Guerra Justa

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 EDICIÓN 4 2009 118 Esta conferencia fue leída por su autor en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, el 3 de junio de 2004, como parte del ciclo titulado “En guerra”. Fue traducida por Tomás Fernández Aúz y Be a- triz Eguibar Barrena, y publicada en la entrega 147 de la revista Claves , en noviembre de 2004. En el año 2008 ue publicada de nuevo en Barcelona por Katz Editores, acompañada de la entrevista concedida por el autor a Da- niel Gamper Sachse el día siguiente de la conerencia. MICHAEL  WAL ZER Terrorismo y guerra justa Inocentes e implicados Comenzaré argumentando que la teoría de la guerra justa nos ayuda a entender la injusticia del terrorismo y a continuación haré dos cosas con este argumento: en pri- mer lugar, examinaré la elección del terror como estrategia política y, en segundo lugar, me ocuparé de algunos de los problemas que plantea combatirlo: ¿qué es lo que puede salir mal en la “guerra” contra el terrorismo? El terrorismo es el asesinato alea- torio de personas inocentes impulsado por la esperanza de producir un temor generaliza- do. El temor puede contribuir a muchos ob-  jetivos políticos dierentes, pero ning uno de ellos, tal como expondré más adelante, tiene por qué gurar necesariamente en la de- nición (es ácil imaginar una organización terrorista descrita al modo en que la pintaría Kafa, esto es, carente de todo propósito). La aleatoriedad y la inocencia son los elementos cruciales de la denición. La crítica de este tipo de asesinato se asienta especialmente en la idea de la inocencia, una idea que es deudora de la teoría de la guerra justa –y que con recuencia se comprende mal–. La “inocencia” opera en la teoría como un tér- mino técnico: describe al grupo de los no combatientes, de los civiles, de los hombres y las mujeres que no se hallan materialmente implicados en el esuerzo bélico. Estas per- sonas son “inocentes” con independencia de lo que estén haciendo su gobierno y su país , y al margen de si están o no a avor de lo que se está llevando a cabo. Lo contrario de “ino- cente” no es “culpable” sino “implicado” Los civiles no implicados son inocentes sin que en ello inuya su moral ni su opción política personal. Pero, ¿por qué los civiles han de ser todos inmunes a un atentado mientras que los soldados se encuentran colectivamente expuestos al peligro? De acuerdo con las re- glas del ius in bello 1  , una vez que la contien- da ha comenzado es enteramente legítimo 1) Véase Michael Walzer, Guerras justas e injustas, trad. de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar, Barcelona, Paidós, 2001, cap. 2, pp. 51 y ss. [N. del T.]

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Guerra Justa de michael walzer

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    Esta conferencia fue leda por su autor en el Centro de Cultura Contempornea de Barcelona, el 3 de junio de 2004, como parte del ciclo titulado En guerra. Fue traducida por Toms Fernndez Az y Bea-triz Eguibar Barrena, y publicada en la entrega 147 de la revista Claves, en noviembre de 2004. En el ao 2008 fue publicada de nuevo en Barcelona por Katz Editores, acompaada de la entrevista concedida por el autor a Da-niel Gamper Sachse el da siguiente de la conferencia.

    m i c h a e l walzer

    Terrorismo y guerra justa

    Inocentes e implicados

    Comenzar argumentando que la teora de la guerra justa nos ayuda a entender la injusticia del terrorismo y a continuacin har dos cosas con este argumento: en pri-mer lugar, examinar la eleccin del terror como estrategia poltica y, en segundo lugar, me ocupar de algunos de los problemas que plantea combatirlo: qu es lo que puede salir mal en la guerra contra el terrorismo?

    El terrorismo es el asesinato alea-torio de personas inocentes impulsado por la esperanza de producir un temor generaliza-do. El temor puede contribuir a muchos ob-jetivos polticos diferentes, pero ninguno de ellos, tal como expondr ms adelante, tiene por qu figurar necesariamente en la defi-nicin (es fcil imaginar una organizacin terrorista descrita al modo en que la pintara Kafka, esto es, carente de todo propsito). La aleatoriedad y la inocencia son los elementos cruciales de la definicin. La crtica de este tipo de asesinato se asienta especialmente en la idea de la inocencia, una idea que es deudora de la teora de la guerra justa y

    que con frecuencia se comprende mal. La inocencia opera en la teora como un tr-mino tcnico: describe al grupo de los no combatientes, de los civiles, de los hombres y las mujeres que no se hallan materialmente implicados en el esfuerzo blico. Estas per-sonas son inocentes con independencia de lo que estn haciendo su gobierno y su pas, y al margen de si estn o no a favor de lo que se est llevando a cabo. Lo contrario de ino-cente no es culpable sino implicado Los civiles no implicados son inocentes sin que en ello influya su moral ni su opcin poltica personal.

    Pero, por qu los civiles han de ser todos inmunes a un atentado mientras que los soldados se encuentran colectivamente expuestos al peligro? De acuerdo con las re-glas del ius in bello1, una vez que la contien-da ha comenzado es enteramente legtimo

    1) Vase Michael Walzer, Guerras justas e injustas, trad. de Toms Fernndez Az y Beatriz Eguibar, Barcelona, Paids, 2001, cap. 2, pp. 51 y ss. [N. del T.]

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    matar soldados de manera aleatoria, o, por as decirlo, a medida que vayan ponindose a tiro, y resulta legtimo intentar aterrorizar a los que en ningn caso habrn de situarse a nuestro alcance. Y, sin embargo, hay un gran nmero de soldados que de hecho son no combatientes: sirven tras las lneas de fuego, colaboran en los transportes, en el suministro de alimentos o en el almacenaje de pertrechos; trabajan en las oficinas y rara vez llevan armas. Adems, ningn soldado es siempre un combatiente: descansan y juegan, comen y duermen, leen peridicos o escriben cartas. Algunos de ellos estn en el ejrcito por propia voluntad, pero otros se hallan en l de mala gana. Si se les hubiera dado a ele-gir, habran hecho otra cosa. Cmo puede obligrselos a atacar simplemente porque se los llame soldados y vayan uniformados como tales? Por qu el trmino inocencia, en tanto que trmino tcnico, no define a algunos de ellos, en alguna ocasin?

    Por otro lado, silos soldados son, con justicia, objeto de los ataques todos ellos, y constantemente, y se encuentran colectivamente en situacin de riesgo, por qu no es posible entonces que los civiles, considerados como clase, constituyan igual-mente objetivos legtimos? Pongamos por caso que un determinado grupo de civiles est compuesto por miembros de una comu-nidad poltica. Han elegido por clara mayora a un gobierno que libra una guerra injusta o que se halla implicado en una poltica de opresin y, por consiguiente, comparten la responsabilidad de los actos inmorales, y tal vez delictivos, que se cometan. Por qu no tienen razn los terroristas cuando dicen que su ciudadana y su responsabilidad hacen que los civiles sean colectivamente susceptibles de sufrir un atentado?

    Pese a mi escepticismo respecto de la seriedad de algunas de las personas que la plantean, voy a tomarme en serio esta pregunta. La respuesta guarda relacin con el significado de la pertenencia a un ejrcito y a una sociedad civil. El ejrcito es un colectivo

    organizado, disciplinado, entrenado y muy resuelto. Todos sus miembros contribuyen a la consecucin de sus fines. Incluso los solda-dos que no llevan armas han recibido la ins-truccin que los capacita para manejarlas, y se hallan estrechamente vinculados, a travs de los servicios que proporcionan, con quie-nes de hecho las utilizan. No importa que se trate de voluntarios o de reclutas: lo que est en cuestin no son sus preferencias morales individuales; han sido movilizados con un nico objetivo, y lo que hacen permite que ese objetivo progrese. Para que ste pueda alcanzarse, se los asla de la generalidad del pblico, se los aloja en campamentos y bases, y el Estado atiende todas sus necesidades. En tiempos de guerra se plantarn como un solo hombre.

    La sociedad de los civiles no es en modo alguno as. Los civiles persiguen muchos objetivos diferentes, han sido ins-truidos para realizar muy diversos empeos y profesiones, participan en un conjunto muy heterogneo de organizaciones y asociaciones cuya disciplina interna, comparada con la de un ejrcito, es por lo comn muy laxa. Los ci-viles no viven en barracones sino en sus pro-pias casas y apartamentos, no viven con otros soldados sino con sus padres, esposas e hijos, no son todos de una edad similar sino que entre ellos hay personas muy mayores y muy jvenes y el gobierno no atiende sus necesida-des sino que las asumen por s mismos y en mutua colaboracin. Como ciudadanos, per-tenecen a partidos polticos diferentes, tienen distintos puntos de vista sobre las cuestiones pblicas, muchos de ellos no participan en modo alguno en la vida poltica, y, de nuevo, algunos de ellos son nios. Ni siquiera una leve en masse sera capaz de transformar a este grupo de personas en algo remotamente similar a un colectivo militar organizado.

    Sin embargo, forman un colectivo de otro gnero: constituyen, junto con sus hijos e hijas, que pueden servir en el ejrcito, un pueblo. El hecho de que su condicin de pueblo tenga carcter tnico o nacional, o sea

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    de naturaleza completamente poltica, esto es, determinada nicamente por su ciudada-na, carece aqu de importancia. Se identifi-can a s mismos como franceses o irlandeses o blgaros; por lo general, comparten una lengua y una historia y tambin, en el sentido prosaico del trmino, un destino. Como in-dividuos, sus futuros se hallan estrechamente entretejidos, y este vnculo se vuelve par-ticularmente slido cuando su pas est en guerra: de esto depende fundamentalmente

    el modo en que los concebimos en tiempo de guerra.

    La teora de la guerra justa lleva implcita una teora de la paz justa: suceda lo que suceda a los dos ejrcitos, con inde-pendencia de cul de ellos gane o pierda, sea cual sea la naturaleza de las batallas o el al-cance de las vctimas, los pueblos de ambos bandos han de ser, al final, reconciliados. El principio central del ius in bello, esto es, que los civiles no pueden constituir un objetivo

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    ni ser eliminados deliberadamente, significa que estarn presentes o, hablando en tr-minos morales, que debern estarlo cuando todo concluya. ste es el significado ms pro-fundo de la inmunidad de los no combatien-tes: no slo protege a los individuos que no combaten, tambin protege al grupo al que pertenecen. Del mismo modo que la destruc-cin del grupo no puede constituir un objeti-vo legtimo de la guerra, tampoco puede ser una prctica legtima en la guerra. Los civiles

    son inmunes en tanto que hombres y muje-res corrientes, carentes de implicacin en el asunto de la guerra; y tambin son inmunes como miembros de una comunidad humana que no es una organizacin militar.

    Hay una excepcin parcial a esta regla de la inmunidad que tambin sugiere su solidez general. Si un pas libra una guerra injusta, y es derrotado, puede obligrselo a ofrecer reparacin a sus vctimas, y la carga se distribuir mediante el sistema fiscal entre

    Guernica,

    Pablo Picasso,

    1937.

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    todos los ciudadanos, con independencia de cul haya sido su papel en la guerra o su opi-nin sobre ella. No obstante, esta carga eco-nmica colectiva es la nica que admitimos. No impondramos trabajos forzados a los ciudadanos del Estado derrotado, y cierta-mente no los mataramos por el simple hecho de su ciudadana. nicamente los individuos sobre los que pesen acusaciones de crmenes de guerra concretos pueden ser llevados a juicio y, tal vez, ejecutados. Todos los dems conservan sus inmunidades individuales y de grupo: es a un tiempo justo y bueno que sus vidas prosigan y que sobreviva su comunidad poltica o nacional.

    concreto de personas. El mensaje que trans-miten va dirigido al grupo: no los queremos aqu. No los aceptaremos ni haremos las paces con ustedes. No los admitiremos como conciudadanos ni como socios en ningn proyecto poltico. Ustedes no son candidatos a la igualdad, y ni siquiera lo son para la co-existencia.

    ste es el mensaje ms obvio del terror nacionalista, dirigido contra una na-cin rival; y tambin el del terror religioso, orientado contra los infieles o herejes. El terror de Estado se centra con frecuencia en un colectivo unas veces es un grupo tnico, otras una clase socioeconmica que se con-sidera opuesto o potencialmente opuesto: los turcos, los kurdos, los kulaks, la clase media urbana, cualquiera que tenga una educacin superior, etc. No obstante, las instancias esta-tales recurren a veces a la matanza aleatoria, a las desapariciones, a los arrestos y a la tortura para aterrorizar a toda la poblacin de su pas. Ahora bien, lo que aqu seala-mos no es la masacre ni la eliminacin, sino la tirana, esto es, la subordinacin radical. De hecho, la tirana y el terror estn siempre estrechamente vinculados. Los tiranos go-biernan por medio del terror, como indicara por primera vez Aristteles. Y si los terroris-tas que no estn en el poder se hacen con l, es probable que gobiernen del mismo modo: con la intimidacin, y no la deliberacin, como modus operandi. Edmund Burke se equivocaba en su opinin de conjunto sobre la Revolucin Francesa, as como en relacin con las doctrinas polticas que la inspiraron, pero no hay duda de que tena razn respecto de algunos de los revolucionarios, los que pu-sieron en marcha el Terror: En los sotos de sus liceos, y al fondo de sus alamedas, nada sino cadalsos puede verse.

    Ahora bien, no es el terror, en ocasiones, una estrategia ms modesta, di-rigida nicamente a lograr la modificacin de la poltica de un gobierno? Las personas inocentes convertidas en blanco son las per-sonas a las que, supuestamente, debe proteger

    Los terroristas atentan contra ambas inmunidades. No

    slo devalan a los individuos a quienes matan sino

    tambin al grupo al que pertenecen los individuos.

    Muestran la intencin poltica de destruir, desplazar o

    subordinar de manera radical a esas personas en tanto

    que individuos, y a ese pueblo en tanto que colectivo.

    Por consiguiente, aunque todos los terroristas son

    asesinos, no todos los asesinos son terroristas.

    Los terroristas atentan contra ambas inmunidades. No slo devalan a los individuos a quienes matan sino tambin al grupo al que pertenecen los individuos. Muestran la intencin poltica de destruir, desplazar o subordinar de manera radical a esas personas en tanto que individuos, y a ese pueblo en tanto que colectivo. Por con-siguiente, aunque todos los terroristas son asesinos, no todos los asesinos son terroris-tas. La mayora de los asesinos trata de matar a personas concretas. Los terroristas matan de manera aleatoria en el seno de un grupo

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    ese gobierno, y el mensaje consiste en que se encontrarn en peligro hasta que el gobierno se rinda, se retire o conceda un determinado conjunto de exigencias. Cuando eso suceda, la matanza cesar eso dicen los terroristas y las personas inocentes, las que an sigan con vida, no se vern obligadas a abandonar sus casas ni a someterse a un rgimen tir-nico. Pensemos en la utilizacin, por parte de los Estados Unidos, de armas nucleares contra el Japn en 1945: se trat sin duda de un acto de terrorismo. Se mat a hombres y a mujeres inocentes para difundir el miedo en toda una nacin y forzar la rendicin de su gobierno. Adems, esa accin vino acom-paada de la exigencia de una rendicin incondicional, lo que constituye una de las formas que adopta la tirana en tiempos de guerra. Al final, los Estados Unidos no se empecinaron en la rendicin incondicional, y la ocupacin del Japn no constituy una subordinacin permanente del pueblo japo-ns a la potencia estadounidense. Sin embar-go, esto slo significa que el mensaje que los terroristas envan no siempre es llevado des-pus a efecto. No existe ninguna duda de que en el momento en que se arrojaron las bom-bas la destruccin de Hiroshima y Nagasaki implic una devaluacin radical de la vida de los japoneses y una amenaza generalizada contra el pueblo japons.

    A veces, tal vez, los terroristas tengan efectivamente objetivos limitados, pero sus vctimas tienen siempre buenas razones para mostrarse escpticas respecto de esos lmites. Desde su punto de vista, que es moralmente muy importante, el terror es una prctica total. El asesinato aleatorio implica una vulnerabilidad universal, y es frecuente que esta implicacin se verifique en la prctica. El terror estalinista, por poner un ejemplo obvio, no fue concebido para vencer amenazando a los kulaks, en la lucha de clases que se libraba en las zonas rurales; fue concebido para eliminar a los kulaks. Probablemente, los terroristas argeli-nos se proponan realizar lo que lograron: la

    expulsin de los europeos del suelo argelino (dispusieron de considerable ayuda por parte de los europeos). Los terroristas palestinos han sido notablemente honestos respecto de sus intenciones: no pretenden tener objetivos limitados, pese a que a veces se esgrima esa reivindicacin en su favor. Quiz los terro-ristas vascos constituyan una excepcin a la regla general, aunque no s lo suficiente sobre ellos para poder hablar con cierta seguridad. Puede presumirse que crearan un Estado propio, que no pretenden la destruccin de Espaa. Pero muy bien podran proponerse la limpieza tnica (e ideolgica) del Pas Vas-co. De manera similar, podemos suponer que los terroristas revolucionarios pertenecientes a los diversos ejrcitos rojos de la dcada de 1970 habran dejado de matar a los capitalis-tas una vez que el sistema capitalista hubiera cado. Por otro lado, podran haber tratado de purgar a su pas de la burguesa corrupta, ahora de tendencia contrarrevolucionaria. Parece que es mejor tomarse en serio el men-saje que envan los terroristas.

    Desde luego, los terroristas no quieren que se los identifique y se los juzgue por el mensaje que envan sino ms bien por los objetivos que anuncian: no por la destruccin, la expulsin o la subordinacin radical de unas personas, sino por su victoria en una guerra justa, o de liberacin nacional, o por el triunfo de su religin. Y por qu no debemos identificarlos principalmente en funcin de los fines que afirman en vez de por los medios que utilizan? He odo decir con frecuencia que la guerra contra el terro-rismo no tiene sentido, ya que el terror es un instrumento, no una poltica plenamente desarrollada, como, digamos, el comunismo o el radicalismo islmico. Sin embargo, no hay duda de que una de las razones ms im-portantes (aunque no la nica) para oponerse al comunismo y al radicalismo islmico es que esas ideologas han servido, en la vida real, para inspirar y justificar el terrorismo. Los instrumentos que se escogen son con fre-cuencia moralmente definitorios, como su-

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    cede en el caso del sindicato del crimen, por ejemplo, o de la mafia, cuyo fin a largo plazo (hacer dinero) es compartido por muchas otras personas y es enteramente aceptable en una sociedad capitalista. Sin duda, los obje-tivos de las bandas criminales son incapaces de justificar los medios que eligen, pero hay algo de igual importancia: que sus objetivos no sirven para identificar a los actores. Los miembros de la mafia pueden considerarse hombres de negocios pero con razn los llamamos bandidos. De manera similar, los hombres y las mujeres que ponen bombas en las zonas residenciales urbanas, o que orga-nizan masacres, o que hacen desaparecer a las personas, o que se hacen saltar por los aires en cafs atestados, pueden considerarse militantes polticos o religiosos, o emplea-dos pblicos y funcionarios, pero con razn los llamamos terroristas. Y nos oponemos a ellos, o deberamos oponernos a ellos, debido a que son terroristas.

    Si calificamos a los terroristas por sus acciones en lugar de por sus supuestos objetivos, quedamos libres para respaldar los objetivos si los consideramos justos, e in-cluso para tratar de alcanzarlos activamente por medios no terroristas. Podemos respal-dar el esfuerzo blico de los Estados Unidos contra el Japn a pesar de que nos oponga-mos al bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. Podemos trabajar por la independencia de Argelia a pesar de que nos opongamos al terrorismo del FLN. Podemos hacer un lla-mamiento en favor de un Estado palestino y condenar al mismo tiempo a los grupos que atentan contra los civiles israeles. Una poltica decente requiere con frecuencia una campaa con dos frentes: contra la opresin y la ocupacin, como en los dos ltimos ca-sos, y tambin, simultneamente, contra el asesinato.

    No creo que el terrorismo pueda justificarse en ningn caso. Pero tampoco quiero abogar por una prohibicin absoluta. La de Hgase la justicia aunque perezca el mundo nunca me ha parecido una posi-

    cin moral plausible. En algunos casos raros y muy determinados quiz sea posible no justificar, pero s hallar excusas para el terro-rismo. Personalmente, puedo imaginarme una situacin as en el hipottico caso de una campaa terrorista lanzada por militantes judos contra civiles alemanes en la dcada de 1940; y suponiendo que hubiera existido la probabilidad de que los atentados contra los civiles (en realidad, habra sido altamente improbable) hubiesen podido detener el ase-sinato en masa de los judos. El argumento para el extremismo podra funcionar en cir-cunstancias verdaderamente extremas, pero aqu hemos de ser muy cuidadosos, ya que el terrorismo, como he venido sealando, representa una amenaza de asesinato genera-lizado incluso en el caso de que no llegue tan lejos. De hecho, no s de ninguna campaa terrorista concreta que pueda ser excusada de este modo a pesar del habitual argumento de la desesperacin. Las excusas normales no valen. Los terroristas concretos amenazan con cometer un asesinato en masa para opo-nerse, o, mejor, con la pretensin de oponerse a algo que no le es equiparable. Y en la mayo-ra de los casos tienen las intenciones totali-taristas que sus acciones indican.

    Esta es la injusticia del terrorismo: el asesinato del inocente y la creacin de un colectivo devaluado, de un grupo de hom-bres y mujeres que se ha visto privado del derecho a la vida, o, en su caso, del derecho a vivir donde viven. Se les ha negado la que bien pudiera ser la ms importante de las cuatro libertades que proclamaran Roose-velt y Churchill en 1943: la de estar libre del miedo. La caracterstica esencial del terro-rismo estriba en que extiende la violencia o la amenaza de violencia y la hace pasar de los individuos a los grupos. Los hombres y las mujeres son transformados en objetivos por el hecho de su pertenencia a un grupo: por el hecho de ser japoneses, o protestan-tes en Irlanda del Norte, o musulmanes en Gujerate, o judos en Israel. Lo que nos hace vulnerables emana de quienes somos, no de

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    nuevas corrientes intelectuales

    lo que hacemos: identidad equivale a respon-sabilidad. ste es un vnculo al que estamos moralmente obligados a oponernos.

    Decisin prudencial y

    justificacin moral

    El terror es una estrategia que ha de elegirse de entre una gama bastante am-plia de estrategias posibles. Siempre es una eleccin. Durante muchos aos he venido argumentando que al analizar esa eleccin tenemos que imaginar a un grupo de per-sonas que se hallan sentadas en torno a una mesa y que discuten acerca de lo que es pre-ciso hacer. No tenemos las actas de esas re-uniones, pero disponemos de su descripcin, y sabemos que se han producido en todos los casos de actividad terrorista. Tambin sabe-mos que algunas de las personas sentadas en torno a esa mesa han argumentado en contra de la opcin del terror. El terrorismo no re-presenta la voluntad general de los irlandeses catlicos ni la de los argelinos, los palestinos o los estadounidenses (en 1945 hubo figuras

    destacadas del gobierno y del ejrcito estado-unidenses que se opusieron a la utilizacin de la bomba atmica); no es el producto necesario de una cultura religiosa o poltica. Del mismo modo que los valores asiticos como ha sealado Amartya Sen, no ordenan oponerse a los derechos humanos, tampoco los valores irlandeses, argelinos, palestinos o estadounidenses exigen la aceptacin del te-rrorismo. Se trata de una decisin que suscita el respaldo de unos y la oposicin de otros.

    Supongo que en la mayora de los casos los argumentos obedecen ms a la pru-dencia que a la moral, pero no creo que las personas que se sienten en torno a esa mesa sean realistas que simplemente se limiten a aprovechar las oportunidades polticas o se vean empujadas por las necesidades mili-tares. este es el punto de vista habitual de la ciencia poltica, y tal vez de la poltica en ge-neral, y desde esta perspectiva la justificacin moral no es ms que una fachada levantada apresuradamente despus de que las decisio-nes cruciales ya han sido tomadas. A veces,

    Los desastres

    de la guerra,

    Goya, 1810.

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    quizs, el realismo es una descripcin certera de lo que sucede en el mundo real, pero yo deseo sugerir -de manera provoca-tiva, espero, aunque tambin realista- que en ocasiones lo cierto es lo contrario: los argumentos estratgicos relacionados con lo que es posible o necesario son una fachada tras la cual los militantes y los oficiales hacen cobrar vida a sus ms profundas conviccio-nes polticas y morales. Hay veces en que la estrategia es un disfraz de la moralidad (o de la inmoralidad).

    Pensemos en la decisin britnica de bombardear las ciudades alemanas. A principios de la dcada de 1940, los polti-cos y los generales britnicos, sentados en torno a una mesa, discutieron la poltica de los bombardeos estratgicos. El objetivo de la RAF deba consistir en matar a cuantos civiles fuera posible, a fin de aterrorizar al enemigo y colapsar la economa, o deban los pilotos ocuparse nicamente de objetivos militares? Hasta donde he podido saber por las memorias y las historias de que dispo-

    nemos, el debate se efectu enteramente en el lenguaje de la estrategia. Nunca se men-cion el principio de la inmunidad de los no combatientes. Dados los dispositivos de que entonces se dispona para volar y apuntar las armas a su blanco, cules eran las probabi-lidades de alcanzar objetivos militares? Qu prdidas sufrira la fuerza area si volaba durante el da a fin de apuntar con (un poco ms de) precisin? Cules seran los efectos probables del bombardeo de las zonas resi-denciales urbanas sobre la moral civil y sobre la produccin y el suministro de pertrechos militares? Fuera del gobierno, pocas eran las personas que planteaban cuestiones morales sobre la poltica de los bombardeos; en su interior, todo suceda como si se hubiera pro-hibido hablar de moral: aqu no hay nadie excepto nosotros, los realistas! Ahora bien, si uno examina los aos posteriores a la guerra, resulta que las personas que estaban a favor del bombardeo de las zonas residenciales digamos, en el ao 1943 fueron despus asesores y funcionarios de los gobiernos

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    Los desastres

    de la guerra,

    Goya, 1810.

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    conservadores britnicos, y que, desde esos puestos, siguieron defendiendo una toma de decisiones dura y realista, mientras que la gente que se haba opuesto se encontraba en las filas de la izquierda y trabajaba para gobiernos laboristas o en favor de la Cam-paa para el Desarme Nuclear, planteando con frecuencia los argumentos morales que no haban esgrimido durante la guerra. Sin duda, sus argumentos estratgicos de 1943 venan dictados en parte por la represin de sus convicciones polticas y morales; es decir, no surgan nicamente de sus puntos de vista sobre la necesidad de matar a civiles, sino tambin de sus opiniones sobre la justicia o la injusticia de esa matanza. A fin de cuentas, es habitual que los estrategas operen sobre la base de informaciones inadecuadas e insegu-ras; sus predicciones se plasman en probabi-lidades muy toscas; es fcil que se decanten por una u otra decisin, y parecen adoptar o hacerlo frecuentemente aquellas decisiones que las personas que realizan las prediccio-nes (o las personas para quienes se hacen esas predicciones) quieren que adopten.

    Por tanto, cuando los terroristas nos dicen que no tenan eleccin, que no podan hacer otra cosa, que el terror era su ltimo recurso, debemos recordar que haba gente en torno a la mesa que argumentaba contra todas y cada una de esas propuestas. Y tambin debemos reconocer que las con-sideraciones estratgicas no constituyen el nico factor que configura esos argumentos y que posiblemente ni siquiera sea el ms importante. El conjunto de las ideas polticas y morales de los participantes, su cosmovi-sin, tambin es un factor. En realidad, estn respondiendo a preguntas como stas: Reco-nocen el valor humano de sus enemigos? Es-tn dispuestos a alcanzar un acuerdo de paz? Pueden imaginar un futuro Estado en el que compartan el poder pero no gobiernen? Esto es de hecho lo que est en juego en torno a la mesa; y podemos ver la injusticia del terroris-mo reiterada en las respuestas negativas que salen de la boca de sus defensores.

    Daos colaterales

    y asesinatos selectivos

    Una vez que se ha tomado la de-cisin y que los terroristas se ponen manos a la obra, cmo debemos combatirlos? Voy a asumir el valor de hacerlo, y no voy a con-siderar aqu los esfuerzos encaminados a hacer algo distinto so pretexto de la guerra contra el terrorismo (como el hecho de librar una guerra en Irak). No existe ninguna causa poltica digna que no sea susceptible de ser explotada en beneficio de objetivos indignos y carentes de relacin con ella; pero el tema que aqu trato es el de la causa, no el de su explotacin. Tambin voy a tratar de descri-bir la necesaria respuesta poltica al terror. Doy por supuesto que es necesaria una res-puesta poltica, pero combatir tambin es necesario. La primera respuesta a la pregunta de cmo combatir es simple en su principio, aunque a menudo difcil en la prctica: no hay que hacerlo por medios terroristas. Esto significa que hay que hacerlo sin convertir en blanco a hombres y mujeres inocentes. Voy a centrarme en este principio, que se despren-de de la teora de la guerra justa. La segunda respuesta a la pregunta de cmo combatir sostiene que debemos actuar sin rebasar las restricciones impuestas por la democracia constitucional. ste, sin embargo, como el de la poltica considerada en trminos ms ge-nerales, es tema para otra ocasin.

    Para combatir, es preciso identi-ficar al enemigo, as que es muy importante decir desde el principio que las personas a

    La primera respuesta a la pregunta de cmo

    combatir es simple en su principio, aunque a menudo

    difcil en la prctica: no hay que hacerlo por medios

    terroristas. Esto significa que hay que hacerlo sin

    convertir en blanco a hombres y mujeres inocentes.

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    las que los terroristas pretenden representar no son cmplices del terror. Sea cual sea su vnculo o su falta de vnculo emocional (y sabemos que con frecuencia tienen slidos vnculos), no procuran respaldo material: se ajustan a la descripcin que acabo de hacer del colectivo civil. Los terroristas tienen de hecho respaldo material, pero quienes los respaldan son hombres y mujeres concretos, no la gente en general. Al final de la guerra contra el terrorismo, como al final de cual-quier otra guerra, ser preciso brindar aten-cin a la gente en general.

    Los terroristas hacen del enemigo un colectivo y enfatizan que todas y cada una

    pudo haber evitado el atentado. Esto podra ser cierto en algunas ocasiones, pero es con frecuencia falso (con independencia de lo que la familia se vea obligada a decir despus del trance). En la sociedad nacional, no se permite que la polica acte de ese modo y destruya, por ejemplo, los hogares de los pa-rientes de los mafiosos por el hecho de que vivan de los negocios de la familia. Tampoco se permitira que los ejrcitos o las fuerzas especiales hicieran otro tanto. Si un pariente determinado es cmplice del delito, entonces los antiterroristas han de encontrar algn modo de detener y castigar a esa persona, no a la familia ni al pueblo ni al vecindario de la ciudad. El castigo colectivo trata a las per-sonas como a enemigos pese a que podran ser tan diferentes unas de otras (por sus ideas polticas, por ejemplo) como lo eran las personas del caf o el autobs contra el que atent el terrorista suicida. Y para los antite-rroristas, la ventaja viene de que esas diferen-cias (polticas) sean expuestas abiertamente, no de que sean suprimidas.

    Los terroristas sostienen que no hay nada parecido a los daos colaterales (o secundarios, como dice el diccionario). Para ellos, todos los daos son primarios, y quieren hacer tanto dao como les sea posi-ble: a ms muertes, mayor miedo. Por tanto, los antiterroristas tienen que diferenciarse resaltando la categora del dao colateral y producindolo en la menor cantidad posible. Las mismas reglas que rigen en el ius in bello se aplican a la guerra contra el terrorismo, adems de a la guerra en general: los solda-dos deben actuar nicamente contra objeti-vos militares y han de minimizar el dao que causan a los civiles. No creo que la doctrina del doble efecto, tal como se la suele enten-der, describa adecuadamente lo que aqu se requiere. No basta con que el primer efecto, el dao causado a los objetivos militares, sea intencionado y que el segundo, el producido a los civiles, no lo sea. Los dos efectos requie-ren dos intenciones: primero, que el dao se produzca y, segundo, que el dao se evite. Lo

    Es por tanto un error moral y poltico implicarse en

    castigos colectivos que destruyen, por ejemplo, el

    hogar familiar en el que viva un terrorista suicida,

    como han hecho los israeles, basndose en la

    suposicin de que la familia apoyaba al suicida o pudo

    haber evitado el atentado. Esto podra ser cierto en

    algunas ocasiones, pero es con frecuencia falso.

    de las personas del otro bando estn implica-das en la guerra o en la opresin. Los antite-rroristas deben individualizar al enemigo y enfatizar la inocencia de la gente en general. Tal como hace la polica en una sociedad na-cional decente, los antiterroristas han de bus-car a los individuos concretos que planean las acciones terroristas, les proporcionan respaldo material o las realizan.

    Es por tanto un error moral y po-ltico implicarse en castigos colectivos que destruyen, por ejemplo, el hogar familiar en el que viva un terrorista suicida, como han hecho los israeles, basndose en la suposi-cin de que la familia apoyaba al suicida o

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    nuevas corrientes intelectuales

    que la justicia exige es que el ejrcito adopte medidas concretas, que acepte riesgos para sus propios soldados a fin de evitar daar a los civiles. La misma exigencia pesa sobre los antiterroristas con mayor fuerza aun, creo yo, en la medida en que la guerra contra el terrorismo es (o debera ser) sobre todo una labor policial y no una guerra propiamente dicha, y es claro que a los agentes de polica les imponemos unos criterios de atencin a los civiles mucho ms elevados que los que exigimos de los soldados.

    Esta exigencia de atencin tambin rige la prctica que ha dado en llamarse ase-sinato selectivo Son los israeles quienes han hecho clebre esta prctica, pero voy a exa-minar un ejemplo estadounidense. Antes, no obstante, permtanme una reflexin general. La teora de la guerra justa excluye el asesi-nato de los dirigentes polticos del Estado enemigo, como tambin lo excluye el derecho internacional, porque se asume que la guerra terminar, y deber terminar, mediante un acuerdo de paz negociado con esos mismos dirigentes, a los que se considera persona-lidades representativas. No habran sido muchas las personas dispuestas a oponerse al asesinato de Adolf Hitler, pero esto se debi (en parte) a que no tenamos intencin de ne-gociar con l. Ahora bien, este argumento se aplica nicamente a los dirigentes polticos, a los jefes del colectivo civil. No se aplica en modo alguno a los oficiales del ejrcito, que forman parte de un colectivo militar.

    Probablemente, deberamos tratar de conservar esta distincin incluso en las organizaciones terroristas, donde con fre-cuencia es borrosa o inexistente. En Irlanda, el partido poltico Sinn Fein se las arregl para separarse de manera bastante convin-cente del IRA, un ejrcito compuesto por elementos cuya exposicin a las detenciones o los atentados difera de la exposicin de los miembros polticos a esos mismos peligros. Si la separacin era un pretexto, como afir-maron los britnicos durante mucho tiempo, era un pretexto til, como al final reconocie-

    ron al negociar con los dirigentes del Sinn Fein (que se hallaban entonces en una tensa relacin con los militantes del IRA). Resulta algo ms difcil imaginar cmo ha de bregar-se con organizaciones que apenas se preocu-pan de simular que posean brazos polticos y militares separados, como hace Hamas en Palestina, donde la reivindicacin de la sepa-racin se realiza nicamente tras un atentado israel y despus se olvida. Con todo, podra ser prudente respaldar la simulacin con la esperanza de que un da pueda adquirir una cierta realidad y abrir una va para la nego-ciacin. Pero se trata de prudencia, me pare-ce, no de una exigencia moral (excepto en la medida en que los dirigentes polticos estn obligados a ser prudentes). En cualquier caso, la vulnerabilidad de los dirigentes militares es clara. Si durante la Segunda Guerra Mun-dial un par de comandos britnicos hubiese cruzado las lneas alemanas del norte de frica (o si un par de comandos alemanes hubiese cruzado las lneas britnicas), se hu-biesen abierto paso hasta el cuartel general del ejrcito y asesinado a un coronel, a un brillante estratega que estuviese planeando el prximo ataque de sus tanques pero no fuese a participar en l, estaramos ante un asesinato selectivo, pero no ante un asesi-nato injusto.

    Ahora examinemos el caso de los cinco militantes de Al Qaeda (as los cata-logaron los funcionarios estadounidenses) que viajaban en una furgoneta por el desierto yemen y que fueron vctimas de un misil Hellfire a fines de 2001. De haberse produci-do en Afganistn, ese mismo ataque habra constituido un acto de guerra. Si disemos por supuesto que se identific correctamente a los muertos, no pensaramos que el ataque fuese injusto, ni siquiera que fuese proble-mtico. Parte del horror de la guerra estriba en que es legtimo matar sin previo aviso a las personas del otro bando que tengan im-plicacin activa en ella. A veces es posible darles la oportunidad de rendirse, pero con frecuencia, en las incursiones nocturnas, en

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    las emboscadas yen los ataques areos, por ejemplo, no resulta posible hacerlo.

    Ahora imaginemos que ese mismo ataque con misiles Hellfire, dirigido contra las mismas personas y contra la misma fur-goneta, no se hubiera producido en Afga-nistn sino en una calle de Filadelfia. No sera un acto de guerra y no sera legtimo. Quedaramos horrorizados: el ataque consti-tuira un crimen poltico, y buscaramos a los mximos responsables. Sera preciso arrestar en Filadelfia a los (presuntos) terroristas, acusarlos, proporcionarles abogados y llevar-los ante un tribunal. No se los podra matar a menos que fuesen condenados, y muchos estadounidenses, contrarios a la pena capital, diran: ni siquiera entonces.

    Yemen se encuentra en alguna parte entre Afganistn y Filadelfia. No es una zona de guerra, pero tampoco es una zona de paz, y esta descripcin resultara adecuada para muchos de los campos de batalla de la guerra contra el terrorismo, aunque no para todos. Hay grandes porciones de Yemen en las que el mandato del gobierno es ino-perante; no hay polica que pueda realizar las detenciones (catorce soldados resultaron muertos en las tentativas de captura de los militantes de Al Qaeda), ni tribunales en los que los prisioneros puedan albergar la expectativa de un juicio justo. El desierto yemen es una tierra sin ley, y la ausencia de leyes ofrece un refugio para los delincuentes

    polticos que llamamos terroristas. El mejor modo de abordar la cuestin de este refugio sera ayudar al gobierno yemen a extender su autoridad a la totalidad de su territorio. ste es, sin embargo, un proceso largo, y las urgencias de la guerra contra el terrorismo pueden requerir una accin ms inmediata. En los casos en que esto sea cierto, si es que es cierto, no parece moralmente injusto con-vertir directamente en blanco a los militantes de Al Qaeda para capturarlos, si es posible, pero tambin para matarlos. En este sentido, Yemen est ms cerca de Afganistn que de Filadelfia.

    Pero hay dos lmites morales y po-lticos para este tipo de polticas y son lmites de una importancia capital, ya que, una vez que aprenden a matar, es probable que los gobiernos maten demasiado y con demasiada frecuencia. El primer lmite est implcito en la expresin convertir en blanco Hemos de estar tan seguros como sea posible, sin juez ni jurado, de que las personas a las que esta-mos convirtiendo en blanco son realmente militantes de Al Qaeda o, de modo ms gene-ral, debemos asegurarnos que estn implica-das en la planificacin y la realizacin de los atentados terroristas. Los blancos deben ser identificados, y la labor de identificacin ha de realizarse de manera cuidadosa y precisa.

    El segundo lmite es aun ms im-portante. Hemos de estar tan seguros como sea posible de que tenemos la capacidad de alcanzar a la persona convertida en blanco sin matar a las personas inocentes que se encuentren en las proximidades de l (o ella). Aqu creo que tenemos que seguir criterios que nos acerquen ms a Filadelfia que a Afganistn. En una zona de guerra no es posible evitar los daos colaterales, slo es posible minimizarlos. En una guerra, la cues-tin ms difcil consiste en determinar qu grado de riesgo estamos dispuestos a aceptar que asuman nuestros propios soldados a fin de reducir los riesgos que imponemos a los civiles enemigos. Sin embargo, cuando la po-lica persigue a los delincuentes en una zona

    Lo mismo ocurre en la sociedad nacional cuando la

    lnea que separa a la polica de los delincuentes queda

    desdibujada por la brutalidad o la corrupcin de la polica.

    Sin embargo, es importante destacar que cuando esto

    sucede defendemos lo mejor posible la existencia de esa

    lnea sometiendo a la polica a crticas y reformas: no nos

    ponemos de parte de los delincuentes.

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    nuevas corrientes intelectuales

    de paz, es justo que no le dejemos margen para la generacin de daos colaterales. En el ms estricto sentido, ha de procurar no herir a los civiles incluso en el caso de que eso haga que su operacin sea ms difcil, o posibilite la huida de los delincuentes.

    A mi juicio, sta ha de ser, grosso modo, la norma justa que deben seguir las personas que planeen realizar asesinatos selectivos. Al igual que la polica, tampoco ellas libran de hecho una batalla. Pueden planear su ataque, y pueden suspenderlo si descubren, por ejemplo, que su objetivo lleva a un nio sobre el regazo (como en la obra de Camus Los justos) o se ha mezclado con la muchedumbre o se encuentra sentado en un departamento que no est vaco como se es-peraba que estuviera. No pueden evitar hacer recaer un cierto grado de riesgo sobre perso-nas inocentes, y los riesgos sern ciertamente ms elevados que los que impone la polica en una ciudad en paz, pero hemos de insistir en que debe realizarse un tenaz esfuerzo para minimizarlos. El ataque realizado por los Es-tados Unidos en el desierto de Yemen tal vez haya satisfecho este criterio. No tengo sufi-ciente informacin sobre las personas muer-tas ni sobre otras personas de los alrededores ni sobre las decisiones tcticas que fue preci-so tomar para establecer un juicio firme. Al-gunos de los asesinatos selectivos realizados por Israel se han ajustado a estos criterios; otros, casi con toda seguridad, no. Un coche que transita por una calle concurrida no es un objetivo permisible, no ms de lo que lo sera una mesa concreta de una cafetera abarrotada. Si los terroristas se escudan de-trs de otras personas, entonces los antite-rroristas han de saber abrirse camino entre los escudos, tal como deseamos que haga la polica. El caso de la bomba de una tonelada que se arroj sobre un bloque de viviendas de Gaza, donde el objetivo era una persona pero murieron ms de veinte, es un ejemplo paradigmtico de lo que no debe hacerse. No creo que puedan justificarlo siquiera las nor-mas de definicin de objetivos que rigen en

    tiempo de guerra. Sin embargo, puede que este ataque no fuese un caso de asesinato se-lectivo: al leer los relatos de los peridicos, es difcil evitar la sensacin de que su prop-sito era aterrorizar a la poblacin civil, cuyos integrantes fueron considerados, de manera colectiva, como apoyos del terrorismo.

    Cuando el asesinato tiene prio-ridad sobre la seleccin, los antiterroristas adquieren un aspecto demasiado parecido al de los terroristas, y la distincin moral que justifica su guerra queda en entredicho. Lo mismo ocurre en la sociedad nacional cuando la lnea que separa a la polica de los delincuentes queda desdibujada por la brutalidad o la corrupcin de la polica. Sin embargo, es importante destacar que cuando esto sucede defendemos lo mejor posible la existencia de esa lnea sometiendo a la poli-ca a crticas y reformas: no nos ponemos de parte de los delincuentes. De manera similar, todo lo que salga mal en la guerra contra el terrorismo no afecta a la injusticia del terror. De hecho, confirma esa injusticia: lo que aprendemos es que tenemos que condenar el asesinato de gente inocente dondequiera que se produzca, en cualquiera de los lados de la lnea.

    Esa condena resulta ms eficaz, me parece, si empezamos por la teora de la guerra justa y su reconocimiento de la inmunidad del no combatiente. Pero, como debera haber quedado claro, no podemos limitarnos nicamente a la teora de la gue-rra justa: al contrario, hemos de movernos entre nuestro concepto del combate y nuestro concepto de la labor policial, entre el conflic-to internacional y el delito nacional, entre las zonas de guerra y las zonas de paz. El ius in bello constituye una adaptacin de la moral a las circunstancias del combate, al calor de la batalla. Tal vez necesitemos adaptaciones adicionales a las circunstancias del terror. Pero podemos seguir guindonos, incluso en estas nuevas circunstancias, por nuestra comprensin fundamental de cundo es jus-to combatir y matar y cundo es injusto.

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    La mejor fuente

    El 28 de diciembre de 1818 naci, en la casa santaferea que estuvo alguna vez situada frente al Palacio de la Carrera, doa Mara del Carmen Caicedo Jurado. Era la segunda hija del matrimonio formado haca casi cuatro aos por don Domingo Caicedo y Sanz de Santamara, primognito del acauda-lado hacendado del Saldaa don Luis Caice-do, y por doa Juana Jurado Bertendona, una de las diez hijas que haba trado de Espaa el oidor Juan Jurado. Pese a las vicisitudes que dej la guerra libertadora, con la ruina de todas las haciendas, esta nia recibi una educacin esmerada. Al fin y al cabo, se tra-taba de la hija de un general republicano que lleg a ser el ltimo vicepresidente del fallido experimento colombiano, pero a la vez el pri-mer granadino que pas revista a las tropas conjuntas que hicieron posible el destierro de los oficiales venezolanos que acompaaron la aventura poltica del general Rafael Urdaneta cuando muri el Libertador.

    Una de las actividades educativas aconsejadas para esta nia por su abuela materna la sevillana doa Concepcin Bertendona antes de su partida hacia la isla de Cuba para acompaar a su marido, fue el aprendizaje de la guitarra espaola. Los maestros de este instrumento musical disponibles en la capital durante la poca en que esta nia contaba con diez aos eran dos: don Mariano de la Horta (1792-1851), natu-ral de la provincia del Socorro, y don Fran-cisco Londoo (1800-1854), proveniente de la provincia de Antioquia. Pobres de solem-nidad, los msicos de este tiempo alternaban en las bandas de los regimientos de todos los bandos y en algunos casos daban clases

    La msica de la poca de la Independencia

    a r m a n d o MARTNEZ GARNICA (c o m p.)

    a seoritas de familias acomodadas. Uno de stos fue quien encabez la primera pgina del cuadernito de pasta azul, en el que fueron dibujados pentagramas a mano en cada hoja, con la siguiente frase: Msica de Guitarra de mi Seora Doa Carmen Caycedo.

    No son ms que 14 pginas de a seis pentagramas llenos cada una, pero es la fuente documental ms antigua conser-vada hasta ahora de la msica de la poca de la Independencia: valses, contradanzas, pasodobles, bailes, marchas y un bambuco desfilan por estas pginas cuidadas amoro-samente por el hijo menor de su afortunada propietaria, don Pedro Antonio Herrn Cai-cedo (1859-1891). Redactor del peridico La Regeneracin e historiador, fue el custodio de este cuaderno de msica hasta su muerte. Pas despus por manos incgnitas hasta llegar a las del prolfico historiador bogotano don Guillermo Hernndez de Alba, quien lo cedi a su actual custodio, el Patronato Co-lombiano de Artes y Ciencias.

    Los valses que aparecen en este cuaderno de msica son once, titulados El Colegial, El Arias, El Filsofo Caucano, El Ciego, El Retozo de los Frailes, El Aguinal-do, El Clavel, El Paje, El Descontento, Los Pollitos y uno sin nombre. Las contradanzas son cinco, tituladas La Negra, La Cojera, La Libertadora, La Florita y La Vencedora. Los pasodobles del cuaderno son dos, uno titulado el Pasodoble de las Cornetas y otro sin nombre. Los bailes son tres, titulados El Ond, Baile Ingls y Allegro. Las marchas no tienen nombre y son dos, de las cuales una se tocara con la 6 en Re, y un bambuco titulado El Aguacerito completa las 24 piezas musicales del cuaderno. A solicitud del Pa-