Eternos instantes de Arregui

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ETERNOS INSTANTES DE ARREGUI

EL 20 DE MARZO DE 2064 a las 10.45 de la mañana, el ingeniero Arregui, anciano ya,

desaparece repentinamente de su taller junto con su máquina, justo en el instante

en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también desaparece, y yo, y usted, y

el universo que, de todas formas, es y vuelve a ser una y otra vez, como todo, como

todos.

El 27 de octubre de 1999, el ingeniero Arregui (que todavía no es ingeniero) moja

la madera de la mesa sobre la que apoya los codos; la moja con el agua salada de

sus lágrimas, agua que vertió y verterá en muchos de sus muchos días de

existencia. Pero este día sus lágrimas mojan la mesa no sólo porque allí arriba, en

la cama, yace tendido y casi sin aliento su padre, sino por el remordimiento que es

un pájaro carpintero en su cabeza; tic tac tic tac, pica que pica que pica. Tan sólo

un mes atrás, el señor Arregui (padre), un hombre maduro pero aún con energías,

baja de su cuarto vestido de bermudas, camisa de mangas cortas y chaleco, con un

bolso en una mano y una caja con un montón de anzuelos en la otra (aunque nunca

fue a pescar, al menos que él recuerde). En la cocina se encuentra con su hijo,

quien le había anunciado el día anterior que no iría a pescar con él. Pero el señor

Arregui está allí parado en la cocina muy confiado en que logrará convencer a su

hijo. Se equivoca; su hijo hace un tiempo ya que siente rechazo hacia su padre; no

se explica bien por qué, sencillamente lo siente. Piensa que tal vez sea la edad; los

viejos siempre dicen que a los quince años uno está en la pavada y sólo busca

rebelarse. Pero los viejos escriben cosas sobre los chicos que casi nunca son

ciertas. A Arregui hijo siempre le divirtió leer las sonseras que los grandes escriben

sobre los chicos; lee infinidad de notas en el diario que tratan de explicar el porqué

de cada una de las reacciones infantiles y adolescentes y se descascara de risa, y

se pregunta por qué los grandes no les encargan escribir a los chicos esos artículos

que tanto mejor lo sabrían hacer. Ahora los artículos de comportamientos

adolescentes dicen que los jóvenes tienen necesidad de rebelarse, pero no es eso;

simplemente le resulta aburrido salir con su viejo a calcinarse en una canoa, o a

meterse en un museo lleno de moho, o salir a almorzar solos y visitar a la tía

Angustias. Pero se arrepiente, mientras sus lágrimas caen en la mesa se está

arrepintiendo, y sube al cuarto de su padre y lo abraza, y le dice viejito, viejito, voy

a salir a pasear por el parque con el sol partiéndonos la cabeza, voy a ir a almorzar

con vos una y mil veces, para que me enseñes a tomar vino, voy a salir para que

pesquemos en canoa y alimentemos a todos los peces del delta con nuestras

lombrices mal encarnadas. Ya no hay tiempo para eso, hijo, pero no importa ahora,

para mí este abrazo es como un paseo en canoa. Y el señor Arregui se va yendo a

la deriva por la orillita de ese abrazo, en un suave balanceo, imaginando que es un

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Pedro Canoero que se va arrastrado por la corriente a su dulce ocaso. Y el futuro

ingenierito piensa, algunos días después, en el tiempo que no hubo, en el tiempo

que no regresa, según dicen los viejos… según dicen.

El 20 de marzo de 2034 a las 22.00 el ingeniero Arregui festeja sus cincuenta

años. En realidad él no los festeja todavía, sino que lo festejan sus amigos y sus

parientes, porque él tiene la cabeza en un cálculo endemoniado que no cierra. Pero

dos de sus mejores amigos (uno es con el que está brindando por Alejandra a las 4

de la mañana) dicen que eso no puede ser, que dejate de joder ahora con tus

teorías, y lo sacan a los tirones una y otra vez de su taller, y le arrancan la tiza con

la que garabateó todo el pizarrón y se la cambian por un vaso lleno de cerveza, y

entonces sí, el 21 de marzo a las 00.30 horas, con un vaso de cerveza en alto,

Arregui brinda por todos los presentes y se entrega a festejar su cumpleaños que

ya es ayer. Pero no brinda aún por Alejandra, por Alejandra brindará después,

justamente a las 4 de la mañana, cuando el gordo Berti le hace recordar su

cumpleaños de treinta cuando; y él qué buena que estaba Alejandra, y qué dulce

que era Alejandra, y te acordás qué tonto cómo la perdí; por llegar tarde, fue por

llegar tarde; por estudiar. No por estudiar una materia, sino este tema del tiempo, y

ella estaba en el restaurante sentada, y yo me olvidé, qué bruto, y tenía el teléfono

apagado, como siempre en mi taller, y ella que habrá dicho me tiene harta, y habrá

pedido una soda para esperar, o una cerveza, y habrá querido revolearle la botella

por la cabeza a cualquiera, haciendo de cuenta que era mi cabeza, para que

reviente de una vez y desparrame todas esas estúpidas ideas que tenés y pienses

un poco en mí, y en las cosas importantes. Sabés qué pasó gordo, finalmente prendí

el teléfono y vi sus llamadas perdidas, y la llamé; me gritó, enfureció y me hizo ir

igual al restaurante, sólo para que el mozo me diera un papelito que decía “llegaste

tarde, pero por última vez”. Porque era una manía mía, llegar media hora tarde a

todas nuestras citas; no sé por qué; y efectivamente fue la última vez, no me la

perdonó. Pero cuando vuelva también voy a cambiar eso, voy a llegar temprano

antes de que ella diga que la tengo harta, antes de que pida una soda y le revolee

la botella al mozo queriendo reventar mi cabeza para desparramar mis estúpidas

ideas que no son estúpidas, Alejandra. A las seis de la mañana Arregui se duerme,

o más bien se desmaya con su borrachera y sus cincuenta años sobre un sofá, sin

saber que le quedan aún treinta años de estar recordando a Alejandra.

El 7 de octubre de 2045 a las 21.34 el ingeniero Arregui está mirando por la

ventana mientras un rayo parte un árbol a quinientos metros de distancia y un

bramido formidable inunda todo el mundo (el mundo de Arregui). En su cabeza sus

neuronas lanzan rayos también, minúsculos rayos que combinados recrean en su

mente el recuerdo de aquella tarde mientras cabalgaba con sus primos en un campo

de La Pampa, o de Neuquén, y el caballo se asusta y él cae al piso. Anota; 1996 o

1997, atención, sujetar fuerte las riendas. Se han apartado de la casa hasta un río

que baja marrón, arrastrando la tierra que va al mar para mezclarse con el agua

salada que luego regresará dulce y limpia a los campos o a la montaña. Llevan los

pelos mojados, igual que los trajes de baño, y una sonrisa indeleble de inmejorable

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infancia en los rostros. Van sin estribos, y de montura tres aperos, y las pantorrillas

llenas de transpiración y pelos de los caballos. El calor aplasta las hojas de los

pastos que ondulan con el viento que se agita nervioso anunciando tormenta; pero

ellos no la ven, no la ven hasta que aparece allí plomiza en el horizonte. Pero igual

no les preocupa, se han alejado bastante de la casa pero qué importa llegar tarde,

aunque los viejos después refunfuñen un poco, y entonces galopan, siempre con

sus sonrisas y entre algunos alaridos que están allí flotando en 1996 o 1997, justo

un instante antes de que ¡pumba! cae un rayo a unos cientos de metros del futuro

ingenierito Arregui y él no agarra bien la rienda en el momento en que el caballo

empieza a corcovear y al piso, y uno de los huesos del brazo, el cúbito o el radio,

se parte en un agudo dolor que pinza los nervios y está ahí mordiendo la nuca, y el

viejo ingeniero se toca detrás de la cabeza y anota en un rincón del cuaderno;

sujetar bien fuerte las riendas para evitar quebrarse el brazo.

El 5 de enero de 2002 el futuro ingenierito Arregui duerme con los ojos abiertos

en la cama, o sea no duerme, pero sueña. Su mente afiebrada (no de fiebre sino de

ideas) no para de pensar. Ha leído mucha literatura y poca física, y piensa que el

universo está loco y lleno de agujeros, igual que la ciencia que se jacta de lógica en

su engranaje aparentemente perfecto, henchida de ciego orgullo en su falacia,

creyendo que si dos más dos son cuatro, todo el resto se explica de la misma forma;

si suelto una piedra se cae, si golpeo un tambor suena, si pongo un ladrillo en una

bañadera Eureka y el cateto y la hipotenusa y el pasado pisado; todas falacias que

serían verdades en un universo sin agujeros (el futuro ingenierito se levanta, se

asoma a la galería y mira el cielo repletísimo de estrellas; para qué puso Dios las

estrellas… ¿sólo para inspirar a los hombres? allí hay un agujero, allí hay otro, y allá

como diez más), falacias que serían verdades en un universo sin agujeros, no en

uno que tiene más buracos que un queso gruyer. Tres noches más tarde el futuro

ingenierito está mirando nuevamente las estrellas; piensa en su viejo y el

remordimiento pica tic tac en su cabeza y, aunque ya no puede, quiere salir con él

a pasear por el parque con el sol partiéndole la cabeza, y quiere salir a almorzar y

a pescar para alimentar todos los peces del delta, y piensa que el tiempo tal vez

tenga también sus agujeros. Diez minutos más tarde decide que sí, que va a

estudiar ingeniería para demostrarles a todos esos ingenuos cerebritos.

El 7 de octubre de 2051 por la mañana, el ingeniero Arregui está en el taller; el

que todavía no desapareció. Va hasta el escritorio y toma un cuaderno repleto de

anotaciones, con fechas y horarios de días que están allí congelados en su pedacito

de tiempo. El cuaderno tiene tachones con correcciones de horas, minutos y hasta

segundos. Al levantar el cuaderno caen fotos al piso; Arregui las levanta y toma una

que tiene anotado detrás el año 1998. La mira; sus ojos intentan con disimulo

deslizar una lágrima, pero él se da cuenta y lo evita. La lágrima está allí, haciendo

de vidrio sus ojos. Arregui recuerda una canción que siempre recordó al mirar esa

foto; y las lágrimas y la canción están ligadas. Recuerda las lágrimas saliendo de

sus ojos sin disimulo, con tristeza o con alegría, no sabe discernirlo, y la canción

sonando una y otra vez; ayer, repite… “ayer todos mis problemas parecían tan

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lejanos”. Es el año 2000 o 2001, lo tiene por allí anotado. Era un casete… por allí

estará el casete en algún cajón, y estará también allí en el 2000 o 2001 sonando y

sonando en su eterno pedacito de tiempo. ¿Lo anotó? Arregui cree que sí, pero por

si acaso, lo anota de vuelta. Martina tenía unos ojos verdes divinos. Más que

divinos; tenía los ojos verdes más hermosos de la tierra; y a Arregui, que aún no

había decidido ser ingeniero, esos ojos le hacían retumbar el corazón contra las

costillas sacudiéndolo de tal forma que se veía la remera vibrar sobre su pecho. Y

Martina lo miraba, lo miraba y lo miraba, y el futuro ingenierito no podía dormir. Y de

día Arregui iba detrás de ella como un perrito; y se pasaba todo el tiempo tratando

disimuladamente de rozar su mano; y eso sólo era la felicidad en esas vacaciones;

rozar su mano. La tarde del 10 o del 12 de enero, el sol cómplice hace lucir sobre

las nubes un rosado irreal; las hojas en los árboles aplauden, tal vez a la sinfonía

de pajaritos o tal vez a la pareja de jovencitos que pasa. Arregui camina lo más

despacito que puede y en su pecho cómo la amo, cómo la amo, cómo la amo. El

verde de los ojos de Martina se derrama como luz sobre el pobrecito de Arregui,

que no se anima a mirarla, que no se anima a insinuarle nada; y desesperado por

decirle que la ama, calla; sus labios están soldados, imposible pronunciar tales

palabras. Dos días después Arregui, tieso como una estatua, descansa el brazo

sobre el hombro de Martina y su mano se marea en un vértigo de amor. Sueña,

sueña con que su brazo puede estar allí sin necesidad de que la máquina de fotos

esté enfrente. Pero allí está la máquina, y su brazo sobre el hombro sólo puede

estar allí gracias a la excusa de la cámara que hace click sacando la foto que luego

mira Arregui mientras sonríe, de tristeza, de alegría, no sabe discernirlo. La mira

una noche del año 2000 o 2001 mientras la canción del casete suena y suena, la

mira la mañana del 7 de octubre de 2051 mientras susurra la misma canción y una

lágrima logra al fin escapar de la cárcel de sus ojos manchando la hoja donde el

viejo ingeniero acaba de anotar: decirle que la amo.

La tarde del 15 de abril de 2041 el ingeniero Arregui pasea por el parque; aunque

más que pasear saltiquea, corre y gira, como un loco, o como el loco que será a

partir de esa noche. Está feliz, se le desborda la alegría, les habla a los árboles, a

las plantas y a las ancianas que pasan. Ha estudiado decenas de teorías sobre el

tiempo y el espacio, ha estudiado la materia, los gases, la química y últimamente

los tejidos, el cuerpo humano, el cerebro, y hoy cree haber dado en la tecla.

Recuerda una noche en 2011 o 2012 en que no pudo dormir, otra vez la fiebre de

ideas. En esa noche, el joven ingeniero está acostado con los ojos redondos como

la luna que pálida dibuja luces y sombras sobre los techos dormidos. Durante el día

estuvo mirando un libro con fotos de indígenas americanos de fines del siglo XIX.

Los ojos de esas personas brillan allí en las fotos, brillan de vida, piensa el ingeniero,

de vida palpable. Sus venas están estáticas, pero parecen sin embargo latir movidas

por el paso de la sangre, y sus músculos parecen tibios de estar aún trabajando. Y

Arregui piensa que si él viajara en el tiempo hasta ese día vería a esos hombres

mirando curiosos a un sujeto que puso un aparato frente a ellos y les pidió una

pausa en su trabajo para hacer una imagen, vería que realmente sus ojos brillan de

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vida y la sangre corre entibiando sus músculos, y piensa que esos hombres están

efectivamente allí, haciendo una pausa en su trabajo, tan cierto como él está esa

noche en 2011 o 2012 mirando el techo con los dos ojos como lunas. Arregui sabe

que el universo se expande (lo estudió), y sabe que tal vez un día se contraiga (el

universo es un gran queso lleno de agujeros), y si el espacio y el tiempo están

relacionados (lo estudió), entonces tal vez el tiempo también se contraiga, y la vida

brille nuevamente en los ojos de aquellos aborígenes, como ya brilló, como brilla allí

en un día de fines del siglo XIX. La tarde del 15 de abril de 2041 se diluye lerdamente

en la noche. El ya maduro ingeniero Arregui está sentado en su taller, dibuja

diagramas que llena de flechas y notas, acaba de comenzar a diseñar su máquina,

es el momento exacto en el que traspasa, a criterio de sus amigos y de casi todo el

mundo, la línea de la cordura. Todo aquel hombre que ose tratar de viajar en el

tiempo, será calificado como loco, lisa y llanamente loco. Regístrese, comuníquese

y archívese.

El 4 de octubre de 2063, el ingeniero Arregui, casi octogenario ya, repasa una

infinidad de notas que se encuentran desparramadas por su taller; pegadas sobre

los muebles, sobre las paredes, sobre el velador, sobre el escritorio en el que

descansa un enorme cuaderno plagado de hechos con sus fechas y sus horarios.

En los márgenes de cada nota hay flechitas con detalles; el estado del clima,

noticias del día, olores y sensaciones. Algunas notas tienen adosadas con alfileres

fotos ya descoloridas en las que se ve al cuarentón Arregui en brazos de dos

amigos, al futuro ingenierito Arregui con su sonrisa de lluvia en primavera, y aquel

abrazo que sólo fue una sonsa postura, y la mano con su vértigo de amor. Porque

entre las notas el viejo Arregui ha colocado también fragmentos de poesía, suyas o

no, y la luz de tus ojos, como el agua clara se escurre entre mis dedos, y en las

piedras pinta colores que nunca vi, y mi alma baila alocada en el arcoíris de esa

mañana, eternamente tuya y mía. Arregui ha estudiado los horarios, ha estudiado

las notas, los detalles, y tal vez los poemas. Todo lo sabe de memoria; cada dato

es indispensable para hacer que la nueva vida que reconstruirá sea perfecta. Bajará

la escalera ayudando a sostener los anzuelos que se le caen a su padre. Llegará al

restaurante a las nueve menos cinco con flores que le dará al mozo para que las

traiga justo antes del champagne, junto con una nota que diga “Alejandra, casate

conmigo”. Sujetará fuerte las riendas lanzando un grito de indio, y sus primos

festejarán la corcoveada del tobiano mientras un rayo parte la pampa. Mirará

aquellos ojos verdes que hacen que su corazón de dieciséis años se haga de agua,

y les dirá las palabras que sus labios jamás se atrevieron a pronunciar. Cambiará

estos y mil detalles, y ya no será necesario entonces volver a construir la máquina

del tiempo, porque ya no mojarán la mesa aquellas lágrimas que nunca serán, y ese

pájaro carpintero que tic tac en la cabeza no estará, y su viejo, soltando dulcemente

los brazos de su hijo, se irá yendo en la canoa que lo lleva suavecito a su ocaso

feliz.

La tarde 19 de marzo de 2064, el ingeniero Arregui camina por el parque. Va

pensando en que mañana cumplirá ochenta años; va pensando en que mañana

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apretará al fin el botón verde. A su alrededor los autos deberían volar de tanta

tecnología pero no vuelan; se arrastran como siempre en su nube gris. Ochenta

años de recuerdos. Se pregunta cómo será su nueva vida; se pregunta si al cambiar

un detalle no hará que todo el resto cambie. Muchas noches blancas ha pasado

dándole vueltas a esa vieja y trillada idea de la mariposa aleteando y un japonés

sujetándose de la palmera para no salir volando con el tifón. Camina lo más

despacito que puede, y en cada paso sus ojos brillan de nostalgia, o de alegría, no

sabe discernirlo, y en su mente habitan una cantidad de recuerdos tan grande que

cada minuto de vida es como un enorme cofre que se abre, un enorme cofre lleno

de sonrisas, colores, caricias; todo revuelto; y piensa que es hermosa la vejez,

aunque los hombres digan lo contrario y los viejos también, porque le temen a la

muerte, porque no saben que la muerte es en realidad volver a nacer otra vez. Y

este 19 de marzo el sol baja tan hermoso en el horizonte (horizonte que imagina

detrás del caserío), y el verde de las hojas en los árboles es tan parecido a aquellos

ojos que le hacían de agua el alma, y los niños en el parque parecen tan alegres

revoloteando allí como plumitas… y la paz, y ese pájaro carpintero parece justo

ahora picar tan bajito, tan bajito, que se pregunta si en realidad valdrá la pena

cambiar las cosas. El sol se oculta en aquella tarde del 19 de marzo de 2064,

despidiendo al tibio verano que se va, y el viejo ingeniero regresa a su casa

despacito y sonriendo, sin saber (o sabiendo) que esa tarde serena ha sido la más

feliz de su vida.

El 20 de marzo de 2064 a las 10.45 de la mañana, el ingeniero Arregui, de 80

años exactos de edad, desaparece repentinamente de su taller junto con su

máquina, justo en el instante en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también

desaparece, y usted y yo, y el universo que, de todas formas, vuelve a ser, como

todo.

El 8 de diciembre de 1995 a las 14.00 horas, el pequeño Arregui regresa en

bicicleta del colegio por última vez en el año. Aquellas vacaciones que comienzan

las recordará como una de las mejores de toda su vida; nunca sabrá el motivo, pero

sentirá que en ese verano alcanzó el cielo de la infancia. Por eso en 2064 coloca

justamente esa fecha y esa hora exacta en el relojito de su máquina del tiempo

antes de apretar el botón verde. Y allí está a las dos de la tarde el pequeño Arregui

cruzando a toda velocidad aquella esquina; no recuerda ni una sola de todas esas

miles de notas que volverá a escribir. Simplemente pedalea y pedalea hacia su

futuro que existe y existe. Y llegará nuevamente a ese 1996 o 1997 en el que se

rompe un brazo mientras un rayo parte la pampa y el tobiano corcovea, y llegará

ese 2000 o 2001 en el que camina haciendo lerdos sus pasos mientras esos ojos

verdes deshilachan su corazón y sus labios tiesos como rocas no se animan a

pronunciar aquellas dos palabras tan simples, y volverá también a mojar la mesa

con sus lágrimas, y volverá a abrazar a su padre que se va a la deriva en un suave

balanceo, y llegará a esa noche en que el mozo le da una nota que dice “chau,

Alejandra” y la tristeza, y anotará todas las cosas que debe cambiar y no podrá. Allí

está finalmente el día anterior a su cumpleaños en 2064, viviendo la tarde más feliz

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de su vida, preguntándose si en realidad es necesario cambiar las cosas siendo que

esa tarde vale lo que vale una vida. Pero igual aprieta el botón verde y vuelve a

pedalear en su bicicleta y a revivir eternamente todos los instantes que existen y

existirán siempre, y el universo loco lleno de agujeros que es y vuelve a ser, igual

que todo, y que todos, y el big bang y el botón verde, y el principio y el fin, que son,

en definitiva, lo mismo.

Segunda mención en el “I Premio de Relato Antonio Di Benedetto”, de Bruma Ediciones, Mendoza, 2014.