Freesias_Alicia Colmenar

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Micronovela

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Freesías

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Alicia Colmenar

Freesías

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Primera edición: Junio 2009Delenda est Carthagohttp://delendaestcarthago.comValencia – España

Maquetación: Delenda est CarthagoPortada: Fotomontaje de Alicia Colmenar

Esta obra está bajo una licenciaReconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Españade Creative Commons: http://creativecommons.org

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Para 0.que guarda mi otro cuerpo

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FREESÍAS

Freesías. Amarillas. Dos ramos.

Algún tributo le debía a la Looba y, bueno, de alguna forma hay que empezar. Comprar flores, airear el ático. Acompasar la mirada a la rutina del barrio.

Calle arriba, los tallos acariciaban los brazos desnudos de Irene. Su fragancia tejía jirones de recuerdos que se desprendían de los ramos mientras caminaba. Doce flores sin historia para un regreso, pensó. Porque hay flores con historias terribles, fieras dragonarias y elegantes callas. Todo es nuevo, pensó. Porque ahora hay otra panadería, y más abajo el mismo parque, y el viejo café en

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la misma esquina. Porque hay esquinas que no cambian. Esquinas como algas flotando en las calles que se despliegan al son de mis tacones aleta. Hay sonidos que navegan en el aire: coches, patines, gritos, carreras. Un despertar de nostalgias como una marea de cristales blancos: la primera nevada sobre el césped del parque, el dolor de la nieve pisada. Hay semáforos como relámpagos guardando los pasos de cebra, un resplandor en la hierba, un tumulto en el aire: la tormenta que se cierne ya sobre los tejados.

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EL CAFÉ

El café se enfriaba sobre la mesa. A contraluz, el ángulo de su barbilla cortaba en dos la s del Chaston grabado sobre el vidrio, desperezándose tras la tormenta como un lagarto al sol. Sonrió. Aquella sonrisa abierta, la misma boca que gritaba ¡al abordaje! sobre los bancos de madera.

−No tengas prisa −le había dicho−. No se puede tomar café en cualquier lugar.

La luz es importante, la distancia, la soledad. Hay que encontrar un rincón donde descansar la mirada, donde la voz pueda deslizarse suavemente, donde no se deslumbren los silencios por la falta de cotidianeidad. Café solo, por favor. Café

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con leche, en vaso, muy caliente. Y, al hablar, el aroma del café en los labios. Amargo. O, al escuchar, el sabor del azúcar en la lengua. Dulce. Tenía dos informes pendientes para el viernes. Vaya semana. Pero hoy no había manera de concentrarse. Hay días en que las palabras se derriten pantalla abajo. Aunque se trate sólo de un informe rutinario, aunque sean las mismas referencias a los mismos porcentajes, al mismo beneficio, la misma pérdida. Porque allí estaba ella, pensó Jorge. Irene. Su voz de pájaro, su sonrisa dormida, sus manos diminutas con las uñas manchadas de barro. Inquieta. ¿Y si tampoco sale adelante este proyecto?, pensaba ella. Pero él tenía razón. Por eso habían quedado tarde. Para que Jorge saliese sin prisa de trabajar, cruzase el parque disfrutando del paseo y penetrase la penumbra del Chaston al caer la tarde. Para que Irene pudiese recobrar el barrio, acercarse a la panadería y encargar pan blanco antes de dejarse caer por el Chaston. Pero había llovido. ¿Cuánto? Y este café. Ahora. Y de nuevo corremos desnudos por el parque, porque es verano,

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y de nuevo trepamos a los columpios y aullamos al viento mudo de la tarde. Y de pronto arremetes contra las ramas de los sauces, cortando el aire con los brazos, y con un grito de guerra nos lanzamos a la conquista del cobertizo del jardinero. Y allí, palas, rastrillos, cuerdas, cubos y carretillas hacen las delicias de tres niños alborotados por el sudor de las noches de agosto. Tal vez veinte años, pensó Irene.

−Para empezar, creo que cinco kilos serán suficientes. Sólo tengo que modelar algunas muestras y llevarlas a la tienda antes del viernes.−Estupendo entonces, marchando cinco kilos. La arcilla del pozo sigue siendo de buena calidad, no creo que tengas problemas.

Ella sonríe. Extiende el brazo, toca su cara, roza la piel de su cara, y se siente en casa.

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EL BARRIO

El barrio había prosperado gracias a los pozos de arcilla. Los alfareros impulsaban el torno de la modernidad, transformando el barro en asfalto y supermercados. Allí un puesto de melones y sandías tiñe de verde la aridez del verano bajo los plátanos de sombra. Allí los bares siembran mesas y sillas de metal que germinan en sombrillas de colores sobre las aceras. Todo se despereza al son del progreso. La pradera es un aparcamiento surcado de bancos, papeleras, árboles raquíticos y líneas blancas. Contenedores de basura florean los setos, las hormigas cantan. Del riachuelo queda una tubería de plástico que se hunde en la tierra, y su agua recorre los cimientos de los nuevos

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bloques, fluyendo a través de las alcantarillas, burbujeando en las entrañas del barrio. Se siente llegar el viento en las copas de los álamos, y sus sombras alargadas sobre el paseo marcan el transcurrir de la tarde. Entre los huertos, un centro comercial emerge con sus velas de acero desplegadas al sol, enredaderas brotan desde enormes maceteros de granito negro. Un laberinto de tiendas y cascadas cantarinas se abre al público. Vestimos mejor, comemos mejor, nos divertimos mejor. Todo es hermoso, todo artificial sobre los suelos de mármol, bajo los tragaluces que se elevan formando pináculos de cristal y aluminio blanco. Pero no somos ajenos a estas paredes de ladrillo. Aquí veníamos a merendar pollo crujiente y mazorcas cocidas en bolsitas rojas llenas de mantequilla. Aquí comprábamos helados de crema con virutas de caramelo que se nos deshacían entre los dedos. En esta fuente nos lavábamos las manos. En esta terraza fumábamos a escondidas. En esta bolera nos gastábamos la paga entre plenos, semiplenos y patatas fritas. Este es el

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barrio al que regreso: la cafetería donde las velas se consumen en botellas de cerveza, la heladería argentina y la tienda de cómics. Este el lugar que añoro: la pastelería donde hacen la mejor palmera de chocolate del mundo, los multicines de sesión doble y los soportales del teatro. Este mi hogar: los viejos álamos, el camino de tierra, las hojas secas.

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EL PAN

El pan se deja amasar entre magdalenas y hojaldres. Luego se humedece, su masa crece lentamente en el horno de barro, y todo huele a levadura fresca, manteca y leche tibia.

Abrió la puerta de la panadería: nada, y lo supo enseguida.

–Buenos días –saludó la dependienta– ¿qué le pongo?–Una barra no muy tostada, por favor.

Para que forme una buena corteza, hay que rociar el pan con agua dos o tres veces durante la cocción. Para que forme una buena miga, hay que amasarlo con

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energía, golpeando la masa sobre la mesa varias veces para romper las cadenas de gluten y darle elasticidad. Hay que hidratar la levadura, disolver cuidadosamente la sal, amamantar el amasijo. Amasar, levar, añadir harina, levar, amasar, levar, más harina, y hornear. Así es como el pan huele a mañanas de domingo, y su aroma se cuela por los rincones de las casas donde los hombres trabajan el barro. Así es como el aroma del pan se mezcla con el café humeante y el ruido del agua que cae copiosamente, los días en los que la lluvia transforma las mañanas en domingos.

La mujer se giró, rebuscó entre pedazos de levadura churruscada y le tendió una bolsa de plástico. Irene sonrió y encargó pan blanco, por favor, para toda la semana. Pan blanco. Así era el pan cuando el barrio era un cenagal de lodos rojizos y las manos de la panadera no se manchaban con el barro.

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EL ÁTICO

El ático era inesperadamente oscuro. Desde el dormitorio, recostada entre cojines, veía caer la tarde. Una enredadera trepaba por la pared ciñendo el gran ventanal frontal, una alfombra descansaba bajo el sol. En la penumbra, un diminuto pez naranja le despertaba las ganas de respirar hondo, muy hondo, respirar. Así que, una vez más, humedecer la arcilla, hundir las manos en el barro, modelar. La densidad del barro entre los dedos como sangre mordida. Crece conmigo, apacíguame. Hundo el hueco de tu espalda hasta dibujar en su base dos hoyuelos violonchelo. Te tomo en mis manos, redondeo la oscuridad de tu vientre, las curvas de tus piernas, la rodilla derecha

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flexionada, apoyada contra la base de arcilla estéril. Mírame, mujer, alza la barbilla, tu pelo recogido en una coleta corta, tallada a cuchillo, firme la línea de tus pómulos desnudos. Sonríeme desde la herida abierta en tus labios. Mírame, mujer, desde la oscuridad de las cuencas vacías de tus ojos de barro. Y dejar pasar las horas con las uñas sucias de vida. La limpia depresión de la axila, los diminutos dedos de los pies, las sutiles venas de las piernas, el denso bello del sexo. Una mujer inacabada, de medio bulto, compacta desde su vagina sellada hasta el falso vacío de su boca. Una casi-mujer recostada en el barro. Cerrada.

Había instalado la tabla de secado en la terraza, plegado los grandes toldos, colgado la hamaca entre las vigas. El torno frente al gran ventanal, a salvo de la enredadera, como una forma de decir hogar. Tal vez por eso últimamente no bebía mucho, por eso se quedaba en casa por las noches leyendo, fumando, respirando las horas. Y ahora hay una mujer desnuda, apoyada sobre su base de

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arcilla, agrietándose al sol. Toma mis manos, niña, entre las tuyas. Ester ríe colgada del puente de hierro. Medio arco amarillo al que se aferran las piernas de una niña, el vestido vuelto del revés sobre su cabeza. Como una margarita ríe, colgada boca abajo, y el cielo es verde a través de la tela vaporosa, y la tierra, azul. Un pez naranja. Dos ojos tras un cristal. Y, sin embargo, era Irene el ajolote impávido ante la figura de arcilla.

En la terraza empezó a hacer frío. Dejó la hamaca balanceándose en la tarde y entró en casa. Abrir el grifo del agua caliente. Sentir correr las gotas sobre la piel dormida. Calor. Humedecerse el pelo con las manos grumosas de jabón. Deslizarse bañera abajo. Hasta que el agua deshaga los restos de arcilla, la arcilla de Ester, enquistada bajo las uñas.

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EL AGUA

El agua se derrama por el surco de mi columna. Entro en la espuma. El agua rebosa a través de los baldosines grises. Se desliza en olas de espuma. Se precipita acariciando el borde de la bañera. Entro en la espuma. Desaparezco. Tengo los oídos llenos de espuma y la música no me toca, noli me tangere. La luz está apagada y hay velas blancas en la ventana. Floto. Navego a la deriva. Amaso la espuma que no puede congelarse formando esferas ni elefantes ni caderas porosas por las que derramarse. Soplo la espuma que se dispara en polillas blancas que caen sobre colinas de espuma. Estéril. No conjugaré ese verbo. Estoy llena de sangre caliente. Mis dedos son espuma con olor a

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chocolate. Mis piernas son dos anclas que se hunden en el agua y me salvan. Hay una espiral negra al otro lado del desagüe. La tubería baja hasta la tierra seca y se derrama en ondas de espuma blanca. Tu cuerpo emerge entre la espuma con el pelo revuelto. Estoy llena de oscuridad y silencio. Oigo el deseo en tus ojos y no hay anclas para el silencio. Fluyo. Me sumerjo a la espera de que algún cataclismo evapore el agua y nos recupere, desnudos, niños terribles en la bañera vacía. Te recuerdo, Jorge. Tu cuerpo roble en la tarde. Tus manos. Siento el agua derramarse sobre mi piel, siento el silencio, la oscuridad, la nostalgia. Siento tu nombre escollo en la tormenta, flotando entre la espuma. Me ahogo. No sé recuperar el olor de la hierba verde en primavera, de las hojas secas en otoño, el viento húmedo a finales de agosto. Que el agua lo arrastre todo tubería abajo. Volver a respirarte. Extender los dedos arrugados y tocarte. Abrir el grifo y derramarme sobre el suelo limpio, sobre tu piel de roble. Gritar y fluir como el agua. El agua, el agua. El agua en tus labios, en tu boca,

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en tu lengua, a través de tus dientes y tu garganta hasta los pulmones. Encharcarte. Lavarme este barro rojo en tus venas.

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EL PARQUE

El parque había cambiado. La arena había cedido su reino a un picadillo de ladrillo que se pegaba a las suelas de los zapatos y ensuciaba las manos de los niños. No había forma de construir presas de arena con aquella papilla. Tampoco estaban las viejas fuentes ni había tantos niños correteando por la hierba, bajo los sauces, gritando sobre los toboganes de hierro oxidado. Habían sustituido los columpios de neumáticos por elefantes de madera, la tierra por parcelas de juego valladas. Y sin embargo, los niños reían, cabalgaban sus elefantes marrones y amarillos sin echar nada de menos. Sólo a Irene le faltaban las fuentes, los columpios, los caminos de arena blanca. Sólo Irene cruzaba el parque

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en silencio aquel martes plomizo mientras los niños jugaban. Corría. Las viejas zapatillas manchadas de rojo. El césped salvaje que se despeñaba hasta el pozo abandonado era ahora una suave pendiente hasta un estanque verde. El parque había ganado terreno al barro. Se había dejado caer ordenadamente por una depresión de pinos, escaleras y bancos de piedra donde los ancianos se sentaban a tomar el sol. El progreso: líneas ondulantes sustituyendo los precipicios de escombros. Irene se apartó del camino y trotó cansinamente sobre las acículas secas, atravesando el pequeño pinar. El mismo que antes se recortaba sobre los montones de basura. El suelo crujía a su paso, y el mundo crujía con él. Caminan cogidas de la mano, fumando. Ester tira de ella hacia arriba, arrastrándola sobre las montañas de deshechos. Ester rebuscando entre muebles rotos, saltando sobre colchones desmadejados. Ester blandiendo pedazos de cortinas como banderas piratas, la mirada feroz, los pies descalzos hundidos en el barro. Aquel temblor en las piernas, declarando un incendio de humedades

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secretas. Ruedan entre el olor dulzón de la basura con un revuelo de camisetas sucias. Entonces la vela del deseo se volcó y su llama se extinguió sobre el estercolero mientras ellas seguían jugando, ajenas, entre tinieblas.

Irene corría sobre la arena roja, bajo la lluvia. Resoplando por la falta de costumbre, aguantando las ganas de acercarse al bar de la esquina y tomarse sólo una cerveza más.

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EL RUIDO

El ruido contamina las tardes. A través de las paredes, el ruido envenena los domingos. Irene salta con los goznes de las puertas y los cristales de las ventanas. Salta a través del ruido: cae cae cae. La casa está llena de esquinas robadas al silencio. El ruido ensordece los anhelos que se desgañitan inútilmente contra sus tímpanos vacíos. Castigada, castigada, castigada.

Pero hay una forma de huir que no necesita puertas ni ventanas, sólo abrir un poco los labios y tragar lentamente, arrasando el silencio bajo las sábanas, trayendo a sus venas el calor de las tardes de verano, de los atardeceres en un ático.

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A veces no sé, niña, si poner mis manos sobre tus oídos. Piensa Irene, las manos llenas de barro. Cambiar orejas por dedos y acallar el ruido. ¿Qué haremos ahora con el silencio, pequeña cabeza de barro? Sonríe. Y pone la figurita sobre la tabla de secado. Y abre otra cerveza. Es más bien una excusa, y no un “hay que celebrarlo”. Las secuelas del viejo ruido, piensa. Una botella tan pequeña. La botella que mece el pulso en mitad de la tarde, que asienta la voluntad a la tumbona verde y expande la mirada. Los sentidos cabalgan a través de la tarde y el tiempo es algodonoso como una bocanada de humo de menta. Una lámpara dorada. Una cabeza con dedos en vez de orejas agrietándose al sol.

Hace calor en el ático. El pez naranja navega a la deriva entre algas artificiales y la enredadera amarillea, tres figuritas de tierra roja se secan sobre las tablas. La terraza está llena de barro y silencio. Un domingo de silencio. Sólo la soledad devuelve a las tardes el silencio.

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EL BARRO

−El barro te ensucia las manos −decía el viejo mientras alimentaba las llamas−. Puedes modelar cualquier cosa, pero primero tienes que hundir los dedos en él y romperlo en mil pedazos.

Los tres asentían gravemente, aprendices de alfareros, antes de escabullirse a agotar la tarde corriendo por la era preñada de flores. Entonces volvían, y el viejo les sentaba delante de los tornos y les manchaba las manos con el barro bermejo. Bajo el resplandor de los hornos, cazuelas, torreones y crisoles danzaban con las sombras de sus dedos avejentados por la humedad. Después cocían las piezas y las tendían entre las amapolas, sospechando la

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calidad de la hornada en las tonalidades rojizas que se iban fijando en la tarde. La impureza del barro, ese grumo brillante que eran las esquirlas de mica atrapadas en el tosco grano, embrutecía los acabados. Era el barro colorao padre de cacharros rudimentarios, de secado muy lento, que en las manos del viejo adquirían esa tosquedad esbelta de la tierra transformada en arte, ese arcaísmo que convertía en útil la belleza. Así amasaba Irene el barro roto, forzando rostros, vientres y muslos imposibles. Tenía el cuerpo hinchado de barro y rodaba feliz como un cántaro por las baldosas del patio mientras los otros dos resolvían en una esquina sus rencillas de niños. Y entonces, en el fragor de la batalla, el aire se cargaba de olores nuevos: leche tibia, pan blanco. Era su madre que volvía, los brazos cargados de freesías, después del trabajo. Una ofrenda de pan y flores para el viejo maestro. Entonces Ester ayudaba a la panadera a poner las flores en agua, olisqueando los tallos como un perrillo hambriento, y manchaba de rojo los dedos de harina que nunca tocaban el barro. Los dedos que

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Irene modelaba como libélulas en el atardecer del ático: la madre que regresa, el barro hecho pétalos sobre un delantal blanco.

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LA ENFERMEDAD

La enfermedad no tenía nombre. Era un vago ¿cómo estás? musitado al otro lado del teléfono. Era una crisálida roja adherida a las paredes de su vientre. Eso, y no una palabra, era la enfermedad. Con aquel camisón abierto por detrás y la mano atravesada por la vía, parecía una enorme carpa azul donde revoloteaban polillas hambrientas. Sólo Ester despreciaba el silencio. Sólo Ester lavaba sus ojeras con el viejo barro, entonando chismorreos que la hacían reír entre espasmos. Y pese a todo, el tiempo no pasa. Se ha detenido a los pies de esta cama y no pasa. No pasa a través de las sábanas ni de las cortinas. Sólo el fenol pasa a través del lodo, lo llena todo, respira en esta habitación a través de mis pulmones. El fenol y tu risa,

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Ester. Tu risa que tiene alas, alas transparentes como mi piel, no rojas, no, rojas no. Tu risa que se apoya en mi frente y me abre los ojos, y te veo, Ester, radiante contra la luz de las ventanas. Pero él, ¿por qué no viene? No viene. Tiene miedo de las palabras, miedo de seis letras, dos vocales. Pronúnciame, Jorge, yo también soy una palabra, cinco letras, tres vocales: Irene. Y así, acuna el lodo entre sus manos dibujando los pliegues del camisón y las delicadas vértebras de la espalda que destacan fantasmagóricas cuando hace girar la figurita sobre su base de barro. Porque fue el barro. La tierra roja que se transforma en caras, en manos, en caderas abiertas al sol del verano en las tablas de secado. La alergia del barro como un tumulto entre los muslos junto a la ciénaga. ¿Cómo respirar tanto silencio sin enfermar de barro? Fueron los dedos de Ester entre sus pies helados, los humores del agua encharcada, el lodo acariciando sus pulmones. La arcilla amasada sobre la mesa como un torrente denso: una niña de barro aferrada a un gotero.

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EL HUMO

El humo descendía suavemente hasta la mesa. Irene observaba el roce tembloroso del filtro del cigarrillo entre los labios que se abrían y cerraban. Una espiral se derramaba desde su boca, sobre cascadas de cuentas de colores, para desvanecerse en su regazo. Ester dejaba escapar palabras blanquecinas que se elevaban en volutas verdes mientras el humo caía.

Ahora debería ser capaz de describir la escena, esbozarla indirectamente a través de las sensaciones y recuerdos de las dos mujeres. Reproducir la atmósfera que configura la habitación atemporal de la nostalgia, una burbuja a la que llega la luz oblicuamente desde un tragaluz en el

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techo inclinado. Os imaginaríais el suelo cubierto por una neblina que se trenza en espirales, que tiende a elevarse lentamente. Surgiendo de ella, veríais a dos mujeres sentadas una frente a otra, iluminadas por un brillante foco. En segundo plano, algunos muebles desdibujados oscurecerían los bordes del marco. Pero, y esto es lo más difícil, tendría que ser capaz de plasmar por escrito lo verdaderamente importante: la magia, encontrar la manera de explicaros cómo la densa maraña de volutas ahogaba sus voces, obligándolas a respirar y toser palabras, verdes figuras que surcaban el espacio entre ellas, desde la boca de Ester al oído de Irene, desde los pulmones de Irene al vientre de Ester.

−Con cinco kilos no tendrás suficiente −le había dicho−. Tendrás que hacer muchas pruebas.−He preparado ya varios modelos. ¿Por qué no vienes a echarles un vistazo?−No creo que pueda acercarme esta semana. En verano hay que mantener las charcas húmedas y sólo estamos el viejo y

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yo; a los chicos de ahora no les llama el oficio.

Porque ellas no veían la luz cayendo sobre sus cuellos desnudos ni el fuego que las traspasaba como una lanza, ni la neblina entre sus pies, ni la habitación la nostalgia. En el humo, Irene sólo veía a Ester, Ester sólo veía a Irene.

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EL SILENCIO

El silencio se desliza sobre los álamos mientras Irene camina hasta la tienda. Todo va a ir bien, piensa, han quedado preciosas. El mismo silencio que no se reflejaba en los espejos de la cafetería cuando Jorge cogía su mano bajo la mesa, derramando el café. El mismo silencio que detenía los tornos cuando Ester apretaba sus dedos entre el lodo, echando a perder los jarros. Pero hay otros silencios: el silencio del pan blanco por la mañana o el silencio de un par de cervezas por la tarde. Porque para todo tiene el silencio una mirada: para lo que llevamos con nosotros, para lo que dejamos atrás. El silencio de la tierra roja en las uñas: ayer, hoy, tres figuritas de barro que son un proyecto de

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mañana. Porque cuando vemos todo lo que somos, lo que hemos sido, sólo el silencio es grande; todo lo demás, es debilidad.

−¿Entonces, te parece que irán bien para los arreglos florales? −le preguntaba, risueña, firmando las invitaciones.

Y no hubo portazos, ni pataleos, ni chirriar de dientes. Se quedó quieta, asintiendo en silencio, mientras ella escribía su nombre en la cartulina blanca. Para Irene. Enlace matrimonial. Ester y Jorge. Nueve de junio. Diecinueve horas. Iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza. Se ruega confirmación.

−Sí, quedarán preciosas −se oyó contestar una vez más, como si no hubiesen pasado diez años−, yo misma las compraré.

Freesías. Amarillas. Dos ramos.

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INDICE

Freesías .................................. 8El café .................................... 10El barrio ................................. 13El pan ..................................... 16El ático ................................... 18El agua ................................... 21El parque ................................ 24El ruido .................................. 27El barro .................................. 29La enfermedad ....................... 32El humo .................................. 34El silencio .............................. 37

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Este delirio se terminó de escribirel 13 de abril de 2009

en Valencia.

Se terminó de corregir y revisarel 31 de julio de 2011

en Madrid.

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