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Agosto de 2011, SOMEE 1 Gobernabilidad democrática y buen gobierno Francisco Javier Carmona Villagómez 1 I. Marco conceptual “Vivimos en democracias en las que los ciudadanos no ejercen su tarea de ciudadanos y en la que el poder, aprovechando esa situación, sale de sus causes naturales”. Ralf Dahrendorf La democracia de calidad (cfr. Morlino, 2005) se caracteriza por gobiernos que tienen un origen en elecciones auténticas; su gestión pública satisface las necesidades de los electores (responsiveness), garantizándoles el goce de derechos y libertades, así como la posibilidad de una vida digna; también existen las condiciones para la seguridad de las personas; y, los ciudadanos vigilan que sus representantes cumplan la ley (rule of law) y rindan cuentas de sus actos (accountability). En ellas, se da una relación de legitimidad/eficiencia, que le significa al gobierno la posibilidad de atender las demandas de la sociedad, implementando con éxito su programa que es resultado de la expresión del consenso de la mayoría. El componente de legitimidad se justifica en la voluntad de los ciudadanos o a la posibilidad de elección, en tanto que la eficiencia es un criterio instrumental dictado por la necesidad de mantener el poder (cfr. Camou, 2003); pero esto no significa conservarlo a cualquier costo, sino eligiendo los medios idóneos para su preservación. Dicho de otra forma: El gobierno que aún teniendo el consenso de los ciudadanos sea ineficiente, será estéril. Si la situación persiste, a la larga la ineficiencia llevará a una disminución del consenso y, por lo tanto, la legitimidad a los ojos de los ciudadanos estará mermada, quienes al momento de evaluar mediante el sufragio, emitirán un voto de castigo al grupo gobernante. En conclusión, sólo un gobierno eficiente es capaz de mantener el consenso en las urnas. De la misma manera que nos referimos a la calidad (cfr. Morlino, 2005) 2 , también lo podemos hacer respecto del concepto de buen gobierno o de Estado Constitucional (cfr. Valadés, et. al, 2005), ya que en ambos coexisten las nociones de gobernabilidad y respeto a los derechos fundamentales. Es decir, que las políticas sean constitucional y administrativa sustentables para conservar la lealtad de la población. Bajo esa premisa, buen gobierno significa que los bienes y servicios se administren sobre la base del principio de equidad, buscando que el poder se sustente en prácticas transparentes. En cuanto a la gobernabilidad, ésta tiene que ver con el tipo de liderazgo de los mandatarios, la solvencia de las instituciones, la capacidad para atender las demandas de 1 Maestro en Administración Pública. Colabora en el Tribunal Electoral del Distrito Federal. 2 Un indicador de la calidad democrática radica en el grado de cumplimiento de la ley, el combate a la corrupción, así como valorar hasta qué punto las trampas a la legalidad -el fraude a la ley- alteran la igualdad de derechos y las condiciones de la competencia política.

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Agosto de 2011, SOMEE

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Gobernabilidad democrática y buen gobierno

Francisco Javier Carmona Villagómez

1

I. Marco conceptual

“Vivimos en democracias en las que los ciudadanos no ejercen su tarea de ciudadanos y en la que el poder, aprovechando esa situación, sale de sus causes naturales”.

Ralf Dahrendorf

La democracia de calidad (cfr. Morlino, 2005) se caracteriza por gobiernos que tienen un origen en elecciones auténticas; su gestión pública satisface las necesidades de los electores (responsiveness), garantizándoles el goce de derechos y libertades, así como la posibilidad de una vida digna; también existen las condiciones para la seguridad de las personas; y, los ciudadanos vigilan que sus representantes cumplan la ley (rule of law) y rindan cuentas de sus actos (accountability).

En ellas, se da una relación de legitimidad/eficiencia, que le significa al gobierno la posibilidad de atender las demandas de la sociedad, implementando con éxito su programa que es resultado de la expresión del consenso de la mayoría. El componente de legitimidad se justifica en la voluntad de los ciudadanos o a la posibilidad de elección, en tanto que la eficiencia es un criterio instrumental dictado por la necesidad de mantener el poder (cfr. Camou, 2003); pero esto no significa conservarlo a cualquier costo, sino eligiendo los medios idóneos para su preservación.

Dicho de otra forma: El gobierno que aún teniendo el consenso de los ciudadanos sea

ineficiente, será estéril. Si la situación persiste, a la larga la ineficiencia llevará a una disminución del consenso y, por lo tanto, la legitimidad a los ojos de los ciudadanos estará mermada, quienes al momento de evaluar mediante el sufragio, emitirán un voto de castigo al grupo gobernante. En conclusión, sólo un gobierno eficiente es capaz de mantener el consenso en las urnas.

De la misma manera que nos referimos a la calidad (cfr. Morlino, 2005)2, también lo

podemos hacer respecto del concepto de buen gobierno o de Estado Constitucional (cfr. Valadés, et. al, 2005), ya que en ambos coexisten las nociones de gobernabilidad y respeto a los derechos fundamentales. Es decir, que las políticas sean constitucional y administrativa sustentables para conservar la lealtad de la población. Bajo esa premisa, buen gobierno significa que los bienes y servicios se administren sobre la base del principio de equidad, buscando que el poder se sustente en prácticas transparentes.

En cuanto a la gobernabilidad, ésta tiene que ver con el tipo de liderazgo de los

mandatarios, la solvencia de las instituciones, la capacidad para atender las demandas de

1 Maestro en Administración Pública. Colabora en el Tribunal Electoral del Distrito Federal.

2 Un indicador de la calidad democrática radica en el grado de cumplimiento de la ley, el combate a la corrupción, así

como valorar hasta qué punto las trampas a la legalidad -el fraude a la ley- alteran la igualdad de derechos y las condiciones de la competencia política.

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la sociedad y aprovechar racionalmente los recursos del Estado. También, con prácticas administrativas como la rendición de cuentas, la cual, más allá de un ejercicio de responsabilidad, es un mecanismo que propicia la comunicación entre gobernantes y gobernados, porque sirve para reconstruir la confianza en la autoridad cuando se ciñe a los principios constitucionales e informa sobre su gestión de manera veraz y oportuna.

De esa manera, si la rendición de cuentas en un plano vertical, implica que los

representantes están sujetos al escrutinio de la sociedad por medio del voto; en un trazo horizontal, es la división de poderes el instrumento idóneo para ejercer un control sobre la actuación del poder público. En uno y otro sentido, el objetivo es contener los excesos de poder y sus posibles desviaciones.

Visto de esta forma, la gobernabilidad en democracia es una responsabilidad

compartida, que involucra a los ciudadanos en la revisión de los actos públicos para que éstos tengan una racionalidad y se sujeten al orden jurídico; pero también, es el deber de contribuir para que el Estado posea finanzas públicas sanas y/o moderar, a partir de un criterio de factibilidad, una parte de sus demandas. Lo cual requiere de la madurez de la sociedad y del desarrollo de la cultura política de la población.

Algunos indicadores de gobernabilidad3 se centran en los siguientes rubros: Para el

Banco Mundial (cfr. World Bank, 1997) -Daniel Kaufmann y Máximo Mastruzi- es imprescindible la salud financiera del Estado, la lucha contra la corrupción, la calidad de las elecciones, los índices de satisfacción en los servicios públicos y la seguridad jurídica. En tanto que para la OCDE (Silvio Borner, Frank Bodmer y Markus Kobler) se valora la fortaleza de las instituciones económicas, la competitividad y la productividad, así como la viabilidad de los programas sociales y la regulación de los monopolios.

Por su parte, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, a partir del Informe

sobre Desarrollo Humano 2002 (PNUD, 2002: 51 y s.s.), señala que más allá de la eficiencia de las economías, se requiere que la población participe en la toma de decisiones. En este posicionamiento, llama la atención que no sólo se considere aspectos cualitativos de la administración, sino contenidos sustantivos para la democracia como es la participación ciudadana. Esto es, se reivindica el rol del ciudadano en la administración, al compartir responsabilidades con los gobernantes. Por ello, como se abunda en dicho informe, “…la democracia no sólo es un método o un valor en sí mismo, sino un medio necesario para el desarrollo y la tranquilidad social” (PNUD, 2004: 29).

En ese sentido, la gobernabilidad democrática propicia las condiciones para la

estabilidad y el desarrollo económico, haciendo equitativas las cargas fiscales, aumentando las opciones para las personas y garantizando la perdurabilidad de las instituciones. Igualmente, en el Informe de Desarrollo Humano 2007, se insiste en incorporar el concepto de auditorías ciudadanas y las mesas de dialogo entre la sociedad y el gobierno, para ciudadanizar las políticas.

3 Diego Valadés en el libro Gobernabilidad y Constitucionalismo en América Latina, se refiere a dos estudios:

“Governance Matters III: Governance Indicators for 1996-2002, Institutional Efficiency and its Determinants, The World Bank, 2003”; y, “The Role of Political Factors in Economic Growth, París, OECD, 2004”.

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Este enfoque facilita la labor del gobernante al momento de atender las demandas de la población, pero a diferencia de la visión convencional, al involucrar a las personas, se adquiere una mayor legitimidad. Al respecto, para algunos autores (García de Enterría: 2006: 979), “la participación ciudadana implica una conveniencia de elemental eficiencia para complementar o sustituir la administración autoritaria con una administración participativa o concertada”. En ese sentido esta estrategia administrativa disminuye las disfunciones organizativas al favorecer la formación de consensos.

Sin embargo, la participación ciudadana tienes riesgos inherentes a su propia

naturaleza y puede ser evaluada de diferente manera -en un sentido favorable- porque cuando las políticas tienen un contenido democrático, aumenta la posibilidad de legitimar al sistema (Milanovic y Muñoz de Bustillo, 2008: 29 y s.s.); y -en un significado desfavorable- porque en la deliberación los conflictos sociales se perciben con más facilidad (tienen un mayor impacto en la opinión pública) y, al no resolverse las cuestiones de fondo, se cuestiona la capacidad del gobernante (Bobbio, 1996: 34 y s.s.).

Además, en torno a la gobernabilidad entran en juego otros elementos que deben

valorarse, tales como la inmediatez a la solución de los problemas y la factibilidad de los recursos para atenderlos (Dworkin, 2003: 40). Esto es, la noción de eficiencia no siempre camina en el mismo sentido que la viabilidad de los consensos, toda vez que se deben valorar, tanto la utilidad de las políticas (Bobbio, Matteucci, et al. 2007: 862), como la urgencia de las medidas de gobierno y la posibilidad material de llevarlas a cabo.

Tan importante es que el mandatario tenga un origen en elecciones en las que se

respete los principios constitucionales, como que durante su gestión actúe oportunamente, pues los actos injustos o arbitrarios al igual que aquéllos que se producen a destiempo aminoran la legitimidad. Con ello, queda claro que en democracia, al igual que construir mayorías, también se debe ejercer de manera responsable los cargos públicos, ya que la viabilidad de los consensos no dependen exclusivamente de la habilidad de la clase política para ganar elecciones (Pérez Liñán, 2008: 110), sino que los resultados de la gestión pública redunden en una mejor calidad de vida de los electores.

Otra condición de calidad es que las minorías puedan cuestionar las decisiones de los

gobernantes, cuando éstas vulneren las reglas pactadas4, porque la crítica lleva implícita la posibilidad de ponderar las bondades de las políticas y, en su caso, la utilidad de modificarlas. Esto es importante, porque la coalición dominante al establecer su plan de gobierno necesita negociar acuerdos que motiven la colaboración de otros sectores de la población (cfr. Morlino, 2005). Toda vez que un gobierno integrado con una fuerza política, suele ser inestable por la intensidad de la competencia política que terminan por aislarlo y mermar su interlocución con la sociedad.

En este contexto, la oposición tiene un papel relevante para propiciar acuerdos.

Máxime si reconocemos que “la democracia es una política de reconocimiento al otro” (cfr.

4 En España y Alemania existe la posibilidad de que la minoría parlamentaria, exprese su disenso mediante la

presentación de un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, contra leyes y disposiciones que hayan sido sancionadas. Se trata de una expresión jurídico-constitucional del disenso, pero también de una extensión del debate político que se traslada del parlamento al ámbito del tribunal constitucional.

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Touraine: 1999), que introduce a la vida política el principio moral de quienes no ejercen el poder disponen de recursos para defender sus intereses, apelando al ejercicio de derechos y libertades que les permite diferir, cuestionar o impugnar judicialmente los intereses prevalecientes. Por ello, “la vida democrática está hecha de la discrepancia entre las decisiones políticas y jurídicas que favorecen a los grupos dominantes y la apelación a una ética social que defiende los intereses de las minorías” (García de Enterría: 2000: 83).

Por lo tanto, la gobernabilidad depende: a) que los gobernantes se elijan en elecciones auténticas en las que se observen condiciones de equidad y legalidad en la competencia política; b) que las decisiones públicas tengan fines aceptables por la Constitución; c) que la oposición y la sociedad puedan denunciar desviaciones; y, d) que existan condiciones de diálogo entre mayorías y minorías para pactar la agenda de gobierno.

Así, este enunciado tiene que ver no sólo con la posibilidad de integrar un gobierno

representativo que detente una mayoría estable para llevar adelante su programa, también juega un papel importante los opositores, quienes tienen a su cargo la revisión de la gestión gubernamental. Pero esta situación de control -en determinadas circunstancias- debe permitir la aprobación de ciertas medidas legislativas imprescindibles para evitar alguna crisis (Pérez Liñan, 2008: 111)5. Esto es, la viabilidad de una administración, en sistemas de partidos competitivos, requiere de un acuerdo permanente con quienes discrepan, dicha negociación debe incluir contenidos de civilidad y respeto, pero si el acuerdo concita a la impunidad, se rompe el equilibrio y se pervierte el ejercicio del poder.

En ese sentido, la crisis o las inversiones democráticas (cfr. Morlino, 2005) tienen su origen, tanto en un problema en el procesamiento de las elecciones, como en la parálisis o mal funcionamiento de las instituciones de gobierno (ingobernabilidad), situación que provoca el rompimiento del vínculo de confianza entre la sociedad y la clase política. Dicho proceso se circunscribe a un circulo vicioso, donde la falta de certeza en los resultados electorales, la desatención de los problemas y la impunidad, provocan la polarización de la sociedad, después la radicalización de los grupos, a grado tal que al ser rebasados los instrumentos para mediar los conflictos, pierde validez el consenso que dio origen a la coalición gobernante, al perder su base social.

Huntington explica la ingobernabilidad como un problema de naturaleza política

vinculada con la legitimidad del gobernante y de las instituciones públicas; O´Connor se refiere al desfase fiscal del Estado producido por la sobrecarga de demandas y la expansión de servicios públicos; y, Habermas, se refiere al rompimiento del vinculo comunicativo entre gobernantes y gobernados al alterarse las condiciones de legalidad

5 En algunos sistemas presidenciales la formación de coaliciones con partidos de oposición es un factor crucial no

solamente para asegurar la aprobación de políticas públicas, sino para garantizar la estabilidad del gobierno electo. Pérez Liñán, nos dice que la interrupción de las presidencias puede originarse por las protestas públicas frente a hechos de corrupción, abuso de poder o crisis económicas; pero también, cuando los presidentes llegan con minorías legislativas y les resulta difícil conformar coaliciones estables y, frente a ello, gobernar en forma unilateral puede ofrecer una fortaleza temporal, pero los adversarios siempre tendrán incentivos para apostar por el fracaso del Presidente. En contraste, promoviendo un esquema de cooperación con un Congreso opositor es previsible una solución a la crisis.

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del pacto social y la pérdida de respaldo de los ciudadanos (Bobbio, Matteucci, et al. 2007: 708-709).

Por eso no sólo se precisa de garantías institucionales6, también, que las democracias

sean gobernables (Dahl, 1982: 31), que existan condiciones que favorezcan la estabilidad, tales como un control civil de los militares, un aparato policiaco y de administración de justicia respetuoso de la legalidad y los derechos humanos, instituciones electorales que promuevan valores democráticos; pero, sobre todo, que no existan problemas económicos que rebasen la viabilidad del Estado. II. Gobernabilidad, participación ciudadana y ejercicio del poder. En democracia ningún actor tiene en sus manos todo el poder por un período de tiempo indefinido, ni debe ejercerlo sin control ni contrapesos (checks and balances). Éticamente el poder implica responsabilidades, la primera se refiere a que en su uso, ni siquiera en nombre del Estado, es justificable el atropello de derechos fundamentales; la segunda, implica que el poder debe ser útil a los fines de la sociedad; y, la tercera, que el poder no debe usarse con fines personales. Ya que el poder ejercido sin responsabilidad, no sólo inhibe la democracia, sino la posibilidad de que sea gobernable. Únicamente distribuyendo el poder es posible el pluralismo (plurality systems). Sólo regulando su uso, puede haber un gobierno respetuoso del Estado de Derecho y, por lo tanto, ser efectivo el acceso a la justicia y el respeto a los derechos fundamentales. Al contrario, la concentración del poder conduce al autoritarismo. Desde esa perspectiva, el propósito es, por una parte, empoderar a los ciudadanos y, por otra, contenerlo o limitarlo para hacerlo gobernable. Para lograrlo, se necesita transitar de una democracia representativa7 (Bobbio, 1996: 55-56) en la que se delega el poder al representante electo, quien al ejercer su encargo puede desvincularse de los problemas colectivos, a una democracia más incluyente con instrumentos eficientes de participación, escrutinio y deliberación de los asuntos públicos, para que el ciudadano tenga incidencia en las determinaciones del Estado.

Algunos autores (Schmitter y Lehmbruch, 1970: 34), exponen la necesidad de transformar el modelo representativo tradicional (corporativo/clientelar), para presentar una alternativa distinta. Pero, al hacerlo, no cuestionan la existencia del sistema de partidos, por el contrario, consideran que los partidos deben adaptarse a nuevas exigencias para ser útiles al electorado. Su tesis se resume en lo siguiente: a) la democracia se caracteriza por la participación de los ciudadanos en los poderes del Estado; b) es normal que en sus inicios (siglos XVIII-XIX) por razones culturales se optara

6 Tales como las libertades de asociación, pensamiento y expresión; el derecho al voto activo y pasivo; las fuentes

alternativas de información; las elecciones libres y competitivas; que las políticas públicas dependan del voto y de otras expresiones de preferencia; y, la existencia de una ciudadanía participativa. 7 En la democracia representativa, el representante al gozar de la confianza del cuerpo electoral, una vez elegido ya no

es responsable frente a sus electores y, en consecuencia, no es revocable su mandato; y, no es responsable frente a sus electores, porque él está llamado a tutelar los intereses generales y no los intereses particulares de una clientela.

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por el modelo representativo; c) pero al final del siglo XX, al conjuntarse una mayor capacidad critica de la población, junto con medios de comunicación más plurales, es posible la apertura del sistema a las iniciativas ciudadanas para establecer un modelo democrático más amplio.

En tal sentido, si bien se habla de ajustes en el sistema de partidos, a partir de consideraciones tales como su rendimiento democrático y el reconocimiento de derechos políticos de los militantes, ahora esa situación es reflejo de un problema más profundo, „la crisis de las intermediaciones‟, donde el ciudadano no quiere intermediarios, quiere tomar sus decisiones y actuar por su propia cuenta (Borja, 2005: 69). Esta situación envuelve a todos los actores políticos e incide en el funcionamiento de otras instituciones como el Congreso, que también está inmerso en esta problemática.

Hoy los partidos se les perciben como estructuras cerradas, tanto en sus contenidos programáticos como ideológicos, pero también en sus cuadros y dirigentes (Michels), son un sistema autoalineado en el cual los ciudadanos ni los propios militantes tienen posibilidad de influir. En esas condiciones, atender la voluntad del pueblo en una sola ocasión que tiene lugar cada tres años en que se convoca a elecciones, para elegir entre el mantenimiento en el poder de un partido con esas particulares o la sustitución del mismo por otro de similares características, es negar la esencia de la democracia.

Tal situación lleva al desinterés del pueblo en la vida política y a una ruptura con sus

gobernantes. La falta de confianza en la clase política, es la expresión de que el ciudadano se siente alineado por un poder extraño, que no es capaz de interiorizar o sentir como suyo y cuya actuación no considera que se realice en su beneficio.

Creemos que la participación del ciudadano, a través de mecanismos de consulta, puede reconstruir la confianza del pueblo en las instituciones y recobrar el sentido de la intermediación política8 (Zovatto, 2002: 44) y, de esa forma, alcanzar algunos de los propósitos de la gobernabilidad democrática, ya que el ciudadano no sólo demanda un rol más importante en la determinación de los contenidos en las normas y en algunas políticas, sino que debe haber una vinculación más estrecha con el gobernante; esto es, contraer nuevos derechos y responsabilidades. Situación que se construye, a través de la relación de confianza, de ahí la importancia de la comunicación política9 (Lechner, 1995: 26) y la rendición de cuentas que tienen relevancia en la democracia participativa.

Sobre todo, si tomamos en cuenta que, “…las suspicacias de los ciudadanos en los

gobernantes provocan una disminución en las capacidades de éstos para afrontar los problemas, llevando de manera fatal a una espiral de ingobernabilidad” (Pasquino, 1998:

8 Un uso correcto de esos mecanismos requiere de un Estado respetuoso de los derechos fundamentales y del

pluralismo. Además, demanda la vigencia de las libertades de expresión e información. Pero, si esos mecanismos, lejos de constituir un instrumento para la participación del pueblo en las decisiones públicas se convierten en un medio de manifestación del descontento social, puede atraer consecuencias indeseables para la gobernabilidad. 9 En democracia la comunicación evita conflictos y favorece la gobernabilidad. Funciona si existe confianza entre los

actores y marcos de referencia comunes; es decir, mientras los participantes compartan puntos de vista y estén dispuestos a ceder algo. Pero cuando no se comparten las perspectivas, la comunicación se interrumpe y los esfuerzos de conducción política de los conflictos se diluyen, volviéndose necesario replantear las expectativas para que la política vuelva a ser un vehículo de relación entre los ciudadanos y el gobierno.

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23). Por ello, todo propósito de gobernanza debe estar sustentado en una relación de franqueza. Esto es, rescatar al ciudadano sin sesgar sus derechos al asumirlo únicamente como votante (Merino, 2008: 11)10.

En ese contexto, la consulta tiene implicaciones no sólo para la consolidación democrática, sino para el ejercicio de derechos civiles y responsabilidades públicas, pero esas acciones deben suceder en circunstancias excepcionales, ya que no es posible la deliberación permanente de todas las leyes y actos de gobierno. Por ello, algunos autores O‟Donnell y Morlino (2005: 105) opinan que este tipo de prácticas pueden ser útiles para legitimar algunas decisiones en determinadas coyunturas, pero éstas deben ocurrir en momentos de crisis o transformaciones fundamentales del marco jurídico del Estado.

III. El mercado gobernable La economía también es una cuestión de la democracia, porque de ella dependen las relaciones de poder. Por lo tanto, la agenda de la gobernabilidad debe incluir el debate sobre la eficiencia del mercado y el papel regulador del Estado. Para los estudiosos de esta relación, Amartya-Sen y Kennedy (1993: 47), señalan que existe una fuerte tensión entre la expansión de los derechos fundamentales en las democracias constitucionales, frente a las rígidas leyes del mercado que tienden a restringir o encarecer las oportunidades; esto es, la pugna por resarcir mejores condiciones de vida que permitan superar la pobreza, frente a la lógica de propiciar una mayor concentración del ingreso para responder a las exigencias de un mundo competitivo, cuyo propósito es maximizar las ganancias y monopolizar el poder en todas sus modalidades.

Ante ello, se requiere que las personas ejerzan sus derechos como condición mínima para la construcción de una noción de ciudadanía, lo cual implica reconocimientos y obligaciones. Es decir, la democracia no se reduce únicamente a elecciones, ni a la alternancia en el gobierno, sino a que las ventajas del desarrollo sean equitativas para todos los ciudadanos, para que puedan competir en un contexto de precariedad de oportunidades. Por ello, esta forma de gobierno no puede limitarse teórica y aspiracionalmente a un método de selección, sino a algo más amplio que tiene incidencia en la organización del Estado y en las expectativas de progreso de la población11.

Para explicar la relación que existe entre gobernabilidad y mercado, nos referiremos a

la eficiencia en la conducción económica, reconociendo la vinculación que existe entre los procesos de libre mercado, la democracia y los derechos sociales. Esto es, las demandas

10

“La democracia se degrada cuando los votos no responden a la libre convicción de los electores y cuando las reglas se ponen en entredicho. Si en lugar de convencer, los partidos buscan reclutar electores; si en vez de informar, manipulan los datos; si en lugar de ofrecer certeza, generan incertidumbre, ésta pierde calidad y en vez de producir ciclos creativos de acción y reflexión colectivas, puede construir espirales de desconfianza y confrontación. Los procesos electorales pueden significar oportunidades para consolidar a la democracia o pueden convertirse en ciclos interminables de crisis políticas”. 11

Más allá de concebir la democracia como el método para la conversión de votos en cargos de elección popular o como el conjunto de reglas que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas, advertimos que esa concepción no está ligada a los contenidos y, es precisamente esto, lo que cuestionan algunos autores como Alan Touraine, ya que, si bien, las reglas procedimentales son necesarias, éstas son insuficientes para su consolidación.

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de las personas y los requerimientos del capital tienen que sujetarse a nuevas reglas, que contrarresten los desequilibrios del desarrollo.

Desafortunadamente, desde sus orígenes, esta situación se abordó, a partir de las

condiciones institucionales que afectaban al desarrollo capitalista, dejando a un lado la agenda social, para concentrarse únicamente a las demandas del mercado. Cabe referir que las elites justificaron la utilidad de este término para descontaminar las discusiones sobre los nuevos compromisos del Estado, la descentralización y otros conceptos, en el marco de los ajustes estructurales que se impulsaban a escala global.

Algunos autores como Crozier, Huntington y Watanuki, apuntan que las cuestiones asociadas al vocablo gobernabilidad comenzaron a estudiarse en los años setenta en el siglo pasado, junto con la crisis fiscal de las economías de los países desarrollados, la emergencia de nuevos movimientos sociales y el debilitamiento del Estado de bienestar, debido a que las sociedades democráticas estaban resultando difíciles de gobernar.

Si bien, el estado de bienestar, no se construyó con la finalidad de luchar contra la

desigualdad, sino con la intención de proteger a los ciudadanos ante determinadas contingencias, tales como las enfermedades, la penuria en la vejez o el desempleo, al implementarse una serie de políticas cuyos alcances eran universales, se fueron desarrollando una serie de programas de seguridad social que contribuyeron a la disminución de la pobreza y, por lo tanto, los gobiernos participes de estas políticas estuvieron menos expuestos a la ingobernabilidad. (Milanovic y Muñoz de Bustillo, 2008: 36). No obstante, los conservadores descalificaron sus logros argumentando que el peso burocrático que significaba la implementación de esa políticas, ponían en riesgo la viabilidad fiscal del Estado, lo que tarde o temprano impactaría en los intereses económicos de las empresas y de los contribuyentes, por lo que había que propiciar los cambios que fueran necesarios al margen de los costos sociales.

Así, la supuesta ingobernabilidad que pregonaban en sus discursos los halcones

republicanos, con el tiempo sirvieron de excusa para conseguir algunos privilegios para el capital privado, al imponer una prédica que en los hechos culpaba de la crisis económica a la sobrecarga de demandas sociales que tenía que atender el gobierno y, en no pocas ocasiones atribuían esa situación a los "excesos" de la democracia12 (cfr. Crozier, Huntington y Watanuki, 1975).

12

. El Informe de la Comisión Trilateral, concluyó que después de un periodo de afianzamiento de la democracia y de desarrollo económico en las sociedades occidentales, se enfrentaban problemas que impedían el funcionamiento de los gobiernos. Se señalaba: “a) la búsqueda de las virtudes democráticas de igualdad e individualismo habían llevado a la pérdida de confianza en el liderazgo de la autoridad; b) la expansión de la participación y los compromisos políticos habían creado una ‘sobrecarga’ en el gobierno y una expansión desequilibrada de sus actividades; c) la competencia política se intensificó llevando a la disgregación de intereses y la fragmentación de los partidos; y, d) la respuesta del gobierno al electorado y las presiones sociales llevaron a un provincialismo nacionalista en la forma en que las sociedades conducen sus relaciones exteriores”. Además, Huntington relaciona la crisis de gobernabilidad con el grado de participación. Para él, estas relaciones llevan a una suerte de círculo vicioso, donde: a) el incremento de la participación genera mayor polarización social; b) la polarización produce desconfianza en las instituciones y la sensación de ineficacia política; y, c) esa sensación reduce la participación.

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Se trató de una visión concebida a partir parámetros económicos de costo-beneficio, sin dar respuesta a ningún argumento democrático que en su momento habían dado origen a las políticas asistenciales del Estado (Córdova, 2005: 108). Para ellos, el gobierno debía prohijar la acumulación de capital, desmantelar los compromisos sociales, aminorar la participación ciudadana en las decisiones públicas y ejercer su autoridad con firmeza frente a la protesta social. Esto es, sustituir la noción del Estado rector para propiciar una suerte de Estado policía que fuera fiel guardián de sus bolsillos y un facilitador de los negocios, o dicho de otra manera, un Estado reducido al mínimo, que no tuviera otro interés más que permitir al individuo conseguir sus propios intereses.

Así, las llamadas “contradicciones culturales del capitalismo" -según expresión de Daniel Bell- habían generando profundos cambios en la manera en que las sociedades y los estados procesaron el agotamiento de sus respectivos modelos de desarrollo, pero que todavía no alcanzaban a definir las nuevas características que tendrían éstos –por eso, aquélla época se caracterizó por transiciones en el plano económico y político- máxime que al caer los regímenes socialistas en los años ochentas y noventas, se generó la sensación de que se aproximaba el fin de las ideologías por el surgimiento de paradigmas únicos, ante el avasallamiento de la economía global y el determinismo de la leyes del mercado, cuyas reglas e instituciones transformarían los tradicionales conceptos de soberanía (Kaplan, 1999: 425).

La sobreposición de lo global frente a lo nacional, implicó varios cambios para los estados periféricos (Vargas Hernández, 2006: 84)13, éstos se desestatizaron, dejaron de tener control sobre distintos ámbitos de la vida económica; se modificaron los estilos de vida, los valores y las aspiraciones de los ciudadanos; el derecho interno que los regulaba se transformó para supeditarse al derecho internacional, pese a algunas inercias en los contenidos normativos por las diferencias entre las instituciones y la cultura jurídica de cada país; al mismo tiempo, las economías nacionales fueron incapaces de atender la demanda interna de productos, servicios y tecnología, por lo que quedaron supeditadas a una relación de dependencia. Aunque las culturas se acercaron, se exacerbaron las diferencias, surgiendo nuevos desafíos como el fenómeno de la migración.

El redimensionamiento del Estado implicó un diseño distinto de sus relaciones con el

mercado y la sociedad. Así, la preeminencia de la racionalidad del mercado máximo se combinó con Estado mínimo, haciendo al sistema político funcional con las reformas de mercado. Igualmente, el concepto de democracia tuvo transformaciones, sin reparar en que sus contenidos tuvieran la calidad a la que aspira el ciudadano. Pareciera que todo se reduce a la mercadotecnia y a concebir a los partidos como aparatos de campaña, donde el éxito político no depende de los aspectos programáticos, sino en la habilidad de recaudar recursos para hacer funcionar las estructuras territoriales y el voto clientelar.

Bobbio (1996: 139) señala al respecto: “…que hoy lo que se discute no es la relación

entre Estado y mercado, sino la relación entre mercado y Estado democrático…“ Advierte, que “…la crisis del Estado también es el efecto del contraste, del que ni los liberales, ni

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. La apertura económica promovida por el Banco Mundial y exigida con motivo del otorgamiento de créditos, tuvo profundos impactos económicos, sociales y políticos, porque modificó la correlación de fuerzas con miras a una integración asimétrica y disfuncional de los países pobres respecto a los países más avanzados.

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los marxistas, ni los demócratas se habían percatado, entre el empresario económico que tiende a la maximización de las ganancias y el empresario político que tiende a la maximización del poder mediante la caza de votos”. Por ello afirma, “…que el conflicto por los intereses que persiguen ambos personajes, son los que provocan la ingobernabilidad de las democracias, es decir, la lucha política sucede bajo las reglas del mercado, y no hay mano invisible, por encima de los dos que modere sus excesos”. Es decir, se ha perdido ante la complicidad de la autoridad, la noción de las condiciones de equidad en la competencia política, al erigirse los llamados poderes fácticos, frente a los cuales, existen limitadas posibilidades de control y rendición de cuentas.

Entonces, el verdadero problema no es la ingobernabilidad de la democracia como

habían afirmado los partidarios del Consenso de Washington, sino la ingobernabilidad de los mercados, porque la democracia no implica que los grupos económicos estén fuera de control y que tengan facultades para vetar o patrocinar un proyecto político-electoral que le sea rentable a sus intereses económicos.

Por ello, es necesario no sólo aumentar la capacidad de control del Estado sobre el

mercado, sino alcanzar la gobernabilidad sin perder la democracia. Pues es precisamente, la anarquía del mercado la que altera la normalidad democrática. La prevalencia del proceso de ocupación de los poderes fácticos por encima de los poderes del Estado, merma la separación de poderes y favorece la aparición de fenómenos indeseables de colusión (Manzetti, 2003: 320). Esto es, organismos no electos (del sector privado) que en ocasiones actúan con un poder de veto, ya sea para mantener el statu quo político o para alterarlo, distorsionando el funcionamiento de este sistema de gobierno (Tsebelis, 2002: 44).

Przeworski (1991, p. 63) avizora que “…no puede ser el único desenlace de la

transiciones que la democracia sea impuesta como una condición de la racionalidad del mercado o de los intereses particulares”, ya que la sustitución del antiguo régimen autoritario puede recomponerse bajo esta lógica, teniendo ahora un falso ropaje democrático. Es decir, los actores del viejo régimen están en posibilidad de competir y conquistar el poder a través de las elecciones, pero, no por ello, refrendar los derechos y libertades democráticas al conformar sus gobiernos, sino de lograr el poder al pactar con los poderes facticos que en los hechos someten a la sociedad. Así, los grandes consorcios empresariales, televisivos, y sindicales, junto con las iglesias, pueden convertirse en los grandes electores en la nueva redefinición de la autocracia.

Otro riesgo es la incursión del crimen organizado, por la vía del financiamiento privado

de las campañas políticas, el amedrentamiento de los candidatos y la cooptación de algunos gobiernos electos. En los cuales, la lógica del mercado electoral pervierte la esencia de las democracias.

Sin embargo, para la visión conservadora, el problema radica en las contradicciones

inherentes a la democracia. Observan que gobernable y democracia son conceptos en conflicto, ya que “…un exceso de democracia significa un déficit en la gobernabilidad, por lo que una gobernabilidad fácil sugiere una democracia rentable", útil a la eficiencia de los mercados, dándole una connotación meramente electoral, pervirtiendo con ello su principal esencia que consiste en el involucramiento de los ciudadanos en la cosa pública.

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Para la visión fundamentalista, la participación de la comunidad en los asuntos públicos conspira contra la gobernabilidad, dado que la participación tiene como propósito influir en las decisiones de gobierno y, generalmente, va acompañada de cuestionamientos y nuevas demandas. Por lo tanto, para esta corriente de pensamiento, es necesario restringir la participación como medio de limitar las demandas y facilitar la gobernanza, “…es una nueva versión del despotismo ilustrado” (Borja, 2005: 67). Su razonamiento gira alrededor del hecho de que la participación política conduce a mayor polarización de la sociedad y que esa polarización genera desconfianza en las instituciones de gobierno, lo cual afecta su eficacia. Empero, la tentación de restringir la participación es incompatible con los ideales democráticos.

Así, en aras de la instauración de democracias eficientes para los mercados, desde los

años ochenta, coincidiendo con la erosión de los autoritarismos de la región, algunos gobiernos latinoamericanos, siguiendo el Consenso de Washington14, optaron por “gobernabilidades a modo” (Carrera-Troyano y Antón, 2008: 45-47), situando entre sus prioridades al control de la inflación, al ajuste del sistema fiscal para dar estímulos al capital privado, liberalizando los precios, disminuyendo el gasto social a partir de una nueva orientación de las políticas públicas que limitaba todo propósito redistributivo del ingreso, disminuyendo salarios y aplicando las reformas estructurales de liberalización comercial y financiera, desregulación del mercado y privatización de las áreas estratégicas. Y en el plano político, figurando democracias representativas desligadas de los intereses ciudadanos.

Al paso del tiempo, esta circunstancia ha mermado el crecimiento económico y la concentración del ingreso en una minoría de la población, misma que ha acumulado el poder para erigirse en la nueva clase gobernante. Pero ahora, a diferencia de las oligarquías tradicionales, detentan el poder no sobre bases autoritarias, sino con los ropajes de una democracia que pone énfasis en los aspectos procedimentales (electorales), no en los contenidos (reivindicaciones), compitiendo en los comicios en una situación particular, en la que puede ganar quien tiene más recursos para acceder a los medios de comunicación y al voto clientelar15, no quien tiene una propuesta más sólida.

Esa situación de “gobernabilidad a modo” no significó un mejor reparto del ingreso, la llamada línea de la pobreza continúo agrandándose (en México y en la mayoría de los países de América Latina, más de la mitad de la población vive por debajo de la línea de la pobreza), cada día los déciles de marginación crecen por causa del desempleo, la caída del salario, el aminoramiento de los subsidios y el desmantelamiento de los servicios sociales, principalmente, los relacionados con la salud y la educación pública.

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El Consenso de Washington -decálogo creado por John Williamson- sintetiza las recomendaciones que eran objeto de acuerdo entre los organismos financieros establecidos en Washington (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Banco Interamericano de Desarrollo) y los distintos Departamentos de la Administración de Estados Unidos en el gobierno de Bush (padre), quienes impusieron una serie de requisitos a los países de la región para que pudieran acceder al crédito. 15

El clientelismo es un estilo de hacer política que consiste en generar fidelidades y gratitudes en grupos de la población a cambio de favores que les ofrecen los políticos. Es la formación de grupos de respaldo de las acciones políticas, electorales o de gobierno. Algunos la han definido como el “cambio de votos por bienes o servicios”.

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Para alcanzar este objetivo, se les ha olvidado a los gobiernos que no pueden ser indiferentes con la pobreza y la desigualdad de oportunidades, porque ambas implican, no sólo la incapacidad de lograr una vida digna por la privación de bienes y servicios, sino también, en la medida que son ostensibles las diferencias, se acrecientan los problemas y se polarizan las sociedades. No resolver la miseria tensiona la supuesta “normalidad de una sociedad de mercado”, poniendo en vilo la estabilidad y la paz social. Por eso, la falta de atención a estos problemas, es el factor desencadenante de la ingobernabilidad (Borja, 2005: 66) y del desencanto con la democracia (Payne et. al., 2003: 27).

Es ilustrativo observar las motivaciones de miles de jóvenes que se han volcado a las

calles de los países del sur europeo para protestar, quienes entre otras cuestiones, ponen en duda la eficacia de las democracias formales para garantizar que no se sacrifique la vigencia de sus derechos en aras de justificar la incompetencia sus mandatarios o para salvar el caldo gordo de los grandes capitales. Al respecto, Adam Przeworski (1991: 53-56), nos dice que “…si alguna fuerza política importante o algún grupo social queda marginado o no tienen ninguna posibilidad de imponerse en futuros comicios o ajustes distributivos del poder, y si la democracia no mejora las condiciones de los perdedores, quienes esperan sufrir privaciones continuadas bajo las actuales condiciones, se rebelarán contra éstas con plena justificación”.

Esto está sucediendo no sólo en el viejo continente, sino en cada latitud del planeta;

sobre todo, si tomamos cuenta que las políticas neoliberales y el dogma del mercado, no han contribuido a atenuar la desigualdad ni propiciar condiciones para una vida digna. Ante ello, el Estado no puede abdicar a sus responsabilidades sociales, máxime si el empecinamiento de estas políticas tiende a requerir, tarde o temprano, de regímenes autoritarios para reprimir las demandas y la insatisfacción social.

La opción por una democracia restringida, limitada únicamente a la elección periódica

de autoridades y gobernantes en la lógica imperante descrita, es incompatible con la vigencia de un Estado social democrático de derecho, la realidad social ha demostrado que se requiere innovar en otras formas de participación más inclusivas y efectivas que modere los desequilibrios generados por el mercado. Toda vez que esta racionalidad tampoco ha sido exitosa, al ser incapaz el Estado policía de brindar estabilidad y seguridad en una sociedad cada vez más demandante y sin opciones para mejorar la calidad de vida.

En congruencia con esta inquietud, en la parte introductoria del Informe

Latinobarómetro 2007, se dice lo siguiente:

“… El Consenso de Washington no sirvió para solucionar los problemas, por lo que hay que buscar otras alternativas, los resultados de la implementación de sus políticas, marcan un punto de inflexión, ya que perduran los problemas y en algunos casos se agravaron. La famosa frase del Consenso de Washington: “El Estado es parte del problema, no es parte de la solución”, ha quedado desmentida por la historia. Ahora se ve como el Estado también es parte la solución ante el desencanto de las bondades del mercado como fuente de desarrollo. Los pueblos demandan solución a sus problemas. Las recetas de ayer no tuvieron el resultado prometido. Uruguay, por ejemplo, rechazó las privatizaciones y es el país con la democracia más sólida en América Latina. Los calidad democrática no tiene una relación directa con la apertura

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económica, son cosas distintas, los procesos políticos tienen una lógica separada de los procesos económicos“.

Ahora, ante los nuevos desafíos de lo que se ha dado en llamar “las primeras crisis

globales del siglo XXI”, producida por los monopolios, la caída en la producción de alimentos, la especulación del capital y de las materias primas, así como el encarecimiento de los energéticos y la insuficiencia del agua, ni el más conspicuo fundamentalista se atrevería a dejar de reconocer que el mercado y sus afanes de autoregulación son insuficientes para contener los conflictos que se avecinan. IV. ¿Cómo recuperar la gobernabilidad sin perder la democracia?

Cada vez se escuchan más voces que expresan la necesidad de incorporar nuevos contenidos a la democracia por la insuficiencia de los mecanismos de relación entre la sociedad y sus representantes, por lo que se deben ofrecer más posibilidades de elección a los ciudadanos, a la par de ampliar las responsabilidades en torno al poder público.

Ser responsables ante los ciudadanos significa no sólo estar dispuesto a ser evaluado periódicamente por los actos realizados en la función representativa, sino mantener una constante relación entre los electores y los mandatarios, dando cuenta de lo que se hace o se quiere hacer y escuchando lo que las personas piensan al respecto. No sólo es importante „decidir‟ en nombre de los gobernados, sino también explicar el porqué de las decisiones, aceptando algunas modificaciones a las políticas o programas en curso.

En esa perspectiva, el Estado debe reconsiderar sus responsabilidades, garantizando

la seguridad de sus habitantes16, así como el ejercicio de derechos y libertades, pero, sobre todo, hacer posible sus adeudos sociales antes que preocuparse en facilitar a los inversionistas privados sus rendimientos o pactar rescates financieros en su beneficio. Para lograrlo, debe ser eficiente y sustentable en la esfera fiscal, ya que de otra manera sus intentos de regulación se toparán en la retórica de los buenos deseos, tomando en cuenta que en el terreno económico, son insostenibles los niveles de endeudamiento alcanzados por algunas naciones, lo que ha despertado un clima de escepticismo sobre la idoneidad del intervencionismo público para resolver los problemas.

Ante esa situación, cuando se agotan las posibilidades de respuesta de quien detenta

la autoridad, por la saturación de demandas o porque no es posible resolver los problemas y sostener el peso fiscal del Estado, las democracias tienen que adaptarse a nuevos desafíos para que puedan mantener su vigencia como sistema de gobierno. Majone (Cfr. 1995: 17) opina que aún en este contexto, no deben trazarse expectativas centradas únicamente en la eficiencia del mercado, sino, por el contrario, la preocupación debe ser la equidad, sobre todo, porque la lógica del mercado suele tener debilidades morales que son injustificables ante la razón democrática.

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Tal vez, el principal desafío sea garantizar la seguridad de las personas, ya que la inseguridad -diría Hobbes- “es como el despertar el estado de naturaleza del ser humano”, cuando el pacto social deja de tener sentido, la ingobernabilidad aparece con toda su crudeza y el sentimiento de desprotección transforma a los seres humanos en animales, generando un instinto que los motiva a devorarse los unos a los otros.

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Bajo un razonamiento meramente económico, algunos autores (Huntington) señalan que deben reducirse los costos del Estado y disminuir, con ello, algunos derechos sociales que la propia sociedad considera -ya de suyos- como „derechos fundamentales‟; otros en cambio, (Majone y Subirats) expresan la necesidad de implementar democracias responsables, en las que los ciudadanos moderan sus demandas inmediatas a cambio de establecer mecanismos de evaluación de las políticas y de los beneficios a los grandes capitales, lo que implica que los costos fiscales sean absorbidos de manera equitativa, pagando más aquéllos sectores de la sociedad que han tenido mayores utilidades, sin que ello implique un aminoramiento de derechos sociales, lo que exige una rendición de cuentas más puntual de la gestión de gobierno y de sus facultades recaudatorias.

Los alcances de esta „evaluación‟ no sólo tiene que ver con una justicia distributiva en el ámbito de los impuestos para fortalecer las finanzas públicas, sino que se fortalezcan los instrumentos de rectoría económica del Estado y, con ello, la clase política gane legitimidad frente a su electorado al reivindicar la necesidad de establecer cargas recaudatorias más equitativas y proporcionales a los ingresos.

Esta idea puede ser útil, frente a la crisis, que sucede en gran parte de las naciones del orbe por razones financieras o déficits en las prestaciones estatales, cuyas consecuencias empiezan a ser visibles en el sur de Europa y en algunos países de América y en los Estados Unidos, lo que hace prever el acercamiento a una macrotendencia que implique una revaloración de la forma en que se concibe a la democracia y su relación con la economía, variando la condición de ciudadanía, en cuanto a sus derechos y obligaciones, pero, sobre todo, estableciendo nuevas modalidades para participación política.

Si bien, la lectura que se ha hecho de los conflictos sociales en los distintos momentos

de la historia, es que las civilizaciones han tenido que innovar en sus formas de gobierno, algunas han sido incapaces y los problemas se agravaron, otras tuvieron que adaptarse y modificar sus valores, creencias y formas de organización. Esa situación de amenaza tuvo su origen en las relaciones económicas o de distribución del poder y los flagelos de la violencia siempre afectaron más a las sociedades débiles. Algunas no pudieron subsistir, pero las naciones que sobrevivieron, resistieron las presiones a partir de sus fortalezas internas, de la firmeza de los valores de sus instituciones y de la capacidad para administrar sus recursos racionalmente, lo que significa un acto de corresponsabilidad entre gobernantes y gobernados. Es decir, la consabida relación de eficiencia/legitimidad.

Así, podemos concluir que una nación será gobernable mientras tenga capacidad de adaptación y flexibilidad respecto de los cambios generados en el entorno como en el ámbito nacional, pero eso no significa que tenga que seguir modelos ajenos, excluyentes y sin eco en la realidad de cada una de las sociedades. Máxime cuando las soluciones externas han subestimado la importancia del consenso social, propiciando algunas prácticas que han envilecido el sistema político.

La gobernabilidad y la forma de resolver los problemas, ha sido parte de nuestra

historia, desde que el hombre asumió los retos de vivir en sociedad, organizarse y darle al poder un significado civilizatorio. A partir del pacto social y el surgimiento de las constituciones democráticas, se han asociado los valores del consenso y la participación,

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con los contenidos éticos del poder, como los fundamentos que tejen la estabilidad de las naciones. Por eso, para atender los problemas de gobernabilidad, el ideal es construir democracias eficientes en las que el ciudadano tenga un papel activo y adquiera responsabilidades públicas (cfr. Morlino, 2005).

Para el pensamiento contemporáneo, parte de la problemática actual consiste en la incapacidad de los gobernantes para involucrar a la sociedad en la atención de sus problemas inmediatos. Por ello, es menester restablecer el equilibrio entre el ejercicio del poder y la distribución de responsabilidades, para lo cual se requiere la colaboración, no sólo de la clase política, sino también a los medios de comunicación, sindicatos, empresarios y grupos organizados de la sociedad. En consecuencia, la distribución del poder y la participación más directa de la ciudadanía al asumir nuevas responsabilidades, puede representar una solución a los problemas con un enfoque más solidario17 (cfr. Vázquez, 2007).

Hasta ahora hemos analizado el concepto de gobernabilidad, sin detenernos en referirnos al significado de gobernar y que las decisiones de la autoridad sean obedecidas; esto es, que exista una relación de dominación (Weber) “basada en la creencia de que el mandato de las autoridades debe ser acatado porque de alguna manera es legítimo hacerlo”. Sin embargo, la dominación mantenida por la fuerza no basta, ésta debe tener un componente de aceptación. Si esto no ocurre, es imposible aplicar la fuerza todos los días sobre todas las personas, pues la dominación sería inestable y estaría justificado el levantamiento social (cfr. Przeworski, 1991).

Así, mientras la gobernabilidad en un sistema autoritario implica justificar el uso de la fuerza y los altos costos sociales del sometimiento de las personas, sin que importe que las políticas sean justas y consensadas entre los distintos actores, porque únicamente importa que los resultados sean óptimos y rápidos “más administración y menos política”; en la gobernabilidad democrática la situación es más compleja, se requiere más tiempo de maduración para el convencimiento, porque es indispensable la satisfacción de otros requisitos, tales como la participación política, el respeto a la ley, la rendición de cuentas y, sobre todo, la progresividad de los derechos fundamentales.

Para garantizar este tipo de gobernabilidad debe haber credibilidad en las instituciones, principalmente en aquéllas encargadas de la organización de las elecciones, debido a que un buen gobierno no debe imponer sus decisiones, tiene que permitir que la gente se exprese, eligiendo entre diferentes opciones para que se sienta representado cabalmente.

Por otra parte, opinamos que tampoco existe posibilidad de desarrollo, si no hay un

orden constitucional que garantice las reglas de convivencia; en el que se diseñen contrapesos para moderar los excesos del poder público; reglas que den viabilidad al juego democrático y la competencia política, para que las mayorías y minorías interactúen en igualdad frente a la ley; donde el ciudadano participa en la elaboración políticas y no

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. La solidaridad no debe entenderse como un buen sentimiento que acompaña a la justicia para perfeccionarla o que acompaña al otro en su sufrimiento. La solidaridad con el que sufre resulta vacua si no existe la voluntad de remediar la situación, reconociendo sus necesidades básicas y posibilitando una distribución más equitativa de los recursos.

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sólo emitiendo su sufragio en las elecciones. Por eso, los nuevos desafíos que encara la sociedad, inciden, no sólo en la calidad de respuesta de los gobiernos, sino también en la forma en que los ciudadanos asimilan nuevas responsabilidades públicas que hagan factible la gobernabilidad de un país.

Guillermo O´Donnell (2004: 90-92), nos dice que las dimensiones culturales de la democracia también impactan los distintos ámbitos de la vida social, porque contribuyen a remediar las asimetrías de poder al potenciar las libertades y el ejercicio de los derechos, mejorar las capacidades de las personas y sus opciones de vida en una sociedad abierta, plural y tolerante, para acercase de esa manera al ideal de justicia.

Podemos decir que la democracia opera como una especie de patrón básico de justicia

(Vargas-Machuca, 2003: 167-195), pero de una justicia incompleta, casi utópica, que irremediablemente nos remite al mito de la antigua Grecia, al sueño de Prometeo libertador, en el que “…se está dispuesto a lograr ese ideal, pero irremediablemente el cuerpo es destrozado por la realidad que lo devora…”; porque no se trata de un ejercicio retórico o un juego de palabras, sino que esta idea de democracia, nos remite a valores progresivos y maleables, que no se pueden medir o repetir de una misma manera en todos los casos y en todas las sociedades.

Así, a todo modelo de democracia subyace una concepción básica de justicia como su

fundamento y, por lo tanto, es éste su principal indicador de calidad, ya que cada sociedad tiene su propia forma de valorar la justicia y, en congruencia tendrán que definir sus formas democráticas. Estas modalidades no pueden imponer de facto, menos aún si no han sido parte de un consenso que tome en cuenta la idiosincrasia y la voluntad de los ciudadanos, que valore los referentes culturales de cada país.

No es factible encontrar una sola metodología que pueda certificar la calidad de la democracia, ya que no es una cuestión que pueda estandarizarse, pero si se debe prevenir que el proceso de transición se envicie al mantener viejas prácticas autoritarias que tarde o temprano lleve a las sociedades a una regresión democrática o a que este transitar se vuelva una espiral interminable de avances y retrocesos, como en los hechos ha ocurrido en México y en algunos otros países orbe. Máxime que la inconsistencia en los avances democráticos generan también problemas de gobernabilidad.

Por ello, se dice que “…sin la voluntad, el compromiso real de la sociedad y de sus actores políticos”, se tendrá una democracia débil con un sistema de justicia también marginal y, por lo tanto, la gobernabilidad también será precaria, al estar el Estado maniatado a un régimen de impunidades y desprecio por la ley, incapaz de brindar seguridad de las personas y en constante amenaza de disolución” (Holmes y Sunstein, 1999: 14). Por eso, es necesario preservar el Estado democrático, es lo que la tradición francesa ha denominado “primer principio republicano” (Ezra Suleiman, 2003: 174).

El componente clave de la calidad de la gobernanza democrática radica en el buen funcionamiento del Estado. La democracia se ha convertido en un modelo de „buen gobierno‟, pero también los conflictos vienen determinados –como lo hemos dicho- por la escasez de recursos y la fragilidad de sus sistemas legales. De ahí que, en parte, la solución de algunos de esos problemas se vincule al fortalecimiento de las instituciones

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del Estado, haciéndolas económicamente viables para que garanticen los derechos, regulen la resolución de los conflictos y dispongan de mecanismos eficaces de control y distribución del poder.

Los desafíos de la gobernabilidad no sólo provienen de la saturación de demandas sociales, sino de la necesidad de liberarse de las ataduras que le imponen al Estado los poderes fácticos, que limitan la decisión estatal a agendas particulares que pervierten la noción de utilidad pública. Por eso, hay que dar un salto que permita ir más allá de la necesidad de administrar en forma eficiente con el orden preestablecido, y lograr en cambio, que el desarrollo y la modernización empaten en dirección con los fines de la democracia (igualdad de oportunidades, cohesión social y régimen libertades). Es necesario que la preocupación no sea la forma en que se concentra el poder, sino cómo se distribuye éste, promoviendo el bienestar social y la dignidad de las personas.

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