Ganador del I Premio Micromegas de Ciencia Ficción · Cuentos de la Taberna del ciervo blanco de...

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Francisco José Segovia Ramos Viajero de todos los mundos Ganador del I Premio Micromegas de Ciencia Ficción Colección 2099, CIFI EDICIONES IRREVERENTES

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Francisco José Segovia Ramos

Viajero de todos los mundos

Ganador del I Premio Micromegas de Ciencia Ficción

Colección 2099, CIFI

EDICIONES IRREVERENTES

Viajero:Maqueta 20/06/2014 11:02 Página 3

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o parte

de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por

cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su

contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor

De la obra © Francisco José Segovia Ramos

De la edición © Ediciones Irreverentes S.L.

Junio de 2014

http://www.edicionesirreverentes.com/2099/cifi.html

ISBN: 978-84-16107-12-4

Depósito legal: M-16771-2014

Diseño de la colección: Absurda Fábula

Imprime: Cimapress

Impreso en España.

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Con todo mi cariño, a mis hermanos Jorge y Rafa.

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PRÓLOGO

Si alguien no se emocionó en su adolescencia o su primeramadurez con las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, con losCuentos de la Taberna del ciervo blanco de Arthur C.Clarke, o con los cuentos de autores como Stanisław Lem,Isaac Asimov, Philip K. Dick o Damon Knight, lo más pro-bable es que no esté ahora leyendo estas palabras, sinoentrando en la sucursal bancaría en la que trabaja, ponién-dose bien la corbata y dispuesto a soportar otro tedioso día.Viajero de todos los mundos no es un libro para gente quelleva contabilidades y se entretiene contándose las arrugas ylas ojeras, sino un libro que incita a via5jar por mundos, tiem-pos, espacios y por el propio interior, un libro de aventuras, ellibro que quizá le hubiera gustado escribir a Jack London sihubiera tenido la información necesaria sobre nuestro tiempo.

El conjunto de relatos recogidos en Viajero de todos losmundos —con el que Francisco José Segovia Ramos ganó elI Premio Micromegas de Ciencia Ficción—, es una metáforadel espíritu de conocimiento del ser humano. El ansia de irmás allá de lo conocido nos puede llevar a descubrir todoslos futuros posibles, e incluso a vislumbrar qué pasadosalternativos perdimos al tomar una decisión como raza.

Además de ser un claro homenaje a autores de la talla deAsimov, Clarke, Philip K. Dick, Lem, o Bradbury, casitodos, por no decir todos, los relatos de esta antología giranalrededor de las eternas inquietudes humanas —el amor, lavida y la muerte—, enmarcadas en las constantes preguntas de¿quiénes somos?, ¿a dónde vamos? (bueno, eso ya lo teme-mos...), ¿de dónde venimos?

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El futuro —o el pasado, en algunas ocasiones— podrádarnos ocasión de responderlas... o de abrir muchas másinterrogantes. Francisco José Segovia Ramos crea mundosnovedosos que nos llevan a encontrarnos con lo más profundode nosotros mismos.

Nos encontramos con relatos centrados en presentesalternativos, o en futuros próximos muy inquietantes porreconocibles. También hay guiños a la historia y a otras obrasde ciencia ficción, bien en algunos de sus protagonistas, bienen la propia temática que desarrollan. El autor tampoco olvi-da los aspectos tecnológicos que puedan desarrollarse en pró-ximas generaciones, pero siempre los sitúa en un entornosocial que no nos parece tan lejano ni imposible.

Todo el libro está impregnado de esa influencia de losgrandes clásicos del género, a los que Francisco José SegoviaRamos rinde admiración sin fisuras, pero mantiene un estilopropio, directo a veces, poético en otras ocasiones, aunquesiempre capaz de hacernos reflexionar sobre el mundo en elque vivimos, por paradójico que pueda parecer. Y es que, apesar de los robots, de las máquinas bélicas de destrucciónmasiva, de los invasores de otros mundos, de los cerebrospositrónicos, o de las máquinas increíbles, Viajero de todoslos mundos rezuma una ácida y cruda crítica de nuestrasociedad actual.

Así que, viajero de todos los mundos posibles, sube a estanave y piérdete entre ellos. O sigue llorando la tristeza y lamelancolía de una vida gris entre los pequeños hechos cotidia-nos, las pequeñas penas, los pequeños debates, los pequeñospasos firmes hacia la muerte.

MIGUEL ANGEL DE RUS

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EL VIAJERO DE TODOS LOS MUNDOS

Nací con una especial habilidad que me hace único, porquenadie antes la ha poseído o, al menos, no tengo conocimien-to de ello: con el mero pensamiento soy capaz de viajar auniversos paralelos. No sé a qué es debido, y nunca me hepreocupado por averiguarlo después de que me sucedierala primera vez. Lo he asumido con naturalidad, y disfruto—no lo voy a negar— con esas traslaciones en el espacioy el tiempo.

Por ejemplo, no me es difícil imaginar una Tierra similara la nuestra pero con ligeros cambios... o multitud de ellosque la hacen totalmente distinta a la que conocemos. Simple-mente tengo que figurarme una situación, una época, unascaracterísticas determinadas de clima, o una variante en losacontecimientos, concentrarme en ella, y mi cuerpo se trans-forma de una forma aún desconocida para mí. Siento enton-ces que me desfragmento y desaparezco, aunque sé que enrealidad permanezco sentado en mi cómodo sillón, aisladodel entorno que me rodea y ajeno a él, como si estuviera encoma, o muerto. Por eso realizo mis viajes protegido por la pri-vacidad y seguridad de mi piso, y en el confort de mi sala deestar.

Pero, a pesar de ser el hombre que más veces y más lejosha viajado, tanto en el tiempo como en las realidades alterna-tivas, nadie sabe de mis aventuras. Soy un perfecto descono-cido para todo el mundo, y prefiero que siga siendo así: si seconocieran mis capacidades, pronto sería un aislado y vigila-do prisionero de un estado oscurantista y manipulador, quesería capaz incluso de diseccionarme para buscar la causa de

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mi habilidad, para extirpármela y utilizarla en proyectosbélicos inconfesables. Así que me veo obligado a mante-ner mi secreto y disfrutar en soledad de mis exóticos viajes,que no puedo compartir con nadie, y de los que solo quedaconstancia en el diario donde los describo.

Viajo casi por los mismos motivos que lo hacían losrománticos de los siglos XVIII y XIX: el puro placer del descu-brimiento de nuevas culturas y de los remotos pasados, ade-más de los futuros en ciernes o que nunca se cumplirán.Reconozco, sin falsa modestia, que también estoy imbuidode cierto espíritu científico e histórico, y mi inquietud por loque hubiera podido pasar me hace visitar esos mundos para-lelos en los que la historia ha cambiado a raíz de un detalle quepuede parecer insignificante pero que, sin embargo, hace quese pierdan batallas y se hundan imperios, o que los caucescientíficos tomen rumbos inimaginables para nosotros.

He visto un planeta dominado por dinosaurios que se alza-ban sobre sus dos patas traseras y se convertían en inteligen-cias capaces de viajar hasta los confines del universo paracolonizarlo. Y también mundos donde toda la vida había sidoarrasada por una excesiva radiación ultravioleta. Son comola Tierra, muy interesantes para biólogos y geólogos, físicoso astrónomos, aunque no tanto para mí, que solo veo en ellosuna posibilidad abortada y en la que la humanidad está ausen-te, ignoro si para bien o para mal. Me atraen mucho más las tie-rras habitadas por hombres y mujeres, con sus penurias y susvirtudes, sus miserias y sus grandes logros, y cómo sería todosi Jerjes hubiese vencido a los griegos o la Armada de FelipeII hubiera conquistado Inglaterra.

A veces me he encontrado universos donde los androideshabían sustituido al hombre como inteligencia dominante, olugares destruidos por nuestra ambición y falta de escrúpulos.

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Hay futuros desalentadores, y pasados alternativos que hemossido afortunados de no vivir. He sido testigo de naves quepartían rumbo a asentamientos humanos en Ganímedes oCalixto, y he contemplado con horror invasiones extraterres-tres, embarcadas en naves en forma de estrella, provenientesde otros mundos que se cruzaban con el nuestro. ¡Hay tantasposibilidades, y es tan corta la vida para verlas todas...!

De todos mis viajes, solo una vez estuve a punto de coin-cidir con un yo alternativo en otro mundo: un hecho que supo-ne cierto riesgo, porque sospecho que de toparme conmigomismo, las consecuencias serían funestas para mí.

Me sucedió hace un mes, en una traslación a un presenteparalelo. Tras concentrarme en la hipótesis de una tecnolo-gía desfasada con respecto a nuestra época, me vi a lo lejos,tomando un vetusto ferrocarril y rodeado por innumerablesmedios de prensa. Vestía de blanco inmaculado, y fumabaen pipa, lenta y pausadamente, como los antiguos explora-dores coloniales. Era yo, sin lugar a dudas, salvo por la barba,que en esa realidad me había dejado crecer bastante. El trenpitó tres veces, expulsó una gran voluta de humo negro porsu chimenea, y empezó a mover sus bielas poco a poco, has-ta que alcanzó una velocidad endiablada. Cuando se alejóy sopesé que ya no había peligro de cruzarme con mi yo deesa época, me acerqué hasta la multitud que empezaba adispersarse.

Lo hice embozado con un pañuelo que me cubría partedel rostro y evitaba que pudiese ser confundido con el famo-so viajero del tren por algún avispado transeúnte. Rehuí lamultitud y busqué algún individuo que estuviera solo.

Vi un hombre obeso de tez aceitunada, al que preguntéquién era el personaje al que acaban de despedir. Me respon-dió que se trataba de un aventurero, miembro de una sociedad

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geográfica internacional, que se dirigía al África central conel fin de explorar una zona aún inhóspita y desconocida portodos. Bajo el pañuelo sonreí con orgullo, porque en aquelmundo del siglo XXI —bastante más retrasado que el nuestroen cuestiones de geografía y tecnología, tal como habíasupuesto anteriormente— yo... bueno, mi otro yo, iba a formarparte de su historia.

Quizá, dentro de un año, regrese a ese mundo paralelounos meses después de esa partida en el tren, para saber simi yo de allí consiguió triunfar en su particular exploración,igual que hago yo a diario en mis viajes a los otros mundosposibles e imposibles. Mientras, seguiré trasladándome deun tiempo a otro muy distinto, de un espacio a otro diferente,sin hastiarme, porque los sueños nunca cansan, ni se acaban.Solo finaliza la vida, que sigue siendo muy corta a pesar detodo...

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EL MUNDO PERFECTO DE CAMPBELL

Era el mejor lugar de la galaxia, sin duda alguna. Al menos esoopinaba Mathias Campbell, que se paseaba ufano por un terre-no cubierto de un suave césped de un perfecto color verdeesmeralda. Nadie podía objetarle lo contrario, porque todas lasestaciones eran igual de bonancibles y siempre era primave-ra. Los árboles frutales se extendían hasta donde alcanzabala vista, y los ríos fluían lentamente con sus aguas limpias yfrescas. Un edén hecho realidad.

Llovía con puntualidad cronometrada si era menester, y sino, las nubes desaparecían cada vez que hacía falta que el solcalentase la tierra para que brotaran miles de florecillas. Unabrisa fresca soplaba cuando la temperatura subía apenas unasdécimas, y las olas de un mar calmo rompían armónicamen-te contra las playas de arenas finísimas, componiendo unasinfonía casi perfecta con el viento que bramaba entre losacantilados.

Era, pues, un mundo perfecto, listo para darlo a conoceral resto de la humanidad, se dijo Campbell. Aunque esta no lomereciera, murmuró para sí a continuación. Pero él se sentíasumamente complacido con su obra, y también quería demos-trar su generosidad, a pesar de la incomprensión que habíarecibido hasta entonces.

Cansado por la caminata, se sentó sobre una gran piedraazulada situada junto a unos bellos arbustos repletos de flores.Aspiró el aire puro, como debía ser. Tanto desprecio que habíasufrido a causa de sus teorías y sus proyectos iba a ser devuel-to con un regalo que era, al mismo tiempo, una venganza con-tra sus antiguos detractores. La voluntad lo podía todo, pensó

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mientras sacaba una pitillera dorada de su chaqueta y extraíaun cigarrillo de ella.

Voluntad, y mucho esfuerzo, habría que añadir, porquedespués de haber llamado a la puerta de las grandes multina-cionales, ofreciendo su proyecto a todo el que pensaba podíainteresar, sin que nadie siquiera le recibiese para que lo expu-siera, había decidido ponerlo en práctica con sus propiosmedios.

Lo primero que hizo fue buscar un planeta de pequeñasdimensiones que pudiera servir a sus fines y que no pertene-ciese a ninguna corporación mercantil interestatal. Tras loca-lizarlo y ponerlo a su nombre —como si de una concesiónde mineral del antiguo Oeste americano se tratara—, gastótoda su fortuna en comprar el material de perforación necesa-rio, y en la construcción de un enorme cerebro positrónicodesarrollado a partir de una idea de Isaac Maviso, el grancientífico. Además, había tenido la suerte de que en el pla-neta encontraron algunos yacimientos de minerales precio-sos, con lo que sus planes se relanzaron. «Dios me haayudado», pensó entonces, exultante por los cuantiosos bene-ficios que estaba obteniendo sin habérselo propuesto. Perotal como llegaban se marchaban: en los gastos de material,salarios del personal que trabajaba en la perforación, y en laconstrucción del propio cerebro.

Tras varios meses de excavaciones llegaron hasta elnúcleo frío del planeta. A través del túnel bajaron el cerebrode su invención, y lo instalaron conforme a sus detalladasinstrucciones. Después de que todo estuviese a punto, despi-dió a todo el personal, porque no quería testigos de lo que ibaa suceder a continuación. Una vez solo, cuando la última navese perdió en el firmamento, Campbell activó el sofisticadoaparato.

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Hasta el mismo momento de su puesta en marcha el mun-do había sido estéril —aunque no vacío de riquezas—, pero apartir de entonces, el cerebro comenzó a interactuar con suentorno, como Campbell había previsto, cambiándolo en unasuerte de terraformación acelerada sin participación humana.

Ahora, ese mismo cerebro que residía en las entrañas delplaneta controlaba hasta la última brizna de yerba. Todo habíasucedido en apenas diez años, en los que todo se había desarro-llado a mucha velocidad, incluidas las especies animales yvegetales, cuyas estructuras genéticas habían sido incluidas enel gran cerebro. Hoy era la primera vez que lo visitaba desdeaquel primer día en el que se inició todo.

Era un mundo independiente, autónomo, completamentevivo y, por tanto, perfecto. Como siempre quiso que fuera.

Dio una bocanada al pitillo, lo apagó contra la roca y loarrojó al suelo. Casi de inmediato, escuchó un movimiento asu espalda. Pensó que se trataría de algún animalito inofensi-vo; quizá una ardilla, o un gorrión que picoteaba entre la yer-ba. Sin embargo, lo que descubrió ante él lo dejó atónito,aunque solo por un breve segundo.

En un mundo tan perfecto, al pobre Mathias Campbell nodebería haberle sorprendido que una enorme planta carnívo-ra, de hojas azuladas y alargadas como brazos de calamar,creada ex profeso por el cerebro del planeta, apareciese tras ély lo devorase por completo: a fin de cuentas, Campbell noera para su creación sino un virus extraño que podía contami-narlo todo...

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EL LUZ ROJA

Llevábamos más de veinticinco años inmersos en una gue-rra total que se extendía por todo el planeta.

La Tierra estaba dividida en dos bandos irreconciliables, yen las fronteras que los separaban se libraban combates viru-lentos, donde se alternaban victorias y derrotas, sin que ningu-na fuera lo bastante decisiva como para zanjar el conflicto deforma favorable para algunos de los contendientes. Tampocoexistía la posibilidad de un alto el fuego, dado que la enemis-tad era irresoluble y nadie contemplaba una alternativa a laguerra que no pasara por la victoria absoluta y total sobre elotro. Se buscaba el exterminio del contrincante, su someti-miento y, por supuesto, el control de todo el planeta. Solo elvencedor obtendría ese premio, aunque solo quedasen las rui-nas de una civilización.

Tras tantos años de combate, nadie confiaba en que aca-bara pronto. Todos pensábamos que la guerra continuaríamuchos años más, dado que ningún bando mostraba señalesde fatiga.

Sin embargo, nuestro alto mando ideó una gran ofensi-va basada en el factor sorpresa: utilizaríamos una nueva ydefinitiva arma que había permanecido en secreto desde quefuera concebida y construida unas semanas atrás en uno de losdepartamentos técnicos ubicados en las llanuras desérticasde nuestra retaguardia.

Con esa arma anulamos sus sistemas electrónicos dedetección. Nuestros bombarderos estratégicos destruyeroncon facilidad las primeras líneas de defensa enemigas, y losblindados Forbes avanzaron en masa disparando sus bombas

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alfa, que anulaban la capacidad de resistencia del enemigo,porque afectaba a sus centros neuronales y los dejaba incapa-citados, cuando no los mataba. Avanzamos cientos de kilóme-tros a través de todas las fronteras enemigas. La victoria estabaa nuestro alcance.

Dos semanas después, a punto de llegar a los arrabalesde la capital del otro bloque, las unidades de vanguardia lle-garon hasta uno de sus aeródromos principales y captura-ron uno de sus aviones estrella: un Luz Roja. Según suspanfletos y sus noticiarios, era su arma más mortífera, aun-que no la habían llegado a utilizar todavía, tal vez porqueno les habíamos dado tiempo para ponerla a punto debido anuestra fulgurante y brutal ofensiva.

Ahora estaba en nuestras manos, y no íbamos a dejar pasarla oportunidad de aprovecharnos de aquella magnífica cap-tura. Con rapidez lo trasladamos hasta la base central, lejos delfrente. Nuestros científicos iban a estudiar en profundidad elLuz Roja, y sus secretos militares pasarían a formar parte denuestro arsenal bélico.

Desde ese día han pasado varios meses. A pesar de lo quepensábamos, la guerra no terminó como ansiábamos. Peoraún: no ha habido vencedores, y dudo que haya siquierasupervivientes.

Estoy en un refugio subterráneo situado en las inmediacio-nes de Gran Capital. Suponíamos que aquí estaríamos a sal-vo, pero nos equivocamos. Mis manos ya casi no puedenescribir en el miniordenador las últimas anotaciones sobreuna guerra absurda que nos ha abocado finalmente a la destruc-ción completa. Mis compañeros no pueden ayudarme: yacena mi alrededor, muertos o moribundos, como la mayoría de la

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población de la Tierra. Ni siquiera nuestros líderes están asalvo. La muerte no hace distingos a la hora de su siniestrarecolección.

Nosotros nos creíamos en poder del arma definitiva, quedejaba «ciegos» los detectores enemigos, pero en realidad latenía el adversario. El Luz Roja no era sino una trampa, uncaballo de Troya: el último recurso de la desesperación deun contrincante que se sabía derrotado y sin porvenir, y queprefirió el exterminio total a la rendición sin condiciones...quizá como nosotros mismos hubiésemos hecho en su lugar.Todo el aparato estaba radiado con un mortífero virus que seactivó y expandió con rapidez poco después de que abriéramosla portezuela de acceso a la nave. Y, a pesar de todos los inten-tos, y de haber interrogado a sus creadores, contra ese virus nohay vacuna posible, ni medios que impidan su expansión.

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ETERNO COMO UN SEGUNDO

Al principio me negué a aceptarlo tozudamente, hasta que la rea-lidad no me ha dejado lugar a dudas. Asumo que cometimosun fallo y, por consiguiente, la máquina que construimos nosirve para nada. Pero ya es demasiado tarde para rectificar.

La idea surgió del equipo que formábamos el matemáticoAndreu Ferrán, el físico Miguel Serraola, y yo mismo, JordiOleguer, que era el ingeniero del grupo. Los tres aspirába-mos a crear lo que la imaginación del hombre había perge-ñado en la literatura y el cine desde hacía muchos años: unamáquina del tiempo. Por supuesto, no pensábamos en unasimilar a la de la película del mismo título, ni recrear las aven-turas de su protagonista en un futuro lleno de morlocks 1 queWells describiera en el siglo XIX. Éramos mucho más pragmá-ticos, y lo que pretendíamos era viajar unos segundos hacia elfuturo, y también hacia el pasado, para demostrar simplemen-te que era posible trasladarse en el tiempo. Después, cuandotodo estuviera más desarrollado y controlado, habría lugar devalorar las consecuencias de ese viaje temporal.

Lo que más temíamos eran las posibles «interferencias»que podrían producirse. Lo que Miguel Serraola llamaba con-tinuamente «paradojas espacio-temporales»:

—Si viajamos a un pasado reciente —argumentaba—,podríamos encontrarnos con nosotros mismos. En tal caso,deberíamos evitar por todos los medios esa posibilidad porque,si nos topamos con nosotros en el pasado, ¿no sería lógico

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1- Personajes que aparecen en el libro «La máquina del tiempo», de H. G. Wells,1895.

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que lo recordáramos en el presente? Y si eso ocurriese, cam-biaría nuestro futuro, o sea, nuestro propio presente, el deahora. ¡Y nada sería igual!

—Confieso que tus explicaciones siempre terminan dán-dome dolor de cabeza —le contestaba yo casi siempre.

Andreu Ferrer, como buen matemático, se aislaba de esasconversaciones y se sumergía en sus fórmulas, más preocupa-do en llevar a buen fin la construcción de la máquina que enescuchar hipotéticas posibilidades de algo que todavía estabaen proyecto y que, quizá, fuera hasta inviable.

Por supuesto, el plan era un secreto de los tres; ni siquierahabíamos confesado a nuestras familias su existencia. Cuan-do nos preguntaban por el tipo de investigación que realizába-mos en uno de los talleres de la universidad, respondíamos queestábamos trabajando en un prototipo de propulsor para aero-naves. Todos nos habíamos puesto de acuerdo en decir lomismo y mantener idéntica coartada. Si lo conseguíamos, yahabría tiempo para anunciar nuestro éxito a todo el mundo, ysi fracasábamos... solo nos quedaría el amargo sabor de laderrota, que no compartiríamos con nadie.

Los primeros meses tuvimos muchos contratiempos, yhubo momentos en los que pareció que no conseguiríamosnada. Pero a base de tesón y esfuerzo un buen día logramos unpequeño triunfo.

Del aparato principal teníamos un pequeño modelo a esca-la, con todos los artilugios de aquel, y con la misma funciona-lidad también. En él realizábamos las pruebas, y en élhacíamos las modificaciones que posteriormente —si eranválidas— trasladábamos al modelo real. Un día decidimosque estaba todo preparado para realizar el primer ensayo. Noscitamos para esa tarde, nerviosos pero ansiosos por probarnuestro invento... Primero lo íbamos a realizar en el modelo

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a escala. Mientras Andreu y yo estábamos atareados en eltaller preparándolo todo, apareció Miguel Serraola con unajaula en la que había un par de ratones blancos.

—¿Dónde vas con eso? —le preguntó Andreu, fruncien-do el ceño.

—Las he cogido del laboratorio de ciencias —respondióMiguel—. Nos pueden servir para hacer las pruebas.

—Sabes que no me gusta experimentar con animales —lerecriminé—. No lo creo justo, ni ético.

Me sentía molesto porque Miguel hubiese tomado aque-lla decisión sin consultar con los demás.

—No les pasará nada —comentó sonriente—. De hecho,van a vivir una aventura única en su especie —terminó, colo-cando la jaula cerca del modelo a escala de la máquina deltiempo.

—¡Me niego en rotundo a utilizarlas! —grité, refiriéndo-me a los ratones.

Andreu intervino para pedirnos calma, consciente de queuna minucia como aquella podía dar al traste con la confian-za que había entre nosotros.

—Entiendo tu postura, Jordi, pero conocemos bien aMiguel y sé que está completamente seguro de que los rato-nes no van a sufrir daño alguno. De hecho, las pruebas quehemos realizado no indican que se vayan a producir descargaseléctricas, ni fenómenos que puedan causar daño a la perso-na... o al animal, que pongamos en la cápsula del tiempo.

Yo seguía sin estar convencido del todo, pero me di cuen-ta de que mi intransigencia era exagerada. Quizá Miguel teníarazón y yo me había excedido.

—Bien, hagamos esa prueba —dije ya más tranquilo—.Pero a la más mínima duda, desconectamos el aparato y saca-mos al ratón de la cápsula —exigí.

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—De acuerdo, Jordi —respondió Miguel—. No pasaránada, confía en mí.

Nos estrechamos las manos y dimos por zanjado el asun-to. Andreu había preparado el modelo de la máquina —quereposaba sobre la alargada mesa de trabajo—, programándo-la para viajar dos minutos hacia el futuro. Introdujo despuésen la cápsula a uno de los roedores. El animal olisqueaba elaire, nervioso, y miraba con sus ojillos rojos a través de lasventanillas de su receptáculo, ajeno a lo que estaba por aconte-cer. Ignoraba su extraordinario destino, y que nosotros seríamostestigos privilegiados de su traslación.

—Todo a punto —dijo cuando finalizó los preparativos.Miguel se aproximó a la máquina y pulsó el interruptor. La

batería autónoma que poseía se puso en marcha. Al principio nopasó nada, solo escuchábamos el rumor del pequeño motor,pero al cabo de unos segundos la máquina comenzó a difumi-narse, a volverse borrosa... hasta desaparecer por completo.

—¡Está viajando! —anuncié, aunque era una obviedad.—Un minuto cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y

dos... —Miguel estaba mirando su reloj, y contaba en vozalta el tiempo que hacía que había desaparecido la cápsuladel tiempo— cincuenta y siete, cincuenta y ocho...

Teníamos la vista fija en el vacío que había dejado lamáquina del tiempo, y ahora empezamos a ver una manchaal principio, que se fue definiendo más y más, hasta que lamáquina del tiempo volvió a aparecer por completo sobrela mesa. Pero durante unos breves momentos «parpadeó».Quiero decir: estuvo y no estuvo, como la luz de un tubofluorescente cuando está recién encendido. Afortunadamen-te solo duró unos pocos segundos, y luego todo volvió a lanormalidad: la máquina había vuelto a aparecer justo dosminutos después en el tiempo.

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Apagué el aparato y saqué al ratón de la cápsula. La mirédetenidamente, olvidado de todo lo demás; mientras, Miguelcogía el aparato y lo cambiaba de sitio.

—Está en buen estado —dije, y la deposité en la jaula,junto a su compañero.

—Y la máquina del tiempo no tiene desperfecto alguno—añadió Andreu, mientras escrutaba el artefacto hasta ensus más mínimos detalles.

—¡La máquina del tiempo funciona! —exclamé, al perca-tarme del éxito que habíamos tenido.

—Al menos el modelo a escala funciona —indicó acerta-damente Miguel Serraola, atónito ante lo que habíamos vis-to—. Ahora habrá que hacer pruebas con la máquina a tamañoreal. Porque sabemos que desaparece durante el tiempo quemarcamos, pero no que ha viajado al futuro. Eso solo lopodremos comprobar con un ser humano, y todavía es muyarriesgado, a pesar de lo que hemos visto.

—Pero debemos probarla ahora —solicité vehementemente.Yo no quería dejar pasar más tiempo antes de viajar en

aquella máquina. Habían sido muchos meses de trabajo yesfuerzo como para esperar un día más, o una hora siquiera.

—Ten en cuenta ese ligero parpadeo que hemos percibi-do en el regreso de la máquina —comentó Andreu—. Hayque comprobar que no se produzcan de nuevo.

—Ha debido de ser una falla de energía de la batería—repuse—. Tened en cuenta que es pequeña y que tiene pocacapacidad, aparte de que llevaba el peso extra del ratón. Nosucede lo mismo con nuestra máquina a tamaño real. Seguroque todo saldrá bien. Debemos hacerlo ahora. Programad lamáquina para enviarme unos minutos al futuro y hacedme regre-sar enseguida a este mismo momento, y podremos confirmarnuestro éxito.

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