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Lilian Bermejo-Luque Falacias y argumentación

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Lilian Bermejo-Luque

Falacias

y argumentación

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Primera edición: 2013 © Lilian Bermejo-Luque, 2013 © Plaza y Valdés Editores, 2013 Directores de la colección: Roberto Aramayo, Txetxu Ausín y Concha Roldán

Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés Editores. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o transformación de esta obra sin pre-via autorización escrita de los editores, salvo excepción prevista por la ley. Dirí-jase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si ne-cesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Plaza y Valdés, S. L. Murcia, 2. Colonia de los Ángeles 28223, Pozuelo de Alarcón Madrid (España) �: (34) 918126315 e-mail: [email protected] www.plazayvaldes.es Plaza y Valdés, S. A. de C. V. Manuel María Contreras, 73. Colonia San Rafael 06470, México, D. F. (México) �: (55) 5097 20 70 e-mail: [email protected] www.plazayvaldes.com.mx ISBN: 978-84-15271- D. L.: Diseño de cubierta: Edición de textos: Olivia Melara Impresión:

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Para mis padres y hermanos porque siempre están ahí

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Índice Presentación ............................................................................... 0 1. La argumentación, una actividad cotidiana .......................... 0 1.1. PERSUADIR Y JUSTIFICAR ................................................. 0 1.2. EL VALOR DE LA ARGUMENTACIÓN .................................. 0 1.3. CONDICIONES PARA LA PRÁCTICA DE LA ARGUMENTA-

CIÓN ............................................................................... 0 2. Los estudios sobre argumentación y la teoría de la argu-mentación ............................................................................... 0 2.1. LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN: UNA PERSPECTIVA

NORMATIVA ...................................................................... 0 2.2. LOS ORÍGENES .................................................................... 0 2.3. LA EMERGENCIA TARDÍA DE LA DISCIPLINA. UNA HIPÓTE-

SIS ............................................................................... 0 2.4. LA REEMERGENCIA DE LOS ESTUDIOS NORMATIVOS SOBRE

ARGUMENTACIÓN ............................................................. 0 2.4.1. Perelman y la nueva retórica ................................ 0 2.4.2. Toulmin y la crítica a la lógica formal ................. 0 2.4.3. Hamblin, la dialéctica y la teoría de la falacia ...... 0 2.5. LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN COMO DISCIPLINA:

EL ESTADO DE LA CUESTIÓN ............................................. 0 2.6. ¿DESCRIPTIVA VERSUS NORMATIVA? LAS DEFINICIONES

DE ARGUMENTACIÓN Y BUENA ARGUMENTACIÓN ................ 0

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FALACIAS Y ARGUMENTACIÓN

2.7. PREGUNTAS FUNDACIONALES PARA LA TEORÍA DE LA

ARGUMENTACIÓN ............................................................. 0 2.7.1. La definición de argumentación ........................... 0 2.7.2. La interpretación y el análisis de la argumenta-

ción .......................................................................... 0 2.7.3. La valoración de la argumentación ....................... 0 3. El estudio de las falacias .......................................................... 0 3.1. EL ESTUDIO DE LAS FALACIAS DENTRO DE LA TEORÍA DE

LA ARGUMENTACIÓN ....................................................... 0 3.2. DIALÉCTICA Y RETÓRICA EN PLATÓN Y LOS SOFISTAS ....... 0 3.3. LA TEORÍA DE LA FALACIA DE ARISTÓTELES ...................... 0 3.4. LA TEORÍA DE LA FALACIA DE HAMBLIN ............................ 0 3.5. FALACIAS Y LÓGICA INFORMAL ........................................... 0 3.6. TAREAS PARA UNA TEORÍA DE LA FALACIA ........................ 0 3.7. EN CONCLUSIÓN… ............................................................. 0 4. El debate actual sobre la viabilidad de una teoría de la fa-lacia .......................................................................................... 0 4.1. ¿ES POSIBLE UNA TEORÍA DE LA FALACIA? LA RELACIÓN

ENTRE LA LÓGICA FORMAL Y LA TEORÍA DE LA ARGU-

MENTACIÓN ...................................................................... 0 4.1.1. Massey y la tesis de la asimetría ........................... 0 4.1.2. ¿Contraejemplos para la tesis de la asimetría? ..... 0 4.1.3. Una estrategia desde la lógica informal ................ 0 4.1.4. «Temible simetría» ............................................... 0 4.1.5. Lógica formal y teoría de la argumentación ......... 0 4.2. ¿ES COHERENTE EL CONCEPTO DE FALACIA? ¿EXISTEN

ARGUMENTOS FALACES? .................................................. 0 4.2.1. La crítica de Finocchiaro al concepto de falacia.

Clasificaciones de primer y segundo orden .......... 0 4.2.2. Falacias y argumentos ad ..................................... 0 5. Las teorías de la falacia actuales ............................................. 0

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ÍNDICE

5.1. TEORÍAS CONTINUISTAS ................................................... 0 5.1.1. El enfoque retórico de Charles Arthur Willard ..... 0 5.1.2. Los análisis de Walton-Woods ............................. 0 5.1.3. La pragmadialéctica y el segundo Walton ............ 0 5.1.4. El tercer Walton y el modelo de los esquemas

argumentativos ..................................................... 0 5.2. TEORÍAS REVISIONISTAS. .................................................. 0 5.2.1. Finocchiaro y sus «seis tipos de falacia» .............. 0 5.2.2. Ralph H. Johnson y el enfoque de la lógica in-

formal ...................................................................... 0 6. Conclusiones ............................................................................. 0 6.1. LAS CONDICIONES DE UNA TEORÍA DE LA FALACIA COMO

MODELO PARA LA EVALUACIÓN DE LA ARGUMENTACIÓN . 0 6.2. TEORÍAS CONTINUISTAS ................................................... 0 6.3. TEORÍAS REVISIONISTAS ................................................... 0 6.4. CONCLUSIONES ................................................................ 0 7. Bibliografía ............................................................................... 0

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Presentación

entro del ámbito general de los estudios sobre argumen-tación (que involucra perspectivas tan diversas como las de la filosofía, la lingüística, la retórica, el análisis del

discurso o los estudios culturales, la teoría de la argumentación se ocupa de la elaboración y del análisis de modelos normativos pa-ra la argumentación, es decir, de propuestas más o menos siste-máticas y comprensivas para distinguir entre buena y mala argu-mentación. El interés filosófico de esta disciplina resulta evidente: no es solo que nuestras concepciones sobre qué es argumentar bien estén estrechamente relacionadas con temas tradicionales de la investigación filosófica, tales como las nociones de justificación, racionalidad, etcétera, sino que a falta de métodos experimentales propios, la labor filosófica misma consiste básicamente en produ-cir y evaluar argumentos. En este sentido, los estudios normativos sobre argumentación tienen algo de propuesta metodológica para la propia filosofía. Sin embargo, a pesar del indudable interés filosófico de la teoría de la argumentación (razón por la cual sus orígenes remo-tos se encuentran ya en las primeras reflexiones sobre las relacio-nes entre lenguaje y mundo, discurso y sociedad, de Platón, de los sofistas y, sobre todo, de Aristóteles), su reconocimiento como

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disciplina tuvo lugar hace apenas cuatro décadas. Pues lo cierto es que los filósofos han prestado escasa atención a la argumenta-ción en lenguaje natural como tema de estudio y mucho menos se han ocupado de desarrollar modelos específicos para su evalua-ción. De algún modo, se asumía que la lógica formal, que even-tualmente se complementaba con modelos para la formalización de los argumentos del lenguaje natural, se encargaba de la parte sistemática de esta tarea. La idea era que la buena argumentación es una cuestión de buenas inferencias (inferencias válidas en el sentido de «formalmente válidas») y buenas premisas (premisas verdaderas). De manera que aquellos fallos argumentativos ata-ñían a la dimensión pragmática de la argumentación en cuanto ac-tividad comunicativa —como la petición de principio, el cambio ilegítimo de la carga de la prueba, el uso de lenguaje cargado, et-cétera—, quedaron sin un tratamiento sistemático durante siglos. La recepción en Estados Unidos y Canadá a finales de los setenta de los trabajos sobre argumentación que Toulmin y Perelman desarrollaron en los años cincuenta, así como los inicios de la es-cuela de Ámsterdam a mediados de los ochenta, supusieron el es-tablecimiento de la teoría de la argumentación como un intento de abordar esta tarea. En el ámbito de los países de lengua española, la teoría de la argumentación es todavía una disciplina emergente, aunque su presencia es cada vez mayor en los currículos universitarios y surgen nuevos grupos y proyectos de investigación en torno a ella, en parte como respuesta a una creciente demanda ante las limitaciones de la lógica para evaluar la argumentación cotidiana. Este libro pretende ser una pequeña contribución a ese proceso en nuestro ámbito. Aunque, como género, puede resultar un tanto atípico. Por un lado, tiene vocación de manual, de exposición de las principales teorías, enfoques y aportaciones actuales dentro de la teoría de la argumentación; por otro, tiene forma de ensayo, de defensa de una tesis sobre un tema concreto, a saber, el estudio de las falacias y las posibilidades de adoptar una teoría de la falacia

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PRESENTACIÓN

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como modelo normativo para la argumentación. Por fortuna, am-bos objetivos se compaginan bastante bien, no en vano el estudio de la falacia fue la principal motivación para el surgimiento de la teoría de la argumentación como alternativa a la lógica. Así, la panorámica sobre la disciplina que aquí se ofrece sigue como hilo conductor el modo en que las distintas teorías de la argumenta-ción han caracterizado el concepto de falacia y han tratado de sis-tematizar el análisis y la evaluación de los argumentos falaces. El libro consta de dos partes: los tres primeros capítulos son, respectivamente, una presentación de la argumentación co-mo actividad cotidiana y ubicua, de la teoría de la argumentación como una disciplina normativa dentro de los estudios sobre la ar-gumentación y la teoría de la falacia como desarrollo característi-co de la teoría de la argumentación. Estos capítulos poseen un ca-rácter eminentemente expositivo, incluso histórico, aunque en ellos se avanzan temas centrales para este trabajo, como la carac-terización de los modelos normativos para la argumentación se-gún las tareas que le son propias, las relaciones entre lógica, dia-léctica y retórica y los correspondientes enfoques dentro de la teoría de la argumentación y la teoría de la falacia, la distinción entre modelos para la evaluación y modelos para la crítica de la argumentación, o la caracterización de los programas de la teoría de la argumentación y la teoría de la falacia frente al de la lógica formal. La segunda parte, más argumentativa, comienza con el de-bate sobre la viabilidad de una teoría de la falacia y con el análi-sis de las críticas que el concepto mismo de falacia ha suscitado. A continuación, sigue la exposición de las principales teorías de la falacia, agrupadas según sus estrategias a la hora de resolver estas dificultades, junto con un análisis de las posibilidades que tendría cada una de ellas de que la aceptaran como un modelo pa-ra la evaluación de la argumentación. Por último, el capítulo de las conclusiones recopila estos análisis con el fin de valorar las posibilidades de abordar el estudio normativo de la argumenta-

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ción desde la teoría de la falacia, al tiempo que se defiende el in-terés del concepto de falacia, así como del catálogo tradicional como instrumentos, si no para la evaluación, sí para la crítica de la argumentación. Este trabajo ha visto la luz gracias al apoyo y entusiasmo de Txetxu Ausín, que siempre ha confiado en mi capacidad para hablar de las falacias sin cometer muchas, razón por la cual me invitó a formar parte del proyecto de investigación que él dirige, KONTUZ! (FFI2011-24414 del Ministerio de Economía y Com-petitividad), sobre el principio de precaución; no en vano son muchos los debates en torno a los argumentos falaces implicados en la definición y al uso del principio de precaución (pendientes resbaladizas, argumentos ad baculum, ad populum, ad ignoran-tiam...). Bajo los auspicios de este proyecto se financia este libro. También depende del Ministerio de Economía y Competitividad y, en concreto, del Programa Nacional de Incorporación y Con-tratación de RR HH, el contrato de investigación Ramón y Cajal que me ha permitido desarrollar las ideas aquí presentadas.

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1. La argumentación, una actividad cotidiana 1.1. PERSUADIR Y JUSTIFICAR

unque no lo parezca, nos pasamos el día argumentando. Y algunos, qué remedio, desde bien temprano: «¡venga, chicos, que son menos diez...!».

Sí, algo tan sencillo como «¡venga, chicos, que son menos diez...!» es una argumentación en toda regla: apelamos a la hora para avalar el apremio, para justificar que hay que apremiarse y, con ello, tratar de persuadir a los chicos para que se den prisa. En la vida cotidiana, si hay algo para lo que argumentamos conti-nuamente, es para persuadirnos los unos a los otros. Sin embargo, argumentar no es la única manera de persua-dir. A veces, ni siquiera es la más eficaz. Las amenazas, por ejemplo, pueden ser más útiles en algunos casos: «pues mañana os levanto media hora antes, que lo sepáis...». De alguna manera, persuadir sin argumentar también es hacerlo mediante razones: al lanzar amenazas, al hacer promesas e, incluso, al proferir gritos y lamentos, podemos dar razones a los chicos para que se apresu-ren. En realidad, casi todo lo que decimos puede servir para per-suadir a nuestros oyentes de algo y, eventualmente, puede consti-tuir una buena razón para que actúen de un modo u otro. Entonces, ¿es lo mismo argumentar que amenazar, por ejemplo?;

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mediante argumentos y amenazas, ¿damos buenas razones igual-mente? La intuición nos dice que no, que hay algo valioso en ar-gumentar que no está presente en esas otras formas de dar razo-nes. De hecho, desde Sócrates hasta Habermas, muchos pensado-res considerado la argumentación el modelo por excelencia de la interacción comunicativa legítima. Si bien la distinción entre la argumentación y esas otras formas de dar razones es sumamente pertinente, no es fácil pro-poner criterios para distinguir la una de las otras. Algunos autores han tratado de hacer camino distinguiendo, a su vez, entre actua-ciones comunicativas que tienen por objetivo persuadir y actua-ciones comunicativas que buscan convencer: mientras que al per-suadir generaríamos, principalmente, actitudes en nuestros oyentes, al convencerlos, nuestro logro consistiría en producirles creencias. De ese modo, mientras que la persuasión podría lograr-se de múltiples maneras (por ejemplo, excitando las emociones en nuestros oyentes al ser amenazados o adulados), convencer sería algo esencialmente vinculado al uso de la razón y del razona-miento. Persuadir sería el efecto retórico de cualquier tipo de ac-tuación comunicativa, mientras que convencer sería facultad ex-clusiva de la comunicación argumentativa. Así, la argumentación, en cuanto intento de convencer, podría también definirse como un intento de persuadir racionalmente. Sin embargo, esta distinción más bien técnica entre per-suadir y convencer ha caído en desuso, pues además de resultar muy forzada desde un punto de vista meramente lingüístico, ni siquiera cumple la función para la que había sido propuesta: in-cluso si aceptamos que al convencer inculcamos creencias en nuestros oyentes, mientras que al persuadirlos inducimos en ellos actitudes, ¿acaso no generamos creencias al prometer que hare-mos tal o cual cosa?; ¿y no generamos actitudes si argumentamos que tal práctica es saludable o que tal otra es moralmente censu-rable? En todo caso, ¿no requiere del uso de la razón actuar en

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LA ARGUMENTACIÓN, UNA ACTIVIDAD COTIDIANA

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consecuencia cuando uno recibe una amenaza o una oferta tenta-dora? Las amenazas, los sobornos, las promesas, etcétera, gene-ran, efectivamente, razones para la acción y para la creencia in-distintamente. De hecho, su eficacia depende de su capacidad de generar creencias sobre lo que conviene y lo que no, así como de la racionalidad que muestren aquellos a los que se dirigen. Al amenazar, sobornar, prometer, etcétera, damos razones para que nuestros oyentes actúen en un sentido u otro. Ahora bien, cuando argumentamos, damos razones en el sentido de que aducimos hechos, datos, etcétera, que, eventual-mente, servirán para mostrar que aquello de lo que tratamos de persuadir a nuestros oyentes es tal y como decimos que es. Por ejemplo, al aducir que son menos diez, antes que intentar persua-dir a los chicos para que se den prisa, de lo que intento persuadir-les es de que deben darse prisa. Aducir que son menos diez sirve para mostrarles, en determinadas circunstancias, que, efectiva-mente, han de apremiarse. Por el contrario, amenazar con levan-tarlos más temprano (o prometerles algo si se dan prisa) no sirve para mostrar que han de apresurarse; a lo sumo, es una manera de hacer que, de hecho, más les valga darse prisa. En definitiva, las amenazas, las promesas, los tratos y acuerdos, las palabras tiernas o los improperios no son argumen-tos en sí mismos, por más que, a menudo, nos den muy buenas razones para actuar en un sentido u otro y generen creencias per-fectamente racionales. Aunque los argumentos y esas otras for-mas de comunicación puedan compartir el propósito de persuadir a aquellos a quienes se dirigen, hay algo que caracteriza solo a los primeros: los argumentos cuentan como «intentos de mostrar que ciertas afirmaciones» son correctas, a saber, aquellas de las que tratamos de persuadirlos (o convencerlos). Por eso, en la medida que mostrar que una afirmación es correcta es justificarla, pode-mos finalmente afirmar que argumentar es «aducir razones con el fin de justificar nuestras afirmaciones». Esta será, pues, la defini-ción de argumentación que adoptaremos a partir de ahora: «ar-

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gumentar es, ante todo, intentar justificar aquello que se afirma». Como hemos visto, la argumentación no puede definirse propiamente como un «intento de persuasión racional» pues, de algún modo, toda forma de persuasión puede ser racional en últi-ma instancia. No obstante, hay que admitir que el principal uso que hacemos de los argumentos es intentar persuadir a nuestros oyentes. De hecho, mostrar que lo que afirmamos es correcto sue-le ser una forma bastante eficaz de persuadirlos. Ahora bien, per-suadir es algo que podemos lograr de muchas maneras. La argu-mentación es solo una de ellas y no siempre es la más efectiva, ni la más sensata, ni la más adecuada. Aun así, como vamos a ver, hay algo especial en ella. 1.2. EL VALOR DE LA ARGUMENTACIÓN Sin duda, el principal uso de la argumentación es la persuasión: por suerte, cuando logramos mostrar que aquello que afirmamos es correcto, solemos conseguir que nuestros oyentes lo acepten y que actúen en consecuencia. Sin embargo, como acabamos de ver, justificar no es la única forma de persuadir. En ocasiones, otras formas de persuasión pueden ser, no solo más eficaces, sino más racionales e, incluso, legítimas: elaborar un argumento para que alguien se aparte de la calzada puede ser muy poco sensato si un coche se acerca a gran velocidad y un simple ¡cuidado! le li-braría de ser atropellado. Argumentar no es siempre la mejor op-ción. Por ser un intento de justificar nuestras afirmaciones, la ar-gumentación es principalmente una actividad propia de la razón teórica: mediante ella, tratamos de establecer que las cosas son como decimos que son. Cuando argumentamos, es a esto preci-samente a lo que nos comprometemos, por más que con ello tam-bién busquemos persuadir a nuestros oyentes. De algún modo, argumentar es someter la fuerza persuasiva de nuestras palabras

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LA ARGUMENTACIÓN, UNA ACTIVIDAD COTIDIANA

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al tribunal de su justificación teórica. Por ello, si hubiésemos de formular un código de buenas prácticas argumentativas, la idea principal vendría a ser algo así como «está bien intentar persuadir a nuestros oyentes, ser lo más efectivos que se pueda; pero hay que hacerlo aduciendo razones que sirvan para mostrar que aque-llo de lo que tratamos de persuadirlos es tal y como decimos que es». Este ideal que rige la práctica de argumentar explicaría el he-cho de que, aunque podamos persuadir de distintas maneras —y aunque cualquiera de ellas pueda resultar adecuada desde un pun-to de vista instrumental e, incluso, legítima en determinadas cir-cunstancias—, solo la persuasión que se obtiene al intentar justi-ficar lo que decimos tiene cierto sello de legitimidad característico. ¿En qué consiste ese «sello de legitimidad» de la argumentación? ¿Acaso hay algo intrínsecamente bueno en ar-gumentar? Como decíamos al principio, la argumentación es una for-ma de comunicación muy común. De hecho, está presente en casi todos los ámbitos de la interacción humana: de las rutinas maña-neras a los comités científicos, de las barras de bar al Congreso de los Diputados; es tal su ubicuidad que cabe pensar en ella co-mo una actividad característica de nuestra especie. Argumenta-mos incluso sin pronunciar palabra, cuando nuestras actuaciones comunicativas se pueden interpretar como intentos de apoyar una tesis, avanzada de un modo u otro, mediante razones que mues-tren que dicha tesis es correcta.1 Pero argumentar no es solo una práctica útil, sino, ante todo, una práctica legítima. Para autores como Nicholas Rescher (1993), la racionali-dad y la sociabilidad humanas son dos caras de la misma moneda. Tal como él defiende, la racionalidad puede concebirse como el - - - - - - - - - - - - - - - - - -

1 Dentro de la teoría de la argumentación podemos encontrar en-foques especialmente diseñados para tratar con el estudio de la argumen-tación visual. Incluso hay quienes defienden que existe algo así como una «argumentación musical» (véase, por ejemplo, Groarke [2003] o Blair [2004]).

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resultado del modo característico en que los humanos buscan re-laciones intersubjetivas. Por ello, la función que la argumentación jugaría a la hora de garantizar la racionalidad de nuestras creen-cias, tendría su correlato como garante de la sociabilidad humana: desde un punto de vista práctico, la argumentación sería, ante to-do, un instrumento de influencia intersubjetiva, de persuasión mutua, y, por ello, un medio para la coordinación de acciones y creencias entre sujetos. A su vez, en cuanto seres racionales, la posibilidad de coordinar acciones y creencias mediante la argu-mentación resulta decisiva: la argumentación no es un medio de interacción entre otros, sino la instancia que da lugar a condicio-nes de legitimidad, tanto en un sentido teorético —porque la ar-gumentación sirve para justificar nuestras creencias y acciones, esto es, es un medio para mostrar que son correctas en cierto sen-tido— como en un sentido práctico, porque al establecer la co-rrección de nuestras acciones y creencias posibilita la coordina-ción entre individuos pulsando un rasgo característico de los seres racionales, a saber, que tienden a creer y a actuar tal como creen es correcto (en un sentido u otro). Por ello, finalmente, diríamos que valoramos la argumentación porque conlleva la idea misma de legitimidad, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. La interacción argumentativa articula como ninguna otra nuestra condición de seres, no solo sociales y, por ello, depen-dientes unos de otros, sino también racionales y autónomos. El valor práctico de la argumentación como medio para la persua-sión viene dado por su valor teorético, en cuanto medio para con-ducir a buen puerto nuestras creencias. Dicho de otro modo, per-suadimos argumentando porque, cuando argumentamos bien, mostramos que aquello de lo que tratamos de persuadir a nuestros oyentes es como decimos que es. Dar razones es dar cuenta de nuestra racionalidad ante otros, a la vez que apelamos a la suya propia. Así, el único poder que ostenta quien argumenta es el de hacer valer la fuerza de las buenas razones como guías para de-terminar qué creer y qué aceptar. Quien argumenta no apela a su

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capacidad de hacernos bien o mal; no pretende persuadirnos ape-lando a lo que nos conviene, pues argumentar tampoco es nego-ciar. Y es por esto que la fuerza de la argumentación, su única fuerza, es una fuerza intrínsecamente legítima: es la propia racio-nalidad humana, su susceptibilidad a las buenas razones, la que determina la efectividad de la argumentación como instrumento de interacción. En cuanto seres sociales y racionales, los humanos estamos abocados a la comunicación argumentativa. Nuestra naturaleza social nos compele a relacionarnos e interactuar con nuestros se-mejantes y, para ello, la argumentación resulta tremendamente útil: ofrecer razones es una forma eficaz de persuadirnos mutua-mente y, de ese modo, poner en común nuestras creencias y coor-dinar nuestras actuaciones. Pero, por otro lado, ofrecer razones es una forma eficaz de persuadirnos en la medida que los humanos somos seres racionales, en el sentido de ser susceptibles a la fuer-za de las razones a la hora de conducir nuestras creencias. Ejercer nuestra sociabilidad a través de la práctica de argumentar es hacer un ejercicio doble de racionalidad; la racionalidad de los huma-nos determina la efectividad de la argumentación como instru-mento de persuasión y, puesto que resulta tan efectiva como tal, la misma racionalidad humana a la hora de elegir buenos medios para sus fines explica, a su vez, que la práctica de argumentar esté tan extendida. 1.3. CONDICIONES PARA LA PRÁCTICA DE LA ARGUMENTACIÓN Como hemos visto, la argumentación es una práctica ubicua entre los humanos, y hay buenas razones para ello. Sin embargo, es evidente que hay contextos que favorecen especialmente los in-tercambios argumentativos. ¿Cuáles son los factores que determi-nan la mayor o menor incidencia de la argumentación? En Mani-fest Rationality (2000), Ralph H. Johnson consideraba los

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siguientes:

� Intereses comunes. Distintos contextos pueden hacer que los individuos compartan objetivos en mayor o menor medida. Pero por encima de nuestros intereses individua-les, en cuanto seres sociales, los humanos compartimos el interés por coordinarnos de la mejor manera posible. Siempre hay, pues, ocasión para la interacción argumen-tativa como medio para facilitar la convivencia. En reali-dad, la convivencia es un gran proyecto común para el que la argumentación resulta imprescindible, en tanto en cuanto ha de darse entre individuos con preferencias y puntos de vista a menudo distintos e incluso incompati-bles entre sí.

� Puntos de vista diferentes. Sin desacuerdo, la argumenta-ción como un intento de justificar prácticamente carece-ría de sentido. En general, solo cabe intentar justificar aquello que, en un momento dado, resulta cuestionable. La actividad de argumentar sería inútil si todas nuestras representaciones del mundo estuviesen precoordinadas, como en una sociedad de autómatas, y no hubiese lugar para la discrepancia.

� Confianza en la racionalidad. Esto es, confianza en la idea de que guiarnos por las mejores razones es el mejor modo de lograr las mejores creencias y, con ello, perse-guir los mejores fines mediante los mejores medios. Johnson reconoce que la confianza en la racionalidad no necesita ser «el más alto ideal de una cultura», pero con-sidera que esta condición debe estar presente, al menos hasta cierto punto, para que la argumentación tenga el crédito mínimo necesario para instaurarse como práctica.

� Apertura al cambio. Como nuestro objetivo principal al argumentar es lograr la persuasión de nuestros oyentes mediante la justificación de nuestras afirmaciones, esta

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práctica sería inútil si las personas fuesen incapaces de cambiar sus creencias y puntos de vista.

La perspectiva de Johnson sobre el surgimiento de la ar-gumentación subraya su función como una forma de interacción humana: hay argumentación porque, siendo diversas en sus in-tereses y puntos de vista, las personas están, sin embargo, compe-lidas a relacionarse y coordinarse entre sí. Esto se debe a que te-nemos distintos puntos de vista, pero también intereses compartidos, que experimentamos la necesidad de argumentar. De acuerdo con esta perspectiva, la argumentación sería un ins-trumento particularmente útil para dicha tarea, una forma especial de comunicación e interacción. Sin duda, la creciente complejidad de nuestras sociedades, cada vez más diversas y, a la vez, más abocadas a coordinarse pa-ra poder afrontar con éxito proyectos y desafíos comunes, ha he-cho de la argumentación un recurso imprescindible. Una sociedad plural embarcada en retos compartidos encuentra en la argumen-tación no solo una herramienta eficaz, sino también autolegiti-mante para la interacción entre sus miembros. Tampoco debemos olvidar el peso que en el desarrollo de la práctica de argumentar han tenido nuestras características en cuanto seres racionales y, en concreto, nuestra tendencia a conducir nuestras opiniones me-diante razones; la argumentación no es solo una forma de persua-sión e interacción, es, ante todo, el medio por el cual justificamos lo que creemos y decimos. Por todo ello, cabe pensar que la prác-tica de argumentar sea expresión de nuestra condición de seres teorética y prácticamente racionales y, por esa razón, donde quie-ra que haya seres racionales, hallaremos individuos involucrados en la tarea de dar y pedir razones.

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2.Los estudios sobre argumen-tación y la teoría de la argu-mentación 2.1. LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN: UNA PERSPECTIVA NOR-MATIVA

asta ahora hemos llamado la atención sobre lo ubicua que es la práctica de la argumentación y, para explicar este hecho, hemos considerado su valor como un ins-

trumento autolegitimante de interacción social e, incluso, como una forma privilegiada de expresión de nuestra racionalidad. Ta-les características justificarían por sí mismas la conveniencia de profundizar en el estudio de la argumentación, tanto si atendemos a un interés descriptivo relacionado con al análisis de las manifes-taciones esencialmente humanas, como si respondemos a consi-deraciones puramente instrumentales de cara a la excelencia en el manejo de una herramienta tan eficaz. Sin duda, conocer los mo-dos de argumentación propios de cada contexto, cultura o época supone descubrir aspectos importantes de las distintas formas de comunicación e interacción humanas. Desde hace años, discipli-nas tales como la antropología, la sociología, la psicología o la lingüística han abordado esta tarea descriptiva. Asimismo, desde un punto de vista instrumental, el estudio de la argumentación supone un importante recurso en la formación de las personas y,

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en particular, de aquellas cuyas profesiones están más vinculadas al uso de la palabra y a la interacción entre semejantes. Los estu-dios de retórica y oratoria habrían cumplido esta función formati-va en la Antigüedad y la Edad Media. Hoy día, principalmente en el ámbito de la enseñanza superior norteamericana, disciplinas ta-les como los estudios de comunicación (Communication Studies) y el así llamado «pensamiento crítico» (Critical Thinking), así como los florecientes clubes y certámenes de debate, han llenado el hueco que la retórica y la oratoria dejaron en los currículo. De hecho, en Estados Unidos y Canadá, este tipo de formación se considera clave para el desarrollo de la llamada sociedad civil. Pero, además de estas perspectivas descriptiva e instrumen-tal, es posible abordar el estudio de la argumentación desde un punto de vista normativo. Este punto de vista lo inaugura la con-sideración del hecho de que argumentar bien no es equivalente a argumentar de manera eficaz; mientras que la eficacia argumen-tativa es, en última instancia, una cuestión empírica sujeta a las contingencias de contextos y auditorios concretos, las condicio-nes del buen argumentar buscan y determinan lo que resulta acep-table e inaceptable si de argumentar se trata, con independencia de su éxito persuasivo real. En realidad, la evaluación y crítica de los argumentos es fundamental para la propia práctica de argu-mentar. De algún modo, embarcarse en la tarea de dar y pedir ra-zones supone concebir que existe un hiato entre las razones que nos persuaden de hecho y las que deberían persuadirnos; rechazar argumentos es denunciarlos como instrumentos de persuasión ilegítima. Por ello, aprender a argumentar es, en buena medida, aprender a distinguir los buenos de los malos argumentos. Como argumentadores, todos partimos de ciertas nociones normativas básicas, de ciertos modelos preteóricos sobre qué es correcto o incorrecto como argumentación. Sin embargo, como teóricos, ca-be preguntarnos hasta qué punto dichas nociones básicas son acertadas, coherentes, universales, etcétera. La teoría de la argu-mentación es, precisamente, la disciplina que se encarga de pro-

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poner, analizar y desarrollar modelos normativos para la argu-mentación. A pesar de que, como hemos visto, la práctica de la argu-mentación estaría en el núcleo de lo específicamente humano, da-do su papel de garante de la racionalidad teorética y práctica y de la sociabilidad racional característica de nuestra especie, lo cierto es que durante siglos su estudio ha recibido una escasísima aten-ción. En particular, por lo que respecta al desarrollo de modelos normativos para la práctica de la argumentación, dicha falta de atención es una circunstancia aún más inexcusable en el caso de la filosofía, ocupada frecuentemente en cuestiones metodológicas relativas a otras disciplinas, pero casi ciega a sus propios méto-dos, al menos por lo que respecta al desarrollo de un enfoque ge-neral y sistemático; al fin y al cabo, ¿en qué consiste la filosofía, sino en producir y evaluar argumentaciones? Incluso si dejamos al margen las mencionadas funciones de la argumentación y su centralidad tanto en el ámbito de la razón práctica como en el ámbito de la razón teórica, la filosofía debería haber dedicado mucha más atención al estudio normativo de la argumentación, aunque fuera solo porque esta es su única metodología, el único medio de que dispone para adquirir conocimiento sobre sus obje-tos característicamente abstractos, intratables experimentalmente. En esta sección, vamos a explicar las circunstancias que habrían originado esta situación. En primer lugar, describiremos brevemente los orígenes del estudio normativo de la argumenta-ción, de cara a evidenciar su clara filiación filosófica ya desde sus inicios. A continuación, consideraremos una hipótesis para expli-car por qué, después de ese período inicial, los filósofos abando-naron el estudio sistemático de la argumentación en lenguaje na-tural, casi sin excepción, hasta la segunda mitad del siglo XX. 2.2. LOS ORÍGENES

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Como hemos visto, la argumentación es un instrumento funda-mental tanto para el conocimiento como para la persuasión racio-nal. Por esa razón, juega un papel indiscutible en el desarrollo de cualquier disciplina teórica, especialmente en lo que se refiere a la exposición y justificación de sus resultados. En cierto modo, podemos ponderar el estudio de la argumentación como una for-ma de investigación metodológica y concebir los intentos de ofrecer un modelo normativo para ella como un metadiscurso científico. Ello significaría reconocer que el estudio de la argu-mentación es una parte fundamental del trabajo filosófico; en es-pecial, de aquel que se ocupa de proporcionar una perspectiva re-flexiva sobre el conocimiento mismo. Sin embargo, la investigación teórica sobre las posibilida-des del lenguaje como un medio para conocer el mundo, o como un instrumento para actuar adecuadamente sobre él, deviene una investigación metafilosófica; por esa razón, solo pudo crearse cuando la propia filosofía hubo adquirido cierto grado de madu-rez teórica y conciencia de disciplina. En realidad, para ser preci-sos, hay que admitir que la emergencia del interés filosófico en la argumentación contó con otras dos circunstancias clave: por un lado, un contexto social y político en el que la argumentación y el discurso habían adquirido gran relevancia; y por otro lado, la evi-dencia de su fragilidad frente a su propia perversión. En la Atenas del siglo V a. C., se dieron ambas circunstancias como en ningún otro momento anterior. En concreto, la historia de la filosofía ha atribuido tradicionalmente a los sofistas el dudoso honor de ser responsables de la última de ellas. Las primeras reflexiones sobre la argumentación supusie-ron la instauración de las tres disciplinas que han compuesto su estudio desde entonces: la lógica, la dialéctica y la retórica. El modo de concebir las relaciones entre ellas llegó a articular el de-bate entre sofistas y filósofos, el cual puede considerarse como el origen de la reflexión filosófica sobre la argumentación.

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Tradicionalmente, la contraposición entre los sofistas y Só-crates o Platón se ha representado como la contraposición entre la retórica y la dialéctica, concebidas respectivamente como una disciplina con un interés meramente instrumental en la argumen-tación versus una disciplina teorética relacionada con cuestiones metodológicas. Es un lugar común oponer a los sofistas y a los fi-lósofos diciendo que, en lugar del compromiso filosófico con la verdad y el conocimiento, los sofistas tenían un compromiso con sus clientes, a quienes adiestraban en las artes del discurso como forma de prosperar en un contexto social y político que había ele-vado el arte del discurso al medio de interacción pública por ex-celencia e incluso a un espectáculo en sí mismo. Ciertamente, los sofistas cifraban su maestría como oradores en cosas tales como ser capaces de convertir la tesis más débil de una disputa en la más fuerte o de defender con igual eficacia una tesis y su contra-ria. Sin duda, esto es algo que a oídos de un Sócrates y, más aún, del Platón testigo del juicio a Sócrates, que sabe del poder trágico de la palabra, debía sonar no ya frívolo, sino pernicioso e, incluso, un verdadero mal para la sociedad, algo a erradicar. Para Platón, esta concepción del discurso como espectáculo le habría bastado para culpabilizar a los sofistas del cargo general de prefe-rir la simple opinión (doxa) a la verdad (aletheia). La concepción peyorativa de la retórica como «arte de la persuasión» estaría así relacionada con su habilidad para confundir a las audiencias efi-cazmente al presentar como cierto lo que solo es verosímil. Tal es, al menos, la visión estereotipada de las sospechas de Platón contra la retórica. Ciertamente, Platón oponía la confiabilidad de la dialéctica a la maleabilidad de la retórica y destacaba la diferencia entre la adquisición de conocimiento y la mera promoción de opiniones. De hecho, este es uno de los principales temas en diálogos como el Gorgias o el Fedro. Pero de cara a inferir de ello una preferen-cia por parte de Platón, deberíamos presuponer que este concebía

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la dialéctica y la retórica como dos métodos con los mismos obje-tivos y, por tanto, comparables en sus logros. Sin embargo, tal como James Benjamin (1997) o Charles Griswold (2004) han ar-gumentado, Platón habría reconocido explícitamente la naturaleza retórica de todo discurso y habría distinguido entre buenas y ma-las prácticas de este arte. Más aún, a la luz de ciertos textos, cabe pensar que el propio Platón estaría concediendo una importante función a la buena retórica dentro de su gran proyecto político, ya que este dependía de la posibilidad de desarrollar una auténtica educación para la ciudadanía, una paideia como un camino hacia la formación de una sociedad cohesionada y armónica. De mane-ra que, si bien Platón trataría de prevenirnos contra la perversión de la retórica, no estaría simplemente oponiéndola a la dialéctica. Por su parte, lejos de la cautelosa valoración de la retórica que hallamos en Platón, Aristóteles incluso le dedicó un tratado. En lugar de insistir en la distinción entre dialéctica y retórica, en-tre persuasión y justificación, Aristóteles reconocía que ambas disciplinas y ambas tareas desempeñan diferentes e importantes funciones tanto en el ámbito de lo político como en el del cono-cimiento. Para Aristóteles, la persuasión se logra dejando que los demás juzguen que las cosas son de tal y cual modo. En esa tarea, la credibilidad del hablante y las emociones del auditorio juegan un papel fundamental, pero también la fuerza de los argumentos empleados. Desde la perspectiva de Aristóteles, la retórica es el ámbito de lo razonable. Es por ello que resulta especialmente adecuada en la esfera práctica, donde prevalece la necesidad de tomar deci-siones convenientes a pesar de que la verdad y el conocimiento resulten esquivos. Lo que la retórica posibilitaría en la esfera práctica sería el estudio de los discursos como medios de persua-dir a seres racionales y, con ello, la posibilidad de articular esta esfera como un ámbito de lo razonable. De ese modo, Aristóteles desestimaría la visión de un conflicto entre la retórica como arte de la persuasión y la dialéctica como método de investigación e

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incluso la lógica como método de prueba. La visión aristotélica de estas tres disciplinas como saberes complementarios inspira hoy en día el trabajo de la mayor parte de los teóricos de la argu-mentación, si bien durante un largo período pareció no sobrevivir al propio Aristóteles. 2.3. LA EMERGENCIA TARDÍA DE LA DISCIPLINA. UNA HIPÓTESIS En realidad, la cuestión de hasta qué punto a Aristóteles se le de-be considerar el padre de la teoría de la argumentación moderna o de que resultó más bien un obstáculo para su desarrollo efectivo suscita controversia. Estas posiciones encontradas se derivan, principalmente, de dos visiones muy distintas sobre su trabajo acerca de la lógica.1 Por un lado, hay autores que asumen que la lógica de Aris-tóteles, la silogística, estaría destinada a ser el modelo normativo de la argumentación que Aristóteles estaría elaborando a través del compendio de obras que constituyen el Órganon. De ese mo-do, sus trabajos sobre retórica o falacias serían, o bien indepen-dientes, o bien aditamentos poco conexos con la empresa de desa-rrollar la primera teoría de la inferencia. Ello haría de Aristóteles el padre de la lógica, en el sentido clásico de teoría normativa y formal de la inferencia. Pero en la medida en que la lógica así en-tendida ha prevalecido durante siglos como la única teoría norma-tiva de la argumentación, el trabajo de Aristóteles habría de valo-rarse como un obstáculo para el desarrollo de una verdadera teoría de la argumentación, en especial, por lo que respecta a la incorporación de la dimensión pragmática del buen argumentar. - - - - - - - - - - - - - - - - - -

1 Tal como señala Braet (1999), esta dualidad de la obra sobre la lógica de Aristóteles se hace especialmente patente en las interpretacio-nes de su concepción de los entimemas, entendidos por la tradición pos-terior bien como «silogismos retóricos» o como «silogismos incomple-tos».

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Por otra parte, puede aducirse que el interés de Aristóteles en la lógica era parte de su interés en la argumentación como un instrumento para el conocimiento en general y para la filosofía en particular. Según esta perspectiva, el Órganon constituiría un to-do articulado dedicado al estudio de la argumentación en lenguaje natural, en lugar de un estudio sobre la inferencia válida. Desde un punto de vista histórico, la primera concepción sobre el papel de la obra de Aristóteles en el desarrollo de la teo-ría de la argumentación es quizá la más fiel a los hechos. Después de Aristóteles, el estudio de la argumentación quedó dividido en tres materias que corrieron suertes muy dispares. Por un lado, la retórica, que finalmente no pudo zafarse de la crítica tradicional, según la cual, tal disciplina respondería a un interés meramente efectivo por el discurso. Ello terminaría por fijar su vinculación con la oratoria y al arte del buen decir en cuanto saberes instru-mentales. Por otro lado, la lógica, que desarrollada bajo el impul-so de la silogística aristotélica devino en lógica formal deductiva. Y por último, el estudio de las falacias informales, una materia peculiar a la que no se intentó dar un tratamiento sistemático du-rante siglos. De ese modo, la obra sobre la argumentación de Aristóteles fue recogida como un conjunto de contribuciones a distintos campos: el arte de la persuasión, el estudio de las falacias conver-sacionales y la teoría de la inferencia. Lo que no es tan evidente es que tal evolución fuera una consecuencia natural del propio trabajo de Aristóteles y no una deriva, más o menos accidental, de lo que en origen suponía el tratamiento de un mismo fenó-meno, la argumentación, desde distintos puntos de vista teóricos. Sea como fuere, durante mucho tiempo, los filósofos sim-plemente asumieron que no existía ningún interés genuinamente filosófico en las cuestiones retóricas, y todo lo relacionado con el arte de la persuasión acabó quedando al margen de la filosofía. A su vez, ello originó la especialización de la retórica en el desarro-llo de técnicas cuyo fin era la eficacia persuasiva.

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Respecto a la lógica aristotélica, en la Edad Media, esta evolucionó en una doble dirección: por un lado, como una meto-dología para el razonamiento y, por otro, como una teoría de la prueba. De ese modo, los lógicos medievales propusieron la dis-tinción entre una logica utens y una logica docens, que terminó en la virtual desaparición de la primera. Posteriormente, los epis-temólogos modernos, como Descartes o los autores de la lógica de Port Royal, terminaron de acuñar dicha concepción de la lógi-ca como una teoría de la prueba, y la caracterizaron como un mé-todo de presentación más que de investigación, con lo que termi-naron de desvincularla a su vez de la dialéctica. Así, a finales del siglo XIX, la lógica adoptaba ya la forma de un estudio sobre la implicación formal, prácticamente al margen del estudio de la ar-gumentación en lenguaje natural. Por último, aunque «Refutaciones sofísticas» situaban el estudio de las falacias conversacionales dentro del elenchus, de modo que favorecían una concepción de la falacia como algún ti-po de defecto o mella en un proceso conversacional, esta dimen-sión pragmática se perdió definitivamente en el tratamiento que las falacias obtuvieron a partir de Aristóteles. Según Douglas N. Walton (1995), debido en buena medida al abandono del marco dialógico proporcionado por el elenchus, el estudio de las falacias conversacionales no dio origen a una teoría, ni a un tratamiento más o menos sistemático, sino tan solo a una amalgama de consi-deraciones sobre distintos fenómenos argumentativos. Así, auto-res como Locke, Hume, Whately o Mill contribuyeron a aumen-tar el catálogo de falacias que el propio Aristóteles había propuesto, pero renunciaron a desarrollar una teoría de la falacia o un marco sistemático para su análisis. Es más, contribuyeron a asentar una concepción de la falacia como un «argumento inváli-do», en lugar de como una argumentación deficiente, y prescin-dieron de ese modo de su dimensión retórica y pragmática. Dado este panorama, no es de extrañar que el estudio de la argumentación en lenguaje natural se considerase, alternativa-

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mente, una tarea o un bien inabarcable o bien impropia para la fi-losofía. Por esa razón, durante siglos, los filósofos se limitaron a analizar argumentos concretos, sin la intención de proponer mo-delos normativos generales para la argumentación en lenguaje na-tural. En muchos casos, simplemente asumieron que la lógica formal, eventualmente complementada con una teoría de la for-malización para el lenguaje natural, proporcionaría la teoría nor-mativa de la argumentación que tan imprescindible resulta para el propio quehacer filosófico. En cualquier caso, durante siglos, la filosofía declinó una aproximación directa al estudio de la argu-mentación como disciplina. A pesar de ello, lo cierto es que, a lo largo de la historia, los filósofos no han podido evitar estar inmersos en una u otra concepción de la argumentación y de la bondad argumentativa. Después de todo, tales concepciones fijan los estándares que ellos mismos aplican a su propia actividad teórica. Este extremo resulta especialmente evidente en el caso de la filosofía moderna y de su giro epistemológico, el cual puede ser entendido, en general, co-mo la elaboración de una concepción sofisticada de la bondad ar-gumentativa, es decir, de la justificación. De hecho, tal como va-mos a ver, es precisamente esta concepción moderna de la justificación, a la que podemos calificar de deductivista, lo que ha cuestionado las propuestas contemporáneas en la teoría de la ar-gumentación. En la siguiente sección, vamos a comprobar que, aunque las concepciones tradicionales de la lógica, la retórica y el estudio de la falacia explicarían por qué el estudio normativo de la argu-mentación en lenguaje natural permaneció prácticamente des-atendido hasta la segunda mitad del siglo XX, tales concepciones son en sí mismas difícilmente justificables. De ese modo, me ocuparé del descrédito de la retórica como una disciplina instru-mental, de la confusión entre la lógica y la lógica formal y de la posibilidad de ofrecer un tratamiento sistemático de las falacias conversacionales. De hecho, tales son, respectivamente, los prin-

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cipales temas tratados en las obras que podemos considerar fun-dacionales dentro de la disciplina: La nouvelle rhetorique. Traité de   l’argumentation, de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca (1958); The Uses of Argument, de Stephen E. Toulmin (1958), y Fallacies, de Charles L. Hamblin (1970). Estas obras representan, además, los orígenes de los tres principales enfoques actuales dentro de la teoría de la argumentación: el enfoque retó-rico, el enfoque lógico (informal) y el enfoque dialéctico, respec-tivamente. Como vamos a comprobar, los trabajos de Perelman, Toulmin y Hamblin, así como su recepción actual —de la mano de autores como Christopher W. Tindale (1999), Ralph H. John-son y J. Anthony Blair (1977), Frans H. van Eemeren y Rob Grootendorst (1984), por nombrar a algunos de los más relevan-tes—, han sentado las bases de la nueva perspectiva que, con res-pecto a los planteamientos anteriores, supone la teoría de la ar-gumentación. Su punto de partida es que, ante todo, la argumentación es un tipo de práctica comunicativa. Este plan-teamiento decididamente pragmático es consecuencia del interés por profundizar en las características específicas de la argumenta-ción en lenguaje natural y, como veremos en su momento, consti-tuye una valiosa contribución de cara a contrarrestar el monopo-lio de la perspectiva formalista, hasta entonces dominante. 2.4. LA REEMERGENCIA DE LOS ESTUDIOS NORMATIVOS SOBRE LA ARGUMENTACIÓN Los orígenes de la teoría de la argumentación son bastante recien-tes. A mediados de la segunda mitad del pasado siglo, autores como Perelman, Toulmin o Hamblin hicieron renacer el interés por el estudio de la argumentación en el lenguaje natural. Estos autores son hoy día referencias indiscutibles dentro de la discipli-na y sus obras pueden valorarse, respectivamente, como un cues-

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tionamiento de la concepción meramente instrumental de la retó-rica, de la concepción de la lógica como lógica formal y de la asunción de la imposibilidad de desarrollar un tratamiento siste-mático de las falacias argumentativas. En 1958, aparecieron dos libros que representan los prime-ros intentos de explicar la argumentación en lenguaje natural: The Uses of Argument, de Stephen E. Toulmin, y La nouvelle rhétori-que.  Traité  de   l’argumentation, de Chaïm Perelman y Lucie Ol-brechts-Tyteca. Desde dos perspectivas muy diferentes (la lógica y la retórica, respectivamente), estos autores coincidían en señalar la necesidad de desarrollar un marco teórico adecuado para desa-rrollar la argumentación real, la que encontramos a diario, aquella por medio de la cual llegamos a conclusiones sobre qué creer y qué hacer. Además, ambos trabajos coincidían en destacar el inte-rés filosófico de la argumentación como práctica, y sus proyectos aparecían ligados al deseo de definir la racionalidad de manera al-ternativa a la concepción tradicional. La Europa de posguerra de mediados de siglo constituyó un buen contexto para la reemergencia del interés por la argu-mentación. Las nuevas necesidades de las sociedades democráti-cas ponían de manifiesto su importancia como un instrumento pa-ra los asuntos públicos. El discurso y la argumentación incrementaban su presencia en la vida cotidiana: no en vano, por ejemplo, fue la época del florecimiento de los medios de comuni-cación. Por su parte, la filosofía estaba en medio de su segundo giro lingüístico. Tanto la tradición anglosajona como la continen-tal habían evidenciado la necesidad de remitir a la estructura del lenguaje natural algunas de las principales cuestiones filosóficas. Frege, Russell y el primer Wittgenstein, del lado de la tradición analítica, y Husserl del lado de la llamada filosofía continental habían llevado a cabo el primer giro lingüístico de la filosofía, ca-racterizado por una concepción esencialista y referencialista del lenguaje. Pero en la segunda mitad del siglo, la perspectiva lin-güística volvió a cambiar de rumbo, y dio lugar, a su vez, a las

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concepciones pragmatistas y expresivistas de la así llamada filo-sofía del lenguaje ordinario y de la hermenéutica, respectivamen-te. Para Toulmin y Perelman, sendos representantes de cada una de esas tradiciones, la evaluación de la argumentación cotidiana era parte de la empresa de atender al lenguaje natural y a sus usos reales como principal recurso para la investigación filosófica. Asimismo, ambos autores compartían la conciencia de que tal en-foque tenía como principal obstáculo ciertas concepciones filosó-ficas dominantes. De hecho, sus obras apenas recibieron en su tiempo la atención que probablemente merecían por parte de la comunidad filosófica. Es tras su periplo americano, sobre todo en relación con los estudios sobre comunicación y retórica, cuando han logrado el reconocimiento como textos fundacionales de la teoría de la argumentación. 2.4.1. Perelman y la nueva retórica En la segunda mitad del siglo XX, la concepción tradicional de la retórica como una disciplina meramente instrumental cuyo obje-tivo es desarrollar técnicas para mejorar las habilidades discursi-vas experimentó un giro radical. Bajo el descrédito del papel que la lógica formal podía jugar a la hora de analizar el discurso real, autores como Theodore Viehweg, Henri Gouhier y Chaïm Perel-man empezaron a considerar la retórica como una disciplina rela-cionada con la comunicación humana como estándar de raciona-lidad. Cuando, en 1958, Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca publicaron La nouvelle rhétorique. Traité de l’argumentation, culminaron esta concepción de la retórica como un marco para el estudio de la argumentación. El interés de Perelman en la argumentación estaba direc-tamente relacionado con su interés en la ética y el derecho. Su punto de partida era una reflexión epistemológica respecto a la posibilidad del conocimiento sobre valores, bajo la hipótesis de

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que no es posible explicar la argumentación moral y jurídica en términos de relaciones formales entre proposiciones. Esta hipóte-sis preludia cierta concepción de la razón y lo razonable que fi-nalmente lo condujo a buscar en la retórica el marco metodológi-co apropiado para una teoría de la argumentación en lenguaje natural como la genuina expresión de esa razón. En La nouvelle rhétorique, Perelman y Olbrechts-Tyteca intentan mostrar que la retórica puede aportar un marco adecuado para definir las condiciones de posibilidad de la comunicación ra-zonable, para la cual, la prueba y la demostración a menudo están fuera de lugar. Sin embargo, es importante subrayar la novedad que supo-ne esta concepción de la retórica: esta no se circunscribe al punto de vista aristotélico, que considera el estudio de la retórica como una tarea ineludible para cualquiera que esté interesado en la ar-gumentación en cuanto instrumento para el conocimiento y la jus-tificación. Más bien, el interés de Perelman se centra en la posibi-lidad de utilizar la retórica como un marco para determinar qué considera una comunicación razonable. De ese modo, Perelman va a proponer el desarrollo de criterios retóricos para la evalua-ción de la argumentación. En ese sentido, su trabajo constituye un intento de fundar una nueva teoría de la racionalidad sobre fun-damentos retóricos. Perelman entiende que el discurso argumen-tativo es el modo de expresión por excelencia de la razón humana y que solo la retórica está en condiciones de ofrecer un marco teórico adecuado para definirlo. Perelman dedica una importante parte de su trabajo a mos-trar que el modelo epistemológico tradicional, hasta la fecha do-minante en filosofía, resulta demasiado rígido para ser de aplica-ción en el análisis y valoración de ciertas cuestiones y disciplinas, como las humanidades, en las que las demostraciones concluyen-tes resultan necesariamente esquivas. Así, La nouvelle rhétorique se presenta como una alternativa a lo que Perelman y Olbrechts-Tyteca denominan «el modelo cartesiano de racionalidad». En su

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opinión, la identificación de lo racional con lo demostrable more geometrico, es una herencia envenenada para aquellos interesados en cuestiones propias del ámbito de lo plausible y lo razonable. Durante siglos, la imposibilidad de aplicar el ideal epistémico tradicional en estos ámbitos ha dado lugar a un cuestionamiento de su estatus epistémico que en absoluto se corresponde con su vigencia efectiva fuera del ámbito de la filosofía. En ese sentido, el objetivo de La nouvelle rhétorique es, ante todo, mostrar que la racionalidad no se circunscribe a la prueba o demostración. Pero para dar cuenta de ello, Perelman y Olbrechts-Tyteca desarrollan una tesis aún más fuerte: al mostrar las dificultades que el ideal tradicional de justificación encontra-ría al menos en estos ámbitos, pretenden desenmascarar su su-puesta legitimidad, la mera apariencia de certeza que confiere. Perelman y Olbrechts-Tyteca insisten en la idea de que, en última instancia, todo conocimiento está histórica, psicológica y socio-lógicamente determinado. En su opinión, esa es la razón por la que, para la mayoría de cuestiones decisivas, carecemos de prue-bas o demostraciones: los temas sustantivos siempre se remiten a cuestiones de valor. En ese sentido, la propia naturaleza del tipo de argumentos en los que Perelman y Tyteca estaban interesados justificaría su rechazo del modelo cartesiano como un marco teórico adecuado. Sin embargo, La nouvelle rhétorique va aún más lejos al sugerir que la propia racionalidad del discurso ha de medirse siempre en términos de ciertos valores. De ese modo, puesto que los valores son siempre los valores de un cierto grupo, la racionalidad del discurso solo puede valorarse, de forma más o menos objetiva, mediante criterios retóricos capaces de proporcionar un marco no sustantivo, sino criteriológico y contextual. En La nouvelle rhétorique, Perelman y Olbrechts-Tyteca buscan desarrollar tales estándares retóricos para la evaluación del discurso como una expresión de lo razonable. En este contex-to, la argumentación se describe como una actividad encaminada

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a persuadir a un determinado auditorio mediante un discurso. En realidad, el elemento auditorio está llamado a desempeñar dos funciones esenciales: por un lado, la de determinar las caracterís-ticas que una actuación discursiva ha de tener si es que el hablan-te trata de persuadir con ella a un determinado auditorio. De ese modo, tanto las ideas que debería utilizar, las emociones a las que debería apelar, el tono de sus palabras, su propia presencia, etcé-tera, vendrán determinadas por los rasgos de su auditorio, pues son las creencias y los valores de este las que proporcionan el marco de referencia que fija qué premisas, técnicas y movimien-tos discursivos, argumentativos y retóricos resultarán eficaces. Perelman y Olbrechts-Tyteca llaman la atención sobre el hecho de que los grupos sociales comparten ciertos valores que subya-cen al modo en que utilizan el lenguaje, en que cargan ciertos términos, en que llegan a acuerdos implícitos sobre lo que es bueno, malo, deseable, etcétera. Por otra parte, este marco de re-ferencia es el que, de hecho, proporciona los medios de los que puede disponer el hablante para llevar a cabo sus propósitos per-suasivos. Teóricamente, la idea de marco de referencia resulta muy fructífera, pues nos permite, en primer lugar, dar sentido a la con-ducta lingüística del hablante en cuanto un intento de persuadir a un auditorio concreto por medio de su conocimiento de cuáles son los medios a su alcance, dado el marco de referencia. De ese modo, este marco tendría una función hermenéutica, de cara a la interpretación de la actuación del hablante: si fijamos la variable eficacia persuasiva, podremos interpretar su actuación como un medio para lograrla. Ello nos permitirá hacernos una idea de las intenciones retóricas del hablante. Pero, por otro lado, el marco de referencia también haría posible determinar el valor de una ac-tuación discursiva como una estrategia de persuasión, es decir, nos daría la medida de su eficacia a la hora de explotar los recur-sos disponibles. Así, podríamos establecer el valor retórico de la actuación discursiva según aproveche en mayor o menor medida

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los recursos del marco de referencia que proporciona el auditorio al que se dirige. Pero el auditorio no solo determinaría la interpretación de la actuación discursiva y su valor como estrategia persuasiva. Pe-relman y Olbrechts-Tyteca consideran que el auditorio también puede determinar la calidad intrínseca de un discurso. Esta es, precisamente, la clave de la nueva concepción de la retórica como teoría normativa del discurso. Desde la perspectiva retórica que promueve La nouvelle rhétorique, la razonabilidad del discurso es una función del efecto persuasivo que es capaz de inducir en cierto auditorio privilegiado, a saber, el auditorio universal. El rechazo de Perelman y Olbrechts-Tyteca hacia el mode-lo cartesiano se basa en la idea de que la valoración del discurso no puede depender de reglas generales independientes, supuesta-mente adecuadas para cualquier discurso. Como decíamos, ellos consideran que tales reglas no existen porque todo acto de valora-ción se remite al conjunto de valores desde el que se evalúa. Al señalar que cualquier evaluación de un discurso argumentativo es, siempre y en última instancia, un acto ejecutado por alguien, Perelman y Olbrechts-Tyteca tratarían de apoyar la idea de que solo podemos dar sentido a la evaluación del discurso argumenta-tivo en función de su efecto persuasivo. Esta es la principal con-secuencia de su enfoque respecto de la teoría de la argumenta-ción. Por esa razón, La nouvelle rhétorique supone el desarrollo de una concepción retórica de la bondad argumentativa, en térmi-nos de la posibilidad de conseguir la persuasión de un auditorio universal como ideal de legitimidad. En cualquier caso, cabe destacar que la vindicación de la retórica que llevaron a cabo Perelman y Olbrechts-Tyteca en La nouvelle rhétorique fue capaz de evidenciar la naturaleza pragmá-tica de la normatividad argumentativa y de suscitar importantes asuntos en relación con su naturaleza, sus condiciones de legiti-midad y sus funciones. Este trabajo consiguió una enorme in-fluencia en pocos años, particularmente en el ámbito de los estu-

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dios sobre comunicación, y en los de argumentación jurídica. Junto con los trabajos de Toulmin en The Uses of Argument y de Hamblin en Fallacies, se reconoce hoy en día como el principal origen de la teoría de la argumentación como disciplina. 2.4.2. Toulmin y la crítica de la lógica formal Como en el caso de Perelman, el interés de Stephen E. Toulmin en la argumentación estaba estrechamente vinculado a su distan-ciamiento del modelo epistemológico tradicional. Pero en lugar de cuestionar el concepto de racionalidad derivado de él, Toul-min se centró directamente en el concepto de justificación que supone dicho modelo. Según Toulmin, la incapacidad del modelo tradicional de justificación para definir la normatividad que sub-yace a la argumentación cotidiana se debe a una concepción equivocada de lo que es la justificación. Toulmin no trata de ex-plicar por qué la argumentación cotidiana es racional a pesar de responder mal a las condiciones normativas tradicionales, más bien trata de mostrar que la incapacidad de los filósofos para ex-plicar su racionalidad se basa en un ideal de justificación que está equivocado. Concretamente, Toulmin intentará mostrar que con-cebir la lógica formal como un canon para la epistemología es una mala estrategia para explicar la normatividad de la argumen-tación. Toulmin señala que la lógica ha experimentado un desarro-llo sustancial debido a su presentación como una teoría de la infe-rencia formal y a su interés por una exposición sistemática de sus resultados, por las propiedades de los sistemas formales y por los fundamentos de la matemática. Pero esta orientación confirmaría una incomprensión de la verdadera naturaleza de la lógica, la cual habría impedido el desarrollo de un marco teórico adecuado para justificar la normatividad de la argumentación real. El rechazo de Toulmin a la lógica formal como una teoría normativa de la ar-

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gumentación puede considerarse el principal motivo de The Uses of Argument, su principal trabajo sobre teoría de la argumenta-ción. El enfoque de Toulmin es lógico, no retórico. Toulmin está interesado, principalmente, en los argumentos en cuanto meca-nismos justificatorios, no en la argumentación como mecanismo persuasivo. En realidad, a pesar de su título, The Uses of Argu-ment no presta más atención a la pragmática de la argumentación que a la mera asunción de que argumentar es llevar a cabo un ac-to lingüístico, el acto de apoyar nuestras afirmaciones mediante razones. Por ello, la justificación se concibe como el uso primario de los argumentos.

[...] esta era, de hecho, la función primaria de los argumentos y los otros usos, las otras funciones que los argumentos tengan pa-ra nosotros, son de alguna manera secundarias y parasitarias de este uso justificatorio primario. (Toulmin, 1958: 12)2

Toulmin rechaza la idea de que la justificación sea una cuestión de reglas a-contextuales, como las de un sistema formal. Al contrario, considera que la justificación es, hasta cierto punto, una cuestión de «campos» (fields). Sin embargo, también consi-dera que la propiedad «estar justificado» ha de ser, hasta cierto punto, el mismo tipo de propiedad cuando se predica de una afir-mación perteneciente a un campo u a otro. De ese modo, llega a la conclusión de que debe haber dos tipos de condiciones para de-terminar hasta qué punto un argumento es capaz de proveer justi-ficación para una afirmación: por un lado, entiende que hay «es-tándares dependientes de campo» (field-dependent standards), los cuales vendrían a recoger las condiciones para que una afirma-ción o creencia esté justificada por razones morales, económicas, legales, matemáticas, médicas o de cualquier otro tipo. Y por otro - - - - - - - - - - - - - - - - - -

2 Traducción de la autora.

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lado, también reconoce estándares «invariantes respecto a cam-pos» (field-invariant standards) que dan sentido a la idea de que la justificación de una afirmación es el mismo tipo de propiedad, independientemente del campo de referencia. The Uses of Argu-ment está especialmente dedicado a explicar estos últimos, pues por referencia a ellos, Toulmin enunciará su famoso modelo de argumento compuesto por seis tipos de elementos (datos, conclu-sión, garante, calificador, respaldo y refutador) como una alter-nativa a la definición tradicional de argumento, según la cual el argumento es un conjunto de proposiciones que tan solo cumplen dos tipos de función: ser premisas o ser conclusiones. A pesar de que Toulmin se centra en la dimensión lógica, su teoría de la argumentación es una de las más influyentes hoy en día, no solo entre lógicos informales, sino también entre retó-ricos, estudiosos de la comunicación y de la composición discur-siva, teóricos de la argumentación legal, etcétera. Este hecho sería sintomático de una necesidad previa de encontrar una alternativa a la lógica formal para caracterizar un concepto de validez infe-rencial que, en última instancia, estaría en la base de cualquier modelo normativo para la argumentación. También sería un sín-toma de la adecuación del modelo de argumento que Toulmin propuso en su época, de su funcionalidad a la hora de definir fe-nómenos argumentativos reales, tal como estos surgen en los in-tercambios cotidianos, es decir, como actividades comunicativas. 2.4.3. Hamblin, la dialéctica y la teoría de la falacia En 1970, Charles L. Hamblin, un lógico formal interesado en las condiciones de validez de los intercambios de preguntas y res-puestas, publicó Fallacies, un trabajo que supuso el primer inten-to de sistematizar el catálogo tradicional de falacias, género que, como hemos visto, fue abordado por primera vez por Aristóteles en Refutaciones sofísticas. Desde el punto de vista de Hamblin, la

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presunción de que la lógica formal deductiva proporciona un marco normativo suficiente para explicar la argumentación real habría supuesto el compromiso de muchos lógicos con el proyec-to de definir las falacias argumentativas como el tipo de argumen-tos que una teoría formal debería ser capaz de excluir. Sin embar-go, tal como destacaba Hamblin, resulta descorazonador asomarse a los manuales al uso y comprobar que no ofrecen sino un tratamiento pintoresco y desmembrado, sin ninguna articula-ción con la teoría formal de la inferencia y carente en sí mismo de toda sistematicidad. Hamblin bautizó este tratamiento de la fala-cia como el «tratamiento estándar» (standard treatment) y de acuerdo con su análisis, lo característico de él es una concepción deductivista y monológica de la argumentación. Según Hamblin, dicha concepción difícilmente podría justificar la naturaleza esencialmente dialógica de las falacias argumentativas. Para Hamblin, lo falaz en un movimiento argumentativo no puede explicarse en términos de invalidez inferencial o falsedad en las premisas, puesto que, de hecho, algunas falacias tradicio-nales como la llamada pregunta compleja o el cambio en la carga de la prueba ni siquiera son argumentos. Por esa razón, argumen-ta Hamblin, los criterios que la lógica formal puede aportar para determinar cuándo estamos ante un buen argumento han de resul-tar insuficientes. La respuesta de Hamblin va a consistir en des-plazar el foco de las inferencias mismas a lo que él denomina «procesos de inferencia satisfactorios» (1970: 232). Con ello se trata de aprehender el tipo de propiedad que resulta relevante a la hora de explicar en qué consiste que un intercambio argumentati-vo sea correcto. Es decir, Hamblin aboga por un modelo dialécti-co de argumentación que proporcionaría un marco teórico espe-cialmente fructífero a la hora de explicar, de manera sistemática, la mayor parte de las falacias tradicionales. En este modelo, los criterios que Hamblin denomina «aléticos» o «epistémicos», co-mo la condición de que las premisas sean verdaderas y las infe-rencias válidas, son sustituidos por criterios dialécticos, tales co-

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mo la satisfacción de los compromisos que un hablante adquiere como consecuencia de los enunciados y reglas de inferencia que acepta. Dichos criterios tratan de evitar una concepción de la bondad argumentativa que, en opinión de Hamblin, necesitaría del «punto de vista de Dios» (1970: 242). En contraste con la ló-gica clásica, Hamblin concibe la bondad argumentativa en térmi-nos de «consistencia del conjunto de compromisos públicos» de cada parte. El modelo dialéctico de Hamblin ha adquirido también gran influencia en la literatura contemporánea. Sus propuestas han suscitado, entre otros, importantes desarrollos en el ámbito de la lógica del diálogo y la dialéctica formal, como en Barth y Krabbe (1982) o Walton y Krabbe (1995). En los siguientes capí-tulos, dedicados específicamente a la teoría de la falacia, analiza-remos las propuestas de Hamblin con más de detalle. 2.5. LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN COMO DISCIPLINA: EL ESTADO DE LA CUESTIÓN Los trabajos de Perelman y Olbrechts-Tyteca, Toulmin y Ham-blin hicieron evidente el interés de la argumentación, la necesidad de dedicar esfuerzos a su estudio y la escasez y debilidad de los tratamientos anteriores. Sus propuestas fueron claves para el ulte-rior desarrollo de la teoría de la argumentación, y hoy en día to-davía resultan fructíferas en muchos aspectos. Sin embargo, des-de entonces, el campo de la argumentación ha experimentado un crecimiento exponencial. A continuación, repasaremos breve-mente el trabajo actual en el ámbito de la teoría de la argumenta-ción. Este repaso trata de ofrecer una doble panorámica: además de exponer las principales teorías, también se buscará caracterizar la disciplina atendiendo a sus distintos ámbitos y al tipo de tareas que una teoría completa de la argumentación debería llevar a ca-bo.

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Desde finales de los años setenta, el estudio de la argumen-tación ha atraído la atención de estudiosos de la filosofía, la teoría de la comunicación, el análisis del discurso, el derecho, la psico-logía, etcétera. Varias revistas científicas (Argumentation, Infor-mal Logic, Philosophy and Rhetoric, Argumentation and Advoca-cy, etcétera), asociaciones (International Society for the Study of Argumentation [ISSA], Ontario Society for the Study of Argu-mentation [OSSA], Association for Informal Logic and Critical Thinking [AILACT], Latin American Society for the Study of Ar-gumentation [LASSA]) y congresos (ISSA Conference, que celebra cada cuatro años desde 1986, o las bienales OSSA Conference y AFA/SCA Alta Conference, etcétera) se crearon para unir esfuer-zos en el desarrollo de los estudios sobre la argumentación. El ámbito de la argumentación como disciplina se ha con-vertido en un campo multidisciplinar y esta circunstancia ha favo-recido una gran variedad de perspectivas. Sin embargo, la aten-ción que se le ha dedicado a la argumentación no siempre se corresponde con lo que hasta ahora hemos designado como teoría de la argumentación. Dar cuenta de la teoría de la argumentación como disciplina implica asumir ciertas etiquetas que presuponen una tipología, por lo demás, bastante generalizada, aunque no universal. Dicho esto, no resultará muy controvertido proponer una distinción entre estudios sobre argumentación como un ámbi-to amplio donde se incluiría, entre otras, la teoría de la argumen-tación entendida como una disciplina dedicada al estudio norma-tivo de la argumentación, esto es, al desarrollo y análisis de modelos para distinguir la buena de la mala argumentación. Den-tro de esta disciplina, podemos asimismo distinguir entre pro-puestas y enfoques particulares, como los de la lógica informal canadiense, la nueva retórica o la pragmadialéctica. Así pues, ¿deberíamos explicar la teoría de la argumenta-ción como una propuesta o un conjunto de propuestas que tienen una finalidad claramente normativa respecto de la práctica de ar-gumentar?

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2.6. ¿DESCRIPTIVA VERSUS NORMATIVA? LAS DEFINICIONES DE ARGUMENTACIÓN Y DE BUENA ARGUMENTACIÓN Tanto si tratamos de desarrollar un modelo descriptivo como normativo, una tarea preliminar para el estudio de la argumenta-ción es esbozar una concepción de esta que nos sirva de punto de partida. Al fin y al cabo, no disponemos de una definición uná-nimemente aceptada de la argumentación, ni siquiera podemos partir de prácticas unívocas de llamar argumentación a cierto tipo de comunicación, a la estructura de ciertas actividades lingüísti-cas, a cierta clase de construcciones semánticas o a cualquier otra posible referencia del término. Al realizar esta tarea, lo que ha-cemos es definir el objeto de nuestra teoría. La representatividad de este objeto respecto del tipo de fenómeno que intentamos ca-racterizar y aprehender con nuestros modelos resulta, entonces, un criterio esencial para decidir sobre su valor teorético y práctico y, con ello, para comparar modelos cuyos objetos, en principio, pueden diferir entre sí. Por otra parte, las teorías normativas característicamente suscitan una preocupación crítica en relación con su estatus nor-mativo. Respecto de la teoría de la argumentación, en principio, cabría pensar en dos tipos de fundamentación: o bien el estatus normativo de esta teoría se justifica apelando a la idea de que se trata de una descripción de las prácticas argumentativas reales, o bien se justifica recurriendo a nuestras intuiciones en relación con el modo en que se debe argumentar. Pero lo cierto es que ambos planteamientos resultan más bien deficientes como justificaciones del estatus normativo de la teoría de la argumentación. La prime-ra opción plantea el problema de explicar cómo es posible que un mero reporte del modo en que la gente argumenta realmente pue-da llegar a ser normativo respecto de esa misma práctica. Por otro lado, la segunda opción también resulta difícil de aceptar: al fin y

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al cabo, ¿cómo podríamos justificar la adecuación de nuestras in-tuiciones para explicar el concepto de bondad argumentativa que resulta pertinente para valorar las prácticas reales? Si intentáse-mos justificar que nuestras intuiciones son adecuadas, estaríamos abocados a cierta forma de circularidad, pues dicha justificación se mostraría dependiente de tales intuiciones. Afortunadamente, como he defendido con más detalle en Bermejo-Luque (2011), podemos intentar una tercera opción, a saber, considerar que el propio objeto que intentamos aprehender con nuestra teoría normativa es en sí mismo un objeto normativo. Según esta perspectiva, explicar el estatus de una teoría normati-va de la argumentación sería, en realidad, poder responder a la si-guiente cuestión: ¿en qué consiste la normatividad argumentati-va?, es decir, ¿qué es la buena argumentación? Concebir la normatividad de una teoría de la argumenta-ción como el resultado de describir un objeto que es, a su vez, normativo significa asumir que existe un concepto de bondad ar-gumentativa que no es el resultado de una teoría normativa, sino el de la propia actividad de dar y pedir razones. Asumir la viabi-lidad de esta tercera opción, a la hora de justificar el estatus nor-mativo de la teoría de la argumentación, es aceptar que existe un concepto de bondad argumentativa cuya caracterización sería el verdadero objeto de dicha teoría, por referencia al cual habríamos de decidir si nuestros modelos son adecuados o no. Sin embargo, cabe objetar que definir un concepto implica cierta forma de acti-vidad normativa. Por ello, resulta importante distinguir entre dos tipos de normatividad involucrados en una teoría normativa de la argumentación, a saber, la normatividad regulativa y la normati-vidad constitutiva. La normatividad constitutiva que caracteriza cualquier propuesta dentro de la teoría de la argumentación tiene que ver con la tarea de definir qué es la argumentación y qué es la buena argumentación. Pero el fundamento de tal actividad no resulta problemático en principio: su criterio de adecuación remite a

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nuestros usos lingüísticos, a qué llamamos argumentación y bue-na argumentación. De ese modo, el anclaje de todo modelo nor-mativo sería una noción de bondad argumentativa previa, una no-ción que, como veíamos en el capítulo anterior, sería parte de lo que aprendemos cuando aprendemos a argumentar. Por otra parte, lo cierto es que tanto la definición de argu-mentación como la de buena argumentación resultan imprescin-dibles para los fines de una teoría (regulativamente) normativa de la argumentación. Como cualquier otro término, argumentación es un término con condiciones de aplicación. Estas condiciones constituyen su significado, nuestro concepto de argumentación y una descripción adecuada de esas condiciones nos capacitaría pa-ra descartar fenómenos de falsa argumentación. Como veremos más adelante, esta tarea es fundamental para la teoría de la argu-mentación: considérese que el cargo tradicional contra la retórica era que sus técnicas resultan especialmente útiles cuando las bue-nas razones no están disponibles o cuando las razones resultan menos eficaces que otros medios de persuasión. En principio, no hay nada intrínsecamente ilegítimo en ello, pero la sospecha es razonable: las técnicas retóricas pueden ser instrumentos de en-gaño, porque pueden hacer pasar por argumentación lo que no debería ser considerado como tal. En esos casos, no estaríamos ante una mala argumentación, sino ante una falsa argumentación, y las técnicas retóricas estarían siendo usadas para producir el mismo efecto de juego limpio que la verdadera argumentación, en general, produce. Este efecto se debe a las implicaciones pragmá-ticas de la apelación a razones, y cuando tal apelación no es real sino aparente, la retórica se convierte en el arte de engañar con-vincentemente. En Bermejo-Luque (2008), he defendido que fa-lacias como el ad baculum son, en última instancia, casos de falsa argumentación. La idea de concebir la elaboración de una teoría normativa de la argumentación como una actividad descriptiva tendría como alternativa una concepción meramente instrumental de la bondad

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argumentativa. Tal concepción estaría en condiciones de definir qué es una buena argumentación, sin embargo, es importante se-ñalar que esta estrategia no permite justificar el estatus normativo de la propia teoría. Al fin y al cabo, ¿en qué consiste que cierta argumentación sea buena? Según Ralph H. Johnson (2000: 189), la bondad ar-gumentativa se define en términos del tipo de funciones que con-sideremos que la argumentación debe cumplir. Así, si considera-mos que la argumentación es, ante todo, un medio para persuadir racionalmente, la buena argumentación será aquella que logre la persuasión racional. La formulación de una definición instrumen-tal de la bondad argumentativa puede resultar una obviedad, pero adoptarla como punto de partida plantea más problemas de los que resuelve. Ciertamente, las prácticas argumentativas, al igual que los tenedores, los anuncios o las vacaciones, pueden ser bue-nas o malas. En ese sentido, la bondad o la maldad se determinan según las características que valoramos en cada tipo de objeto, por así decirlo. Una concepción instrumentalista de la bondad ar-gumentativa intentaría mostrar que esas características resultan valiosas como medios para un fin. Y hasta cierto punto, las prác-ticas argumentativas pueden ser consideradas como buenas o ma-las dependiendo, por ejemplo, de su estilo, de su eficacia, de su importancia histórica, de su originalidad, etcétera. Sin embargo, una adecuada caracterización instrumentalista de la normatividad argumentativa debe asumir que el sentido de buena argumenta-ción que definen esas propiedades resulta no solo pertinente para cumplir ciertas funciones, sino que tales funciones son idiosincrá-sicas de la propia argumentación. La razón es que de lo contrario siempre cabría preguntarse: pero ¿es bueno que algo sea instru-mentalmente bueno para esto o aquello? Si conseguimos estable-cer que la argumentación tiene cierta función que la define como actividad, entonces dicha pregunta quedaría desactivada. Sin embargo, lo cierto es que hasta la fecha no parece ha-ber un acuerdo respecto de cuál es la función característica de la

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argumentación. Más aún, para autores como Jean Goodwin (2007), la argumentación carece por completo de una función propia, por más que los individuos puedan argumentar para satis-facer una variedad de propósitos. La idea de que el valor de la argumentación depende del ti-po de funciones que consideremos que esta debe cumplir se con-trapondría a una concepción del valor de la argumentación que no es relativa o instrumental en este sentido. Según esta concepción, buena argumentación sería sinónimo de justificación, si ello no presupone ninguna caracterización de qué es la justificación: una concepción irreductiblemente normativa de la bondad argumenta-tiva podría limitarse a establecer que justificar es el resultado normativo de la actividad de argumentar. Esto significa que la ar-gumentación no sería nunca un simple medio para justificar, ya que, en realidad, no habría argumentación si una actuación co-municativa no fuese un intento de justificar. De ese modo, justifi-car sería el objetivo constitutivo de la argumentación y argumen-tar bien sería conseguir dicho objetivo. De ese modo, un modelo normativo para la argumentación —ex hypothesi, una descripción adecuada de la noción de bondad argumentativa— habrá de ofrecernos por un lado una caracteriza-ción correcta de la argumentación, es decir, una caracterización capaz de sancionar el uso del término argumentación. Y por otro lado, habrá de proporcionarnos una definición adecuada del con-cepto de bondad argumentativa, es decir, habrá de aportar crite-rios para distinguir entre buena y mala argumentación. 2.7. PREGUNTAS FUNDACIONALES PARA LA TEORÍA DE LA ARGU-MENTACIÓN Por todo ello, cabe perfilar el ámbito de la teoría de la argumen-tación como un intento de responder de forma sistemática a las siguientes preguntas: ¿qué es la argumentación?, ¿cómo debe-

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ríamos dar cuenta de las prácticas argumentativas? y ¿cómo de-beríamos caracterizar, y por tanto determinar, la bondad argu-mentativa? De hecho, cualquier propuesta actual en el ámbito de la teoría de la argumentación puede entenderse como un intento de responder a una u otra de esas preguntas, y se considera que un modelo normativo completo para la argumentación es una pro-puesta global que articula convenientemente tales respuestas. Así pues, la teoría de la argumentación puede considerarse como un intento de integrar propuestas descriptivas, si bien con el fin último de distinguir entre buena y mala argumentación; por un lado, ha de proporcionar una definición de su objeto y un modelo para su interpretación y análisis, y, por otro lado, ha de proveer-nos de un modelo para su valoración. 2.7.1. La definición de argumentación El acuerdo sobre el tipo de tareas que la teoría de la argumenta-ción debe efectuar es general, pero no unánime. Por ejemplo, no hay consenso sobre el papel que una definición adecuada del ob-jeto de nuestras teorías debería jugar dentro de la disciplina. Así, según Charles Hamblin:

Hay poco que ganar si atacamos directamente la cuestión de qué es un argumento. En lugar de ello, aproximémonos indirectamen-te y discutamos cómo deberíamos valorar y evaluar los argumen-tos. (Hamblin, 1970: 231)

Para Hamblin, intentar definir el objeto de la teoría de la argumentación supone una restricción injustificable que traiciona-ría la principal motivación de la disciplina, a saber, la de dar cuenta de cualquier fenómeno que involucre la actividad de dar y pedir razones. Por supuesto, esto no significa que los teóricos de la argumentación no deban estar interesados en determinar cuál

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es el objeto de sus modelos, sino que han de tratar de hacer explí-cito dicho objeto solo a través de dichos modelos, de manera que sus propuestas no se vean constreñidas por una definición preli-minar. En contra de esta opinión está la de autores como Frans H. van Eemeren (1984) y Rob Grootendorst (2004), o Ralph H. Johnson (2000), quienes han señalado la importancia de partir de una definición adecuada del objeto de sus teorías. Así, en Mani-fest Rationality, Johnson asume en tono wittgensteininano que, a pesar de que carecemos de una definición previa, solemos usar este término y términos relacionados sin especial dificultad. Sin embargo, argumenta Johnson, el problema de carecer de una de-finición surge en el ámbito teórico, donde tal decisión preliminar tiene consecuencias decisivas para el resto de nuestras propues-tas. En su opinión, «una aprehensión inadecuada paga su precio, tanto en lo que respecta a la teoría del análisis como a la teoría de la valoración» (Johnson, 2000: 145). Aunque Johnson solo considera la definición de argumen-to, no es difícil extender sus opiniones respecto de la definición del objeto de la teoría de la argumentación, tanto si comprende-mos que se trata de argumentos entendidos, por ejemplo, como objetos abstractos con propiedades semánticas o de procesos o actividades empíricas. En opinión de Johnson, la tarea de definir el objeto de nuestras teorías y modelos determina el resto de lo que hagamos dentro de la disciplina, es decir, determina nuestras propuestas sobre interpretación, análisis, evaluación y crítica de la argumentación. Por su parte, Frans H. van Eemeren (1984) y Rob Grooten-dorst (2004) han argumentado que la principal razón para realizar la tarea de definir el objeto de nuestra teoría es que la apelación a una definición previa, adecuada al fenómeno que tratamos de es-tudiar, nos previene de producir resultados que serían meramente ad hoc: una buena definición subsumiría los fenómenos reales con los que intentamos lidiar. De otro modo, nuestras propuestas

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pueden resultar perfectamente adecuadas para nuestra concepción de la argumentación, pero de poca utilidad para interpretar y va-lorar fenómenos reales. Seguramente, la tarea de definir qué es la argumentación, en cuanto objeto teórico de nuestros modelos, puede entenderse, bien como una empresa descriptiva, o bien como un asunto me-ramente estipulativo. Si consideramos que definir nuestro objeto es una tarea descriptiva que ha de valorarse según su adecuación a ciertos fenómenos, consideraremos que nuestra respuesta a qué es argumentación tendrá repercusiones significativas respecto de la clase de tipologías que resulten admisibles (por ejemplo, cir-cunstancias argumentativas o esquemas argumentales, según han propuesto Walton (1989) o la pragmadialéctica). También tendrá repercusiones sobre la cuestión de si ciertos objetos, tales como las imágenes, las obras de arte, los anuncios o, incluso, la música, son susceptibles de que los tratemos como objetos de nuestra teo-ría. Además, como vamos a ver en los siguientes capítulos, tal de-finición condicionará nuestra concepción de qué es una falacia argumentativa, así como nuestra exposición del catálogo de fala-cias tradicional. Por último, una definición no-estipulativa haría de la teoría de la argumentación una empresa relevante para otras áreas de la filosofía, a saber, aquellas que tratan de arrojar luz so-bre las relaciones entre el razonamiento, la racionalidad, los con-ceptos de razón, justificación, etcétera, y la argumentación. Por otra parte, incluso si considerásemos que la definición de nuestro objeto es una tarea estipulativa cuyo interés es mera-mente inherente a la propia teoría, lo cierto es que explicitar el ti-po de objeto con el que intentamos lidiar determina el tipo de en-foque al que nos comprometemos. En Acts of Arguing, Christopher W. Tindale (1999) recogía las observaciones de auto-res como Joseph W. Wenzel (1980) o Jürgen Habermas (1984), los cuales identificaban la distinción aristotélica entre lógica, dia-léctica y retórica, con tres concepciones diferentes de la argumen-tación: como producto, como procedimiento y como proceso,

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respectivamente.

La lógica se interesa por los productos PPC (premisas-conclusión) de la argumentación, los textos y discursos en los que se profie-ren afirmaciones de apoyo evidencial y que pueden ser juzgados como válidos o inválidos, fuertes o débiles. La dialéctica se ocu-pa de las reglas o los procedimientos que requiere la argumenta-ción para poder efectuarla correctamente y lograr los objetivos de resolver disputas y promover las discusiones críticas. La retórica se centra en los procesos comunicativos inherentes a la argumen-tación, en los medios mediante los cuales quienes argumentan logran la adhesión de sus auditorios a las afirmaciones que avan-za. (Tindale, 1999: 3-4)

Evidentemente, si aceptamos que es posible concebir la ar-gumentación de estas tres formas alternativas —bien como pro-ducto, bien como procedimiento, o bien como proceso— la tarea de determinar el tipo de objeto teórico al que pretende ceñirse ca-da modelo particular resultaría ineludible. No obstante, hay que considerar que, a pesar de situarse dentro de enfoques lógicos, dialécticos o retóricos, la mayoría de los teóricos asume que la argumentación se compone de propie-dades lógicas, dialécticas y retóricas, y que una concepción ade-cuada de su objeto de estudio debería ser capaz de articularlas, a pesar de partir de una u otra caracterización de la argumentación. De ese modo, debemos entender cada uno de estos enfoques co-mo puntos de partida cuya finalidad es la misma: la elaboración de una teoría normativa para el fenómeno cotidiano de la argu-mentación. Así, el propio Tindale intenta ofrecer una propuesta inte-gral bajo la consideración de que el punto de partida menos res-trictivo para explicar los fenómenos reales de los que se supone ha de ocuparse la teoría de la argumentación es la definición de la argumentación como un proceso comunicativo. Por ello, propone

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una recuperación del trabajo de Perelman y de lo que podemos denominar un enfoque retórico para la teoría de la argumenta-ción. Por su parte, hoy en día, una de las propuestas más repre-sentativas del enfoque lógico dentro de la teoría de la argumenta-ción sería la llamada lógica informal canadiense, un conjunto de trabajos desarrollados a partir de los años setenta, principalmente por Trudy Govier, J. Anthony Blair y Ralph H. Johnson, que tra-tan de proporcionar criterios de corrección no-formales para los argumentos en lenguaje natural. Como vamos a ver con más deta-lle en el siguiente capítulo, la principal motivación para el desa-rrollo de la lógica informal fue el intento de informar de las fala-cias argumentativas. Finalmente, una de las teorías más representativas del en-foque dialéctico hoy en día es la pragmadialéctica, también lla-mada escuela de Ámsterdam. Su obra fundacional, Speech Acts in Argumentative Discussions (1984), de Frans H. van Eemeren y Rob Grootendorst, desarrolla una concepción de la argumenta-ción como un procedimiento de discusión crítica cuyo objetivo consiste en resolver una diferencia de opinión. Como hemos vis-to, la relevancia de las condiciones pragmáticas que se derivan de considerar la argumentación como una actividad comunicativa dialógica ya la señaló Hamblin (1970). La concepción dialógica de la argumentación también constituía el punto de partida en la elaboración de un sistema de dialéctica formal, en Barth y Krabbe (1982). También ha sido una característica fundamental del traba-jo de Douglas N. Walton (1989) y de Walton y Krabbe (1995). En definitiva, las concepciones lógica, dialéctica y retórica de la argumentación se corresponden con otros tantos puntos de partida y enfoques para las principales teorías actuales, a pesar de que todas ellas tratan de incorporar los restantes aspectos o di-mensiones de la argumentación que, por esa razón, quedarían en principio en un segundo plano; así, la pragmadialéctica requiere cierto tipo de validez lógica como condición de corrección proce-

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dimental, mientras que la lógica informal ha detallado la impor-tancia de la dimensión dialéctica de la argumentación, mediante el concepto de dialectical tier (Johnson, 1996a, 2000).3 2.7.2. La interpretación y el análisis de la argumentación Como decíamos, la teoría de la argumentación se caracteriza por su afán inequívoco de analizar la argumentación real, tal como aparece en las conversaciones cotidianas, los periódicos, las tertu-lias, etcétera. En su presentación cotidiana, la argumentación ca-rece de una forma estándar que pudiera garantizar su interpreta-ción. Es por ello que los teóricos de la argumentación han prestado una especial atención a las propuestas para la interpreta-ción y el análisis de la comunicación argumentativa. De hecho, el interés por producir estándares y criterios para su interpretación y análisis ha ido en aumento, y muchas de las principales propues-tas han incorporado modelos y técnicas capaces de hacer frente a las demandas de sus propios planteamientos normativos. En la práctica, la interpretación y el análisis de la argumen-tación están estrechamente vinculados. Pero es posible y conve-niente distinguir ambas tareas, pues lo cierto es que responden a objetivos bien distintos. El objetivo característico de los modelos para la interpretación de la argumentación es entender el signifi-cado de los movimientos comunicativos involucrados en la justi-ficación de una afirmación, y destinados a este fin. Los discursos y los intercambios argumentativos, tal como aparecen en la vida diaria, están llenos de elipses y presuposiciones. Al fin y al cabo, no son más claros y explícitos que las demás formas de comuni-- - - - - - - - - - - - - - - - - -

3 Recientemente, Liang y Xie (2011) han vinculado esta noción de Johnson de un «nivel» o «despliegue» dialéctico de la argumentación con la noción de examen crítico que constituye el eje de una disciplina pedagógica paralela a la teoría de la argumentación: el así llamado pen-samiento crítico (Critical Thinking).

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cación verbal. Aun así, la necesidad que tienen los teóricos de la argumentación de ofrecer modelos específicos para su interpreta-ción no es solo una cuestión de la vaguedad e imprecisión de la comunicación verbal: interpretar una actuación comunicativa co-mo propiamente argumentativa supone establecer cuál es el signi-ficado y la función argumentativa de cada uno de sus elementos. Es decir, para interpretar la argumentación tenemos que determi-nar el sentido de las afirmaciones en cuanto intentos de cumplir objetivos no solo comunicativos, sino específicamente argumen-tativos, tales como avanzar una tesis, ofrecer razones para ella, rechazar o cuestionar una afirmación, responder a una objeción, etcétera. El modo en que debemos interpretar el discurso argumen-tativo resulta una cuestión fundamental para la teoría de la argu-mentación. Cuestiones tales como la pertinencia o no de un «principio de caridad argumentativo»4 que no solo optimice la contribución comunicativa del discurso argumentativo, sino tam-bién su eficacia como una forma de justificar una tesis, el trata-miento de los entimemas y de la argumentación incompleta y, en general, los límites que cabe imponer a la reconstrucción son a día de hoy aún temas de controversia. De hecho, según Johnson (1996b), la literatura actual exhibe una contraposición entre lo que denomina un «enfoque liberal» versus un «enfoque conser-vador» de la interpretación, es decir, la oposición entre un intento de maximizar la fuerza argumentativa de un texto frente a un in-tento de ser fieles a las intenciones comunicativas del hablante, respectivamente. Así, un modelo adecuado para la interpretación de la argumentación habrá de dar una respuesta que sea al menos internamente coherente a cada una de estas cuestiones. Por su parte, el análisis de la argumentación se ocupa más

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4 Para hacerse una idea cabal de la importancia de esta cuestión respecto de la evaluación de los argumentos entimemáticos, véase, por ejemplo Jacquett (1996), Hitchcock (1998) o Grennan (1996).

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bien de la organización y el diagrama de la argumentación una vez interpretada. Como hemos visto, la argumentación es una forma peculiar de comunicación porque involucra dos tipos de condiciones: por un lado, condiciones constitutivas que determi-nan que cierto tipo de actuación comunicativa sea argumentación y, por otro lado, condiciones regulativas que especifican cuándo dicha actuación comunicativa es una buena argumentación. Ade-más, como veremos en su momento, los distintos modelos norma-tivos para la argumentación han distinguido entre condiciones re-gulativas de tipo pragmático y procedimental, y condiciones regulativas más propiamente formales, estructurales o semánticas. Por esa razón, es posible desdoblar el análisis de cualquier acto de habla argumentativo en dos tipos de estructuras: por un lado, la llamada macroestructura de la argumentación, que subyace a las prácticas argumentativas en cuanto actividades comunicativas. Dicha estructura se compone de diferentes tipos de movimientos argumentativos, tales como afirmar o avanzar una tesis, apoyar una afirmación, preguntar, responder, poner en duda, etcétera. Al exponer la macroestructura de la argumentación tratamos con movimientos comunicativos, esto es, con elementos pragmáticos. De ese modo, analizar la macroestructura de un texto o actuación argumentativa serviría para determinar el cumplimiento de ciertas condiciones pragmáticas del buen argumentar. Por otro lado, la microestructura de la argumentación sería el entramado de relaciones semánticas, formales o estructurales que subyace a un texto o discurso argumentativo. Para la mayoría de autores, la microestructura está compuesta por las unidades ló-gicas de la argumentación, de manera que el análisis microestruc-tural de la argumentación origina la reconstrucción de los argu-mentos involucrados, a la representación de las inferencias que sobrevienen en los actos de argumentar. Tal concepción de la mi-croestructura de la argumentación estaría presente, por ejemplo, en los trabajos de Toulmin, Rieke y Janik (1979) o Freeman (1991). En cualquier caso, la reconstrucción de la microestructura

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de la argumentación requiere la identificación de todos aquellos elementos que se consideran constitutivos de las inferencias. En ese sentido, los modelos de análisis microestructural presuponen distintas concepciones de la inferencia. En concreto, concepcio-nes formales de la inferencia, las más tradicionales, o concepcio-nes materiales, como la que Toulmin (1958) proponía en The Uses of Argument. De ese modo, las propuestas sobre microes-tructura hacen posible diseñar métodos para su evaluación lógica formal o informal. En ambos casos, el análisis de la microestruc-tura serviría para determinar propiedades como la validez y la co-rrección semántica del discurso argumentativo. Aunque hay teorías que tratan de ofrecer una evaluación completa de la argumentación en términos de uno u otro tipo de análisis estructural, la mayoría de autores reconoce la importancia de distinguir y evaluar ambos tipos de estructuras y considera una cuestión fundamental para la teoría de la argumentación ofrecer una explicación del modo en que la microestructura y la macroes-tructura de la argumentación se relacionan entre sí. Como ejemplo de integración de las propuestas para el aná-lisis micro y macroestructural de la argumentación, podemos considerar el modelo de cuatro estadios de la pragmadialéctica, propuesto por van Eemeren y Grootendorst (1984) en Speech Acts in Argumentative Discussions. Se trata de un marco teórico general (y de uso muy extendido) para la evaluación macroestruc-tural y pragmática de la argumentación. Ello es así porque la pragmadialéctica concibe la argumentación como un procedi-miento de discusión crítica cuyo fin es la resolución de una dife-rencia de opinión. La buena argumentación será, entonces, aque-lla que logre este fin. Para ello, la discusión crítica procedería de de cuatro fases o estadios: una fase de apertura, en la que las par-tes plantean sus puntos de partida; una fase de confrontación, en la que las partes plantean una oposición, fuerte o débil, a las tesis de la otra parte; una fase propiamente argumentativa, en la que las partes avanzan razones y contraargumentos; y una fase de cie-

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rre, en la que se especifican los resultados del procedimiento. Ca-da una de estas fases posee sus propias reglas y movimientos ca-racterísticos, los cuales serían un instrumento para resolver la di-ferencia de opinión. Por supuesto, el modelo de la discusión crítica es una idealización que proporciona tanto criterios para la evaluación de la argumentación (en la medida en que sirve para comprobar hasta qué punto un procedimiento argumentativo par-ticular se desvía o cumple con las reglas y movimientos propios de una auténtica discusión crítica), como un marco para la inter-pretación y el análisis macroestructural del discurso argumentati-vo. Sin embargo, cabe destacar que una de las principales reglas para la discusión crítica, propia del estadio o fase de argumenta-ción, establece la necesidad de cierta forma de validez lógica o microestructural. De ese modo, la pragmadialéctica también invo-lucra una propuesta sobre el modo en que los hablantes pueden hacer inferencias dentro del estadio argumentativo. 2.7.3. La valoración de la argumentación Por último, la propuesta de modelos para valorar la argumenta-ción constituye el aspecto más característico de la teoría de la ar-gumentación, que es una disciplina normativa, por oposición a otras disciplinas, como la lingüística o la psicología, que pueden estudiar la argumentación desde un punto de vista meramente descriptivo y empírico. Como decíamos al principio, una pro-puesta completa para la teoría de la argumentación es un modo de articular un modelo para la interpretación y análisis de los actos de habla argumentativos y un modelo para su valoración. En cuanto a este última, cabe mencionar la distinción que hace Ralph H. Johnson (2000: 180) entre los modelos para valorar la argu-mentación en el sentido de determinar su corrección, adecuación, etcétera, —lo que podríamos denominar modelos de evalua-ción— y modelos para valorar la argumentación en el sentido de

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explicar qué hay de correcto o incorrecto en ella —lo que po-dríamos llamar modelos para la crítica de la argumentación. Los modelos para la evaluación de la argumentación cons-tan, a su vez, de dos tipos de tareas: por un lado, se trata de pro-porcionar una definición adecuada del concepto de argumenta-ción correcta. Respecto de esta cuestión, resulta sintomático el hecho de que ni siquiera exista consenso sobre el término que de-beríamos emplear para designar esta propiedad: por un lado, la mayoría de los autores han rechazado los términos validez e inva-lidez con el fin de evitar la confusión con las propiedades corres-pondientes de lo que constituye tan solo una parte o un elemento de la argumentación: las inferencias. En Critical Thinking (1946), Max Black propuso el término sound para referirse a los argu-mentos lógicamente válidos con premisas verdaderas. Este pare-cía un buen sustituto del término válido, en la medida que, al con-trario de lo que sucede en lógica, la bondad de la argumentación en lenguaje natural no es solo una cuestión de buenas inferencias, sino también de buenos resultados, de capacidad efectiva de justi-ficar una afirmación, lo cual requiere no solo de buenas inferen-cias, sino también de puntos de partida adecuados. Pero lo cierto es que, tal como señala David Hitchcock (1999), incluso entre los teóricos de la argumentación que parten de un enfoque lógico (es-to es, aquellos que toman como objeto de sus modelos normati-vos la argumentación entendida como producto del argumentar), el término sound resulta insatisfactorio, pues entienden que «infe-rencia válida + premisas verdaderas» no es ni una condición ne-cesaria ni una condición suficiente de buena argumentación: no es suficiente porque la petición de principio, el cambio en la car-ga de la prueba y muchas instancias falaces de los llamados ar-gumentos ad son el tipo de fenómenos que deberíamos sancionar, a pesar de que, a menudo, puedan cumplir con la condición de es-tar compuestos únicamente por inferencias válidas y premisas verdaderas. Por otra parte, la argumentación cotidiana es, en su mayoría, no-deductiva, de modo que, si queremos dar cuenta de

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su bondad, debemos rechazar la validez como condición necesa-ria de la bondad argumentativa. La otra tarea dentro de la evaluación de la argumentación es proveernos de un método o protocolo que sirva para decidir, en cada caso, si una determinada argumentación es correcta o no. Obviamente, este método dependerá tanto de la concepción de argumentación con la que nos comprometamos, como de la co-rrespondiente definición de bondad argumentativa. Como hemos adelantado en la sección anterior, al igual que la mayoría de autores considera que el análisis de la argumenta-ción se desdobla en dos niveles (la macroestructura de los discur-sos argumentativos, en cuanto actividades pragmáticamente regu-ladas, y la microestructura de los argumentos implicados, en cuanto representaciones de redes inferenciales), también estiman que la evaluación de la argumentación está determinada por esta doble estructura. Es por ello que, para la mayoría de autores, un modelo adecuado de evaluación ha de ser capaz de integrar e in-formar de las condiciones lógicas y pragmáticas de la argumenta-ción, es decir, explicar que la argumentación es, ante todo, una forma de comunicación, no un objeto abstracto con cierto tipo de propiedades semánticas, como la verdad y la validez. Por su parte, la crítica de la argumentación sería una acti-vidad más amplia que la mera evaluación. De hecho, la crítica in-volucra la evaluación: explicar en qué consiste el fallo de una ac-tuación argumentativa implica establecer que se trata de una argumentación incorrecta. De ahí que se pueda entender la distin-ción de Johnson entre la evaluación y la crítica de la argumenta-ción como una reacción a los trabajos de autores como Michael Scriven (1976) y también al llamado movimiento del pensamiento crítico (critical thinking), que identificaban valoración y crítica. Para Johnson, sin embargo, es crucial distinguir entre crítica y evaluación, porque en el intercambio argumentativo «la principal función de la evaluación es contribuir al conocimiento y enten-dimiento del evaluador, típicamente, como preludio de una deci-

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sión o acción, [mientras que] la crítica es parte de un procedi-miento dialéctico» (Johnson, 2000: 219). Michael Scriven proponía un método de valoración basado en la idea de que decidir sobre la bondad argumentativa es deter-minar hasta qué punto es posible que las premisas del argumento sean verdaderas y la conclusión falsa. Así, elevaba la mera bús-queda de contraejemplos a la tarea por antonomasia de la valora-ción de la argumentación. Según Scriven, delimitar el valor de un discurso argumentativo sería comprobar su resistencia a las críti-cas, esto es, embarcarse en el tipo de procedimiento dialéctico al que se refiere Johnson como una forma característica de cumplir con la tarea de criticar la argumentación. Sin embargo, tal como el propio Scriven reconoce, especificar el conjunto de debilidades que cabe imputar a un argumento no es suficiente para valorarlo. Tras ese procedimiento dialéctico, es necesario un paso ulterior de «evaluación general» (Scriven, 1976: 39) que sirva para deci-dir entre todos los contraejemplos aducidos. De lo contrario, lo único que obtendríamos mediante este método sería un conjunto de argumentos y contraargumentos, pero ninguna evaluación efectiva de la argumentación original. Ahora bien, en la medida en que dicha evaluación general ha de decidir entre una serie de argumentos y contraargumentos alternativos sobre el mismo asunto, el modelo de valoración de Scriven equivaldría a una propuesta general de decidir sobre un tema a la luz de las razones y críticas aducidas. En ese sentido, quizá sea sobrestimar las po-sibilidades de la teoría de la argumentación el suponer que pueda ofrecernos un método para decidir sobre cualquier asunto. Sin duda, existe una relación estrecha entre la evaluación y la crítica de la argumentación. Pero mientras que la evaluación consiste en establecer hasta qué punto un texto, actuación o inter-cambio argumentativo concreto es correcto o no, según cumpla ciertas condiciones regulativas, la crítica de la argumentación consiste en señalar los defectos de la argumentación, sus debili-dades y posibles contraejemplos, lo cual requiere producir nueva

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argumentación que justifique nuestros juicios negativos y nues-tras respuestas y objeciones. Esta tarea debe regularse mediante reglas específicas que precisen la adecuación de la crítica. A continuación, vamos a asumir la distinción de Johnson entre la evaluación y la crítica de la argumentación como dos ta-reas cuyos objetivos son, respectivamente, determinar el valor de la argumentación y producir nuevos argumentos con el fin de mostrar las debilidades de uno dado. Esta perspectiva supone asumir que la actividad de valorar la argumentación posee sentido como algo independiente de la cuestión de valorar su éxito real, su capacidad efectiva de persuadir, y como algo independiente de la habilidad de un evaluador concreto a la hora de producir con-traargumentaciones. Por último, respecto al principal tema de interés de este trabajo, el estudio de las falacias, nuestro objetivo va a ser consi-derar hasta qué punto una teoría de la falacia puede convertirse en un modelo para la evaluación de la argumentación. Es decir, va-mos a analizar hasta qué punto una teoría de la falacia puede constituir un método o protocolo para decidir si distintas formas de argumentación son correctas o no. En cuanto a la función que el estudio de las falacias pueda desempeñar en la teoría de la ar-gumentación, vamos a mostrar que el cargo de falacia es un po-deroso instrumento de la crítica de la argumentación; señalar que un argumento comete, por ejemplo, una petición de principio, una falacia de hombre de paja o que desliza indebidamente la carga de la prueba es explicar en qué consiste su incorrección, por qué no debemos dejarnos persuadir por él y por qué, a pesar de ser in-correcto, puede ser peligroso, por resultar eficaz desde un punto de vista retórico.

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3. El estudio de la falacia 3.1. EL ESTUDIO DE LAS FALACIAS DENTRO DE LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN

omo hemos visto, la principal novedad que plantea la teoría de la argumentación frente a la lógica formal es su interés por las condiciones pragmáticas en las que surgen

los argumentos en la vida real, pues, a menudo, tales condiciones determinan no solo su eficacia retórica, sino también su valor in-trínseco, su capacidad de justificar, su legitimidad. De ahí que, además de proporcionar modelos y métodos para su evaluación, la teoría de la argumentación también considera como propias las tareas de elaborar modelos y métodos adecuados para la interpre-tación y el análisis, así como para la crítica de la argumentación. Uno de los principales fenómenos que advirtió la necesidad de este enfoque alternativo fueron las falacias argumentativas clá-sicas. Al fin y al cabo, errores tales como la petición de principio, el cambio en la carga de la prueba, la construcción de un hombre de paja o las famosas falacias ad (ad populum, ad baculum, ad verecundiam, ad consequentiam, ad hominem, ad ignorantiam, etcétera) difícilmente se podrían considerar errores de tipo mera-mente sintáctico o semántico y, por tanto, difícilmente se podrían evaluar mediante los métodos de la lógica formal clásica. Por esta razón, puede afirmarse que, en muchos aspectos,

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el fenómeno de las falacias argumentativas supuso la principal motivación para el desarrollo de la teoría de la argumentación como disciplina. En ella, la lógica, formal o informal, representa solo un aspecto o una dimensión de su objeto de estudio, al que cabe añadir una dimensión dialéctica y una dimensión retórica, relacionadas ambas con el hecho de que dicho objeto de estudio, la argumentación, es en última instancia una forma de comunica-ción. En este capítulo vamos a repasar los orígenes del estudio de las falacias y su devenir. Nuestro objetivo, a partir de ahora, va a ser considerar hasta qué punto, vistas las dificultades de la lógi-ca formal para dar cuenta de la evaluación de los argumentos en lenguaje natural, una teoría de la falacia podría servir como un marco adecuado para esta tarea. En esta búsqueda, analizaremos las principales teorías actuales de la falacia, las cuales constituyen propuestas que, de un modo u otro, coinciden con el desarrollo de la teoría de la argumentación en su conjunto. De esta manera, al hilo de nuestra respuesta a la cuestión sobre las posibilidades de constituir una teoría de la falacia como modelo para la evalua-ción, obtendremos también una panorámica bastante fiel de la disciplina. Como decíamos en el capítulo 2, el principal objetivo de la teoría de la argumentación es la teoría de la valoración de los ar-gumentos y, en cierto modo, es ella la que determina, no solo el concepto de argumento, sino también la manera de interpretarlo y reconstruirlo. En nuestros días, existen cuatro grandes líneas a la hora de desarrollar teorías para la valoración de los argumentos informales:

1. En primer lugar tendríamos el enfoque del lenguaje natu-ral, que parte de las reflexiones que Michael Scriven ex-puso en Reasoning (1976). Como vimos en el capítulo anterior, para Scriven, las posibilidades metalingüísticas del lenguaje natural son suficientes para evaluar los ar-

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gumentos expresados en él. Considera que en el lenguaje natural ya disponemos de un vocabulario que es suficien-te y adecuado para estos fines. Términos como razón, evidencia, conclusión, tesis, pertinencia, inconsistencia, presuposición, etcétera, son una muestra de dicho voca-bulario. Scriven parte de una noción de validez que no se reduce a la inferencia sintáctica o semántica, sino a la imposibilidad de que las premisas del argumento sean verdaderas y, sin embargo, la conclusión sea falsa. Por esa razón, según él, para evaluar un argumento, el único método disponible es observar la posibilidad de contra-ejemplos. Para el propio Scriven, este es un «ejercicio de la imaginación», difícilmente sistematizable, en la medi-da en que lo que se evalúa es el contenido, en lugar de la forma, de los argumentos. De ese modo, más que de un modelo para la valoración, estaríamos ante un programa para elaborar estrategias con las que producir contraar-gumentos, que son la base del ejercicio de la crítica. En ese sentido, se puede decir que para el enfoque del len-guaje natural, la teoría de la crítica es todo lo que resulta pertinente para afrontar la cuestión de la evaluación de los argumentos. David Hitchcock es uno de los autores que ha aplicado este enfoque a alguna de sus propuestas.

2. El enfoque toulminiano parte de la idea de que los crite-rios para evaluar los argumentos son inherentes al campo o a la disciplina en el que se producen. No se trata solo de juzgar la verdad de las premisas o la conclusión dentro de cada ámbito de estudio, sino que, bajo esta perspectiva, lo que cuenta como buen o mal argumento en un ámbito es distinto de lo que cuenta como buen o mal argumento en otro. Esta concepción de los criterios para distinguir entre buenos y malos argumentos está en consonancia con el modelo de análisis toulminiano, que recoge más compo-

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nentes del argumento que las tradicionales premisa y conclusión. Entre esos nuevos elementos, cobra especial relevancia el garante (warrant) del argumento, que sería la regla de inferencia que permite pasar de las premisas (data o grounds) a la conclusión (claim). Se trata de un elemento elidido en el argumento que se obtiene de la in-terpretación de este a partir de la pregunta: ¿por qué se sostiene la conclusión, dadas las premisas? Este garante posee la forma de un condicional, a menudo cualificado modalmente, sobre el que pivota la evaluación del argu-mento. La noción de garante explicaría por qué los ar-gumentos del lenguaje natural no son formalmente váli-dos, sino «entimemáticamente válidos» o «materialmente válidos»: su validez depende de una regla de inferencia, el garante, que expresa la relación entre premisas y con-clusión y que no es ella misma puramente formal, sino que tiene un contenido que determina su validez y que puede estar fundado semánticamente, científicamente, le-galmente, moralmente o de cualquier otra forma que con-temple un elemento normativo. Actualmente, autores como McPeck y Westein, que conciben la teoría de la ar-gumentación como una «epistemología aplicada», han desarrollado teorías de la evaluación atendiendo a los presupuestos epistemológicos de diferentes campos espe-cíficos.

3. El tercer enfoque, el de la nueva teoría de la inferencia

surge a partir de la crítica a la concepción tradicional de la inferencia que consideraba que en los buenos argumen-tos, o bien las premisas implicaban de manera deductiva la conclusión, o bien proporcionaban un soporte inducti-vo adecuado para esta. Con la publicación de Plausible Reasoning: An Introduction to the Theory and Practice of Plausible Inference, Nicholas Rescher (1976) inaugura

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un nuevo planteamiento respecto a los modos en que las premisas de un argumento pueden implicar la conclusión. Empieza, entonces, a considerarse la posibilidad de desa-rrollar lógicas no-monotónicas que den cuenta de nuevas formas de inferencia que no se reducen ni a la inducción, ni a la deducción. La lógica probativa de Scriven es una de estas lógicas no-monotónicas que trata de explicar el tipo de razonamiento que está detrás de, por ejemplo, los llamados silogismos prácticos. En la actualidad, entre otras, la empresa de Douglas N. Walton, que concibe muchos de sus esquemas argumentativos en términos de los garantes de lo que él denomina «razonamiento pre-suntivo», también apunta en la dirección de una nueva teoría de la inferencia como modo de justificar el aspecto más distintivo de la validez de los argumentos del len-guaje natural.

4. Por último, el enfoque de la teoría de la falacia, que, co-

mo manifestábamos anteriormente, es el objeto de este trabajo, puede considerarse el más antiguo de los enfo-ques para evaluar los argumentos del lenguaje natural. El estudio de la falacia tiene su origen en Aristóteles y cuen-ta con una larga tradición, a través de la historia de la fi-losofía, que llega hasta nuestros días. Los defensores de este enfoque consideran que la falacia no solo sirve como un criterio para determinar qué es un buen argumento (según ellos, un argumento libre de falacias), sino que una teoría de la falacia adecuada haría sistemática la eva-luación de los argumentos del lenguaje natural.

El principal objetivo de este trabajo es valorar si realmente el enfoque de la teoría de la falacia es adecuado para cumplir con los objetivos más característicos de la teoría de la argumentación, a saber, aquellos que conciernen a la evaluación de los argumen-

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tos. A raíz de esta cuestión, también trataremos de establecer has-ta qué punto es posible desarrollar un marco adecuado para pro-ducir teorías de la falacia que analicen el concepto de falacia tra-dicional y de sus instancias clásicas (esto es, el catálogo de falacias informales que han sido enunciadas a lo largo de la histo-ria de la filosofía). La razón para preguntarnos por la viabilidad de una teoría de la falacia como teoría de la evaluación es que, a pesar de las expectativas que tradicionalmente han sido depositadas en este enfoque, en la actualidad, atraviesa por dos graves dificultades: en primer lugar, la definición tradicional de falacia como «argu-mento que parece válido pero no lo es», tal como la hemos here-dado a través de un largo periplo, fue puesta en tela de juicio, con gran influencia, por Charles Hamblin en los años setenta y, desde entonces, la teoría de la falacia ha recorrido el espacio entre la ló-gica y la retórica con desigual fortuna. Por esa razón, en este ca-pítulo, vamos a detenernos en las razones que apoyan tanto la perspectiva retórica como la perspectiva lógica en la teoría y el concepto de falacia. Para ello, caracterizaremos cada posición in-dagando en los orígenes de la contraposición entre las cuestiones lógicas y las cuestiones retóricas. Además, puesto que la referen-cia histórica para avalar ambos planteamientos se remonta igual-mente a Aristóteles, nos detendremos en este autor para ofrecer una interpretación sobre el porqué de esta ambigüedad. La posi-ción que defenderemos es que el concepto de falacia tradicional es esencialmente retórico, y que las teorías que lo justifican no sirven como teorías de la evaluación. Y sin embargo, el vincular la retórica con el concepto tradicional de falacia hará de la teoría de la falacia un buen punto de partida para una teoría de la crítica, que es, como hemos visto, el segundo momento de la evaluación de los argumentos del lenguaje natural. Por otra parte, incluso entre aquellos que destacan la vincu-lación del concepto de falacia con las propiedades semánticas de los discursos, ha habido autores que han puesto en duda que una

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teoría de la falacia sea en absoluto viable y que, incluso, han ne-gado que existan realmente las falacias más allá de las interpreta-ciones falaces de los argumentos. En el capítulo siguiente, nos ocuparemos de estas cuestiones. De ese modo, estudiaremos las razones de aquellos autores que consideran que no es posible ela-borar una teoría de la falacia: las de aquellos que defienden que el concepto de falacia imposibilita un tratamiento sistemático, y las de los que consideran que el concepto de falacia es en sí mismo incoherente. Este tipo de reflexiones servirá para perfilar cuál es la especificidad de la teoría de la argumentación, por oposición a la lógica formal, y para explicitar la cuestión de cuál es el con-cepto de falacia con el que opera cada teoría. Además, aportará los elementos de análisis que vamos a necesitar para estudiar las distintas teorías de la falacia propuestas hasta ahora. Así, una vez que dispongamos de estos elementos, analiza-remos las concepciones de la falacia más influyentes que existen en la actualidad bajo el punto de vista de nuestra conjetura prin-cipal: si es posible que una teoría de la falacia cumpla con los re-quisitos de una teoría de la evaluación para argumentos del len-guaje natural. Pero a propósito del debate anterior, ahondaremos en la segunda dificultad por la que atraviesa actualmente el enfo-que de la teoría de la falacia, a saber, que existen distintas opinio-nes respecto a qué concepto de falacia es el más adecuado para los fines de la teoría de la argumentación. De ese modo, encontra-remos autores que abogan por una definición técnica del concep-to, adaptada a los objetivos de una teoría de la evaluación para los argumentos del lenguaje natural y no constreñida por el intento de recoger un supuesto sentido habitual del término, ni siquiera por atender a los casos paradigmáticos que gobernarían su uso, esto es, las falacias informales enunciadas tradicionalmente. Por tanto, para llevar a cabo el examen de las distintas teorías, distinguire-mos entre aquellas que tratan de recoger el sentido tradicional del término y ver qué tienen en común los distintos tipos de falacias que desde la Antigüedad se han ido enunciando (entre otras co-

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sas, con el objetivo de hacer sistemático su estudio) y aquellas otras que rechazan el vínculo con el catálogo tradicional de fala-cias y que proponen una definición técnica no limitada por el in-tento de hacerle justicia. Respecto al primer grupo de teorías, nuestra conclusión establecerá que el carácter irreductiblemente retórico del concepto tradicional bloquea la posibilidad de que una teoría que lo incorpore pueda servir como una teoría de la evaluación. Respecto al segundo grupo de teorías, plantearemos algunas dificultades a la hora de concebirlas como teorías de la evaluación y no como teorías de la crítica de los argumentos del lenguaje natural. A raíz de estas conclusiones, expondremos al-gunas reflexiones sobre el lugar que, en nuestra opinión, la teoría de la falacia debe ocupar dentro de la teoría de la argumentación. 3.2. DIALÉCTICA Y RETÓRICA EN PLATÓN Y LOS SOFISTAS Como hemos juzgado en el capítulo anterior, los orígenes de la teoría de la argumentación se remontan al período clásico de la fi-losofía en Grecia. Aunque ni los sofistas ni Platón se ocuparon de la teoría de la falacia en sí misma, conviene que nos detengamos en ellos brevemente, porque el divorcio entre la verdad y el dis-curso que la sofística inaugura es el trasfondo de la distinción pla-tónica entre la dialéctica y la retórica y este, a su vez, del interés por disponer de métodos para desenmascarar el discurso engaño-so, el que de hecho es inválido, pero puede resultar eficaz. El concepto de retórica que vamos a caracterizar se asocia directamente con la visión sofista de la relación entre el lenguaje y el mundo. Según John Paulakos (1997), para los sofistas, la idea presocrática de los contrarios como arjé se había convertido en la noción del dissoi logoi de Protágoras, esto es, la idea de que hay al menos dos posiciones opuestas para cada asunto. Para Paula-kos, esta idea apuntaría a un universo simbólico de discursos con-trarios por medio del cual el lenguaje manifestaría su rasgo más

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peculiar: su indiferencia respecto al verdadero ser de las cosas. Esta concepción del lenguaje como mero artificio se relacionaría con la profunda convicción sofista de que el estatus de todas las afirmaciones es cuestionable. De ahí que para los sofistas, el de-bate y la controversia sean el estado natural de cualquier asunto. Además, según Paulakos, la noción de dissoi logoi se relacionaría con otras tres nociones sofistas que, como veremos, están estre-chamente vinculadas a lo característico de la retórica, por oposi-ción a la dialéctica, según la concepción platónica: la de oportu-nidad (kairós), la de posibilidad (to dynaton) y la de juego (paignion). La noción de oportunidad (kairós) se relaciona con su con-cepción del arte del discurso a través del sentido de lo oportuno: el hecho de que el discurso fuese un acontecimiento público, que acontece en determinadas ocasiones (festivales, funerales, cam-peonatos, etcétera), implica que este esté sancionado por un pro-tocolo más o menos convencional, desarrollado y transmitido a través del estudio y de la práctica de la retórica, y consistente en una serie de acuerdos tácitos o explícitos que regulan qué tipo de movimientos y actuaciones son apropiados para cada ocasión o tema. Con el paso del tiempo, estas reglas cristalizarían como formas de discurso altamente estructuradas (el elogio, la apología, el encomio, etcétera), cuyo estudio pasaría a formar parte de la disciplina. Sin embargo, qué se considera apropiado depende tan solo de otras normas previas que marcan los límites del discurso en una sociedad o un contexto determinado. Luego no se trata de normas necesarias para el fin de la práctica retórica, que es la per-suasión, y es en virtud de su no-necesidad que tales normas evo-lucionan según los usos de cada época. Porque no se trata de le-yes necesarias, la retórica constituye más bien un arte, en el sentido griego del término. La segunda noción sofista es la de posibilidad, (to dyna-ton). Lo posible se opone a lo real y a lo ideal. La concepción del

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discurso por oposición a lo real serviría para ilustrar su verdadera naturaleza: argumentamos sobre lo real porque es posible cono-cerlo o ignorarlo, porque no está dado. Por esa razón, el discurso es el ámbito de la controversia. Por otro lado, que el discurso se defina también por oposición a lo ideal sirve para dar cuenta de su utilidad: argumentamos sobre lo ideal porque es posible elegir bien o mal. El discurso es un medio para la decisión. Por último, la tercera noción de la sofística es la de juego (paignion). La habilidad más enervante de los sofistas era la de jugar con las palabras, la de ser capaces de manipular los discur-sos y ganarse el apoyo del auditorio, incluso en la defensa de las tesis más inverosímiles. Esta habilidad está relacionada con la conciencia y el dominio de los recursos que tiene el lenguaje tan-to para volverse sobre sí mismo, como para influir en los oyentes. La retórica valora los discursos desde el punto de vista de su ade-cuación respecto a un auditorio concreto. En un ejercicio retórico, el ganador no es el que dispone del mejor argumento, sino el que maneja el discurso de una manera más convincente y eficaz. De ahí que la retórica se entienda como el arte de la persuasión. En la medida en que la persuasión no se ha relacionado directamente con la verdad sino con la verosimilitud, la filosofía ha renegado de la retórica, prácticamente sin excepción hasta nuestros días. Sin embargo, teniendo en cuenta que para los atenienses la argu-mentación era, además de una pasión, una parte fundamental de su vida como ciudadanos partícipes en las asambleas, los jurados, etcétera, hay que admitir que los sofistas cumplieron una función social muy importante: la de introducir más jugadores y enseñar-les a jugar de una manera más efectiva. Es un lugar común que para Platón, cuyo compromiso con la democracia ateniense no era muy sólido, esta función era más bien perversa, un obstáculo para la realización del estado ideal. Sin embargo, tal como destaca James Benjamin (1997), el desdén de Platón hacia los sofistas contrasta con su opinión respecto a la retórica, a la que también adjudica una función social, aunque

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bien distinta:

Una lectura exhaustiva de Platón, con especial atención a su Fe-dro, revela una interpretación más equilibrada del papel de la re-tórica. Platón era realista, reconocía que no todos los ciudadanos tendrían la paciencia y la claridad de mente necesarias para em-barcarse en una investigación dialéctica para cualquier asunto [...] Platón fue, de hecho, un maestro en el arte de la retórica [...] Platón no rechazaba la retórica, rechazaba el mal uso de ella. (Benjamin, 1997: 28)

Lo cierto es que, ante el Platón totalitarista, es fácil apre-ciar lo que él detesta y temer lo que él ama. Si entendemos que con el «mal uso de la retórica» se refiere a los contenidos inade-cuados, pensaríamos que la función social que le adjudica es la propaganda. Puede que realmente sea así, pero, en cualquier caso, Platón está destacando una característica esencial de la retórica: su fin es la persuasión. Si la retórica nos proporciona reglas (no necesarias, como decíamos más arriba, sino sujetas incluso a las modas) para la producción de discursos eficaces; reglas que, a su vez, sirven para valorar estos discursos desde el punto de vista del auditorio al que se dirigen, las leyes de la dialéctica no son relati-vas al auditorio. Según Platón, su fin no es la persuasión sino el conocimiento. El método socrático de preguntas y respuestas, la mayéutica, concebido como un método negativo para descubrir las falsas creencias, se convierte en Platón en el método construc-tivo de la dialéctica mediante la adición de un posterior paso afirmativo. La dialéctica, según Platón, se basa en la observación de la identidad y la diferencia, porque, según la epistemología platónica, juzgar es adscribir a un objeto la noción que le pertene-ce. De ese modo, considera que la dialéctica es la forma misma de proceder del intelecto para discriminar lo falso de lo verdade-ro. Su funcionamiento característico es el de tomar una opinión como premisa y explicarla mediante el examen de hipótesis alter-

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nativas, generalmente a base de interpelaciones. Por eso también se le llama método crítico. A pesar de que Platón característicamente efectuaba la in-vestigación dialéctica a través de la interpelación, no hay que confundir el método dialéctico con la forma dialogada, ni pensar que, por oposición, lo característico de la retórica es ocuparse de los discursos monológicos dirigidos a auditorios amplios. Este ha sido un error muy común, una equivocación que, como veremos en el capítulo 5, llega hasta nuestros días. Hay que destacar que, desde sus orígenes, la diferencia entre la dialéctica y la retórica no ha sido la diferencia entre una concepción dialógica y una concepción monológica del discurso, sino la de técnicas cuyos objetivos son distintos y, probablemente, complementarios: por-que decir la verdad y persuadir deberían ser dos caras de la mis-ma moneda, como demandará Platón con su defensa de la «buena retórica». Y como defenderá también Aristóteles, aunque con dis-tintas razones. En cierto modo, la caracterización platónica de la erística o arte de la disputa incide en este criterio, y no en el de su forma, para distinguir entre la dialéctica y la retórica: a pesar de su forma dialogada, la erística no sería exactamente una mala dialéctica, sino que pertenecería a la retórica, según las hemos caracterizado, pues su fin no es el conocimiento sino la victoria. La reserva de Platón hacia la retórica como disciplina resi-de en que la persuasión se puede lograr por otros medios además de la verdad, y de ese modo, al contrario que la dialéctica, resulta un instrumento peligroso: la dialéctica es moralmente neutra, la retórica no, ya que se puede pervertir. La dialéctica nos propor-cionaría instrumentos para descubrir o probar la verdad de una te-sis, la retórica nos ofrecería instrumentos para persuadir a los demás de ella; son dos artes contrapuestas e idealmente comple-mentarias. En ese sentido, cada una de ellas apunta a una dimen-sión del discurso: su capacidad para conducirnos hasta el cono-cimiento y su capacidad de influencia. En realidad, como vamos a

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ver a lo largo de las siguientes páginas, son muchos los teóricos de la argumentación actuales que sitúan el estudio de las falacias precisamente en el interregno de ambas dimensiones de la argu-mentación. En esto, de nuevo, Aristóteles fue pionero. 3.3. LA TEORÍA DE LA FALACIA DE ARISTÓTELES Precisamente, esa complementariedad entre un método de inves-tigación y un método de persuasión es la punta de lanza de Aris-tóteles cuando plantea una defensa de la retórica contra las acusa-ciones de Platón. Para Aristóteles, el método de investigación por excelencia es la silogística y no la dialéctica, a la que considera un método híbrido. Esta concepción responde a la distinción que hace en Primeros Analíticos, entre dos modos de adquisición de conocimiento: el silogismo y la epagogé (que, con algunas reser-vas, se corresponderían a la deducción y a la inducción). Según Aristóteles, la silogística es el único método que puede ofrecer pruebas genuinas; pero la dialéctica se sirve de ambos, luego es menos fiable. Aristóteles, lejos de la valoración cautelosa de la retórica que hacía Platón, tiende a borrar la distinción entre las cuestiones de método y las cuestiones de eficacia. Por esa razón, no considera una tarea bastarda para la filosofía el ofrecer reglas para regular la actividad discursiva, tanto desde el punto de vista lógico o dialéctico como desde un punto de vista retórico. Una señal de su interés por los aspectos retóricos del discurso es su análisis de los entimemas, definidos por él como «silogismos re-tóricos», y su énfasis en el uso de los argumentos para persuadir y en el papel del auditorio al que estos se dirigen. A Aristóteles le debemos la primera teoría de la falacia, la que propone en Refutaciones sofísticas, el noveno libro de los Tópicos. Esta teoría se desarrolla a partir del género dialéctico-retórico del elenchus, en el que dos o más participantes intentan demostrar sus tesis, generalmente contrarias, respecto de una

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cuestión. Decimos que el elenchus es un género dialéctico-retórico, porque su criterio de identidad se remite a un protocolo, más o menos convencional, sobre una actividad discursiva y no a una serie de reglas de tipo lógico. Sin embargo, esta adscripción del elenchus al ámbito de la pragmática tiende a quedar oculta por el hecho de que Aristóteles desarrolla su teoría de la falacia, a la que a veces caracteriza como un «silogismo fallido», en este contexto. En realidad, la principal dificultad de la teoría y el con-cepto de la falacia de Aristóteles, que son básicamente los que hemos adoptado desde entonces, reside precisamente en su ubica-ción dentro de un género, el elenchus, cuyas reglas las sanciona un protocolo que se ha establecido a través de una serie de con-vencionalismos que no solo tienen en cuenta evitar el error y la falsedad, sino también otros aspectos que regulan la práctica del debate. Aristóteles distingue cuatro clases de razonamiento falaz: son falaces no solo aquellos argumentos que parecen válidos (si-logismos), pero no lo son; o los que son válidos, pero parten de premisas que no han sido aceptadas (lo cual remite a cuestiones retóricas como auditorios e interlocutores); sino también los silo-gismos válidos que demuestran la conclusión equivocada, e in-cluso aquellos que, aun siendo válidos, solo en apariencia resul-tan apropiados para el tema en discusión. La insistencia en el carácter aparente de la falacia supone que el concepto transite en-tre lo puramente lógico: el error, y lo retórico: la persuasión en-gañosa. Sin embargo, a pesar de la concepción amplia de la falacia que tiene Aristóteles, la explicación de su lista de las falacias, tal como aparece en Refutaciones sofísticas, que divide entre aque-llas que tienen una naturaleza lingüística: equivocación, anfibo-lía, combinación, división, acento y forma de expresión; y aque-llas que no dependen de las peculiaridades del lenguaje: accidente, secundum quid, consecuente, falsa causa, petición de principio, ignoratio elenchi y pregunta compleja, se limita a in-

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terpretar todas ellas como silogismos inválidos que parecen váli-dos, a excepción de la ignoratio elenchi, que caracteriza como un silogismo que es válido, pero que se utiliza para demostrar la conclusión equivocada (en concreto, una conclusión que no era la que realmente había que demostrar, teniendo en cuenta los objeti-vos del intercambio comunicativo en cuestión). Y por otra parte, solo la ignoratio elenchi y la falacia de pregunta compleja poseen realmente una forma esencialmente dialógica. De manera que, a pesar de que Aristóteles desarrolla su estudio de la falacia en el ámbito del elenchus y de que considera, al menos teóricamente, distintos modos en los que un argumento puede fallar de facto, reduce su tratamiento a un análisis formal, monológico y deducti-vista. Por todo ello, mientras Charles L. Hamblin (1970) —a quien puede considerarse el padre de la moderna teoría de la fala-cia— encuentra en Aristóteles el origen de lo que él ha bautizado como el «tratamiento estándar» (standard treatment) de la falacia (esto es, la definición de esta exclusivamente como «argumento que parece válido pero no lo es»), autores como Walton (1995), en A Pragmatic Theory of Fallacy, afirman que hay que volver al sentido dialéctico-retórico del concepto de falacia que estaba pre-sente en Aristóteles al haber ubicado su teoría de la falacia dentro del género retórico del elenchus. 3.4. LA TEORÍA DE LA FALACIA DE HAMBLIN Sea como fuere, lo cierto es que este aspecto retórico y pragmáti-co que estaba presente en la concepción de la falacia de Aristóte-les por el hecho de que su ubicación en el ámbito del elenchus (aspecto que, como hemos visto, no quedaba, sin embargo, sufi-cientemente recogido en los análisis concretos de las distintas fa-lacias que el propio Aristóteles llevó a cabo, reducidas estas a meros silogismos fallidos) se fue perdiendo definitivamente a lo

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largo de los distintos desarrollos del estudio de la falacia que con-tinuaron autores como los lógicos de Port Royal, Locke, Hume, Whately, Bentham, Mill, Schopenhauer, etcétera. Esto dio lugar a una concepción puramente lógica, monológica y deductivista que en el siglo XX se afianzó en lo que Hamblin denominaba el «tra-tamiento estándar» de la falacia. Como decíamos, la expresión tratamiento estándar se refe-ría al tipo de análisis de las falacias que se podía encontrar en la mayor parte de los estudios de introducción a la lógica de la épo-ca. Según Hamblin, en estos estudios, el tema de la falacia apare-cía como un apartado obligado y más o menos pintoresco dentro de los manuales de lógica sin articulación con el resto. Hamblin criticaba además que, en esos estudios, la falacia solía concebirse exclusivamente como un «argumento inválido que parece váli-do», de manera que, en sus exámenes de los tipos de falacias tra-dicionales, la mayoría de los autores se centraba en mostrar por qué se trataba de argumentos inválidos, y los interpretaban, en su mayor parte, simplemente como casos de non sequitur. Peor aún, los ejemplos de los argumentos que se analizaban como exponen-tes de uno u otro tipo de falacia resultaban caricaturescos, hasta el punto de quedar despojados de toda posible eficacia como argu-mentos engañosos, es decir, de sus propiedades pragmáticas más significativas. De ese modo, el trabajo de Hamblin impulsará de nuevo la perspectiva pragmática que resulta esencial a la hora de explicar en qué consiste una falacia y que, como hemos visto, estaría ya presente en las propuestas aristotélicas originales. En este sentido, el lugar fundamental que ocupa el trabajo de Hamblin dentro de la teoría de la argumentación tiene que ver no tanto con un logro teórico en lo que al análisis de las falacias concretas se refiere, sino con el acierto a la hora de plantear un programa concreto pa-ra realizar esta tarea. En los siguientes capítulos, estudiaremos hasta qué punto han sido decisivas para las teorías de la falacia actuales tanto la crítica de Hamblin al tratamiento estándar de la

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falacia como su enfoque dialógico. La principal característica de la propuesta de Hamblin es el desarrollo de sistemas formales de diálogo, según los cuales, la justificación de una afirmación es el resultado de un proceso de interacción regulado en el que se han ofrecido argumentos a favor y en contra, siendo los argumentos a favor los que han resultado más fuertes. Desde esta perspectiva, la justificación de una afir-mación es, ante todo, un procedimiento explícito, en el que las creencias, los deseos, las actitudes y demás estados psicológicos de los participantes no desempeñan ningún papel, sino tan solo sus compromisos expresos, en términos de lo que cada una de las partes acepta y rechaza, y lo que se sigue de todo ello. Desde esta perspectiva, las falacias pueden ser no solo de-fectos inferenciales, sino también defectos procedimentales, vio-laciones de las reglas que determinan qué movimientos discursi-vos son legítimos y cuáles no a la hora de llevar a cabo un diálogo argumentativo. Como veremos más adelante, esta concepción de la argu-mentación esencialmente dialógica ha sido una herencia recogida, entre otros enfoques, por la pragmadialéctica, que es a día de hoy una de las propuestas más influyentes en la teoría de la argumen-tación. Aunque, al contrario que Hamblin, la pragmadialéctica no recurre a reglas formales para regimentar los intercambios argu-mentativos, la idea de que la normatividad argumentativa es, en última instancia, un tipo de normatividad para el diálogo es el eje principal de ambos planteamientos. Si bien, como Fabrizio Ma-cagno (2011) ha mostrado al interpretar el análisis que Hamblin hace de la falacia de la equivocación, el interés de este por las condiciones del diálogo iría, incluso, más lejos al sugerir que son los contextos de diálogo los que permiten dotar de un significado concreto a las expresiones que utilizamos al argumentar. 3.5. FALACIAS Y LÓGICA INFORMAL

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Tras este breve repaso a los orígenes y la historia del estudio de las falacias, vamos a analizar los intentos recientes de ofrecer una teoría de la falacia. Para ello, en primer lugar, vamos a desvincu-lar el estudio de la falacia de lo que algunos autores denominan una lógica informal. La primera aparición del término lógica informal se atribu-ye a Gilbert Ryle (1954), para quien esta se equiparaba con análi-sis filosófico. Según Ryle, mientras que la lógica formal estudia conceptos neutros y bien definidos tales como y, no, si y solo si, algunos, etcétera, la lógica informal se ocuparía de las implica-ciones de conceptos sustantivos tales como tiempo, deber, etcéte-ra. De acuerdo con esta definición, la lógica informal equivaldría a la empresa filosófica misma, tal como Ryle la concibe, esto es, al análisis de los conceptos filosóficos relevantes. Aunque con importantes variaciones respecto a este sentido original, el tér-mino ha prosperado hasta referirse a un campo de estudio mucho menos ambicioso pero mejor definido. En 1964, Carney y Scheer, en su Fundamentals of Logic, proponían el término lógica informal para referirse exclusiva-mente al estudio de las falacias no-formales catalogadas tradicio-nalmente. La elaboración de este catálogo, cuyo origen, como hemos visto, se remonta a Aristóteles, había continuado a lo largo de la historia de la filosofía como un ámbito dentro de la refle-xión epistemológica. Desde las Refutaciones sofísticas hasta me-diados del siglo XX, ha sido una constante el vincular el estudio de los argumentos del lenguaje natural con el estudio de las fala-cias. Y aún hoy en día, pese a la aparición de enfoques alternati-vos, la teoría de la falacia ocupa un lugar privilegiado entre los trabajos de muchos de los teóricos de la argumentación más in-fluyentes. Algunos lógicos clásicos reservaron el término lógica in-formal para referirse a una introducción a la lógica formal que, entre otras cosas, se ocupaba del análisis de algunas falacias. El

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manual ya clásico de Irvin Copi (1986), Informal Logic, es un buen exponente de esta concepción de la relación entre la lógica y el estudio de las falacias, pues se presenta como una serie de ideas elementales sobre la lógica deductiva, solo que sin un tra-tamiento sistemático y sin apenas formalización, así como algu-nas cuestiones sobre las definiciones, el lenguaje y los distintos temas relacionados con el razonamiento inductivo. En este con-texto, también cabe una presentación y un análisis muy rudimen-tarios de algunas de las falacias tradicionales. En este sentido, quizá el adjetivo informal tenga connotaciones de «falta de rigor» que resultarían bastante injustas por lo que respecta al trabajo rea-lizado por la teoría de la argumentación, y a lo que se conoce co-mo el enfoque de la lógica informal: informal aquí significa tan solo que la enunciación de un formalismo, que es en el fin de la lógica formal, pasa a contemplarse tan solo como uno de los me-dios para la evaluación de los argumentos. En la actualidad, el término lógica informal designa uno de los principales programas dentro de la de la teoría de la argumen-tación, junto con el de la nueva retórica y la pragmadialéctica. Se caracteriza por tratar de ofrecer modelos para la evaluación de los argumentos, entendidos como productos de la argumentación. En ese sentido, se contrapone a los enfoques retóricos, que se centran en la argumentación como un proceso comunicativo, y a los en-foques dialécticos, que se ocupan de la argumentación en cuanto procedimiento o intercambio reglado. En definitiva, la lógica in-formal actual estudiaría los argumentos del lenguaje natural desde el punto de vista de su valor intrínseco como objetos abstractos y no del de su naturaleza como procesos comunicativos o del de sus poderes causales como instrumentos para la persuasión de los oyentes. En cualquier caso, es importante señalar que el enfoque de la lógica informal, entendida como uno de los programas den-tro de la teoría de la argumentación, es solo una de las perspecti-vas posibles a la hora de desarrollar una teoría de la falacia. Este hecho se hará más patente cuando, en el capítulo 5, analicemos

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las principales teorías de la falacia actuales. 3.6. TAREAS PARA UNA TEORÍA DE LA FALACIA Dentro de la teoría de la argumentación, el estudio de las falacias es uno de sus temas clásicos y se relaciona con distintas tareas dentro del proyecto general de ofrecer modelos normativos para la argumentación. En concreto, podemos distinguir tres principa-les focos de interés: el primero de ellos es el que se dirime de la «definición del objeto de estudio», que, como vimos en el capítu-lo anterior, se ocupa no solo de elaborar una definición adecuada de los argumentos, la argumentación, las razones, etcétera, sino también de cuestiones tales como la relación entre los argumentos y los razonamientos, la diferencia y la relación entre los argumen-tos como objetos abstractos, los argumentos como procesos reales e, incluso, la elaboración de diferentes tipologías de esquemas ar-gumentativos. Como parte de la tarea de definir el objeto de la teoría de la argumentación, está la cuestión de concretar qué es una falacia. En el capítulo siguiente vamos a ver que los teóricos de la argumentación están lejos de llegar a un acuerdo a este res-pecto. Por ejemplo, autores como Leo Groarke (1996) o Charles Arthur Willard (1989) intentan expandir el concepto de falacia incluso más allá de su expresión verbal, y las posibilidades de una teoría de la falacia para la comunicación visual, musical, cinema-tográfica, etcétera. Por otra parte, en cuanto al análisis y la interpretación de la argumentación, el estudio de la falacia plantea sus propias difi-cultades, ya que, como examinaremos con más detalle en el si-guiente capítulo, el cargo de falacia puede deberse a una interpre-tación poco caritativa del discurso o texto argumentativo. Es por ello que, desde Fogelin (1978), es común entre los teóricos de la argumentación el ocuparse de ofrecer criterios para analizar e in-terpretar los distintos enunciados de los textos y los discursos ar-

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gumentativos y su función dentro de ellos, con vistas a su poste-rior evaluación. Surgen, entonces, propuestas teóricas cuyo obje-tivo es dibujar la estructura de la argumentación falaz: desde los modelos pragmáticos basados en una concepción dialógica del argumento, desarrollados principalmente por Frans H. van Eeme-ren, Rob Grootendorst y Douglas N. Walton, a los modelos de diagramas de inspiración toulminiana de James B. Freeman (1991, 2011) o David Hitchcock (2005). Finalmente, respecto a la valoración, que es el objetivo ca-racterístico de la teoría de la argumentación y, por ende, de la po-sible utilidad de una teoría de la falacia como modelo normativo, podemos también distinguir dos tipos de propuestas: aquellas que se centran en la teoría de la falacia como una sugerencia para la evaluación de la argumentación, y aquellas que consideran el es-tudio de la falacia de utilidad para la crítica de la argumentación. ¿Cuál es la diferencia entre ambas? Como veíamos en el capítulo anterior, la teoría de la eva-luación se ocupa de definir en qué consiste que un argumento sea bueno o malo, válido o inválido, correcto o incorrecto, así como de elaborar procedimientos para decidir sobre esta cuestión. Para cumplir con la primera de estas tareas, una teoría de la falacia de-be ser capaz de determinar cuestiones tales como hasta qué punto buen argumento y falacia son categorías mutuamente excluyentes y capaces de agotar el dominio de los argumentos. De ese modo, resultará crucial la definición de falacia que se adopte; como ob-servaremos en el capítulo siguiente, el debate sobre el concepto de falacia ha sido, y continúa siendo, muy controvertido. Noso-tros vamos a distinguir entre las teorías continuistas, que tratan de ser fieles al uso tradicional del término y al catálogo de falacias que los filósofos han ido elaborando desde Aristóteles, y las teo-rías revisionistas, que proponen romper con la concepción tradi-cional de falacia con el fin de evitar ciertas dificultades técnicas y facilitar la adopción del catálogo de falacias como modelo nor-mativo para la argumentación. La posibilidad de usar el catálogo

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de falacias de este modo permitiría a la teoría de la falacia cum-plir con la tarea de proveernos de procedimientos para decidir so-bre cuándo un argumento es bueno o no. Por otro lado, como vimos en el capítulo anterior, la teoría de la crítica supone la aplicación de criterios sobre la bondad de los argumentos, pero sin limitarse a ellos, sino remitiéndolos al acto de la crítica, el cual requiere, entre otras cosas, discriminar entre los distintos tipos de fallos que podemos encontrar en los argumentos e, incluso, ser capaces de determinar qué característi-cas del argumento son la causa del error. Como vamos a ver, para desarrollar estas tareas, el estudio de la falacia juega un papel fundamental. Así, por ejemplo, en A Pragmatic Theory of Fa-llacy, Douglas Walton (1995) propone distinguir entre «malas ejecuciones» y «falacias propiamente dichas» y, dentro de estas últimas, sugiere la distinción entre «sofismas» (en los que la fala-cia incluye la intención del engaño) y «paralogismos» (en los que la falacia no es más que un error importante y característico del razonamiento). Aunque la teoría de la crítica es parte de la teoría de la valoración, se trata de un paso posterior a la evaluación, ya que presupone la posibilidad de determinar el error argumental. La pregunta a la que vamos a tratar de responder en los siguientes capítulos es hasta qué punto una teoría de la falacia sirve como modelo para la evaluación propiamente dicha y no solo como punto de partida para la crítica de los argumentos. 3.7. EN CONCLUSIÓN En la primera parte de este capítulo, hemos calificado la retórica según las concepciones de la sofística. Esta caracterización insiste en la definición clásica de la retórica como el arte de la persua-sión. A la vista de cierta tradición platonizante, esta vinculación con los presupuestos sofistas era razón suficiente para recusarla como una herramienta filosófica y, en general, como un medio de

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adquirir conocimiento. Para esa tradición, persuasión se contra-pone a convicción, dos maneras supuestamente antagónicas de in-fluir en el auditorio; la una, mediante artimañas, que violarían la máxima kantiana de tratar al prójimo como un fin en sí mismo, y la otra, mediante la fuerza de la razón y la verdad. Por ese moti-vo, ni siquiera con los propósitos divulgativos que le adjudica Platón estaría legitimado moralmente el uso de la retórica. Proba-blemente, esta es la razón de que su distinción entre buena y mala retórica suene tan mal a nuestros oídos modernos. Sin embargo, hay que observar que esta distinción entre persuasión y convic-ción no es platónica. Según la interpretación que proponemos, pa-ra Platón, la retórica solo es culpable de ser un medio que puede pervertirse, no de ser un medio para la persuasión ni para la in-vestigación. En cambio, Aristóteles propondría una reivindicación de la retórica e insistiría en su «complementariedad» respecto a la silo-gística y a la dialéctica, ya que su empirismo a la hora de explicar la adquisición de conocimiento lo llevaría a valorar tanto los mé-todos de investigación y prueba como los métodos para comuni-car el conocimiento de manera eficaz. Por otra parte, su defensa de la retórica se basaría en la conciencia de que la racionalidad no se agota en la demostración, pues de la mayor parte de las cues-tiones decisivas no disponemos de una demostración y, sin em-bargo, la decisión racional es posible. Para dar cuenta de la racio-nalidad en estos términos, cuestiones como la pertinencia de determinadas razones para determinado auditorio, los usos y las costumbres dentro de cada tipo de discurso en cada época, cultura o ámbito, o qué grado de apoyo deben dar nuestras razones a nuestras tesis según la función que hayan de cumplir o las deci-siones que impliquen resultan ser elementos imprescindibles a la hora de valorar la adecuación del discurso al contexto en el que se produce y su pertinencia respecto a los fines para los que se pro-duce. Y todos ellos remiten a consideraciones retóricas: la racio-nalidad implica todas nuestras habilidades y, en ese sentido, el de

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la retórica sería un ámbito más amplio que el de la lógica para decidir si dejarse persuadir por un discurso es o no es racional. Si entendemos que el ánimo de los Tópicos es dar cuenta de la racionalidad en la argumentación, tiene sentido que Aristó-teles situara su teoría de la falacia dentro del género dialéctico-retórico del elenchus. Sin embargo, si esto es así, habría que con-tar como fallo por parte de Aristóteles el haber acentuado los as-pectos puramente semánticos del concepto de falacia, al definir su propio catálogo de falacias como «silogismos fallidos» y dejar al margen aquellas consideraciones más irreductiblemente retóri-cas que son las que se refieren al contexto en el que se esgrimen y al auditorio para el que se esgrimen los argumentos. Por otro lado, el hecho de que, tradicionalmente, la distin-ción entre la retórica y la dialéctica se haya apoyado en la distin-ción entre métodos de prueba y métodos de persuasión es, por oposición, la causa de que algunos autores hayan basado su de-fensa del enfoque de la retórica para la evaluación de los argu-mentos en que ni tendría sentido ni sería posible valorar los ar-gumentos del lenguaje natural al margen de su eficacia respecto a un auditorio. Bajo esta concepción, una falacia no es más que una estrategia discursiva fallida. Y para estos autores, intentar ir más allá, intentar distinguir entre argumentación buena y mala, inde-pendientemente de sus efectos en aquellos a quienes se dirige, es presuponer que podemos determinar cuándo la razón procede por el recto camino de la autosuficiencia y cuándo se deja contaminar por los afectos. Hume ya habría mostrado que esto es una quime-ra. Una de las tesis de este trabajo es que, a pesar de que el plan de evaluar los argumentos más allá de su dimensión retórica es muy dudoso, es posible dar sentido a la idea de una evaluación de los argumentos del lenguaje natural con independencia de pos-teriores consideraciones retóricas. Esta tesis se desarrollará en el capítulo 5, al hilo de la exposición de las dificultades de los enfo-ques retóricos de la teoría de la falacia para documentar una teo-

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ría de la evaluación satisfactoria.

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4. El debate actual sobre la via-bilidad de una teoría de la fa-lacia 4.1. ¿ES POSIBLE UNA TEORÍA DE LA FALACIA? LA RELACIÓN EN-TRE LA LÓGICA FORMAL Y LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN

omo venimos diciendo, el principal objetivo de este tra-bajo es valorar las posibilidades de una teoría de la fala-cia como teoría de la evaluación de los argumentos

reales, es decir, aquellos que utilizamos a diario para apoyar nuestras conclusiones. Como han sugerido Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair (1993), entre otros, si dispusiésemos de una teoría sistemática de la falacia, esta sería una buena candidata a teoría de la evaluación, pues nos daría una respuesta también sistemáti-ca a preguntas tales como: ¿es correcto este argumento?, ¿debe-mos creer su conclusión o dejarnos persuadir por él? Sin embargo, desde mediados de los años setenta, ha habi-do voces que, desde distintas perspectivas, han cuestionado no solo la posibilidad de elaborar una teoría sistemática de la falacia, sino incluso la coherencia misma del concepto de falacia.1 A con-

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1 A modo de resumen de este debate, es interesante la defensa que hace Jason (1989) del concepto de falacia y la crítica posterior de Po-wers (1995).

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tinuación, vamos a exponer las razones de estos autores y las po-sibles respuestas que sus planteamientos suscitan. 4.1.1. Massey y la tesis de la asimetría En 1975, Gerald Massey enunciaba por primera vez la llamada tesis de la asimetría en un artículo cuyo sugerente título era «Are there any Good Arguments That Bad Arguments Are Bad?». Sin embargo, no bautiza dicha tesis con este nombre hasta 1981, fe-cha en que publica The Fallacy Behind the Fallacies, en donde extrae las consecuencias de esta tesis respecto a la teoría de la fa-lacia. En ese artículo, Massey comienza llamando la atención so-bre el mismo hecho que Hamblin había denunciado respecto al estado de la teoría de la falacia en los libros de texto al uso: mien-tras que la lógica formal —o al menos la lógica formal clásica de primer orden— está debidamente estructurada y articulada como una teoría, el tratamiento de las falacias carece por completo de un tratamiento sistemático. Sin embargo, observa que, al menos en el caso de las llamadas falacias formales, podríamos pensar que la lógica formal podría servirnos como una teoría para recha-zar argumentos naturales como: (A) Premisa 1: Si Filadelfia es la capital de Pensilvania, en-

tonces Pittsburg no lo es. Premisa 2: Pittsburg no es la capital de Pensilvania. Conclusión: Luego, Filadelfia es la capital de Pensilvania. Según esta idea de adoptar la lógica formal como teoría de la invalidez, la razón por la que rechazaríamos un argumento co-mo A sería que su forma lógica fuera:

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(1) Premisa 1: si p, entonces q Premisa 2: q Conclusión: p que es un esquema de argumento formalmente inválido. Sin em-bargo, observa Massey, (1) también sirve para representar el si-guiente argumento natural que, sin embargo, es formalmente vá-lido: (B) Premisa 1: Si algo ha sido creado por Dios, entonces el

Universo ha sido creado por Dios. Premisa 2: El Universo ha sido creado por Dios. Conclusión: Luego, algo ha sido creado por Dios. A la vista de este hecho, Massey concluye que el criterio de «representabilidad mediante un esquema de argumento for-malmente inválido» no nos sirve para determinar cuándo estamos ante un argumento natural inválido. Según Massey, la utilización de este criterio se basa en la suposición errónea de que, de igual modo que para demostrar que un argumento del lenguaje natural es válido basta con formalizarlo para poder representarlo adecua-damente mediante un esquema de argumento formalmente válido, para probar que un argumento del lenguaje natural es inválido bastaría con formalizarlo como un esquema de argumento for-malmente inválido. Sin embargo, tal como el ejemplo anterior muestra, que un argumento sea representable mediante un es-quema de argumento formalmente inválido no garantiza que es-temos realmente ante un argumento inválido. Y no hay que recurrir a ejemplos pintorescos: de hecho, a los estudiantes se les suele explicar la necesidad de ampliar la ló-gica proposicional a la lógica de predicados haciéndoles ver que argumentos perfectamente válidos, como el famoso silogismo so-

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bre la mortalidad de Sócrates y los humanos, cuando se formaliza mediante los instrumentos de la lógica proposicional, da lugar a esquemas de argumentos formalmente inválidos. Si ampliamos el ejemplo a las lógicas extendidas y las lógicas divergentes, con-cluiremos que el hecho de que un argumento pueda representarse mediante un esquema de argumento formalmente inválido no sig-nifica que estemos ante un argumento inválido, sino tan solo que, en el lenguaje formal elegido, el argumento no es formalmente válido. Para intentar rebatir este resultado, podría aducirse que una manera de probar que un argumento del lenguaje natural es invá-lido es comprobar que no exista una formalización suya en nin-gún lenguaje formal como esquema de argumento válido. Sin embargo, Massey utiliza el siguiente ejemplo para rebatir este punto. Consideremos el argumento: (C) Premisa: John dio un paseo por el río. Conclusión: John dio un paseo. Antes de que Davidson mostrara cómo formalizar este ar-gumento en lógica de predicados, no existía una formalización que mostrase que se trataba de un argumento formalmente válido. Si el criterio para decidir que un argumento del lenguaje natural es inválido fuera que no existe una formalización de él como un argumento válido, antes de Davidson, convendríamos que el ar-gumento era inválido. Pero el hecho de que esto nos resulte poco plausible significa que, si bien encontrar una formalización del argumento que muestre que es formalmente válido en algún sis-tema formal sirve para demostrar que el argumento correspon-diente del lenguaje natural es válido, la afirmación conversa no es verdadera, pues el caso anterior nos sirve de contraejemplo: el no encontrar tal formalización no nos permite concluir la invalidez de los argumentos en lenguaje natural.

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Tras mostrar esta asimetría entre probar la validez y la in-validez de los argumentos mediante su formalización, Massey desarrolla un argumento según el cual este resultado tendría gra-ves consecuencias para la teoría de la falacia: si una falacia es un argumento inválido, entonces para tener una teoría de la falacia deberíamos tener una teoría de la invalidez. Sin embargo, para Massey, lo que acabamos de exponer es razón suficiente para concluir que no es posible tal teoría. Según él, lo único que po-demos hacer para demostrar la invalidez de un argumento es en-contrar casos en que sus premisas sean verdaderas y su conclu-sión, falsa. Pero, como veíamos al considerar el modelo de valoración de Scriven, este método, al que Massey denomina «el método trivial, indiferente a la lógica, de probar la invalidez» ya no es sistemático y, desde luego, es intratable formalmente. La invalidez, así entendida, es un concepto meramente intuitivo, ex-traformal. Por esa razón, según Massey, no sería posible una teo-ría de la falacia entendida como «argumento inválido», ni siquie-ra una teoría de las falacias formales, más allá de los recuentos desestructurados del tratamiento estándar. 4.1.2. ¿Contraejemplos para la tesis de la asimetría? George Bowles (1999) utilizaba el hecho de que la tesis de la asimetría contiene una negación universal, a saber, que no pode-mos probar mediante un procedimiento formal la invalidez de ningún argumento del lenguaje natural para intentar rebatirla me-diante la producción de un contraejemplo. Para ello, se pregunta-ba si es posible obtener un esquema de argumento que consiga que cualquier instancia suya sea un argumento natural inválido. Si existe un esquema que garantiza la invalidez de cualquier ins-tancia suya, al menos para ese tipo de argumentos, podemos de-mostrar que son inválidos por el hecho de que pueden ser forma-lizados como un esquema cuyas instancias son necesariamente

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inválidas y, en ese caso, este tipo de argumentos constituiría un contraejemplo para la tesis de la asimetría. Obviamente, un es-quema de argumento cuyas premisas sean lógicamente verdade-ras y cuya conclusión sea lógicamente falsa es el tipo de esquema que estaríamos buscando: (2) Premisa: p o no-p Conclusión: q y no-q Sin embargo, tal como Bowles admite, este es un caso bas-tante especial: en principio, ningún otro esquema de argumento formalmente inválido garantizaría que una instancia suya fuera un argumento inválido pues, por las paradojas del condicional, basta-ría con que sus premisas fueran contradicciones o que su conclu-sión fuera una verdad lógica para que se volviera un argumento válido. El ejemplo que él aporta es de nuevo el caso de un es-quema de argumento que recoge la falacia formal de afirmar el consecuente (1) y que, sin embargo, puede corresponderse con el siguiente argumento válido del lenguaje natural: (D) Premisa 1: Si, o bien todos los hombres son mortales o

algunos no son mortales, entonces, o bien al-gunas serpientes no son moteadas o todas son moteadas.

Premisa 2: Algunas serpientes no son moteadas o todas son moteadas.

Conclusión: Luego, o todos los hombres son mortales o al-gunos no son mortales.

Mientras que el hecho de que un argumento del lenguaje natural se pueda formalizar como (2) es condición suficiente para que se trate de un argumento inválido, esto no sucede con otro ti-

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po de esquemas de argumentos formalmente inválidos, como por ejemplo es el caso de (1). Según Bowles, esto significa que un de-fensor de la tesis de la asimetría podría decir que, por tratarse de un caso único, su perjuicio contra ella es mínimo: en general, no podemos probar la invalidez de los argumentos del lenguaje natu-ral, a excepción de aquellos que puedan formalizarse según el es-quema (2). Tendríamos, entonces, una versión débil de la tesis de la asimetría, que es la que intentará refutar Bowles realmente. Pa-ra ello, propone que consideremos el siguiente esquema de argu-mento: (3) Premisa: Casi todas las x son y. Conclusión: Con toda probabilidad, esta x es una y. En principio, señala Bowles, como se trata de un esquema de argumento de tipo inductivo, cualquier argumento del lenguaje natural que sea una instancia estándar suya será un argumento formalmente inválido. Además, como es un argumento que, a pe-sar de que explicita el grado de probabilidad que las premisas conferirían a la conclusión, pretende que este sea mayor que lo que aquellas le permiten y por eso se trata también de un argu-mento inválido, en sentido intuitivo o extraformal. Y otro tanto sucederá con cualquier tipo de esquema de argumento inductivo que pretenda que su conclusión se siga con mayor grado de pro-babilidad del que pueden aportar sus premisas: se trata de esque-mas de argumentos formalmente inválidos y sus instancias están-dares son, a su vez, argumentos inválidos. De manera que la versión débil de la tesis de la asimetría debería volver a debilitar-se para excluirlos: cualquier instancia estándar de un esquema de argumento inductivo de este tipo será un argumento inválido en sentido extraformal y, también, formalmente inválido. Pero en-tonces, según Bowles, lo que sucede es que ya no estamos autori-zados a mantener la tesis de la asimetría, sino que hemos de reco-

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nocer que la tesis, en realidad, es un ejemplo de falacia inductiva: la de generalización precipitada. Para Bowles, este error de generalización se debe a que Massey solo observa casos de argumentos como (A), argumentos pretendidamente deductivos en los que la fuerza que se supone confieren las premisas a la conclusión no se hace explícita, al contrario de lo que sucede, en general, en los esquemas de argu-mento inductivo, en los que sí se especifica el grado de probabili-dad de la conclusión, dadas las premisas. Como hemos visto, cuando se hace explícita dicha fuerza, cualquier esquema de ar-gumento que pretenda que la conclusión se sigue de forma más probable de lo que las premisas pueden ofrecer hará que cualquier instancia suya en lenguaje natural sea un argumento no solo for-malmente inválido, sino también inválido en sentido extra-formal. En ese sentido, la principal crítica de Bowles a Massey se-ría haberse centrado demasiado en un concepto de lo no-válido como no-deductivo, olvidándose de la no validez de tipo inducti-vo. Como hemos visto, esta es una crítica importante, pues no to-dos los argumentos de la vida cotidiana son, ni pretenden ser, de-ductivos, y es importante estar en condiciones de distinguir, en ambos casos, entre argumentos válidos e inválidos. Ahora bien, hemos de tener en cuenta que para que el ar-gumento de Bowles funcione, debemos hacer la salvedad de que se trate de instancias estándares de ese tipo de esquemas de ar-gumento, porque, de manera semejante a como él mismo había advertido mediante los ejemplos (1) y (D), hay argumentos del lenguaje natural que pueden formalizarse como instancias de (3) y que, sin embargo, por contener una premisa lógicamente falsa o una conclusión lógicamente verdadera, serían de nuevo formal-mente válidos. De manera que el éxito de su refutación depende, entre otras cosas, del supuesto de que podamos determinar de an-temano qué argumentos del lenguaje natural son instancias están-dares de los esquemas de argumento propuestos pues, de lo con-

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trario, seguiríamos sin saber que el hecho de que un argumento del lenguaje natural se pueda formalizar de una determinada ma-nera es razón suficiente para que este sea un argumento inválido. Por otra parte, aunque pudiésemos demostrar que la tesis de la asimetría no es universalmente verdadera, en caso de que la estrategia de Bowles de buscar un contraejemplo resultase exito-sa, esto no sería motivo suficiente para asegurar que hemos con-seguido detener sus consecuencias funestas para la teoría de la fa-lacia; de todas formas, según Massey, seguiríamos sin disponer de un método unificado y sistemático para demostrar la invalidez de los argumentos del lenguaje natural, con lo cual, la invalidez de muchos argumentos seguiría sin poder demostrarse. En definitiva, lo que esta discusión demostraría es que el concepto de invalidez preteórico que tratamos de aprehender me-diante el concepto de falacia argumentativa no es equivalente a conceptos tales como invalidez formal, invalidez lógica o argu-mento no-deductivo; y, a su vez, que estos últimos tampoco son equivalentes entre sí. 4.1.3. Una estrategia desde la lógica informal Por su parte, Trudy Govier (1995) ofrece un tipo de objeción dis-tinta a Massey. Govier no intenta rebatir la tesis de la asimetría, sino detener sus supuestas implicaciones respecto de la posibili-dad de desarrollar una teoría de la falacia. Para ello, tratará de desvincular el concepto de invalidez del concepto de falacia. En primer lugar, Govier parte de una definición de falacia más general que la definición estándar de esta como «argumento que parece válido pero no lo es». Para Govier, así como para el resto de autores que sostienen el enfoque de la llamada lógica in-formal canadiense, una falacia es «un error de razonamiento que ocurre con la suficiente frecuencia como para ser bautizado». De ese modo, para determinar si estamos ante una falacia, Govier

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afirma que debemos realizar dos tipos de juicios: en primer lugar, un juicio lógico, que tiene que ver con descubrir si realmente es-tamos ante un error de razonamiento; y en segundo lugar, un jui-cio empírico, que determinará si realmente estamos ante un error idiosincrásico. Así pues, una teoría de la invalidez de los argu-mentos en lenguaje natural no sería exactamente equivalente a una teoría de la falacia. ¿Podría ser, entonces, la parte lógica de una teoría de la falacia? Según Govier, la posición de Massey presupondría que sí, si tal teoría fuera posible. Govier entiende que para Massey, al margen de estas consideraciones de tipo psi-cológico-retórico, las falacias son principalmente argumentos in-válidos. Y lo que trata de establecer a continuación es que la in-validez no solo no es una característica suficiente para decidir que un argumento es falaz, sino que tampoco es una característica ne-cesaria. Hay que destacar que, para probar que la invalidez no es una característica ni necesaria ni suficiente de las falacias, se ne-cesita considerar la falacia como un tipo de entidad preexistente cuyas características podemos inspeccionar y no como un término que se define según los propósitos de una teoría de la evaluación, tal como algunos autores que comparten el enfoque de la ARG dentro de la lógica informal han sugerido. Su forma de proceder es entonces recurrir al catálogo tradicional de falacias. Efectiva-mente, si atendemos a ese catálogo, las falacias son errores que se comenten con cierta frecuencia, razón por la cual se habrían in-corporado al catálogo. De manera que, como ella dice, que al-guien invente un error de razonamiento e invente un ejemplo en el cual este ocurre no significa que haya inventado o descubierto una falacia. Por tanto, la invalidez no es una condición suficiente para determinar que cierto tipo de argumento es una falacia. Para demostrar que la invalidez tampoco es una caracterís-tica necesaria de las falacias, vuelve a recurrir al catálogo tradi-cional, en concreto a la llamada petición de principio, como ejemplo de falacia que suele analizarse como un argumento for-

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malmente válido. También menciona falacias cuyo componente dialéctico desborda su interpretación como argumentos formales y señala la «falacia del hombre de paja» como una falacia que, en la mayoría de sus instancias, es interpretable como un argumento formalmente válido. De lo que concluye que la invalidez tampoco es una característica necesaria de la falacia. Así pues, según Govier, una teoría de la invalidez tampoco serviría como la parte lógica de la teoría de la falacia. Pero ¿es esto suficiente para detener las consecuencias de la tesis de la asimetría respecto de la teoría de la falacia? En principio, podría entenderse que si las falacias no son argumentos formalmente inválidos, tal como señala Govier, el hecho de no disponer de una teoría de la invalidez formal no tiene por qué preocupar a los teóricos de la falacia. Sin embargo, hay que reparar en que para defender su posición, Massey no tiene por qué afirmar que todos los argumentos falaces del lenguaje or-dinario son formalmente inválidos. Como hemos visto, su posi-ción podría consistir en admitir, como hace Govier, que inválido no significa lo mismo si es un predicado de un argumento en len-guaje natural que si es un predicado de un argumento formaliza-do. En el caso de la invalidez en lenguaje natural, podría referirse a la propiedad inversa de lo que la propia Govier define como «umbrella validity», que según ella es la única noción de validez pertinente para la teoría de la argumentación. Según esta concep-ción de la validez, un argumento es válido si sus premisas están conectadas adecuadamente a su conclusión y proporcionan razo-nes adecuadas para ella. Y es inválido en caso contrario. De ma-nera que la invalidez no-formal simplemente referiría a la inefi-cacia de las premisas para apoyar la conclusión, débase esta a lo que se deba. De ese modo, la posición de Massey podría ser la si-guiente: si bien las falacias no son extensionalmente equivalentes a argumentos formalmente inválidos, algunas falacias son falacias porque son argumentos formalmente inválidos que se confunden como válidos y, puesto que no tenemos una teoría de la invalidez

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formal, no disponemos de una teoría unificada de la falacia, pues hay al menos un subconjunto de ellas, las que son argumentos formalmente inválidos, para los que no disponemos de una teoría; por no mencionar las falacias que ni siquiera son argumentos formalmente inválidos, cuya evaluación, a los ojos de Massey, se-ría el caso más extremo de «insubsumibilidad» teórica. Sin embargo, la conclusión de Govier es muy distinta, aun-que como está en relación con el siguiente apartado, volveremos a ella más adelante. 4.1.4. «Temible simetría» Un tipo de objeción ingenua a la tesis de Massey sería que lo que falla en sus ejemplos es que la estructura lógica del argumento no está completamente recogida por su formalización. Como veía-mos más arriba, en cierto modo esta era la razón que daba Bowles del supuesto razonamiento falaz de Massey: su generalización precipitada se debía a que había escogido ejemplos en los que la relación de las premisas y la conclusión no era explícita, de ma-nera que, según Bowles, la relación entre el argumento del len-guaje natural y su formalización no quedaba suficientemente bien establecida, dando lugar a los casos «atípicos» que, en opinión de Bowles, Massey aducía. Sin embargo, también veíamos que el éxito de esta respuesta se basaba en la suposición de que pode-mos determinar de manera sistemática cuáles son las instancias estándares de un esquema de argumento y que esto era suponer demasiado. La cuestión podría plantearse en estos términos: ¿tenemos algún criterio para determinar cuándo una formalización recoge completamente la estructura lógica de un argumento? Según John Woods, no. Paradójicamente, apoyando las posiciones de Massey res-pecto a nuestras posibilidades de establecer fehacientemente la

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invalidez de un argumento, Woods (1995), en «Fearful Symme-try», plantearía una refutación de la asimetría cuyas consecuen-cias para la teoría de la falacia y, en general, para la teoría de la argumentación, serían aún más inquietantes. En primer lugar, Woods llama la atención sobre el hecho de que si una falacia es un argumento inválido que parece válido (tengan válido e inválido el sentido que tengan), tal como desde Aristóteles venimos oyendo, entonces, cualquier teoría de la fala-cia ha de dar cuenta de dos subteorías: una teoría (T’) de la inva-lidez y una teoría (T’’) del parecer válido. Mediante esta conside-ración,  Woods  critica  el  hecho  de  que  T’’  apenas  ha  despertado  el  interés de los teóricos de la argumentación que tratan de desarro-llar una teoría de la falacia, a pesar de que, en principio, constitui-ría una parte fundamental de esta. Además, al concebir la teoría de la invalidez tan solo como una parte de una teoría de la falacia, Woods evita, al menos en parte, cometer el error que Govier cri-tica a Massey: confundir falacia con argumento inválido. Atendiendo al estudio de Aristóteles sobre la falacia, las Refutaciones Sofísticas y al hecho notorio de que sus ejemplos son triviales y defectuosos, Woods explica por qué antes de la in-vención de la silogística y el desarrollo de la lógica formal, Aris-tóteles tenía dificultad para dar buenos ejemplos de falacias: al fin y al cabo, aportar un ejemplo de falacia es dar un ejemplo de un argumento inválido que parece válido, de manera que, mediante el ejemplo, deberíamos ser capaces de reconocer, al mismo tiem-po, que el argumento es inválido y que el argumento parece váli-do. Pero esto parece mucho pedir a un ejemplo: si realmente pa-rece un argumento válido, no podemos considerarlo a la vez como un argumento inválido. Para superar esta dificultad, según Woods, «resulta maravillosamente oportuno que la lógica madura de Aristóteles, la lógica de los Primeros analíticos, sea una «teo-ría de las formas lógicas». Porque, por referencia a la posibilidad de una reconstrucción formal, podríamos juzgar que una falacia es un argumento no reconstruido cuya invalidez se revela después

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de  la  reconstrucción.  De  ese  modo,  T’’  encontraría  su  lugar  en  la  distancia entre la forma lógica, en lenguaje formal, y la forma discursiva, en lenguaje natural, de los argumentos. Pero para disponer de esta opción debemos estar dispuestos a remitir a la lógica formal la cuestión de la validez de los argu-mentos del lenguaje ordinario. Esto significa que tendríamos que considerar que un argumento es válido, o alternativamente inváli-do, si posee una forma lógica válida o alternativamente inválida. Como tenemos procedimientos para probar la validez y la invali-dez formal de los argumentos y, además, para formalizar los ar-gumentos del lenguaje natural, en principio, esta opción parecería prometedora. Tal como Woods observa que los procedimientos de for-malización no son «reglas de traducción» entre dos lenguajes, uno natural y otro formal, sino que todo lo que se requiere de ellos es que preserven la forma lógica; es decir, que para que nuestra estrategia de transferir a la lógica formal la cuestión de la evaluación de los argumentos del lenguaje natural funcionase, necesitaríamos que los procedimientos de formalización tuvieran lo que Woods denomina la «backward reflection property», esto es, que todo argumento válido del lenguaje natural, o alternati-vamente inválido, cuando se formalice mediante estos procedi-mientos, dé lugar a un argumento formalmente válido o formal-mente inválido. Sin esta propiedad, la relación entre validez o invalidez formal y validez, o invalidez de los argumentos en len-guaje natural, no estaría lo suficientemente vinculada como para garantizar el uso de la lógica formal en la evaluación de estos úl-timos. Pero, como ya apuntaba Massey, aquí es donde aparece el problema. Woods considera argumentos los silogismos, cuya formalización en lógica proposicional da lugar a argumentos for-malmente inválidos, pero cuya formalización en lógica de predi-cados originan argumentos formalmente válidos. Si no impone-mos otra restricción, deberíamos considerar que estos argumentos

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serían inválidos en Lp y válidos en Lq. Pero puesto que Lp está incluido en Lq, tendríamos que admitir que se trata de argumen-tos válidos e inválidos en Lq, lo cual es inaceptable. De ahí que Woods considere que la tesis de Massey es correcta: para evitar ese resultado, hemos de admitir que, para probar la validez de un argumento en lenguaje natural, basta con encontrar una formali-zación suya en un sistema en el que resulte válido; mientras que, para probar la invalidez, deberíamos poder demostrar que en nin-gún lenguaje formal, real o posible, existe una formalización vá-lida del argumento. En realidad, Massey solo habría mostrado que existe una asimetría entre establecer la validez y establecer la invalidez de un argumento, pero no que establecer la invalidez sea imposible, cosa que, como vamos a ver, sí hace Woods al enunciar su tesis de la simetría; una simetría aún más perniciosa que sobrevuela no solo la teoría de la falacia, sino todo el proyecto de la teoría de la argumentación, y que nos colocaría en igual indigencia tanto por lo que respecta a la invalidez, como por lo que respecta a la vali-dez de los argumentos del lenguaje natural. Según Woods, para que nuestros procedimientos de forma-lización tuviesen la backward reflection property, esto es, para que preservasen la forma lógica y, con ello, fuese posible transfe-rir a ellos la decisión sobre la validez o invalidez de un argumen-to, deberíamos disponer de un criterio para determinar cuándo una proposición es semánticamente inerte. Solo mediante este cri-terio podríamos desechar formalizaciones fallidas, como la de los silogismos en Lp, etcétera. Pero para obtener este criterio, debe-ríamos ser capaces de determinar para cada par de proposiciones, p y q, del argumento que hayamos de formalizar, las condiciones de verdad de «p implica q» y de «p es inconsistente con q». Pero, puesto que se trata de un criterio previo a la formalización, debe-mos determinar esto sin atender a la forma lógica de p y de q y, en ese caso, ¿qué tipo de demostración sería posible? Según el autor, ninguna. Por tanto, aquí tenemos la simetría: no hay ningu-

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na teoría de la validez o la invalidez para argumentos del lenguaje natural porque no hay ninguna teoría que garantice nuestras for-malizaciones. Para Woods, esto es suficiente para declarar que, mientras que la lógica formal es un programa coherente y sólido, no solo la teoría de la falacia, sino la teoría de la argumentación en su conjunto, están por completo fuera de lugar: no hay manera de ofrecer un método seguro para establecer la validez o invalidez de los argumentos en lenguaje natural. Un corolario de la demostración de la tesis de la simetría de Woods es que la estrategia inicial para explicar la plausibilidad del concepto de falacia, a saber, que se trata de argumentos for-malmente inválidos cuya invalidez se descubre solo tras la forma-lización, es una mala estrategia: no podemos apoyarnos en ella para  dar  cuenta  de  T’’,  porque  ello  supondría  que  podemos justi-ficar formalmente la invalidez de los argumentos del lenguaje na-tural. Volveremos a este corolario más adelante. 4.1.5. Lógica formal y teoría de la argumentación Como mencionábamos más arriba, para Govier, una de las lectu-ras que cabría hacer al considerar la dificultad de trasladar las cuestiones sobre la evaluación de los argumentos en lenguaje na-tural al ámbito de la lógica formal es que los conceptos de validez e invalidez formal no se corresponden con los conceptos de vali-dez e invalidez que usamos para calificar los argumentos cotidia-nos. Sin embargo, es consciente de que para Massey, y proba-blemente para el Woods de «Fearful Symmetry», esto no significa romper una lanza a favor de la especificidad de la teoría de la argumentación, pues, para ellos, una teoría es solo una teo-ría formal, y decidir sobre la validez o invalidez sin una teoría de este tipo es prácticamente tan vacuo como no decidir en absoluto. Como, en realidad, Govier comparte con Massey la idea de que sin una teoría nuestros juicios sobre la validez de los argu-

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mentos del lenguaje natural son poco más que ocurrencias, su conclusión es que necesariamente debemos disponer de alguna teoría de la validez e invalidez informal, pues, de lo contrario, ¿qué explicaría nuestra habilidad y relativo éxito a la hora de eva-luar los argumentos cotidianos? Para Govier, es un hecho que la gente es capaz de entender los argumentos del lenguaje ordinario y decidir sobre su validez en sentido no formal. Ello explica el re-lativo éxito adaptativo de la práctica de argumentar. Pero Govier debería aportar razones adicionales para justi-ficar la supuesta habilidad de la gente a la hora de evaluar los ar-gumentos del lenguaje natural, porque ¿y si realmente no tuvié-semos ninguna teoría global, sino un conjunto de actividades reguladas con mayor o menor fuerza normativa, según el tipo de discurso del que se trate?, ¿por qué estamos tan seguros de que nuestra práctica cotidiana de evaluar la argumentación es cohe-rente? En realidad, este asunto es menos trivial de lo que Govier supone: no es una estrecha mente formalista lo que lleva a Mas-sey y a Woods a advertirnos de que, si carecemos de una teoría formal, poco podemos esperar de la teoría de la falacia y de la teoría de la argumentación. Para Govier, es un hecho que noso-tros reconocemos la validez e invalidez de los argumentos no formales. Pero, si no se trata de la validez o invalidez formal, cu-yo criterio de identidad está perfectamente definido, ¿qué puede significar que un argumento sea válido o inválido?, ¿que sus premisas «estén o no estén adecuadamente conectadas con su conclusión y que aporten buenas razones para sostenerla»?, ¿y qué significa esto fuera de la lógica formal?, ¿son propiedades decidibles fuera de ella? El que nos guiemos con éxito, nuestra supuesta pericia a la hora de discriminar entre argumentos válidos e inválidos en este sentido no-formal no es un hecho suficiente-mente contrastado. De hecho, más a menudo de lo que quisiéra-mos, el acuerdo sobre la validez de los argumentos del lenguaje ordinario es una quimera; por tanto, no puede deberse a esto el re-

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lativo éxito adaptativo de nuestra conducta argumentativa. Y por otro lado, suponiendo que pudiésemos enunciar una teoría global que sirviera para la evaluación de todo tipo de ar-gumentos naturales, no es tan fácil determinar dónde encontraría esta la justificación de su carácter normativo si la opción de ape-lar a la lógica formal como teoría de la inferencia válida le está vedada. Volveremos a este asunto más adelante, cuando expon-gamos la teoría de la falacia de la ARG; pero de momento, sirva esto para señalar las dificultades adicionales que un enfoque em-pirista para la evaluación de los argumentos del lenguaje natural tendría: demostrar la coherencia y generalidad de una supuesta «teoría natural». Por esa razón, es importante considerar que, a la hora de enunciar una teoría de la evaluación, no debemos simplemente dejarnos llevar por los resultados de una investigación sobre có-mo evaluamos de hecho: este es el objetivo de la psicología, en todo caso, no de una teoría de la evaluación, que por definición es normativa, no descriptiva. Esto es, a la teoría de la evaluación no le compete explicar cómo razonamos de hecho, ni cómo es posi-ble que la gente evalúe los argumentos del lenguaje natural, sino ofrecer criterios para evaluar los argumentos de manera objetiva. En principio, la mayoría de los autores entenderían que es en ese sentido que cabría hablar de falacias, porque sin una teoría normativa, ¿qué puede significar que un argumento sea una fala-cia, entendida como cierto tipo de incorrección? Sin duda, el es-tudio de las falacias, como razonamientos o tipos discursivos ca-racterísticos, también ha sido abordado desde la psicología, desde la lingüística y desde la teoría de la comunicación, pero estas dis-ciplinas no pretenden ofrecer criterios para determinar la validez. Esto es competencia de la teoría de la argumentación y, dentro de ella, de los modelos para la evaluación. Lo que tratamos de averi-guar aquí es si una teoría de la falacia puede aportar un modelo para la evaluación. En definitiva, la conclusión que debemos extraer de estas

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reflexiones es que la validez y la invalidez formal no son el tipo de validez e invalidez que adscribimos a los argumentos en len-guaje natural, tal como sugiere Govier y que, sin embargo, la teo-ría de la argumentación está involucrada en el proyecto de dar cuenta de estos conceptos para los argumentos del lenguaje natu-ral. Lo que nos ocupa en este trabajo es comprobar si existe algu-na teoría de la falacia que pueda efectuar esta labor y, por lo que hemos visto, queda claro que dicha teoría no puede ser una teoría de la invalidez formal: no solo porque, como argumenta Woods, sin una teoría de la formalización no tiene sentido adscribir la cuestión sobre la validez de los argumentos del lenguaje natural al ámbito de la lógica formal, sino porque, como explica Govier, la validez formal no es una condición ni necesaria ni suficiente de la validez informal. En cualquier caso, al establecer que la cues-tión de la validez e invalidez de los argumentos del lenguaje or-dinario no se puede remitir a la cuestión de la validez e invalidez formal, hemos tratado de hacer explícita la especificidad de la teoría de la argumentación respecto de la lógica formal. 4.2. ¿ES COHERENTE EL CONCEPTO DE FALACIA? ¿EXISTEN AR-GUMENTOS FALACES? Como anunciábamos más arriba, en esta sección nos vamos a ocupar, entre otros temas, de las consecuencias de la tesis de Woods para el propio concepto de falacia. Analizábamos más arriba que, según Woods, si una falacia es, además de otras cosas, un argumento inválido que parece válido (por ejemplo, en el sen-tido de umbrella validity/invalidity de Govier), entonces, cual-quier teoría de la falacia se compone de dos subteorías: por un la-do,  T’,  que  es  una  teoría  sobre  la  invalidez y, por otro lado,  T’’,  que es una teoría sobre la apariencia de validez. Woods también llamaba la atención sobre la dificultad in-trínseca de ofrecer ejemplos de falacias genuinas y no meras

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construcciones artificiosas que rara vez engañarían a alguien con buenos argumentos: un ejemplo de falacia sería, un argumento que, al mismo tiempo, parece válido y que, en realidad, es inváli-do; esto es, si quisiéramos ofrecer un ejemplo de una auténtica fa-lacia, tendríamos que presentar un argumento que fuese inválido, pero que pareciese válido. Y la cuestión para Woods era: ¿cómo podría un ejemplo justificar este lapso entre apariencia y reali-dad? Woods proponía dos explicaciones tentativas: la primera era concebir la falacia como un argumento cuya invalidez solo nos resulte evidente una vez que lo hemos formalizado. Pero veíamos que la tesis de la simetría daba al traste con las expectativas de reducir la validez o la invalidez de los argumentos del lenguaje natural a su forma lógica, de manera que esta estrategia para dar cuenta de cómo un argumento inválido puede no parecer que lo es, no nos servía; en general, no podemos definir la invalidez co-mo «invalidez formal». En «Fearful Symmetry», Woods proponía también otro ti-po de explicación: un argumento puede parecer válido, pero ser, en realidad, inválido si sus premisas son verdaderas y su conclu-sión es una falsa creencia que, en principio, no se reconoce como tal. Según esta causa de apariencia de validez, expresar lo falaz de un argumento consistiría en explicar que realmente la conclu-sión es una falsa creencia. Esto supondría considerar un concepto de falacia distinto del habitual. Coincidiría con el concepto tradi-cional de falacia en no admitir como tal cualquier argumento cu-yas premisas sean verdaderas y cuya conclusión sea falsa, pues se trataría de un argumento inválido que parece válido al ser un ar-gumento cuya conclusión es una falsa creencia muy arraigada. Sin embargo, divergiría del significado habitual al limitar el con-cepto de falacia a un fenómeno de falsedad en la conclusión; en concreto, a cierto tipo de falsedad, pues debe tratarse de una falsa creencia muy arraigada, no solo una falsa creencia. En cualquier caso, lo que Woods pondría de manifiesto es que los ejemplos de falacia, como los de cualquier otra cosa que

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sea A y parezca B, siendo A y B incompatibles, no pueden ser ac-tuales, en sentido aristotélico; o nos parecen argumentos válidos mientras no nos explican, por ejemplo, que la conclusión es falsa, o nos parecen argumentos inválidos cuando el error que encierran nos resulta aparente. Así, las falacias no existirían más que en po-tencia, cuando interpretamos que cierto argumento inválido puede parecerle válido a alguien. La cuestión, para Woods, era cómo determinar la invalidez del argumento más allá de su apariencia y sin recurrir tampoco a su forma lógica. Pero, a propósito de esta dificultad para ofrecer ejemplos de falacias, nosotros vamos a ocuparnos de una cuestión más radical: ¿es posible encontrar ejemplos de falacias?, ¿es coherente el propio concepto de falacia? Siguiendo la segunda propuesta de Woods, podemos pen-sar que, aunque no podamos dar ejemplos actuales de falacias, lo que sí podemos hacer es describir tipos de argumentos inválidos que potencialmente podrían parecer válidos. Para Woods, como hemos visto, podría ser la circunstancia de que su conclusión sea una falsa creencia muy arraigada. Pero también cabe pensar en alguna otra característica que, además de ser la razón de que re-sulten engañosas, de paso serviría para clasificarlas; por ejemplo, apelar a la autoridad o desacreditar al oponente. De esta forma, para señalar un ejemplo de argumento falaz, podríamos interpre-tarlo como una instancia de alguno de estos argumentos. 4.2.1. La crítica de Finocchiaro al concepto de falacia. Clasifica-ciones de primer y segundo orden En «Fallacies and the Evaluation of Reasoning», Maurice A. Finocchiaro (1981) argumenta que así es como realmente opera-mos para intentar descubrir falacias. Ello se debe, como ya he-mos visto que destacaba Trudy Govier, a que el concepto de fala-cia no es exactamente el de «error argumental», sino que añade la

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característica de «error común, característico» y, por consiguien-te, implica la idea de subsunción a un tipo paradigmático: todas las instancias de falacia son «falacia de...». De este modo, encon-tramos el lugar de un elemento esencial de la teoría de la argu-mentación que ya había sido mencionado en capítulos anteriores: la importancia fundamental que para el desarrollo de modelos normativos concretos posee la cuestión de la interpretación de los argumentos del lenguaje ordinario. Mediante la observación de que las falacias no son argu-mentos, sino tipos de argumentos característicos que, a su vez, pueden clasificarse para formar distintos catálogos que articulen su estudio, Finocchiaro estaría justificando la diferencia entre:

a) una clasificación de los tipos de argumento, que daría lugar a las distintas falacias a través de la identificación de una propiedad que sería su criterio de conjunto (en el caso de las falacias tradicionales: falsa causa, ad popu-lum, ad baculum, ad hominem, ad misericordiam, peti-ción de principio, etcétera) y

b) una clasificación de las falacias, que sería una clasifica-ción de segundo orden, en tanto que responde al intento de ordenar el catálogo de falacias, no de clasificar ar-gumentos. Así, por ejemplo, distinguiríamos entre fala-cias formales y falacias informales, falacias de relevan-cia, falacias de inducción, falacias materiales, etcétera.

La clasificación de primer orden, la que da lugar a las fala-cias concretas, requiere de la interpretación como instrumento pa-ra determinar a qué conjunto pertenece cada elemento (los ele-mentos aquí son argumentos reales) y, por tanto, es lugar para la controversia y la discusión (como veíamos en el capítulo 2, estas serían expresión de la naturaleza dialéctica propia de la crítica de la argumentación). En cambio, la clasificación de segundo orden procede mediante definiciones y estipulaciones y, por esa razón,

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no admite tal grado de controversia respecto a qué conjunto per-tenece cada elemento (los elementos son falacias, entendidas co-mo tipos de argumentos). Lo que Finocchiaro se cuestiona en su artículo es, por un lado, que el concepto tradicional de falacia, entendida como «cierto tipo de error común» sea coherente; y, por otro lado, pon-drá en entredicho incluso que existan realmente instancias de fa-lacias, tradicionales o no, más allá de la interpretación como fala-cias de ciertos argumentos. En realidad, Finocchiaro no tiende a identificar ambos aspectos de su reflexión. 4.2.2. Falacias y argumentos AD En «Fallacies and the Evaluation of Reasoning», Finocchiaro (1981) realizar un breve repaso a la bibliografía de su época y en ella encuentra que, además de la falta de sistematicidad que desde Hamblin se venía denunciando, no existen ejemplos adecuados de ningún tipo de falacia de los que se mencionan. Los manuales que examinan, o bien prescinden de los ejemplos y se limitan a des-cribir ciertos tipos de argumentos supuestamente inválidos y co-munes, o bien producen argumentos artificiosos obviamente invá-lidos (y, por tanto, como diría Woods, no falaces realmente), o bien recogen argumentos reales que, para ser ejemplos de alguna de las falacias típicas que pretenden ilustrar, deben descontextua-lizarse e interpretarse de manera forzada. Según Finocchiaro, to-do esto es un indicio de un problema más grave, a saber, la propia incoherencia del concepto de falacia que se está usando. Para dar un ejemplo de alguna de las falacias tradicionales, entendidas como cierto tipo de error común y característico, ne-cesitamos interpretarlo como una instancia de cierto tipo de ar-gumento, al que se caracteriza, o bien por su forma —tal es el ca-so de la falacia de pendiente resbaladiza, la petición de principio, la afirmación del consecuente, etcétera —, o bien por su conteni-

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do, por ejemplo, las falacias ad, esto es, falacias en las que se apela a algún tema recurrente y efectista, como la autoridad (ad verecundiam), la opinión común (ad populum), las características del oponente (ad hominem), etcétera. Pero debido a las determi-naciones pragmáticas de los argumentos que de hecho utilizamos, el que podamos identificarlos de esta forma no es una garantía su-ficiente de que estemos ante argumentos verdaderamente inváli-dos dentro de cada uno de sus contextos particulares; ni siquiera en el sentido de umbrella invalidity. Mediante distintos ejemplos, Finocchiaro muestra que no es fácil encontrar argumentos reales que no puedan interpretarse, en algún sentido, como argumentos correctos a poco que debilitemos suficientemente la conclusión que se supone intentan demostrar. Por ello, afirma que no es fre-cuente encontrar argumentos incorrectos, sino que, para encontrar alguno, el teórico ha de exagerar la fuerza de la conexión lógica entre las premisas y la conclusión que se supone que alegaría el hablante al argumentar. En su opinión, siempre es posible inter-pretar el argumento de manera caritativa, es decir, maximizando su eficacia justificatoria, bien interpretando adecuadamente las premisas o debilitando suficientemente la fuerza con la que se avanza la conclusión. Como observábamos en el capítulo 2, ello se debe al hecho de que, para evaluar los argumentos del lenguaje natural, es necesario interpretarlos previamente. Y en esa tarea, expedientes tales como el recurso a un principio de caridad, que maximice no solo la eficacia comunicativa, sino también la efica-cia justificatoria de las razones aducidas, pueden no ser una op-ción, sino el único medio de tratarlos tal como se dan en el mun-do: incompletos y dentro de contextos. Así, Finocchiaro considera que el encontrar falacias en los argumentos reales se debe a una reconstrucción «poco caritativa», y, por tanto inco-rrecta, de los argumentos que se están evaluando. Pero por otro lado, parece que, sin esas caracterizaciones, bien sea formales, bien sea temáticas, el concepto de falacia co-mo «cierto tipo de error común y característico», que es el con-

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cepto de falacia que hemos estado usando desde Aristóteles, no tendría sentido. Ni tampoco su caracterización como «argumento inválido que parece válido», porque nada contaría como explica-ción de su «parecer válido». Luego, si queremos dar cuenta del concepto tradicional de falacia tenemos que admitir unos criterios de identidad para cada una de ellas que nos conducen a la parado-ja de que las falacias, así identificadas, la mayoría de las veces no son falaces. Según Finocchiaro, esto sería razón suficiente para concluir, no solo que no existen instancias reales de falacias, sino que el propio concepto de falacia es incoherente. Como veremos más adelante, si bien estas observaciones nos van a ayudar a precisar mejor el concepto de falacia que que-remos emplear y la funcionalidad de una teoría de la falacia basa-da en él, las conclusiones que Finocchiaro extrae a partir de ellas son precipitadas, pues, entre otras cosas, se basan en una identifi-cación de las caracterizaciones tradicionales de las falacias con-cretas con el concepto de falacia sin más. En la segunda parte del siguiente capítulo, vamos a estu-diar cómo, en artículos posteriores, el propio autor reconoce el exceso que suponía negar la existencia de falacias de ese modo, principalmente a través de la propuesta de una definición alterna-tiva del concepto de falacia. De momento, sirvan estas reflexio-nes para mostrar las dificultades de la concepción tradicional a las que habrán de responder aquellos autores que pretendan elaborar una teoría de la falacia y, también, para adelantar la distinción en-tre teorías continuistas y teorías revisionistas, a la luz de la crítica a la concepción tradicional y de esta distinción entre catálogos de primer y de segundo orden.

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5. Las teorías de la falacia ac-tuales

continuación, vamos a examinar las teorías de la falacia más representativas que existen hoy en día dentro de la teoría de la argumentación. Aunque la falacia, como ra-

zonamiento erróneo o como tipo de discurso idiosincrásico, se ha estudiado desde ámbitos como la lingüística, la psicología del aprendizaje, los estudios sobre comunicación o la retórica, en este trabajo, tratamos de analizar las posibilidades de una teoría de la falacia como un modelo de evaluación de la argumentación; por ello, nos remitiremos a aquellas teorías que se inscriben dentro de la teoría de la argumentación, en cuanto disciplina normativa, por más que, como veremos, algunas de estas propuestas se desarro-llen al hilo de consideraciones retóricas (tal es el caso de la teoría de Charles Arthur Willard) o pragmático-lingüísticas (como las teorías de Eemeren, Grootendorst y el segundo Walton). Como anunciábamos en el capítulo anterior, vamos a agru-par estas teorías de la falacia de la siguiente manera: denomina-remos teorías continuistas a aquellas teorías que pretenden remi-tirse en primera instancia al catálogo tradicional de falacias como clasificación de primer orden. Se trata de teorías que, en princi-

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pio, no parten de definiciones alternativas del concepto de fala-cia, sino que pretenden obtener una definición de este a través de una teoría que articule el catálogo tradicional. A menudo, estos teóricos centran su labor en dar definiciones de las falacias tradi-cionales que aunque recojan su sentido habitual, encajan en un sistema capaz de generarlas a todas ellas. Por su parte, denominaremos teorías revisionistas a aque-llas teorías de la falacia que abogan por una definición técnica del concepto que prescinde (o al menos no prima) del catálogo tradi-cional de falacias. El hecho de redefinir el concepto de falacia, para destacar su aspecto normativo de cara a la distinción entre buenos y malos argumentos, conllevará que estas teorías partan de un catálogo de falacias de primer orden alternativo al tradicio-nal. En todo caso, cabe señalar que esta distinción entre teorías continuistas y revisionistas ha de entenderse de manera progra-mática, pues como veremos, de uno y otro lado aparecen dificul-tades a la hora de ceñirse a estas definiciones de forma consisten-te. 5.1. TEORÍAS CONTINUISTAS Como mencionábamos en capítulos anteriores, a partir de la críti-ca de Hamblin al tratamiento estándar de la falacia en los años se-tenta, el planteamiento monológico y deductivista del que partían los manuales al uso se mostró como un marco inadecuado para el estudio de las falacias reales: si queríamos dar cuenta de aquellos discursos en los que se empleaba con eficacia algún tipo de enga-ño o estrategia argumentativa ilegítima para persuadir a un inter-locutor o auditorio, teníamos que olvidarnos de las descripciones simplistas de las falacias clásicas que este enfoque generaba. Por otro lado, las dificultades que Finocchiaro había seña-lado respecto a la existencia o no de estas falacias clásicas en los

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discursos reales incluso llegaban a cuestionar el proyecto de una teoría que articulase el catálogo de las falacias tradicionales. A pesar de ello, algunos teóricos se mantuvieron fieles al intento de ofrecer una teoría de la falacia capaz de documentar las falacias que, de hecho, han sido enunciadas hasta ahora como tipos carac-terísticos de error argumentativo. La primera parte de este capítulo analiza aquellas teorías que hemos agrupado mediante la etiqueta enfoque continuista. Como decíamos más arriba, la división entre las teorías que par-ten de una definición técnica del concepto de falacia y las teorías que tratan de recoger su uso y extensión habituales ha de enten-derse de manera programática: al igual que, como veremos del lado de alguno de los teóricos revisionistas, el pretendido distan-ciamiento del enfoque tradicional no llega a desvincularse del to-do de la noción clásica de falacia, por el hecho de insistir en la idea de que las falacias son «cierto tipo de error, característico y común», vamos a comprobar que no todos los representantes del enfoque continuista consiguen ser fieles al concepto tradicional, bien, porque sus análisis de falacias concretas, en realidad, se dis-tancian de sus sentidos tradicionales (tal es el caso de la pragma-dialéctica), porque su teoría de la falacia acaba dando pie a un concepto de falacia divergente (como en la teoría de la falacia de Willard). En cualquier caso, lo que resulta común a todas las teo-rías continuistas es su intento de dar cuenta del catálogo tradicio-nal de falacias como una clasificación de primer orden, si bien es-to resultará un desideratum más presente en unas (las de Walton-Woods y Willard) que en otras (la pragmadialéctica y el segundo Walton). 5.1.1. El enfoque retórico de Charles Arthur Willard El planteamiento de Willard puede considerarse el contrapunto al formalismo que caracteriza el trabajo de Hamblin. Como veíamos

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en el capítulo anterior al considerar la distancia entre los concep-tos de validez y validez formal y los planteamientos de Woods sobre la posibilidad de trasladar a la lógica formal la decisión so-bre la validez o invalidez de los argumentos en lenguaje natural, el hecho de que carezcamos de una teoría informal de la implica-ción y la consistencia entre proposiciones convierte la decisión sobre qué formalizaciones son correctas en una cuestión de intui-ción, por completo ajena a la lógica misma. Esa sería la razón por la que los lógicos formales más bien se desentendiesen de la tarea de tratar con argumentos reales y que sus aproximaciones al estu-dio de la falacia se quedasen en meros recuentos artificiosos e in-conexos. Por el contrario, la teoría de la falacia de Willard parte precisamente de los argumentos reales, tal y como estos aparecen en los procesos comunicativos de todo tipo, en lugar de adoptar como objeto para sus modelos normativos las supuestas estructu-ras formales de dichos argumentos. En cambio, como vamos a comprobar, la propuesta de Willard plantea serias dificultades a la hora de ostentar el estatus normativo que pudiera hacer de ella una verdadera teoría de la evaluación. Willard considera que los teóricos de la argumentación han asumido acríticamente una definición de argumento como «con-junto de proposiciones de las cuales una de ellas se dice que es consecuencia de las restantes». Según Willard, esta caracteriza-ción de los argumentos solo resultaría apropiada en el ámbito de la lógica formal, que considera los argumentos como objetos pu-ramente abstractos. En cambio, según él, los argumentos del len-guaje natural poseen una dimensión estética y social que resulta insoslayable si realmente queremos justificarlos en su especifici-dad. Por esa razón, sostiene que no es la lógica sino la teoría de la comunicación el ámbito por excelencia para una teoría de la ar-gumentación. Para Willard, los argumentos no son tanto productos como procesos de comunicación y, en concreto, procesos de comunica-ción entre dos partes que mantienen posiciones encontradas. Se

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trata de una actividad cooperativa y creativa en la que el hablante se adapta a su auditorio o interlocutor para conseguir persuadirlo de la conveniencia de una acción o de la verdad de una tesis. Esta concepción desplaza en buena medida la cuestión de la evalua-ción de los argumentos del lenguaje natural al ámbito de la retóri-ca, ya que la bondad de los argumentos pasa a depender de su eficacia a la hora de persuadir a aquellos para los cuales se esgri-men. Por esa razón, mantiene que un argumento no puede consi-derarse un buen argumento si solo consigue justificar su conclu-sión mediante premisas que resultan inaceptables para el auditorio o interlocutor al que se dirigen. Willard es consciente del regusto relativista que tiene su planteamiento y, en su descargo, sostiene que la objetividad en la evaluación surge en el espacio intersubjetivo de los discursos, en el que los individuos se disponen para dar y recibir razones de manera cooperativa y/o negociadora. Y para exponer su posición al respecto, analiza la llamada falacia ad populum. Ya desde el Gorgias platónico, se había condenado la es-trategia sofística de adaptarse al auditorio para obtener su aproba-ción, lo cual, según Willard, habría sido puesto en entredicho por Aristóteles al elevar la retórica a contraparte de la dialéctica. Las distintas caracterizaciones de la falacia ad populum como «inten-to de justificar una conclusión sobre la base de su supuesta popu-laridad» o «utilización de los valores y sentimientos populares para ensalzar o denigrar una postura» resultarían igualmente pro-blemáticas: ¿acaso no es razonable valorar un modelo de auto-móvil porque es número uno en ventas?, se pregunta Willard; ¿son acaso falaces los discursos como «I Have a Dream», de Martin Luther King o «Ich bin ein Berliner», de J. F. Kennedy, por ser emotivos y populares? En opinión de Willard, el intento de desvincular la razón de las emociones choca con nuestras in-tuiciones sobre lo que es racional. Según Willard, las relaciones tradicionalmente difíciles en-tre la retórica y la filosofía se deben a la falsa contraposición en-

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tre persuasión, interpretada como «manipulación de la opinión por medio de las emociones», y convicción, entendida como «es-tado mental que se obtiene por medio de la racionalidad y la lógi-ca». La formulación de la falacia ad populum asumiría esa con-traposición, pero Willard apela a la interdependencia entre razones y emociones para declarar que la racionalidad pura es una mera idealización y así borrar la distinción entre persuadir y con-vencer. Desde su punto de vista, la historia de la falacia ad popu-lum ilustraría cómo el dualismo persuasión/convicción se ha ido quedando caduco. En su opinión, una vez que entendemos que la racionalidad es la racionalidad en uso dentro de contextos, nos re-sulta más fácil entender que la evaluación de los argumentos solo puede proceder mediante la atención al proceso comunicativo concreto en el que aparecen. El relativismo en su posición surge cuando afirma que, por esa razón, no tiene sentido preguntarnos por el valor intrínseco de los argumentos: la idea de bondad in-trínseca de un argumento carece de sentido para Willard. Por esta relación entre el valor de un argumento y el con-texto en el que este surge, Willard afirma que no es posible iden-tificar ninguna forma de argumento intrínsecamente incorrecto. Por eso, cuando describimos falacias, según Willard, lo que ha-cemos es describir tipos de argumentos que potencialmente resul-tarían poco adecuados para persuadir a un interlocutor o una au-diencia concretos. Pero no hay nada en ellos que sea motivo para sancionarlos de antemano: el que resulten inadecuados no es una cuestión lógica sino práctica; significa que existe un desfase entre lo que se quiere afirmar y el modo de hacerlo, razón por la cual, más que de argumentos incorrectos se trata de argumentos inade-cuados para su auditorio. Esta es la característica principal de su teoría de la falacia. De acuerdo con esta perspectiva, el tratamiento estándar resultaría bastante pobre pues, en lugar de recoger toda la riqueza, complejidad y heterogeneidad de las distintas falacias, se limita-ría a caricaturizarlas mediante reglas generales y ejemplos grose-

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ros que rara vez incluyen consideraciones sobre el contexto o las intenciones del discurso en el que surgen. En cierto modo, Wi-llard coincide con Woods al mantener que las falacias no son un conjunto homogéneo, pero su posición es más radical: para Wi-llard, no es posible explicar en qué consiste una falacia mediante referencia a reglas lógicas y, además, según él, ni siquiera se trata de errores lógicos, sino de desajustes pragmáticos entre lo que queremos establecer y el modo de hacerlo. En A Theory of Argu-mentation, Willard (1989) afirma, entonces, el enunciado paradó-jico de que «las falacias no siempre son falaces». Para responder a esta provocación, Blair y Johnson (1993) señalan que esta paradoja es el resultado de un uso ambiguo del término alacia. Si consideramos el término, bien en lo que ellos denominan su sentido normativo exclusivamente, esto es, como sinónimo de «argumento inválido, o bien lo consideramos exclu-sivamente en su sentido naturalista, esto es como «argumento que presenta cierta característica típica», entonces, es simplemen-te una afirmación autocontradictoria. La única forma de que pu-diera no ser una contradicción sería considerar que, en su primera aparición, el término posee un sentido naturalista y en la segunda, normativo, de manera que lo que diría sería algo así como: «a ve-ces, argumentos que presentan ciertas características que, bajo una determinada concepción, sirven para interpretarlos como ins-tancias de falacias concretas, resultan ser buenos argumentos desde un punto de vista normativo». Pero entonces el aire de pa-radoja desaparece, afirman Blair y Johnson, lo que da lugar a una afirmación bastante sencilla y evidente: no todas las apelaciones a la autoridad, a la fuerza, a los valores populares, a la piedad, etcé-tera, son argumentos incorrectos. Sin embargo, esta no puede ser, sin más, la tesis de Wi-llard. Pues a pesar de que este apela a una racionalidad intersubje-tiva que, en la práctica, daría la pauta de la corrección y la objeti-vidad a la tarea de evaluar argumentos particulares, la idea de patrones de corrección y objetividad generales resulta por com-

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pleto ajena a una perspectiva retórica como la que él propone. El problema es que el hecho de que la práctica de dar y pedir razo-nes, como práctica general, sirva para delimitar los márgenes de la racionalidad no es una condición suficiente para garantizar la racionalidad de las prácticas particulares, por más que se reco-nozcan como prácticas argumentativas. El problema es que la propuesta retórica de Willard en realidad no nos ofrece criterios para evaluar los argumentos al margen de su eficacia. Como veíamos en el capítulo 2, distinguir entre convicción y persuasión para intentar recoger y criticar la distinción tradicional entre la evaluación de eficacia y la evalua-ción de la bondad intrínseca de un argumento es una mala estra-tegia. La objetividad que proporcionan las reglas de la argumen-tación no cabe entenderla como la sensación de objetividad que promueve la convicción, considerada como el estado cognitivo al que se llega mediante el uso de la razón, despojada de emociones, sino como la objetividad que se deriva de unas reglas que tratan de establecer las condiciones necesarias para que un discurso ten-ga ciertas propiedades, en concreto, la propiedad de que sus pre-misas de un argumento sean suficientes para establecer su con-clusión. Por otra parte, desde el punto de vista de la pragmática, tanto convencer como persuadir son actos perlocutivos, meros efectos causales del discurso que dependen de las características del auditorio. Es decir, no existe una relación necesaria entre las propiedades intrínsecas de un discurso (por ejemplo, ser una me-jor o peor argumentación) y el efecto persuasivo o de generar convicción que este pueda producir en el oyente o auditorio al que se dirige. Tanto si hablamos de persuasión como si hablamos de convicción, determinar la eficacia del discurso remite igual-mente a consideraciones retóricas. En ese sentido, cabe decir que, en realidad, la distinción entre la lógica y la retórica no se basa en la distinción entre convicción y persuasión, sino en la distinción entre ciertas propiedades intrínsecas y ciertas facultades mera-

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mente causales de los argumentos. Una teoría de la evaluación de los argumentos que se fun-damente en la persuasión o en la convicción no puede ser una teo-ría que determine de manera necesaria las propiedades de los ar-gumentos, porque no existen relaciones necesarias entre el valor intrínseco de un argumento y los efectos que este pueda provocar en su auditorio. Ningún criterio de corrección interno puede ga-rantizar que los argumentos que lo cumplan vayan a producir el efecto persuasivo o de convicción que deberían producir, ni que este efecto solo se produzca ante los argumentos que cumplen con tal criterio. Ni siquiera aunque se considere la persuasión de un auditorio universal, tal como lo contemplan Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca en La nueva retórica, puede la noción de persuasión precisar de manera necesaria propiedades como la va-lidez de un argumento. La razón es que o bien se trata de un audi-torio empírico hipotético, sobre cuya persuasión universal no ca-be hacer más que conjeturas, o bien, al límite, como un ideal normativo, deja de ser un auditorio real y, entonces, la única ma-nera de comprobar si un argumento lograría persuadirlo ha de obrar al margen de las condiciones empíricas que determinan la realización del acto perlocutivo de la persuasión de auditorios particulares y atender a aspectos puramente lógicos. En ese caso, ya no estaríamos hablando realmente de persuasión, porque ape-laríamos a una relación necesaria entre el argumento y la reacción del auditorio. Sin duda, el enfoque retórico que propone Willard para desarrollar una teoría de la falacia puede servir para explicar por qué un argumento que no es válido puede resultar eficaz (por ejemplo, porque apela a las emociones del auditorio (falacias ad misericordiam, ad populum), porque deslegitima al oponente (ad hominem), porque pone en juego la modestia de quien mantiene la posición contraria (ad verecundiam, ad ignorantiam), etcétera. E incluso por qué, siendo válido un argumento, resulta objetable desde un punto de vista retórico y pragmático (por ejemplo por-

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que el acto de habla no es realmente argumentativo, sino una amenaza encubierta (ad baculum), porque en realidad no era esa la conclusión que se iba a probar (ignoratio elenchi) o la posición que se deseaba criticar (hombre de paja), porque aceptar las pre-misas requiere tanto o más compromiso con la conclusión que aceptar la conclusión sin más (petición de principio), etcétera. Pero, entonces, al contrario de lo que Willard piensa, es posible distinguir entre el apoyo que las premisas prestan a la conclusión y las razones por las cuales debemos o no debemos dejarnos persuadir por un discurso. Esto significa que el aspecto pragmático-retórico no pueda bastarse a sí mismo para determinar cuándo debemos dejarnos persuadir por una conclusión, al con-trario: primero hemos de establecer cuál es el apoyo que las pre-misas prestan a la conclusión y, después, atender a las considera-ciones contextuales para comprobar si los objetivos pragmáticos y retóricos del discurso se han cumplido según los propósitos y compromisos del hablante, las necesidades del oyente y las con-venciones que rigen los distintos tipos de discursos (por ejemplo, a partir de cuántas premisas el argumento deja de ser normal o cuál es el grado de certeza que deben aportar las conclusiones, según se trate, por ejemplo, de una charla entre amigos, de una demostración científica o de un alegato jurídico). 5.1.2. Los análisis de Walton-Woods En 1989, John Woods y Douglas Walton publicaron Fallacies: Selected Papers 1972-1982, en donde desarrollaban una serie de análisis de las falacias tradicionales que puede considerarse una versión sofisticada en la línea del tratamiento estándar criticada por Hamblin. Como vimos en el capítulo 3, Hamblin había repro-bado el hecho de que el estudio de la falacia, desde sus orígenes, adoleciese de un tratamiento sistemático. Al contrario que a Mas-sey o a Finocchiaro, este hecho no lo llevó a pensar que, en reali-

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dad, no tenía sentido intentar elaborar una teoría de la falacia y menos aún a recusar el propio concepto de falacia. Hamblin trató de recuperar el lugar en la filosofía para el estudio de la falacia y desarrollar una teoría que unificase el análisis de las distintas fa-lacias a través de la dialéctica formal. Para ello, como vimos, re-condujo el concepto de falacia al ámbito aristotélico del elenchus y planteó que la forma dialógica es la forma esencial de los ar-gumentos y, en particular, que el tipo de errores argumentales que son las falacias ha de ser analizado como fallos en el intercambio comunicativo. Este interés de Hamblin por dotar al estudio de las falacias de un marco teórico unificado es, precisamente, lo que se va a cuestionar en la obra de Woods y Walton de 1989. Ya hemos vis-to las dificultades que Woods planteaba respecto a las posibilida-des de una teoría de la falacia. En consonancia con esta posición, cuando él y Walton emprenden la tarea de estudiar algunas de las falacias tradicionales, su objetivo no es proponer un marco gene-ral que sirva para articular los análisis de las distintas falacias de forma sistemática. En ese sentido, no consideran que exista nin-gún problema en utilizar un repertorio variado de sistemas forma-les para cada una ellas. Así por ejemplo, para su tratamiento de las falacias de secundum quid y post hoc, utilizaban la lógica in-ductiva, mientras que para dar cuenta de la llamada ad verecun-diam, recurrían a una lógica para el razonamiento plausible. En otros casos, una teoría dialéctica de juegos les servía para analizar en qué consisten la falacia de pregunta compleja y la petición de principio, mientras que una lógica relevantista les servía para dar cuenta de la ignoratio elenchi. Desde su planteamiento, el sistema formal concreto que se utiliza para analizar cada falacia resulta ser el modelo que expli-caría en qué casos el argumento correspondiente constituiría una mala inferencia. Eso sí, asumiendo que, en todo caso, la idonei-dad del sistema formal elegido para decidir sobre un argumento concreto es una cuestión extrasistémica, en la que solo cabe ape-

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lar a intuiciones interpretativas. Aun así, el planteamiento de Woods y Walton sería el de ofrecernos criterios para distinguir entre los buenos y los malos argumentos desde el punto de vista de su valor intrínseco, no des-de el de su eficacia respecto de un auditorio u otro. De ese modo, la concepción de la falacia de Woods y Walton no debe confun-dirse con la concepción naturalista de la falacia de Willard: según esta última, las falacias se definen mediante cierta característica (apelar a la fuerza, a una autoridad, utilizar premisas que presu-ponen la conclusión o inferir una relación causal de una relación de contigüidad temporal, etcétera) que, como ya también señalaba Finocchiaro, en sí misma no garantiza que el argumento en cues-tión, dadas sus peculiaridades contextuales, haya de ser incorrecto o inválido. En ese sentido, a pesar de no ser sistemática, la pro-puesta de Woods y Walton cumpliría al menos una de las condi-ciones necesarias para que resultase adecuada como modelo para una teoría de la evaluación para la argumentación en lenguaje na-tural. Ahora bien, a pesar de que su concepto de falacia es pura-mente normativo y no descriptivo, las etiquetas que sirven para denominar las distintas falacias según el catálogo tradicional, en la concepción de Walton-Woods no designan exactamente fala-cias, sino tipos de argumentos que, en caso de ser efectivamente malas inferencias, constituirían un ejemplo de la correspondiente falacia. De ese modo, las etiquetas tradicionales, en realidad, pueden designar distintos tipos de falacia, según los distintos ti-pos de error lógico que lleven detrás. Woods y Walton entienden que una falacia es siempre un argumento inválido, y que las eti-quetas que sirven para reunir cierto tipo de argumentos (ad ba-culum, ad verecundiam, petitio principii o post hoc, ergo propter hoc) según una determinada característica no siempre designan argumentos inválidos, ni desde un punto de vista formal, ni desde un punto de vista informal y, por tanto, no siempre designan fala-cias.

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A partir de los años noventa, Walton comenzó a distanciar-se de este proyecto, cada vez más sensible al intento de unificar la teoría de la falacia bajo un modelo de argumento del lenguaje na-tural que resultase apropiado para los fines de la teoría de la ar-gumentación. Woods, por su parte, ha continuado desarrollando este tipo de análisis y una buena muestra de su planteamiento la encontramos en un artículo suyo recopilado por Hansen y Pinto (1995) en Fallacies: Classical and Contemporary Readings, en donde Woods analiza la falacia ad baculum. En este artículo, de nuevo, su punto de partida consiste en catalogar distintas formas de apelación a la fuerza (amenazas, consejos, negociaciones, et-cétera) mediante una forma lógica particular y analizar en cuáles de ellas estamos ante malas inferencias, esto es, en cuáles de ellas estamos realmente ante la falacia ad baculum. En respuesta a los anhelos unificadores de los autores que adoptaron el proyecto de Hamblin de dotar al estudio de la falacia de un tratamiento sistemático, recientemente en The Death of Ar-gument: Fallacies and Other Seductions Woods (en prensa) ha dado razones a favor de su planteamiento inicial a partir de dos ideas interrelacionadas que ponen en cuestión la pertinencia de un tratamiento homogéneo de las distintas falacias. La primera ob-servación de Woods es que las falacias son tipos de discursos ca-racterísticos que se dan con cierta frecuencia y no meros cons-tructos que deben sus condiciones de identidad a tal o cual teoría general de la falacia: son fenómenos variopintos que han sido ais-lados a lo largo de la práctica y el estudio de la argumentación. Por tanto, sostiene Woods, una teoría unificada difícilmente les hará justicia. En relación con esto, la segunda idea es que el concepto de falacia no es un concepto unitario, sino un concepto en uso que se rige por lo que Woods denomina una «exemplar theory», esto es, un modelo en el que cada falacia aparece caracterizada me-diante sus propias instancias paradigmáticas. En él, la tarea del teórico de la argumentación consiste, por un lado, en determinar

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qué tienen en común las distintas instancias de cada falacia, pu-diendo incluso dar lugar a subconjuntos de características simila-res o relacionadas mediante un aire de familia, y, por otro, en averiguar si supuestos nuevos casos son realmente instancias de tales falacias, dados los casos consolidados que nos proporcionan la pauta. De ese modo, para Woods, ni las distintas falacias for-man un conjunto homogéneo, ni es posible reducir el concepto de falacia a una definición unitaria que sirva para justificar todos sus ejemplares, sino que cada una requiere su propio análisis: desde aquellas cuya naturaleza es ineludiblemente dialógica (como, por ejemplo, el cambio en la carga de la prueba), a aquellas que ni si-quiera pueden considerarse propiamente argumentos (como, por ejemplo, los casos de pregunta compleja o de lenguaje cargado). En ese sentido cabe decir que las dificultades que Hamblin en-contraba en el tratamiento estándar se reproducen en el programa de Woods-Walton: el hecho de renunciar a hacer sistemático el estudio de las distintas falacias implica que el catálogo de falacias al que están dispuestos a atender no solo es potencialmente infini-to, sino que, además, no articula la incorporación de nuevas fala-cias mediante una estructura que las integre, con lo que se produ-ce un efecto de amalgama. De cara a utilizar su catálogo de falacias como un método de evaluación, esta asistematicidad presenta un escollo insalvable porque carecemos por completo de mecanismos para comprobar que determinado argumento no es instancia de alguna falacia: ser un argumento válido, definido como «argumento en el que no se comete ninguna falacia», resulta una propiedad indecidible según el planteamiento de Woods-Walton. En el capítulo anterior, constatamos que Woods encontraba serias dificultades respecto de la posibilidad de trasladar las cues-tiones sobre la validez o invalidez de los argumentos del lenguaje natural al ámbito de los lenguajes formales, razón por la cual no consideraba viable una teoría de la evaluación para los primeros. Por este motivo, hemos de destacar que los análisis de falacias

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que Woods y Walton desarrollaron no pretenden ser un conjunto de teorías de la invalidez para lenguajes naturales, sino descrip-ciones plausibles de los tipos de error que caracterizamos como petición de principio, ad verecundiam, secundum quid, etcétera. Los problemas que Woods había encontrado a la hora de traducir los argumentos del lenguaje natural a argumentos formales segui-rían estando en pie, ya que en sus análisis la decisión sobre si de-terminado argumento se corresponde realmente con tal o cual forma lógica no se plantea: lo que se analiza son estructuras, no argumentos reales. De ese modo, estos análisis no sirven para probar la validez o invalidez de los argumentos en lenguaje natu-ral porque la estimación de que tal argumento se corresponde con tal estructura se basa tan solo en intuiciones plausibles, no en una teoría de la traducción válida. Así pues, si bien el enfoque de Woods-Walton a la hora de analizar las falacias tradicionales encaja con el planteamiento normativo característico de la teoría de la argumentación, resulta incompatible con la idea de fundar en él la teoría de la evaluación para lenguajes naturales: en primer lugar, porque de hecho no constituye una teoría en sí mismo, sino un programa para el análi-sis de las falacias por medio de distintos sistemas formales; y, en segundo lugar, porque, en el fondo, Woods opina que sin una teo-ría de la traducción, no es posible ninguna teoría de la evaluación para lenguajes naturales. En cierta medida, cabe pensar que tanto el planteamiento de Woods-Walton como el planteamiento de Willard coinciden en la caracterización del concepto de falacia como un concepto no-unitario gobernado por una examplar theory, de manera que en el proyecto de Woods-Walton encontramos la misma dificul-tad que en el de Willard a la hora de estudiar si un argumento está libre de falacias: el catálogo de falacias al que atiende es poten-cialmente infinito y no generable sistemáticamente. Al menos, la concepción de la falacia de Willard añade el elemento retórico-pragmático que mejor se adapta a la teoría natural que rige el uso

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habitual del término falacia. Willard comparte el punto de vista de Woods al afirmar que el concepto de falacia es un concepto no-unitario gobernado por una examplar theory, pero su perspec-tiva retórica permite definir una de las características fundamen-tales del concepto: la idea de engaño. Una falacia no es solo un error de razonamiento, es un error culpable, una artimaña que tie-ne que ver con el intento de persuadir, con los poderes causales del discurso, y no simplemente con sus propiedades semánticas, tal como presupone Woods. Por esa razón, en sus análisis de las falacias clásicas Willard, al contrario que Woods y Walton, con-sigue recoger y explicar la naturaleza retórica y pragmática de es-te tipo de error peculiar que es una falacia. Sin embargo, tal y como destacan Woods y Walton, también es parte del concepto de falacia la idea de error, y para dar cuenta de ella, la teoría de la falacia de Willard resulta insuficiente. 5.1.3. La pragmadialéctica y el segundo Walton El enfoque de la teoría pragmadialéctica, también llamado escue-la de Ámsterdam, es uno de los más extendidos entre los teóricos de la argumentación. Sus orígenes son el trabajo Speech Acts in Argumentative Discussions, de Frans H. van Eemeren y Rob Grootendorst (1984), cuyos planteamientos han sido aplicados y desarrollados desde distintos ámbitos: lingüistas, filósofos del lenguaje, lógicos informales, juristas, etcétera, encuentran en este proyecto un buen equilibrio entre el naturalismo, con sesgos rela-tivistas, de los planteamientos más cercanos a la retórica, y el normativismo, quizá algo rígido, de los planteamientos más cer-canos a la lógica. La teoría pragmadialéctica de la argumentación, así como el trabajo del Walton de Informal Logic: A Handbook for Critical Argumentation, que puede considerarse una ampliación de este proyecto, parte de una concepción del argumento semejante a la

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de Willard: para ellos, un argumento es, ante todo, un fenómeno de comunicación verbal, un proceso más que un producto. Pero, a diferencia de Willard, entienden que su estudio debe incorporar tanto su aspecto descriptivo como su aspecto normativo y consi-deran que el ámbito adecuado para ello es la lingüística pragmáti-ca, en la que integran, por un lado, un modelo teorético de la aceptabilidad del discurso argumentativo y, por otro, los elemen-tos para su estudio empírico. Una característica fundamental de este enfoque es considerar que la argumentación tiene una dimen-sión esencialmente dialógica: consideran que el diálogo es el marco adecuado para explicar todos los tipos de argumentos, in-cluso en aquellos casos, como la reflexión con uno mismo o la defensa de una tesis en un artículo, en los que el argumento no tiene, en principio, forma de diálogo aparente. La función de la forma dialógica en sus planteamientos es la de aportar elementos para garantizar la racionalidad en el proceso de evaluación: me-diante lo que ellos denominan una «dialectificación» del discurso surgen las reglas que permiten evaluar los argumentos según se adapten y sean capaces de dar respuesta a las reacciones críticas de una contraparte racional. En principio, la diferencia más evidente entre van Eeme-ren-Grootendorst y el segundo Walton es que, para alcanzar el nivel normativo adecuado, los primeros parten del análisis de la discusión crítica, en la que dos partes tratan de resolver una dife-rencia de opinión por medio de la persuasión racional del contra-rio, mientras que Walton considera que es posible establecer pau-tas normativas para otro tipo de situaciones conversacionales, más o menos argumentativas, que irían desde la investigación hasta incluso la pelea, pasando por el debate, la negociación o la propia discusión crítica, definidas cada una de ellas mediante los parámetros de «situación inicial», «método» y «objetivo» (por ejemplo, según Walton, la situación inicial en una negociación sería la diferencia de intereses, el método, el regateo, el objetivo, la ganancia personal y el sacar partido). En cualquier caso, el

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ideal normativo de ambos planteamientos lo aporta la noción de diálogo racional. Es el recurso a la posibilidad de reconstruir el argumento como un diálogo racional, en el que ninguna de las dos partes se ve forzada a aceptar las posiciones de la otra más allá de su aceptación racional, lo que impide en la argumentación el todo vale. Como vamos a ver al enunciar las reglas de la discu-sión crítica, la validez se define entonces en términos de la acep-tación intersubjetiva del procedimiento. En una discusión crítica, Walton distingue los siguiente es-tadios: el estadio preliminar, en el que se establece el tipo de diá-logo (en este caso, discusión crítica) que van a mantener los par-ticipantes; el estadio de la confrontación, en el que cada parte expone su agenda; el estadio de la argumentación, en el que cada parte se esfuerza por dar cuenta de su agenda (en este caso, per-suadir al contrario de sus tesis); y el estadio de la clausura, en el que se hace una exposición de los acuerdos y desacuerdos finales entre ambas partes. Van Eemeren y Grootendorst, en Argumenta-tion, Comunication, and Fallacies (1992), adoptan también esta estructura. Cada uno de estos estadios posee unas reglas específi-cas que, en definitiva, constituyen un ideal de intercambio racio-nal. Para van Eemeren y Grootendorst son diez, aunque Walton las amplía a doce. Respecto a la posibilidad de utilizar su teoría de la falacia como una teoría de la evaluación de la argumentación en lenguaje natural, la principal ventaja de ambos enfoques es que mantienen el interés por exponer el catálogo tradicional de falacias; pero, al contrario que el tratamiento estándar, Woods-Walton y Willard, tratan de sistematizar su estudio a través de un protocolo que sir-va, no solo para evaluarlas, sino también para analizarlas y clasi-ficarlas. Así, sus modelos resultan adecuados para hacer frente al estudio de nuevas falacias sin alterar la estructura del catálogo, como una especie de tabla periódica de los elementos, en la que los posibles errores argumentativos encontrarían su lugar, a la es-pera de comprobar si llegan a constituirse como genuinas fala-

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cias, en el sentido de errores característicos. Este protocolo que permitiría analizar las falacias sistemáticamente no es ni más ni menos que la serie de reglas propias de cada uno de los estadios del tipo de situación conversacional de la que se trate (para la pragmadialéctica, solo la discusión crítica). Las distintas viola-ciones posibles de estas reglas, por sí mismas y, en algunos casos, combinadas, darían lugar a todos los tipos posibles de falacia. Puesto que las reglas de la discusión serían las condiciones para la resolución racional de una diferencia de opinión, van Eemeren-Grootendorst definen la falacia como «un acto de habla que perjudica o frustra los esfuerzos por resolver una diferencia de opinión». Para ilustrar esta concepción de la falacia, vamos a exponer su catálogo de reglas para la discusión crítica. Al fin y al cabo, se trata de un modelo con más predicamento que el de Wal-ton. De hecho, este último apenas ha desarrollado el análisis de las falacias de esta manera. En cambio, como vamos a ver, los pragmadialécticos han ofrecido análisis de algunos ejemplos de falacias como violaciones de estas reglas: 1) Ninguna de las partes puede impedir a la otra que pre-

sente sus posiciones o que exprese dudas sobre otras posiciones.

2) Cualquier parte que presente una posición está obliga-da a defenderla si la otra parte se lo pide.

3) El ataque de una de las partes a una determinada posi-ción debe referirse a la posición que, de hecho, ha sido presentada por la otra parte.

4) Las partes solo pueden defender su posición mediante argumentos que se relacionen con esa posición.

5) Ninguna puede presentar falsamente algo como una premisa que ha sido dejada implícita por la otra parte o negar una premisa que él mismo ha dejado implícita.

6) Ninguna parte puede presentar falsamente una premi-sa como un punto de partida aceptado ni negar una

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premisa que representa un punto de partida aceptado. 7) Ninguna parte puede asumir una posición como de-

fendida de manera concluyente si la defensa no ha te-nido lugar por medio de un esquema de argumenta-ción apropiado que haya sido correctamente aplicado.

8) En su argumentación, las partes solo pueden usar ar-gumentos que sean lógicamente válidos o capaces de ser validados haciendo explícita alguna de las premi-sas que han quedado implícitas.

9) Una defensa fallida de una posición debe dar como re-sultado que la parte que ha defendido esa posición se retracte de ella; y una defensa concluyente de una po-sición debe dar como resultado que la/s otra/s parte/s se retracte/n de sus dudas sobre dicha posición.

10) Ninguna parte puede usar formulaciones insuficiente-mente claras o confusamente ambiguas y debe inter-pretar las formulaciones de la otra parte de forma tan cuidadosa y exacta como sea posible.

En la medida en que estas reglas se presentan como las condiciones individualmente necesarias y conjuntamente sufi-cientes de la validez de una discusión crítica y que, según van Eemeren y Grootendorst, cualquier argumento válido ha de poder interpretarse en términos de una discusión crítica, este decálogo resultaría un modelo adecuado para una teoría de la evaluación de la argumentación en lenguaje natural. Pero lo cierto es que, a pe-sar de su gran difusión en otras disciplinas, la pragmadialéctica ha recibido numerosas críticas, sobre todo por parte de los parti-darios de la lógica informal y de los enfoques epistémicos dentro de la teoría de la argumentación. Por ejemplo, respecto a la teoría de la falacia, Johnson y Blair (1993) ponían en duda que esta propuesta realmente consti-tuya un modelo apropiado para dar cuenta de las falacias tradi-cionales. En primer lugar porque, según la definición de Van

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Eemeren y Grootendorst, las falacias como la falsa analogía o la ad verecundiam surgen cuando el protagonista utiliza un esquema argumental que el antagonista no reconoce como legítimo. En ese caso, el esquema no sería correctamente utilizado en la discusión crítica y estaríamos ante una violación de la regla 7. Efectivamen-te, si entendemos que una falacia es «un impedimento para resol-ver una diferencia de opinión de manera racional», esto es, me-diante una discusión crítica, es cierto que utilizar un esquema que no convence a aquel a quien hemos de convencer es una falacia. Pero como apuntan Johnson y Blair, el hecho de que exista desacuerdo sobre cuándo es apropiado usar un esquema de argu-mento no significa que sea realmente inapropiado. Luego la cues-tión de si estamos ante un error de razonamiento es una cuestión distinta a la de si logramos resolver una discusión crítica con nuestro interlocutor. Según Johnson y Blair, el precio de adoptar la definición de falacia que propone la pragmadialéctica sería desposeer al concepto de todo significado objetivo con relación a la validez o a la racionalidad de los argumentos: el ser falaz pasa-ría a ser una propiedad que no depende del argumento mismo, sino más bien de la reacción del interlocutor ante él. En relación con esto, Blair y Johnson consideran que estas definiciones de las falacias tradicionales, si bien pueden arrojar alguna luz sobre su análisis (por ejemplo, sobre el estadio de la argumentación en el que típicamente se producen), no consiguen recoger de manera fiel su significado habitual y, en algunos ca-sos, suponen una verdadera simplificación respecto de su caracte-rización tradicional. Blair y Johnson ponen en cuestión que, por ejemplo, la descripción pragmadialéctica de la falacia del hombre de paja como una violación de la regla 3, suponga una ganancia respecto a su descripción clásica. Pero existen casos más proble-máticos aún: afirmar que la falacia ad baculum consiste en una violación de la regla 1, «ninguna de las partes puede impedir a la/s otra/s que presente/n sus posiciones o que exprese/n dudas sobre otras posiciones», mediante un recurso al miedo del opo-

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nente, deja fuera el sentido de «un argumento que en realidad es una amenaza velada». Bajo esta descripción, ad baculum es tanto una amenaza velada como una amenaza evidente o, incluso, un tortazo, lo cual solo como una definición pragmadialéctica de fa-lacia resultaría aceptable (en realidad, ni siquiera el propio Wal-ton está dispuesto a definir falacia como «cualquier tipo de impe-dimento para la resolución racional de una diferencia de opinión», sino que distingue entre falacias y «meros errores» para añadir a las primeras el componente de «error sistemático e inten-cionado»). Por otra parte, tal como Woods ha señalado, según la pragmadialéctica, las falacias son violaciones de las reglas de la discusión crítica, las falacias que se corresponderían con la viola-ción de la regla 1 serían, además de la ad baculum, también la ad misericordiam, ya que se interpretaría como un impedimento para continuar la discusión a través de la excitación de la compasión del otro, e incluso la ad hominem, que sería un impedimento a través de su deslegitimación. Luego, desde el punto de vista de la pragmadialéctica, se trataría de la misma falacia, solo que come-tida de distintas formas. El absurdo de este resultado sirve para demostrar que, para caracterizar una falacia tradicional, a las re-glas de la pragmadialéctica debemos de añadir sus propias carac-terísticas tradicionales. Por tanto, la pragmadialéctica, por sí sola, en realidad no daría debida cuenta del catálogo tradicional de fa-lacias. Otro tipo de crítica que ha suscitado este enfoque tiene re-lación con su idea de que todo argumento es esencialmente dialó-gico y que todo argumento válido ha de poder ser reconstruido en términos de una discusión crítica. Blair (1998) trataba de demos-trar que el diálogo no es un modelo adecuado para todo tipo de argumentos. Para ello, partía de la recreación de distintos tipos de argumentos organizados según su creciente nivel de complejidad. Al último nivel de complejidad pertenecerían argumentos tales como la defensa de una teoría en un libro. Según Blair, este tipo

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de argumentos son característicamente non-enganged porque, aunque pudieran ser concebidos como turnos en un debate más amplio, en realidad no hay una verdadera implicación del que ar-gumenta con los presupuestos, objeciones y tesis de un contrario: aunque ambos estudien el mismo tema y defiendan posiciones más o menos incompatibles, no hay interacción en sus respectivos argumentos. En este tipo de argumentos, normalmente la identi-dad y las verdaderas opiniones de los oponentes son desconocidas para el que argumenta y, por tanto, este es libre para elegir su su-puesto auditorio. Para estos argumentos, la mayor parte de las re-glas de la pragmadialéctica no resultan aplicables. Pero ¿significa esto que se trata de argumentos no evaluables? Evidentemente, la respuesta es negativa y esto significa que las reglas de la pragma-dialéctica no son coextensivas con el concepto de validez para ar-gumentos del lenguaje natural. Por otra parte, Blair también insiste en que una cosa es que haya argumentos no-dialógicos y otra que haya argumentos no-dialécticos. Considera que todos los argumentos tienen una di-mensión dialéctica que, sin embargo, no queda convenientemente recogida por las reglas de la discusión crítica. Por esa razón, afirma que la pragmadialéctica no termina de diferenciar lo dia-léctico de lo dialógico. El tercer tipo de críticas que ha recibido la pragmadialécti-ca conciernen al problema del relativismo. Consideremos el con-cepto de validez con el que opera esta teoría: «un argumento es válido si es un medio eficaz para resolver racionalmente una dife-rencia de opinión». Por ejemplo, Tindale (1996) considera que el problema de la pragmadialéctica es su falta de un verdadero com-promiso con la retórica porque, en lugar de apelar a la persuasión de un auditorio universal, los pragmadialécticos apelan a la per-suasión de un interlocutor que puede ser más o menos exigente. Nada en las reglas determina el grado de competencia del interlo-cutor. Su estatus es tan solo el de aquel que ha de ser convencido y no forzado. Y, como dice Tindale, lo cierto es que si resulta po-

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co exigente, sus estándares de corrección pueden ser muy dudo-sos. En ese sentido, por ejemplo, la regla 2 resultaría especial-mente problemática: puede que la otra parte no encuentre motivos para pedir una mejor defensa de una posición debido a sus pro-pias limitaciones y no a la corrección con la que esta se haya rea-lizado. Por esa razón, Tindale afirma que una evaluación basada en la eficacia a la hora de resolver racionalmente una diferencia de opinión no es lo suficientemente restrictiva. Aunque lo cierto es que esta crítica solo funciona en la me-dida en que no seamos capaces de determinar la racionalidad en la resolución del desacuerdo mediante criterios externos al proce-so de la discusión crítica. El problema es que, entonces, el decá-logo de Van Eemeren y Grootendorst no se bastaría a sí mismo para determinar cuándo un argumento es válido, sino que necesi-taríamos un patrón normativo distinto del que proporciona la dis-cusión crítica: necesitaríamos criterios para sancionar los argu-mentos independientemente del efecto que produzcan en el interlocutor, pues esos criterios son los que servirían para deter-minar, a su vez, la racionalidad de este. Sin esos criterios, que no solo determinarían la racionalidad, sino también la potencial uni-versalidad de la eficacia de un argumento para convencer a un auditorio, tal como vimos anteriormente, no estaríamos en condi-ciones de determinar la bondad objetiva de los argumentos, sino tan solo su bondad subjetiva. Por último, respecto a las posibilidades de utilizar el mode-lo de la pragmadialéctica como teoría de la evaluación, otro tipo de crítica sería que, a la vez que algunas reglas, por su contenido puramente instrumental (en el sentido de «reglas útiles para pro-ducir la persuasión del oyente»), dejan un ancho margen para el relativismo, como es el caso de la regla 2 que acabamos de ver, otras reglas, precisamente para evitarlo, presuponen un método de evaluación distinto de las propias reglas que, en ocasiones, resulta demasiado restrictivo. Veamos por qué: mientras que para deter-minar el cumplimiento de las reglas 1, 2, 3, 4, 5, 6 y 10 solo nece-

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sitamos seguir el desarrollo de la discusión crítica, para determi-nar el cumplimiento de las reglas 7, 8 y 9 necesitamos hacer valo-raciones sobre el apoyo que las premisas prestan a la conclusión que se pretende establecer. En concreto, hemos de decidir sobre si se ha aplicado correctamente un esquema argumental, sobre si se han utilizado argumentos lógicamente válidos o sobre si la defen-sa de una posición ha sido fallida o no. En definitiva, para deter-minar el cumplimiento de estas reglas necesitamos una teoría previa de la evaluación para argumentos del lenguaje natural. En realidad, Walton es consciente de esta dificultad. Sus reglas también remiten a una evaluación previa: por ejemplo, una de ellas es «No conseguir responder adecuadamente a una cues-tión no debería permitirse, ello incluye respuestas que son indebi-damente evasivas», la cual requiere disponer de criterios para va-lorar cuándo una réplica es o no adecuada o evasiva. Pero el propio Walton subraya que sus reglas no sirven para la evalua-ción de los argumentos, sino para su crítica, una vez que hemos determinado su validez o invalidez. A cambio de presuponer que disponemos de una teoría de la evaluación que sirve para deter-minar cuándo una respuesta es apropiada o, en su caso, cuando hemos utilizado correctamente un esquema argumental, él consi-gue evitar el relativismo en la medida en que se limita a apelar siempre a patrones de corrección externos y no a la opinión de los propios participantes respecto de cómo se ha desarrollado el pro-cedimiento de discusión crítica. En definitiva, el enfoque de la pragmadialéctica, a pesar de su intento de hacer sistemático el estudio de las falacias tradicio-nales, no constituye una teoría de la falacia adecuada a los requi-sitos normativos de una teoría de la evaluación para lenguajes na-turales, cuando no directamente presupone una teoría de la evaluación, tal como hace Walton. 5.1.4. El tercer Walton y el modelo de los esquemas argumentati-

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vos En reconocimiento de estas dificultades, a partir de 1995, fecha de publicación de A Pragmatic Theory of Fallacy, Walton da un nuevo giro a sus planteamientos y aboga por un tratamiento de las falacias un tanto al margen de las reglas para la discusión crítica. Su principal objetivo es distinguir lo que serían meros errores ar-gumentativos de las verdaderas falacias, así como responder a lo que él considera que son las tres principales tareas de una teoría de la falacia: la identificación de las falacias, su análisis y su eva-luación. Según Walton, mediante el cumplimiento de estas tres tareas, una teoría de la falacia sería, sino un modelo para la eva-luación de los argumentos en sí mismo, al menos sí un medio pa-ra aprender a reconocer cierto tipo de error argumental y para guiar el análisis y la crítica de la argumentación defectuosa. Al igual que hiciera en Informal Logic: A Handbook for Critical Argumentation, Walton sostiene que el marco adecuado para entender y evaluar la argumentación es el de los contextos de diálogo cuyas reglas implícitas, más o menos convencionales, se dirigen a la realización de un objetivo característico. Sin em-bargo, en este nuevo proyecto, la definición de falacia queda aho-ra estrechamente vinculada a la idea de «esquema argumentati-vo». Un esquema argumentativo es, según Walton, un patrón de argumentación común cuya validez está asociada al cumplimien-to de una serie de condiciones, planteadas en forma de «preguntas críticas». Entre otros, Walton propone como esquema argumenta-tivo del «razonamiento por casos» (case-based reasoning) el si-guiente patrón:

Premisa: En este caso particular, el individuo a tiene la propiedad F y también la propiedad G.

Conclusión: Generalmente, si x tiene la propiedad F, en-tonces x también tiene la propiedad G.

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Para ser válido, este tipo de argumentos ha de responder satisfactoriamente a las siguientes preguntas:

1) ¿Es la premisa verdadera? 2) ¿Apoya el ejemplo la generalización de la que, se supo-

ne, es una instancia? 3) ¿Es el ejemplo típico de los tipos de casos que cubre la

generalización? 4) ¿Cómo de fuerte es la generalización? 5) ¿Concurren circunstancias especiales en el ejemplo que

limiten su generalización a otros casos? De ese modo, la propuesta de Walton constituye un modelo de análisis y de evaluación. Por un lado, los argumentos se anali-zan a partir de un catálogo de esquemas argumentativos informa-les. Por supuesto, dicho catálogo habría de ir completándose has-ta asegurarnos de que cubre todos los tipos de argumentación posibles. En A Systematic Theory of Fallacy, Walton ofrece solo un repertorio de los más comunes que, en ningún modo, pretende ser exhaustivo. De hecho, el propio Walton duda de que tal cosa sea posible, de manera que el proyecto de los esquemas argumen-tativos tiene más de metodología que de teoría de la evaluación propiamente dicha. Por otro lado, cada esquema argumentativo lleva asociadas sus correspondientes preguntas críticas, las cuales servirían para detectar si el esquema está siendo usado de manera ilegítima. En este caso, sí se pretende que el conjunto de preguntas críticas aso-ciadas a un esquema sea suficiente para asegurarnos de que cual-quier argumento interpretable como instancia de dicho esquema que responda adecuadamente a las preguntas críticas sea un ar-gumento válido. Mediante esta nueva estrategia teórica por parte de Walton, el desarrollo de una teoría de la falacia coincide con el desarrollo de un catálogo de esquemas argumentativos muy concretos. Pues

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es importante sopesar que, para Walton, una falacia no es cual-quier tipo de error argumentativo, sino un tipo de error muy con-creto, a saber: o bien se trata de paralogismos, es decir, un tipo recurrente de error de razonamiento que se basa en el uso de un esquema argumentativo de tal forma que sistemáticamente falla en responder adecuadamente a una pregunta crítica asociada; o bien se trata de sofismas, esto es, un tipo de perversión más am-plia de un esquema argumentativo, o secuencia de esquemas co-nectados, que habría sido tergiversado o usado incorrectamente en un diálogo y que constituiría una táctica engañosa de intentar conseguir lo mejor de la otra parte de manera ilegítima. Es decir, Walton asume la concepción tradicional de las fa-lacias, que en buena parte atiende a agrupaciones temáticas de los argumentos —como apelar a la fuerza (ad baculum), a una auto-ridad (ad verecundiam), a la piedad (ad misericordiam), a las ca-racterísticas del contrincante (ad hominem), a las consecuencias de adoptar una creencia (ad consequentiam), a los valores de un grupo (ad populum), al desconocimiento (ad ignorantiam), etcé-tera—, pero observa que estas clases de argumentos no siempre dan lugar a falacias: su objetivo será determinar bajo qué condi-ciones dichos patrones de argumento suponen no meros fallos ar-gumentativos, sino fallos sistemáticos, ocurridos en contextos de argumentación y asociados a cierta forma de engaño o falsa apa-riencia de argumentación. De ese modo, la principal dificultad de este nuevo plan-teamiento para desarrollar un modelo para la evaluación de los argumentos del lenguaje natural es la misma que la de las pro-puestas de Woods-Walton, Willard y el tratamiento estándar: co-mo el catálogo de posibles falacias no se genera recursivamente, el no ser una falacia del catálogo no es condición suficiente de validez. Como señalábamos más arriba, el propio Walton entien-de que su teoría de la falacia es una propuesta para la crítica de la argumentación, además de una guía para su evaluación, pero no un modelo de evaluación propiamente dicho.

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5.2. TEORÍAS REVISIONISTAS Como vamos a ver, además de articular un concepto de falacia que se ajusta por completo al enfoque normativo propio de la teo-ría de la argumentación, la principal ventaja que presentan este tipo de teorías respecto al tratamiento estándar y a las teorías que, como las del tercer Walton, Woods-Walton y Willard, pretenden dar cuenta del concepto de falacia que se deriva de nuestro uso natural del término, es la de delimitar el catálogo de posibles fa-lacias, de tal modo que consiguen hacer sistemático su estudio así como ofrecer un criterio practicable de buen argumento como «argumento en el que no se comete ninguna falacia». 5.2.1. Finocchiaro y sus «seis tipos de falacia» Seis años después de «Fallacies and the Evaluation of Reaso-ning», Maurice A. Finocchiaro (1987) publica «Six Types of Fa-llaciousness: Toward a Realistic Theory of Logical Criticism», en donde podemos observar una importante matización de las con-clusiones del primer artículo con respecto a la cuestión de la exis-tencia genuina de las falacias. Como señalábamos en la última parte del capítulo anterior, Finocchiaro tendía a identificar las dos conclusiones a las que lle-gaba: por un lado, que el concepto de falacia era incoherente y, por otro, que las falacias no existen más que como interpretacio-nes «poco caritativas» de los argumentos reales. Ahora vamos a comprobar que la identificación de estas dos tesis se debía, a su vez, a la identificación, sin más salvedades, de las caracterizacio-nes tradicionales de las falacias con el concepto de falacia. Preci-samente, en el artículo que ahora nos ocupa, esta identidad es lo que será cuestionado; y ello mediante la exposición de un catálo-

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go de falacias alternativo que sí haría posible la existencia de fa-lacias, a la vez que bloquearía la posibilidad de aceptar la paradó-jica tesis de que hay «falacias que no son siempre falaces». De hecho, esto significa reemplazar el concepto tradicional de fala-cia por una definición técnica del mismo adecuada a los fines de la teoría que él desea elaborar. Como hemos visto, tanto la concepción tradicional de la fa-lacia como las teorías continuistas, agrupaban los tipos de argu-mento falaz a través de determinadas características que, por un lado, serían razón suficiente para recusarlos como argumentos vá-lidos y, por otro, servirían para explicar por qué, a pesar de no ser válidos, nos resultarían tan sugestivos. Considerando la defini-ción estándar de falacia como un «argumento inválido que parece válido», Woods afirmaba que cualquier teoría de la falacia debía dar  cuenta  de  T’,  una  subteoría  sobre  la  invalidez,  y de T’’,  una subteoría sobre la apariencia de validez. Y una forma de interpre-tar ambas sería, entonces, partir de esas caracterizaciones clási-cas. Por su parte, Finocchiaro había puesto en tela de juicio las posibilidades del catálogo para justificar T’:   a   pesar   de   poseer  cierta característica que sería suficiente para considerar que un argumento es instancia de alguna de las falacias tradicionales, una interpretación suficientemente caritativa podría hacer de él un ar-gumento válido. Por consiguiente, aunque tuviésemos un catálo-go completo de falacias, este no sería coextensivo con el concep-to de invalidez no-formal de los argumentos reales. De manera que  la  inviabilidad  del  catálogo  para  producir  T’  es  doble:  por  un  lado, porque el catálogo puede fallar a la hora de señalar argu-mentos inválidos (luego no es condición suficiente de invalidez el ser instancia de alguna de las falacias del catálogo) y, por otro la-do, porque el catálogo solo recoge errores comunes (luego no es condición necesaria de invalidez el ser una instancia de alguna de las falacias del catálogo). Pero ¿y si pudiésemos disponer de otro catálogo que diese

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cuenta solo de falacias cuyas instancias fueran necesariamente argumentos inválidos y, además, cualquier argumento inválido fuese una instancia de alguna de ellas? ¿Y si, además de esto, el catálogo estuviese generado por un criterio que hiciese sistemáti-ca la clasificación?, ¿tendríamos entonces, por fin, una teoría de la invalidez T’,  para  los  argumentos  del  lenguaje natural? Finocchiaro ya nos había mostrado que cualquier argumen-to se puede interpretar como un argumento válido a poco que de-bilitemos suficientemente su conclusión y que la interpretación forzada de ciertos argumentos como instancias de falacias se de-bía a un intento de hacer ver que la conclusión era más fuerte de lo que realmente podía permitirse dadas las premisas. En este nuevo artículo, si bien insiste en que las falacias solo existen den-tro del marco de la concepción del argumento que el sujeto está valorando, ahora está dispuesto a admitir que, en determinados casos, una interpretación no inválida del argumento que estamos considerando sí que sería realmente forzada. Luego el criterio que va a utilizar para elaborar dicho catálogo de falacias alternativo será la relación que el propio argumento alega que existe entre sus premisas y su conclusión una vez interpretado. Finocchiaro parte de la idea de que la buena argumentación es aquella que logra la «justificación de la conclusión». Según es-ta idea, un argumento puede no ser bueno, es decir, su conclusión puede no estar justificada, cuando o bien no se sigue de las pre-misas, o bien el argumento contiene alguna premisa falsa. Finoc-chiaro rechaza que la teoría de la falacia haya de ocuparse de esta última causa de no-justificación, porque entiende que las falacias son un cierto tipo de error lógico y, por consiguiente, estarían al margen de consideraciones materiales sobre la verdad de proposi-ciones simples. Considerando, entonces, solo la primera causa posible de fallo argumentativo, Finocchiaro distingue seis tipos de falacias, entendidas como modos en los que la relación de la conclusión con las premisas puede fallar:

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En el primer tipo, la conclusión puede no seguirse necesa-riamente de las premisas, lo cual se demuestra mediante un con-traejemplo. Si el argumento alega que la conclusión se sigue ne-cesariamente de las premisas, pero podemos producir un contraejemplo, entonces estamos ante lo que él denomina «falacia deductiva». En el segundo tipo de falacia, la conclusión puede seguirse de las premisas, pero también puede seguirse con igual probabili-dad otra conclusión. Según Finocchiaro, este es el caso típico de los argumentos cuya conclusión pretende ser el explanans de unas premisas que constituyen el explanandum cuando, sin em-bargo, no tenemos razones para preferir este explanans a otro. A este tipo de fallo lo denomina «falacia explicativa». El tercer tipo de falacia es la «falacia presuposicional» y se produce cuando podemos construir un argumento cuya conclu-sión es la negación de un presupuesto sin el cual alguna de las premisas del argumento original no puede ser verdadera. Lo que denomina «falacia positiva» recoge aquellos argu-mentos de cuyas premisas no se sigue la conclusión, sino exacta-mente la negación de esta. La «falacia semántica» sería aquella en la que los argumen-tos no prueban la conclusión porque hay un uso ambiguo de al-guno de los términos que hace que, entendido en uno de sus sen-tidos, alguna de las premisas que lo contienen sea falsa, aunque implicarían la conclusión; y, entendido en el otro sentido, esa premisa no sería falsa, pero la conclusión entonces no se seguiría. Por último, Finocchiaro llama «falacia persuasiva» a aque-llos casos en los que «la conclusión no se sigue de las premisas porque es una de las premisas». Hemos de destacar que este catálogo es una clasificación de primer orden: lo que se clasifica son argumentos y no tipos de argumentos. Además, Finocchiaro no pretende remitir a alguno de sus seis tipos de falacia cada una de las falacias tradicionales, antes bien, observamos que se trata de clasificaciones incompati-

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bles, pues falacias tradicionales como la apelación a la autoridad o la petición de principio, cuando realmente son falaces, resultan ser aglutinaciones de distintos tipos de error, entendido este según el nuevo catálogo. Por otra parte, la controversia inherente a las clasificaciones de primer orden sigue presente: es cuestión de in-terpretación determinar qué relación alega el propio argumento que existe entre sus premisas y su conclusión. Pues bien, dado que el catálogo define un conjunto que, en principio, es extensionalmente equivalente a «argumento inválido en sentido no-formal», ¿sirve este catálogo para   generar   T’,   la  subteoría de la invalidez de los argumentos del lenguaje ordina-rio? El propio Finocchiaro se cuida de señalar que no es un méto-do para evaluar los argumentos, sino para guiar su crítica: dispo-nemos de seis tipos de falacia, es decir, seis modos en los que la conclusión puede no seguirse de las premisas. Pero para determi-nar si una conclusión se sigue o no de unas premisas necesitamos evaluaciones lógicas de las relaciones entre las proposiciones. Luego no estamos propiamente hablando ante un modelo para la evaluación sino más bien ante un modelo para la crítica de la ar-gumentación; es decir, un modelo que resulta operativo solo des-pués de que hayamos determinado que el argumento en cuestión no es válido, que no justifica su conclusión. A pesar de que, tal como está diseñado, este nuevo catálo-go de falacias hace que cualquier argumento inválido sea instan-cia de alguna de ellas y de que estos tipos de falacias garanticen que cualquier instancia suya sea un argumento inválido, no nos sirve como modelo para la evaluación de la argumentación. La teoría de la falacia de Finocchiaro, si bien resuelve los problemas que él mismo criticaba en la teoría de la falacia tradicional, a sa-ber, que la clasificación de primer orden no garantizaba la invali-dez, tampoco sirve para producir una teoría de la evaluación de los argumentos del lenguaje ordinario, sino que solo presupo-niendo que tal teoría existe resultaría posible la clasificación de las falacias que él propone.

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5.2.2. Ralph H. Johnson y el enfoque de la lógica informal Johnson (1978), desde la perspectiva de la lógica informal, es otro de los autores que ha cuestionado la viabilidad del concepto tradicional de falacia como «argumento que parece válido pero no lo es». En «The Blaze of her Splendours: Suggestions About Revitalizing Fallacy Theory», argumenta que el principal obs-táculo para elaborar una teoría de la falacia en esos términos es su carácter subjetivo: en última instancia, que sea una falacia es una cuestión de apariencia. Su opción será, entonces, partir de un concepto distinto de falacia que evite no solo los problemas de la tipología tradicional, que hace posible la paradoja de «falacias que no son falaces», sino también la necesidad de dar cuenta de T’’.  Este  nuevo  concepto  habrá  de  reunir  tres  requisitos:

(i) mantener el núcleo histórico de la idea de falacia co-mo un argumento lógicamente defectuoso;

(ii) al mismo tiempo, purgar el concepto de sus connota-ciones subjetivas y psicológicas; en concreto, evitar la referencia a cuestiones de apariencia;

(iii) introducir la noción de frecuencia; porque una falacia no es simplemente cualquier tipo de error en un argu-mento, sino uno que ocurre con cierta frecuencia.

Así pues, la definición de falacia que Johnson propone es la de un argumento que viola alguno de los criterios/estándares de los buenos argumentos y que ocurre con suficiente frecuencia en el discurso como para garantizar el que sea bautizado. De ese modo, Johnson propone una desvinculación del concepto respecto de la raíz latina del término fallax, que se rela-ciona con engaño y recuperar el sentido de falacia como paralo-gismo, término que, de hecho, es el que utilizó el primer autor

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que las estudió: Aristóteles. Sin embargo, el significado literal de paralogismo («al margen de la razón») queda matizado por (iii) que, en principio, es una propiedad contrastable empíricamente. Mediante este recurso, Johnson pretendería dejar para la psicolo-gía la subteoría T’’,  entendida  como  una  explicación de por qué las falacias resultan engañosas, mientras se limita a recoger esta característica como una cuestión de frecuencia: probablemente, lo que hace que las falacias se cometan con cierta frecuencia es que, a menudo, parecen argumentos correctos, pero por qué parecen correctos, en el enfoque de Johnson, es algo que no atañe al lógi-co informal sino al psicólogo. Por otra parte, mediante la enunciación de los crite-rios/estándares de los buenos argumentos y la definición de la fa-lacia como violación de alguno de ellos, Johnson trata de evitar lo que venimos denominando «la paradoja de la concepción tradi-cional», ya que los tipos de falacias que él define se remiten a la violación de estos criterios y de ese modo, permitirían asegurar que no es posible que den lugar a buenos argumentos. Ya hemos visto cómo Johnson y Blair deshacen esta paradoja al poner de manifiesto que en ella juega un papel fundamental el hecho de utilizar el término falacia en dos sentidos, uno normativo, como sinónimo de «argumento incorrecto», y otro naturalista, como si-nónimo de «argumento que presenta determinada característica» (como una apelación a la autoridad, a los valores populares, una reiteración de las premisas en la conclusión, etcétera). Johnson rechaza el sentido no normativo del término fala-cia y, como hemos observado al considerar la crítica de Finoc-chiaro al concepto, esto es una condición necesaria para que la teoría de la falacia pueda servir como una teoría de la evaluación; según este enfoque, para saber si un argumento es adecuado des-de el punto de vista normativo, habríamos de preguntarnos si con-tiene o no alguna falacia, pero esto solo tiene sentido si el catálo-go de falacias que articula dicha teoría se genera a través de una definición de falacia que evita que haya instancias de ellas que

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sean buenos argumentos. Así pues, si en la concepción de Johnson cada falacia con-creta se define como violación de uno de los criterios que son condiciones de los buenos argumentos, entonces deberíamos ob-tener un concepto de falacia en el que las falacias concretas cum-plen esta propiedad: que no es posible que ningún argumento que sea instancia de alguna de ellas sea un buen argumento. Por otra parte, para Johnson, un buen argumento es aquel que produce la persuasión racional del auditorio o interlocutor al que está dirigido. De ese modo, la definición presupone la racio-nalidad como un ideal normativo y no como una condición empí-rica, tal como él señala. Sin embargo, esta definición no puede excluir elementos no-normativos, tales como determinadas cuali-dades retóricas (el énfasis, el orden, la claridad, el ritmo, etcétera) que también serían características de los buenos argumentos, ya que favorecen la persuasión racional si el argumento además es bueno. Por esa razón, bajo mi punto de vista, hay un sentido más básico de normatividad que es el objeto de estos criterios, enten-didos como características necesarias y, conjuntamente, suficien-tes de los buenos argumentos y que remitiría más bien a la noción de validez (umbrella validity) con la que suelen trabajar los parti-darios del enfoque de la lógica informal: «un argumento es válido si sus premisas están conectadas adecuadamente a su conclusión y constituyen razones apropiadas para ella». La persuasión racio-nal sería tan solo una consecuencia deseable de los buenos argu-mentos, en este sentido más básico, pero no el criterio para identi-ficarlos, ni siquiera idealmente. De ese modo, vamos a ver que su catálogo de falacias de primer orden, definidas como violaciones de dichos criterios, no hace referencia a argumentos que no pro-ducen la persuasión racional, sino simplemente, como vimos en el apartado anterior, a las dos grandes causas de que la conclusión de un argumento no se siga de sus premisas: que se trate de ar-gumentos inválidos, en el sentido de umbrella validity o que sus premisas no sean aceptables (ya que, al contrario que Finocchia-

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ro, Johnson considera que a los modelos para la evaluación de la argumentación cotidiana sí les compete establecer, si no la ver-dad, al menos la aceptabilidad de las premisas que se han utiliza-do para intentar establecer la conclusión). Así pues, dicho catálo-go recoge estos tres tipos de falacia: en primer lugar, como hemos asegurado, Johnson afirma que las premisas del argumento deben ser aceptables para aquellos a los que se dirige porque la teoría de la argumentación no se ocupa tan solo de la relación entre las premisas y la conclusión de los argumentos, sino que también le concierne estudiar si la conclusión ha sido obtenida mediante un método adecuado. Por esa razón, entiende que si un argumento tiene premisas que necesiten ellas mismas ser argumentadas, en-tonces, no cumple con una de las condiciones fundamentales para considerar que se trata de un buen argumento. En ese caso, esta-mos ante el tipo de falacia que él denomina «premisa problemáti-ca». En segundo lugar, tenemos la cuestión de la pertinencia (relevance). Las premisas de los argumentos deben ser pertinen-tes a la hora de establecer la conclusión, en caso contrario, esta-mos ante la falacia que él denomina «razón no-pertinente» (irre-levant reason). Y en tercer lugar, las premisas en su conjunto deben consti-tuir una base suficiente (sufficient ground or evidence) para afir-mar la conclusión, en caso contrario, estaríamos ante la falacia de «conclusión precipitada» (hasty conclusion). Destacamos, como en el catálogo de Finocchiaro, que se trata de una tipología de primer orden, ya que se aplica directa-mente a los argumentos y no a los tipos de falacias (que son cla-ses de argumentos). Es por eso que Johnson sostiene que una fa-lacia tradicional como la ad verecundiam será un caso de conclusión precipitada si no se aporta evidencia de que la persona citada es una autoridad, mientras que será un caso de razón no pertinente si el tema sobre el cual trata el argumento y para el que se apela a la autoridad en cuestión no permite, por su naturaleza,

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una apelación a la autoridad. De ese modo, Johnson no rehúsa utilizar el catálogo tradicional y sus caracterizaciones de las fala-cias típicas, pero sí niega que estas sean la primera instancia a la hora de determinar por qué ciertos argumentos son falaces. Bajo esta concepción, dicho catálogo se redefine en función de esta ti-pología más básica, de manera que las falacias tradicionales son simplemente etiquetas que aglutinan distintos tipos de error en virtud de alguna característica más o menos arbitraria. Por ese motivo, para Johnson, el catálogo tradicional constituiría un catá-logo de segundo orden y cumpliría tan solo una función heurísti-ca. La incorporación de nuevos tipos de falacias seguiría, enton-ces, el criterio de su frecuencia en el discurso ordinario y, en cada caso, el tipo de falacia deberá presentarse mediante unas condi-ciones de identidad que, por un lado, aseguren que sus instancias son realmente argumentos falaces (por la concurrencia de al me-nos una de las tres falacias básicas) y que, por otro lado, permitan distinguirlo de otros tipos de falacias. De ese modo, Johnson trata de reducir el término falacia exclusivamente a su sentido normativo: no solo el catálogo de primer orden asegura que todas sus instancias son malos argu-mentos, sino también esta redefinición del catálogo tradicional, pues la primera condición para considerar un nuevo tipo de fala-cia es que incorpore alguna de las falacias básicas. Así pues, ¿sirve su teoría de la falacia como una teoría para la evaluación de los argumentos del lenguaje ordinario? Cierta-mente, Johnson en ningún momento trata de elaborar una teoría de la falacia que sirva por sí sola como teoría de la evaluación, aunque sí como teoría de la crítica. En primer lugar, si bien su de-finición de las falacias, tanto de primer como de segundo orden, excluye la posibilidad de que haya instancias suyas que sean bue-nos argumentos, respecto del catálogo de segundo orden, hemos de observar que no todos los malos argumentos son instancias de alguna de ellas, ya que la condición (iii) excluye aquellos errores que no son comunes. Luego, el hecho de que un argumento no

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sea instancia de alguna de estas falacias no es razón suficiente pa-ra garantizar que se trata de un buen argumento. Lo que aquí se pone de manifiesto es que, en realidad, aun-que aboga por un concepto de falacia distinto, Johnson, al contra-rio que Finocchiaro, no termina de desvincularse del concepto tradicional, según el cual, las falacias no son simplemente errores de razonamiento (paralogismos), sino tipos de error característi-cos. El requisito de la frecuencia sirve, entonces, para garantizar que se incluyen los errores engañosos, pues en definitiva, el que resulten engañosos es la causa de que se produzcan a menudo: tanto porque son medios exitosos de llevarse el gato al agua, co-mo porque pasan desapercibidos incluso al propio autor (lo enga-ñoso en la falacia no es siempre una cuestión de mala fe). La con-secuencia de esto para su catálogo de segundo orden es, como en el caso del tratamiento estándar, el tercer Walton, Woods-Walton y Willard, que existen argumentos inválidos que no son instancia de ningún tipo del catálogo. Esto por lo que respecta al catálogo de segundo orden. Sin embargo, y aunque él mismo no lo hace, deberíamos considerar las posibilidades del catálogo de primer orden. La razón es que, en principio, puesto que este catálogo se genera a partir de las condiciones necesarias y conjuntamente suficientes de los buenos argumentos, no solo no es posible que haya buenos argumentos que sean instancia de estas falacias, sino que tampoco es posible que haya malos argumentos que no lo sean de al menos una de ellas. Por tanto, ¿deberíamos concluir que este catálogo y el con-cepto de argumento inválido, en sentido «no-formal» son coex-tensivos? Puesto que este catálogo remite directamente a los criterios de aceptabilidad, pertinencia y base suficiente vamos a exami-narlos con más detalle para comprobar si, efectivamente, son condiciones necesarias y conjuntamente suficientes de los buenos argumentos, pues en caso contrario, una teoría de la falacia basa-da en ellos no serviría como teoría de la evaluación.

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Teniendo en cuenta estas consideraciones, detengámonos en la cuestión de la aceptabilidad de las premisas. Ya hemos visto las razones que da Johnson para considerarla un requisito de los buenos argumentos: si las premisas de un argumento no son acep-tables para el auditorio al que está dirigido, entonces, no es posi-ble que se produzca la persuasión racional de este. Pero una vez más, cabe señalar que situar la teoría de la evaluación de los ar-gumentos en el ámbito de la retórica y de las condiciones para que se produzca cierto tipo de persuasión hace reaparecer el pro-blema del relativismo: Johnson no puede poner como requisito la verdad de las premisas, la cual devolvería la cuestión de la vali-dez de los argumentos al ámbito puramente semántico, porque la considera una condición demasiado fuerte. El motivo es que su definición de buen argumento es relativa a auditorios e interlocu-tores, pues solo considerando la evaluación del argumento como la evaluación del acto de habla y asumiendo la perspectiva del oyente para determinar su eficacia, sus poderes causales para in-fluir en otras mentes, cabe hablar de la aceptabilidad de las pre-misas y no simplemente de su verdad. De ese modo, la aceptabilidad pretende ser una condición más débil. Pero lo cierto es que son categorías diferentes, no comparables: hay muchas proposiciones que son verdaderas y que, en cambio, no resultan aceptables; por ejemplo, y con permi-so de los intuicionistas, alguno de los disyuntos de cada proposi-ción de la forma «p o no-p» para la que no sepamos cuál es el verdadero (desde la conjetura de Golbach a proposiciones sobre hechos futuros). En cualquier caso, si el criterio es la aceptabili-dad de las premisas, y no simplemente su aceptación por parte del oyente, entonces nos retrotraeríamos a cuestiones epistemológi-cas del tipo «¿cuándo está justificada determinada proposición para un determinado auditorio?» y esto no solo es una cuestión de grado, sino que, sobre todo, es algo para lo cual carecemos de cri-terios claros y precisos. Intentar explicar este tipo de dificultades lo condujo, en Manifest Rationality (Johnson, 2000), a incluir

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como cuarto requisito de los buenos argumentos la verdad de las premisas. Respecto al criterio de pertinencia, Johnson reconoce que se trata de un criterio intuitivamente simple que, sin embargo, plantea muchas dificultades a la hora de precisarlo. Prueba de ello es la crítica que Woods ha planteado a la definición habitual de pertinencia en términos de probabilidad condicionada: Según esta definición, una premisa, P, de un argumento que contenga otras premisas, Q, es pertinente para la conclusión, C, si: a) prob (C, P y Q) es distinta de prob (C, Q),

o bien, b) prob (C, no-P y Q) es distinta de prob (C, Q). Sin embargo, tal como explica Woods, esta definición es deficiente, pues no sirve para computar argumentos que conten-gan una sola premisa. Por otra parte, resulta dudoso que la pertinencia de cada premisa sea realmente una condición necesaria de los buenos ar-gumentos: el que a un buen argumento se le añada una premisa no pertinente lo puede volver poco elegante, pero no incorrecto, en principio. Aunque no ofrece una definición de pertinencia, en Mani-fest Rationality considera la que ofrece Blair en Premise Rele-vance, según la cual, una premisa es pertinente si al aceptarla un auditorio está, o bien más inclinado a aceptar la conclusión, o bien menos inclinado que si no la aceptara. De ese modo, la per-tinencia también ha pasado en sus últimos trabajos a ser una cues-tión de grado: a mayor pertinencia de la premisa, más, o menos, inclinados estamos a aceptar la conclusión. Por otra parte, la per-tinencia, al igual que la aceptabilidad, resultan ser propiedades re-

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lativas: lo que es pertinente en un contexto, no tiene por qué serlo en otro. Blair, siguiendo la línea de Toulmin, incluso considera que los estándares de pertinencia varían de un campo o disciplina a otro, de manera que el concepto de pertinencia desaparecería a favor de los correspondientes conceptos disciplina-dependientes (pertinencia matemática, pertinencia filosófica, pertinencia en fí-sica, etcétera). Por último, la condición de que las premisas constituyan una base suficiente para apoyar la conclusión también resulta problemática: ¿cómo se determina la suficiencia si no es por una evaluación previa?, ¿y hasta qué punto ha de ser «suficiente»? En Manifest Rationality, considera que, al igual que la pertinencia y la aceptabilidad, la suficiencia es también una cuestión de grado y también que lo que resulta ser suficiente para establecer una con-clusión depende del contexto: no es lo mismo un juicio ante un tribunal o un congreso científico que una charla con amigos. Johnson ha intentado dar cuenta de estos criterios dentro de una teoría pragmática de la evaluación para la lógica informal. Sin embargo, su estrategia adolece, entre otros, de los problemas que hemos visto. Lo que aquí nos interesaba era distinguir las po-sibilidades de este enfoque para generar una teoría de la falacia que sirviese como teoría de la evaluación. Y respecto a eso, como decíamos, Johnson nunca ha considerado que su teoría de la fala-cia pudiera servir como teoría de la evaluación, ni siquiera por lo que se refiere al catálogo de primer orden. Si en «The Blaze of her Splendours», ya anunciaba que una «acusación de falacia» no era una refutación definitiva para un argumento, en esta nueva versión de los criterios de los buenos argumentos, esto se hace aún más patente: ahora, al introducir grados, la tipología de los fallos posibles de los argumentos se desdibuja y, como el catálo-go de las falacias de primer orden dependía de él, la cuestión de la evaluación se vuelve tan difusa que el hecho de que un argu-mento sea instancia de alguna de ellas no es razón suficiente para afirmar que se trata de un mal argumento.

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La conclusión que cabe obtener a través de este repaso de las principales teorías revisionistas de la actualidad es que una de-finición técnica del concepto de falacia que prime su sentido normativo, tal como requeriría una teoría de la evaluación para la teoría de la argumentación, ha de partir o bien de términos valora-tivos que, en realidad, presuponen ya una evaluación lógica de los argumentos (tal es el caso de Finocchiaro, pues como hemos vis-to, su teoría de la falacia depende de una teoría de la evaluación previa), o bien de hacer corresponder las condiciones de validez no-formales con el catálogo de falacias, definiendo falacia como «violación de alguna de estas condiciones». El problema consiste, entonces, en especificar dichas condiciones de tal modo que no presupongan una evaluación por otros medios (como sucede con la condición de que las premisas sean «base suficiente para esta-blecer la conclusión»), que las condiciones de identidad de cada falacia sean precisas y que el catálogo sea finito pues, de lo con-trario, tampoco tendríamos un verdadero método de evaluación para los argumentos del lenguaje natural. Como hemos visto en el caso de Johnson, su intento de hacer equivaler el catálogo de fa-lacias con lo que él considera son las condiciones de invalidez no-formales de los argumentos termina por desdibujar los propios criterios de identidad de las falacias.

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6. Conclusiones 6.1. CONDICIONES DE UNA TEORÍA DE LA FALACIA COMO MODELO PARA LA EVALUACIÓN DE LA ARGUMENTACIÓN

omo hemos analizado, una teoría de la evaluación debe explicar el significado de validez e invalidez aplicados a los argumentos del lenguaje natural. En el capítulo 4,

hemos visto que no puede tratarse de la validez e invalidez formal y también allí hemos considerado las dificultades de apelar a una teoría natural de la evaluación. La teoría de la falacia parecía una buena candidata a teoría de la evaluación para los argumentos del lenguaje natural, al menos en lo que a decidir sobre la invalidez se refiere. Pero en el capítulo 5, hemos mostrado las dificultades de las teorías actuales a este respecto. A partir de las observacio-nes que hemos desarrollado hasta ahora, podemos señalar las si-guientes condiciones necesarias para que una teoría de la falacia pueda servir como un modelo para la evaluación de los argumen-tos del lenguaje natural:

1. Debe delimitar el concepto de falacia de tal modo que no permita que haya instancias suyas que sean argu-mentos válidos, pues, de lo contrario, ser una falacia así definida no sería una condición suficiente de invalidez no-formal. Según la crítica de Finocchiaro que vimos en

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la segunda sección del capítulo 4, esta condición exclu-ye el tratamiento estándar.

2. Debe delimitar el concepto de falacia de tal modo que asegure que todos los tipos de argumentos inválidos sean instancias suyas, pues, de lo contrario, ser una fa-lacia así definida no sería condición necesaria de invali-dez no-formal. Con esta condición, de nuevo, queda ex-cluido el tratamiento estándar, así como los proyectos del tercer Walton, Woods-Walton y Willard.

Las condiciones 1 y 2 supondrían la coextensividad del concepto de falacia con el concepto de invalidez no-formal.

3. Los criterios de identidad de cada falacia han de ser su-ficientes para determinar si un argumento es o no ins-tancia suya.

4. Los criterios de identidad de cada falacia no deben in-corporar en sí mismos condiciones normativas, ni explí-citas, ni veladas (del tipo movimiento ilegítimo, apela-ción no-pertinente, etcétera) porque, de lo contrario, presuponen ya una teoría de la evaluación, de manera explícita, como en el caso de Finocchiaro, o de manera velada, como es el caso de alguna de las reglas de la pragmadialéctica, del segundo Walton y del modelo de Johnson.

5. Si las condiciones de invalidez propuestas por un mode-lo coinciden con un catálogo de falacias de primer or-den, este debe ser finito, o al menos ser generable sis-temáticamente (al contrario de lo que ocurriría, por ejemplo, con las propuestas del tercer Walton, Woods-Walton, Willard o el tratamiento estándar, ya que admi-ten nuevas incorporaciones no subsumidas en un mode-lo que las genere), pues, de lo contrario, las condiciones de validez no estarían determinadas de antemano por él.

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CONCLUSIONES

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6. La teoría que articule el análisis de las distintas falacias ha de incorporar, o ser compatible con, un método de interpretación de los argumentos del lenguaje natural pues, de lo contrario, no tendríamos un sistema para probar la invalidez de los argumentos del lenguaje natu-ral, tal como sucede en el caso de Woods-Walton.

Veamos, entonces, con más detalle cuáles son las conclu-siones que cabe obtener respecto a las dos clases de teorías de la falacia que hemos estado considerando hasta ahora. 6.2. TEORÍAS CONTINUISTAS Según la pragmadialéctica y el segundo Walton, algo parecido al elenchus aristotélico es el marco adecuado para generar la tipolo-gía clásica de las falacias. Pero como vimos en la segunda parte del capítulo 3, el elenchus es una categoría retórica, no lógica. Las normas del elenchus son retórico-pragmáticas, tienen que ver con un protocolo que ha sido establecido a lo largo de la práctica del debate. Ese protocolo se ha creado con vistas a la persuasión, y aunque idealmente la validez y la persuasión deberían ir unidas, esto no es así necesariamente: la retórica no puede ser la base de una teoría de la evaluación para la argumentación en lenguaje na-tural que intente evitar el relativismo que supone carecer de crite-rios para decidir si un argumento es bueno en sí mismo, indepen-dientemente de los efectos que pueda producir en su auditorio o interlocutor. La concepción tradicional de la falacia y las definiciones tradicionales de falacias remiten o bien a figuras temáticas (tales como los sentimientos populares, la piedad, las supuestas conse-cuencias indeseables de una posición, la autoridad o las caracte-rísticas del adversario, entre otras; y que en caso de ser falaces darían lugar a las falacias que denominamos ad populum, ad mi-

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sericordiam, ad consecuentiam, ad verecundiam o ad hominem, respectivamente), o bien a movimientos discursivos dentro del elenchus (tales como preguntar en lugar de responder, desviarse del tema, cambiar la argumentación por la amenaza, argumentar mediante un encadenamiento de causas hipotéticas o utilizar un vocabulario no-neutral, entre otros; y que en caso de ser falaces darían lugar a lo que denominamos «cambio en la carga de la prueba», «hombre de paja», «ad baculum», «pendiente resbaladi-za» o «lenguaje cargado», respectivamente). Esto quiere decir que las pautas que sirven para identificar las falacias concretas en los argumentos no son normativas sino meramente descriptivas, y que en esa concepción naturalista de lo que es una falacia, estas no sirven para determinar los casos de error argumental. De ese modo, bajo esta perspectiva, si alguien es acusado de argumentar ad hominem, entonces tendrá que demostrar que su maniobra es legítima solo porque existe una falacia que, en principio, pone en entredicho sus palabras. Si queremos identificar una falacia tradi-cional debemos atender a descripciones que por sí mismas no nos sirven para determinar que se trata de argumentos inválidos. Desde este punto de vista, el estatus de la acusación de fa-lacia sería entonces al revés de lo que suponen Johnson, Blair o Govier: no es que se trate de errores que se cometen con suficien-te frecuencia como para merecer bautizarse, sino que el hecho de que un tipo de argumento se haya incorporado al catálogo de fa-lacias porque a menudo sirve para colar conclusiones de manera ilegítima (esto es, conclusiones que no se siguen de las premisas, se valore esto como se valore), es algo a lo que debe atender todo aquel que quiera convencer a su interlocutor o auditorio. Esto su-pone apoyar la concepción naturalista de la falacia de Willard, basada en una perspectiva retórica, como única manera de reco-ger adecuadamente el significado del término, pero también asu-mir la carga crítica que la imputación de falacia tiene en el con-texto de la argumentación. De ese modo, la idea de falacia es la de «engaño culpable» y las consideraciones retóricas de la teoría

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CONCLUSIONES

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de la falacia de Willard serían las únicas capaces de hacer más hincapié en ello que en la idea de error. Sin embargo, esto tam-bién significa reconocer que semejante teoría de la falacia, aun-que pudiera llegar a ser sistemática a la hora de generar o dar cuenta del catálogo completo de falacias, no nos sirve como una teoría de la evaluación, porque los conceptos que ella genera no son suficientes para determinar la validez de los argumentos, solo su eficacia retórica. Como consecuencia de ello, se hace evidente que necesitamos un método adecuado de evaluación antes de de-cidir que determinado argumento es falaz. En definitiva, cabe pensar que el lugar de la teoría de la falacia es el de la teoría de la crítica como segundo momento en la evaluación de los argumen-tos del lenguaje natural. Prueba de ello es que, de hecho, una cosa es identificar qué tipo de falacia, en sentido naturalista, tendría-mos delante (lo cual es ya bastante controvertido) y otra, evaluar si el argumento es correcto y si responde a los compromisos retó-ricos y pragmáticos en los que incurre, es decir, si se trata de un movimiento verdaderamente falaz, en sentido normativo, o es un movimiento legítimo. Para cumplir con esta función, creo que cualquiera de los catálogos de primer orden de los que dan cuenta las distintas teo-rías de la falacia resulta adecuado como teoría de la crítica: una vez que sabemos que el argumento no es bueno, podemos expli-car por qué no lo era (según Johnson, por ejemplo, porque sus premisas no eran pertinentes o no tenían base suficiente como pa-ra inferir la conclusión, etcétera; según Finocchiaro, porque la re-lación entre las premisas y la conclusión era más débil de lo que el argumento requería, etcétera) e, incluso, para las teorías conti-nuistas, por qué nos ha parecido que era un buen argumento (por la eficacia psicológica del miedo (ad baculum), los valores popu-lares (ad populum), la deslegitimación del adversario (ad homi-nem), por la similitud con un patrón correcto de introducción de premisas (ad verecundiam) u obtención de conclusiones (falacias del condicional), etcétera.

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Una opción que parecía prometedora para justificar el as-pecto normativo de la teoría de la evaluación era la de definir ca-da falacia como un tipo de error lógico-engañoso-específico, al estilo de Woods-Walton. El problema consistía, entonces, en arti-cular ese catálogo: como señalaba el propio Woods, cada falacia específica posee distintas formas lógicas, lo cual vuelve al catálo-go tradicional impracticable como método de evaluación. Sin embargo, como hemos comprobado, esto no sería el principal in-conveniente: aunque el proyecto de Walton-Woods permitiera un estudio sistemático de las falacias, no nos serviría como teoría de la evaluación para lenguajes naturales porque el problema de la garantía para las formalizaciones de los argumentos del lenguaje natural seguiría estando en pie. Por su parte, la pragmadialéctica intentaba razonar el catá-logo a la vez que lo utilizaba como medio de evaluación. Sin em-bargo, ya hemos visto que el catálogo no se corresponde con las falacias tradicionales, tal como las hemos identificado hasta aho-ra. Para que se correspondiese tendrían que exponer las reglas simplemente por referencia a las propias falacias en su uso ilegí-timo. Por ejemplo, definir la falacia ad hominem como «una acu-sación no-pertinente contra el adversario», pero ¿tiene algún sig-nificado descriptivo no-pertinente? Necesitamos determinar por otros medios el apoyo que las premisas prestan a la conclusión para decidir que se trata de una acusación no-pertinente. Incluso suponiendo que fuese posible determinar descriptivamente estos usos ilegítimos, lo que obtendríamos no sería más que una rela-ción de ítems desestructurada. Para responder a esta dificultad, la pragmadialéctica podría renunciar a dar cuenta del catálogo tradi-cional de falacias y considerar un sentido técnico de falacia, al es-tilo de Finocchiaro o Johnson, cuyas instancias serían las corres-pondientes negaciones de las reglas de la discusión crítica. Pero, incluso entonces, el problema de la presuposición de elementos normativos en los criterios de identidad de cada falacia, así como el relativismo que se desprende de algunas de sus reglas, se

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transmitiría también a su teoría de la falacia, con lo cual, no daría lugar a una teoría de la evaluación satisfactoria. En definitiva, las teorías de la falacia que intentan justificar el catálogo tradicional no sirven como teorías para la evaluación de los argumentos pues, mientras que el modo de argumentación, por tema o por forma, puede catalogarse retóricamente, son las consideraciones sobre la validez intrínseca de los argumentos las que nos dicen en qué casos la persuasión ha procedido por me-dios legítimos y en cuáles no. Y no es solo por intentar dar cuenta del catálogo tradicional que estas teorías de la falacia están vincu-ladas a la retórica, sino porque el concepto mismo de falacia que ellas utilizan se contrapone a los de mero «error lógico», «mal ar-gumento» o «contradicción» en lo que tiene de «engaño o apa-riencia» y, en ese sentido, es retórico: tiene que ver con las condi-ciones para el logro de la persuasión, si bien de manera ilegítima. 6.3. TEORÍAS REVISIONISTAS Hemos advertido que una alternativa a las dificultades del enfo-que continuista consistía en olvidarse del concepto y del catálogo tradicionales y, o bien definir la falacia como un argumento que no reúne alguna de las condiciones necesarias de los buenos ar-gumentos, tal como propone Johnson, o bien identificar cada una de las falacias con un tipo de error argumental, definido de tal modo que abarque todos los casos posibles, tal como hace Finoc-chiaro. En el primer caso, el problema consistía en establecer es-tos requisitos de manera satisfactoria (y de ser posible, ellos mismos serían realmente la teoría de la evaluación que busca-mos). En el segundo caso, esta estrategia hacía necesario partir ya de una teoría de la evaluación que determinase previamente que se trata de un argumento incorrecto y, por tanto, falaz según la definición. En cualquier caso, el concepto de falacia que utilizan estas

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teorías difiere enormemente de su sentido habitual, de modo que, ante la pregunta de si la teoría de la falacia puede servir como una teoría de la evaluación para lenguajes naturales, tenemos la si-guiente disyuntiva: los proyectos más prometedores en ese senti-do son aquellos que renuncian a dar cuenta del uso cotidiano del término y de sus instancias clásicas. 6.4. EN CONCLUSIÓN La teoría de la falacia parecía el marco apropiado para ofrecer modelos para la evaluación de los argumentos del lenguaje natu-ral, porque el concepto tradicional de falacia, así como sus tipos paradigmáticos, parecía reunir tanto los elementos lógicos nece-sarios para determinar la invalidez de las inferencias, como los elementos pragmáticos y contextuales característicos del lenguaje natural que también sancionan qué se considera aceptable o no desde un punto de vista argumentativo. Las dificultades de las teorías que trataban de dar cuenta del catálogo tradicional hicie-ron volver la vista hacia un concepto técnico de falacia capaz de evitarlas, pero esta opción tampoco ha dado frutos de cara a ela-borar una teoría de la evaluación satisfactoria. Como hemos visto, el problema es que una teoría de la evaluación debe proporcionar criterios de identidad para los con-ceptos de validez e invalidez que no presupongan que ya somos capaces de discriminar entre buenos y malos argumentos, pues de lo contrario, resultaría circular. Pero si queremos recoger el ca-rácter normativo del concepto de falacia, entonces tenemos que asegurarnos de que la definición de cada falacia selecciona solo argumentos inválidos, y esto solo es posible si hacemos referen-cia a características normativas del tipo «apelación irrelevante», «base insuficiente», «movimiento ilegítimo», etcétera, porque como explicaba Maurice Finocchiaro, las determinaciones con-textuales de los argumentos del lenguaje natural impiden que

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CONCLUSIONES

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cualquier otra caracterización se limite a recoger solo argumentos inválidos. Como consecuencia de esto, nos vemos obligados a op-tar o bien por un catálogo de falacias que presupone ya una teoría de la evaluación, o bien por un catálogo de falacias que no es coextensivo con el concepto de invalidez no-formal (condiciones 1 y 2 del apartado anterior), o porque incluye instancias de argu-mentos válidos, o porque excluye instancias de argumentos invá-lidos. En definitiva, la conclusión que podemos obtener a través de este examen de las teorías de la falacia más relevantes es que, actualmente, ningún catálogo de falacias de primer orden, ni tra-dicional ni alternativo, puede realmente cumplir con los objetivos de la teoría de la evaluación. Bien porque no consigue ser exten-sionalmente equivalente a «argumento inválido en sentido no-formal» (tal como la crítica de Finocchiaro ponía de relieve res-pecto a la teoría tradicional y como aquí hemos puesto de relieve respecto a las teorías de Willard, Woods-Walton o el tercer Wal-ton), bien porque genera planteamientos relativistas respecto a qué es la validez de los argumentos del lenguaje natural (como la teoría de Willard, e incluso la pragmadialéctica), bien porque pre-supone ya una teoría de la evaluación (de manera explícita, como Finocchiaro, o de manera implícita, como Johnson, la pragmadia-léctica y el segundo Walton). Sin embargo, como decíamos más arriba, la función crítica que es posible adscribir a las teorías de la falacia que sirven para articular estos catálogos, como segundo momento de la evaluación de los argumentos del lenguaje natural, merece por sí misma continuar la tarea de descubrir, analizar y explicar ese tipo de error argumental que denominamos falacia. Y para esa labor, quizá las teorías continuistas sean las más adecuadas, porque al estar en mejores condiciones de dar cuenta de la connotación tradicional de engaño que acompaña al concep-to de falacia sirven, además, para ponernos sobre la pista de en qué consiste finalmente su poder de seducción. Dicha connota-ción de engaño no remite a las propiedades semánticas del discur-

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so, sino a sus propiedades pragmáticas y retóricas, a sus poderes causales, a su estatus de objeto del mundo que produce ciertos efectos. Sin duda, tales poderes causales pueden valorarse desde el punto de vista de su eficacia (como correspondería a la retóri-ca) o desde el punto de vista de su legitimidad (tal sería el objeti-vo de la teoría de la argumentación).

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