Fray josé lópez ortiz testimonial

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Fray José López Ortiz Un día -quizá en otoño de 1941- volviendo con Josemaría del estudio del pintor Fernando Delapuente, su carácter franco, abierto, se desbordó en una confidencia fraterna y me dijo: "Bueno, ya está bien; te voy a contar con detalle lo que hay". Y a partir de entonces me fue explicando la Obra, con toda franqueza y claridad. Me hizo ver que la Obra es de Dios, totalmente sobrenatural: la santidad, la vida contemplativa, en medio del mundo, en medio de la calle, para poner a Cristo en la cima de todas las actividades humanas, y llevar a Dios todas las cosas. Recuerdo la impresión enorme que me causó el comprobar la autenticidad sobrenatural de la Obra que comenzaba a conocer. Ni en esta primera explicación, ni en las que siguieron hizo Josemaría referencia alguna a los sucesos de tipo sobrenatural y extraordinario que dieron lugar al nacimiento de la Obra, el 2 de octubre de 1928. Y me lo explico bien, pues no quería que apareciera nada que pudiera ser tenido por extraño o milagroso, ya que por aquel entonces en determinados ambientes surgían comentarios en este sentido y el Padre estaba empeñado en cortarlos. A pesar de ello, yo llegué a la persuasión de que, de algún modo, el Señor le había manifestado con claridad cuál era su Voluntad en relación con la labor que desarrollaba. Esto me parecía evidente al comprobar una y otra vez la idea clara y nítida que tenía de la Obra, no sólo en cuanto era una realidad apostólica que se hacía cada día, sino en cuanto hablaba de ella como algo muy preciso proyectado en el futuro. En ello podía intervenir, en parte, su discurso y su imaginación; pero la claridad de la idea no quedaba suficientemente explicada si Josemaría no tenía además una iluminación especial del Señor. Esta precisa definición de las metas y de los medios para alcanzarlas no podían ser imaginaciones suyas. Además, su anticipación a los tiempos no tenía, en ningún momento, el tono pretencioso, exagerado o vanidoso que tiene, con tanta frecuencia, el planificar humano, sino que estaba acompañado de la sencillez, naturalidad y humildad, que le eran propias; también eso me llevaba al convencimiento de que me encontraba ante algo fuera de lo normal. La seguridad con que hablaba del porvenir de la Obra,

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el que fue encargado del Ejercito hablja del fundador de la Obra

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Fray José López Ortiz

Un día -quizá en otoño de 1941- volviendo con Josemaría del estudio del pintor Fernando Delapuente, su carácter franco, abierto, se desbordó en una confidencia fraterna y me dijo: "Bueno, ya está bien; te voy a contar con detalle lo que hay". Y a partir de entonces me fue explicando la Obra, con toda franqueza y claridad. Me hizo ver que la Obra es de Dios, totalmente sobrenatural: la santidad, la vida contemplativa, en medio del mundo, en medio de la calle, para poner a Cristo en la cima de todas las actividades humanas, y llevar a Dios todas las cosas.

Recuerdo la impresión enorme que me causó el comprobar la autenticidad sobrenatural de la Obra que comenzaba a conocer. Ni en esta primera explicación, ni en las que siguieron hizo Josemaría referencia alguna a los sucesos de tipo sobrenatural y extraordinario que dieron lugar al nacimiento de la Obra, el 2 de octubre de 1928. Y me lo explico bien, pues no quería que apareciera nada que pudiera ser tenido por extraño o milagroso, ya que por aquel entonces en determinados ambientes surgían comentarios en este sentido y el Padre estaba empeñado en cortarlos. A pesar de ello, yo llegué a la persuasión de que, de algún modo, el Señor le había manifestado con claridad cuál era su Voluntad en relación con la labor que desarrollaba. Esto me parecía evidente al comprobar una y otra vez la idea clara y nítida que tenía de la Obra, no sólo en cuanto era una realidad apostólica que se hacía cada día, sino en cuanto hablaba de ella como algo muy preciso proyectado en el futuro. En ello podía intervenir, en parte, su discurso y su imaginación; pero la claridad de la idea no quedaba suficientemente explicada si Josemaría no tenía además una iluminación especial del Señor. Esta precisa definición de las metas y de los medios para alcanzarlas no podían ser imaginaciones suyas. Además, su anticipación a los tiempos no tenía, en ningún momento, el tono pretencioso, exagerado o vanidoso que tiene, con tanta frecuencia, el planificar humano, sino que estaba acompañado de la sencillez, naturalidad y humildad, que le eran propias; también eso me llevaba al convencimiento de que me encontraba ante algo fuera de lo normal. La seguridad con que hablaba del porvenir de la Obra, no podía venir de un mero razonamiento suyo, de cosas que se le ocurrían: ahí había algo más, esto era evidente.

Por otra parte -y esto reafirmaba y reafirma con un nuevo argumento mi certeza acerca del carácter sobrenatural de la Obra- yo tuve ocasión en aquellos años, de conocer la vida de piedad de los primeros de la Obra, pues con frecuencia les confesaba en uno de sus Centros y en algunos viajes a diversas capitales de provincias, conocí también en su totalidad el género de vida que llevaban. Luego he visto cómo se mantenía la misma espiritualidad en otros países; y cómo ha arraigado en los sacerdotes diocesanos, cosa para mí, como obispo, más llamativa. Y estoy convencido por ello de que la Obra es sobrenatural. Desde el principio entendí lo que decía Josemaría: "Esto es Obra de Dios; esto no es obra mía, es Obra de Dios". No podía ser una obra basada en el atractivo personal de Josemaría: era una Obra de Dios. Quien negase o no quisiese reconocer este carácter sobrenatural de la Obra, achacando su desarrollo al influjo personal de Josemaría, se encontraría con un hecho mucho más sorprendente e inexplicable. Es evidente que el hecho de que todo tipo de personas, en cualquier rincón del mundo, vivan una vida sobrenatural intensa, y estén dispuestas a todos los sacrificios y a una entrega total, no se explica sin especial gracia de Dios. Mi corazón de obispo se va de

nuevo a pensar en esos sacerdotes de Tuy, de Portugal, de Colombia, de tantos sitios. Y en la labor en esas diócesis peruanas donde trabajan sacerdotes de la Obra. Allí hay un florecimiento de espiritualidad, que es único; unas comunidades cristianas de una solidez enorme. Es evidente que si se quisiera atribuir a un influjo personal el nacimiento y desarrollo de la Obra, habría que dar a este influjo un carácter aún más milagroso, que si fuera efectivamente una obra expresamente querida por Dios.

Pero vuelvo a aquellas conversaciones de 1941. De todo lo referente a la Obra me habló Josemaría con una esperanza tan firme que, repito, a mí me asombraba. Me explicó con una gran viveza muchas cosas, como si las estuviese viendo ya; cosas que después se han convertido en una realidad cuajada. Por ejemplo, me habló entonces de la posibilidad de que perteneciesen al Opus Dei hombres y mujeres casados que se santificasen en el matrimonio y su hogar, cuando todavía pasarían años hasta que hubiese los primeros socios supernumerarios.

Recuerdo también que entonces, cuando el apostolado de la Sección de mujeres estaba naciendo, ya el Padre me habló de esta Sección de la Obra con una amplitud difícil de imaginar: me explicaba su atención a los Centros de la Obra en el mundo, con sentido profesional, buen gusto, orden y limpieza para que fueran verdaderamente hogares de familia luminosos y alegres; de centros de formación profesional femenina para elevar el nivel de las jóvenes y fomentar su vida cristiana; de granjas para enseñar a campesinas -esto recuerdo que me sorprendió especialmente, pues se hacía muy poco apostolado en el mundo rural-; de la labor con las muchachas de fábricas y talleres; del apostolado de la mujer en la universidad con altura científica, etc. Con la misma amplitud me hablaba de la Sección de varones, de toda la Obra.

Josemaría me hablaba de la Obra en el mundo entero, perteneciendo a ella personas de todos los ambientes sociales, de las distintas profesiones y oficios, jóvenes y viejos, solteros y casados, de todos los países...: un auténtico renacimiento espiritual en el mundo mediante un espíritu sólido y profundo, viejo y nuevo. Y toda esa fe y celo apostólico del Padre se me manifestaban en unos momentos en que pertenecían a la Obra sólo un puñado de chicos jóvenes repartidos entre Madrid, Valencia, Valladolid, Zaragoza y Barcelona, y poco más. Y a estos muchachos, el Padre, movido por esas ansias universales, les decía que estudiasen idiomas: ruso, japonés, inglés, etc. El carácter universal de la Obra -que hoy es una asombrosa realidad- lo pude comprobar ya entonces.

Cuando D. Álvaro del Portillo fue a Roma, ya llevaba muy claro el esquema jurídico fundamental elaborado por el Padre, y ahí, junto a otras características esenciales, se insistía en dos temas: esta universalidad de la Obra de que me hablaba Josemaría y su espíritu laical y secular. Hablando de este aspecto del espíritu secular de la Obra, muchas veces, cientos de veces, me ha dicho Josemaría lo mucho que amaba y veneraba a las Ordenes y Congregaciones religiosas y a todos los religiosos, pero que la Obra era algo radicalmente distinto: sus socios son cristianos corrientes - me decía-, iguales a los demás, que buscan la santidad en medio del mundo, a través de su trabajo.

A la Obra la quiso Dios eminentemente laical y secular, y así fue desde el principio. Yo comprobaba este espíritu de naturalidad y entrega en medio del mundo no sólo en Josemaría sino en todos los socios de la Obra. Aquellos muchachos que, al salir o entrar en la residencia saludaban piadosamente al Santísimo en el Sagrario, que hacían muchas horas de oración y se mortificaban durísimamente, que eran abnegados, alegres, obedientes, entregados, con profunda vida interior, apostólicos..., eran, a la vez, iguales que sus compañeros. Yo vivía, como profesor en los ambientes universitarios, y es en esa experiencia de lo secular en la que baso mi testimonio. Era tal la naturalidad de la entrega de esos chicos, la hondura de su cristianismo y de su modo de ser semejante a los demás, que yo le decía a veces a Josemaría: "Desde luego, no será lo vuestro hacer milagrerías, pero ahí estáis vosotros, que sois un milagro". Porque -pienso- no se puede conseguir esa unidad de vida (es la expresión que usaba Josemaría) sin una especial vocación. Yo estaba -y estoy- convencido de que allí estaba la mano de Dios. Era -y es- para mí claro y evidente que Dios comunicaba su gracia al Padre, y veía con mis ojos que la respuesta sobrenatural de los socios de la Obra, unidos al Fundador, era extraordinaria. Era una entrega total la que vivían aquellos muchachos, según lo que el Padre les iba descubriendo y enseñando a vivir con su ejemplo: Dios ayudaba a Josemaría y, a través de su heroica correspondencia y de sus desvelos paternos, ayudaba también a sus hijos de una manera muy especial.

* * * * *

Fui conociendo la Obra, no sólo por lo que el Padre me explicaba, sino también mediante el trato directo con sus hijos, a cuya formación él estaba ejemplarmente entregado. No sé si en 1941, o en la primavera de 1942, hice un viaje con el Padre a Valencia en uno de aquellos aviones de entonces. Quizá vino también D. Álvaro con nosotros. Entonces conocí la residencia de Samaniego: allí estaba de director Pedro Casciaro, con su suavidad y su energía, y un grupo maravilloso de muchachos. Poco más tarde conocí a los de Barcelona, en la residencia de el Palau, porque fui a esta ciudad con José María Albareda para un trabajo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Conocí también a los de Valladolid, donde estaba Teodoro Ruiz. Con motivo de una estancia en Jaca, al pasar por Zaragoza, me puse en contacto con Javier Ayala, que estaba allí de director; por cierto que fuimos aquella tarde, con unos ocho o nueve chicos, a hacer la oración junto al río Ebro. Recuerdo este detalle, porque me impresionó el paralelismo con aquellas andanzas apostólicas de Pablo en los comienzos de su apostolado por Asia Menor.

En todos estos contactos con la labor que Josemaría impulsaba por tantas provincias españolas, yo me sentía feliz viendo el florecer de unas vocaciones auténticas, muchachos con una vida interior sólida, con un prestigio profesional adquirido con trabajo serio y un aprovechamiento del tiempo heroico, con mucha alegría y un espíritu apostólico constante y audaz. Pero además estaba asombrado por la carencia de medios con que se hacía todo esto. Josemaría recibía a los muchachos muchas veces en hoteles, ya que no contaba con Centros para su labor. Poco a poco, con mucho gusto y cuidando los detalles, acomodaban por fin un pequeño local -recuerdo el que llamaban el Rincón en Valladolid, o el Cubil de la calle de Samaniego en Valencia-; y si aún no se podía contar ni con esos pobres instrumentos, los chicos seguían la labor, como

comprobé en Zaragoza, reuniéndose con sus amigos junto al río. Les daba igual; no por ello perdían la alegría ni dejaban de hacer apostolado por falta de medios.

En cierta ocasión acompañando a Josemaría y a Álvaro en un viaje que hacían a Valladolid para asistir a la consagración episcopal de D. Daniel Llorente, a quien llevaban como obsequio una mitra, recuerdo que pasamos una noche escasísimamente cómoda, porque no había camas. A mí, por tener una atención conmigo, me buscaron un catre que sacaron no sé de dónde, tal vez de la casa del padre de Teodoro Ruiz, que vivía al lado. Para los demás algún colchón, mantas y otras cosas por el estilo, porque no había camas para los cinco o seis que éramos.

También recuerdo que otra vez en Valencia, me enseñaron un capote -aquel abrigo militar que habían usado los soldados durante las noches de invierno en las trincheras-, que usaban por turno, según me decían con buen humor, cuando llegaban a la casa: porque allí dentro hacía más frío que fuera, en la calle. Instalación sencilla e incluso pobre, falta de medios, mucha alegría y buen humor, y la seguridad de hacer la voluntad de Dios, esto es lo que veía por todas partes.

Todo eso me llamaba más la atención, cuando por aquellos tiempos no era difícil conseguir subvenciones y ayudas de organismos estatales para fines apostólicos; o al menos muchas organizaciones apostólicas lo conseguían, sin que el hecho tuviera la consideración ante la opinión pública de privilegio: tales eran los tiempos y el talante eclesial. Sin embargo Josemaría en esto no quiso nunca ejercer ninguna influencia: no pedir ni recibir ninguna ayuda que no fuera enteramente debida en justicia, y por entonces no había empezado a promover la Obra ninguna labor de interés social que pudiera justificar esta ayuda estatal. A los chicos sí les pedía que se sostuvieran con su trabajo, que exigieran sus derechos -becas, ayudas para el estudio, que cobraran su trabajo profesional, etc.- y que ayudaran, lo mismo que los amigos y los cooperadores, a sostener las labores apostólicas. Así creció, con la reciedumbre de la pobreza cristiana y el desprendimiento personal, esta labor que no era de los hombres sino de Dios, y en la que por tanto se podía aplicar, y yo veía que se aplicaba siempre, aquel criterio que Josemaría dejó escrito en Camino para las empresas sobrenaturales: "Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste", que es criterio de prudencia sobrenatural.

Pues bien, este conocimiento de la Obra tan desde dentro, me produjo un impacto enorme. Al acabar la guerra civil, de aquellos sufrimientos tremendos que todos pasamos, había reverdecido en mí la fe y la esperanza en la vitalidad de la Iglesia. Después me encontré en un mundo oficialmente cristiano, en el que, en un ambiente de euforia espiritual, se querían promover empresas varias, en especial de renovación cultural y católica, a veces sugestivas y bonitas, pero en un plano y en un nivel totalmente distinto de aquellos en los que se movía el Padre. Entre los recuerdos de iniciativas culturales voy a contar uno. Hacia el año 40 se presentó en El Escorial un tal Pons para hablar al entonces Prior P. Custodio Vega, y para hablarme a mí también, de una gran obra de cultura universitaria católica, con un espíritu de consagración total y una gran espiritualidad al parecer, y que este Pons pretendía que pudiera radicar en El Escorial. Tanto al P. Custodio como a mí en un principio nos llamó la atención lo que nos dijo. Exhibía además una serie de nombres de personas que decía que le ayudaban.

Hablaba de D. Pío Zabala, de Ibáñez Martín, Ministro de Educación en aquellos momentos y creo que también del catedrático de Hebreo, Cantera. Pons hablaba de todo como si fuera una intuición suya y dando impresión de seguridad. Al fin no se llegó a nada, pues ciertamente todo aquello era muy poco concreto y desbordaba las posibilidades de aquel hombre. Poco después supe que este Pons había estado en contacto con Josemaría -incluso viviendo en la residencia de Ferraz- y que le había copiado algunas cosas, deformándolas a su manera. Las grandes inquietudes apostólicas del Padre, por las que quería llevar a Cristo a todo el mundo, las había cambiado en un simple proyecto cultural, mezclado con deseos de influencia humana y aspiraciones políticas: quería -aquel Pons- construir su propio pedestal bajo la apariencia de apostolado. Precisamente, cuando hablé en cierta ocasión con Josemaría de ese hombre -y de este suceso-, encontró una nueva ocasión para subrayar el aspecto más fundamental de la Obra: el carácter exclusivamente sobrenatural de sus fines. Después de escucharme, recuerdo que Josemaría, sin darle demasiada importancia al asunto, me comentó que aquel chico había entendido mal la Obra y por ello se había alejado; la Obra era otra cosa: no era algo humano y cultural, sino sobrenatural; no era ni podría ser nunca un pedestal o una fuente de influencias ni de una persona, ni de un grupo, ni de nada. Era una gran obra de espiritualidad en la que no se trataba de adquirir posiciones de dominio, ni de influencia: nadie que viniera a la Obra con fines menos rectos podía perseverar, porque allí no se daba más que formación espiritual, y se exigía mucho: una dedicación plena al servicio de Dios.

De todo lo que conocí en la España de entonces, y no sólo en ella, lo que me produjo mayor impacto fue encontrar un sacerdote, Josemaría, rodeado de un grupo de hombres cuya meta era encontrar la plenitud de la vida cristiana, buscar la santidad derechamente, en medio del mundo. Todo eso -ya lo he dicho, pero quiero repetirlo- me hizo sentir con una gran hondura la fe y la confianza en Dios que promueve en cada época histórica apostolados que testimonian la fecundidad de su gracia. Me sabía ante una cosa de Dios, llena de la novedad que siempre llevan consigo sus obras, novedad que en este caso yo palpaba en la espiritualidad que vivían -clásica, sí, pero renovada totalmente-; en la nota de secularidad; en la universalidad, también geográfica, que se apuntaba ya, y aquel florecer de vocaciones a su alrededor. Todo esto era un conjunto de notas que yo no veía en ninguna parte de España, y pienso que tampoco se daba, por entonces, en la vida de la Iglesia de otros países, al menos con esta claridad en los fines, con este vigor. Era un ambiente que me recordaba al que pudo darse alrededor de S. Francisco de Asís, o de S. Ignacio: un periodo fundamental, esperanzador, de renovación de la Iglesia, un apostolado al que merecía la pena ayudar, entregarse a él en la medida que fuera posible. Este fue el impacto que me produjeron Josemaría y su Obra: conocer la existencia de un hogar espiritual amplísimo, ilimitado, pero de una solidez verdaderamente ejemplar.

Y esto no me ocurrió sólo a mí. Los sacerdotes con que entonces se relacionaba el Padre, todos estábamos verdaderamente impresionados: D. Casimiro Morcillo, luego Arzobispo de Madrid; el actual Cardenal de Sevilla, D. José María Bueno Monreal; el benedictino catedrático de Historia Fray Justo Pérez de Urbel, y algunos otros. Cuando hablábamos del Padre o de la Obra, hablábamos con verdadero sentido devocional: una

cosa sobrenatural, magnífica, que Dios había producido en aquellos momentos. Estábamos impresionados: nos parecía una auténtica Obra de Dios.

* * * * *

Durante aquellos años, mientras el Padre, con gran sacrificio personal y con tanta estrechez económica, impulsaba el desarrollo de la Obra por diversas provincias españolas, se desencadenó una campaña injusta y terrible contra él y contra la Obra. Eran muchos ataques y muy crueles, y de muy distintos frentes. Y, con ocasión de ellos, la claridad, la fortaleza y la prudencia sobrenatural de Josemaría se me hicieron más patentes.

Hacía 1941 empezamos a percibir los ataques de fondo. Venían de parte de algunos eclesiásticos que no veían con buenos ojos que se difundiera un apostolado con una espiritualidad que no era la suya y que se dejaban llevar de celotipias. También de un grupo de profesores universitarios que tergiversaban el apostolado entre intelectuales que realizaban algunos socios de la Obra. A ellos se sumó, ya en el año 1942, la Falange, que quería politizar a la Obra. Hay que mencionar también diversas presiones que se ejercieron sobre Josemaría para proponerle uniones que hubieran diluido los fines de la Obra o los hubieran limitado, o para enredarle en algunos asuntos curiosos, que hubieran puesto en entredicho su rectitud o hubieran podido dificultar el buen crecimiento espiritual de la Obra.

Hablaré con cierto orden y detalle de esos episodios no porque sean lo más característico de la actitud que suscitó el crecimiento del apostolado de Josemaría. Su labor y la de la Obra, por el contrario, recibieron siempre el cariño y el apoyo entusiasta de numerosísimas personas, tanto del campo eclesiástico como del civil. Estos sucesos dan, sin embargo, ocasión de testimoniar sobre sus virtudes. No hay duda de que Josemaría reaccionó, ante todas estas dificultades, con una actitud cristiana ejemplar, y pienso que es de justicia hacerlo constar claramente.

Pero, antes de hablar de esos hechos, querría detenerme en otra cuestión que se le planteaba a Josemaría ya desde el final de la guerra civil. He dicho anteriormente que, al comenzar a tratar más intensamente a Josemaría, advertí la delicadeza con la que evitaba que apareciera nada que resultara llamativo o milagroso, ni en relación con su persona ni con el desarrollo de la Obra. Ciertamente había una clara Providencia de Dios en todo; pero además había gente que, llevada de curiosidad por ver qué era lo que ocurría, acababan viendo lo que no había e inventando un ambiente milagrero y falso. Por ello tenía la precaución de que los hechos providenciales que realmente hubo no trascendieran.

Una de las frases que entonces le oí, fue ésta: "Yo no sé por qué vienen a verme, si soy un cura gordo e insignificante. Vienen a ver el bicho, a ver si hago milagros: ¡qué voy a hacer milagros! ¡qué historia es ésta de que hago milagros! Ocurren cosas que la gente estima que salen de lo normal; pero son cosas corrientes. Y si el Señor quiere hacer algo fuera de lo normal, es el Señor quien lo hace; no yo, no este cura". Sé que por entonces alguien me comentó una de esas invenciones a las que he aludido, pero no recuerdo

bien de qué se trataba. Sin embargo algo le debí comentar a Josemaría, porque él me contestó que si bien había hechos providenciales que habían ayudado a resolver problemas concretos, esas cosas de milagros -en el sentido teológico de la palabra- no tenían nada: eran manifestaciones de la amorosa providencia ordinaria de Dios. Resultaba muy claro que no quería que le estimaran como el cura de los milagros: "Yo soy un pobre cura gordo, que trabajo humildemente en hacer el bien que puedo".

Así era el Padre. Su claridad doctrinal y teológica, y su buen humor, sabían encontrar una salida airosa y simpática para cortar con prudencia un posible peligro o una acusación de iluminismo, misticismo o algo por el estilo, que tanto daño podría haber hecho a la Obra en su nacimiento. Siempre insistió en la formación de los suyos en el amor y cuidado de las cosas pequeñas; solía decir: "Las cosas extraordinarias no aseguran la salvación, pues se pueden prestar a muchos engaños y peligros para la soberbia personal y colectiva; en cambio no hay ningún peligro de soberbia en las cosas pequeñas hechas por Amor: ésas, con perseverancia, llevan al cielo". En esta línea de prudencia sobrenatural veo yo su insistencia de entonces en afirmar, y en hacer que se supiera que la espiritualidad de la Obra era viaja como el Evangelio y que era la tradicional de la Iglesia.

En este mismo sentido también recuerdo que llevado por su interés de no inventar nada, había compuesto las Preces de la Obra sobre textos litúrgicos de la Misa, del Breviario y creo que también del Pontifical. Y también recuerdo con qué ilusión cuidaba hasta el último detalle cualquier celebración litúrgica, que era seguida por los socios de la Obra con unción, porque tenía siempre un valor, un sabor, profundamente espiritual y formativo.

Pero volviendo a los ataques de fondo de los que quería hablar, algunos -como decía- fueron promovidos por un grupo de profesores universitarios. Yo nunca he sabido a ciencia cierta quiénes ni cuántos eran, porque por lo general no se manifestaban delante de mí. Sin embargo, sí me acuerdo claramente de un catedrático de Derecho Internacional, que se jactaba de haber encontrado en un diccionario hebreo un sentido oculto a las siglas SOCOIN con que era conocida una sociedad civil -la "Sociedad de Colaboración Intelectual"-, creada por algunos socios de la Obra para dar un título jurídico acorde con la legislación vigente en el país a la labor cultural y apostólica que se realizaba desde uno de los Centros de la Obra. En aquel diccionario rabínico halló una palabra que se parecía a Socoin -'socoim'- que era el nombre de una secta rabínica de asesinos o algo por el estilo. En ello quiso encontrar base para extender la inexplicable injuria de que la Obra era "una secta judaica de los masones", o "una secta judaica en relación con los masones".

A estas falsedades servían de portavoz unos cuantos profesores universitarios de ideología liberal y que -pienso que no hago un juicio temerario al decirlo- no veían con buenos ojos la presencia en las aulas docentes de católicos convencidos. Lanzaron así el rumor de que un grupo de profesores y otras personas afines a la vida universitaria -entre los que se incluían al Ministro de Educación, Ibáñez Martín, y a José María Albareda, Secretario General del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, de reciente creación- querían entregar la universidad al Opus Dei. Obsesionados con esta

idea llegaban a hacer cosas ridículas: todo el asunto lo era en realidad y sólo se comprende el cierto eco que pudo tener entonces, si se recuerda el ambiente nacionalista del país en aquellos momentos y las celotipias de algunas personas y movimientos que corrían la moneda falsa. Como detalle puedo contar que un día, al entrar en la sala de profesores de mi Facultad, me encontré en sobre grande, tamaño folio, en el que habían dibujado el triángulo y el compás masónico, escribiendo debajo: "Honorable Hermano José López Ortiz". El sobre no tenía nada dentro. No era más que un gran sobre puesto allí para que toda la gente que fuera por esa sala antes que yo -mi clase era a las 12- lo vieran. Era una maniobra para presentarme ante los demás como afín a "esa secta masónica". Y a la vez una intimidación porque yo había nombrado ayudante mío a Pepe Orlandis, que era un claro candidato a cátedra. Pienso que con ello me querían coaccionar para que le retirara mi apoyo. Los obstáculos para que los de la Obra fueran catedráticos nacieron de prejuicios sin fundamento y empezaron de hecho antes de que ninguno se hubiera presentado a ninguna oposición. Y así cuando, poco tiempo después, algunos -pocos- fueron concursando a oposiciones a cátedra, se encontraron con un prejuicio tremendo hacia ellos, que, habiendo sido extendido por otros, les dificultaba, contra toda justicia, el ejercicio de su derecho ciudadano. Pero de este asunto me ocuparé más adelante.

La llamada universal a la santidad que el Padre predicaba -con palabras y con obras, en medio del mundo- no fue entendida por muchos. Faltaban muchos años para que el Vaticano II proclamase esta exigencia divina, y esto dio lugar a acusaciones de herejía contra el Padre y contra su labor de almas. Posiblemente esto ocurría porque Dios Nuestro Señor, que quería probar la calidad del instrumento que había escogido para sacar adelante su Obra, permitió que por una errónea información sobre el Opus Dei, esas personas se formasen una idea equivocada y considerasen un deber de conciencia combatir el desarrollo de su labor apostólica. El Padre sufría mucho porque tenía un espíritu abierto, un corazón magnánimo, y sabía que la Obra no venía contra nada ni a hacer sombra a nadie, sino que, para el Opus Dei, cualquiera que trabajase en servicio del Señor era muy querido.

Lo suyo era el apostolado en los ambientes laicales y seculares. Su cariño por el clero secular era bien patente. Pero tenía también gran amor a todos los religiosos, y lo demostraba con hechos. De mi santo Fundador, San Agustín, decía que era no sólo un santo, sino como un milagro intelectual, y su cariño a mi Orden le llevó a dirigir aquella famosa tanda de ejercicios espirituales a la venerable y numerosísima comunidad de Agustinos de El Escorial, dando sus meditaciones en el inmenso coro alto, con 39º de fiebre.

Amaba a los Dominicos, a los Carmelitas, a los Jesuitas, a las Congregaciones modernas: a todos. Su amor a los Jesuitas lo demostró poniendo su alma en manos de uno de ellos, el P. Valentín Sánchez, que fue su confesor durante muchos años; y me consta que Josemaría les envió vocaciones, que fueron surgiendo específicamente para el estado religioso, como fruto de su dirección espiritual.

Tenía también abierto su corazón a todos los movimientos que había en el seno de la Iglesia: a la Acción Católica, por ejemplo, le prestó un apoyo decidido, dirigiendo infinidad

de cursos de retiro, siempre gratuitamente, y sobre todo siendo el confesor y director espiritual de los seglares que mayor empuje dieron a esta asociación en España. Y nunca les insinuó, ni de lejos, la posibilidad de la vocación al Opus Dei, a esos dirigidos suyos, precisamente porque eran dirigentes de la Acción Católica.

La contradicción surgida, a pesar de todo eso, de algunos ambientes piadosos, pero equivocados, fue, de todas, la que más me unió a Josemaría. Pude ver que su reacción ante los ataques -algunos tremendos- era siempre sobrenatural y llena de caridad. Pero quisiera aclarar que esto no suponía en él algo así como una reacción estoica, pasiva o apática. Su reacción era dinámica, de muchísima oración y mortificación -esto lo intuía yo, porque él era muy delicado en lo que se refería a manifestar su vida interior- y de total confianza en Dios. Me afirmaba que, si el Señor lo permitía así, sería para bien, y que, desde luego, perdonaba de corazón a todos. Y junto con esto, una serena y justa indignación provocada por el amor que tenía a todos sus hijos, a los que veía injustamente perseguidos, y por el daño que se derivaba para la unidad de la Iglesia y para las almas. El que le calumniaran a él no le importaba. Hay que tener en cuenta, para valorar lo que digo que algunos llegaron a alborotar a las familias de los socios de la Obra, atreviéndose a decir que el Opus Dei era algo herético: las calumnias -repito- fueron fuertísimas, pero no hicieron vacilar su actitud cristiana.

Josemaría jamás habló mal de nadie, perdonó siempre y prohibió terminantemente a sus hijos -aunque no era necesario ya que aquellos muchachos tenían el espíritu que él les había inculcado- que comentaran aquellos ataques, exigiéndoles que no criticaran a nadie y que nunca apagaran ninguna luz que se encendiera en nombre de Cristo. Con su visión profunda preveía ya entonces que cuando los enemigos de la Iglesia combatieran a la Obra, utilizarían desgraciadamente especies lanzadas por aquellos católicos a los que perdonaba heroicamente, y disculpaba diciendo que lo harían "putantes se obsequium praestare Deo".

Cuando hacia 1942, hice, con el Padre y Álvaro del Portillo, el viaje a Valencia del que he hablado antes, la persecución contra la Obra estaba ya montada con gran estilo. Fue entonces cuando se sumó a ella la Falange, que también arremetió oficialmente contra la Obra. Recuerdo que en un rincón de la casa de Samaniego en Valencia había un pozo, y que yo, refiriéndome a las acusaciones y denuncias falsas que algunos presentaban a la autoridad civil, le dije a Josemaría: "Anda con cuidado, no vaya a ser que un día una persona mal intencionada meta ahí cuatro pistolones viejos, y luego venga algún falangista, descubra esas armas y surja un lío". Mi comentario tenía algo de broma, pero la realidad era que algunos miembros de la Falange querían crear un conflicto político en torno a la labor de la Obra. El Padre siempre reaccionó repitiendo que la Obra era sobrenatural, en sus fines y en sus medios. En lo político -decía- la Obra no puede imponer nada a sus miembros; en sus relaciones con Dios, en su vida interior, sí: la lucha por la santidad y el apostolado; pero, en la política, que cada uno piense y haga lo que quiera; hay que respetar la libertad de cada uno de esos casos opinables. Para él la libertad de sus hijos en asuntos temporales era algo sagrado.

* * * * *

Junto a esos ataques frontales a los que acabo de referirme, el Padre padeció diversas presiones que hubieran podido entorpecer su apostolado. Defendió siempre con toda su alma la Obra de Dios, la protegió con su oración y con sus desvelos, y supo en todo momento evitar lo que hubiese podido desviarle de su camino. Ahora quizá sea más difícil entender la gravedad de las cosas a las que voy a referirme, porque la Obra aparece madura y pujante con la gracia de Dios, pero entonces era muy joven, y cualquier pequeña indecisión hubiera podido oscurecer su fisonomía.

No puedo precisar bien si fue por esos años cuarenta o en los anteriores, pero sí conservo muy claro en la memoria el recuerdo de que Ángel Herrera fue una de las personas que ejerció una fuerte presión sobre el Padre para acercarle a sus planes. La Asociación Católica Nacional de Propagandistas estaba buscando gente joven, y Ángel Herrera vio que alrededor de Josemaría había un grupo muy valioso de muchachos, y debió pensar que esa savia joven le vendría estupendamente a su Asociación. Fue a hablar con Josemaría y mantuvo dos o tres largas conversaciones con él esgrimiendo diversos argumentos: que había que trabajar en favor de la Iglesia; que los Propagandistas querían atraer al elemento joven; que esos muchachos que rodeaban a Josemaría... En fin que los ideales eran los mismos y que había que fundirse.

Josemaría le respondió aclarando que respetaba y amaba toda iniciativa apostólica, pero que era necesario que cada una conservara su fisonomía. Y la Obra, añadió, tiene unos fines y unas características muy distintas a las de vuestra asociación. Por lo que se refiere a las iniciativas políticas que, con un afán apostólico, promovían Herrera y algunos de los suyos -diversos miembros de la A.C.N. de P. fueron los promotores de la Democracia Cristiana en España-, repitió su doctrina sobre la libertad: los socios de la Obra eran libérrimos y él tenía el deber de defender esa libertad y no podía embarcar a nadie en empresas de ese tipo, aunque cada uno de los socios de la Obra podía, por su cuenta, hacer lo que estimara oportuno. De hecho hubo socios de la Obra que, en uso de esa libertad, pertenecieron a los Propagandistas o participaron en tareas promovidas por ellos, como hacían otros católicos.

Desde el primer momento el Padre insistió en la plena libertad personal que, en las cuestiones temporales, tienen los socios de la Obra. Lo decía terminantemente: "La libertad que cada uno tiene para elegir y decidir con respecto a su propia actividad, incluso política, es fundamental en la Obra. A los que vienen a la Obra se les exigirá mucho, pero siempre fundamentados en una espiritualidad. Lo que no sea requerido por esa espiritualidad permanece intangible: en eso plena libertad. De manera que servirán a Dios donde quieran. Y si quieren tener una actividad política, que la tengan: yo en eso no me meteré. Si uno toma una orientación política y otro otra distinta, yo recordaré sólo que esa divergencia no debe ir en detrimento de la caridad: dentro de la diversidad de opciones políticas debe haber caridad. Y también me preocuparé de que nadie tome la opción personal de un socio como cosa de la Obra, porque no lo es, sino cosa suya personal. Plena libertad, dentro de los criterios que la Iglesia marque para todos los católicos". "Yo en lo político -insistía- no puedo imponer ni recomendar una conducta a quienes se acercan a la Obra. En sus relaciones con Dios, en su espiritualidad, sí; en las preferencias políticas, no: cada cual lo que quiera. Hay una esfera de libertad temporal que, para mí, es sagrada". Esto lo dijo en cien mil ocasiones. Y lo decía antes de que la

mayor parte de los socios de la época hubieran tenido oportunidad de manifestar su opción política: eran casi todos jóvenes estudiantes y, como la mayoría de sus compañeros, vivían vida universitaria y hablaban de esos temas, más o menos según su personal interés, pero sin tener una actividad decidida en esa línea. Sólo alguno tenía alguna preferencia clara, pero Josemaría veía que, siendo ciudadanos normales, al crecer se irían enfrentando cada vez con más seriedad con esas cuestiones y obrando en consecuencia. "Llegará el momento -decía- en que estos muchachos opinen o actúen políticamente: cada cual que opte por lo que le parezca mejor, siempre que sea una opción política no reprobada ni por la Santa Sede ni por la Jerarquía ordinaria de cada país. Si quieren ser de algún grupo político o actuar de otra manera, que lo hagan. Siempre bajo su personal responsabilidad, y no habrá ninguna coacción, ni en pro ni en contra".

Una gran actitud de prudencia y fortaleza para ser fiel a lo que Dios pedía de él y evitar todo lo que pudiera deformar la fisonomía peculiar de la Obra o comprometer su apostolado, la manifestó el Padre con respecto a diversos movimientos de tipo místico surgidos en la España de esa época.

Se comentaba por entonces en determinados ambientes eclesiásticos la decisión tomada por el Obispo de Gerona, Mons. Cartanyá, con respecto a la obra de Magdalena Aulina, radicada en Bañolas (Cataluña): les prohibió el apostolado y decretó alguna censura eclesiástica. Otras personas sin embargo veían con buenos ojos ese movimiento y querían hacer gestiones para obtener el levantamiento de la censura, buscando para eso apoyo en diversos sitios. El Padre nunca quiso intervenir en el caso de Bañolas; su actitud era clara: ese asunto es competencia de la autoridad episcopal y yo no debo entrometerme en ello. Y así lo hizo en todo momento.

Entre las personas interesadas en apoyar lo de Bañolas estaban el conde de Marsal y D. Marcelino Olaechea, obispo entonces de Pamplona y gran amigo del Padre que, en cierta ocasión, quisieron atraerse al Padre. Pero él se mantuvo apartado. Un día me llamó Josemaría y me dijo: "D. Marcelino quiere que vaya a comer con él, con Marsal y con el Nuncio. Y me han invitado a comer en la embajada de Francia. Quieren que vayas tú también, y me han encargado que te transmita la invitación". "Si quieres -añadió-, ve tú, pero yo no voy, porque no quiero verme intervenir para nada en ese asunto. Esa es mi decisión y no cambiaría por el hecho de asistir a una comida, pero alguien podría comentar que si dije o dejé de decir y es preferible que no vaya". Yo fui a la comida, en parte para informar a Josemaría si se comentaba algo sobre él. Finalmente no se habló para nada de Magdalena Aulina ni del movimiento de Bañolas: no asistiendo Josemaría, con vistas al cual se había organizado la comida, ya nadie tuvo interés en sacar el tema.

En los años posteriores la decisión episcopal con respecto a la obra de Magdalena Aulina cambió y su labor dio origen a lo que hoy son las Operarias Parroquiales. Personalmente pienso que, en aquellos tiempos, la actitud de Mons. Cartanyá fue ponderada y recta, ya que resultaba prudente dado el ambiente que había, y que no excluía un estudio y consideración posterior, como de hecho ocurrió. En cualquier caso ese episodio me demostró una vez más el amor del Padre a los obispos y el respeto a sus decisiones, que nunca quiso no ya criticar sino ni siquiera juzgar. Y a la vez su

prudencia y su humildad, ya que a los hombres suele halagarles el que les consulten y pidan su opinión para todo tipo de asuntos, y el Padre supo en cambio estar siempre en su sitio, yendo a lo que Dios le pedía y sin desviarse de su camino.

Esa misma prudencia y circunspección la advertí con respecto a otro hecho de tipo místico, surgido también en Cataluña y protagonizado por un sacerdote, el P. Vallet. Un día nos encontramos casualmente por la calle Josemaría, el P. Vallet y yo. Yo observé que Josemaría rehuía entrar en la conversación, que recayó entonces sobre mí. Poco después, el P. Vallet vino a verme a mi casa; me contó su historia verdaderamente sugestiva y me habló de unas revelaciones extraordinarias que decía haber tenido -contaba que se le apareció S. Isidoro de Sevilla- y que -añadió- produjeron una revulsión enorme en su vida. Quiso ingresar en la Compañía, pero al final no lo aceptaron. En fin, una vida muy larga y muy complicada. De esta larguísima conversación yo saqué en consecuencia que, efectivamente, no le convenía en absoluto nada a la Obra el estar relacionada con el P. Vallet, y que Josemaría había obrado con un gran discernimiento al ser muy parco en su conversación en ese encuentro callejero.

En todos estos episodios que acabo de narrar he admirado siempre la prudencia sobrenatural del Padre. Eran indudablemente escollos contra los que podría estrellarse la entonces frágil nave de la Obra, arenas movedizas que podían ahogarla. Pero él tenía como un don especial de Dios para prever las dificultades, una gran facilidad para encontrar solución a esas dificultades y una firme tenacidad para seguir adelante en su camino sin desviarse del rumbo: indudablemente estaba sostenido por el carisma fundacional.

Pero al mismo tiempo, no era insensible, y todos estos ataques y enredos hacían sufrir mucho a Josemaría que tenía unos criterios muy claros, un corazón abierto y sincero, y una nitidez plena sobre lo que el Señor le pedía y sobre lo que era el Opus Dei. Pero, como he dicho, no sufría por su persona, sino por el Señor, por la Iglesia, por la Obra, por las almas. A él, personalmente, no le importaba ni su honra -con tanta calumnia encima- ni su prestigio, ni su fama, ni nada: era ejemplarmente humilde. Sufría por Dios y por las almas, especialmente por las que el Señor le había confiado. Y rezaba mucho, mucho, y perdonaba siempre, con inmensa caridad. Jamás le he oído hablar mal de ninguno de los que le atacaban o querían enredarle. Pude saber que siempre que sufría alguna contradicción o dificultad se imponía mortificaciones y penitencias muy fuertes.

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Fue por el año 39 cuando el Padre comenzó a preparar particular y concienzudamente a los que serían los tres primeros sacerdotes de la Obra, que hicieron sus estudios de Sagrada Teología bajo la dirección de destacados profesores. El Padre me hablaba de estos tres hijos suyos que se iban a ordenar con una gran ilusión, con una esperanza inmensa. Como de todas las cosas que me contaba, me hablaba de este tema con una fe y seguridad totales. Me decía que todos los socios de la Obra, para hacer un apostolado eficaz a través de su trabajo, debían tener una preparación similar a la de los sacerdotes, aunque la inmensa mayoría no se iban a ordenar, porque no es ésa su vocación. Contando todos con esa formación, el, o el que le suceda, llamará al

sacerdocio a los que vea oportuno, respetando la libertad de cada uno, para acoger esa llamada. El que aquellos tres comenzasen entonces a estudiar Teología no era, pues, una cosa extraordinaria, porque con el tiempo sería lo ordinario en la Obra, en la que todos los socios deben poseer la formación doctrinal religiosa conveniente. Por eso enseguida empezarían a estudiar otros, y luego otros, sin interrupción; como en efecto ha sido. Todo esto me lo decía como algo que pertenecía a la esencia apostólica de la Obra, y que por tanto era claramente de Dios.

No sólo en la formación teológica de los socios de la Obra ponía Josemaría metas muy altas, sino también en su formación profesional. Debían ser competentes, pues se preparaban para servir desde las diversas actividades humanas que libremente elegían, a la Iglesia y a todas las almas. Junto a una gran ilusión profesional, debían tener una rectitud de intención grande, de modo que supieran estar desprendidos de todo, y no buscar nunca su propio provecho personal si, en justicia y ejerciendo rectamente sus derechos civiles, les llegaba a corresponder algún cargo. Siempre y en todo debían aprender a servir a los demás y a la sociedad civil, poniendo en ese servicio todos sus talentos, sin desaprovecharlos.

Algunos de los muchachos de la Obra que yo había empezado a conocer cuando eran estudiantes en diversas provincias españolas, fueron creciendo y dedicándose al estudio hasta estar preparados para presentarse a oposiciones de cátedra en la Universidad, ya que se sentían atraídos por la investigación o la docencia. Recuerdo que el Padre les estimulaba a que no desertaran de sus responsabilidades. Primero porque debían trabajar con seriedad, porque ése era el medio con el que tenían que santificarse, y después, porque podían ampliar las posibilidades de su apostolado y de ejercer una influencia benéfica en el ambiente universitario.

En aquella época hubo muchos concursos de oposición a cátedra, pues al terminar la contienda civil, con bastantes profesores desaparecidos y emigrados, habían quedado menguados los cuadros docentes. La gente joven, con la carrera recién terminada, tuvo grandes oportunidades, que afectaron también a aquellos que pertenecían a la Obra y que, de hecho, fueron un pequeño porcentaje del total de los que accedieron a la cátedra.

Para las afirmaciones de algunos sobre pretendidas injusticias de los de la Obra en sus oposiciones a cátedra, yo nunca he encontrado otro fundamento que el que dan las miserias humanas. Casi siempre la acusación no era otra cosa que la reacción incontrolada de quien perdía una oportunidad, olvidando que cuando en la vida se da un legítimo conflicto de derechos uno ha de ganar y otro perder, y que han de llevarlo ambos con deportividad. Otras veces, nacía más bien como fruto de las rivalidades que hay casi siempre entre escuelas universitarias, tendencias culturales, etc. Creo que puedo emitir este severo juicio, puesto que en aquellos años formé parte, como vocal o como presidente de bastantes tribunales de oposición a cátedra: conozco pues bien el ambiente.

Formé incluso parte de algunos tribunales en que se presentaron socios de la Obra. En concreto recuerdo que estuve presente en el de Pepe Orlandis, discípulo mío y mi

ayudante de cátedra; en el de Ángel López Amo, que murió hace ya varios años, hombre muy valioso; en el de Ignacio de la Concha, que por entonces estaba muy relacionado con la Obra, y que, si era discutido en la universidad, lo era más bien por ser muy falangista; y quizá en alguno más, pero no lo recuerdo ahora. Por estar metido en la vida universitaria supe también de los que habían opositado a cátedra en otras ramas. Por ejemplo, Paco Botella, en Matemáticas; José María Albareda en Ciencias; Juan Jiménez Vargas en Medicina; Paco Ponz en la rama de Biológicas y quizá alguno más; pero no muchos más.

Dejando de lado la mera anécdota de si en tal o cual oposición alguno de la Obra empleó con más o menos fuerza los recursos legales que le proporcionaban las leyes vigentes, de si movilizó a sus colegas, a su escuela universitaria, de si usó los demás medios legítimos que todos los opositores de este país han puesto para hacer prevalecer en lid honrada su derecho; lo que quiero testimoniar con toda claridad es que ni el Padre, ni la doctrina que surge de la espiritualidad de la Obra, ni la práctica de sus socios, ofrecen la menor tacha o reproche moral en este punto. Más aún puedo decir, porque conozco otras conductas y he sufrido presiones de diversas personas e instituciones, que el respeto del Padre por todos los principios que informan la justicia y la delicadísima manera de permanecer al margen de las gestiones concretas de tipo profesional de sus hijos, ha sido siempre verdaderamente ejemplar. A mí nunca me habló de las oposiciones de ninguno de los suyos. En concreto, durante las oposiciones de Pepe Orlandis, que como vengo diciendo era mi discípulo y ayudante, que se celebraron cuando yo tenía relación casi diaria con Josemaría, recuerdo bien que nunca me hizo recomendación alguna ni me dijo nada: procedió como manteniéndose al margen de mi relación con Pepe Orlandis y de su oposición. Sus miras estaban muy por encima de esas cosas.

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Cuando estaban estudiando Álvaro del Portillo, José María Hernández de Garnica y José Luis Múzquiz, se puso enfermo Isidoro Zorzano. Yo, que era su confesor desde algún tiempo atrás, fui a la clínica varias veces: era emocionante su conformidad, su espíritu de sacrificio y su cariño filial al Padre. Josemaría le quería muchísimo, y sufría como un padre, porque eso era. Yo me ausenté de Madrid unos días, y entonces murió santamente Isidoro.

Debió ser algún tiempo después -aunque no recuerdo la fecha- cuando el Padre estuvo hablando con Sor Lúcia, la vidente de Fátima. Yo era Obispo de Tuy, y nunca permití que Sor Lúcia recibiese visitas fuera de lo ordinario. Se procuraba que hiciese una vida normal -que charlase con alguna gente, que fuese a una catequesis en un suburbio de Tuy, etc.-, pero visitas extraordinarias no. Hice una excepción con Josemaría cuando éste vino a Tuy. Fue a verla y, entre otras cosas, le dijo más o menos: "Sor Lúcia: con todo lo que hablan de Vd. y de mí ¡si encima nos vamos al infierno...!". Me contó el Padre que Sor Lúcia se quedó pensativa y le dijo con gran sencillez: "Verdaderamente, tiene usted razón". Josemaría se puso muy contento al comprobar su humildad.

En ese momento el Padre ya había pensado comenzar la labor apostólica de la Obra en Portugal, pero no de un modo inmediato. Se lo comentamos a Eliodoro, mi secretario, y como éste es un hombre de grandes recursos, solucionó enseguida el viaje. No recuerdo bien, pero pienso que primero fuimos a Fátima, a rezarle a la Virgen, y después a Lisboa, donde mantuvimos una entrevista con el Cardenal Cerejeira, que no entendió mucho la novedad de la Obra. Después fuimos a Coimbra, y hablamos con el Obispo de allí, que fue todo efusión y cariño, y se manifestó muy dispuesto a ayudar. El Padre dispuso que se comenzaría allí la labor. Se debió de ir de un modo estable al poco tiempo.

Con posterioridad a este viaje, mi trato con Josemaría decreció y no fue ya tan continuo como antes. No tardó mucho en marchar definitivamente a Roma, y desde entonces, he seguido manteniendo un trato de amistad con él, aunque, como es natural, no tan frecuente como en años anteriores.

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Tratar de modo particular de las virtudes sobrenaturales y de las virtudes humanas de Josemaría es muy difícil, porque toda su vida fue una vida de santidad muy intensa, "in crescendo", con una unidad muy grande. Es difícil distinguir qué era fruto de sus altas cualidades humanas, y qué de su lucha ascética y de su vida interior, porque todo estaba estrechamente unido. Se pueden distinguir teóricamente sus dotes humanas y dotes sobrenaturales, pero de hecho estaban totalmente ligadas y fundidas en una sola cosa: su amor a Dios. La unidad de su vida radicaba en su entrega plena al Señor, en cumplir amorosamente lo que El le pedía, la Obra, en servicio de la Iglesia y de las almas.

Para él, el Opus Dei era su vocación divina, en la cual tenía una certeza plena y absoluta, y respondía fielmente en todos los momentos de su vida a esa llamada. Todas sus virtudes estaban armonizadas y eran plenamente acordes con el espíritu sobrenatural específico de la Obra. La vida de Josemaría fue de una total fidelidad a la Voluntad de Dios: su santidad no ofrece para mí la más pequeña duda. Precisamente así es como ha sacado adelante la Obra de Dios, no una obra suya, personal, sino una Obra divina. Y Dios fue haciendo su Obra contando con la humildad y la fidelidad del Padre, como instrumento.

El Padre era un sacerdote santo que amaba su sacerdocio profundamente, y que agradecía al Señor, con toda el alma y constantemente, su vocación sacerdotal. Recuerdo que me contó con sencillez que en una ocasión -cuya fecha no puedo precisar- visitó el Palacio Arzobispal de Zaragoza, y cuando estuvo a solas en el oratorio o capilla donde, hacía años, había recibido la Tonsura, besó el suelo con verdadera unción y gozo espirituales, mientras saboreaba aquellas palabras de la ceremonia: "Dominus pars haereditatis meae et calicis mei...". Su amor al sacerdocio y a los sacerdotes parece evidente al recordar el gran número de ejercicios espirituales y retiros para religiosos y sacerdotes que predicó durante los años en que yo le trataba más cerca; recorrió toda España a petición de Obispos de unas y otras diócesis. La abnegada atención espiritual que la Obra ha prestado a sacerdotes de muchos países ha sido una continuación del trabajo ejemplar e infatigable del Padre.

Quiero agradecer aquí el esfuerzo de Josemaría y de sus hijos sacerdotes para ayudar espiritualmente a tantos otros sacerdotes seculares, de todas las diócesis de España. Sé que éste es también el sentimiento de los Prelados que han visto surgir, entre sacerdotes suyos, vocaciones al Opus Dei. Tanto como Obispo de Tuy-Vigo hasta hace unos años, como ahora desde mi puesto de Vicario General Castrense, he podido apreciar cómo los sacerdotes que se incorporan al Opus Dei se esfuerzan seriamente en estar más unidos a su Obispo y obedecerle fielmente, y con heroísmo si es preciso.

Su amor a Dios y su fe filial y confiada se transparentaban en el conjunto de toda su vida. No sólo en algunos detalles, sino en toda la vida de Josemaría se descubría que no tenía otra finalidad que cumplir amorosamente la Voluntad de Dios y ayudar a los demás a acercarse a El: esto era algo totalmente evidente.

Su espíritu de fe, su visión sobrenatural, su unión con Dios se manifestaban en todo el conjunto de su actuación, de sus pensamientos, de sus afanes, de su vida toda. En cuanto la conversación con el Padre se hacía un poco más íntima, aparecía patente la efusión de su vida interior llena de Dios. Una vida que no tenía más intereses que los de la Gloria de Dios.

A la Santísima Virgen le tenía una devoción filial, llena de ternura y de fortaleza, que se traslucía hasta en los detalles más pequeños. Amaba entrañablemente a San José, y rezaba mucho, con amistosa confianza, a los Ángeles Custodios, encomendándoles asuntos concretos, con la seguridad de que siempre le escuchaban.

En Josemaría destacaban pues, un profundo sentido de su sacerdocio, su condición de instrumento en manos de Dios para hacer el Opus Dei, y una profunda vida interior: era claramente un hombre muy sobrenatural. Pero, al mismo tiempo, era muy humano. Todo en él era sencillez, espontaneidad, franqueza. Tenía una simpatía personal extraordinaria. En él era esto algo que fluía naturalmente de una afectividad grande, y también del deseo de entregarse a los demás, que le llevaba a olvidarse de sí mismo y estar pendiente de los demás. Indudablemente esto se lo facilitaba una naturaleza abierta y espontánea. Yo diría que, por naturaleza, él era esto: entrega, simpatía, espontaneidad. A esto añadía una formación cultural muy amplia y sólida. Tenía una gran capacidad de atención a lo que se desarrollaba a su alrededor: un talento lúcido y abierto a la realidad.

En su labor de gobierno de la Obra, me di cuenta de que se apoyaba siempre, con gran confianza, en Dios. Además el Señor le había dado unas dotes de gobierno extraordinarias. Josemaría mandaba fundado no solamente en su autoridad, sino en el cariño que tenía a los suyos, y que siempre vi correspondido por éstos. La gente le obedecía y creo que con muy poco mérito porque le obedecía por verdadero afecto; así al menos pude comprobarlo en los primeros que estuvieron con él, y supongo que todos los que han venido después han hecho lo mismo. A todo esto se unía una aguda prudencia -a la que ya me he referido más arriba-, una gran previsión de posibles dificultades, y una facilidad grande para encontrar soluciones a estas dificultades.

A Josemaría nunca le he visto indeciso; las resoluciones él las tomaría con prisa o con calma, no lo sé; pero indeciso no lo he visto jamás. Ni indeciso, ni titubeante. Tenía un sentido perfectamente claro de lo que procedía hacer en cada momento. En asuntos graves, alguna vez me pidió consejo: "qué te parece esto o lo otro", me preguntaba. Pero era para ampliar horizontes, para considerar las cosas mejor, y no porque procediera de una situación de indecisión o de duda. En indecisión o en duda no lo he visto nunca. En asuntos de tipo jurídico, o en sus relaciones con el Obispo de Madrid o con el Nuncio, recuerdo que alguna vez me decía: "¿Crees que procedería hacer esto?". No recuerdo un caso concreto, pero recuerdo que se aconsejaba de mí y de otros con cierta frecuencia.

Tenía una alegría constante que radicaba -era patente- en la honda conciencia de su filiación divina. Nunca le he visto triste ni abatido. Ya he dicho que sufría mucho con las persecuciones y ataques a la Obra y a sus hijos, pero incluso en esos momentos calificaba esas dificultades con absoluta objetividad, manteniendo siempre la serenidad en el juicio. Además, todo lo valoraba sobrenaturalmente y de un modo optimista y positivo: concretamente, me decía que todo aquello lo permitía el Señor para fortalecerle a él y a sus hijos, y para que se viera claro que la Obra era de Dios, no cosa de hombres. En una ocasión, me llegó un documento de la Falange -el partido único de Franco- en el que se le calumniaba de una manera atroz. Me pareció un deber llevarle el original, que me había dejado un amigo mío: los ataques eran tan fuertes que, mientras Josemaría fue leyendo esas páginas delante de mí, con calma, no pude evitar que se me saltasen las lágrimas. Cuando Josemaría terminó la lectura, al ver mi pena, se echó a reír, y me dijo con heroica humildad: "No te preocupes, Pepe, porque todo lo que dicen aquí, gracias a Dios, es falso: pero si me conociesen mejor, habrían podido afirmar con verdad cosas mucho peores, porque yo no soy más que un pobre pecador, que ama con locura a Jesucristo". Y, en lugar de romper esa sarta de insultos, me devolvió los papeles para que mi amigo los pudiera dejar en el ministerio de la Falange, de donde los había cogido: "Ten -me dijo-, y dáselo a ese amigo tuyo, para que pueda dejarlo en su sitio, y así no le persigan a él".

El sufrimiento no le quitaba ni la alegría ni la ecuanimidad. Sabía dar gracias a Dios por todas las ocasiones que encontraba para sufrir por El. Su alegría tenía verdaderamente raíces en forma de cruz, y así predicaba él esta virtud. Era además contagiosa. Recuerdo alguna vez, yendo de viaje en autobús con los chicos, cómo animaba a que entonasen canciones que estaban de moda: eran canciones de amor humano noble, que él llevaba, y ayudaba a llevar, con naturalidad, al amor divino. El mismo se unía a ellos, cantando con voz bien timbrada y fuerte. Estos cantares los alternaba, de un modo muy natural, con consideraciones que avivaban la presencia de Dios. Era la suya una alegría humana y sobrenatural al mismo tiempo, de corazón enamorado de Jesucristo.

Amaba mucho la libertad; especialmente la libertad de las conciencias. Recuerdo cuánto le repugnaba la posibilidad de que algún sacerdote, aprovechando el ascendiente que siempre da la dirección espiritual, utilizara a las almas como instrumentos para llevar a cabo sus planes. Esto le parecía uno de los abusos más censurables que puede haber. Vivía personalmente este amor a la libertad de las conciencias con una gran delicadeza, hasta extremos inimaginables.

Su espíritu de mortificación era grande, así como su amor a la pobreza: ya he relatado alguna anécdota al hablar de la expansión primera de la Obra por las provincias españolas. No tenía nada como propio, estaba desprendido de todo. Hasta en lo más pequeño cuidaba no apegarse a las cosas; era un cuidado amoroso el suyo. Recuerdo que en una ocasión -en Roma- acababa de recibir un burrito dorado, de una hechura preciosa, que le hizo mucha gracia porque le gustaba la figura del borrico trabajador y fiel. Al verlo, le encantó. Entonces, reflexionó un momento y me dijo: "Llévatelo, es para ti". Me di cuenta, en aquel mismo momento, que era un gesto de desprendimiento.

Sabía unir al vivir la sinceridad, un pudor delicadísimo acerca de la vida interior con una gran franqueza y un extraordinario sentido de la lealtad. De otra parte, su lealtad iba unida a una profunda gratitud. Cuando se le hacía algún favor, quedaba agradecido para siempre, y lo sabía manifestar.

En fin, pienso que no me es posible explicar de modo suficiente la riqueza humana y espiritual de Josemaría. Pero antes de terminar este escrito, querría emitir un juicio global, sobre lo que para mí significa el paso por la vida de Josemaría Escrivá de Balaguer en su proyección sobre la Iglesia. Veo, como algo que salta a la vista, un renacimiento espiritual, la floración de una auténtica espiritualidad cristiana, sólida y profunda, que, por obra del Padre, se ha extendido a unos sectores de una amplitud verdaderamente extraordinaria. La Obra es un fenómeno de una vitalidad cristiana comparable al provocado por las Ordenes mendicantes, en el siglo XIII. Quizá superior, porque aunque las Ordenes mendicantes influyeron en los laicos difundiendo su espiritualidad a través de las Ordenes terceras, sin embargo no fue tan intenso este influjo. Hubo en las Ordenes terceras floraciones de santidad; pero, por lo que conocemos de ellas, no pretendían conseguir esta unidad de vida que tiene la gente influida por la espiritualidad del Opus Dei en la que se une plenamente lo ascético, con el carácter secular de su condición y con el apostolado. Obreros, campesinos, casados y solteros, sacerdotes, de tantas razas y condiciones. Hablo teniendo presente ahora el recuerdo de unos parientes míos que son de la Obra: su vida cristiana es de una intensidad y de una consecuencia estupenda. Es una santidad que influye en la vida. No ocurre con ellos como con algunas personas "devotas" que, acabadas sus "devociones", no se ocupan de corregir su egoísmo: no; los veo generosos, desprendidos, con un espíritu de fe extraordinario, presentes con abnegación en sus labores familiares y sociales. En fin, les veo vivir esa espiritualidad típica de la santificación de la profesión, de la vida ordinaria, que ha prendido a fondo no sólo en ellos sino ya en un número considerable de gente. ¡Qué más quisiéramos quienes tenemos graves obligaciones pastorales en la Iglesia que aún alcanzara a más!.

Mons. Fray José López Ortiz (Arzobispo de Grado)

Extracto publicado en Palabra 163, III-1979