo, para, con ropaje lin­güístico griego, pasar a llamarse «demos» o «democracia», en un intento por cambiar los polos del mundo y disminuir la con­traposición, y aun la oposición radical entre jerarquía o autoridad y pueblo, el rescate se hará de manera violenta, revolucionaria; en ocasiones —acaso las más lógicas—, anarquista, en un pro­ceso que va de la Revolución Francesa a los movimientos comu­nistas y sobre todo anarquistas de nuestro siglo.

De una visión de la sociedad prevalentemente como jerarquía o autoridad —más bien autoritarismo o totalitarismo de la auto­ridad— se fue pasando a una valoración mayor de la sociedad como comunidad. Sin tener demasiado en cuenta a la autoridad, considerada por la sociología filosófica antigua como forma de la sociedad. No se pensó que una sociedad sin autoridad fuera algo sin forma o informe. Se pensó que la sociedad es, primero, co­munidad, como articulación de las unidades naturales de convi­vencia. Que son, ante todo, unidades de convivencia interperso­nal. En una comunidad perfecta y pura ni siquiera haría falta autoridad, porque las relaciones interpersonales se bastarían para lograr la perfecta armonía de las aspiraciones de las personas y la perfecta vida comunitaria. En una sociedad no pura, sino impu­rificada por los egoísmos —sabiendo que los egoísmos no son precisamente «personales», sino individualísticos—, haría falta la autoridad que velara por la prevalencia, amenazada, de los valores personales, en servicio a los mismos. Pero esto sólo dentro de una sociedad que no es suficientemente comunidad, por falta de perfección personal de quienes no siempre saben vivir dentro de las unidades personales de convivencia.

La autoridad surge no como forma de la sociedad, sino como remedio de urgencia a una falta de verdadera vida social comuni­taria, por defecto de vivencia, desde el plano personal, y por fil­tración de elementos más individualistas que personales. Pero te­niendo en cuenta siempre que la autoridad no es algo superior a la sociedad, ni siquiera su forma, sin la cual sería algo in-forme. Sino que la sociedad es algo anterior en dignidad a la misma auto­ridad, que surge sólo para servir a la sociedad. Y el que sirve no-es superior a aquello o aquel a quien sirve.

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Si esto vale para la sociedad humana, vale de manera espe­cial, y desde altos principios, para la comunidad eclesial, dentro -de la cual la autoridad tiene además características mucho más acusadas de servicio. Cristo mismo no está entre sus discípulos como el que manda, sino como el que sirve. En el contexto neo-testamentario, la autoridad dentro de la Iglesia, y desde Cristo, no tiene ninguna prevalencia prepotente, ninguna autonomía ex­clusivista: es pura proyección servidora a la comunidad, y no ne­cesita de ninguna prerrogativa interna o externa que no valga di­rectamente para servir.

Si, en el orden humano, la sociedad irá adquiriendo cada vez más importancia frente al Estado, como encarnador de la auto­ridad necesaria, en la Iglesia el sentido de comunidad —koinonía de gracia—, como fraternidad, como pueblo de Dios, deberá an­teponerse a toda consideración sobre la autoridad o la jerarquía. Desde la perspectiva comunitaria de la koinonía de la salvación, la autoridad tendrá cada vez más un valor necesario y urgente de servicio a la comunidad; como único sentido de toda su acción evangelizadora de la fe para la libertad de los hijos de Dios, de toda su acción sacramental y sacramentalizadora y de toda su ac­ción pastoral o de guía del pueblo de Dios.

2. El capítulo del pueblo de Dios en las etapas conciliares

En el esquema sobre la Iglesia, preparado por la comisión pre-conciliar, no se trataba del pueblo de Dios en ninguno de sus once capítulos. Durante la primera etapa del Concilio aquel es­quema no fue aceptado, y se optó por otro, más condensado, pues sólo contaba con cuatro capítulos: La Iglesia como misterio (ca­pítulo I); Sobre la jerarquía y especialmente sobre el episcopa­do {cap. II); El pueblo de Dios, y especialmente sobre los lai­cos (cap. III); Sobre los religiosos (cap. IV). Ya en esta primera etapa se pidió por muchos que el capítulo III se dividiera en dos: uno dedicado al pueblo de Dios, sin más, y otro sobre los laicos.

Cuando en la segunda etapa del Concilio se estudió este es­quema, volvió a presentarse la petición, ya más razonada, de esta división. Pueblo de Dios no son únicamente los laicos. Lo es la Iglesia entera. Por lo tanto, el capítulo del pueblo de Dios no se

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puede presentar en la perspectiva inmediata de los laicos, sino que debe formar capítulo aparte. Debe, incluso, preceder al capí­tulo sobre la jerarquía, desde el momento en que se estudian en él aspectos fundamentales a la visión plena de la Iglesia, y que afectarán por igual a la .jerarquía, a los laicos y a los religiosos.

En las sucesivas nuevas redacciones de todo el esquema se mantendrá ya la situación y la redacción fundamental sobre el pueblo de Dios, como capítulo segundo de la Constitución, por delante de los dedicados a estudiar las distintas funciones que se dan en la Iglesia: sacerdotal, laical, religiosa.

Incluso se pensó que debería formar una unidad con el capí-tuol primero, sobre la Iglesia como misterio, del que es comple­mentario. Si se prefirió que formara capítulo aparte, se hizo poí­no cargar demasiado el capítulo primero, así como por división proporcional de materia. Pero el hecho de que se estudie el pue­blo de Dios inmediatamente después del capítulo sobre la natu­raleza de la Iglesia, como misterio, es ya de por sí bastante alec­cionador.

3. El misterio del nuevo pueblo de Dios

Lo que fundamentalmente intenta este capítulo, nuevo prác­ticamente en la eclesiología, es estudiar aquella serie de elemen­tos comunes que preceden genéticamente a las funciones que pue­dan darse en el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios. Más aún: es acentuar la «comunidad», la koinonía de gracia, que abarca por igual a todos en Cristo. Acentuar la prevalencia y preferencia de la comunidad sobre la autoridad. Verdadera revolución de la que no sé si hemos sacado ya las consecuencias de orden doc­trinal y práctico. No sólo para la visión general de la Iglesia como comunidad y su jerarquía, sino también para la comunidad reli­giosa y sus relaciones con la autoridad y la obediencia. O mis exactamente: las relaciones de la autoridad y la obediencia con la comunidad o koinonía de salvación y la koinonía de la frater­nidad religiosa \

1 Que haya todavía eclesiólogos que digan que ese capítulo nada nuevo ha aportado y que fue colocado ahí por mera cuestión de orden práctico, pero que nada tiene que ver con la concepción del sacerdocio, que queda inmutada, no deja de ser verdaderamente sorprendente.

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He aquí los elementos comunitarios, que tienen total e idén­tico valor para todos, por los que se constituye la comunidad ecle-sial o el nuevo pueblo de Dios.

a) Comunidad de fe en el mismo Señor Jesús, y precisa­mente como base de la comunidad eclesial, afirmada in­faliblemente en la fe, lo mismo cuando enseña, por aque­llos que han sido constituidos doctores, como cuando cree comunitariamente.

— Y diversidad de hacer, al servicio de esta mis­ma fe.

b) Comunidad de encuentro con Cristo en los sacramento'; de iniciación —un solo bautismo y una sola confirma­ción—, en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía —como sacramento de la unidad de la Iglesia y como banquete—: anuncio y realización de nuestra espera es-catológica, hasta que venga el Señor al final de los tiempos.

— Y diversidad de hacer sobre los sacramentos, con la especial diversidad de hacer en la única Euca­ristía.

c) Comunidad en la continua conversión al Señor, en un constante pedir perdón; comunidad de reconciliación.

— Y diversidad de hacer en orden al perdón de Cris­to en su Iglesia.

d) Comunidad de amor y de esperanza escatológica.

— Y diversidad de hacer, desde los distintos proyec­tos de vida, para buscar y llegar a nuestra plena consumación en Cristo.

e) Comunidad sacerdotal básica de todos aquellos que he­mos entrado, desde el bautismo, en el ámbito del culto de la nueva religión cristiana, abierto por Cristo.

— Y diversidad de hacer sacerdotal desde los distin­tos caracteres, sin olvidar nunca que también el clérigo es un bautizado y que el orden no dispen­sa el bautismo ni sería posible sin él.

f) Comunidad pro)'ética, por participar del carácter proféti­co de Cristo, como manifestación personal de Dios para

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nosotros. Y ahora presencia en nosotros, para que seamos su epifanía entre los hombres.

— Y diversidad de hacer en nuestra vida profética al servicio del Reino.

g) Comunidad en el único Espíritu de Cristo, dado a todos. — Y diversidad de dones del Espíritu para edifica­

ción de todo el Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia.

h) Comunidad de hijos de Dios, Padre único de todos. — Y diversidad en la manera de vivir esta común

filiación.

i) Comunidad en la única fraternidad. — Y diversidad en los servicios a los hermanos.

j) Comunidad de cuantos formamos el Cuerpo terrestre del Señor.

— Y diversidad de las funciones de sus miembros.

k) Comunidad de la Iglesia, Esposa del Señor. — Y diversidad de respuestas de amor al Señor.

Comunidad, que es unión y unidad, pero que no destruye, sino que incluye enriquecedoramente las diversidades. Diversida­des que tienen toda su razón de ser y su justificación precisa­mente porque, desde el Señor, sirven a la unidad creadora de la comunidad. Unidad de la Iglesia sacramento, y diversidad de sig­nos, que expresan la riqueza infinita del sacramento fundamental, que es la Iglesia, y por ella del sacramento primordial, que es Cristo.

4. Pueblo antiguo y pueblo nuevo

Hay otro concepto fundamental en el capítulo sobre la Iglesia como pueblo de Dios. Su vinculación con el antiguo pueblo, ele­gido para ser pueblo de la Promesa de los tiempos mesiánicos. Ha superado la etapa del pueblo de Israel, pero la continúa en la Historia de la salvación. Entre la Antigua y la Nueva Alianza hay rupturas; pero hay también continuidades, precisamente por ha­ber llegado los tiempos mesiánicos y haberse cumplido ya las pro­fecías. Aquellos tiempos anunciaban éstos, y existieron en función de éstos. Toda la razón de ser de los profetas consistió en anun-

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ciar estos tiempos nuevos. La Nueva Alianza no sería del todo entendida si desconociéramos la Antigua, con todos los caminos por los que Dios hizo historia de salvación, hasta hacerse El mis­mo Historia salvadora en su Hijo. Por lo cual tampoco se puede entender plenamente la Alianza Antigua sino desde su culmina­ción en la Nueva.

5. Pueblo de Dios y dimensión escatológica

Otra vertiente decisiva: la concepción de la Iglesia no desde un punto de vista estático, de una Iglesia medio trascendida y trascendente; de una Iglesia metafísica o metahistórica. El ver­dadero rostro de la Iglesia nos lo da su condición de peregrina en la tierra; su condición de sacramento de la presencia histórica salvífica de Dios en Cristo, desde la Pascua del mismo Cristo, en camino hacia la futura consumación. Con todos los factores que esta dimensión peregrinante —y desde una escatología diferida— supone para una recta comprensión sobre el ser y el hacer de la Iglesia. Tanto ella como sus funciones principales quedan confi­guradas de una manera totalmente nueva por la dimensión funda­mental de ser pueblo de Dios en el hacerse histórico de la salva­ción, aun cuando esta salvación venga de quien trasciende la his­toria: Dios. O desde la Humanidad ya glorificada de Cristo, que también ha superado la historia, pero actúa ahora desde los actos de vida y vivificadores, que vivió mientras estaba sometido a nuestra pobre condición humana histórica.

Insisto: la Iglesia debe olvidar toda imagen anticipidamente eternizadora de sí misma mientras camina en el tiempo. Porque esto equivaldría a una «taxidermia» de la Iglesia misma. Debe olvidar también rasgos de eternidad en su función sacerdotal, pues sus sacerdotes han sido sacados demasiadas veces del tiempo, para hipostasiar la función sacerdotal en una eternidad, que poco tiene que ver con una Iglesia que vive su sacramentalidad en el tiempo. Como debemos superar toda fijación, en una eternidad inmóvil, de la Iglesia santa. Santa es, pero con la tarea de ir sien­do sacramento de santidad y de santificación de sus hijos. Dentro de esta condición peregrinante de la Iglesia, los laicos viven las vicisitudes penosas de ir haciendo historia y tener que hacer que sea desde ellos historia de salvación. Y la vida religiosa, que ex­presa el Reino hacia su consumación, lo expresa bajo unos signos que pertenecen a este siglo todavía. En el cielo cesarán los signos.

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Cuando se incluyó el capítulo sobre el pueblo de Dios en la Constitución sobre la Iglesia, todavía no figuraba en el esquema el capítulo sobre la dimensión escatológica de la misma, aunque muchísimas veces la idea condicionara buena parte de la doctrina ya estudiada. No es aventurado afirmar que el capítulo sobre su dimensión escatológica nació preferentemente de la doctrina ya pensada sobre el pueblo de Dios.

6. Pueblo de Dios y vida religiosa

Si este análisis-síntesis doctrinal sobre el pueblo de Dios sirve para entender la significación de la jerarquía y la misión de los laicos en la Iglesia, sirve, tal vez, más relevantemente todavía para entender la vida religiosa. Tanto desde el punto de vista de una Iglesia-pueblo-de-Dios, con todos sus rasgos comunitarios •—fundamento para explicar y edificar sobre ellos las funciones—, como desde el punto de vista de la Iglesia-inserta-en-la-historia de la salvación, precisamente como último largo capítulo de dicha historia dentro del tiempo escatológico. La visión de toda la Sa­grada Escritura desde el punto de vista de la historia de la sal­vación, es relativamente reciente. Por eso no fue antes posible entender el ser de la Iglesia desde su perspectiva de pueblo ds Dios. Pero, dentro de esta perspectiva, la vida religiosa recobra todos sus valores fundamentales en la comunidad, y aparecerá prevalentemente como koinonía de gracia, como fraternidad fun­damental.

Desde la dimensión escatológica de un pueblo peregrinante, desde la Pascua hasta la Parusía, la vida religiosa se nos mani­fiesta dentro del perfecto encuadre de una Iglesia condicionada por la Pascua del Señor y pendiente de su segunda venida, pero teniendo que ir haciendo camino al andar por los senderos del tiempo. Mirando a la tierra, pero sabiendo que, por Cristo, ha sido llamada a realizar el tiempo, hasta que terminen los siglos y haya cielo nuevo y nueva tierra.

Lo mismo habría que afirmar, respectivamente y desde su mi­sión, sobre los laicos y sobre el sacerdocio, que no serían perfec­tamente inteligibles, si no es desde la condición de la Iglesia-pueblo-de-Dios, tanto en su vertiente de comunidad, como en su polo y dimensión escatológica, haciéndose en el tiempo y cami­nando hacia la plenitud total de la gracia escatológica, descendida

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en Cristo y definitivamente triunfante cuando seamos entregados por el mismo Cristo al Padre. No es menester entrar ahora en más detalles.

Pero sí conviene resaltar,, para concluir, la vinculación de to­das las funciones: sacerdocio, laicado, vida religiosa, con la Iglesia-pueblo-de-Dios, como comunidad y como peregrinante, ayudada a ser comunidad y a peregrinar, tanto por el sacerdocio, como por la vida religiosa y por la vida laical; con todas las incidencias que puedan y deban darse entre estas funciones hasta poder coin­cidir varías de ellas en una misma persona. El Vaticano II lo ha subrayado muy bien:

«El pueblo de Dios, por El elegido, es uno: un Señor, una fe, un bautismo. Es común la dignidad de los miembros..., común la gracia de filiación, común la llamada a la perfección, una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad» (LG 32).

«El Espíritu guía a la Iglesia a toda ía verdad, la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y catistnáticos y la embellece con sus frutos» (LG 4).

«La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros y la renovación del mundo está ya irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia ya aquí en la tierra está adornada de verdadera santidad, aunque imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la ima­gen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la mani­festación de los hijos de Dios» (LG 48).

Baste con lo indicado, no sin remitir encarecedoramente a la lectura reposada de toda la Lumen Gentium, sobre todo de los capítulos segundo, tercero, cuarto, quinto, sexto y séptimo. Vol­veremos sobre muchas de estas implicaciones, al ir abordando en concreto los temas fundamentales de la vida religiosa: virginidad, pobreza, misión, etc.

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CAPITULO V

POSIBILIDADES DE EXISTENCIA CRISTIANA AL SERVICIO DEL REINO

Estudiada como sacramento universal de salvación y analizada su naturaleza como comunidad de gracia o nuevo pueblo de Dios, en su condición peregrinante, es necesario estudiar las distintas funciones mediante las cuales debe llegar la Iglesia a ser verda­dero misterio y a la unidad de pueblo de Dios, ya que vienen exi­gidas por la naturaleza de la Iglesia tanto bajo uno como bajo otro aspecto.

Con todo, habrá que distinguir entre funciones y posibilida­des de existencia cristiana. Las funciones responden más bien a la naturaleza de la Iglesia como sacramento de santificación. Los modos de existencia cristiana se refieren más directamente a la Iglesia como sacramento de santidad.

La santificación mira más bien al hacer de la Iglesia. La san­tidad, al ser en la Iglesia.

No existe contraposición entre ambas dimensiones; pero pue­den articularse de manera diversa, ya que existen diversos modos de existencia cristiana; y, en cambio, es uniforme su dimensión institucional. Lo que significa que su carácter institucional puede realizarse desde los distintos modos de existencia, de suyo de ma­nera indiferente.

1. Plano institucional. Iglesia, sacramento de santificación

Desde el punto de vista institucional, la Iglesia, como conti­nuadora de Cristo, debe anunciar el Reino, actualizar el misterio

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pascual de Cristo en la presencia de los sacramentos, y guiar hacia la consumación.

Cristo, constituido en poder, se lo ha transferido a su Iglesia:

— para el anuncio: id y predicad... — para la sacramentalización: bautizad...; haced e s t o en

memoria mía; a quienes perdonéis... — para la guía pastoral: quien os oye y recibe, a mí me oye

y recibe; c o m o el Padre me envió, así os envío yo a vosotros.

Al anuncio evangelizador responden quienes se abren a la Va-labra en la respuesta de la FE.

Al ministerio sacramental responden quienes se abren al sa­cramento, siendo bautizados en el Señor Jesús, participando en la Eucaristía, siendo reconciliados en la Iglesia del perdón, siendo ungidos en Cristo para su gloria...

A la guía pastoral responden quienes se dejan guiar, con su obediente caminar hacia la casa del Padre.

Tan Iglesia son estas respuestas como aquellas funciones.

Las junciones no tienen más razón de ser que suscitar aque­llas respuestas. Incluso, como veremos después, las junciones se apoyan sobre a l g o antecedente: la propia respuesta. Quienes anuncian el Evangelio han creído primero; quienes bautizan han sido bautizados; quienes celebran la Eucaristía han sido previa­mente introducidos dentro del ámbito del culto ¿S. Padre.

Debemos afirmar, además, que ministerio y respuesta perte­necen al plano institucional y visible, aunque en ambos se inclu­yan elementos carismáticos o de gracia interior. Ambas dimen­siones,: ministerio y respuesta, se afirman sobre el carácter sacra­mental, como realidad predominantemente eclesial: tanto el ca­rácter del bautismo-confirmación, que subyace a la respuesta, como el carácter del orden, que subyace al ministerio.

Esta dimensión eclesial del carácter es uno de los factores me­jor iluminados por la actual teología de los sacramentos.

«Los efectos de los caracteres sacramentales del bautismo y de la confirmación no deben mirarse como algo interior, como si

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afectasen meramente a nuestra vida espiritual. Schillebeeckx insis­te en que son sobre todo una consagración a la Iglesia visible, a su vida pública en cuanto institución salvífica y cultual entre los hombres.

Aplicado al bautismo, esto significa que la persona sellada con el carácter bautismal recibe la facultad y, consiguientemente, la competencia, el deber y el derecho de participar activamente en la renovación de la Iglesia del misterio pascual. La Iglesia, a su vez, revive este misterio primariamente en su actividad sacramen­tal, particularmente en la Eucaristía, que realiza plenamente el misterio de la Pascua...

En la confirmación, el carácter sacramental confiere la plenitud del poder mesiánico; es decir, hace al cristiano participar visible y activamente en la obra de Cristo de impartir el Espíritu. Así como en la primitiva Iglesia el Espíritu Santo confería ciertos dones kerigmáticos a los fieles, así la confirmación, hoy, inserta al cristiano en la actividad kerigmática de la Iglesia... En suma, el bautismo y la confirmación, a través de sus caracteres eclesia-les, consagran y dedican a los fieles al sacerdocio eclesial y al apostolado laical. Confieren una especie de ordenación sobre los miembros del pueblo de Dios, que es esencialmente un pueblo sacerdotal y apostólico.

Respecto al sello sacramental de las órdenes sagradas, su misión específica y competencia deben verse en términos de todo el pue­blo sacerdotal de Dios y de su cabeza el Sumo Sacerdote, Cristo. Esencialmente, el sacerdocio del orden es un sacerdocio dotado de autoridad para regir a los laicos. Es una autoridad pastoral y magisterial, por la que el clérigo ordenado actúa en nombre de Cristo, cabeza del pueblo sacerdotal de Dios. Este sacerdocio se ejerce en la Iglesia visible de una manera visible, a través de los sacramentos y de la predicación de la palabra de Dios. La singularidad del sello sacramental del sacerdocio aparece en el hecho de que sólo él puede consagrar el sacrificio en el nombre de Cristo y él es quien ordinariamente celebra los otros sacra­mentos también» 1.

La cita ha sido un poco larga; pero es interesante, por situar dentro del plano institucional sacramental no sólo la acción eclesial

1 SCHANZ, J. P., Los sacramentos en la vida y en el culto. Santander, 1968, 90-91.

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del carácter del orden, sino también la acción eclesial sacramental del bautismo y de la confirmación. Aparte la proyección al orden de la gracia interior que dichos caracteres mantienen para quien los recibe y los vive desde la gracia.

Consiguientemente, el orden institucional de la Iglesia no afecta sólo al sacramento del orden, sino también al del bautismo y con­firmación. Y la estructura jerárquica de la Iglesia ya no se define por un elemento positivo: el orden o la jerarquía, y otro negativo: la no jerarquía, o los laicos, puesto que ambos estamentos son positivos en la constitución institucional de la Iglesia, según el citado Schanz.

Reduciendo, pues, a síntesis dicho orden instituiconal bipolar por el que la Iglesia visibiliza (sacramental o institucionalmente) la presencia salvadora de Cristo, decimos que tal visibilización tiene lugar:

a) En la predicación autoritativa, es decir, en el anuncio so­lemne en nombre de Cristo, o evangelización del Reino iniciado, creciendo y aspirando a consumarse en Cristo. Carácter del orden sacerdotal de los enviados a anunciar el Evangelio.

Y en la aceptación de la fe, es decir, en la profesión externa y solemne de esta fe como kerigma del Señor en el que hemos creído; en la respuesta permanente al anun­cio recibido. Laicos bautizados y confirmados.

b) En la celebración sacramental del misterio, hecho pre­sencia plena en la Eucaristía —como sacrificio-culto y co­mo sacramento-gracia— y en la de todos los demás sa­cramentos: penitencia o sacramento de la reconciliación y conversión, unción para la gloria...; en todas las accio­nes signológicas eficaces de una Iglesia sacramento, que actúa por sus ministros. Orden sacerdotal.

Y en la recepción de quienes son bautizados en el Señor Jesús, confirmados en el Espíritu de Pentecostés, para ser kerigma para el mundo desde la transparencia de su vida cristiana. Integrados sacerdotalmente, para ser asumidos en la Eucaristía, desde Cristo-Sacerdote, para ser culto al Padre, y, desde Cristo-Víctima, para ofrecer-

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se en sus vidas como víctima espiritual a Dios. Laicos, bautizados-confirmados.

c) En el gobierno y guía del pueblo de Dios, para condu­cirlo a la maduración en toda verdad, para confirmarlo en su penoso caminar, contra todo desaliento, para ase­gurarle la rectitud de su ruta, para volverle al buen ca­mino cuando se hubiere desviado. Ministerio pastoral de la Iglesia, visibilizada en sus Pastores. Orden sacerdotal.

Y en la obediencia de sus fieles, que caminan como pueblo peregrino, sabiéndose guiados por Cristo, en su Iglesia y por ella, a través de quienes visibilizan su cui­dado pastoral. Pero como pueblo en camino, que sabe debe crecer entre las múltiples vicisitudes de una historia cambiante, difícil y muchas veces hostil, pero que él tiene que convertir en historia de salvación, salvando la propia vida y las de los demás, para que crezca y se consume el Reino de Dios. Laicos en la Iglesia, pueblo de Dios en el tiempo, bautizados y confirmados.

La implicación de ambos planos institucionales no deja de tener consecuencias serias. En primer lugar, porque el carácter del orden no destruye el carácter previo del bautismo, ni saca al mismo ministro de su condición de fiel, ni en el plano del anun­cio, ni en el plano del sacramento, ni siquiera en el plano de la guía pastoral, pues también los ministros son guiados, como en­viados por Cristo y por la Iglesia —en la que actúa el Espíritu— que unifican desde su trascendental presente toda la institución, desplegada en doble haz de acciones: las originadas por el carácter bautismal y confirmatorio, y las nacidas de la agregación del ca­rácter sacerdotal ministerial2.

En segundo lugar, porque la presencia de lo institucional en los caracteres del bautismo y confirmación —presencia que no había sido suficientemente valorada hasta la aparición de una teo-

} Es mucho más lo que tienen en común que lo que los distingue, según el texto apasionado de San Agustín: «Si me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un oficio; el segundo, una gracia. Aquel indica un peligro; éste, la salvación» (PL 38, 1483; LG 32 d). Incluso lo que añade el carácter del orden va referido plenamente al servicio de la santidad de la vida cristiana, como un hacer santificador.

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logia coherente del laicado desde el bautismo y la confirmación— obliga hoy a repensar en su totalidad lo institucional ministerial desde la totalidad de una Iglesia, que es sacramental a todos los niveles y en todos sus miembros, y desde un pueblo de Dios en el que todos son pueblo, pero un pueblo sacerdotal, profético y regio.

En tercer lugar, porque, incluso desde el plano institucional, el misterio de la Pascua del Señor y el de Pentecostés —que cre­cen, en el pueblo peregrino de la Alianza nueva, hacia su consu­mación— están a la base tanto de la institución ministerial como de la institución nacida del carácter del bautismo y de la confir­mación.

Cabría, por tanto, afirmar que desde el plano institucional sur­gen dos modos de acción cristiana, para que la Iglesia sea sacra­mento de santificación:

a) el de los bautizados-confirmados y congregados en la Eucaristía. ¿Los llamaremos laicos?

b) El de los ordenados para el ministerio. Sacerdotes minis­teriales. Aunque también son bautizados y confirmados con los demás.

He dicho, con una cierta intención, que desde el plano insti­tucional surgen dos modos de acción. Porque desde dicho plano lo que aparece en primer lugar es la Iglesia como actora, como rea­lizadora de su misión activa de salvación para el mundo. Para ha­cer santos a los hombres y al mundo.

Pero habrá que preguntarse: esos dos modos de acción ¿su­ponen dos modos de existencia cristiana?

Desde luego, no serían dos modos de existencia cristiana con-tradistintos o separados. Por varias razones.

En primer lugar, porque los ordenados y proyectados, por el carácter del orden, a unas determinadas acciones salvadoras de la Iglesia son también bautizados y confirmados, y por lo mismo proyectados, desde su bautismo y confirmación, a realizar aquellas acciones para las que son capacitados por el mismo bautismo y confirmación.

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En segundo lugar, porque lo que los proyecta a una acción institucional de la Iglesia no tiene preferencias preestablecidas so­bre uno u otro modo de existencia cristiana, como veremos en el siguiente apartado3.

Y si, desde el punto de vista institucional, pasamos al punto de vista misional —tan característico de la Iglesia—, habría que afirmar igualmente que tanto el sacerdocio ministerial como el bautismal integran el ser misional de la Iglesia, como sacramento de salvación para el mundo. Si faltara cualquiera de las misiones, fallaría la sacramentalidad salvadora4.

En un palabra: sacerdotes ministeriales y cristianos bautiza­dos y confirmados integran con sus acciones y misiones distintas la totalidad institucional y la totalidad misional de la Iglesia. Dis­tintos, pero no separados. Más bien, unidos profundamente en el plano existencia!. ¡Ojalá lo fuesen también en un plano vivencial!

2. La Iglesia, sacramento de santidad

La Iglesia no es únicamente una institución de salvación, que quedara fuera de la salvación misma. No es sólo dispensadora del misterio de Cristo, que anuncia y comunica. Es todo ello porque es ella misma la salvación en Cristo, la poseedora de la gracia de Dios, que para nosotros se ha hecho Cristo, se ha hecho misterio pascual y misterio de Pentecostés poseído. No es sólo institución. Es vida. Y es, sobre todo, vida en Cristo. Asumidos por el miste­rio pascual de Cristo, vamos lanzados, desde su muerte, asimilada,

3 Incuestionablemente, el orden sagrado lleva consigo una gracia, preci­samente en orden al ministerio. Y esta gracia debe influir en la vida del ordenado hasta crear una determinada forma de vida y de existencia. Pero de tal manera que dicha gracia, recibida en orden al ministerio, puede de suyo ser perfectamente compatible con los varios modos radicales de exis­tencia cristiana, que vendrán configurados por la Iglesia como sacramento de santidad. Siendo ministerialmente sacerdote, es existencialmente cristiano.

4 Respecto del sacerdocio ministerial, no hay necesidad de aducir prue­bas. Como tampoco serían necesarias por lo que atañe a la actividad y misión de los sellados con el carácter del bautismo y de la confirmación. A propó­sito de estos últimos, el Concilio lo subraya reiteradamente no sólo bajo el aspecto funcional, sino también bajo el aspecto misional. Bastaría leer detenida y reflexivamente los textos conciliares para encontrarse con los conceptos «función» y «misión» interpretados en este sentido. Cf LG 31 a; 33 a; 34 b; 35 a y b; GS 38, 42, 43, 57-58, 76, 88; AA 2, 3, 6, 10; etc.

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3 . Los modos de existencia cristiana como totalidad

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ssrs5s,s,*o2s;B- —- - <*••" * ™ » " a) El woJo ¿<? existencia cristiana apoyada en la trascenden­

cia y en el polo pascual, pero vivida en el tiempo. La existencia cristiana religiosa.

b) El modo de existencia cristiana apoyada en la inmanencia de la gracia, descendida para penetrar el mundo y salvar la vida humana desde su mismo entramado histórico, pero orientada a la consumación en Cristo. La existencia cris­tiana laical.

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Ya hemos dicho repetidas veces que la vida sacerdotal minis­terial puede ser vivida desde cualquiera de estas dos dimensiones fundamentales. Y no se olvide tampoco que estamos ahora mo­viéndonos en el orden de la gracia, y no de la institución; en el plano de la santidad, y no de la función5.

No deja de ser una satisfacción encontrarse con una respuesta análoga en dos autores recientes, que han intentado darnos un planteamiento de conjunto de la teología de la vida religiosa. Si­quiera su planteamiento aparezca como provisional, y al que, por mi parte, tendría que hacer no pocas matizaciones. Me permito citarlos un poco extensamente, antes de adentrarme en el estudio de las consecuencias.

H e aquí el razonamiento del jesuíta Víctor Codina:

«La Iglesia, sacramento de Cristo, se expresa en dos dimen­siones diversas: la Iglesia objetiva (estructura jerárquica), o sa­cramento de salvación, y la Iglesia subjetiva (estructura pneumá­tica), o sacramento de santidad. La primera dimensión hace pre­sente a los hombres el misterio de la misericordia de Dios en Cristo. La dimensión pneumática manifiesta el triunfo de la gra­cia que logra la respuesta del hombre. Ambos aspectos se com­plementan mutuamente: porque la Iglesia es sacramento de sal­vación, puede ser Iglesia santa. Y la santidad de la Iglesia es la mejor prueba de que ella tiene la gracia.

Pero, a su vez, la Iglesia, como sacramento de santidad, es decir, como respuesta del hombre al sacramento objetivo de la gracia, se expresa de diverso modo, según los diversos dones de la gracia, según los diversos carismas. Los estados de la Iglesia son la manifestación eclesial de los diversos dones concedidos a la Iglesia. Fundamentalmente, sólo dos modos de realización de la respuesta de la Iglesia a la gracia son posibles: el laical y el religioso. A través de estos dos modos de respuesta —laicado y vida religiosa— se manifiestan los diversos aspectos de la gra-

5 Cierto que los problemas aquí planteados no son nada despreciables. Y por eso habrá que afrontarlos, ya que de su solución no sólo no tiene nada que temer la institución ni el ministerio sacerdotal, sino que aparecerá en todo su vigor dentro de la Iglesia como misterio de santidad. Acaso se logre también esclarecer una serie de problemas actuales, a los que se han ido dando respuestas, pero sin que, por los síntomas, nadie se sienta dema­siado seguro con tales respuestas.

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cia de Cristo. La gracia, lo mismo que la Encarnación de Cristo, presenta dos dimensiones diversas. Por una parte, la encarnación es la coronación de la creación, la elevación máxima de la huma­nidad. Cristo es el culmen de la historia humana, el punto omega al cual toda la evolución cósmica tiende desde el comienzo. Es la explicación última de toda la creación y de toda la historia humana. Cristo es la expresión máxima del deseo del hombre de ver a Dios y de unirse a El. Este aspecto inmanente de la encarnación como asunción de toda la naturaleza humana y de toda la creación se da en todo don de la gracia de Cristo, que es siempre perfección y consumación de la naturaleza humana.

Pero la encarnación es al mismo tiempo la expresión máxima de la trascendencia divina, de la redención gratuita y libre, un don supremo e inmerecido, la irrupción de Dios, la salvación del hombre. Por eso la encarnación de Jesús es siempre un salto misterioso e imprevisible, un hiato sobrenatural, que nos revela que la gracia es trascendente y que supera las fuerzas apetitivas, y exigitivas del hombre. Es la revelación de la gratuidad de la sobrenatural, de la trascendencia de Dios y del misterio del Hijo.

Estos dos aspectos, inmanente y trascendente, de la encarna­ción y de la gracia deben unirse dialécticamente, sin división ni confusión, como se unen las dos naturalezas de Cristo en una sola persona divina...

Estos dos aspectos, que más que encarnación y escatología casi preferimos llamar inmanencia y trascendencia de la gracia, ya que son intrínsecos tanto a la encarnación como a la escato­logía, se hallan en la Iglesia. La Iglesia es sacramentum mundi y sacramentum trascendentiae, es la encarnación de la gracia de Cristo, ya presente, y la expresión de la esperanza escatológica de la segunda venida del Señor; estos dos momentos dialécticos de la Iglesia se expresan en dos estados diversos, el laicado y el religioso. Son dos carismas diversos y dialécticamente complemen­tarios de la vocación cristiana y de la santidad cristiana» 6.

6 CODINA, V., Teología de la vida religiosa. Madrid, 1969, 190-193. No se podía pasar por alto lo que este planteamiento supone para el sacerdocio. Codina se hace eco de este problema en una nota algo extensa de la pági­na 190. En ella reconoce que el sacerdocio ministerial, por darse en la Iglesia sacramento de salvación, no puede dejar de santificar en el mismo ejercicio del ministerio. Pero añade: «Este sacerdocio se puede ejercer de dos maneras diversas: en encarnación en el mundo y la familia, y en re­nuncia. Si el de la Iglesia oriental presenta la faceta de presencia encarna-

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Pudiendo no estar de acuerdo en cuestiones determinadas, como la nomenclatura «Iglesia objetiva» e «Iglesia subjetiva» y sobre el alcance —muy corto— que parece dar a lo que llama estructura jerárquica, en lo demás estoy acorde con el pensamiento de Codina sobre los dos modos decisivos de existencia cristiana como vida: el laical y el religioso. Sobre las implicaciones que ofrece el sacerdocio para estos dos modos de existencia volveré mas tarde.

Más amplio es el desarrollo que da al tema el P. Matura, fran­ciscano, y más matizado su pensamiento. Por eso quiero que la cita sea completa:

«Una simple mirada empírica nos permite ver en la Iglesia tres categorías de cristianos: los laicos, los ministros jerárquicos y los religiosos. ¿En qué relación mutua podemos situar estos tres tipos de existencia cristiana, sobre todo teniendo en cuenta que reina una cierta confusión tanto en las definiciones como en el mismo vocabulario?

Hay religiosos que son sacerdotes; otros, que son laicos; los institutos seculares, que entran en la categoría de los religiosos, tienen una vocación laica (VR 11). Por otra parte, cuando la Constitución humen Gentium describe teológicamente la condi­ción del laico en la Iglesia, excluye expresamente a los religiosos. Es necesario hacer un análisis de cada grupo para ver claro y poder establecer las relaciones mutuas».

Las palabras «laico», «laicado», se toman en dos sentidos di­ferentes. En el primero, que llamaremos canónico, se entiende por laico el cristiano que no está destinado al ministerio jerárquico, que no es clérigo. Como se ve, se trata de una definición pura­mente negativa y correlativa al sacerdocio. Toda mujer cristiana es necesariamente laica (al menos según la disciplina actual), al igual que todo hombre que no esté inserto en la estructura jerár­quica. En este sentido los religiosos que no han recibido la ton­sura eclesiástica o la ordenación del diaconado son laicos.

toria, el latino, por su celibato, representa el aspecto de renuncia. Dicho de otra forma: el sacerdocio y la virginidad son carismas diversos y, por tanto, pueden coexistir juntos o separados... Indican, pues, que una cosa es el plano objetivo de la estructura jerárquica de la Iglesia, y otro el de la res­puesta personal a esta gracia» (Ib., 190-191).

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Pero, por cómoda que parezca, esta noción canónica no expre­sa más que una negación, no define nada.

En segundo lugar, la palabra laico se emplea en otro sentido cuando con ella se expresa la situación normal y habitual del cris­tiano en el mundo. Es laico quien vive inserto en todas las estruc­turas del mundo: familiares, sociales, económicas, políticas, etc., y el que, en ellas y por ellas, da testimonio del sentido que el Evangelio de Cristo le ha confiado. Vida cristiana laica es aquella que asume todos los valores de la creación, o que al menos no dice no a ninguno de ellos (LG 31).

Nos parece que en este sentido el religioso no puede ser lla­mado laico, y que cuando se habla de una vida religiosa laica el único sentido aceptable es: no clerical.

En cambio, si un ministro jerárquico no es laico en el primer sentido, ¿qué pensar del segundo? Un sacerdote casado, que vi­viera la condición de todo el mundo, ¿no sería laico en sentido teológico?

Cuanto al ministerio jerárquico (obispos, sacerdotes, diáconos), los hombres investidos de una tal función, ¿qué situación tienen en la Iglesia? El laico no se define por relación a una función, sino por relación a una forma de existencia cristiana. Es el cristia­no tipo, el hombre llamado a la fe y a la plenitud de vida en Cristo, que permanece y debe permanecer donde está, para vivir allí su nueva situación: puede recibir los carismas más diversos y más ricos, sin ser puesto aparte, sea en orden a un servicio, o para una forma particular de testimonio.

El ministerio se define como un cargo, una función. Un hom­bre es llamado a tomar parte en la misión apostólica: encargarse, en nombre de Cristo y por su autoridad, de toda la comunidad cristiana, a la que sirve y a la que representa. El ministerio de presidencia es esencialmente una responsabilidad y un servicio; consiste en llevar, ante Dios y ante los hombres, el peso del Evangelio y del mundo. Cargo que abarque la vida de la Iglesia y sus relaciones con el mundo, el ministerio moviliza y orienta toda la existencia cristiana del hombre que está investido de él.

De suyo, no exige del cristiano que lo recibe un estilo particu­lar de vida; pero, no pudiendo normalmente ser ejercido como algo suplementario, creará y determinará una cierta existencia

separada. Aunque no existiera el celibato, el sacerdote, por el compromiso de su ministerio, será siempre un hombre puesto aparte para un cierto servicio y dedicado, por toda su existencia, a este servicio.

Si el sacerdote se define por su función, el religioso debe ser entendido en la misma línea que el laico, en la línea de la exis­tencia cristiana. Para nosotros los términos verdaderamente co­rrelativos son los términos religioso-laico, y no los términos clé­rigo-laico (en el sentido teológico de la palabra laico), porque en este binomio, en un caso, se trata de «hacer», y en otro de «ser». No hay correlación donde las relaciones son distintas. En cambio, los términos «religioso-laico» se refieren ambos a las re­laciones del cristiano con el mundo y sus estructuras. El laico vive en ellas, y las asume; el laico testimonia que el Reino opera en el mundo para transformarlo, es testigo de la encarnación, es decir, del sentido, del valor, que todas las cosas del mundo poseen en el designio de Dios, por el hecho de que Cristo ha venido precisamente para liberarlas del pecado, salvarlas y glorificarlas.

La vida religiosa, por la ruptura que supone el celibato, por la comunidad específica que éste crea, introduce una novedad en las estructuras del mundo. El celibato, aceptado por Cristo como estado definitivo, es una ruptura de los lazos de la pareja y de la familia, y, como consecuencia, de todo un haz de relaciones hu­manas, sociales y aun económicas. Sobre todo cuando al celibato se añade una comunidad nueva, creada, precisamente también, a causa del Evangelio.

Pero tal vez no se deba insistir demasiado en la ruptura, aun­que haya ahí un aspecto importante y muy visible. Los dos ele­mentos que caracterizan la vida religiosa (para Matura son la vir­ginidad y la comunidad, visión un tanto discutible) introducen en el mundo de los hombres que nosotros conocemos una nove­dad, que es figura y anticipo del mundo por venir.

De este modo, si la vida laica se refiere al mundo tal y como es, porque este mundo, con sus lazos humanos y sus estructu­ras, es el que será transformado, la vida religiosa se refiere al mundo tal como será, manifestando por el celibato y la comuni­dad el aspecto quizá más esencial de ese mundo, el tipo nuevo de relaciones que reinarán en él. Por eso es testimonio de la escatología, es decir, de la «societas sanctorum».

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Pero todo esto no sitúa la vida religiosa en la línea de una función, sino en la línea de la existencia humana y cristiana. Es un estado de vida como el laicado, atestiguando con él, pero poi medio de signo distinto, que Dios ha amado al mundo y ha inau­gurado su transfiguración por la resurrección de Cristo. A nivel de existencia cristiana, el laicado y la vida religiosa son como dos polos complementarios, como dos dedos que señalan la mis­ma realidad. El ministerio está a la base y soporta los dos aspec­tos: es responsable de ambos, los promueve y los armoniza.

El esclarecimiento proyectado sobre estos estados de vida cris­tiana y las precisiones dadas no dejan de plantear problemas con­cretos. ¿Puede la vida religiosa ser, en el sentido teológico de la palabra, verdaderamente laica? Si no puede serlo, y esto nos pa­rece evidente, ¿qué pensar de la idea frecuentemente lanzada sobre el carácter laico de determinados institutos, de los compro­misos laicos y seculares de ciertos grupos? ¿No hay en ello una confusión y una especie de nuevo «clericalismo»? Querer dar un testimonio «laico» a base de una vida religiosa, ¿no es querer suplir un defecto o carencia de los laicos? A menos que se trate de grupos cuya vocación primera era precisamente laica, porque en el fondo eran movimientos evangélicos de un laicado con un fin testimoniante laico caritativo o educativo, y que tuvieron que adoptar una forma religiosa, porque en su época era impensable que pudieran ser otra cosa. El celibato, la comunidad, constituían para ellos un medio sumamente eficaz y permitían una disponi­bilidad grande; ¿pero tal vez su vocación se podía haber cumpli­do sin estos elementos? Al menos se puede plantear la cuestión.

Por otra parte, según la perspectiva aquí expuesta, los minis­tros de la Iglesia de Occidente, ¿no son todos, teológicamente hablando, religiosos? Nosotros así lo pensamos, en efecto, pues el celibato voluntario constituye para nosotros la esencia misma de la vida religiosa. Pero, en el caso del sacerdote, el celibato no es querido por sí mismo, por su propio valor; es, actualmente, condición necesaria para llegar al ministerio. Cualquiera que sea el valor del celibato así elegido y sus consecuencias benéficas para el ministerio y para la Iglesia, hay en esta elección indirecta un problema psicológico que no se puede eludir.

Los sacerdotes, en Occidente, son en alguna manera obligados a asumir la condición del celibato, sin que su elección primera incida sobre él y sin que aparezca un lazo necesario entre él y

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el ministerio. Son, en cierto modo, religiosos a su pesar, sin po­der, ordinariamente, llegar hasta el fin del celibato, hasta la creación de una comunidad de hermanos» 7.

Comparto en lo fundamental la solución de Matura, conscien­te, por otra parte, de los problemas que deja pendientes o que suscita. Uno de ellos es el de los llamados «Institutos seculares»: ¿dónde entran? ¿Son religiosos? No quieren ser religiosos, y la Iglesia jerárquica acepta no tenerlos por tales. ¿Son laicos? El más famoso teólogo de los Institutos seculares, Von Balthasar, afirma que son el «prototipo del laico» o el «laico prototípico».

Creo que la palabra «secular» es tan ambivalente y ambigua como la palabra «laico», con sentidos muy diversos según se bable desde un punto de vista jurídico o desde un punto de vista teo­lógico o, incluso, funcional.

Hacer de los miembros de un Instituto secular el «prototipo del laico» es una ofensa injusta a los otros laicos cristianos. Por otra parte, no se puede olvidar que hay muchos Institutos secu­lares de sacerdotes. ¿También éstos serán prototipo de laico? Además, la secularidad de los miembros de dichos Institutos está sumamente recortada como secularidad, al no poder crear su pro­pia familia, ni la comunidad familiar; incluso queda recortada en otras muchas consecuencias políticas y económicas que depen­den de su peculiar situación, no frente a la familia humana, sino frente a otra fraternidad que pasa por el Instituto en cuanto tal.

Son laicos no teológica, ni jurídica, ni existeneialmente, sino sólo funcionalmente, en tanto ejercen funciones laicas. Pero esto lo hacen también muchísimos religiosos: maestros, médicos, en­fermeros, periodistas, etc. La única diferencia funcional entre aquéllos y éstos estará en que dentro de los Institutos religiosos las funciones vienen determinadas y acotadas por el fin del Insti­tuto; mientras que en los Institutos seculares no hay limitación de funcionalidades laicas.

7 MATURA, Th., Célibat et communauté. París, 1969, 67-75. Yo creo que muchísimos sacerdotes en Occidente no son célibes a su pesar, sino por opción. Y estoy convencido de que, aunque en un hipotético mañana se dispensara la ley del celibato, serían muchos los que lo seguirían abrazando. Desde luego, los sacerdotes religiosos. Pero no sólo ellos. No obstante las disputas, la Iglesia latina sigue manteniendo el celibato para sus sacerdotes de rito latino.

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¿Teológica y existencialmente son laicos? Para mí, no. Que lo1 sean jurídicamente —porque la jerarquía no los incluye entre los religiosos—, es algo que no preocupa teológicamente. Que funcionalmente sean laicos —los que lo son—, no habría incon­veniente en aceptarlo. Pero nada nuevo dice ni aporta esa noción funcional. A pesar del tiempo transcurrido desde la Provida Ma-ter, y lo mucho que se ha escrito, creo que las cosas, desde un punto de vista teológico, siguen donde las dejó Rahner en su res­puesta a Von Balthasar: los Institutos seculares, teológica y exis­tencialmente, no son laicos y son impropia y limitadamente seculares.

Hay otros problemas planteados por el libro de Matura, so­bre los que volveré en otra ocasión. Puede ser excesivo situar la dimensión jerárquica en un terreno acaso puramente canónico. Donde el autor habla de un sentido canónico, sería más acertado hablar de plano institucional. Cuando habla de laicos en sentido teológico, tal vez fuera más exacto hablar de plano de vida o modo de existencia cristiana. Lo mismo que cuando habla del modo de existencia cristiana de la vida religiosa.

Sea lo que fuere de la posibilidad de un modo de vida confi­gurada por la función sacerdotal, bien podemos dar por firmemen­te descrita la doble dimensión de la vida cristiana desde el punto de vista pneumático o vital.

4. Conclusión

Contemplada la Iglesia tanto desde el punto de vista institu­cional —como sacramento de santificación— cuanto desde el punto de vista de la gracia —como respuesta total del cristiano a Cristo y por Cristo al Padre—, aparecen dos niveles distintos de relación entre quienes formamos la Iglesia o nuevo pueblo de Dios.

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CAPITULO Vi

EL PROYECTO DE VIDA RELIGIOSA DESDE S© PECULIARIDAD CRISTIANO-EVANGÉLICA

Ahora ya podemos precisar de manera más directa la peculia­ridad de la vida religiosa en el conjunto de la Iglesia, con la rni-sión que dentro de ella cumple. La tarea no es fácil. Pero es ne­cesaria. No será posible definir de manera escolástica su natura­leza. Habrá que proceder de forma progresiva, y como por apro­ximaciones.

Diría que se impone una revisión crítica desde el conjunto de la totalidad eclesial. Esta aproximación se podía lograr desde distintos puntos de vista.

1. Crisis de identidad y dificultad de determinar la especificidad

Indiscutiblemente, vivimos una época de incertidumbre a to­dos los niveles de la vida cristiana, sin excluir la vida religiosa. No pocos fallos vocacionales, y hasta la misma disminución en el número de las nuevas vocaciones, obedecen a una falta de clari­ficación del contenido peculiar de la vida religiosa, por haber en­trado en crisis valoraciones tenidas por seguras durante siglos. Crisis que lo mismo se puede tomar en el sentido vulgar que en el sentido semántico de la palabra. Lo que, hasta hace muy pocos años, era seguro se ha vuelto problemático. Elementos adheridos a la vida religiosa, hasta aparecer como constitutivos de la misma, se ven hoy como lo que de verdad eran: puras adherencias. En esta situación se pregunta continuamente el hombre de la calle —y los mismos religiosos— si continúa teniendo sentido la vida religiosa.

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Se podría apelar a las reiteradas y decisivas afirmaciones, tan­to del Concilio como de los documentos pontificios posteriores, que mantienen categóricamente la persistencia del valor de la vida religiosa, no obstante las nuevas perspectivas de la teología sobre la Iglesia y la nueva teología y valoración de las realidades terrenas. Tales afirmaciones pueden dar una seguridad doctrinal e inspirar una confianza considerable. Pero no son suficientes, puesto que hoy se busca una seguridad, que llamaría existencial. Seguridad que sólo nos puede llegar por medio de una compren­sión básica del sentido que hoy siga teniendo la vida religiosa.

1. En un pasado reciente no se vivía la crisis de identi­dad de la vida religiosa como tal crisis. Aunque ya sea más dis­cutible si se trataba de una verdadera identidad. Tampoco se dudaba de la especificidad de la misma en el conjunto de la Igle­sia. Si es caso, se llevaba más allá de sus justos límites tal espe­cificidad. Una y otra se vivían, entre los religiosos, en una pací­fica posesión. Tal vez fuera una paz engañosa, apoyada en mo­tivos no del todo legítimos. Pero existía esta paz en la posesión de una vida no «contestada», al menos dentro de la Iglesia.

La Iglesia, en efecto, valoraba siempre positivamente la vo­cación y el estado religioso, tanto a nivel de jerarquía como de comunidad cristiana. Incluso el magisterio de la Iglesia mantenía la alabanza constante de la vida religiosa. Hasta ver en ella la imagen más plena y perfecta de la vida cristiana.

Por otra parte, existía una valoración sociológica, dentro de la sociedad más o menos cristiana, e incluso fuera de la misma creencia religiosa, entre los hombres de buena voluntad, que acep­taban la razón de ser y el carácter sociológicamente valioso de la institución religiosa. Los religiosos, especialmente por su pro­yección funcional útil, poseían un estatuto válido y aceptado en su valiosidad.

A su vez, la vida religiosa misma se sabía segura porque se apoyaba en una teología refleja, lo bastante consistente y contras­tada desde siglos, como para sentirse inconmovible en el plano doctrinal. Podían hacérsele críticas desde el punto de vista par­ticular de la vida de cada religioso. Pero a nadie se le ocurría poner en duda la validez de la explicación teológica sobre el he­cho religioso en su conjunto.

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Las líneas fundamentales de esta seguridad de la vida reli­giosa —y de la vida de los religiosos— habían sido fijadas de manera casi estereotipada desde la Edad Media: seguimiento de Cristo, fidelidad al Evangelio, estado de perfección, vida de ge­nerosidad según los consejos evangélicos, aspiración a la santidad, vida abierta a la perfección de la caridad. Por si fuera poco todo lo anterior, la prueba práctica de que la casi totalidad de los santos canonizados y beatificados durante los últimos siglos eran religiosos. De entre los pocos que no lo eran, algunos habían sido fundadores o impulsores de la vida religiosa. O habían vivido una vida prácticamente religiosa.

Por ello no sólo quedaba garantizada la autenticidad, identi­dad y especificidad de la vida religiosa en su conjunto, sino que cada Instituto vivía la seguridad propia de su identidad, al ha­ber sido aprobado por la Iglesia, que es infalible al aprobar un Instituto como verdadero camino evangélico de santidad.

2. Hoy, la situación ha cambiado profundamente. Y lo pro­bable es que siga cambiando durante algún tiempo. Lo que fue pacífica posesión deberá ser hoy conquista arriesgada y difícil, si se quiere salir con bien de la crisis. O si se quiere que la crisis se convierta en discernimiento crítico positivo. No basta con afirmar los valores permanentes de la vida religiosa. Tampoco existe lo que hemos llamado pacífica posesión, que hoy es «con­testada».

No se aceptan, sin más, las explicaciones de una teología «re­fleja» aportada por el pasado, puesto que una nueva base teo­lógica fundamental exige un replanteamiento general de la teo­logía de la Iglesia. No es que las explicaciones del pasado sean falsas. Sólo que deben ser sometidas a un replanteamiento crítico, para descubrir en ellas lo que ciertamente hay de válido, tam­bién para nuestro tiempo. Como para descubrir lo que hay de superable y hasta superado ya.

2. Vías posibles para un replanteamiento de la vida religiosa

El Concilio ha dicho que es necesario un retorno al Evan­gelio, además de una vuelta a los orígenes de cada Instituto. Di-xíase que el Concilio ha pedido una vuelta al Evangelio y a la

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historia. Con todo, este retorno no es nada fácil, ni desde el Evangelio ni desde la historia. Porque nos obliga a una nueva lectura del Evangelio, sin la «falsilla» de las lecturas ya fijadas por varios siglos de interpretaciones demasiado unilaterales del mismo, al leerlo sincopado. Es decir: desde la interpretación par­ticular de unos cuantos textos, especialmente de los Sinópticos, dándoles un sentido que hoy es discutible y discutido. La vuelta al Evangelio no puede consistir en repetir la experiencia interpre­tativa de esos textos. Tiene que hacerse desde una lectura del mismo como totalidad.

En este intento de nueva lectura del Evangelio se están pro­duciendo situaciones bastantes comprometedoras. Para unos po­cos autores ninguno de los textos evangélicos, entendidos en el pasado como referentes a la vida religiosa, tienen este sentido. Algunos otros, más cautos, opinan que sólo se refieren a ella in­directamente.

Dentro de una cierta fidelidad a la interpretación tradicional, hay quienes creen que los textos relativos a la virginidad por el Reino son los únicos que fundamentan una doctrina evangélica so­bre la vida religiosa, mientras que nada se puede encontrar en el Evangelio que apoye la vigencia de la pobreza religiosa. Respecto de la obediencia, tal vez se haya logrado una mayor coincidencia de pareceres en sentido negativo: no es posible encontrar en el Evangelio texto alguno que haga referencia a lo que llamamos voto de obediencia.

El problema es serio; pues, si se suprimiera toda fundamen-tación bíblica a los llamados «consejos evangélicos», la vida re­ligiosa quedaría reducida a la categoría de una realidad pura­mente coyuntural en la Iglesia.

Me interesa, ya desde ahora, afirmar que mi punto de vista a este respecto parte de una convicción plena sobre la verdadera dimensión bíblica de la vida religiosa, mirada desde la totalidad del Evangelio. Pero además estoy igualmente convencido de que los textos particulares, hoy «contestados», tienen un auténtico valor para la vida religiosa dentro de la totalidad del Evangelio. Me refiero a los textos que aluden a dimensiones fundamentales de la vida cristiana, como son los relativos a la virginidad y a la pobreza. Incluso los relativos a la obediencia tienen una funda-mentación bíblica desde la interpretación total de la revelación.

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Pero esto supone un planteamiento nuevo, tanto de la fun-damentación bíblica como de la interpretación teológica, si que­remos saber qué es y qué no es la vida religiosa.

La vuelta a la historia —ya de cada Insti tuto, ya sobre todo de la Iglesia y de la vida religiosa, en su conjunto—- no es tam­poco tarea fácil. Sobre todo, teniendo en cuenta que carecemos también de una historia de la vida religiosa '.

3. Estudio de la vida teligiosa en su historia

Creo sería relativamente fácil escribir una teología de la vida religiosa, si tuviéramos una verdadera historia del «hecho de vida» eclesial, que ha sido la vida religiosa, desde el brote evan­gélico hasta nuestros días, y de cara al futuro. El estudio de ese «hecho de vida» eclesial nos descubriría la eterna dimensión re­ligiosa de su contenido evangélico.

1. Un método inadecuado

Pero debemos evitar un fácil error, que viciaría de raíz la interpretación histórica de la vida religiosa: el afán por hallar lo permanente de la misma, para separarlo de lo variable o con­tingente. Según este principio interpretativo, cuanto encontrá­ramos de permanente sería esencial a la vida religiosa; y cuanto la historia nos descubriera como contingente sería no esencial. Se buscaría un núcleo esencial invariable, para fijar una teología.

Pero con semejante método se privaría a la vida religiosa de su carácter histórico; la Iglesia ya no sería un capítulo de la historia de la salvación, ni de una realidad peregrinante. Queda-

1 La historia de la vida religiosa es, tal vez, el «locus theologicus» fun­damental para todo trabajo de sistematización de una teología de dicha vida religiosa. Claro que por eso mismo, para poder hacer una historia de la vida religiosa—como de la Iglesia—se precisa una inicial impostación teoló­gica, ya que, aquí de un modo especial, la historia—como diremos en el apartado siguiente—no es ni puede ser simple relato de hechos externos cumplidos por los religiosos o por sus instituciones, sino algo mucho más rico y más profundo. Dicho un poco sintéticamente: ni la teología de la vida religiosa puede prescindir de su dimensión histórica; ni la historia de dicha vida religiosa puede prescindir de su dimensión teológica.

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ría hipostasiada en una eternidad falsa, que, por singular para­doja, no lograría salvar a la Iglesia misma.

Cierto que habrá de buscarse lo permanente en el «hecho de vida» eclesial y evangélico, que es la vida religiosa. Pero no ol­vidando que es permanente en ella el variar el ritmo y compás de la historia de la salvación. Con ello lo permanente buscado no es lo inmutable o invariable, sino lo vital evangélico, arro­jado al surco para una germinación, floración y fructificación. Nada más firme que lo vital. Pero nada más alejado de fijaciones inmutadas e inmutables que la vida misma.

Muchos han creído encontrar la constante inmutable de la vida religiosa, a lo largo de la historia de la Iglesia, en los lla­mados «consejos evangélicos». Pero uno se pregunta: las prime­ras vírgenes cristianas, ¿pensaban de manera refleja, o siquiera de manera implícita, en la pobreza y en la obediencia, tal como nosotros las entendemos? ¿Y pensaban los ascetas en la obedien­cia, incluso en la castidad y en la pobreza, tal y como nosotros las concebimos?

La Edad Media situó en el primer plano los tres votos, espe­cialmente desde el punto de vista de la consagración peculiar. ¿Qué encontramos de todo esto en los primeros siglos cristianos? Se dirá que, aunque no reflexivamente, sí que se vivía todo ello.

La consagración, tal y como era entendida e interpretada por los grandes teólogos de la Edad Media, era una realidad radical, proveniente de Dios, y, por lo tanto, intangible para toda auto­ridad humana, incluso para la Iglesia, e iba unida a los votos so­lemnes. Cuando aparecen los votos simples son considerados por las órdenes antiguas como una realidad nueva, pero también de inferior categoría. Los institutos seculares se sitúan en una dimen­sión nueva con relación a la vida religiosa anterior. ¿Salvan lo esencial e inmutable de la vida consagrada?

Fácilmente se ve la dificultad de querer simplificar la historia, pretendiendo separar lo permanente e inmutable y lo contingente y variable. No creo que exista nada inmutable en la realidad viva que es la Iglesia, precisamente porque es una realidad de vida.

Pero esto dificulta la historia —o la metahistoria— de la vida religiosa. Hay ciertamente que buscar sus constantes históricas,

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•que serán sus constantes evangélicas. Hay que deslindarlas de las concreciones puramente contingentes, que ha podido superponer una cultura o una época concreta.

Incuestionablemente, la vida religiosa, como la vida misma, ha debido encarnarse en unos hombres concretos y tenido que ser condicionada por una serie de factores coyunturales, pues lo con­trario supondría partir de una vida religiosa atemporal. Sin em­bargo, dentro de su encarnación a lo largo de la historia, hay ele­mentos que son necesarios para su realización fundamental, como presencia en la Iglesia peregrina. Mientras que otros elementos, asumidos, lo han sido provisionalmente tan sólo. Incluso han po­dido ser asumidos de una manera contaminante.

¿Qué elementos culturales y sociológicamente condicionados influyeron en el despertar del ascetismo, del eremitismo? ¿Cómo ver, incluso bajo estos factores contingentes, la constante histórica evangélica? ¿Qué factores espirituales influyeron en la espiritua­lidad del desierto y la monástica, junto a los valores evangélicos, pero sin identificarse necesariamente con ellos? La interpretación teológica dada por la escolástica sobre la vida religiosa, ¿hasta qué punto es únicamente transcripción del Evangelio y no una siste­matización doctrinal, sumamente condicionada por una filosofía y una teología muy particular? ¿Cómo distinguir lo religioso ra­dical y lo añadido cultural?

Lo más grave del caso es que considero prácticamente impo­sible lograr una separación plena de ambos. La misma reducción de la vida religiosa a los tres votos o consejos evangélicos ha pretendido llegar a esta fijación de lo esencial y permanente. Pero no ha pasado de ser una pretensión fallida. Y la realidad de vida, que es la vida religiosa hoy, se encuentra incómoda dentro de este límite.

2. Sentido de la historicidad

Por eso insisto en la necesidad de tener pronto una historia de la vida religiosa en su conjunto, desde sus orígenes hasta nues­tros días. Pero una historia de verdad, no una mera copilación de datos, tratados al modo como se pueden tratar los hechos de la historia civil. Una historia dentro de la cual la vida religiosa no se sienta incómoda, y se sienta presente de verdad en el acon-

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tecer de la Iglesia. Al fin y al cabo, la vida religiosa es una ma­nifestación de la vida de la Iglesia, como sacramento de santifi­cación y de santidad. Pero la santidad y la santificación se dan en la historia y en la historicidad del hombre y del cristiano.

Expresado de otra manera, diría que la vida religiosa, como-signo y sacramento verdaderamente visible de una manera de vivir el Evangelio, es signo para los hombres de cada época. Es signo de gracia; pero es signo. Atenerse a la sola dimensión de la gracia interna, nacida de una elección de Dios para beneficio individual del llamado a vivir una vida angélica, como se ha po­dido hacer en el pasado, no respeta la verdadera realidad de la salvación, que nos viene dada en el tiempo de salud, en la sacra-mentalidad mediadora de los tiempos de salud en que nos sal­vamos.

Si es un modo de vivir el Evangelio, no es indiferente su concreta encarnación en el tiempo. Debe ser signo, no jeroglífico. Como la gracia salvadora de Dios en la historia se ha hecho sig­no y nunca jeroglífico. Aunque por ser signo de gracia sea tam­bién misterio, que sólo dentro del ámbito de la fe, o del camino que lleva a la fe, puede ser entendido.

Una teología de la vida religiosa deberá hacer inteligible esta vida desde el Evangelio y desde la historia. Y una verdadera historia de la vida religiosa nos ofrecería conjugados los dos po­los de inteligencia: el evangélico y el histórico.

Con todas las limitaciones, me atrevo a exponer las que con­sidero líneas fundamentales de esta historia. Ante todo, más bien que preguntarnos: ¿qué es esencialmente o en qué consiste la vida religiosa?, habría que preguntarse: ¿qué es la vida religiosa en su historia como «hecho de vida» dentro de la Iglesia, como Reino de Dios en el tiempo? O, si se quiere: ¿qué es existen-cialmente la vida religiosa?

Así formuladas las preguntas, podían darse dos respuestas:

a) La vida religiosa es un modo de existencia cristiana, como un proyecto de vida humana desde unos concretos supuestos evangélicos. Al lado de otros modos de exis­tencia cristiana, como proyectos de existencia cristiana, como proyectos de existencia humana desde otros presu­puestos evangélicos.

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b) La vida religiosa es un modo de existencia cristiana al lado de otros modos de existencia también cristiana, des­de unos mismos fundamentales supuestos evangélicos.

En el primer caso, la vida religiosa y la no religiosa se distin­guirían a partir de una diferenciación en los supuestos evangé­licos fundamentales de una y otra. Habría dos parcelas evangé­licas, cada una de las cuales serviría de fundamento a dos tipos diversos de vida: religiosa y no religiosa.

En el segundo caso partiríamos de un único Evangelio, pro­mulgado idénticamente para todos. La especificación de vidas no se apoyaría en diferenciaciones a nivel de aceptación del Evange­lio, sino en el plano de los posibles modos de existencia humano-cristiana en los que realizar el único Evangelio.

3. Respuestas tradicionales

La reflexión teológica sobre la vida religiosa —tal como nos ha sido dada por la espiritualidad y la teología que podemos llamar tradicional, que ha tenido vigencia hasta casi nuestros días y que sigue todavía teniendo considerable acogida, incluso entre los teólogos de la vida religiosa posteriores al Concilio— parte del supuesto cierto de que en el Evangelio hay dos bloques de verdades, de diverso contenido, sobre los que se fundamenta cada uno de esos dos diversos modos de vida. Toda la interpre­tación teológica sobre la distinción evangélica entre preceptos y consejos de ahí parte; sea cual fuere la interpretación que luego se dé a los preceptos y a los consejos, a la hora de definir la esencia de la vida religiosa. Ya se haga de los consejos simples medios más perfectos para lograr la perfección de la caridad, que es el alma y centro de los preceptos; ya se haga de los consejos la expresión objetivamente perfecta de la caridad esencial. Es cierto que no es lo mismo contemplar los consejos como medios, siquiera sean medios privilegiados, que considerarlos como encar­nación objetiva de la perfección de la caridad, Pero ambas inter­pretaciones están bastante cercanas y vienen a coincidir en la aceptación de dos planos evangélicos diferentes: el de los pre­ceptos y el de los consejos.

Por idénticas razones parten de los mismos presupuestos dua-Iísticos todas las teorías sobre la vida religiosa como «estado de

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perfección». Todas las doctrinas perfeccionistas, sea cual fuere el sentido perfeccionista que se les dé: la vida religiosa como profesión de los estados de perfección, como camino de perma­nente tendencia a la misma, como expresión suprema de la san­tidad de la Iglesia.

Incluso parten de esta distinción de planos evangélicos quie­nes, por una parte, afirman la unicidad del Evangelio predicado por Cristo, pero hablan de una radicalidad en el aceptarlo y lle­varlo a sus últimas consecuencias. No obstante haber logrado entender lo inaceptable de toda teología perfeccionista, vuelven a caer en sus mismos fallos. Si el Evangelio es el mismo para todos, pero hay quienes llevan hasta las últimas consecuencias el radicalismo evangélico, quiere decirse que los demás no llevan hasta sus últimas consecuencias un Evangelio que les ha sido, intimado, pero que toman con reservas.

Casi todos los teólogos que han escrito sobre la vida religiosa en estos años del posconcilio, aunque hayan intentado superar la distinción entre preceptos y consejos, o todos los anteceden­tes perfeccionistas, vienen, por uno u otro camino, a caer en las. mismas consecuencias, precisamente por no acertar a superar la dualidad en el contenido evangélico. Así Carpentier, Sebastián, Sanchís, Truhlar, Martelet, Codina, Galot, Regamey, Ranquet y Rahner.

Como caso típico aludiré a Tillard. Muchas veces parece haber superado la dualidad perfeccionista, pero vuelve a incidir en un radicalismo exclusivo de los religiosos, con lo cual se vuelve a situar ante dos planos de nivel evangélico: uno para los religio­sos y otro para los no religiosos. He aquí algunas afirmaciones típicas y que vienen a sintetizar lo que más o menos repite en sus obras. Los subrayados son míos:

«El proyecto de vida religiosa es primaria y radicalmente un deseo de vivir el Evangelio de la salvación sin cortapisas ni re­gateos. El religioso desea explícitamente ordenar toda su vida en función de lo que cree ser el corazón mismo del Evangelio.

... Esto le pondrá frente a opciones tan radicales que le obli­garán a vivir permanentemente en una actitud de continua con­versión hacia ese norte del Evangelio... Cierto que todo cristiano sincero vive con profundidad en el campo dinámico de dicho eje

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y que, de acuerdo con el espíritu de los capítulos quinto, sexto-y séptimo de San Mateo, se verá incluso en la necesidad de tomar decisiones harto difíciles si, por ejemplo, se plantean con­flictos entre la lealtad debida a Dios y determinadas situaciones humanas... Pero el religioso es el que se siente llamado a vivir esa opción fundamental, radical, que, si a veces puede pedirse a cualquier cristiano, no se le impone siempre.

Existe, pues, en el «proyecto» de vida religiosa un deseo de estructurar plenamente la existencia en torno al eje del hecho evangélico. Es un deseo de vivir más netamente lo que el resto del pueblo de Dios vive real y sinceramente, pero de un modo un tanto difuso»2.

Bastaría un superficial análisis de estas afirmaciones para des­cubrir el equívoco. Si la vida religiosa es la que desea vivir el Evangelio sin cortapisas ni regateos, será porque los demás cris­tianos lo viven con cortapisas y regateos. Si la vida religiosa quiere vivir lo que considera el corazón mismo del Evangelio, la vida no religiosa no llega al corazón del Evangelio. Vive más netamente lo que los demás viven de manera difusa. No es de extrañar que afirme a renglón seguido: «No es fácil precisar esta idea con una claridad absoluta, y eso se ha visto ya en las discu­siones conciliares cuando se quiso dar al tema una adecuada ex­presión». La comparación de la radiografía no me parece dema­siado adecuada, porque viene a caer en los mismos fallos: situar en un plano de preferencia evangélica a la vida religiosa.

4. El verdadero punto de partida

Por eso estimo que el único punto de partida verdadero es considerar la vida religiosa como un modo de existencia cristia-

2 TILLARD, Vocación religiosa, vocación de Iglesia. Bilbao, 1970, 40-41. También en el largo estudio Le projet de la «vita religiosa» dans l'ensemble du fait évangélique (Apuntes pro manuscripto), Bruxelles. Cf igualmente El proyecto de vida de los religiosos, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid, 1975, 179-228. Para sensibilizarlo de alguna manera, Tillard apela a la comparación de la radiografía, «en la que no se acusan de forma vigo­rosa la carne, las venas, los nervios, etc., que son absolutamente necesarios para que una persona sea lo que es, y, en cambio, nos da con gran contraste la osamenta del sujeto. De forma parecida, el religioso, al concentrar su mirada en el Evangelio, no se fija tanto en unos valores determinados, cuanto en la estructura típica de la experiencia religiosa» (Vocación religiosa, voca­ción de Iglesia, 41).

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na —al lado de otros posibles modos: la vida cristiana laical— para realizar el servicio al Reino; todos ellos desde unos mismos fundamentales supuestos evangélicos.

Sólo desde estas perspectivas quedan garantizados varios as­pectos decisivos en el planteamiento actual de una teología de los estados de vida dentro de la Iglesia:

a) Cristo predicó el mismo Evangelio para todos y con el mismo rigor último para todos, en la total aceptación de su Persona y de su obra. Porque no hay dos Evan­gelios ni dos bloques de verdades evangélicas que justi­fiquen la distinción de dos tipos y menos de dos cate­gorías de cristianos.

b) Dentro de esta radical opción por Cristo, reclamada a todos, El podrá llamar a ejercer distintos servicios en la proclamación de su Reino. Pero sólo se tratará de servi­cios distintos, nunca de vidas cristianas de primera y de segunda categoría.

c) Cristo pide y exige la plena santidad de todos, porque todos deberán seguirle con un seguimiento radical y una opción plena, respondiendo a unas exigencias que se pre­sentan como dimensión fundamental a todos cuantos acepten la buena nueva del Reino.

d) No hay estados de perfección junto a estados de no per­fección, porque todos deben ser totalmente vividos en Cristo, según el pensamiento paulino. Todos son llama­dos a entrar y servir al Reino, como aparecerá en los Sinópticos. El Sermón de la Montaña, verdadera ley in­terna del Reino, es algo que debe ser encarnado por todos y de manera igualmente exigente.

Lo curioso del caso es que hoy son mayoría los teólogos que aceptan ya estos supuestos como incontrovertibles. Desde luego así lo afirman casi todos los autores anteriormente aludidos, si bien luego sus explicaciones vienen a negar lo que sientan como premisas indiscutibles, aunque sea por la vía de afirmación de que la santidad es tarea de todos, de que el Evangelio predica una misma exigencia y santidad para todos; pero algunos tienen el privilegio de elegir el camino mejor y más seguro para servir

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al Evangelio y alcanzar la santidad. No resulta fácil encontrar teólogos, incluso en nuestros días, que superen el escollo. Lo hacen, con una lógica sostenida, Matura —aunque discutible en aspectos concretos— y Schillebeeckx.

4. Dos modos de existencia cristiana en el servicio total al Reino bajo el Evangelio

La distinción debe buscarse en los modos humanos de vivir el Reino y servir al Evangelio. O mejor, y más rigurosamente, los dos modos, de existencia cristiana, asumidos plenamente por Cristo, hasta convertirlos en misterio de salvación al servicio del único Reino, con la misma ley suprema del amor, las mismas exi­gencias totalitarias frente a la opción plena por Cristo, la misma entrega plena al servicio del Reino desde una peculiar manera de vivir la existencia cristiana.

Trasladar la distinción de los modos de vida cristiana a este plano; sobre todo, hacer de la vida religiosa lisa y llanamente «un modo de existencia humano-cristiana», ¿no será humanizar excesivamente la vida religiosa y sacarla del mismo nivel evan­gélico?

El carácter de la respuesta depende de cómo se entienda este modo de existencia cristiana.

1. Análisis de unas modalidades.

Desde luego, la vida religiosa es un proyecto de vida perfec­tamente humana, dentro del cual puede y debe realizarse en ple­nitud el hombre. La vida religiosa no puede ser deshumanizante ni tiene por qué hacer fracasar humanamente dentro de ella. Fra­caso humano que no quedaría jamás compensado por supuestas ganancias para el cielo. Humanidades truncadas y fallidas no pue­den ser modos de existencia humano-religiosa. Serán tan fallidas en lo religioso como en lo humano.

Todo el cuadro de realizaciones de la vida religiosa debe per­mitir la total consecución de una vida verdadera y plenamente humana. En la libertad más plena el hombre se decide ante una

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serie de valores, que aparecen como verdaderamente humanos y hace de ellos el eje vertebral de su existencia. Al mismo tiempo que estima otras series de valores humanos, dentro de los cuales reconoce que se pueden realizar también perfectamente los seres humanos, y más concretamente, otros cristianos en su dimensión humana. Incluso ve que estos valores de suyo podían serlo para él mismo, desde el momento que son perfectamente humanos, pero no son sus valores por vocación.

Dentro del horizonte humano y de su abanico de posibilida­des existenciales, a cada cual se le abren unos caminos de reali­zación de su propio proyecto de vida. Ni mejor ni peor que los demás, pero que vendrá a ser el suyo. Cuando alguien elige un concreto proyecto deja otros —no por malos, ni siquiera por menos buenos en sí mismos—, sino porque tiene que elegir y de­cidirse por algunas de las varias posibilidades de existencia que se le ofrecen. Dentro todavía de este plano, la vida religiosa es un modo de existencia humana, en el que unos hombres con­cretos están convencidos —o deben estarlo— de poder realizar plenamente su propia vocación existencial humana.

Quienes hacen proyecto suyo la vida religiosa, lo hacen por­que, dentro del cuadro de posibilidades existenciales —que viene configurado por las grandes líneas de la estructura religiosa y que por utilización provisional y como hipótesis de trabajo vamos a considerar como virginidad, desprendimiento existencial, co-munitariedad y relaciones interpersonales e interdependencia—, descubren la posibilidad de realización humana de sus vidas. La virginidad no es elegida como realidad antihumana o inhumana, sino como un modo de realizar la dimensión personal abierta a la intercomunión personal en el amor más allá de su expresión bipolar. Quienes eligen el desprendimiento de las demás reali­dades humanas, marcadas por la posesión de los bienes terrenos, lo hacen porque ven en este despojo un modo de libertad hu­mana y de realización de una serie de valores humanos, que im­portan mucho a la hora de su elección.

Bajo este aspecto, ¿no urge humanizar la vida religiosa, de­masiado deshumanizada por pretensiones de angelismo? Particu­larmente hoy es urgente la estructuración de una antropología de la vida religiosa. Las generaciones jóvenes de religiosos son suma­mente sensibles a esta impostación de la vida religiosa. Bastaría

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su sola apariencia de deshumanizada o deshumanizante para ale­jarse de ella3.

Pero si la vida religiosa fuera sólo una posible vía de reali­zación humana, nos quedaríamos en un plano únicamente antro­pológico e ignoraríamos su dimensión cristiana. Quedaríamos, a lo más, en el plano de la religiosidad natural4.

El cristianismo, que es más que un humanismo, es humano. Como Cristo, que es mucho más que un hombre, es Hombre. No podemos renunciar a ser verdaderamente hombres para que­darnos con lo que hay de más que hombres en Cristo y en el cristianismo. Y en la vida religiosa. La vida religiosa —como la cristiana laical— es un modo de existencia humana. Pero enmar­cado en el cuadro de la virginidad, la pobreza, la obediencia y la comunidad es un modo de existencia humana cristiana. Y es cris­tiana no sólo por una proyección intencional cristiana, que ele­vara, en la intencionalidad subjetiva, lo humano hasta ponerlo al servicio de Cristo. Lo es por asunción de lo humano por Cris­to mismo, para convertirlo —sin dejar de ser realidad profunda­mente humana— en misterio de salvación en El.

Esto quiere decir que los modos de existencia humana —lai­cal y religiosa— pasan a ser realidades del orden nuevo de la salvación en Cristo y por Cristo para adquirir aquí la totalidad de sentido en la proyección de Cristo mismo.

3 No pocas dudas y crisis actuales radican en este no ver en la vida religiosa una posibilidad de plena realización humana de auténticos existen­ciales humanos. En otros casos, las dudas y abandonos obedecen a que para muchos jóvenes resulta claro su fallo personal ante estos existenciales, que comprenden deben existir en la vida religiosa, pero comprendiendo a la vez que ellos, en concreto, no están humanamente hechos para plasmar en estos moldes su existencia humana. ¿Por qué? Entre otras razones, porque no se les ha formado para esta aventura humana. Pero también porque no siempre pueden encontrar en sus compañeros ya mayores un realizado proyecto exis­tencial de vida auténticamente humano en su vivencia de la virginidad, pobreza, obediencia, comunitariedad, etc.

4 Históricamente sabemos ha sido asumido, fuera del cristianismo, muchas vires, este modo humano de existencia. Piénsese en el monaquismo hindú, i bino, en las comunidades esenias, de Kumrán, e incluso en las comunidades piíiiflóricas.

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2. La articulación de contenidos

Ahora todo dependerá de cómo articulemos realidad humana y misterio de salvación en los distintos modos de existencia cris­tiana: laical y religiosa.

Concretamente —y sin entrar por el momento en detalles—, la vida religiosa es un proyecto humano de vida desde la dimen­sión humana de la virginidad, la pobreza y la obediencia y la comunidad, asumido en Cristo y por Cristo para convertirlo en misterio de salvación al servicio del Reino, signando de manera peculiar la unión esponsal de Dios con su pueblo o la unión es-ponsal de Cristo con su Iglesia desde la significación del Reino, tal como aspira a ser en la consumación.

Como el matrimonio cristiano es el proyecto de vida humana asumido por Cristo al servicio del Reino, signando la unión es­ponsal de Dios con su pueblo y la unión esponsal de Cristo con su Iglesia, pero desde la comunidad bipersonal conyugal y la multipersonal de los esposos como padres de nuevos hijos para el Reino.

El planteamiento —de un gran rigor teológico— que ha hecho Schillebeeckx sobre el matrimonio cristiano en su obra El matrimonio, realidad terrestre y misterio de salvación, ofrece amplísimas perspectivas para todo planteamiento de la inserción de todos los modos radicales de existencia cristiana dentro del gran misterio de la salvación. Y me interesa en gran manera el paralelismo, porque pienso que el modo de existencia cristiana que es la vida religiosa se esclarece, especialmente como proyecto humano de vida, desde la asunción del otro proyecto de vida, que es el matrimonio, por el misterio de salvación. No para quedar en pura estratificación paralela: realidad terrestre y misterio en el matrimonio, realidad existencial humana y realidad cristiana en la vida religiosa, sino para ver cómo los dos modos de exis­tencia cristiana entran, con todo lo humano, en el ámbito nuevo de la salvación. Como las dos naturalezas de Cristo, en la fe de Calcedonia: «impermixte, indivise et inconfuse» 5.

5 La escasa penetración teológica del pasado en el misterio sacramental del matrimonio no sólo perjudicó a éste, sino también dañó la comprensión del proyecto humano de vida religiosa, hecha misterio de salvación. La vida religiosa quiso ser misterio, pero dejó de ser realidad humana. Lógicamente, tampoco logró ser misterio en la forma en que debía serlo.

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Hay más. La sacramentalidad del matrimonio, en tanto sacra­mento, no parte de cero radical humano, sino que asume la tota­lidad humana del amor del matrimonio para insertarlo íntegro en el nuevo orden del misterio. Aparentemente, el matrimonio puede aparecer igual en aquellos en quienes es realidad vivida en Cristo, que en aquellos en quienes es simple realidad terrestre. Pero en realidad los dos planos forman una unidad. Es lo que venía afirmando la teología antigua sobre el matrimonio sacra­mento; para esta teología es el mismo matrimonio, en su tota­lidad humana, lo que es el sacramento.

Con ello el matrimonio entra en el orden de la salvación como una realidad plena, que debe ser vida en Cristo, y forma el proyecto humano-cristiano de una parcela decisiva de lo que llamamos modo de existencia cristiana laical. Junto a esta dimen­sión de vida laical se articulan los demás factores sociológicos, comunitarios y económicos del proyecto total de vida laical, com­prometida en la tarea de encarnación del Reino.

Tampoco el modo de existencia cristiana que es la vida re­ligiosa, configurada por las líneas maestras de lo que podemos llamar —sin mayor compromiso por el momento— «consejos evangélicos», parte de un cero humano, sino que es un modo humano de existencia cristiana en el Reino.

En un afán de supernaturalizar, por ejemplo, la virginidad, se la ha presentado como llovida originalmente del cielo, angeli­zada, deshumanizada. Con ello no se le ha hecho ningún favor. La virginidad, como modo de existencia, ha nacido en la tierra, en Cristo Virgen, y en la Madre Virgen, y en la virginidad asu­mida al servicio del Reino.

La misma pobreza pasa a ser una actitud existencial huma­no-cristiana, de signo antropológicamente válido para el posible hacerse de la persona y del cristiano. No se funda en ninguna idea maniquea del mundo y de la vida. No es siquiera, primaria­mente, una negación y una renuncia. Es, ante todo, una afirma­ción de la libertad frente a las realidades que tienen que servir .il hombre, sin que el hombre sea servidor ni esclavo, porque el hombre, en el plano de una verdadera antropología integrada, es más que las cosas.

Pero aparte la liberación antropológica, tiene la pobreza otro Ncntido igualmente positivo: la actitud de don de estos bienes,

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de tan hondo sentido evangélico en labios de Cristo: «Vete, da tus bienes a los pobres». La actitud existencial humana ante los bienes, que se torna en dádiva de los mismos, que uno pre­fiera dar, más que poseer, configura un modo de existencia hu­mana, que, además, adquirirá nuevo sentido cuando se vive esta actitud desde una dedicación existencial a los bienes del Reino.

Tal vez la vida religiosa no haya sido siempre fiel a esta actitud de dádiva y de amor, manifestado no sólo en el don en amor de la persona, abierta a las relaciones multipersonales. Y se haya sustituido esta implantación existencial vital por el no po­seer individual, mientras que las instituciones religiosas se hayan afirmado en la posesión y el dominio de los bienes. De rechazo, la seguridad temporal intramundana de las instituciones ha lle­vado a la seguridad intramundana de los individuos, ni libera­dos ni abiertos al don, precisamente porque no se afirman los bienes del Reino como los únicos definitivos; y de los bienes terrenos no se hace únicamente objeto de proyección y dádiva abierta a la justicia, la caridad verdadera, la promoción humana, la libertad interior, la entrega a la providencia y la afirmación existencia] —verdadero acto de fe— en la ordenación de todos los bienes terrenos al logro de los bienes eternos.

La comunidad, como proyecto compartido de un modo de vida religioso, tampoco niega, sino que afirma, la comunidad y comunidades humanas naturales, pero desde la acentuación de la abertura interrelacional universal. Asumida la comunidad huma­na universal por la nueva koinonia salvadora en el misterio abierto por Cristo a la condición de hijos de Dios y ciudadanos del Reino.

5. Especificidad del modo de existencia religioso

¿Cabe hablar de verdadera especificidad de vida religiosa al lado de la especificidad del modo de existencia cristiana laical? Desde luego que sí. Son dos modos de existencia humana, in­cluso desde el plano humano. Y al ser ambos asumidos por Cris­to en la dinámica de su Reino ofrecen dos modos de existencia cristiana también distintos, pero complementarios y servidores por igual, desde sus ángulos respectivos, del mismo Reino.

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El Reino, en el tiempo, no es posible sin el matrimonio vivi­do en el Señor; pero tampoco es posible sin la virginidad vivida en el Señor: el mismo Señor en la relación esponsal con la Igle­sia, suscitando dos respuestas, ambas totales y sin limitaciones, de la Iglesia-Esposa a Cristo-Esposo.

Interesa por igual la valoración de los dos modos de exis­tencia cristiana, desde el Reino y desde el ámbito antropológico, ya que es este valor de mutua interacción el que permite el servi­cio al Reino en el hacerse temporal hasta que venga el fin. En ambos Cristo es el mismo; la opción radical ante Cristo es la misma, sin categorías de primera y segunda división. Ni hay amo­res preferenciales y amores dimidiados. Nadie puede vivir nin­guno de los dos modos de existencia cristiana «con cortapisas o regateos». Uno y otro se estructuran en torno al eje del «hecho evangélico».

Si determinados cristianos, que dicen seguir el proyecto de vida cristiana laical, no manifiestan esta decisión sin cortapisas ni regateos, ni estructuran su vida en torno al eje del hecho evangélico, ni muestran la fuerte osamenta de un esqueleto ple­namente vertebrado en el Evangelio, lo único que se podrá decir es que son muy medianos o muy malos cristianos. Pero lo mismo se puede decir, por desgracia, de muchos religiosos, sin que por ello los fallos individuales se quieran justificar desde dos Evan­gelios distintos: uno —el de la generosidad— para los esforza­dos y otro —el de la mediocridad— para quienes buscan el mínimo vital que les permite no quedar excluidos del Reino.

Ni siquiera en el caso de que fuera plenamente comprobable y comprobado que la gran mayoría de los que asumen un pro­yecto de vida cristiana laical no alcanzan sino el mínimo vital para no desintegrarse, mientras que la gran mayoría de los que siguen el proyecto de vida religiosa lograran ser viva radiografía de las líneas fuertes del Evangelio, podría aceptarse el principio de la dualidad evangélica de ambiciones y proyectos. Bastaría confesar el fallo concreto de cada cristiano laico y el éxito con­creto de cada religioso fiel. Pero es demasiado suponer en ambos casos. Hay muchos cristianos laicos plenamente fieles al proyecto de vida humano-cristiana, al servicio puro del Reino, y podrían y deberían ser muchos más, si no nos contentáramos con ofre­cerles salvoconductos para la mediocridad, como medio de entrar en el cielo.

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Y no todos los religiosos viven su proyecto de vida humano-cristiana dentro de las líneas humanas y cristianas que los ponen al servicio del Reino, tal vez demasiado confiados en que han sido elegidos por decreto y por estado, y el decreto y el estado les bastan para ser lo que tenían que ser: humildes servidores del Reino desde la autenticidad de su proyecto de vida humano-cristiana, en virginidad, pobreza, obediencia, comunitaríedad, asu­midas por el misterio del Reino, hasta ser plena realidad huma­na y verdadero misterio de salvación.

Según esto podríamos decir que en el Reino se abren dos grandes posibilidades existenciales, dentro de la total adhesión a Cristo y de sus exigencias:

a) El horizonte existencial humano-cristiano de la virgini­dad; el horizonte existencial humano-cristiano del des­prendimiento y la pobreza; el horizonte existencial hu­mano-cristiano de la comunidad. Todo ello asumido por Cristo en orden al crecimiento de su Reino.

b) El horizonte existencial humano-cristiano del matrimo­nio; el horizonte existencial humano-cristiano de la or­denación de las realidades materiales al servicio del hom­bre; el horizonte existencial humano-cristiano de las re­laciones comunitarias humanas, desde la proyección de la comunidad conyugal hacia los demás modos de convi­vencia social humana.

Ambas son posibilidades humanas y cristianas. Ambas son realidades humanas —y, por humanas, terrenas— y ambas son realidades cristianas, y, por tanto, del orden del misterio de la salvación. Y no se pueden entender si no es desde su doble vertiente, que llega a converger en la misma cúspide: Cristo, su Misterio y su Reino.

Considero interesante aducir unas citas del libro de Schille-beeckx El celibato sacerdotal. Gran parte de lo que dice se re­fiere, sobre todo, al valor eclesial de la virginidad, sin entrar en discusiones sobre la identidad entre virginidad y celibato. El autor considera el celibato dentro del ámbito de lo que yo con­sidero peculiar de la virginidad. Y lo primero que resalta, con acierto, Schillebeeckx es su realidad humana como proyecto exis­tencial de vida. Es necesario haber fijado su dimensión terrestre

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antes de ver el celibato inserto en el orden de la salvación. Las citas no interesan de momento en su valor propio e intencio­nado acerca de la virginidad, ya que sobre este tema hablaremos más tarde. La utilización actual va dirigida a aquellos aspectos que se refieren al modo de existencia cristiana, que yo he lla­mado existencia cristiano-religiosa, pero precisamente en tanto es un modo de existencia cristiana y humana al servicio del Reino, al lado de otro modo de existencia cristiana que es el de la vida laical; en concreto, dentro del ámbito del matrimonio.

Como complemento, pues, de lo dicho sobre los modos de existencia humano-cristiana dentro del Reino —y sin buscar un enfoque de la totalidad del celibato—•, he aquí algunos párrafos del citado autor:

«No podemos dar un sentido religioso al celibato si antes no lo hemos iluminado como realidad terrestre. Algo que no ha sido iluminado en su propia realidad intramundana apenas puede servir de signo para hacer visible o atractiva una realidad sobrenatural. Algunas nuevas interpretaciones teológicas han perdido por eso una buena oportunidad con sus teorías de los signos. Esta pre­cipitación explica también la tendencia a definir el celibato, en cuanto valor, como algo pura y específicamente cristiano, lo que contradice a los hechos históricos.

Habría que hacer una fenomenología del permanecer célibe como proyecto vital...

El celibato libremente aceptado para realizar un valor indica, fenomenológicamente, un vestigio especial de un profundo valor vital concreto, que merece esta entrega plena y cuya realización pudo convertirse, por tanto, en un proyecto vital básico que jus­tifique el sacrificio de la realización de otros valores.

Es verdad que el Evangelio garantiza el celibato como una po­sibilidad de existencia cristiana; pero no por ello hemos de con­cluir que se trata de una elección, que la revelación ha hecho posible, entre un "bien natural" y un "bien sobrenatural", que sería en este caso el celibato. En efecto, lo mismo que el ma­trimonio, también el celibato es ante todo una posibilidad de vida humana. Tanto el uno como el otro pueden adquirir un sig­nificado cristiano. En este sentido, es posible que uno se abrace con el celibato o con el matrimonio por el "reino de los cielos".

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Pero se trata de determinar el valor inmediatamente específico que incita a un individuo determinado a optar por el celibato como posibilidad significativa...

... la fe cristiana y religiosa significa esencialmente que nuestra existencia concreta es una promesa de salvación en Dios.

Estas reflexiones nos permiten comprender la inexactitud del planteamiento del dilema: Dios o el hombre; natural o sobrena­tural; el hombre o el cristiano; huida del mundo o compromiso con el mundo; relación inmediata con Dios o relación mediata. Todas estas antinomias son extrañas al cristianismo. Por esto, una vida que se pretende que esté consagrada exclusiva y directa­mente a Dios, sin mediación alguna terrena y humana, es una ilusión que nada tiene que ver con el cristianismo; a pesar de todas las buenas intenciones, muchas veces conduce a las per­sonas a una falta de realismo frente a las estructuras internas y las realidades humanas, con cierto infantilismo como secuela...

El matrimonio y el celibato son ante todo unas posibilidades de existencia significativas en el plano humano; el uno y el otro pueden ser vividos igualmente por el reino de los cielos, pueden ser percibidos como impregnados de significado cristiano. Pero esto quiere decir que, en primera instancia, el celibato no con­siste en el abandono de un valor terreno, el matrimonio, por un valor sobrenatural. En primera instancia, el celibato es, no un valor "sobrenatural", sino una posibilidad de vida humana, que busca una consagración particular a un valor determinado. No se trata de una elección entre Dios y un "rival" posible, ya que, para nuestro amor, Dios y el rival conyugal no se presentan como dos contrarios: no nos obligan a la elección, como si el verdadero y puro amor a Dios no fuese posible más que con la condición de renunciar al consorte humano. Tanto el matrimonio como el celibato son un valor humano; ambos, si se viven cris­tianamente, quedan inscritos en el orden cristiano y sobrenatural de la salvación. El celibato cristiano es, pues, la elección positiva de un modo de experiencia que posee ya en sí mismo un signi­ficado natural humano; si se escoge este modo, es por las actitu­des intrínsecas de este modo de existencia, por "motivaciones religiosas" y a causa del valor religioso. Por "valor religioso" en­tiendo no un Dios sin mundo, ya que semejante Dios no existe, sino el Dios vivo y el hombre en su dimensión más profunda, ya que esto es precisamente el Reino de Dios...

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...el cristianismo, basándose en un dato profundamente huma­no, ha experimentado en su interior el celibato como una posi­bilidad de vida que podía tener una significación "cristiana". La garantía evangélica se encierra en la conciencia que el cristianis­mo ha tomado de sí mismo; en la intuición de los fieles que han visto en la naturaleza propia del celibato, como posibilidad de vida humana, una posibilidad eminente de vida cristiana; y esto a causa del reino de los cielos. Esto es, para poder servir a Dios y a la humanidad religiosa...

El celibato religioso tiene, sin duda alguna, un contenido hu­mano positivo, dentro de un modo de existencia que se concentra de una manera particular en esta dimensión vital más fundamen­tal, que es el valor religioso. Por tanto, no está caracterizado por una negación, por una renuncia a unos valores humanos con vistas a unos valores religiosos o sobrenaturales. Se trata real­mente de una elección entre varias posibilidades cristianas; es esencialmente la elección de una posibilidad cristiana significati­va, que, de hecho, excluye otras posibilidades que también son cristianas: son las que se ofrecen a la mayoría de los cristianos y les procura las mejores oportunidades de vida cristiana...

El celibato cristiano no es, por tanto, la elección positiva de un sacrificio, sino la elección de un modo de existencia cristiana válido y fecundo; una elección que se ve acompañada por la con­ciencia de los sacrificios que entraña...

De esta manera el celibato cristiano se encuentra, no bajo el signo de la negación, de la huida del mundo, sino bajo el de la elección positiva, hacia el porvenir por excelencia: Dios mismo, promesa de salvación hecha al hombre que vive en la historia...

...gracias a todo ello hemos desmitificado el celibato religioso; esto es, nos es posible liberar al celibato de sus revestimientos sacralizantes y descubrir por otra parte su realidad auténtica, su poder de evocación y su inteligibilidad para el hombre y para el cristiano. El fundamento humano del celibato religioso se convier­te de este modo, en el interior de la fe, en algo más evidente; y a partir de este fundamento puede hablar el celibato de una ma­nera más apropiada al hombre de hoy»6.

6 SCHILLEBEECKX, El celibato ministerial. Salamanca, 1968, 88-105.

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Bastaría trasponer al ámbito total de la existencia humano-cristiano-religiosa en los demás planos de la misma: pobreza^ obediencia, comunidad, cuanto Schillebeeckx dice del celibato y tendríamos el sentido total del modo de existencia humano-cristiana, que es vida religiosa: realidad humana y misterio de salvación. Creo que ha valido la pena la larga cita de Schille­beeckx, uno de los pocos teólogos que podría plantearse el sen­tido de la vida religiosa de manera plena, a juzgar por lo que ha hecho de manera fragmentaria.

Las dos fundamentales posibilidades de existencia humano-cristiana son interdependientes y se necesitan mutuamente, por­que sólo en la conjunción de ambas resulta viable la realización y crecimiento del Reino de Dios en el tiempo de la Iglesia pe­regrina.

Sobre cada uno de esos modos radicales de existencia cris­tiana se edifican los dos fundamentales proyectos de vida: el laical y el religioso.

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CAPITULO VII

FUNDAMENTACION DEL PROYECTO DE VIDA EVANGÉLICO EN EL MODO DE VIDA DE CRISTO Y EN

SU DOCTRINA

Además de la vida religiosa como «hecho de vida», tal y como aparece en la historia, desde los orígenes de la Iglesia, hay todavía algo que me tranquiliza al tomar sus rasgos más funda­mentales, de manera global, como supuestos de trabajo. Y hablo de supuestos de trabajo, y no ya de simple hipótesis. Pues bien, ese algo es que dichos rasgos más fundamentales de un proyecto de vida humana y cristiana han sido realidad plenamente garan­tizada por los libros sagrados.

Por de pronto, en Cristo se ha dado un proyecto existencia! humano —y por ser de Cristo, totalmente cristiano— centrado en esas líneas fundamentales: su virginidad, su pobreza, su obe­diencia, su creación comunitaria y su misión. Por otra parte, al predicar su Reino desde su concreta implantación existencial hu­mana, configurada por esas líneas maestras, Cristo no las ha pre­dicado como condición imprescindible para entrar en dicho Rei­no y entrar en él con todas las consecuencias. Con lo cual, de rechazo, ha afirmado la posibilidad de otros modos de existencia humana y cristiana.

Cristo anuncia su Reino con una rigurosidad y unas exigen­cias de totalidad para todos, sin excepción. Dentro de esta exi­gencia plena y de esta totalidad, acepta explícitamente los dos modos de existencia dentro del Reino, no creando dos categorías de cristianos y de discípulos desde el punto de vista del Reino en cuanto tal. Aunque establezca distintos servicios en orden al anuncio y establecimiento del mismo único Reino. El asumirá plenamente ambos modos de existencia, cuando de verdad co-

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mience la realidad del Reino tras su misterio pascual como reali­dades a ser vividas plenamente en el Señor. Digo «a ser vividas» como una tendencia, una dedicación que se irá poco a poco ha­ciendo logro, aunque muchas veces se entremezcle el fracaso hu­mano de quienes —por uno y otro lado— sólo penosamente van asimilando el Reino.

¿Podemos encontrar en los Evangelios y, en general, en los escritos del Nuevo Testamento una justificación de estos dos modos de existencia cristiana al servicio del Reino? Sí. Aunque,, posiblemente, no donde se han solido buscar. O, por lo menos, no en la forma en que se han buscado. Ni en la forma en que se han interpretado los textos evangélicos. No se trata primaria­mente de textos concretos. Se trata de la totalidad del Evangelio. Pero esto nos obliga ahora a una revisión crítica de los textos y a un replanteamiento general de la problemática evangélica.

1. Interpretación del modo de existencia religiosa en los textos evangélicos

¿Existen textos concretos sobre los que apoyar la interpre­tación del hecho de vida o del modo de existencia religiosa?

1. La respuesta de la tradición

Ya hemos dicho, en páginas anteriores, que la vida religiosa sería evangélica aunque no se apoyara en ningún texto concreto siempre y cuando se apelara, como a instancia definitiva, a la totalidad del Evangelio, al Evangelio personal que es Cristo mis­mo. Pero también es verdad que nos encontramos con una inter­pretación de larga vigencia en la tradición monástica, que ha apelado de manera sistemática a unos determinados textos, como ha buscado también su entronque con el modo de vida apostó­lica. ¿Ha instituido Cristo la vida religiosa? ¿Hay fundamento serio para afirmar el carácter verdaderamente evangélico de la vida religiosa, desde la letra de los Evangelios?

Es un hecho que la tradición ha apelado constantemente a la letra misma de los Evangelios, en los que —aunque sin preten­der encontrar textos concretos que hablen de manen; clara de la

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institución por Cristo de lo que llamamos vida religiosa— sí se halla la descripción de dos caminos o vías para llegar a la salva­ción del Reino:

a) Una, abierta y exigida a todos los cristianos, y que viene expresa y limitada por los «preceptos».

b) La otra, propuesta a algunos como vía de generosidad, ya que buscan, no únicamente la salvación, sino la perfec­ción. Su carta magna se condensa en los «consejos».

Todos estamos obligados a los «preceptos», pero algunos se obligan a sí mismos a algo nuevo y no exigido de suyo: los con­sejos.

Esta es la doctrina corriente de los manuales de espiritualidad. El mismo Santo Tomás aceptará el binomio «preceptos-consejos», si bien con su matización muy clara sobre el ámbito de unos y otros, lo que le lleva a mantener una unidad en la vida cristiana, que supera la distinción fácil, nacida de la aceptación de precep­tos y consejos, como norma de dos tipos de vida y de dos modos de existencia.

Tampoco podemos negar que esta interpretación —que llama­mos cómoda— tiene un apoyo grande en casi toda la tradición de la Iglesia y de la misma vida religiosa, y durante siglos fue la doctrina umversalmente aceptada, aunque luego fueran diversas las interpretaciones sobre el valor y función de los «consejos» en orden a la única perfección cristiana. Interpretación que ha sido prevalente en la teología fragmentada de la vida religiosa hasta las vísperas mismas del Vaticano II . Y que sólo muy lentamente va siendo superada, desde la nueva iluminación de los contornos de la vida religiosa por una teología cada día más clarificada sobre el Reino de Dios y sobre la Iglesia.

Puesto que esta interpretación de los Evangelios está a la base de una amplia tradición —que no se puede despreciar—, deberá hacerse un nuevo estudio de toda la doctrina de los Padres y de los grandes creadores de movimientos de renovación religiosa, para ver de reinterpretar los textos desde un nuevo contexto, aunque siendo fieles a lo que creo ser su intención. Es otra vertiente de la necesidad de un estudio serio y completo de la vida religiosa en su historia.

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La interpretación de la vida cristiana desde los supuestos de los «preceptos y de los consejos», ¿responde de verdad al conte­nido profundo del Evangelio, o es, más bien, un esfuerzo de in­terpretación teológica, sumamente condicionado históricamente por una idea que puede no ser evangélica: de dos categorías de cris­tianos: los imperfectos, a quienes basta con salvarse, y los per­fectos, que buscan llegar a las últimas consecuencias del Evange­lio? No se puede dudar de que al fondo de muchas interpretacio­nes de la vida cristiana ha habido doctrinas pseudoespiritualistas, gnósticas, encratitas. Como hemos de contar con que, histórica­mente, la vida de los cristianos que viven en el mundo ha care­cido de una verdadera teología más o menos completa.

Nos debemos preguntar si existe en los Evangelios una clara o velada distinción de esas dos vías: una abierta al hombre que se contenta con salvarse —la mayoría—, y otra, distinta, pro­puesta de manera opcional a algunos, que intentan ir más allá de lo necesario.

2. Revisión crítica de hoy

Si, antes del Concilio, toda la problemática surgía entre la in­terpretación que debía darse a los «preceptos y consejos» desde el punto de vista de la «caridad cristiana», los últimos años se ha planteado la cuestión de fondo sobre si hay o no hay «consejos y preceptos». Algunos teólogos llegan a la conclusión de que no es posible descubrir en el Evangelio semejante binomio. Muchos más todavía son los que, aun admitiendo la dualidad «preceptos-consejos», niegan que dicha distinción dé fundamento para es­tructurar dos categorías de cristianos con distintos niveles de per­fección, dado que se acepta la doctrina del Concilio sobre la lla­mada universal a la santidad, y somos cada día más alérgicos a admitir preeminencias en el Reino. De todas maneras, uno no deja de tener la impresión de que cuantos siguen admitiendo dos blo­ques en el contenido evangélico: el de los «preceptos» y el de los «consejos», a pesar de las afirmaciones en contra, cuando llega el caso, terminan por caer en lo que dicen querer evitar: privile­gios y categorías. Los mismos Documentos conciliares no han po­dido evitar siempre una cierta ambigüedad.

Pero, si hay que ser lógicos y consecuentes, habrá que serlo hasta el fin. Por mi parte, voy a intentar serlo. Vuelvo a pregun-

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tan ¿hay en los Evangelios una fomulación, siquiera velada, so­bre dos modos de servir al Reino desde el plano mismo de la vida, uno que podría responder a lo que se ha llamado «precep­tos» en el pasado y otro que correspondiera a los llamados «con­sejos»?

Esta pegunta nada tiene que ver con la afirmación sobre la posibilidad de dos modos de existencia cristiana al servicio del Reino, ya que esos dos posibles modos —para mí, reales— no vienen regulados, ni uno ni otro, por preceptos y consejos. Mejor: ambos vienen regulados, a la vez, tanto por lo que se llama pre­ceptos como por lo que se llama consejos.

Pero, puesto que se trata de examinar el caso a la luz del Evan­gelio, intentamos analizar sus textos, para ver qué fundamento puede tener la doctrina de los preceptos y de los consejos.

Para quien lea los Evangelios sin esquemas conceptuales pre­vios, resulta obvio que en el primer plano indiscutido aparece una Nueva Ley de vida: el amor de un Dios-Amor que se ha he­cho amor encarnado: Cristo. No es indiferente que se haya pasa­do de una normativa, que podemos llamar ética, a otra que po­demos llamar existencial y personal, y que asume todo modo de existencia cristiana: la ley de amor que es Cristo mismo, aceptado con todas las consecuencias, para iniciar un vivir en El todas las situaciones existenciales del hombre. Ley de amor y de vida en Cristo, que parte de una común y universal dimensión de los nue­vos hijos de Dios, con una paternidad común y una común filia­ción. De forma que, en la vida de quienes han nacido hijos de Dios y viven como hijos de Dios en Cristo, todo se reduce a vivir los posibles modos de exstencia humana, pero no variaría la di­mensión radical por la que se viven todos esos modos de existen­cia en Cristo y como hijos del mismo Padre.

De una formulación ética de preceptos y consejos se pasa a una formulación existencial, en la que no cabe más que un vivir o un no vivir en Cristo en todos los momentos y en todos los proyectos de vida humana.

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2. Identidad en la doctrina de todo el Nuevo Testamento

No deja de producir cierta extrañeza el hecho de que la inter­pretación de la vida cristiana, como fundada en los «preceptos» y en los «consejos», haya elegido casi exclusivamente un manojo de textos de los Sinópticos, con la pretensión de descubrir en ellos la doble vía de la mediocridad de los preceptistas y la gene­rosidad de los seguidores de los consejos.

Es cierto que también se apelará a San Pablo en el único pa­saje de la carta primera a los Corintios. Pero, incluso la apelación a sus famosos párrafos a propósito de la virginidad, se hace desde presupuestos bastante distintos de los que se siguen al estudiar el bloque de textos de los Sinópticos.

Para nada se citará a San Juan. Ni tampoco se apelará a las demás cartas de San Pablo, ni siquiera a quellas de tan hondo sentido y expresión «parenética» sobre la trayectoria plena de la vida cristiana. Una primera pregunta viene inmediatamente al pen­samiento: si la vida religiosa es la crema de la vida cristiana, la quintaesencia de la misma y del más profundo contenido evangé­lico, ¿cómo es posible que no aparezca, no ya resaltada, pero es que ni aludida por el Evangelio de San Juan, el más teológico, ni en las cartas de San Pablo, que vive obsesionado por el desarrollo de la vida de sus comunidades desde su total y arrebatada pasión por Cristo?

Los textos de los Sinópticos, sobre los que se pretende funda­mentar la vida religiosa, ocupan precisamente el punto central del mensaje de Cristo transmitido por los tres evangelistas, cuando nos presentan las supremas exigencias del Reino. ¿Tan distintos serán, cuanto a la esencia del anuncio del Reino, Juan y Pablo, por un lado, y los Sinópticos por otro? Los textos de los Sinóp­ticos no son periféricos al mensaje de la salvación, sino que ocu­pan el lugar central. Por lo tanto, deben ser entendidos desde el centro mismo del Evangelio. No pueden caer bajo la categoría no vinculante de «consejos». No existe diferencia de Evangelio entre ellos y Pablo.

El bloque de textos sinópticos a que aludo, y que han estado a la base de toda la teología fundada en la teoría de los «precep-

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tos» y de los «consejos», entran dentro de lo que podíamos lla­mar formulación y promulgación por Cristo de las supremas exi­gencias del Reino que El ha venido a establecer.

3. Exigencias del Reino en los Sinópticos

La exposición más completa, y también más comprometedora en su formulación, nos la ofrece San Mateo de manera casi obse­sionante. Pero también los otros dos ofrecen idénticos lugares pa­ralelos, aunque de forma más abreviada y menos reiterativa, por­que era distinta la finalidad redaccional de sus respectivos evan­gelios.

Dentro del Evangelio de Mateo los textos podrían polarizarse en torno al capítulo 5 y al capítulo 19, ambos íntegros. En el capítulo 5 nos ofrece el Sermón de la Montaña como Ley consti­tucional de su Reino. Las exigencias radicales del Sermón de la Montaña no van dirigidas a un grupito de favoritos y privilegia­dos. Tanto por el contenido y la formulación dada al mismo como, incluso, por el auditorio al que se dirige —«una gran muchedum­bre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán»—, no se pueden honestamente limitar su alcance doctrinal y personal a unos pocos. Proclama el Reino que ha venido a esta­blecer y da lo que tiene que ser, para todos los llamados al Reino, la ley básica.

En el capítulo 19, sumamente complejo, pero dentro de una gran unidad de tema y de expresión, se encuentran las referencias más directas de aquello que ha servido para buscar una funda-mentación bíblica textual a la vida religiosa:

a) El texto referente a los «eunucos» por el Reino de los cielos.

b) El que recoge la conversación y la enseñanza del Maestro al joven rico, «que ha cumplido los mandamientos, y a quien ahora se le pide, si quiere ser 'perfecto', que venda lo que tiene y siga a Jesús».

Los estudiosos de la vida religiosa han leído el capítulo sin­copado. Pero podemos preguntarnos: ¿es ése el sentido esencial y fundamental del capítulo? Pienso que no. Puede ser que incluya

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también ese sentido, pero dentro de un horizonte muchísimo más completo. Personalmente, pienso que lo incluye. Pero, al estar den­tro de un sentido más amplio, es necesario entender la totalidad del mensaje de Jesús ahí, con lo cual no sólo no perderá valor aquello que se ha querido poner como fundamento bíblico de la vida religiosa, sino que lo adquirirá mucho más amplio, aunque desde supuestos diferentes. Y con consecuencias mucho más exi­gentes. Lo que sí se puede adelantar es que en manera alguna se trata ahí de «preceptos y consejos».

En estos dos capítulos de Mateo se nos ofrece, con una ex­presión apasionada, y muchas veces de manera casi dramática y violenta, tanto la constitución del Reino —en una contraposición superadora de toda la antigua alianza— como las exigencias radi­cales del mismo. Puesto que se trata de exigencias radicales, toda supuesta doctrina de «consejos» facultativos y no vinculantes que­da desbordada.

Debiendo analizar más tarde el contenido, sobre todo del ca­pítulo 19 —el que nos ofrece los textos que han servido de base a una interpretación perfeccionista de los consejos—, creo conve­niente aducir previamente los textos, más o menos paralelos, de los otros dos evangelistas sinópticos. De momento me contento con copiar los textos, ya que la interpretación doctrinal de los mismos será la que dé a los más representativos de Mateo. Pero afirmando que la intención de los tres sinópticos es idéntica en el fondo, puesto que también Marcos y Lucas nos presentan las exi­gencias supremas del Reino. Exigencias universales y proclamadas ante todos y para todos, más allá de todo particularismo selectivo de privilegiados y selectos. Exigencias, pues, que eliminan el ám­bito no vinculante de los «consejos».

San Marcos.—Expone así su pensamiento en relación con la radicalización de quienes reciben el Reino:

«Llamando a la gente, a la vez que a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la sal­vará» (8,34-35).

«Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se

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avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles» (8,38).

«Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la Vida que con las dos manos ir a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Más vale que entres cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado a la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pe­cado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado a la gehenna» (9,43-47).

En forma dramática y con la dureza de la formulación hiper­bólica traza el evangelista las líneas de exigencia del Reino pro­clamado extremándolas hasta el límite. Son exigencias, no con­sejos.

San Lucas.—Con mayor extensión que Marcos insiste Lucas en diversos pasajes sobre el mismo sentido límite de las exigencias del Reino.

«Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la sal­vará» (9,23-24).

«Porque quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, en la gloria de su Padre y en la de los santos ángeles» (9,26).

«Mientras iba caminando uno le dijo: Te seguiré adonde quie­ra que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen guarida y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. A otro dijo: Sigúeme. El respondió: Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le respondió: Deja que los muertos en-tierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios. Otro le dijo: Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Le dijo Jesús: Nadie que pone la mano en el arado y mira atrás es apto para el Reino de Dios» (9,57-62).

La forma redaccional indica claramente que el evangelista agru­pa una serie de fórmulas sobre las radicales exigencias del Reino.

«Caminaba con El mucha gente, y volviéndose les dijo: Si al­guno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su

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mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí no puede ser mi discípulo» (14,25-27).

Nótese cómo, mientras en el texto anterior las frases exigentes iban dirigidas a supuestos individuos, ahora son pronunciadas, con mayor energía, por el mismo Jesús y dirigidas a «mucha gente». En ambos casos se trata, por lo tanto, de un tema básico en la pre­dicación universal del Reino, exponiendo en forma dramática sus exigencias.

Puede ser curioso que, cuando las frases aparecen en el Evan­gelio dirigidas a un individuo, se interpreten como de una voca­ción de selección, mientras que cuando van dirigidas a todos, su sentido se diluya en una consideración espiritualista nada exigente. En el primer caso nos encontraríamos con la raíz de los llamados «consejos». En el segundo no habría tales consejos para minorías elegidas. Tampoco preceptos. Y, puesto que las fórmulas son du­ras y exigentes, se interpretan en un sentido espiritualista atenua­do. Los tres individuos, reales o supuestos, de las citas anteriores reciben el mismo mensaje que las «muchas gentes», a las que exi­ge odiar padre, madre, mujer, hermanos, y hasta la vida. En todos los casos, y por idéntica tazón, Cristo expone sin paliativos las universales exigencias del Reino. No estamos dentro del ámbito de unos supuestos consejos, contrapuestos a otros necesarios pre­ceptos. Nos hallamos ante exigencias universales del Reino, váli­das y urgentes para todos. Deben ser vividas desde cualquier modo de existencia humana que se adopte; pero precisamente por esta exigencia y rigor de las leyes del Reino se puede afirmar que, dentro de esa exigencia plena, caben todas las posibilidades de existencia cristiana, sin atenuantes para discípulos de segundo orden.

El texto siguiente, que trata del joven rico, es paralelo al de Mateo en el capítulo 19, aunque en Lucas ofrece una ligera va­riante, esclarecedora para la interpretación de los textos que luego estudiaré.

«Uno de los principales le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener herencia en la vida eterna? Respondióle Je­sús: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: no cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes testimonio falso, honra a tu padre y a tu ma-

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dre. El le dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. Oyendo esto Jesús le dijo: Aún te falta una cosa. Vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sigúeme. Oyendo esto se puso muy tris­te, porque era muy rico. Viéndole Jesús dijo: ¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios. Los que lo oyeron dijeron: Pues ¿quién podría salvarse? Respondió: Lo imposible para los hom­bres es posible para Dios» (18,18-27).

A continuación Pedro se dirige a Jesús para decirle que él ha cumplido lo que afirmaba el anterior interlocutor, y además lo que el Señor dijo a aquel que todavía le faltaba: dejarlo todo y seguirle. Y pregunta, interesado, al Señor: «¿Qué habrá para mí y para los demás, que lo dejamos todo y te seguimos?» Es interesante la respuesta del Señor:

«Yo os aseguro que nadie que ya ha dejado casa, mujer, her­manos, padres o hijos por el Reino de Dios quedará sin recibir mucho más al presente y, en el tiempo venidero, vida eter­na» (18,29-30).

El valor de la respuesta del Señor se centra, para mí, en el hecho de prometer a Pedro lo mismo que había prometido a aquellos a quienes había expuesto la exigencia de venir a El odian­do a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida. Recuérdese que estas palabras van dirigidas a una multitud, y son presentadas como una exigencia del Reino. ¿Por qué allí van a tener un puro valor simbólico, y, en cambio, dichas a Pedro, van a referirse a una elección de pri­vilegio, que luego se continuaría en la vida de los seguidores de los consejos? Por otra parte, seguir a Cristo es una exigencia ab­soluta, independientemente de la manera concreta como material­mente se le siga. Seguir a Cristo, ser su discípulo, tienen un sentido idéntico cuanto a la proclamación de las exigencias fundamentales del Reino. Sin que esto obste a que haya llamamientos concretos para una tarea específica dentro del anuncio del Evangelio. Sin embargo, el texto último, con la respuesta de Cristo a Pedro, ha sido utilizada de manera sistemática para fundamentar la teología de los «consejos». Si en Lucas, 14, 25-27, no se trata de conse­jos, sino de exigencias proclamadas para la multitud, de exigencias, y no de consejo, se trata en el caso de Pedro. Pues el seguimiento,

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en orden al anuncio del evangelio, no entra en la dimensión exis-tencial de una vida que se compromete radicalmente ante Cristo, sino que entra dentro de un orden que hoy llamaríamos ministe­rial o institucional, más que existencial.

San Mateo.—Mientras en Marcos son escasas las referencias a esta manera de proclamar las exigencias del Reino, y en Lucas la proclamación adquiere un mayor relieve, pero siempre dentro de una limitación, impuesta por sus intenciones catequéticas concre­tas, en Mateo la formulación sobre el Reino bajo todos sus aspec­tos, y más en particular su exposición sobre las exigencias del Reino, constituye la estructura toda de su Evangelio. Por eso los textos son más numerosos y más radicales, si cabe. Los exégetas describen la estructura del Evangelio de Mateo como un libro dividido en siete partes, en las que se estudia, bajo diversos aspec­tos y momentos, el Reino iniciado en Cristo.

Léase todo el capítulo 5, en el que se nos da la verdadera constitución del Reino, su ley interna: ley nueva y única para cuantos quieran abrazarlo. Las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña no entran en la categoría de consejos; son, lisa y lla­namente, exigencias universales, válidas para todos.

Pero tiene su importancia transcribir los demás textos de Ma­teo, antes de adentrarnos en el que es síntesis de todos: el capí­tulo 19.

En el ya aludido capítulo 5, después de exponer la ley del Reino, que son las Bienavenlturanzas, expone la superioridad de la nueva ley interna del Reino, sobre todo cuanto le precedió en el ámbito de la antigua ley. No se olvide que Mateo es judío y tiene una gran reverencia por esa ley antigua. Tal vez por eso insiste en la contraposición entre lo que había sido vivido por la antigua Alianza y la nueva ley interna del Reino. Lo hace con las conocidas fórmulas: «Habéis oído que se dijo; pero yo os digo...» Dando a los viejos preceptos del decálogo una proyección nueva extraordinaria para la nueva ley del amor, la ley de Cristo, la ley de su Reino. Frente a los simples preceptos del decálogo surgen exigencias mucho mayores, pero exigencias para todos cuan­tos quieren entrar en el Reino de los cielos. Formula dichas exi­gencias con el mismo dramatismo con que había escrito Lucas:

«Si tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros que

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no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna. Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela o arrójala de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna» (5,29-30).

A continuación formula la nueva exigencia respecto del ma­trimonio, cuya indisolubilidad proclama ya ahora, para volver a decidirla, dentro del contexto de las exigencias totales del Reino, en el capítulo 19.

«No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz, sino la espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará» (10,34-39 y 16,24-26).

Dentro del pensamiento de Mateo, quien en parte coincide y en parte se distingue de sus compañeros en detalles concretos, el capítulo 19 nos ofrece la síntesis más completa del sentido de la predicación del Reino, tal como fue anunciado por el Señor, y también tal y como era recordado y anunciado su mensaje ya en la Iglesia contemporánea de la redacción de los Evangelios. El capítulo 19 viene a ser una réplica, en forma casi dramática, al ca­pítulo 5 del mismo Mateo. Mientras en el capítulo 5 la predicación del Reino se centra en el Sermón de la Montaña, con sus aparen­tes paradojas, pero con un contenido suave en su exposición doctrinal, en el capítulo 19 nos ofrece la urgencia de ser conse­cuentes con el Reino en las más difíciles y adversas circunstancias. La opción radical por Cristo y por su Reino debe ser tan plena, que el hombre sepa que está obligado a llegar al final, sin reparar en las posibles situaciones conflictivas en que pueda hallarse. El Reino lo exige todo. Pero también todo es posible para quienes se han abrazado con el Reino y se han decidido a ser discípulos, ii seguir al Señor.

Podemos distinguir cinco partes en la estructura del capítulo. I',n cada una de ellas se trata de una situación concreta. Pero a i "(Ias ellas subyace una dimensión común: la naturaleza del Reino y de sus exigencias:

a) Plantea Cristo el problema del matrimonio. Cristo afirma su unidad y su indisolubilidad. Y la posibilidad de per-

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manecer fieles a un amor indisoluble, porque, por el Reino de los cielos, es perfectamente posible aceptar voluntaria­mente ser «eunucos».

b) Descripción de la situación graduada de quienes lo son por causas o motivos distintos: algunos lo son voluntaria­mente por el Reino de los cíelos. Dicho Reino tiene unas supremas exigencias, que obligan a mucho, pero no son tiránicas ni imposibles. Lo que hace imposible el cumpli­miento de algo, que es necesario para ser fieles, es la du­reza de los corazones.

c) Expone el Maestro la disposición óptima para poder en­trar en el Reino: hacerse como niños, en la simplicidad, la confianza, la entrega sin reservas.

d) Dentro del cuadro de dificultades concretas, en las que tropieza el corazón humano a la hora de decidirse por el Reino, tienen un especial relieve las riquezas, el apego a los bienes de este mundo, que se convierten fácilmente en fuerzas dominadoras, como si fueran un reino de este mundo que se opone al nuevo Reino de los cielos, inau­gurado por Cristo. La opción por Cristo y por su Reino tiene que romper para siempre con el estorbo radical de las riquezas. Dentro de ese cuadro se expone el suceso del joven rico, el coloquio con el Señor, y el resultado o el fracaso final de la entrevista.

e) Para terminar, se nos ofrece la vertiente opuesta: si el jo­ven no ha sabido llegar hasta el final de las exigencias del Reino, otros sí han llegado. ¿Cuál será su recompensa en el Reino? Pedro expone su caso y el de sus compañeros al Maestro. Para ellos serán las recompensas del Reino.

4. Las palabras de Mateo en la teología de la vida religiosa

Aunque la tradición religiosa, y la misma teología, hayan ape­lado a todos los textos de los sinópticos, creo que la importancia mayor ha correspondido a este capítulo de San Mateo. Posible­mente, porque sólo en esta ocasión aparecen unidos los dos con­sejos evangélicos dentro de un capítulo: el de la virginidad y el

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de la pobreza, ya que el texto referente a los «eunucos por el Reino de los cielos» ha sido interpretado por la tradición y la teología en el contexto de la virginidad. El ejemplo del joven rico, aunque aparece también en Lucas, en Mateo tiene una forma nue­va. Cristo dice al joven, que ha cumplido ya las exigencias seña­ladas en la ley: «Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, ven y sigúeme».

La lectura de las palabras de Cristo al joven rico, junto con palabras semejantes dichas por Cristo a otros individuos —y que Lucas agrupa en un contexto sucesivo, claramente relacional—, han servido durante siglos para despertar en las conciencias de tantos cristianos la llamada del Señor a una vida concreta: la vida religiosa.

No ha sido únicamente una llamada particular, que podría atri­buirse sencillamente a una gracia interior iluminante, sino que además ha servido para que, en torno a estas sentencias del Maes­tro, se haya intentado hacer teología de la vida religiosa. Quienes se han sentido llamados por el Señor —desde San Antonio el Er­mitaño hasta los religiosos de nuestros días—, y quienes han querido dar una explicación teológica de esta vida —desde los Santos Padres, pasando por los maestros de la Escolástica, hasta los autores de espiritualidad en la época moderna—, todos han acudido, como a fuente de aguas limpias, a estos pasajes del Evan­gelio de Mateo.

Hay que tener un cierto respeto a esta constante histórica in­terpretativa. Tiene que haber en ella un fondo de verdad, que •explique la fecundidad extraordinaria de una llamada, que debe fundarse en una palabra verdadera del Señor, y no en un eco falso y engañoso.

Con todo, cabe afirmar la validez evangélica de esa palabra y •discutir buena parte de las interpretaciones humanas, que muy bien pudieran ser explicaciones condicionadas por determinadas doctri­nas, no directamente evangélicas.

Personalmente, creo que cuantos se han sentido llamados por el Señor, precisamente al oír esas palabras del Evangelio, han oído bien, no ha sido una voz ilusoria y engañosa. En lo que creo que ya cabe una discordancia es en la interpretación teórico-doctrinal dada a las palabras evangélicas.

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Dentro de un gran respeto a una lectura del texto evangélico de Mateo, que se ha mostrado fecundo a lo largo de toda la his­toria de la vida religiosa, creo que se debe intentar una interpre­tación teológica que esté plenamente de acuerdo con la totalidad del Evangelio e incluso con el sentido fundamental del mismo Evangelio de Mateo.

5. Contexto doctrinal del texto de San Mateo

San Mateo recoge la doctrina del Maestro y la expone dentro del contexto y necesidad de la comunidad cristiana, a la que sirve con su Evangelio. No pueden entrar en su perspectiva problemas nuestros, ni nuestra temática, nacida de una doctrina sobre la «perfección». Menos aún podemos buscar en él una problemática nacida de una doctrina sobre dos modos de perfección. Mateo plantea simplemente un problema presentado a Jesús dentro de la doctrina general de la predicación del Reino. Su Evangelio tiene como fondo la totalidad del Reino desde la novedad que ha traído éste a la doctrina del Antiguo Testamento, superándolo. Sobre todo destaca la valiosidad del Reino, su estructura interna y nueva, condicionada por la ley del amor. Se trata de la fidelidad a la «Tora», a la Ley, pero desde los nuevos horizontes de la ley del amor; resalta igualmente las exigencias que esta nueva visión de la «Tora renovada» impone. Las parábolas del Reino, en el con­texto de Mateo, centran la valiosidad del Reino, que debe llevar­nos a la elección constante. Por el Reino bien vale la pena arries­garlo todo. Es una perla preciosa, por la que haremos bien en vender todos nuestros bienes para adquirirla.

En todo eí capítulo 19 el evangelista se mueve dentro de las exigencias del Reino. Por él se debe uno entregar arriesgadamente a todas las aventuras. Y a su vez, por el Reino y dentro del Reino, todo es perfectamente posible. Y cuando el caso llegue, por él, todo se puede convertir en suprema urgencia y necesidad, adop­tando, si es necesario, hasta gestos brutales: cortarse la mano, arrancarse los ojos. La expresión dramática no se deberá entender en sentido literal, pero quedará bien claro que por el Reino se debe arriesgar todo, debe uno jugárselo todo. Incluso todo debe ser juzgado a la sola luz del Reino, que ofrece unas posibilidades que podían parecer imposibles para quien mirara las situaciones

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conflictivas humanas desde una óptica sólo humana, o incluso des­de una óptica configurada por la Ley Antigua.

Diría que, en el Evangelio de Mateo, el punto central de su mensaje sobre el Reino lo forma el capítulo 5, con la exposición completa del Sermón de la Montaña, al que sigue una exposición sobre los aspectos fundamentales del nuevo Reino, en los que su­pera a la Alianza Antigua. Los elementos perfectivos del nuevo Reino llevan todos la marca del amor y de la caridad. Mateo es judío. Amó y ama la Ley. Pero esta Ley, aunque ha sido abolida, ha adquirido un sentido nuevo. Este nuevo sentido de la ley, el alcance del Reino en sus exigencias, es ilimitado. Pero lo es para .todos, dentro de un horizonte tan amplio, que podrá abarcar la vida de todo hombre y permitirle desplegar dentro del Reino la totalidad de su vida hacia unos horizontes insospechados.

El Reino, su Ley interna y sus internas exigencias permitirán dar una respuesta no sólo a los casos concretos que se puedan presentar hoy, sino a todos los que, de una manera o de otra, se presenten en el decurso de la vida de los cristianos de todos los siglos. Mateo presenta unos pocos casos concretos, a los que Cristo da respuesta desde el Reino. La respuesta es válida para ellos. Pero es al mismo tiempo mucho más amplia que el caso concreto presentado. Su perspectiva es universal, y da un sentido .a otras muchas situaciones existenciales.

De hecho este capítulo de San Mateo da una respuesta directa <& dos problemas: el del marido, a quien no es lícito repudiar a su mujer y volverse a casar, y el del rico, que quiere entrar en el Reino de los cielos, y es invitado a dejar sus riquezas para seguir al Señor. En los dos casos Cristo da respuesta directa al problema, pero a la vez su respuesta trasciende la inmediatez casuística, para convertirse en norma válida para otras muchas ocasiones, porque también en ellas intervendrá la fuerza, el poderío y las exigencias del Reino. Además de responder a una temática presentada, Cristo daría una respuesta universal, que se podía formular así: dentro del Reino todo es posible, porque la fuerza del Reino viene de arriba, y no puede medirse desde la cortedad humana. Y no sólo todo es posible dentro del Reino, sino que el Reino lo puede exi­gir todo del hombre, haciendo que la medida del obrar humano venga configurada, no por el hombre mismo, sino por Cristo y por su Reino.

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6. La castidad por el Reino de los cielos

Unos fariseos se acercan a Jesús para preguntarle si es lícito repudiar a una mujer. Cristo ratifica la indisolubilidad del matri­monio, tal como salió de las manos del Creador. Los discípulos, ante esta respuesta, dicen a Jesús:

«Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse. Mas El les respondió: No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquéllos a quienes se les ha conce­dido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender que entienda» (19,1-12).

Puede extrañar que la primera pregunta le fuera hecha al Maes­tro por los fariseos para tentarle, mientras que la segunda la pone el evangelista en boca de los discípulos. Este hecho me parece que es significativo para no limitarse a entender las palabras de Jesús como simple defensa de sus discípulos, que de hecho vivían ya célibes, por lo que eran criticados por los fariseos, llamándoles con desprecio «eunucos».

El hecho de que la última respuesta sea dada a una pregunta de los discípulos podía dar una cierta base a la interpretación de este texto en un contexto y horizonte distintos de la primera. En la primera respondería el Maestro sobre la indisolubilidad del ma­trimonio. En la segunda trataría específicamente de la virginidad. Sobre esta interpretación se ha fundado la doctrina durante muchos-siglos. Pero no me parece probable esta interpretación, que que­daría fuera del contexto de todo el Evangelio de Mateo, aparte de fundarse en una hipótesis que nadie puede confirmar; a saber: que los discípulos no estuviesen casados, o que quienes lo habían estado ya no lo estuvieran, no se sabe si por muerte de sus muje­res o por abandono. El abandono no estaría muy conforme con la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, aunque fuera simple separación para seguir al Maestro y no para volver a ca­sarse.

Pienso que se deben aceptar las siguientes valoraciones del texto:

a) Cristo responde al problema concreto planteado: el del matrimonio y su indisolubilidad.

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b) Lo hace desde unas perspectivas más amplias, sin duda, que las de sus interlocutores, puesto que ellos tienen ante los ojos únicamente un problema humano dentro del con­torno humano del conflicto, mientras que Cristo responde desde la totalidad del Reino, que da sentido nuevo y re­novador a toda la existencia humana y todos los valores. Lo que puede parecer imposible desde el nivel humano, resulta viable y fácil desde la perspectiva del Reino.

c) El Reino tiene exigencias supremas, que van más allá de la lógica humana. Pero no sólo exigencias. Por el Reino todo es posible: hasta lo más difícil, hasta lo imposible humano.

d) El marido abandonado puede, por el Reino, permanecer sin casarse otra vez. Se le exige no casarse, pero junto a la exigencia está el poder verdadero, dado por el amor del Reino, poder que hace las cosas fáciles, cuando para otros parecerían imposibles.

e) Los eunucos por el Reino de los cielos, en el contexto directo del capítulo, serían estos casados, a quienes no sólo no les es lícito repudiar a su mujer y volverse a ca­sar, sino que la entrega al Reino les pide y exige esta fidelidad y esta ruptura interna, como pide y exige todos los demás gestos fuertes de sacarse un ojo, cortarse una mano, etc., cuando el Reino así lo reclame. En este senti­do interpretan algunos exégetas actuales el texto. No en­cuentran justificante en la tradición, pero creo que, desde el punto de vista exegético, su interpretación es lógica.

f) Conviene, sin embargo, añadir lo que ya insinué antes: la respuesta de Cristo viene dada desde unos presupuestos mucho más amplios que los que ofrecería la pregunta: el Reino de los cielos tiene unas posibilidades reales de pro­vocar actitudes de vida, imprevisibles desde una visión simplemente humana, enturbiada por la dureza de corazón o de sentidos. Y puede orientar una vida humana por ca­minos desconocidos. Entre ellos la pura elección del Reino, más allá del matrimonio. La virginidad es posible, con posibilidad de realidad cumplida.

g) En este supuesto también se hablaría aquí de virginidad, cuando el Señor responde a la cuestión de la indisolubili-

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dad. Este segundo aspecto es el que no tienen en cuenta los exégetas actuales a que acabo de aludir. Mientras que es lo único que veían en la respuesta los antiguos intér­pretes. No me mueve a esta interpretación un concor-dismo fácil. Me parece la única interpretación fiel a todo el contexto evangélico, con la ventaja de fundamentar la virginidad por el Reino de los cielos no en un texto par­ticular, sino en un contexto que abarca el Evangelio en­tero. Cristo se mueve en un horizonte y unos supuestos más amplios que la pregunta; lo indican sus palabras alu­sivas a una inteligencia en profundidad: «no todos en­tienden este lenguaje...; quien pueda entender, que en­tienda»...

h) En ningún caso se trataría de un «consejo opcional, in­diferente en la elección. Se trata siempre de una exigencia: en el caso directo al que responde: el casado no se puede divorciar ni volverse a casar, porque así lo exige la fide­lidad al Reino, en el que no debe existir la dureza de corazón, por la cual Moisés permitió repudiar, sino que se afirma, con un nuevo rigor, el mandato de no separar lo que Dios unió desde el principio, en el caso de una nueva llamada del Reino a dejarlo todo, incluida la inclinación natural a buscar una mujer o un marido, optando por la perla preciosa y única.

i) La conclusión clara sería ésta: todo es posible en el Reino. Pero es posible porque el Reino tiene poder para arrastrar hasta las últimas consecuencias, incluso las violentas. Y sólo los violentos lo arrebatan. Quienes son de esta ma­nera solicitados por el Reino deben ser fieles a sus exi­gencias, o se quedarán fuera del Reino.

7. El caso del joven rico

Nuevo caso, pero idéntica solución, dentro del mismo contex­to doctrinal. Un hombre se presenta a Jesús y le dice:

«Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir vida eterna? Respondióle: ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. ¿Cuáles?, replicó él. Y Jesús le dijo: No ma-

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taras, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso tes­timonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Dícele entonces el joven: Todo esto lo he guar­dado; ¿qué más me falta? Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sigúeme. Al oír estas palabras el joven se marchó apenado, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,16-22).

Por grande que haya sido la importancia del texto sobre los «eunucos por el Reino de los cielos», para fundamentar una inter­pretación discriminada entre «preceptos» y «consejos», mucho mayor ha sido la del nuevo texto. Principalmente porque nos ofrece dos niveles en la respuesta del Señor:

a) ... Si quieres entrar en la vida...

b) ... Si quieres ser perfecto... 1

El mismo caso es descrito también en Lucas, como vimos. Con una pequeña variante sobre el sujeto de la entrevista: para Mateo es un joven; para Lucas, un hombre principal. Más lógica la ambientación del caso en Lucas, puesto que el interrogador confiesa al Señor, que le indica que debe cumplir los mandamien­tos: «ya los he cumplido desde mi juventud». También se diferen­cia en las respuestas del Maestro: en Lucas el Señor le dice que aún le falta una cosa; en Mateo la fórmula es: si quieres ser per­fecto. Precisamente esta segunda expresión es la que ha motivado fundamentalmente la interpretación «perfectista».

En San Lucas la ambientación de la respuesta del Señor al rico viene dada por un sentido general, ya apuntado en otros tex­tos: quien quiera ser discípulo, tiene que odiar a su padre, a su madre, a su mujer (Lucas es el único que alude a la mujer), a sus hijos, a su hacienda y hasta a su vida. En este último texto no nos podemos mover en el terreno de los consejos, puesto que se exigen todas estas decisiones para ser discípulo de Cristo; tam­poco hay lugar para un consejo en las palabras al rico. Aunque

1 Para un estudio completo del caso del joven rico me remito al estudio exegético, prácticamente exhaustivo, de S. LEGASSE L'appel ¿tu ricbe, París, 1966, 244 ss. Estudio de una minuciosidad extrema, en el que se examina toda la doctrina en los Sinópticos, con particular detención en la interpre­tación del texto de Mateo. Exegéticamente la obra es impecable, aunque teológicamente adolezca de una cierta falta de horizonte. La mayoría de las conclusiones a las que llega desde la exégesis me parecen acertadas, pero no completas.

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también en el texto del tercer evangelista haya dos niveles en el magisterio del Maestro, se trata de niveles progresivos de una misma catequesis:

a) Primero le manda cumplir los mandamientos, que apare­cen en la vieja formulación del Decálogo.

b) Pero el Reino supera el Decálogo a todo lo enseñado en el Antiguo Testamento: «Se os dijo... Pero yo os digo...» El mandato de vender los bienes, dárselos a los pobres y seguirle, refleja la nueva dimensión aportada por el Reino-Si la formulación de las exigencias para ser discípulos del Maestro, cuando manda «odiar» padre, madre, mujer, hi­jos, hermanos, y hasta la propia vida, es absoluta, y por lo mismo obligatoria, sin que por ningún lado aparezca la posibilidad de interpretarlo en el sentido de un consejo, no se ve razón ninguna para dar otro sentido a la misma doctrina, proclamada a propósito de la pregunta del rico. Naturalmente que la palabra «odiar» tiene un sentida muy particular. Pero en todo caso, el Maestro lo que está enseñando es que el Reino exige una total decisión por Cristo, preferido a todo. Hasta el punto de tomar medi­das extremas cuando esté en juego la elección fundamental y decisiva por Cristo. En este caso, al que se refieren todos los textos de Lucas, nos movemos siempre dentro de las exigencias, no de las opciones libres y potestativas. Siempre se debe seguir totalmente a Cristo; en las cir­cunstancias normales y en las posiblemente extrañas y extremas, incluyendo el martirio por el Señor, Adelante­mos ahora ya la fundamentación del sentido del martirio, dentro de la doctrina del Reino. Y el empalme entre vida religiosa, como proyecto comprometido de existencia, y el martirio, tal y como nos lo ha ofrecido la tradición teo­lógica y religiosa.

¿Qué diferencias tan acusadas se pueden encontrar en San Ma­teo, para vernos forzados a dar a sus palabras un sentido tan dis­tinto del que damos a las palabras de San Lucas?

Estimo que sólo hay dos conceptos que puedan dar apariencia de verdad a esta interpretación:

a) El binomio: si quieres entrar en la vida...-si quieres ser perfecto...

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b) La aparente diferencia de contenido y, más que esa dife­rencia, la casi oposición entre el contenido enmarcado por el decálogo y el signado por la pobreza.

En el fondo se trata sólo de la posible distinción entre «agathon poiein» y «téleios einai». ¿Suponen estas dos fórmulas una dis­tinción de caminos o simplemente una explicación progresiva de un mismo y único camino, como parece significar el texto de San Lucas: cumplimiento del decálogo y prolongación necesaria del mismo en las nuevas exigencias» del Reino? A quien cumple el decálogo —ley antigua— aún le queda algo: el «algo de la nue­va ley del Reino en el espíritu de las bienaventuranzas».

Dentro de la nueva ley del Reino no es posible un «agathon poiein» que no incluya un «teleios einai». Cristo, que no vino a abolir la ley antigua, con su decálogo, vino a completarla. El «agathon poiein» responde a la ley, que no ha abolido Cristo. El «teleios einai» responde al complemento, que Cristo ha traído con su Reino. Pero este complemento es tan necesario y obligatorio, si se quiere ser discípulo de Cristo, como lo era el cumplir los mandamientos, si se quería cumplir la ley y entrar en la vida.

Bajo otra fórmula, integradora de los dos momentos, podría­mos decir: para entrar en la vida eterna del Reino consumado hay que cumplir los mandamientos desde la nueva dimensión de la Nueva Ley de amor traída por Cristo; de esta manera se hace el bien y se es perfecto, y se entra en la vida del Reino, al que somos llamados con una llamada no opcional facultativa, sino vinculante.

Una justificación de esta interpretación de sentidos nos la ofrecería el mismo Mateo. Dos veces utiliza la fórmula «si quie­res», «ei theleis». «Si quieres entrar en la vida, guarda los man­damientos». «Si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo».

a) El primer «si quieres» nadie lo ha interpretado en senti­do opcional potestativo o como un «consejo», sino como una exigencia ineludible. ¿Por qué el segundo «si quieres» ha de suponer una menor urgencia?

b) La alusión final al tesoro que espera en el cielo tiene re­miniscencias del Reino de los cielos, anunciado a todos, v que, se nos dice, es una perla preciosa o un tesoro escon-

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dido en un campo, que hay que adquirir, aunque para ello haya que venderlo todo. Lo que nos confirma que nos movemos dentro de las exigencias del Reino.

La «perfección» de lo «bueno» no sería el camino de los «con­sejos» frente al de los preceptos». Sino que la perfección en lo bueno de los preceptos es la «Tora renovada» por la nueva Ley del Reino, válida para todos cuantos quieran ser discípulos de Cristo.

S. Legasse —y con él otros teólogos, como Tillard— inter­preta el pasaje de Mateo como la aplicación a un caso concreto, el del joven rico, de lo que había sido fijado como ley general para casos extremos.

«Si la fidelidad al Reino lo exige, no se puede vacilar en sacar el ojo, cortar la mano, perder la vida. Para este joven llegó el caso extremo: su riqueza le impide conseguir el Reino. Está obligado a dejar sus riquezas. No se trata de un consejo, es una urgencia necesaria. Todo cristiano está obligado a aceptar como necesarias estas rupturas, siempre que esté en juego la fidelidad a la opción fundamental por Cristo».

La interpretación no me parece desacertada bajo este punto de vista. La confirmaría el hecho de que el joven marchó contrista­do... porque tenía muchos bienes y le faltó el arranque suficiente para «odiar» aquello a lo que estaba más vinculado que a Cristo. Ya Orígenes dio como probable esta interpretación. Aparece tam­bién en el Evangelio apócrifo, llamado «Evangelio según los He­breos», bastante citado por los Santos Padres. Lógicamente, en este contexto, las palabras del Señor no son un «consejo», sino una urgencia ineludible, dirigida a una persona.

Todavía es posible otra interpretación, que no invalida las an­teriores. En el caso concreto del joven rico se trataría de una lla­mada del Señor, precisamente en orden al ministerio del anuncio del Reino. Vendría a ser una llamada como la dirigida a Pedro y a los demás apóstoles, para un concreto servicio, que podía exigir unos determinados desprendimientos. Pero tampoco en este caso nos hallaríamos ante lo que hemos llamado consejos, sino ante una obligación neta. No se trataría de una invitación a seguir un especial modo de vida como vida más perfecta, en contraposición a otra menos perfecta, pero suficiente para entrar en la vida eterna.

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£n este caso no estaríamos ante dos modos de existencia cristiana a distintos niveles: el de los «preceptos» y el de los «consejos», sino ante una llamada al ministerio.

8. Alcance de la respuesta del Señor

Como indiqué a propósito del texto sobre la llamada a la cas­tidad por el Reino de los cielos —castidad exigida al marido, que no se puede volver a casar con otra mujer, o castidad elegida como modo de existencia de vida, independientemente del matri­monio—, también en nuestro caso estimo que la respuesta del Se­ñor resuelve el problema concreto que le plantea el joven. Pero lo hace desde unos supuestos que trascienden la problemática indivi­dual. Referida al caso particular, tiene un claro sentido obligatorio, y no de consejo. Contemplada desde los supuestos universales del Reino, afirma todas las posibilidades que el Reino ha traído consigo.

También aquí todo es posible en el Reino y por el Reino; pero al decir «posible» no nos quedamos en el campo de la indi­ferencia electiva de una posibilidad o de otra. Lo que en el Reino es posible se hace poder, fuerza, arrastre, vinculación, entrega, tan obligatoria como puede y quiere hacerla quien llama a su Reino. La pobreza, en el caso del joven rico, se hace para él obligatoria. La pobreza se puede hacer obligatoria para todos cuantos, a la luz del Reino, entiendan que ése es su camino. Al margen de obliga­ciones y de devociones opcionales, la pobreza por el Reino es uno de los modos de existencia cristiana al servicio del Reino.

Cabe ahora preguntar: este pasaje y los pasajes paralelos, ¿se refieren o no se refieren a lo que llamamos pobreza religiosa?; ¿fundamentan o no la pobreza religiosa? Mi respuesta es: sí y no. Directamente se refieren a otras cosas; nuestra problemática teó­rica está al margen de la intención directa de los textos. Indirec­tamente, en ellos se contiene la totalidad de las exigencias, y tam­bién de las virtualidades o virtuosidades del Reino, y, por tanto, también la virtuosidad de la pobreza evangélica.

Aunque parezca extraño, creo que la prueba indirecta tiene aquí una fuerza probatoria mucho mayor que la pretendida prueba directa. Tras la supuesta prueba directa habría sólo un texto. Tras la indirecta está todo el Evangelio.

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1. Interpretaciones teológicas

Estoy de acuerdo con el carácter obligatorio del texto tal como lo interpreta Legasse, y con él otros muchos hoy. Pero no puedo estar de acuerdo con las conclusiones que sacan sobre la vida re­ligiosa.

Vienen a decir lo siguiente: en todos estos textos de los Sinóp­ticos se trata de una verdadera obligación. Todo cristiano está obligado a tomar ocasionalmente decisiones extremas —en el ma­trimonio, en las vinculaciones familiares y sociales, en lo referente a los bienes materiales—, cuando se presenta ei caso concreto de una alterntaiva de tener que elegir entre Cristo o lo opuesto a Cristo. A la mayoría de los hombres estas alternativas de urgencia se les presentarían pocas veces en la vida, o tal vez nunca. Pero, si se les presentasen, hay que optar obligatoriamente por Cristo. No se trata de un consejo, sino de un precepto.

Como éste sería el caso que tienen a la vista los evangelistas, queda del todo fuera de sus preocupaciones la doctrina de los consejos.

Por otra parte, Legasse y los demás autores, más o menos en su misma línea, no se resignan a dejar sin fundamentación evan­gélica a la vida religiosa, y han buscado una solución de emergen­cia, que explican de esta manera, con ligeras variantes:

«Los evangelios hablan de aquella situación concreta en la que un hombre se encuentra en la alternativa ineludible de decidirse en un momento dado por Cristo o por las riquezas. Se trata de optar por Cristo o contra Cristo en una situación concreta, que se hace situación límite. No hay opción potestativa posible. Es obligatorio decidirse por Cristo. No hacerlo es apartarse de Cris­to. Pero una situación conflictiva de este tipo no se presenta con­tinuamente. Tal vez no se presente nunca; acaso se presente en alguna ocasión. En esta ocasión precisa el Evangelio tiene que ser aceptado o rechazado, en fuerza precisamente de la radical deci­sión por Cristo que supone la vida y el ser cristiano».

Así dice Legasse:

«En el Evangelio no se trata de lograr una mayor seguridad despojándose de los bienes; se trata de lograr el fin mismo por todos los medios necesarios, llegando hasta la pobreza total si

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hace falta, siempre que la posesión pueda ser un tropiezo para el creyente, haya peligro de extinguir la Palabra, haya peligro de desviarse.

Las obligaciones del estado religioso hacen más absoluto, en cierta manera, el radicalismo de Mateo, institucionalizándolo-»2.

La misma opinión parece mantener Tillard:

«En cambio en la vida religiosa uno se decide por esa radica-lidad, aunque no se presente la situación conflictiva límite. Se hace norma habitual de vida lo que para los demás era norma ocasional. La vida religiosa "institucionaliza", convirtiéndolo en profesión, lo que no pasa de ser decisión momentánea, aunque obligada y obligatoria en una particular coyuntura, que se puede presentar a todo cristiano».

«En la vida de la Iglesia aparece —si no la noción, que será precisada mucho más tarde—, sí al menos la realidad de los "con­sejos evangélicos" en sentido estricto. Este es el proceso. En el Evangelio de lo que se trata ante todo es del fin, al que es nece-sario llegar, sirviéndose del medio necesario, por radical que sea, siempre que la situación lo exija. En el "proyecto" de vida reli­giosa uno no se resigna a utilizar este medio únicamente cuando la situación lo exige; se elige vivir en un estado en el que la acti­tud radical es la norma, y se le abraza libremente. Haciendo de esta institucionalización del medio radical el objeto de una elec­ción libre, dejando a salvo la obligación estricta que todos tienen de abrazarse con este medio siempre que la situación concreta lo exija» 3.

P a r e c i d a , a u n q u e más mat i zada , es la pos ic ión a d o p t a d a p o r F e r n a n d o Sebas t i án :

«El reino de Dios se presenta siempre como un bien definitivo y absoluto por el que hay que estar dispuestos a dejarlo todo; y este carácter absoluto y como radical del reino de Dios, que se quiere conseguir mediante la fe, es válido para todos los cristia­nos. A todos los cristianos se refieren las expresiones radicales del Evangelio: "el que no deja todas las cosas"... Hay que estar dis-

2 LEGASSE, O.C, 255.

•' TILLARD, Théologie de la vie religieuse (Apuntes...).

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puesto a perder una mano, un ojo o la vida entera..., etc. Todos los que quieren creer en Jesús tienen que aceptar dé antemano la posibilidad de perderlo todo por El...

Ocurre que esta dimensión radical y absolutista de fe en Cristo no siempre se presenta como una exigencia inmediata, es más bien una posibilidad con la cual hay que contar, una disposición que hay que tener en la mente y en el corazón para poder seguir a Cristo por medio de la fe. Porque no siempre habrá que dejarlo todo definitivamente para mantener de verdad la fe en Jesucristo; no siempre habrá que perder físicamente la vida en este mundo para poder seguir a Cristo, pero sí que es preciso tener prevista esta posibilidad para que la fe sea verdadera fe.

En la mayoría de los creyentes este radicalismo de la fe queda como una disposición interior, practicada en diversos grados, se­gún lo vayan pidiendo las circunstancias, a la espera de la acepta­ción definitiva de la hora de la muerte, en donde sí hay que perder la vida en la esperanza de la vida en Cristo.

Pero la existencia de esta exigencia radical del Evangelio, in­cluida dentro de la fe en Jesús, y por tanto válida para todos los creyentes, hace posible, y aquí está el origen de esta posibilidad permanente de la vida religiosa, que algunos de ellos, algunos de los creyentes, movidos por el espíritu y urgencia de una peculiar sensibilidad respecto de las más urgentes necesidades del Reino, ya sean personales o sean colectivas, se sientan movidos a poner en práctica exigencias radicales del Evangelio, no de una manera transitoria, sino como forma permanente de vivir, sin esperar a que una circunstancia ajena a su voluntad les ponga ante la necesidad de llegar hasta estas últimas consecuencias de la vida» 4.

2. Reflexiones críticas

Frente a los autores citados, y aun contando con que algunos son más matizados en su pensamiento, se imponen unas reflexio­nes críticas, que voy a exponer sintéticamente:

a) En esta interpretación del Evangelio parece fundarse lo que hoy muchos teólogos llaman radicalismo evangélico;

4 SEBASTIÁN, F.. Orígenes de la vida religiosa, en Confer, 16 (1971), 325-326.

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dentro de él resulta muy difícil liberarse por entero de bastantes matices perfeccionistas de la vida religiosa, que no quedan tan distantes, como quisieran sus autores, de las interpretaciones perfeccionistas del pasado y de la dis­tinción de los dos caminos de perfección distinta: la que se atribuía antes a los solos preceptos y la que nacía de los consejos.

b) Interpretar de este modo el radicalismo evangélico —que abarca el Evangelio entero en los Sinópticos, y bajo otras formulaciones comprende también toda la visión de San Juan y San Pablo— viene a equivaler a lo siguiente: la generalidad de los cristianos —todos los no religiosos— son radicalistas a veces y a la fuerza (a la fuerza... de for­zosas circunstancias), mientras que los religiosos son radi­calistas siempre y voluntariamente por libre elección.

c) Por lo tanto, la radicalidad del Evangelio, presentado por todo el Nuevo Testamento como centro y efe de toda la vida cristiana, para la mayoría de los cristianos apenas si podría llamarse radicalismo, por atañerles sólo indirecta­mente y en sólo especialísimas circunstancias.

d) La vida religiosa no es la institucionalización de esas es­casas ocasiones de ser radicalmente fieles al Evangelio lo» no religiosos. Todo cristiano tiene que ser radicalmente fiel en todos los momentos. Su vida entera, todo su pro­yecto de vida, tiene que ser radicalmente fiel al Evangelio. Se dirá que lo sean en disposición interior. No es sufi­ciente.

e) Explicar la vida religiosa como la institucionalización de las situaciones límite de los cristianos, que tienen que optar en un momento dado por Cristo o contra Cristo, conver­tiría la elección y la opción del religioso en una opción entre algo bueno y algo malo, en concreto, como el cris­tiano se ve en la precisión de optar entre Cristo -—lo bue­no— y unas concretas situaciones opuestas a Cristo —lo malo concreto—. La opción de la vida religiosa, de suyo, no surge de un tener que elegir a Cristo o negar a Cristo, sino que su origen está únicamente en el descubrimiento positivo de un posible y valioso modo de existencia cris­tiana al servicio del Reino y desde una de sus dimensio-

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nes, que vale la pena tomar en serio y de ello se hace proyecto propio de vida.

Pretendiendo exaltar la vida religiosa desde un radicalis­mo institucionalizado, frente a un radicalismo ocasional de los no religiosos, más bien se la rebaja, ya que la opción radical por Cristo es sólo la elección de Cristo frente a una elección frustrante de algo «antagónico» a Cristo. En vez de contemplar la opción religiosa como la directa elección de unos valores —al tiempo que se conoce la valiosidad de otros—•, a los que no se renuncia por an­tagónicos, sino porque cada uno ha elegido un concreto modo de existencia cristiana al servicio del Reino. No dudo que la ascética religiosa, dominante durante muchos siglos —que tenía al fondo su propia teología—, ha con­siderado como despreciables para quien busque alturas cristianas los valores no asumidos directamente por el modo de existencia religiosa.

Por otra parte, me parece irreal de! todo la imagen de una vida religiosa permanentemente comprometida. Difi;o que me parece irreal, porque no es ésta la imagen de los religiosos que puede contemplar cualquiera. Pero es igual­mente irreal, y además falsa doctrinalmente la imagen que se nos quiere ofrecer de unos cristianos, no religiosos, sólo ocasionalmente comprometidos por Cristo. Un matri­monio cristiano que quiera vivir y viva, como es su obli­gación, radicalmente comprometido por Cristo, lo está per­manentemente y con un radicalismo tan pleno y exigente como el del religioso. Lo que digo de un matrimonio cris­tiano hay que afirmarlo igualmente de cualquier cristiano en cualquier plano de inserción humana en que se encuen­tre; si de verdad está comprometido por Cristo y con Cristo, su radicalismo no es menor que el de los religiosos. Distinguir entre radicalismo y radicalismo es volver a la doble categoría de cristianos, de primera y segunda fila.

El radicalismo es el mismo; el compromiso total con Cristo tiene que ser el mismo; la total entrega al Reino es la misma. Lo que varía son los modos de existencia cristiana al servicio del Reino. Modos distintos y modos necesarios para que el Reino de los cielos, en el tiempo, vaya caminando hacia el Reino consumado. Cristo manda

su Espíritu, su mismo Espíritu, para que cada uno, desde la llamada a su concreto modo humano-cristiano de exis­tencia bajo la fuerza del Espíritu, trabaje por el Reino.

i) El problema no se resuelve con comparaciones de más o menos entre los distintos modos de existencia cristiana. Y mucho menos desde comparaciones en más o en menos en relación con el radicalismo en la aceptación de Crist3 y de las exigencias del Reino. Sino que, eliminada toda relación comparativa y competitiva, deberemos contemplar la totalidad del Reino y la necesidad de realizarlo plena­mente desde todos los «servicios» y todos los modos de existencia. El Espíritu llamará a cada uno a aquel modo de existencia trazado en el designio del Padre para hacer crecer el Reino de su Hijo.

En vez de preguntarnos si existen en el Evangelio textos en los que podamos ver fundada e instituida la vida religiosa, ya sea de manera directa, ya de manera deducida, de los textos mismos, y en vez de preguntarnos si esta vida supera a las demás y es más radical que las demás, las preguntas que se podrían formular son las siguientes:

1.a ¿Hay en el Reino predicado por Cristo dimensiones dis­tintas, capaces de asumir plenamente diversos modos de existencia cristiana, el modo laical o el modo religioso''

2.a ¿Hay modos de existencia humano-cristiana capaces de ser asumidos por Cristo, para ser vividos totalmente en el Señor, y, de esta manera, hacer que el Reino camine por el tiempo hacia su consumación?

Las respuestas son fáciles: un sí decisivo desde un plano doc­trinal. Y un sí decisivo desde la historia de la Iglesia, partiendo de sus mismos orígenes, para llegar hasta hoy y tener plena fe de que así seguirá siendo hasta el final.

No ha quedado todo dicho por lo que respecta a la fundamen-tación bíblica de la vida religiosa. Se dirá al abordar en particular cada uno de los elementos integrantes del modo de existencia hu­mano-cristiano-religiosa.

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9. En qué consiste radicalmente el modo de existencia cristiano-religiosa

Después de muchas vacilaciones sobre la fórmula concreta que mejor pudiera expresar el modo de existencia religiosa, he termi­nado decidiéndome por la fórmula tradicional —aun siendo cons­ciente de que tiene que ser revisada, para que tenga el sentido que le quiero dar en este capítulo—. Esta fórmula será: el segui­miento de Cristo. Bien entendido que se trata de un seguimiento peculiar, que nada prejuzga, en mi pensamiento, sobre otros mo­dos de seguir, perfectamente también, a Cristo. Voy a delinear­los rasgos fundamentales del «proyecto de vida» religiosa, como-un peculiar seguimiento de Cristo.

¿Cuál es en concreto el «proyecto» de vida religiosa dentro de la totalidad del Reino y al lado de otros «proyectos» de vida tam­bién cristiana? ¿A qué se compromete el religioso cuando descu­bre que su modo de existencia cristiana es precisamente el modo que llamamos religioso? Entendida la palabra religioso en nuestro-uso habitual, como referida a aquellos que viven esa peculiar ma­nera de vida que llamamos religiosa.

1. Contenido de un compromiso

A lo que el religioso se compromete fundamentalmente, al ha­cer su profesión, es a vivir en intensidad y como proyecto asumi­do libremente, pero también comprometedoramente, la dimensión del Reino, instaurado en Cristo, desde los mismos supuestos vivi­dos por El. Estos supuestos son los que constituyen lo que llama­mos contenido evangélico o proyecto de vida evangélica. No sé si la fórmula es del todo exacta, puesto que contenido evangélico es la vida cristiana en totalidad. Y contenido evangélico es la vida de la Iglesia entera. Incluso la Iglesia toda sigue y tiene que se­guir a Cristo y vivir según el Evangelio. Pero existe una diferencia dentro de la misma dinámica interna del Reino, en tanto se realiza en el tiempo de la Iglesia. Se trata en el fondo de la no perfecta adecuación entre Reino de los cielos, iniciado en Cristo y que se consumará en El, e Iglesia o Reino de Dios en el tiempo. La Igle­sia vive ambas dimensiones. O, si se prefiere, Cristo vive ambas dimensiones y suscita la vida de ambas en la Iglesia.

Ya hemos subrayado cómo también dentro del Reino, en su etapa terrena, tienen valor y sentido las realidades humanas y el

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dominio del mundo, trabajado y humanizado por el hombre, si­guiendo el designio de Dios.

Pero la vida del Señor ha cambiado el acento de estas mismas realidades humanas. De absolutas han pasado a ser relativas, pues­tas entre paréntesis: el abierto con su Ascensión y que se cerrará con su segunda venida. Y ha abierto una nueva posibilidad: un nue­vo sentido y despliegue del amor, y un nuevo sentido de los bie­nes humanos, en los que entran los bienes del Reino ya presentes •en este mundo.

Cristo, en primer lugar, que devolvió el matrimonio a su pri­mitivo valor, se mantuvo virgen, y abrió una posibilidad al amor de los llamados, liberándolos de la necesidad del matrimonio del paraíso. Anuncia, pues, la totalidad del Reino tal y como se pue­de realizar en este mundo. Pero anuncia, dentro del contexto to­tal, la posibilidad parcial de una vida virgen al lado de otras vi­das encarnadas en matrimonio. Es decir, no niega la dimensión del amor humano, del hombre y la mujer; la dimensión del amor •en el mundo y para el mundo. Instaura su Reino fundamental­mente sobre la virginidad, como dimensión suprema del amor del Padre y nueva dimensión de amor para los hombres, cuando lle­guen todos —los casados y los vírgenes— a vivir como «hijos de la resurrección». Y con su vida virgen se convierte Cristo en profecía en acción de una dimensión del Reino desde la Parusía.

Pero la profecía en acción de su vida virginal es muestra de cómo será el amor en el Reino de su Padre y de cómo puede ser ya •en este mundo para quienes sean llamados a prologar la profe­cía en acción de Cristo en sus vidas, e incluso para todos.

Como primicia de los tiempos nuevos iniciados en El y abier­tos a los hombres, asocia a la Virgen, también como profecía en acción, a su tipo de vida, como primera realización en el tiempo nuevo de la Iglesia de lo que El ha inaugurado.

Tanta más importancia tiene este hecho cuanto que había decretado entrar en el mundo, naciendo de mujer, hijo de Adán, y en cuanto que toda la Antigua Alianza se sentía continuadora en la carne de las promesas a los descendientes de Abrahán. Sin embargo, cuando llegaron los tiempos mesiánicos, nacerá de mu­jer, pero de mujer virgen, para ser El virgen. No para condenar el matrimonio, sino para anunciar con sus palabras y, como pro­fecía en acción, la nueva dimensión del amor.

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Su Iglesia deberá realizar la totalidad de su Evangelio, en la que confirma de la Antigua Alianza y de la creación, y en lo que ofrece de novedad, no sólo como luz sobre el pasado, 'sino como luz original. La Iglesia será Iglesia y Reino de Dios en y por los casados, en y por los que cumplen el mandato de dominar la tierra; así como en y por los que vivan el seguimiento de Cristo en su mismo género de vida virgen y pobre.

Cristo, en segundo lugar, proclama la ley del Reino en las bienaventuranzas, y es el pobre de Yavé. Con su vida proclama proféticamente un posible modo de vivir buscando sólo las cosas del Padre, como proyecto de vida posible, hecho realidad en El y asimilado por aquellos que sean llamados. No negando ni con­denando los bienes de la tierra, sino instalándose en la otra di­mensión. En este de vivir Cristo para la otra dimensión hay mu­cho de renuncia —de kénosis— de otras realidades humanas, buenas, y en las que deberán vivir inmersos la mayoría de los hombres, incluso después de haberse iniciado el Reino de Dios.

Cristo, además, se retira del mundo y del modo de vida de quienes tienen que vivir en el mundo. Vive por dedicación a la oración, el retiro y la soledad, al anuncio del Evangelio. Pudien-do haber hecho otras cosas y habiendo mandado hacerlas a otros hombres.

Junto a las comunidades humanas naturales —que respeta, e incluso inserta en su Reino: familia, comunidad económica, po­lítica—•, Cristo crea también otra nueva comunidad, otras nuevas posibles comunidades de gracia: no sólo la comunidad universal de salvación de todos los que son hijos del Padre, sino también la comunidad apostólica de los anunciadores del Reino, la comu­nidad de los reunidos en su nombre, para proclamar con su vida la nueva dimensión del Reino de los cielos.

Finalmente, glorificado y constituido Señor junto al Padre, Cristo envía su Espíritu sobre sus discípulos. Y entre ellos sus­cita, por vocación de gracia, quienes sean vivientes profecías en acción, que quieran reflejar la dimensión del Reino entre los hombres.

Desde Pentecostés siempre ha habido en su Iglesia quienes han oído la llamada concreta a prolongar, en anuncio profético, aquella dimensión del Reino. Mientras otros sirven al mismo Rei-

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no desde la dimensión necesaria de una polarización humana del amor y los bienes terrenos necesarios.

Este sentido dio la tradición a la «sequela Christi». Pero bien entendido que a Cristo le siguen todos los cristianos. Y todos de­ben seguirle totalmente. Y con un amor preferencial. Si bien hay diversas formas de seguimiento, según los diversos modos de sentirse llamado a realizar su Reino. Sabemos cuánto se ha abu­sado de una «sequela Christi» monopolística. Y de un supuesto amor prejerencíal, desdeñador de otros caminos, como si fueran de un amor de segundo grado. Y es sabido cómo casi todos los tratados de vida religiosa antiguos, y aun los modernos, no acier­tan a insertar la vida religiosa en una perspectiva que no resulte ofensora de los demás modos de existencia cristiana.

¿Por qué se ha de considerar como inferior lo que simple­mente es distinto modo de vivir y de servir al Reino? Y de vi­virlo y servirlo como totalidad. En efecto, cuando un «yo perso­nal humano» se abre a un «tú personal humano», desde el amor del matrimonio, en ese «nosotros interpersonal» la pareja se abre a la totalidad de la comunidad humana, se abre y se prolonga hasta el Padre. Y Cristo sella su amor personal por el sacra­mento, para que lleven a término esa apertura y esa proyección. Sería ridículo considerar este amor como de segundo grado ni en la preferencia ni en la expansión.

Si Cristo, existencialmente, no vivió así es porque —como hemos dicho— quiso utilizar proféticamente otro tipo de vida y otro modo de existencia humana, en la que su «yo personal hu­mano-divino» no quiso abrirse a un «tú personal individual hu­mano», sino directamente a la totalidad de la comunidad humana y hacia el Padre.

Y dígase lo mismo de la proyección existencial a la munda­neidad, a todo el contorno de las realidades creadas. Que puede ser vivida como un existencial humano que no se cierra, sino que puede abrirse a la personeidad y a la comunidad humana total, y por ella al Padre, como sucede o debe suceder en los cristianos laicos. Y si Cristo no quiso abrirse a esa mundaneidad, a la que le invitaban quienes querían hacerle Rey, fue porque quiso, igual­mente, significar proféticamente otro tipo de realidades.

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2. Su realización existendal

Cabe preguntarse si esta actitud personal de Cristo fue algo único e intransferible. O más bien fue vivido por El como inau­guración de un modo de vivir que iba a hacer El posible para otros, por llamada y por gracia. La historia de la Iglesia, desde los Hechos de los Apóstoles, pasando por los primeros siglos cris­tianos, hasta nuestros días, nos dice que Cristo se ha ofrecido y se ofrece constantemente a sí mismo como Proyecto de vida, que puede y debe ser seguido por los llamados a seguirle.

Situados ante Cristo, muchos han encontrado en El la fuer­za irresistible y la luz inocultable que les invita a seguirle pre­cisamente en ese tipo de vida. Y a esta llamada respondieron haciendo suyo el único proyecto de vida para ellos posible des­de su concreta implantación en Cristo. Comprenden que su vida no puede realizarse, dentro del plan de la llamada de Dios, más que haciendo suyo este concreto seguimiento de Cristo, aunque otros le puedan y deban seguir de otras maneras.

Así es cómo el seguimiento de Cristo, en su concreto modo de vida al servicio del Reino, se convierte en proyecto:

a) apasionante y capaz de llenar de contenido su vida;

b) que debe abrazarse libremente, desde una clarificación total de sus posibilidades y sus exigencias;

c) que debe abrazarse con plena responsabilidad y, por tan­to, de una manera totalmente vinculante;

J) que, desde dicha libertad y responsabilidad, excluye todo otro proyecto de vida, posible y bueno en sí;

e) total y definitivo, marcando la vida cristiana para siem­pre;

f) de neto contenido cristológico en la pura línea del Reino desde la otra dimensión;

g) de clara dimensión profética, por situarse en la del Reino en el aspecto que aún es esperanza y tensión;

h) vivido como memorial, anamnesis realizadora y actualiza­d o s en nuestro tiempo, para la Iglesia en el mundo; por lo tanto, proyecto eclesial desde la concreta dimensión profética de la Iglesia;

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i) existencial escatológico en el aquí de la Iglesia, peregri­na entre la Encarnación y la Parusía.

Quien ha entendido así a Cristo, y quien ha entendido la pro­pia vida de este modo, bajo la luz de Cristo y la fuerza de su lla­mada, queda comprometido radicalmente y para siempre al servi­cio específico del Reino. Vive como Cristo, para el Padre. Vive en disponibilidad radical y total. Vive en renuncia a otros valo­res, que acepta en sí mismos y en la vida cristiana de otros. Vive en retiro, que no es negación ni fuga. Vive en obediencia radical evangélica. Vive en kénosis, como Cristo, al situarse al margen de los modos naturales de realizarse la existencia humana en este mundo, incluso dentro de la Iglesia. Y lo vive todo como gracia y don, como fuerza del poder de Cristo glorioso y potencia infi­nita del Espíritu, que obra maravillas en su Iglesia. Y lo vive pneumáticamente, cristológicamente, proféticamente, eclesialmen-te, escatológicamente.

Todo el que de manera consciente entra en religión, o al me­nos quien llega un día a comprometerse con una consagración re­ligiosa ante la Iglesia, lo hace desde estos supuestos.

En la medida en que tales supuestos quedan en la penumbra o no estén claros, su consagración será incompleta; su vida evan­gélica, dudosa; su fidelidad, precaria; su obediencia, imposible.

Tal vez no supo dónde entraba. Tal vez buscaba algo distinto de la verdadera vida evangélica desde la dimensión del Reino. Acaso entró por una tarea, una empresa; incluso un apostolado. Pero se equivocó de puerta. No discernió, no se clarificó por quien debía, el sentido y el porqué de su entrada y de su simulado pro­yecto de vida evangélica.

Es cuestión de preguntarse si muchos miles de religiosos no viven y han vivido sin entender lo fundamental de su vida reli­giosa. Muchísimos religiosos sacerdotes son buenos sacerdotes, pero acaso nunca han sido religiosos en profundidad. Muchos re­ligiosos laicos han sido y son buenos apóstoles de la educación y de la caridad, pero no han sido ni son religiosos en profundidad.

Por lo que, más en concreto, se refiere a la obediencia, tal vez su mayor dificultad, hoy, nace de la falta de proyecto exis­tencial de vida evangélica auténticamente entendida, de falta de misión. Porque al fondo del compromiso vinculado en mi obe-

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diencia no están mandatos más o menos cuerdos, aceptables, o discutibles. Al fondo de mi obediencia religiosa está mi vincula­ción definitiva a un proyecto evangélico existencial, fuera del cual me es imposible realizarme religiosamente. En todo momento es­toy obligado a vivir en obediencia a la ley interna del Reino: pro­yecto existencial que se hace misión eclesial. Todo cuanto haga al margen de este proyecto existencial evangélico, aun cuando todo se haga al dictado de un superior, no tiene nada que ver con una obediencia evangélica.

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SEGUNDA PARTE

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INTRODUCCIÓN

En la primera parte se ha estudiado la vida religiosa dentro de su encuadre eclesial y como proyecto de vida evangélica al lado de otros posibles proyectos de vida cristiana.

En esta segunda parte se la estudiará desde las coordenadas sobre las que, de hecho, se ha ido estructurando, como proyecto de vida consagrada según los consejos evangélicos, vividos desde el carisma-misión del Instituto.

Al analizar, en concreto, la consagración y los consejos evan­gélicos, según la trilogía tradicional, interesa sobre todo no per­der el sentido de totalidad y su integración en dicho carisma-mi­sión. No se puede pensar en compartimentos parciales, que hicie­ran perder la visión de esa totalidad. Lo que se consagra es una vida en su totalidad. Cuando se elige dicho proyecto de vida, se hace dándole un sentido que abarca la vida entera, en relación con Dios y en misión eclesial.

La virginidad consagrada no será una parcela del vivir, acotada por el simple ámbito de algo regulado por la virtud de la tem­planza en el dominio del instinto sexual, añadiendo un voto de castidad. Se mueve más bien dentro del ámbito del amor en su to­talidad antropológica y teológica. Se trata de una dimensión exis-tencial totalitaria en una línea de amor humano y teologal, que es consagración-misión.

La pobreza evangélica tampoco se refiere fundamentalmente a una concreta relación con los bienes materiales, por simple des­apropiación o dependencia en su uso. Es más bien una actitud existencial total ante todo el orden de la creación desde la pers­pectiva de la novedad traída por Cristo, con nuevos bienes y nue­va tierra y nuevos cielos. Entrará, sí, dentro del ámbito de esa

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actitud existencial total la concreta referencia a los bienes mate­riales, pero sólo como una derivación y consecuencia.

La obediencia no aparecerá primariamente como una parcela de la virtud de la piedad, en tanto regula las relaciones con los padres y superiores. Se mueve más bien dentro del ámbito de to­talidad de una actitud de aceptación misional, nacida de una mi­sión del Espíritu de Cristo, dada en la Iglesia por medio del fun­dador, para realizar comunitariamente un proyecto de vida, que se acepta como proyecto del Espíritu, que llega a nosotros por la mediación del fundador en la mediación de la Iglesia. La obedien­cia religiosa tampoco es una simple parcela en nuestro vivir. Es una totalidad existencial misional.

Por otra parte, y precisamente por ser actitudes totalizantes, cada uno de los consejos evangélicos aparece necesariamente in-terrelacionado e implicado en los otros, sin posibilidad de fijar fronteras pragmáticas perfectamente acotadas para cada uno.

Las primeras vírgenes cristianas vivían la totalidad de su vida consagrada desde la virginidad, llegando desde ella a la actitud existencial de pobreza y de obediencia misional.

El monacato, sin formular la trilogía de los consejos, llegaba a ellos desde el principio de totalización, que unas veces partía del seguimiento de Cristo, dejándolo todo; otras, desde el jura­mento de vinculación y estabilidad monástica.

Si sólo a partir del siglo xn se hace usual la trilogía de los consejos, no quiere esto decir que antes no estuvieran presentes. Lo estaban desde la totalización implicada en un modo existencial de vivir en respuesta al Evangelio para edificar la Iglesia.

La trilogía, que después se iba a hacer clásica y universal, es válida para siempre y cuando mantenga la unidad interna y evi­temos el peligro de crear compartimentos estancos en una vida que constituye un todo unitario.

Este peligro no fue evitado, por desgracia, cuando, a la uni­dad existencial profunda, sucedió una visión de tipo legalista y moral. Ni el derecho ni la moral pueden ser las categorías pri­meras para entender el hecho de vida consagrada según los con­sejos evangélicos.

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La ética del comportamiento religioso y la normativa institu­cional que adopte la vida religiosa dependerán de manera decisiva de la forma como dicha vida sea entendida desde su fundamento de totalidad. Tal normativa deberá ser rigurosamente religiosa, muy distinta de cualquier otra. No basta la moral del sexto manda­miento para regular normativamente la virginidad; no es suficien­te la moral del cuarto mandamiento para configurar la obediencia, ni la moral del permiso o del uso moderado de los bienes mate­riales para entender y vivir la pobreza.

La ética y la normativa del comportamiento deberán confor­marse al contenido evangélico de la vida religiosa de cada Insti­tuto. Tanto en el Código como en las Constituciones. El Código deberá configurar el estatuto de la vida religiosa en la Iglesia, sin limitarse a ser una normativa de la Jerarquía sobre los religiosos. Como «estatuto del religioso en la Iglesia», tendrá que serlo, en primer lugar, del religioso en sí mismo, y tendrá que establecer, en segundo lugar, las relaciones del religioso con los demás miem­bros de la Iglesia: no sólo con la Jerarquía, sino también con los laicos. Las Constituciones deberán recoger en plena unidad y cohe­rencia todos los elementos de la vida de cada Instituto, integran­do la consagración, los votos, el modo de vida evangélica en la unidad del carisma y de la misión dentro de la Iglesia.

Esta segunda parte queda estructurada así:

Se inicia con el estudio del carisma, que configura a cada Instituto en la Iglesia.

Este carisma supone una peculiar manera de ser para Dios o consagración.

Este ser para Dios —consagración— es vivido misio-nalmente para edificación de la Iglesia; por eso se estu­dia teológicamente la misión, como inseparable de la con­sagración y contenidas ambas en el carisma.

Se estudian después los tres consejos evangélicos, pero no de una manera neutra, sino un tanto configurados pe-culiarmente por el carisma y la consagración-misión.

Un último capítulo estudia la comunidad en su verda­dera dimensión teológica y evangélica; y se analiza el

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proceso de renovación comunitaria en el posconcilio des­de la perspectiva del carisma y de la consagración-misión del Instituto. La comunidad fundamental es la que surge del carisma-misión: la comunidad universal del Instituto. Después, cada grupo comunitario asume y vive y sirve, según sus virtualidades, el carisma y misión del Instituto suscitado por el Espíritu para edificación de la Iglesia.

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CAPITULO VIII

ESTRUCTURA CARISMATICA DE LA VIDA RELIGIOSA

Es incuestionable la importancia que, de unos años a esta par­te, ha tomado en la Iglesia la doctrina sobre el carisma, o los ca-rismas, en plural. Hasta no hace mucho, qué difícil era encon­trar la palabra carisma en la literatura eclesiológica, ni en la teo­logía general, ni siquiera en la teología espiritual.

Durante siglos ha pesado una cierta sospecha sobre todo cuan­to pudiera referirse a una realidad más o menos afín a lo que llamamos hoy carisma. Posiblemente, porque la eclesiología des­confió siempre un poco de todo movimiento carisma tico; en parte con razón, ya que muchos de ellos fueron a su vez más o menos antijerárquicos.

Por otra parte, no han sido, en términos generales, muy bue­nas las relaciones entre teólogos y místicos. La suficiencia men­tal de los primeros ha sospechado casi siempre de la oposición de los segundos a fórmulas demasiado racionales de la fe 1.

Desde el punto de vista de la doctrina espiritual, e incluso so­brenatural, tampoco logró mejor acogida la vía carismática, en fuerza de la distinción entre gracia «gratum faciens» o santificante y gracia «gratis data». La primera era la que de verdad santifi­caba al sujeto, con una santidad interpretada en sentido individual y un tanto intimista, muy poco o nada eclesial o social. La gracia «gratis data» era considerada como dada en favor de los otros •—aspecto social—, pero no santifica al sujeto que la recibe; por

1 No es frecuente encontrar teólogos, como Domingo Báñez, que admi­ren, como lo hizo él, a una Teresa de Avila precisamente por su doctrina, y hasta se permita citarla como autoridad teológica al exponer determinadas doctrinas.

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lo que no llega a ser demasiado apreciada. Hasta se la mira con cierta desconfianza y sólo se la acepta con no pocas reservas. Se había creado —no sé con qué fundamento bíblico ni teológico— una supuesta antinomia entre gracia dada para utilidad de la Igle­sia, y santificación del sujeto que la recibía; y una cierta intran-sitividad de la gracia «gratum faciens», vista en su función íntima de santificación, sin paso hacia una acción sobre la Iglesia. Todo lo carismático caía del lado de las gracias «gratis datae» y partici­paba de sus sospechas,

Santo Tomás jamás separó esas gracias en la forma en que lo hizo posteriormente la Escuela2, relegando a categoría mínima todo cuanto pudiera tener apariencia de gracia datis data. Una reintegración de lo que así se había disgregado pudiera haber sido la doctrina de los dones del Espíritu Santo, ya que don del Es­píritu Santo era la gracia «gratum faciens» y don del Espíritu Santo podía, al menos, ser la gracia «gratis data» o muchas de las así llamadas. En esta línea estaba toda la teología de los dones del Espíritu Santo, en Santo Tomás de Aquino, que se mantiene incluso en su gran comentarista Juan de Santo Tomás 3.

Pero todo esto quedaba fuera, en mayor o menor grado, de las preocupaciones de los teólogos de oficio de Occidente. Fue necesario el Concilio para que muchas de esas fuerzas remansa­das, y en espera, se manifestaran actuantes y fecundas en tantos frentes. Uno de ellos, y no el menos importante, fue precisamente el frente que podemos llamar ya carismático. De un silencio siste­mático, por lo que respecta a los carismas, hemos pasado a una especie de obsesión. En ésta puede haber excesos —como los hubo en el silencio y la desconfianza—, pero hay también elementos

2 «La operación de milagros, el don de profecía y cualquier otra gracia gratis data son manifestativos de la gracia gratum faciens. Por eso en 1 Cor 12,7 la gracia gratis data es llamada manifestación del Espíritu. Del mismo modo, se dice que a los Apóstoles les fue dada la gracia gratum faciens con el signo que la manifestaba. Si se les hubiera dado únicamente el signo sin la gracia gratum faciens, no se diría que se les había dado el Espíritu» (SANTO TOMÁS, I, q.43, a.3, ad 4).

3 Esta línea fue abandonada prácticamente hasta nuestro siglo, en que fue retomada por GARDEIL, ARINTERO y, en general, los teólogos defensores de unidad de vía para la santidad, defensores de la mística como única vía para todos. Creo que se ha debido a ellos, en buena parte, la nueva valora­ción sobre lo místico y lo carismático en la Iglesia. Tampoco fue indiferente el influjo de algunos escritores orientales.

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perfectamente seguros, que ya no podrán ser silenciados ni en la eclesiología ni en la vida cristiana y religiosa.

Hecha esta breve referencia histórica —sin ninguna preten­sión de rigor analítico-histórico—, pasamos a exponer la doctrina sobre los carismas, tal como aparece en San Pablo y es asimilada por el Concilio, y tal como debe aplicarse a los carismas propios de la vida religiosa.

1. Los carismas en la doctrina de San Pablo

Nos referimos a San Pablo, porque prácticamente a él se ha limitado el Concilio y porque la palabra «carisma» es peculiar de la teología paulina; por consiguiente, la vía más directa y más clara para exponer la doctrina subyacente a los carismas4.

1. La palabra «carisma» en San Pablo

Con excepción de la primera carta de San Pedro, 4,10, sólo se encuentra la palabra «carisma» en San Pablo y en los escritos que llevan su nombre. Incluso en la literatura griega profana es rarísimo el uso de dicha palabra: cosa rara, tratándose de un con­cepto básico en la teología bíblica de San Pablo. Extraño y sin­tomático.

La palabra carisma tiene la misma raíz que charis, chairein, charixesthai. Charis y charisma son conceptos afines. Los sustan­tivos en -ma, -asma, -isma, indican casi siempre el resultado de una acción, en nuestro caso, de una donación: conceder gracia, donar, otorgar, con el efecto de la donación o de la entrega.

Siendo afines, sin embargo charis se usa sólo en singular; mientras que el plural chantes es muy frecuente en la literatura profana. En cambio charisma se usa también en plural: charis-mata; incluso en singular tiene muchas veces sentido de multipli­cidad.

4 Sin embargo, hay que evitar todo reduccionísmo. El mismo estudio se podría—y debería—hacer tomando como base la doctrina de los Sinópticos y de San Juan, vertida en conceptos distintos, pero con un contenido seme­jante, aunque acaso menos directo.

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2. Coordenadas de la «charis» y del «charisma»

El carisma en San Pablo se define necesariamente dentro de tres planos inseparables y convergentes:

a) El carisma tiene su «origen» en el Espíritu Santo y se debe mantener en esta relación de origen. Desde el momento en que se desvinculara de su origen y quisiera pasar a una cualidad del sufeto, como si tuviera en él su fuente, dejaría de ser carisma. En este sentido, hay que distinguir perfectamente entre carisma y cualidades en el sujeto.

Ciertamente el carisma pasa a ser algo operante en el sujeto y desde él; y en este sentido es una cualidad en el sujeto. Pero, en tanto carisma, nunca puede perder dependencia y vinculación con su fuente. Incluso puede haber cualidades que sean propie­dad del sujeto y que se convierten en carisma, si las asume el Es­píritu para obrar por medio de ellas.

Todo carisma dado es una cualidad del sujeto, pero no todas las cualidades del sujeto son carisma en sentido paulino. Habrá que tenerlo en cuenta cuando hablemos de los carismas persona­les de los religiosos, para distinguir cuándo se trata de carismas verdaderos y cuándo de cualidades —acaso verdaderas— que no son carismas.

b) El carisma, comunicado por el Espíritu, se desarrolla úni­camente en el ámbito del cuerpo de Cristo. Este es su encuadre. La consecuencia y el criterio único es importante. Sólo en la Igle­sia, sólo dentro de la fe en Cristo, como Señor resucitado que se prolonga en su Iglesia, se da el carisma.

Este encuadre de los carismas nos está ofreciendo una visión de la Iglesia sumamente compleja en su ser, con multiplicidad de acciones, servicios, ministerios. Un cuerpo complejo en sus miem­bros, y unido en unidad vital, no separable de sus miembros. Es la Iglesia en su concreto ser la que exige la multiplicidad de los carismas. Si éstos fueron olvidados durante algún tiempo, se hizo sin tener en cuenta el ámbito eclesial total que Cristo dio a su Iglesia, como cuerpo suyo en el tiempo. Aunque esta característica no sirve primariamente para discernir los carismas, sí es impor­tante, porque comienza por declararlos posibles e, incluso, del todo necesarios en la Iglesia. A este ámbito se refieren los varios

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textos paulinos sobre la Iglesia como cuerpo del Señor, con toda la simbología del cuerpo místico.

c) El carisma o carismas se caracterizan por la ordenación a su fin. Este fin es la edificación de la comunidad, de la Iglesia (1 Cor 14,12). En este sentido el carisma adquiere un amplio va­lor relacional al otro, a los otros, a la comunidad.

En el ámbito del carisma ya no queda lugar para una distin­ción entre privado y público, personal y comunitario, sino que todo es personal siendo comunitario, y todo es comunitario siendo personalizado sobre todo por el ágape.

Los carismas, en cuanto procedentes del Espíritu, en el ámbito del cuerpo de Cristo y para su edificación, sólo son verdaderos carismas si se mantienen en la unidad de la caridad —ágape—. A San Pablo le resultaría extraña la distinción introducida por la teología entre gracia «gratum faciens» y gracia «gratis data». Es verdad que, según el mismo Pablo, se puede usar mal de los ca­rismas, lo que supone desvincularlos de la caridad; pero con ello automáticamente pierden su ser de carismas.

Es éste otro elemento imprescindible a la hora de estudiar el carisma religioso. Será especialmente luminoso cuando haya que estudiar el complejo problema de las supuestas antinomias entre carisma personal y carisma comunitario. El solo planteamiento en estos términos es ya una «contradictio in terminis», según el sen­

cido paulino del carisma. Y, sin embargo, vemos con frecuencia cómo se cae en esta contradicción en la práctica. No sólo entre nosotros, sino ya en tiempos del mismo Pablo. Con la diferencia de que Pablo tenía claro el sentido total del carisma y nosotros a veces carecemos de este sentido de totalidad.

3. Textos paulinos

Visto el encuadre de los carismas en San Pablo, veamos ahora los textos más importantes.

a) Carta primera a los Corintios. Comenzamos por ella, por­que es donde Pablo expone de manera más amplia su doctrina, dedicándole nada menos que tres capítulos: 12-14.

— En el capítulo 12 da la doctrina sobre el origen de los ca-

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rismas, que es el Espíritu Santo, y su marco, que es el cuerpo de Cristo, con el ejemplo del cuerpo humano, alu­diendo a la edificación común.

— En el capítulo 13 canta a la caridad, única que da sentido a los carismas, o única que conserva en ellos su sentido de carismas del Espíritu.

— En el capítulo 14 da normas concretas para que los caris-mas sirvan a la edificación de la asamblea 5.

Independientemente de la referencia a los distintos elementos del encuadre paulino de los carismas, quiero indicar que en los textos de la carta a los Corintios, y proporcionalmente en los demás textos paulinos, el apóstol no ha querido exponer de manera sis­temática una doctrina sobre los diversos carismas, ni un orden rigurosamente lógico, ni ha pretendido agotar el catálogo de ca­rismas posibles. Habla simplemente de los que se dan en sus Igle­sias, y sobre ellos enseña y orienta.

b) Carta a los Romanos: léase Rom. 12,4-8.

c) Carta a los Efesios: léase Ef. 4,1-6; 10-13; 14-16.

2. Los carismas en el Vaticano II

El Concilio ha tenido en todo momento presente la doctrina del Nuevo Testamento, especialmente la de San Pablo sobre la presencia y acción del Espíritu Santo en la Iglesia. La visión neo-testamentaria de la Iglesia del Espíritu subyace a toda la doctrina del Concilio sobre la Iglesia-misterio y sobre la Iglesia-pueblo de Dios, en el único Espíritu, sin que se rompa esta estructura fun­damental al estudiar los demás elementos que integran la Iglesia de Cristo, como puede ser la jerarquía y los diversos estados de vida.

Si fue equivocada —por incompleta— la visión de la Iglesia, desde un punto de vista unilateralmente jerárquico, sería igual-

5 A Pablo no le preocupa nuestra problemática sobre cuáles de dichos carismas son o no permanentes; ni si algunos irán referidos a una constitu­ción de la Iglesia en el plano jerárquico-carismátíco o simplemente carismá-tico. Pero el hecho de que Pablo no lo trate desde esta perspectiva tampoco da derecho a afirmar que la excluya, como quisieran algunos teólogos actua­les, buscadores de una Iglesia puramente carismática, contrapuesta a una Iglesia jerárquica.

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mente equivocada una visión de la Iglesia puramente carismática, de la que quedara eliminada su naturaleza también jerárquica.

Posiblemente el cambio más fundamental, iniciado por el Con­cilio, pero más acentuado por la eclesiología posconciliar, sea la consideración primordial de la Iglesia como Iglesia del Espíritu y en el Espíritu. Nadie puede ignorar la importancia de Cristo y de la cristología para fundamentar una eclesiología. Pero sin qui­tar la más mínima importancia a la cristología, hoy se tiende a considerar la Iglesia primariamente desde el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo. A la base está, pues, una pneumato-logía 6.

Dentro de esta eclesiología pneumatológica se ilumina la fun­ción de los diversos carismas, en concreto la dimensión fundamen­talmente carismática de la vida religiosa en cuanto tal y de los di­versos dones carismáticos de cada Instituto. No hay necesidad de buscar incompatibilidades entre ser carismático y ser institucional, ni entre carisma y jerarquía.

Por lo que respecta, más concretamente, a la vida religiosa, el Concilio nos ofrece elementos para una elaboración doctrinal so­bre el carisma, aunque no haya referencia concreta y directa al carisma tal y como pudieran desearlo los religiosos. Se nos da una visión general sobre los carismas, y dentro de esa visión deben entrar lógicamente los carismas de la vida religiosa. Cuando habla expresamente de los religiosos, el Concilio da ya por supuesta esa presencia del carisma, sin entrar en más detalles. Toca a los teó­logos escribir ese capítulo de la eclesiología correspondiente al ca­risma de la vida religiosa.

Los principales textos sobre los carismas los hallamos en los siguientes documentos conciliares:

a) «Lumen Gentium», Contiene los textos más generales. Ya es un hecho de valor excepcional el tener en cuenta, a la hora de

6 Véase, por ejemplo, la magna obra de H. MUHLEN El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca, 1974. O la obra de carácter ecumenista Lo Spirito Santo e la Chiesa, bajo la dirección de E. LANNE, Roma, 1970. O la obra Charisma, Ordnungsprinzip der Kirche, traducida al italiano con el título Carisma, principio fundaméntale per l'ordinamento della Chiesa, Bologna, 1973. Esta última obra es ultracarismática; válida en muchos aspectos, pero de visión incompleta.

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definir la naturaleza de la Iglesia, los diversos carismas, en toda su amplitud, sin limitarse a aquellos más vinculados con la jerar­quía. Incluso la doctrina fundamental sobre los carismas se expone en el capítulo segundo sobre el pueblo de Dios, formado por to­dos los miembros de la Iglesia. Pero de un modo o de otro, dicha doctrina se halla presente en toda la Constitución, como puede comprobarse en una lectura reposada y reflexiva. He aquí algu­nos textos:

«El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fíeles como en un templo y en ellos ora y da testimonio de su adop­ción de hijos (cf Gal 4,6; Rom 8,15-16; 26). Guía a la Iglesia a toda verdad, la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embe­llece con sus frutos» (cf Ef 4,11-12; 1 Cor 12,4; Gal 5,22) (LG 4).

«El pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diver­sos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el sagrado ministerio en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejem­plo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho» (LG 13).

«La santidad de la Iglesia se expresa multiformemente en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fíeles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio gé­nero de vida. De manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos evangélicos...» (LG 39).

«El estado constituido por los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y santidad» (LG 44)7.

7 Queremos citar también los siguientes: «Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun

siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo (cf. 1 Cor. 12, 12), así también los fieles de Cristo. También en la constitución del Cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y de oficios. Uno solo es el Espíritu que distribuye sus variados dones para bien de la Iglesia, según su riqueza y diversidad de ministerios (1 Cor. 12, 1-14)» (LG 7).

«El mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios

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b) «Perfectae caritatis». El decreto comienza ya haciendo re­ferencia a la Lumen Gentium, y repite que «la aspiración a la ca­ridad perfecta por medio de los consejos evangélicos trae su ori­gen de la doctrina y ejemplos del divino Maestro» (PC 1 a). Y a continuación viene uno de los textos más importantes por apare­cer en él la referencia directa al Espíritu Santo que hace surgir este modo de vida en la Iglesia:

«Ya desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que por la práctica de los consejos evangélicos se propusieron se­guir a Cristo con más libertad e imitarlo más de cerca, y cada uno a su manera llevaron una vida consagrada a Dios. Muchos de ellos, por inspiración del Espíritu Santo, vivieron vida solitaria o fundaron familias religiosas que la Iglesia recibió y aprobó de buen grado con su autoridad. De ahí nació, por designio divino, una maravillosa variedad de agrupaciones religiosas, que mucho contribuyó a que la Iglesia no sólo esté apercibida para toda obra buena (cf 2 Tim 3,17) y pronta para la obra del ministerio en la edificación del Cuerpo de Cristo (cf Ef 4,12), sino también a que aparezca adornada con la variedad de dones de sus hijos, como esposa que se engalana para su esposo (Apoc 21,2) y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios (cf Ef 3,10)» (PC 1 b)8 .

c) «Ad gentes». También en este documento, sumamente rico en contenido teológico, aparece repetidas veces la doctrina conciliar sobre los carismas diversos 9.

mediante los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12, 11) y sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad (1 Cor 12, 7)» (LG 12).

«Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplo del Señor, y recomen­dados por los apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (LG 43).

Cf., además, los números 42 y 45. Como se ve, algunos textos pertenecen ya al capítulo VI, dedicado a los religiosos, a quienes no deja de aludirse explícitamente en otros pasajes citados o sin citar.

8 Pueden leerse igualmente los números 2 y 4. » Cf. Ad Gentes, 23, 28, 29.

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d) Una lectura comparada de los textos del Concilio y ele los textos paulinos descubre inmediatamente la identidad de doc­trina. Era lógico. Ya es suficientemente significativa la inclusión, por parte del Concilio cuando habla de los carismas en la Iglesia, de los mismos textos paulinos anteriormente aludidos.

Es, además, idéntico el encuadre de los textos al describir el sentido de los carismas:

— se trata de dones que tienen su origen únicamente en Cris­to y en su Espíritu;

— se dan siempre dentro del ámbito del cuerpo de Cristo, en el que crecen y se desarrollan;

— se dan para utilidad y edificación de toda lo comunidad; —• y quedan sometidos a la Iglesia jerárquica para su discer­

nimiento.

Y, a la vez, se repite constantemente que son dones diversos, aunque desde la unidad del Espíritu y en el Espíritu. Diversos:

— porque nacen así ya del Espíritu que los comunica; — dentro de una Iglesia, pueblo de Dios y cuerpo de Cristo,

múltiple en sus miembros y servicios, a la vez que uno como cuerpo;

— por orientarse a tareas diversas de edificación.

El Concilio no hace un estudio detallado de las diversidades, como tampoco lo hizo San Pablo. Simplemente las afirma, tanto cuando habla de la diversidad de fundadores, movidos por el Es­píritu, como cuando habla de los mismos Institutos, surgidos por inspiración del Espíritu o contemplados desde su servicio de edi­ficación de la Iglesia.

Toca también a la teología —concretamente, de la vida reli­giosa— dar una explicación más amplia del sentido de los caris-mas de cada Instituto, en relación con la norma suprema de toda vida religiosa, que es el Evangelio, y en relación con la edificación de la Iglesia.

Es lo que vamos a intentar en los apartados siguientes.

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3. El carisma de los fundadores

Una teología de los carismas en los Institutos religiosos su­pondría una visión sistemático-sintética del carisma de la vida re­ligiosa, además de un estudio analítico de un cierto número, al menos, de las explicitaciones de dicho carisma en determinados Institutos, como paradigma de lo que se podría y debería hacer en todos y cada uno de los restantes.

1. Situando el tema

En realidad, a partir ya de los primeros Capítulos Generales de renovación, se intentó concretizar los elementos originales del carisma de los Institutos. Sin embargo, las más de las veces sólo se llegó a fijar elementos comunes del carisma, que podrían valer indistintamente lo mismo para un Instituto que para otros, más o menos afines. Cosa hasta cierto punto lógica, ya que el elemen­to base, común a todos ellos, puede sobreponerse y no dejar ver las diferencias. Además, hemos llegado a la doctrina del carisma a base del Concilio, que únicamente ofrece los rasgos comunes, si bien lo común en los carismas lleva implícita necesariamente la diversidad, desde el momento en que son dones de un espíritu multiforme. Bajo la citación masiva de textos conciliares casi ha desaparecido la peculiaridad que ofrecían las Constituciones ante­riores; aunque también éstas hubieran tenido que pasar previa­mente, mucho antes, por otro rodillo nivelador, como lo fue la i acomodación al código de Derecho Canónico de 1917.

Por otra parte, era tarea más fácil estudiar el carisma en sus líneas de coincidencia en toda la vida religiosa, que intentar pene­trar en las peculiaridades diversificadas. Para poder llegar a éstas hace falta una serie de estudios detenidos de carácter histórico y, sobre todo, de interpretación teológica de esa concreta historia, para poder adivinar cómo ha actuado el Espíritu en un determi­nado fundador. De los fundadores tenemos vidas escritas, muchas veces con una finalidad parenética y de exaltación y propaganda; pero son pocos los especialistas y preparados para entender e in­terpretar una historia, que es, ante todo, historia del hacer del Espíritu en el alma de un fundador.

En los segundos Capítulos de renovación se nota un mayor esfuerzo por volver a la autenticidad peculiar de cada Instituto,

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sin que por ello sufra la fidelidad a la doctrina del Concilio, sino todo"lo contrario. Si el Concilio ha partido de la aceptación plena de la acción del Espíritu, que comunica dones diferentes para una plena edificación del cuerpo de Cristo, sólo se es fiel al Espíritu si se le reconoce en sus dones diferentes. Querer nivelarlos es so­focar el Espíritu y negarlo en la práctica, pretendiendo afirmarlo.

; Nos está costando volver a identificar los dones diferentes, de manera que, sólo siendo diferentes, sean dones para edificación común y, por lo tanto, eclesiales. En la visión antigua faltaba mu­chas veces eclesialidad, por ausencia de una visión auténtica de la Iglesia; en las posiciones nuevas falta eclesialidad por no enten­der la Iglesia desde su multiforme manifestación del Espíritu, im­previsible y creador en sus dones diferentes. Antiguamente se era Iglesia siendo acaso únicamente Instituto; después se ha querido ser Iglesia dejando de ser Instituto. Urge llegar a ser Iglesia sien­do precisamente Instituto en la Iglesia, como don diferente, pero

« como don para la edificación de la misma Iglesia.

Entran de esta manera en juego una serie de elementos que están necesitando una gran clarificación, no sólo doctrinal, sino también vital, que está afectando seriamente a casi todos los plan­teamientos humanos de los religiosos, para que se integren, en una unidad armónica, elementos tales como «eclesialidad», «integra­ción en el pueblo de Dios», «identidad religiosa», «pertenencia al Instituto». Los problemas no son sólo teóricos. Ni siquiera pri­mariamente. Son problemas pastorales, problemas existenciales humanos y religiosos, problemas de realización y de equilibrio en las personas y en las comunidades. Problemas que, por eso, he­mos llamado también vitales.

2. Los carismas de los fundadores como modos diversos de vi­vir el Evangelio

El Concilio nos dice que el seguimiento de Cristo y la vuelta al Evangelio, en el que se nos propone dicho seguimiento, debe ser la regla suprema para todo Instituto (PC 2 a). Y a continua­ción alude a la peculiaridad de cada Instituto, reconociendo y manteniendo el espíritu y propósito propio de los fundadores.

Doctrina fecunda, pero que, si es mal interpretada, nos intro­duce en un callejón sin salida, como ha sucedido a veces.

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Pueden interpretarse ambos párrafos como referidos a dos rea­lidades diferentes: por una parte, el retorno al Evangelio, norma y regla suprema; y, por otra parte, el retorno al espíritu (carisma) del fundador, norma subsidiaria.

Así entendido, puede suceder -—y está sucediendo— que sur­jan antinomias y contraposiciones entre fidelidad al Evangelio —norma suprema—y fidelidad al espíritu del Instituto —norma subsidiaria—. Llegando a la conclusión, no pocas veces, de que la fidelidad al Evangelio obliga a desvincularse de fidelidades de se­gundo grado, como serían las fidelidades al Instituto.

¿Es recta esta interpretación de la doctrina conciliar? No sólo no es recta, sino que vendría a negar toda una eclesiología fuerte­mente axiada sobre los carismas y vinculada al Espíritu, que es la eclesiología del Concilio y está siendo la de hoy y lo será más claramente la de mañana. Lo desconcertante del caso es que vie­nen a caer en esta negación quienes invocan, a otro propósito, y se creen propugnadores de una pneumatología eclesiológica.

Veamos de seguir un cierto orden que permita aclarar las cosas.

a) Un único principio interpretativo del carisma. La doctrina del Concilio no permite ver en el texto mencionado dos principios. En la Iglesia de Cristo, el Espíritu se manifiesta en la efusión concreta de sus dones diferentes, sin dejar de ser un único Espí­ritu. La unidad de la Iglesia en el Espíritu no sólo no se niega, sino que se afirma en sus dones diferentes y sólo en ellos. La diferencia de los dones sólo manifiesta de una manera diferente la unidad del Espíritu.

En la vida religiosa, como realidad nacida del Espíritu, única- * mente se sigue a Cristo —el Cristo del Evangelio— cuando se le sigue desde el don del Espíritu que ha sido dado a cada fundador. Esto no es limitar ni empequeñecer al Cristo del Evangelio a quien tratamos de seguir, sino que nos hace vivir todo el Evangelio y todo el seguimiento de Cristo desde ese don de su Espíritu. In­cluso se ha de decir que sólo desde ese don puede quien lo recibe seguir totalmente a Cristo y vivir todo el Evangelio.

En realidad, éste es el verdadero núcleo del problema: ¿se puede vivir desde una concreta clave todo el Evangelio? ¿Se puede vivirlo todo desde muchas concretas claves?

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Antes de abordar detenidamente el tema, habrá que dar, aun­que sea muy sintéticamente, una respuesta a estas urgentes pregun­tas de base. Y vamos a hacerlo desde unos ejemplos.

— Antonio en el desierto sigue plenamente a Cristo, vive la totalidad del Evangelio y sus exigencias; pero desde una respues­ta concreta y orquestada en una clave interpretativa, dada por el Espíritu al impulsarle a seguir a Cristo como lo siguió, marchán­dose al desierto y viviendo la que después había de llamarse es­piritualidad del desierto, pero que ya era tal espiritualidad desde aquel momento inicial: silencio, oración, penitencia, castidad, po­breza, disponibilidad, y fraternidad cuando otros le sigan para vi­vir, también, su vida de desierto. Lo vive como don para la edi­ficación de la Iglesia; y por ello volverá cuando haga falta a la ciudad, pero sin dejar de ser el hombre de siempre, que hace so­nar la música evangélica en clave de desierto. No sigue a Cristo de manera «sectorial», sino «totalmente», en clave que viene... del Espíritu y va hacía... donde van los dones del Espíritu: la edifi­cación de la comunidad eclesial. Vive, en una palabra, lo que nosotros llamamos hoy vida evangélica: virginidad, pobreza e, in­cluso, obediencia y fraternidad, todo a su manera, que no será sólo suya, porque era la manera del Espíritu recibido.

—• El cenobitismo, sea el de la evangelicidad pacomiana, sea el del monacato en Occidente, nos ofrecerá la manifestación de otra clave-don-del-Espíritu para vivir todo el Evangelio, como se­guimiento de Cristo, desde un nuevo don. El monasterio, la co­munidad monástica, su estabilidad, aglutinan todos los elementos de la vida evangélica desde una nueva armonía total. En las más famosas Reglas monásticas, de Oriente y Occidente, apenas hay referencias a la virginidad, como no sean ligeras alusiones más bien de orden disciplinar y ético. Lo mismo sucede con la pobre­za e, incluso, con la obediencia. Pero todo es vivido intensamente por exigencias de la nueva clave y dentro del conjunto armónico que las agrupa: los llamados consejos evangélicos y todo un modo existencial pleno de vivir: oración, distanciamiento del mundo, pe­nitencia, servicio a la Iglesia para peculiar edificación de la misma. Muchos de los monjes serán los paladines de la ortodoxia de la comunidad eclesial, pero precisamente desde su monacalidad. Y dentro del cenobitismo habrá todavía peculiaridades del Espíritu, que no permiten homologar uniformemente a todo el monacato.

— Benito, a través de su «ora et labora», vivirá todo el Evan-

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gelio de una manera total y peculiar al mismo tiempo. También oraban el eremita y el monje oriental. El benedictinismo orará de una manera peculiar para edificación de toda la comunidad ecle­sial, como trabajará también de una manera peculiar y concreta, para una igualmente peculiar edificación de la Iglesia en una si­tuación concreta.

— El Cister será monacal, orará y trabajará, pero de otra ma­nera y con otro estilo global de vida.

— Bruno y sus cartujos vivirán todo el Evangelio, pero des­de otra clave: se ora, se calla y se trabaja de otra manera. Y se vive la virginidad, la pobreza y la obediencia, la soledad y el ser­vicio a la edificación común de la Iglesia en otra clave. Eliminar claves es reducir la multiformidad del Espíritu o dejar un Espíritu sin dones, que ya no sería Espíritu-Don.

— Francisco de Asís escuchará las mismas palabras evangé­licas que Antonio: «Deja cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sigúeme.» Seguirá a Cristo plenamente desde su pobreza, pero en una clave distinta de la de Antonio; no es la espiritualidad del desierto, sino la presencia pobre, mendicante e itinerante, evan­gelizados y misionera entre los hombres. En esa clave es vivida la virginidad, la obediencia, la conventualidad, la edificación de la comunidad eclesial, la oración, la relación no sólo con el mundo de los hombres, sino también con el mundo de la creación.

— Carlos de Foucauld será fiel a todo el Evangelio, tras la experiencia del desierto, que le ha hecho descubrir, por aparente paradoja, a los hombres desde la sola presencia de fraternidad o como hermano entre los hombres. Dentro de esa fraternidad y desde ella vive toda la vida evangélica.

En síntesis: no se trata de dos principios —Evangelio por un lado y espíritu del fundador por otro—, sino de uno solo: el Es­píritu de Cristo que se dice en sus dones múltiples para edifica­ción de la única comunidad eclesial. Quien no le deja decir y no se deja decir en sus dones, no dice Evangelio ni Espíritu. Habla simplemente palabras..., palabras... Aturde sin dejar siquiera es­cuchar.

Acabo de exponer, somerísimamente, simples ejemplos de cla­ves diversas en las que se dice todo el Evangelio del seguimiento

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de Cristo. Aquilatar sus modalidades o desentrañar la compleja o complejísimas melodías escritas en tonos tan diversos y con ar­monías tan variadas es ya tarea de cada Instituto, para poder co­nocer e interpretar debidamente su partitura.

Sería simplismo pensar que no hay lugar para tantos caris-mas como Institutos figuran en la Iglesia. Quien tal afirmara, debería decirnos, en primer lugar, si sabe cuántos son los dones con que el Espíritu se puede manifestar. Cosa imposible, frente a un Espíritu imprevisible, siempre sorprendente e inagotable. Sólo a posteriori podemos irle conociendo, cuando se manifiesta. Y, si queremos conocerle, hay que estudiarle con sumo respeto, para no ahogarle.

Muchos quisieran un estudio serio que les permitiera conocer su clave evangélica. Yo no puedo hacerlo. Simplemente, y a modo de ejemplo, puedo ofrecer mi interpretación del carisma claretiano al que he sido llamado 10. Como tiene únicamente razón de ejem­plo, sería válido, aun en el caso de que en determinados puntos mi penetración en dicho carisma fuera imperfecta.

3. El carisma claretiano

a) San Antonio María Claret ha leído toda la Escritura en una concreta clave, que fue configurando su vida, su vocación personal y su vocación de fundador. Lector asiduo, en meditación de escucha a un Dios que llama, desde muy joven lee la Escri­tura y muy pronto comienza a anotar aquellos pasajes en los que se siente interpelado. La mayor parte se centra en la llamada hecha a los profetas para anunciar al pueblo la salvación, predi­car la penitencia y despertar la fidelidad a la promesa. El se sien­te llamado en aquellas vocaciones, con palabras que le van diri­gidas a él mismo. Predicación profética, anuncio, conversión, sen­tido del pecado del pueblo, sentido de la fidelidad de un Dios que sigue llamando. A esta luz interpreta todo el Antiguo Tes­tamento, como voz que le interpela a él.

b) El Nuevo Testamento lo lee, iluminado interiormente, a la luz de la vocación de los apóstoles, llamados a evangelizar y

10 Esta visión es, en parte, resultado del estudio y profundización de bastantes de mis hermanos claretianos, aunque aparezca como interpretación propia.

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anunciar la Buena Nueva. Ve la comunidad de los apóstoles con Jesús como comunidad para la evangelización. No ve a los após­toles ni al colegio de los Doce como autoridad o columnas de la Iglesia, ni como fundamento de la Jerarquía; sólo los ve como comunidad en torno a Jesús para ir a predicar la Buena Nueva. En la Iglesia de después de Pentecostés, ve a los apóstoles y a los asociados a ellos como servidores, de múltiples maneras, de esa tarea evangelizadora.

c) Ve la Iglesia en su historia desde el servicio de anuncio y servicio al Evangelio en los Santos Padres, como anunciadores del Evangelio; posteriormente la ve iluminada por los grandes misioneros: hombres y mujeres que entregan su vida y actividad a la conversión del pueblo cristiano, sirviéndose, al compás de la misma historia, de los medios más aptos para transmitir el men­saje evangélico.

d) Sacerdote y después obispo, se ve solamente como misio­nero de la Palabra y anunciador del Evangelio por todos los me­dios que lleven o preparen el camino a la Palabra. Es sacerdote de lo menos ministerial y sacramentalizador que se puede ima­ginar. Como Pablo, se siente enviado a evangelizar y anunciar la conversión. Si confiesa horas interminables, es en cuanto culmi­nación del intenso trabajo de predicación evangelizadora. Nada vinculado a estabilidad parroquial, quiere estar disponible para ser enviado, con un fuerte sentido evangélico de misionado, como Cristo por el Padre, como los apóstoles por Jesús: enviados como comunidad y tornando a la comunidad con Jesús. Pero enviado a anunciar el Evangelio en la forma en que debía ser anunciado en una nueva situación de la Iglesia: no sólo por la predicación in­cansable, sino por el mensaje de la palabra escrita, del opúsculo, de la prensa, de los grupos cristianos, actuantes como agentes de evangelización desde su vida normal.

e) Su relación con Dios como Padre tiene un acentuado sen­tido de evangelizar a los hombres para hacerles conocer a Dios como Padre. Su fuerte intimidad con Cristo está igualmente mar­cada por la evangelización. El Espíritu Santo aparece en su vida no con sentido intimista de huésped del alma, sino como fuerza y motor de evangelización.

f) La Virgen, en la expresión frecuente —aunque no úni­ca— del Corazón de María, que refigurará posteriormente en el

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título de la Congregación que funda, tiene el mismo sentido evan­gelizados No es una devoción o forma devocional, aunque tenga que usar de las fórmulas que le ofrece la época; va más allá de las fórmulas desde su penetración carismática. María entra en su vida de evangelizador desde dos dimensiones: desde sí mismo, conformado y formado en la fragua de amor de María para lan­zarle a la conversión de los hombres; y desde los hombres, en los que actúa María impulsándolos a la conversión, haciendo que se abran a las palabras de Claret.

g) La comunidad que busca y crea, como Instituto, es la comunidad de Jesús con sus apóstoles para evangelizar. No es co­munidad estática, ni monástica, ni de vida común, sino comuni­dad para la evangelización.

h) Los consejos evangélicos entran todos en una perspecti­va unitaria de evangelización:

— La virginidad: ya en su ordenación de diácono nos dice y describe la significación de su castidad: no tiene sentido individual; es castidad para el Evangelio y por el Evange­lio, por el Reino, no como simple renuncia —aunque sea por el Reino—, sino como anuncio y para el anuncio efi­caz del Evangelio.

— La pobreza es en todas sus manifestaciones misionera: en el no querer recibir dinero por su predicación, en su vida de misionero peregrino con un simple atillo en la mano, en su vivir siempre pobre para no hacer opaco el Evangelio.

— Su obediencia es típicamente misionera: siente experimen-talmente la necesidad de ser enviado, porque sólo esta misión da fuerza a su palabra. La obediencia religiosa —aun dentro de unos rasgos comunes— tiene sus pecu­liaridades en cada Instituto. En Claret está caracterizada por la unidad carismática de su ser misionero, desde ahí es vivida.

— Su ascética, dentro del marco típico de su época, tiene la característica propia del misionero y para la misión.

— Su oración, dentro de los moldes de su tiempo, es la de un evangelizador y misionero.

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i) No es fácil, a base de rasgos aislados, ofrecer una fotogra­fía de un espíritu modelado por el don del Espíritu de Cristo. Ni basta un rasgo para caracterizar un rostro. Un retrato autén­tico sólo puede ser fruto de una conjunción armónica de todos los rasgos. Incluso para captarlos hace falta una sintonización inte­rior con el modelo. Por eso puede parecer en ocasiones que, al tratar los rasgos de un carisma de un fundador, nos encontramos con rasgos que podrían servir para otros. Acaso aquí nos sucede como cuando un europeo contempla rostros orientales: todos le parecen prácticamente iguales. Hay que ser oriental para ver que son muy distintos entre sí, como nosotros vemos muy distintos a los diversos tipos europeos, mientras seguramente los orienta­les nos ven a todos muy semejantes.

No se ha de olvidar, por otra parte, que a la asimilación del carisma del propio Instituto se llega fundamentalmente desde la vida, aunque a ello ayude la iluminación doctrinal. Pero ésta sólo dice todo lo que intenta decir cuando es escuchada desde la sin­tonía y sintonización propia. La iluminación verdadera tiene que venir desde la propia vivencia de gracia peculiar.

4. Configuración de todo el vivir evangélico desde el carisma

Como hemos dicho, hay muchos modos de vivir el Evangelio, según los diversos carismas. Ahora tenemos que afirmar que el carisma de un fundador no es sólo un elemento importante e in­cluso el más importante en su vida personal y, sobre todo, como fundador. Sino que dicho carisma termina configurando de una manera peculiar todos los elementos que integran nuestra vida, nuestra respuesta al Evangelio y nuestra manera de edificar la Iglesia. Es decir, que no hay una virginidad, una pobreza, una obediencia, una comunidad y una misión vividas de manera uni­forme y común por todos los Institutos. Además de que el ca­risma de un fundador distingue a dichos Institutos en otras co­sas u otros aspectos.

El carisma, en una palabra, configura de manera peculiar la totalidad existencial del vivir —del ser y del hacer— de cada Instituto. Bajo este aspecto, cada Instituto es el primeramente interpelado por el fundador y el llamado a realizar una integra­ción, en el propio carisma, de todos los elementos de su vida evangélica y apostólica, como única manera de ser don o carisma del Espíritu en la Iglesia.

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No se puede caer, pues, en la nivelación de Institutos, crean­do una homogeneización de todos ellos. Si en el pasado se cayó en este peligro, sería lamentable tropezar otra vez en él, por falta de esfuerzo en clarificarse y autodefinirse cada Instituto u .

Nunca un Instituto, si ha de ser fiel a su carisma identifica-dor, en su vivir total, puede ser intercambiable con otros. Habrá, sí, muchos elementos de vida que comunicar, dentro de esta Igle­sia única que entre todos edificamos. Pero sin olvidar que en esa intercomunión tampoco entramos indiferenciadamente —lo que nada enriquecería a los otros—, sino como dones diferentes para común edificación.

Derecho común con rasgos muy generales, pero una gran li­bertad creadora en el Espíritu. Sólo desde esa libertad se podrá aportar una auténtica riqueza de edificación eclesial, que evita la imagen monstruosa de edificaciones «standard» o prefabricadas, en una Iglesia que quiere ser la Iglesia del Espíritu multiforme.

5. Convergencia entre carisma del Instituto y el de sus miembros

San Pablo, al hablar de los carismas, alude a carismas reali­zados desde una concreta persona, así como a carismas en los que aparece claro su sentido comunitario compartido.

En el Concilio, con una finalidad más concreta, aparecen tam­bién tanto los carismas de cada uno como los carismas comparti­dos. De hecho, todas las referencias a la vida religiosa aparecen en esta perspectiva: carismas dados para ser compartidos o con­vividos. El fundador cumple dos misiones distintas: una como persona, que puede tener carismas personales, también para edi­ficación de la Iglesia, pero como individuo; y otra como funda­dor, elegido por el Espíritu para hacer surgir en la Iglesia nuevos Institutos.

11 A dicha homogeneización obligó el código de Derecho Canónico a los Institutos, que hubieron de acomodarse a él. Pero nos ha llevado también a ella, en parte al menos, la forma como hemos interpretado el Concilio en los primeros capítulos de renovación. Apenas si ahora se empieza a pro­ceder con un poco más de respeto a los carismas diversos. Es de esperar que el nuevo código de Derecho de los religiosos sea fiel a este respeto, trazando únicamente rasgos generalísimos y abriendo cauces para la expresión diferenciada de todos y cada uno de los Institutos.

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Por otra parte, es algo evidente esta posibilidad y realidad de carismas comunitarios desde la realidad misma o existencia de los Institutos reconocidos como tales por la Iglesia. El ministerio je­rárquico se encuentra ya con ellos, nacidos sin su mediación, y por la sola mediación del fundador; la jerarquía sólo ejerce su misión y carisma de discernimiento, reconociéndolos como manifestación del don del Espíritu para edificación de la comunidad.

La existencia de carismas comunitarios exige una iluminación que permita articular armónicamente la comunitariedad del caris­ma con cada uno de los miembros del Instituto. Uno mismo es el Espíritu, que donó al fundador como tal un carisma comunitario y que llama después a diversos cristianos a vivir ese mismo caris­ma, comunicando gracia con esa misma llamada.

Pero cada uno de dichos cristianos ha recibido, a la vez, del Señor una serie de cualidades en el orden de la naturaleza y una serie de gracias en el orden de la vida cristiana.

Se puede, pues, hablar lógicamente de carismas personales y de carismas comunitarios. ¿Convergentes? ¿Divergentes?

a) Carismas personales. Para responder a esos interrogantes, comencemos por esta importante cuestión, distinguiendo adecua­damente entre lo que es don natural —o cualidades naturales— y lo que es carisma y gracia. En principio, son distintos, aunque no pocas veces nos encontremos con una identidad de contenido, al ser elevados determinados dones naturales del sujeto a un or­den nuevo de carisma y de gracia. Así sucederá muchas veces —seguramente siempre—con algunos de los fundamentales dones naturales, que pasan a ser carismas desde la acción del Espíritu, mientras otros pueden quedarse en dones naturales no carismáti-cos. Quien abraza la virginidad como carisma de gracia no la vive seguramente sólo desde la gracia. Posiblemente tenía también un don de naturaleza para ser un perfecto casado. Se trata, pues, de dos realidades distintas: la de los dones naturales, que pueden quedar sólo como tales, y la de los dones carismáticos. Cuando un don natural es elevado a categoría y nivel de carisma, debe actuar siempre dentro de la dinámica del carisma, que lo es siempre de comunicabilidad, de orientación a la común edificación.

Desde esta su nueva dimensión, no hay ninguna incompati­bilidad entre carisma personal y carisma comunitario. En tanto •carisma, irá siempre esencialmente orientado hacia la comunita-

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ríedad de la edificación. El Espíritu, elevando a carisma esos do­nes personales, no se puede contradecir a sí mismo, al comunicar ese otro carisma comunitario y al llamar a cada uno a vivirlo, en orden a la edificación.

Es algo que debemos tener muy en cuenta, porque sucede no pocas veces que, al invocar carismas personales, en oposición con el carisma comunitario, no se trata de tales carismas personales. A lo más, se tratará de cualidades o dotes. Si de verdad son dotes personales y resultan incompatibles con el carisma comunitario,, lo que sucede es que no se hizo a su debido tiempo un discerni­miento vocacional verdadero, ni por parte del sujeto que se creía llamado, ni por parte de sus formadores.

Con todo, en ocasiones, no es problema de colisión entre cua­lidades naturales y carisma comunitario, sino entre individualis­mos no clarificados y carisma o llamada, tampoco clarificada.

Quien es capaz de amar verdaderamente en perfecta donación, más allá de todo egoísmo, tendrá la capacidad, la cualidad o don natural para poder amar verdaderamente en el matrimonio o amar verdadera, no necesariamente, fuera del matrimonio. Si su capa­cidad natural es asumida por el Espíritu, con la comunicación del carisma de la virginidad, dicha capacidad entra plenamente en la dinámica nueva del carisma; y no vale apelar a que puede seguir «su carisma personal», por el que se siente dotado para ser un buen casado. Es sólo un ejemplo, que puede parecer un poco lí­mite, pero que se repite bajo múltiples formas en todos los demás dones naturales, cuando se invocan como carisma personal y opues­to al carisma comunitario.

Teniendo en cuenta que, incluso los carismas más estricta­mente personales deben ser necesariamente carismas para la edi­ficación de la comunidad, acaso fuera más difícil desenmascarar muchas actitudes de falsos carismáticos. Por lo menos valdría para clarificar situaciones de carismas que, en el caso de existir, tienen que buscar su sitio. Pero lo que no se puede hacer es seguir man­teniéndose la incomunicabilidad de su carisma, conservando el en­cuadre cómodo en una comunidad o en un Instituto, al que se niega la comunicabilidad y con el que de hecho no se comulga.

¿Hasta qué punto muchos Institutos no están traicionando su carisma, al aceptar cualquier tipo de orientación que quiera ele­gir cada individuo?

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El único punto de partida, necesario para acertar en el discer­nimiento, es siempre situarse en línea de carisma como don del Espíritu para edificación de la Iglesia y no a nivel de dones na­turales; porque uno puede tener dones naturales para muchas cosas y no se va a dedicar a todas. Deberá dedicarse a las que debe y entran en un ámbito abierto por el Espíritu, cuando eleva a categoría de carisma lo que antes era sólo don. Si se vive a ni­vel de carisma, no surgirán antinomias frente a un Espíritu que no se contradice a sí mismo.

b) El problema de la pertenencia. Con lo dicho se toca este otro problema serio de nuestra vida religiosa: el problema de la pertenencia, con la llamada crisis de pertenencia. Por más que muchas veces no es tal crisis, sino claramente no pertenencia, pero que no acaba de clarificarse como tal, acaso por falta de va­lor para llegar a las últimas consecuencias o porque es más có­modo dejar siempre cubierta la retirada.

La no pertenencia se puede dar lo mismo entre jóvenes que entre mayores, aunque sus manifestaciones puedan parecer dife­rentes. Hay religiosos con muchos años de vida religiosa, pero que, de hecho, han vivido dentro del Instituto —por libre— si­guiendo su propio camino, sin sentirse problematizados, mientras se les ha dejado hacer su gusto y seguir sus preferencias. De he­cho, no se puede decir que hayan vivido y compartido el carisma comunitario.

Entre determinados jóvenes la crisis de pertenencia puede pre­sentar características y motivaciones diferentes: un sentirse más vinculados a un grupo, nacido y sostenido por afinidades genera­cionales, ideológicas o del llamado compromiso concreto. Aquí la crisis surge por influjo de otra pertenencia que se interfiere, re­sultando bastante difícil precisar los límites entre crisis de iden­tidad y crisis de pertenencia, siendo, más bien, dos aspectos de una única realidad. Con todo, en este caso se suele dar otra identidad y otra pertenencia, más o menos consciente, a diferencia del caso anterior en el que no existía pertenencia a nada ni a nadie, sino puro individualismo egoísta, más difícil de remediar.

Cuando se trata de crisis de pertenencia entre los jóvenes, queda una posible vía abierta, si llegan a comprender lo que su­pone y lo que exige o excluye la verdadera pertenencia y la autén­tica identidad del Instituto.

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c) Vías de solución. Aunque en un orden doctrinal no se deberían dar conflictos ni antinomias entre carisma personal —que sea verdaderamente tal— y carisma comunitario, de hecho los conflictos se dan, siendo hasta normal que se den. Lo que hace falta es suficiente serenidad humana y religiosa para afrontar la realidad, buscando honestamente la voluntad de Dios y la unidad del Espíritu, que permitan dilucidar desde el Espíritu la vía de solución de los conflictos. ¿Cuáles serán esas vías? Voy a aludir a algunas, sin pretender ser exhaustivo.

— Disponibilidad ante el Espíritu: nada se podrá hacer para eliminar las causas del conflicto, si no partimos todos de una sumisión y docilidad interior personal y comunitaria al Espíritu que nos ha congregado. No se trata de un consejo espiritual, sino de un elemento básico, imprescin­dible para todos, superiores y hermanos.

— Disponibilidad ante el carisma del Instituto: quien no acepta dicho carisma, ni la mediación eclesial del funda­dor, jamás podrá ser convencido de su carácter de norma de discernimiento frente a sus planteamientos carismáticos individuales. Tampoco aquí se trata de meras hipótesis. El reconocimiento de la mediación del fundador, como mediación del Espíritu, es elemento necesario para poder iluminar las situaciones conflictivas.

— Mediación de la Iglesia: si se parte aquí de una eclesiolo-gía puramente intimista y antijerárquica, tampoco es po­sible dar un paso. Se podrá llegar a una transacción amis­tosa o a un modus vivendi, pero no a un discernimiento en el Espíritu, que ha querido a su Iglesia como mediación carismática de discernimiento a través de su jerarquía.

— Otras mediaciones discernidoras: son las mediaciones in­ternas al mismo Instituto, pero mediaciones del Espíritu. Si se rechaza dicha mediación, tampoco es posible un jui­cio discernidor. Si el conflicto ha surgido en un individuo, debe al menos comprender que no puede imponer a los demás su propia problemática. Si se trata de un grupo o de una comunidad entera, que se siente en conflictívídad, como grupo, con la Fraternidad del Instituto, tampoco puede imponer como tal grupo su decisión, convirtiéndose

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el grupo en poder discernidor para el resto del Insti-

6. Fidelidad al carisma fundacional y su reinterpretación hoy

El Concilio nos ha exigido volver a los orígenes del carisma fundacional como clave concreta evangélica para un Instituto. Sin embargo, esta vuelta a los orígenes no resulta fácil. Por otra par­te, no toda vuelta a los orígenes es sin más auténtica.

Hay que tener en cuenta que los fundadores hubieron de ex­presar el carisma recibido en el lenguaje de una época, con los medios expresivos de dicha época. Tal lenguaje es sumamente complicado; y afecta lo mismo a la expresión teológica utilizada que a la manifestación práctica o devocional en que traducirlo. Afecta, incluso, a su misma traducción temporal, como lenguaje dirigido a un momento concreto de edificación de la Iglesia. Los medios expresivos utilizados fueron los que tenían a mano.

El carisma recibido participa de las cualidades del Espíritu que lo comunicó al Fundador. El Espíritu tiene que ser traduci­do, como lo ha sido a lo largo de la historia de la salvación, en el Antiguo y Nuevo Testamento y en la continuidad de la Iglesia. El Espíritu desborda y trasciende todas las traducciones. Igual­mente, el carisma del fundador trasciende su traducción. Incluso la traducción misma dada por él13.

12 En un escrito redactado por un grupo de religiosos, en contra de los acuerdos de una Asamblea general del Instituto, se dice en la carta que acompaña dicho escrito, enviado selectivamente a algunos presuntos adeptos para que lo firmasen: «Sabemos que te mueves en esta línea e interesa que las preocupaciones que tantos compartimos juntos, de acuerdo con el Evan­gelio y con el carisma congregacional, aparezcan con sello de autenticidad y legitimidad ante la Congregación.» Es curioso que quienes no aceptan legitimidades ni autenticidades discernidoras de las mediaciones queridas por la Iglesia se sientan con la facultad de dar a sus personales conclusiones «sello de autenticidad y legitimidad» ante la Congregación entera, en nom­bre del Evangelio y del carisma congregacional. Hay proclamas de libertad que son más dictatoriales que las más despóticas dictaduras.

13 Un ejemplo: las Constituciones de los Institutos de estos últimos siglos fácilmente han venido reflejando, en la parte que podemos llamar ascética, una mentalidad y hasta unas fórmulas tomadas del famoso «Ejer­cicio de perfección y virtudes cristianas», del P. Rodríguez. Sería absurdo imaginar que bajo tales formulaciones alguien pretendiera identificar el espíritu y carisma de un fundador con el del P. Rodríguez. Y otro tanto sucede con los capítulos dedicados a los votos religiosos. La letra puede ser

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La misma proyección apostólica, en cuanto tarea de edificación de la Iglesia, fue traducida de una manera concreta por el funda­dor, sin que esto quiera decir que la traducción agotó el carisma.

El Concilio nos dice que se han de «conocer y mantener fiel­mente el espíritu y propósito propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones. Todo lo cual constituye el patrimonio de cada Instituto» (PC 2 b).

Este párrafo ha sido una cruz para muchos Capítulos, por la dificultad de discernir lo que es sana tradición de lo que no lo es. Con todo, es posible verificar esa distinción. Para ello hay que partir del contenido del carisma, más allá de sus formulaciones contingentes, y lograr una nueva lectura y traducción válida para que el carisma siga siendo carisma de edificación. Hablar de for­mulaciones contingentes no quiere decir que no hayan podido ser válidas en un momento dado, sino que, habiéndolo sido, pueden no serlo hoy. Y no lo serán muchas veces ya. Al descubrir el nuevo lenguaje expresivo, válido para hoy, no ha dejar de ser len­guaje expresivo del carisma del fundador, y no de otra cosa del todo distinta.

¿Cómo lograr esta reinterpretación del carisma hoy? La única vía es la del Espíritu: la vivencia profunda, el estudio amoroso y en fe, y el sentido profundo de la fidelidad.

Y lo grave del caso es que estamos obligados a hacer esta reinterpretación, si no queremos que se quede convertido en pie­za de museo y no sirva ya para su fin de edificación, como la Igle­sia quiere y necesita ser edificada en cada tiempo y lugar. No en­tramos ahora en más detalles, porque en el capítulo sobre la mi­sión se expone todo ello con más detenimiento.

7. Configuración plena desde el carisma

La vida de un Instituto debe quedar toda ella configurada desde dentro por el carisma, de tal manera que adopte unas ca­racterísticas específicas, sin intentar copiar modelos extraños.

de Rodríguez o de Casiano o de la «espiritualidad devocional» del siglo XVIII o xix; pero quedarse en la letra es matar el espíritu. Llegar al espíritu bajo la letra es tarea urgente y necesaria. Y sólo puede realizarse desde una penetración en el espíritu del fundador.

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El Instituto como comunidad plena y cada comunidad como realización de la comunidad general en cada grupo de hermanos vienen conformados por el carisma. Lo será en muchos de sus rasgos, comportamientos y maneras de ser y de obrar.

Lo será como concreta comunidad de fe; como comunidad de vida evangélica en virginidad, pobreza y obediencia en una tó­nica particular, que no tiene que buscar fuera modelos que no le van; como comunidad de proyección apostólica, perfectamente configurada para aportar su propio don a las demás comunidades eclesiales —de laicos, de sacerdotes diocesanos, de otras comuni­dades religiosas—.

Siendo dado todo carisma para edificar la Iglesia, no se puede separar carisma y modo concreto de edificación que ejercita dicho carisma en cuanto tal.

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CAPITULO IX

LA VIDA RELIGIOSA COMO CONSAGRACIÓN

Produce una cierta extrañeza la timidez y casi el silencio en torno a la consagración religiosa en los escritos posteriores al Con­cilio. Hay varias obras, que han querido ofrecer una visión pano­rámica de la vida religiosa en su conjunto, que silencian la con­sagración de manera sospechosa. Otros autores, de manera más o menos comprometida, han tratado la doctrina de la consagración, convencidos de que no podía honestamente ser silenciado un con­cepto que ha sido fundamental durante tantos siglos. Sin embargo, su exposición no carece de sombras, y deja abiertos muy complejos interrogantes, como luego veremos.

Si así han actuado los teólogos —con timidez, con vacilaciones o con silencio—, no es de extrañar que una actitud semejante pese sobre los formadores, quienes no aciertan a plantear a sus novicios o formandos con precisión los términos de la consagración. Y, o se callan, o se contentan con repetir fórmulas un tanto arcaicas, con poca resonancia sobre el espíritu crítico de sus alumnos.

Como consecuencia, no nos debe extrañar la escasa importancia práctica que los jóvenes religiosos dan a esta dimensión de sus vidas, cuando viven envueltos en una visión global de la vida reli­giosa con unas preocupaciones bastante distantes y distintas de las que estaban a la base de la consagración en el pasado.

Por esto considero urgente un replanteamiento, que intente ser coherente, de todo cuanto se refiere a la consagración religiosa, tanto desde el punto de vista de la teología complexiva de la vida religiosa, como desde las urgencias de una formación bien orientada de parte de los formadores, para lograr un nuevo horizonte mental satisfactorio para los jóvenes religiosos, junto con una ratificación —también necesaria—, para los religiosos que vivieron bajo otro horizonte su consagración de tantos años.

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1. La consagración religiosa después del Vaticano II

1. Factores determinantes del cambio de perspectiva en torno a la consagración

Dos han sido los factores fundamentales que han influido en la presente crisis en torno a la doctrina de la consagración, factores de signo contrapuesto:

a) De una parte, la serie interminable de escritos y de doc­trinas sobre la desacralización, la secularización, la auto­nomía del mundo y de las realidades creadas, la crítica violenta sobre toda una concepción del pasado de la vida religiosa como fuga mundi, precisamente por ser una rea­lidad segregada y sagrada, mientras que hoy se piensa en la necesidad de una afirmación y una presencia —sin se­gregación y, prácticamente, sin sacralidad de ninguna cla­se— en todos los acontecimientos de nuestro mundo.

De manera más o menos consciente, y más o menos acentuada, nadan en esas aguas todas las neo-teologías de nuestro tiempo: Teología de la muerte de Dios, Teología de la liberación, Teolo­gía de la revolución, Teología de la secularización, Teología del compromiso socio-político, etc. En todas ellas lo sagrado no cuenta de manera notable, o es negado expresamente de manera global o de forma parcial, o bien es preterido, como algo que, aun en el caso de existir, no tiene valor ni importancia ninguna concreta de cara a la realidad de nuestra vida en su quehacer intramundano. Dentro de este horizonte mental queda poco espacio o no queda ninguno para la consagración.

No puedo caer en el simplismo de dar, aquí y ahora, un juicio de valor, positivo o negativo, sobre este fenómeno complejo, que, si también afecta a la vida religiosa, en realidad la desborda am­pliamente. Por lo que se refiere a la vida religiosa, diré más tarde los aspectos positivos —que los tiene— de esta visión «seculariza­da», y también sus aspectos negativos, no menos reales e in­fluyentes.

Como un juicio global —todavía muy poco crítico—, diría que toda la concepción latente en este apartado nos ha hecho pasar de una visión «sacral», en la que se tomaba como sagrado hasta

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lo que no era, a una concepción «secular», en la que se hace secu­lar lo que en realidad ni lo es ni lo puede ser.

b) El segundo factor de cambio en la concepción de la con­sagración religiosa es de signo muy diverso del anterior. Procede directamente del Concilio. Y no en documento, como el de la Constitución Gaudium et Spes, que ha po­dido ofrecer determinadas líneas de pensamiento a la con­cepción desacralizadora del apartado anterior.

Viene dado precisamente por los dos documentos conciliares sobre la vida religiosa: el capítulo VI de la Lumen Gentium y el Decreto Perfectae caritatis. Conviene copiar aquí los dos tex­tos fundamentales, ya que serán objeto de reflexión detenida:

«El fiel cristiano mediante los votos u otros vínculos asimila­dos por su propia naturaleza a los votos, por los que se obliga a la práctica de los tres consejos evangélicos predichos, se entrega totalmente a Dios sumamente amado, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial.

Ciertamente, por el bautismo está muerto al pecado y consagra­do a Dios; pero para que pueda recabar un fruto más ubérrimo de la gracia bautismal pretende, por la profesión en la Iglesia de los consejos evangélicos, librarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y perfección del culto divino, y es consagrado más íntimamente al servicio divino. Y la consagra­ción será tanto más perfecta cuanto mejor represente, por víncu-

1 los más firmes y más estables, a Cristo unido con vínculo indiso­

luble a su Iglesia» (LG 44).

«Recuerden en primer lugar los miembros de cualquier ins­tituto que, por la profesión de los consejos evangélicos, dieron res­puesta a la divina vocación, de manera que no sólo muertos al pecado, sino también renunciando al mundo, vivan sólo para Dios. Ya que entregaron toda su vida a su servicio, lo que constituye ciertamente una peculiar consagración, que radica íntimamente en la consagración del bautismo y la expresa más plenamente.

Y porque esta entrega de sí ha sido recibida por la Iglesia, se­pan que quedan también vinculados a su servicio» (PC 5).

Estos dos textos fundamentales del Concilio coinciden en una misma visión fundamental, aunque el segundo añade matizaciones

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importantes. Las graves afirmaciones fundamentales son las si­guientes:

a) La consagración religiosa radica íntimamente en la consa­gración bautismal, que es la consagración fundamental.

b) La consagración religiosa lo es por un título nuevo y es­pecial (LG), nos consagra más íntimamente (LG) y expre­sa más plenamente la consagración bautismal (PC).

Cómo y por qué la consagración religiosa expresa más plena­mente, consagra más íntimamente por un título nuevo y especial, el Concilio no lo ha expuesto claramente, dejando a los teólogos la tarea de hacerlo. Y me parece que esta tarea no está todavía cumplida satisfactoriamente.

2. Nuevo horizonte para la consagración

Dejando de momento toda la problemática que comportará la clarificación de esa peculiaridad de la consagración religiosa, inte­resa afrontar el cambio radical que ha supuesto para la compre­sión de la consagración religiosa la apelación a la consagración fun­damental del bautismo. Tener que entender la consagración reli­giosa necesariamente dentro de un horizonte bautismal ha supuesto un alargamiento de la consagración, al que no estábamos habitua­dos, puesto que supone tener que considerar como consagrados a todos los bautizados.

No hace todavía tantos años la palabra consagrado iba referida únicamente a dos categorías de personas dentro de la Iglesia: los consagrados por el sacramento del Orden o sacerdotes, y los con­sagrados por la profesión o religiosos. Nadie llamaba consagrados a los bautizados. Aun hoy nadie los llama así, a pesar de saber que lo son, por miedo a complicar de tal manera las cosas, que todo nuestro lenguaje teológico se vuelva una babel y nos quede­mos sin saber lo que de verdad es ser religioso.

Pero, a pesar de todo, el cambio está obrado, y es irreversible. Lo malo es que —supuesta esta nueva perspectiva conciliar—-, para los unos la consagración bautismal —situada como funda­mento y fundamental consagración—, se eleva a categoría de con­sagración única, digna de tenerse en cuenta, no viendo en la con­sagración religiosa valor consacratorio especial y borrándose las

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fronteras entre vida religiosa y vida no religiosa, unificados todos en la única categoría de bautizados; para otros aquella consagra­ción fundamental del bautismo debe ser tácticamente dejada apar­te, continuando la explicación de la consagración religiosa desde los supuestos antiguos, como si nada hubiera cambiado doctrinal-mente con el Concilio.

Cualquiera que haya ejercitado una cierta actividad pastoral o docente sobre la vida religiosa se encuentra, casi indefectiblemen­te, con estas dos actitudes opuestas:

a) La de quienes, partiendo de la consagración fundamental del bautismo, son del todo insensibles para la novedad consecratoria de la vida religiosa —y aun de la consa­gración sacerdotal—, que desprecian u omiten. Se trata preferentemente de los jóvenes, para quienes la categoría cristiana bautismal es prácticamente la única importante. En su actitud influye, por otra parte, no poco toda la ideología secularizada y desacralizante, que explicábamos al inicio de este capítulo.

b) La de quienes se fijan únicamente en la peculiaridad afir­mada por el Concilio para la consagración religiosa, pe­culiaridad que ven comprometida si se sigue exaltando la consagración bautismal de base. En este caso se trata de religiosos formados dentro de la antigua impostación, quienes piensan que, si la consagración religiosa no es la verdadera consagración existencial, corre el peligro de diluirse y no ser nada '.

En un juicio de valor, hay que afirmar que ambas a dos acti­tudes vitales son otras tantas traiciones a la doctrina del Concilio. Tal vez, los primeros responsables de ambas traiciones hayan sido los teólogos, a quienes ha faltado valor para penetrar deci­didamente en la totalidad del Concilio y dar una doctrina que sea del todo coherente y satisfactoria. No sé hasta qué punto po-

1 Dentro de estas perspectivas no se complica necesariamente la existen­cia de la otra consagración, que llamaré sacramental, en vez de existencial —aunque tenga también elementos existenciales—, que es la consagración sacerdotal. Aunque, a decir verdad, tampoco ésta ha quedado indemne des­pués de la afirmación de la consagración bautismal como consagración sacer­dotal del sacerdocio universal de los fieles. Nadie ignora la confusión, en muchas mentes, entre sacerdocio universal y sacerdocio ministerial, no obs­tante la doctrina explícita del Concilio sobre su distinción.

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drá servir de excusa a los teólogos el hecho de que el Concilio haya dado condensados y preciosos principios, pero no haya ape­nas insinuado las consecuencias. No es que convenza mucho la excusa, precisamente por ser tarea de la teología realizar ese alar­gamiento de los principios, hasta llevarlos a sus últimas conse­cuencias.

3. El núcleo del problema: consagración bautismal y consagración religiosa

El Concilio ha afirmado dos cosas igualmente vinculantes: en primer lugar, que existe una consagración bautismal que está y debe estar al fondo de toda otra consagración existencia!. Y para que pueda estar al fondo de ellas, debe ser conocida y estudiada en toda su amplitud, virtuosidad y eficacia, de tal manera que, si no se conoce profundamente el contenido de dicha consagración bautismal, nos encontraremos sin verdadero fundamento para nada que luego queramos edificar. Pero el Concilio afirma, a su vez, que la consagración religiosa es verdadera consagración, es consagración peculiar; lo es por un nuevo motivo: consagra más íntimamente (LG 44); es una consagración que, radicando en la bautismal, la expresa más plenamente (PC 5).

Por lo tanto, la verdadera tarea del teólogo de la vida religiosa debe ser iluminar todo el fondo consecratorio del bautismo, y toda la expresión consecratoria de la consagración religiosa. Debe hacer­lo en perfecta coherencia de ambas dimensiones, en perfecta infe­rencia entre ambas, de tal manera que cuanto se diga de una no niegue en ningún momento la realidad de la otra ni la disminuya.

¿Se ha hecho ya el estudio completo de la consagración bau­tismal, con miras a dejar bien clarificado su contenido de funda­mento para la consagración religiosa? Los estudios sobre el bautis­mo como consagración hechos por los teólogos de la vida religiosa —al menos por lo que yo conozco— son muy deficientes, o por inexactos o, al menos, por incompletos. Cosa poco justificable, ya que existen trabajos muy buenos sobre la dimensión consecra­toria bautismal, hechos por especialistas de teología sacramentaría.

¿Se ha hecho un estudio serio y profundo sobre la peculia­ridad consecratoria de la vida religiosa, donde se exprese clara­mente esa misma peculiaridad, sin traicionar el contenido de la consagración bautismal?

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Dentro de la anteriormente aludida escasez de estudios sobre la consagración religiosa después del Concilio, podría presen­tar diez o doce trabajos —libros o artículos—, en los que se ha intentado este estudio. En todos ellos la peculiaridad de la consagración religiosa se hace expresa a expensas de la consagra­ción bautismal, negándola prácticamente y disminuyéndola. El paso de la una a la otra aparece como un paso en el vacío; más cerca de la mentalidad preconciliar —en la que prácticamente sólo había consagración sacerdotal y consagración religiosa, pero la consagra­ción bautismal no era tenida en cuenta—, que de la mente del Concilio, según la cual la consagración religiosa figura en la línea expresiva de la consagración bautismal; expresividad que no rom­pe con su raíz fundamental —lo que sería dejarla sin savia—, sino que la prolonga homogéneamente en una concreta línea: la del modo de vida evangélico en virginidad, pobreza, obediencia y fraternidad.

Sin prejuzgar si existen o pueden existir otros modos de vida, en los que también se prolongue y exprese hacia la plenitud la fundamentante consagración bautismal; esto es lo que no han hecho los aludidos estudiosos de la consagración religiosa: afir­mando la peculiaridad de la consagración religiosa, han prejuzgado toda otra posible expresión y alargamiento bautismal.

Con ello han incurrido en dos ofensas innecesarias:

a) Al bautismo mismo, al que dejan en estado neutro, inerte y vacuo, a menos que venga la consagración religiosa a darle la verdadera actividad.

b) A los bautizados no religiosos, que necesariamente que­dan en situación de mediocridad cristiana, sin que sirva de nada el concederles en otra parte credenciales, poco coherentes con la afirmación actual, pero que se aceptan porque el Concilio, en otra parte (capítulo V de la Lu­men Gentium, sobre la santidad de la Iglesia), se las con­cedió.

De nuevo surge el eterno problema de los dualismos en la vida cristiana, que tantas veces nos han salido al paso a lo largo de nuestro trabajo. ¿Por qué tendremos que explicar siempre la vida religiosa —en este caso la consagración— a expensas de la vida de los demás cristianos, a quienes, después de todo, seguimos llaman-

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do hermanos, pero que en realidad serán, a lo sumo, «hermanos menores de edad»? Casi todos han estudiado la consagración reli­giosa, o han profundizado en su raíz bautismal, sin lograr salir de ella hacia su explicitación en la vida religiosa; o han afirmado la consagración religiosa sin lograr salvar las exigencias de la bautis­mal. Lo primero lo han intentado pocos con profundidad; en lo segundo han caído muchos. Tal vez las fórmulas del Concilio hayan dado ocasión a la caída, siendo mal interpretadas, aunque el Concilio no ha tenido la culpa de que sus palabras hayan sido tomadas unilateralmente.

Como un ejemplo de esta interpretación del Concilio, en la que la consagración religiosa se define a expensas de la consagra­ción bautismal, minimizándola, citaré unas líneas del P. Aldama, muy significativas, a pesar de que se apela al bautismo intentando salvarlo:

«Esa consagración (la del bautismo), fundamental e irreversible, decía Pablo VI que se completa por la consagración propia de la vida religiosa. No es que la consagración religiosa añada algo su­perpuesto y heterogéneo a la consagración bautismal; es que la completa como los frutos del estío completan la siembra del in­vierno, en la misma línea, en el mismo plano, en el desarrollo vi­tal de las virtualidades divinamente fecundas, que contenía ocul­tas y como en germen la consagración bautismal. Lo que estaba latente se ha abierto al toque del amor, como abre el capullo a la hermosura fragante de la rosa, como el niño recién nacido, al co­rrer de los años, expande maravillosamente la madurez de su per­sona adulta ante la vida» 2.

Párrafo muy poético, pero que, traducido, dice, ni más ni menos: «Los bautizados no religiosos —sacerdotes no religiosos y laicos—, no obstante su bautismo, serán eternamente simple semilla, enterrada en invierno sin primavera; serán, a lo más, capullo que jamás llegará a abrirse en rosa, por un imprevisible corte de savia que nunca conocerá el verano; niños eternos, que nunca sabrán lo que es adultez madura.»

Otro teólogo, precisamente en un trabajo en el que aborda con profundidad la dimensión de nuestra consagración desde la consagración fundamental desde Cristo —ciertamente, de lo me-

2 ALDAMA, J., La vida religiosa, vida consagrada. En Evangélica Testifi-catio, Claune, Madrid, 1971, 78.

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jor que e leído sobre este nivel decisivo de consagración—, cae en la misma limitación:

«La consagración teologal de Cristo, su entera donación no sólo subjetiva, sino objetiva real en sacrificio al Padre, es el carisma, el don hecho por El a la Iglesia. Tanto más cuanto que toda la Iglesia, es decir, todos los hombres, eran teologalmente consagra­dos en la consagración de Cristo.

Ahora bien, no es posible que la Iglesia en su totalidad ni por la mayor parte de sus miembros realice en su plenitud esta consa­gración, que sólo puede ser como tal vivida y exteriormente ex­presada, según se acaba de decir, en la práctica de los consejos evangélicos. Desde este punto de vista, la vida religiosa es la que de verdad y por entero cumple en la Iglesia la consagración teo­logal del Señor, en el cual la Iglesia entera fue consagrada.

De otro modo, la consagración de Cristo sería incompletamente vivida y realizada en la Iglesia.

La vida religiosa es un don que la Iglesia recibió de su Señor y que conserva con su gracia perpetuamente, dice el Concilio. Son los llamados por Dios, y sólo ellos, los que asumen y levantan este deber de la Iglesia, haciendo sus veces. Son los que llevan hasta su más alta exigencia de realización la consagración teo­logal» 3.

Los subrayados, naturalmente, son míos. Traducido el texto, igualmente, afirma que sólo la vida religiosa cumple de verdad y por entero la consagración teologal del Señor. Lo que equivale a afirmar que sólo la consagración religiosa es verdadera consagra­ción. La otra no sé si vale siquiera la pena. De todas formas, los no religiosos pueden consolarse, porque hay quien levanta y asuma este deber por ellos y por la Iglesia: los llamados, y sólo ellos (?).

Con fórmulas más o menos afines vienen a afirmar lo mismo autores de tendencias dispares. Parece como si el descubrimiento y clarificación de la teología del laicado hubiera sido un elemento perturbador para la vida religiosa; y a la inversa, que una teología de la vida religiosa necesariamente hubiera de ser perturbadora para una teología del laicado.

3 ANDRÉS ORTEGA, A., Secularidad y vida religiosa. En Evangélica Testi-ficatio, Claune, Madrid, 1971, 103.

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Pienso que se puede y se debe estructurar perfectamente una teología de la Iglesia en su conjunto, sólo cuando dentro de ella han encontrado su exacto punto de inserción todos los modos de vida y existencia que se dan en la Iglesia, así como todos los mi­nisterios y fundaciones.

Llegados a este punto creo que es necesario esclarecer los si­guientes elementos:

a) Precisación de los conceptos de sagrado y profano y de lo consagrado y no consagrado, partiendo del único funda­mento de consagración, que es Cristo.

b) Precisación del ámbito de consagración sacramental-exis-tencial de los sacramentos de iniciación: bautismo, confir­mación y Eucaristía.

c) Realización de nuestro ser consagrado a través de los di­versos modos de existencia cristiana, con particular refe­rencia a la consagración religiosa, pero sin perder de vista el otro o los otros modos de vida: el laical, y hasta cierto punto, el sacerdotal no religioso.

2. El sentido de la consagración en la Iglesia

Para lograr acercarse a lo sagrado —y lo consagrado—, en la Iglesia, no sirve gran cosa la idea que de lo sagrado nos pueda ofrecer la historia de las religiones; ni siquiera nos serviría ade­cuadamente la idea de lo sagrado que se pueda sacar del Antiguo Testamento. Lo sagrado, o lo consagrado, en la Iglesia ofrece una novedad radical, que sólo puede ser entendida desde dentro de la doctrina del Nuevo Testamento4.

4 Con lo que no afirmamos que no fuera útil un estudio de lo sagrado y lo progano en la historia de las religiones y aun en la religiosidad oficial del Antiguo Testamento. No sólo porque del contraste surgiría más clarifi­cada la novedad de lo sagrado en el Nuevo Testamento, sino también porque nos ayudaría a eliminar elementos sacrales que se han filtrado demasiadas veces, contaminando la verdadera naturaleza de lo sagrado y de la consa­gración, que debería haber brotado pura del Nuevo Testamento, conserván­dose pura en la Iglesia. Precisamente el valor más positivo que ha podido aportar la literatura de estos últimos años sobre la secularización ha sido el purificar el sentido de lo sagrado cristiano de todos aquellos elementos sacra­les no cristianos, infiltrados tantas veces en la concepción cristiana, conta­minándola. Sobre la sacralidad extracristiana nos remitimos a los conocidos

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Con todo, antes de entrar en el estudio de la verdadera dimen­sión de lo sagrado dentro de la visión del Nuevo Testamento, como punto de partida para el estudio de nuestra consagración bautismal y religiosa, quiero mencionar una realidad que resulta innegable: en nuestra concepción de lo sagrado y de la consagra­ción •—sin excluir la consagración religiosa—, se han filtrado no pocos elementos contaminadores de sacralidad no cristiana. Por no haber partido de la perspectiva existencial en que se sitúa la consagración en el Nuevo Testamento, y que veremos en seguida, hemos caído demasiadas veces en sacralidades de cosas, de tiem­pos, de lugares, de tareas que deberían haber continuado siendo simplemente cosas, tiempos, lugares, tareas humanas.

Aunque conviene advertir también previamente que, partiendo de una sacralidad existencial como lo es la cristiana, de ella pue­den nacer y nacen como consecuencia verdaderas consagraciones de personas. Esto último es lo que, tal vez, no han tenido de­bidamente en cuenta algunos de los estudiosos de la secularidad. Bien es cierto que esta irradiación de sacralidad, a partir del nú­cleo de la fundamental consagración existencial, tiene un carácter del todo diverso del que ofrecía la sacralidad pagana o paganizante.

1. Cristo, punto de partida de toda consagración existencial cristiana, fundamento de toda consagración

Si el Concilio, aun a costa de alargar un poco el texto de sus Documentos sobre la vida religiosa, hubiera remitido clara y di­rectamente a Cristo como explicación última de toda consagración, tal vez hubiera sido más fácil ver en su perfecta óptica el bautis­mo y su poder consecratorio y la dimensión consecratoria de la vida religiosa, ya que ni la una ni la otra pueden ser entendidas sino desde el Cristo que nos consagra o en el que somos con­sagrados.

a) Cristo, verdadero hombre, es una humanidad para Uios desde la unidad de la Persona del Hijo.—Cristo es verdaderamen­te hombre y hombre pleno, lo que quiere decir que la Persona del Hijo ha tomado verdaderamente carne humana, es totalmente hombre, y en cuanto hombre verdaderamente profano, dotado de todos los valores y capacidades humanas para un despliegue exis­tencial total de la inmensa tarea de ser hombre.

estudios de EI.IADE, M., Tratado de historia de las religiones, Madrid, 1967; Lo sagrado y lo profano, Madrid, 1967; Mito y realidad, Madrid, 1968.

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No sólo tomó naturaleza humana, sino la concreta naturaleza humana en su situación de pecado, aunque sin pecado. Lo que quiere decir que tomó la naturaleza humana en su condición «re­curva», en frase de San Buenaventura; pero la tomó así, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, según el pensamiento de San Pablo, para enderezar, alzar y hacer volver al hombre a Dios, de quien huía y se alejaba por el pecado. Lo que se realiza existencialmente en El, al ser ésta su naturaleza humana la huma­nidad de la Persona del Hifo, en total retorno-relacional-filial al Padre.

Qué supongan estas dos dimensiones en Cristo: ser verdadera­mente hombre, y serlo siendo personalmente Dios, es algo cargado de profundas consecuencias para una impostación absolutamente nueva y original de todo lo profano y de todo lo sagrado.

Cristo es hombre (profanidad), pero es Hijo de Dios hasta en su humanidad (sacralidad). Como dice maravillosamente Schille-beeckx, siguiendo a Santo Tomás:

«La segunda persona de la Santísima Trinidad es personalmen­te hombre; y este hombre es personalmente Dios. Cristo es Dios de manera humana, y hombre de manera divina. En cuanto hom­bre vive su vida divina en y según la humanidad. Todo cuanto realiza en calidad de hombre es acto del Hijo de Dios, acto de Dios en su manifestación humana... Su amor humano es la forma humana del amor redentor de Dios».

Santo Tomás lo expresa con fuerza: Ipsum Verbum... persona-liter homo (De unione Verbi Incarnati, q. única, art. 1). Con más fuerza todavía: In quo (Christo) humana natura assumpta es ad hoc quod sit persona Filü Dei (Suma, III, q. 2, a. 10)5.

La definición del Concilio de Calcedonia, llamada comúnmen­te la fe de Calcedonia, según la cual Cristo «es una persona en dos naturalezas», hace que los conceptos de sagrado y profano cambien radicalmente de sentido. En Cristo su humanidad es a la vez perfectamente profana, por ser verdaderamente humana, per­fectamente sagrada, por ser verdaderamente Hijo del Padre.

5 SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebas­tián, 1965, 22. Recomiendo la lectura detenida de esta obra, pues, aunque fuera de la perspectiva de este capítulo, ofrece el encuadre para una com­prensión de todo cuanto se refiera a la consagración, incluida la misma consagración religiosa.

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En el doble movimiento descendiente —del Verbo que toma naturaleza humana— y ascendente —de una humanidad que es ya del todo y para siempre humanidad filial—, nos encontramos con el valor santificador-consagrador y con el retorno cultural-exis-tencial, alcanzada la plena dimensión de lo sagrado en la novedad, única y sin parentesco con ninguna otra, que es propia de Cristo y del Cristianismo. Tan plenamente existencial —al margen de todo objetivismo mágico—, que la humanidad de Cristo existe en el Verbo, según frase fecunda del Angélico, y que debe ser enten­dida en toda la profundidad del existencialismo de Santo Tomás. Y tan plenamente existencial que la Persona del Hijo —con toda su referencia Relacional al Padre— asume toda la actividad de la humanidad verdadera de Cristo.

La condición Filial del Verbo para con el Padre, por ser total­mente filial, es un puro y total retorno gozoso, sin necesidad de sumisión ni de obediencia, por ser constitutivamente Hijo, que se sabe procedente en consustancialidad del Padre. Pero al deber introducir su condición filial en la naturaleza humana, asumida para llevarla filialmente al Padre, el retorno se hace por la sumi­sión y la obediencia. Y, puesto que la humanidad que asumió era la humanidad por el pecado, la sumisión y la obediencia se realizan a través del sacrificio hasta la muerte. Pero, llevada la sumisión y la obediencia de la humanidad hasta el sacrificio, la humanidad se ha hecho totalmente filial-sacrificial-cultual, habiendo sido previa­mente santificada-sagrada-consagrada.

Su humanidad, habiendo sido consagrada, se ha convertido en consagradora de toda humanidad.

La Humanidad de Cristo ha sido radicalmente consagrada, has­ta el punto de ser ella misma sagrada, por ser la Humanidad del Hijo de Dios, por ser Dios-en-naturaleza-humana.

Este ser consagrado y sagrado de la Humanidad de Cristo ha dejado a dicha Humanidad en total referencia a Dios, en un per­sonal-ser-para Dios, dentro de la misma Relación constitutiva personal del Hijo. El ser Hombre-Dios y el ser Hombre-para-Dios —en esta frase la palabra para tiene toda la hondura de la Rela­ción Personal constitutiva de la Persona del Hijo, que es Hijo en naturaleza humana— supone la total consagración de la Humani­dad de Cristo, pero una consagración que llega a hacer sagrada la totalidad de su Humanidad. No es sólo «con-sagrado», sino que llega a ser sagrado.

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Quiso incluso expresar este su ser-para-Dios —en un para relacional, de Relación Personal constitutiva—, de la manera tam­bién antropológica de la sumisión a la voluntad del Padre en obe­diencia hasta la muerte, haciendo de toda su vida pura oblatividad al Padre.

b) Cristo, principio de consagración: los «consagrados» en Cristo.—Cristo, una vez glorificada su Humanidad y constituida en señorío —hecho Kyrios y Ungido—, se ha convertido en con­sagrante para todos cuantos entren en la dinámica de su ser-para-el-Padre.

Vinculados a Cristo consagrante, y consagrados en Cristo des­de nuestra inserción existencial en el «ámbito del culto de la nueva religión cristiana», toda nuestra vida queda consagrada, siendo plenamente humana, y es humana plenamente, siendo a la vez consagrada. No existe antinomia ni dicotomía entre profano y sagrado, cuando lo sagrado —o mejor, con-sagrado— se centra donde debe, y lo profano es simple y auténticamente humano. Consagrados en Cristo por el bautismo y Eucaristía, toda nuestra vida es con-sagrada. Sin dejar para nada de ser plenamente huma­na. Diría incluso que una vida con-sagrada en Cristo es la única que permite al hombre lograr la plenitud auténtica de un verda­dero vivir humano, que sólo recobrará plenitud humana en un ser-relacional-para-Dios, alargado hasta la misma intimidad divi­na por ser un ser-relacional-filial-en-Cristo-Hijo-ensu-Humanidad.

Como consecuencia de todo ello, no existe antinomia Cristo-mundo. No existe antinomia Iglesia-mundo. No existe antinomia orden-de-la-creación y orden-de-la-redención. La fe cristológica de Calcedonia —el «inconfuse, indivise, impermixte»— no vale sólo para Cristo. Tiene aplicación en nuestro ámbito.

Desde ella, tan carente de sentido cristiano es una sacralidad falsa de parcelas, de lugar, tiempo o tareas, como la secularidad cristiana o anticristiana. Ni fuga del mundo de la creación de Dios, ni fuga del ámbito de la redención elevadora.

Toda vida cristiana queda en su totalidad consagrada (en Cristo, que nos deja referidos al Padre), y mundana (en el mundo que Dios creó y el hombre debe edificar). Tan fuera de lugar están las concepciones sacrales del pasado como las antisacrales-secularizantes de hoy, aunque es posible que aquellas falsas sacra-

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lidades hayan sido las culpables del nacimiento de estas seculari-dades. Las antinomias no son más que el resultado de una visión monocular de la realidad humano-cristiana. Tan desenfocada es o fue la seudoconsagración de sacralidades externas espacio-tempora­les, de hábitos y de concretas tareas, como la seudosecularización, que ignora que en Cristo todo es nueva creatura. Toda vida es humana, incluida, naturalmente, la de los religiosos, y toda vida es-en-Cristo, incluida la de los laicos. Todo debe ser vivido huma­namente, y todo debe ser vivido plenamente en-el-Señor-jesús-Crísto: la vida laical y la vida religiosa, cada una en tanto modo de vida y existencia humano-cristiana.

Desde esta perspectiva cristológica de la consagración en Cris­to, no sólo de su Humanidad, sino, por su Humanidad, de la humanidad de todos los hombres, ya se adivina el equívoco que supondría excluir de este ser consagrado a la mayoría de los hom­bres, limitando el ámbito de la consagración a unos pocos, como se hace tantas veces, desvinculando la consagración religiosa del único centro de consagración que es Cristo. No nos es lícito achicar la dimensión consecratoria en la que Cristo ha introducido a la humanidad. Habrá que buscar la manera concreta como esta con­sagración se realiza en cada hombre desde Cristo. Es lo que intenta­remos en los apartados siguietnes6.

2. La consagración desde los sacramentos de iniciación

, Produce no poca extrañeza el hecho de que el Concilio, en los dos textos fundamentales que son tema central de nuestro estudio, hable únicamente del bautismo y no diga una sola palabra de la confirmación; hace solamente una breve alusión a la Eucaristía al final del número 45 de la Lumen Gentium.

La omisión nos parece bastante grave, ya que, aislado el bau­tismo de los otros sacramentos que integran la iniciación cristiana completa, ha podido darse ocasión a minimizar la acción conse­cratoria del mismo bautismo.

6 Si el Concilio, en vez de aludir a la dimensión bautismal de toda consagración, hubiera expresado más claramente su origen más lejano, que es Cristo mismo en su misterio existencial de Encarnación-Redención, nos hubiera hecho un gran favor, y tal vez hoy estaría más clara la doctrina de la consagración.

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Será necesario volver a la teología bautismal de San Pablo, en la que la dimensión del bautismo, como participación en el misterio pleno de Cristo, va unida indisolublemente a la confir­mación con sus efectos de plenitud. San Pablo podía hablar sólo del bautismo, ya que es seguro que en los primeros tiempos de la Iglesia ambos sacramentos formaban una unidad incluso litúr­gica. Cuando más tarde la teología sacramental de los Padres dis­tinga las dos dimensiones y surjan los dos ritos, no por ello »e separan, sino que forman un rito total de iniciación cristiana, aun cuando se distancien temporalmente, como se hará después al aumentar el número de los bautizados no adultos. Pero debe man­tenerse indisoluble la unidad de la iniciación cristiana, desplegán­dose en ella la totalidad del misterio de Cristo y nuestro pleno ser para Dios en Cristo. Iniciación comenzada por el bautismo —muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús—, ini­ciación vigorizada, constituida en poder, por la confirmación, este Pentecostés del Espíritu que nos es dado también a nosotros.

Perfectamente concorde con la teología bautismal de San Pa­blo y con la de los Santos Padres, encontramos en Santo Tomás una maravillosa visión sobre la realidad unificada de los tres sacramentos de iniciación, precisamente para ofrecernos desde ellos, en su conjunto, la más plena luz de lo que es la consa­gración teologal7.

3. Especial importancia de la consagración del binomio bautismo-confirmación

Siendo sacramentos teológicamente inseparables, por consti­tuir la única iniciación cristiana, tiene todavía una mayor impor­tancia la omisión conciliar, al no mencionar aquí el sacramento de la confirmación, en cuanto que por este sacramento —tanto desde la perspectiva de su gracia sacramental propia como desde el ca­rácter sacramental que imprime— nos es comunicado el Espíri-

7 Puede hacer este esfuerzo el lector, estudiando en la tercera parte de la Suma teológica la introducción general a los sacramentos, el tratado del Bautismo y el de la Confirmación. Y puede completar este estudio con la lectura del tratado de los Dones del Espíritu Santo, en la cuestión 68 de la I-II de la misma Suma, e incluso la cuestión 69, sobre las bienaventuran­zas, y la 70, sobre los Frutos del Esoíritu Santo. Es más que probable quede el lector inmunizado contra toda minimización de la consagración bautismal y de la consagración verdadera de la confirmación.

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tu de Jesús en poder, con la multiplicidad de sus dones y ca-rismas.

Siendo la vida religiosa radicalmente un carisma del Espíritu, que se desglosa en multiplicidad de formas, todas ellas carismáti-cas, hubiera tenido el Concilio la mejor oportunidad de encontrar el verdadero entronque de la vida religiosa y de su dimensión consecratoria, completando la visión bautismal.

Más adelante insistiré precisamente en esta perspectiva caris-mática, nacida de la emisión del Espíritu de Pentecostés en nues­tra confirmación, como el punto de partida para todos los modos de vida cristiana desde el Espíritu; encontraremos que uno de esos modos de vida, nacido del Pentecostés del Espíritu confir­matorio, es nuestra vida y nuestra consagración religiosa.

De momento me basta con haber exigido que, para un estu­dio serio del fundamento cristiano de toda consagración, acuda­mos no sólo a la consagración bautismal, sino también a la de la confirmación.

En realidad, el hecho de que el Concilio, en estos dos textos, aluda únicamente al bautismo, no puede suponer que excluya toda la dimensión teológica del otro sacramento de iniciación. En otros muchos lugares de los Documentos conciliares esta presencia in­separable es manifiesta. Por ello, aun lamentando la falta de alu­sión explícita al hablar de la consagración del cristiano, pienso que se puede dar por supuesta, con todas sus consecuencias. Es verdad que, de haberlo tenido explícitamente en cuenta, se hu­biera facilitado notablemente la futura reflexión teológica sobre los diversos planos en los que se realiza la vida del cristiano como consagración, ampliando incluso la perspectiva bautismal conse­cratoria.

4. Proyección consecratoria del bautismo y de la confirmación en la vida

Me da la impresión de que en ocasiones la teología sacramen­taría del bautismo y de la confirmación aisla indebidamente el punto de partida —la recepción del sacramento— de la proyec­ción existencial de ambos sacramentos hacia la vida toda del cris­tiano. Como si el bautismo y la confirmación crearan lo que po­demos llamar la infraestructura y el supuesto base, dejando luego

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la continuidad dinámica existencial a la intervención de otros factores como directos responsables del desarrollo existencial de la vida cristiana. Un poco depende de la manera como se ha articulado el tratado De Gratia, con la serie de distinciones, no siempre bien precisadas, entre gracia santificante, gracia sacramen-al, gracia habitual, gracias actuales, etc.

Demasiada discontinuidad en lo que debería aparecer siem­pre como una plena unidad de la acción salvadora de Dios en Cristo para nosotros.

Desde este punto de vista el bautismo y la confirmación no son un simple supuesto base, que vendría a ser una especie de supuesto mínimo, uniforme para todos, pero uniforme por reduc­ción de elementos.

a) En el bautismo no debemos ver únicamente los elementos negativos, más o menos indivisibles; efectos que se cum­plen de una vez para siempre y de idéntica manera en cuantos reciben debidamente el sacramento.

Incluso, desde el punto de vista negativo de la referencia del bautismo al pecado —original o personales—, el sa­cramento, como un morir en Cristo al pecado, supera aquella perspectiva, y se hace un continuado o progresi­vo ir muriendo al pecado y al mundo del pecado, que abarca toda la vida del cristiano.

b) Junto a los elementos que podemos llamar negativos —re­lativamente—, el bautismo nos inserta en una serie de ele­mentos positivos: nuestra participación en la resurrección de Cristo para la consumación en El; hijos de Dios para Dios, viviendo una vida que en Cristo es culto existen­cial: consagración de toda una vida desde su inicio hasta su plenitud. Culto existencial, potenciado cada día por nuestra participación en la esencia cultuante de Cristo mismo, que es la Eucaristía, como sacramento que con­suma la iniciación.

¿Qué es lo que en la vida del cristiano puede quedar fue­ra de esa implantación consecratoria bautismal? Nada. Y por ello ha tenido razón el Concilio al centrar toda consa­gración en el bautismo. No pueden aceptarse reduccionís-mos que vinieran a limitar el bautismo a una condición imperfecta de simple germen sin desarrollo, a lo que pa-

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recen reducirlo no pocas de las explicaciones sobre la con­sagración religiosa, en su relación con la consagración bau­tismal.

Si por el bautismo entramos a formar una unidad en Cristo, que marca nuestro vivir y nos inserta en el ámbito de su actitud existencial filial de retorno al Padre, superando el pecado y par­ticipando en su vida, por la confirmación nos hace partícipes de la donación de su Espíritu multiforme, para, en su multiformidad, lograr una plenitud que será la resultante de las múltiples aporta­ciones con las que se forma y crece la unidad multiforme de la Iglesia. Pero he dicho que la donación del Espíritu, vinculada al sacramento de la confirmación, tiene en toda la teología del NuevD Testamento, en la teología de los Padres y en la misma teología de los grandes maestros de la Escolástica y en los doctores místi­cos, un claro sentido de plenitud en el crecimiento en Cristo: ple­nitud en cada cristiano, receptor de los dones del Espíritu, y ple­nitud de la Iglesia, enriquecida con los dones multiformes, que, siendo dones de su Esposo, tienden a enriquecerla a ella, para que logre ser la esposa fiel y rica, que asimila la plenitud del Esposo.

El nuevo ser en Cristo y en Cristo-para-el-Padre, característico de la iniciación bautismal consecratoria, se convierte, por el sacra­mento de la confirmación, en la plenitud de fuerza por los dones del Espíritu, para retornar plenamente al Padre y completar nues­tro ser consagrado, nuestro ser para el Padre-en-Cristo-desde-su-'Espíritu.

Si esto es así, no veo cómo sea posible hablar de la consagra­ción bautismal como de una simple iniciación imperfecta, un ger­men sin desarrollo, imperfecto en cuanto bautismal, que, por lo mismo, necesitaría de una añadidura posterior perfectiva; ésta sería la consagración religiosa, que lleva a plenitud lo no pleno de la consagración bautismal.

Aunque, como hemos dicho, el Concilio no cita expresamente la dimensión perfectiva de la confirmación, al hablar de los fun­damentos de la consagración religiosa, sin embargo, podemos ofrecer una buena cantidad de textos, tomados de otros lugares, con expresión clara del sentido de plenitud consecratoria aportada por la iniciación cristiana del bautismo y de la confirmación. La lista sería interminable, a través de los diversos documentos. Aun dentro de la misma Lumen Gentium los textos son numerosos.

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Dispense el lector, si somos un poco prolijos, pues las citas mis­mas ayudarán a lograr una visión unitaria y rica.

«Ese pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo...; por dis­tintivo la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo; por ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó. Tiene últi­mamente como fin la dilatación del Reino de Dios, comenzado por el mismo Dios en la tierra, que debe extenderse hasta su consumación al fin de los tiempos» (LG 9,2).

«Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribula­ciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, para que en la debilidad de la carne no pierda su fidelidad absoluta, sino que persevere siendo digna esposa de su Señor, y no deje de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso» (LG 9,3).

«Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacer­docio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu San­to, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf 1 Pe, 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf Act 2,42,47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf Rom 12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eter­na» (cf I Pe, 3,15) (LG 10,1).

«Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y re­generados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Igle­sia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estre­chamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compromi­so a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarísti-co, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Vícti­ma divina y a sí mismos juntamente con ella; y así tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica no confusamente, sino cada uno según su

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condición. Pero una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo sacramento» (LG 11,1).

«Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto» (LG 11,3).

«Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y di­rige al pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuyéndolas a cada uno según quiere" (1 Cor 12,11), reparte entre los fieles de todo es­tado gracias, incluso especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia» (LG 12,2).

«Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por to­dos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación pro­pia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad"» (Ef 4,15-16) (LG 30,1).

Aunque no todos en la Iglesia marchan por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf II Pe 1,1). Y si es cierto que algunos han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG 32,3).

«Por lo que los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungi­dos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abun­dantes frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces y proyec­tos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se con­vierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (I Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así tam-

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bien los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santa­mente, consagran a Dios el mundo mismo» (LG 34,2).

«Nuestro Señor Jesucristo, Maestro y modelo de toda perfec­ción, predicó la santidad de vida, de la que es autor y fin, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. "Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los mo­viera interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf Me 12,30) y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (cf Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo Nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de El, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron quieran conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios» (LG 40,1).

«Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fie­les, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, de­berán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se en­treguen totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos» (LG 40,2).

«Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado de la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según eso, cada uno, según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad» (LG 41,1).

He querido citar estos textos de los capítulos que preceden al de los religiosos en la Constitución sobre la Iglesia, porque en ellos se nos ofrece una visión plenamente dinámica de la vida cristiana.

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Y porque todo este dinamismo aparece naciendo de los sacramen­tos de iniciación, en un despliegue maravilloso de desarrollo de virtualidades.

Incluso por un motivo determinante para cuanto diré en se­guida: siendo uno el bautismo y la confirmación, son en realidad múltiples desde la multiplicidad de dones dados en ellos. Esa mul­tiplicidad de dones del Espíritu, o del Espíritu multiforme, es la que permite y configura la posterior variedad de vocaciones ecle-siales, para llevar a realización de plenitud una Iglesia que en ello i se hace culto por Cristo al Padre en el Espíritu. Único culto y muchos cultuantes. Una consagración y muchos consagrados con ofrendas distintas.

Nos estamos acercando al núcleo de la cuestión que nos per­mita explicar el verdadero contenido de la consagración religiosa.

Pero comencemos por decir algo sobre las vocaciones diversas de los bautizados-confirmados en Cristo.

5. Diversidad de vocaciones corno principio de diversidad de consagraciones

Nunca será lícito entender la consagración bautismal y con­firmatoria como un núcleo mínimo inicial, al que más tarde se sobrepondrán otras realidades distintas y contrapuestas.

El bautismo y la confirmación son un mínimo y un máximo a la vez. Si en el bautismo hemos sido incorporados a Cristo, para configurarnos con El y para que El nos arrastre consigo hasta el Padre, y si por la confirmación hemos recibido el Espíritu de Cristo, con la multiplicidad de dones que El ha querido comunicar a cada uno para llevarle a la propia plenitud en Cristo, precisa­mente esos dones múltiples abarcan la vida toda desde el inicio hasta la consumación. Alcanzan a la totalidad de la historia de salvación de cada cristiano precisamente como una totalidad. Don del Espíritu dado en el bautismo y confirmación es todo cuanto va llenando nuestra vida de culto y de servicio. No sólo los dones secretos; también los dones de utilidad pública a la Iglesia, como pueden ser los carismas, ya sean particulares, ya sean comunita­rios, dados «ad utilitatem Ecclesiae».

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6. La historia como Historia de salvación comunitaria y personal

Durante los últimos decenios se ha iluminado profundamente la historia humana como historia de salvación, lo que equivale a decir que toda ella discurre bajo el designio amoroso de un Dios que ha salido al encuentro de los hombres. Lo ha hecho, sobre todo, en Cristo.

Si se ha hecho este magnífico esfuerzo para entender toda la-historia humana bajo la perspectiva de la salvación, no sólo por lo que respecta al pasado histórico, sino incluso para adivinar un futuro que también será de salvación en la esperanza cristiana, es una pena que no hayamos hecho lo mismo con la minihistoria de cada hombre, que es igualmente historia de salvación, con un i visión unitaria para abarcarla toda desde el bautismo a la muerte.. Desde el bautismo a la muerte de cada hombre salvado discurre la acción de Cristo y la acción del Espíritu, dando una plena uni­dad a ese fluir histórico de la vida de cada día. Cada uno es una-historia de salvación. Una historia distinta, porque cada uno ha recibido, en naturaleza y gracia, un Espíritu que guía su vida se­gún el concreto designio del Padre sobre él. Cierto que esa pre­sencia del Espíritu, para cumplir la salvación en su pequeña his­toria, no quita la libertad ni disminuye el peculiar desarrollo, sin» que precisamente, en cada uno, se escribe una historia distinta, aunque siempre sea historia de salvación en él y con él y por él en el Espíritu. De cada una de esas historias de salvación resulta la gran historia de salvación que es la Iglesia, llevada a plenitud en todos.

Nosotros no lograremos fácilmente leer las grandes líneas de­esa historia personal de salvación. Pero la lee y la sabe Cristo y la sabe el Espíritu, porque la hacen ellos en nosotros.

Bautismo, uno y múltiple; confirmación en el Espíritu, una y múltiple. Consagración bautismal, una y múltiple. Consagración confirmatoria, una y múltiple, naciendo la multiplicidad precisa­mente del bautismo de cada uno y del don del Espíritu que la confirmación ha dado a cada uno. Y tan consagración es la del bau­tismo inicial como la del bautismo llevado a plenitud por cada vocación. Cada uno recibe su bautismo y su confirmación con sus dones de Espíritu. Sin que los dones de uno nieguen los dones del otro, ni la pequeña historia del uno haga innecesaria la historia

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de los otros, ni la concreta manera de consagración desplegada en uno disminuya ni haga innecesaria la manera de consagración de ios demás.

Todo es consagración bautismal, pero cada vocación bautismal sigue su curso consecratorio, como veremos luego. Y, al seguir su propio curso, surgirán diferencias —nacidas de un Espíritu multi­forme—, en la manera como la consagración bautismal se va con­cretando.

Antes todavía de estudiar las diversas vocaciones a que lleva •el bautismo de cada bautizado conviene advertir que es posible —más bien es una realidad— la convergencia de vocaciones en una comunidad de vocación —o en varias comunidades de voca­ción—, cuando entre los dones del Espíritu hay dones de conver­gencia comunitaria, como serán los de la vocación sacerdotal, de la vocación laical y de la vocación religiosa o de las vocaciones reli giosas, según los diversos carismas comunitarios de los distin­tos fundadores.

7. Todo es vocación y todos somos portadores de vocación eclesial en Cristo desde el Espíritu

Tal vez sea éste uno de los elementos teológicos más fecundos del Concilio, aunque no hayamos sacado todas las consecuencias prácticas.

Junto a él, y dependiendo de él, habrá que afirmar otro prin­cipio, no menos importante: si todo es vocación o vocaciones, cada una realiza un proyecto de ser y vida en Cristo, pero sólo uno, lo que constituye su riqueza; y también su indigencia, por­que no realiza los proyectos vocacionales que pertenecen a otros. Aunque de la diversidad de proyectos resulta la plenitud plurí-forme de la Iglesia de Cristo y de la Iglesia del Espíritu.

Habrá quien piense que todo este discurso queda muy lejano y no se ve qué tenga que ver para iluminar la consagración reli­giosa, que es el tema de nuestro estudio. Sin embargo, no estamos lejos, sino que servirá para entender la peculiaridad de nuestra consagración, sin disminuir otras maneras bautismales de vivir la consagración y sin confundirlo todo en una unidad de uniformi­dad, que sería atentatoria contra el Espíritu, como de hecho lo es •en no pocas interpretaciones dadas a la consagración bautismal.

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Todavía, antes de entrar en las diversas vocaciones, considero necesario afirmar que, siendo todos sujetos de vocación desde nuestro peculiar bautismo y confirmación, al depender nuestra vocación concreta de un Cristo y de un Espíritu que llama con concreta llamada, son Ellos los responsables únicos e inapelables de cada llamada. Nosotros sólo podemos ser fieles, respondiendo nuestro sí, o infieles, dando nuestro no. Y también este punto es decisivo para superar el neutralismo esterilizante que se va difun­diendo peligrosa e inconscientemente en tantos cristianos, quienes afirman que basta ser cristiano, cuando lo que hay que ser es cris­tianos según el designio de Cristo y de su Espíritu, planificadores del proyecto existencia] de nuestra particular historia de salvación dentro de la gran Historia.

Después de estos prenotandos creo que llegó el momento de enfrentarnos con las diversas vocaciones en las que se despliega el bautismo y la confirmación. Puedo ahorrarme el esfuerzo de ra­zonar por mí mismo, cuando, gozosamente, puedo aducir el testimo­nio de un teólogo, cuya línea de pensamiento comparto en este punto, con una coherencia que no he encontrado en ningún otro.

«Volvamos al punto de partida: el bautismo. Este contiene ert sí todo el pluralismo de la vida cristiana, está abierto a todas las vocaciones típicas del cristianismo. Toda vocación expresa un "filón" particular; pero un filón que nace del bautismo para desarrollar sus virtualidades. El laico desarrolla algunas, el sacer­dote otras, otras el religioso. No pretendo detenerme ahora a ex­plicar lo que es necesario para alcanzar de hecho el desarrollo característico de cada una de esas vocaciones, para que en ellas las virtualidades del bautismo logren realidad formal y operante; me basta afirmar que las diversas vocaciones son fundamental­mente desarrollo de las posibilidades contenidas en el bautismo. Ni el laico como tal, ni el sacerdote, ni el religioso viven todas las posibilidades del bautismo; pero todos son necesarios para manifestar lo que es verdaderamente el bautismo en la vida de la Iglesia.

Juzgo necesario insistir: es imposible definir el cristianismo te­niendo en cuenta únicamente una vocación particular, como si ella por sí sola pudiese expresar completamente cuanto el bautismo es y contiene.

El bautismo abre la puerta a las tres vocaciones: no se identi­fica ni se limita a ninguna de ellas, sino que las destina a inte-

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grarse en la unidad superior de la Iglesia como tal, precisamente entregando a cada una un filón, para cuyo desarrollo se necesitan medios específicos.

El pueblo de Dios que nace del bautismo no es sólo un pueblo de laicos o de solos sacerdotes o de solos religiosos y ni siquiera la suma de todos ellos, sino la universal comunidad elegida, la fa­milia de los hijos de Dios, la cual, siendo única, se compone de miembros que poseen funciones, servicios, carismas diferentes, de manera que todos los miembros, con la totalidad de sus dones, son llamados a promover la única misión de la única Iglesia.

Cada una de las partes dan los dones propios a las otras y a toda la Iglesia, y así el todo y las partes se acrecen, comunicando cada una con las otras y obrando concordemente por una plenitud en la unidad... Unidad que no se oriente a la plenitud no es uni­dad eclesial; plenitud que no se integre en la unidad no es ple­nitud eclesial.

Llegamos a una conclusión importante: la encarnación perfecta de la vocación cristiana no puede realizarse en un solo orden o categoría de fieles, sea la que sea, sino sólo en la Iglesia uni­versal, la cual es precisamente por esto comunidad orgánica, es decir, compuesta de miembros diferentes, como enseñó claramen­te San Pablo con su doctrina del Cuerpo Místico.

Cuando se trata el tema de la vocación algunos piensan en las personas o grupo, orden o categoría de fieles a las que pertenece. Es necesario superar esta mentalidad y pensar en términos verda­deramente eclesiales, porque sólo así se podrá evitar el riesgo de identificar vocación cristiana en cuanto tal con una u otra de sus realizaciones específicas. La vocación cristiana, como dimana de Cristo, se halla en la totalidad de la Iglesia y sólo en esta tota­lidad; pretender captarla dentro de un grupo determinado de fie­les supone una dolorosa incomprensión de Cristo y un empobre­cimiento de su obra.

Bajo este punto de vista los tres "órdenes" constitutivos de la Iglesia son modos originales e irreductibles, según los cuales los fieles pueden vivir toda su vida cristiana. El laico es plenamente y sólo laico; el sacerdote totalmente y sólo sacerdote; el religioso íntegra y solamente religioso. La vocación de cada uno no se limi­ta a ciertas acciones o a determinados momentos de su vida, sino que la informa toda, en todos los momentos y bajo todos los as-

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pectos. Los tres "órdenes" parten de un mismo principio y con­vergen a un mismo fin; sin embargo, siguen vías diferentes.

Así no nos resultará difícil concebir que el religioso es religio­so por su bautismo, porque elige cultivar algunos determinados gérmenes propios de su bautismo, renunciando a cultivar otros también verdaderamente bautismales. Y si renuncia a algo esto demuestra que no encarna todo el cristianismo; es cristiano, pero el cristianismo no es vivido adecuadamente y representado por él solo»8.

La cita ofrece perspectivas sumamente valiosas, que voy a re­saltar:

a) El bautismo se presenta en despliegue hacia una plenitud en la profesión de los consejos evangélicos. Plenitud es­pecífica, que se fundamenta en la consagración bautismal y la prolonga en su línea.

b) No sólo no excluye, sino más bien explícitamente se afirma que el bautismo se proyecta como consagración a través de la vida laical, para lograr en ella una nueva y pe­culiar plenitud9.

c) Igualmente el sacerdocio se funda en e] bautismo, y le lleva a otra peculiar plenitud.

d) Cada una de esas plenitudes bautismales aparecen interre-lacionadas; diría que confluyentes e influyentes la una so­bre la otra, en un mutuo enriquecimiento. Lo que viene a significar que, intensificando una de ellas, se benefician to-

8 BANDERA, A., La consacrazione a Dio per mezzo dei consigli evangelici, en Vita Consacrata, 1971, 612-614. Pueden leerse las restantes páginas del trabajo, contenidas en tres números de dicha revista, de este mismo año. El autor ha sabido evitar el tropiezo en el que han caído tantos teólogos al querer explicar la cláusula conciliar cuando afirma que la consagración reli­giosa expresa con mayor plenitud la consagración bautismal en la que se fundamenta. Y es que casi todos los autores dejan entrever que, sin esa mayor plenitud aportada por la consagración religiosa, la bautismal queda incompleta, o por lo menos no pleno. Quieren hacer un favor a los religiosos, a costa de una ofensa a los no religiosos.

9 Es de suponer que también esta explicitación de plenitud bautismal continuará, para Bandera, dentro del marco consecratorio del bautismo, en el que hunde sus raíces, y desde el que se despliega, aunque el mencionado autor no lo dice, y expresamente ha rehusado explicarlo.

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das las otras. Disminuida una, sufren mengua las demás. Negada una, implícitamente se niegan las otras; despre­ciada una, el desprecio revierte sobre las otras. Dejada en el olvido una, acabarán por olvidarse las demás 10.

e) Aunque ya queda dicho implícitamente, conviene recalcar la importancia de la impostación de las diversas consagra­ciones, fundadas en el bautismo y en la confirmación, a partir de las diversas vocaciones, los diversos dones del Espíritu. Francisco de Asís, Fundador, ha recibido un don del Espíritu, que no es ajeno al don del Espíritu que re­cibió en su bautismo y confirmación, aunque el carisma de Fundador se manifestara más tarde, pero siempre pron­to para formar una unidad dentro de su peculiar historia de salvación. Como Francisco de Asís, tantos y tantos Fundadores. Y en manera proporcional cuantos un día sintieron una misma convocación.

8. Peculiaridad de las diversas consagraciones como despliegue ulterior del bautismo

El Padre Bandera, que ha explicado satisfactoriamente, a mi modo de ver, la complementariedad del desarrollo de las virtua­lidades de la consagración bautismal, a través de sus diversas sa­lidas en los diversos «estados», no ha querido positivamente de­tenerse a explicar el cómo de dicha explicitación. Sin embargo, es necesario hacerlo, pues, de otro modo, quedaría el problema a me­dio resolver. Incluso quedaría más enredado y complicado, ya que las tres salidas que ofrece: laicado, sacerdocio y vida religiosa, presentan diferencias fundamentales cuanto a la explicitación:

— Una de ellas, el sacerdocio, ve proyectada su raíz bautismal con la intervención de otro sacramento, el del orden.

— Otra de ellas, el laicado, ve realizado su dinamismo com­pletivo en muchos casos también con un sacramento: el del matrimonio.

10 Es otro acierto de Bandera, quien logra esta exacta interacción desde una eclesialidad en la que se salva —y sólo en ella— la totalidad variada de los carismas. Con lo que ha superado otro obstáculo mil veces encon­trado: la absurda contraposición de los diversos modos de vida sacerdotal, laical, religiosa. Es de esperar que desde esta visión surja de nuevo en todos los cristianos la urgencia de clarificar la propia vocación, porque sólo siendo fiel a ella se contribuye a hacer fructificar las demás vocaciones.

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— Mientras que la proyección bautismal, que alcanza su pro­pia plenitud en la consagración religiosa, no se realiza a través de un nuevo sacramento. Y precisamente por esta falta de nuevo sacramento ha habido teólogos posconcí-liares que han negado verdadero carácter de consagración a la llamada consagración religiosa.

Por este motivo considero necesario un estudio breve sobre la proyección bautismal en sus tres direcciones hacia sus peculiares plenitudes.

a) Consagración bautismal en los laicos. En ellos toda su vida puede discurrir únicamente bajo la dimensión consecretoria del bautismo y de los dones del Espíritu recibidos en su confirma­ción, para penetrar toda su vida de Cristo.

En muchos laicos —diría en la mayoría—, la proyección de su consagración bautismal y confirmatoria va unida a una especial vocación del Señor para crear una comunidad cristiana de amor en el matrimonio. En éstos la dinámica de su ser de bautizados en Cristo hace que su compromiso de comunidad conyugal sea automáticamente un sacramento. Este nuevo sacramento hunde sus raíces en el bautismo, y por ello siempre que haya verdadero matrimonio hay verdadero sacramento, y viceversa.

El nuevo sacramento lleva a plenitud la consagración bautis­mal precisamente en la línea de su amor humano cristiano, hecho signo y presencia del amor de Cristo a su Iglesia, o más exacta­mente de la respuesta de amor de la Iglesia esposa a Cristo. Ya, antes de casarse, el amor de los novios cristianos, si eran de ver­dad cristianos en su amor, era vivido en el Señor, como debe ser vivida en el Señor la vida entera, según San Pablo. Pero, cuando dicho amor se hace amor de comunidad conyugal por el matrimonio, adquiere una nueva dimensión en Cristo, siendo signo y signo efi­caz del amor Cristo-Iglesia; con lo cual el amor de los esposos cristianos ya no es sólo amor humano, como el que se puede dar y se da en tantos matrimonios de no cristianos, sino que de ma­nera indivisible este amor humano ha sido asumido y elevado hasta ser amor en Cristo esponsal, amor en la Iglesia esposa. Un nuevo modo de ser para el Señor, un nuevo modo de ser culto en Cristo al Padre. Y no tengo ningún inconveniente en afirmarlo: un nuevo modo de consagración, fundada en el bautismo, explici-tada en el sacramento del matrimonio, para elevar hasta el Señor

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la vida de los esposos en la línea precisa de su ser de cónyuges, e incluso en la de su ser de padres. Pero sólo dentro de esa línea. Más tarde volveré sobre esta limitación de lo que he llamado consagración del matrimonio, que no agota la amplitud de la con­sagración bautismal de los mismos.

b) Consagración bautismal prolongada en la ordenación de los sacerdotes.—El Padre Bandera veía el sacerdocio como una ple­nitud peculiar, a la que era llevado el bautismo en algunos. Y pien­so que tiene razón; pero con ello no está dicho todo. Es cierto que el sacerdocio ministerial hunde también sus raíces en la con­sagración bautismal, por el hecho de que sólo un bautizado pue­de ser ordenado sacerdote, en tanto sólo quien ha sido hecho ya miembro de Cristo en su Iglesia, y es del Señor, puede recibir una nueva misión al servicio de la Iglesia.

Pienso incluso que la necesidad de que sea bautizado viene articulada con la nueva consagración sacerdotal no sólo como una condición previa, como puede ser la condición de que el ordenado sea varón. Que el sujeto sea varón es sólo una condición —in­cluso de validez—; pero esta condición no se prolonga completán­dose y siendo llevada a plenitud por el nuevo sacramento. En cambio, el hecho de que sea un consagrado por la consagración bautismal es algo que se alarga, se completa y alcanza plenitud propia al recibir el nuevo sacramento.

Parafraseando al Concilio a propósito de la consagración reli­giosa, se podría decir que la consagración sacerdotal se fundamen­t a en la bautismal y alcanza una propia, exclusiva plenitud con el nuevo sacramento del orden. Esta nueva consagración se apoya en la primera, pero es distinta y es nueva verdadera consagración en orden al ministerio, para ser agente de santificación y agente del sacrificio.

c) Consagración religiosa como específica plenitud de la con­sagración bautismal.—Si la consagración religiosa fuera un nuevo sacramento, todo sería fácil a la hora de hablar de una nueva sacra­lidad. Pero la consagración religiosa no es un sacramento.

Al no serlo, ¿habrá que afirmar que no es una consagración, o por lo menos que no es una verdadera consagración?

Y si, impropiamente, se continúa llamándola consagración, pero en realidad es sólo la misma consagración bautismal, a la

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que nada añade como consagración, ¿por qué no son religiosos todos los bautizados? ¿O por qué los religiosos no son sólo bautizados y se les llama y se les trata como tales? ¿Se puede en este caso seguir hablando de identidad religiosa, frente a la iden­tidad sacerdotal o a la identidad laical?

El argumento contrario a la consagración sería sencillo: «don­de no haya nuevo sacramento no puede haber nueva sacralidad real ni, por lo tanto, nueva consagración verdadera. En la llamada consagración religiosa no interviene nuevo sacramento; luego no hay lugar para nueva sacralidad ni consagración verdadera».

Esta es la formulación afirmada por Andrea Boni en un ar­tículo de la revista «Vita Consacrata», que mereció una réplica del P. Molinari en la misma revista, con una contrarréplica de Boni ratificando su primera posición y nueva respuesta de Mo­linari u .

No interesa ahora dicha polémica. Pero sí preocupa el hecho de que la posición defendida claramente por Boni esté latente en otras muchas impostaciones del problema en autores que han in­tentado estudiar la consagración religiosa en su vinculación con la consagración bautismal. Aunque afirmen la consagración reli­giosa como verdadera consagración, en realidad afirman, pero no prueban convincentemente. Y es todavía más angustioso el hecho de que hoy la consagración religiosa, para muchísimos religiosos, no ofrece el más mínimo interés. ¿Sólo hay consagración donde hay nuevo sacramento? Este es el problema.

De entrada parece un poco extraño que durante tantos siglos la Iglesia, los teólogos y los religiosos, que sabían perfectamen­te que su profesión no era un sacramento, hayan, sin embargo, tenido conciencia clara de que su consagración a Dios por los con­sejos evangélicos era verdadera consagración. Esto, al menos, su­pone que para ellos estaba muy lejos de ser cierto el axioma de que sólo donde hay nuevo sacramento hay nueva sacralidad, y, por tanto, verdadera consagración. De manera refleja rechazaban esta identificación.

11 BONI, A.. La vita religiosa nel suo contenuto teologale; MOLINARI, P., "Divino obsequio intimius consecratur, en Vita consacrata, 1971, 265-276 764-781, y 417-430, y en 1972, 401-432.

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Si el Concilio hubiera caído en la cuenta del equívoco en que cayeron en el pasado el Magisterio ordinario, los teólogos, la Li­turgia, y los mismos religiosos, hubiera deshecho con palabras precisas dicho equívoco y formulado con claro rigor la nueva ver­dad, y no hubiera afirmado que la consagración religiosa es una consagración más íntima y que constituye una peculiar consagra­ción. Ni el Magisterio ordinario del Papa hubiera seguido hablando centenares de veces de consagración; ni se hubiera aprobado el nuevo Ritual de la Consagración de las vírgenes y de la Profesión religiosa; ni la Comisión que trabaja en la elaboración del Nuevo Código hubiera elegido como título para todo este tratado: D E LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA.

Pero éstos son argumentos externos, aunque de gran valor, sin duda. ;:

Si de verdad se quiere lograr una recta intelección de lo que sea de verdad la consagración —toda consagración-—, pienso que el primer punto de referencia no pueden ser los sacramentos en su número septenario.

Toda consagración tiene que ser explicada desde Cristo, pri­mer consagrado en su Humanidad y único que consagra a la humanidad en sí mismo al Padre. Cristo es el protosacramento o sacramento originario, ya que en El Dios ha venido a habitar en nosotros, y desde El y en El nos queda abierto el camino al Padre, en culto de sacramento y en culto de vida impulsada por sus sa­cramentos.

Después de Cristo, pero en Cristo y desde Cristo, la Iglesia, hecha sacramento universal de salvación; podíamos decir también de ella que es «protosacramento», en tanto es la continuidad visi­ble de la gracia de salud venida en Cristo y ofrecida y dada por la Iglesia. La Iglesia, sacramento universal de salvación, es antes que los sacramentos particulares y es en los sacramentos particu­lares. La noción de la Iglesia como sacramento universal de salva­ción, concepto recuperado para la teología años antes del Concilio, fue sancionada autoritariamente por el Concilio mismo en varias» ocasiones, incluso ya en el prólogo de la Constitución sobre la Iglesia. No como una novedad surgida pocos años antes, sino como algo que estaba latente en la teología de los Padres, sobre todo en San Agustín, y que queda al fondo de toda la visión ecle-siológica de Santo Tomás.

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Hago mías las palabras de Rahner:

«La Iglesia es la continuación, la permanencia actual de esa presencia real escatológica de la victoriosa voluntad gratifica de Dios, inserta definitivamente con Cristo en el mundo. La Iglesia es la presencia permanente de esa protopalabra sacramental de la gracia definitiva que es Cristo en el mundo, palabra que actúa lo dicho en el signo. La Iglesia, como tal permanencia de Cristo en el mundo, es realmente el protosacramento, el punto de ori­gen de los sacramentos en el sentido propio de la palabra. Por parte de Cristo, tiene la Iglesia ya en sí una estructura sacra­mental» I2.

La dimensión protosacramental de la Iglesia es la que da fuerza y valor de realización plena a los sacramentos, en los que ella se realiza a su vez.

Desde esta dimensión primigenia de la Iglesia, como protosa­cramento, pudo San Agustín resolver el difícil problema del dona-tismo. Desde esta misma dimensión tiene perfecto sentido el bau­tismo de los niños, incapaces de actos personales. Amén de otros muchos problemas teológicos.

— La teología posterior, al intentar encontrar fórmulas ade­cuadas que expresaran los diversos niveles de la dinámica sacra­mental, logró una distinción, que puede ofrecer sombras o lagunas, pero que fundamentalmente es válida, y tiene un largo alcance, no siempre llevado hasta sus máximas consecuencias. Dicha teolo­gía distinguió, en relación directa e indirecta con los sacramentos:

— Un «opus operatum» o «ex opere operato»; el sacramento produce la gracia independientemente de la dignidad del ministro, y tampoco depende casualmente del sujeto.

— Un «opus operantis Ecclesiae» o «ex opere operantis Eccle­siae»; en este caso una acción de la Iglesia tiene la eficacia de esa Iglesia, como sacramento o presencia de salud, que lleva la garantía de cumplimiento del Cristo, que la insti­tuyó su continuadora.

— Un «opus operantis subjecti» o «ex opere operantis sub-jecti», que expresa la mejor o peor disposición del sujeto, para hacer depender de ella el mérito mayor o menor.

12 RAHNER, K., La Iglesia y los sacramentos, Barcelona, 1964, 19.

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Los teólogos que explicitaron esta trilogía le dieron, general­mente de manera consciente, este orden, seguramente queriendo ver en él un orden de prioridades.

Personalmente, creo que el orden debe ser distinto, ocupando la primacía el «opus operantis Ecclesiae», precisamente porque de él dependerá el segundo, que sería el «opus operatum» del sa­cramento.

Dondequiera que haya sacramento habrá también necesaria­mente, y como realidad fontal, un «opus operatis Ecclesiae». Y el sacramento realizará su acción sacralizadora o consagradora.

El problema decisivo consistiría en saber si la Iglesia sólo puede realizar su «opus operantis Ecclesiae» a través del sacra­mento. Es cierto que la Iglesia actúa fundamentalmente a través de los sacramentos como sus autorrealizaciones decisivas.

Pero jamás la Iglesia ha sentido limitada su acción de proto-sacramento, su «opus operantis Ecclesiae», a solos los siete sacra­mentos. Y ha visto esas sus otras acciones, en las que también se expresa como presencia cierta de salud y de gracia, como ver­daderas acciones sagradas y consagradas.

De esta naturaleza viene a ser la Liturgia en su conjunto —y no sólo la liturgia de los siete sacramentos—. Así, incluso, su mi­sión de Anunciadora de la palabra de Dios, su acción en las indul­gencias, etc.

Pienso que el ámbito más importante en el que se manifiesta este «opus operantis Ecclesiae» es precisamente la consagración de las vírgenes y la profesión religiosa.

¿Ofrece este «opus operantis Ecclesiae» las características de un verdadero poder consagrador, sin que sea un verdadero sacra­mento? Personalmente, estoy convencido de ello:

— Se trata de una verdadera acción de la Iglesia, como con­tinuadora de la presencia sacramental de Jesús.

— Su acción goza de la garantía infalible objetiva de su em­peño al consagrar al servicio de Dios a quienes siguen un camino de Evangelio, garantizado por un «factum dogmáti-cum» como seguro.

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— Lo hace entregando esas vidas plenamente al servicio del Señor, en un concreto modo de vivir según los consejos evangélicos: ser para el Señor, que es ser consagrados.

— No se trata sólo de un «opus operantis subfecti», que se entrega o quiere entregarse él solo. Ni se trata de un sim­ple compromiso entre el que se entrega y el Insti tuto que lo recibe. Estos son aspectos derivados.

La mayoría de los teólogos han tenido en cuenta casi única­mente el «opus operatum» o «iex opere operato» del sacramento y el «ex opere operantis» del sujeto. Y creo que no se ha dado todo el valor a aquella otra magnífica realidad del «ex opere ope­rantis Ecclesiae», ni se han sacado todas sus consecuencias. El «opus operantis Ecclesiae» goza de la misma seguridad objetiva, de idéntica garantía de eficacia, de autenticada oferta de gracia, dedicación al Señor y consagración verdadera, que la que realiza cuando une su acción al sacramento.

La profesión o consagración religiosa no es un sacramento con su «ex opere operato», pero es una verdadera consagración realiza­da por la Iglesia desde la seguridad de su «opus operantis Eccle­siae», Con ello las afinidades reales entre el «opus operatum» del sacramento y el «opus operantis Ecclesiae», sacramento universal de salvación, son manifiestas.

Puedo hacer mías unas palabras de Rahner, aunque él hable del «opus operatum» del sacramento. Pero lo hace en el contexto vinculado a la Iglesia Protosacramento. Y, por otra parte, en la obra citada, usa sólo las dos fórmulas: opus operatum y opus ope­rantis. Sin embargo, en el contexto de su teología de la Iglesia como protosacramento está latente cuanto yo he dicho del «opus operantis Ecclesiae»; desde luego, las palabras que voy a trans­cribir tienen perfecta validez en este sentido, porque incluso hay una verdadera alusión a aquella dimensión protosacramental de la Iglesia:

«Hay que decir con franqueza y sin ambages que la diferencia (entre Iglesia y sacramentos) no es tan radical como con frecuen­cia imagina una teología vulgar. El hecho salvífico y gracioso ope­rado por Dios, prometido por Dios como infalible —en cuanto de Dios mismo depende—, y el hecho sacramental no son dos cosas idénticas. Lo segundo es sólo uno de los posibles casos de lo primero».

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Advierto que, en el primer caso contemplado, el autor se está refiriendo al «opus operantis Ecclesiae Christi». Frente a esos dos casos, y muy distintos de ellos, está la realidad del «opus operantis subjecti», las disposiciones subjetivas e íntimas del sujeto, siempre ocultas, siempre inseguras, porque ni el mismo sujeto puede llegar a tener plena seguridad de poseer las verdaderas condiciones re­queridas para no frustrar el sacramento y cerrarse a la oferta gra­ciosa de salud por parte de Cristo en su Iglesia. Por eso dice Rahner:

«Ahora bien, la respuesta a la cuestión que hemos propuesto sólo se puede plantear así: en el primer caso (opus operantis) el signo —digamos la oración, la contrición, etc., es decir, lo que el individuo en cuanto tal hace en privado—, al que Dios ha ligado la gracia, está "amenazado" incluso interiormente, es decir, por la posibilidad de venir a ser inválido por sí mismo, de verse en sí mismo privado de su propiedad de hacer tangible la promesa de gracia divina.

En el segundo caso (el opus operatum y el opus operantis-Ecclesiae) tiene el signo una validez irrevocable, escatológica: por sí mismo es signo de la alianza de Dios con los hombres, estable­cida por Dios sin retractación y eternamente; un signo que de tal manera participa del carácter eterno e irrevocable de la voluntad salvífica de Dios, que en sí mismo no puede perder la caracterís­tica que decíamos de hacer tangible el "sí" dado por Dios al hombre. Puede topar con un no por parte del hombre, el cual puede cerrarse a la palabra de Dios y dejarla sin efecto sobre sí mismo.

Pero desde Cristo, y sólo desde El, no está en su mano impe­dir que esa palabra continúe dirigida a él, que le siga llamando' sin poder ser retirada» 13.

Cuanto Rahner afirma en este texto tiene pleno sentido en la acción por la que la Iglesia consagra a Dios con verdadera consa­gración, que no necesita ser sacramentalmente para ser verdadera.

De hecho así ha entendido la Iglesia su acción en la consagra­ción de las Vírgenes ya desde la época de los Padres, y ha cris­talizado esta doctrina en la lenta y progresiva elaboración del Ritual de consagración. (Toca a los teólogos de la liturgia estudiar

'3 Ibid.

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con hondura ese riquísimo contenido de doctrina, deduciendo de la lex orandi todas las consecuencias para una lex credendi.)

Los teólogos de la Liturgia podrían prestar un gran servicio a la teología de la consagración religiosa con un estudio profundo de la historia de la consagración y de la evolución creadora y pro­gresiva del Ritual. Incluso un estudio del Nuevo Ritual en sus dos partes fundamentales: consagración de las Vírgenes y Profe­sión, nos daría una visión completa de las dos vertientes de esta montaña de perfección que es la consagración religiosa. El Ritual de la consagración ofrece los elementos teológicos de la consagra­ción en tanto «opus operantis Ecclesiae», que es lo que constituye teológicamente la consagración, partiendo del único que puede consagrar, que es Cristo, y desde Cristo la Iglesia. El ritual de la Profesión ofrece la otra vertiente de este compromiso, que es la acción y la respuesta de quien, aceptando el ser consagrado por la Iglesia, se compromete y profesa. No existe oposición ni anti­nomia entre ambas vertientes, y una contiene la otra. Aunque, dentro de una jerarquía de valores, que no queda alterada por el hecho de que, en la expresión externa, vengan expresadas desde la perspectiva de la Iglesia que consagra, o desde el sujeto que, al ser consagrado, profesa, se compromete.

Algunos teólogos, olvidando esta unidad interna jerarquizada, piensan que donde la realidad se expresa en términos de profesión y de entrega del sujeto sólo hay eso: entrega personal, no consa­gración verdadera. Otros, pensando en términos de consagración como «opus operantis Ecclesiae», ven sólo consagración—que podía tomar características mágicas, negando sentido a la respues­ta personal en tanto personal.

9. Presencia de ambas dimensiones en las fórmulas del Concilio

El «opus operantis Ecclesiae», como consagradora y no sólo como intervención jurídica, viene afirmado en la fórmula: «divi­no obsequio intimius consecratur» (LG 44).

Ese mismo «opus operantis Ecclesiae», que supone una verda­dera acción consecratoria de la Iglesia, se expresa un poco más tarde en un texto de clara intención y expresión consecratoria, en cuanto acción de la Iglesia, continuadora de Cristo Sacramento:

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«La Iglesia no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de un estado canónico, sino que la presenta en la misma acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Ya que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración pú­blica, los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios y les imparte una bendición espiritual, asociando su oblación al sacri­ficio eucarístico» (LG 45).

No importa que en este párrafo use en aparente sentido acti­vo el verbo consecrare o consagrar I4. Lo que no puede dudarse es del sentido verdaderamente consecratorio de este párrafo, en el que aparece de manera clara la Iglesia en eficaz acción, segura e indefectible de su misión de sacramento continuador de Cristo protosacramento.

Es de justicia reconocer que la mayoría de las expresiones que usa el Concilio en todo el capítulo de los religiosos, en la humen Gentium y en el Perfectae caritatis, corresponden al aspecto acti­vo del compromiso y la opción del religioso.

Incluso su compromiso activo lleva unida la entrega a la misión eclesial, que cumple el Instituto en la Iglesia; es una consagración o dedicación a la Iglesia.

La polémica suscitada entre Boni y Molinari, y aludida más arriba, en torno a la consagración religiosa, partía de supuestos idistintos. Molinari afirmaba la consagración a Dios como verda­deramente tal, enseñada con toda claridad por el Concilio. Boni afirmaba que el Concilio habla constantemente de una dedicación y entrega a la Iglesia, que no es una verdadera consagración. Des­de un punto de vista hermenéutico, la razón está de parte de Moli­nari. Pero el problema verdadero consiste en saber cómo se ar­ticulan consagración a Dios y misión eclesial.

14 Algún padre conciliar pidió se cambiara la redacción en esta forma: «statum a Deo consecratum». El relator, en nombre de la comisión teológica, explicó que la palabra «consecratur», o sus derivados, se entiende en sentido pasivo: no es el religioso quien se consagra, sino que es consagrado por Dios, o por Cristo en su Iglesia, como ya se había precisado en el número anterior a propósito de la expresión «divino obsequio intimius consecratur». No es, desde luego, del todo convincente la explicación dada por el relator, puesto que, si tenía sentido pasivo, y así se reconocía, hubiera sido más lógico cambiarla a forma verdaderamente pasiva, por lo menos en este caso.

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Molinari párete tener únicamente en cuenta la consagración. La misión existe, pero es otra cosa y se da en otro plano. Boni parte de la misión, pero no la ve articulada con la consagración ;5

Al hablar de la misión trataré de explicarme desde una pers­pectiva que no es ni la de Boni ni la de Molinari, ya que ambas me parecen incompletas.

Es una pena que el Concilio, que habló de verdadera consa­gración religiosa, no hubiera explicitado más su pensamiento. Se hubieran evitado interpretaciones falsas que se han generalizado. El mismo Nuevo Esquema de Cánones para los Institutos de vida consagrada, que ha querido encontrar la razón común para todos ellos en la consagración —como lo hace constar en ias «Notas previas»—, de hecho no da nunca en los cánones un verdadero sentido teológico de consagración.

15 Boni ha dado gran importancia a las traducciones conciliares en len­guas modernas, que en su mayoría traducen los textos en forma reflexiva. Lo que, según él, supone no ser Dios quien consagra, sino el sujeto quien se entrega, con acción suya, al servicio de la Iglesia. Desde luego no todas las traducciones ofrecen la forma reflexiva; y así se lo ha demostrado Molinari. Pero ni siquiera la forma reflexiva excluye de suyo un verdadero sentido de consagración. En carta amistosa me reprochaba un ilustre profesor de la Gregoriana haber hecho yo mismo uso de una forma igualmente refle­xiva. Lo hice en la primera edición. Pero debo advertir al ilustre colega, y también a Boni, e incluso a Molinari, que la forma reflexiva no es necesa­riamente equívoca. En efecto, se debe distinguir entre forma reflexiva y sentido reflexivo, como lo hace la Gramática de la Academia de la Lengua Española. Si digo: me hice una casa, me corté el pelo, la forma es reflexiva; pero no es reflexivo el sentido, si la casa me la construyó el albañil o si el pelo me lo cortó el barbero. Incluso en un orden de consagración verdadera puedo decir: me confirmé a los doce años, me ordené a los veintisiete. La forma es reflexiva, pero no lo es su sentido. Respecto a la consagración religiosa, será preferible decir que el religioso, por lo profesión, «es consa­grado más íntimamente al servicio divino»; pero si se dice: «se consagra más íntimamente...», la fórmula es válida en forma reflexiva, siempre que quede claro por el contexto que el sentido no es reflexivo. Creo que era y es claro que en mi libro el sentido es pasivo y, por lo tanto, verdadera­mente consecratorio.

Cuando tal sentido no reflexivo no aparezca claro se debe usar siempre la forma pasiva. Desgraciadamente, muchas veces quienes usan la forma reflexiva lo hacen dentro de un contexto en el que el sentido es también reflexivo. Esto sucede, incluso, en el Nuevo Ritual de la profesión religiosa, mientras que se ha evitado en el Ritual de la consagración de vírgenes.

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10. Diferencias entre las tres consagraciones que prolongan la consagración bautismal

Punto importante y que no ha sido, a mi modo de ver, bas­tante atendido.

Estando de acuerdo con la formulación fundamental de Ban­dera, quien veía en cada una de estas consagraciones la proyección del bautismo hacia plenitudes diversas, bajo la explicitación por cada una de virtualidades bautismales, advierto una diferencia que Bandera no ha tenido en cuenta, y que incluso viene a negar. Afir­ma dicho autor que el laico es plena y solamente laico; el sacer­dote, plenamente y sólo sacerdote; el religioso, plena y solamente religioso. Su afirmación es válida para el laico en tanto laico y para el religioso.

Pero si nos fijamos en una línea de realización bautismal del laico, que comprende a la mayor parte de los laicos, que es el sacramento del matrimonio, hay que afirmar que la peculiar con­sagración matrimonial no es totalizante; consagra únicamente e,ri la dimensión concreta del amor conyugal y familiar. Sin embargo, la vida del laico casado no se agota en la dimensión de su vida conyugal y familiar. Además de casados pueden ser otras muchas cosas; algunas, indirectamente influidas por su condición de casa­do; otras, no influidas ni siquiera indirectamente.

Por lo que respecta a la consagración sacerdotal, dicha con­sagración se refiere únicamente a cuanto vaya ordenado de manera directa o indirecta al ministerio, pero no a otras muchas cosas que puede ser el sacerodte. Piénsese, por ejemplo, en los sacerdotes casados de rito oriental y en una posibilidad futura de sacerdotes casados en Occidente. Y, más en concreto, en la situación de los diáconos permanentes casados; sin embargo, verdaderamente con­sagrados por el sacramento del orden en su primer grado diaconal. La consagración sacerdotal no es totalizante de una vida.

En cambio, la consagración religiosa, como implantación exis-tencial plena, desde la virginidad, la pobreza, la obediencia, la misión, comporta una plenitud que afecta a la totalidad del vivir.

No se profesan unos consejos evangélicos abstractos; se pro­fesan para ser vividos en una proyección a la vez consecratoria y misional, inseparables.

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A esa totalidad se refieren la mayor parte de los textos del Concilio. No pueden ser interpretados parcialmente, como sola consagración sin actos, ni como sola misión o dedicación a tareas. Sobre esta unidad volveremos más tarde al tratar de la misión.

3. Síntesis

1. La consagración religiosa se funda en la consagración bau­tismal. Sólo Cristo —y Cristo en su Iglesia— puede con­sagrar al Padre. Por el bautismo y por la confirmación entramos en el ámbito de Cristo, en retorno de culto al Padre: culto real y pleno, que nos arrastra en totalidad hacia El.

2. La consagración bautismal se proyecta y se prolonga hacia la plenitud por diversos caminos. Los tres más importan­tes pueden ser: matrimonio, sacerdocio, vida religiosa.

7>. En este despliegue hacia la plenitud, Cristo, en su Iglesia, sale al encuentro con nueva y especial consagración, que consuma la bautismal, siendo especial y distinta: sacra­mento del matrimonio, sacramento del orden —con sus «opus operatum» bajo el «opus operantis Ecclesiae»—, consagración religiosa por la acción del «opus operantis Ecclesiae», que entrega al Padre la totalidad de una vida en el proyecto existencial pleno de la virginidad, la pobre­za, la obediencia, la comunidad en fraternidad evangélica sensibilizada.

4. La consagración religiosa es una verdadera consagración, sin que necesite ser un sacramento. En lo que tiene de es­pecial y de específico no es la sola consagración bautis­mal, porque otros muchos bautizados no la poseen.

5. Por ser una consagración en la que se proyecta —por Cris­to, en y para la Iglesia— la vida humana en su totalidad, lo consagrado es una totalidad existencial en consagración-misión.

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CAPITULO X

VIDA RELIGIOSA Y MISIÓN ECLESIAL

Sin el estudio de la misión, no puede entenderse adecuadamen­te la vida religiosa en ninguno de sus elementos l. Es, por tanto, necesario estudiarla; pero como algo integrado en la peculiaridad de cada carisma, resaltando, consiguientemente, las claras diferen­cias de la misión, como son diferentes los carismas de los Insti­tutos.

Diferencia, pues, y afirmación de dichas diferencias, según los Institutos y sus respectivos carismas fundacionales.

1. Tipificación de Institutos religiosos en la historia

Siempre ha resultado difícil intentar una tipificación, por no 1 acertar a ver los elementos típicos diferenciales de cada forma de vida, y aun de cada Instituto dentro de una cierta uniformidad de vida.

Incluso la dificultad de tipificación ha llevado, a lo largo de la historia, a resistencias —por parte de la teología, por parte de los Institutos ya existentes y aun por parte de la misma jerarquía de la Iglesia— frente a formas nuevas que iban surgiendo, al no saber dónde encuadrarlas, por falta de criterios suficientemente

1 En la primera edición de esta obra no se trató el rema de la misión porque dicho capítulo estaba planeado como introductorio de una proyectada teología analítica de las diversas formas de vida religiosa que han ido apare­ciendo a lo largo de la historia. Lejano el día de esa segunda parte analítica, decido incluirlo en esta parte sistemática porque es imprescindible para un-.i visión integral de la vida religiosa.

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amplios como para no limitar las posibilidades de seguimiento de Cristo a las formas concretas existentes hasta entonces.

— Los monjes aceptan con dificultad a los mendicantes.

— Las Ordenes —con votos solemnes— no aceptan como vecinos a los Institutos de votos simples; mucho menos si son femeninos y sin clausura.

— Bastantes Sociedades de vida común, no encontrando pues­to en las tipificaciones existentes y no aceptando entrar en ellas, tienen que buscar la fórmula de llamarse Socie­dades de vida común sin votos, o Sociedades seculares, etc. Y esto ya desde el siglo xvn . Sociedades sin votos, que resulta que los tienen. Votos privados, que —al menos muchas veces— no son privados.

— Los Institutos hoy llamados seculares no hallan encuadre dentro de la tipología de los Institutos religiosos. Ni ellos quieren ser incluidos entre los religiosos tipificados ni és­tos aceptan a su lado a aquéllos.

En este sucederse histórico de nuevas formas de vida religio­sa, casi siempre las nacientes han debido aceptar adaptaciones al patrón imperante, entrando por un camino que condiciona en parte su propio espíritu. Poco a poco se irán liberando de esos condicionamientos, pero casi nunca del todo.

Toda tipificación impone unos condicionamientos nivelado­res, que difícilmente permiten que el Instituto se manifieste como de verdad es, sin que los rasgos niveladores valgan verdadera­mente para ninguno 2 .

2 La nivelación vino muchas veces de Roma, que aprobaba los Institutos según se adaptaran o no a unos esquemas ya prefijados. Vino también ds la teología, con el más que discutible esquema de Institutos de vida con­templativa, activa o mixta. Y la impuso igualmente el Derecho, con la dis­tinción entre fin primario y secundario, que debían explicitarse en las Cons­tituciones. El Código canónico de 1917 recoge prácticamente todos estos factores, heredados del pasado. Por ello, apenas queda margen para la ex­presión carismática peculiar de cada Instituto, por más que se remita tantas veces al Código particular de cada uno de ellos, cuya competencia, al fin y al cabo, recaía sobre elementos periféricos al núcleo central del Instituto.

El nuevo esquema de cánones para la vida consagrada, del que cabía esperar tanto, tampoco ha centrado las cosas. Al ser entregado, entre otros, a los Superiores Generales para el estudio y presentación de enmiendas, defraudó a la mayoría, particularmente en lo relativo a la tipificación de los

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Por lo que sería mejor no preocuparse demasiado por la tipi­ficación de los Institutos, contentándose con las simples descrip­ciones de los que han ido e irán apareciendo en la Iglesia bajo el impulso del Espíritu Santo. Es lo que hizo el Concilio con el lenguaje más o menos en uso, pero sin canonizarlo ni encerrarlo en esquemas demasiado rígidos.

2. El Concilio, la configuración de la vida religiosa y su tipificación

Evidentemente, el Concilio no tuvo preocupaciones tipifica-doras. Fue contemplando la vida religiosa como una realidad den­tro de la Iglesia, con una misión que cumplir dentro de la mis­ma, junto a la misión de la jerarquía y la del laicado. Se refiere incontables veces a esa misión necesaria, cuyos rasgos o elemen­tos va ofreciendo aquí o allá, sin pretensiones sistemáticas, y sólo con iluminaciones ocasionales, que van surgiendo del conjunto de la nueva visión de la Iglesia.

Tal vez la iluminación mayor ha venido por la concepción de los carismas en la Iglesia. Ya lo hemos acentuado. Por ahí se debería continuar toda tarea de clarificación de la misión de la vida religiosa, en general, y de la de cada uno de los Institutos religiosos en particular. Sólo así se logrará una visión integral de la misma vida religiosa y de cada Insti tuto en su pecularidad.

La visión integrada, desde luego, no nos la da el Concilio. La han intentado los Institutos religiosos en sus Capítulos de reno­vación. Que lo hayan conseguido es ya otra problema. Tampoco parece haber tenido mejor fortuna la teología de la vida religiosa del posconcilio.

Hay un texto conciliar—repetido mil veces en Capítulos Ge­nerales y en escritos sobre vida religiosa—que debería haber dado alguna luz y, sin embargo, tal vez ha empeorado las cosas:

Institutos, hecha artificial y arbitrariamente, fundándola en afinidades pura­mente externas.

En cuanto al tema de la misión, el esquema falla lamentablemente por no tener ninguna idea de misión desde una perspectiva teológica, partiendo de un concepto empírico, como es el de «lo apostólico», valorado casi exclu­sivamente como elemento cuantitativo, más que cualitativo.

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«En los Institutos consagrados a las obras de apostolado... la acción apostólica y benéfica pertenece a la naturaleza misma de la vida religiosa... Por ello, toda la vida religiosa de sus miem­bros debe estar imbuida de espíritu apostólico, y toda la acción apostólica informada de espíritu religioso» (PC 8).

Sin duda, se ha querido afirmar aquí la unidad existencial, bajo la unidad del carisma, de esos Institutos, borrando toda di­cotomía o dualismo de elementos. Pero lo más que se ha logrado es una cierta yuxtaposición, siempre expuesta a desintegrarse, puesto que, en el fondo, no había llegado a desaparecer aquella dicotomía.

Prueba de ello es la interpretación que de dicho texto nos ofrece la Renovationis causam, que ha guiado la formación de todos los noviciados:

«Será conveniente recordar aquí la naturaleza y valor propios de la profesión religiosa. La profesión religiosa, en la que los religiosos por los votos o por otros vínculos sacros, por su misma naturaleza a ellos equiparados, se obligan a seguir los tres con­sejos evangélicos, realiza una total consagración a Dios... Así pues, la profesión religiosa es un acto de religión y una peculiar consagración con que uno se entrega totalmente a Dios.

Sin embargo, se debe tener presente que, aun cuando en los Institutos consagrados al apostolado la acción apostólica y bené­fica pertenece a la naturaleza misma de la vida religiosa, esta acción no es el fin primario de la profesión religiosa; y que, por lo demás, las mismas obras de apostolado pueden ciertamente ser llevadas a cabo sin la consagración que nace del estado reli­gioso, si bien esta consagración puede, y aun debe, contribuir a que quien se ha obligado a esas obras se dedique con más empe­ño al apostolado» (RC 2).

El dualismo entre la aquí denominada «profesión» y la «ac­ción apostólica» o entre consagración y misión es manifiesto. Para mayor desconcierto, ha reintroducido la noción de fin primario y fin secundario, que había desaparecido del Concilio. Según esto, cuando uno profesa en un instituto apostólico, la misión apostó­lica es un fin secundario.

Las consecuencias—por cierto de muy largo alcance—serían éstas: o bien se toma la consagración como lo únicamente prima-

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rio, y la misión queda relegada a segundo término, desvaloriza­da, o bien uno toma la misión como algo central en su vida y re­nuncia a la profesión-consagración como impedimento para la mi­sión 3.

Si las cosas fueran realmente como las presenta Renovationis causam—y Esquema—, casi todos o todos los Institutos re­ligiosos llamados apostólicos deberían renunciar a esa profesión-consagración, para ser fieles a su misión, que no es nada secun­dario para los mismos. Aunque, al hacer esa opción, tendrían que traicionar su carisma, que ciertamente comporta una consa­gración-misión, profesada unitariamente.

El motivo alegado por Renovationis Causam, como prueba complementaria: «que, por lo demás, las mismas obras de apos­tolado pueden ciertamente ser llevadas a cabo sin la consagración que nace del estado religioso», vale para las obras en su materia­lidad, mas no para la misión específica que cumple un Instituto religioso desde un peculiar don de gracia o carisma. Aunque, des­graciadamente, sea cierto que muchos religiosos están cumplien­do sus obras lo mismo que las pueden realizar los no religiosos. Pero la culpa radica en no haber unido en el carisma propio del Instituto la consagración-misión.

En cambio—y aun a pesar de ciertas fórmulas ambiguas—, el Concilio rechazó toda dicotomía, manteniendo la unidad «con­sagración-misión» merced a la continua referencia a San Pablq, 'en citas explícitas. En la cristología, pneumatología y eclesiolo-gía de Pablo no existe ni dicotomía ni disociación.

3. Misión en Cristo. Cristología de la misión

En cristología debemos utilizar con sumo cuidado distincio­nes que sean puramente lógicas, sin convertirlas en reales. Caería­mos en un dualismo cristológico, como se cayó reiteradamente en

3 A la primera alternativa se ha visto sometida la mayoría de los Insti­tutos llamados apostólicos. Por la segunda se han decidido casi todos los Institutos que dependen de "Propaganda Fide. Lo han hecho rechazando el nuevo esquema de cánones sobre la vida consagrada y pidiendo quedar fuera de él, precisamente porque la óptica del esquema es la misma de la Renovationis Causam.

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el pasado y se sigue cayendo todavía hoy con las nuevas—o no tan nuevas—cristologías.

Centrándonos en nuestro tema, decimos: Cristo es el Hijo del Padre: Hijo del Padre en su Humanidad—consagración—, enviado a los hombres para llevarlos al Padre—misión—. ¿Son dos cosas o es una sola cosa?

Un Cristo Hijo, no enviado, no es Cristo, porque no habría siquiera posibilidad de la Encarnación. Un Cristo enviado, no Hijo del Padre, tampoco es Cristo, o sería simplemente el Cris­to de algunas cristologías surgidas en la periferia de la teología de la liberación o de alguna cristología europea: el Jesús subver­sivo de Nazaret.

En el Cristo de la revelación no hay posibilidad de separar ni aun de distinguir realmente ambas dimensiones. La Encarna­ción comporta, por igual, su condición de Hijo del Padre, en su Humanidad, y su misión, pues el Padre le ha enviado para en­carnarse y se ha encarnado para ser enviado desde su misma En­carnación.

Entre consagración—inherente a la condición filial de su Hu­manidad—y misión no caben más distinciones que las puramente lógicas, nunca reales. Incluso carecería de sentido aplicar a Cris­to la distinción entre misión y obras: los actos todos de su vida, con los que cumple dicha misión. Conviene no olvidarlo a la hora de introducir distinciones en la vida y de la vida de Cristo. Tampoco aquí caben tales distinciones, tal como estaría dando a entender la Renovationis Causam.

El Concilio, en Ad Gentes 4, sobre la actividad misionera de la Iglesia, nos ofrece la doctrina más madura de todo el trabajo conciliar, sobre la misión de Cristo y la misión del Espíritu San­to por Cristo y sobre la misión de la Iglesia, que continúa y actúa aquellas misiones:

«Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero Mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios habita en El corporal-

4 Cf sobre este documento conciliar lo dicho en la nota 5 del capítulo III de la primera parte. Varios de los más fecundos Sínodos de los Obispos, así como la Evangelii Nuntiandi, están en línea de continuidad con el decreto Ad Gentes. Recomiendo vivamente el estudio del proemio y de todo el capí­tulo primero, si se desea tener una idea exacta del valor de su doctrina para ¡luminar la MISIÓN en Cristo, en la Iglesia, en los cristianos.

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mente toda la plenitud de la divinidad (Col 2,9) —misión—; según su naturaleza humana, nuevo Adán, es constituido cabeza —misión— de la humanidad regenerada. Así, pues, el Hijo mar­cha por los caminos de la verdadera encarnación para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina. Los santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Mas El asumió la entera naturaleza humana cual se encuentra en nosotros, miserables y pobres, pero sin el pecado. Pues de sí mismo dijo Cristo, a quien el Padre santificó —consagración— y envió al mundo —misión—: el Espí­ritu del Señor está sobre mí; por ello me ungió y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los contritos de corazón, a predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista» —obras y acciones de Cristo (AG 3).

Fundándose en la Lumen Gentium, el decreto Ad Gentes es mucho más logrado, como formulación, que aquélla. La unidad de visión sobre Cristo—unidad de visión entre la Encarnación y la Mediación—no deja resquicio para dualismo o dicotomía al­guna entre consagración y misión ni entre consagración y misión-obras de Cristo.

La misma unidad va a presidir su visión de la Iglesia. Y, si se mantiene la unidad en la Iglesia, por fuerza dicha unidad se realizará en los diversos modos de vida cristiana, y concretamen­te en la vida religiosa. La misma unidad entre consagración-mi­sión. Y, aunque el Decreto se refiera directamente a las Misio-,nes, su perspectiva teológica es más amplia. La consagración-misión de Cristo es el paradigma de la consagración-misión en la Iglesia, y de la consagración-misión en cada cristiano, y, en con­creto, en la vida religiosa.

4. Misión en la Iglesia: consagración-misión o misión-consagración

La consagración-misión en Cristo debe ser, en primer lugar, paradigma para la consagración-misión en la Iglesia. El Ad Gen-tes comienza así:

«Enviada por Dios —misión— a las gentes para ser sacramen­to universal de salvación —consagración—, la Iglesia se esfuerza en anunciar —obras— el Evangelio a todos los hombres» (AG 1).

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Cita una frase célebre y fecunda de la Lumen Gentium, pero en un contexto todavía más rico. Y más adelante dice:

«El Señor..., antes de ascender a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento universal de salvación y envió a los Apóstoles (y a toda la Iglesia) al mundo entero, como también El había sido enviado por el Padre... La misión, pues, de la Iglesia se realiza mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia» (AG 5).

Consagración, misión, operación se nos ofrecen en una pers­pectiva unitaria. Se trata de consagración-misión-operación de Cristo, en tanto se tienen que realizar en la historia, con todo lo que supone la historicidad del hombre y la historicidad de la Iglesia.

«Como esta misión continúa y desarrolla en el decurso de la historia la misión propia de Cristo, que fue enviado a evangeli­zar a los pobres, la Iglesia, a impulsos del Espíritu Santo, debe caminar por el mismo sendero de Cristo» (AG 5).

Se resalta aquí—e interesa resaltarlo—cómo en la Iglesia se continúa Cristo en su consagración-misión-acción, ya que ella es consagrada en Cristo y enviada por El para ser sacramento de salvación a través de todas sus acciones eclesiales, realizadas a im­pulsos del Espíritu Santo.

Pero el tiempo o, mejor, la historicidad de la Iglesia-—no como categoría exterior, sino como contextura interna del mismo ser humano—impone precisamente un nuevo encuadre, dentro del cual sean vividas de múltiples maneras la consagración-misión-operación, o más exactamente las consagraciones-misiones-opera­ciones. ¿Cómo? «A impulsos del Espíritu Santo», como se dice en el aludido documento conciliar; es decir, a golpe de dones multiformes, de carismas diversos de un único Espíritu, para la edificación de una Iglesia que camina hacia plenitud total por los caminos de la historia.

Quiero decir que lo que en Cristo es consagración-misión ple­na, se traducirá en consagración-misión de una Iglesia hacia la

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plenitud, por medio de las consagraciones-misiones-operaciones —múltiples y diversificadas bajo los carismas múltiples—de sus miembros todos.

Es la visión paulina de la Iglesia, cuerpo de Cristo en el tiem­po, pero cuerpo en tensión dinámica hacia la plenitud en la Igle­sia-plenitud: «El padre. . . a Cristo. . . le constituyó Cabeza supre­ma de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1,22-23).

En la misma carta pide al Padre nos conceda ser vigorizados por la acción del Espíritu y que Cristo habite en nuestros corazo­nes . . . para irnos «llenando hasta la total plenitud» {Ef 3,14-19). Y, refiriéndose en concreto a diversas operaciones, ministerios y carismas, afirma más adelante:

«El mismo dio a unos ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto orde­namiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cris­to» (Ef 4,11-13)5.

No hace falta detenerse a exponer la estructura de la Igle­sia, en tanto configurada por los múltiples dones—jerárquicos y carismáticos—del Espíritu. Se habló ya de ellos en otro ca­pí tulo. El tema sólo interesa aquí en tanto configura unitaria­mente dentro de la Iglesia, en el tiempo, la misma estructura fundamental de Cristo en su consagración-misión-acción, hecha ahora consagraciones-misiones-acciones, para que la Iglesia logre ser plenitud en Cristo.

La conclusión es, por tanto, también aquí, lógica: ni en la Iglesia se puede separar—ni distinguir con distinciones reales, que terminan en separación—consagración-misión-acciones. Resul­ta, pues, extraño distinguir en ella:

«acto de religión y peculiar consagración, y acciones, que no serían fin primario de la misma» (RC 2).

5 Pueden leerse, por iluminadoras, las notas de la Biblia de Jerusalén sobre la palabra «plenitud» en esos tres textos.

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Lo extraño es que, no pudiéndose decir ni de Cristo ni de la Iglesia, que es su cuerpo, se afirme de los miembros de la Igle­sia—de todos o de una categoría, es lo mismo—; como si la Iglesia fuera una categoría abstracta, más allá de sus miembros: de la variada totalidad de sus miembros en la unidad del Espí­ritu, que actúa dones diferentes para la edificación común, con la que crece hacia la plenitud.

Lo que debía ser unidad continuada y proyectada desde Cris­to a su Iglesia, y desde la Iglesia a sus miembros, se ha roto a veces en el paso de Cristo a la Iglesia, y muchas más veces aún en el paso de la Iglesia a sus miembros. Y rota esta unidad en el paso de Cristo a la Iglesia, muchas eclesiologías viejas y nuevas no han sabido qué hacerse con la misión de la misma Iglesia y la han deformado: o por vías de espiritualismo sin misión, o por vías de misión sin religiosidad, sin consagración, sin gracia ni salvación. O teología de una Iglesia de misa y sacristía, o teolo­gía de una Iglesia política y de sola liberación humana. Con todas las consecuencias que se quieran sacar y que se han sacado.

La verdad es que —en una inversión del problema— esta se­paración a nivel eclesial ha revertido y está revertiendo sobre Cristo y sobre la cristología, dejando a Cristo sin consagración, o sin misión: el Hijo, prescindiendo de si ha sido enviado, o el enviado, prescindiendo de si es Hijo del Padre; y destruyendo, así, la verdadera imagen de Cristo.

Es hasta cierto punto explicable que la ruptura haya sido más universal y completa, al pasar de la Iglesia a sus miembros, se­guramente porque cada uno es tan insignificante que piensa no tener capacidad para soportar la pesada unidad de consagración-misión-acción. Y, también, porque cada cristiano puede en cada momento pecar y vivir bajo el pecado, comprometiendo consa­gración-misión-acción, para hacer cualquier otra cosa que nada tenga que ver con la trilogía.

5. Carácter eclesial de la «misión» y «misiones» de la vida religiosa

No se considere inútil el espacio dedicado a lo que antecede, ya que no era posible abordar el complejo problema de la misión eclesial de la vida religiosa sin dicho contexto teológico.

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Más difícil todavía es la explicación de las misiones de cada uno de los Institutos religiosos. Misiones concretas y diferencia­das, que hay que acentuar como tales, desde una configuración de cada Instituto por la que su vida toda forma una unidad plena y una unidad diferenciada.

En esta configuración integrada de su consagración-misión-acción —cuyo punto de partida es el carisma— cada Instituto, y cada religioso, se verá obligado a una selectividad de opciones, de acciones, de actitudes, para eliminar cuanto no esté conforme a su peculiar carisma, sabiendo qué opciones, acciones y actitudes no son de suyo intercambiables.

Para mejor comprender ahora la temática, vamos a ir desdo­blándola en una serie de conclusiones, con la debida iluminación de las mismas.

1. Todo Instituto religioso tiene una consagración-misión-acción propia.

La conclusión pudiera parecer evidente, sin más. Pero ni lo ha sido, ni lo es, de hecho, por una serie de factores y hasta de concepciones del hombre y de la gracia, que configuraron siglos de historia y la siguen configurando. Veámoslo en un ejemplo-bien concreto.

En el binomio misión-acción, en primer lugar, la acción se ha interpretado como equivalente de «actividades» y «obras»; y és­tas, a su vez, se tradujeron por «apostolado» o «actividades apos­tólicas». Bajo este aspecto, es ya claro que se les ha negado la misión-acción a los contemplativos —ellos y ellas— e incluso a los monjes. A los mismos no contemplativos, aun permitiéndoles o encomendándoles «actividades» u «obras», se les recordará que ni siquiera para ellos tales acciones u obras constituyen su vida; su vida consagrada se edifica fuera y más allá de dichas obras.

Dicha exclusión iba, por lo demás, implícita en la teoría sobre la «vida contemplativa», «vida activa» y «vida mixta». Exclu­sión, que venía, a su vez, presupuesta por una antropología de tipo estático-esencialista, como la aristotélica, o de tipo dualista, como la platónica, con posibilidad de acciones de sólo el espí­ritu —que son las que valen— y acciones de] espíritu en el cuer­po, que simplemente habría que soportar.

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Al mismo resultado había de llevar toda una antropología en la que la corporeidad no sea una mediación metafísica: esa precisa mediación que hace al hombre ser histórico, hasta el punto de que ni el tiempo ni el espacio son para él cárceles ni ámbitos simplemente externos, sino dimensiones esenciales y existenciales de su mismo despliegue vital, que le hacen «ir siendo» e «ir ha­ciéndose» históricamente.

Toda antropología ahistórica —como lo fue la griega y, en buena medida, la escolástica— tenía que llevar a una valoración del nombre sólo desde sus supuestas acciones «espirituales» con­templativas, creando una dicotomía entre ellas y las demás accio­nes del hombre perdido en el cuerpo6 .

Desde ámbitos ya más directamente teológicos, crearía dificul­tades para la integración de las «acciones» en la misión la supues­ta contraposición entre «ser plenamente para Dios» y «ser del mundo» o «ser en el mundo». Se dio por supuesto que el religio­so, sobre todo el contemplativo, es «sólo de Dios y para Dios» y «debe huir del mundo», olvidando que la corporeidad es me­diación metafísica del ser humano.

En el fondo, ha actuado siempre la dificultad de articular teológicamente lo «natural» y lo «sobrenatural». Prevaleció el di­lema: Dios o el hombre, Dios o el mundo. Por su consagración, el religioso optó por Dios; y, por consiguiente, renunció al hom­bre y huyó del mundo. Para lograr pleno valor teológico, se de­bía negar todo valor antropológico. La consagración y los votos son puro valor teológico; la vida del religioso debe mantenerse en pura dimensión teológica. Por eso, valen los actos que se re­fieran a Dios. Los que puedan referirse a los hombres, no tienen valor por sí. Podrán tenerlo indirectamente, si son hechos por amor de Dios. Pero si uno renuncia a ellos, mejor que mejor, ya que tales actos tienen siempre un carácter «dispersivo».

Pues bien, desde esos presupuestos antropológico-teológicos se ha negado y sigue negándose a los contemplativos verdaderas ac­ciones directas en la Iglesia y sobre los hombres, verdadero apos­tolado de edificación directa de la Iglesia desde su vida. Y he di-

6 De esta antropología se libró Santo Tomás de Aquino y alguno de sus discípulos, pero no los grandes comentaristas, que fueron quienes configu­raron su escuela durante siglos.

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cho intencionadamente «acciones directas». Porque de nada sirve que se quiera salvar la «utilidad» de los contemplativos por «vía indirecta» —en cuanto, con su oración, logran de Dios gracias abundantes para los otros—, mientras «directamente» se les con­sidere inútiles para los hombres7 .

Desde la complejidad de los supuestos antropológicos, teoló­gicos y espirituales que preceden, a todos los contemplativos e in­cluso a todos los monjes se les reconoce la consagración y una mi­sión indirecta; pero se les niega la misión apostólica directa y las acciones eclesiales con las que directamente estarían edificando la Iglesia en sus hermanos 8.

Pero, frente a estos presupuestos ideológicos, ¿qué nos dirían la historia y la vida de esos Institutos, leídas en profundidad? Dirían que las Ordenes monásticas —superados en su vida aque­llos presupuestos ideológicos— han sido apostólicas, hasta el pun­to de haber sido determinantes con su acción de la recristianiza­ción de Europa, por la conversión de los pueblos bárbaros; ade­más de otras múltiples acciones cumplidas en todos los siglos e incluso hoy.

Una lectura de la vida y de la historia, en profundidad, y no a la simple luz de unos esquemas más o menos arbitrarios, nos diría cómo la totalidad de su vida monástica, en todas las formas en que ha sido vivida desde Pacomio hasta hoy, es un servicio directo, son unas acciones directas con las que están edificando la Iglesia entre los hombres, con el don del Espíritu que recibieron y al que siguen sirviendo. Siendo una vida consagrada a Dios, es­tán siendo en todo momento enviados a sus hermanos los hom­bres, para edificar entre ellos, para ellos y con ellos, esta Iglesia que crece hacia la plenitud que Cristo le asignó. Y lo hacen con

7 ¿Por qué, si no, tantos cristianos, incluso tantos obispos, y hasta en cierto sentido la Curia Romana, se han preocupado de encomendar a con­templativos y contemplativas que asuman «alguna obra útil», compatible con su vida «fundamentalmente inútil»?

8 Cuando el nuevo esquema de cánones para los Institutos de vida con­sagrada tipificó dichos Institutos en monásticos y apostólicos —o sea, apos­tólicos y no apostólicos—, los Abades Generales protestaron por el presu­puesto de la tipificación, precisamente porque no englobaba unitariamente el todo de la consagración-misión-acción, que modelan íntegra y diferencia-damente a cada Instituto. El esquema les concedía la limosna de poder mantener algunas «obras» apostólicas, que no fueran incompatibles con su condición monástica.

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la totalidad de su vida y acciones, y no sólo por algunas «obras» suplementarias.

Y no sólo ayer. También hoy. ¿O es que los hombres de hoy, la Iglesia que hay que edificar entre ellos hoy, no necesitan de la misión y de las acciones todas de nuevos Eremitas, de contem­plativos y de monjes, en plenitud y pureza de vida monástica? ¿Es que no lo necesitan para seguir siendo hombres en creciente-humanidad y humanización, en progresiva realización plena de su destino humano en Cristo?

El monacato mismo no es, pues, sólo un vivir para Dios, el único necesario —consagración—; es también y a la vez una mi­sión eclesial, servida en unas acciones, o mejor, en las acciones to­das de su vida monástica. Aquí consagración-misión-acción forman un todo unitario. En la profesión monástica no intervienen distin­ciones que sólo surgieron más tarde, para mal. Y la profesión monástica —en sus formas más simples y arcaicas o en las más ricas— lo incluía todo en una unidad indisoluble. No importan las infiltraciones ideológicas que procedieron de filosofías, actitu­des, concepciones del mundo y del hombre no precisamente cris­tianas.

2. En cada Instituto religioso su consagración-misión-acción for­ma una unidad, sin separaciones ni divisiones, ni siquiera dis­tinciones más allá de un valor simplemente lógico.

Dicha trilogía constituye el carisma propio. Es una donación de gracia al fundador y a cuantos sean llamados a vivir su carisma. Realidad vital de orden trascendente, el carisma no es pensable más que como unidad de gracia, por más que nuestro instinto analítico e incluso nuestro proceso intelectivo racional nos arras­tre a distinguir para entender, cuando tantas veces distinguir es incapacitar un entender en profundidad. Se pueden usar distin­ciones a la hora de describir lo que no es fácilmente definible —o es indefinible, por inefable—; pero durante el proceso de descripción, y al llegar al final de la misma, debemos tener buen cuidado de retornarlo todo a la unidad.

Este peculiar don que vivimos como recibido—el carisma— transcurre todo él bajo la acción de la gracia dada; y es, a la vez, acción vital nuestra en la que nos comprometemos existencial-

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mente por entero. Como ya indicamos, en esa donación de gracia, que define al carisma, se contiene una peculiar manera de ser para Dios por entero —verdadera consagración—; pero se incluye, igualmente, un vivir dicha donación, asumida vitalmente, para edi­ficar de una manera particular la Iglesia —verdadera misión—, sin dejar de ser consagración; y dicho ser para Dios, en edificación •de Iglesia, tiene que expresarse y vivirse en unas concretas ac­ciones •—es acción—, por voluntad del mismo Espíritu Santo.

Desde el carisma, carecería de sentido pensar en unas acciones por las que somos para Dios y en otras distintas por las que cum­plimos la misión encomendada. La posible dicotomía no sería fru­to más que de nuestra falta de fidelidad. Pero en este caso frus­tramos el don, tanto en relación con Dios como en relación con los hombres. Aparentemente, seguiremos realizando las mismas obras; pero en el fondo las acciones son ya distintas.

Salvar esta unidad original del carisma en cada Instituto su­pone en sus miembros un gran esfuerzo por asimilar existencial-mente dicho carisma; un esfuerzo por ser ellos mismos, viviendo y manteniendo la propia identidad. Supone para los otros —par­ticularmente para la Iglesia jerárquica y para los teólogos— un •escrupuloso respeto de dicha identidad. Decimos, en primer lugar, para la jerarquía, porque no es ella la que crea los carismas, ya que su única competencia es discernirlos y ofrecerles el marco den­tro del cual puedan desplegarse tal como nacieron del Espíritu. Y decimos, también, para los teólogos, porque han de ser cons­cientes de que una teología de la vida religiosa sólo será autén­tica si tiene permanentemente en cuenta que todos los elementos que vaya describiendo como esenciales a la misma se realizan di-frenciados en cada Instituto, en fuerza de la originalidad de su carisma. No sería exacto pensar que hay elementos comunes: se­guimiento de Cristo, consagración y votos, que se encuentran de manera idéntica en todos, y elementos diferenciales de cada una úe las formas de vida religiosa y de cada Instituto. Todo aparece •diferenciado y como personalizado por cada Instituto 9. Todo es,

9 Por estructura filosófica y teológica —recibida del maestro Tomás de Aquino y de su discípulo, Domingo Báñez— nunca he pensado en cate­gorías de géneros comunes y el comunísimo supergénero «ente», y diferen­cias específicas. No importa que se diga que el «ente» no es género ni supergénero; se dice que no lo es, pero se le trata como tal. Desde la «analogía de atribución intrínseca» del esse existencial, en filosofía, y desde la misma analogía, en la gracia y en la fe, donde la unidad vital se paten-

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en las diferentes formas de vida religiosa, verdadero seguimiento de Cristo, verdadera consagración, verdadera profesión, verdadera misión eclesial, siendo diferentes existencialmente como segui­miento, consagración, profesión, misión y aun acción. Tan verda­dera y diferente es la consagración como la misión y la acción en que es vivida.

3. La peculiar consagración-misión-acción de cada Instituto es-abrazada por el religioso totalmente en su profesión. Esta lo integra todo unitaria y diferenciadamente.

El anteriormente aludido texto de la Renovationis Causam refleja toda una concepción generalizada entre los teólogos. Da a la consagración un ámbito, del que quedan excluidas la misión y las acciones con que se vive dicha misión. Aunque después, por vía indirecta, la consagración «pueda y aun deba contribuir a que quien se ha obligado a esas obras se dedique con más empeño al apostolado». Pero «dichas obras o acciones no entran como fin primario de la profesión religiosa».

Se dice, sí, en el mismo párrafo que el religioso, consagrado a Cristo, se consagra al mismo tiempo al servicio de la Iglesia. Pero sabemos bien que, dentro de ese contexto, tal servicio a la Iglesia —como misión y acción del religioso— no entra primaria­mente en la profesión. No sería traicionar ni las palabras ni eí sentido del Documento traducir lo que en él se llama fin «no primario» por algo que sólo entra secundariamente en la pro­fesión.

El problema no dejada de dar lugar a múltiples consecuencias de índole doctrinal, de carácter formativo, y que afectan al senti­do mismo de la acción apostólica. Una formulación, que puede parecer un poco agresiva, pero que creo iluminadora, podía ser ésta: la profesión que hace un religioso en su Instituto, ¿abarca en unidad plena y con idéntica categoría tanto la consagración a Dios como la misión del Instituto y la acción en que se cumple dicha misión?

tiza en las diferencias, creo que todo adquiere un sentido más realista, salvándose la unidad y las diferencias. Esta es la analogía interna que ex­presa San Pablo en su doctrina de los carismas: múltiples son los carismas, en un solo Espíritu; diferentes son los dones, en un mismo donante, y para común edificación, desde los dones diferentes.

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La respuesta me parece demasiado clara para no ser afirma­tiva. A mi modo de ver, la profesión de ese religioso es una con­sagración, que comporta unitariamente una misión, a cumplir en unas acciones concretas de edificación dadas por el fundador. O, si se prefiere, es una misión que conlleva una consagración o modo de ser para Dios, viviendo la consagración-misión en todas las acciones consonantes con la fidelidad al carisma del Espíritu.

Se podía todavía utilizar otra fórmula, que acaso centrara más claramente toda una serie de problemas bastante oscuros y oscu­recidos durante estos años: consagración a Dios y consagración a la Iglesia, ¿son existencialmente, a nivel de gracia, una misma cosa indivisible e inseparable? Me parece que así es, efectivamen­te, desde distintos ángulos de vista:

— psicológicamente, creo que la gran mayoría de cuantos pro­fesan en un Instituto religioso así viven ese momento que decide de toda su vida;

— históricamente, así ha sido entendida y vivida la «profes-sio» desde los más remotos orígenes del monacato;

— teológicamente, no veo ninguna dificultad para esa uni­dad, mientras que veo muchas para lo contrario;

— pedagógica y formativamente, creo que sólo desde esa uni­dad pueden ser formados debidamente los novicios y los vinculados en su proyección a su compromiso definitivo;

i — vitalmente, creo que sólo desde esa perspectiva pueden mantener y afianzar cada día más su identidad los ya pro­fesos.

Puede estar aquí la solución a un problema que existe por to­das partes, inconfesado, y que se hizo polémica viva en cierto momento 10.

Una consagración que no sea intrínsecamente misión quedaría en un nivel espiritualista, deshumanizado, desencarnado, eclesial y misionalmente neutro. Como una misión sin carisma quedaría reducida a funcionarismo, activismo, eclesial y carismáticamente neutro. Con todas las consecuencias que cualquiera de las sohp

10 Aludimos en otro lugar a esta polémica entre Andrea Boni y Paolo Molinari. Cf nota 15 del capítulo sobre la Consagración.

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ciones supone para toda la formación, el compromiso de la pro­fesión, la vivencia de la vida consagrada y el talante vital de la misión.

¿Qué dificultad teológica puede haber para que consagración-misión-acción /ormen unidad? Dentro de la analogía de fe, podría servir de ejemplo la realidad del matrimonio cristiano, en el que, según la terminología corriente, el contrato es sacramento y el sacramento es contrato. Dejemos la palabra «contrato» y cambié­mosla por palabras conciliares: la mutua donación plena de perso­na a persona es sacramento y el sacramento es en ellos donación plena de persona a persona. Si es sacramento, entra en el orden o nivel consecratorio; si es donación interpersonal plena, es misión y acciones de mutua donación.

Tampoco en el ámbito sacerdotal encontramos dificultad en unir consagración y misión. ¿Por qué en la profesión religiosa sí?

4. Cada Instituto debe configurar unitariamente su consagración-misión-acción, salvando así su identidad; debe vivir ésta go­zosamente, perfeccionando cada día su pertenencia.

Si cada Instituto tiene su propio don en la Iglesia, por el que es de Dios en Cristo de una manera y por el que cumple su pro­pia misión dentro de la misma Iglesia, es lógico que deba configu­rar interna y externamente toda su vida según su consagración-mi­sión.

La afirmación del Concilio sobre los Institutos apostólicos vale íntegramente para todos los demás, puesto que todos tienen una auténtica misión eclesial directa. Si el Concilio hizo especial refe­rencia a los Institutos apostólicos, fue porque en ellos había ma­yor peligro de desintegrar su misión, viviendo, sintiendo y actuan­do como cualquier laico o sacerdote. Con lo que no sólo se resen­tiría su vida religiosa, sino que perdería valor su misión, puesto •que todo debe formar una unidad original.

Se ha abusado no poco, en muchos libros sobre vida religiosa, de una falsa distinción entre el SER y el HACER, según la cual lo primario y fundamental es el SER; el HACER sería una con­secuencia. Al fondo de esta poco afortunada distinción —por bue­nas que sean las intenciones de quienes la usan— late un dualis-

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mo ya denunciado: en el orden antropológico, en el teológico y en la teología de la vida religiosa.

En todo Instituto y en cada uno de ellos, su ser es su hacer y su hacer es su ser. Y sólo su hacer salva su ser y no otros hace-res. Y sólo su ser, su peculiar ser para Dios, salva su hacer, por­que da sentido a su misión desde dentro de ella misma.

Sospecho que la falsa distinción ha sido introducida por la razón nada convincente que aduce la Renovationis Causam, a sa­ber, que las mismas acciones (¿ ?) que hacen los religiosos de los Institutos apostólicos pueden ser y son hechas por los no religio­sos. Sería algo así como distinguir sacramento y matrimonio cris­tiano, porque lo que hacen los esposos cristianos como esposos, también lo hacen los esposos no cristianos. Pero ¿es cierto que en un caso y en otro se trata de las mismas acciones? En ese su­puesto, la razón de la Renovationis Causam valdría igualmente para los Institutos contemplativos y/o monásticos, porque las mismas acciones son hechas por los monjes budistas, pongo por caso. ¿Se trata realmente de las mismas acciones? Existencial y teológicamente, no son acciones idénticas, sino diferentes; se tra­ta de misiones eclesiales diferentes.

O ¿es que los contemplativos y monjes simplemente son y no hacen, mientras los «apostólicos» por una parte son y por otra hacen? Tampoco sería exacto afirmar que los contemplativos se ocupan sólo de las cosas de Dios, mientras que los activos se ocu­pan de las cosas de Dios o intereses del Padre, como Cristo; se ocupan de las cosas de la Iglesia, edificándola cada cual con su don, que abarca todo su vivir activo y directo. El contemplativo no edifica la Iglesia únicamente por la vía indirecta de una oración a Dios, que alcanza de El gracia para los otros «apóstoles» y para los demás hombres. Y los «activos» no se ocupan de las cosas de los hombres y además de las cosas de Dios. Misión eclesial autén­tica cumplen y sirven los contemplativos con la totalidad indivisa de su vida y los apostólicos con la totalidad indivisa de la suya.

Llegados a este punto, deberíamos hacer una descripción, al menos sumaria, de los diferentes Institutos, para ver cómo se cum­ple en cada uno la peculiaridad de su consagracíón-misión-acción. Lo cual supondría una teología más bien analítica de las formas de vida religiosa. Lo único que ahora cabe es dar un marco refe-rencial mínimo, dentro de cual situar las diferentes misiones de

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los Institutos religiosos en la Iglesia. Por necesidad habrá de ser un marco reduccionista, agrupando de manera convencional Insti­tutos que de suyo escapan a agrupaciones convencionales, porque cada uno es diferente. Sólo dentro de sus límites será, pues, útil esta agrupación.

6. Aplicaciones concretas

a) Misión eclesial de los contemplativos. Se podría formular una primera pregunta: ¿cómo edifican la Iglesia, entre los hom­bres de hoy, los contemplativos? O una segunda pregunta, acaso más comprometida: ¿qué hacen para los hombres de hoy los con­templativos?

Las respuestas pueden ser varias:

— El hombre banal probablemente diría: nada; están de so­bra. Pero la misma banalidad del hombre utilitario está gritando la necesidad de otra respuesta, no sólo cristiana, sino también humana.

— La humen Gentium habla del «deber de trabajar según sus fuerzas y según la forma de su propia vocación, sea con la oración, sea con...» (LG 44). Parecería que los contemplativos edifican la Iglesia orando. Es verdad, pero es menos de media verdad, con la que queda bastante oscura la misión de los mismos. Algo más explícito fue el Perfectae caritatis, al decir de ellos que «ofrecen a Dios un eximio sacrificio de alabanza, ilustran al pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostóli­ca» (PC 7). Pero dependerá de lo que se entienda por «mover...» y lo de la «misteriosa fecundidad...», porque acaso la hagamos demasiado misteriosa, y aun dando por supuesto que toda fecundidad apostólica es misteriosa. Con todo, ya es bastante que se les reconozca una fecun­didad apostólica, aunque misteriosa. Equivale a reconocer­les una misión eclesial.

Explicitando el contenido de su ejemplo y su fecundidad apos­tólica, se puede decir que los contemplativos ofrecen, con su vida

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total, una serie de valores de los que están sumamente necesitados nuestro mundo y los hombres de hoy, a saber, los valores:

— del silencio, la quietud, la interioridad; — de una capacidad para la admiración y contemplación del

mundo; — de un llegar hasta el fin y descubrir ese fin, iluminado

por quien le da pleno sentido, Dios: el Dios de la reve­lación, enseñando los caminos para comunicarse y llegar hasta el Dios cristiano.

Estos son los valores ofrecidos en la Iglesia a los hombres por los contemplativos. Se captarán con mayor o menor profun­didad, de manera inmediata, en grados sucesivos. O no se capta­rán, mientras los hombres sigan perdidos en su banalidad «utili­taria» inútil. Pero ahí están ofrecidos por la misión de los con­templativos.

No queramos sacarles de su misión para que hagan algo útil, pues la única tarea de edificación necesario es la que ellos hacen con las acciones todas de su vida n . Para cumplir su misión ecle­sial —no separada ni separable de su consagración— les basta y les es necesario ser lo que son con autenticidad, que tampoco es separable del hacer lo que hacen con autenticidad. Hacer otras co­sas será perder tiempo y no ser fieles a su misión-consagración.

b) Misión eclesial de la vida monástica. Hablo por separado de ella porque no coincide necesariamente con la vida contempla­tiva a la que acabo de referirme. Y no es fácil sintetizar la misión de la vida monástica, dada su complejidad en la historia y en sus formas, en Oriente y en Occidente. Diversidad que existe tam­bién hoy y debe ser respetada. Lo que puede decirse ahora es sólo aproximativo.

Pero una cosa es cierta —e interesa resaltarla—: la vida mo­nástica cumple una misión eclesial insustituible y no intercambia­ble, ofreciendo a los hombres en la Iglesia una serie de valores humanos y cristianos de los que el mundo de hoy tiene una par-

11 Cada vez son más los cristianos —aun los hombres de buena volun­tad sin más— que pasan períodos más o menos cortos o largos en el am­biente de estos monasterios, como una respuesta confirmatoria de aquella misión.

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ticular necesidad: algunos ofrecen afinidad con los valores indi­cados al hablar de los contemplativos; otros son valores propios del monacato:

: —- El «ora et labora» benedictino, como un valor que pro­yecta una concreta óptica sobre el hombre, el mundo y Dios.

—- Misión que no se agota, pero sí comprende cuanto el mo­nacato hizo para recristianizar la Europa de los pueblos bárbaros; para enseñar a colonizar amplias zonas; para transmitir en sus códices arte y cultura; para configurar un estilo de la Europa de la que, por algo, es patrono San Benito.

..... — La oración, la austeridad, el trabajo del trapense, no en su ,;.' ., materialidad, sino en la óptica de su estilo, como un va­

lor para nuestro tiempo del trabajo materializado.

— La vida como tensión, como espera, como horizonte de esperanza en que encuadrar nuestros afanes de cada día. La vida aquí y ahora, pero firme en lo trascendente.

Tampoco se les pidan otras cosas, porque dejarían de hacer las suyas, y nada válido edificarían. El carisma monástico unifica su consagración-misión dentro de su monasticidad.

c) Misión eclesial de los Mendicantes. Francisco de Asís —y lo mismo valdría en su tanto para los demás mendicantes— recibe un carisma en la Iglesia, con que el Espíritu ofrece por su medio a los hombres:

— un nuevo peculiar ser para Dios; — la «minoridad»; la Porciúncula y sus conventillos;

..-— el peregrinar mendigando, predicando el Evangelio; — contemplar con ojos nuevos la naturaleza, que alaba al Se­

ñor en la que el Señor es bendecido; , — la franciscanidad, que ha hecho por Europa y por el mun-

' '".' do en la Iglesia no menos de lo que hiciera Benito.

Quien profesa la Regla de Francisco o con Francisco, la pro­fesa toda y lo profesa todo franciscanamente: su peculiar ser para Dios, su misión, expresada en vida franciscana. ¿También en Fran­cisco hubieran sus obras podido ser hechas sin Francisco? ¿No forma todo una unidad identificada e identificadora?

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d) Misión eclesial de los Institutos modernos. Sé que es ex­cesivo querer agrupar aquí la gran variedad de Institutos religio­sos, modernos y nada modernos, que vienen a ser lo que el Con­cilio llama Institutos dedicados a la acción apostólica n. ¿Cómo lograr que los Institutos llamados apostólicos vivan su misión como parte integrante de su naturaleza religiosa? No vamos a re­petir ahora ideas sobre el carisma y la misión que implica. Aun­que sí convendrá recordar que misión no se identifica, sin más, con obras apostólicas, sino que supone una configuración de gra­cia, proyectada hacia una peculiar edificación, desde la cual se verifica una selectividad de obras —y una eliminación de muchas otras— y un particular talante ante las mismas actividades adop­tadas.

No pudiendo aquí ofrecer cuatro o seis ejemplos, tomados de otros tantos Institutos, permítanme los lectores describir el carisma-misión del propio Instituto como un modelo de lo que se debería hacer en cada uno de los demás Institutos, según sus respectivas variantes 13.

San Antonio María Claret recibe un particular don de gracia, por el que queda:

— configurado con Cristo Hijo t - ENVIADO A EVANGE­LIZAR A LOS POBRES;

— con el profundo y peculiar sentido filial al Padre • -* PARA ANUNCIARLE COMO PADRE, PARA QUE SEA CO­NOCIDO Y AMADO;

— con un vivo sentido filial a María t _ PARA SER FOR-

12 Ya hemos dicho cómo afirmar que su acción pertenece a la natura­leza de su vida religiosa puede suponer muy poco, si tal pertenencia es secundaria. Formar a los religiosos novicios (cf Renovationis Causam, 15) con ese reducido criterio es una formación muy pobre. Porque de lo que se trata es de formar para esa misión que dará sentido a las actividades con las que se edificará la Iglesia según el propio carisma. Y formar para la misión es más que ejercitarse en determinadas actividades. Es más rico y más complejo, pues supone vivir misionalmente todo el proceso forma-tivo en todos sus aspectos.

13 A fin de expresar gráficamente la integración de ser para Dios y de misión apostólica, pondré en letra normal la primera parte de cada apar­tado, y en letra mayúscula la segunda, referente a la misión; intercalando entre ambas una doble flecha —vertical ascendente y horizontal— para expresar el doble movimiento hacia Dios y hacia los hombres.

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MADO POR ELLA Y ENVIADO POR ELLA A LOS HOMBRES SUS HIJOS EN QUIENES ELLA ACTÚA;

— en un estilo de vida evangélica como Jesús:

• pobre, sin más riquezas que los bienes del Padre t_„ PA­RA ANUNCIAR A LOS HOMBRES LOS BIENES QUE DAN SENTIDO A TODOS LOS OTROS BIE­NES;

• virgen, en amor urgente a todos o caridad *-»• QUE SE HACE CELO, EL CELO MISIONERO DE CLARET;

• obediente, como Cristo, al Padre U EN OBEDIEN­CIA MISIONAL DE ENVIADO POR LA IGLESIA: EL PAPA Y LOS OBISPOS;

— en fe y amor a la Palabra, escuchada, asimilada *-> PARA QUE DICHA PALABRA LE HAGA PROFETA, APÓS­TOL, TESTIGO, MÁRTIR;

— en comunidad, como la de Jesús con sus apóstoles, *-*• PA­RA SER ENVIADOS A EVANGELIZAR, COMO CO­MUNIDAD PARA LA MISIÓN.

Explicitando los elementos de misión, incluidos en cada cláu­sula, se debería decir, desde un sentido claro de misión claretiana, inseparable de su concreta manera de ser y vivir para Dios:

— Claret se siente enviado como Jesús a evangelizar, — a la manera como lo hizo El y con sus apóstoles, a quie­

nes envió a predicar el Evangelio: — ministerio ejercido por el sacerdocio profético de los Sacer­

dotes y por el servicio al Evangelio de los Hermanos Coad­jutores;

— enviado por la Iglesia, como la Iglesia es enviada por Je­sús, y Jesús por el Padre: enviado por el Papa y los Obis­pos, con un particular sentido claretiano en esta fidelidad al mandato o misión de los Obispos;

— enviado al servicio de la palabra evangélica: predicada o escrita, a ejemplo de Pablo en su predicación y cartas;

— enviado a evangelizar a los pobres: de cualquier parte del mundo; desde cualquiera profunda pobreza;

— por todos los medios de evangelizar y anunciar esa pa­labra;

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— respondiendo a la edificación concreta que necesita cada Iglesia; dejándola cuando ya esté evangelizada;

— sin atarse a estructuras permanentes que impidan la liber­tad para seguir evangelizando;

— potenciando, sobre todo, agentes de evangelización, que multipliquen la acción evangelizadora.

Se trataba solamente de un ejemplo, que puede iluminar. Cuando los Capítulos Generales de cada Instituto aborden sus ta­reas, deben hacerlo desde una clarificación de su concreta misión, sin sacarla del conjunto del carisma, pues de otro modo perde­rían su identidad y su entidad. No basta pasar, sin más, al estu­dio de unas obras, que en cuanto tales pueden ser realizadas por otros sin la consagración que nace del estado religioso.

Hemos aludido, hace un momento, a la selectividad de obras desde el carisma. Realizada comprometidamente dicha selectivi­dad, impuesta por la misión, habrá que programar las obras pre­cisas y vivirlas desde el peculiar talante que impone la misión, configurada por todas las líneas del carisma, lo que supone una espiritualidad.

Ello obligará a cada Instituto a un análisis de su realidad actual, para ver si está viviendo desde la misión propia, o más bien desde cualquiera otra, o desde ninguna. Como obligará a un análisis de la realidad socio-político-religiosa, precisamente en 'tanto interpela a su concreta misión, y no a otras —a las que también interpela—, y a la cual realidad cada una deberá dar su respuesta.

Y desde el punto de vista de una formación para la misión, debe ser ésta la que configure un horizonte clarificado en la mis­ma pastoral vocacional del Instituto. Debe ser enseñada, vivida y ejercitada durante el noviciado; llevada a plenitud, en desarro­llo progresivo, durante los estudios filosófico-teológicos-pastora-les, y asumida en la profesión perpetua. Formación de vida para la misión, en todos los aspectos: evangélico, espiritual, científico-profesional, práctico, etc. Y formación de los miembros todos: aspirantes al sacerdocio, Hermanos, los ya insertos en las activi­dades del Instituto —formación permanente—, en la vida comu­nitaria, en la institución y estructura jurídica, de suerte que todo se encamine y encamine a todos hacia la misión.

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7. Misión e historia: la misión de la vida religiosa dentro de la historia. La misión hoy

El problema no es una pura curiosidad intelectual, sino que afecta muy profundamente al ser mismo de la Iglesia y a nuestros Institutos religiosos. Y es tanto más grave cuanto que nos afec­ta o nos ha afectado notablemente, sin caer siquiera en cuenta de ello. Al fin, la dimensión histórica del hombre, como constitutivo interno de su ser, es algo que sólo recientemente ha sido valo­rado. Otro tanto cabe decir de la dimensión histórica de la Iglesia.

Hoy tenemos una mayor conciencia de lo que implica la his­toricidad, a todo nivel, aun eclesial. Ya no sólo cuenta el pasado, sin el que, ciertamente, no hubiera sido posible el presente. Cuen­ta también, y aún más, el futuro, sin el que carecería de sentido el presente y el pasado. Cuenta el pasado y todo cuanto tenga sentido de tradición, que se continúa y se transmite. Pero cuenta en mayor medida aún el presente en el que vivimos y nos hace­mos y el futuro desde el que configuramos nuestro presente para lograr ese futuro de la esperanza.

Hoy es también ya una realidad la visión de la Iglesia desde la perspectiva escatológica, en la que el futuro, al que va impul­sada y empujada desde Cristo, es determinante del presente. El tiempo de la Iglesia, que va de Pentecostés —e incluso del Cal­vario, con la «teología de la cruz» y de la resurrección— hasta la Parusía, sitúa a la Iglesia en la dimensión de irse haciendo y edi­ficando en cada aquí y ahora humanos, no siéndole indiferente ningún elemento que afecte a ese aquí y ahora humanos y cam­biantes.

Qué suponga ese sucesivo aquí y ahora humano es algo su­mamente complejo, que abarca la realidad concreta de cada hom­bre, de cada época, de cada cultura y realidad político-social-cul-tural-económica. Pues se trata de edificar la Iglesia que crece en cada época, en cada pueblo, en cada hombre. Todo esto supone un proceso continuado de encarnación, de inculturación necesaria, pero teniendo que seguir siendo Iglesia: la Iglesia de Cristo que se edifica desde El y hacia El.

Todo ello incide necesariamente sobre la visión de la vida re­ligiosa y más en concreto sobre la visión de la misión de la vida religiosa, en general, y sobre la visión de la misión de cada Ins-

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tituto, aquí y ahora. Carisma e historia; carisma y hoy del caris­ma: una coordenada variable —como lo es la historia— que in­cide necesariamente sobre la otra cooordenada; como el carisma del Espíritu —dado para edificar la Iglesia en el tiempo— incide sobre la edificación concreta aquí y ahora.

El carisma de Francisco de Asís se encuentra con la coorde­nada temporal del hombre, de la Iglesia, en su tiempo. Pero el carisma franciscano se sigue encontrando con la coordenada de nuevos hombres, de sociedades nuevas, de Iglesia nueva en el si­glo xv y en el siglo xx. Esta coordenada de la historia es lo que se ha llamado en nuestros días «signos de los tiempos», no sé si entendiendo bien lo que se dice. Nuestro tiempo, en tanto coor­denada del carisma, obliga a éste a una renovación dinámica, que no se logra sólo por vía de tradición ni de fidelidad al pasado como pasado. Ni sólo, ni primariamente. El hoy —humano, cul­tural, social, político, económico, creativo, es decir, humano inte­gral— no es únicamente un campo sobre el que se trabaja con el mismo arado de siempre. El hoy —-humano total— es la Iglesia que hay que edifivar en estos hombres y con estos hombres. Sólo así se es fiel a una misión de edificación en el tiempo.

Incluso el hoy —lo humano de carne y hueso hoy— no es monolítico ni igual en todas partes. El hoy de América Latina, o de África, o de Asia, o de Europa, lo es de manera diferente; y presenta su desafío y llamada de edificación a la misión de cada Instituto como una edificación diferente.

Un franciscano debe ser fiel al carisma-misión de Francisco de Asís siendo cada día más franciscano; pero debe serlo siendo a la vez más africano en África, etc. Pretender uniformar la mi­sión eclesial franciscana, es impedirla ser misión de edificación, donde la Iglesia tiene que ser edificada y según necesita serlo.

Pero, a su vez, no se puede edificar en franciscano la Iglesia de África, etc., sin una plena fidelidad a Francisco. Deberán ser, por tanto, más franciscanos cada día en América, más francisca­nos en...

Con ello entra en juego el problema, no siempre bien enten­dido ni resuelto, de la unidad y la pluralidad. Generalmente, nos hemos preocupado de dicho problema a nivel casero, de conviven­cia entre ideologías diversas, edades diferentes, etc. Pero el gran

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problema de la unidad carismática y la diversidad impuesta por la coordenada histórica se nos ha escapado, acaso por estar car­gado de dificultades y de consecuencias nada cómodas.

¿Qué hará un Capítulo General cuando quiera plantearse se­riamente su misión hoy, dando al hoy todo su contenido de his­toria, que hay que hacer, y de Iglesia, que hay que edificar como necesita ser edificada en cada tiempo y lugar? Si pretende ser fiel a la misión, guiándose sólo por el pasado, la frustrará hoy y la hará estéril. Sí pretende ser fiel al hoy, pero no desde la misión edificadora en el Espíritu por el carisma, edificará cualquier cosa en nuestro mundo, pero no hará Iglesia.

La fidelidad al hoy lleva a abandonos del supuesto ayer del carisma. Y la fidelidad al carisma del ayer lleva al abandono de la misión de edificar la Iglesia hoy con el carisma. Lo uno y lo otro se da con demasiada frecuencia. La que sale perdiendo es la misión, que resulta «misión no cumplida» en los dos casos.

A veces, la traicionan la Institución, los Capítulos Generales, los superiores generales, vueltos hacia un carisma del pasado sin historia. A veces, la traicionan los individuos, las casas y las Pro­vincias, por una exclusiva vuelta a su hoy, a su entorno, sobre el que no actúan desde el carisma, al dejarse actuar por el entorno. Son fagocitados por un entorno al que no han llevado ninguna misión, sino del que ellos han tomado una pseudomisión: ciertos americanismos, africanismos, europeísmos.

No es tampoco fácil integrar, indisolublemente, carisma-misión y coordenada espacio-temporal-histórico-humana. Pero no es en manera ninguna imposible. Hace falta mucha fidelidad al Espíritu y a sus carismas, que trascienden el tiempo integrándose en el tiempo. Hace falta fidelidad al ayer, al hoy y al mañana, articu­lados indisolublemente en la Promesa cumplida que es Cristo y en la Promesa cumpliéndose que es la Iglesia y cada carisma dentro de ella.

¿Cómo cumplir la misión hoy un Instituto en cada parte del mundo donde actúa? No es posible responder aquí. Deberá de­cirlo cada Instituto, según las orientaciones que acabamos de dar.

Tampoco ignoro que la fuerte incidencia de la coordenada espacio-temporal sobre el carisma-misión crea problemas serios,

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particularmente en los Institutos apostólicos, en los que su uni­versalidad debe mantenerlos, de alguna manera, desencarnados y decididamente disponibles para otras encarnaciones. Pero cuando se vive profundamente el carisma-misión del Instituto, dicha au­tenticidad de vida sabe salir al encuentro de nuevas situaciones espacio-temporales dentro de la misma coordenada. Nadie se en­carnó como Pablo y nadie fue más libre, para irse, y volverse a encarnar en situaciones nuevas.

Un franciscano deberá serlo en Europa, en... Pero en Europa deberá europeizarse, en África africanizarse... Y europeizado o africanizado, deberá estar dispuesto a asiatizarse, etc., si la edifi­cación de la Iglesia le exige el trasplante y la nueva encarnación. Sólo así cumplirá la misión franciscana hoy. Ni fácil, ni difícil, ni imposible. Desde luego, no cómodo ni para los individuos, ni para los Institutos. Pero necesario para ser fieles a la propia mi­sión

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CAPITULO XI

VIRGINIDAD EVANGÉLICA

A medida que se va penetrando en el estudio de la vida reli­giosa, la complejidad de los problemas se agranda. Lo que inicial-mente parecía solución definitiva se muestra más tarde como so­lución incompleta, y reclama replanteamientos más radicales, que no pueden abordarse a la ligera.

La virginidad sería uno de estos problemas. Y no es fácil en un breve capítulo afrontar su replanteamiento desde su radicali-dad. Pero intentaré condensar el análisis, los razonamientos y la solución prevista.

1. La dimensión signológica y escatológica de la vida religiosa

1. La doctrina del Concilio

El Concilio representó una luz potentísima sobre unos ojos poco acostumbrados a ella, lo que motivó un cierto deslumbra­miento acrítico. No estará de más resumir aquí los principales textos del Concilio, precisamente porque han pasado íntegros a la mayor parte de los Documentos nacidos de los Capítulos Gene­rales y a las Constituciones renovadas; tantas veces en trasplan­tes forzados, no del todo consonantes con el paisaje ni con la tie­rra en la que eran encuadrados 1.

1 Advirtiendo, además, cómo han aumentado las traducciones el original, ya de sí un tanto ponderativo, como puede apreciarse por una simple com­paración entre la versión —en este caso, española— y el original latino.

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«En la Constitución que lleva por título Lumen Gentium ha mostrado previamente el sacrosanto Concilio que la aspiración a la caridad perfecta por medio de los consejos evangélicos trae su origen de la doctrina y ejemplos del Divino Maestro y aparece como un signo clarísimo (praeclarum) del reino de los cielos» (PC 1 a).

«Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido considerada por la Iglesia en grandísima estima (in honore praecipuo), como signo y estímulo de la caridad y como ma­nantial extraordinario (peculiaris fons) de espiritual fecundidad» (LG 42 c).

«La profesión de los consejos evangélicos aparece como un sig­no que puede y debe atraer a todos los miembros de la Iglesia eficazmente a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana» (LG 44 c).

En este mismo número de la Lumen Gentium hay, además de la palabra signo, otras expresiones que bien pueden considerar­se sinónimas, a las que no siempre se ha prestado la debida aten­ción. Así, por ejemplo: «El estado religioso manifiesta mejor. . . ; da un testimonio de . . . ; preanuncia y representa perpetuamente en la Iglesia...; pone a la vista de todos. . . ; demuestra a la hu­manidad entera. . .» Expresiones enriquecedoras y que orientan el sentido del signo hacia un horizonte que podemos llamar escato-lógico, claramente explicitado ya bajo este aspecto en otros tex­tos conciliares:

«La castidad por amor del reino de los cielos que profesan los religiosos... es signo peculiar de los bienes celestes...» (PC 12).

«Ella... es signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad pastoral y fuente particular de fecundidad espiritual en el mun­do» (PO 16 a).

«Conviértanse (los presbíteros por el celibato) en signo vivo de aquel mundo futuro, que ya se hace presente por la fe y la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres maridos ni los maridos mujeres» (PO 16 b).

Los dos últimos textos hablan del celibato, pero se pueden-aplicar perfectamente a la virginidad religiosa.

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2. Entusiasmo ante esta doctrina

Indudablemente, la doctrina contenida en estos textos, y en otros complementarios, ha tenido un gran influjo en la estructu­ración de todo el pensamiento sobre la vida religiosa del poscon­cilio. Su visión influyó notablemente en el trabajo de los Capítu­los Generales de renovación. Incluso constituyó un punto de par­tida para toda la reflexión teológica, aunque haya habido dema­siada repetición de fórmulas y escasa crítica y profundización ver­daderamente teológica. Tal vez se explique este hecho por el en­tusiasmo inicial ante los nuevos horizontes, sin preocuparse de contrastar los logros aparentes con la realidad de una problemá­tica nueva y, además, cambiante2 .

En todo caso, no hay duda de que el Concilio abrió un am­plio horizonte para la inteligencia de la vida religiosa en lo más profundo de su ser, sobrepasando el panorama estrecho en que estábamos habituados a situarla, cuando la concebíamos, ante todo, en un sentido utilitario y funcional, juzgándola más por lo que hacía en la Iglesia que por lo que era.

Precisamente esta su dimensión de signo —y este ser signo de la realidad escatológica de la Iglesia— nos habla, ante todo, de lo que la vida religiosa es y debe ser como manifestación vital, como hecho «pneumático», «carismátíco». En la medida en que este hecho sea intensamente vivido, la vida religiosa será reno­vada.

3. Del contagio al sentido crítico

Hemos aludido a la nueva sensibilidad que, después del Con­cilio, recorriera todos los trabajos de renovación asumidos por los Capítulos Generales, aunque no siempre con suficiente sentido crítico ni suficiente profundización teológica.

En efecto, basta leer los trabajos del primer Capítulo General de renovación de los diversos Institutos para convencerse de cómo

2 De este entusiasmo participé yo mismo desde el primer contacto con los documentos conciliares y mi primer acercamiento a la teología de la vida religiosa. Expuse las líneas fundamentales de la doctrina conciliar en un trabajo para la II Semana de Pastoral litúrgica para religiosas de Madrid, cuyo título era Eucaristía, escatología y vida religiosa, en La Eucaristía en la vida de la religiosa, PPC, Madrid, 1971, 225 ss.

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las citas del Concilio se fueron insertando sin más en Documen­tos y Constituciones por el método de simple acumulación; en oca­siones, hasta un poco fuera de contexto. Por lo menos sin negar a integrarlos de manera creadora en el conjunto de una visión verdaderamente nueva en todo el sistema de la doctrina capitular.

En los segundos Capítulos de renovación ha habido, general­mente, más sentido crítico y se ha buscado una mayor profundi-2ación, así como una inserción de textos más coherente con su contexto.

Tampoco faltan Capítulos que, en su segunda etapa, han se­guido el mismo sistema de simple acumulación de textos conci­liares, como queriendo convencerse de que siguen en línea con­ciliar. Pero ahora la desarmonía entre citas conciliares y el con­junto de la doctrina o visión de esos Capítulos Generales es más manifiesta, más desazonadora y más inquietante para quienes de verdad buscan una verdadera renovación de fondo.

Con todo, no podemos quejarnos: la simple presencia de los textos conciliares ha servido para crear una nueva sensibilidad. Conceptos como «signo», «testimonio», dimensión «escatológi-ca», «tensión entre el ahora imperfecto y el futuro definitivo», etc., han obligado a cambiar muchas cosas.

4. Algunas visiones insuficientes

No es posible silenciarlo. En casi todos los primeros Capítu­los Generales de renovación hubo fallos de importancia, que no siempre se evitaron posteriormente en los segundos. No hacemos más que insinuarlos:

a) No se llegó a asimilar la totalidad de la doctrina conci­liar. Se trabajó casi únicamente sobre los textos específicos refe­rentes a la vida religiosa, insuficientes por sí solos para poder entender adecuadamente la misma vida religiosa.

b) Se pecó de angelismo irrealista.

c) Se monopolizaron verdades que eran patrimonio de toda la Iglesia, sin precisar el sentido que tenían o debían tener cuan­do se aplicaban a la vida religiosa3.

3 Por ejemplo: del hecho de que la vida religiosa fuera signo, se pasó a pensar que sólo ella lo es. Al expresar la dimensión escatológica de la vida

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d) Desde esta nueva configuración se llegó incluso a elabo­rar esquemas para una teología de la vida religiosa que yo llama­ría «trascendentalista», «antiantropológica», «irrealista», fluctuan-te, sin saber cuál es su verdadero ser y hacer en la Iglesia.

e) A la hora de concretar qué quiere decir signo, referido a la vida religiosa, lo que unos llaman signo es antisigno para otros, y viceversa; al querer concretar el sentido verdadero de lo significado, cuando eso se supertrascendentaliza, muchos se sien­ten incómodos e irrealizados, y hasta irrealizables, dentro de esa «huida» a un más allá alienante. Otros, al querer ser signo para los hombres de hoy y deseando ser entendidos, hablan un lengua­je que los otros ciertamente entienden, pero que no les dice nada nuevo, y que, por lo tanto, no necesitaban, y, desde luego, no es el que esperaban de nosotros.

5. Aplicaciones a la virginidad

Todo lo dicho, aplicable a la vida religiosa en su conjunto, es primariamente válido para la virginidad en su condición de signo y testimonio. Precisamente porque la virginidad ha recobra­do la primacía dentro del conjunto de la vida religiosa. A ella voy a referirme, de manera prevalente, ahora, intentando respon­der —a través de unas reflexiones teológicas críticas— a estas preguntas:

a) ¿Qué signo es la virginidad, o mejor, qué actitud huma­na o soporte humano hace a la virginidad signo?

b) ¿De qué es signo o qué es lo significado por ella?

c) ¿De quién o desde quién es signo?

d) ¿Para qué y para quiénes es signo?

Los cuatro aspectos serán englobados dentro de una exposi­ción unitaria, necesariamente muy concisa.

religiosa se creyó que lo es ella sola. De la afirmación de que la vida religiosa vive el espíritu de las bienaventuranzas se concluyó que, de hecho y práctica­mente, sólo ella lo vive. Y podrían multiplicarse los ejemplos.

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2. Reflexiones para una posible teología de la virginidad como signo escatológico

En los estudios posconciliares sobre la dimensión signológico-escatológica de la vida religiosa, y, más en concreto, de la virgi­nidad, se perfilan dos orientaciones bastante dispares. Una —que demuestra haber tenido gran acogida y que podría atribuirse a Rahner y a cuantos giran dentro de su órbita doctrinal— no deja de ofrecer serias dificultades, hasta llegar a ser un verdadero ca­llejón sin salida.

Otra podría atribuirse, sin mayor compromiso, a Schille-beeckx, aunque haya unos pocos autores que, sin depender de él, sostienen planteamientos afines, aunque, por desgracia, poco desarrollados todavía.

1. Reflexión teológica de Rahner

Sintetizaremos el pensamiento de Rahner, tal y como se re­fleja en sus dos trabajos más importantes sobre la vida religiosa: «Teología de la abnegación» o de la renuncia y «Sobre los conse­jos evangélicos», aparecidos respectivamente en 1954 y 1964, fe­chas que no carecen de importancia4.

Su teología de la abnegación influyó decisivamente en el pen­samiento que iba a guiar no pocas de las deliberaciones y resulta­dos del Concilio, a través del largo influjo del grupo centroeuropeo en el Concilio —Padres conciliares y teólogos consultores—. Bajo este aspecto, es indudable que la vida religiosa debe no poco a Rahner.

Su teología de los consejos evangélicos es posterior, al menos en su publicación, a la aprobación por el Concilio de la Constitu­ción sobre la Iglesia. Y, aunque la línea de su pensamiento sigue siendo fundamentalmente la misma del trabajo primero, encontra­mos en el segundo matizaciones de importancia, que bien pueden ser efecto del impacto que el Concilio hizo en Rahner 5. Pero me

4 RAHNER, Escritos de teología, III y VII, Madrid, 1961 y 1967. 5 En efecto, Rahner no duda en calificar de «acontecimiento asombroso»

el panorama de conjunto en que el Concilio sitúa la vida religiosa y las demás verdades sobre la llamada a la santidad y las distintas vocaciones en la Iglesia (RAHNER, Sobre los consejos evangélicos, 437).

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da la impresión —que bien puede ser simple apreciación perso­nal— de que el segundo estudio estaba redactado, o al menos pen­sado, antes, añadiéndole únicamente con posterioridad la introduc­ción —en la que hace referencia entusiasmada a la doctrina glo­bal de la Lumen Gentium— y algunas notas, en las que nos ofre­ce matizaciones tan importantes a su pensamiento anterior y al mismo expuesto en este trabajo, que hace pensar haber sido aña­didas posteriormente. Son de tal monta tales matizaciones, que bien hubiera valido la pena insertarlas en el texto mismo; pero esto hubiera, seguramente, obligado al autor a replantear buena parte de su pensamiento, ya que, más que matizaciones, son co­rrecciones.

2. Trascendentalismo teológico de Rahner

La teología de la vida religiosa, en Rahner, tiene un marcado carácter «trascendentalista». No sólo la teología de la vida religio­sa, sino todo su pensamiento teológico se resiente de esta carac­terística, lo que hace que no pocas veces se encuentre en verdade­ra dificultad para tocar tierra en la interpretación existencial de toda la vida cristiana. Comprendo que, para Rahner, que tantí­simas veces ha hecho teología hasta de las cosas aparentemente menos capaces de ser tomadas como «sujeto teológico», ha tenido que ser una verdadera cruz acercarse a ellas desde su permanente «trascendentalismo teológico».

Es necesaria otra precisión previa: aunque Rahner aborda la totalidad de la vida religiosa, sus planteamientos tienen un pecu­liar valor para la virginidad, porque, según sus palabras, «en el Nuevo Testamento el único consejo que aparece inmediatamente es la virginidad»6. Partiendo del contenido teológico de la vir­ginidad, cree «poder subsumir los tres consejos evangélicos en un solo concepto, como realizaciones de la existencia cristiana, que, en último término, tienen la misma naturaleza teológica 7. Por eso, a la virginidad referiré ahora todo su pensamiento sin traicionarle.

El punto de partida de toda la teología de Rahner —también de su teología de la vida religiosa— es «la gracia victoriosa de Dios, que irrumpe en Cristo, para llevar al mundo y al hombre

6 RAHNER, Sobre los consejos evangélicos, 452. 7 RAHNER, ib., 452.

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a su consumación»; gracia victoriosa que viene «de arriba» — d e aquí su «trascendencia»— y todo lo empuja «hacia arriba», de donde su «trascendencia escatológica».

Entre ese momento de «irrupción» y ese otro de «consuma­ción», corre el tiempo «cósmico» de la temporalidad de la Igle­sia, porque es «en el tiempo» donde la gracia labora el proceso de transformación que llevará a la victoria final, sometiéndolo todo a una tensión escatológica o de intimidad trascendente.

Dimensión trascendente-escatológica-trascendente, como un proceso desde Dios hasta Dios, y dimensión cósmica-intramundana-temporal son los dos momentos o polos de la existencia cristiana.

La concepción de Rahner sobre «los dos polos» de la misión de Cristo ha ejercido un inmenso influjo en numerosos teólogos.

Da la impresión de que Rahner ha contemplado estas dos di­mensiones de la acción de Cristo como un proceso «dialéctico», acaso de muy lejano influjo hegeliano. La que no aparece tan clara, dentro de un proceso dialéctico, es la consecución de una síntesis, nunca del todo lograda armónicamente.

Por dimensión «cósmica» entiende Rahner todo cuanto quede enmarcado dentro del ámbito de la creación y tenga valor y sen­tido intramundano, y lo tendría, de suyo, aunque Cristo no hu­biera venido, ni en El se hubiera manifestado la gracia triunfa­dora. Todo lo intramundano.

«Todo ser humano que persiste referido a lo que tiene sentido intramundano puede —configurado desde dentro por el amor di­vino— llegar a ser auténtica realización de éste. Pero... esta acción, precisamente porque, aun considerada intramundanamente, tiene un sentido, no puede ejercer una neta ¡unción representa­tiva, dentro del mundo, del carácter escatológica del amor, sino que más bien lo oculta» 8.

«Todo acto naturalmente bueno puede de jacto ser elevado por la gracia, e informado por el amor de Dios, puede ser una parte de la realización de este amor divino. Vero por el solo hecho de que el acto naturalmente bueno sea de hecho configurado por el

RAHNER, Teología de la abnegación, 62.

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amor divino, no se manifiesta ya este amor elevante y configuran­te en su trascendencia por encima de lo intramundano... Esta tras­cendencia no se hace visible en El, no es legible en El. Precisa­mente por ser un acto natural y moralmente bueno, tiene (en cuanto positivo) un sentido intramundano... Por eso, precisamente, es mudo respecto a otro orden superior y respecto al sentido y fines que trascienden las dimensiones humanas-» 9.

Los subrayados, naturalmente, son míos. Deben leerse con de­tención para captar todo su alcance. Cristo ha venido para salvar al hombre y salvar al mundo. El hombre es receptor de este Cris­to, hecho amor en él. Pero será necesariamente un amor oculto, ilegible en ninguna acción que tenga sentido humano. Por tener sentido humano, será necesariamente muda, no podrá decir nada, ni expresar nada más allá del simple sentido humano. Rahner ha cancelado para siempre toda posibilidad de auténtico testimonio cristiano, de toda profecía cristiana, de toda sacramentalidad ecle-sial cristiana, en la vida de todos los laicos. El laico queda peor de cuanto lo fuera antes del Concilio. Extraña que Rahner pen­sara así, incluso antes del Concilio. Pero el asombro es mayor al comprobar que siguió pensando igual después de la promulga­ción de la Constitución sobre la Iglesia, y no consta que haya cambiado de pensamiento después de la promulgación de los de­más documentos10 .

Existencialmente la vida de todos los cristianos es necesaria­mente muda. Muda no sólo respecto del amor en cuanto trascen-dente-escatológico, sino también en cuanto «cósmico», porque, en cuanto cósmico, lo único que aparece y habla es su sentido humano intramundano.

Eclesialmente, el amor trascendente-escatológico de Dios se manifiesta sólo:

— Como amor y gracia ofrecida: por la predicación y por los sacramentos administrados.

— Como amor y gracia respondida no puede aparecer, mani­festarse ni hablar por la vida de los cristianos como tales.

Existencialmente sólo podrá manifestarse y hablar y ser signo en los religiosos. Gracias a los religiosos podrán los demás cris-

9 RAHNER, ib., 67-68. 10 RAHNER, Sobre los consejos evangélicos, 456.

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tianos participar de la manifestación del amor de Dios en su di­mensión trascendente-escatológica.

Ironizando un poco, diría que Rahner parece, al escribir estas cosas, un gran señor feudal que puede vivir una vida supermun-dana, esperando llegar al amor escatológico trascendente por los buenos frailes que tiene en los monasterios de sus dominios.

Volveré más tarde sobre esta comunicación de bienes, cam­biando, en la bolsa de valores, los valores cósmicos por los esca-tológicos-trascendentes.

3. Manifestación del amor en cuanto escatológico-trascendente

Para la teología trascendentalista de Rahner, el amor divino —hecho gracia descendente y gracia triunfadora ascendente—, es amor «cósmico», y, en tanto «cósmico», velado y oculto. Pero es, igualmente y primero, amor trascendente-escatológico.

Como tal debe necesariamente aparecer y manifestarse externa, sensible y visiblemente en una Iglesia que tiene que ser sacramen­to, signo y manifestación de ese amor de Cristo, precisamente por­que es la Iglesia Sacramento universal de salvación, en la que se nos manifiesta y ofrece visible la salvación decretada en Cristo, y precisamente por vía visible-sacramental: por la predicación y por los sacramentos. E incluso tiene que tener una verdadera manifes­tación existencial.

La manifestación existencial de este amor trascendente-escato­lógico —al no poder ser dicha ni expresada por el amor en su di­mensión cósmica por medio de las realidades humanas con verda­dero sentido intramundano— tiene que buscar otro camino y me­dio de expresión. Lógicamente, deberá ser un medio expresivo que no tenga ni pueda tener ningún sentido humano o intramundano, porque sólo así puede lograr poseer un sentido metahumano, tras­cendente. Sólo un acto, y, sobre todo, sólo una actitud que ca­rezca de sentido humano puede ser signo expresivo de la gracia en cuanto trascendente escatológica. Porque, al no tener sentido humano, sólo puede ser: o un absurdo, o expresión y signo de una realidad superior. Rahner no se detiene a explicar por qué no podía de hecho ser un absurdo, que era uno de los términos de la disyuntiva. Da simplemente por supuesto que no es un absur­do; se queda con el sentido trascendente.

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4. Teología de la renuncia

Entramos en lo que considero la clave de arco de toda la cons­trucción de la teología de la vida religiosa de Rahner. Como con­secuencia, de toda su concepción eclesiológica.

«El carácter de este amor puede ser llamado trascendente, por­que está orientado hacia Dios tal como El es en Sí mismo como fin sobrenatural, y trasciende, por tanto, el mundo. Este carácter es escatológico, porque existe en el mundo por la sola razón de que en él acontece el advenimiento escatológico de Cristo al final de los tiempos» ]1.

Pero, dada su naturaleza, no puede ser expresado a través de ninguna acción humana que tenga sentido intramundano.

La única manera de expresar este ser-para-Dios tiene que ser la «renuncia», porque sólo ella logra expresar este desplazamiento del amor hacia el Dios de la revelación.

«Cuando preguntamos cómo puede el hombre dar expresión de su amor a Dios, dado que ese amor es escatológico, es decir, amor al Dios que se esconde todavía en la lejanía de la fe, al Dios de cuya vida debe participar la Iglesia precisamente en cuanto esa vida no se objetiva en el mundo ni en sus valores, sólo podemos contestar: renunciando a un valor intramundano positivo. Pues tal renuncia, o es absurda, o es realización y expresión de la fe,

, esperanza y amor que tienden hacia Dios, que es por sí mismo y sin mediación del mundo la meta del hombre perteneciente al orden sobrenatural. La renuncia a un valor positivo sería absur­da si se hiciera por la renuncia misma, ya que esto es ontológica-mente imposible y éticamente (como intento) perverso. Un valor positivo sólo puede, por tanto, ser sacrificado por otro más alto... Por cuanto ese valor más alto no puede ser experimentado en su propia realidad, sino que tiene que ser esperado y creído, esa renuncia... adquiere el valor y sentido de la renuncia cristiana» 12.

«Cuando se trata de sacrificar valores positivos de la existencia humana intramundana, el sentido de esta renuncia sólo puede ser éste: elegir una expresión del amor que tienda a realizarlo, pre-

11 RAHNER, Teología de la abnegación, 65. 12 RAHNER, ib., 65-66.

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casamente, en la expresión de esta abnegación, por cuanto este amor es sobrenatural-escatológico, y este rasgo esencial del amor cristiano sólo puede cobrar expresión en la visibilidad y tangibi­lidad de la Iglesia precisamente en la renuncia a un positivo valor ultramundano» I3.

«Se trata de la renuncia a un valor experimentable —matrimo­nio, riqueza, libertad de decisión—, a favor de otro valor tenido sólo en la fe y en la esperanza, «como expresión realizadora del amor de Dios en cuanto escatológico, no en cuanto (también) cósmico» 14.

Esa fe llena de esperanza, como avance para alcanzar el futuro de Dios, sólo puede realizarse realmente, y cerciorarse de su propia existencia, en la renuncia a valores intramundanos 15.

Dicha renuncia, como expresión del desplazamiento hacia EL AMOR, sólo es posible por vocación. Pero siendo la única forma de manifestación del mismo, Dios tiene que permitir expresa­mente esa renuncia al mundo 16.

Si sólo a través de la renuncia se puede expresar la dimensión escatológica trascendente, y, por otra parte, la Iglesia debe nece­sariamente expresar esa dimensión, y ésta sólo la expresa la vida religiosa, por la renuncia que suponen los tres votos, poco queda para la vida laical, e incluso para la vida sacerdotal, independien­temente de su ministerio. Vale la pena traer una larga cita de Rahner, verdaderamente sorprendente.

«Si preguntamos por qué ha querido Dios esta representativi-dad del amor escatológico trascendente —que es la causa de la abnegación y de la llamada a ella— exista gracias a una renuncia, no justificable intramundanamente, nos vemos abocados al aspecto eclesiológico de esta renuncia. La Iglesia es la concreción cuasi-sacramental de la presencia escatológica de la salvación de Dios en el mundo. Según eso, Dios quiere que la Iglesia manifieste la trascendencia escatológica del amor que constituye su vida in­terior.

13 RAHNER, ib., 65. 14 RAHNER, ib., 65. 15 RAHNER, Sobre los consejos evangélicos, 456 y 463. 16 RAHNER, Teología de la abnegación, 68.

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Y esto ocurre sacramentalmente (sobre todo) en el bautismo en la eucaristía;

y ocurre existencialmente en la abnegación cristiana. La abne­gación —vista como parte de la imagen externa y de la manifes­tación de la Iglesia— se llama consejos evangélicos, como forma expresa y duradera de la vida dentro de la Iglesia, como forma eclesiástica de vida. Los consejos evangélicos son, por tanto, un elemento esencial e irrenunciable de la estructura de la Iglesia en cuanto que representan y manifiestan concretamente su vida in­terior: el amor divino que trasciende escatológicamentc el mundo.

Las acciones mundanamente plenas de sentido sólo pueden apa­recer como expresión y representación del amor en cuanto cósmi­co, cuando están hechas por hombres que están dentro de la Igle­sia y en unidad amorosa con aquéllos en cuya renuncia se mani­fiesta el amor en cuanto escatológico trascendente. Pues el sentido ultramundano de estas obras oculta de por sí su haber-sido-hechas por el amor. Las obras sólo son testificadas creyentcmente como acciones del amor escatológico trascendente cuando los hombres que las hacen participan por su unidad amorosa, en la Iglesia y con la Iglesia, de la visibilidad de la Iglesia total, en la que se manifiesta ese amor por medio de la renuncia... La función repre­sentativa, tanto del carácter trascendente como del carácter cósmi­co del amor, sólo es posible dentro de la Iglesia una y por medio del amor humilde de unos a otros» 17.

Una división del trabajo demasiado fácil y una comunidad de bienes cómoda en exceso:

— A la vida laical se le deja la representación del amor en cuanto cósmico.

— A la vida religiosa el amor en cuanto escatológico. Pero, unidos en caridad humilde en la Iglesia, los unos comuni­can en los bienes de los otros.

Una división de este género sería factible dentro de un orden funcional o ministerial. Pero no es viable dentro de un orden existencial. Existencialmente, todo cristiano debe vivir, bajo mo­dos de vida distintos, tanto la dimensión cósmica como la dimen­sión escatológica.

17 RAHNER, ib., 69-70.

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5. Supuestos no probados de Rahner

Rahner ve una necesaria oposición entre sentido y signo: sólo podrá ser signo de la trascendencia escatológica lo que carezca de sentido humano; lo que se logra únicamente en la renuncia a bie­nes positivos: familia, bienes materiales, libertad autoprograma-dora.

Para Rahner, la virgnidad es de suyo un sinsentido humano, y por eso puede ser signo de algo más que humano. Por eso afir­ma que la virginidad es una posibilidad de existencia que sólo es seriamente posible en la situación escatológica introducida por Cristo 18.

Pero no existe ninguna oposición entre sentido (ultramun­dano) y signo (escatológico), sin que por ello peligre lo más mí­nimo la gratuidad del signo, que lo es de la gracia que triunfa desde la plena gratuidad. El hecho de que una realidad humana tenga sentido intramundano no impide que pueda ser elevada a categoría de signo de gracia por el creador del signo y dador de su eficacia: Cristo.

Rahner debería llegar hasta el más absoluto nihilismo cós­mico. Sí nada con sentido intramundano puede expresar la di­mensión definitiva del amor de Dios, que es necesariamente es­catológico trascendente; lo único deseable es que el mundo des­aparezca, para que se pueda manifestar la gracia. Parece impo­sible que Rahner—que ha sido y sigue siendo el teólogo de las pequeñas cosas de este mundo—haya llevado hasta ese extremo la oposición entre lo cósmico y lo escatológico 19.

18 RAHNER, ib., 63. Y añade en otra parte: «No es casual... que no haya existido (como celibato) antes de Cristo. Y que en el Nuevo Testamento haya sido deducida de la situación creada por la venida de Cristo y que, en cuanto seguimiento, suponga la venida del Señor, a quien hay que seguir» (Sobre los consejos evangélicos, 450). Pero las afirmaciones de Rahner con­tradicen la historia, puesto que el celibato ha existido antes de Cristo y existe después de Cristo al margen de El. Ahí está el fenómeno interesan­tísimo y multitudinario del celibato del monacato oriental budista, hinduísta, sintoísta. Muy probablemente existía en la comunidad de Qumran. Proba­blemente, entre los pitagóricos. Y surge como una auténtica posibilidad de vida y realización humana, vivida religiosamente desde la religiosidad natu­ral. En el hecho de vivir así encuentran plenamente un sentido y un valor para sus vidas.

19 Sin embargo, este nihilismo apocalíptico —bien es verdad que bastante

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Por otra parte, para Rahner la virginidad es una renuncia... al matrimonio. Lo que no resulta nada claro ni .probado. La vir­ginidad auténtica es una opción existencial humana llena de sen­tido, realizada en una serie de actitudes existenciales verdadera­mente humanas, que nada tiene que ver con el matrimonio, pero tiene mucho que ver con verdaderos existenciales humanos de im­plantación en un verdadero amor, que no tiene por qué ser única­mente matrimonial. Puede ser—y es—el existencial humano de la projimidad, o el más profundo todavía de la personeidad, como un ser constitutivamente relacional hacia el otro—todos los otros—, como relación universal y no sólo como relación biperso-nal, como la que se da en el matrimonio. Parece que Rahner sólo concibe al hombre valioso cósmicamente si se realiza en relación de matrimonio. Como si en vez de antropología sólo existiera gametologia.

Tocamos otro fallo de la perspectiva de Rahner: su oposi­ción entre sentido cósmico y signo escatológico lleva a la impo­sibilidad de una antropología teológica: cuanto sea antropológica­mente valioso es inútil teológicamente; cuanto sea teológicamente válido es inútil antropológicamente.

La teología de la vida religiosa en Rahner, fundada en la re­nuncia, en la eliminación de cuanto tenga sentido humano, hace imposible la asunción por los Institutos religiosos de sus «misio­nes eclesiales», que ciertamente tienen un sentido. Pero precisa­mente porque tienen un sentido no pueden ser religiosas de ver­dad. En la teología de Rahner no habría, pues, lugar para la mi­sión. Todos los Institutos religiosos deberán renunciar a ella y limitarse únicamente a hacer actos sin sentido humano. Virgi­nidad—incluso pobreza y obediencia—, por una parte, y misión, por otra, serían incompatibles.

En la teología de Rahner no resulta fácil lograr la unión, —que no tiene por qué atentar contra la distinción—entre orden natural y orden sobrenatural. Con razón Schillebeeckx acusa a

pacífico y nada exaltado— aparece en su misma interpretación teológica de la muerte. Hay elementos de extraordinario valor en su teología de la muerte, pero hay también sus fallos: para Rahner, de hecho, sólo la muerte realiza auténticamente al cristiano. O el cristiano únicamente se realiza plenamente en la muerte, precisamente porque en ella se rompe, salta y estalla el mundo para el cristiano que muere.

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Rahner de no poder superar la eterna disyuntiva: Dios o el hom­bre, lo natural o lo sobrenatural, el hombre o el cristiano20.

Al gunos seguidores de Rahner han querido mitigar su ra­dical distinción entre la dimensión cósmica y la escatológica, afir­mando que se trata únicamente de una mayor o menor acentua­ción de un polo o del otro, sin separar nunca el uno del otro. La acentuación de uno u otro nos dará vidas distintas: laical y religiosa.

Confieso la sensación de vaguedad que supone hablar de acen­tuaciones y la imposibilidad real de fijar qué es lo que debe acen­tuar y hasta dónde se debe acentuar, para no pasarse de raya en los acentos y cambiar promiscuamente las vidas.

6. Mitigación de la doctrina de Rahner, hecha por él mismo

Creo que el teólogo alemán se ha dado cuenta de la situación-límite a que nos llevaría su doctrina de la renuncia. En la últi­ma nota, adjunta a su estudio «Sobre los consejos evangélicos», dice algo muy importante, que viene a ser una corrección óptica de cuanto había escrito, y constituía el fondo de su pensamiento. A mi modo de ver, se trata de un verdadero cambio de doc­trina. Pero el que venga expuesto simplemente en una nota puede hacer sospechar que Rahner no le da tanto valor. Me gustaría saber si esta nota ha sido añadida con posterioridad a la redacción del estudio o surgió simultánea.

«Al considerar en este estudio a los consejos evangélicos como-abnegación nos fijamos, sobre todo, en el elemento formal de la abnegación, que es la renuncia intencionada de un valor.

Naturalmente, el acto concreto en el que se realiza la abnega­ción no es solamente renuncia. Y no lo es aún por la sola razón-de que ese acto ha de ser hecho y la omisión puramente negativa es imposible.

Además, el vacío producido atraerá hacia sí inevitable y legíti­mamente los tipos de conducta que tienen alguna relación con el valor al que se ha renunciado y son en sí mismos (supongo que

20 SCHILLEBEECKX, E., El celibato ministerial, Salamanca, 1968, 114.

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serán los tipos de conducta) objetivaciones de la fe que ama, por razón de la cual se ha elegido la abnegación.

— El pobre podrá obtener una relación positiva y libre frente a los bienes terrenos, nacida precisamente de su distanciamiento, ya que ni puede renunciar a toda utilización de los bienes terre­nos ni tendrá sentido su total desinterés respecto a ellos...

— El célibe renuncia a una determinada forma del amor hu­mano, pero no al amor humano en cuanto humano. Su renuncia

. sólo es cristiana y lícita cuando suponga para él una posibilidad y un fomento del amor verdadero a los demás hombres y de la voluntad de servicio y de fraternal convivencia.

— La obediencia religiosa no es pasividad y evasión de toda responsabilidad ni renuncia de la audaz iniciativa personal, sino no buscarse a sí mismo y ponerse a disposición y subordinarse a un fin común más alto.

En todos estos aspectos positivos de la abnegación que consti­tuyen la esencia formal de los consejos evangélicos aparece, una vez más, una referencia al estado escatológico que es el objeto de la tendencia cristiana a la perfección»21.

Esta nota última de Rahner—última porque puesta al final de su estudio sobre los consejos evangélicos—es sumamente va­liosa, y debería haber llevado al autor a una revisión de su doc­trina. Aunque para ello habría que aclarar todavía algunas cosas:

— Por una parte, afirma casi al principio de la nota que él ha buscado el elemento formal de la abnegación, que es la renuncia. Y casi al final dice, en cambio, que todos estos aspectos positivos de la abnegación constituyen la esencia formal de los consejos.

¿En qué quedamos? ¿Lo formal es la renuncia o lo formal son los aspectos positivos?

En segundo lugar, afirma que el vacío producido por la renuncia quedará llenado por tipos de conducta que tienen alguna relación con el valor al que se renuncia: el virgen, por ejemplo, no renuncia al amor humano en cuanto tal, sino sólo a una determinada forma de amor.

21 RAHNER, Sobre los consejos evangélicos, 467.

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Todo esto es plenamente verdad. Pero yo me pregunto: ¿qué relación tiene ese amor humano en cuanto tal con la concreta ma­nera de amar en el matrimonio? Esa manera de amor humano, en cuanto tal, ¿es una consecuencia de la renuncia a una determi­nada manera de amar? O más bien será al revés: la fidelidad —y todas las actitudes de ese amor humano en cuanto tal o en cuanto amor humano universal—, ¿no es precisamente el origen del por qué se renuncia a amar de una manera concreta? Si fuera esto último, y así lo veo yo, no es la renuncia la que crea aquellas actitudes, sino aquellas actitudes las que llevan como consecuencia —sólo como consecuenca—la renuncia.

Pero esto supone un cambio en la visión de los consejos evan­gélicos: que serán formalmente una opción positiva. Opción po­sitiva que comporta, como consecuencia, una renuncia.

No niego, por tanto, valor a la teología de la renuncia de Rahner. Al contrario, pienso que debe ser asumida. Mas para que tenga recto sentido debe entrar como una segunda parte, precedi­da de una primera, que será una «Teología de la opción» desde las actitudes existenciales del virgen, del pobre, del obediente, del hermano en la fraternidad.

3. Una teología de los consejos evangélicos como opción existencial

Creo posible—incluso necesario—hacer una teología de los consejos como opción. No sólo como opción puramente cristiana, sino como opción humano-cristiana.

Esta ha sido la línea de Schillebeeckx en su estudio sobre «El celibato ministerial». Me parece ser éste el verdadero ca­mino 72.

1. Valoración antropológica de la virginidad

Para Schillebeeckx una realidad que no tuviera un auténtico sentido y valor humano en sí misma no podría servir para edi­ficar sobre ella futuras significatividades. No sólo no existe, se-

22 SCHILLEBEECKX, O. C, cuyas reflexiones ya hice mías en otra parte de este libro, al hablar del modo existencial de vida religiosa.

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gún él, oposición entre sentido y signo, sino que sólo es posible fundamentar signos valiosos sobre realidades con verdadero sen­tido humano, lo que no quiere decir que sentido y signo se iden­tifiquen. No se identifican, pero el signo necesita de la previa valiosidad y sentido de aquello que será luego alargado más allá de ese sentido hasta alcanzar dimensiones de signo.

Concretamente, para Schillebeeckx, la virginidad no es pri­mariamente una renuncia a un bien cósmico: el matrimonio. Es una auténtica posibilidad de existencia humana, válida también intramundanamente 23.

Habría, en concreto, tres celibatos antropológicamente váli­dos:

a) Uno que podemos llamar laico: ese optar por determina­dos valores humanos—culturales, sociales, políticos, artísticos, etcétera—que determinados hombres piensan sólo pueden ser ser­vidos desde una dimensión celibataria.

b) Un celibato religioso, adoptado para servir valores reli­giosos de una religiosidad natural, como lo han hecho determi­nados hombres religiosos del hinduísmo, etc.

c) Un celibato religioso asumido desde la perspectiva de Cristo y con el sentido que Cristo quiere dar a esta opción.

La valiosidad humana de las opciones, en cualquiera de esos tres estadios, me parece incuestionable.

Independientemente del nuevo valor que adquieran o puedan adquirir dentro de un concreto contexto religioso, y sobre todo dentro del contexto cristiano.

¿Cuál puede ser el valor humano—cósmico intramundano— de esos tres tipos de celibato?

23 Para comprenderlo bastaría apelar a una fenomenología del perma­necer virgen, tal como se da en las diversas opciones humanas por determi­nados valores culturales, políticos, etc., o las diversas opciones por valores religiosos, no precisamente cristianos. A diferencia de Rahner, Schillebeeckx ha sido mucho más respetuoso con la historia y la antropología filosófica, descubriendo la realidad innegable de tantos hombres que optaron por no casarse precisamente porque antes habían optado por otros valores que llenaban su vida.

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Parece que para Rahner la única posibilidad valiosa de expre­sar el ser relaciona! de la persona es la relación hombre-mujer, en la concreta interrelación de los sexos genéticos.

Pero esto no es verdadero desde una auténtica antropología metafísica. La relación intersexual es únicamente una dimensión o manera de ser relacional de la persona humana, como un-ser-para y un-ser-hacia todos los demás hombres y todas las demás personas.

La persona humana sólo alcanza la total implantación en su ser personal cuando logra ser un yo en total relación hacia el tú, masculino o femenino, con nombre y apellido.

El absoluto ser relacional es anterior a cada relación particular. Pensar que el matrimonio es la única relación cósmicamente

valiosa del ser relacional pleno del hombre es confundir un modo de relación con la relación existencial constitutiva.

Si se parte del ser relacional que supone el matrimonio, como del único modo de ser relacional humano, es lógico que sólo que­de lugar para un celibato como negación y renuncia.

Pero si se parte del ser relacional como un existencial de la persona humana, abierta y referida a las demás personas, caben diversas maneras de concretar esa relación constitutiva. Una de ellas—antropológicamente posible y valiosa—será la afirmación de una relación multi-relacional—y no bi-relacional—, que es la que constituye verdaderamente el celibato, cuando éste no es ele­gido por egoísmo ni por simple servicio a un valor impersonal24.

24 Tal vez fuera bueno distinguir entre celibato y soltería. Soltería puede significar el simple no estar casado, por el motivo que sea: imposibilidad, inhibición, fracaso, espera, comodidad e incluso facilidad de actuación en la consecución de algún valor, como puede ser el arte, la cultura, etc., pero sin referencia de la persona a los demás. El soltero, en este sentido, no elige la soltería por los demás ni para el servicio a los demás. En cambio, pienso que el celibato, visto desde su fenomenología, es la afirmación de la propia existencia en una referencia relacional —o, mejor, multirrelacional—, que, precisamente por ser multirrelacional, deja de lado toda otra referencia birre-lacional. Esta dimensión celibataria puede ser vivida como celibato civil —por llamarlo de alguna manera—, o como celibato religioso natural, o como celibato cristiano.

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2. Sentido cósmico

¿Tiene sentido cósmico vivir así? ¿Tiene sentido antropológi­co vivir así, independientemente de que Cristo haya venido y haya dado un alcance nuevo a este vivir así?

La respuesta es afirmativa. Sólo así se puede fundamentar toda una antropología de la virginidad, demasiadas veces descui­dada, y diría que hasta negada, cuando hemos querido hacer de la virginidad un puro producto cristiano, negando la historia y los hechos.

No sólo se salva una antropología para la virginidad, sino que incluso se iluminan nuevos horizontes para una educación y una maduración afectiva de la virginidad: Antropología, Pedagogía y Psicología, como ciencias iluminadoras de la virginidad, como di­mensión de vida en la que puede y debe realizarse plenamente el hombre. Ninguna de estas tres especialidades tenía casi nada que hacer dentro de la teología de la renuncia de Rahner, mientras aparecen cargadas de sentido y responsabilidad en una teología de la virginidad, como opción humanamente válida y cristianamente significativa.

Aunque debiera extenderme en explicar la valiosidad y el sentido humano de la virginidad, voy a darlos por supuestos, pa­sando inmediatamente a explicar la virginidad como cristiana­mente significativa de lo que Cristo mismo y la Iglesia, desde Cristo, quieren y hacen que signifique: su significación escato-lógico-trascendente .

Esta nueva dimensión de signo, ¿añade algo a su sentido hu­mano? Indiscutiblemente, sí, Y por ello la virginidad cristiana, como signo cristiano, no es simplemente virginidad humana, aun­que deba serlo también.

Con ello entramos en las profundidades del signo cristiano y de lo significado por ese signo.

3. Su sentido signológico

Se ha distinguido demasiado a la ligera entre signos sacramen­tales y signos existendales, como si fueran dos realidades adecua-

20

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damente separadas y acaso contrapuestas. Cuando pienso que debe darse una unidad entre ambas, unidad garantizada por el origen y creador de todo signo que es Cristo—protosigno y protosacra-mento—, y por lo significado en todo signo, que es también Cris­to, en tanto gracia triunfadora y consumadora en la trascendencia escatológíca.

¿Cómo pasa la virginidad de ser realidad humana valiosa y con sentido a ser realidad significativa cristiana?

Desde luego, sin dejar de ser virginidad o implantación mul-tirrelacional, desde el ser-para-los-demás.

Sólo Cristo—y Cristo en su Iglesia—puede hacer que la vir­ginidad se convierta en signo, cuando es vivida por El y por el Evangelio del Reino. Pero bien entendido que el por no tiene únicamente sentido intencional, sino que adquiere proyección exis-tencial desde El.

Y sólo adquiere proyección existencial cuando es vivido desde la fe en El y desde la proyección de fe que El le da en su Iglesia, y contando con la activación de fe que El actúa en quienes reciben el impacto del signo, para que lo entiendan en la fe.

Y aquí sí que es de justicia reconocer el acierto de Rahner al situar los consejos evangélicos en el ámbito de la fe llena de espe­ranza.

He aludido a cómo en Cristo se logra un empalme entre los sacramentos o signos sensibles, que podemos llamar materiales, y los signos que podemos llamar existenciales.

«La Iglesia es la concreción cuasi-sacramental de la presencia escatológíca de la salvación de Dios en el mundo. Y esto ocurre, sacramentalmente sobre todo, en el bautismo y la Eucaristía. Y ocurre, existencialmente, en la abnegación cristiana».

Esto decía Rahner. Lo que dice es verdad, pero no toda la verdad. La cuasisacramentalidad de la Iglesia manifiesta la visi­bilidad de la gracia trascendente escatológíca por la sacramentali-dad de los siete signos sacramentales y por la cuasisacramentali­dad existencial de los modos de existencia cristiana, en los que se manifiesta la fe llena de esperanza a impulsos del amor.

30é

Pero hay dos manifestaciones existencialmente cuasisacramen-tales: la vida laica—que también debe ser signo existencial de la trascendencia escatológíca—y la vida según los consejos evan­gélicos.

El matrimonio no es únicamente un sacramento sacramental —valga la redundancia—, o sacramento material, sino que debe ser un sacramento existencial o signo existencial.

Si por tener el matrimonio un sentido intramundano fuera in­capaz de ser signo de la trascendencia, no podría ser siquiera uno de los siete sacramentos, como signo del amor esponsal Cris­to-Iglesia. Y no sólo signo, sino signo eficaz.

Suprimir toda razón existencial de signo del amor escatológi-co, trascendente, en el matrimonio sacramento equivale a conver­tir el sacramento del matrimonio en puro rito mágico, o acaso ni eso. Decir que el matrimonio cristiano, por el hecho de ser una realidad intramundana con sentido, no puede ser un signo verdadero del amor en cuanto escatológico trascendente es ne­gar toda la estructura del Antiguo Testamento, en el que el ma­trimonio fue signo expresivo de la Alianza Dios-Pueblo, y signo preanunciador de la futura Alianza, Nuevo Pueblo para Dios y Nuevo Dios para su Pueblo, en Cristo.

¿Que no todos los esposos bautizados ven y se ven como signo en la fe y desde su fe en la esperanza? La culpa es de su falta de

1 esperanza. ¿Que tampoco los demás ven muchas veces ese signo en los matrimonios cristianos? Es igualmente falta de fe en espe­ranza en los ojos que miran y no pueden ver. Pero de ninguna manera se da la mudez, la opacidad fatal del matrimonio cristiano.

Cuanto he dicho brevemente del signo existencial cristiano del matrimonio habría que alargarlo hasta más amplios horizontes del bautismo o del bautizado y del cristiano en presencia de la Eu­caristía.

Lo que sucede es que la vida de los cristianos laicos es signo de ese amor esponsal (Cristo-Iglesia)—y ese haber sido bautiza­dos en la muerte y resurrección triunfadora de Cristo y ese ser comensales en el gran banquete que preanuncia y avecina el de la gloria—desde una concreta implatación existencial eri el mundo.

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Mientras que la vida, según los consejos evangélicos, manifies­ta y trasparenta esa dimensión esponsal Cristo-Iglesia desde el modo existencial del vivir en una multirrelación universal de fra­ternidad, activada por Cristo, reconocida y presentada por la Igle­sia, vivida en la fe llena de esperanza desde el amor, para mani­festar el amor, en tanto sólo fraternidad nueva en Cristo, en tanto sólo filiación, en tanto amor escatológico trascendente.

Mas para que sea auténtico signo hacen falta varias cosas:

a) Un vivir auténtico en virginidad, que será un vivir mul-tirrelacionalmente la fraternidad en primer plano.

b) Ser llamados y haber recibido—y estar recibiendo desde Cristo—fe llena de esperanza, para que se manifieste, por la vida en virginidad, el amor escatológico trascendente. Y esto sólo lo puede dar Cristo y sólo se sostiene existen-cialmente cada día desde Cristo.

c) Que la Iglesia de Cristo haya querido reconocer oficial­mente, como concreción cuasi existencial suya, la vida de estas personas que viven así por Cristo y por el Evangelio, y, en cuanto tales, las consagre, en nombre de Cristo y del poder que ella tiene de manifestar a Cristo.

d) Que los demás cristianos vean desde la fe o dejen a Cris­to que les haga ver desde la fe el sentido de fe llena de esperanza para expresar el amor, que supone la vida de los religiosos. E incluso los que todavía no tienen fe se dejen guiar por el Cristo que ha venido a iluminar a todo hombre que viene a este mundo, para que logren captar el signo que a ellos les llega, como verdadero signo del amor esponsal Cristo-Iglesia, en un amor que queda más allá de toda relación afectiva humana de matrimonio o de amistad.

4. Conclusión

Para que la virginidad consagrada sea de verdad signo eclesial y escatológico del Reino de los cielos que ha amanecido en Cristo, deberá mantener las siguientes dimensiones:

1.a Ser una manera de amar—sin mixtificaciones ni adulte­raciones, desde la implantación existencial de un amor

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multirrelacional, como modo y sentido humano expresivo de un amor que no es del matrimonio, ni siquiera el de la amistad, sino el amor universal que podíamos llamar de projimidad, con el sentido y alcance que a la pala­bra prójimo ha dado Cristo en una catequesis en la que no intentaba todavía hablar de la nueva categoría de hermanos que El venía a instaurar.

La virginidad dejará de ser lo que tiene que ser cuan­do el religioso adopte cualquiera de los demás medios expresivos de un amor, que podrá ser amor en otra cla­ve, pero no es el amor de la virginidad. Se expresa así la dimensión antropológica de la virginidad.

2.a Ser (ornados—y seguirlo siendo—existencialmente por Cristo para ser los signos que El quiere que seamos. En Cristo, querer hacernos signos es hacernos eficazmente tales, siempre que existencialmente respondamos en fi­delidad. Acaso haga falta insistir en este «ser tomados» por Cristo. Los signos dependen de El. Sólo él los llena de sentido y contenido. Ser tomados por Cristo existen­cialmente supone una plena posesión de Cristo, que se hace fe en esperanza, para decirse como amor en la ma­nera que El quiere decirse.

Mas para ser poseídos por Cristo hace falta dejarse po­seer en libertad. Y más todavía: supone un estarse de­jando poseer en libertad cada día, lo que sólo es posible desde un permanente encuentro con El en la oración, en la contemplación, en el amor, en el encuentro existencial que arrebata y apasiona por Cristo y por el Evangelio, a fin de vivir esa misma virginidad, que también El, exis­tencialmente, vivió como experiencia profunda. Es la di­mensión cristológica de la virginidad cristiana.

3.a Sentirse y entregarse existencialmente a la Iglesia—cua-sisacramento de la presencia salvadora del amor escatoló­gico—, para que Ella se manifieste en nosotros como signo en la concreta manera existencial de vivir el amor en virginidad. Y es que ésta—la virginidad—no es pri­mariamente una actitud nuestra, en tanto elegida por nos­otros. Es, primero, una dimensión de Iglesia, que se ma­nifiesta por nosotros. También en la virginidad consa-

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grada es la Iglesia quien consagra, y nosotros somos con­sagrados. Es la dimensión eclesial de la virginidad.

4.a Sentirnos existencialmente lanzados hacia todos los hom­bres desde Cristo y desde la Iglesia, como signos para los hombres del amor pleno vivido desde la fe llena de es­peranza, que se dice en lenguaje de virginidad o de amor desde la virginidad. Es la dimensión peculiar apostólica de la virginidad, que no se reduce simplemente a una pura utilidad funcional, sino que penetra en lo más ínti­mo del ser misional y apostólico de la Iglesia y del anun­cio, en palabra existencial, del Reino de Dios en el tiempo.

En relación con el mundo, al que va dirigida la luz blanca de la virginidad cristiana, podemos afirmar que dicha luz blanca se desdobla por refracción en nuevo arco iris especial, formado por tres colores armónicos:

— El del amor humano universal, como un alargamiento de todo amor humano, que va más allá del amor bipolar del matrimonio, para alcanzar dimensión de amor al prójimo como prójimo.

— Luz de iluminación del sentido de un instinto integrado en la persona, y así personalizado más allá de las simples exi­gencias del instinto, como estímulo y respuesta más o me­nos automáticos. Desde esta perspectiva y desde la anterior los hombres, todos, adquieren sentido para su amor, que se expresa en ellos en el lenguaje del sentido y del sexo, pero sexo humano personalizado.

— El del amor cristiano de la pura fraternidad entre los hijos de Dios, dicho y expresado en términos del amor de los hijos de la resurrección.

De este modo se expresa y se preanuncia y significa eficazmen­te el amor en su proyección escatológica, empujando al amor a su final en la consumación.

De esta manera la virginidad consagrada no es una fuga co­barde ni un desentenderse del mundo y de los hombres. Ha que­dado atrás todo angelismo. Se vive como un amor pleno a los hombres desde un amor, que aspira a ser pleno, a Dios en Cristo desde su Espíritu.

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CAPITULO XII

POBREZA EVANGÉLICA

Tal vez sea la pobreza el consejo evangélico que ofrece más dificultades a la hora de querer esclarecer su sentido y su alcance. La dificultad no es sólo de orden doctrinal, a la hora de fijar los elementos más o menos ciertos de su contenido evangélico. Resulta todavía mucho más difícil tratar la problemática práctica de la po­breza evangélica. En el pasado las cosas eran o aparecían relativa­mente fáciles: una renuncia a los bienes, la necesidad de un per­miso para todo acto relacionado con los bienes materiales, una cierta austeridad de vida común, y poco más. Hoy, sin embargo, nada de eso resulta satisfactorio. Debe someterse a revisión tanto la doctrina como la praxis de la pobreza desde supuestos mucho más amplios, que van desde el mismo Evangelio hasta las condi­ciones socioeconómicas de nuestro mundo.

Por otra parte, mientras la normativa que nace de la virgini­dad puede variar poco de unos tiempos a otros —aunque las mo­tivaciones hayan logrado una mucho mayor profundización—, en el caso de la pobreza nos encontramos con una mayor variedad en el decurso de los siglos; sobre todo, la perspectiva ha cambiado aceleradamente en nuestros días, y sigue en proceso de cambio.

En este capítulo, en tanto debe formar parte de una obra de conjunto, tendré que limitarme necesariamente a dar un encuadre teológico y trazar unas líneas de acción, sin demagogias, pero sin concesiones benévolas.

Pero, aun limitado mi estudio a la dimensión teológica, no será posible hacerlo honestamente sin tener en cuenta la ambiva­lencia constante de la terminología y de la realidad de una po­breza, que tiene necesariamente sentidos muy distintos, y aun contrapuestos. Hay una pobreza sociológica, pobreza material de

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bienes necesarios; pero incluso esta pobreza sociológica tendrá ha­remos muy diversos, según los bienes de que se carece, dentro de una visión de las diversas necesidades del hombre: biológicas, habitacionales, de cultura, de participación en las tareas de la vida social, política, económica, recreativa.

Muchos de estos aspectos, aunque de alguna manera estén co­rrelacionados, son más bien un nivel de pobreza antropológica, y no sólo económica, con una serie interminable de problemas cul­turales, políticos, religiosos.

Y aunque la pobreza sociológica no coincida necesariamente con la pobreza evangélica, el desajuste entre ambas será perma­nente origen de problemas concretos, que no se pueden resolver, posiblemente, a nivel teórico.

Creo, sin embargo, necesario precisar el ámbito verdadero de la pobreza evangélica en su marco doctrinal, para intentar después su traducción a un plano existencial, que permita al menos plan­tear los problemas sobre una base más o menos segura, con miras a su aplicación concreta en cada caso y lugar.

Aun con todas las precisiones que se puedan dar, dentro del mayor equilibrio crítico-teológico, quedará siempre un margen de desajuste y de imprecisión; en el caso concreto de la vida religiosa sólo se logrará afrontar los problemas, con alguna garantía de éxi­to, desde una intensa vivencia desde el más puro espíritu evangé­lico, sin el que la mayor parte de las soluciones que se intenten pecarán de acomodaticias, narcóticas, alienantes y demagógicas.

1. La pobreza como consejo evangélico

La primera cuestión que se plantea, desde la crítica textual a que han sido sometidos en estos últimos años los mismos Evange­lios, es si de verdad en ellos se habla, en un lugar o en otro, de lo que tradicionalmente entendemos por consejo evangélico de pobre­za. Sabemos las opiniones contrastantes respecto de la virginidad. Pero sucede que, autores que afirman la evangelicidad de la vir­ginidad, como expresada claramente en el Nuevo Testamento, la niegan respecto de la pobreza. Así, autores tan poco sospechosos como Matura y Rahner, afirman que en los Evangelios únicamen­te se habla de manera directa de la virginidad. Cuanto se dice de

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la pobreza —y se dice mucho— no entra en la categoría de con­sejo, sino que viene afirmado como un deber absoluto para todo cristiano.

Aunque este problema ya ha sido tratado en otro lugar de esta obra, al estudiar los planteamientos sobre las exigencias del Reino en los Sinópticos, creo necesario tratar específicamente del problema de la pobreza. Para este estudio debe el lector tener ante los ojos la serie de textos de los Sinópticos allí estudiados, e incluso tener en cuenta las soluciones apuntadas para la compren­sión general de los textos. Ahora me limito a una serie de prin­cipios, que considero ciertos:

En ninguno de dichos textos se habla primariamente de la pobreza, ni de la castidad, ni de ningún otro consejo. Sino que Cristo proclama el contenido de su Reino centrándolo en la nece­sidad absoluta de una plena y clara opción por El. Optar por El y por su Reino supone una implantación radicalmente nueva del hombre ante una realidad que es plena novedad traída por Cristo.

Dicha novedad supone, para el llamado a entrar en su Rei­no, el establecimiento de una nueva axiología en relación con todo el orden de la creación. Con la Buena Nueva se instaura un orden nuevo. Lo único absoluto, ahora, es El. Todo lo demás queda reducido a algo relativo. Y en ese todo lo demás entra la totali­dad del orden de la creación: la familia, la sociedad, el mundo en la variedad de sus valores.

Incluso pasa también a un primer plano de valiosidad absoluta el servicio y el anuncio o la entrega al anuncio de su Reino. Será decidirse por Cristo y por el Evangelio. Aunque esta decisión no suponga necesariamente la cancelación de toda entrega a los bienes de la creación. Orden del Génesis y orden de la Redención no son órdenes contrapuestos, pero tampoco son órdenes coincidentes.

Cuando Marcos, Mateo y Lucas nos presenten el contenido de la proclamación del Reino y Cristo exija dejar padre, madre, es­posa, hijos, hacienda, y hasta la vida, para poder dar el sí a Cris­to, se están refiriendo a ese contenido absoluto que es Cristo y su Reino, convirtiendo en contingente y relativo todo el orden de la creación.

Desde esta nueva perspectiva, la suprema riqueza es Cristo. La suprema miseria, el quedar sin Cristo. Y si la razón de que-

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darse sin El está en la opción prevalente de cualquiera de las rea­lidades creadas, éstas pasarán a ser igualmente signo de la supre­ma pobreza.

Como, de hecho, los bienes de este mundo —de suyo buenos— son ocasión más que frecuente de negación del sí radical al Reino, no es de extrañar la insistencia con que los evangelistas —particu­larmente San Lucas, que bien puede ser llamado el evangelista de la pobreza— presentan la condena dada por Cristo a la rique­za o a las demás preferencias, que cierran el camino a Cristo y sus exigencias. Ni matrimonio celebrado, ni posesiones adquiridas, ni yunta de bueyes que probar.

Si los textos evangélicos no se refieren únicamente a los bie­nes materiales, contabilizables en dinero, sino a la totalidad de los bienes creados, incluido el hombre mismo, también están alu­diendo a ellos. Sí no se habla sólo de la pobreza que podría equi­valer a nuestra pobreza religiosa, también se habla de ella. Incluso con una mayor insistencia.

Dentro de los pasajes evangélicos que fundamentan la nece­sidad de una primera opción decisiva por Cristo, y que tienen un valor universal para todo el que quiera ser simplemente cris­tiano —nada más y nada menos que cristiano—, hay textos en los que esa actitud existencial se concreta en una determinada manera de realizar la opción. El joven rico es llamado a dejarlo todo real­mente, como modo único para él de declararse seguidor de Cristo. Los Apóstoles fueron llamados a dejarlo todo igualmente. Como ya vimos a su tiempo, no sirve decir que todos tienen que estar dispuestos a dejar cualquier realidad terrena, si les fuera motivo de estorbo, pero algunos la dejan voluntariamente, aunque no sea para ellos un estorbo. Semejante interpretación no es recta.

Supuesta la opción radical y fundamental por Cristo, los modos de expresar esta opción dependen todos de una concreta llamada, dirigida interpelativamente, inapelablemente, a cada uno. Todo es vocación, y sólo dentro de la llamada concreta —sea la que sea— hay la opción que Cristo quiere. Como al joven rico —quien no respondió—, como a los Apóstoles —que sí respondieron—, la llamada concreta a expresar la opción por Cristo, dejando real­mente los bienes de este mundo, ha seguido existiendo.

Por eso no debe extrañarnos la correlación o serie de corre­laciones que existen entre los distintos consejos evangélicos cuan-

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do son contemplados desde su profundidad evangélica. En su última raíz la virginidad es pobreza, y la pobreza es virginidad, y ambas son misión de obediencia. Pero no por el hecho de que existan estas correlaciones se puede afirmar que los Evangelios no hablan de un contenido de pobreza, equivalente a lo que nosotros llamamos pobreza.

Decir que no hay en el Evangelio nada que se refiera a la po­breza religiosa, como lo hay referente a la virginidad, me parece inexacto. Diría incluso que hay mucho más referente a la pobreza, como contenido de consejo evangélico, que respecto de la misma virginidad. Ni sirve decir que en el Evangelio hay sólo principios válidos y urgentes para todos por igual. Tal vez se olvide que en el Evangelio —como en todo el Nuevo Testamento y en la Iglesia entera—, todo es vocación concreta, llamada concreta y particu­larizada. Hay vocaciones, y todo es vocación.

Cristo no sólo ha establecido una nueva axiología de valores, que lo sitúa a El en el centro, como primera opción, sino que la promulgación axiológica va acompañada de una llamada diri­gida a cada hombre, para exigirle un orden y una manera con­creta de realizar el proyecto total de su vida, siempre dentro de la más pura fidelidad a la nueva axiología. Entre los modos concretos de dar respuesta a su llamada está el de dejar efectiva­mente todo para seguirle. No respondió el joven rico, demostran­do que se puede ser infiel; respondieron otros, probando su fide­lidad y que la respuesta era verdadera: la de Zaqueo, que no dejó sus bienes, aunque instaurara su vida dentro de la axiología descubierta en el encuentro con Jesús y buscara instaurarla hasta el límite de la minuciosidad, para estar en regla con el Maestro; la de Pedro y sus compañeros, quienes lo dejaron todo y le si­guieron.

¿Es, pues, la pobreza un consejo evangélico, como lo pueda ser la virginidad? A mi modo de ver, sí, y más claramente toda­vía que en el caso de la virginidad. Cuál sea el sentido de ese contenido dentro del Reino habrá que precisarlo más tarde.

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2. La pobreza evangélica desde el modo de vida de Cristo

Aunque no hubiera unos concretos textos evangélicos en los que se formulara algo parecido a lo que la Iglesia ha entendido por pobreza evangélica, nos quedaría otra vía de prueba de la evangelicidad de la pobreza: la apelación al Evangelio vivo, que es Cristo mismo, como «hecho de vida».

Como muy bien dice Rahner en este caso, un religioso no ne­cesita apelar a largos razonamientos para justificar por qué ha adoptado un modo de vida pobre en un Instituto religioso. Para él bastará apelar a Cristo. Así vivió Cristo, y nunca se hará de­masiado, si uno quiere seguir sus pasos cuando se siente llamado a hacerlo. Entramos dentro de la atmósfera del seguimiento de Cristo bajo uno de sus aspectos más profundos. No podrá decirse que la pobreza existencial de Cristo no sea algo que penetra por entero los Evangelios, desde su nacimiento a su muerte.

No puede dudarse de que Cristo asumió un modo de vida ra­dicalmente pobre. La misma Encarnación supone ya un supremo empobrecimiento, la «exhínanitio», que supone el haber tomado, siendo Dios, naturaleza de hombre en la condición del hombre en su situación de pecado, aunque sin el pecado.

Pobre en la condición de su nacimiento. Hijo de David, pero-nacido al margen de todos los atributos humanos de realeza. Su vivir, tan pronto, la suerte del prófugo desterrado, con todas sus inseguridades. Su vida sencilla en una casa modesta de pobre me­nestral.

La misma sumisión a una obediencia misional a la voluntad del Padre, cuando deja a sus padres, es una implicación de obe­diencia misional, de virginidad más allá de la inserción familiar, de pobreza de todo acomodo en realidades naturales de este mundo.

Cuando inicie su ministerio público, no será únicamente su enseñanza y predicación de un Evangelio de pobreza y el anuncio de un Reino que no es ni será de este mundo, sino también la denuncia de la riqueza como impedimento para aceptar el men­saje nuevo, la invitación a dejarlo todo cuando se quiera seguirle, sea cual fuere la manera concreta de ese dejarlo todo. El mismo

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huye cuando quieren proclamarle rey quienes entienden su men­saje desde categorías de poder; se presenta como modelo de despojo de lo más elemental para vivir: las raposas tienen ma­driguera y las aves del cielo nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza; se aparta de los estamentos socia­les y religiosos de influencia y poder; muere abandonado hasta de los amigos; su sepulcro será prestado.

Al margen de toda consideración simplemente piadosa, se debe afirmar que su vida plena no se vio precisamente llena de nada de cuanto constituye pedestal humano de poder y comodidad.

Si en las cartas de San Pablo —sobre todo en las dos maravi­llosas cosmovisiones de Efesios y Colosenses— la creación entera se nos muestra en un acabamiento de consumación trascendente, lo es por ese Cristo pobre. Quien lo ha conseguido precisamente a través del distanciamiento voluntario de todos esos bienes, para permitir una suficiente lejanía de perspectivas, porque sólo desde esa lejanía era posible devolver a la creación su verdadero sen­tido mundano y humano y su entrada en una nueva óptica, pro­longada hasta nuevos destinos.

En los Sinópticos, la visión sencilla y optimista sobre el mun­do y la creación entera aparecerá en muchas de las parábolas en las que el anuncio de lo nuevo, traído por Cristo, se realiza por un alargamiento significativo de las realidades terrenas y humanas.

En la cosmovisión de Juan y de Pablo —más teológicas—, el alargamiento de una realidad, creada según el arquetipo del Verbo, se logra precisamente por el distanciamiento voluntario de todas esas realidades no negadas, sino afirmadas más intensamente cuando son puestas en su verdadera perspectiva última. Ese dis­tanciamiento voluntario de todas ellas es la radical pobreza de Cristo y el contenido fundamental de su Evangelio de pobreza.

Se tuerce el sentido de la predicación de Jesús cuando se in­terpreta su Evangelio de pobreza como un Evangelio predicado a los pobres, dando un sentido que no tiene a las palabras de Jesús, quien da como señal de que ha comenzado el Reino el hecho de que el Evangelio sea predicado a los pobres.

Cristo, desde una radical pobreza, predica su Evangelio de po­breza a todos, y mandará a sus apóstoles a predicarlo a todas las gentes: ricos y pobres, para que pobres y ricos acepten lim-

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píamente dicho Evangelio de pobreza. No creo que fuera social-mente pobre la familia de Betania, ni el jefe de la sinagoga, ni el centurión, ni Zaqueo, ni José de Arimatea; pero a todos ellos llegó el anuncio limpio del Evangelio de pobreza. Muchos de los personajes que aparecen en el relato de los Hechos de los Apósto­les no eran de seguro sociológicamente pobres, pero a todos llegó el Evangelio de pobreza, que, cuando es aceptado, es siempre Evangelio predicado a los pobres, en el verdadero sentido de pobre según el Nuevo Testamento.

El gran pecado de los cristianos durante veinte siglos no ha sido no haber predicado a los pobres, sino no haber predicado el Evangelio de pobreza ni a los ricos sociológicamente ni a los sociológicamente pobres. Durante bastantes siglos, seguramente, no se anunció el Evangelio de pobreza a los ricos. Hoy no se anuncia este Evangelio a los pobres, y tampoco se hace a los ricos. Como consecuencia, no se anuncia el Evangelio. Porque quienes, creyendo descubrir hoy por primera vez el Evangelio, se dirigen a los pobres, no lo hacen predicando Evangelio de pobreza, sino predicando un Evangelio de riqueza intramundana, que cambia de dueño para que los pobres de ayer sean los ricos de mañana. Es absolutamente acrítica la demagogia de tantos movimientos cristiano-marxistas, seudoliberadores. Y manifiesta la tergiversa­ción del uso del Evangelio, que no se anuncia como Evangelio de pobreza, sino como Evangelio de riqueza, aunque sea hacien­do que la riqueza cambie de manos.

Si en el pasado se hubiera predicado el Evangelio de la po­breza, se hubiera hecho imposible la adoración del becerro de oro por los ricos y se hubiera establecido la verdadera axiología de la justicia. Si en el presente se predicara ese mismo Evangelio, se evitaría la catequesis de neófitos de nueva religión de viejo culto a la riqueza, con dos facciones en lucha por un mismo fin antievangélico.

La alternativa para el cristiano no puede ser ni la sociedad capitalista ni la sociedad comunista. El Evangelio de la pobreza se opone por igual a ambas opciones. Históricamente, la Iglesia ha traicionado por sus cristianos, salvo excepciones de hombres ver­daderamente fieles al Evangelio, el auténtico contenido del Evan­gelio de Jesús, como Evangelio de la pobreza, porque no hemos sabido situar existencialmente nuestro distanciamiento afectivo y efectivo como lo realizó Jesús: el Jesús radicalmente pobre.

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3. El ejemplo de Jesús pobre, en sus seguidores

Para una interpretación evangélica de la pobreza contamos, además, con el Jesús encarnado en la historia, o con el Evangelio hecho vida en la historia de la Iglesia. Ese Evangelio, entregado a la historia, es un argumento de primera categoría para demos­trar el valor evangélico de la pobreza.

Es significativo que, desde los inicios de la comunidad pos-pentecostal, la seducción por la pobreza del Evangelio se haya hecho una constante histórica. Habrá sido asimilada por una mi­noría; pero esa minoría ha existido siempre en la Iglesia como una predicación existencial del Evangelio, más convincente que la misma predicación hablada.

No importa que el ejemplo de la primera comunidad cristiana, que nos describen los Hechos de los Apóstoles, sea un ejemplo idealizado en sus rasgos. Es igualmente irrelevante que el modo de vida de aquella comunidad primera sea arquetipo o no lo sea de la pobreza religiosa. Una cosa es cierta: la nueva axiología de valores cristianos en relación con los bienes materiales y los prevalentes bienes del Evangelio.

Muy pronto, cuando dicha axiología quede más o menos des­dibujada por la manera de vivir los cristianos, instalados en un mundo demasiado seguro, el Evangelio de la pobreza interpelará a muchos, y las palabras de Jesús, invitando a dejarlo todo y se­guirle, serán captadas y seguidas por los llamados.

Antonio marchará al desierto, dejadas sus muchas riquezas, precisamente arrastrado por las palabras de Jesús. Y con Antonio miles y miles.

El monacato, en Oriente y en Occidente, surgirá primariamen­te como respuesta a esa misma llamada. Es significativo que las diferentes Reglas monásticas que conocemos den una importancia de primer grado a esta pobreza, mientras son muy escasas las palabras que dedican a la virginidad, aunque también ésta fuera vivida y se diera por supuesta en sus vidas.

En mayor o menor grado, todos los Fundadores, en el decurso de los siglos, han sido sensibles de igual manera a esa concreta

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llamada evangélica. En todos ellos, la nueva axiología abierta por el Evangelio ha sido determinante. Precisamente porque han bus­cado primariamente el Reino de Dios, y todo el resto ha quedado en un segundo plano, marginado voluntariamente por una imita­ción vital de Cristo.

La pobreza evangélica ha sido una constante histórica en todas las formas sucesivas de vida religiosa, lo que viene a indicar que estamos en el camino de una auténtica prueba de evangelici-dad para dicho valor, como un encuentro vital con el Evangelio de Jesús.

Interesa poco que dicha pobreza haya podido adoptar formas diversas en el decurso de los siglos. Bajo formas concretas diversas continúa inmutado el talante existencial evangélico del distandamiento, de la renuncia voluntaria, para afirmar y testificar con testimonio de fe existencial la absoluta primacía de los bienes nuevos: Cristo, su Reino y el anuncio, con palabras y con la vida, del sentido de ese Reino.

¿Es, pues, la pobreza un auténtico consejo evangélico? Cier­tamente, sí. Su contenido, ¿son únicamente los bienes materiales contabilizables de dinero? No. Es la totalidad de los bienes del orden de la creación, en tanto quedan situados en una nueva pers­pectiva por Cristo, y los bienes nuevos o la Buena Nueva, logran­do afinar dicha perspectiva precisamente por la renuncia a los bienes de este mundo, siguiendo el ejemplo de Cristo.

Cierto que de esta manera la pobreza evangélica sufre múlti­ples cruces con los otros consejos evangélicos, convirtiéndose en una actitud existencial total. Pero estas correlaciones entre los tres consejos evangélicos son normal consecuencia de ser cada uno de ellos expresión de un hecho unitario total de vida.

Toca a la Historia de sus formas explicar cómo se han ido articulando las coordenadas de la vida evangélica, de manera que desde cada una de ellas se lleguen a integrar todas las demás:

— Las vírgenes cristianas de los primeros siglos llegarán ne­cesariamente, desde su implantación virginal, hasta la po­breza existencial y la obediencia misional al servicio del Evangelio.

— El eremitismo y el monacato llegarán, desde el abandono

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de todas las cosas, hasta la virginidad y el servicio misio­nal al Evangelio.

— Las órdenes mendicantes, especialmente el franciscanismo, llegarán igualmente, por la pobreza prevalente, a la virgi­nidad y la disponibilidad misionera y misional.

— Los Institutos apostólicos llegarán, desde el anuncio del Evangelio de la pobreza, a la pobreza misma, y a la virgini­dad, y a la obediencia.

— Las más modernas formas de simple presencia evangélica, como en Foucauld, serán, en tanto simple presencia evan­gélica de Jesús, manifestación de un completo despojo existencial, que será suma pobreza, liberación virginal y servicio misional al Evangelio.

4. Dialéctica del orden del Génesis y el orden de la Redención

Existe un orden del Génesis, fundamentado en una creación del mundo por Dios. El «creced y multiplicaos» y el «dominad la tierra» signan las líneas del orden recto de la creación o del Génesis.

El pecado ha podido torcer aquel orden, pero no ha podido destruirlo en sus líneas originales. Lo difícil será volverlo al orden primero, restableciendo su primigenia axiología

Para restablecer aquel orden primero ha venido Cristo con una novedad que no estaba de idéntica manera en aquél, ni aun en el caso de entender el orden primero no sólo como un orden intramundano, sino como un orden de elevación sobrenatural.

Pero la novedad del Reino de Dios o Reino de los cielos no será únicamente un restaurador de aquel orden primero, sino una novedad radical: cielos nuevos y tierra nueva.

Desde esta novedad, aquel orden primero se puede restablecer de dos maneras: asumiéndolo responsablemente, pero desde una previa radical aceptación de Cristo como primera categoría axio-lógica de vida: o renunciando y distanciándose de él, para, por este distanciamiento, permitir una más limpia perspectiva. Así pro-

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cedió Cristo. No negó ni podía negar la obra de su Padre, de la cual El era Arquetipo. Pero se distanció voluntariamente, renun­ciando a dominar la tierra.

El sentido de su pobreza existencial fue, por tanto: primero, una afirmación plena de la Buena Nueva del Reino, que hay que buscar en primer lugar, e incluso únicamente; en segundo lugar, una redimensión desde aquella perspectiva de todo el orden ante­rior a la creación, para devolver al orden lo desordenado por el pecado. Cristo, en realidad, no vino para hacer un mundo más justo y ordenado, pero hará justo y ordenado el mundo cuando lo deje en la recta perspectiva que le corresponde, una vez que haya sido aceptado El como suprema categoría de valor, de bondad y de riqueza. Al margen de esta nueva perspectiva será imposible devolver al mundo su orden primigenio. Es lo que olvidan todos los intentos autonomistas y secularistas, con su ilusa carga de ro­manticismo seudooptimista roussoniano. Y lo que no tienen en cuenta quienes no aciertan en la diana del sentido de la pobreza evangélica: la de un Evangelio de la pobreza, predicado a ricos y pobres para que lo hagan suyo, por la pobreza evangélica he­cha vida religiosa.

La pobreza religiosa evangélica que profesamos es la acepta­ción en fe de los bienes del Reino y la perspectiva verdadera para todos los demás bienes, ofrecida a todos los hombres. Es nuestra suprema contribución para reordenar el mundo.

Para poder hacerlo es imprescindible que nuestra vida de po­breza evangélica sea tan auténtica, y tan limpia y transparente, que borre toda opacidad que impida ver el confín último del ho­rizonte, que es Cristo para la creación entera.

Esta ha sido la actitud existencial de todos los auténticos Fun­dadores y de todos los santos religiosos. Y, cuando se ha vivido existencialmente así, su testimonio ha sido siempre auténtico ? interpelante.

Ya no podemos decir que así hayan vivido todos ni la mayoría de sus seguidores. Es sumamente fácil resbalar de la actitud exis­tencial evangélica, con entramado de Evangelio de pobreza, hacia formas de vida instaladas en armadura de bienes materiales, aun­que sea con el pretexto de anunciar mejor el Evangelio, pero ya no será Evangelio de pobreza.

12.2

¿Cómo vivir en cada siglo aquella fundamental actitud exis­tencial de Evangelio de pobreza? Es cierto que habrá diferencias según la variante realidad histórica. Creo, con todo, que las dife­rencias serán más bien periféricas, mientras que el contenido exis­tencial de fondo continuará inmutado. Y me parece que muchas veces nos preocupamos más de buscar y concretar las diferencias, sin haber buscado con demasiado interés la dimensión existencial de fondo, que dé contenido a las concreciones de una pobreza, vivida dentro de un determinado contexto histórico.

¿Cómo devolver al primigenio orden del Génesis el desorden acumulado por miles de siglos de desorden, de injusticia y de pe­cado? Se puede intentar desde dos posiciones muy distintas:

— Desde un esfuerzo por rehacer el edificio caído piedra a pie­dra, con la seguridad de que poco después de nuevo volve­rán a caerse las pocas hiladas que creíamos haber puesto en su sitio.

— Desde la aceptación vital del orden nuevo en Cristo, para, con El como fundamento y punto de referencia y plomada segura, hacer que todas las demás cosas adquieran sitio y dimensión justa.

Pudiera parecer que el orden nuevo para el mundo se debería hacer desde dentro del mismo mundo. Y, sin embargo, sólo puede ser hecho desde Cristo, quien desde la novedad de su Reino ha dado el verdadero encuadre incluso para la creación entera.

Marxismo o capitalismo intentan poner en orden el mundo desde sus respectivas dialécticas, y no lo consiguen ni lo podrán conseguir. Porque sólo desde la dialéctica del Evangelio de Jesús, de distanciarse y negar para afirmar, se logrará ordenar al hombre ordenador del mundo: sólo quien pierde su vida la gana; sólo a quien, dejándolo todo, busca únicamente su Reino le es dado el resto por añadidura.

Resulta penosa la alianza de los cristianos, y más aún de los religiosos, con la dialéctica capitalista o con la marxista, en un esfuerzo de constructores de torres con que escalar el cielo. Torres de Babel se han iniciado muchas. Sólo Cristo penetró en los cielos; y aquellos a quienes El aupa y abre las puertas de allí y de aquí.

Por más extraño que parezca, sólo se logrará la justicia en las: posibles riquezas verdaderas de este mundo por medio del Evan-

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gelio de la Pobreza, predicado limpiamente y sin sofisticaciones a ricos y pobres. Predicado con las palabras no adulteradas; pero, sobre todo, predicado con las vidas. Este es el quehacer verdadero de la pobreza religiosa, como predicación del Evangelio de la po­breza, y no como predicación de buenas nuevas de riqueza capi­talista o marxista.

La pobreza religiosa debe —por el despejo existencial, por la renuncia voluntaria a los bienes, por el distanciamiento de los mismos— ofrecer a los hombres todos, y en primer lugar a los demás cristianos, la verdadera perspectiva de los bienes terrenos, obligando a todos a mantenerse dentro de esa única perspectiva, si quieren entrar en el Reino de Dios. A quienes no quieran en­trar y mantenerse en esa perspectiva y se sigan llamando cristia­nos, se les debe quitar la máscara sin contemplaciones, hasta que se sientan excluidos del Reino de Dios, en vez de darles bendicio­nes de consolación.

¿Está la vida religiosa en condiciones de entregar este mensaje al mundo cristiano y no cristiano? Muchísimas veces, no. Bastan­tes religiosos, sí.

5. Normativa para una pobreza evangélica

Si la pobreza debe ser una actitud existencial de asimilación de la predicación del Evangelio de la pobreza, y debe ser la con­tinuación, en encarnación vital, del talante de Jesús ante todos los bienes creados por su Padre —que sólo volverán a reinsertarse en el orden primero cuando el hombre y el cristiano entren en una nueva axiología, en la que Cristo ocupa plenamente el pri­mer lugar—, si la pobreza religiosa debe ser la reproducción de la manera concreta como se instaló ante los bienes de este mundo, renunciando a ellos, viviendo y muriendo en absoluta pobreza, dicha actitud existencial puede adoptar formas muy distintas, den­tro de la identidad de implantación. De hecho así ha sucedido en el decurso de los siglos. Tan pobres evangélicamente fueron los Apóstoles como lo pudieron ser Antonio, o Pacomio, o Benito, o Francisco, o Teresa, o Ignacio, o Foucauld. Tan idénticos y tan distintos.

Si respecto de los otros consejos evangélicos caben diferencias notables en la asimilación vital, según el talante carismático de

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cada Fundador y de cada Instituto, esta diversidad es mucho ma­yor por lo que hace a la manera concreta de encarnar la actitud radical de la pobreza.

En un pasado próximo se uniformó excesivamente la normati­va, reduciéndola a una serie de determinaciones igualmente válidas para todos, acotadas dentro de los límites del no poseer, o al me­nos de no usar o hacer actos de propiedad, o dentro del permiso. Dentro de ese ámbito es muy posible que muchas veces quedara muy poco espacio para la pobreza, y menos todavía para la po­breza concreta de cada Instituto.

En el futuro deberán ser los propios Institutos los que, desde una fidelidad renovada al Evangelio de la pobreza y desde una penetración aguda en el carisma peculiar del Instituto, se com­prometan decididamente en una determinada manera de vivir sU pobreza evangélica.

Ello requerirá un esfuerzo muy considerable a los mismos Institutos y una mayor responsabilización. Y exigirá a la Iglesia un juicio discernidor mucho más matizado para no ahogar el Es­píritu en cada Instituto.

Sería improcedente dar aquí ni siquiera unas líneas generales de orientación normativa. Se quedarían en generales, y si alguien se contentara con ellas manifestaría que renunciaba al compromiso de hacerlas realidad en su vida personal y en la de su Instituto.

La normativa particular, exigente desde el Evangelio y desdé el carisma propio, debe ser recogida en las Constituciones, y expli-citada en el Directorio y en los demás Documentos en los que se ofrezca todo el panorama de la vida del Instituto.

No va a ser fácil esta tarea, y puede ser que suponga la verda­dera piedra de toque para muchos Institutos. No es tan retórica, como puede parecer, la afirmación de que muchos Institutos han desaparecido de la historia por la pérdida precisamente de su po­breza evangélica. Lo que sucedió en el pasado, hay motivos para pensar que puede suceder más fácilmente en el futuro inmediato, si no está ya sucediendo ante nuestros ojos.

Concretamente, en los Institutos de vida apostólica, su po­breza debe ser tal que les permita anunciar limpiamente un Evan-

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gelio de pobreza a todos los hombres, ricos y pobres. Desde el momento en que un concreto encuadre de sus vidas no permita este anuncio limpio de Evangelio de pobreza, deberá ser abando­nado sin contemplaciones dicho encuadre.

Abandonado o transformado radicalmente. En ocasiones nos ilusionamos pensando que no se puede abandonar; pero no pen­samos si se puede transformar.

Nada se remedia con mantenerlo en la mayor parte de las ins­tituciones, buscando aquietar la conciencia, porque se buscan algu­nas actividades marginales, realizadas por algunos hermanos. En este caso se salvarán esos hermanos, pero no por ello se salva el Instituto. Como no se salva un Instituto porque alguna comunidad se renueve. Por desgracia, no es infrecuente el apelar a estos se­dantes de espíritu.

Es un narcótico espiritual pretender salvar la atonía misional de una Provincia, por el hecho de que algunos miembros de la misma marchan a una misión; la atonía comunitaria, porque se per­mite la experiencia de alguna comunidad con ansias de renovación; la atonía de pobreza, porque en algún barrio pobre se tiene una cabeza de puente hacia la pobreza del Evangelio.

Una pobreza, que sea de verdad la asunción del modo existen-cial de vivir Cristo la pobreza para el anuncio del Evangelio, ten­drá que ser una desimplantación de cuanto sea o pueda aparecer como instalación, adhesión a elementos de poder mundano, de influencia, de dinero, de comodidad, de no disponibilidad.

Sólo quien es existencialmente pobre encontrará el camino para hacer evangelizadora su pobreza; y hallará la normativa prác­tica para vivirla de tal manera que penetre todas las dimensiones de su ser, de su vida evangélica y de su entrega al anuncio del Evangelio.

Esto es todo cuanto desde un punto de vista teológico se puede decir de la pobreza. La complicadísima problemática que la pobre­za plantee desde la convergencia de factores sociológicos, económi­cos, políticos, eclesiales deberá ser abordada en cada caso desde la visión central del qué y el porqué de la pobreza de Cristo y el porqué de su Evangelio de pobreza, como riqueza verdadera del hombre y del cristiano.

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CAPITULO XIII

LA OBEDIENCIA RELIGIOSA DESDE UNA TEOLOGÍA DE LAS MEDIACIONES

La obediencia —y la autoridad— han sido estudiadas desde perspectivas distintas, todas útiles, aunque no todas de idéntico valor. Son generalmente perspectivas parciales. Pero, precisamen­te por ello, pueden llegar a comprometer en cierta manera el pun­to de vista total, a menos que se mantenga con todo cuidado una unidad de visión.

Un enfoque de la obediencia y de la autoridad desde la teolo­gía de las mediaciones nos permite, en cambio, un estudio com-plexivo y armónico de todos los elementos sustanciales de las mis­mas. Precisamente, porque la teología de las mediaciones abarca la totalidad de los aspectos de la Historia de la salvación ', puede

1 No voy a insistir sobre la importancia de la teología de las mediaciones en el ámbito global de la historia de la salvación. Baste decir que cada vez cobra mayor vigor dicha teología, como la vía más segura para una interpre­tación de todos los problemas de la revelación. Para el estudio e implicacio­nes de dichas mediaciones en la Revelación, en la Cristología y en la Iglesia, véase el amplio análisis de importantes teólogos en el volumen I de Myste-rium Salutis, capítulo IV, con la abundante bibliografía allí apuntada. En relación más directa con la mediación de Cristo, de la Iglesia y de los sacramentos y vida eclesial, en un contexto muy próximo al nuestro, me remito al libro de SCHILLEBEECKX Cristo, sacramento del encuentro con Dios, citado ya en otros lugares de esta obra, así como al de Revelación y teología, del mismo autor (Salamanca, 1968, 420 ss). Igualmente, será útil estudiar varios de los escritos de Rahner: Para la teología de la encarnación, así como Para una teología del símbolo («Escritos de teología», IV, 139-158; 283-322). Sobre la importancia de las mediaciones eclesiales en la vida religiosa se ha escrito muy poco y de manera un tanto asistemática. Aunque de manera breve, ha centrado bien el problema SEBASTIÁN, F., Renovación conciliar de la vida religiosa, Bilbao, 1967, 334-345. Sobre las implicaciones filosóficas de la mediación, véase la palabra «Mediación» en la obra Conceptos funda­mentales de teología, Ed. Cristiandad, Madrid, 1966.

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ser y es un punto de partida valiosísimo para el estudio de la vida religiosa; y en particular para una comprensión de la autoridad y obediencia religiosas. Aunque el tema, en esta concreta pers­pectiva, ha sido aludido no pocas veces, sin embargo, no ha sido desarrollado aún con la profundidad y fecundidad que puede ofrecer.

Dentro de la brevedad de un capítulo, habremos de dar por supuestas no pocas cosas necesarias para una comprensión de toda la doctrina. Aun dejando sin la explicación o demostración —tal vez requeridas en algunos casos— las afirmaciones que iremos ha­ciendo, procuraremos, sin embargo, clarificar el horizonte de una manera progresiva y suficiente.

1. Ámbito universal humano de las mediaciones

El problema de las mediaciones no es únicamente teológico. Es también profundamente antropológico; incluso sociológico, si la sociedad ha de estudiar al hombre como hombre, sin conten­tarse con datos puramente externos, ya que el hombre nunca es pura exterioridad.

El hombre casi siempre se ha debatido, o bien en un monis­mo espiritualista —para el que no cuenta prácticamente el cuerpo y cuanto deriva de la corporeidad—, o bien en un monismo ma­terialista —para el que no cuenta el espíritu—; o ha sucumbido a un dualismo —alma más cuerpo— intentando crear puentes que nada han unido. Se vive en la antinomia, jamás armonizada, en­tre cuerpo y espíritu, carisma e institución, Iglesia-misterio e Igle­sia-sociedad.

Sólo la mediación, rectamente entendida, logra ofrecernos una visión íntegra e integrada en la que Dios, el misterio, el Espíritu, se hacen presentes en la visibilidad, en la corporeidad, en el signo. La corporeidad, la visibilidad, el signo —elevados a categoría de mediación— son la manifestación de la presencia del Espíritu, del Dios presente que salva. Tomar la corporeidad, el signo, como verdadera mediación ontológica y teológica es evitar toda cosifi-cación, en la que hemos caído tantas veces.

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Quien cosifica el símbolo, el signo sacramental o religioso, la Iglesia en su visibilidad —el hacer del hombre en y desde su corporeidad—, quitando a todas estas realidades su más honda dimensión de mediación, quedará cerrado y opaco a toda luz, que le permitiera entender el misterio de un Dios que llega a nosotros mediado por la Palabra de su revelación, o por el Verbo encarna­do. Y quedará ciego para entender una Iglesia que nos trae a Dios y nos lleva a Dios, en su mediación.

Cosificado el símbolo, está de sobra. Cosificado el signo, so­bra la liturgia. Cosificada la Iglesia, se la rechaza, invocando la Iglesia del Espíritu —que no sé si servirá para ser Iglesia de los espíritus, pero desde luego no sirve para ser Iglesia de los hom­bres—; cosificada la llamada Institución, se la rechaza, para que­darse con nada entre las manos.

En una palabra, matado el signo, al matar la mediación de Dios en la palabra, se acaba con la revelción, queriendo desmiti­ficarla. Se acaba con lo sagrado de un Dios, en la mediación de la palabra revelada, desacralizándola; con la revelación mediada por y en la palabra, secularizándola, para dejarla en sola palabra de hombre; con el signo, en el que Dios se hace presencia en la vida del hombre, reduciendo su corporeidad religiosa a acción sola­mente humana, matando toda posibilidad de una sociología reli­giosa e incluso de una sociología metafísica.

2. La historia de la salvación como mediación

«Toda la historia de la salvación, como comunicación de Dios al hombre, transcurre bajo el signo de la Mediación y de las me­diaciones; tanto en la Revelación veterotestamentaria, como en la neotestamentaria, cumplida en Cristo y cumpliéndose en la Igle­sia, hasta la Parusía y más allá de la misma Parusía.»

La historia de la salvación es un proyecto realizado de comu­nicación personal de Dios al hombre y de acceso del hombre a Dios. Es un encuentro preparado, proyectado y realizado por Dios, en el que juega su parte definitiva el hombre, como realidad es­piritual encarnada, en la unidad de un espíritu, que sólo se rea­liza en la corporeidad, y de una corporeidad, que sólo es inteligi­ble desde el espíritu.

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El encuentro de Dios con el hombre y el encuentro del hom­bre con Dios —el Dios personal— se ha realizado siempre en pleno respeto al ser personal del hombre. Este respeto de Dios al hombre ha hecho que Dios haya buscado caminos gratuitos y graciosos de acceso, asequibles al hombre, lo que supone nece­sariamente acceso, camino, encuentro en la mediación. Una me­diación que sea consonante con el ser del hombre y consonante con el Dios personal y trascendente.

Esta es la fuerte ambivalencia de la mediación, que, por una parte, debe llegar al hombre como él es; y, por otra, debe traer­nos y llevarnos a Dios como El es. Sólo Dios podía elegir y dar ese doble contenido a las mediaciones: ser humanas y accesibles al hombre en la carne, y ser mediaciones de Dios, ante Dios y para el Dios personal.

Todo esto puede parecer fácil. Sin embargo, nos sumerge en el fondo mismo del misterio de una nueva —y vieja— antropo­logía; de una nueva —y vieja— soteriología; de una nueva —y vieja— Cristología; de una nueva —y vieja— eclesiología; de una nueva -—y vieja— visión de la gracia y de los sacramentos; de una nueva —y vieja— visión de toda la vida cristiana y de la vida religiosa, cruce o encrucijada —mediación— en la que es po­sible el paso de Dios al hombre y del hombre a Dios. Paso de doble dirección, que se ha cumplido siempre y únicamente en la mediación.

Toda la revelación del Antiguo Testamento es mediación y es mediada: nos ha llegado en la palabra de los Profetas, que era de ellos, pero que era más que ellos, por ser palabra de Dios. Era mediación.

Y toda la revelación del Nuevo Testamento es mediada y se consuma en la mediación del Cristo-Dios-en-la-carne, mediación y Mediador. Toda la vida de la Iglesia pospentecostal se realiza en la mediación de la misma Iglesia, visibilizadora y signo o sacra­mento históricamente visible de la salud del Cristo.

Qué suponga todo esto, se irá precisando sucesivamente a lo largo del presente capítulo.

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3. La mediación de Cristo mediadot

«La Mediación esencial se ha cumplido en la Encamación de Dios. El Verbo se ha hecho Carne. En Cristo, Dios ha salido al encuentro del hombre haciéndose verdaderamente Hombre. Al margen de la Humanidad verdadera de Cristo no hay acceso de Dios al hombre, ni acceso del hombre a Dios. Su Humanidad real fue mediación para el encuentro. Lo es y lo sigue siendo, hasta el final de los tiempos y lo seguirá siendo, incluso, más allá de los tiempos. La Encarnación, la Humanidad de Cristo, no termi­nará nunca, no fue sólo un acontecimiento temporal ocasional, sino un acontecimiento definitivo, porque su humanidad no se ha diluido después de la Ascensión, ni nuestra humanidad —espíritu en corporeidad— tampoco acabará con el final de este tiempo, aunque pase a ser humanidad corporal glorificada.»

Aunque la llamada «fe de Calcedonia», según la cual Cristo es una Persona en dos naturalezas, haya sido siempre la fe de la Iglesia, demasiadas veces su Humanidad —su ser Dios de mane­ra humana y su ser hombre de manera divina— se ha diluido, con­virtiéndose en algo así como un puro pretexto ocasional, del que se prescinde definitivamente cuando su humanidad ha sido glori­ficada. Y no: la humanidad vecina y visible de Cristo no ha sido algo ocasional, transitorio y pretextual. Es una realidad definitiva: la salvación se ha visualizado para nosotros, se nos ha acercado en un rostro humano, se ha hecho carne, según la fórmula fuerte de la Escritura. Pero en su rostro humano, en su carne verda-

' dera, en su ser hombre con los hombres y para los hombres, se ha acercado verdaderamente el Dios Personal, para realizar su encuen­tro personal con nosotros.

La mediación de Cristo, que es mediación entre dos, o más rigurosamente: mediación para dos, es la única manera de poder entender de verdad toda la Cristología, ni panespiritualista, ni pan-carnalista. Ni un Cristo que es sólo Dios, con sólo aparente rea­lidad humana; ni un Cristo que es sólo hombre, aunque se le quiera hacer superhombre, prototípico de un humanismo intra-mundano, que acaba por negar su condición esencial de Mediador entre dos y para dos: distantes, como son distantes Dios y el hombre; pero ahora encontrados en encuentro personal para los dos, en la mediación unidora de Cristo.

«Tenemos siempre la tendencia, dice Schillebeeckx, a disolver la vida humana de Cristo, a mirar a su divinidad pasando por

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encima de su humanidad. Precisamente en cuanto hombre el Hijo-es Mediador de gracia: en su Humanidad y, por consiguiente,, según el modo de su humanidad. Su mediación humana de gracia supone su corporeidad» 2.

En Cristo, en su mediación, no queda lugar para un ámbito místico de pura gracia y un ámbito externo, histórico, de sola ta­rea humana; sino que misterio y visibilidad del misterio se im­plican: nadie llega al misterio sino a través de su visibilidad me­diadora; y nadie toca sólo su visibilidad mediadora sin ser lleva­do al misterio. Una recta Cristología salvará siempre una recta eclesiología y la verdadera naturaleza de toda la vida cristiana y vida religiosa, desarrollándose siempre en la mediación.

4. La Iglesia, cuerpo del Señor. Mediación sacramental de la Iglesia

«Glorificada la Humanidad de Cristo, después de su Ascen­sión, no ha perdido su carácter de mediador y mediación esencial, que ahora continúa visibilizada en su nuevo cuerpo, que es la Iglesia. En ella se continúa visible y visibilizadora en realidad his­tórica la mediación de Cristo, ha Iglesia es ahora el sacramento de Cristo: la gracia de Cristo ofrecida en visibilidad corpórea a los hombres, que siguen viviendo su propia situación de espíritu en corporeidad, ha mediación de la Iglesia, como cuerpo del Se­ñor, es mediación •—visible, al alcance del hombre en corporei­dad— descendente, porque en su visibilidad se nos acerca y co­munica la gracia de Dios en Cristo. Y se hace mediación ascen­dente, porque nos permite verdadero acceso a Dios. Iglesia-miste­rio e Iglesia-sacramento de visibilidad no son dos dimensiones se­parables de la única Iglesia. Su visibilidad histórica no es sola Institución; su Misterio no es sólo misterio invisible. El encuentro con Dios se realiza ahora en la visibilidad operante de la Iglesia. Ella sigue siendo mediación desde la mediación esencial de Cristo.»

2 SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, 55. Para un

estudio más profundo de toda la dimensión mediadora de Cristo en su Huma­nidad se pueden leer algunos de los autores que han estudiado a Crista como Sacramento original, por quien la gracia nos viene ofrecida en la-visibilidad, la tangibilidad histórica del Cristo. Así, todo el libro aquí citado de Schillebeeckx; Semmelroth, Rahner, etc., más todos los comentarios al Concilio, que ha hecho suya dicha visión sacramental de Cristo y de la-Iglesia, como mediaciones necesarias de la gracia, que nos llega en la visibilidad.

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La permanente tentación de distinguir dos Iglesias: la Iglesia-Misterio y la Iglesia-Institución, llegando incluso a contraponerlas, será siempre una manera de negar o de no comprender la verda­dera Iglesia de Cristo. Tentación del pasado, que redujo dema­siadas veces la Iglesia a una pura realidad humana sociológica, sin lograr verla como visibilización histórica de la gracia de Cris­to ,mediación en la que se continúa la necesaria mediación de Cristo para el encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios.

Pero también tentación del presente en tantos inconscientes seguidores de una Iglesia del Espíritu y del Misterio, puramente intimista, desacramentalizada. Lo que un día pudo ser teología protestante, y hoy lo es menos cada vez entre los mejores teólo­gos reformados, es, por desgracia, cada vez más, eclesiología la­tente en muchos católicos, acérrimos opositores desde su Iglesia del Espíritu y del Misterio a la Iglesia de la Institución.

En el fondo se trata de una negación de la mediación y de las mediaciones en la Iglesia. Más que negación, desconocimiento. Subyace una falsa Cristología y, como consecuencia, una falsa ecle­siología, y un desconocimiento de todo cuanto suponen las me­diaciones en la Revelación, en la Cristología y en la Eclesiología.

5. La Iglesia en su totalidad es la que visibiliza a Cristo

ha mediación una de Cristo se continúa y actúa en las media-•ciones múltiples de la Iglesia. Es la Iglesia toda la que visibiliza la oferta de gracia de Cristo, en tanto santificadora y en tanto santificada, ho que supone que la Iglesia contiene una serie de mediaciones interrelacionadas, siendo las unas mediaciones para las otras, cada una en su orden querido y dado por Cristo. Una es la mediación del ministerio, entendido en toda su amplitud, como carisma de santificación y para la santificación en sentido activo. Otra es la mediación de la vida y santidad y de todos los carismas vitales, como manifestaciones de esa vida desde el Espí­ritu de Cristo, ha Iglesia entera se articula como un entrecruzarse de mediaciones.

Demasiadas veces hemos achicado el horizonte eclesial de las mediaciones reduciéndolas a la mediación del ministerio. Incluso

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limitadas al ministerio puramente jerárquico. San Pablo, dentro del ámbito que podemos llamar todavía genéricamente ministerial, habla de apóstoles, evangelistas, pastores, doctores, profetas, maestros.

En realidad, cada una de esas categorías, en su orden, es me­diación para las otras; y mediación para el resto de la totalidad que integra la Iglesia. Habla también de todos aquellos otros ca­rismas más directamente referidos al orden de la vida, que son también verdaderas mediaciones, puesto que al ministerio no le toca crearlos ni es libre de aceptarlos o rechazarlos porque sí, sino que está obligado a discernirlos, y, si los ve auténticos, queda obligado a aceptarlos; cosa lógica, porque si han sido suscitados por el Espíritu de Cristo, Cristo mismo se manifiesta en ellos, los hace continuadores de su mediación de vida y de gracia. Sofo­carlos sería sofocar el Espíritu que en ellos se visibiliza. Son, por lo tanto, mediaciones de Cristo, incluso para el ministerio; y no son mediados por el ministerio ni en su origen, ni en su manifes­tación. Pero quedan mediados por el ministerio en cuanto a su discernimiento.

La Iglesia entera, cuerpo visible del Señor en la etapa del tiempo escatológico que va de Pentecostés a la Parusía, es un ma­ravilloso entrecruzarse de mediaciones interrelacionadas por Cristo mismo y en dependencia del Cristo, que por ellas media. Y media como sacramento originario que es El en los sacramentos eclesia-les que le manifiestan: sacramentos de santificación y sacramentos de santidad y de vida. Continuándose Cristo como Sacramento, tanto en los sacramentos de santificación como en los sacramentos de vida, cada uno es mediación de Cristo para los otros dentro de su orden, bajo el último juicio de valor mediador, que será siem­pre la referencia al mismo Cristo como sacramento original.

No puede negarse la importancia decisiva de la mediación, desde Cristo, del ministerio jerárquico, que desde el punto de vis­ta de la mediación santificadora de las acciones sacramentales ecle-siales de los siete sacramentos, desde el punto de vista de la pro­clamación de la palabra de salud, desde el punto de vista de la proclamación de la verdad de la fe y desde el punto de vista del juicio discernidor ocupa el lugar preeminente.

No puede olvidarse que también son Iglesia de Cristo, sacra­mento de Cristo, los carismas de vida que El suscita por el Espí-

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ritu, y que no están mediados en su origen, ni siquiera en su desarrollo vital, por el ministerio. El ministerio actúa sobre ellos en Cristo y desde Cristo, para discernirlos y confirmarlos; pero no puede olvidar que, hasta cuando manda, lo hace mediado por Cristo y por lo tanto obedeciendo a Cristo, que le puede mandar cuando se manifiesta como vida en los variados carismas de los cristianos.

Esta puede ser una buena pista para lograr entender el minis terio como servicio y diakonía. Ciertamente como autoridad, pero también como obediencia, pues toda mediación es una obediencia en relación con el autor de la misma, y es una autoridad sobre aquellos que están bajo dicha mediación.

Es exacto el pensamiento de Rahner cuando habla de Francis­co de Asís, y valdría para otros casos semejantes:

«La obediencia de San Francisco de Asís frente a su vocación eclesial fue una obediencia frente a una llamada que no estaba mediada por el ministerio eclesiástico —aunque se insiste en que se mantuvo dentro de los límites del mismo que lo examinó y lo aprobó—. Y, sin embargo, fue un acontecimiento de la Iglesia, y no sólo la acción de una interioridad privada que nada tuviera que ver con la vida de la Iglesia» 3.

En realidad se trata de dos mediaciones eclesiales, cada una en su orden. La una mediación para la otra en su orden respectivo. No hay ninguna dificultad en afirmar que, en ese caso, el minis­terio eclesiástico fue mediado por el Espíritu, que actuó eelesial-mente por Francisco de Asís; y que Francisco de Asís fue media­do por el ministerio eclesiástico, que desde el Espíritu discernió y aprobó su carisma como carisma del Espíritu. Pero, naturalmen­te, no lo creó, sino que se encontró con él.

Nos hallamos ante dos mediaciones conjugadas y, por tanto, ante dos obediencias y ante dos autoridades-servicio.

Más tarde volveré ampliamente sobre esta articulación indi­soluble entre autoridad y obediencia, u obediencia y autoridad, como solución plenamente válida para una teología armónica del binomio correlacionado.

3 RAHNER, Escritos de teología, VI, Madrid, 196/, 494-495.

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Utilizando una fórmula de la Escolástica, podíamos decir que «en la Iglesia múltiple en sus mediaciones, cada mediación es me­diación para la otra». De esta manera, la autoridad de la media­ción y la obediencia a esa mediación crean la unidad integrada del misterio de la autoridad y la obediencia, que no son dos mis­terios, sino uno sólo.

Dice profundamente Schillebeeckx:

«La Iglesia terrestre es la aparición de esa realidad salvífica en el plano de la visibilidad histórica. Es comunidad visible de gracia. Esta misma comunidad, constituida por miembros y una dirección jerárquica, es el signo terrestre de la gracia de la reden­ción victoriosa de Cristo. Decimos con insistencia que no sólo la Iglesia jerárquica, sino toda la comunidad laica de creyentes pertenece a este signo de gracia, signo que la expresa y la con­fiere, que es la Iglesia. Tanto en la Jerarquía como en sus miem­bros fieles, la comunidad eclesial es la forma de manifestación histórica de la victoria reportada por Cristo... La esencia de la Iglesia consiste en que la gracia final de Cristo se hace presente histórica y visiblemente en toda la Iglesia como sociedad visible... Es necesario excluir todo dualismo, según el cual la comunión de gracia interior con Cristo sería contraria a la sociedad eclesial vi­sible, jurídica, o inversamente. La Iglesia no es sólo un medio de salvación. Es la salvación misma de Cristo, es decir, la forma corporal de esta salvación, en cuanto se manifiesta ésta en el mundo. Hemos dicho que esta manifestación de gracia califica a la Iglesia entera, no sólo a la Jerarquía, sino también a la comunidad de los fieles» 4.

Si la Iglesia entera continúa la sacramentalidad de Cristo, la Iglesia entera continúa su presencia de gracia, la visibiliza, conti­nuando su mediación. Cada uno en su orden, con una serie de mediaciones correlacionadas. Y también la Iglesia como vida y como santidad continúa y presencializa la gracia de Cristo. Es me­diación eclesials.

Una de las manifestaciones más destacadas de la Iglesia, como vida y santidad, es la vida religiosa, con un valor de presenciali-

4 SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebas­tián, 1965, 62-63.

5 Cf SCHILLEBEECKX, ib., 63-67.

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zación, de visibilización, de mediación en la que actúa la media­ción de Cristo, de la que no puede prescindir la Iglesia en su conjunto ni tampoco la Jerarquía.

6. La vida religiosa como mediación en la Iglesia-sacramento de santidad

La vida religiosa, como perteneciente de manera indefectible a la vida y santidad de la Iglesia (LG 44), es la manifestación de un carisma del Espíritu de Cristo, ofrecido, por medio del Fun­dador, a toda la Iglesia; ofrecido a toda la comunidad eclesial como don del Espíritu, y ofrecido al ministerio sacerdotal para ser discernido. En tanto carisma del Espíritu de Cristo, comunicado al Fundador, y, por el Fundador, ofrecido a la Iglesia, no viene me­diado ni en su origen ni en su desarrollo por el ministerio. Es ofrecido como oferta de gracia al ministerio —y a todos los fie­les—. El ministerio tiene el deber y la misión de discernirlo según el Espíritu. Su juicio discernidor es una verdadera mediación, que da el sello de garantía eclesial a dicho carisma; garantía incluso infalible en la aprobación definitiva. Nos encontramos ante dos mediaciones distintas e ínter dependientes. El ministerio, que no medió en el origen del carisma y que cuando descubra que es ver­dadero no puede extinguirlo, viene mediado por el carisma. Y a su vez el carisma tiene que venir mediado por el jninisterio, al que Cristo confió la misión de discernirlo. Esa mediación discernidora es verdadera autoridad sobre el Fundador, sobre cuantos sean lla­mados a convivir el carisma y sobre todos los fieles que deben aceptarlo.

Que nadie se extrañe de este juego de mediaciones eclesiales interrelacionadas. Así es la Iglesia, Cuerpo de Cristo en su multi­plicidad de miembros y de carismas. Si en el pasado nuestra óp­tica ha limitado las mediaciones eclesiales al solo ministerio sacer­dotal, porque verdaderamente le corresponde una misión de me­diación, que en muchísimos casos es suprema e inapelable, esto no quiere decir que sea única; porque hacer del ministerio me­diación eclesial única es reducir la Iglesia a sólo el ministerio. Ello no disminuye para nada la autoridad del mismo ministerio. Pero la sitúa, desde la recta perspectiva de las mediaciones, dentro de su verdadera dimensión de servicio, sin posibilidad teórica de ar­bitrariedad o de autoritarismo. La sitúa en el ámbito auténtico de lo que debe ser una autoridad eclesial.

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7. El carisma del fundador hecho realidad eclesial visibilizadora de gracia

El carisma dado por el Espíritu de Cristo al Fundador se con­figura en visibilidad eclesial, estructurando un modo concreto de vivir el Evangelio y seguir a Cristo, al que todos los miembros se comprometen en la totalidad de sus elementos de visibilidad eclesial y de Institución, garantizada por la mediación discernidora del ministerio que lo ha aprobado.

Tampoco aquí debe existir contraposición entre carisma e ins­titución visibilizada, como no se contraponen en la Iglesia en su conjunto.

Apelar al carisma —en la Iglesia en su conjunto o en la vida religiosa en particular, contra la Institución—, o a la Institución contra el carisma, es caer en una dicotomía que niega la Econo­mía de salvación en mediación, sea de la Humanidad de Cristo, sea de la de su nuevo Cuerpo que es la Iglesia: gracia en visibi­lidad, en signo pleno de contenido, en sacramento que significa V contiene lo significado. Se trata del signo y del sacramento en toda la hondura que le dieron los Padres y conserva en la teolo­gía de Santo Tomás y ha sido reasumida por la Eclesiología y Cristología del Concilio.

Buscar contraposiciones internas es volver a situarse en una Cristología y una Eclesiología radicalmente falsas, como lo han sido cuantas han nacido en el decurso de los siglos desde las he­rejías cristológicas y eclesiológicas. Queriendo desencamar la Igle­sia o la vida religiosa, so pretexto de espiritualizarlas, lo que se hace es eliminar la Humanidad de Cristo, sacramento original visibilizador de la oferta y comunicación de gracia, y eliminar la Iglesia como sacramento que le continúa en el tiempo, hasta que El vuelva.

8. La vida religiosa de un Instituto, mediación mediada

La vida religiosa de un Instituto, mediación de vida y santi­dad ofrecida a la Iglesia, queda ya mediada: a) por el Espíritu que ha comunicado su carisma al Fundador; b) por el Fundador en tanto portador del carisma ofrecido a la Iglesia y a cuantos son

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llamados por gracia a vivirlo; c) por la mediación eclesial del mi­nisterio, que lo ha discernido como auténtico en la Iglesia y para la Iglesia y en particular para los miembros del Instituto. En tan­to mediada por todas esas mediaciones, la vida religiosa de todos los religiosos es una obediencia mediada.

Con ello entramos en el misterio de la obediencia religiosa, que nunca será una pura sumisión pasiva e inerte a simples im­posiciones humanas. La obediencia mediada se inscribe en el ám­bito de una fe en la Iglesia continuadora de la mediación salvífica de Cristo; entramos en el ámbito de la oferta eficaz de gracia en visibilidad y de la respuesta graciosa del religioso, que se hace sig­no de la gracia victoriosa que en él actúa. Pero su obediencia mediada no queda sometida al capricho, sino a la acción del Es­píritu, que comunicó el carisma al Fundador, en tanto mediación para que el carisma se manifestara y fuera ofrecido a la Iglesia, que lo ha discernido por el ministerio.

9. Relación y ordenación de mediaciones dentro del Instituto

La mediación del carisma eclesial aprobado se ejercita necesa^ riamente, en su despliegue histórico en el tiempo de la Iglesia, a través de una serie de mediaciones en las que se expresa la acción continuada del Espíritu. Son las mediaciones de los superiores en su varia configuración: Capítulos Generales, Superiores generales, provinciales o locales, según un orden que los convierte a todos en: a) mediación-mediadora o autoridad; b) en mediación media­da u obediencia; c) y a los religiosos en receptores de dicha me­diación, como mediación de gracia.

Esta proposición tiene capital importancia, porque en ella no sólo se descifra el misterio de la obediencia religiosa, sino tam­bién, y de manera indisoluble, el misterio de la autoridad religiosa como mediación-mediadora y mediación mediada; la autoridad como servicio, que le hace ser autoridad y obediencia al mismo tiempo, por la articulación interrelacionada de mediaciones.

Se ve claramente lo que la autoridad, mediación-mediadora, tiene de auténtico servicio; y lo que incluso tiene de servidum­bre, en tanto mediación siempre necesariamente mediada. No po­cas veces se ha escrito estos últimos años que la autoridad y la

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obediencia eran dos obediencias convergentes. No siempre dicha convergencia aparecía medianamente clara en la explicación que se daba. Por ello, todo quedaba en una palabra bonita.

Sin embargo, en esta otra perspectiva la convergencia es ma­nifiesta:

r- 'a) Cuándo un Capítulo General, de la Fraternidad global del Instituto, actúa como mediación-mediadora sobre todos los miem­bros del Instituto, con verdadera autoridad mediadora, viene a su vez mediado —obediente:— por la mediación del Carisma, por la mediación del Fundador, por la mediación del Espíritu y por la mediación del ministerio que discernió un día y sigue obligado a discernir si se continúa en la línea de fidelidad al carisma apro­bado.

Y en tanto ejercita el Capítulo su mediación-mediadora en cuanto actúa mediado por las mediaciones, a las que obedece en el Espíritu. Es autoridad, siendo mediación mediadora para todos los miembros, en tanto se siente y es mediación mediada por ca­risma, Fundador, Espíritu y ministerio; en tanto es obediencia eclesial religiosa.

b) Cuando un Superior general —él y él y su consejo cuan­do esto es necesario— actúa como mediación-mediadora para el Instituto, él a su vez es mediado por el Capítulo General, por el Carisma, por el Fundador, por el Espíritu que actuó en el Funda­dor y actúa en todos los receptores del carisma asumido; y por el ministerio, que no deja de actuar su misión discernidora para la Iglesia.

El Superior general es autoridad en tanto mediación-media­dora; pero es obediencia en tanto mediación-mediada. Eso debe ser puro servicio fiel, obediente en el Espíritu.

c)'.. Lo mismo sucede con el Capítulo Provincial y con el Su­perior provincial, en una nueva articulación entre mediación-me­diadora sobre y para sus religiosos, y mediación-mediada por to­das las mediaciones superiores, siendo, incluso, cada vez más am­plia su situación de mediación-mediada; aunque pueda haber oca­siones en las que los Capítulos Provinciales o los Superiores pro­vinciales no tengan debidamente en cuenta su condición de me­diación-mediada y se crean pura mediación-mediadora, rompiendo la comunión en el Espíritu, rompiendo la eclesialidad, para caer en la sectarización; rompiendo la comunión, para caer en el cisma.

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d) Otro tanto sucede con el superior local —él sólo o él con su consejo o con la reunión plenaria de comunidad, cuando así esté determinado—. También ejerce realmente una mediación-me­diadora, siquiera sea en el último grado. Pero realmente la ejerce.

Se trata de una mediación mediada por todas las mediaciones superiores. Es servicio de mediación mediadora sobre los miem­bros de la comunidad. Pero, en tanto mediada por todas las me­diaciones superiores, verdaderamente presentes y actuantes en él como auténtico obediente, en una nueva unión de autoridad y obediencia religiosa, dentro del misterio eclesial del humilde ser­vicio de las mediaciones, intensamente vividas y servidas en la fe.

Existe, sin duda —y las lamentaciones vienen de todos lados con acentuaciones distintas—, crisis de autoridad y crisis de obe­diencia, presentadas como crisis distintas, cuando la crisis es sólo una:

— Autoridad, mediación mediadora, que no actúa realmente como mediada por todas aquellas mediaciones que le dan la categoría de servicio eclesial cristológico.

-— Autoridad que renuncia a ser mediación-mediadora por in­hibición, por miedo, por falta de fidelidad a las mediacio­nes superiores, que debían poseerla en el Espíritu.

— Religiosos que no aceptan ser mediados por ninguna me­diación ni cristológica, ni eclesial, ni eclesial-religiosa. Vi­ven, de hecho, al margen de la única Cristología y la única Eclesiología querida por Cristo. Se trata, ante todo, de una crisis de fe en la verdadera Iglesia de Cristo y en el verdadero Cristo, mediador en la visibilidad de su Huma­nidad, y en la de su Cuerpo que es la Iglesia toda.

Las mediaciones eclesiales —y dentro de la Iglesia las media­ciones religiosas— sitúan la autoridad y la obediencia eclesiales y religiosas en un plano del todo distinto del de la autoridad y la obediencia civil y social, asimilando modelos de democracia, de asociación de amigos y simples compañeros, de coordinadores de diálogos o de estrategias operativas, moderadores de una reunión de mesa redonda para conceder la palabra por orden o por «mo­ciones de orden»: en todo lo cual no queda nada de las verdade­ras mediaciones eclesiales y religiosas.

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10. La autoridad como mediación mediada

La articulación de las mediaciones en la vida religiosa hace que la mediación mediadora de los superiores, en cualquiera de sus instancias, tenga que perder todo sentido de arbitrariedad y de autoritarismo por el hecho de que cada una de ellas es, a su vez, mediada por todas las instancias de mediación eclesial religiosa su­periores, ante las cuales se es y se debe ser obediente; y sólo des­de esa obediencia a mediaciones superiores puede mediar el supe­rior con verdadera mediación mediadora ante y sobre sus herma­nos; lo que no es nada fácil. Para lograrlo necesitan una gran sen­sibilidad y una no menor fidelidad al carisma del Fundador, al Espíritu que lo suscitó y lo sigue alentando en sus hermanos. Si en el pasado se ha abusado de autoritarismo, ha sido porque la autoridad de los superiores no ha sido vivida como mediación me­diada y no han servido a los hermanos como mediación mediadora.

Durante siglos se ha considerado al superior, y ha actuado en consecuencia, como representante de Dios. Los religiosos fuimos educados desde esta óptica. Puede ser recta, pero puede ser —y de hecho lo ha sido muchas veces— menos recta.

Sabiéndose mediador, mediado por toda una serie de media­ciones, se sentirá mucho más comprometido humildemente. Sin que por ello su misión de mediador pierda su sentido eclesial, cristológico y teológico, mucho más vivo y operante incluso de lo que podía aparecer desde la perspectiva de representante. Un superior que se sienta realmente mediado por los Capítulos, por las Constituciones, por el Carisma, por el Fundador, por el Espíritu que actuó y sigue actuando el carisma en el Instituto, por la Igle­sia, para cuya edificación viven todos los hermanos, receptores del carisma, no es fácil que sea autoritario, ni se sienta soberano y señor. Pero, al mismo tiempo, el peso de todas esas mediaciones mediadoras sobre él le urgirá a servir su necesaria mediación me­diadora sobre los hermanos; con humildad, temor y temblor, pero también con la audacia de la obediencia de la fe y la entrega del amor.

Los subditos deberán aceptar, también en la fe, esa mediación, que les llega como oferta y actuación de gracia eclesial en Cristo.

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11. La mediación no puede disolverse en otras cosas que no son mediación

La teología de las mediaciones eclesiales de la vida religiosa, si ha de seguir siendo eclesial religiosa, no permite la sustitución por realidades del todo heterogéneas a la vida religiosa. Las di­versas mediaciones mediadoras no pueden convertirse en democra­cia ni fuego democrático, ni en compañerismo, ni en simple coor­dinación, ni siquiera en liderazgo de extracción sociológica. La autoridad-obediencia religiosas no tienen parecido con ningún sis­tema de autoridad política, aunque demasiadas veces hayamos pe­dido prestados a la sociedad política sus patrones: autoritarios absolutos en el pasado; democráticos liberales en el presente.

No es necesario detenerse ahora en analizar hasta qué punto esta contaminación se ha dado y se está dando. Desgraciadamente ha sido así en el pasado y, desgraciadamente, es así en el presente. Pero se da al margen y en contra de la mediación salvadora de la Iglesia y de las mediaciones en las que la Iglesia se realiza como sacramento de Cristo.

12. Mediaciones religiosas y mediación ministerial

Las diversas mediaciones religiosas son mediaciones eclesiales distintas de la mediación del ministerio que actuó discerniendo el

' carisma del Espíritu para edificación de la Iglesia; y sigue actuan­do su juicio discernidor durante toda la vida del Instituto, que­dando éste permanentemente mediado por el ministerio —del Papa directamente, o por medio de la Congregación de religiosos—. Son mediaciones distintas. Las mediaciones internas son eclesiales, pero no son mediaciones ministeriales jerárquicas; aunque están mediadas por el ministerio jerárquico.

Tampoco aquí se precisan largas explicaciones. Me limitaré a hacer mías unas palabras del P. Beyer:

«Los superiores y los Capítulos y Congregaciones tienen una autoridad propia sobre los miembros del Instituto, autoridad que no tiene ningún nombre que la signifique adecuadamente... Debe­ría, más bien, llamarse espiritual en cuanto brota del Espíritu Santo, por cuya fuerza el Fundador cumplió y actuó la propia

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vocación. A falta de términos técnicos, que no es fácil inventar, dicha autoridad deberá ser precisada más bien por la teología que por intervenciones de la ley. Otro tanto deberá decirse sobre la naturaleza de tal potestad, que, en cuanto tal, no deriva ni de una delegación recibida de la sagrada jerarquía ni de la sola vo­luntad de los miembros del Instituto, quienes, gozando del dere­cho de asociación, elegirían para sí moderadores en la forma más conveniente para sí mismos e impondrían a los moderadores un cierto modo de gobernar»6.

Juzgo acertada la orientación de Beyer al situar la autoridad de cada una de las mediaciones en su verdadero origen: en cuanto brota del Espíritu Santo, por cuya fuerza el Fundador cumplió y actuó la propia vocación. Todas las mediaciones vienen mediadas en última instancia por el Carisma, por el Fundador, preceptor y portador del carisma, y por el Espíritu Santo que lo donó para edificación visible de la Iglesia.

Tiene, igualmente, razón al pedir que la naturaleza de dicha autoridad o mediaciones venga iluminada por los teólogos, más que por determinaciones de la ley, aunque la ley general o Código para los religiosos deberá fijar el «Estatuto básico» de la vida re­ligiosa en la Iglesia, ofreciendo el cuadro adecuado para la auto­ridad religiosa.

13. La mediación mediadora de los subditos como mediación carismática

ha Iglesia terrestre es la aparición de la realidad salvífica, que prolonga a Cristo en el plano de la visibilidad histórica. Es comu­nidad visible de gracia. Esta comunidad, constituida por miembros y dirección jerárquica, es el signo terrestre de la gracia victoriosa de Cristo. No sólo la Iglesia jerárquica o las mediaciones de la autoridad religiosa, sino toda la comunidad de creyentes y toda la comunidad religiosa pertenecen a ese signo de gracia que la ex­presa y la confiere, y que es la Iglesia. Tanto en la jerarquía o au­toridad como en sus miembros fieles, la comunidad eclesial, y den­tro de ella la comunidad religiosa, es la forma de la manifestación histórica de la victoria reportada por Cristo, ha unión de la gra-

6 BEYER, J., Verso un nuovo diritto degli Istituti di vita consacrata, Milano, 1976, 53-54.

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cia interior con Dios en Cristo se hace visible y se realiza en el signo social externo, ha esencia de la Iglesia consiste en que la gracia final de Cristo se hace presente histórica y visiblemente en toda la Iglesia como sociedad visible, signo y sacramento de Cris­to, cargado de todo el contenido que Cristo está dando al signo eclesial total1.

Receptores los religiosos de un carisma del Espíritu, comuni­cado por el Fundador y ofrecido a la Iglesia para una misión con­creta de edificación, y recibiendo cada uno dicho carisma en el contexto armónico de los demás dones dados por el mismo Espí­ritu a cada religioso, es innegable que éstos son una mediación del Espíritu para los otros: los hermanos no constituidos en auto­ridad y los que la tienen. Si dijimos que el carisma dado al Fun­dador media al mismo ministerio que, si tiene el deber de discer­nirlo no tiene el poder de sofocarlo, otro tanto sucede con el ca­risma encarnado en cada religioso en armonía con sus carismas de gracia y dones de naturaleza dados por el Señor para edificación común de la Iglesia.

Esta conclusión tiene gran importancia y debe ser aceptada con todas sus consecuencias e integrada armónicamente con todas las anteriores. Los religiosos no son receptores inertes y pasivos de un Carisma que se repetiría monótonamente en todos dentro de un carisma común del Insti tuto. El Espíritu reparte dones dife­rentes sin contradecirse a sí mismo, que deben ser aceptados en obediencia al Espíritu. Y en este caso las mediaciones mediadoras de los Superiores vienen, a su vez, mediadas por sus hermanos los religiosos, en los que no se puede extinguir el Espíritu. Esto obli­ga a una atención, una escucha y una aceptación de dichos dones que son carismas mediadores cuando se han descubierto, desde la fe y la fraternidad, como carismas del Espíritu. Los superiores en todos sus niveles —desde el superior local al general y a los mismos Capítulos— tienen que recibir esa oferta eclesial de gra­cia que les viene ofrecida por el Espíritu en los hermanos. Tienen el deber de discernirlos, como el ministerio discierne el Carisma del Fundador; y si, en un discernimiento hecho en la fe y en la eclesialidad religiosa, descubren que son dones del Espíritu, no pueden extinguirlos, sino que quedan mediados por ellos. En este caso, la mediación de los superiores está mediada por los herma­nos, al tiempo que es mediadora sobre ellos. También aquí las

7 SCHILLEBEECKX, ib., 61-67- y 231-247.

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mediaciones son mediaciones «ad invicem», en una nueva conjun­ción del misterio unitario de la autoridad y la obediencia eclesial y religiosa, sin que peligre ninguna de las dos.

Las vías de encuentro ordenado de ambas mediaciones son múltiples: la escucha en el Espíritu de los hermanos, el discerni­miento comunitario, el mismo diálogo, que si es diálogo en el Es­píritu, es algo más que una técnica o un instrumento, aunque por desgracia no pocas veces se quede en sola técnica o instrumento.

Habrá quien tenga miedo de este concreto nivel de interre-lación de mediaciones. Pero el miedo en este caso nace de una falsa visión de lo que por voluntad de Cristo es la mediación de la Iglesia toda, en autoridad y fieles. Situados ante la fe en la Iglesia toda, como mediación de vida y santidad, no existe ningu­na dificultad, a nivel de fe y de principios. Aunque puedan surgir de hecho, en la realidad de cada día, tensiones. Pero también para ellas ofrece solución de fe verdadera la teología de las me­diaciones en una Iglesia que es mediación tal y como Cristo la ha querido.

El carisma de un Instituto es de todos los que lo viven. Es, sobre todo, de los religiosos santos. Su mediación mediadora nos es necesaria y es insustituible.

14. Posibles tensiones dentro de las mediaciones

La Iglesia continúa la mediación de Cristo, siendo peregrinan­te entre luces y sombras. Pero así aceptó Cristo a su Iglesia como continuadora de su visibilidad, como sacramento universal de sal­vación: haciéndola santa y santificadora, pero siendo todavía pe­cadora. Y de esta naturaleza, santa y deficiente, participan sus me­diaciones. Aun dentro de su defectibilidad, sigue siendo mediado­ra. Quienes la aceptamos como tal no podemos rechazarla porque no sea absolutamente indefectible. Porque, al rechazarla por defec­tible, nos quedaríamos sin ella como mediación salvadora necesa­ria. Esto puede crear tensiones a un cristiano o religioso que, me­diado por las mediaciones religiosas o eclesiales, no está conforme con su concreta mediación que juzga equivocada. Aparte el pleno derecho de apelar a mediaciones más altas cuando la que se juzga que falla es una mediación inferior, cuando no quede más alta instancia, se debe obedecer en la fe, porque sólo así —y en oca-

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siones precisamente así— Cristo nos salva y nos sigue salvando por la mediación de la Iglesia defectible.

Dice con gran sentido eclesial Schillebeeckx:

«Si la Iglesia, signo terrestre del triunfo de la gracia de Cristo, permanece aún en un estado de humillación e impotencia, es por­que su gloria está todavía velada, o porque junto a esa gloria hay todavía un gran margen para los defectos y las debilidades; pero esto nos demuestra, sobre todo, que en esa debilidad de la Iglesia y por ella se manifiesta el poder de Dios. La Iglesia es grande y hermosa, no a causa de su fuerza y de sus obras terres­tres, sino porque en ella la gracia redentora de Cristo triunfa a pesar de las debilidades humanas, porque el poder divino se deja ver precisamente a través de esas debilidades, y esto de una manera visible. Por esta razón la Iglesia no es sólo objeto de nuestra fe, sino también prueba de nuestra fe»8 .

«La asistencia del Espíritu que Cristo prometió a su Iglesia u^ es sólo una asistencia para el ejercicio de la función jerárquica, sino una asistencia para el ejercicio de la vida eclesial de toda la comunidad creyente. Ciertamente, esta eclesialidad permanece bajo el control de una autoridad eclesial contra la cual no es posible recurso alguno. Pero pertenece a la esencia de la eclesia­lidad jerárquica el dar una oportunidad a la eclesialidad autén­tica de los fieles. Este doble aspecto en lo que llamamos la ecle­sialidad puede traer consigo toda especie de tensiones. No tene­mos por qué examinarlas aquí, pero vamos a decir tan sólo que creemos precisamente en esta Iglesia concreta, tal como es, no en una Iglesia ideal, abstracta, sino en la Iglesia viviente de Cristo, en la presencia visible de la gracia entre nosotros, en la que en­contramos asimismo el pecado. Esta Iglesia es el objeto de nues­tra fe.

Siempre ha habido en la historia hombres que se han escanda­lizado de su debilidad hasta el punto de resultar ciegos para la visibilidad de la presencia indefectible de gracia en ella...

Desencarnan la Iglesia. De este modo la privan no sólo de sus debilidades y sus pecados, sino incluso de la presencia visible de gracia, es decir, de la misma gracia»9.

8 SCHILLEBEECKX, ib., 235-236. 9 SCHILLEBEECKX, ib., 233-234.

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Son asimismo perfectamente centradas las palabras de Fernan­do Sebastián, hablando precisamente de las mediaciones y del caso de posibles tensiones que deben resolverse en una obediencia de fe en una Iglesia y una vida religiosa que continúa siendo presen­cia de la mediación de Cristo tal como Cristo la ha querido: ofer­ta de gracia, no obstante su defectibilidad e incluso en su defec­tibilidad:

«Ocurre que estas relaciones entre Dios y nosotros, las rela­ciones de revelación y la fe, de llamamiento y obediencia, han tomado su forma concreta en la mediación de Cristo. El nos revela con su vida y sus palabras la voluntad salvífica de Dios y a El también hemos de referir nuestra obediencia...

Más cerca de nosotros todavía, esta obediencia a Cristo no es posible sino dentro de la Iglesia y a través de ella...

Aparece así cómo la autoridad y la obediencia pertenecen a la más íntima sustancia de la Iglesia y de la vida cristiana. Negarlas sería como negar la Encarnación y disolver la vida entera de la Iglesia» 10.

Hablando de las posibles y frecuentes tensiones, dice:

«Si las órdenes recibidas no concuerdan con sus propios pun­tos de vista (del subdito), la fe en el misterio divino de la Igle­sia y el carácter sagrado de una autoridad arraigada en la miste­riosa asistencia de Cristo y de su Espíritu le hace aceptar since­ramente la encomienda y emplearse generosamente en llevarla a buen término...

Estas posibles deficiencias de los que gobiernan merecen unos minutos de reflexión. Por lo pronto, es evidente que hay que admitir por adelantado la posibilidad de reales deficiencias en el ejercicio de la autoridad. Sería ingenuo y contraproducente querer fundar la autoridad sobre una pretendida infalibilidad e impe­cabilidad de los hombres que la ejercen. Creer en la mediación de los hombres y aceptar su autoridad en nombre de Dios lleva consigo aceptar también las posibles deficiencias de quienes la ejercen.

Dos puntos de vista complementarios nos ayudarán a aceptar en fe este aspecto, profundamente humano y doloroso a un tiem­po, de la autoridad religiosa.

10 SEBASTIÁN, F., Renovación conciliar de la vida religiosa, 341.

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Por una parte, hemos de creer fielmente en la asistencia del Espíritu Santo a estos hombres, a través de los cuales dirige, unifica y vivifica su Iglesia. La autoridad de la Iglesia nunca puede desviarse tanto del verdadero camino, que llegue a vol­verse contra su bien espiritual. La presencia de Cristo y la fuerza del Espíritu está detrás de ellos dirigiéndolos y sosteniéndolos en su exigente servicio de gobierno... Mirar a la autoridad sólo con ojos terrenos y quedarse en la zona de sus fragilidades es no llegar al misterio de la Iglesia ni de la Encarnación. Pero aún así, en cuestiones particulares y en zonas menos amplias, es muy po­sible que se den titubeos, contradicciones, inhibiciones, equivoca­ciones y hasta pecados...

Pero aun en los casos de deficiencias, apreciación personal o apreciación común y real de verdaderas deficiencias, es obliga­toria la sujeción a la autoridad... Estos momentos son prueba de la fe y de la caridad, tensiones fuertes donde se templa y se purifica la vida sobrenatural, la valoración cristiana de realida­des sagradas que podemos naturalizar demasiado a fuerza de coti­dianas y familiares.

Hablo de diferencias, incluso de equivocaciones, en el orden práctico, no de un gobierno contrario a una conciencia personal bien compenetrada con el sentir general de la Iglesia.

Esta sujeción no destruye el derecho a la exposición ni el re­curso a otras autoridades superiores. Es más, el amor a Dios y a los hombres, el deseo profundo del bien de la Iglesia puede hacer obligatoria la protesta o el recurso a otras autoridades su­periores.

Cada día las deficiencias de los subditos son espina en la carne de los superiores. No es extraño que alguna vez la flaqueza del superior lo sea también en la de los subditos. Todos hemos de vivir la cruz y la paciencia de Cristo en el servicio abnegado y generoso al bien de los otros: llevad los unos las cargas de los otros» (Gal 6,2)».

11 SEBASTIÁN, ib., 358-360.

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15. La obediencia religiosa como obediencia misional en las mediaciones

Entendida la obediencia —y la autoridad— desde la teología de las mediaciones, adquiere un claro sentido misional, ha autori­dad y la obediencia vienen configuradas por la misión abrazada y profesada, o servida. El acto fundamental de la obediencia es la profesión, por la que se asume, como opción fundamental, un pro­yecto de vida que nos es dado como misión confiada en la Iglesia por el carisma del Fundador. Todos los actos sucesivos harán re­ferencia a aquella opción fundamental, incluidos aquellos en que se articulan las mediaciones: actos de autoridad y actos de obe­diencia. Autoridad y obediencia se justifican en tanto dimanan y sirven a la misión. Hay todavía algo más trascendente e ilumina­dor: entendidas desde la misión, ambas empalman directamente con el ser misional y la actitud misional de Cristo, de la Iglesia, del Fundador y su carisma, del Instituto en su historia íntima de fidelidades al Espíritu.

Lo que hace que la mediación de Cristo sea mediación salví-fica es su misión desde el Padre a los hombres. La mediación de Cristo sólo puede ser entendida desde la misión y desde su ser-misional. La Iglesia continúa su mediación teologal en tanto mi­sionada por el Hijo y por el Espíritu. Su mediación es también esencialmente misional. Dentro de la Iglesia, las mediaciones ar­ticuladas bajo la dinámica misional del Espíritu sólo son media­ciones desde su ser misional.

Habría que volver a la perspectiva riquísima que nos ofrece Santo Tomás en la cuestión 43 de la primera parte de su Suma para poder entender toda la radicalidad de la misión, como con-figuradora de la mediación de gracia que es Cristo.

Entendida desde el ser misional y la actitud misional de Cris­to, adquiere la obediencia una verdadera fundamentación evangé­lica, tanto en la vida como en las enseñanzas de Jesús 12.

12 La mayor parte de los teólogos modernos de la vida religiosa confiesan no encontrar fundamento para la obediencia religiosa en el Evangelio ni en la actitud misma de Cristo Jesús: cf MULLER, A., El problema de la obe­diencia en la Iglesia, Madrid, 1970, 205; RAHNER, Marginales sobre la auto­ridad y la obediencia, Madrid, 1962, 26-28; RANQUET, J. G., Consagración bautismal y consagración religiosa, Bilbao, 1965, 73; GALOT, J., Nuevo perfil evangélico de los institutos religiosos, Bilbao, 1969, 105-106.

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— Cristo vivió así, porque vivió únicamente como misionado por el Padre.

— Fue radicalmente misionado y misional, obediente-enviado, pero con una obediencia no periférica a su ser de Hombre, sino central y existencial totalizante.

— Como Cristo, la Iglesia tiene que vivir misionada y misio-nalmente.

— Así tienen que vivir los cristianos en la Iglesia y dentro del ámbito eclesíal en que son misionados.

— Así tienen que vivir los religiosos cuando asumen una mi­sión que les viene dada por la Iglesia y en la Iglesia por el carisma del Fundador desde el Espíritu.

— El religioso puede y debe apelar al ejemplo de Cristo para obedecer como El obedeció. Incluso con mayor fuerza que cuando apela a Cristo para vivir como El la virginidad y la pobreza. Cristo vivió su misión en tanto constitutiva de su mediación de gracia para nosotros. Nosotros tenemos que vivir desde su misión, enviados, obedientes como El, con una obediencia que pasa a ser constitutiva de la mi­sión. Debemos vivir la misión y en estado misional a tra­vés de todo el proceso descendente y ascendente de las me­diaciones-misiones .

Por otra parte, tampoco es cierto que no haya en el Nuevo Testamento textos en que fundamentar este consejo evangélico. Lo fundamenta el Evangelio entero, ya que es una constante evan­gélica la condición de Jesús, como enviado por el Padre, obedien­te y entregado a cumplir la misión que el mismo Padre le enco­mendara.

Recobra validez la antigua doctrina sobre obediencia como martirio, como holocausto, al configurarse con la concreta misión-obediencia de Cristo, enviado y hecho obediente hasta la muerte de cruz. Esta obediencia misional hasta la muerte puede tener lugar cuando la misión llega a la situación límite del absurdo. No parece que hoy haya muchos religiosos dispuestos a obedecer así. Para estas situaciones, que ellos consideran «límite», se apela más fácilmente a la contestación en nombre del Evangelio. Pero no está demostrado que pueda hacerse en nombre del mismo Jesús como misionado y hecho obediente hasta la muerte.

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Tampoco parece que hoy muchos religiosos quieran y sepan vivir misionalmente. Rotas las mediaciones, ya no se vive misio-nalmente; son muchos los que prefieren hacer ellos su proyecto y su camino. Es cosa suya; pero no tienen ya derecho a invocar la misión, ni de Cristo, ni de la Iglesia, ni del Instituto. Segura­mente todos estamos necesitados de asemejarnos a Cristo, «quien con sus padecimientos aprendió la obediencia y se convirtió en causa de salvación para todos los que obedecen» (Heb 5,8-9). En este contexto se nos da la visión integral de la obediencia misio­nal, hecha causa de salvación para todos, hecha mediación de gra­cia; pero precisamente en tanto obediencia misional.

¿Cuántos religiosos están viviendo hoy al margen de la misión y de las mediaciones misionales de la obediencia y de la autori­dad? Es posible que no pocas veces dicha misión haya perdido cota en el Instituto, Con todo, creo que la mayor parte de las ve­ces quienes viven al margen de la misión y de las mediaciones mi­sionales del Instituto viven igualmente marginados de la misión de la Iglesia y de la de Cristo. No se trata de un problema disci­plinar. Es un grave problema de fondo teológico, como se demues­tra en el capítulo que dedicamos a la misma misión.

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CAPITULO XIV

LA COMUNIDAD RELIGIOSA

Tal vez sea la comunidad religiosa la que ha salido más bene­ficiada de la renovación doctrinal del Concilio en todo lo referen­te a la vida religiosa \

Frente a un concepto administrativo de la casa religiosa o fren­te a una concepción jurídica de la comunidad, el Concilio va len­tamente adentrándose hacia una concepción teológica en la que la comunidad aparece como una realidad primordialmente evangélica. Todo el contenido administrativo o jurídico quedará supeditado a la dimensión teológica de una comunidad, que lo es, ante todo, de gracia, reunida en nombre del Señor, como comunidad especí­fica, en la que se conviven los distintos proyectos de vida evan­gélica, asumidos personalmente y convividos fraterna y comunita­riamente, como un co-proyecto existencial en el que todos se sa­ben implicados y responsables.

Tillard afirma que los redactores del número 15 del Perfectae caritatis han prestado a la vida religiosa un inapreciable servicio, poniendo el acento en la cualidad mistérica del mismo ser de la comunidad2.

1 En otro estudio amplio analizo la antropología y teología de la comu­nidad. Puede hallarse en La comunidad religiosa, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid, 1972, 141-220.

2 TILLARD, Las grandes leyes de la renovación, en Adaptación y renova­ción de la vida religiosa, Madrid, 1969, 142.

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1. Dimensión teológica de la koinonía de gracia

No hubiera sido posible esta visión teológica de la comunidad religiosa sin el planteamiento teológico de la comunidad eclesial, que había precedido en el estudio de los Padres conciliares 3.

La koinonía religiosa consagrada aparecerá cada vez más clara­mente dentro de la koinonía eclesial, como uno de los modos de expresar la nueva comunidad de gracia, abierta en Cristo como do­nación del amor del Padre. Frente a las comunidades humanas, contempladas cada vez más claramente en sus relaciones interper­sonales comunitarias, surgirán las nuevas relaciones interpersona­les, fundadas en la nueva fraternidad, traída por Cristo, en su pro­yección horizontal, y fundada en la dimensión vertical de la nueva filiación de los hijos del Padre. Filiación y fraternidad cristianas serán los supuestos fundamentales para un nuevo tipo de relacio­nes interpersonales de la nueva comunidad.

La nueva comunidad aspira a ser una manifestación en acto, una demostración signológka y profétka de la novedad radical en las relaciones interpersonales, nacidas de dicha filiación divina. En Cristo, el Padre ha puesto los fundamentos de una nueva frater­nidad.

Si Cristo ha venido, enviado por el Padre, para establecer las nuevas relaciones interpersonales en la comunicación de una misma vida de hijos de Dios y una nueva relación de hermanos, la co­munidad eclesial y cada una de las comunidades eclesiales deben ser la manifestación de la venida del Señor y signo de su perma­nente presencia. La Iglesia entera está reunida y se reúne a cada momento en el Señor. Y se convierte en paradigma de toda co­munidad interpersonal.

3 Los esquemas primeros sobre la vida religiosa nada decían que valiera la pena desde el punto de vista teológico de la comunidad. Se afirmaba tan sólo la vida en común de quienes han de vivir bajo un mismo techo y han de guardar entre sí la caridad fraterna. Lo más a que se llegaba era a pedir que desaparecieran determinadas desigualdades dentro de las comunidades, especialmente femeninas. Incluso la dimensión apostólica no aparecía como dimensión comunitaria de la expansión evangélica de la comunidad misma. Ni el proyecto personal ni el proyecto interpersonal eran contemplados den­tro de la koinonía eclesial, ni a la luz de la misma. Sólo en el esquema final se nos dio una visión más teológica.

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Podría pensarse, sin embargo, que esta koinonía de gracia fue­ra una dimensión única e indiferenciada dentro de la Iglesia. Sos­tenida y prolongada por la Eucaristía—sacramento de la unidad de vida de la Iglesia, sacramento de la «comunión», de la «comensa-lidad»—. Esto es verdad. Pero dentro de la koinonía eclesial hay diversos modos de expresar, de asumir y de vivir la comunidad cristiana. Este es el aspecto fundamental que nos interesa resal­tar. Y para formularlo vamos a hacer unas preguntas que creo es-clarecedoras:

¿Es la comunidad religiosa una peculiar comunidad dentro de la Iglesia? ¿Existe una tipificación comunitaria eclesial dentro de la vida religiosa, que se expresa en la comunidad religiosa? ¿Tiene la comunidad religiosa un contenido teológico-comunitario propio, junto a otros modos comunitarios, también eclesiales? ¿Hay co­munidades especiales dentro de la comunidad esencial que es la Iglesia-comunidad? ¿En qué consiste la peculiar comunidad evan­gélica y cómo debe ser para que exprese precisamente el adveni­miento del Señor y las nuevas relaciones interpersonales de la nue­va comunidad?

Las respuestas se irán vislumbrando a lo largo del capítulo. " •

2. Origen y naturaleza de la comunidad religiosa

La comunidad religiosa, además de ser realidad humana o de personas que realizan juntas un proyecto de vida, y además de ser realidad jurídica, con una estructura particular, es realidad teo­lógica.

Esta afirmación no resulta evidente sin más. Durante mucho tiempo ni ha sido tenida en cuenta. Desde luego, sólo en nuestros días se ha intentado hacer una teología de la comunidad por una fuerte toma de conciencia de la Iglesia como comunión.

No basta decir que la comunidad religiosa es una realidad teo­lógica. Hay que preguntarse: ¿se puede hablar de la comunidad evangélica, como se hace de la virginidad, pobreza, obediencia y seguimiento de Cristo? ¿Podríamos decir, para entendernos rá­pidamente, que la comunidad es tan consejo evangélico como la

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virginidad o la pobreza? Generalmente, no se ha ha considerado desde este punto de vista, al menos de una manera expresa 4.

Para responder afirmativa o negativamente se puede apelar a un intento de demostración a base de las palabras o los hechos de la vida de Cristo. La demostración de la evangelicidad de la comunidad religiosa por las palabras del Señor puede resultar un tanto difícil; tal vez más que demostrar con el Evangelio escrito los otros consejos evangélicos.

Ciertamente, en el Nuevo Testamento encontramos reiterada­mente el anuncio de la nueva comunidad creada por Cristo, en tanto comunidad de hijos de Dios y hermanos en Cristo. Filiación y fraternidad afectan a lo más hondo e íntimo de todo el conte­nido de la predicación de Jesús.

Ahora bien, todos estos textos están aludiendo a una dimen­sión común a todos aquellos que acepten a Cristo y se abran a ia novedad de su misión. Diría que esta perspectiva nos abre direc­tamente a la visión de la Iglesia como la nueva comunidad de gracia, en la que, como hemos dicho, filiación y fraternidad son los supuestos fundamentales.

Todo ello es verdad; pero sucede que dicha dimensión filial y fraterna se puede vivir coexistiendo con las demás comunida­des naturales. Así lo vive todo cristiano, inserto en las comunida­des humanas y a la vez en la nueva fraternidad. Incluso el matri­monio, como sacramento, supone la comunidad humana conyugal, que no deja de ser comunidad humana natural, aunque desde otra dimensión se haga comunidad de gracia.

¿Pero es posible vivir la dimensión central de hijos de Dios y hermanos en Cristo de tal manera que sean precisamente ellas las que configuren primordialmente la razón de ser de una comu­nidad religiosa?

4 No sería suficiente considerar la comunidad religiosa como simple agru­pación, aunque fuera con fines religiosos. Ni bastan los supuestos antropo­lógicos, sociológicos y psicológicos de la comunidad, que deben tenerse en cuenta, pero que no son suficientes para configurar teológicamente una comu­nidad. Igualmente, sería una visión recortada la que sólo considera el punto de vista funcional. Ni basta el concepto de simple casa religiosa, como la pudo contemplar el Código Canónico. La comunidad teológica queda más al fondo de todas las posibles maneras como se pueda estructurar de hecho.

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Si esto fuera posible, al fondo de una comunidad religiosa no habría otra razón para vivir juntos que la de expresar en el con­vivir la manera concreta de filiación divina y de fratenidad en Cris­to. Mientras que en las demás comunidades naturales, incluida la del matrimonio-sacramento, la motivación constitutiva de convi­vencia es una motivación humana valiosa, en la nueva comunidad lo es la de expresar visiblemente—en sacramentalidad de signo— la nueva dimensión por Cristo. De esta manera la filiación divina y la fraternidad en Cristo se pueden vivir de maneras distintas: una, dentro de las comunidades naturales, y otra, desde los supues­tos de la novedad evangélica. El que yo viva con estos concretos hermanos religiosos de mi Instituto no tiene explicación en moti­vaciones naturales, como la tienen el matrimonio y la familia y como la tienen la comunidad de los amigos o la comunidad polí­tica, económica, etc.

La comunidad religiosa intenta expresar externamente, como razón única de convivencia, la nueva convocación para vivir uni­dos en Cristo. Con ello no decimos que los miembros de una co­munidad religiosa sean más hijos de Dios o más hermanos en Cris­to que los demás cristianos dentro de su vida, inserta en las co­munidades naturales. Lo que afirmamos es que los religiosos ex­presan, por su comunidad de vida, la dimensión filial y fraterna, precisamente porque ellas han sido la razón de haberse congre­gado.

Todavía, para lograr demostrar la categoría evangélica de la .comunidad religiosa, habría que probar que Cristo quiso que esta dimensión profunda de la filiación y la fraternidad fuera expre­sada visiblemente de esta manera. Y no sólo lo quiso durante la etapa terrena de su vivir, sino que lo quiso con voluntad de Igle­sia, dejándolo como un cuasi-sacramento de su presencia entre los hombres. En este caso, lo que podía aparecer como simple posibi­lidad a elección de cada uno se convierte en posibilidad de voca­ción, en realidad de llamada, en herencia dejada por Cristo a su Iglesia, como le dejó las otras herencias de la virginidad, la po­breza, la obediencia misional.

Tal vez el paso de la simple posibilidad, como elección volun­taria de cada uno, a una realidad verdaderamente evangélica, como voluntad y legado de Cristo mismo, se debe realizar teniendo en cuenta no tanto las palabras del Evangelio cuanto al ejemplo de Cristo mismo, quien se inserta en una comunidad radicalmente

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nueva: la comunidad que forma con sus apóstoles, al margen de cualquier otra comunidad humana.

El paso de la comunidad apostólica—la de Cristo con sus Apóstoles—a una comunidad pentecostal y pospentecostal, pero como continuadora de la primera, lo encontramos en la fascinación sentida muy pronto, dentro de la Iglesia naciente, por dicha comu­nidad; fascinación que se ha convertido en constante histórica en la vida religiosa desde sus orígenes, expresada en lo que la «adi­ción ha llamado «vita apostólica». En este concepto—tenido en cuenta por casi todos los Fundadores, antiguos y modernos—, no se consideraba primariamente el sentido de apostolado, sino, sobre tqdo, el sentido de comunidad creada en torno al Señor, aunque esta comunidad en torno a El fuera convocada para el anuncio del Evangelio. Por eso pudieron sentirse fascinados por la «vita apos­tólica» los mismos Eremitas, y de manera más acusada cada día los monjes, y más tarde los Fundadores de las Ordenes y de los Institutos religiosos.

Podríamos contar con los tres elementos fundamentales para definir el carácter evangélico teológico de la comunidad religiosa:

a) Las palabras del Señor, que anuncian Ja nueva comunidad de los hijos de Dios y hermanos en El.

b) El ejemplo del Señor, que forma una verdadera comuni­dad con sus apóstoles, distinta de toda otra comunidad natural.

c) La continuidad en la vida de la Iglesia, de una comuni­dad sin más motivación ni constitutivo para asociarse que el de la fraternidad evangélica.

Se dirá que, tal como la entendemos hoy, la comunidad reli­giosa es algo bastante tardío en la vida de la Iglesia, ya que no se puede hablar propiamente de la misma hasta el inicio del mo­nacato cenobítico.

Pero esto acaso no fuera tan claro si, en vez de hablar de co­munidad, nos preguntáramos por la fraternidad y filiación, como coordenadas de un nuevo estilo de vida. La concepción de la co­munidad, a partir de la monástica, no dejó de crear serios proble­mas a las comunidades evangélicas en el pasado. Y pesa todavía a la hora de querer definir, por ejemplo, a los Institutos secu-

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lares, de los que se dice que no viven en 'comunidad. Que puede ser cierto, pero con lo que no se ha precisado si viven o no una fraternidad evangélica y, por lo mismo, aunque no sea vida en común, verdadera comunidad.

Los modos de vivir dicha fraternidad evangélica—desde las coordenadas de la fraternidad y de la filiación—pueden ser y son muy diversos. Pero todos son comunidad evangélica en sentido teológico. Desde esta perspectiva teológica, puede una comunidad evangélica adoptar, concretamente, tantos modos como los que exi­ja su peculiar carisma. No hay un primer analogado, que sería la comunidad monástica; si hay alguno, éste será siempre y necesa­riamente Cristo, que reúne y convoca a vivir en torno a Sí, inde­pendientemente de las comunidades naturales. Desde esta perspec­tiva, ya no es tan claro que la comunidad religiosa comience sólo con el monacato.

Creo que la podemos descubrir en el Evangelio mismo, en el estilo nuevo de vida que Jesús establece con sus Apóstoles. Y se la puede descubrir igualmente en la comunidad pospentecostal, como nos viene descrita en los Hechos. Es verdad que las de los Hechos incluyen en la vida cristiana las comunidades natu­rales, pero no de manera necesaria. Ya en ellas aparece clara la posibilidad de vivir sólo desde la fe en el Señor resucitado; de vivir desde la nueva situación de hijos de Dios y hermanos en Cristo. Posiblemente, las primeras vírgenes—que ya existían en la comunidad de Pablo—están viviendo desde esta dimensión.

Posteriormente, las vírgenes cristianas y los mismos ascetas for­man una fraternidad y viven un estilo de vida que rompe con las comunidades naturales y con el matrimonio. Aunque no vivan en común. Tampoco viven en común la mayor parte de su tiempo muchos miembros de los Institutos apostólicos. Pero no dejan de vivir desde la fraternidad y en fraternidad: son verdadera comu­nidad en sentido teológico 5.

Existe comunidad teológica o fraternidad evangélica cuando se dan verdaderas relaciones permanentes entre grupos de perso-

5 No existe equivalencia entre comunidad en sentido jurídico y comu­nidad en sentido teológico. Aunque debería haberla. Pata lo cual tendría que cambiatse y alargarse el sentido jurídico. Mientras no se haga, la comunidad teológica vivirá en mayor o menor grado distorsionada.

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ñas, fundadas única y determinantemente en la fraternidad como razón de haberse reunido. Después, cada Instituto determinará, según su carisma en la Iglesia, la manera como se expresa y se configura su fraternidad, tanto a nivel de grupo primario como a nivel provincial y general. No deja de ser extraño que no se haya llamado comunidad a la realidad provincial o general del Insti­tuto.

En una palabra, puesto que este tipo de comunidad—y de co­munidades—no encuentra fundamento en ninguna de las comuni­dades naturales, debemos concluir que se trata de una verdadera realidad evangélica, que sólo en el Evangelio halla razón justi­ficante.

3. La comunidad religiosa y su origen carismático

La comunidad evangélica en un Instituto religioso participa del carácter carismático de la misma vida religiosa: ha surgido de una donación de gracia al Fundador, en virtud de la cual ha recibido el carisma de vivir e interpretar la totalidad del Evan­gelio en una concreta clave. Donación del Espíritu, que ha reci­bido de la Iglesia—que discierne los carismas—la sanción de au­tenticidad.

Dicho carisma, en un Instituto religioso, supone una llamada del mismo Espíritu a quienes han de vivir dicho modo de vida evangélica, como proyecto existencial; mas para vivirlo en comu­nión con los llamados por el mismo Espíritu. De esta manera el proyecto personal se hace co-proyecto comunitario. Será, por tan­to, a la vez proyecto asumido personalmente y proyecto vivido en comunión, en comunidad, desde la comutariedad del carisma del Instituto.

Así, la comunidad religiosa evangélica no es otra cosa que la comunión en la concreta fraternidad del Instituto, con todas las características propias del mismo, en tanto concreta donación de gracia al Fundador, o en tanto peculiar manera de leer la totali­dad del Evangelio en una determinada clave.

La clave carismática, por la que el Espíritu interpreta el Evan­gelio a través del Fundador, hace que la totalidad de la vida de

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cada Instituto se configure de una manera peculiar, tanto en lo que respecta a la vida evangélica de virginidad, pobreza y obe­diencia como en lo referente al vivir en comunión de fraternidad todo el proyecto, así como la misión a él inherente.

Sería una grave equivocación querer homogeneizar la vida re­ligiosa de todos los Institutos, reduciéndola a unos cuantos ele­mentos comunes, pero neutros 6. La fraternidad evangélica de los monjes tiene unas características propias; la de los Institutos re­ligiosos tienen otras no menos propias, y así debe ser su entera fraternidad.

4. La comunidad tradicional en crisis

La comunidad tradicional, como pudo ser vivido hasta el Con­cilio, ha perdido cota en la mayor parte de los elementos que la configuraban de una manera clara:

— como comunidad fundamentalmente jurídica, más que teo­lógica: casa, institución, función, más que fraternidad;

— como simple vida común, tal como se entendía en el Códi­go, en las Constituciones y en la misma doctrina espiri­tual: regularidad, uniformidad, observancia, dependencia, más que como comunidad de vida, comunidad de fe y en la fe, de oración y en la oración, comunidad evangélica en la virginidad, pobreza, obediencia, fraternidad y misión común;

— como ejecutora de una tarea común—el fin específico, ge­neralmente para continuar una tarea heredada de años o siglos—, más que como misión carismática en la Iglesia;

— como realidad cerrada, vivida sólo desde dentro y hacia dentro, con un fuerte acento de clausura que defendía la interioridad de la comunidad, manteniendo un sentido de fuga del mundo, poco acorde con la presencia real entre los hombres.

6 El haberla entendido desde el punto de vista o supuesto primer analo-gado de la comunidad monástica, ha llevado a una homologación reduccio­nista de la comunidad teológica o de las diversas fraternidades evangélicas de cada Instituto, sin que hayan podido expresarse cómo deberían ser según su carisma.

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5. Elementos favorecedores del cambio

Son de muy diversa procedencia. He aquí algunos, sin buscar un orden lógico en la enumeración y sin calibrar el grado de in­cidencia que cada uno haya podido tener sobre la vida de las co­munidades religiosas:

a) Factores extraeclesiales: una mayor sensibilidad ambien­tal por las relaciones humanas interpersonales, fruto:

— del personalismo filosófico; — de las ciencias positivas: Sociología y Psicología, es­

pecialmente en cuanto han profundizado el estudio de dichas relaciones humanas;

— una nueva mentalidad y concepción de la sociedad y del mundo, contemplados cada vez más como una comunidad humana, al menos como ideal, con un paso del concepto societario al comunitario. No im­porta que ello se viva más como aspiración que como realidad ya viable: exaltación de la persona, libertad, igualdad, participación, corresponsabilidad, liberación de la mujer, de los pobres, de los dominados, etc.

b) Factores intraeclesiales: el acontecimiento del Concilio, no sólo por su concreta doctrina sobre la vida religiosa, sino por:

— el horizonte nuevo de toda su concepción de la Igle­sia como comunidad-misterio, comunidad-pueblo de-Dios, en la diversidad y divergencia de los carismas;

— la Iglesia como comunidad de salvación para el mun­do, entendida más en la perspectiva de fraternidad;

— la defensa y exaltación de la dignidad irrenunciable de la persona humana, que se debe desarrollar íntegra­mente en la vida religiosa;

— nueva integración del binomio persona-comunidad en todos los niveles de la Iglesia y en toda la dialéctica Iglesia-mundo.

c) Factores intrarreligiosos: han sido también varios:

— los Capítulos Generales de renovación, con la impor­tancia que dieron a la nueva visión de la comunidad;

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— la abundante bibliografía sobre la comunidad, desde la teología de la vida religiosa en el posconcilio, aun­que de desigual valor;

— la fraternidad evangélica ha adquirido credencial de evangelicidad, no menos que los otros tres consejos tradicionales;

— incluso dicha fraternidad ha adquirido un relieve su­perior al de los otros tres consejos, por haberse con­vertido en el encuadre dentro del cual cobran sentido éstos. Cada comunidad evangélica, surgida del caris-ma de cada Instituto, logra la configuración propia de todos los demás elementos evangélicos, en tanto vi­vidos por esa fraternidad, que se convierte en valor prioritario en relación con todos los demás valores institucionales;

— el que pudiéramos llamar ecumenismo intercongrega-cional: una intercomunicación intensa a todos los ni­veles, entre miembros de Institutos diversos, ha he­cho que se intercambiaran sensibilidades, aspiracio­nes, experiencias, etc., para bien o para mal;

— una nueva sensibilidad apostólica, que ya no se con­cibe tanto como un hacer cosas grandes por el Insti­tuto y para el Instituto cuanto como un trabajar como comunidad dentro y para la comunidad eclesial y con ella, e incluso dentro de la comunidad huma­na, con ella y para ella. Un redescubrimiento de la dimensión misional de los Institutos y un nuevo sen­tido de misión.

6. Proceso y etapas de la renovación

Ante todo, no se trata de etapas rigurosamente sucesivas, la segunda de las cuales comience donde había terminado la prime­ra. En parte son simultáneas, si bien se puede reconocer en cada una un centro preferente de interés. Por eso, al señalar los ele­mentos preponderantes de la primera etapa, encontraremos que ya se adivinan otros de la segunda, en la que continuarán activos ele­mentos decisivos de la primera. Nos limitamos a su simple des­cripción. Después daremos su correspondiente juicio de valor.

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1. Primera etapa

Son los años del inmediato posconcilio. Y pueden correspon­der, de una manera un tanto general, al período que siguió a los primeros Capítulos de renovación y se mantuvo incluso en buena parte durante los segundos. He aquí sus rasgos fundamentales:

a) Nueva sensibilidad sobre la dignidad y realización de la-persona del religioso.

b) Descubrimiento del diálogo: se pide y exige diálogo; se acepta su teoría y se hacen las primeras experiencias de diálogo-comunitario.

c) Descubrimiento de la participación y corresponsabilidad: la comunidad no es quehacer de sólo los superiores, por lo que se pide participación y cauces para la misma. Se invoca la corres­ponsabilidad, como personas adultas y maduras. Se crean las pri­meras formas articuladas y más o menos institucionalizadas, que ofrezcan marco a dicha participación y corresponsabilidad, tanto a nivel local como provincial y general.

d) Nueva visión de las relaciones interpersonales: se las quie­re menos jerarquizadas y más horizontales—teóricamente más fra­ternales—, con lo que llegan a perder terreno muchos elementos institucionales.

e) Desinstitucionalización: aunque, generalmente, en los Do­cumentos del primer Capítulo de renovación se mantuvieron casi todos los elementos institucionales—si bien ligeramente matiza­dos—, en la práctica se vive con una gran libertad la aplicación-e interpretación de los mismos 7.

f) Estudio del carisma propio como configurante decisivo: los primeros esfuerzos tuvieron posiblemente un carácter más teórico y doctrinal, como intento de definir el carisma. Posteriormente se ha acentuado la preocupación por precisar la propia identidad y el sentido de pertenencia.

7 Desde el punto de vista institucional ha sucedido un poco a las comu­nidades religiosas lo que pasa en una sociedad civil en la que todavía no hay nueva Constitución, pero en la que nadie guarda la antigua precisamente porque está en espera de ser suprimida legalmente y ya lo es de hecho.

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g) Cambio de imagen del superior: éste no es ya el simple guardián de la observancia, ni el único responsable. Surge con una cierta fuerza la imagen del superior animador y líder, aunque poco a poco también pierde fuerza. Queda lejana la idea del superior representante de Dios. Se le asigna con frecuencia—en el nombre o en la realidad—la función de coordinador, con bastante ambi­güedad en sus funciones. En ocasiones se rechaza abiertamente la necesidad del superior; otras veces simplemente se le tolera; más frecuentemente no está clara su misión, no obstante lo mucho que se escribe sobre la autoridad y la obediencia.

h) Cambio numérico en las comunidades: surge la fiebre de •comunidades pequeñas que hagan posibles los anteriores supues­tos. Se atacan las comunidades apostólicas numerosas, buscando variadas soluciones para romper la masa. Y se hace lo mismo, y de manera más incisiva, en los centros de formación. Se van ce­rrando los grandes centros; los que se resisten a hacerlo, buscan soluciones garciales, creando subgrupos con una cierta autonomía.

i) Cambio cualitativo en las comunidades: se buscó también la homogeneidad. Los criterios de su aplicación fueron distintos: por edad y mentalidad; más frecuentemente, por tarea y por equipo.

j) Actitud crítica frente a las obras propias, desde una acti­tud de afirmación de la realización de las personas en la comuni­dad que no deben sacrificarse a las obras, y desde la afirmación de una mayor evangelización de nuestra presencia. En ocasiones la crítica a las obras propias, en tanto propias, se hace desde una desvinculación entre carisma personal o comunitario y misión pro­pia del Instituto en la Iglesia, o cada uno se inventa su propia misión 8.

2. Segunda etapa

Comprende estos últimos años y está en pleno desarrollo, aun­que diste mucho de haber logrado ya tocar techo. Se podría des­cribir así de una manera aproximativa:

8 En esta primera etapa de renovación, la comunidad ha sido contem­plada preferentemente desde dentro de sí misma. Ha habido un cierto culto a la comunidad en cuanto tal o ensimismada, dicho sin sentido peyorativo. Sin embargo, también va apareciendo ya de una manera inicial y progresiva una visión de la comunidad hacia fuera...

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a) Frente a la etapa anterior, más introspectiva, ahora se da prioridad a la salida y polarización hacia el mundo, concretándose en el medio en que la comunidad está inserta y actúa, y definién­dose desde el entorno eclesial-mundano, entendido como ámbito,, objeto y sujeto de evangelización hoy.

b) Se tiende a definir la comunidad desde fuera y hacia fue­ra. Lo cual no significa que necesariamente su identidad le venga de algo extraño a ella misma. Sino que se busca definir la propia identidad desde la confrontación de la misión, propia del carisma, con el mundo al que está enviada la comunidad por el carísma, El carisma-misión del Instituto y de la comunidad se considera una coordenada que debe ser contemplada en su convergencia con la otra coordenada fundamental, que es la historia concreta de los hombres a quienes estamos enviados. No hay misión sin destino a unos hombres concretos, en los que hay que edificar la Iglesia como en ellos tiene que ser edificada: encarnados en el medio evangelizado, viviendo para ese medio los consejos evan­gélicos, ensanchando el ámbito de la comunidad para ser y hacer también comunidad a los evangelizados, identificándose con ellos. y perteneciéndoles en mayor o menor grado.

c) Presencia de la fraternidad-comunidad en su misión para los otros. En los Institutos surgidos para el apostolado, su dimen­sión apostólica, concreta y localizada, pasa a ser el punto de mira central para examinar y valorar la vida religiosa como verdadera vida evangélica e incluso para configurar y condicionar toda la vida comunitaria.

7. Luces y sombras

Después de esta enumeración de características, será menes­ter un juicio de valor, aun cuando sólo sea aproximativo, dada la diversidad de Institutos, e incluso las variantes notables dentro de cada uno de ellos.

1. Primera etapa

Más que seguir de manera analítica la exposición anterior, me fijaré en los puntos fundamentales:

a) Valoración y exaltación de la persona.—Entre los años sesentaiseis y setentaiuno se dio en muchos jóvenes religiosos una

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verdadera psicosis de autorrealización personal. Sintiendo que la lentitud y cautela en los cambios institucionales dejaban escaso margen para lo que ellos llamaban «realizarse», bastantes aban­donaron la vida Teligiosa. El conflicto ha podido continuar des­pués, pero con matices distintos. Como consecuencia, ha crecido el respeto a las personas, la valoración de las mismas, la posibili­dad de poder actuar con libertad en la responsabilidad y dispo­ner de los medios para una maduración personal. Si sólo en la libertad pueden realizarse las personas —sin exceptuar a los re­ligiosos—, también es cierto que en régimen de libertad queda un amplísimo margen para la proliferación de todos los individua­lismos. El paso del dirigismo anterior al uso casi desinstituciona­lizado de la libertad hizo que no pocos quedaran completamente a la deriva. No basta proclamar la dignidad de la persona para que cada uno sea ya y sin más persona.

b) Diálogo, participación, corresponsabilidad.—Lo había pe­dido el Concilio, y se puso el diálogo en práctica. Con ello se ini­ció una participación y una cierta corresponsabilidad. Naturalmen­te que la calidad del diálogo dependió del nivel alcanzado por el mismo.

— En ocasiones se inició el diálogo, pero no tuvo continuidad. — Recibido con optimismo por los jóvenes, lo fue con reser­

va y frialdad por los mayores; reserva que, aun sin que­rerlo, tenderá a crear bloqueos al mismo diálogo.

— Inicialmente, fue sólo una primera etapa de encuentro y participación de la comunidad, a modo de asesoramiento a los superiores, quienes se reservaban la decisión.

— En ocasiones, el diálogo ha sido manipulado, o por gru­pos de presión, o por quienes tienen más facilidad y más audacia. No se ha ido a buscar juntos la voluntad de Dios sobre la comunidad, sino a imponer el propio criterio.

— A veces se quedó en lo más periférico, sin tocar en pro­fundidad los elementos sustanciales de la vida comunita­ria: cuestionamiento y compromiso, programación de su vida de oración, de su compromiso evangélico, de sus re­laciones fraternas, de su presencia en el apostolado. Cuan­do el diálogo ha tocado los problemas en profundidad y la comunidad se ha comprometido, los efectos han sido su­mamente positivos. Esto ha sucedido con frecuencia en co­munidades más concientizadas.

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— En no pocas ocasiones, la comunidad ha convertido su en­cuentro o diálogo en discernimiento comunitario, como compromiso de todos, conscientes de que la comunidad la hacen todos y deben edificarla entre todos. Con fre­cuencia se ha llegado a un verdadero discernimiento co­munitario, desde unas condiciones interiores para ello. En ocasiones, ha comportado un riesgo: a veces, por falta de algún elemento imprescindible para que de verdad haya discernimiento; a veces, por una falsa óptica sobre el al­cance y los límites de una comunidad frente al discerni­miento; fundamentalmente, por la insuficiente clarifica­ción de la misión de los superiores dentro del mismo dis­cernimiento.

— A nivel de comunidad provincial, el diálogo y la partici­pación se ha desarrollado notablemente, por medio de en­cuestas, asambleas, comisiones sectoriales, ejercicios con­juntos.

c) Cambio de imagen del superior.—Si se puede afirmar que la imagen del superior tradicional ha muerto, sin esperanza de que pueda volver a ser lo que fue, no se puede menos de reco­nocer que la nueva imagen no está todavía definida. Hubo un primer entusiasmo por el superior animador y por el superior lí­der, figuras que poco a poco se han ido desdibujando, posible­mente por su extracción sociológica, no totalmente válida para la realidad específica de una comunidad religiosa.

Se ha pensado en el superior coordinador. Pero tampoco ha salvado las dimensiones específicas de una autoridad verdadera­mente religiosa.

Su presencia en la comunidad ha quedado debilitada: en oca­siones le ha inhibido la comunidad. Pocas veces ha encontrado y mantenido su verdadera misión.

Esto es patente, sobre todo, en relación con el superior local: en general se mantiene su figura, porque la han mantenido los Capítulos y Constituciones y porque la Evangélica Testificatio ra­tificó su necesidad. Pero no pocas veces se mantiene sin demasia­do convencimiento. Y hay grupos comunitarios que la rechazan.

La antigua imagen del representante de Dios ha desaparecido prácticamente y no se ha encontrado todavía una digna suplencia.

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Puede ser sintomático que el Schemma Canonum de Institutis vitae consecratae lo haya sustituido por la palabra moderador. Ex­presión ambigua y "sin contenido teológico ninguno, que parecería limitar su misión a un conceder la palabra a uno u otro para que haya simplemente orden en la discusión y en la circulación viaria de la actividad de la comunidad.

Pienso que la nueva imagen debería venir de una teología de las mediaciones eclesiales, dentro de su propio orden. En el pa­sado el superior no fue entendido como una mediación, sino como una soberanía. Y ninguna mediación es soberana. Pero es media­ción necesaria. No sería exacto decir que es una más entre las me­diaciones; sino que es una concreta mediación específica. Natu­ralmente que para aceptar y vivir dentro de esa mediación es ne­cesario haber entrado sinceramente en el ámbito y contenido de las demás mediaciones eclesiales y carismáticas. Y en ellas deben entrar tanto los superiores como los demás hermanos. Serio pro­blema de fe, de compromiso evangélico en el Instituto y en el grupo comunitario local. Es éste uno de los problemas fundamen­tales con que se enfrenta la comunidad religiosa nueva de cara al futuro inmediato 9.

d) Descubrimiento del carisma propio.-—Ha sido muy posi­tivo el esfuerzo de esta etapa de descubrimiento e interiorización de lo que dio razón de ser al propio Instituto en la Iglesia. Como contrapartida, se han creado tensiones, previsibles, entre los se­guidores a la letra de una tradición y una traducción vivida du­rante años, y los partidarios de una nueva lectura del carisma hoy. E, igualmente, el carisma comunitario ha entrado a veces en conflicto con los llamados carismas personales: bien porque de­terminados sujetos toman por carisma personal su individualismo, bien porque el carisma comunitario se presente como nivelador y supresor de carismas o cualidades de las personas. Lo que puede

9 El problema no se presenta con tanta fuerza en lo referente al superior mayor y al superior general. Aunque en ocasiones también viene negada su mediación eclesial religiosa. No son casos peregrinos los de grupos comuni­tarios que dan categoría de principio discernidor último y definitivo a lo que ellos han acordado en reunión comunitaria. Sólo en el ámbito externo a su grupo, en lo referente a la comunidad provincial o general, aceptarán participar con otros grupos y someterse a nuevos consensos de grupo mayor para aspectos comunes; pero sin que esto tenga incidencia ninguna sobre su vida comunitaria de grupo primario. Lo más preocupante es que esta actitud se da precisamente en grupos comunitarios de notable inquietud religiosa, evangélica y apostólica.

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ser —y debe ser— interacción dialéctica —carisma comunitario-carisma personal— se convierte en polarización de rechazo mutuo.

e) Identidad y pertenencia.—Con la valoración de la propia identidad, se recuperó algo que había ido diluyéndose indebida­mente en una concepción indiferenciada dentro de la misma Igle­sia. Se descubrió que nuestra manera de ser Iglesia era ser fieles al Espíritu que actuó con un don específico a través del Fun­dador.

Pero cuando parecía que la recuperación de la propia identi­dad y, como consecuencia, un sentido más seguro de pertenencia al Instituto iban a permitir una pacífica marcha hacia adelante y una recuperación incluso numérica de los Institutos, he aquí que el sentido de identidad y pertenencia al Instituto se ve con­jugado con la presencia y la acción de otras identidades y otras pertenencias, surgidas del encuentro de nuestras comunidades más comprometidas y encarnadas con las demás comunidades humanas y eclesiales, a las que están sirviendo apostólicamente o con las que simplemente conviven en convivencia humana o cristiana o apostólica. Se sienten identificadas con otros grupos religiosos, sacerdotales o laicos, y se sienten pertenecer a esos grupos, porque sería traicionarles situarse a distancia desinteresada.

Lógicamente se trata de dos identidades y de dos pertenen­cias, ambas reales. Acaso dialécticas, no opuestas y de suyo armo-nizables. Pero que pueden convertirse en conflictivas. ¿Dónde se da integración? ¿Dónde se da dialéctica motora? ¿Dónde la dia­léctica se convierte en conflicto, que lleva a negar una identidad o la otra? Adviértase que digo: una identidad o la otra, poniendo en entredicho en ambos casos nuestro carisma comunitario-misio-nal, sea en su perspectiva comunitaria, sea en su vertiente mi­sional 10.

f) Persona, comunidad e institución.—La persona ahora apa­rece en la perspectiva no tanto de la fraternidad como de la Insti­tución. La valoración de las personas y de la comunidad ha Ue-

10 Sobre este aspecto nos remitimos a dos sugerentes y clarificadores libros que abordan el tema con amplitud y radicalidad: TILLARD, Llamada de Cristo... Llamadas del mundo, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid, 1979, 21-47 y 60-68; SANTANER, M. A., ¿Tiene aún sentido existir como Congregación?, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid, 1979, passim.

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gado a una actitud crítica de la Institución y de las instituciones. Concretamente, la crítica a la «Institución» tiene sobre todo pre­tensiones desinstitucionalizadoras para llegar a una especie de vida en simple fraternidad poco o nada normada, desdibujando todos los contornos más o menos jurídicos. A su vez, la crítica a las «ins­tituciones» va más bien en contra de determinadas obras propias del Insti tuto, estables y que están ahí, imponiendo sus exigencias.

No pocas veces esta crítica ha sido una exigencia de la fideli­dad al carisma original, que ha obligado a una revisión serena y a una evaluación crítica de dichas o b r a s n . Pero no pocas veces también la crítica ha sido a las obras propias por el simple hecho de ser propias, independientemente de su contenido. Se ha parti­do de un carisma sin obras, con el pretexto de vivirlo más pu­ramente.

Se ha olvidado que cada Instituto ha surgido en la Iglesia con un carisma para una concreta misión de edificación de la Igle­sia. No es lo mismo misión que obras, pero la misión comporta verificación en obras.

Posiblemente, el hecho de haber centrado los primeros esfuer­zos en la iluminación del carisma, un tanto aislado de la misión, y el no haber profundizado en ésta como integrante de aquél, hizo que se renunciara a obras que verdaderamente respondían a la en­carnación del carisma-misión del Instituto, mientras determinados religiosos preferían elegir sus obras y sus tareas, sólo por ser suyas. Los superiores no se han atrevido a decir que no.

El problema no es liviano desde un punto de vista de la teo­logía de la comunidad. De antinomias entre fidelidad al Evange­lio y fidelidad al carisma del Instituto; entre carisma del Instituto —como realidad puramente pneumática—- y misión concreta de edificación de la Iglesia; entre carisma comunitario y carismas

11 No pocas veces se ha tenido el valor de llegar a las últimas conse­cuencias, renunciando a ellas. Otras veces ha faltado tal valor, alimentando los motivos de descontento y de crítica de los más progresistas. Pero en ocasiones no se han dejado, aun comprendiendo que no son ningún ideal, porque humanamente no ha sido posible, a menos que se aceptara una marginación total de muchas personas con posibilidades muy limitadas, con o sin culpa propia. Y no se puede olvidar que una marginación total puede representar un atentado contra la dignidad de la persona; mientras que su continuación en una obra, que no es ideal, pero tampoco es una nulidad, puede ser un derecho de justicia para dichas personas.

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personales, han surgido y siguen surgiendo los problemas más; complejos a nivel de comunidad local, de comunidad provincial y general. Es posible que nuestra teología de la comunidad evan­gélica, bastante rica y enriquecida durante estos años, esté todavía necesitada de una profundización, que permita una mayor integra­ción teológica de todos sus elementos.

g) Disponibilidad misional comunitaria.—No hay duda de que la disponibilidad tradicional, por la que cada religioso se en­contraba en manos de la obediencia para ir a donde ésta dispusie­se, es vivida hoy de una manera muy distinta, por motivos muy diversos y, en el fondo, positivos, como la atención y respeto a la persona; el valor de las fraternidades ya establecidas, que tienen derecho a ser consultadas, tanto para sacar un individuo como para enviarle otros; la encarnación, proyección y pertenencia y hasta identificación con aquellos entre quienes se trabaja: motivos que exigen ser tenidos en cuenta.

Pero pueden verse amenazados por un factor negativo anti­universal, localista, sectario a veces, nido para todos los egoísmos disfrazados, con pérdida de eclesialidad y universalidad, con re­ducción miope de la Iglesia, del mundo y de la misión del Insti­tuto. Tanto más cuanto esta identificación con la localidad de su inserción queda reducida a un horizonte puramente humano, so­cial, político, como si no hubiera más urgencias de liberación hu­mana y espiritual que las que ellos están viviendo.

Serio problema planteado por las comunidades nuevas, que, en medio de grandes valores, pueden presentar el contravalor de sus particularismos. Misión de los superiores es valorar, desde sólo el Evangelio y su encarnación en el carisma eclesial de su Instituto, dónde se sirve desde el carisma y dónde se instala desde el egoísmo. Que también hay instalaciones egoístas en nombre del Evangelio, sobre todo cuando éste pasa por la reducción de una exégesis, que hoy no es escasa.

h) Comunidad pequeña o grande, homogeneidad y diversi­dad.—La crítica a la macrocomunidad era en líneas generales vá­lida y la reducción de la comunidad en líneas generales han sido provechosas. Pero es también un hecho que comunidades muy pe­queñas, con personalidades poco maduras, han fracasado, hasta llegar a crear sospechas, injustamente, sobre las demás. Comuni­dades homogéneas, buscadas por los mismos religiosos desde cri-

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terios de edad, ideas afines, han agotado pronto su vitalidad. Co­munidades homogéneas por tarea y misión, si las personas eran al menos normalmente integradas religiosa y humanamente, han permitido una creación de comunidades más vivas en lo comuni­tario y en lo misional, incluso cuando había dentro de ellas una normal heterogeneidad de edades e incluso de mentalidades, siem­pre que esta diferencia no resultase polarizante, porque en la po­larización no es posible vivir la fraternidad ni la comunidad evan­gélica 12.

2. Segunda etapa

En lo anterior se ha contemplado la comunidad de manera no única, pero sí prevalente, desde dentro. Aunque ya entraba la misión en su dinámica, creo que estarnos viviendo de manera ace­lerada la incidencia más fuerte de la misión sobre la misma co­munidad-fraternidad.

Esta nueva perspectiva se va dando en todos los Institutos, aunque con intensidades diversas y también con claridades y con problemas diversos. Entre los miembros, sobre todo, de Institutos apostólicos es frecuente escuchar frases como de un cierto cansan­cio respecto a la comunidad, que vienen a sonar más o menos así: «Ya está bien de hablar tanto de comunidad y ya es hora de que ésta empiece a actuar y enfrentarse con la inmensa tarea que le ofrece el mundo y sus urgencias; dejémonos de narcisismos y pon­gamos manos en la masa.»

Juzgo positivo este esfuerzo, por considerar y vivir la comu­nidad no como una realidad cerrada en sí y para sí —cual si fuera una mónada—, sino como una realidad en la Iglesia y en el mun­do, conjugada con otras realidades —que también son comuni­dad— dentro de esa Iglesia y de ese mundo y sobre todo de esa iglesia —con minúscula— y de ese mundo realista y al margen de tantas abstracciones.

12 Como tal vez en el futuro se seguirá el proceso de comunidades pe­queñas, habrá que prever las causas del posible fracaso, para evitarlas y potenciar las grandes posibilidades que ofrece la fraternidad más reducida. Entre otros medios, deberá contar grandemente la interacción frecuente de los diversos grupos en una mayor convivencia a nivel interprovincial, junto con una presencia más fraternal, en esas fraternidades de los superiores mayores y de todos aquellos anillos intercomunitarios que pueden ser los •directores de áreas de apostolado y de vida en el Instituto.

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Todo esto puede parecer sencillo, pero los hechos demuestran que no está resultando fácil; será la causa de las mayores tensio­nes en un futuro ya inmediato, porque en parte lo está ya siendo en nuestras comunidades. Ya hemos dicho cómo debe aceptarse la acentuación de un sentido de presencia y de encarnación, por tratarse de una comunidad y una vida religiosa en la Iglesia y en el mundo. Lo cual obligará a no pocas revisiones críticas de obras e instituciones.

Bajo este aspecto, bastantes comunidades se están ya interpe­lando seriamente por una vivencia evangélica en pleno contexto y contenido social y político, en tanto la virginidad, la pobreza y la obediencia son vividas en y como un servicio misional a unos hombres concretos. No serán prevalentemente virtudes individua­les y dones carismáticos para el religioso mismo, ni aun para el Instituto; son ya —y lo serán más cada día— actitudes evangé­licas concretas hacia unos hombres concretos, teniendo que adop­tar por ello nuevo lenguaje, nueva expresión, pudiendo y debien­do ser compartidas, en una u otra forma, por el pueblo.

Todo esto —que es válido y lo será cada vez más— no hay duda de que dará —y está ya dando— ocasión a que algunas co­munidades no hablen un lenguaje de comunidad religiosa, sino sólo lenguaje de pueblo, sin decir ellas su palabra de comunidad religiosa, que también puede entender el pueblo. Determinadas comunidades ya no hablan lenguaje de Evangelio en su ser de comunidad. Pueden ser «comunas» políticas o sociales, pero evan­gélicamente neutras13.

Ello quiere decir que, si el ensanchamiento de la comunidad se debe considerar fundamentalmente válido e incitante apostóli­camente, puede tener —y está teniendo— la contrapartida de des­integrar la comunidad religiosa y disolverla en la otra comunidad más amplia. Ello puede comportar pérdida de identidad religiosa y de pertenencia religiosa, para dar lugar a nueva identidad y a otra pertenencia.

13 No es que el peligro sea todavía muy grande, lo cual tampoco consti­tuiría un motivo de mayor alegría; no es grande el peligro porque la mayoría de nuestras comunidades no han entrado aún en la dialéctica de estar encarnados y vivir evangélicamente para, junto y con los hombres a quienes evangelizan. Pero se están dando los primeros pasos hacia esa profunda' encarnación (cf TILLARD y SANTANER, en las citadas obras).

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El peligro afecta por partida doble: para la concreta comuni­dad en sí misma y para la intercomunión con las demás comuni­dades del Instituto y sus superiores mayores, no aceptados o acep­tados con demasiadas reservas como mediación eclesial-religiosa necesaria.

Esta nueva encarnación comunitaria supondrá, a su vez,, un nuevo problema de disponibilidad religiosa. Incuestionablemente hoy la disponibilidad del religioso y de su comunidad tendrá ca­racterísticas un tanto distintas de las que pudo tener en un pasa­do próximo. Tal disponibilidad ya no podrá resolverse únicamente desde los criterios antiguos de una obediencia a los superiores, que disponen los destinos y traslados del personal sólo desde instan­cias superiores. Pero tampoco se podrá ceder, sin más, a las nue­vas exigencias como si fueran únicas, renunciando a servir a las exigencias universales del carisma del Instituto en nombre de un encarnacionismo localista. Si es más fácil que a un grupo comuni­tario, encarnado en una iglesia local, le falte la óptica de Iglesia con mayor perspectiva, sería grave que faltara dicha óptica a los superiores mayores, o que renunciaran a ella por no complicarse las cosas.

Y no se ponga como solución —porque no lo es— una co­existencia —pacífica, polarizada y polarizante, o no pacífica más bien— entre comunidades llamadas nuevas y comunidades anti­guas. Porque todas deberán ser comunidades renovadas y todas deberán ser fraternidades, dentro del pueblo. Aunque la encarna­ción puede tener aspectos diversos según los diferentes tipos o áreas de apostolado. No hay que esperar a encarnarse sólo por medio de apostolados llamados nuevos, con comunidades que asu­man esta novedad. Se debe dar una auténtica encarnación en apos­tolados tan tradicionales como una parroquia, un colegio, una clí­nica, una misión, haciendo que toda comunidad sea una comuni­dad-presencia interna, y no sólo comunidad-asistencia desde fuera.

8. Conclusión

— Una fraternidad evangélica, que asume la virginidad, la po­breza y la obediencia;

— una misión configuradora del carisma del Instituto y con­figurada por él, para una concreta edificación de la Iglesia;

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•.....-?— una presencia viva entre los hombres, a los que hay que edificar en su concreta implantación histórica, interpela­dos y mediados por los «signos de sus tiempos».

Estas son las tres líneas esenciales y convergentes de toda co­munidad religiosa, que configuran, dentro de cada Instituto, su tipo propio de comunidad. En la medida en que falla alguno de esos elementos, no habrá verdadera comunidad religiosa. Concre­tamente:

a) Sin fondo evangélico, se queda en grupo de simple amis­tad. No pocas veces, más que asumir los otros valores evangélicos, los ha suplantado o sustituido, hasta no darles valor o minimizar­los. Sería una fraternidad, que puede acabar por ser simple amistad.

b) Reducida a sola fraternidad, se corre el peligro de homo-geneizar todas las comunidades, sin margen para comunidades evangélicamente distintas, según la misión propia de cada Insti­tuto.

c) Fraternidad más carismática que institucional, cuando no sabe integrar carismas particulares y misión carismática del Insti­tuto, da como resultado un carisma sin misión: un falso carisma.

d) Fraternidades sin institucionalizado!! y sin misión, que aceptan mal o no aceptan de ningún modo la fraternidad de la Provincia o del Instituto, rompen de hecho con la disponibilidad misional ante los superiores.

e) Fraternidad horizontal, que elimina la figura y el servicio del superior, sin lograr sustituirlo por nada, elimina las mediacio­nes religiosas e, incluso, se desentiende de las mediaciones ecle-siales, poniendo en entredicho la misma mediación de Cristo.

f) No aceptando la misión, la institucionalización, ni el ca­risma como se viven en el Instituto, su pertenencia real y su real identidad ya no se dan en el Instituto, aunque se empeñen en no salirse. De hecho, están teológicamente fuera. Lógicamente, en ellos van madurando otras identidades y otras pertenencias, en ocasiones, puramente sociales y políticas.

La única manera de hacer madurar nuestras comunidades será hacer que vivan, cada vez más intensamente, la totalidad del ca-risma-misión del Instituto en la Iglesia.

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PUBLICACIONES DEL INSTITUTO TEOLÓGICO

DE VIDA RELIGIOSA

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PUBLICACIONES DEL INSTITUTO TEOLÓGICO DE VIDA RELIGIOSA

SERIE MAJOR

SEMANAS NACIONALES DE VIDA RELIGIOSA:

III.—Unidad, Pluralismo y Pluriformidad en la vida religiosa, 484 págs.

IV.—Los religiosos y la evangelización del mundo contempo­ráneo, 1975, 290 págs.

VI.—Experiencia de Dios y compromiso temporal de los reli­giosos, 2." edic, 1978, 344 págs.

VII.—Responsabilidades eclesiales y sociales de los religiosos, 1978, 340 págs.

VIII.—Religiosos en una sociedad laica, 1979, 350 págs.

OTRAS OBRAS:

• SEVERINO M." ALONSO, CMF., La vida consagrada. Síntesis teológica, 5.* edic, 1978, 460 págs.

• GERARDO PASTOR, CMF., Análisis de contenido en los casos de abandono de la vida religiosa, 1974, 368 págs.

• J. M. R. TILLARD, OP., El proyecto de vida de los religiosos, 3." edic, 1978. 518 págs.

• J. M. R. TILLARD, OP., Religiosos, un camino de evangelio, 3." edic, 1978, 260 págs.

• LEONARDO BOFF, OFM., Testigos de Dios en el corazón del mundo, 2.' ed ic , 1978, 336 págs.

• VICENTE ATEL, FSC, Compromiso y fidelidad para tiempos de incertidumbre, 1977, 196 págs.

• EQUIPO DE TEÓLOGOS DE LA CLAR., Religiosos para un pueblo en marcha, 1978, 284 págs.

• SEVERINO M.* ALONSO, CMF., Las bienaventuranzas y la vida consagrada, en la transformación del mundo, 3.a edic, 1978, 180 pá­ginas.

• VARIOS, Criterios pastorales sobre relaciones entre Obispos y Religiosos en la Iglesia, 1978, 64 págs.

• JESÚS ALVAREZ GÓMEZ, CMF., Por qué y para qué los reli­giosos en la Iglesia, 1978, 190 págs.

Page 190: Gutierrez Vega, Lucas - Teologia Sistematica de La Vida Religiosa

D t - l . 1 - "

• JOSÉ MARÍA VIGIL, CMF., Pastoral vocacional para tiemvos nuevos, 1979, 230 págs.

• LUCAS GUTIÉRREZ-VEGA, CMF., Teología sistemática de la vida religiosa, 2 a ed., 1979, 384 págs.

SERIE M1NOR

• J. M. R. TILLARD, OP., Religiosos: una presencia entre los hombres, 1976, 92 págs.

• VARIOS, De la ambigüedad al compromiso, 1977, 140 págs.

• JESÚS ALVAREZ GÓMEZ, CMF., La virginidad consagrada. ¿Rea­lidad evangélica o mito sociocultural?, 1977, 190 págs.

• J. M. R. TILLARD, OP., La vida religiosa, vida carismática, 1978, 144 págs.

• VARIOS, La disponibilidad de los religiosos, 1978, 176 págs.

• BASILIO RUEDA GUZMÁN, Proyecto Comunitario, 1978, 160 págs.

• J. M. LOZANO, CMF., El Fundador y su familia religiosa, 1978, 100 págs.

• VARIOS, Orar en nuestras Comunidades, 1979, 220 págs.

• MARIE-ABDON SANTANDER, OFM. Cap., ¿Tiene sentido aún exis­tir como Congregación?, 1979, 158 págs.

• J. M. R. TILLARD, OP., Llamada de Cristo. Llamadas del mun­do, 1979, 140 págs.

• VARIOS, Renovación y futuro de la vida religiosa, 1979, 180 págs.

LA REVISTA «VIDA RELIGIOSA»

El Instituto Teológico de la Vida Religiosa, de Madrid, patro­cina VIDA RELIGIOSA, revista quincenal de estudio, orientación e in­formación sobre la vida y apostolado de los religiosos.

Durante el año ofrece:

• SEIS números monográficos de 80 páginas sobre temas de gran interés para todos los religiosos.

• QUINCE Boletines Informativos de 32 páginas con Documen­tación, Temas de Actualidad, Formación, Puntos de Reflexión, Experiencias, Entrevistas, Retiro del mes, Crónicas, Infor­mación...

VIDA RELIGIOSA

Buen Suceso, 22 - Teléfonos 248 2101 y 248 2102 - MADRID-8

Claretiana, aporta en esta obra un es­timable esfuerzo por lograr la deseada síntesis teológica sobre la vida consa­grada.

Agotada la primera edición, se pu­blica ahora la segunda totalmente re­fundida y completada con varios nuevos capítulos.

El INSTITUTO TEOLÓGICO DE V I D A

R E L I G I O S A DE MADRID fue creado por

los padres Provinciales Claretianos de España en 1971. Está integrado en la Universidad Pontificia de Salamanca e imparte la licencia en Teología con es-pecialización en Vida Religiosa.

Los rápidos cambios sociales de nuestra época están imponiendo una profunda revisión y transformación de las formas de la Vida Religiosa. Para atender a su armónica realización, el INSTITUTO TEOLÓGICO DE VIDA R E ­

LIGIOSA se propone llevar a cabo un estudio y reflexión rigurosa de sus ba­ses bíblicas y teológicas que dejen en claro su validez evangélica, dentro de un marco histórico y cultural lo sufi­cientemente amplio para favorecer con lucidez y audacia su renovación per­manente y su consiguiente eficacia en la vida eclesiástica en el mundo futuro.

Abierto a toda clase de público, está primordialmente orientado al personal religioso responsable de las tareas de dirección y formación en los diferen­tes Institutos Religiosos.

INSTITUTO T E O L Ó G I C O DE VIDA RELIGIOSA

Víctor Pradera, 65 , dpdo.

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