Esquire Spain - Febrero 2014 · 2014-03-29 · de la comunicación de masas para, de la mano de su...

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Comprometido con la causa, el artista no dudó en promover la venta de los denominados ‘bonos de la libertad’ durante la Primera Guerra Mundial.

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Comprometido con la causa, el artista no dudó en promover la venta de los denominados ‘bonos de la libertad’ durante la Primera Guerra Mundial.

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Su carácter cambiante, capaz de oscilar entre la euforia y la depresión, era capaz de confundir incluso a sus colaboradores más cercanos.

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El célebre violinista estadounidense Yehudi Menuhin dijo a propósito del siglo XX que despertó las mayores esperanzas que haya concebido nunca la humanidad y destruyó todas las ilusiones e ideales. La gran paradoja del siglo que vio al hombre viajar a la Luna y activar la bomba atómica, podría resumirse en una sublime

escena de la película de Charles Chaplin Monsieur Verdoux (1947) en la que el protagonista, un moderno Barba Azul, se dispone a matar a su enésima víctima. Antes de entregarse al sangriento ritual, Verdoux se detiene unos instantes a contemplar la luna llena mientras recita unos versos. Por primera vez Charles Chaplin encarnaba a un personaje distinto a su célebre álter ego, el entrañable va-gabundo del mostacho y el bombín que le había hecho mundialmente famoso décadas atrás. En su arriesgada reinvención, Chaplin –el hombre que había amasado una de las mayores fortunas de su época interpretando a un muerto de ham-bre; el artista encumbrado en su juventud por el mismo público que le condenó en su madurez; el cómico vivo retrato de Jeckyll y Hyde, tan dulce como déspota– confrontaba con amargura al siglo que, como él mismo, encontraba en la paradoja su definición.

UN AÑO DESPUÉS DEL ESTRENO de Mon-sieur Verdoux, el ganador del Pulitzer James Agee propuso a Chaplin rodar un guión pro-tagonizado de nuevo por el icónico personaje del vagabundo, al que situaba en una Nueva York fantasma, devastada por la bomba atómica. Se titulaba El nue-vo mundo del vagabundo y, a tan sólo tres años de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki, el proyecto se antojaba como la manera perfecta de llamar la atención sobre la dantesca deriva que estaba tomando el siglo. Quién mejor que Chaplin, el primer ídolo de la era de la comunicación de masas para, de la mano de su universalmente querido personaje, sensibilizar al planeta sobre el enésimo horror de la civilización. El vagabundo, ese ser pizpireto, mezcla de niño y hombre, empecinado y resistente, dueño tan sólo de su dignidad, había simbolizado durante décadas los miedos, fracasos, esperanzas y alegrías de la humanidad. Desde su irrupción en la cultura popular pa-

recía como si el pequeño paria fuera una suerte de molde primigenio a partir del cual hubiesen sido creados el resto de los seres humanos que, como él, trataban de bandearse en un mundo cada vez más hostil. Si el vagabundo había sido el primer hombre sobre la Tierra, tenía sentido que fuera el último testigo de su destrucción. Pero el guión post apocalíptico de Agee llegaba tarde y Chaplin declinó protagoni-zarlo. Ocho años antes, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había realizado El gran dictador (1940) en la que se desdoblaba en dos personajes, un dictador clon de Hitler y un humilde barbero ‘primo hermano’ del vagabundo. Ambos compartían el mismo bigote y al final de la película el paria, usurpando la identidad del dictador,

hacía un emocionante llamamiento pacifista. Chaplin se despedía de una vez por todas del cine mudo erigiéndose, con ocasión de su pri-mer parlamento inteligible sobre la pantalla, en mensajero de la paz. Sus esfuerzos fueron en vano. Finalizada la guerra, más de sesenta millones de muertos, el Holocausto y la bomba atómica confirmaban al siglo XX como el siglo del horror. Desencantado, Chaplin dejaba en suspenso su idilio con la centuria que le había hecho grande y abandonaba para siempre al Cupido responsable del flechazo: su personaje del vagabundo.

El desamor impregnó de ironía al cineas-ta, que transformó al clown en asesino, como si de esa forma pudiera hacer tomar al siglo conciencia de sus desmanes. En la película ho-mónima, Monsieur Verdoux, un empleado de

banca arruinado por el Crack del 29, seduce, mata y roba a mujeres acaudaladas. Cuando se deja atrapar por la justicia argumenta en su defensa que si las empresas se enriquecen fabricando armamento para sembrar la muerte, por qué no habría él de enriquecerse matan-do. La crítica de Chaplin a la perversión capitalista llegaba en el peor momento, con la popularidad en EE UU del cineasta bajo mínimos debido a las voces que le acusaban de simpatizar con el comunismo. La metamorfosis de Charlot no fue bien recibida y Monsieur Verdoux fue un fracaso. A los 58 años Chaplin veía cómo el siglo al que, cual Pigmalión, había moldeado –contagiándole a pesar suyo su carácter paradójico– se le escapaba entre los dedos.

AL IGUAL QUE SUCEDIERA CON LA ÉPOCA EN LA QUE VIVIÓ, LA EXISTENCIA Y LA OBRA DE CHARLES CHAPLIN, UNA DE LAS FIGURAS MÁS RELEVANTES DE LA HISTORIA DEL SÉPTIMO ARTE, ESTUVO MARCADA A MENUDO POR LA PARADOJA Y LA CONTRADICCIÓN.

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LA METAMORFOSIS DE CHARLOT NO FUE BIEN RECIBIDA. A LOS 58 AÑOS CHAPLIN VEÍA CÓMO EL SIGLO AL QUE HABÍA MOLDEADO SE LE ESCAPABA ENTRE LOS DEDOS

T E X T O E N R I Q U E E S T E V E

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Su amor por el esquí hizo más llevadero su exilio en Suiza durante las últimas décadas de su vida.

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A lo largo de tres décadas, Charles Chaplin había bailado con el siglo XX haciendo gala de la misma gracilidad y afán de control demostrados por el dictador Hinkel al bailar con el globo terráqueo en la escena más famosa de El gran dictador. El idilio entre cineasta y centuria había comenzado en 1914. La primera vez que Chaplin apareció en pantalla interpretando al vagabundo tenía 25 años, mientras que el siglo –como muchas de las mujeres del cómico en el momento de iniciar su relación con él– era aún menor de edad. En 1912 Chaplin desembarcó en EE UU procedente de Inglaterra para iniciar una gira teatral. Un año después, la Keystone Film Company se interesó en él y le propuso actuar para el cine. Cha-plin, esperando que un breve periodo haciendo películas le diera notoriedad para proseguir su carrera teatral convertido en una gran estrella, aceptó, adaptándose a regañadientes a una comedia física de ritmo frenético en la que la historia y el personaje quedaban en un segundo plano. Habituado a un ritmo más pausado y a la cons-trucción de personajes, Chaplin contraatacó creando a su ‘criatu-ra’. Su presencia no estaba prevista en la película Mabel’s strange predicament, pero en el último momento fue requerido para hacer una breve aparición ataviado con lo primero que encontrase en el vestuario. Chaplin quería un atuendo contradictorio y se hizo con unos pantalones anchos, una chaqueta ajustada, un sombrero pequeño y unos grandes zapatos. Añadió un mostacho para aparentar más edad. En palabras del cineasta: “No tenía ni idea del personaje pero, una vez caracterizado, la ropa y el maquillaje me hicieron sentir la persona que era. Empecé a conocerlo y cuando entré en el plató ya había nacido por completo”. Así, un día cualquiera de 1914, veía la luz el icono más reconocible del siglo XX. Kids Auto Race at Venice, la segunda película de Chaplin como el vagabundo aunque la primera en estrenarse el 7 de febrero de aquel año, estaba ambien-tada en una carrera de coches y mostraba al personaje empeñado en ser grabado por las cámaras presentes en el evento. La esencia del vagabundo estaba ahí: el hombre desposeído que se resiste a ser invisible, a que le hurten su pedacito de lugar en el mundo. Ese lugar que a Chaplin tanto esfuerzo le había costado conseguir.

INFLUENCIADO POR LA ‘COMMEDIA DELL’ARTE’ ITALIANA y el vodevil británico, a la hora de componer su personaje Chaplin se inspiró sobre todo en los vagabundos con los que compartió su infancia en el sur de Londres de finales del XIX. De sus primeros años marcados por la miseria Chaplin extraería los valores que hacen del vagabundo un personaje con el que hoy, en plena vorá-gine neoliberal, el mundo puede aún identificarse: su infatigable persecución de los frutos de la abundancia y la felicidad, y la recta lucha contra aquellos en el poder que se interponen en su camino. Hijo de cantantes de music hall, Chaplin subió por primera vez a un escenario con cinco años para sustituir a su madre cuando ésta

perdió la voz debido a las penurias que atravesaba después de que su marido la abandonase con sus hijos por haberle sido infiel. La primera actuación de Chaplin fue la última de su madre. Quizás por ello cada vez que en su vida el telón se bajaba de forma trágica, Chaplin regresaba a los orígenes a través del cine para reescribir la historia con final feliz. Lo hizo cuando murió su primer hijo días después de venir al mundo. A continuación dirigió El chico (1921), en la que convertía al vagabundo en padre adoptivo de un niño abandonado que, al igual que Chaplin en su infancia, tenía que ingeniárselas en la calle para sobrevivir. Al final de la película la madre del niño, convertida en actriz de éxito, reencontraba a su hijo y se hacía cargo de él. Tras la muerte de su madre, aquejada de demencia desde joven, Chaplin se entregó a su primer romance cinematográfico de enjundia en Luces de la ciudad (1931), en la que se enamoraba de una joven ciega a la que terminaba curando de su ceguera. Si bien Chaplin no había podido devolverle la voz ni la cor-dura a su madre, el vagabundo se desquitaba devolviéndole la vista a su amada. La siguiente película que Chaplin realizó tras el fracaso de Monsieur Verdoux fue Candilejas (1952). En ella regresaba al

music hall londinense de su infancia conver-tido en un viejo cómico en decadencia cuyo último triunfo es lanzar la carrera de una joven y prometedora bailarina después de haberla salvado de un intento de suicidio. De nuevo el cineasta restauraba sobre la pantalla a su ma-dre. La mujer que, a pesar de su temprano in-ternamiento en instituciones mentales –razón por la que el actor pasó amargas temporadas en asilos y en casa de su padre– tuvo tiempo de transmitir a su hijo el valor de la dignidad y el amor al prójimo, le enseñó a analizar el comportamiento de la gente y le dejó una rica colección de historias entre las que destaca-ban las protagonizadas por Napoleón, del cual decía que guardaba gran parecido con el padre de Chaplin. Fue éste último, antes de morir de alcoholismo, el que embarcó definitivamente

a su hijo en la profesión del espectáculo introduciéndole en una compañía de artistas infantiles.

Fascinado desde niño por el general francés, a mediados de 1914 Chaplin empezaba a ser casi tan célebre como él. El cómico enseñaba a reír al siglo pero éste, como al inicio de todo idilio, le tomaba el pulso a su Pigmalión adentrándose en un mar de tinieblas. La Primera Guerra Mundial estallaba al tiempo que, según un artículo de 1915 del Motion Picture Magazine, el mundo sucumbía a la ‘Chaplinitis’: “Una vez cada siglo nace un hombre capaz de colorear e influenciar al mundo… Un hombrecillo inglés discreto, modesto, pero cargado de dinamita, está estremecien-do el planeta”. Un simple cartel con la silueta del vagabundo y la leyenda “Estoy aquí hoy” hacía que los cines se abarrotasen. El márketing multimedia y el merchandising moderno echaban a andar de la mano del vagabundo, convirtiéndole en objeto de canciones, juguetes, postales, tiras cómicas o estatuillas. Multitud

CADA VEZ QUE EN SU VIDA EL TELÓN SE BAJABA DE FORMA TRÁGICA, REGRESABA A LOS ORÍGENES A TRAVÉS DEL CINE PARA REESCRIBIR LA HISTORIA CON FINAL FELIZ

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Junto a su hija Geraldine, por quien sentía especial predilección, durante la celebración de su 70º cumpleaños en su residencia de Manoir de Ban.

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de imitadores trataban de emular el éxito del personaje. Y en los hospitales de guerra, las películas de Chaplin se proyectaban en el techo para que los soldados postrados en cama pudieran sustraerse por un momento del horror riendo con su ídolo. Entretanto, el cómico se libraba de ir al frente tras ser considerado no apto para el combate, hecho que le valdría más de una crítica. Comprome-tido no obstante con la causa, se embarcó en una multitudinaria gira por los EE UU para vender bonos de guerra acompañado de Douglas Fairbanks y Mary Pickford, la realeza de Hollywood. Un selecto club en el que el vagabundo había ingresado por méritos propios. Durante la contienda se había convertido en la estrella mejor pagada del mundo, se había hecho con su propio estudio cinematográfico y trabajaba a destajo para pulir su arte, escribien-do, dirigiendo, protagonizando y montando sus películas, amén de componer la música de las mismas. Perfeccionista y controlador, Chaplin dedicaba a rodar sus obras el tiempo que fuera necesario, vulnerando los principios de producción de la industria e invir-tiendo en ocasiones su dinero para no rendir cuentas a nadie. Su afán de control llegaba al paroxismo en la dirección de actores, a los que exigía que se convirtieran en él, imitándole en cada gesto. Marlon Brando, que trabajó en la última película de Chaplin, diría del cineasta, no sin antes reconocer su inconmensurable talento: “Es probablemente el hombre más sádico que he conocido. Un tirano egocéntrico y tacaño”. Astuto hombre de negocios, aún así Chaplin pagó sueldos vitalicios a varios de sus empleados, como su primera musa la actriz Edna Purviance, una vez que dejaron de trabajar para él.

FINALIZADA LA GRAN GUERRA, Cha-plin y el siglo se entregaban el uno al otro por completo. Durante los felices años 20 el siglo recuperaba desenfrenado su alegría, mientras que a lo largo de los difíciles 30 sobrellevaba con una sonrisa las penurias de la Gran Depresión, todo ello bajo los cuidados del vagabundo. El periodo de entreguerras vio a Chaplin ir de gira por el mundo, fundar su propia compañía de distribución –la United Artists– y casarse con dos menores de edad y divorciarse de ellas rodeado de un gran escándalo (uno de los matrimonios inspiró supuestamente a Na-bokov para su Lolita). Las ninfas no tardaban en cansar al cómico, a diferencia de las masas, cuya adoración necesitaba. Durante su gira de 1921, el recibimiento dispensado al actor en Londres fue digno de la realeza. Impresionado, Chaplin llegó a decir que era más famoso que Jesucristo. Allí alternó con los literatos H. G. Wells y Thomas Burke. El último escribiría sobre él: “Vive solamente en un papel y sin él está perdido. Incapaz de penetrar en el interior de Chaplin, no le queda nada más en lo que refugiarse en momentos dolorosos. Rehúye los focos, pero los echa de menos si no están puestos sobre él. Es profundamente tímido y solitario, y aún así

le encanta ser el centro de atención. Es realmente modesto, pero muy consciente de que no hay nadie como Charles Chaplin. Espera salirse con la suya en todo y normalmente lo consigue (…). Exige lealtad a los amigos cuando él mismo es informal. Le gusta disfru-tar de lo mejor del actual sistema social, cuando de corazón es el más rojo de los rojos. Lleno de generosidad impulsiva, es también capaz de repentinos cambios en la dirección contraria (…). Puede ser el sujeto más dulce (…) y al momento, sin causa aparente, ser todo petulancia y aspereza. Poco interesado en la gente, aún así tiene un ojo más agudo y veloz que cualquier novelista para las rarezas y los secretos celosamente ocultos (…). Su hogar espiritual es su propio periodo. Es un hijo de estos tiempos y su mente no encuentra nada con lo que comprometerse más allá de su propia infancia”. En su segunda gira de 1931, Chaplin fue huésped de grandes luminarias como Winston Churchill, Albert Einstein o Mahatma Gandhi. Testigo de las consecuencias de la Gran De-presión, escribió un plan económico para resolver la crisis que

pasaba por la creación de una moneda única y encontró inspiración para su alegato contra la deshumanización de la sociedad industrial: Tiempos modernos (1936).

Tras la Segunda Guerra Mundial, Chaplin, el genio sofisticado adorado por la intelli-gentsia, se convertía en cabeza de turco de la Guerra Fría. El FBI y el Departamento de Actividades Antinorteamericanas, recelosos de las amistades del cineasta, de su simpatía hacia Rusia (nacida de su agradecimiento al papel de ésta en la derrota del nazismo duran-te la guerra) y del hecho de que se resistiera a obtener la nacionalidad norteamericana a pesar de haber amasado en EE UU su fortuna, le impidieron entrar en el país al regreso de un viaje. Sus últimas décadas transcurrieron en el exilio, en Suiza, acompañado de sus hijos y

su última mujer, Oona O’Neill, a la que conoció siendo ella menor de edad y que sería su gran amor y báculo en la vejez. Cada uno por su lado, Chaplin y el siglo dejaban extinguirse las brasas de la pasión. Poco antes de la muerte del cineasta, EE UU restauró su figura con una oleada de homenajes a su carrera que se extendió por todo el mundo. La centuria y su Pigmalión corrían entonces a reencontrarse para, fundidos en un abrazo, darse cuenta de que no podían estar el uno sin el otro. La pasión dejaba paso al amor sereno de dos compañeros de viaje que en la madurez reconocían todo el bien que se habían hecho. El día de la Natividad de 1977 el telón bajaba por última vez para Charles Chaplin. Ateo y profun-damente pacifista, el hombre que en su juventud llegó a ser más famoso que Jesucristo moría volviendo una vez más a los orígenes, listo para reunirse con los siglos venideros que sin duda tendrán a bien asegurar su inmortalidad.

Nat King Cole ,“Smile”

SUS ÚLTIMAS DÉCADAS TRANSCURRIERON EN EL EXILIO EN SUIZA. CADA UNO POR SU LADO, CHAPLIN Y EL SIGLO DEJABAN EXTINGUIRSE LAS BRASAS DE LA PASIÓN

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