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Cátedra de Artes N° 11 (2012): 13-30 • ISSN 0718-2759 © Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile “Antígona”, de Gabriela Mistral, y los brotes gemelos de la memoria y el olvido 1 Gabriela Mistral’s “Antígona” and the Twin Buds of Memory and Forgetting Catherine Boyle King’s College London, Inglaterra [email protected] Resumen Este trabajo propone una relectura del poema “Antígona”, de Gabriela Mistral. En su desarrollo, el trabajo analiza la manera en que el personaje mítico es utilizado en la escritura de Mistral como un signo que, por su complejidad semiótica, permite enunciar la posición de exilio de una subje- tividad femenina que impugna las normas de la cultura patriarcal chilena. PALABRAS CLAVE: Gabriela-Mistral, Antígona-mito, memoria/ olvido, poesía-chilena. Abstract In this essay, I trace a re-reading on Gabriela Mistral’s “Antígona”. I argue that Mistral’s writing uses Antigonas figure as a complex poetic sign that express an (un) confortable possition of exile. Exile is the “existencial” place whre Chilean society relegates subjectivities that reject the patriarchal and authoritarian discipline. KEYWORDS: Gabriela-Mistral, Antigone-Myth, Memory/ Forgetting, Chilean Poetry 1 Artículo inédito, traducido del inglés por Rodrigo del Río.

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Cátedra de Artes N° 11 (2012): 13-30 • ISSN 0718-2759© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

“Antígona”, de Gabriela Mistral, y los brotes gemelos de la memoria y el olvido1

Gabriela Mistral’s “Antígona” and the Twin Buds of Memory and Forgetting

Catherine BoyleKing’s College London, Inglaterra

[email protected]

Resumen

Este trabajo propone una relectura del poema “Antígona”, de Gabriela Mistral. En su desarrollo, el trabajo analiza la manera en que el personaje mítico es utilizado en la escritura de Mistral como un signo que, por su complejidad semiótica, permite enunciar la posición de exilio de una subje-tividad femenina que impugna las normas de la cultura patriarcal chilena. PAlAbrAs clAve: Gabriela-Mistral, Antígona-mito, memoria/ olvido, poesía-chilena.

Abstract

In this essay, I trace a re-reading on Gabriela Mistral’s “Antígona”. I argue that Mistral ’s writing uses Antigonas figure as a complex poetic sign that express an (un) confortable possition of exile. Exile is the “existencial” place whre Chilean society relegates subjectivities that reject the patriarchal and authoritarian discipline.Keywords: Gabriela-Mistral, Antigone-Myth, Memory/ Forgetting, Chilean Poetry

1 Artículo inédito, traducido del inglés por Rodrigo del Río.

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Antígona

1 Me conocía el Ágora, la fuenteDircea y hasta el mismo olivo sacro, no la ruta de polvo y de pedrisco ni el cielo helado que muerde la nuca

5 y befa el rostro de los perseguidos.Y ahora el viento que huele a pesebres, a sudor y a resuello de ganados, es el amante que bate mi cuello y ofende mis espaldas con su grito.

10 Iban en el estío a desposarme, iba mi pecho a amamantar gemelos como Cástor y Pólux, y mi carne iba a entrar en el templo triplicada y a dar al dios los himnos y la ofrenda.

15 Yo era Antígona, brote de Edipo, y Edipo era la gloria de la Grecia.Caminamos los tres: el blanquecino y una caña cascada que lo afirma por apartarle el alacrán... la víbora,

20 y el filudo pedrisco por cubrirle los gestos de las rocas malhadadas.Viejo Rey, donde ya no puedas háblame. Voy a acabar por despojarte un pino y hacerte lecho de esas hierbas locas.

25 Olvida, olvida, olvida, Padre y Rey: los dioses dan, como flores mellizas, poder y ruina, memoria y olvido. Si no logras dormir, puedo cargarte el cuerpo nuevo que llevas ahora

30 y parece de infante malhadado. Duerme, sí, duerme, duerme, duerme, viejo Edipo, y no cobres el día ni la noche.

El legado de Cassandra

“Antígona”, de Gabriela Mistral, es parte de la serie de poemas “Locas muje-res”, escritos entre 1938 y 1954, y compilados en su último libro publicado: Lagar (1954). Los poemas residuales –no publicados en Lagar– fueron reunidos por Pedro Pablo Zegers y Ana María Cunero en el volumen póstumo Lagar II (1991).

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Allí, junto a “Antígona”, aparecen los poemas “La contadora”, “Madre bisoja”, “La que camina”, “La otra”, además de “Electra en la niebla”, “Clitemnestra” y “Casandra”. Todas estas locas mujeres están en estado de flujo, frecuentemente deambulando y “en la ruta”, en posiciones liminares a través de las que habitan una serie de estados, experiencias y reinos sobre los que pueden, generalmente, ejercitar solo un control arbitrario y, en ocasiones, desesperado. Palma Guillén (1992) llama a los poemas “retratos de la poeta misma”, donde “describe con minuciosa lucidez todos los estados de ánimo por los que fue pasando después de la muerte del último de los suyos” (xxxvi) –Guillén se refiere aquí al amado sobrino de Mistral, su hijo adoptivo Juan Manuel Godoy, quien se suicidó en Brasil en 1943. Guillén cita, de paso, a Margot Arce de Vásquez, quien llama a Mistral “esta Antígona entregada apasionadamente a un rito funeral” (xxxvi). En una lectura como esta, que identifica explícitamente a Mistral con el personaje mítico, la figura de Antígona se convierte en un concepto que permite leer todos los poemas de la serie y, de paso, invita a hilvanar una interpretación biográfica.

La crítica feminista Kemy Oyarzún (1998) distingue un estatuto “heráldico” de Mistral que mistifica tanto su trabajo de escritura como su propia figura. Sugiere que el estudio de la genealogía de Mistral nos permite “rastrear signifi-cativas diferencias socio-culturales o trazar una breve pero intensa panorámica de la crítica literaria de nuestro país, precisamente en base al heterogéneo mapa de las lecturas sobre Mistral” (“Genealogías”). Entrar en la interpretación de la Antígona de Mistral implica la negociación de dos figuras icónicas, sujetas a múltiples –y agudamente controversiales– lecturas historizadas. Entonces, mientras Mistral no representa, como veremos, una Antígona “entregada apa-sionadamente a un rito funeral”, sí sitúa a la heroína en un sitio de prolongado duelo por un pasado al que solo se puede acceder a través de los signos de un futuro perdido, de una comunidad perdida y de un hogar perdido. O, si prefiere, por la inminente muerte de Edipo, su padre/ hermano/ rey. Mientras que leer el poema como la expresión de una Mistral-cum-Antígona “entregada apasio-nadamente a un rito funeral” resulta demasiado reduccionista, sí nos alerta del rol de un prolongado y complejo conjunto de circunstancias personales en su poesía que sobrevuelan el paisaje de esta Antígona. Es a través de este duelo que Mistral crea una ruta para una lectura radical acerca del largo destierro de la heroína tras los muros de su ciudad natal. En este sentido, es casi imposible no dejarse influenciar por la biografía de Mistral.

“Antígona”, de Gabriela Mistral, no es la Antígona que hemos llegado a conocer en la obra epónima. Más bien, pertenece a Edipo en Colono, de Sófocles: la joven niña que, exiliada con su padre, lo guía, ciego y vagabundo, en su vida de largo y duro deambular. A través del destino de Edipo, ella es exiliada de la ciudad-estado, expulsada hacia el aislamiento, la invisibilidad y la violencia. Emplazada –si se quiere– a existir en un periodo suspendido de no-ser. La he-roica Antígona de la obstinada fuerza de voluntad y fe que dará a su hermano un apropiado entierro fúnebre a costa de su vida está todavía por venir. Pero

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sabemos que habita esta Antígona, pues conocemos sus obras. De esta manera, Mistral hace eco de la propia cronología de Sófocles en la que Edipo en Colono viene después de Antígona.

Este gesto consciente permite a la poeta evocar tanto la memoria como la ignorancia de la fatal intervención de Antígona en el periodo siguiente de la muerte de sus hermanos en guerra, maldecidos dos veces por Edipo. Como Judith Butler (2000) reconoce, Antígona existe “entre la vida y la muerte, está ya viviendo en la tumba, antes de cualquier exilio allí” (77). La figura de An-tígona siempre invocará ese crimen y como lectores buscamos en el poema el más reconocible de los signos, mientras Mistral nos entrega a una Antígona cuyo destino es “no tener una vida para vivir, ser condenada a muerte antes de cualquier posibilidad de vida” (23).

Lo que el poema representa, en este nivel, es bastante simple: Antígona en la ruta pedregosa, rememorando su ciudad y su futuro prometido, que ha sido reemplazado por la cruda y severa vida de los “perseguidos”. Antígona cela y guía a su padre, cuidándolo como lo haría con un infante, encontrando lo que la ruta ofrece para refugiarse y reconfortándolo, buscando mitigar su tormento, arrullándolo hasta que duerma como un niño, protegiéndolo como una madre [motheringhim] así como asistiéndolo como una amorosa hija.

El lenguaje evoca poderosamente un mundo mistraliano de mujeres que han perdido la posibilidad de consumar los más simples sueños. Mujeres destinadas a vivir futuros sin controversia. Mujeres, por eso, exiliadas desde (o, a veces, dentro de) las estructuras sociales tradicionales de la condición de mujer. Este es un gesto mistraliano que está en el corazón de su más famoso poema, “Todas íbamos a ser reinas”, texto que relaciona las extraviadas vidas soñadas de cuatro amigas, cuyos “reinos” les son sucesivamente negados a través de la pérdida de amor, de los cuidados en esterilidad de los hijos de otras gentes, de un perpetuo deambular en la búsqueda del amor. Sin embargo, para Lucila (siendo Lucila el nombre “cristiano” dado a Mistral en su nacimiento) un “reino de verdad” se encuentra en su diálogo “a río, a montaña y cañaveral”, un reino que está localizado “en las lunas de la locura” (Mistral 153).

Hacia el final del poema, Mistral propone la imagen de futuras niñas buscando sus reinos en el presente y en el futuro. Si el destino de estas niñas permanecerá en omisión durante sus vidas, entonces Mistral creará una cons-tante influencia entre el pasado y el futuro donde no hay aún certeza de que los sueños repetidos entrarán finalmente en un momento que permitirá su cumplimiento. De esta manera, esta representación de Antígona pone en tela de juicio una serie de cruces que evocan la más persistente poesía de Mistral, la de la multiplicidad de la experiencia femenina y su contrario, en las falazmente inmutables, vinculantes e inflexibles estructuras sociales.

En su reescritura poética de Antígona, Mistral parece acudir a los textos originales de Sófocles. De ahí que sus versos –merced a un juego de citas, a veces, invisibles– consigan el desentrañamiento de las complejidades del personaje

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mítico: Antígona. A través de estos juegos intertextuales, Mistral revelará la po-derosa trama de fuerzas autoritarias y destructivas a las que está atada Antígona. Será esta trama de fuerzas el objeto al que se opondrá la escritura mistraliana.

Consecuentemente, Mistral distrae nuestra mirada de la Antígona más reconocible. Nos lleva, en cambio, a un diálogo con la complejidad de la trilo-gía de Sófocles. Y, desde allí, se apropia del signo Antígona para aproximarlo hacia su propia experiencia. Instalada ya en el presente, la Antígona de Mistral acentúa, entre otras características, su lenguaje del exilio, del deambular y de la lamentación. Asimismo, releva el carácter ingobernable de Antígona, siempre reacio a las representaciones totalizadoras.

El poema –en definitiva– propone una pregunta: ¿cómo impacta la inser-ción poética de un personaje mítico como Antígona –signo de una agencia extraña, extranjera e ingobernable– en un Estado, como el chileno, donde las estructuras normativas de la condición de la mujer han tendido a la represión de su subjetividad?

En “País de la ausencia” (Tala, 1938), Mistral narra la construcción de un tipo de patria virtual, creada de “cosas que no son país”, “de lo que era mío / y se fue de mí” (15). La hablante del poema de Mistral ha perdido el paisaje familiar y, con él, su lugar de entierro: “y en país sin nombre me voy a morir”. Lo efímero, lo intangible, físicamente inatrapable –todo lo que no puede llegar a ser más allá de su conjura– se vuelve en elementos desde los que el país de la ausencia es recreado. Exilio, vagabundaje, desarraigo, ser “descastada” (de Arrigoitia 267): estos son todos elementos centrales para la experiencia de Mistral, además de hechos bien conocidos de su biografía. La relación con la exiliada Antígona de Mistral es, por tanto, bastante evidente.

Su primer exilio fue en 1918, desde su natal Valle del Elqui hacia la ciudad más austral del mundo, Punta Arenas, por sugerencia de Pedro Aguirre Cerda, entonces Ministro de Justicia y Educación y, luego, Presidente de la República (1938-1941). Su rol fue, entonces, “ayudar en la chilenización de un territorio donde el extranjero superabundaba” (Tagle Domínguez 324). El rol normal para la mujer chilena en el proceso de chilenización era, por supuesto, producir niños para poblar la tierra. Pero Mistral entra a este proceso a través de la esfera pública, no la privada, en el rol intermedio que le otorga su trabajo de maestra de escuela.

En su primer libro de poesía, Desolación (1922), es notable leer sobre el sen-tido de alienación en un paisaje inhóspito que ella, con dolor, reconocía como su propio país, y donde las cadencias de la lengua materna estaban ausentes:

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto vienen de tierras donde no están los que son míos;

sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

Y la interrogación que sube a mi garganta

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al mirarlos pasar, me desciende, vencida: hablan extrañas lenguas y no la conmovida

lengua que en tierras de oro mi pobre madre canta. (40)

Luego de ocupar una serie de cargos relacionados con la educación, Mistral aceptó una invitación (1922) del gobierno mexicano, extendida por el Ministro de Educación Pública, José Vasconcelos, para trabajar en el proceso de reforma educacional –uno de los ejes más importantes del gobierno postrevolucionario. Este fue el comienzo de su exilio de por vida de Chile, país al que retornará solo tres veces (1925, 1938 y 1954). A su partida de México (1924), pasó su vida en calidad de cónsul honorario, viviendo de su pensión de maestra (después de haberse retirado en 1925 a la edad de 36 años y tras 20 años dedicada a la enseñanza), de su trabajo periodístico y, luego, de un puesto de cónsul per vita (desde 1935). Su historia de vida ofrece un vertiginoso itinerario de interminable movimiento a través de Europa, los Estados Unidos y Latinoamérica (Guillén xl- xlviii). Durante este tiempo trabajó sin cesar en promover a Chile y Latinoa-mérica, trabajando junto con la UNESCO, en favor de aquellos desterrados por la Guerra Civil Española (1936-39) y la Segunda Guerra Mundial. En 1945, Gabriela Mistral se convirtió en el primer Nobel en literatura laureado después de la guerra; también, la primera latinoamericana.

Este sucinto relato de sus exilios está proyectado para resaltar un prolongado estado de exilio. Uno que es tanto voluntario como también resultado de una di-ficultosa relación con su identidad y su rol dentro de Chile. Frecuentemente, con la lectura de una nueva versión de figuras clásicas, podemos ver un evento espe-cífico que puede guiarnos al entendimiento de enfoques nacidos de experiencias, muchas veces, extremas. Nuestra primera aproximación a la Antígona de Mistral parece obscura y oblicua, pero leída sobre la realidad de la prolongada ausencia de Mistral de su país, que es icónica y problemática en sí misma, somos atraídos a una voz en movimiento, en la ruta, siempre repitiendo el acto de llegar y partir; una voz lírica en fuga, para hacer eco de la formulación mistraliana. En esta lectura yace un eco del propio entendimiento de Mistral respecto de la biografía como la forma que “contiene mayor suma de vida humana, como si dijéramos, más esencia de hombre” (de Arrigoitia 195). Lo importante es señalar que la tensión entre su historia de vida, su escritura y un gran número de diferentes lecturas historizadas de su obra nos fuerza a una real complejidad, constituida en parte por el modo en que su voz ingresa en lo público, que es tanto escuchada como no escuchada, silenciada y loada. Pues ella no ocupó el mismo lugar que su compatriota y luego ganador del Premio Nobel (1971), Pablo Neruda, que escribe para y desde el léxico reconocible y la estructura de su comunidad nativa, un “pueblo al que el poeta sabe que pertenece” (Coddou 124), y quien escribió cada vez más desde una reconocible posición política monolítica.

A través de la correspondencia de Gabriela Mistral con grandes figuras chilenas, hay un angustioso reclamo por el reconocimiento de las precarias

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circunstancias en las que ella se encuentra. Constantemente se esfuerza por subrayar la dignidad, el profesionalismo, la integridad; no obstante, sus recla-mos son intensamente marcados por la humillación –síntoma persistente de una subjetividad forzada a nombrar su pobreza, su género, su falta de acceso a los privilegios, su carencia de derechos y su siempre mal remunerado esta-tus público. Su correspondencia da acceso también a las versiones de lo que ella experimenta como eventos profundamente traumáticos: una temprana y mortificante acusación de robo, las continuas acusaciones de pregonar ideas ateas y socialistas y la falta de credenciales académicas que le enrostran sus detractores. Pero su entrada a la sociedad letrada es, pese a todo, temprana. Ha de recordarse que el sufragio femenino cabal aún no se había ganado en Chile en 1949. Así, pues, cuando Mistral fue galardonada con el Premio Nobel, no tenía derecho a voto. Esta contradicción entre la figura mundial y el individuo marginado ejemplifica una tensión central en su experiencia, y es esto lo que crea el espacio para sus interpretaciones poéticas de figuras femeninas –por ejemplo Antígona– que se mueven entre lo intensamente subjetivo y lo transformador, y transgresivamente público.

La Antígona de Mistral nace de la propia realidad de la poeta como una forastera a lo largo de su vida; esto es, de un estado más que como una reflexión de cualquier particular momento socio-histórico. Es, sin embargo, un estado que está cruzado por los horrores humanos de las guerras europeas del siglo XX. Randall Couch (2008) repara en una carta de 1952, en la que Mistral escribe: “He estado sumergida, por dos meses, en el Teatro griego y hay ahora unos comentos de la ‘Electra’, la ‘Clitemnestra’ y otros bultos más. Esta lectura repasada junto a la situación de Europa, me han cargado de pesimismo y de una súper melancolía” (cursivas en el original). El crítico Luis de Arrigoitia llama a Mistral “un tipo de Casandra” en dos ocasiones: primero, cuando ella advierte a los latinoamericanos los peligros que implica seguir ciegamente modelos europeos de modernización y progreso (141) y, luego, cuando, en su “Recados”, llama la atención sobre la inminente catástrofe en Europa: “. . .desde la orilla europea del Atlántico, primero, luego desde Brasil, y siempre para la América, lanza gritos de alarma, presintiendo el mal que se avecina, la inminente miseria de la guerra” (295). La tensión aquí señalada está en el corazón del espacio ins-crito en la Antígona de Mistral; su constante entrada en los debates nacionales e internacionales desde la voz de Casandra justifica la manida pregunta: ¿qué hubiese sucedido si se hubiese prestado atención a sus palabras?

En defensa de “imágenes en fuga”

Randall Couch, al comentar la traducción de Locas mujeres, discute las ma-neras en las que ciertas imágenes emergen en el tiempo con gran frecuencia, funcionando “para sostener, ironizar o desarmar el discurso transgresivo” (20). Así, plantea que esta estrategia retórica permite al lector participar en lo pro-

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hibido y, de este modo, “abre un espacio para la crítica cultural” (20). Es esta iniciación en su lenguaje repetido –frecuentemente denotando incapacidad de expresión– y la entrada de Mistral en este espacio de lo prohibido lo que abre los poemas como deliberaciones sobre los espacios sociales disponibles a las mu-jeres “sanas”. Y, por lógica consecuencia, estas deliberaciones poéticas permiten reconocer el espacio desde el que las propias mujeres son excluidas y calificadas de “locas”. Estas locas mujeres son definidas por su incansable carácter de estar más allá, por su posición como forasteras, como extranjeras, por su vagabundaje y errancia, y por la búsqueda de un siempre elusivo hogar o patria. Ellas adoptan el lenguaje, a veces, de maneras brutales mientras batallan por expresar lo que no han oído hablar aún alrededor de ellas, lo que está más allá de las estructuras conocidas y establecidas del poder y la sociedad. Su experiencia en las estruc-turas de sentimiento establecidas, que están en fuga desde “lo fijado y explícito y lo conocido” es vivida enteramente como “la personal, está aquí, ahora, viva, subjetividad activa” (Williams 128). El lenguaje mistraliano puede sostener el potencial para la acción, pero el hecho de estar en el límite de lo que Raymond Williams llama “disponibilidad semántica” (134) implica que su articulación permanece en “una fase embrionaria antes de que pueda convertirse en un in-tercambio completamente articulado y definido” (131). En este mundo poético de mujeres en extrema subjetividad, es la intensa inmediatez de la experiencia aquello que define su “locura” –estado cuya expresión lingüística es construida usando un lenguaje familiar y volviéndolo extraño y desconocido. Este es el lenguaje que en “una palabra” es tan potencialmente peligroso, tan destructivo que es mejor mantenerlo “en su garganta” y, si alguna vez se lo lanza fuera por un “estallido de sangre”, estaría mejor “enterrado”, como un gesto protector hacia otras mujeres, esas mujeres que cargan con las tareas milenarias adscritas a ellas (Mistral 218). Y estas tareas son, por supuesto, tanto “honorables” como “escla-vizantes”. Cada poema en “Locas mujeres” representa un momento dramático, lleno de potencial o impulso hacia el cambio, pero cada uno también pone en escena la intensa certeza de la suspensión en ese momento, donde el abandono o el siguiente paso es todavía implícito e incumplido, o semánticamente liminal. Es esta suspensión en un momento dramático de liminalidad lo que define la “Antígona” de Mistral. Pues Gabriela Mistral no nos ofrece una heroína, o no al menos una reconocible: lo que ofrece es un momento dramático que energiza el peligroso potencial de realización de la jornada de las “locas mujeres” de la trilogía de Sófocles, a través de una serie de referencias e “imágenes almacenadas” que resonarán más allá de los confines del poema, como una “caja de resonancia intertextual” (Rojo, “Summa”).

El poema está organizado mediante una reconocible intertextualidad, en diálogo constante con la Antígona de Edipo en Colono. No obstante, si leemos “Antígona” en diálogo con la trilogía de Sófocles vemos que Mistral evoca un número de etapas claves en el viaje al que Antígona es compelida a emprender, de la gloria pasada a su nacimiento, a su menoscabado estado en el presente y

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hacia delante –o hacia atrás– de la anticipación de su propio fin. La evocación de apertura de Mistral de la “Fuente dircea”, del “olivo sacro”, del Ágora, mientras obviamente se remonta a un paisaje cultural y socialmente reconocible (que, como Randall Couch nota, podría igualmente equivaler al Valle del Elqui), ya anticipa su ulterior dilema, “traer hacia el futuro lo que ya ha sucedido” (Butler 61). Las imágenes –de la Fuente Dircea, el bosque sagrado de Tebas– a través del eco por el que Mistral evoca los marcadores del hogar de Antígona, refieren a la estructura de poder de una ciudad-estado en los que su acción puede ser localizada y entendida, y señalan una prolongada falta de contacto con tales referentes geográficos y culturales. Además, también remarcan la expulsión y una presente falta de interlocutores humanos. Más bien, ella está bajo el asalto de los crudos elementos naturales, donde las únicas voces son gritos e insultos inarticulados y donde el viento, su único amante, es un constante agresor. El impacto brutal de esta experiencia será leído, en su desafiante retorno a Tebas, como absorbido en su ser, según declara Creonte haciendo frente a su desafío: “Todavía los mismos duros vientos, las salvajes pasiones / rabiando a través de la niña” (106).

Esta Antígona ha sido despojada de su condición de mujer, así como de la promesa futura de esta condición, ausencias presentes y futuras, definidas por el matrimonio perdido y su abandonado sueño de dar a luz, nutrir la carne de su carne, la continuación de la línea gloriosa de Edipo. Es una herida social que no pasa inadvertida. Cuando Creonte llega, en Edipo en Colono, a reclamar al viejo rey por Tebas, él agudamente destaca la insignificancia femenina de Antígona, sus prospectos sin esperanza y su madurez para la violencia en este degradado estado:

Querido Dios, nunca soñé que ella se hundiría tan bajo, degradada, indefensa cosa. Siempre cuidando de ti, aplastada por la desolación y pobreza de su vida. Y a su madura edad soltera, observa, un premio para la primera mano ruda. (Edipo en Colono 329)

Es Edipo, por supuesto, y la maldición de Edipo sobre la familia lo que porta la clave para el desarrollo de este drama, y son sus momentos finales los ecos que aquí resuenan. Edipo está siendo tentado para regresar a la polis, pues de él depende la salvación o la ruina de la Tebas de Creonte: el oráculo ha dicho que su “poder descansa” en él (Edipo en Colono 306), que donde sea que él descanse al fin será un lugar protegido por los dioses como retribución final por las for-mas en las que ha sido utilizado por ellos: “elevado a sus pies” para ser redimido cuando se haya convertido en nada. Mistral evoca las etapas finales de la vida de Edipo, aunque no lo manifiesta explícitamente. Edipo, “viejo y quebrado” (Edipo en Colono 284) descrito por Sófocles, ha llegado a la edad final presagiada al resolver el enigma de la Esfinge (“¿Qué camina en cuatro pies, en dos pies, y tres / Pero mientras en más pies va, más débil se torna?” ): Edipo tiene un bastón,

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por lo que camina en tres piernas, débil, y retorna a la proximidad del infante, que camina en cuatro piernas y es el más débil de todos, en lo que Mistral llama su “nuevo cuerpo”, que lo convierte en un “infante malhadado”. Sin embargo, el ser de tres piernas en la configuración de Mistral es un híbrido de Padre, hija y “caña cascada”. El destino inminente de Edipo es anunciado por Mistral en un eco de las primeras escenas de Edipo en Colono, donde Antígona advierte a su padre la “dura roca” (Edipo en Colono 284) en la que se sentará, y Mistral habla del “filudo pedrisco” y las “rocas malhadadas”. La preparación de duros e inclementes lugares de descanso ha sido interminablemente repetida, pero en esta ocasión, pondrá en movimiento el comienzo del final. Mistral sugiere un punto de partida o final en las palabras, “Viejo Rey, donde ya no puedas háblame”, una conocida alusión al hecho de que Edipo ha de ir a su muerte en soledad. En Delfos, ha sido predicho que “mi descanso prometido / después de años a la intemperie sería / donde encuentre las tierras de las grandiosas diosas / y las haga mi hogar” (Edipo en Colono 289). Antígona anuncia a su padre que han llegado a un lugar “rebosante / de laureles, olivos, uvas, y profundamente en su corazón, / escucha… ruiseñores, el susurro de alas / que están quebrando en canto” (284). La descripción evoca la llegada al hogar, a la anhelada riqueza de un paisaje fijo. El bosque es la entrada a las “tierras de las grandiosas diosas”, temidas por algunos como las Furias, hijas de la oscuridad, como vengadoras de lo corrupto, especialmente de aquellos que han hecho mal a sus padres, y tenidas por otros como “las amables, las Euménides” (286), benefactoras y benevolentes. Este es el lugar donde Edipo se convertirá en sujeto de la voluntad absoluta y profecías de los dioses, donde Antígona no puede seguir acompañándolo y donde ella será arrojada a un futuro incierto, dependiente en principio de cómo otros disponen de ella.

Para la Antígona de Mistral no hay llegada alguna al hogar, y esto es lo que la poeta destaca. Nos deja suspendidos con Antígona en su interminable deambular, todavía vigilante del ciego rey, sugiriendo su fin, pero poderosamente insistiendo en la repetida actuación de cuidar al “infante malhadado”. Ella moviliza el poema a los soporíferos ritmos de una canción de cuna, que llama a olvidar y dormir y guía al “infante malhadado” hacia el olvido donde ya no necesita rendirse más al día ni a la noche. Para Mistral, sin embargo, la canción de cuna es una forma que contradice el mito de silencio y pasividad de la madre, y a través de este la madre encuentra una manera de hablarse a sí misma mientras mece al niño “comadreando con él, y por añadidura, con la noche que es cosa viva”. Es un coloquio diurno y nocturno “de la madre con su alma, con su hijo, y con la Gea visible de día y audible de noche” (Mistral 106). En este momento dramático y suspendido de la canción de cuna, Mistral crea una Antígona con un dinamismo dialógico que no es articulado públicamente en palabras descifrables, sino que es sugerido como un lenguaje femenino imbuido en una agencia primordial.

El poema establece a Antígona como un ser liminal, ni impotente hija ni empoderada hermana, en el complejo de relaciones que esos vínculos conjuran.

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Esta es una Antígona que ha sido aquietada, reducida, desplazada, y forzada a la aceptación. Los ecos que Mistral entrega al lector son esos que traen al rol femenino a un espacio indomable, no obstante, sin soltarlo de su espacio mi-lenario dentro de la familia, dentro del que –como en la canción de cuna– hay un diálogo inaudible en desarrollo. Si Mistral nos atrae insistentemente desde la creación de Sófocles, es para llevarnos a una multiplicidad de sentidos, para participar en la interminable fractura de Antígona y del sujeto femenino. De ahí que el teatrista Peter Brook pregunte:

¿Por qué en el gran drama hay un deseo entre los hombres creativos y los inventivos de no inventar? ¿Por qué ponen tan poco esfuerzo en la invención personal? ¿Acaso hay un secreto aquí? Al servir a un patrón preexistente, no es a sí mismo o a su propio sentido lo que el dramaturgo trata de imponer –es algo que está tratando de transmitir. Pero para transmitir propiamente se da cuenta que todo en él –desde sus pericias, sus asociaciones, hasta los profundos secretos de su subconsciente– han de estar potencialmente listos para participar de su actividad, en un rítmico orden, para actuar como carrera. El poeta es un portador, las palabras son portadoras. Por lo que un sentido está atrapado en una red. Las palabras dibujadas en papel son el entramado del poeta (Brook 66).

Al “reinventar” Antígona, Gabriela Mistral, de hecho, atrapa su sentido en su entramado poético, las capas de asociaciones actúan como portadoras de sentido, atrapando lo que Mistral llama “imágenes en fuga” (de Arrigoitia 354). Antígona sirve a la poeta para transmitir una poética más amplia alrededor de la radical escritura de la condición de mujer. Del mismo modo que un número de sus locas mujeres, incluida “La Contadora”, Antígona está “en la ruta”, deambu-lando interminablemente. Esta es la clave para su emplazamiento de Antígona: en un “entramado poético” que atrapa una serie de rastros de asociaciones en orden de liberarlos hacia otro orden, uno que sostiene la largamente excluida posibilidad de renovación, el descubrimiento de términos descifrables “por la innegable experiencia del presente” (Williams 128).

“La Contadora” está destinada, a través del acto de caminar, a levantar “todas las cosas de la tierra” que entonces “se paran y cuchichean / y es su historia lo que cuentan” (103). Incluso más, ella encuentra historias dejadas en el camino, donde está atada a recogerlas “de caída en capullos que son de huellas” (103). Dice que estas historias, halladas como “huellas”, llegan a ella “sin llamada. . . y contadas tampoco me dejan” (103), permaneciendo, entonces, siempre como rastros. Pues “La Contadora” está al servicio de un interminable proceso colectivo, en el que el corro detenta poder: “y el corro se va cerrando / y me atrapan en la rueda” (105). Atrapada en una colectiva pero huidiza poética que ella se siente forzada a encarnar y narrar, la mujer se torna una versión frenética del cuentacuentos de Benjamin (1999) quien “toma lo que cuenta de la experiencia –la propia y la reportada por otros. Y él, al mismo tiempo, la vuelve la experiencia de aquellos

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que están escuchando el cuento” (87). La “Contadora de Mistral”, atrapada en el corro, en donde están los guardianes de la voz colectiva, encuentra palabras en la ruta que levantará su propia historia –aquella que está, no obstante, destinada a dejarse sin relato, a no ser contada, por ella: “Todos quieren oír la historia mía / que en mi lengua viva está muerta. / Busco alguna que la recuerde, / hoja por hoja, hebra por hebra. / Le presto mi aliento, le doy mi marcha / por si al oírla me la despierta” (107). Es así como su propia historia es la abandonada, sin relato e incontable por otras voces de la colectividad, reforzando su diferencia mediante un lenguaje que nunca llega a ser, incluso en un acto de ventriloquia.

Esta mujer es repetida en “La que camina” (Couch 75), que es llevada com-pulsivamente a lo largo de “La misma arruga de la tierra ardiente”, “y cuando cae de soles rendida / la vuelve a alzar para seguir con ella”. Ella está despojada de todo, pero “de cuanto tuvo dado por la suerte / esa sola palabra ha recogido”. Esta es una única sílaba que la alimenta y sostiene, aunque no es entendida en los caminos por los que es forzada a caminar. Aun así, “otras palabras aprender no quiso / y la que lleva es su propio sustento”. La sola palabra es, por supuesto, no enunciada, pero nunca la “rinde” mientras “va con ella hasta la muerte”. Esto nos acerca a la mujer de “La otra”, quien mata a su otro interior por falta de amor por ella y quien, al escuchar el lamento de otras mujeres, les aconseja matar a sus otros también. Como, en efecto, la poeta lo hizo con la niña Lucila cuando tornó a ser la adulta Gabriela: “¿Qué si tuve otro nombre? Sí, yo tuve dos: el que me dieron de veras (Lucila Godoy) y el que me di de mañosa (Gabriela Mistral). Y el nuevo me mató el viejo” (Quezada, “Entrevista”). Y estamos en la misma esfera que en “La extranjera”, cuyo protagonista “habla con dejo de sus mares bárbaros”, que enrarece el paisaje alrededor de ella, ha vivido una pasión inenarrable, y quien, en su estado foráneo, será escuchada por siempre “hablando lengua que jadea y gime / y que le entienden sólo bestezuelas”. El léxico de gruñidos, de remedos, de indescifrables enunciados animales acecha la poesía de Mistral, e introduce la figura de Antígona en un estado que solo liminalmente habita lo humano, lo civilizado, el Estado.

Para Raymond Williams, el rol de la examinación de la tradición trágica es:

Observar, crítica e históricamente, obras e ideas que tienen ciertos vínculos evidentes, y que están asociadas en nuestra mente por una singular y poderosa palabra. Es, sobre todo, ver estas obras e ideas en su contexto inmediato, así como en su continuidad histórica, y examinar su lugar y función en relación con otras obras e ideas, y con la variedad de la experiencia actual. (Modern Tragedy 38)

“Antígona” es, por cierto, una de esas “singulares y poderosas palabras”. Señalar a la heroína trágica de Sófocles es nombrar, como Steiner (1984) lo ha dicho, una multitud de “re-experiencias” (19). Y ella está madura para entrar en la poética de Mistral. El texto de Mistral explota una singular y poderosa palabra que es “radicalmente simbólica” y que funciona como un “pasaje, un puente”

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(Barthes 158), a través del cual los sentidos son evocados en su potencialmente explosiva –y, para Mistral, potencialmente destructiva– fuerza. “Antígona” de Mistral refiere a un texto “original”, pero inmediata e inevitablemente desvía nuestra mirada a un conjunto de asociaciones más escurridizo. Mistral llena el poema con “citas. . . anónimas, imposibles de rastrear, y, sin embargo, ya leídas: son citas con comas invertidas” (160). Pues más allá de lo rastreable yace un impulso mucho más desafiante hacia la multiplicidad, hacia las voces imposibles de rastrear que la rodean, que emergen desde ella y crean su ser poético.

En su interpretación de Antígona, Mistral lleva a producir ese sentido de la cita, de pertenecer a un intertexto; pues ella está trayendo a Antígona directamente hacia su propia poética o, mejor dicho, esa parte de su poética que crea el lenguaje para la forastera femenina. Es traída al lenguaje de la locura de Mistral, “entendida como la expresión de la lengua de la errancia de los sentidos, lengua de fluidez, que no es locura sino la asunción de la condición humana desde la creación literaria, en una extraña erudición con el lenguaje de la mezcla, del habla mestiza, de la palabra-madre” (Ortega, “Otras palabras”). Este lenguaje –que críticos feministas como Ortega leerán como anticipadores de Kristeva, Irigaray y Rich– evita las dualidades fáciles que posicionan a la mujer pasivamente en las estructuras del silencio y la pasividad. La “extraña erudición” escapa un proceso de aprendizaje tradicional –una de las preocupaciones mayores y constantes de Mistral– y su enunciación engendra una “multiplicidad de discursos”, todos en diálogo con la femineidad, con maneras de ser que escapan a las estructuras de poder normativas heterosexuales. Antígona asume su lugar, entonces, como una palabra única que interrumpe las grandes narrativas de poder, desde otra estructura de poder, ya sea espiritual o nacida de la extraña erudición del trabajo creativo. Para el filósofo chileno Patricio Marchant (2000), los contemporáneos de Mistral no entendieron su trabajo. Más significativamente, declaró que “. . .si Gabriela Mistral hubiera sabido lo que estaba diciendo seguramente lo hubiera callado o se le hubiera abierto el camino a la locura” (125). Haciendo eco de “Una palabra”, la anticipación del impacto de un enunciado, de la entrada de estructuras de sentimiento emer-gentes, es madurada con la fuerza del impacto proyectado de la transgresión, el miedo que la transgresión realmente tuviese el poder para redefinir lo establecido.

Esto nos lleva más allá de Antígona al paralelismo con la figura de Mistral. Marchant explora las forzosas nuevas lecturas de Mistral “en el momento de catástrofe”, durante la dictadura de Augusto Pinochet. Fue el tiempo en que yo empecé mis lecturas de Mistral, en Santiago, en la Casa de la Mujer La Morada, un lugar de encuentro femenino y feminista, creatividad y acción política. Allí un grupo de poetas se reunía a leer el trabajo de Mistral. Para estas mujeres, la lectura de Mistral era vivida como una necesidad, un reencuentro con la figura femenina icónica, la madre de la nación, sin embargo, mal leída y pobremente comprendida en su poesía. Leer a Mistral era importante. Era importante probar sus palabras y a través de ellas aproximarse a un nuevo legado, una “nueva” voz que podía ser suya, para acceder a lo que, en la formulación de Marchant, ella

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pudo haber silenciado si hubiese sabido que estaba en su poesía. Fue también un proceso de reflexión de sus ingobernables identidades como mujeres bajo la dictadura, y de posicionamiento de la pregunta mistraliana de “cómo vincular la reflexión literaria con una reflexión más general sobre la condición de la mujer o el trabajo de derrocar la dictadura” (10). Y parte de su desafío, compartido por la mayor parte de los que se acercaron a Mistral, fue la dificultad de aceptar la Mistral completa, la Mistral en movimiento, que no se puede conformar con posiciones unitarias. Su proceso de lectura las llevó a una reevaluación de la pregunta por la escritura desde diferentes posiciones de la “entidad mujer”. Como señala Marchant, el trabajo de La Morada “desorganiza” esa trampa: el pseudo-concepto de la “mujer” (234).

La palabra poética de Mistral, con sus imágenes profundamente almacenadas que, como hemos visto con Couch, “permite[n] a los lectores participar en lo pro-hibido” (17), entrega una palabra ingobernable y potencialmente destructiva, que bordea la enunciación de la locura y, no obstante, escenifica otro rol significante y singular. Si su producción literaria está llamada a guiar la articulación de un lenguaje que se pondrá al servicio de la transformación política y la renovación, entonces su escritura es traída a presencia como si fuese leída en toda su compleji-dad como una voz de conciencia, una voz de remembranza, o del rechazo a relegar eventos, figuras y momentos históricos al olvido: una voz que estimula la locura de la remembranza. Su insistencia en la madre, en la subvalorada mujer trabajadora, en la mujer del milenio, es, más que una idealización de estos roles, un llamado a la conciencia y el recuerdo. Mistral, pensadora y poeta, es llamada a manifestarse como ejemplo en un país que –se considera– sujetó el acto de violenta y dolorosa remembranza a la promesa neoliberal del progreso materialista y la “tranquilidad pública”, cuyo costo es transformarse en una sociedad que fuerza el olvido sobre sí misma. Mistral se torna, en este sentido, la voz que no olvidará, forzando un recuerdo incómodo y un enfrentamiento con el pasado, más allá de simples líneas políticas. Según Soledad Falabella (2002), Mistral realiza una “trayectoria de resistencias” en la peligrosa labor, al decir de Nietzsche, de enfrentarse al pasado denunciando los malestares sintomáticos que tienden a “crearnos un nuevo pa-sado, un pasado del cual nos hubiera gustado descender, en vez de aquel del que en realidad descendemos” (180). El reconocimiento del pasado se vuelve la única manera de reconciliar el futuro, pero es enfrentado por unos pocos, y Mistral es identificada en este molde. A semejanza de Antígona, ella no cederá de su lugar de oposición y diferencia, cuando su ser dicte la creencia en la integridad de su visión o curso de acción.

Retornando a Antígona, podemos ver su evocación de las “flores mellizas” de “poder y ruina, memoria y olvido” como pertenecientes a este campo. Cástor y Pólux, sus hijos putativos, y los ecos de sus hermanos guerreros, son reunidos en la inmortalidad, e introducen una dualidad reconocible, que es articulada en las oposiciones que se vuelven el destino de aquellos sujetos al orden dominante, tanto de los dioses como de los estadistas de la polis. Antígona, constreñida

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por la fuerza de la maldición de los dioses sobre la casa de Edipo, puede, en un nivel, únicamente aceptar ese destino. Pero, si nos proyectamos hacia su futuro –o la aceptamos ya sepultada en él– vemos que interrumpe esta dualidad, inte-rrumpe la imaginación de la polis sobre ella, y a través de ese acto, culminando en su muerte, engendra el movimiento hacia la realización de otros sistemas, si no del cambio.

Como hemos visto, Margot Arce de Vázquez habla de Mistral como siendo “entregada apasionadamente a un rito funeral”(45). Licia Fiol-Matta (2002) describe otra mujer de la serie de las Locas mujeres, “La dichosa”, como “in-terminablemente lamentándose de sí; como si su vida estuviera al borde de la extinción” (121). Sin embargo, los poemas se sienten como una voz interna con-traria a Antígona, la voz interna que habla con su alma de pérdida y rechazo, de la dificultad de recordar el pasado, de la liberación que se vuelve la “quema” de la memoria, y su retorno a su primer hogar será en la muerte, cuando el polvo “que no es esposo” (Couch 54), se convierta en su compañero final. Esto constituye un eco del nombramiento de Antígona de su tumba como lecho matrimonial, pues, en efecto, escoge sobre la maternidad y el matrimonio, cuando elige a su hermano sobre su prometido. La pérdida y el duelo, por supuesto, infunden a todos estos poemas, en “auto-figuraciones de ausencia” (Fiol-Matta 121). Si seguimos a Mistral en “Antígona” en estas evocaciones de duelo, la seguimos en una poética política que insistentemente desafía la liberación del duelo. Proyec-tándose hacia el final del desafío de Antígona a las estructuras de poder político, contra las que opone las demandas supernaturales de la muerte y el lugar de las mujeres en esos rituales, somos llevados a lecturas más transgresivas de su acto.

Gillian Rose (1996), en su lectura de heroínas clásicas que desafían al Es-tado a través de su duelo e inhumación de sus muertos fuera de las murallas de la ciudad, va más allá de la interpretación de sus actos como ‘‘experiencia de mujeres”, silenciada y suprimida por “la ley de la ciudad”, afirmando: “En estos actos ilegítimos de cuidar a los muertos, estos actos de justicia, contra la voluntad actual de la ciudad, las mujeres reinventan la vida política de la comunidad” (35). Esto es crucial. Por medio de la amenaza que ella genera al enterrar a su hermano, Antígona –a quien Creonte llama “esta mano habituada a la insolencia” (Antígona 83)– interrumpe y se burla de la masculinidad, como Creonte declara: “No soy el hombre, no ahora: ella es el hombre / si la victoria va para ella y se libera” (83).

Este tipo de ansiedad y transgresión de género acecha la trilogía, por ejemplo, en la mofa de Edipo a sus hijos, llamándolos egipcios, “quienes holgazanean puertas adentro / haciendo el trabajo de las mujeres en el telar” (304), mientras las niñas toman su lugar en los elementos severos. Para Judith Butler (2000), Antígona es aquella para la que “las posiciones simbólicas se han vuelto inco-herentes”, aquella para la que “lo simbólico sin movilidad no permanece” (22). Y es esta evacuación del orden simbólico lo que permea las “Locas mujeres”, y que en su configuración de las figuras trágicas griegas conjura sobre todo: Cli-

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temnestra cometiendo regicidio a través del asesinato de su esposo, doliente por la muerte de su hija, Ifigenia, que él ha ofrecido como un sacrificio de guerra; Casandra, augurando su propia muerte a manos de Clitemnestra, mientras es destinada a ser por siempre indescifrable; Electra conspirando la muerte de su madre Clitemnestra por la envidia de la preferencia de su madre por la hija ase-sinada, su hermana. Todas ellas adquieren sentido desde la profundidad interna de sus estructuras de sentimientos. La reinvención del entramado poético de estas figuras trágicas permite a Mistral entrar de lleno a sufrimientos extremos, evocando lo transgresivo como actos comprensibles de la experiencia femenina in extremis.

Pero queda el asunto que Mistral no nos ofrece: la Antígona del “acto ilegíti-mo”, al mismo tiempo transgresivo y transformativo. Por esa razón, esta Antígona es por lejos la figura más resonante de la poética política de Mistral. Está inserta en medio de las Locas mujeres, quienes se encuentran en un constante estado de desarticulación; no ha tomado acción todavía, pero a la manera de Casandra, prevé la extensión de la debilidad y ceguera humana porque es víctima de sus patrones eternos. La apropiación que Mistral hace de Antígona conlleva un desafío subyacente. No es solamente una marginada la que representa; es una marginada que, como ella sabe, posee el lenguaje para dar una nueva forma a la vida de la comunidad. Esta es la realización de la mujer de “Una palabra”, “La que camina”, “La contadora”, de la Lucila de “Todas íbamos a ser reinas”, esas mujeres que poseen la palabra inarticulable que se sienta en la garganta y que no puede ser dicha a menos que desemboque en la locura y la destrucción. Es un lenguaje que interrumpe la fácil dualidad social, que contesta violentamente a los espacios límites entre lo masculino y lo femenino, que puede “reinventar la vida política de la comunidad”, pero que pertenece al “sujeto pre político” poseído por una “agencia iracunda dentro de la esfera pública” (Butler 35). Pero es también un lenguaje que está en el exilio, más allá de los muros exteriores del Estado que debiese escucharlo. El eterno duelo evocado en estos poemas es debido al poder y la significancia del momento en que se enuncia esa palabra, de lo que pudo haber sido –como en la letanía en oraciones en pretérito imperfecto de tantos poemas suyos– y que, en el momento inmediato de la enunciación, no puede ser proyectado en el ser. El tiempo del enunciado no ha llegado, por lo que el acto potencialmente radical es suspendido en la palabra del poeta, y al insistir en él, Mistral insiste en su propia carencia de articulación dentro del contexto de su propio país.

A través de este duelo –el duelo de Antígona en el exilio–, Mistral lleva a cabo lo que Rose llama “ese intenso trabajo del alma, ese gradual realineamiento de sus límites, que tiene que ocurrir cuando un amado se pierde”: “Una vez completado, el duelo retorna el alma a la ciudad, renovada y revigorizada por la participación, lista para asumir las dificultades de las injusticias de la ciudad existente” (121-122). La poética de Mistral nos deja con un duelo indefinido e incompleto, donde los límites no son reconocibles y donde el sentido puede

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permanecer liberado de las estructuras fijas de lo social (lo que es, por supuesto, uno de los retos de leer a Mistral). El duelo incompleto deja el alma más allá de la ciudad, que es transformada junto con el Estado en un lugar que ha perdido un alma pensante y, por ello, perdió una oportunidad para la transformación. Esta es la Antígona de Mistral: la proyección distante en acción transformativa, en la que la palabra de la poeta cumple ese rol. O como es citada en palabras grabadas en su monumento en su hogar de Montegrande: “Lo que el alma hace por su cuerpo es lo que el artista hace por su pueblo”. Ella es un monumento, retornado en estatus icónico, poseída por el legado de una voz cuya agencia múl-tiple está aún por obrar en su comunidad. Y ahí también permanece la Antígona de Mistral, “en la ruta”, reconocida solamente en la figura de la loca mujer en el exilio, oída únicamente en la canción de cuna con que tranquiliza a su padre hasta el sueño y el olvido, que en la poética de Mistral es un interminable y repetido diálogo con el alma. Un diálogo que, en vida, se rehúsa a llevar hasta el olvido, sino a una incómoda remembranza.

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Recepción: marzo de 2012Aceptación: mayo de 2012