GORDEXOLA XXV. Ipuin Lehiaketa. Ipuin lehiaketa... · La gente comenzó a llamarle el pequeño...

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© Gordexolako Udala / Ayuntamiento de Gordexola

Azaleko argazkia / Fotografía de portada: Josu Zaldibar

Epaimahikideak / Miembros del Jurado: Joanes Urkixo eta Antton Irusta

Editorea / Edita: Gordexolako Udala / Ayuntamiento de Gordexola

Lehiaketa honek Bizkaiko Foru Aldundiaren diru-laguntza jaso du Este certamen ha sido subvencionado por la Diputación Foral de Bizkaia.

GORDEXOLA HARANA SARIA

XXV. Ipuin Lehiaketa

Haur kategoria / Categoría infantilEl pequeño vampiro

Egilea/Autor: Isasi X. Hurtado Intxaurrondo

A kategoria (Herrikoa) / Categoría A (Local)El libro

Egilea/Autor: Unai Pascual de Zulueta Barandiaran

B´kategoria (Enkarterri) / Categoría B´ (Enkarterri)Desastre en el mar

Egilea/Autor: Ion Aldama Llamosas

C kategoria. 2. saria / Categoría C. 2º premio Itxaronaldia

Egilea/Autor: Amaia Iribar Zabala

D kategoria. 1. saria / Categoría D. 1º premio El traje de la primera comuniónEgilea/Autor: Asier Rey Salas

E kategoria. 1. saria / Categoría E. 1º premio 116. gela

Egilea/Autor: Ainara Elizondo LIzarraga

E kategoria. 2. saria / Categoría E. 2º premio Déjala que sea pájaro

Egilea/Autor: Patrocinio Gil Sanchez

E kategoria. 3. saria / Categoría E. 3º premioLos Aresti

Egilea/Autor: Juana Cortés Amunarriz

XXV. Ipuin Lehiaketako partehartzaileei eta

argitalpen hau ahalbidetu duten guztiei eskainia

Dedicamos esta publicación a todas las personas participantes

en el XXV. concurso de cuentos y a quienes han colaborado en su realización

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El pequeño vampiro

Había una vez un niño llamado Erick, que tenía 8 años e iba a tercero de primaria. Erick era rubio, llevaba gafas y era bajito, por eso, los más mayores de su clase y de otras clases siempre se metían con él. A

Erick le encantaban los vampiros y su habitación estaba entera llena de mu-ñecos de vampiros. También, le gustaba mucho el futbol y correr.

Erick vivía con sus padres y sus dos hermanas. Sus dos hermanas se llama-ban, María y Ane. María era alta y morena, siempre iba muy preparada al co-legio, tenía 11años y estaba en sexto de primaria; aunque le gustaban mucho los pájaros, no tenía el cuarto lleno de peluches de pájaros, sino que tenía un solo muñeco. Los de la clase de María no se metían con ella porque no era fea ni nada de eso. A Ane le gustaba mucho el tenis, era bajita y rubia. Le gustaban los perros, y tenía un muñeco de un perro. Siempre iba con chán-dal porque estaba muy cómoda. Los de su clase siempre estaban despistados y ella era la más lista de su clase. Sus padres eran profesores. Su madre se llamaba Arantza era bajita y tenía gafas. Daba a los de 3 años en el colegio de Artziniega. Le gustaba mucho el deporte. Su padre se llamaba Victor, era alto y no llevaba gafas. A él le gustaba mucho el futbol. Él daba a primero de primaria en Balmaseda. Como a esa familia le gustaba mucho el monte un día fueron toda la familia

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al monte. Fueron a buscar minerales, animales y otras cosas más. Llevaron comida para hacer un picnic. Por el monte vieron grillos y otros animales como ardillas o ciervos. De repente, apareció una tormenta y empezó a llover y se metieron a una cueva que vieron cerca de donde estaban. En la cueva había muchos murciélagos. A Erick le mordió un murciélago y se empezó a sentir mal y a caerse al suelo mareado. Su familia se empezó a preocupar y a otra familia que se encontraron en el monte les preguntaron:

— Oye perdone. Vosotros por casualidad no tendréis alguna pomada para mi hijo Erick, porque le ha mordido un murciélago.

Y les dijo la familia desconocida:

— Pues espera a ver, igual tengo. Bien, pues mira sí tengo.

La familia de Erick dijo:

—Pues muchas gracias, ahora te devolvemos la pomada.

A Erick le dieron la pomada y se sintió mejor. Después de mucho tiempo, Erick empezó a tener unos colmillos largos y afilados y sangrantes. Sus

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padres empezaron a asustarse porque Erick daba un poco de miedo porque parecía un vampiro. Pasaron muchos más días, y le salieron alas y, aunque le costó la primera vez, empezó a volar. Al ver esto, en su casa se asustaron mucho más que la primera vez. Esta vez fueron a ver al médico para curar a Erick, pero el médico no sabía que le pasaba y no pudo curarle. Sus padres y hermanas estuvieron muy bien y muy a gusto con Erick porque era bueno y no era un pequeño vampiro de esos malos que mordían…..Además, no le gustaba chupar sangre y sí que le gustaba tomar zumos.

La gente comenzó a llamarle el pequeño vampiro porque era un vampiro y pequeño.

Luego Erick decidió vestir de negro. Cuando iba por la calle, siempre le pre-guntaban porque iba así vestido, y Erick contestaba porque estaba enfermo ya que un día fue al monte y entró a una cueva donde me mordió un mur-ciélago. La familia de Erick se fue acostumbrando de la ropa de Erick, y a sus colmillos.

Pero llegó el momento de volver al cole; Erick fue al colegio un poco avergon-zado porque con las pintas que tenían…….. Bueno entró al colegio y estaban sus viejos amigos del año pasado. Sus amigos le preguntaron:

— ¿Por qué vas así vestido? Vas muy raro al colegio hoy no es Halloween. Y

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Erick le dijo:

— Es una historia un poco larga, pero si queréis os lo digo. Erick les contó toda la historia de la cueva y el murciélago. Les dijo que su familia se había acostumbrado a verle así y que ellos también se acostumbrarían. En el colegio de Erick había unos niños más mayores y se metían con los más pequeños y les hacían llorar. Entonces, Erick con su poder ha-cía frente a los grandes para defender a los pequeños. Al final logró que los grandes se portaran bien y no pegasen a los pequeños porque Erick se enfadaba. Además, Erick estudiaba mucho y sacaba buenas notas.

Después de mucho tiempo igual 5 años o así, fue a un médico especial para casos muy graves como lo de Erick. Le funcionó, y convirtió otra vez en un niño normal. Ahora Erick estaba contento porque ya era normal, pero tam-bién estaba un poco triste porque ya se había acostumbrado a ser vampiro. Luego los más mayores del colegio, se volvieron a meter con los más peque-ños. Pero Erick ya no podía hacer nada, porque ya no era un vampiro. Bue-no y así siguieron para siempre. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

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El libro

Se acercó al arcón abierto que tenía a su derecha y observó con cuidado el interior, como si el mueble estuviera lleno de bichos a punto de saltar hacia su cara. Pero dentro del inmenso baúl solo había un solitario y

extraño objeto cuadrado, quizás un voluminoso libro, envuelto en una tela blanca, casi amarillenta, desgastada por el tiempo. La tela estaba bien sujeta con un fino cordel que rodeaba el “libro”.

El nudo era bueno y fuerte, así que Asher saco su vieja navaja de acero y cortó la cuerda de un solo tajo. El no lo apreció pero, al instante, un brillo tenue recorrió la hoja, volviendo a afilarla (así es, vivimos rodeados de magia y aún pensamos que esta no existe). Quitó la tela lentamente, dejando al descubier-to un libro antiguo, encuadernado en cuero y con unas letras doradas que rezaban:

Bestiario, Bestias y seres de Europa, Volumen IV.

Se quedó impresionado. Era un libro viejísimo, y a lo mejor más valioso que su propia casa.

Estaba tan ensimismado mirando el antiguo volumen que no vio una nota

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que estaba pegada con un sello rojo en la parte posterior. Si la hubiera visto podría haber leído: “Por tu bien, NO LO ABRAS”. Pero no leyó el clarísimo mensaje, y abrió el ejemplar de golpe por la mitad. Al instante una onda invi-sible emergió del libro y agitó la habitación, la casa, el jardín, el terreno y pro-bablemente el país entero. El no se dio cuenta, pues estaba mirando absorto el interior del tomo:

NAKAYADELos Nakayade son unos seres con cabeza y torso humanos, patas de cabra, y con un cráneo alargado en forma de huevo, y aunque su cerebro sea peque-ño son muy inteligentes. Pueden vivir siglos y siglos con una salud excelen-

te, y los más altos llegan a los veinte centímetros.Habitan los bosques de Europa central y del sur, sobre todo hayedos. Tam-bién viven en antiguas casas y pueden convivir con los dueños y entablar

amistad con ellos. Se creen en deuda con los humanos por dejarles vivir en sus casas y se refieren a ellos como “mi amo” o “mi señor”. Se sabe que tie-nen místicos poderes y que pueden adoptar cualquier forma y tamaño a su

voluntad. Esto les proporcio...

— Mi señor, ¿me ha llamado? ¿Ha llamado usted a Transghul?

¿Desde cuándo él era señor de alguien? Asher se giró para ver a un anciano Nakayade de unos quince centímetros de alto que lo miraba lleno de curio-

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sidad. Dio un respingo y casi se cae de la silla.

La criatura siguió hablando:

— Mi señor, he oído su llamada y he venido cuanto antes. Pero ya veo que está ocupado con un libro que... ¡OH, NO, HA ABIERTO EL LIBRO! ¿NO VIÓ LA NOTA? ¡AHORA VENDRAN A POR NOSOTROS Y MORIREMOS!

— Perdone, señor Transghul, pero, ¿quiénes vendrán?

— Los censuradores, —dijo entre sollozos— llevan buscando el libro siglos y siglos y siglos, y ahora que usted lo ha abierto, la onda les alertara de nuestra presencia. Con el libro podrán invocar criaturas malignas, igual que el amo hizo con Transghul, y nos matarán a todos, destruirán el mundo y con él todos los libros para que no quede prueba de magia alguna. ¡Ya están aquí! ¡Debemos escapar con el volumen o destruirán todo a su paso!

Asher miró asustado por la ventana. De pronto, unas figuras encapuchadas salieron del bosque y se internaron en el jardín, dirigiéndose hacia la puerta de entrada.

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— ¡Sigame, mi amo! ¡Conozco una salida!

Transghul lo guió corriendo hacia el piso inferior deslizándose por los mue-bles con sorprendente agilidad. A su paso tiró de un jarrón y unas tablas se levantaron, dejando a la vista una escalera profunda. El Nakayade hizo un gesto con la mano y una bola de luz emergió de la nada y avanzó por delante de ellos.

Se metieron por el hueco a todo correr y la trampilla se cerró automática-mente tras ellos. El jarrón volvió a su sitio como si nada hubiera pasado.

En ese momento sonó un portazo, y una figura negra entró en la casa, el aire se volvió gélido y las luces se apagaron.

Con el libro en una mano y con Transghul en la otra, Asher bajó la escalera y echó a correr por el pasillo subterráneo, sin echar la vista atrás.

Unos dicen que escaparon y que siguen huyendo, pero otros cuentan que las últimas palabras que Asher oyó fueron:

— ¿Ve amo? No debería haber abierto el libro.

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Desastre en el mar

Esta vez sí que se había organizado un buen desastre, por un lado las caracolas tenían que avisar al albañil, con semejantes movimientos no habían podido evitar estrellarse contra las rocas y tenían la casa llena

de agujeros, por otro, a los cangrejos no se les distinguían las antenas de los chichones en la cabeza, y los pobres peces no sabían qué hacer con su triste estómago, en la farmacia se había agotado la manzanilla y mientras les llegaba el nuevo pedido tenían que soportar aquél horrible revoltijo de tripas.

En cuatro días, que más bien parecían cuatrocientos, el oleaje había hecho estragos entre la población marina. Había sucedido en otras ocasiones pero esta vez, decididamente, se habían pasado de la raya.

Las protagonistas de aquél desastre eran una ola grande y una ola pequeña, enzarzadas en una fuerte discusión sobre quién era mejor de las dos.

La población marina, harta de aguantar sus continuas peleas decidió poner el caso en manos de Neptuno. Entre todos eligieron un mensajero, que sin perder tiempo se encaminó hacia los dominios del Rey del mar.

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Neptuno recibió al mensajero, y le escuchó atentamente, así completó la información que ya tenía con la nueva que le acababan de dar y como el problema llevaba demasiado tiempo causando molestias y desperfectos entre la población, el Rey del mar decidió intervenir celebrando un juicio. Así que a la mañana siguiente, envió de vuelta al mensajero con dos notificaciones, una para la ola grande y otra para la ola pequeña.

El mensajero, nada más regresar, entregó las notificaciones a las olas y puso a toda la población marina al corriente de las intenciones de Neptuno, contándoles todos los detalles sobre hora y lugar en el que iba a tener lugar la celebración. A todos los afectados, les pareció una gran idea.

Por fin llegó el día del juicio, que se celebraba en el reino de Neptuno, situado en las profundidades del mar, entre sirenas y castillos dorados.

La noticia se había extendido tanto, que incluso acudieron habitantes de otros mares y océanos lejanos, en la sala no cabía ni una caracola más, y a la hora acordada, el Rey de los mares apareció subido en su carroza dorada, tirada por dos corceles blancos.

Neptuno se sentó en su trono y mandó llamar a las dos acusadas, primero una y después la otra, las dos le contaron su versión de los hechos, el Rey del mar las escuchó con mucha atención y cuando terminaron, se retiró para pensar.

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Pocos minutos después, regresó a la sala y dictó sentencia.

Entre las dos tenían que pagar las facturas de albañil, médico y farmacia y como Neptuno además de Rey es sabio, las dijo algo que las dejó muy pensativas:” una ola grande empieza siendo pequeña y una ola pequeña empieza siendo grande” o sea que discutían por algo sin sentido, porque en realidad las dos eran una.

Pero como son las dos olas más cabezotas de todo el océano, de vez en cuando se despistan y discuten. Así que cuando vamos a la playa y el mar está embravecido es porque dos olas están discutiendo y cuando está como un plato es porque Neptuno las ha castigado sin viento.

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Itxaronaldia

Gauzak aldatuta zeuden, guztiok genekien hori. Txikia nintzenean ostiralero-ostiralero joan ohi nintzen aitaren herrira. Kostaldeko herri txiki hura, nola ahantzi hondartzako etxola,

nola ahantzi tekla zuriak edo beltzak, nola ahantzi usain gazi hura, nola ahantzi, bada, hezetasuna, nola ahantzi han izan nintzela, eta bera nirekin egon zela…

Inoiz sentitu al duzu zoriontsua zarela? Inoiz egon al zara irribarrea ahoan epe luzez? Inoiz galdu izan ahal duzu denboraren konortea, ingurunea erabat ahazturik duzun heinean? Nik bai.

— Laztana, zertan zabiltza? – itaundu zidan Gaizkak leunki.

— Ah! Zeu zara! Ikaratu nauzu – erantzun nion – Argazkiak ikusten nenbilen, memento zoriontsu horiek oroimenera ekartzen.

Isiltasuna nabarmendu zen instant batez. — Azter ezazu argazki hau, badakizu non dagoen etxola hau?

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Argazki iluna zen, baina nola atzendu nazake arrats hartan igarotakoa. Hamaika urte nituela amonak eraman ninduen lehenengo aldiz. Arratsaldeko zazpiak soilik izan arren, egun iluna zen, euritsua eta noizbait trumoiren bat entzun ahal genuen, baina, hala eta guztiz ere, hantxe geunden kanpadenda batean sarturik. Denborak aurrera egiten zuen, erlojuaren orratzak higitzen ziren heinean. Bat-batean zeruan argiak ikusiz joan ziren eta hegazkinen zarataren antzekoa zirudien hotsa entzuteko gai ginen. Ekidin ezinean, dendatik atera eta bertan ikusi nituen, tramankulu horietatik bonbaren bat botatzen hasi ziren. Zerua gorriz pintatu zen. Amonak istiluaz ohartu bezain pronto, gauza guztiak harturik, korriketan hastera behartu ninduen.

— Amona, bera da ezta? – galdetu nion.

Ez nuen erantzunik jaso. Orduantxe, arroka batek nire bidea oztopaturik, lurrera erori nintzen. Odoletan nengoen orain. Negarrez. Bustita. Izerditan blai. Baina amonak jarraiarazi ninduen.

— Azkar, laztana, gutxi falta da eta. – esan zidan tupustean.

Bera zen, ziur nengoen. Putakume hura. Haren armada zen alboko herria bonbardatzen ari zena, gure herria bonbardatzen zegoena, euskaldunon herria.

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Laster heldu ginen zulo antzeko batera, eta nire harridurarako, ez zen zulo arrunta, bide luzea zeukan aurretik. Lehendik ikusita baneukan ere, ez nuke inoiz imaginatuko haitzen azpian pasabideren bat egongo zenik. Amona lasaitu egin zen orduan, salbu egongo bagina bezala, baina bidea jarraitu genuen, etxola batera heldu arte. Guztiz isolaturik zegoen etxola zen, altzairu zaharrekin apainduta zegoen, eta hautsak egurraren kolorea ondo ikustea eragozten zuten. Aztertzen hasi, eta lau gela aurkitu nituen. Logela bakarra, hiru ohez horniturik; bainugela dutxak eta komunak osatzen zuten; sukaldea, non egongela antzekoa ere bazegoen; eta azkenik giltzapean zegoen gela bat. Amonarena izango zen.

— Banekien egun hau helduko zela, eta horregatik eraiki nuen etxola. Epe luzea eman behar izango dugu hemen, beraz, eroso jar zaitez, eta erabaki ezazu zein ohetan egingo duzun lo. – esan zidan amonak ahots irmoz.

— Baina, amona, bazenekien zer? Non daude aita eta ama? Haiek ere ezkutatu behar dira? Eta neba? Eta osaba-izabak? Eta hirugarren ohea? Bi bakarrik bagaude, norentzat da? Amona, ez dut ezer ulertzen.

— Dagoeneko zure gurasoak preso egongo dira. Nire bila daude, potxola, amona ez da zuk uste zenuena, terroristatzat naukate kabroi horiek. Baina ezin dut etsi orain, etsipenak porrot egitea esan nahi du, eta nik gorroto diot hitz horri. Hirugarren ohe hori zure nebarentzat zen, baina ez dakit bizirik

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jarraituko duen. Agian nire kontra jarriko dute, kabroi horiek edozer gauza egingo lukete ni harrapatzearren.

Malkoak nire masailak zeharkatuz joan ziren, ez nuen ondo ulertu haren hitzen esanahia, edo agian ez nuen ondo ulertu nahi. Askotan entzun nuen etxean amonaren ekintzek hondamendi batera bideratuko gintuztela, baina ordurarte, une horretara arte, ez nintzen ohartu esaldi horren arrazoiaz.

Etxola nahiko ondo horniturik zegoen, sukaldean hamaika soldaduri jatekoa emateko eta guzti zegoen! Gainera, hori gutxi izango balitz, itsasoa ikusten jarraitzen nuen, etxola haitzen artean zegoen, ezkutaleku ezinhobea zen. Nire ametsa egi bihurtu zen, hondartza batean bizi nintzen orain. Hala ere, ez nintzen zoriontsua, norbaiten beharra neukan.

Ez zen denbora luzea igaro, tekla zuri beltzak ikusi nituenera arte. Ikustean, malkoek masailetan behera joateari utzi zioten. Segituan ‘Do’ tekla jo nuen. Soinu ederra benetan. ‘Re-Mi-Fa-Sol-La-Si-Do’ entzun nuen ostean. Bai, piano bat zen. Pianoa zen. Amonarekiko amorru handia sentitu nuen, pianoari buruz ezer komentatu ez zidalako, baina, instrumentua nuen. Nire instrumentu maitagarria.

Hasieran ez nion ezta amonari begiratu egiten ere, urtebetez edo egon nintzen gure etxe bihurtu zen horretan hari hitz egin gabe. Ez ginen handik mugitzen,

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noizbait amona herrira joaten zen gabaz, zenbait eskutitz esku batean eta pistola bestean. Oso haserre nengoen berarekin, familia galdu ote nuen? Apika, ez nituen nire senideak berriz ere ikusiko. Umemoko hutsa nintzen, eta guraso barik nola ote zen posiblea aurrera egitea?

Azkenean, amonari hitz egiteko erabakia hartu nuen, nahiz eta hasieran ahaleginak egin, azkenean bere aliaturik handien bihurtu nintzen. Ni hezitzen hasi zen, baina ez eskolan egiten duten antzera, ez, politikaz eta historiaz irakasten zidan. Aldi berean, nire burmuinaren argitasuna garatzeko pianoa egunero bi orduz jotzea beharrezkoa nuen. Horrez gain, liburu izugarri luzeak irakurri behar nituen, eta prest ikusi ninduenean, armak erabiltzen erakutsi zidan.

Hamar urte neramatzan ezkutuan, beraz, erraza izango litzaidake herrian berria nintzela esanez, etxe bat erosi eta amonaren satorra izatea. Amona miresten hasi nintzen, bere borroka zen, baina baita beste askorena ere. Kabroi horiek esaten zuten moduan ‘terrorista’ asko zeuden, hala ere, horien guztien burua amona zen, eta bera kontrolaturik izanez gero, guztiak kontrolpean izango lituzkete. Horrexegatik hartu nuen hurrengo erabakia: ez nion inori ere esango zein zen nire benetako izena, ezta amonaren aliatuak zirenei ere.

Baina gauzak aldatuta zeuden, zegoeneko guztiok oharturik geunden horretaz. Amona, zahartu egin zen, eta horrekin batera hil ere. Zurrumurru

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hori zabaldu zen herrian behintzat. Nik badakit ez zela hala izan.Putakume horietako bat bere konfiantza osoa irabazirik, hondartzan bertan hil egin zuen. Zorionez, dokumentu garrantzitsuak nik ere banituen. Egun gogorra izan zen hura, baina sufrimendua zer zen ahazturik neukan.

Ez nuen ezer galtzekorik, beraz nire plana burutu beharra nuen orain. Lehenik eta behin putakume traidorea hil beharra nuen, eta ondoren, mundu hori betirako utzi eta pianoari dedikatuko nion nire bizitza.

Inoiz sentitu al duzu zoriontsua zarela? Inoiz egon al zara irribarrea ahoan epe luzez? Inoiz galdu izan ahal duzu denboraren konortea, ingurunea erabat ahazturik duzun heinean? Nik bai.

Dena prest zegoen, traidorearen hilketa prest zegoen. Baina, edonola ere, bere aurrean egon nintzenean, haren begiradak zer edo zer adierazi zidan. Ni ez nintzen hiltzailea, ni biktima hutsa nintzen. Haurtzarorik gabeko biktima. Mendekuak ez zuen ezertarako balio, hiltzailea izateak ez zidalako samina baretuko. Amonak beti esan ohi zidan: ‘Norbait hiltzea ez da jolasa, pertsona bati bizia kentzean, zeurearekin ere bukatzen duzu.’

Beharbada, amonari eskertu beharra nion erakutsi zidan guztia. Bere falta nuen. Haatik, ezin nuen etsi, etsipenak porrot egitea esan nahi zuen eta amonak gorrotatzen zuen hitza zen hura.

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— Gaizka, maitea, zoriontsua naiz.

— Baina... zergatik diozu hori, bada? – erantzun zidan harriturik

Amonak ez zuen alferrikako lana burutu, bere ametsa baizik. Hura ulertu nuenean beranduegi izan zen. Inoiz entzun nuen herrira itzultzen nintzen bakoitzean, ‘Oroitzen al duzue hondartzan ezkutatzen zen gaizkile hura zelako gaitzak ekarri zituen herrira?’ Orduantxe irria nabarmentzen zitzaidan, amonak ez zuen inoiz pertsonaren bat hil, ez zuen inoiz halakorik eragin ere ez, berak nahi zuen bakarra askatasuna zen, eta askoren ustez beraren erruz mugitu ziren beste herritar guztiak.

Baina, norbera askea da bere erabaki propioak hartzeko, norbera askea da bere ametsak egi bihurtzeko, hori bai, non eta inori kalterik egiten ez diogun.

— Gauzak ulertzeko pazientzia baino ez dut behar izan, itxaronaldia luzea izan da. Gaur ordea, nire bidea egiteko gai naiz, bizitza berri bat hasteko gai. Denboraren konortea galduta daukat erabat, ingurunea ahazturik dudan heinean, baina, egun batean, harekin egon nintzen...

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El traje de la primera comunión

Abro los ojos. Estoy rodeado de la más absoluta oscuridad, encerrado en mi habitación. Apenas siento los músculos, adormecidos de haber estado tanto tiempo en la misma postura. Quizá es pronto aún. Miro

el reloj para cerciorarme, y veo dos agujas apuntando hacia el norte. Hacia las doce en punto. Al norte de mi habitación, un cuadro con la foto de la primera comunión descansa sobre la cabecera de la cama. Con la mirada inquisitiva, ávida de conocimiento, un niño de diez años conversa con la cámara que capta ese momento. Le habla de sueños por alcanzar, de sus ansias por llegar a ser un día alguien importante, y de lo bien que le sienta ese elegante traje oscuro, con las hombreras y las mangas rematadas con un bordado en color oro, y ese cordón que le cruza de arriba abajo y no sabe muy bien para qué sirve.

El niño creció, ajeno a lo que el destino tenía preparado para él. No se convirtió en nadie importante, ni llegó a ser astronauta, ni ninguno de los sueños banales que todo niño guarda dentro de sí, justo antes de comenzar a madurar; comenzar, más bien, a olvidar quién es. Después de todo, aquel niño sigue en su habitación. En mi habitación. Con los ojos abiertos, pero sin poder ver nada. Las persianas están cuidadosamente cerradas para no permitir el paso de los débiles rayos de sol que seguramente brillan allá afuera, en el exterior. Yo no la dejé así, intento recordar. Seguramente habrá sido mi

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padre. Le gusta entrar a mi habitación mientras duermo, comprobar que su hijo sigue en un plácido sueño y esas cosas propias de un animal que cuida a sus crías. Me pregunto si yo en un futuro desarrollaré un instinto paternal tan marcado. Es probable que no. Para ello, antes debería experimentar otras cosas mucho más importantes. Además, no tengo a una pareja con la que concebir hijos. Tampoco es que los quiera, en realidad. Supongo que soy un bicho raro.

Nunca tendré hijos, a no ser que alguien me asegure que podré tener más de uno. Me aterra la idea de concebir un único bebé. Una sola persona en la que depositar mis sueños, mis esperanzas, mis frustraciones. No se lo merecería. Claro que, en cierto modo, yo tampoco me lo merezco. No es culpa mía haber nacido hijo único. Pero quizá nadie sea responsable de ello. Dios a veces tiene caminos inescrutables. No obstante, convertirme en un vigía de los pasos de alguien es algo que me agobia y me crea un estado cercano a la angustia. No, no podría tener un hijo para comportarme como mi padre hace conmigo.

Le perdono. Soy consciente de que cargo toda la culpa contra él, contra su extraño comportamiento. Pero a veces mi apatía me impide ver con imparcialidad hechos que son irrefutables: yo no soy mi padre. Esto es, yo no he sufrido todo lo que él ha tenido que sobrellevar, sobre sus hombros, a modo de Atlas castigado por los dioses. Yo estoy solo, pendiente de mí y de nadie más. Mi padre tenía a su hermano, hasta que todo para esta familia se tornó oscuro. Del color que tienen las frutas al caer al suelo. Crac. Una cabeza rueda por la carretera, adquiriendo la textura de una fruta al golpear contra

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el asfalto. Se llena de polvo, piedras. Se rompe. Mi tío se muere, todo pierde cualquier significado, más allá de la palabra tragedia.

A veces, recuerdo la voz de mi tío. La escuchaba desde mi cama, nada más despertarme, cuando aparecía por casa para conversar con mis padres. Siempre era bien recibido en ella. Tanto a mi padre como a mi madre le encantaba oírle contar historias, de cuando atravesó la selva brasileña en una embarcación de madera; o de cuando surcaba los cielos en una frágil avioneta, divisando lo que le parecían las Islas Canarias o Madeira, en función de la versión que en esos momentos nos estuviera narrando. Todos sabíamos que sus historias tenían tanto de emocionante como de fantasioso, pero eso era lo de menos. Mi madre se quedaba boquiabierta al oír cómo una tormenta de arena casi se lo traga, en mitad del desierto; mi padre sonreía, consciente de la imposibilidad de que hubiera estado en aquel remoto lugar, pero complacido por oír de boca de su hermano tal profusión de anécdotas que les alegraban la vida a todos. Incluso a mi tío. Le encantaba sentirse escuchado, dar sentido a una vida llena de aventuras, siempre con algo nuevo que contar.

A mí, lo que más me gustaba no era escuchar aquellos exóticos nombres que no sabía aún ubicar en el mapa. Lo que me encantaba de todo aquello, era despertarme y escuchar su voz. Su áspera pero tierna voz, resonando levemente desde la cocina, donde mis padres y él desgranaban la última peripecia en torno a una taza de café. Me sumergía de nuevo en mis sueños, a ratos viendo universos extraordinarios, a ratos lugares conocidos. Pero siempre acompañado de su voz.

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El día que todo ocurrió, una llamada telefónica rompió en pedazos la paz de aquella casa. Mi padre descolgó el auricular, y su cara se fue trasformando, hasta convertir su rostro en una mueca inexpresiva. Su hermano había fallecido, víctima del infortunio.

Realizando una nueva aventura. Después de todo, sus fantasías se basaban en algo real. Mis padres se abrazaron, llorando desconsoladamente ante la muerte de un ser querido.

Yo me limitaba a observarles, ajeno aún a la trascendencia de todo lo que ocurría a mi alrededor. Tenía once años.

Ahora tengo veinticuatro, pero las sensaciones son muy parecidas a cuando mi tío todavía vivía. Me despierto, y oigo un lejano murmullo en la cocina. Aguzo el oído, intentando distinguir las voces que en ese momento conversan en la cocina. Creo distinguir entre ellas la de mi padre. Es la voz que más débil se percibe. Pero es inconfundible. Desde el accidente, no volvió a ser la misma persona, y su voz se alteró ostensiblemente, hasta convertirse en una caricatura de la persona que antes fue. Cuanto más lo medito, más claramente percibo lo que me parezco a mi padre cuando era mi padre. Cuando la amargura no le consumía el alma.

La otra voz no la reconozco, pero me recuerda poderosamente a la de mi tío.

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Me sorprendo a mí mismo con esa idea, y concentro todas mis energías en descifrar al dueño de la áspera voz que acompaña a la de mi padre. Retrocedo varios años atrás, cuando mi padre y mi tío hablaban animadamente en la cocina de África, América, Europa; cual pirata de Espronceda, ambos navegan por mundos inexistentes a nuestros ojos, mientras toman una nueva taza de café, acompañada de una generosa ración de pastas. Desgranan la historia. Su historia. Y yo surco los mares, al son de la voz de mi tío. Me doy cuenta que la voz que suena en esos momentos no es la de mi tío, ni de nadie que yo conozca, y entonces le escucho detenidamente. “No puede ser”, dice mi padre. “Yo pensaba que...” y entonces se entrecorta, dejando que aquel extraño señor le recrimine sus deudas y le recuerde que en cualquier momento nos pueden embargar la casa. Mi madre no está allí para oírlo, o al menos no se la escucha desde mi cuarto. Es posible que se haya ido para no tener que avergonzarse, la excusa de ir a comprar siempre le ha funcionado. Todo ha ido minando los cimientos de nuestra familia desde aquél fatídico día, cuando todavía tenía once años y la decepción no se había convertido en mi más fiel compañera.

En estos momentos, pensar en mi infancia es mucho mejor que enfrentarse a la realidad, así que retrocedo a mis diez años. Al día de mi comunión. A numerosos familiares que apenas conocía, y que ya no recuerdo nada de ellos. Al sacerdote de pelo cano y andares lentos, fatigosos, como si le costara trabajo mantenerse en pie. A todas las sensaciones que tenía cuando era un niño, y no sabía nada del mundo de los adultos.

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Ni falta que me hacía. Traigo a mi memoria, el momento en que recibí la hostia sagrada y numerosos flashes se cebaron en mí. En multitud de fotos que nunca llegué a ver. Qué estúpidamente feliz me sentía por ser el centro de atención de aquellos desconocidos.

Todo era tan sumamente agradable, que aún conservo en la memoria el momento en que recibí los regalos. No los obsequios en sí, una videoconsola y otros juguetes; simplemente, el momento en sí. Daría cualquier cosa por poder ver mi cara de satisfacción al abrir tan preciados objetos, aunque puedo imaginármela.

Ahora avanzo varios meses más adelante. A la primera semana de noviembre, es otoño. Llevo el mismo traje que tenía en abril, cuando hice la primera comunión; a excepción de los adornos dorados, que han desaparecido del mismo. El gesto de solemnidad es idéntico que el del retrato, pero la gente ya no me saca fotos. Esta vez, no hay flashes. Todas las miradas se centran en el ataúd de madera que contiene a mi tío.

En la iglesia, el cura parece más vigoroso que nunca, como con fuerzas renacidas. Es curioso cómo la percepción del más mínimo detalle varía en función de nuestro estado de ánimo. Los recuerdos también cambian, desaparecen, surgen de la nada, y nuestra visión del pasado no es siempre la misma. Ahora creo que esa fue una de las épocas más felices de mi vida, sin

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yo saberlo. Creía que todo mejoraría con el tiempo, que me convertiría en mi tío. Pero yo no soy mi tío. Tampoco soy mi padre. Soy yo, un remedo de persona, acostado sobre la cama envuelta en una aplastante negritud. Soy lo que nunca quise ser. No ser nadie.

Vuelvo a la actualidad, al instante en que el extraño hombre con la voz áspera se marcha de nuestra casa. Al momento justo en que oigo a mi padre llorar. Qué extraño, creo que es la primera vez que lo hace. O al menos, la primera que le escucho. Tiene el llanto de un alma atormentada. Finjo estar dormido. No para que crea que no le escucho, después de todo no puede verme desde la cocina; es más bien para poder olvidarme de la tristeza que toda la casa emana, y de la que todos formamos parte. Yo también tengo ganas de llorar. Estoy encerrado en esta habitación, sin que nadie me haya obligado.

Nadie controla mi vida, ni siquiera yo mismo. No me quedan fuerzas para luchar por cambiar mi vida, pese a que mis padres sufren por ello. Soy consciente de ello, mas no soy capaz de salir a enfrentarme al mundo real. Estoy más a gusto en mis propias ensoñaciones.

La puerta de la casa se abre, para dejar paso a mi madre. Su voz está crispada, llena de reproches, a los que mi padre no puede hacer frente. No esta mañana. Su convivencia se deteriora, de un modo inexorable y progresivo, y me compadezco de ellos y de su mala suerte. Quizá la vida sería distinta si mi tío

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viviera aún. Quizá no. El destino lo forjamos las personas, en la medida en que el destino se deja domar por nosotros. No podemos echarle la culpa al azar del desgaste de casi treinta años de relación. Sería ingenuo por nuestra parte. Mis padres lo saben, pero no encuentran solución alguna a este desaguisado. Quizá el divorcio sería una opción; tal vez, si aún tuvieran cuarenta años. Entonces, todo sería más sencillo. Pero ya no. Con cincuenta años, no merece la pena separar dos caminos condenados a entenderse; son demasiado mayores para arriesgarlo todo.

Pienso en la fotografía que está sobre mi cabeza, en el niño que lleva un traje oscuro y unos adornos dorados que le dan un toque de distinción, como un clavel en la solapa.

Se divierte pensando en que, con esa ropa, parece un piloto de aviones. Qué hermosa vida, la del piloto. Poder viajar a innumerables rincones, conocer otras culturas... lo tenía decidido. El niño quería ser un piloto. Para tener siempre algo que contar. Como su tío. Viajo al día en que le enterramos, bajo la lluvia. El niño estaba allí, con el mismo traje. Pero sin los ornamentos sobre él. En un ataque de rabia, se los había arrancado. Bajo el paraguas de sus padres, aferra con sus pequeñas manos el cordón del traje. Cuando introducen el ataúd en el nicho, lanza con fuerza la cuerda al interior de la oquedad, donde su tío descansará por los siglos de los siglos, amen. Él ya no lo necesita. Ya no quiere ser piloto. Ni aventurero. De repente, ha descubierto que las aventuras son peligrosas, incluso mortales. Y no quiere

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morir. Tampoco quiere que muera su tío, pero no puede evitarlo. Es ley de vida. Y entonces, en el interior de su corazón, maldice la ley que condenó a su tío a abandonarles para siempre.

Vuelvo de mis ensoñaciones. La casa está en calma. Sigo pensando en el niño de la fotografía, y en su extraño comportamiento. Medito acerca de los motivos que le impulsaron a desbaratar su traje de comunión, y a unir sus adornos a las flores con que la gente despedía a aquella víctima del infortunio. Estoy viendo el cordón volar, en aquel día, en dirección al ataúd. Al cuerpo sin vida de un familiar muerto. ¿Por qué lo hago? Me deshago de él porque no quiero morir. Ese cordón es fruto del irrefrenable pavor a la muerte. Al fin. Es entonces cuando lo veo claro. Meridianamente claro.

Después de casi quince años, por fin encuentro la respuesta. El único cometido del cordón de oro es indicar el instante en que un niño deja de serlo, para abandonar paulatinamente la inocencia. Es el modo de determinar en qué momento comienza uno a ser adulto. Yo lo hice aquella tarde lluviosa de otoño. Cuando tiré el cordón sobre el cadáver de mi tío. Cuando tuve miedo de acabar como él. De ser como él. Que en paz descanse.

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116. gela

“Bazen behin, bizitzaren bestaldeko itzalaren gerizan, zentzurik ez zuen lanbro arteko mundua.

Han bizi ziren Irene printzesa eta Eder, bere zaldi leiala. Erreinu zoragarri hartan zoriontsu ziren,

eguzkiaren errainu goiztiarrek printzesa eta zaldi liluragarria desagertarazi eta dragoia esnatzen zuten arte…”.

Halaxe hasten zen Garikotzek azken astean behin eta berriz begiz biluziriko ipuina. Lehen orritik hasi eta liburuxkak zituen hogei orriak irentsi arte ez zuen bakerik izaten. Eguerdian pare bat saio

eta arratsaldean beste hiruzpalau. Edonoren pazientziarekin akabatzeko nahikoa. Ainhoari ez zion hutsik egin nahi; ez lehen astean, behintzat. Gogorra izan zen berataz agurtzea, adio hura behartua izan baitzen, mugagabea. Garikoitzek bazuen halako fede apurra jarria bakarraldi hartan, baina Ainhoa ondoan ez izateak ahul egiten zuen, bere buruaren arerio. Gain behera egiten zuen bakoitzean edo makalaldiak mendean hartzean, Ainhoak beti zuen Garikoitzi irribarreren bat osteko dohaina, eta halaxe gainditzen zuen minutu erdiko krisia. Medikuak ere maiz esaten zion botikarik gabe bizitzen ikasi behar zuela eta Garikoitz zinez saiatzen zen arren, tentaldian erortzen zen eta goxokien antzera barruratzen zituen pilulak. Halakoetan,

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Ainhoak, enegarrenez, kopeta ilundu eta errieta egiten zion; Garikoitzek, berriz, haragia ahula zela esanez lortzen zuen ekaitza baretzea. Ainhoari zenbat zor zion inork gutxik zekien. Errezetarik gabeko botika sendagarriena bera zen dudarik gabe; bera eta bere pazientzia amaigabea.— Ongietorria, Garikoitz, ni Olivia naiz eta hemendik aurrera nire zaintzapean egongo zara.

Bizpahiru datu jaso zituen soilik gogoan: Olivia, 116, The story of the princess Irene. Emakumea atearen bestaldean ezkutatuz desagertu zen pasiloan barna, 5. zenbakiko Chanel usaina atzetik jarraiki. Olivia eta Popeye, Olivia de Havilland, Olivia olioa… Asteartea, hilak 13. Bigarren eguna Aita Mennin. Gosaltzeko ogi txigortua eta urdaiazpiko xerra tristea. Katilu esneak ez zuen umorea gehiegi pizten. Azukreari ere jai eman zioten astegun buruzurian. 1200 kaloriako dieta erditik tolestatutako orri batean urdinez. Erotzen ez dena, gosez hil behar derrigor, etsita bere kolkorako. Gosaltzen amaitu bezain pronto sartu zitzaion Olivia gelara; astearteetarako taldeko terapia omen zegoen aurreikusita zentroan. Garikoitz, bere buruari, taldean ezagunen bat topatuko zuenetz galdezka. Ez zen harritzekoa hego haizeak jotako tolosarrak edonon aurkitzea; ratioa oso altua izaki Andoandik haratago. Ez zen fio eta Oliviarekin pasilora atera baino lehen, berarekin terapia egingo zutenen izen-abizenak esateko eskatu zion. Mantal zuriaren sakeletik, zentroari zegokion araudia atera zuen; hirugarren paragrafoan, “Arlo pertsonaleko datuen babesari buruzko abenduaren

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13ko 15/1999 lege organikoa. Ez dago zentroko gainerako gaixoen izaera pertsonaleko daturik ematerik” . Saiatzea merezi zuen, nahiz eta saiakera ezerezean geratu. Esaerak zioen eran, galdetzea beti libre, eta erantzunik ez ematea ere bai. Olivia, olibondoaren fruitu; Errege-gaueko Shakespeare handiaren Olivia; Olivia Zubizarreta, psikiatra zuhurra.

— Gaur ez da egunik aproposena ezkontzeko, baina emakumeren bat edo beste ezagutzeko plazera izango duzu.

Garikoitzi aho-kordetan trabatuta geratu zitzaizkion zenbait pentsamendu ahul. Olivia zuzenegia zen, institutu garaiko Pilar irakaslea bezala, ikasleen mahai azpietan beti kontrabandoko orriren bat bilaka.

— Zer da, proposamen lizunen bat akaso? Hego haize ukitua badut, baina nire aurrean ez jarri badaezpada, zezena bezain arriskutsua izan naiteke eta…

Oliviak, irribarre murritz batekin, sorbaldan kolpetxoak eman zizkion, 13 zenbakiko astearteetan ezkontzeari buruzko esaera gogoraraziz, Garikoitz lotsaz gorritzeraino.

— Edozein gaixotasun psikiko gainditzeko, ezinbestekoa da norberaren burua behar adina estimatzea, eta bistan da alde horretatik eskasiarik ez duzula…

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Halaxe, gorritasunak gorritasun, Garikoitzen sorbalda besoz inguratu eta gelatik pasilora atera zuen, erremediorik ez zuen ikaslearekin egiten zen eran. Biak oinez joan ziren “taldeko terapia” adierazita zuen ate baten parera iritsi ziren arte. Oliviak atea zabaldu zion Garikoitzi; Garikoitzek begiak itxita jarraitu zuen bidea. Psikiatrek askotan idazleen traza hartzen dute, eta gezurrarekin egiten dute jolas, ametsekin eraikitzen egiazkoa ez den edozein errealitate, kontaketa bidez sendatzen hainbat eritasun. Horregatik, Oliviak ere maiz baliabide berak erabiltzen zituen sendatzearen bide luzean barna, labirintotik atera nahiaren prozesu ilunean zehar. Batzuetan istorio xarmangarriak hautatzen zituen, zelai eta paisaia liluragarriz jantziak. Baina gehienetan literatura ilunera jotzen zuen, E. Allan Poeren lerroen oinazera, samina ezagutu duenak bakarrik ezagutzen baitu sufritzeari utzi zaioneko uneak sortzen duen sosegua. Oliviaren aburuz, literatura botika bezain mesedegarri izan zitekeen askotan eta Garikoitzi horixe sinistarazten saiatzen zen, Garikoitz literatura kontuetan agnostiko samarra izan arren. Alergia diet liburuei esanez ihes egin nahi izaten zien irakurtzeko agindutako irakurgaiei, baina Oliviarekin alferrik.

Borrero setosoen familiakoak izaki psikiatrak, espezie berezikoak oso, eta Garikoitzi ez zion deskuidu bakar bat ere barkatzen. Etxeko lanak egin nahi ez zituen hamalau urteko nerabearen antzera, behartu egiten zuen, urteetako aztura okerrak erbesteratzera bultzatu, eta azkenean apustua behin eta berriz

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irabazten zion Oliviak, eskarmentu handiko psikiatra zelako, eta ama eta Ainhoaren antzera, pazientzia handiko emakumea zelako ere bai.

Garikoitzek ez zuen teman jarraitu, psikiatrak amorerik emango ez zuela jabetu zenez gero. Denbora galtzea zen amua behin irentsita isatsa astintzen jarraitzea, indarrak galtzea besterik ez. Arrainek ez bezala, berak ez zuen lehorrean borrokan jarraitzeko ez asmorik, ez gogorik ere. Horregatik, Oliviaren esanari kasu egin zion, eta otzan-otzan hartu zuen orria esku artean, fedegabeenak arrosarioa hatz artean hartzen duen etsipen berberaz. Irakurri beharra zuen eta kitto. Azken finean, orri bakarra zen, ez Homeroren Iliada edo Shakespeare handiaren Fausto, baina Olivia tentaraztea hain zen atsegingarria… Jirabiran ibili arren, azkenean bere esanari men egin behar izaten zion, baina ez lehenago borrokan egin gabe. Gaixoaren arma bakarra burugogorkeria zela zioten adituek, eta Garikoitzek ondo baino hobeto zekien hori, baina baita bere psikiatrak ere, Garikoitzen amorraziorako.

Hogeita bi lerro eta batez beste, zazpi letra hitz bakoitzeko… atera zituen kontuak, irakurri beharrekoaren hausnarketan galdutako denborari erreparatu gabe. Berriz ere ironia kutsuko irribarre zitala Oliviari zuzendua. Bat-batean, psikiatra aurrez aurre, poltsikotik ateratako menta zaporeko gozokia eskuan. Paperez estaliriko gartzelatik askatu ondoren, ahoan sartu zuen, Garikoitz inbidiaz urtzeraino. Zenbat buru, hainbat aburu; zenbat soldadu, hainbat estrategia.

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— Tratua ez da batere zaila: zu Tarzan, ni Jane. Nik ipuina, zuk gozokia, ulertzen, adiskide?

Eta litxarreriak litxarreria, oihaneko Jane ederraren mende erori zen Tarzan tolosarra, azukrea ere amu bihurtzen baitzen askotan klinika hartako pareten artean; amu, edo edozein irakurgai irakurtzera behartzeko estakuru.

Garikoitzek ez zuen txintik ere ulertu eta ez zion usainik hartu Oliviaren asmoei. Terapiakideak iritsi bitartean, testua irakurtzeko nahikoa denbora izan zuen, Oliviagandik azalpen txikienik ere jaso gabe. Emandako orria irakurtzen bukatu bezain pronto, bikote bat sartu zen gela berean eta elkar agurtu zuten hirurek. Jarraian, Olivia sartu zen eta berak egin zituen aurkezpenak:

— Garikoitz, hauek zure terapiakideak dira, Asun eta Unai.

Elkarri musu bana emanda eseri ziren hirurak elkarren ondoan. Ondoren, Oliviak orri bana eman zien beste biei. Asunek eta Unaik ere ez zuten tutik ulertu. Gelan zintzilik zegoen arbelan, 2010eko abuztuaren 5a, San Jose meategia, Txile, 33 lagun lurpean. Unai berehala jabetu zen gutunaren istorioaz, lurpean zen meatzarietako batek emaztea eta amorantearekin izandako liskarraz, eta Asun eta Garikoitzi ere gertaera gogorarazi zien.

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— Garai hartako meatzariak zuek zarete orain, eta haiek atera ziren modu berean, zuek ere lortuko duzue itzalalditik ihes egitea, baldin eta terapia jarraitzen baduzue— Oliviak itxaropentsu.

“… eta dragoia esnatzen zen une bitxi hartan, Ederrek Havillandeko basora egiten zuen ihes,

bidean adats zuria haizearekin kiribiltzen zitzaiola. Irenek, bitartean, leihotik begira amesten zuen Ederren etorrera,

herensugeak, bere amorruz, zaldia eta printsesa bereganatu nahian inguruko zuhaitz eta zelaiak

kiskaltzen zituen artean”.

Astebete iragan ondoren, hiru terapiakideak elkarren lagun egin ziren. Elkarren adiskide egin eta Oliviaren ikasle fin bihurtu. Psikiatrak agindutako irakurgai guztiak irentsi zituzten eta hartu beharreko pilula guztiak dastatu. Egunean behin bi gorri, eguerdi partean hiru urdin eta gauerako kolore moreko pilula arriskutsua. Deiak astean behin ohartarazi zien Oliviak lehen eguneko terapia saioan. Harrezkero, elkarren oso lagun ziren Garikoitz, Asun eta Unai. Asunek bere krokodiloaren ibilerak kontatu zizkien eta Unaik bere trenarenak. Garikoitzek, berriz, ez zekien zeri buruz hitz egin bigarren saioan eta Ainhoaz hitz egin zien. Eskizofrenia, lagunak egiteko bertutea.

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— Bai, Ainhoa, oso ondo nago. Lagun berriak ere egin ditut; Asun, Unai, krokodiloa, zazpi bagoiko trena… Ez kezkatu.

Bi minutuko solasaldi bidez eman zion Garikoitzek arrebari bere egoeraren berri. Tratamendua hasi besterik ez da egin eta Aita Menni inguruko zentrorik onena da sinistarazi zion Ainhoak bere buruari. Gaixoentzat botika bezalakorik ez zegoen osatzeko; ingurukoentzat, fedea bezalakorik ez gailurrak gainditzeko. Telefonoa kezka handiz eseki zuen, aste bete Garikoitzez ezer ere jakin gabe denbora gehiegi baitzen. Larregi etxekoentzat. Batzuetan neba saldu izanaren sentsazioa izaten zuen, Atarratzeko gazteluko kantuan amak alaba saldu zuen moduan, baina dudarik ez zuen Oliviak behar bezala zainduko zuela, eta Asunek, eta Unaik… eta baita krokodiloak ere.

“Ihesaldiaren ostean, elurrezko zaldia berriz ere arrapaladan itzultzen zen Ireneren besoetara, Havillandeko basoko bazka irentsita.

Behin urdaila ase eta beteta, Ederrek dragoiarekin aurrez aurreko lehia izaten zuen,

herensugea uxatu eta beraien erreinutik kanpo bidaltzeraino. Irene printzesak halakoetan zauriak sendatu eta bere magalean

hartzen zuen zaldi zuria, hurrengo borrokaldia iritsi arte”.

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Oliviak uste baino lehenago bukatu zuten hirurek liburua irakurtzen. Hirurei gustatu zitzaien Irene printzesa eta bere zaldiaren istorioa, baina Unaik tranpa txikia egin zuen: ipuinaren azken bi orriak irakurri gabe utzi zituen. Maleziatsua zen eta azkarra aldi berean. Horregatik, hurrengo terapia-saioko Oliviaren galdeketari behar bezala erantzuteko, Asunekin egin zuen tratua… eta bere krokodiloarekin.

— Egina duzun azken bi orrien idatzizko laburpena ematen badidazu, gaueko nire pilula morea emango dizut, baina ez inori ezer kontatu…

Eta Asun inuzenteak tratua onartu zuen, bai baitzekien gaueko pilula morea sekulakoa zela denentzat, boterez betea oso, eta Oliviak ere pilula harekin tentuz ibiltzeko esaten baitzien hirurei, eta bakoitzak bakarra hartu behar zuela egunero eta ez gehiago.

— Pilula bat niretzat hartuko dut eta bestea krokodiloari emango diot.

Halaxe, gau hartan Ederrek Havillandera alde egin zuen eta konturatzerako, herensugea Asunen gelan sartu zen ahotik sua zeriola. Inork ezin izan zuen ezer ere egin, dragoia krokodiloa baino azkarragoa izan baitzen eta Asunen zintzurretik behera amildu baitziren bi harribitxiak; kolore moreko amatista parea. Garikoitzek, bien bitartean, ez zuen bere gelatik ezer ere sumatu; Oliviarekin maitasuna egitea nekagarriegia zen, ametsetan bereziki. Unai,

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ostera, medikuen joan-etorriaz jabetu zenean, pasilora atera zen erdi lo, gau-egunak ezin elkarrengandik bereizirik. Eskuetatik bi orri jausi zitzaizkion orduan orbelen modura. Irene printzesaren istorioa, bi orri eta heriotza. The story of the princess Irene, pages 19-20.

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Déjala que sea pájaro

Aunque hace tiempo que decidí echar tierra sobre las palabras de esta historia. Encerrarlas en los recovecos de la memoria bajo siete llaves y olvidarlas. Me he dado cuenta, después de tantos años, que ni siquiera

eso es suficiente para enterrarlas, porque las palabras no mueren. Siguen vivas. Por eso evoco aquel pasado dócil y limpio de la infancia desde este presente exiguo siempre insuficiente y demasiado puntual que se cuela entre los dedos como agua.

A la memoria de Milagros Anrango, por lanzarse a la aventura de volar y metamorfosearse en la niña de nuestros ojos.

Daba tainas la brisa la tarde aquella de finales de otoño, Santa Margarita de Alacoque, viernes, cuando la seño Margarita, 25 primaveras recién cumplidas nunca, ojos brillantes como el carbón mojado y una sonrisa horizontal y eterna que contagiaba la nuestra de apenas 7 años, nos dictaba, con esa voz meliflua y engolada, como deberes para el fin de semana, no unos problemas con quebrados, o restas con decimales ni divisiones larguísimas, sino una redacción sobre el vuelo majestuoso de los grandes pájaros, sobre todo el cóndor, que cada día vemos en lo alto del cielo sobrevolando la cordillera Andina y es como una seña de identidad en la historia de nuestra patria.

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Salimos como alma que lleva el diablo con el mensaje escrito en el cuaderno de tareas, en el viejo jolgorio de un fin de semana sin colegio, dando por hecho que lo del vuelo de los grandes pájaros era pan comido, unos hacia las bicicletas de regreso a casa y otros, como Virginia y yo (por la que estoy coladito hasta los huesos y me vuela la cabeza como de un cañonazo cuando la veo aparecer con su vestido de florecillas rojas y la pamela con cintas amarillas, porque es de esas personas, que te miran una vez y se quedan para siempre en tu vida), dando un largo paseo por entre los tilos y guayabos del parquecillo, escuchando el susurro de las hojas y el trino de los pájaros, inventando tamaños de esperanza y puertas a la libertad del aire. Pero todos, con la ilusión de bordar lo encomendado por la profesora y con la promesa de reunirnos, para dar rienda suelta a nuestras libertades un ratito antes de que el sol se cuele por la hucha de la cordillera, como todos los viernes, donde el viejo hotel abandona y del que hemos hecho nuestro pequeño paraíso.

Salimos atropellando los pasos y los gritos, dando portazos por el angosto pasillo, con las palabras escuchadas, tirando del hilo verde con que intentaremos, mirando al cielo azul e infinito de nuestra cordillera siempre blanca, dar vida a esta hermosa redacción que cada uno a su manera ya íbamos imaginando en nuestras mentes, porque es imposible hacer desaparecer de la memoria aquello que está más allá de lo que vivimos cada día desde que nacemos hasta que fallecemos: la vieja utopía del hombre por imitar el vuelo de los pájaros y ser casi como ese dios del que nos habla don Salvador en la catequesis.

Soñando las palabras que, sin querer, tomarán aire hinchando sus pulmones,

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haciendo crecer su cuerpo, reivindicándose válidas, vivas, presentes, en los renglones del cuaderno de cada uno de nosotros que nos espera ansioso y salpicado de buenas intenciones, tal vez, para ayudarnos en la elección de las palabras justas, imprescindibles, acertadas, en el batir de esas alas majestuosas con que los cóndores sobrevuelan los cielos azules e impolutos de la gran cordillera. O, por qué no, impulsarnos en ese sueño de fabricar nosotros mismos, al alimón de este gozo que nos embriaga por dentro, unas alas de cartón, lanzarnos al vacío desde alguno de los pisos del viejo hotel y elevarnos, siguiendo alguna de las suaves corrientes de aire, cielo arriba, como el cóndor, tratando de hacer compatibles indecisión e impaciencia. Y una vez allí arriba, mirando hacia abajo, poder hacer todo lo contrario de lo que hicimos hasta ahora, para ver si así podemos conseguir todo lo contrario de lo que tenemos. Sin querer dar marcha atrás, porque desde arriba, las cosas, seguro se verán de otra manera, como las ve la seño.

Recuerdo que tiré la cartera sobre el sofá del comedor y, antes, mucho antes de que mi madre, la pobre, con esa vocecilla tímida y suave que dios le ha dado desde que mi padre se fugara un alba de mirtos asfixiados con una tonadillera española, morena como el alquitrán y los malos pensamientos, que pasó por el pueblo representado la obra de Federico García Lorca, Bernarda Alba, me preguntara ansiosa, ¿qué tal por el colegio, hijo?, cogí del frutero una papaya, un rescaño de pan de la panera y del viejo aparador que mira a la galería acristalada donde la abuela Martica, un cielo de ternura y alegría, se pasa las horas haciendo bolillos y a la que no doy un beso porque no tengo tiempo, un tebeo de Alcázar y Pedrín, y salí corriendo, poniendo pies en polvorosa, porque había quedado con Virginia, ¡ay, Virginia! en las riberas del Limari

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para robar algún beso de arrope, darnos el último baño de la temporada y coger de paso seis o siete mariposas con las alas violeta que se dan por estas fechas y por las que don Agustín, el veterinario, una eminencia en el pueblo, nos da 20 céntimos por ejemplar.

Corría pero era feliz, volando con la imaginación por todos los cielos, con esas alas de cera como ese Ícaro que quiso acercarse hasta el sol del que nos hablara la seño Margarita unos minutos antes. Corrí, qué le importaba a ella el tiempo que tardara en llegar junto al río, el beso de arrope o el ramo de petunias que corté a la carrera junto a los linderos del glaciar si nada más verla me susurraría al oído, con esa voz de ángel suave y graciosa, que mi calor la calentaba el alma y los pechos despuntados como dos granos de cerezas, y me diría, porque me lo dice siempre, venga o no a cuento: ¡Qué tontito eres! Y yo, entonces, haría como que me ponía serio y luego rompía a reír como un descosido echándome sobre la fresca hierba, escenificando uno de esos melodramas de los años cincuenta que había visto en las películas americanas que de cuando en tarde echaban unos titiriteros en el salón social, cuando ella, un caramelo de sonrisa en sus labios de fresa, me espetó entre los ojos con los suyos de almendra y malvavisco, que Milagros, una niña pecosa y frágil que siempre va apretando contra su pecho inerte una muñeca de trapo con ojos de alfileres, delgada como un junco y tiene fantasías que la llenan de sueños infantiles, había fabricado unas alas con los cartones de la caja que envolvía un frigorífico y cuando estemos todos, se lanzará desde la azotea del viejo hotel para emular a los pájaros. Y que eso no se lo pierde ella por nada del mundo. Que si quería acompañarla, me espabilara, porque la cita era dentro de unos

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minutos y estarían todos allí menos nosotros. Que si me había dado un aire, estaba tonto o me lo hacía.

Y yo, que cada mañana al levantarme lo primero que pienso es que de hoy no pasa que la declare mi amor y me fugue con ella por alguno de los senderos de la coca, subiéndonos al escachamatas del cobre que bordea la cordillera, para vivir nuestras vidas al otro lado del glaciar, me quedé mirándola como si no la reconociera a pesar de llevar juntos toda la vida, porque vivimos en la misma calle, hasta que me di cuenta de que si no la acompañaba rompería a llorar como una Magdalena o me dejaba allí, más solo que la una.

Por eso, porque el tiempo se encargará de hacer viejas estas ilusiones, seguí sus pasos como aquel que sigue su propia sombra o el desplazamiento de las nubes, y, aunque el corazón casi se nos salía del pecho, atravesando trochas y senderos llenos de maleza para atajar, llegamos tarde, ya que la voluntad de volar había atrapado en sus redes a Milagros, que estaba ansiosa por hacerlo, rodeada de todos los compañeros de clase, sacándole punta a la ilusión de la única manera que puede darse a luz una ilusión a la temprana edad de 7 años, en lo alto de la terraza del viejo hotel, con los pies en la repisa y los brazos extendidos a los que había (el diablo hace estas cosas) entrelazado de mala manera unas alas de cartón con unas cintas de colores, dispuesta a tirarse y volar, volar… Porque la convicción termina importando más que lo que la voz cuenta. Y ella, como una musa alada del aire, inventaba para nosotros una felicidad nueva que no existía antes, infundía un dulce don para alivio de

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males. Pero lo ola de dicha que nos nació dentro a cada uno cuando la seño nos encargó la redacción se rompe en mil añicos al verla allí, en el borde de la repisa dispuesta a intentar volar, impulsada por las gargantas que gritaban ¡adelante! y los que batían sus brazos en señal de aprobación.

Al principio, Milagros, de la que aguardábamos desde hace tiempo alguna genialidad, pero no una que nos arrastrara tan pronto a la tragedia, agitaba sus alas con delicadeza y sin prisas, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y después, frenéticamente a la par que desgranaba una tierna sonrisa.

Creo que no oyó mis palabras disuasorias (y, aunque lo que intentaba decirle no era más bello que el silencio, se las dije) y sí las de Paquito (un chico rubicundo y cejijunto que no sale de una pelea y ya se ha metido en otra) que gritaba:

— ¡Déjala que sea pájaro!

Y al decirlas, te das cuenta de que el vacío por primera vez guardaba silencio, como la brisa, como el frágil aleteo de las mariposas violeta que tanto aprecia don Agustín, el veterinario.Luego, en un luego muy largo, cuando la mancha roja sobre la acera se ofrecía como una corona de flores al manto de la virgen de los desamparados y una

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bandada de grandes pájaros que sobrevolaba la cordillera casi nubló la claridad del cielo, y la maestra con otros del pueblo llegaban con la respiración entrecortada y un grito incontenible en la garganta, viendo cómo el reguerillo de sangre se empapaba en la tierra y los ojos de la niña miraban al cielo como contando estrellas, sólo acerté a gritar, asomándome a la repisa de la terraza del viejo hotel, que nunca más sería nuestro paraíso, y entre una tiritera que me atenazaba los dientes:

— Ya le comenté que las alas me parecían demasiado pequeñas…

Y desde allí arriba (donde podría decirse que éramos como una peña a la que le han arrebatado el cadáver de la única amiga que hubiéramos querido velar), con la ilusión de volar de Milagritos hecha añicos sobre el cemento, intuyo que hoy es uno de esos días grises que te muerden el alma y en el que se tiene la sensación que el final comenzó hace tiempo. Aunque otras veces, me digo a mí mismo, que cualquier día venidero tiene que ser mejor que este.

Y como la amistad es transparente por serlo, por ser siempre lo que parece y nada más, lloramos un buen rato en un hipo incontenible, metamorfoseando en las niñas de nuestros ojos su ilusión por volar, mientras la seño, que pudo elegir otra tarea como pudo elegir otro camino, intentaba consolarnos impotente.

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Los Aresti

El mismo Urko lo oyó decir en el bar de Inaxio, una tarde de invierno, unos días antes de irse del pueblo. Los de la familia Aresti están malditos, dijo el Veneno. El Veneno, que ya entonces era viejo, recibía ese nombre

desde que su mujer le había echado matarratas en la comida —hecho que no sólo le dio un apodo, sino que también le dejó viudo, porque ella, asombrada, se comió la misma comida y no duró ni veinte minutos-. ¿Cuántos van ya?, preguntó Veneno, que tenía la lengua verde desde aquel día. Pues cuatro. Cuatro de cinco, dijo Simón, el electricista. Cuando se volvió, el hombre vio a Urko, que estaba en la otra punta de la barra y fingía no enterarse de nada. Hizo un gesto a los demás —movió la cabeza en dirección al chico y eso fue suficiente—, y se pusieron a hablar de fútbol, que si la Real le daría una paliza al Atleti, que si sería al contrario, y pronto todos gritaban y hacían apuestas.

¿Malditos? ¿Estaban malditos? No había mujer más orgullosa de sus hijos que Nati la de Aresti. Eran un consuelo para ella, que había quedado viuda muy joven. Todo el mundo sabía que era una mujer de armas tomar, como dejó claro durante aquella boda, cuando golpeó a su cuñado con una sopera de aluminio hasta dejarlo inconsciente por haberse propasado con ella. Contaban que Nati, que todavía era joven y guapa, siguió bailando hasta que el trompetista se desmayó y dieron el baile por finalizado. Y sin embargo, en poco tiempo, la pobre Nati perdió a cuatro de sus cinco hijos. Cuatro chavales

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como cuatro mulas.

El primero fue Lucas, que trabajaba en el Virgen Negra. Era tranquilo, a pesar de que los ojos se le inyectaban en sangre cuando veía a Fermina tonteando con otro. Y fuerte; él solo levantaba un atún de cien kilos. Hasta que le entró esa debilidad y no duró ni dos años. Se fue consumiendo. Fermina lo decía, parece una anguila entre las sábanas. Al principio hacía por ir a la mar, hasta que el patrón le dijo que se quedara en casa. Y no rechistó; ya veía él que de poco servía allí, y todo el mundo sabe que en un barco no hay sitio para inútiles. Porque ya no servía ni de cocinero; se le caían los cacharros de las manos y se le cortaba la leche. Y como decía el Abuelo, que dormía en el camastro de arriba, le costaba tanto respirar que daba pena oírlo.

El primero en llegar al cementerio fue Lucas, pero pronto le siguió el pequeño. Le llamaban Sebo, porque desde que era niño iba de un lado a otro con un cabo de vela en la mano. Sebo no era tan fuerte como Lucas, había salido al abuelo materno, al Quisquilla. Sebo tenía los ojos más azules de todo el barrio de la Marina y pensaba hacerse cura, pero en la iglesia no lo quisieron. Todo porque llevaba el pelo largo, como Jesucristo, y aseguraba que de niño había andado sobre las aguas, aunque nadie lo había visto. Así que, siguiendo la tradición familiar, Sebo se hizo pescador. Se embarcó entonces en el Suertudo, que a pesar de su nombre era de los barcos que menos pescaba. El Sebo no soportaba ni las camisas, pero cuando se las quitaba aquellos ronchones rojizos que le cubrían todo el cuerpo le ardían bajo el efecto del sol. En alta mar sus males empeoraron, así que comprendió que su futuro

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pasaba por trabajar en tierra y para ello debía demostrar a Don Martín, el cura, de lo que era capaz. Una noche intentó repetir su hazaña de la infancia. Un barco francés lo encontró días después, a varias millas del lugar en el que había saltado al mar, dispuesto a caminar sobre las aguas.

Malditos. Están malditos, dijo Veneno aquella tarde, justo antes de pedir otro vino con sifón —él decía que bebía mucho desde que su mujer le dio el matarratas, pero Inaxio aseguraba que cuando era sólo un crío ya se bebía los culos de los vasos que dejaban los mayores—. Y muchos estuvieron de acuerdo. El tercero en irse fue Santiago, un chico cojo —a veces corría tanto que él mismo se olvidaba de que su pierna izquierda medía varios centímetros menos que la derecha-, de sonrisa grande y contagiosa. Se enroló en el Buena Gente, que era un barco en el que imperaba el pensamiento anarquista de Agustín, su patrón. Santi se empeñó en ignorar lo que le sucedía, como si así tarde o temprano aquello fuera a desaparecer. El camarada era un muerto en vida, dijo Agustín mordisqueando un cigarrillo apagado, y sin embargo era tan testarudo que hasta el último día rebañó el plato, hizo su trabajo, participó en todo. La muerte le sorprendió en el camarote una mañana de principios de septiembre, cuando ya volvían para las fiestas, en la que fue su última marea. Lo trajeron muerto, y lo enterraron vestido para el alarde del día ocho, como si fuera a desfilar, con su pañuelo de colores al cuello.

El cuarto en irse fue Manuel. Tú no, hijo, gritó Nati al ver el cadáver, con el rostro amoratado por la asfixia. Se la tuvieron que llevar antes de que pudiera cerrarle los ojos. Desde hacía varios meses había dejado el mar porque se

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le caía la piel a tiras. Se puso a trabajar descargando las cajas de los barcos, pesando la mercancía y cargándola en los camiones que iban a Madrid. Pero ni renunciando al mar se curó. Malditos. Estaban malditos como dijo Veneno aquella tarde. Manuel se ahogó una noche, mientras cenaba. Su mujer había asado verdeles, y sus hijos, dos críos pequeños, estaban sentados con ellos a la mesa. Pensaron que fue una espina, pero el médico no encontró rastro de ella. Nati, que envejecía prematuramente, enloquecía de tal manera que se tiraba del pelo y se lo arrancaba a mechones.

Cuatro de cinco, y Urko era el último que quedaba con vida. Asun, la mujer de Urko, había visto a la pobre Nati envejecer con cada desgracia. Ella había acompañado a su marido a todos los entierros pero, en lugar de mirar a la tierra, Asun miraba Urko. Tú no te irás, le decían sus ojos. Tú te quedarás conmigo. Asun era poca cosa, no pasaba del metro cincuenta, sin embargo no le faltaba carácter —cuando fruncía el ceño, lo mejor era salir pitando—. Aunque luego, la pequeña Asun también sabía ser dulce. A Urko le gustaba oler sus axilas; tenía un vello oscuro, sedoso, brillante. Le gustaba despertarla a medianoche y ver cómo se entregaba, fingiéndose dormida.

Asun, tras el entierro de Manuel, decidió que se irían de Efe. No fue fácil para Urko separarse de su madre, dejarla así, enajenada, viviendo con su hermana solterona. Tampoco lo fue despedirse de los amigos, de los familiares, de sus hermanos, todos ellos enterrados en la zona norte del cementerio. No era un plato de gusto, pero no podía esperar pacientemente a que la muerte le

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asaltara por la espalda. Huirían de Efe. La engañarían. Porque malditos o no, nadie daba un duro por la vida de Urko, ni siquiera él mismo. Allí estaban los ronchones que aparecían ocasionalmente en su piel y que él escondía, tan temeroso como avergonzado.

Se trasladaron a un valle de Navarra, donde Asun tenía unos tíos segundos. Se instalaron en una casa ruinosa, no lejos del centro de aquel pueblo que olía a vacas y que vivía de la producción de sidra. Aquel clima le sentaba bien a Urko, que iba recuperando la fuerza que en los últimos tiempos le había faltado. Pronto empezó a trabajar en la principal bodega, que hacía una sidra muy apreciada. Decían que después de tomarla se lograba dormir sin tener sueños. También había quien decía que hasta los calvos recuperaban el pelo, pero eso todavía estaba por demostrar. Asun, por su parte, vendía sus compotas y membrillos en los mercados del valle.

El tiempo pasaba y, aunque nunca hablaban de ello, Urko pensaba que habían logrado vencer la maldición. Al huir de Efe, habían escapado a su alcance. Y así había sido, porque cuarenta años después, Asun y Urko seguían en la pequeña aldea. Algunas casas más allá, cerca del río, vivía su hija, que ya les había dado tres nietos. Lo cierto es que ya no se acordaban casi de aquel terrible pasado, cuando un día sucedió algo que dejó al viejo Urko perplejo.

Urko había ido a ver al joven doctor Sigüenza, que sustituía a Arteta, al que

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habían tenido que jubilar al quedarse casi ciego. Tan sólo quería unas recetas —Urko tomaba unas pastillas para la tensión y unos laxantes que le daban la vida—, pero el médico se empeñó en hacerle unas pruebas y unos análisis. Como la mayoría de los viejos Urko se había vuelto un poco desconfiado, pero no le iba a quitar la ilusión a aquel pimpollo de gafas y aire de no haber roto un plato en su vida. Cuando unas semanas después Sigüenza le llamó a su consulta para darle los resultados, Urko no daba crédito a sus oídos.

— ¿Le han dicho alguna vez que es usted alérgico? —le preguntó el médico.

— ¿Alérgico? No, claro que no —le dijo Urko.

— Es usted alérgico al pescado -le dijo el médico muy serio—. ¿Sabe lo que eso significa?

El viejo sacudió la cabeza de un lado a otro.

— Debido a que se trata de una alergia muy severa debe evitar el consumo de pescado. También el aceite en el que se ha frito. Ni siquiera puede tocarlo, como no puede tocar cualquier superficie que haya estado en contacto con él. Podría sufrir incluso una anafilaxis, para que usted me entienda, un shock grave que podría llegar a producirle la muerte.

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Urko sintió un escalofrío.

— Hay expertos que dicen que incluso el ambiente marino puede dañarle, pero no se inquiete. Dado que usted vive en un valle, no existe ese problema —dijo el doctor sonriendo.

Urko miró al listillo del doctor con la boca abierta, mientras pensaba en las truchas del río que nunca había probado —le desagradan sobremanera— y que era el único pescado que se comía en el valle. El valle en el que había vivido. El valle en el que había sido feliz con Asun y con su familia. Miró a Sigüenza y al hacerlo volvió a ver a sus hermanos. A Lucas, a Sebo, a Santiago y a Manuel. Incluso vio a su padre, al que apenas recordaba, muerto bien joven.

— ¿Qué le sucede?

— Nada —le contestó Urko sonándose la nariz.

Antes de irse estrechó la mano del médico con fuerza y le dio las gracias. El doctor se preguntó por qué se habían humedecido los ojos del anciano.

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Todavía hoy se dice que la familia Aresti estaba maldita, porque de cinco hijos cuatro se murieron muy jóvenes, y el único que se salvó, el mediano, Urko, se volvió loco. Eso contó en el bar de Inaxio un primo segundo, que le visitó en Navarra y volvió echando pestes.

— Vive en lugar que huele a boñiga de vaca y manzanas. ¿Y sabéis que anda diciendo ahora? Dice que fue el pescado el que los mató a todos y casi acaba con él.

Los clientes de Inaxio le escuchaban asombrados.

— ¡El pescado! ¿Habéis oído cosa más tonta? — ¡Pescado! —exclamó el Veneno, que había cumplido ya más de cien años-. ¡Cómo te va a matar el pescado, si a veces ni siquiera lo hace el matarratas!

Y entonces el viejo, sin dejar su vaso de vino, soltó su risa de lagarto y los demás le imitaron, porque al Veneno, a pesar de su edad, nunca nadie le llevaba la contraria.

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