EVOLUCIÓN DE LAS FINANZAS PÚBLICAS 1970 2000

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PROGRAMA SOBRE CIENCIA, TECNOLOGÍA Y DESARROLLO Las finanzas públicas en México, 1970-2000 Crónica del fracaso de la política fiscal Marcos Chávez [VERSIÓN PRELIMINAR] 2001 Procientec Centro de Estudios Económicos El Colegio de México http://www.colmex.mx/informacion_academica/centros/cee/procientec/index.htm

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PROGRAMA SOBRE CIENCIA, TECNOLOGÍA

Y DESARROLLO

Las finanzas públicas en México, 1970-2000 Crónica del fracaso de la política fiscal

Marcos Chávez

[VERSIÓN PRELIMINAR]

2001

Procientec

Centro de Estudios Económicos El Colegio de México

http://www.colmex.mx/informacion_academica/centros/cee/procientec/index.htm

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Las finanzas públicas en México, 1970-2000 Crónica del fracaso de la política fiscal

Marcos Chávez M.*

Procientec

PRIMER CONGRESO DE HISTORIA ECONÓMICA ASOCIACIÓN MEXICANA DE HISTORIA ECONÓMICA

MESA DE DISCUSIÓN X: HISTORIA DE LOS IMPUESTOS EN MEXICO DOCUMENTO PRESENTADO EL 24 DE OCTUBRE DE 2001

1. El mito de Sísifo Uno de los múltiples problemas estructurales irresueltos de la economía mexicana, ha sido la crónica

precariedad de las finanzas públicas. A pesar de las sucesivas reformas fiscales instrumentadas entre los años

1970 y el 2000, periodo del que se ocupa el presente ensayo, que han tratado de superar las severas

restricciones financieras del estado, las cuales han imposibilitado que pueda cumplir adecuadamente con su

papel asignado en el desarrollo nacional, y que durante ese tiempo se haya experimentado un viraje

estratégico en el desarrollo, al transitarse del modelo de economía cerrada, sustentado teórica, política e

ideológicamente en el pensamiento estructuralista, la versión latinoamericana del keynesianismo, al de

economía abierta, justificado en la corriente neoliberal, que replantea radicalmente las funciones de esa

entidad, los resultados alcanzados han conducido siempre al mismo lugar: las recurrentes crisis presupuestales

del sector público, cuyas consecuencias han sido cada vez más devastadoras para México.

Los cinco regímenes que transcurren en el lapso de referencia, han realizado cambios de disímil intensidad en

la estructura de los ingresos y egresos públicos, varios de los cuales incluso han sido considerados,

pretenciosamente, como la «reformas fiscal integral» requerida en ese momento por el país. En realidad, en

algunos casos, los ajustes fiscales aplicados únicamente han tenido por objeto ampliar los márgenes de

maniobra oficial, sin corregir estructuralmente los problemas. Simplemente se hereda el colapso financiero

del estado al gobierno subsecuente. En otras circunstancias, las dificultades en las cuentas públicas se

* Programa de Ciencia, Tecnología y Desarrollo (Procientec), El Colegio de México. Este ensayo forma parte de una investigación más amplia, denominada "Diseño de una nueva estrategia de desarrollo para México", que se trabaja de manera colectiva en dicho Programa, con el apoyo de la Fundación John D. And Catherine T. MacArthur. Agradezco los comentarios y las sugerencias de Alejandro Nadal y Carlos Salas, integrantes del Procientec, para mejorar el texto, así

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entrelazan con otros graves desequilibrios macroeconómicos y productivos acumulados durante sus

respectivos sexenios y, al cabo, terminan por desencadenar una crisis fiscal y el desplome general de la

economía.

Como si se guardara escrupulosamente un símil con el mito de Sísifo, unos y otros gobiernos se han visto

obligados a reforzar las debilitadas finanzas públicas o reconstruirlas después de los acontecimientos. Esas

dificultades son acontecimientos que normalmente no ocurren de manera aislada. Por el contrario,

corresponden a un ciclo, el cual, por cierto, guarda una peculiar regularidad. Los contratiempos

presupuestarios son seguidos por la quiebra fiscal e insolvencia de pagos del estado y la aplicación de

políticas estabilizadoras que buscan corregir y restaurar el equilibrio de los principales agregados económicos

básicos: las cuentas externas, la sobrevaluación cambiaria, el productivo y el fiscal. Las medidas empleadas

para lograrlo son la corrección de los precios relativos y la contención de la demanda agregada, a través de la

política monetaria (altas tasas de interés) y fiscal restrictivas (menor gasto público) y la fijación de los

incrementos de los salarios nominales por debajo de la tasa de inflación.

Las devaluaciones eliminan o tornan manejable el déficit externo, y disminuyen los recursos necesarios para

cerrar la brecha de divisas, en un escenario donde el país ha sido marginado de los mercados de capitales.

Pero esa forma de ajuste externo, impuesta cuando es inevitable, tiene varios costos colaterales excesivos.

Uno de ellos es la espiral inflacionaria que suscita. Otra es su sesgo recesivo. La competitividad ganada por

las exportaciones se debe principalmente al abaratamiento de los precios y los bajos salarios reales, la cual

parcialmente anulada por la inflación y las desfavorables condiciones internas para los productores. El efecto

perverso de la devaluación se concentra en las compras foráneas que paralizan la producción —se encarece el

precio de los bienes intermedios y de capital foráneos—, sin que se presente una sustitución de importaciones.

La corrección de la balanza de pagos descansa esencialmente en la contracción del mercado doméstico.

Para controlar la inflación posdevaluatoria se emplea la ortodoxia estabilizadora, es decir, la contención de la

demanda agregada, por medio de las políticas monetaria (altos réditos) y fiscal (reducción del gasto público y

aumento de los ingresos), la contracción de los salarios reales. Estas medidas, junto a la devaluación terminan

por agudizar la recesión (producción e inversión), el desempleo, el desplome de los ingresos reales de la

población, el consumo y la tributación.

La reducción del desbalance fiscal se alcanza sobre todo por la contracción del gasto —corriente y de capital,

excepto los egresos destinados al costo financiero de la deuda pública—, más que por el aumento de los

ingresos —alza impositiva y de los precios de los bienes y servicios públicos—. Ello, sin corregir los

problemas fiscales estructurales, contribuye a reducir los requerimientos financieros del estado y el nivel de

la inflación. A cambio, refuerza la recesión, el desempleo, el deterioro de la calidad de los servicios públicos,

la infraestructura y el bienestar social. La contratación de nuevos créditos foráneos que únicamente buscan

evitar la interrupción en el pago del servicio de los débitos internacionales y la recuperación de la confianza

de los inversionistas.

como el inestimable apoyo recibido por parte de Tania Hernández y Hugo García. Los defectos este documento son de mi exclusiva responsabilidad.

usuario
Resaltado
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El equilibrio macro se alcanza con la economía en el «fondo del pozo». Después, al reactivarse la producción,

reaparecen nuevamente los desajustes, los cuales, más adelante, darán origen a una nueva crisis. Ese reiterado

ciclo ha sido la norma dominante en la historia económica de México entre los años1970 y 2000.

Ante la precariedad de las finanzas públicas heredada por los gobiernos conservadores del llamado

«desarrollo (des)estabilizador» (1958-1970), que favorecieron esencialmente al sector privado, a costa de

imposibilitar que el estado pueda atender las rezagadas y crecientes demandas de la población en ascenso y

del desarrollo económico, Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) pretende llevar adelante una reforma fiscal

—en parte basada en las medidas progresivas sugeridas por Nicholas Kaldor—. Pero la ríspida oposición

empresarial le obliga recular. Así, la fuerte expansión de los egresos públicos, acompañada de la debilidad de

los ingresos fiscales —bajas cargas tributarias y precios de los bienes y servicios públicos subsidiados—, se

traduce en un rápido aumento del déficit público que es financiado por el endeudamiento interno —que resta

recursos al sector privado— y externo y la emisión primaria del circulante.

La ausencia de una reforma fiscal, la falta de corrección de los desequilibrios estructurales del modelo de

sustitución de importaciones, el deterioro de las cuentas externas, el ascenso de la inflación, la insostenible

sobrevaluación cambiaria y la fuga de capitales, financiada con la contratación de deuda pública externa, entre

otros factores, conducen a la crisis de 1976 y la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional

(FMI), que impone un programa ortodoxo de estabilización, el cual es reconocido por el gobierno de José

López Portillo (1976-1982).

Entre otras medidas, la ortodoxia monetarista propone enfrentar la crisis fiscal por medio del método fácil o

falso: la austeridad, que descansa esencialmente en la contracción del gasto, ante la escasa elasticidad en el

aumento de los ingresos. Sin embargo, los recientes descubrimientos petroleros no sólo permiten al gobierno

abandonar prematuramente los compromisos asumidos con el FMI, incluyendo entre ellos la corrección del

déficit presupuestal. Las cuantiosas divisas recibidas por concepto de las exportaciones de los hidrocarburos

eliminan la posibilidad de llevar a cabo la anhelada reforma fiscal. De esa manera se inicia la dependencia

fiscal del petróleo. El crecimiento del gasto gubernamental no puede ser compensado por los ingresos

petroleros ni por la deuda externa contratada con relativa facilidad, debido la temporal existencia de la

liquidez internacional, las bajas tasas de interés foráneas y la garantía del crudo, cuyos precios se proyectan

exponencialmente.

El desplome de los precios del petróleo en 1981-1982, el aumento de los réditos foráneos, los errores en la

instrumentación de la política económica, el desborde de la economía, la crisis política entre el gobierno y los

empresarios, las fugas de capitales y la contratación de créditos externos de corto plazo, entre otros factores,

desencadenan la crisis de 1982. En ese año, el déficit público no sólo alcanza su mayor nivel histórico

conocido. Además, el gobierno tiene que reconocer su insolvencia de pagos y se ve obligado a demandar el

rescate financiero por parte de estados Unidos y un nuevo respaldo del FMI.

A partir del régimen de Miguel de la Madrid (1982-1988), que transcurre en el peor escenario interno y

externo, empieza a delinearse un viraje estratégico en el modelo de desarrollo y en el nuevo papel que jugará

el estado hasta la fecha. El proceso de saneamiento de las finanzas públicas sigue una doble perspectiva.

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Por un lado, el ajuste fiscal es considerado como un factor fundamental dentro de los programas ortodoxos y

heterodoxos de estabilización. Bajo esos enfoques, influidos por la tradición monetarista, se responsabiliza al

déficit público del proceso inflacionario. Como de costumbre, la corrección descansa fundamentalmente del

lado del gasto programable, que registra un notable desplome, excepto el costo financiero de la deuda pública.

En materia tributaria, se realizan diversos cambios para tratar de elevar la recaudación que, no obstante, no

superan la dependencia y vulnerabilidad fiscal del petróleo. Entre esas medidas trasciende una que indica un

giro radical en la orientación de la política tributaria: la reducción de las cargas fiscales directas (impuesto

sobre la renta), supuestamente para estimular el «círculo virtuoso» del ahorro, la inversión, la producción, el

crecimiento y el empleo, que es compensada con la creciente importancia de los gravámenes indirectos

(impuestos al consumo), bajo el argumento de que éstos últimos son socialmente «neutrales».

Por otro lado, se promueve la reforma estructural del estado, bajo los fundamentos neoliberales, que abarca

desde la liquidación y fusiones de la administración central, las primeras privatizaciones de empresas

paraestatales, hasta el cambio de sus funciones como entidad benefactora, inversionista, reguladora y

administradora de la demanda, que, según el nuevo enfoque ideológico oficial, explican el ineficiente

funcionamiento de los mercados, la escasa creatividad empresarial y la generación de sectores parasitarios de

la población que subsisten al amparo del tutelaje público, en favor de una institución menos intervencionista,

cuyas tareas se limitarían a preservar el funcionamiento eficiente del «libre mercado» y optimizar de la

acumulación privada de capital. Ello aligeraría las presiones financieras del sector público y le proporcionaría

ingresos extraordinarios por una sola ocasión que ayudarían a ajustar las hojas de balance.

En apariencia, esas medidas resultados fallidas, pues el déficit público se mantuvo a niveles similares a los de

1982. Sin embargo, el balance primario arroja un balance positivo, lo que indica la existencia de un

sobreajuste, y el operacional reduce significativamente su signo negativo, debido a los efectos de la inflación

y de las tasas de interés sobre las finanzas estatales. Ante la marginación del país de los mercados

internacionales de capital, la deuda interna y el financiamiento primario se convirtieron en los principales

mecanismos para compensar los requerimientos financieros. El crecimiento cero de la economía, el desborde

de los precios y los bajos precios del crudo comprometieron los ingresos, entre otros problemas,

comprometieron el balance público, obligando a imponer medidas drásticas (la heterodoxia estabilizadora) en

el último año de ese régimen. La crisis de 1987 marca el fracaso de esas políticas públicas.

Si bien con De la Madrid se empiezan a delinear las directrices del nuevo proyecto de nación, a Carlos Salinas

de Gortari (1988-1994) le corresponde el mérito de moldearlo y radicalizar las reformas estructurales, las

cuales, en realidad, únicamente sigue fielmente las directrices promovidas por el gobierno estadounidense (el

llamado Consenso de Washington), el FMI y el Banco Mundial —medidas que, por cierto, ya experimentaban

en el Cono Sur de América latina desde principios de los años setenta—. Salinas lleva a cabo lo que se ha

denominado como el «proceso simultáneo de desestructuración y estructuración», la desarticulación y

demolición de un modelo y la construcción de otro que se orienta al mercado mundial, que busca integrarse al

mundo «globalizado», donde el estado adquiere un papel decisivo.

Las dos líneas anotadas anteriormente se profundizan. El ajuste fiscal continúa considerándose importante en

la heterodoxia estabilizadora. La política tributaria amplía su nuevo perfil regresivo al recortarse aún más las

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cargas a las empresas y las personas físicas, en la búsqueda por homologarla a los niveles prevalecientes en

Estados Unidos para tratar de atraer capitales foráneos. El gasto ejercido continúa reduciéndose, lo que,

inevitablemente, deteriora la calidad y la oferta de los servicios públicos. La inversión pública física

desciende y aunque a finales del sexenio tienden a aumentar los egresos sociales, estos son insuficientes para

atender las necesidades de la población. El manejo de las finanzas públicas, regidas por el mito del balance

fiscal de «cero por ciento» a cualquier precio, posibilita que en la primera mitad de los años noventa los

balances público, operacional —que registran los efectos de la inflación en el costo financiero de la deuda

pública— y primario —que ya había sido corregido previamente— alcancen un superávit, situación reforzada

por la privatización masiva de las empresas paraestatales y el inicio del retiro del estado de sectores

estratégicos de la economía. Ciertamente, la renegociación de la deuda pública externa, a finales de los años

ochenta, atempera los requerimientos financieros del estado. Pero su efecto en el saldo total es, en sentido

estricto, modesto. Y, la baja en los intereses pagados anualmente por ese concepto, está más asociada al

recorte de los réditos internacionales que a dicha negociación. El efecto favorable radica más bien en el hecho

de que permite el gobierno y los empresarios retornar al sistema financiero internacional, sobre todo a los

mercados voluntarios, más que al bancario tradicional.

La crisis devaluatoria al inicio del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) el subsecuente colapso

económico, muestran la fragilidad, los límites y las contradicciones de las políticas de estabilización y de

ajuste estructural promovidas por el salinismo. En particular, las finanzas públicas se ven quebrantadas, entre

otras razones, por la incapacidad para cubrir con el alto monto de los pasivos internos públicos vinculados al

tipo de cambio (Tesobonos) y el servicio de la deuda externa. El rescate financiero organizado por Estados

Unidos a favor del gobierno mexicano, tiene varios objetivos: evitar su insolvencia de pagos que hubiera

afectado a los inversionistas de su país; garantizar la sobrevivencia del régimen; preservar la imagen de la

experiencia mexicana, considerada como un modelo ejemplar para otras naciones; y cerrar el paso a una

eventual reversión de las reformas neoliberales, que podrían contaminar a otras zonas, lo que hubiera sido

perjudicial para los intereses hegemónicos de esa potencia.

Ese rescate sólo permite superar los requerimientos financieros asociados a los débitos públicos. El ajuste

fiscal descansa en una alza importante de los impuestos indirectos. Pero como la cuantía de los ingresos

recibidos es menor a la deseada, debido a la baja recaudación provocada por la recesión, el peso de la

corrección recae, a la usanza ortodoxa, en el gasto programable, que termina por profundizar la contracción de

1995. Además, la disminución de los egresos es determinada por otro factor que exige una contracción más

intensa: el imperativo por obtener un excedente significativo que se emplea para financiar el rescate bancario

que, al igual que el costo financiero de la deuda pública —en especial la externa que se eleva por la

conversión de los Tesobonos en foránea, aunque después desciende, y el respectivo aumento de sus intereses

que se mantendrán altos—, gravitará sobre el gasto total. En parte, los apremios financieros son compensados

con la radicalización en el retiro de la intervención pública en la economía, de acuerdo el compromiso

asumido con el FMI por llevar hasta sus últimas la llamada segunda generación de las privatizaciones de

sectores estratégicos de la economía.

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La mejoría fiscal observada después de la recesión de 1995-1996, es alterada en 1998 por la caída de los

precios del crudo, obliga a realizar otro fuerte ajuste en el gasto con tal de cumplir la meta del balance fiscal

programado. La permanencia de la debilidad fiscal determina que se de un manejo austero en las finanzas

públicas durante los dos siguientes año. El gobierno zedillista cierra con un déficit público mínimo y sin la

presencia de la tradicional crisis de fin de sexenio, lo que conduce a suponer que las reformas fiscales, el

nuevo estado y el modelo neoliberal han sido relativamente exitosos, lo que justificaría el que mandato

encabezado por Vicente Fox, el primer régimen conservador no priista, haya decidido presentarse como

heredero y continuador de ese proyecto de nación, imponiéndole sólo algunos ajustes para mejorar su

eficiencia.

Sin embargo, el nuevo desplome de los precios del petróleo en el 2000 testifica, entre otras cosas, el fracaso

de las reformas fiscales de la era neoliberal. La situación fiscal actual no es precaria, es dramática, pues

subsiste la dependencia y vulnerabilidad estructural de los ingresos petroleros (éstos aportan el 36.8% del

total de la recaudación del gobierno federal), la tributación es notoriamente baja para atender las necesidades

económicas y sociales del desarrollo, y el balance público estimado para el 2001 (0.9% del PIB) no revela los

verdaderos requerimientos financieros del estado —la eventual conversión del rescate bancario en deuda

pública interna y el pago de los proyectos de inversión financiada (Pidiregas) realizados por el sector privado,

que evidencian que las finanzas públicas se encuentran seriamente comprometidas para el futuro.1

Al balance arrojado por los cambios instrumentados entre finales de los años 1982 y el 2000, obsesionado por

alcanzar un «balance fiscal cero» a cualquier precio, y que pretendió modernizar la hacienda pública, muestra

los siguientes aspectos:

1) La carga tributaria del sector público (los ingresos como proporción del PIB) es más baja respecto del nivel

registrado a principios de los años ochenta 21.4% contra 28%; los tributarios pasaron de 15.5% a 15.6%), y

del prevaleciente en otras naciones subdesarrolladas similares a México, lo que indica la pobreza de los

resultados alcanzados.

2) Ante los limitados ingresos recibidos, la corrección fiscal ha recaído principalmente en la una mayor

contracción de los egresos diferentes al costo financiero de la deuda pública. Los efectos nocivos de esa

medida han sido la acumulación de notables rezagos en la calidad de los servicios públicos, el bienestar

social, que ha contribuido a acrecentar el empobrecimiento, el malestar social de la mayoría de la población y

el riesgo de estallidos políticos, y el deterioro de la inversión física, el cual, por no ser compensada con la

privada, ya representa un grave deterioro en la infraestructura básica y el desarrollo próximo del país.

1 El problema fiscal es realmente preocupante, ya que si las llamadas «obligaciones no contabilizadas» —que representan 2.08% del PIB en el 2000— son legalizadas como deuda gubernamental, el déficit público se elevaría a 3% del producto y por encima de 4% hacia el 2006, lo que exigirá buscar las formas para compensarlo. Sólo la conversión del rescate bancario, estimado en alrededor de 800 mil millones de pesos, más que duplicaría la deuda pública interna, cuyo monto actual es de 714 mil millones, equivalente a 12.5% del PIB. La deuda pública total respecto del PIB, que es de 1.5 billones de pesos —26.6% del PIB— superaría los 2 billones —en más de 10 puntos porcentuales—, con la consecuente elevación del costo financiero, que en estos momentos absorbe el 11.2% del gasto total, y que podría incrementarse a cerca del 20%, lo que comprometería el presupuesto futuro del país por varias décadas y aumentaría el riesgo de reiteradas crisis fiscales. Véase: SHCP, La nueva hacienda pública, México, 2001. Los datos son estimados en base de los anexos estadísticos de los informes de gobierno e informes de la Secretaría de Hacienda y crédito Público.

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3) La estrategia fiscal instrumentada en ese periodo, sin embargo, dista de ser un problema exclusivamente

técnico y neutral. En el fondo es un problema fundamentalmente político, donde se definen las

responsabilidades del estado en el desarrollo, las pugnas sociales por la distribución del ingreso y la riqueza

nacional, la distribución social de los costos y beneficios de las crisis, las políticas estabilizadoras y la

emergencia del nuevo proyecto de nación.

La política fiscal, como parte de las políticas públicas en general, representa la ruptura definitiva con el pacto

social que definió el desarrollo de México después de la revolución mexicana hasta principios de los años

ochenta. El manejo tributario progresivo es sustituido por la opción regresiva al estilo

reaganeano/thatcheriano. Por su parte, el ejercicio del gasto también desmantela las bases de legitimidad y

consenso, los arreglos fiscales y corporativos que definieron la antigua relación estado-empresarios-sociedad.

Omite el compromiso para promover, así sea pálidamente, el bienestar, el crecimiento a largo plazo, para

atenuar la violencia del ciclo económico. Bajo el nuevo pacto, la política fiscal concentra su atención en favor

de la acumulación privada de los conglomerados nacionales y extranjeros. El estado, en realidad, no se retira

de la escena. Sólo cambia de ropaje y de beneficiarios. Su fuerza se reduce con la economía abierta. Lo

mismo que el manejo soberano de política económica.

1. Primer ciclo: el fracaso fiscal del populismo, 1970-1982

La situación de las finanzas públicas heredada por los regímenes del «desarrollo estabilizador» al régimen de

Luis Echeverría Álvarez (LEA), es sin duda comprometida, si se considera la disponibilidad de recursos que

se requieren para financiar las necesidades del desarrollo nacional. Aunque la preocupación por el problema

fiscal que padece el estado mexicano ha sido por décadas un tema recurrente,2 durante el periodo 1958-1970

nada se hizo para superar estructuralmente esa restricción. Por el contrario, los gobiernos de Adolfo López

Mateos (ALM) y de Gustavo Díaz Ordaz (GDO) prefieren ocultar esa dificultad detrás de la aparente

estabilidad mostrada por la economía durante esos años y transferirle a LEA la responsabilidad y el conflicto

por tratar de llevar adelante la reforma fiscal, merced a los costos políticos que implica asumir una decisión de

esa naturaleza.3

ALM y GDO optan por trabajar con una base tributaria anémica, restrictiva y regresiva, y con un gasto

conservador, aún cuando de esa manera se sacrifica la eficacia rectora del estado en la promoción del

2 Véase al respecto los trabajos de Victor Urquidi, “El impuesto sobre la renta en el desarrollo económico de México”, en Leopoldo Solís, La economía mexicana, FCE, Lecturas, núm. 4, México, 1978; “La política fiscal en el desarrollo económico de América Latina”, en Hector Assael, Ensayos de política fiscal, FCE, Lecturas, núm. 2, México, 1978. José Ayala, “Límites y contradicciones del intervensionismo estatal: 1970-1976”, en Rolando Cordera, Desarrollo y crisis de la economía mexicana, Lecturas, núm., 39, México, 1981. 3 Como ha comprobado Towel Aarón, alrededor de la política fiscal generalmente se observa un conflicto social que involucra la disputa sobre la renta nacional y las cargas fiscales, así como la distribución de los beneficios en la asignación del gasto público. El desenlace en la orientación, el contenido y la distribución de los costos de esa política, está asociado a la postura política de los sectores sociales, su fortaleza o debilidad ante el gobierno, la situación de éste último y del país, su capacidad para imponer o no medidas de acuerdo a sus intereses, entre otros factores. Towel Aarón, “¿Son necesarias las crisis económicas para la liberalización del comercio y la reforma fiscal? La experiencia mexicana”, en Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards, Reforma, recuperación y crecimiento en América Latina y Medio Oriente, BID, Washington, 1996.

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desarrollo a largo plazo, en especial en la inversión física de la infraestructura de largo plazo, la atención de

las crecientes necesidades sociales de la población, el rápido proceso de urbanización y la compensación de

las desigualdades sociales (distribución del ingreso). Como proporción del PIB, los ingresos totales del sector

público son menores a sus egresos totales, en promedio, para el periodo 1965-1970, pues el primero equivale

a 15.6% y el segundo a 17.8%; la tasa media anual de expansión real de ambos indicadores es de poco más de

5%, por debajo de la correspondiente al ritmo promedio de crecimiento de la economía durante el «desarrollo

estabilizador», que es de 7%.4

La política fiscal en estos años, que más que tener una orientación recaudatoria tiene un sesgo en favor de la

promoción del sector privado, por medio de las bajas cargas impositivas (la contribución del impuesto a la

renta de las personas y de las empresas es baja con relación al PIB), el otorgamiento de subsidios al capital, el

estímulo a su ahorro e inversión, la transferencia de ahorros financieros, mediante la emisión de títulos de

deuda pública interna tomados por la banca y los organismos financieros, el gasto en inversión pública para el

impulso de las llamadas «economías», externas (obras de infraestructura e industrias básicas, y la venta de

bienes y servicios públicos subsidiados, entre otros mecanismos. Los Ingresos adicionales del gobierno

provienen del ingreso de los trabajadores y de los impuestos indirectos, que son de carácter regresivo, pues,

disminuyen la capacidad de consumo de la mayoría de la población. En parte, ese manejo de las cuentas

públicas estimula el proceso de concentración del ingreso y la riqueza nacional, los cuales, por cierto no

muestran importantes repercusiones en la formación del ahorro privado y la inversión productiva. La

formación bruta de capital fijo es del orden de 19% del PIB, en promedio, la privada de 12% y la pública de

casi 7%, mostrando una gradual tendencia ascendente.5

Como es natural, el diferencial entre los ingresos y egresos públicos provoca un gradual deterioro de las

finanzas públicas, cuyo déficit respecto del PIB se eleva del orden de 1% a 3.1% del PIB durante el

«desarrollo estabilizador».6 Los mecanismos empleados para financiar el desbalance fiscal es la contratación

deuda interna y externa —estos recursos también contribuyen a compensar el déficit corriente de la balanza

de pagos—, aprovechando, en el último caso el atractivo internacional que representa la imagen de estabilidad

ganada por el «milagro mexicano». En ese tenor, la deuda total del sector público como proporción del

producto entre 1965 y 1970 pasa de 18.4% a 20.3%; la interna de 8.9% a 10% y la externa de 9.5% a 10.3%.

4 Los datos citados en este ensayo pueden revisarse en el anexo estadístico. 5 La versión oficial sobre ese periodo puede verse en: Antonio Ortiz Mena, El desarrollo estabilizador: reflexiones sobre una época, FCE, México, 1998. Véase también: Clark W. Reynolds, “Por qué el «desarrollo estabilizador» de México fue en realidad desestabilizador”, Trimestre Económico, FCE, México, pp. Los datos son de fuentes oficiales señaladas en los cuadros estadísticos. 6 De acuerdo con la contabilidad gubernamental, el balance fiscal se considera como el resultado superavitario o deficitario de los ingresos y egresos totales, tanto del Gobierno Federal como de las entidades paraestatales de control presupuestario directo e indirecto. Se divide en presupuestario y extrapresupuestario. El primero mide la diferencia entre los ingresos presupuestarios petroleros y no petroleros, y los gastos presupuestarios del Gobierno Federal y del sector paraestatal de control presupuestario directo. El otro es el balance entre los ingresos y egresos de los organismos y empresas de control presupuestario indirecto. El balance primario resulta de la diferencia entre los ingresos totales del sector público y sus gastos totales distintos del costo financiero de la deuda pública. Los intereses devengados de un ejercicio fiscal corresponden esencialmente a los débitos acumulados en los ejercicios anteriores. Por tanto, el balance primario mide el esfuerzo realizado en el periodo corriente para ajustar las finanzas públicas. Por su parte, el balance primario corresponde a la diferencia entre los ingresos totales del sector público y sus gastos totales, sin considerar a los intereses pagados.

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Medida en dólares corrientes, los débitos públicos foráneos se duplican, al pasar de 2.1 mil millones de

dólares a 4.3 mil millones, con su consecuente elevación en el pago de intereses, el cual, en 1970, representa

el 43% de las amortizaciones.7

Desde luego, la difícil situación de las finanzas públicas no es el único problema transferido a LEA. A este

simplemente se agregan otros desequilibrios económicos que tienen que atenderse, como son los que observan

los sectores productivos, la sobrevaluación cambiaria, provocada por la obsesión por mantener a cualquier

costo la paridad fija en 12.5 pesos por dólar, el deterioro de la cuanta corriente de la balanza de pagos cuyo

saldo negativo aumenta 3.4 veces entre 1958-1970, al pasar de 385 millones de dólares a mil 318 millones, el

cual es explicado por el déficit público, la sobrevaluación y la incapacidad del modelo industrial para

financiar su propia expansión, y que anualmente exige mayores flujos de capital para cerrar la brecha de

divisas. Esos y otros factores no reflejan más que los obstáculos, las contradicciones, los límites y el

agotamiento estructural del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones y de la política

económica empleada hasta el momento.

Sin embargo, los conflictos desbordan la esfera fiscal. A éste hay que añadir los problemas sociales y políticos

que, de alguna u otra manera, se manifiestan en la concentración del ingreso tolerada y promovida desde el

gobierno, las crecientes demandas insatisfechas de la mayoría de la población y su dinámica de

pauperización.8 Lo anterior se refleja en la erosión de la legitimidad del sistema político,9 el ascenso del

descontento social, los larvados movimientos guerrilleros que cobrarían fuerza en los años setenta y, sobre

todo, las movilizaciones de los sectores medios de la población hacia finales de los años sesenta que,

paradójicamente, cuestionan al sistema capitalista ante el incierto futuro de vida que les ofrece, además de las

demandas por democratizar al régimen político, justo cuando se supone que el crecimiento económico

sostenido de la posguerra eliminaría esos conflictos.10

El cuadro anterior pálidamente bosquejado, muestra la magnitud de los retos de LEA. La atención de las

necesidades del crecimiento económico a largo plazo y del rezagado bienestar de una población que crece

rápidamente, se urbaniza y demanda más servicios, exige un mayor gasto y, en contrapartida, una mejor

recaudación. Por eso, el nuevo gobierno, se propone, en 1970 y 1972 (en el segundo año citado pretende

modificar la ley del impuesto sobre la renta para tratar de eliminar el anonimato en la tenencia de las

acciones). Sin embargo, LEA tiene que dar marcha atrás en las propuestas ante la férrea oposición de los

empresarios que siente afectados sus interese. No obstante, ese fracasado intento por modificar la política

tributaria tensa la relación entre ambos sectores, se sumará como una controversia más a las que se sucederán

7 José Blanco, “El desarrollo de la crisis en México, 1970-1976”, en Rolando Cordera, obra citada. 8 En 1958 el 5% de la población de mayores ingresos poseía 22 veces el ingreso del que recibía el 10% de la población más pobre: para 1970 la relación se eleva a 39 veces. Datos citados por José Blanco, obra citada. 9 Esto es señalado por dos economistas neoliberales críticos del «populismo»: Carlos Bazdesh y Santiago ley, “El populismo y la política económica en México, 1970-1982”, en Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards, Macroeconomía del populismo, FCE, Lecturas, núm. 75, México, 1991. El problema es que si bien esa crítica dentro del propio sistema se agudiza durante el ciclo neoliberal, esa clase de analistas prefiere mirar hacia otro lado, aún cuando en gran medida explica la derrota de la elite priista neoliberal en las elecciones del año 2000. 10 Ese fenómeno no es exclusivo de México. Véase Immanuel Wallerstein, Después del liberalismo, Ed. Siglo XXI, México, 1996.

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posteriormente entre ellos, aumentando de tono, y que, a la postre, estallarán en sendas crisis políticas a

finales de este sexenio y el siguiente.11

Para atemperar las presiones sobre las variables macro, en especial sobre las finanzas públicas y las cuentas

externas, en 1971el gobierno aplica la restricción fiscal y monetaria, a costa de la contracción del producto, el

aumento del desempleo abierto y la caída de los salarios reales. Pero a partir de ese momento, ante el fracaso

de la negociación fiscal y la necesidad de revertir los efectos nocivos de las políticas contractivas, se amplía el

gasto como medida para reactiva e impulsar el crecimiento. El problema es que ante la permanencia de las

restricciones en el ingreso, la decisión terminará por agravar los desequilibrios que se pretenden resolver. La

situación del país y el manejo económico se complica con la estanflación que predominará al mercado

internacional.

A partir de ese momento, el estado adquiere un papel activo en la economía. El gasto total del sector público

como proporción del PIB se eleva de 17 a casi 26. La contribución de estatal al crecimiento (consumo e

inversión) pasa de casi 15% a 21% del PIB. Mientras la inversión privada prácticamente se estanca —pese a

los estímulos concedidos del lado de la depreciación acelerada, los regímenes especiales de tributación y a los

subsidios otorgados por los precios de bienes y servicios públicos—, la estatal sube de 7% a 9.7% del PIB. La

clasificación sectorial de los egresos también muestra un avance nada despreciable. En especial, el destinado

al bienestar social pasa de 4.3% a 7% del PIB. Esa ampliación, empero, afecta el nivel de precios domésticos

y del déficit externo.

Desdichadamente, la recaudación no sigue el mismo ritmo que los egresos totales. Los ingresos de sector

público y del Gobierno Federal respecto del PIB pasan de 15.5% a 19.3% y de 7% a 9.5%, respectivamente.

La tasa media del crecimiento sexenal de los recursos recibido es de 10% y el gasto de 13.5%,

respectivamente, Aunque el impuesto a la renta (ISR) representa la principal fuente de recursos públicos, su

contribución se mantiene estancada, ya que su proporción del PIB se mantiene en poco más de 45% y su tasa

media de aumento es de 1.1%. La contribución de las empresas disminuye sensiblemente de 24.6% a 19% del

PIB. La recaudación que aumenta sensiblemente es la proporcionada por los impuestos al consumo, la

producción y los servicios y accesorios.

En esa lógica, es evidente que el déficit público se acelere y pase de 3% a 8.2% del PIB. Este indicador hacia

finales del régimen de LEA ya refleja las secuelas del ascenso de la inflación y el alza de las tasas de interés

internacionales. Los mecanismos empleados para compensar las necesidades financieras del estado son la

emisión monetaria, el endeudamiento interno, que resta el monto de recursos prestables para el sector privado,

y sobre todo, el externo —que también se emplea para cerrar la brecha de divisas—, cuyo saldo se eleva

nominalmente en 300% durante el sexenio, ubicándose en 19.6 mil millones de dólares; respecto del PIB sube

en nueve puntos porcentuales, equivaliendo a 20%.

Hacia 1975 no sólo es evidente que ese manejo de las finanzas públicas es insostenible, al igual que el déficit

externo y la sobrevaluación cambiaria entre otros desequilibrios macroeconómicos y estructurales. Las

medidas fiscal y monetaria restrictivas aplicadas en 1976 (el gasto total real decrece 1.6%, el primario 3.9%,

11 Véase Rogelio Hernández, Empresarios, banca y estado. El conflicto durante el gobierno de José López Portillo 1976-

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el programable 3.6% y el de capital 14.5%) ya son inútiles para impedir que se desencadene la crisis

devaluatoria de ese año, acelerada por las fugas masivas de capital registrada desde 1975, producto, entre

otras razones, por la confrontación gobierno-empresarios.

Inevitablemente, la crisis, incluyendo la de las finanzas públicas, obliga al nuevo gobierno, encabezado por

José López Portillo (JLP), a recurrir al apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI), con el objeto de

obtener créditos frescos, evitar la insolvencia pública de pagos ante sus compromisos foráneos y recuperar la

confianza de los organismos financieros externos. El respaldo del FMI, como se sabe, normalmente es

acompañado con un paquete de política económica que «recomienda» el retorno a la ortodoxia, contenida en

los programas tradicionales de estabilización El sustento analítico del diagnóstico de la crisis y de las

medidas que deben ser adoptadas se limitan a la esfera monetaria (el enfoque monetarista para una economía

cerrada) que, hasta ese momento, nada tiene que ver con el sector real de la economía: un exceso de gasto, de

demanda doméstica sobre la oferta y la disponibilidad de recursos, que provocan los desequilibrios

productivos, de precios, fiscal y de cuentas externas.

Bajo la lógica de ese enfoque, las políticas diseñadas para lograr la restauración del equilibrio de los

agregados económicos básicos se ubican en tres planos: reducir la demanda agregada (consumo e inversión

interna y externa), modificar la composición entre esta y la oferta y aumentar la producción. Al final, esas

prácticas se concentran en la contención de la demanda agregada, merced a la rigidez de la oferta para

ajustarse hacia arriba en el corto plazo. El ajuste externo posibilita ajustar el déficit externo. Los efectos

inflacionarios del ajuste de precios relativos (devaluación y subsecuente liberación inicial de precios para

erradicar los rezagos y las distorsiones en la estructura de precios y para que estos recuperen su «nivel de

mercado») son contrarrestados con una política monetaria (altos réditos y contracción del crédito) y fiscal

restrictivas y la caída de los salarios reales.

En forma residual, la magnitud del ajuste debe ser de tal proporción que arroje un aumento en las reservas

internacionales para mejorar la liquidez y la capacidad de pagos de la economía. Pero como el ajuste no

incluye el pago de los servicios financieros hacia el exterior, cuyos compromisos deben cumplirse

religiosamente, entonces la disminución que dirigirse hacia el «exceso» de gasto en bienes y servicios no

financieros —equivalente al ingreso nacional— que, inevitablemente, repercutirá negativamente en el

bienestar presente y futuro. Ese trato asimétrico, en realidad, representa un ajuste adicional. El papel jugado

por las finanzas públicas deja entrever el sesgo ideológico de la ortodoxia estabilizadora.

Bajo las vertientes del monetarismo tradicional y del enfoque monetarista de la balanza de pagos —que

predominará con los programas heterodoxos de estabilización— el estado es reducido al papel de Leviatán. El

manejo deficitario de sus finanzas es considerado como el responsable de la inflación y del desequilibrio

externo, la escasez de fondos prestables para el sector privado, de la ineficiencia de la economía o de la escasa

creatividad empresarial, inhibida con la intervención estatal.

El reordenamiento fiscal, por tanto, tiene por objeto eliminar esas anomalías. Para sanear las finanzas públicas

se «recomienda» aumentar el ingreso (mayores impuestos y alza de los precios de los bienes y servicios

1982, Flacso-Porrúa, México, 1988.

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públicos) y contraer el gasto. Como la primera medida rinde frutos lentamente y a menudo es afectada por la

caída del producto y el ingreso real de la población, entonces el ajuste descansa fundamentalmente en los

egresos, excepto el destinado al servicio de la deuda interna y externa.

Teóricamente, esa estrategia estabilizadora debería afectar sólo el ritmo nominal de la demanda agregada. Sin

embargo, la rigidez de la estructura productiva, la dependencia y encarecimiento de las importaciones,

expectativas inflacionarias y sus efectos en los costos de producción, el aumento de los réditos o la caída del

gasto público, entre otros factores, conducen a la recesión, inflación, el desempleo y el retroceso en los

salarios reales. En este escenario es donde se puede reducir la inflación, el déficit externo y el déficit público.

Per como no hay ajustes de fondo, una vez que se reactiva la economía, desaparecen los desequilibrios. 12

De manera sintética, ese fue el programa empleado por JLP en el primer año de su gobierno. La austeridad

fiscal permite reducir, en 1977, los déficit público, primario y operacional de 8.34% a 5.7%, de 4.1% A 2%, y

de 3.7% a 2.3%, en cada caso, respecto del PIB. Los ingresos reales del sector público aumentan 7.5% y los

del Gobierno Federal en 6.4%. Esa mejoría, empero no responde al conjunto de la recaudación tributaria. Si

en 1976 todos los renglones de los ingresos tributarios disminuyen, la mejoría de 1977 no es generalizada. El

gasto se contrae por segundo año consecutivo: el total 1.4%, el primario 2.4%, el programable 1.4% y el de

capital 1.4%.

La política estabilizadora disminuye por dos años consecutivos la inflación y el desequilibrio externo, a costa

del menor crecimiento y la contracción de la inversión y el consumo privado en el primero de los años

citados, el aumento del desempleo y la reducción de los salarios mínimos reales, este último por un cuatrienio

consecutivo.

La crisis de 1976-1977 no sólo evidencia, entre otras cosas, el agotamiento del modelo sustitutivo de

importaciones y los límites de la política fiscal. Las finanzas públicas continuaban mostrando su debilidad

estructural de sus ingresos, la incapacidad de elevar la recaudación, sin abandonar el principio de la

progresividad en las cargas impositivas, para sostener un creciente gasto demandado para tratar de asegurar el

crecimiento sostenido a largo plazo y la ampliación de la presencia del estado en la economía, así como para

atender los servicios sociales básicos requeridos por la población. La magnitud el déficit fiscal y los

instrumentos empleados para financiarlo, la emisión primaria del circulante y la deuda interna y externa,

muestran durante esos años que estos tienen un límite de tolerancia económica y sociopolítica que, una vez

desbordados, suscitan un conjunto de desequilibrios que agravan los desequilibrios macro y terminan

asociándose a otros factores para provocar el desencadenamiento de las crisis económicas.

Las circunstancias de ese momento, incluyendo las condiciones impuestas por el FMI, conducen al imperativo

de replantear la política fiscal. En consonancia, el régimen de JLP introduce algunas adecuaciones. En 1980

aplica el impuesto al valor agregado (IVA) en sustitución del impuesto sobre ingresos mercantiles y otros

gravámenes.13 El IVA inicia su operación con una tasa general de 10% y otra de 6% para las zonas

12 Véase: Manuel Farfán, “La política fiscal macroeconómica” y Roberto Zahler, “Política monetaria y financiera”, en: René Cortázar, Políticas macroeconómicas. Una perspectiva latinoamericana, GEL-CIEPLAN, Argentina, 1988. 13 El IVA es un gravamen que se paga sobre el valor que se añade en cada fase de la producción y que se acredita en las etapas subsecuentes. El que paga ese impuesto indirecto es el consumidor final que compra un bien o servicio sobre el cual recae esa imposición, a costa de la disminución de su ingreso disponible. El impuesto sobre ingresos mercantiles era

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fronterizas; algunos bienes y servicios se mantienen exentos del gravamen o se les aplica una tasa de 0%.

Inicialmente se responsabiliza de su recaudación a los gobiernos de los estados. Con el tiempo, este impuesto

se convertirá en el segundo más importante, después del ISR. Asimismo, se establece el Sistema Nacional de

Coordinación Fiscal, bajo la idea de avanzar en la eficiencia en la administración, a escala federal, el cobro de

impuestos en causantes de alta movilidad. También se crean los certificados de promoción fiscal (Ceprofis)

para unificar y simplificar el sistema anterior de exenciones, entre otras adecuaciones.14 Del lado de los

egresos se llevan a cabo algunos ajustes, relacionados con las dificultades fiscales.

Sin embargo, la eventual posibilidad de instrumentar una reforma fiscal de fondo es desechada en virtud de la

explotación y exportación intensiva de los hidrocarburos, cuyos grandes yacimientos habían sido

recientemente descubiertos.15 La experiencia petrolera, estimulada por el aumento de los precios

internacionales del crudo —el precio del árabe ligero sube de 10.7 a 35 dólares por barril entre 1975 y 1981,

por ejemplo— no sólo posibilita terminar prematuramente con los acuerdos firmados con el FMI, cuya

vigencia regía para el lapso 1977-1979, con la posibilidad de ampliarse por un mayor periodo. Además,

sustituye el cambio en el manejo de las finanzas públicas.

La importancia adquirida por el crudo y sus derivados se convierte en la esperada reforma fiscal. La sustituye

por la petrodependencia fiscal —y la petrodependencia comercial—. Los ingresos tributarios y no tributarios

proporcionados por ese recurso natural se transforman en una de las principales fuentes generadora de

ingresos para el sector público, que se nutre de un espejismo, el cual la realidad se encargaría de destruirlo

unos cuantos años más tarde —que los precios nominales del crudo de exportación se ubicarían en alrededor

de los 70 dólares por barril, hacia finales del siglo pasado, lo que proporcionaría una cuantiosa y ascendente

fuente de recursos públicos—, y que también seduciría a la banca comercial internacional, que le ofrecería

importantes créditos al gobierno, a bajo costo —producto del reciclaje de los petrodólares—, el segundo

importante manantial de recursos para el estado. Ambos instrumentos son empleados intensivamente para

reforzar la intervención del estado en la economía (suministro de bienes y servicios básicos, promoción de

sectores estratégicos de la economía, bienestar social).

un gravamen en cascada sobre las ventas totales. Así, los impuestos específicos a la producción y el consumo y la producción fueron transformados en impuestos ad valorem. 14 Según Pedro Aspe, hasta este momento puede hablarse de dos grandes rondas de reformas fiscales. La primera abarca el periodo 1955-1972, cuando se envió al Congreso cinco importantes iniciativas de cambios. Ellas se preocupan por los efectos distributivos de y estructurales de las distorsiones fiscales y dar origen a un sistema en consonancia con los propósitos de la industrialización del país. Entre las reformas destacan la sustitución de diversos gravámenes sobre la producción y las ventas por el impuesto sobre ingresos mercantiles, un nuevo sistema sobre la renta que sustituye al «sistema de cédulas» y la creación de regímenes especiales de tributación que, en la práctica representa la casi completa exención para las actividades involucradas. La segunda fase corresponde al lapso 1978-1981, donde básicamente se busca resolver los efectos negativos en la distribución ocasionada por la inflación proveniente del régimen tributario — y que provoca que el peso de la recaudación recayera en aquellos que percibe hasta cinco veces el salario mínimo—, así como abatir las distorsiones ocasionadas por el efecto «cascada» del gravamen sobre los ingresos mercantiles. No obstante, nunca se plantea el problema de del tamaño y la distribución de la carga entre grupos de ingresos y sectores, por lo que se continuó con el sesgo en favor de los grupos prioritarios y en contra de los trabajadores. Pedro Aspe, El camino mexicano de la transformación económica, FCE, México, 1993. 15 De acuerdo con la cuestionable medición oficial, entre 1976 y 1982 las reservas de hidrocarburos pasan de 11.2 millones de barriles a 72 millones. El volumen de producción se incrementa de 1.3 millones de barriles diarios a 3.8 millones; las exportaciones del crudo (no considero los derivados) de 94 mil barriles diarios a 1.5 millones. Las divisas aportadas se elevan de 420 millones de dólares a 15.6 mil millones. El precio del crudo Istmo se incrementa de 12.2 dólares por barril a 35, entre 1976 y 1981; el Maya de 21.5 a 31, entre 1979 y 1981.

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Sin llegar al extremo de otras naciones productoras de crudo, los ingresos proporcionados por esta industria al

gobierno federal se elevan de 6% a 38% del total entre 1976 y 1982, y de 0.7% a 4% del PIB. Gracias al

petróleo, la recaudación total del sector público se eleva de 19% a 24% y los del gobierno federal de 10.4% a

14.5% en el periodo de referencia. Poco importa que los ingresos tributarios (el ISR pagado por las personas

físicas y las empresas, entre otros) se hayan estancados y que los proporcionados por el empezaran a ganar

terreno en la estructura impositiva.

El ritmo del gasto crece significativamente hasta 1981, sustentado en las expectativas de los ingresos

petroleros futuros y en la pretensión oficial por llevar adelante la última fase del proceso sustitutivo de

importaciones: el desarrollo de la industria de bienes de capital promovida por el estado. El desfase entre

ingresos y gastos acelera el déficit público. Las políticas de austeridad logran reducirlo a 5.6% del PIB en

1978, pero hacia 1981 se incrementa a 13.3·%. La deuda pública total se acelera, en especial la externa, que

casi se triplica, al pasar de 19.6 mil millones de dólares a 53 mil millones entre 1976 y 1981.

Ciertamente, bajo el modelo petrolero, la economía creció en 8%, en promedio anual, en 1976 y 1981. Pero a

costa de agravar los desequilibrios macroeconómicos: el fiscal, como se ha señalado, de la elevación de la

inflación y del saldo negativo de la balanza comercial (de 1.6 mil millones de dólares a 3.9 mil millones) y la

cuenta corriente (de 3.7 mil millones a 16.2 mil millones).

La fantasía del desarrollo petrolero se desploma con el colapso del mercado petrolero internacional, en 1981-

1982. La incomprensión oficial de lo que sucede en la economía mundial (la naturaleza de la crisis petrolera,

el estancamiento internacional, la escasez de capitales, la tendencia ascendente de los réditos, debido al giro

en la orientación de la política económica en las naciones industrializadas, que favorecen el control de la

inflación, antes que el crecimiento, aplicando medidas monetarias restrictivas), la ausencia de una estrategia

de contingencia en esos años, los errores en la instrumentación de la política económica y el desborde de los

desequilibrios macro, la fuga masiva de capitales y el nuevo enfrentamiento entre el gobierno y los grandes

empresarios, que llevará a la nacionalización del sistema bancario y el control del mercado de divisas,

desencadenan lo que en su momento se considera como la peor crisis general de México desde la segunda

guerra mundial.

En el último año del sexenio la economía queda fuera de control. El PIB, que en 1981 creció 8.%, decrece

0.6%. La inflación se eleva hasta 95%. El peso frente al dólar se devalúa 470%. La salida de divisas

(alrededor de 17 mil millones de dólares en el último bienio, que es financiada por un endeudamiento público

de corto plazo, en poco más de 19 mil millones para tratar vanamente de evitar el derrumbe cambiario y la

crisis de la balanza de pagos) agota las reservas internacionales en el segundo semestre. La manera en que se

manejan las finanzas públicas en ese bienio (pese a las dificultades en los ingresos, el gasto crece de manera

desproporcionada; incluso, el costo financiero de la deuda, llega a absorber hasta el 32% del gasto neto total;

la deuda pública total equivale a 58% del PIB, la interna 26.4% y la externa 31.6%) llevan a la quiebra fiscal

de estado, por lo que el gobierno se ve obligado a reconocer su incapacidad para cumplir con sus

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compromisos financieros (en agosto se llega a la insolvencia temporal de pagos de la deuda externa) y

solicitar urgentemente el respaldo del gobierno estadounidense y el FMI para evadir la insolvencia de pagos.16

La crisis de 1982 es paradigmática. No sólo representa el fracaso del estado para dirigir el desarrollo.

También la bancarrota del modelo petrolero y del estilo de industrialización sustitutiva de importaciones.

También genera las condiciones adecuadas para la emergencia de un nuevo proyecto de nación en México,

bajo la vertiente neoliberal que empieza a cobrar forma en el Cono Sur de América Latina, y que después será

promocionado como la praxis hegemónica por el ascenso de los neoconservadores en las principales naciones

industrializadas, sobre todo en la Gran Bretaña y Estados Unidos, y por los principales organismos

multilaterales, el FMI, el Banco Mundial y la actual organización Mundial de Comercio. Ese giro estratégico

implica un cambio cualitativo en el papel del estado en el desarrollo.

3. Segundo ciclo: el fracaso fiscal del neoliberalismo, 1982-2000

Miguel de la Madrid Hurtado (MMH) asume el gobierno en diciembre de 1982 con un país en ruinas: la

economía, hundida en una recesión inflacionaria y alto desempleo, con las finanzas públicas colapsadas y con

serias dificultades en las principales fuentes de financiamiento del sector público y la economía: los ingresos

petroleros que, de todos modos, con toda y la precariedad de los precios internacionales del crudo, permiten

que la dureza del programa de ajuste externo y de estabilización no haya alcanzado el extremo como ocurrió

en otras naciones latinoamericanas; y los créditos foráneos —México permanece marginado por la banca

comercial hasta 1986, con la emisión del Plan Baker, y sólo puede retornar a los mercados voluntarios de

capital hacia 1989, cuando se renegocia la deuda externa—, el conflicto con los empresarios y el descontento

social. La ausencia de recursos frescos lleva a que el país se convirtiera en un exportador neto de capitales

entre 1983 y 1989.

A esas restricciones se agregará otra más adelante: la decisión gubernamental por asumir, a partir de 1983,

gran parte del riesgo cambiario de la deuda externa del sector privado —esa medida tiene como contrapartida

la aceptación de los acreedores por ampliar los plazos de las amortizaciones—, operación realizada a través

del Fideicomisos para Riesgos Cambiarios (Ficorca), concediendo una paridad subsidiada —10-25% por

abajo del precio del mercado libre de divisas—.

En ese contexto, es fundamental recuperar el equilibrio de los agregados económicos básicos. El ajuste de las

finanzas públicas adquiere un papel de primer orden. Para tratar de lograrlo se instrumenta el Programa

Inmediato de Reordenación Económica (PIRE), que valida los acuerdos negociados con el gobierno

estadounidense y el FMI antes de que concluyera el régimen de JLP. El programa recupera la ortodoxia

estabilizadora.

Primero se aplica el “tratamiento de shock” para reducir el déficit externo: el ajuste devaluatorio de los

precios relativos. Ese cambio tiene que abaratar el precio de las exportaciones, que formalmente deben

elevarse, y encarecer el de los bienes y servicios importados, lo que permite eliminar o disminuir el

16 La historia de ese difícil momento es contada por José A. Gurría, La política de la deuda externa, FCE, México, 1993.

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desequilibrio externo, además de que se debe presentar el traslado de las inversiones productivas de los

sectores no comerciables a los comerciables. Luego se liberan los precios para posibilitar la realineación de la

estructura general de las cotizaciones, bajo una nueva realidad (nueva estructura de costos de las empresas,

afectada por el alza de precios internos y foráneos o los financieros, entre otros). Después se aplican las

medidas estabilizadoras: la austeridad monetaria, fiscal y salarial para reducir la demanda agregada, el nivel

de la inflación y del déficit externo, y mejorar la situación de las finanzas públicas.

Como es natural, en el proceso de reordenamiento económico, el ajuste fiscal se convierte en una pieza

central. Para ello se establecen metas para la reducción anual del déficit público, aún cuando sea confusa la

manera en que se calcula dicha baja y la cuantía de los requerimientos financieros del estado (como señala

irónicamente un analista de la programación financiera del FMI: pareciera que este organismo opera con una

«regla de oro»: “midan cuánto es y córtenlo a la mitad”)17—. Ciertamente, las medidas correctivas impuestas

en las cuentas estatales permiten abatir sensiblemente el déficit público, de 15.9% en 1982 a 8.1% en 1983 y

7.97% en 1984, aunque luego vuelve a elevarse para 15.02% y 15.04 en los años subsecuentes.

El problema, empero, no se reduce a las consecuencias del menor déficit público, sino también a la manera en

que se logra disminuirlo. Por principio, la baja temporal de la inflación, en 1983 y 1984 —antes de volverse a

elevar y cerrar el sexenio en la hiperinflación, al registrarse una tasa de 159%— y la mejoría en las cuentas

externas —aunque de manera declinante, a lo largo del régimen se mantiene superavitario el saldo comercial,

mientras que el balance corriente sólo es positivo entre 1983 y 1985, para después volverse negativo—, como

en 1977, se logra con la recesión de 1983 y, en general, contribuye para el pobre desempeño observado por la

economía, que promedia una tasa sexenal media de 0%.

Aquí es menester señalar que el desplome productivo y el sobrecumplimiento en la meta del sector externo

tienen una explicación complementaria: el sobreajuste fiscal. Aunque en el primer año de aplicación del PIRE

cae sensiblemente el déficit público y luego se mantiene estancado, lo que indicaría la presencia de factores

que limitan la eficacia de las medidas diseñadas, en realidad, el problema radica en el concepto utilizado para

la corrección del desbalance de las finanzas públicas. Entre otras razones, el saldo público negativo refleja el

costo del servicio de la deuda pública, en especial por la devaluación, el aumento del saldo de los débitos

locales, que se reduce al principio de la instrumentación del programa de estabilización (en 1982 su

proporción respecto del PIB es de 26% y para 1983 y 1984 baja a 17.3% y 19.4%, respectivamente), pero que

a partir de 1986 se eleva (a 30% y, aunque luego disminuye, se mantiene alta comparada a los años

precedentes), por los efectos de la inflación en su servicio (inicialmente las tasas de interés reales son

negativas, pero desde 1987 sucede lo contrario), y por el alza de las tasas de interés implícitas de los adeudos

externos (entre 1981 y 1985).

En cambio, el concepto de «balance primario» es el que manifiesta la severa corrección financiera del estado,

ya que de un signo negativo respecto del PIB en 1982 (2.4%), para los años siguientes se transforma en

positivo y en 1988 se ubica en un superávit equivalente a 7.6%. Esto es lo que posibilita que se profundice la

17 La crítica a las cartas de intenciones promovidas bajo la asesoría del FMI, incluyendo la parte fiscal, puede verse en el ensayo “Prólogo a la tercera carta del Brasil”, en Edmar L. Bacha, El milagro y la crisis. Economía brasileña y latinoamericana, Lecturas, núm. 57, FCE, México, 1986.

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recesión y luego se mantenga virtualmente estancada la economía, y que el sector externo de un giro

dramático en su saldo.18 Esa situación, por otra parte, facilitará que posteriormente las políticas heterodoxas

de estabilización arrojen mejores resultados, al menos durante algún tiempo.

Ahora bien, a continuación cabe preguntarse cómo se manejan las finanzas públicas durante el régimen de

MMH. La información disponible indica que el peso del saneamiento fiscal recayó fundamentalmente en el

gasto, más que en el ingreso. La tasa media real sexenal de crecimiento de los ingresos del sector público es

1.3%, mientras que la del gasto total decrece 1%. Respecto del PIB pasa de 24% a 29% entre 1982 y 1988.

Sin embargo, los ingresos tributarios con relación al producto se mantienen estancados (10.3% y 10.5% del

PIB, respectivamente). La mejoría de los no tributarios es marginal (pasa de 4.3% a 5.1%).

El desplome de los egresos (como proporción del PIB se reduce de 24.6% a 17.9%) se observa mejor si se

excluye el costo financiero de la deuda oficial (aumenta 4.4% en promedio anual). Los recursos destinados al

gasto primario, programable, de inversión y las transferencias registran decrementos reales. En especial, el

gasto social se desploma de 8.3% en 1981 a 5.7% en 1988, retrocediendo al nivel observado en la primera

mitad de la década de los setenta.

Si los datos anteriores del lado del gasto muestran el alto costo productivo y social de la política de corrección

fiscal, pues se hace recaer sobre la mayoría de la población el costo del ajuste, además de que se hipoteca el

futuro del crecimiento con el retroceso en la eficiencia del sector público y las inversiones en infraestructura,

sin sacrificarse a los tenedores de los débitos gubernamentales, los cambios tributarios y las reformas

estructurales del estado, agravan la naturaleza regresiva de las medidas instrumentadas.

Los esfuerzos por corregir las distorsiones en las finanzas públicas se llevan a cabo por dos vías: Por un lado,

como se dijo, se ajustan los ingresos y egresos, para tratar de reducir la inflación y el desequilibrio externo; es

decir, asegurar el éxito de las política estabilizadora. Por otro, con el inicio de la reforma estructural del

estado y el retiro gradual de la intervención pública en la economía.

En el caso específico de los ingresos, destacan, entre otras medidas: la búsqueda por ampliar la base de

contribuyentes y modernizar la estructura tributaria para mejorar la recaudación; el aumento de los precios de

los bienes y servicios públicos; la eliminación de diversos impuestos menores; la indización del sistema fiscal,

en 1987, con el objeto de contrarrestar el deterioro de la recaudación y evitar las distorsiones sobre la

estructura financiera de las empresas, así como en la asignación de recursos; la eliminación del principio de

progresividad en las cargas fiscales como instrumento para mejorar la distribución del ingreso, al reducirse la

tasa de ISR pagada por las empresas (ésta pasa de 42% en 1986 a 38% en 1988) y por las personas físicas (de

60.5% a 55%) —bajo el supuesto de que las menores cargas fiscales estimularían el ahorro, la inversión, la

producción, el consumo y el crecimiento, medida aplicada por Ronald Reagan, en Estados Unidos y que,

según James Tobin sólo representó un free lunch para los empresarios—; la importancia relativa ganada por

18 Una crítica sobre el concepto de déficit público y los requerimientos financieros del estado empleados en ese momento por el FMI y el gobierno mexicano, y sobre el cual se elabora la política fiscal y sus metas, puede verse en: “Evolución reciente y perspectivas de la economía mexicana”, Economía mexicana, núm. 6, CIDE, México, 1984.

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los impuestos al consumo, especialmente en el IVA, de carácter regresivo (la aportación del ISR en los

ingresos tributarios cae de 47.9% a 41.8%; en tanto el IVA se eleva de 22% a 27%).19

En parte se esperaba que el sacrificio fiscal que representaría el recorte del ISR sería compensado por la

ampliación de la base de contribuyentes, la mayor eficiencia administrativa en la recaudación, el combate a la

evasión fiscal o la indización de la tributación. No obstante, la parálisis productiva, el deterioro en el ingreso

real de la población, la situación del empleo o el inicio de la desgravación arancelaria, a finales de 1984,

limitan el esfuerzo tributario e imponen restricciones al gasto.

En el caso de la estructura estatal sobresale la disminución del número de empresas públicas (de mil 155 que

existían a finales de 1982 a 618 en 1988), por medio de las privatizaciones, fusiones, liquidaciones y

transferencia de entidades a los gobiernos de los estados, en aras de, supuestamente, mejorar su eficiencia y

eliminar o reducir gastos y subsidios. Así, se inicia el retiro del estado en la economía, que hacia los primeros

años de la década de los ochenta llega a participar en 63 de las 73 ramas en las que se clasifica la actividad

económica, contribuye con el 18.5% del PIB y proporciona el 10% del empleo total.20

La reforma estructural del estado no sólo tiene que ver con las necesidades de sanear las finanzas públicas,

una de las piezas vitales para que funcionaran las políticas antiinflacionarias. Sin dejar de reconocer la

necesidad de replantear la presencia estatal en el desarrollo, al principio del gobierno de MMH el «cambio

estructural» aparece como un concepto difuso. En realidad, en una primera instancia, su remodelación

corresponde al nuevo pacto establecido con los empresarios, luego de la nacionalización bancaria, donde el

gobierno se compromete a limitar constitucionalmente la intervención pública y privada. Después, al proceso

de desmantelamiento se agregan las necesidades financieras del sector público, a partir de 1985, debido a la

ruptura de la disciplina fiscal, que conlleva la renuncia del titular de la Secretaría de Hacienda, el nuevo

desplome de los precios internacionales del crudo (que se extiende entre 1986 y 1988), y la debilidad de la

recaudación, ocasionada por el descontrol de la inflación y el bajo crecimiento.21 En 1985 y 1986 el déficit

fiscal se ubica en poco más de 15% del PIB, similar al inicio del sexenio. Con todo, el balance operacional se

reduce al mínimo y el primario permanece superavitario.

El desplome del mercado de valores, en 1987, la fuga de capitales y la crisis cambiaria y de balanza de pagos,

simplemente cierran el capítulo de un sexenio que fracasa en su ambición por restaurar el equilibrio macro,

sanear las finanzas públicas y recuperar el crecimiento sostenido a largo plazo.

Al gobierno de Carlos Salinas de Gortari (CSG) le corresponde radicalizar las medidas tendientes a alcanzar

la estabilidad y el crecimiento, y de manera más definida, las reformas estructurales cuya instrumentación

19 Analistas «libres de toda sospecha» señalan al respecto: “gravar (con) la misma tasa a todos los contribuyentes, hace del IVA un impuesto regresivo cuando se analiza desde el punto de vista del ingreso, ya que el gravamen no distingue el nivel de ingreso del individuo”. Grupo Financiero Bancomer, Reforma tributaria federal, Serie propuestas, no. 6, México, 1999. 20 Véase: Jorge A. Chávez y Mario G. Budeno, Logros y retos de las finanzas públicas en México, Cepal, serie Política fiscal, núm. 112, Chile, 2000; Fernando Clavijo y Susana Valdivieso, “Reformas estructurales y política macroeconómica”, en: Fernando Clavijo, Reformas económicas en México 1982-1999, FCE, Lecturas, núm., 92, México, 2000. Estos trabajos se emplearán como referencia para los dos sexenios siguientes. 21 Germán Pérez F., “Del corporativismo de estado al corporativismo social”, en Carlos Bazdresch, México, auge, crisis y ajuste, T. I, FCE, Lecturas, núm, 73, México 1992.

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implicará el giro de un proyecto de nación basado en una economía cerrada a otro orientada e integrada al

mercado mundial.

El dilema fiscal es enfrentado en forma ambiciosa bajo una doble perspectiva: como parte ineludible por

alcanzar un balance fiscal de cero por ciento —de hecho, MMH empieza a utilizar ese término hacia finales

de su sexenio—; y como una de las reformas estructurales principales dentro del cambio de modelo de

desarrollo bajo la vertiente neoliberal.

El nuevo intento por reordenar las finanzas públicas se inicia con el Pacto de solidaridad económica (PSE),

instrumentado en diciembre de 1987, en la postrimería del gobierno de MMH, con el cual se inicia el ciclo de

políticas estabilizadoras heterodoxas,22 y que concluye siete años después, con el nuevo colapso de la

economía. En el diseño de esas políticas se presta una especial atención a la evolución del balance público, en

especial el operacional, que al ser descuidado en otras experiencias similares, provocó su fracaso. El

cumplimiento de esta meta tiene una gran relevancia para el manejo de las expectativas y la viabilidad del

programa.23

En esa perspectiva, a lo largo del sexenio se llevan a cabo una serie de cambios profundos en materia fiscal,

en aras de fortalecer la captación de impuestos, «modernizar» la administración de la hacienda pública y

racionalizar los ingresos y, más globalmente, replantear el papel del estado.

Del lado de los ingresos, destacan modificaciones como las siguientes, supuestamente guiados por los

principios de la «neutralidad» impositiva y la «equidad» horizontal (capacidades contributivas iguales deben

pagar impuestos similares): en 1989 se inicia las negociaciones internacionales para evitar la doble

tributación, entre ellos con Estados Unidos y Canadá (hacia el 2000 se han firmado acuerdos con 18 países),

se crea el impuesto al activo de las empresas (IA), con la intención de fiscalizar a las entidades privadas que

continuamente reportaban pérdidas para efectos fiscales, lo que representa una forma de evasión fiscal,

impositivo. Se inicia con una tasa de 2%, lo que correspondería al gravamen que pagaría una empresa con un

rendimiento anual sobre sus activos totales de 5.7%; También para evitar la evasión de pagos de las empresas,

se instrumenta la cuenta de utilidad fiscal neta (CUFIN) formada por las utilidades retenidas después de

impuestos, así cuando los dividendos son distribuidos se por fuera del (CUFIN)se gravan con una tasa de

34%, al igual que cuando los beneficios del capital superan el cambio proporcional en el monto de dicha

cuenta, entre el periodo de compra y venta de las acciones, se gravan con la misma tasa.

Asimismo, entre 1989 y 1993 se reduce el ISR de las empresas de 39% a 34%, y el de las personas físicas de

50 a 35%. La homologación de las tasas marginales tiene por objeto eliminar el arbitraje impositivo e

igualarlas a las prevalecientes en otras naciones, en aras de atraer capitales. Complementariamente, en el ISR

22 Estas políticas, que ya se habían experimentado previamente en otros países como Argentina, Israel, Perú o Brasil, con desiguales resultados, se caracterizan por la combinación de las medidas ortodoxas de estabilización, como son las tradicionalmente empleadas para controlar la demanda agregada, con otras nuevas o «heterodoxas», que incluyen las políticas de precios, ingresos y desindexación. Las primeras medidas buscan atender las presiones inflacionarias básicas y las otras los mecanismos de propagación que provocan una inflación persistente (factor inercial). Joseph Ramos y Nicolás Eyzaguirre, “Restauración y conservación de los equilibrios macroeconómicos básico”, en: El Trimestre Económico, núm. 229, FCE, México, enero-marzo de 1991. 23 Puede verse la versión apologética de la reforma fiscal del salinismo en: Pedro Aspe, obra citada. Véase también las referencias de la nota 20.

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para las personas fijas, se disminuye el número de tramos de 12 a 8, los cuales son indexados a la inflación, y

se establecen créditos fiscales a los trabajadores de bajos ingreso, lo que ubica en una tasa fiscal de cero por

ciento desde 1991 su tasa impositiva promedio a su ingreso individual.

En el caso del IVA, en 1990 su administración se traslada al gobierno federal y dos años después se eliminan

las tasas diferenciales y se aplica una tasa general de 10%. Adicionalmente, se eliminan las bases para los

regímenes especiales de tributación y se limita el de causantes menores, estableciéndose el régimen

simplificado para contribuyentes con capacidad administrativa limitada. En 1991 se integra el Fondo general

de participaciones fiscales de los estados y el Fondo de fomento municipal. Junto a esas medidas se

establecen otras más para supervisar a los causantes y tratar de mejor el funcionamiento administrativo, que,

en conjunto, deben redundar en la ampliación de contribuyentes y en los ingresos fiscales recaudados.

Finalmente, se decide evitar el rezago de los precios reales de los bienes y servicios públicos.

Respecto de los egresos, se emplean varios criterios para mantener un estricto control en su ejercicio, con el

propósito de optimizar su empleo: su contención para acelerar el proceso desinflacionario; la subordinación

de su expansión a los ingresos disponibles; la reducción de subsidios; el cambio en su distribución, que refleja

el cambio en las prioridades del gobierno y su declinante intervención en la economía.

Los ajustes en la estructura del ingreso y el gasto público, se complementa con al menos otras cuatro medidas

más. Una de ellas es la renegociación de la deuda externa, hacia finales de la década de los ochenta. Ello

permite reducir modestamente el saldo total (entre 1988 y 1992 baja de 81 mil millones de dólares a 75.6 mil

millones) y mejorar el perfil de los vencimientos. En realidad, lo más importante de la negociación, es que

ésta posibilita el retorno del país al sistema financiero internacional, a partir de 1989, sobre todo a los

mercados voluntarios de capital. La disminución en el pago de los intereses devengados, se explica

esencialmente al recorte de los réditos externos entre 1989 y 1993.

Por su parte, la reducción del servicio de la deuda pública interna se presenta con el descenso de la inflación y

los réditos locales —aunque no en el nivel necesario para favorecer la inversión productiva sobre la

financiera—, por lo que el costo total de los débitos gubernamentales cae de 17% del PIB en 1988 a 2.4% en

1994; y de 44% a 11% y con relación al gasto neto total. No obstante, la disminución de los precios siempre

registra un desfase anual entre las metas programadas con las alcanzadas y cuyas consecuencias se pagarán

con la sobrevaluación cambiaria.

Otra medida es la autonomía que se le concede al banco central, en 1993, y que cierra el paso a una de las

tentaciones del pasado: financiar al sector público con la emisión primaria del circulante, por lo que el

gobierno se ve obligado a buscar nuevas formas para financiarse, por ejemplo, la emisión de títulos de deuda.

La tercera medida es la profundización del desmantelamiento del estado y el inicio de la privatización de

sectores estratégicos de la economía, siguiendo el credo ideológico neoliberal promovido por el Consenso de

Washington y las «propuestas» de ajuste estructural condicionadas a los gobiernos por parte del FMI y el

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Banco Mundial, en caso de que deseen seguir contando con sus favores.24 Así, las empresas desincorporadas

entre 1988 y 1994 disminuyen de 618 a 252.

La cuarta medida es el cambio en el marco regulatorio de la inversión extranjera directa, realizado en 1993,

previo a la firma del tratado de libre comercio. Si con MMH se venden las empresas públicas a los

empresarios nacionales y se abren sectores antaño considerados estratégicos bajo responsabilidad

constitucional del estado —por ejemplo, en 1986 se reduce el número de productos clasificados como

petroquímicos básicos, cuya producción era responsabilidad de la paraestatal Petróleos Mexicanos, los cuales

son convertidos en secundarios—, CSG lleva esa práctica al exceso y los pone al servicio de los grandes

empresarios nacionales y transnacionales. Esos dos gobiernos, al igual que Ernesto Zedillo, más adelante,

llevan a cabo las reformas, ya sea por decreto o con la reforma de la Constitución, en complicidad del

Congreso, tal y como actúan los regímenes neoliberales autoritarios o de las llamadas «democracias

emergentes» de América Latina, independientemente de que ellas correspondan o no a los intereses

nacionales.25

Sin embargo, las reformas tributarias no cumplieron las expectativas esperadas. Los ingresos del sector

público entre 1988 y 1994 pasan de 29% a 23% del PIB. Lo mismo sucede con los del gobierno federal; los

tributarios se mantienen estancados, destacándose el caso del ISR. La ampliación del número de causantes es

incapaz de compensar la reducción de las cargas fiscales, que benefician esencialmente a los sectores de altos

ingresos, así como los problemas en la recaudación provocada por el mediocre comportamiento de la

economía. Peor aún, la aportación del ISR a la recaudación tributaria total disminuye, ganando terreno los

impuestos al consumo (básicamente el IVA), lo que, de paso, agrava la inequidad de la política de ingresos.

Del lado del gasto, el total se contrae de 38% del PIB a 23% en el periodo de referencia, mientras que el

primario, el programable y el corriente se mantienen sin grandes cambios. La inversión pública también

disminuye, complicando los rezagos en la infraestructura básica. Y aunque se incrementa el gasto social de

6% a 9% del PIB, esto es completamente inútil para revertir el rezago en los servicios orientados a atender las

necesidades básicas de la población, lo que agrava la polarización social. El desempeño de las finanzas

públicas indica que el ajuste fiscal descansa en la inequidad y la promoción de la concentración del ingreso y

la riqueza, a costa de la pauperización de la mayor parte de la población. Uno y otro fenómeno son

expresiones de la manera en que se logra que el Balance público pase de un déficit sexenal de 11% a un

superávit de 0.2%, y que el primario y operacional sean también de signo positivo; de la distribución de los

costos de las políticas de estabilización y de ajuste estructural.

24 A partir de 1986, el FMI condiciona sus créditos a la aplicación de las reformas estructurales —privatizaciones de empresas públicas, apertura comercial y financiera, las reformas tributarias, etc.—, similares a las «sugeridas por el Banco Mundial. Los programas de ajuste estructural es propiciada por el gobierno estadounidense durante la reunión anual de ambos organismos realizada en Corea, en 1985, y se insertan del llamado «Plan Baker». Véase: Sergio Bitar, “Neoliberalismo versus neoestructuralismo en América Latina, en Revista de la Cepal, núm 34, Chile, abril de 1988; Joseph Ramos, Un balance de las reformas estructurales neoliberales en América latina”, en Revista de la Cepal, núm 62, Chile, agosto de 1997. 25 Véase Adam Przeworski, Democracia y mercado. Reformas políticas y económicas en la Europa del este y América Latina, Gran Bretaña, 1991; José Carlos Torre, El proceso político de las reformas económicas en América Latina, Paidós, Argentina, 1998.

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El gobierno de Ernesto Zedillo (EZ) hereda una fantasía: la aparente fortaleza del «segundo milagro

mexicano», detrás del cual se oculta cómo los salinistas logran la precaria estabilidad interna (precios): a costa

de mantener la economía semiestancada , de una insostenible sobrevaluación de la moneda —por encima de

30%— y de un alto desequilibrio externo —30 mil millones de dólares—, que sólo pueden sostenerse

mientras se mantenga la continuidad de los flujos de capital, sobre todo los de corto plazo, en una cuantía no

menor a la magnitud del deterioro de la cuenta corriente, y mientras los inversionistas foráneos guarden la

confianza de que se pueden mantener esos desequilibrios. —esa situación ya no era viable por mucho tiempo,

si se considera el agotamiento gradual de las reservas internacionales, merced a la interrupción del ingreso de

divisas y salida de capitales desde finales de octubre, y que entre el 14 y el 21 de diciembre reduce las

reservas internacionales de 12 mil millones de dólares a poco menos de 6 mil millones—.26

Contra lo esperado por los inversionistas, EZ presenta, para 1995, un programa económico que no sólo no

ofrece las medidas correctivas sobre el futuro de cuando menos dos indicadores claves: las cuentas externas y

el tipo de cambio. Por el contrario, las metas de crecimiento e inflación —sostenida en el tipo de cambio, de

acuerdo con el enfoque monetarista de la balanza de pagos— propuestas, indican que esas variables

continuarán agravándose y demandando mayores volúmenes de ahorro externo para cerrar la brecha de

divisas y mantener la precaria estabilidad de la moneda.

En esa situación, a unos cuantos días de que EZ asume la Presidencia, se presenta la fuga masiva de capitales,

la devaluación de la moneda, la crisis de balanza de pagos y la insolvencia de pagos del estado —su

imposibilidad por cubrir el servicio de la deuda externa y la amortización de la interna, vinculada al tipo de

cambio (los Tesobonos)—. La crisis se agrava merced a la impericia y la parálisis sufrida por nuevo gobierno,

hasta el momento en que recibe el apoyo del gobierno de Estados Unido, el FMI y el Banco Mundial, que

ponen a su disposición un paquete financiero de poco más de 50 mil millones de dólares, a cambio de la

aplicación de un severo programa de ajuste externo y de estabilización, bajo los cánones de la ortodoxia

estabilizadora, y la profundización de las reformas estructurales conocidas como de «segunda generación» —

la privatización de la infraestructura y de sectores estratégico como el energético, comunicaciones,

telecomunicaciones, puertos, ferrocarriles, aeropuertos, etc.—.

Como sus antecesores, EZ desempolva las herramientas tradicionales para recuperar la estabilidad

macroeconómica y garantizar el cumplimiento con el servicio de la deuda pública interna y externa. Aplica la

corrección de los precios relativos, e impone la astringencia monetaria, fiscal y salarial, que logran reducir la

inflación y el deterioro externo, a costa que hundir a la economía en una de las peores recesiones de la

posguerra, la cual se extiende hasta la primera mitad de 1996, acompañada de un alto desempleo y la quiebra

del sistema bancario, cuyas consecuencias sobre las finanzas públicas gravitan onerosamente durante todo el

sexenio y la agobiarán por varias décadas más.

Si el balance público no revela un nuevo desborde deficitario, ello se debe a que el desplome de los ingresos

reales del sector público entre 1995 y 1996 es compensado por el aumento de la tasa general del IVA en cinco

puntos porcentuales —con excepción de alimentos y medicinas— y los gravámenes a los créditos reales

26 Banco de México, Informa anual 1994, México, 1994.

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destinados al consumo, y por una fuerte caída en el gasto programable —como es natural, el único renglón de

los egresos que crece y casi duplica su tasa de variación, es el costo financiero de la deuda pública—, que

contribuyen a profundizar la recesión.

El ajuste fiscal no sólo era necesario para tratar de recuperar el equilibrio macro. También para garantizar el

pago de los débitos públicos, destacándose el caso de los Tesobonos, cuyo monto, equivalente a 30 mil

millones de dólares, que es rápidamente amortizado, elevándose, en consecuencia, el saldo de los adeudos

foráneos de 85.4 mil millones de dólares a 100.9 mil millones. Por consecuencia, los intereses pagados por

concepto de los débitos externos se incrementan significativamente, anulando virtualmente los modestos

beneficios alcanzados con la pasada renegociación.

Las medidas fiscales durante el sexenio de EZ tienen un sentido recaudatorio, más que la búsqueda por

enfrentar la siempre postergada reforma fiscal. Del lado tributario, en 1995, se reduce el impuesto al activo de

2% a 1.8% —que equivale a aplicar una tasa de ISR de 34% a un rendimiento real de los activos de 5.3%

sobre el total de los activos—. Dentro de los impuestos especiales a la producción y al consumo se derogan

una serie de gravámenes (aguas envasadas, refrescos, concentrados, servicios telefónicos, seguros

individuales) y se reducen otros (vinos, bebidas alcohólicas, cervezas). Como complemente de esas y otras

medidas, se crea el sistema de administración tributaria (SAT), que sustituye a la subsecretaría de ingresos,

con el objeto de fortalecer la capacidad recaudatoria del gobierno.

Esas y otras medidas, empero, no se reflejan en una elevación de los ingresos. El total del sector público

continúa cayendo, de 23% del PIB a 19.6% entre 1994 y el 2000; los del gobierno federal de 14% a 13.8%. La

carga tributaria se estanca, pues pasa de 10.9% a 10.7%, mientras que los no tributarios caen de 3.9% a 3.1%

del PIB. Más aún, en la estructura de los ingresos tributarios, el peso relativo del ISR baja de 44% a 39.9% del

total, mientras que el IVA gana terreno 43% a 50%. Es decir, la recaudación tiende a descansar más sobre el

consumo de la población, lo que reafirma el sesgo regresivo de la política fiscal —en tanto trata a iguales a

desiguales—, proceso por demás justificado por los «modernos fiscalistas» ideológicamente seducidos o que

son promotores de las versiones radicales de la economía neoliberal,27 —uno de cuyos sueños es que se

elimine el pago del ISR y que la tributación dependa esencialmente de los gravámenes al consumo.

Lo más preocupante, es que las medidas empleadas para evitar o reducir la evasión fiscal no ha sido del todo

exitosa, si se considera que tan sólo en el caso del pago del IVA se pierde hasta una tercera parte de la

recaudación.

Peor aún, la debilidad del mercado petrolero internacional en 1998, vuelve a poner en evidencia la

vulnerabilidad fiscal frente estos ingresos, ya que su aportación en la recaudación total del gobierno federal se

amplía de 27% a 37%. La inestabilidad de los precios del crudo conduce al gobierno a recortar el gasto

público.

Del lado de los egresos, el gobierno de EZ se preserva una estrategia similar a la aplicada en los dos sexenios

precedentes: su contención y su subordinación a la disponibilidad de recursos. El gato total devengado

mantiene su tendencia declinante (con excepción del año electoral del 2000), junto con el primario, el

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programable, el corriente y el de inversión (gran parte de éste se concentra en el sector energético). Si bien el

gasto social tiende a crecer, es insuficiente para revertir el deterioro del bienestar de la población.

La venta de empresa públicas y las reformas estructurales de «segunda generación», por su parte, se suman al

proceso de adelgazamiento y jibarización del estado, su retiro de la economía. El régimen inicia con 252

entidades públicas y concluye con 202.

Ciertamente, esa «ingeniería» fiscal, con todo y sus costos presentes y futuros, permite salvaguardar, de

alguna u otra manera, el precario equilibrio de las finanzas públicas (el balance público pasa de un superávit

equivalente a 0.2% en 1994 a un déficit de 0.97% en el 2000; el primario continúa siendo superavitario,

mientras que el operacional vuelve a ser negativo).

Pero también es menester señalar que, para mantener la imagen del presupuesto fiscal equilibrado, el gobierno

de EZ decide llevar a cabo una especie de acto de prestidigitación contable, el cual le permite dejar fuera

algún detalle incómodo que, en otras circunstancias, no sólo descuadrarían las hojas de balance: los llamados

requerimientos financieros del sector público (el costo del rescate bancario y los Pidiregas, principalmente).

Además, evidenciaría la magnitud real de los problemas que enfrentan las finanzas públicas. Si se asumen

esos conceptos como deuda pública interna, el déficit se elevaría sustancialmente (equivaldría al menos a 3%

del PIB en el 2001 y 4.21% en 2006), junto con los recursos que se necesitarían para financiar el déficit. El la

propuesta fiscal del gobierno del panista Vicente Fox se calcula que sólo para este año se requerirán una

recaudación adicional de alrededor de 130 mil millones en este año para financiar el desequilibrio de las

finanzas.

Lo anterior no sólo restringirá la disponibilidad de recursos fiscales que dispondría el gobierno para

destinarlos a la inversión física o para atender las necesidades sociales, pues las necesidades requeridas por

los eventualmente nuevos compromisos financieros absorberían hasta el 92% de la captación esperada con la

propuesta de reforma foxista —que, por cierto, de aceptarla en Congreso, recaería con mayor intensidad en el

consumo y no en el ISR de los sectores de altos ingresos, por ejemplo—. Además, dejaría en un alto grado de

vulnerabilidad a las finanzas públicas ante cualquier contingencia interna o externa.

27 Véase a manera de ejemplo: Arnold C. Harberger, Taxation and Welfare, Little Brown & Co., Boston, Massachussets, 1974.

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