Fiódor Mijáilovich Dostoievski - El pequeño heroe

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1 FEDOR DOSTOIEWSKI El pequeño héroe Tenía yo entonces algo menos de once años. En julio me dieron permiso para pasar una temporada en una finca de las cercanías de Moscú con un pariente mío, T—, quien a la sazón tenía en ella a cincuenta invitados, acaso más..., no recuerdo; no los conté. Todo era barullo y regocijo. Aquello parecía un pasatiempo que había empezado con propósito de no terminar jamás. Se hubiera dicho que nuestro anfitrión había dado palabra de derrochar cuanto antes su enorme hacienda, y, en efecto, no hace mucho tiempo logró confirmar esa conjetura, esto es, lo despilfarró todo, hasta la última viruta, hasta la última pavesa, hasta quedarse absolutamente sin nada. A cada momento llegaban nuevos invitados. Moscú estaba a dos pasos, a la vista, de modo que los que se iban dejaban sencillamente el sitio a otros, y la jarana seguía su curso. Las diversiones se sucedían sin interrupción y no cabía prever cuándo terminaría el jolgorio. Unas veces era una excursión a caballo por los alrededores, en grandes grupos; otras era una vuelta por los pinares o un paseo en barca por el río; jiras campestres, comidas al aire libre, cenas en la vasta terraza de la casa, adornada de tres hileras de flores exquisitas que saturaban con su aroma el aire fresco de la noche, bajo una iluminación deslumbrante. Con ayuda de ésta nuestras damas, de por sí bonitas casi todas, parecían aún más encantadoras, con el semblante animado por las impresiones del día, con los ojos relampagueantes, con el rápido tiroteo de

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FEDOR DOSTOIEWSKI

El pequeño héroe Tenía yo entonces algo menos de once años. En julio me dieron permiso para pasar una temporada en una finca de las cercanías de Moscú con un pariente mío, T—, quien a la sazón tenía en ella a cincuenta invitados, acaso más..., no recuerdo; no los conté. Todo era barullo y regocijo. Aquello parecía un pasatiempo que había empezado con propósito de no terminar jamás. Se hubiera dicho que nuestro anfitrión había dado palabra de derrochar cuanto antes su enorme hacienda, y, en efecto, no hace mucho tiempo logró confirmar esa conjetura, esto es, lo despilfarró todo, hasta la última viruta, hasta la última pavesa, hasta quedarse absolutamente sin nada. A cada momento llegaban nuevos invitados. Moscú estaba a dos pasos, a la vista, de modo que los que se iban dejaban sencillamente el sitio a otros, y la jarana seguía su curso. Las diversiones se sucedían sin interrupción y no cabía prever cuándo terminaría el jolgorio. Unas veces era una excursión a caballo por los alrededores, en grandes grupos; otras era una vuelta por los pinares o un paseo en barca por el río; jiras campestres, comidas al aire libre, cenas en la vasta terraza de la casa, adornada de tres hileras de flores exquisitas que saturaban con su aroma el aire fresco de la noche, bajo una iluminación deslumbrante. Con ayuda de ésta nuestras damas, de por sí bonitas casi todas, parecían aún más encantadoras, con el semblante animado por las impresiones del día, con los ojos relampagueantes, con el rápido tiroteo de sus conversaciones rebosantes de una risa sonora como el tañer de una campana; danza, música, canto; si el cielo estaba encapotado, se organizaban tableaux vivants, charadas, adivinanzas; se hacía teatro casero. Aparecían gentes que hablaban por los codos, que contaban historietas, que decían agudezas. Algunas caras se perfilaban nítidamente en primer plano. Ni que decir tiene que la maledicencia y la murmuración estaban a la orden del día, pues sin ellas el mundo no da vueltas y millones de personas se morirían, como moscas, de aburrimiento. Ahora bien, yo con mis once años no me cuidaba entonces de esas gentes,

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atraído por cosas muy diferentes, y si me percataba de algo no era ciertamente de todo. Pero más tarde hubo algún detalle que recordar. Sólo el aspecto luminoso del cuadro se alzó claro ante mis ojos infantiles: la animación general, el brillo, el ruido..., todo ello, nunca visto ni oído por mí hasta entonces, me hizo tal impresión que en los primeros días me sentí aturdido y mi pequeña cabeza me daba vueltas. Pero hablo de mis once años, y en efecto era un niño, sólo un niño. Muchas de aquellas bellísimas mujeres no pensaban todavía, al acariciarme, en ponerse al nivel de mis años. Ahora bien, me sentía dominado por cierta sensación que —¡cosa rara!— a mí mismo me era incomprensible. Algo susurraba ya en mi corazón, algo hasta entonces desconocido, misterioso, que lo hacía arder y latir como asustado y que a menudo me cubría el rostro de rubor intempestivo. De vez en cuando me avergonzaba y hasta me ofendía ante la variedad de mis privilegios infantiles. Otras veces sentía una especie de asombro que me obligaba a meterme donde no pudiera ser visto, para recobrar el aliento y como para recordar alguna cosa, : recordar qué habría sido aquello que, por lo visto, había recordado muy bien hasta entonces y había olvidado de repente, pero sin lo cual no podía presentarme en ninguna parte y sencillamente me era imposible vivir. Acabé por pensar que ocultaba algo de los ojos de todos, pero por nada del mundo se lo hubiera revelado a nadie, porque me daba —a mí, personaje minúsculo— una vergüenza horrible. Pronto llegué a sentirme solo en medio del remolino que me rodeaba. Otros niños había allí, pero todos eran o mucho menores o mucho mayores que yo, y, por lo demás, no me interesaban. Por supuesto, nada me habría ocurrido de no haberme hallado en situación tan excepcional. Para esas bellísimas damas yo no era todavía sino una criatura pequeña y borrosa, a quien a veces les gustaba acariciar y con quien podían jugar como con un muñeco. Una de ellas, en particular, rubia encantadora de abundantes y espléndidos cabellos —como jamás los he vuelto a ver y como seguramente no los veré jamás—, parecía haber jurado no dejarme en paz. Me traía desasosegado, y le divertía la risa que estallaba a nuestro alrededor, risa que provocaba a cada instante

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con las picardías agudas y extravagantes de que me hacía objeto y que le causaban enorme regocijo. De seguro que sus compañeras de colegio la llamarían «la guasona». Era extraordinariamente hermosa y en su hermosura había algo que saltaba inmediatamente a la vista. Ni que decir tiene que en nada se parecía a esas rubias pequeñas y tímidas, blancas como plumón de ave y tiernas como ratoncitos blancos o como hijas de pastores protestantes. No era alta de cuerpo y sí algo llena de carnes, pero con líneas faciales finas y agradables y encantadoramente dibujadas. Algo había en ese rostro que fulguraba como un relámpago; más aún, toda ella era como el fuego; vivaz, fugaz y ligera. De susgrandes ojos, muy abiertos, parecían saltar chispas; centelleaban como diamantes, y nunca cambiaré ojos como ésos, azules y chispeantes, por otros negros, aunque sean más negros que los más negros de una andaluza. Sí, mi rubia valía tanto como esa célebre morena a quien cantó un conocido y excelente poeta, quien por añadidura juró a toda Castilla en versos magníficos que estaba dispuesto a romperse los huesos si se le permitía tocar con la punta del dedo la mantilla de su beldad. Añádase a esto que mi beldad éra la más jovial de todas las beldades del mundo, la más ruidosamente jocosa, traviesa como una chicuela, a pesar de que llevaba casada cinco años. La risa no desaparecía de sus labios, frescos como una rosa mañanera que con el primer rayo del sol acaba de abrir su perfumado capullo carmesí en el que aún brillan unas gruesas y frías gotas de rocío. Recuerdo que al día siguiente de mi llegada se organizó una función teatral de aficionados. La sala estaba, como se dice, de bote en bote; no había un asiento libre; y como por algún motivo llegué tarde, tuve que presenciar el espectáculo de pie. Lo festivo de la representación, sin embargo, me arrastraba poco a poco hacia delante, y sin darme cuenta fui abriéndome paso hasta las primeras filas, donde me instalé por fin, de codos en el respaldo de una butaca en que estaba sentada una dama. Era mi rubia, pero todavía no nos conocíamos. Y he aquí que casi por casualidad me puse a contemplar sus hombros, de una prodigiosa redondez, seductores, abultados, blancos como la espuma de la leche, aunque a mí en realidad lo mismo me daba entonces mirar

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los maravillosos hombros de una mujer que la cofia con cintas coloradas que cubría las canas de una señora respetable que estaba en primera fila. Al lado de la rubia se hallaba una señorita más que madura, de ésas que, como después he podido observar, se colocan siempre lo más cerca posible de mujeres jóvenes y hermosas, sobre todo de las que se complacen en rodearse de gente moza. Pero ahora no se trata de eso. Se trata de que esa señorita notó mis miradas, se inclinó hacia su vecina y con risita contenida le dijo algo al oído. La vecina se volvió de pronto, y recuerdo que sus ojos centellearon de tal modo en la penumbra al posarse en mí que yo, cogido de sorpresa, di un respingo como si me hubiera quemado. La beldad se rió. —¿Le gusta la función? —preguntó, mirándome con irónica picardía. —Sí—contesté con cierto asombro, sin apartar los ojos de ella, cosa que por lo visto le gustaba. —¿Y por qué está de pie? Se va a cansar. ¿Es que no tiene sitio? —Pues eso; que no lo hay —contesté más preocupado esta vez de mí mismo que de los ojos chispeantes de la beldad, y sumamente contento de haber encontrado por fin un buen corazón al que podría descubrir mi zozobra. He estado buscando y todos los asientos están ocupados —añadí, como quejándome a ella de que todos los asientos estuviesen ocupados. —Ven acá —me dijo vivamente, con la rápida decisión con que adoptaba cualquier idea disparatada que cruzaba por su extravagante cabeza—; ven acá y siéntate en mis rodillas. —¿En sus rodillas? —repetí perplejo. Ya he dicho que mis privilegios empezaban a ofenderme y avergonzarme de veras. Esta señora, como en broma, no iba muy a la zaga de las demás; amén de que, habiendo sido yo siempre tímido y retraído, comenzaba, particularmente ahora, asentir recelo en presencia de las mujeres. Por eso quedé terriblemente confuso. —Pues sí, en mis rodillas. ¿Por qué no quieres sentarte en mis rodillas? —insistió ella, riendo con más fuerza aún, hasta acabar por reírse de Dios sabe qué, quizá de su propia treta o por el

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regocijo que le causaba mi confusión. Pero sentía necesidad de hacerlo. Me ruboricé y miré agitado en torno mío buscando por dónde escabullirme, pero ella se me anticipó y, agarrándome de la mano para que no escapara, tiró de ella hacia sí repentinamente con gran asombro mío, la apretó terriblemente con sus dedos cálidos y taimados y empezó a estrujar los míos con tal violencia que tuve que hacer un esfuerzo supremo para no lanzar un grito, lo que produjo las cómicas muecas consiguientes. Además, estaba horriblemente desconcertado, atónito, aterrorizado incluso, de descubrir que había señoras raras y malévolas que decían a los muchachos cosas tontas y que, por añadidura, los torturaban cruelmente sin motivo alguno y ante los ojos de todos. Seguramente mi pobre rostro expresaba mi desconcierto, porque la picara se reía a carcajadas, con descaro, como loca, sin cesar de apretujar y martirizar cada vez con más fuerza mis pobres dedos. La ponía fuera de sí el gozo de haber hecho una diablura, de abochornar a un pobre chico y anonadarlo de confusión. Mi posición era desesperada. Para empezar, ardía de vergüenza, porque casi todos los que estaban alrededor se volvieron hacia nosotros, unos asombrados, otros riéndose, habiendo comprendido en seguida que la beldad estaba haciendo de las suyas. Además, yo sentía unas ganas locas de gritar, porque me estrujaba los dedos con bastante violencia para ver si aguantaba sin chistar; y, como un espartano, decidí soportar el dolor, temiendo que un grito mío causara un alboroto cuyas consecuencias me eran imprevisibles. En un acceso de auténtica desesperación rompí al cabo las hostilidades y empecé a tirar de mi mano con toda la fuerza posible, pero mi opresora era mucho más fuerte que yo. Por fin no pude contenerme más y lancé un grito. ¡Era lo que ella esperaba! Me soltó al momento y me volvió la espalda como si tal cosa, como si la picardía no la hubiera hecho ella, sino otra persona, igual que un colegial que, no bien mira el maestro a otro lado, se pone a hacer diabluras en torno suyo, a martirizar a algún condiscípulo enclenque, a darle un papirotazo o un puntapié o un codazo, y que un instante después recobra la compostura, mete la nariz en el libro y empieza a estudiar la lección, dejando con la boca abierta al encolerizado

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maestro, que vuela como gavilán hacia donde ha oído el barullo. Pero, por dicha mía, la atención general en ese momento estaba concentrada en la magistral actuación de nuestro anfitrión, quien desempeñaba en la obríta representada —una comedia de Scribe— el papel principal. Todos aplaudieron; yo, a la chita callando, salí escurriéndome de la fila y corrí al extremo de la sala, al rincón opuesto, desde donde tras una columna me puse a mirar con terror el sitio donde estaba mi traidora beldad. Ella seguía riendo a mandíbula batiente, tapándose los labios con un pañuelo y volviendo largo rato la cabeza para buscarme con los ojos por todos los rincones, lamentándose sin duda de que nuestra riña hubiera acabado tan pronto y discurriendo cómo llevar a cabo nuevas picardías. Así comenzó nuestro trato y desde aquella velada no me dejaba ni a sol ni a sombra. Me perseguía continua y despiadadamente y se convirtió en mi torturadora y tirana. Lo más absurdo de las travesuras que me jugaba consistía en declararse locamente enamorada de mí sin dejar por ello de sacarme tiras en público. Huelga decir que todo ello resultaba horriblemente vejatorio y molesto para un chico a ojos vistas tan espantadizo como yo, y mi situación llegó varias veces a ser tan grave y crítica que estuve dispuesto a pelearme con mi pérfida adoradora. Mi inocente confusión, mi pesadumbre desesperada parecían incitarla a atormentarme todavía más. Ella no conocía la compasión y yo no sabía dónde meterme. La hilaridad que cundía en torno nuestro y que ella sabía provocar la enardecía para nuevas chiquilladas. Sin embargo, lagente acabó por encontrar sus bromas demasiado pesadas. Y, a decir verdad, por lo que ahora se me alcanza, se tomaba libertades excesivas con un chicuelo como yo. Pero así era su carácter. Se trataba en todos los sentidos de una mujer consentida. Oí decir más tarde que quien más la consentía era su propio marido, hombre muy corpulento, de muy pequeña estatura, y muy colorado de tez, muy rico y muy metido en negocios, al menos en apariencia, inquieto y atareado; no podía pasar dos horas en el mismo sitio. Todos los días nos dejaba para irse a Moscú, algunos días hasta dos veces, y siempre para atender a negocios, según decía. Difícil sería encontrar una fisonomía más alegre y afable que la suya, cómica aunque

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correcta. No sólo amaba a su mujer hasta la debilidad, hasta la flaqueza, sino que la adoraba como a un ídolo. No la contrariaba en nada. Ella tenía un enjambre de amigos de ambos sexos. En primer lugar, eran muy pocos los que no la estimaban, y en segundo lugar, frivola como era, no escogía con demasiado esmero a sus amistades, aunque en el fondo su carácter era mucho más serio de lo que cabría suponer por lo que aquí cuento. Ahora bien, de todas sus amigas, a la que más amaba y distinguía era a una señora joven, pariente lejana suya, que también formaba parte de nuestro grupo. Las unía cierto lazo afectuoso y sutil, uno de esos vínculos que nacen a veces del encuentro de dos temperamentos a menudo enteramente distintos, uno de los cuales es más grave, más profundo y más puro que el otro, mientras que este otro, con sublime humildad y noble valoración de sí mismo, se somete amorosamente al primero, cuya superioridad reconoce y cuya amistad lleva encerrada en su corazón como don precioso. Es entonces cuando surge esa tierna y noble delicadeza en las relaciones entre tales caracteres: amor y condescendencia infinitos de una parte, amor y veneración de la otra, veneración que llega hasta el asombro, hasta el temor de perder la buena opinión de aquel a quien tanto se aprecia, y hasta el ávido y celoso deseo de acercarse cada vez más, con cada paso, a su corazón. Las dos amigas tenían la misma edad, pero entre ellas mediaba una vasta diferencia en todo, empezando por la belleza. Madame M— era también muy hermosa, pero su hermosura tenía algo especial que la distinguía claramente del común de las mujeres bonitas; algo había en su rostro que al momento le atraía todas las simpatías o, mejor dicho, que despertaba una leal y exaltada simpatía en cuantos llegaban a conocerla. Hay rostros que tienen esa fortuna. Junto a ella, toda persona se hacía—¿cómo decirlo?—mejor, se sentía más libre, más a gusto; y, sin embargo, sus grandes ojos melancólicos, rebosantes de fuego y vigor, miraban con timidez e inquietud, como afectados por un terror constante a algo hostil, amenazador. Esa extraña timidez cubría a veces con un velo tal de abatimiento sus rasgos sumisos y serenos —que traían a la memoria los semblantes luminosos de las madonnas italianas— que quien la miraba se entristecía como si esa tristeza fuera la

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suya personal. Ese rostro pálido y delicado en el que, a través de la impecable belleza de unas facciones puras y correctas y de la melancólica severidad de una congoja sorda y recatada, aún trasparecía a menudo su original condición, infantilmente radiante, era testimonio de años de confianza todavía no lejanos y, acaso también, de ingenua felicidad; esa sonrisa plácida, elusiva, incierta..., en fin, todo ello producía una simpatía tan instintiva hacia esa mujer que del corazón de cada cual brotaba una dulce y cálida preocupación que ya desde lejos abogaba clamorosamente en pro de ella y que cautivaba incluso a los extraños. Pero esa beldad parecía un tanto taciturna, reservada, aunque no había criatura más atenta y cariñosa cuando alguien andaba necesitado de simpatía. Hay mujeres que son en la vida como Hermanas de la Caridad. A ellas cabe revelárselo todo, por lo menos cuanto hay de penoso y dolorido en el alma. Quien sufre puede apelar a ellas con ánimo y esperanza, sin temor a serles molesto, porque raro es quien sabe cuánto amor infinitamente paciente, cuánta compasión, cuánto perdón puede haber en más de un corazón femenino. Tesoros enteros de simpatía, de consuelo, de esperanza anidan en esos corazones puros, a menudo lacerados también, porque corazón que ama mucho sufre mucho, pero cuya herida se esconde con cuidado de los ojos indiscretos, ya que la pena honda por lo común calla y se oculta. Ni la profundidad de esa herida, ni su purulencia ni su hedor los asusta: quien a ellos se acerca, es digno de ellos, porque cabe decir que han nacido para las hazañas heroicas... Madame M— era alta de cuerpo, esbelta y cimbreante, aunque un poco delgada. Todos sus movimientos eran algo irregulares, a veces lentos, deslizantes y hasta un poco solemnes, a veces infantilmente ligeros; y en sus gestos despuntaba una como humildad tímida, podría decirse que algo trémulo y vulnerable, pero que de nadie requería o imploraba protección. Ya he dicho que la conducta reprobable de mi rubia traidora me abochornaba, me martirizaba, me hería cruelmente. Para ello, sin embargo, había un motivo inconfesado, insólito, estúpido, que yo ocultaba y que me hacía temblar como un azogado con sólo pensar en él, con la única compañía de mi trastornada cabeza, en cualquier rincón escondido y secreto donde no llegase la mirada

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inquisitorial e irónica de ninguna picara de ojos azules; sólo de pensar en ese motivo se me cortaba, o poco menos, el aliento de turbación, sonrojo y temor—en una palabra, estaba enamorado... Pongamos que he dicho una tontería: eso no podía ser; pero ¿por qué de todas las caras que me rodeaban, sólo una atraía mi atención? ¿Por qué era sólo ésa la que yo seguía con los ojos, aunque entonces no gastara precisamente el tiempo en atisbar señoras y trabar conocimiento con ellas? Esto ocurría más a menudo después de anochecido, cuando el mal tiempo retenía a todos en la casa, y cuando oculto en un rincón de la sala miraba vagamente a todos lados, sin tener en realidad cosa en qué ocuparme, ya que, excepción hecha de mi perseguidora, eran raros los que hablaban conmigo, lo que hacía que me aburriese soberanamente durante esas veladas. Entonces me fijaba en los rostros circundantes, escuchaba conversaciones de las que con frecuencia no entendía palabra, y en tales ocasiones las miradas serenas, la tierna sonrisa y el semblante hermoso de Madame M— (porque era ella) cautivaban, no sé por qué, mi fascinada atención; y ya no se borraba esa impresión mía, extraña e indefinida, pero incomprensiblemente dulce. A menudo, durante horas enteras, me parecía imposible alejarme de Madame M—. Aprendí de memoria cada gesto suyo, cada movimiento; estaba pendiente de cada vibración de su voz argentina, rica aunque un poco ahogada, y, cosa rara, todas mis observaciones me producían una incomprensible curiosidad al par que una impresión recatada y deleitable. Era como si estuviese al borde de algún secreto. Lo que más me martirizaba eran las pullas que me dirigían en presencia de Madame M—. Estas pullas y la cómica persecución de que era víctima llegaron a humillarme. Y cuando, como a veces sucedía, estallaba la risa general en torno mío, en la que incluso Madame M— participaba involuntariamente, me escapaba desesperado de mis tiranas, transido de angustia, y me iba corriendo arriba, donde pasaba enfurruñado el resto del día sin atreverme a asomar por la sala. Ahora bien, ni yo mismo lograba explicarme mi vergüenza y agitación; todo ello se producía en mí inconscientemente. Con Madame M— apenas había cruzado todavía un par de palabras, y ni que decir tiene que no hubiera

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tomado la iniciativa. Pero he aquí que una tarde, tras un día intolerable para mí, quedé rezagado del grupo con el que había estado de paseo, y rendido de cansancio me encaminé a la casa atravesando el jardín. Sentada en un banco, en una vereda solitaria, vi a Madame M—. Estaba sola, como si hubiera escogido adrede ese sitio apartado, con la cabeza caída sobre el pecho y retorciendo maquinalmente un pañuelo entre las manos. Tan absorta estaba que no me oyó acercarme. Cuando notó mi presencia se levantó en seguida del banco, me volvió la espalda, y vi que se enjugaba con presteza los ojos. Estaba llorando. Después de secárselos, me dirigió una sonrisa y nos encaminamos hacia la casa. Ya no me acuerdo de qué hablamos, pero sí me acuerdo de que a cada instante me alejaba de sí con varios pretextos. Me pedía que le cogiera flores o que fuera a ver quién pasaba a caballo por un camino cercano. Y cuando me apartaba de ella volvía en seguida a llevarse el pañuelo a los ojos y secarse las lágrimas que, indóciles, no querían desaparecer, que rebosaban repetidamente de su corazón e inundaban sus pobres ojos. Yo me daba cuenta, por la frecuencia con que me alejaba de sí, de que era un gran estorbo para ella. Ella misma veía que me había percatado de todo, pero sencillamente no podía contenerse, lo que aumentaba mi compasión. En esos momentos estaba furioso conmigo mismo, furioso hasta la desesperación; maldecía mi desmaña, mi torpeza, y sin embargo no sabía cómo alejarme de ella con tacto, sin dar a entender que había notado su angustia, e iba junto a ella en triste perplejidad, hasta con temor, sumido en un mar de confusiones y sin poder hallar una sola palabra con la que despabilar nuestra conversación claudicante. Este encuentro me afectó tanto que durante toda la velada anduve a hurtadillas tras Madame M—, con ávida curiosidad, sin quitarle los ojos de encima. Pero, con todo, me sorprendió dos veces cuando la estaba mirando, y al notarlo la segunda vez se sonrió. Esa fue su única sonrisa en toda la velada. La pesadumbre no se había borrado todavía de su rostro, que ahora estaba muy pálido. Estuvo hablando todo el tiempo en voz baja con una señora de edad avanzada, mujer maligna y camorrista a quien nadie estimaba por su inclinación al espionaje y el chismorreo,

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pero a quien todos temían, por lo que se veían obligados a complacerla a toda costa, degrado o por fuerza... Alrededor de las diez llegó el marido de Madame M—. Hasta ese momento yo la había estado observando atentamente, sin desviar los ojos de su triste semblante; y ahora, ante la llegada imprevista del marido, vi que se estremecía y que su rostro, pálido de por sí, se ponía de pronto más blanco que la cera Esto era tan palmario que otros lo notaron también. Oí de refilón algún retazo de frase del que pude conjeturar que a la pobre Madame M— no le iban muy bien las cosas. Decían que su marido era celoso como un moro, pero no por amor, sino por egoísmo. Ante todo, se las daba de europeo, de hombre de su tiempo, con gran alarde de nuevas ideas y mucha vanidad en profesarlas. De aspecto era moreno, alto y bastante grueso, con patillas a la europea, rostro sanguíneo y satisfecho, dientes blancos como el azúcar y porte irreprochable de gentleman. Se le conceptuaba hombre listo. Así se denomina en ciertos círculos a una casta especial de individuos que medran a costa ajena. Es una casta que sencillamente no hace nada, que sencillamente no quiere hacer nada, y que de pura pasividad y holgazanería tiene un pedazo de grasa donde debiera tener el corazón. De esa casta de hombres se oye decir continuamente que no hacen nada porque ciertas circunstancias tan complejas como hostiles «les agotan el genio», y por ese motivo «da pena mirarlos». Eso es en ellos una frase campanuda, su mot d'ordre, su santo y seña, su lema, frase que estos señores, ahitos y orondos, prodigan por todas partes y a cada momento, lo que desde hace tiempo ya empieza a fastidiar como tartufismo redomado y vana palabrería. Pero algunos de estos histriones, no encontrando nada que hacer —aunque tampoco han buscado nunca nada— cuentan cabalmente con que todos crean que no tienen un trozo de grasa en vez de corazón, sino muy al contrario, hablando en términos gei.erales, algo muy profundo, aunque lo que ello pueda ser exactamente no sabría decirlo el más notable cirujano, sin duda por cortesía. Estos señores hacen carrera en el mundo concentrando todos sus instintos en ostentar el desprecio más descarado, la reprobación más miope y un orgullo sin límites. Como no tienen otra cosa que hacer sino observar y poner de relieve los errores y fallos ajenos, y como de buenos sentimientos

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tienen los que tiene una ostra, no les es difícil, habida cuenta de tales medios de seguridad, vivir con bastante discreción entre los demás. De ello se ufanan que no hay más que ver. No andan lejos de pensar, por ejemplo, que el mundo debiera pagarles tributo; que el mundo es para ellos como una ostra que guardan en reserva; que todos son mentecatos, menos ellos; que cada individuo es algo así como una naranja o esponja que pueden exprimir cuando necesitan el jugo; que son dueños de todo, y que todo este orden de cosas, tan digno de alabanza, proviene precisamente de que son tan inteligentes y estimables. En su infinito orgullo se consideran libres de defectos. Se parecen a esa casta de tunantes mundanos y congénitos, al estilo de Tartufo y Falstaff, que después de hacer un sinfín de bellaquerías, acaban por creer que así debe ser, es decir, que deben vivir para hacerlas. Tanto insisten en asegurar a todo el mundo que son personas decentes, que ellos mismos acaban por creer que lo son y que su bellaquería es un comportamiento respetable. Jamás son capaces de un examen de conciencia, de una honrada tasación de sí mismos; para ciertas cosas son demasiado espesos. En el primer plano de su visión figura siempre y en todo asunto su propia valiosa persona, su Moloch y Baal, su espléndido yo. La naturaleza toda, el mundo entero no son para ellos sino un espléndido espejo, creado para que ese ídolo se admire a sí mismo, sin ver a nadie ni nada; después de esto nada tiene de extraño que todo lo vean deformado en el mundo. Para todo asunto tienen apercibida una frase hecha y —lo que es el colmo de la destreza— una frase muy a la moda. Incluso ellos mismos son los que contribuyen a esa moda, difundiendo por calles y plazuelas aquel pensamiento suyo con el que han dado golpe. Son los que tienen un tino especial para olfatear la frase de moda y apropiársela antes que los demás, como si ellos mismos fueran sus inventores. Acumulan un surtido especial de esas frases para expresar su profundísima simpatía por la humanidad, para definir cuál es, por lo que toca al entendimiento, la filantropía más correcta y justa, y para reprender sin descanso el romanticismo, palabra con la que a menudo significan todo lo que es belleza y verdad, un átomo de lo cual vale más que todo su viscoso linaje. Son, sin embargo, lo bastante toscos para no reconocer la verdad

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en su forma anómala, transitiva e incompleta, y rechazan todo lo inmaduro, inestable y aberrante. El hombre bien cebado ha pasado toda su vida alegremente, con todo al alcance de su mano, pero sin haber hecho nada, y no sabe cuánto trabajo cuesta hacer cualquier trabajo, y así pues ¡ay de quien roce con aspereza sus orondos sentimientos! No lo perdonará jamás y se vengará con deleite. En resumen, mi héroe no es ni más ni menos que una vejiga gigantesca, inflada hasta más no poder, llena de máximas, de frases de moda y de todos los lemas habidos y por haber. Monsieur M— tenía, sin embargo, la particularidad de ser hombre excelente: agudo, decidor, parlanchín; y en los salones siempre tenía un auditorio en torno suyo. Durante esa velada, en particular, había conseguido producir gran impresión. Dominaba la conversación; estaba en forma, alegre, satisfecho de algo, y lograba que todo el mundo se fijara en él. Madame M—, sin embargo, parecía indispuesta; su rostro revelaba tal tristeza que a cada instante me parecía que las lágrimas recientes estaban a punto de temblar de nuevo en sus largas pestañas. Todo ello, como ya he dicho, me afectaba y maravillaba sobremanera. Me retiré presa de un sentimiento de extraña curiosidad y estuve toda la noche soñando con Monsieur M—, aunque hasta entonces raras veces había tenido sueños desagradables. A la mañana siguiente me llamaron temprano para el ensayo de tableaux vivants en los que yo también tenía un papel. Tableaux vivants, función teatral y luego baile, todo ello en una misma velada, y todo ello fijado para dentro de cinco días a lo más tardar, con ocasión de una fiesta casera para celebrar el cumpleaños de la hija menor de nuestro anfitrión. A tal festejo, casi improvisado, fueron invitadas de Moscú y de las casas de campo vecinas hasta cien personas más, con lo que aumentaron la bulla, el ajetreo y el alboroto. El ensayo, o mejor dicho, la prueba del vestuario, no tuvo lugar a su debido tiempo, por la mañana, pues nuestro director, el conocido artista R—, amigo e invitado de nuestro anfitrión, quien por amistad a éste había aceptado encargarse de la composición y montaje de los tableaux amén de instruirnos en nuestros papeles, se había desplazado a la ciudad para comprar accesorios y ultimar los preparativos de la

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fiesta. Así, pues, no había tiempo que perder. Yo participaba en un tableau juntamente con Madame M—; una escena de la vida medieval titulada «La castellana y su paje». Yo sentía una vergüenza inexplicable de trabajar con Madame M— en el ensayo. Se me antojaba que al punto leería en mis ojos los pensamientos, las dudas, las conjeturas que me bullían en el cerebro desde el día anterior. Además, me creía como culpable ante ella, por haber sorprendido sus lágrimas la noche antes y haberla estorbado en su pena; así pues, aun sin querer, me miraría de través, como testigo enojoso y participante impune de sus secretos. Pero, gracias a Dios, la cosa transcurrió sin mayor inconveniente: sencillamente pasé inadvertido. Ella, por lo visto, no pensaba ni en mí ni en el ensayo: estaba distraída, apesadumbrada, sombríamente pensativa. Era evidente que la acongojaba una grave preocupación. Cuando acabé mi papel corrí a cambiarme de ropa y diez minutos después salí por la terraza al jardín. Casi al mismo tiempo salió por otra puerta Madame M—, y al instante apareció ante nosotros su marido, muy satisfecho de sí mismo, quien volvía del jardín donde acababa de escoltar a todo un grupo de señoras y donde las había dejado al cuidado de algún cavalier servant desocupado a la sazón. El encuentro de marido y mujer fue, por lo visto, inesperado. Madame M—, no sé por qué, se azoró de repente, y un ligero desagrado se reflejó momentáneamente en sus movimientos inquietos. El marido, silbando alegremente una romanza y acariciándose con aire importante las patillas durante el camino, frunció el ceño al tropezar con su mujer y, si mal no recuerdo, fijó en ella una mirada inquisitiva. —¿Va al jardín? —prenguntó, apercibiendo el parasol y el libro en manos de su esposa. —No, al soto —contestó ella, ruborizándose levemente. —¿Sola? —Con él... —respondió Madame M—, señalándome—. Por la mañana doy un paseo sola —añadió con voz desigual, insegura, como la de alguien que miente por primera vez en su vida. —Hum... Yo acabo de acompañar allí a todo un grupo. Se han reunido todos en el cenador de las flores para despedir a N—. Ya sabe usted que se va...; le ha surgido no sé qué contratiempo en

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Odessa... La prima de usted (hablaba de la rubia) está riendo y casi llorando, todo a la vez; no hay quien la entienda. Me ha dicho, sin embargo, que está usted enfadada por algún motivo con N— y que por eso no ha ido a despedirle. Será una tontería, por supuesto. —Lo dice en broma —respondió Madame M— bajando los escalones de la terraza. —¿Con que éste es su cavalier servant de todos los días? —inquirió Monsieur M—, torciendo la boca y escudriñándome con el monóculo. —¡Paje! —exclamé, irritado por el monóculo y el tono de mofa; y, riéndome en sus barbas, bajé de un salto tres escalones de la terraza. —¡Feliz viaje! —murmuró Monsieur M— y prosiguió su camino. Yo, por supuesto, me acerqué a Madame M— cuando ésta me señaló a beneficio de su marido e hice creer que me había invitado una hora antes y que había estado un mes entero saliendo de paseo con ella por las mañanas. Pero no sacaba nada en limpio: ¿por qué se había alterado y azorado tanto, y en qué estaba pensando cuando decidió recurrir a su pequeña mentira? ¿Por qué no había dicho que iba sola? Yo ya no sabía cómo mirarla; y, sin embargo, dominado por el asombro, empecé ingenuamente a observar su rostro a hurtadillas; pero al igual que una hora antes, en el ensayo, ella no se percataba de mis miradas ni de mis mudas preguntas. La misma penosa preocupación, pero aún más precisa, más honda que antes, se reflejaba en su rostro, en su agitación, en su manera de andar. Iba de prisa a algún sitio, apretaba el paso cada vez más, y escudriñaba inquieta cada avenida, cada sendero del soto que arrancaba del lindero del jardín. Yo también esperaba algo. De pronto, se oyó detrás de nosotros el trote ruidoso ¿e unos caballos. Era toda una cabalgata de jinetes de ambos sexos que acompañaban a ese N— que tan repentinamente abandonaba nuestra compañía. Entre las amazonas figuraba también mi rubia, a quien había aludido Monsieur M— refiriéndose a sus lágrimas. Según su costumbre, iba riéndose a carcajadas, como una rapaza, cabalgando muy estirada en un espléndido bayo. Al llegar adonde estábamos, N— se quitó el sombrero, pero no se detuvo ni cruzó

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una palabra con Madame M—. La pandilla se perdió pronto de vista. Miré a Madame M— y estuve a punto de dar un grito de asombro: estaba pálida como la cera y de sus ojos brotaban gruesas lágrimas. Nuestras miradas se cruzaron casualmente: Madame M— enrojeció de pronto, desvió la cara al instante, y en su rostro se reflejaron la inquietud y el desagrado. Yo estaba de más allí, aun en peor situación que la víspera. Eso estaba más claro que el día, pero ¿dónde iba a meterme? De improviso Madame M—, dándose cuenta de lo que pasaba, abrió el libro que tenía en las manos y, ruborizada, esforzándose al parecer por no mirarme, dijo como si sólo en ese momento hubiera caído en ello: —¡Ah! Esta es la segunda parte. Me he equivocado. Haga el favor de traerme la primera ¿Cómo no darse por enterado? Mi papel había concluido y no cabía mandarme a paseo por un camino más corto. Fui corriendo con su libro, pero no regresé. La primera parte siguió intacta en la mesa esa mañana... Pero yo no las tenía todas conmigo; me latía el corazón como en pavor continuo. Procuraba a toda costa no encontrarme con Madame M—; por otra parte miraba con curiosidad irrefrenable la figura satisfecha de Monsieur M— como si él fuera a descubrir ahora, inevitablemente, algo especial. No alcanzo a comprender lo que había en esa cómica curiosidad mía; sólo recuerdo que sentía un asombro singular ante lo que me cupo ver esa mañana. Mi día, sin embargo, acababa de empezar y se me presentaba rico en acontecimientos. En esa ocasión comimos bastante temprano. Para la tarde se había organizado una excursión a una aldea cercana donde iba a celebrarse un festejo rural y, por lo tanto, se necesitaba tiempo para prepararse. Yo estaba soñando desde hacía tres días con tal excursión, anticipando un sinfín de deleites. Casi todo el mundo se reunió en la terraza a tomar café. Me abrí camino con cautela entre los demás y me oculté tras una triple fila de butacas. Por una parte me arrastraba la curiosidad y por otra no quería por nada del mundo mostrarme ante los ojos de Madame M—. Pero la casualidad tuvo el capricho de colocarme no lejos de mi rubia perseguidora Esta vez noté que le había sucedido un milagro,

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algo imposible: estaba doblemente hermosa. No sé cómo ni por qué ocurre tal cosa, pero es el caso que tales milagros no son raros en las mujeres. A nuestro grupo se había agregado en tal ocasión un nuevo invitado: un joven alto y pálido, rendido admirador de nuestra rubia, el cual acababa de llegar de Moscú como de propósito para ocupar el puesto que dejaba vacante N—, y de quien se rumoreaba que estaba perdidamente enamorado de nuestra beldad. Hacía ya mucho tiempo que el recién llegado mantenía con ella una relación igual en todo a la de Benedick con Beatrice en la conocida obra de Shakespeare. Total, que nuestra beldad estaba ese día en la cumbre de su gloria. Su chachara y sus bromas tenían tanta gracia, eran tan candorosas y cpnfiadas, tan imprudentes al par que tan perdonables, estaba convencida con presunción tan graciosa del entusiasmo general, que efectivamente fue entonces objeto de una adoración especial. No se dispersaba el apretado grupo de oyentes, tan atónitos como admirados de ella, que estaba en torno suyo, y nunca se había mostrado tan seductora. Cada palabra suya era una tentación y una extravagancia que, cogidas al vuelo, pasaban de boca en boca; y ni una broma, ni una ocurrencia suyas caían en el vacío. Nadie, por lo visto, esperaba de ella tanto gusto, tanto lucimiento, tanto ingenio. Sus mejores prendas quedaban sepultadas a diario en un alocamiento obstinado, en unas tercas chiquilladas rayanas con la bufonería. Raro era quien se percataba de tales prendas; y si llegaba a notarlas no les daba crédito. Así, pues, su insólito triunfo de ahora era recibido con un murmullo de asombro fervoroso y general. A ese triunfo contribuía, sin embargo, una circunstancia especial y harto delicada, al menos a juzgar por el papel que a la sazón desempeñaba el marido de Madame M—. La muy picara decidió —y menester es añadir que con satisfacción de todos, o, como mínimo, de todos los jóvenes— atacarle despiadadamente, y ello por varios motivos, en opinión de ella de mayor cuantía. Mantenía con él, hostigándole de todos lados, un verdadero tiroteo de agudezas, pullas y sarcasmos, todos ellos en extremo irresistibles y punzantes, en extremo crueles, insidiosos y sagaces, tiros de esos que dan en el mismo blanco y contra los cuales no cabe defenderse ni contraatacar por ningún sitio y que, una vez

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debilitada la víctima en estériles esfuerzos, la empujan a la cólera y a la más cómica desesperación. No lo sé a ciencia cierta, pero me parece que esta diablura fue premeditada y no improvisada. Ya durante la comida había comenzado este arriesgado encuentro; y lo llamo «arriesgado» porque Monsieur M— no era hombre que deponía pronto las armas. Le fue preciso recurrir a toda su presencia de ánimo, a toda su perspicacia, a todo su fino ingenio para no ser aniquilado sin más y no cubrirse de las más inequívoca ignominia. La cosa ocurrió entre la risa continua e irreprimible de todos los testigos y participantes del combate. Por lo menos, el día de hoy no le pareció a Monsieur M— igual al de ayer. Fue de notar que Madame M— intentó varias veces poner coto a su imprudente amiga, quien a su vez deseaba a toda costa presentar a Monsieur M— en la más bufonesca e irrisoria indumentaria, que era, según toda probabilidad, la de Barba Azul, si mal no recuerdo, a juzgar por el papel que me tocó jugar en esa escaramuza. Ello sucedió de improviso, inesperadamente, del modo más ridículo. Como de propósito, estaba yo en ese momento al descubierto, sin sospechar ningún percance e incluso olvidado de mis precauciones anteriores. De pronto me vi empujado a primer término como enemigo jurado y rival natural de Monsieur M—, como enamorado desesperadamente, hasta la locura, de su mujer, cosa de la cual mi tirana porfiaba, afirmaba, juraba que tenía pruebas y que, sin ir más lejos, ese mismo día había visto en el bosque... Pero no llegó a terminar la frase porque la interrumpí en ese mismo momento tan desesperado para mí. Ese momento había sido calculado con tanta perfidia, preparado de manera tan falaz hasta su final, hasta su grotesco desenlace, elaborado con tanto regocijo y comicidad, que una explosión de hilaridad incontenible y general saludó esta última diablura. Y aunque yo ya sospechaba que el papel menos lucido no me correspondía a mí, me sentí sin embargo tan confuso, colérico y amedrentado que, derramando lágrimas de angustia y rabia, me abrí camino por entre dos filas de butacas, di unos pasos adelante y, encarándome con mi tirana, grité con voz entrecortada por las lágrimas y la indignación:

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—¿Es que no le da vergüenza... en voz alta... ante todas las señoras... decir una mentira tan... fea? ¿Usted como una chicuela... ante todos estos señores...? ¿Qué van a decir?... Y usted tan mayor... ¡y casada!... Pero no llegué a concluir porque estalló un aplauso ensordecedor. Mi salida produjo verdadero entusiasmo. Mi gesto candoroso, mis lágrimas y, sobre todo, el parecer que salía en defensa de Monsieur M—, todo ello causó una hilaridad tan fenomenal que aun ahora, sólo de acordarme de ello, me entran a mí mismo, unas ganas enormes de reír... Me quedé alelado, casi enloquecí de terror y, ardiendo como la pólvora, me cubrí la cara con las manos, eché a correr, hice volar en la puerta la bandeja que traía en las manos un criado que entraba y me escapé escalera arriba a mi cuarto. Arranqué del cerrojo la llave que estaba en la parte de fuera de la puerta y me encerré con ella por dentro. Hice bien, porque tras mí venían mis perseguidores. No había pasado un minuto cuando mi puerta fue sitiada por un enjambre de nuestras más bellas damas. Oía su risa sonora, su rápido parloteo, el estrépito de sus voces; gorjeaban todas a la vez como golondrinas. Todas ellas, sin excepción, me pedían, me rogaban que abriera aunque sólo fuera un momento, juraban que no tenía nada que temer, que sólo querían comerme a besos... Pero ¿acaso había algo más terrible que esa nueva amenaza? Yo ardía de vergüenza detrás de mi puerta, con la cabeza hundida en la almohada, y ni abrí ni contesté. Ellas siguieron llamando y rogándome largo rato, pero yo estuve impasible y sordo como sólo puede estarlo un muchacho de once años. ¿Pero qué hacer ahora? Todo había quedado al descubierto, todo cuanto yo había mantenido tan celosamente secreto y recatado estaba a la vista... ¡Descargaban sobre mí la vergüenza y la deshonra eternas!... A decir verdad, no sabía siquiera cómo llamar eso que tanto temor me causaba y que hubiera querido ocultar; pero el hecho era que temía algo y que el descubrimiento de ese algo me había hecho temblar hasta entonces como un pajarillo. Sólo una cosa había ignorado hasta ese momento: cómo era aquello: si conveniente o inconveniente, si digno de encomio o de oprobio, si loable o reprobable. Ahora, sin embargo, en mi

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tormento y aguda aflicción, me persuadí de que era algo ridículo y vergonzoso. Instintivamente sentía al mismo tiempo que tal juicio era falso, inhumano, grosero; pero es que me veía anonadado, destruido; mis pensamientos parecían haberse detenido y embrollado, no podía apelar de tal juicio, ni siquiera calibrarlo con precisión, estaba ofuscado; sentía sólo que mi corazón había sido herido cínica y cruelmente y me deshacía en llanto estéril. Estaba furioso. En mí bullían la indignación y el odio, que hasta entonces nunca había conocido, porque ésta era la primera vez en mi vida que experimentaba un dolor genuino, un insulto, una herida sentimental; y todo era así como lo cuento, sin ninguna exageración. En el niño que yo era había sido ultrajado brutalmente un primer sentimiento todavía lozano y desconocido; había sido —¡tan temprano! —saqueado y mancillado un primer sentimiento de pudor, fragante y virgen, y había sido ridiculizada otra primera, y quizá muygenuina, impresión estética. Por supuesto quienes de mí se burlaban no sabían esto ni sospechaban mi aflicción. A medias entraba en ello una circunstancia íntima que ni yo mismo llegué a esclarecer. En mi dolor y exasperación seguía tendido en la cama, con el rostro hundido en la almohada, presa alternativamente de calor y frío. Dos preguntas me atenaceaban: ¿qué había visto —y qué podía en efecto haber visto— hoy en el soto mi impertinente rubia entre Madame M— y yo? Y esta otra: ¿cómo, con qué ojos y con qué pretexto, podía yo ahora mirar cara a cara a Madame M— y no morirme en el acto de vergüenza y desesperación? Un ruido inusitado en el patio me sacó por fin de la semiconsciencia en que me hallaba. Me levanté y fui a la ventana. El patio entero estaba atestado de carruajes, de caballos de silla y de servidumbre que iba y venía. Por lo visto, todo el mundo se iba: algunos jinetes estaban ya en sus monturas y otros invitados tomaban asiento en los carruajes... Entonces me acordé de la excursión proyectada, y he aquí que poco a poco la inquietud fue adueñándose de mí; con ansiedad empecé a buscar mi cuartago en el patio, pero no lo hallé; no cabía duda de que se habían olvidado de mí. No pude contenerme y bajé corriendo al patio, sin pensar ya en encuentros desagradables ni en mi deshonra reciente...

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Me esperaba una noticia terrible. Esta vez no había para mí ni caballo de montar ni asiento en un carruaje: todo había sido repartido, todo estaba ocupado, y tuve que ceder mi turno a otros. Afligido una vez más, me planté en los escalones de entrada y estuve mirando con tristeza la larga fila de carruajes, coches y cabriolets en los qué no había para mí ni el más pequeño rincón, y en las elegantes amazonas cuyas monturas caracoleaban de impaciencia. Por no sé qué causa se retrasó uno de los jinetes, el único a quien se esperaba para emprender la marcha. A la entrada de la casa estaba su caballo, mascando el freno, piafando, estremeciéndose a cada instante y encabritándose. Dos mozos le tenían fuertemente sujeto por la brida, y como precaución, se mantenían a una respetuosa distancia de él. En resumen se había producido una infausta circunstancia que me hizo imposible participar en la excursión. Además de llegar nuevos invitados que se repartieron todos los asientos y todas las monturas, habían enfermado dos caballos de silla, uno de los cuales era mi cuartago. Pero no fui yo la única víctima de esa circunstancia; resultó que tampoco había caballo para el nuevo invitado, el joven pálido a que ya he aludido. Para evitar una situación desagradable nuestro anfitrión tuvo que tomar una decisión extrema: ofrecerle su propia montura, un cimarrón rebelde, advirtiendo, como descargo de conciencia, que era imposible montarlo y que hacía tiempo que estaba en venta por indomable, si la suerte deparaba un comprador. Pero el invitado así apercibido dijo que montaba bien y que, en fin de cuentas, estaba dispuesto a utilizar cualquier montura con tal de tomar parte en la excursión. Calló entonces el anfitrión, pero me pareció ver dibujada en sus labios una sonrisa equívoca, socarrona. Mientras esperaba al jinete jactancioso de su destreza no montó en su caballo; se restregaba las manos con impaciencia y a cada instante miraba hacia la puerta. Algo parecido hacían los mozos de cuadra que sujetaban al cimarrón: apenas respiraban del orgullo de verse ante todo ese público con un corcel que de improviso podía matar a un hombre como si tal cosa. Algo parecido a la sonrisa burlona del amo brillaba en sus ojos,

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saltones de tanto esperar y fijos en la puerta por donde debía aparecer el audaz recién llegado. Hasta el caballo mismo parecía portarse de acuerdo con el amo y los mozos: mantenía una postura orgullosa y arrogante, como si se diera cuenta de que le estaban contemplando varias decenas de ojos curiosos y como si se jactase ante ellos de su vergonzosa fama, ni más ni menos que cualquier tarambana incorregible ufano de sus infames pillerías. Se diría que retaba al valentón que se atreviera a violar su independencia. Apareció por fin el valentón. Contrito por haberse hecho esperar y estirándose apresuradamente losguantes, avanzó sin fijarse en nada, bajó los escalones de la terraza y no alzó la vista hasta que tendió el brazo para coger de la crin al caballo que esperaba; pero de pronto quedó estupefacto ante el salto furioso que dio el animal para ponerse de manos y el grito de alarma que dio el atemorizado público. El joven retrocedió y miró perplejo al salvaje animal, que temblaba como una hoja, bufaba de rabia y desorbitaba ferozmente los ojos inyectados de sangre, afincándose a cada momento en las patas traseras y levantando las delanteras, como dispuesto a lanzarse al aire arrastrando consigo a los dos caballerizos. El joven permaneció un instante perplejo; luego, una ligera consternación le hizo ruborizarse un tanto; alzó los ojos, miró a su alrededor y observó a las empavorecidas damas. —El animal es muy hermoso—dijo casi para sí—, y, a juzgar por lo que veo, sería muy agradable montar en él, pero... pero ¿sabe usted?... pues no voy a la excursión —dijo por fin, dirigiéndose a nuestro anfitrión con la ancha y candida sonrisa que tan bien cuadraba a su rostro simpático e inteligente. —De todos modos, le tengo a usted por buenísimo jinete, se lo juro—, contestó muy contento el dueño del díscolo caballo, estrechando calurosamente y hasta con gratitud la mano de su invitado—, porque ha sospechado usted al primer golpe de vista con qué clase de animal tenía que habérselas—, añadió con dignidad—. Créame, serví veintitrés años en los húsares y ya he tenido el gusto de besar la tierra tres veces seguidas gracias a este animal; esto es, cuantas veces me he montado en este... parásito. Tankred, amigo mío, aquí no hay hombres para ti; está

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visto que tu jinete es algún Ilya Muromets legendario que está ahora repan tingado en su aldea esperando a que se te caigan los dientes. ¡Hala, lleváoslo! ¡Ya ha asustado a bastante gente! Ha sido inútil sacarlo—Concluyó, frotándose las manos de satisfacción. Hay que subrayar que Tankred no producía a su dueño el menor beneficio, y que consumía su pienso en balde; como si ello no bastara, el antiguo húsar había perdido por causa de él su fama de perito ecuestre, pues había pagado una suma fabulosa por el inservible parásito y seguramente lo había retenido sólo por su espléndido porte... De todos modos, estaba ahora jubiloso de que su Tankred no hubiera perdido un ápice de su dignidad y de que hubiera desarzonado idealmente a un jinete más, con lo cual se habría cubierto de nuevos e inútiles laureles. —¿Cómo? ¿No viene usted?—gritó la rubia, a quien le era imprescindible que su cavalier servant estuviese junto a ella en esa ocasión— ¿Es que tiene miedo? —Pues sí, nada más cierto—, respondió el joven. —¿Lo dice en serio? —¿Pero es que quiere usted que me rompa la crisma? —Entonces móntese en mi caballo, ¡hala!; no tema, es muy manso. No perdamos tiempo, en un momento se cambian las sillas. Yo probaré a tomar esa montura. No es posible que Tankred sea siempre tan descortés. ¡Dicho y hecho! La diablesa saltó de la silla y no había terminado la última frase cuando ya estaba ante nosotros. —¡Mal conoce usted a Tankred, si piensa que se va a dejar poner esa silla que tan mal le va! Además, no le permito a usted romperse la cabeza; sería de veras una lástima —dijo nuestro anfitrión, afectando, según vieja costumbre suya, en ese momento de íntima satisfacción un modo de expresarse que reflejaba una aspereza y hasta unagrosería amaneradas y ficticias. Ello, a su modo de ver, sentaba muy bien a un hombre campechano, antiguo soldado, y era algo que debía gustar en particular a las señoras. Era una de sus fantasías, su actitud favorita, que todo el mundo conocía. —Bueno, ¿y tú mocoso, no quieres probar? ¿tú que tanto querías ir de excursión? —preguntó mi valiente amazona al notar mi

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presencia, y, a manera de provocación, señaló a Tankred con una inclinación de cabeza. En realidad lo hizo para sacar algún provecho de la situación, por no apearse del caballo en vano y para no dejarme sin una mordaz palabreja si por descuido asomaba la cara. —Tú seguramente no eres como..., bueno, ¿para qué hablar? Eres un héroe famoso y te avergüenzas de tener miedo; sobre todo cuando te están mirando, hermoso paje—añadió lanzando una rápida ojeada a Madame M—, cuyo carruaje era el que estaba más cerca de la escalinata de la terraza. El odio y el deseo de venganza se apoderaron de mí cuando la bella amazona se acercó a nosotros con intención de montar en Tankred... Pero no puedo contar lo que sentí ante este inesperado reto de la picara. Pareció que se me nublaba la vista cuando comprendí la mirada que dirigió a Madame M—. Al instante prendió en mi mente una idea... sí, fue sólo un instante; menos que un instante, fue un relámpago; o bien fue que se rebasó el límite de lo tolerable. De repente me indigné con toda la fuerza de mi alma, hasta el punto de querer destruir de un golpe a todos mis enemigos y vengarme de todo y ante todos, mostrando la clase de hombre que era; o bien, quizá alguien milagrosamente me ensenó en un momento la historia medieval, de la que yo hasta entonces no sabía ni jota, y en mi cabeza atolondrada empezaron a rebullir torneos, paladines, héroes, bellísimas damas, campeones; se oían las trompetas de los heraldos, el chocar de las espadas, los gritos y aplausos de la muchedumbre, y entre todos estos gritos uno tímido de un corazón asustado, que subyuga al alma orgullosa más dulcemente que la victoria y la gloria..., no sé si todas estas bobadas se me representaron entonces en la mente o si, mejor aún, fue sólo el presentimiento de estas futuras e inevitables bobadas; el caso es que oí sonar mi hora. Mi corazón dio un respingo, palpitó con fuerza y ya no recuerdo cómo de un brinco salté del pórtico y me encontré junto a Tankred. —¿Cree usted que tengo miedo? —grité en tono insolente y orgulloso, ofuscado por mi propio ardimiento, jadeante de agitación y enrojeciendo hasta el extremo de que las lágrimas me quemaban las mejillas—. ¡Ahora verá usted! —Y cogiendo a

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Tankred de la crin, puse el pie en el estribo antes que nadie tuviese tiempo de detenerme; pero en ese instante Tankred se alzó sobre las patas traseras, sacudió la cabeza, se desprendió con un formidable brinco de las manos de los atónitos mozos y salió como una exhalación entre los gritos y exclamaciones de los presentes. Dios sabe cómo, yendo así en volandas, logré meter el otro pie en el estribo; tampoco sé cómo no perdí las riendas. Tankred me sacó por el portón de la empalizada, dobló en ángulo recto a la derecha y prosiguió su carrera a lo largo de la valla, al buen tuntún. En ese mismo momento oí tras mí el clamor de cincuenta voces, y ese clamor produjo en mi corazón vacilante un eco tal de satisfacción y orgullo que nunca olvidaré ese minuto insensato de mi vida de niño. Toda la sangre se me agolpó en la cabeza, me aturdió, disolvió y eliminó mi terror. No pensaba en mí mismo. En realidad, por lo que ahora se me alcanza, en todo ello hubo algo que bien pudo ser caballeresco de veras. Pero toda mi caballería empezó y acabó en menos de un instante; de otro modo lo hubiera pasado mal el caballero. Además, ignoro cómo salí del apuro. Sabía montar a caballo porque me habían enseñado. Pero mi cuartago tenía más pinta de borrego que de caballo de montar. Ni que decir tiene que hubiera salido disparado por los aires si Tankred hubiese tenido tiempo de tirarme; pero después de recorrer unos cincuenta pasos, se asustó de un peñasco que yacía en su camino y reculó. Torció rumbo a toda velocidad, pero en ángulo tan agudo que hube de hacer frente a otro problema: cómo no salir botando de la silla como una pelota, a veinte pies de distancia, y no romperme la crisma; pero a Tankred, a pesar de ese giro vertiginoso, no se le trabaron los remos. Volvió raudo al portón, sacudiendo rabiosamente la cabeza, corcoveando de un lado para otro, como ebrio de furia, echando a la ventura las patas por alto y tratando de sacudirme del lomo con cada brinco, como si sobre él tuviera un tigre que le desgarrara la carne a zarpazos y dentelladas. Un momento más y yo hubiera salido disparado; estaba a punto de caer; pero unos jinetes venían ya en mi ayuda. Dos de ellos cortaron la salida al campo; otros dos cabalgaron tan cerca de mí que casi me estrujaron las piernas al oprimir ambos flancos de

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Tankred con sus caballos, y le sujetaron de las riendas. Al cabo de unos segundos estábamos ante la entrada de la casa. Me bajaron del caballo, pálido y casi sin aliento. Temblaba como una brizna de hierba azotada por el viento, ni más ni menos que Tankred, que con todo el cuerpo apoyado en los cuartos traseros, inmóvil, como si hubiera hundido los cascos en la tierra, arrojaba pesadamente por las rojas y humeantes narices un aliento fogoso. Temblaba levemente, como una hoja, y parecía pasmado de ira y ultraje ante la impune audacia de un chicuelo. A mi alrededor se oyeron gritos de confusión, asombro y terror. En ese momento mi mirada errante se cruzó con la de Madame M—, que había empalidecido y parecía alarmada y —no puedo olvidar ese momento— mi rostro se coloreó al instante, brilló encendido; ya no sé lo que me sucedió, pero confuso y asustado de mis propias sensaciones clavé los ojos en tierra. No obstante, mi mirada fue notada, captada, comprendida. Todos los ojos se volvieron hacia Madame M—, a quien cogió de sorpresa la atención general; y ella también se ruborizó como una muchachita movida por un sentimiento candido y espontáneo. Con un esfuerzo, que resultó infructuoso, trató de disimular su rubor con la risa... No es preciso subrayar que todo esto, visto desde fuera, era harto ridículo; pero en ese momento un suceso inocente e inesperado me salvó de la hilaridad general y dio un colorido especial a toda la aventura. La culpable de toda la conmoción, aquella que hasta allí había sido mi enemiga irreconciliable, mi bella tirana, se abalanzó de pronto sobre mí para abrazarme y besarme. Había visto, sin dar crédito a sus ojos, cómo me había atrevido a aceptar su reto y recoger el guante que me había lanzado cuando miró a Madame M—. Por causa mía había estado a punto de morir de espanto y remordimiento cuando salí volando a lomos de Tankred. Ahora, sin embargo, cuando todo había acabado y, en particular, cuando junto con los demás comprendió la mirada que había dirigido a Madame M—, a la vez que mi confusión y mi rubor repentino; cuando las propensiones románticas de su frívola cabeza la llevaron a dar a ese momento un nuevo sentido, recóndito y sólo a medias expresado; ahora, después de eso, sintió tal entusiasmo por mi «espíritu

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caballeresco» que se me vino encima y me apretó contra su pecho, conmovida, gozosa, orgullosa de mí. Un instante después alzó hacia los circunstantes su rostro, sobremanera candido y severo, en el que brillaban trémulas dos diminutas lágrimas cristalinas, y con voz seria y solemne, que nadie había oído hasta entonces, dijo señalándome: «Mais c'est tris sérieux, messieurs, ne riez pas!» —sin darse cuenta de que todos estaban como fascinados ante ella, contemplando con admiración su luminoso entusiasmo. Esa rápida e inesperada acción suya, ese semblante serio, esa candorosa sencillez, esas sentidas lágrimas, insospechadas hasta entonces, que brotaban de sus ojos siempre rientes, eran una maravilla tan inesperada, que todos los presentes se sentían como electrizados por su mirada y por sus rápidas y ardientes palabras y ademanes. Nadie parecía querer apartar de ella los ojos por temor a perder ese raro instante en su rostro arrebatado. Nuestro anfitrión mismo se puso colorado como una amapola y hubo quien aseguraba haberle oído decir más tarde que «con gran vergüenza suya» casi había estado enamorado un minuto entero de su hermosa invitada. En fin, que después de esto fui considerado, claro está, como un paladín, como un héroe. —¡Delorge! ¡Toggenburg! —se oía exclamar alrededor. Se oyeron aplausos. —¡Ah, la nueva generación! —¡Irá, irá sin falta con nosotros! —gritó la beldad—. Debemos encontrarle sitio y se lo encontraremos. Se sentará junto a mí, en mis rodillas, o, mejor dicho, no, no, me equivoco... —dijo corrigiéndose, riéndose a carcajadas y sin poder contener la risa al recordar nuestro primer encuentro. Pero aun riendo y todo, me acariciaba suavemente la mano, procurando a toda costa mimarme para que no me enfadara. —¡Sin falta, sin falta! —repitieron algunas voces— Debe ir, se haganado el asiento—. Y en seguida se decidió el caso. La misma solterona que me puso en conocimiento de la rubia fue requerida con insistencia por lagente joven para que se quedara en casa y me cediera su sitio, a lo que tuvo que consentir muy a pesar suyo, sonriendo por fuera, pero hirviendo de rabia por dentro. Su protectora, en torno a la cual revoloteaba, esto es, mi enemiga

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anterior y amiga reciente, cabalgaba ya sobre su veloz corcel y decía entre carcajadas que la envidiaba y que ella misma se quedaría con gusto, porque pronto empezaría a llover y todos se calarían hasta los huesos. Su pronóstico de lluvia resultó exacto. Al cabo de una hora descargó un fuerte chaparrón y se nos aguó la excursión. Fue preciso esperar varias horas en las cabañas de una aldea y regresar a casa a las diez de la noche con el tiempo crudo que siguió a la lluvia. Yo empecé a sentir un poco de calentura. En el momento en que había que montar a caballo para salir, Madame M— se me acercó, asombrada de que no llevara puesta más que una chaquetilla de cuello abierto. Le dije que no había tenido tiempo de ponerme el impermeable. Entonces tomó un imperdible y con él prendió, subiéndolo un poco, el cuello de mi camisa, se quitó del suyo un pañuelo de fina seda carmesí y lo anudó al mío para que no cogiera un catarro de garganta. Se dio tal prisa que ni siquiera tuve tiempo para darle las gracias. Pero cuando volvimos a casa tropecé con ella en una salita donde estaba en compañía de la rubia y del joven pálido que ese día había conseguido fama de jinete con sólo haber tenido miedo de montar en Tankred. Me acerqué para darle las gracias y devolverle el pañuelo, pero ahora sentí un poco de vergüenza después de mis aventuras. Hubiera preferido subir al piso de arriba y allí, con calma, pensar y determinar qué convenía hacer. Me sentía rebosante de impresiones. Al devolverle el pañuelo me puse, como de costumbre, colorado como un tomate. —¡A que quería quedarse con el pañuelo! —dijo el joven echándose a reír—. Se le nota en los ojos que le duele quedarse sin él. —Eso, sí, precisamente —confirmó la rubia— ¡Hay que ver! ¿eh?... —dijo con fingido despecho y moviendo la cabeza, pero interrumpiéndose tan pronto como advirtió la mirada severa de Madame M—, que no quería llevar la broma adelante. Yo me escabullí lo más de prisa posible. —¡Pero qué chico éste! —exclamó la bromista alcanzándome en otra habitación y cogiéndome amistosamente de ambas manos—. Mira, no tenías que devolver el pañuelo si querías quedarte con él. Podías haber dicho que te lo dejaste en algún sitio y asunto

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concluido. ¡Pero qué chico! ¡No haber sabido hacer eso! ¡Qué tonto! Y mientras tanto me daba golpecitos con el dedo en la barbilla, riéndose de ver que me ponía como una amapola. —Ahora soy tu amiga, ¿no? Nuestra enemistad ha terminado, ¿eh? ¿Sí o no? Yo reí y sin decir nada le apreté los dedos. —¡Bien, a otra cosa! ¿Por qué tiemblas y estás tan pálido? ¿Tienes escalofríos? —Sí, no me siento bien. —¡ Ay, pobrecito! Esto te viene de esas fuertes impresiones. ¿Sabes? Lo mejor es que te vayas a dormir sin esperar la cena, y se te pasará durante la noche. Vamos. Me condujo arriba y las atenciones que tuvo conmigo no parecían tener fin. Me dejó solo mientras me desnudaba y bajó corriendo por té que ella misma me trajo cuando ya estaba acostado. Me procuró asimismo una manta de abrigo. No sé si fue que todos estos cuidados y afanes me afectaron y conmovieron o que ya estaba predispuesto a la emoción con lo pasado ese día, con la excursión, con la fiebre; el caso fue que al despedirme de ella la abracé estrecha y ardorosamente, como a la más tierna e íntima amiga, y he aquí que todas las impresiones se volcaron de un golpe sobre mi corazón fatigado: estuve a punto de llorar mientras me apretaba contra su pecho. Ella notó mi impresionabilidad y, por lo visto, también ella, mi picara, estaba un poco conmovida... —Eres un buen chico —susurró, mirándome con dulzura—; por favor, no te enfades conmigo, ¿eh? ¿No lo harás? Total, que nos hicimos amigos afectuosos y fidelísimos. Era todavía bastante temprano cuando me desperté, pero todo el cuarto refulgía ya de sol. Salté de la cama, restablecido por completo y vigoroso, como si la fiebre de la víspera no hubiera sido tal; ahora sentía en su lugar un gozo inexplicable. Recordé lo ocurrido la noche antes y hubiera dado mi felicidad entera a cambio de poder abrazar en ese instante, como la víspera, a mi nueva amiga, nuestra rubia beldad; pero era todavía demasiado temprano y todos estaban durmiendo. Me vestí de prisa, salí al jardín y de allí pasé al soto. Me metí por donde la verdura era más

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densa, por donde el olor a resina de los árboles era más fuerte y por donde un rayo de sol más alegre que los demás se complacía en atravesar a trechos la neblinosa espesura. Era una hermosísima mañana. Avanzando cada vez más a la ventura, acabé por llegar al extremo opuesto del soto, cerca del río Moskva, que fluía a doscientos pasos de allí, al pie de la colina. En la orilla opuesta estaban segando alfalfa. Vi cómo varias hileras de afiladas hoces relampagueaban con cada movimiento de los segadores y desaparecían de pronto como culebras de fuego que se ocultaran en algún sitio; vi cómo la hierba, cortada a ras de tierra, caía de lado en haces abundantes que yacían en los surcos largos y rectos. Ya no tengo idea de cuánto tiempo pasé absorto en esa contemplación. De repente volví en mi acuerdo al oír a unos veinte pasos de mí, en una brecha en el soto que conducía del camino real a la casa solariega, los resoplidos y el piafar impaciente de un caballo. No sé si oí a este caballo en el momento de llegar y detenerlo su jinete, o si ya lo venía oyendo hacía rato; el hecho es que en vano me había cosquilleado el oído, impotente para arrancarme de mis ensoñaciones. Penetré intrigado en el soto y, tras haber recorrido unos pasos, oí voces que hablaban apresuradas pero en tono apagado. Me acerqué más, separando con cuidado las últimas ramas de los arbustos que bordeaban la cuneta y retrocedí al punto presa de confusión: ante mis ojos se vislumbró un conocido vestido blanco, y en mi corazón repercutió como música una dulce voz de mujer. Era Madame M—. Estaba de pie junto al jinete, quien le hablaba con premura desde el caballo, y, con gran asombro mío, reconocí en él a N—, al joven que se había marchado la mañana del día anterior y que tanto quehacer había dado a Monsieur M—. Ahora bien, se había dicho entonces que iba a un lugar muy lejano, en el sur de Rusia. Por eso me sorprendió mucho volver a verle entre nosotros, tan temprano y a solas con Madame M—. Esta estaba animada, agitada como hasta entonces nunca la había visto, y en sus mejillas brillaban las lágrimas. El joven le tenía cogida una mano, que besaba inclinándose desde la silla. Los encontraba en el momento de la despedida. Parecían apresurados. Finalmente él sacó del bolsillo un sobre sellado, se

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lo alargó a Madame M—, la abrazó como antes, con un solo brazo, sin apearse del caballo, y la besó fuerte y largamente. Un instante después picó espuelas y pasó junto a mí raudo como una saeta. Durante algunos segundos Madame M— le siguió con la vista y luego, triste y pensativa, tomó la vuelta de la casa; pero al cabo de unos pasos por el sendero pareció volver en su acuerdo, apartó con impaciencia unos arbustos y continuó su camino a través del soto. Yo la seguí, confuso y maravillado de lo que había visto. Me latía el corazón con fuerza, como después de un susto. Estaba como estupefacto, como alelado; mis pensamientos rebullían fragmentados, dispersos; pero recuerdo que no sé por qué me sentía horriblemente triste. De vez en cuando atisbaba el vestido blanco a través de la espesura. Yo iba tras Madame M—maquinalmente, sin perderla de vista, pero procurando que no se apercibiese de mi presencia. Al fin salió a la vereda que conducía al jardín. Tras medio minuto de espera salí yo también: pero cuál no sería mi sorpresa cuando noté de pronto sobre la arena rojiza de la vereda un sobre sellado; lo reconocí en el acto: era el mismo que diez minutos antes había sido entregado a Madame M—. Lo recogí; era una envoltura de papel blanco, no llevaba escrita dirección alguna y, a primera vista, no era voluminosa, pero sí apretada y pesada como si contuviera tres o más hojas de papel de cartas. ¿Qué significaba ese sobre? Sin duda, con él quedaría aclarado todo este secreto. Quizá en él estaba explicado lo que N— esperaba no tener que explicar por la brevedad de la apresurada despedida. Ni siquiera se había bajado del caballo— ¿Llevaba prisa o acaso temía traicionarse a la hora de la despedida? ¡Sabe Dios! Me detuve sin salir a la vereda, dejé caer el sobre en el lugar más visible de ella, y no aparté los ojos de él, suponiendo que Madame M— notaría la pérdida y volvería para buscarlo. Pero al cabo de tres o cuatro minutos no pude resistir más, recogí de nuevo mi hallazgo, lo guardé en el bolsillo y salí en pos de la dama. La alcancé cuando ya estaba en el jardín, en la avenida principal; iba derecha a la casa, con paso vivo, apresurado, pero absorta y con los ojos fijos en el suelo. Yo no sabía qué hacer: ¿acercarme?

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¿entregar el sobre? Eso equivaldría a decir que lo sabía todo, que todo lo había visto. Me delataría a mí mismo desde la primera palabra. ¿Y de qué modo la miraría? ¿Y de qué modo me miraría ella? Yo seguía esperando que se acordaría, que echaría de menos lo perdido y volvería a recogerlo. Yo entonces, a hurtadillas, dejaría caer el sobre y ella lo hallaría. Pero no. Llegábamos a la casa, y ya habían notado su presencia... Esa mañana, como de propósito, casi todos se habían levantado temprano, porque el día antes, por causa de la fracasada excursión, habían discurrido otra para el siguiente, de la que yo no me había enterado. Todos se preparaban para la partida y se desayunaban en la terraza. Aguardé unos diez minutos para no ser visto con Madame M— y, evitando pasar por el jardín, me dirigí al edificio por otro lado, a bastante distancia de ella. Iba y venía por la terraza, pálida y agitada, con los brazos cruzados, y de ello resultaba claro que se esforzaba y empeñaba en dominar la pena que la atormentaba y abatía, pena que se leía en sus ojos, en su modo de andar, y en cada uno de sus movimientos. De vez en cuando descendía la escalinata y daba unos pasos entre los macizos de flores con dirección al jardín; sus ojos buscaban con desasosiego, ávida y hasta incautamente, alguna cosa en la arena de la vereda y en el suelo de la terraza. No cabía duda: echaba de menos lo perdido y por lo visto creía haber dejado caer el sobre por allí, en algún sitio, alrededor de la casa. Sí, habría sido eso, estaba segura. Alguien, primero, y otros, después, notaron su palidez y agitación. Menudearon las preguntas sobre su salud y las importunas expresiones de lástima; ella hubo de tomarlo a chirigota, reírse, fingirse alegre. De cuando en cuando miraba hacia su marido, que al extremo de la terraza conversaba con dos señoras; y la pobre fue víctima del mismo temblor, de la misma turbación de que dio muestras la primera noche de la llegada de él. Con la mano en el bolsillo y apretando en él fuertemente el sobre, yo estaba bastante alejado de los demás, implorando al destino que Madame M— se fijara en mí. Quería darle ánimos, tranquilizarla, aunque fuera sólo con la mirada; decirle algo, de prisa y en secreto. Pero cuando por casualidad me miraba, yo me estremecía y bajaba los ojos.

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Vi el sufrimiento y no me equivoqué. Aun hoy mismo ignoro ese secreto; sólo sé lo que vi con mis propios ojos y lo que acabo de contar. Quizá esa relación no fuera lo que cabía suponer al primer golpe de vista. Quizá ese beso fuera de despedida: el último y delicado tributo a una víctima rendido a su honra y sosiego. N— se había ido; la dejaba quizá para siempre. Por último, incluso esta carta que yo tenía en mis manos, ¿quién sabía lo que contenía? ¿Cómo juzgar y a quién culpar? Y, por otra parte —y de ello no cabía duda—, la súbita revelación del secreto produciría en la vida de ella el efecto de un rayo. Aún recuerdo su cara en ese instante: hubiera sido imposible mayor sufrimiento. Sentir, saber, prever, esperar, como se espera en capilla, que en un cuarto de hora, en un momento, todo podía quedar al descubierto; que alguien podía encontrar el sobre, cogerlo, y viendo que no llevaba dirección, abrirlo, y entonces... ¿entonces qué? ¿Qué pena de muerte sería más terrible que la que ella esperaba? Iba y venía entre sus futuros jueces. Dentro de poco sus semblantes sonrientes y lisonjeros se tornarían amenazadores e implacables. Leería en esos rostros escarnio, malevolencia y frío desprecio, y caería sobre su vida una noche eterna, sin aurora... Es verdad que yo entonces no entendía esto como ahora lo hago; sólo podía sospechar, presentir y dolerme del peligro que ella corría y del que yo no tenía plena conciencia. Cualquiera que fuese el contenido de su secreto, mucho fue lo que expió —suponiendo que tuviera algo que expiar— en esos lúgubres minutos de que yo fui testigo y que jamás olvidaré. Pero he aquí que se oyó el alegre llamamiento para la partida; todo el mundo se puso en movimiento; por todas partes se oían palabras y risas joviales. En dos minutos la terraza quedó desierta. Madame M— renunció a la excursión, confesando por fin que no se sentía bien. Pero, gracias a Dios, todos se fueron, todos iban de prisa, y no tuvieron tiempo para importunarla con frases de conmiseración, con preguntas y consejos. Algunos se quedaron en casa. El marido le dirigió algunas palabras; ella contestó que se pondría buena ese día, que no se preocupara, que no necesitaba acostarse, que iría al jardín, sola... conmigo... Entonces me lanzó una mirada. Nada podía causarme mayor

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felicidad. Me puse colorado de alegría; un minuto después estábamos en camino. Ella iba por las mismas avenidas, caminos y senderos por los que poco antes había vuelto del soto, recordando instintivamente su ruta previa, mirando con fijeza ante sí, sin desviar los ojos del suelo, buscando ajgo en él, sin contestarme, acaso olvidada de que iba con ella. Pero cuando llegamos casi al sitio donde yo había recogido la carta y donde terminaba el sendero, Madame M— se detuvo de pronto, y con voz débil, apagada por la tristeza, dijo que se sentía peor y que volvería a casa. Cuando llegó, sin embargo, al portón del jardín, hizo alto de nuevo y reflexionó un momento. Una sonrisa de desesperanza afloró a sus labios, y débil, agotada, resuelta a todo y resignada a todo, volvió a tomar en silencio el camino anterior, y hasta se olvidó de avisármelo esta vez... Yo reventaba de angustia y no sabía qué hacer. Fuimos o, mejor dicho, yo la conduje al lugar desde donde una hora antes había oído el piafar del caballo y la conversación de ambos. Allí, cerca de un olmo frondoso, había un banco, cortado de una sola y enorme piedra, cubierto de hiedra, en torno al cual crecían jazmines silvestres y zarzarrosas (todo el soto estaba salpicado de puentecillos, cenadores, grutas, y otras fantasías por el estilo). Madame M— se sentó en el banco, mirando distraídamente el maravilloso paisaje que se abría ante nosotros. Al cabo de un momento abrió un libro e, inmóvil, clavó los ojos en él, sin volver las páginas, sin leer, casi sin darse cuenta de lo que hacía. Eran ya las nueve y media. El sol, alto ya, se deslizaba espléndidamente sobre nosotros por un cielo de azul intenso, disolviéndose, se diría, en su propio fuego. Los segadores estaban ya lejos; apenas se les veía desde nuestra orilla. Tras ellos reptaban monótamente los interminables haces de hierba recié cortada, y de vez en cuando una ligerísima brisa nos tr ía su hálito fragante. Alrededor sonaba el incesante concierto de «los que ni siembran ni recogen», pero que son tan pertinaces como el aire que cortan con sus alas vibrátiles. Parecía como si en ese instante cada florecilla, cada hojilla de hierba, destilando el aroma del sacrificio, dijera a su Creador: «¡Padre! ¡Soy bienaventurada y feliz!»

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Miré a la pobre mujer, única criatura que parecía como muerta en medio de toda esta vida gozosa; en sus pestañas brillaban inmóviles dos gruesas lágrimas que el dolor agudo había arrancado de su pecho. En mis manos estaba el dar vida y felicidad a ese pobre corazón desfallecido, y lo único que no sabía era cómo arreglármelas para dar el primer paso. Sufría atrozmente. Cien veces traté de acercarme a ella y otras tantas un extraño sentimiento me clavaba en el sitio, en tanto que algo como fuego me enrojecía el semblante. De repente se me ocurrió una idea feliz. Había hallado un arbitrio. Resucité. —¿Quiere que le coja un ramo de flores? —pregunté con voz tan alegre que Madame M— levantó en el acto la cabeza y me miró fijamente. —Tráelas —dijo ella por fin con voz débil y un amago de sonrisa, y fijando de nuevo los ojos en el libro. —Bueno, pero por aquí, como han segado la hierba, quizá no las haya —exclamé, poniéndome en camino alegremente. Cogí el ramo rápidamente, un ramo sencillo, modesto. Hubiera sido una vergüenza ponerlo en una habitación; pero cuan gozosamente me latía el corazón cuando lo iba cogiendo y formando. Las zarzarrosas y los jazmines silvestres los cogí en aquel mismo lugar. Sabía que allí cerca había un sembrado de centeno que estaba madurando. Corrí allí en busca de acianos, que mezclé con largas espigas de centeno, las más doradas y lozanas que pude hallar. No lejos de ese sitio tropecé con un macizo entero de nomeolvides y el ramo empezó a robustecerse. Más allá, en un campo, encontré campánulas azules y trébol silvestre y llegué hasta la misma orilla del río en busca de lirios de agua amarillos. Por último, cuando ya regresaba al punto de partida y entré un momento en el soto para coger unas hojas digitadas de arce, de color verde claro, para envolver con ellas el ramo, hallé por casualidad una familia entera de pensamientos, cerca de los cuales con gran contento mío, un aroma de violeta delató la presencia de esas flores, escondidas entre la rozagante y tupida hierba, todavía salpicada de brillantes gotas de rocío. El ramo estaba listo. Lo sujeté con una atadura hecha de largas y finas hojas de hierba, y dentro de él puse cuidadosamente la

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carta, cubriéndola con las flores, pero de modo que fuera fácil verla con sólo mirar un poco atentamente el ramo. Se lo llevé a Madame M—. En camino me pareció que la carta estaba demasiado a la vista y la metí más dentro. Cuando ya me acercaba, la escondí aún más entre las flores y, por último, llegado ya casi a mi destino, la hundí tanto dentro del ramo que nada se veía desde fuera Tenía las mejillas en llamas. Quería taparme la cara con las manos y echar a correr, pero Madame M— miraba las flores como si hubiera olvidado que yo había ido a cogerlas. Maquinalmente, casi sin fijarse, alargó la mano y tomó mi regalo, poniéndolo seguidamente en el banco, ni más ni menos que si fuera algo que yo sencillamente le devolvía, y de nuevo clavó los ojos en el libro, sin saber apenas lo que estaba haciendo. Mi fracaso me tenía al borde del llanto. «¡Si al menos tuviera el ramo junto a ella—pensaba yo—, si al menos no se olvidara de él!» Me eché en la hierba allí cerca, puse la cabeza en el brazo derecho y entorné los ojos, como vencido del sueño. Pero tenía a Madame M— a la vista y esperaba... Pasaron unos diez minutos. Creí notar que su palidez se acentuaba... De pronto una feliz circunstancia vino en mi ayuda. Era una abeja, grande y dorada, con la que una brisa benévola me trajo la suerte. Primero estuvo zumbando sobre mi cabeza y luego se acercó a Madame M—. Esta trató de ahuyentarla con la mano un par de veces, pero la abeja, como adrede, se puso aún más importuna. Al cabo Madame M— cogió mi ramo y lo agitó ante sí. En ese momento el sobre se desprendió de las flores y cayó directamente sobre el libro abierto. Yo me estremecí. Durante algún tiempo Madame M— estuvo mirando, muda de sorpresa, ora el sobre, ora las flores que tenía en las manos, y parecía no dar crédito a sus ojos... De pronto se ruborizó y me lanzó una mirada; pero yo ya la había anticipado y cerré con fuerza los ojos fingiendo estar dormido; por nada del mundo la hubiera mirado ahora directamente. Mi corazón latía desfallecido, como pajarillo en manos de un chicuelo de aldea. No recuerdo cuánto tiempo seguí tendido, con los ojos cerrados: dos o tres minutos. Por fin me atreví a abrilos. Madame M— leía ávidamente la carta, y a juzgar por sus mejillas encendidas, por su mirada

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húmeda y chispeante, por su rostro luminoso en el que cada rasgo temblaba de emoción, adiviné que la felicidad anidaba en esa carta, y que toda la tristeza que había sentido se disipaba como el humo. Una sensación dulce y penosa se adueñó de mi espíritu, y se me hizo difícil seguir fingiendo... Jamás olvidaré ese instante. De pronto se oyó una voz, todavía lejos de nosotros: —¡Madame M—! ¡Natalie! ¡Natalie! Madame M— no contestó, pero se levantó con presteza del banco, vino adonde yo estaba y se inclinó sobre mí. Sentí que fijaba en mi rostro los ojos. Me temblaban las pestañas, pero me contuve y no abrí los míos. Trataba de respirar acompasada y tranquilamente, pero el corazón me sofocaba con su violento golpear. El ardoroso aliento de Madame M— me quemaba las mejillas; se fue inclinando poco a poco sobre mi rostro, como si fuera a estudiarlo. Por último sentí un beso y cayeron unas lágrimas en mi mano, que yacía sobre mi pecho. Dos veces la besó. —¡Natalie! ¡Natalie! ¿Dónde estás? —se oyó de nuevo, ahora bastante cerca de nosotros. —¡En seguida! —dijo Madame M— con su rica voz argentina, trémula y amortiguada por las lágrimas, y tan bajito que sólo yo podía oírla. —¡En seguida! Pero en ese instante me traicionó al fin el corazón, que pareció enviarme toda la sangre al rostro. Simultáneamente un beso rápido y ardiente me quemó los labios. Lancé un débilgrito, abrí los ojos, pero ya caía sobre ellos el pañuelo de gasa de la víspera, como si ella hubiera querido protegerme del sol. Un instante después había desaparecido. Percibí sólo el rumor de unos pasos que se alejaban de prisa. Estaba solo. Me quité de encima el pañuelo y lo besé, ebrio de deleite. Durante unos minutos estuve como privado de juicio... Cuando apenas hube recobrado el aliento, contemplé de codos sobre la hierba, distraído e inmóvil, cuanto ante mí se extendía: las colinas circundantes, los campos radiantes de color, el río que los bañaba serpenteando y que allá a lo lejos, a pérdida de vista, volvía a circundar otras colinas y aldeas, desparramadas como puntos brillantes de luz por la inmensa lejanía; los bosques, apenas

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visibles, de un azul oscuro, que parecían esfumarse en el borde de un cielo flameante —y un dulce sosiego, como evocado por la calma solemne del cuadro, apaciguó poco a poco mi agitado corazón. Me sentí aliviado, respiré libremente... Pero todo mi espíritu parecía sorda y dulcemente fatigado, diríase que por la intuición de algo, por algún presentimiento. Tímida y gozosamente adivinó alguna cosa mi atemorizado corazón, ligeramente estremecido de anhelo... y de pronto sentí que se me conmovía y desgarraba el pecho, como atravesado por algo, y que mis ojos se llenaban de mansas lágrimas. Me cubrí el rostro con las manos y, temblando como un tallo de hierba, me rendí a ese primer desvelamiento y revelación del corazón, a la primera vislumbre, confusa todavía, de mi propia naturaleza... Mi primera infancia terminó en ese instante.

* * *

Cuando un par de horas más tarde volví a casa no encontré a Madame M—. Había ido a Moscú con su marido por algún motivo inesperado. Nunca jamás volví a verla.