Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

19

description

HIstoria que inspiró la pelicula de Tod Browning, de 1932, Freaks. Publicado dentro del ciclo Cine Carnicero, en Bogotá, Colombia.

Transcript of Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

Page 1: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins
Page 2: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins
Page 3: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

1

EspuElas

I

Jacques Courbé era un romántico. Medía apenas veintiocho pulgadas desde la suela de su diminuto pie a la punta de la coronilla; pero había veces, cuando cabalgaba en la pista sobre su audaz caballo, St. Eustache, en las que se veía a sí mismo como un aguerrido caballero de tiempos pre-téritos listo para ofrecer batalla por su dama.

¿Qué más da que St. Eustache no fuese un caballo excepto en la imagina-ción de su dueño- ni tan siquiera un pony de hecho, sino un enorme perro de raza indescriptible, con su largo hocico y el aspecto general de un lobo-? ¿Qué más da que la entrada de madame Courbé fuese invariablemente ce-lebrada con alaridos de risa burlona y un bombardeo de pieles de plátano y mondas de naranja? ¿Qué más da que no hubiese dama alguna, y que sus hazañas se redujeran tristemente a la mímica impostura de aquellos bravos jinetes que le precedieron? ¿Qué importaban todas estas minucias al hombrecito que vivía en su propio sueño, y que resueltamente había cerrado sus ojos a la gris realidad de la vida?

El enano no tenía amigos entre los otros freaks del Circo de Copo. Éstos lo consideraban egoísta e insoportable, y él los detestaba por aceptar las cosas tal y como eran. La imaginación era su armadura frente a las in-discretas miradas de un mundo cruel y monstruoso, frente al aguijón del ridículo, frente a los bombardeos de pieles de plátano. Sin ella, se hubiera marchitado y no cabe duda de que finalmente habría muerto. Pero ¿esos otros? ah, ellos no disponían de otra armadura que no fuera sus molleras de brutos. Las puertas que se abrían al reino de la imaginación estaban ce-rradas a cal y canto, y a pesar de que ellos mismos no deseaban traspasar-las, a pesar de que no echaban de menos lo que se ocultaba tras ellas, sí se mostraban celosos y desconfiados ante cualquiera que poseyera esa llave.

Finalmente resultó, después de muchas humillantes actuaciones en el escenario, que el amor entró en la carpa del circo haciendo imperiosas señas a monsieur Jacques Courbé. Y en un instante el enano fue engullido en un océano de salvaje, tumultuosa pasión.

Mademoiselle Jeanne Marie era una osada jinete. Hizo que el diminuto corazón de M. Jacques Courbé se detuviese de emoción al contemplarla en su primera actuación sobre la arena, brillantemente ejecutada sobre el ancho y desnudo lomo de su vieja yegua, Sappho. Una escultural rubia de tipo amazónico, con grandes ojos de bebé que no dejaban escapar ni un indicio de su avaricioso corazón de mujerzuela, con sus rojos labios turgentes y mejillas sonrosadas, una maravillosa dentadura que destellaba continuamente en una sonrisa, y sus manos que, abiertas, alcanzaban casi el tamaño de la cabeza del enano.

Su pareja en la función era Simon Lafleur, el Romeo del circo –un hercú-leo joven de piel morena con descarados ojos negros y una cabellera que, untada siempre en aceite, brillaba lustrosa como la piel de Solon, la foca amaestrada del circo.

Desde la primera actuación monsieur Jacques Courbé se enamoró de Mademoiselle Jeanne Marie. Su cuerpecito se agitaba de deseo hacia ella. Sus neumáticos encantos, tan generosamente revelados a través de las me-dias y lentejuelas, hacían que se ruborizase con violencia hasta el punto de tener que apartar los ojos. Las familiaridades permitidas a Simon Lafleur, los acrobáticos acoplamientos de los dos artistas, hacían hervir la sangre

Page 4: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

2

del enano. Montado sobre St. Eustache, esperando su turno para entrar, re-chinaba los dientes de impotente rabia al ver a Simon dando vueltas y más vueltas sobre la pista, orgullosamente de pie sobre el lomo de Sappho y sosteniendo a mademoiselle Jeanne Marie en un extático abrazo, mientras ella levantaba una de sus torneadas piernas hacia el cielo.

“¡Ah, el muy perro!”, mascullaba monsieur Jacques Courbé entre dientes, “Algún día pondré a este muchachote en su sitio. ¡A fe mía, que he de darle de bofetadas!

St. Eustache no compartía la admiración de su amo por mademoiselle Jeanne Marie. Desde el principio había evidenciado su antipatía mediante sordos gruñidos, en ocasiones mostrándole con furia sus afilados dientes. Resultaba un pequeño consuelo para el enano que St. Eustache mostrara todavía mayores signos de rabia ante la proximidad de Simon Lafleur. Pero, verdaderamente, le entristecía observar que su valiente caballo, su único compañero, su hermano, no admirara como él a la mujer colosal que cada noche arriesgaba su vida ante el sobrecogido populacho. A menudo lo re-prendía cuando se encontraban a solas:

“¡Demonio de perro!, exclamaba el enano. “¿Por qué siempre tienes que gruñir y mostrar los dientes cuando la adorable Jeanne Marie se digna a advertir tu presencia? ¿Acaso no tienes sensibilidad alguna bajo tu duro pellejo? ¡bellaco, ella es un ángel, y tú le gruñes! ¿es que no recuerdas cómo te recogí de las alcantarillas de París, siendo un famélico cachorro? y ahora amenazas las manos de mi princesa, ¡así me demuestras tu gratitud, grandísimo puerco!

Monsieur Jacques Courbé tenía un pariente lejano –no un enano, como él, sino todo un caballero, un próspero terrateniente que vivía en las afue-ras de Roubaix. El viejo Courbé nunca se había casado de modo que, al ser hallado muerto de un ataque al corazón una mañana, su diminuto sobrino –a quien a la sazón debió legar todo en algún momento- se encontró de re-pente instalado en una confortable prosperidad. Cuando recibió las buenas nuevas, el enano extendió los brazos hacia el cuello de St. Eustache y gritó:

“Ah, ¡ahora podemos retirarnos, casarnos y sentar por fin la cabeza, viejo amigo! ¡Valgo varias veces mi peso en oro!”

Esa tarde, mientras mademoiselle Jeanne Marie se quitaba sus chi-llonas galas tras la actuación, sonó un ligero golpe en su puerta. “¡Adelante!”, contestó, creyendo que sería Simon Lafleur, el cual había pro-metido llevarla a la Posada Del Jabalí Salvaje para tomar una copa que hiciera desaparecer el sabor a serrín de su garganta.

“¡Entra, mon chèri!”

La puerta se abrió suavemente; y allí apareció monsieur Jacques Courbé, ufano y erguido, engalanado en sedas como un cortesano, con una peque-ña espada de empuñadura dorada colgándole del cinto. Al aproximarse sus ojillos centellearon cuando descubrió los más que parcialmente mostrados encantos de su robusta dama. Se quedó a un metro de ella, e hincando en tierra una rodilla depositó un beso sobre sus zapatillas rojas de bailarina.

“Oh, la más hermosa y valiente de las doncellas”, gritó, con una voz tan estridente como un alfiler que se deslizara por una superficie de vidrio, “¿acaso no tendrás compasión del desdichado Jacques Courbé? Él está hambriento de tus sonrisas, desfallece por tus labios! Todas las noches se agita en su lecho y sueña con Jeanne Marie!”

Page 5: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

3

“¿Qué significa esta representación, mi pequeño y bravo amigo?”, le pre-guntó ella, inclinándose hacia él con una sonrisa de ogro. “¿Te ha enviado Simon Lafleur para tomarme el pelo, es eso?”

“¡Que la peste negra se lleve a Simon!, chilló el enano, sus ojos lanzando chispas azules. “No estoy actuando, es todo verdad, que la adoro, made-moiselle; que deseo hacerla mía. Y ahora que poseo una fortuna... - Brus-camente calló, y su cara adoptó la forma de una manzana arrugada, “¿Qué significa esto, mademoiselle?, dijo en voz baja, con un zumbido de abe-jorro a punto de sacar el aguijón. ¿Se ríe usted de mi amor? Le prevengo, mademoiselle -nadie se ríe de Jacques Courbé.

El rostro rubicundo de Jeanne Marie se había vuelto púrpura al tratar de sofocar la risa. La comisura de sus labios temblaban. Hizo cuanto pudo por no estallar en carcajadas.

¡Ese ridículo maniquí hablaba completamente en serio! ¡esa edición de bolsillo de galán estaba proponiéndole matrimonio! ¡Él, esa miniatura de hombre quería hacerla su esposa! ¡pero si podía echárselo al hombro como un mono!

Era sencillamente increíble. Cuando se lo contase a Simon Lafleur no lo iba a creer. Casi podía verlo echando hacia atrás su apolínea cabeza, abriendo su gran boca y agitándose de risa. Pero ella -ella mejor que no lo hiciera en estos momentos. Primero debía averiguar todo lo que el enano tuviera que decirle, saborear la dulzura de este inesperado caramelito an-tes de aplastarlo bajo las ruedas del más espantoso ridículo.

“No me estoy riendo” -pudo articular. “Estoy sorprendida. Nunca habría pensado... nunca lo habría imaginado”

“Eso está mejor, mademoiselle”, la cortó el enano. “No toleraré burlas. En la arena me pagan para hacer reír; pero ellos pagan para reírse de mí. Siempre hago que la gente pague para reírse de mí”

“Pero, ¿le he entendido bien, monsieur Courbé? ¿está usted proponién-dome honrado matrimonio?”

El enano se llevó la mano al pecho e hizo una reverencia. “Sí, mademoi-selle, y honrado en efecto. Hace una semana murió mi tío y me hizo posee-dor de una gran herencia. Podríamos tener sirvientes para que nos aten-dieran en todo lo que deseáramos. Podríamos tener caballos y carruajes, los mejores vinos y viandas, y todo el tiempo del mundo para divertirnos. Y usted, usted sería una dama. Vestiría su maravilloso cuerpo con seda y encajes. Sería usted tan feliz, mademoiselle, como un cerezo en junio”

La sangre comenzó a retirarse de las mejillas de Mademoiselle Jeanne Marie, las comisuras de sus labios dejaron de temblar; entornó los ojos. Había estado cabalgando sobre una yegua toda su vida, y realmente se sen-tía harta. La vida en el circo había perdido toda la gracia. Quería al apuesto Simon Lafleur, pero sabía perfectamente que este Romeo nunca desposaría a una paleta como ella.

Las palabras del enano habían conseguido despertar en su imaginación dulces imágenes. Se veía a sí misma como una señora en medio de la gran sociedad, dueña de una amplia hacienda, ofreciéndose a Simon Lafleur con todos los lujos de su corazón. A Simon le encantaría la idea de casarse en una hacienda. Estos enanos no eran muy fuertes, después de todo... ¡Morían jóvenes!... No tendría más que apresurar un poquito la muerte de Jacques Courbé. Pero no, sería amable con el pobre, sería la amabilidad misma; aunque, por otro lado, tampoco iba a permitir que su belleza se consumiese en duelos estériles.

Page 6: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

4

“Nada de lo que pida le será negado, señora, mientras me quiera”, conti-nuó el enano. “¿Su respuesta?”

Mademoiselle Jeanne Marie se inclinó hacia delante y, con un solo mo-vimiento de sus robustos brazos, levantó a monsieur Jacques Courbé y lo depositó sobre su rodilla. Durante un instante lo sostuvo así, como si fuese una muñeca francesa, su espada coquetamente erguida detrás de él. Luego depositó en su mejilla un gran beso que cubrió su cara entera desde el mentón a las cejas.

“¡Soy suya!”, murmuró, atrayéndolo hacia sí con un gran abrazo. “Lo amé desde el primer momento, monsieur Jacques Courbé!”

II

La boda de Mademoiselle Jeanne Marie tuvo lugar en el pueblo de Rou-baux, en donde el Circo de Copo se había instalado temporalmente. Des-pués de la ceremonia fue servido un festín en una de las tiendas, al que asistió una verdadera galaxia de celebridades.

El novio, exaltado el rostro por el vino y la felicidad, se sentaba a la cabeza de la mesa. Su barbilla apenas sobresalía sobre el borde, de tal manera que parecía como si una gran naranja hubiera salido rodando del plato de la fruta hasta detenerse allí. Bajo sus pies estaba St. Eustache, que llevaba rato manifestando su desaprobación con graves gruñidos, ocupa-do en mordisquear un hueso pero lanzando aviesas miradas a las piernas regordetas de su nueva dueña. Papa Copo estaba a la derecha del enano, su amplio rostro tan colorado y benevolente como la luna llena. A su lado se encontraba Griffo, el Chico Jirafa, con un vestido de lunares de donde se disparaba un prominente cuello, tan largo que había de mirar hacia abajo para observar al resto de la concurrencia, incluido monsieur Hercule Hip-po el Gigante. El resto de la compañía incluía a mademoiselle Lupa, con su espeluznante boca llena de afilados dientes, gruñendo como siempre hacía al intentar articular palabras; el pesado de monsieur Jegongle, que insistía en hacer malabarismos con la fruta, los platos y cuchillos, aunque la com-pañía entera estuviese harta de sus trucos; madame Samson, con su pareja de serpientes amaestradas enrollándose en torno a su cuello y lanzando tímidas miradas a su alrededor, una sobre cada oreja; Simon Lafleur, y un montón de gente más.

El acróbata había estado riéndose silenciosa y casi continuamente desde que Jeanne Marie le habló de su compromiso. Ahora se sentaba junto a ella, con sus medias violetas. Su pelo, recogido hacia atrás desde la frente, tenía tanta brillantina que centelleaban en él las luces, como si fuera un casco bruñido. De tanto en tanto bebía una copa llena hasta los bordes de vino de Burdeos, haciendo señales a la novia con el codo, y echando hacia atrás su acicalada cabeza en repetidas explosiones de risa contenida.

“Y ¿estás segura de que no te olvidarás de mí, Simon?” –susurraba ella. “Puede pasar algún tiempo hasta que consiga hacerme con el dinero del monito”

“¿Olvidarte, Jeanne?”, mascullaba él, “Por todos los demonios danzantes que se agitan en el champagne, te juro que nunca pasará eso. Esperaré con la paciencia de Job hasta que puedas ofrecer a ese ratón un poco de queso envenenado. Pero ¿cómo te las apañarás con él mientras tanto, Jeanne? Has de permitirle... ciertas libertades. Me rechinan los dientes sólo con imaginarte en sus brazos”

Page 7: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

5

La novia sonrió, lanzando una mirada evaluadora a su diminuto esposo. ¡Qué átomo de hombre, Señor! Y el caso es que todavía habría de pasar un poco de tiempo hasta que la vida dejase de animar sus huesos. Monsieur Jacques Courbé se había permitido tan sólo un vaso de vino, y andaba lejos de estar borracho. Su pequeño rostro estaba sin embargo teñido de rubor, y miraba a Simon Lafleur con ánimo beligerante. ¿Sospecharía acaso la verdad?

“Tu marido se está poniendo tibio”, susurró el acróbata. “A fe mía, mada-me, que podría volverse violento. Posiblemente es peligroso con una copa de más. Si te maltrata, Jeanne, recuerda que tienes un protector en Simon Lefleur”

“¡Qué payaso eres” –Jeanne Marie volvió sus grandes ojos hacia él con picardía, dejando descansar su mano en su rodilla por un breve instante. “Simon, ¡podría aplastar su cráneo con mi índice y mi pulgar, como si fuera una nuez!”. Se calló para simular el gesto, y luego añadió pensativamente: “Y tal vez termine haciéndolo, si se toma ciertas familiaridades. Ugh! Me revuelve el estómago”

Ahora los invitados empezaban a mostrar los efectos de tanto exceso. Especialmente destacable era el caso de los asociados de monsieur Jacques Courbé en el side-show.

Griffo, el Chico Jirafa, había cerrado sus grandes ojos castaños y mecía lánguidamente su pequeña cabeza sobre la asamblea, con una leve expre-sión desdeñosa en los labios. Monsieur Hercule Hippo, excitado por sus continuas libaciones, repetía una y otra vez: “Os digo que yo no soy como los otros hombres. Cuando piso el suelo, ¡la tierra entera tiembla!”. Made-moiselle Lupa, su prominente labio superior levantado sobre los dientes, roía un hueso mascullando indescifrables frases y lanzando feroces, suspi-caces miradas a sus compañeros. Las manos de monsieur Jejongle habían terminado por volverse temblorosas, a fuerza de hacer malabarismos con todos y cada uno de los platos y cubiertos que le iban sirviendo, desparra-mando trozos de loza por todo el suelo. Madame Samson, tras desatar su collar de serpientes, las alimentaba con terrones de azúcar bañados en ron. Monsieur Jacques Courbé había dado cuenta ya de su segundo vaso de vino, e inspeccionaba con atención los cuchicheos de Simon Lafleur a través de sus ojos entornados.

No puede existir una gran camaradería entre gente egoísta cuya única ocupación consiste en emborracharse. Cada una de estas rarezas humanas pensaba que era él y no otro el responsable de que las multitudes se agol-pasen cada tarde en el Circo de Copo; de modo que ahora, animados por el Borgoña, no vacilaban en afirmar su superioridad. Sus egos chocaban furiosamente entre sí, como un montón de guijarros en una bolsa. La reu-nión se convirtió en un polvorín y sólo era necesario una chispa para que todo volase por los aires.

“Soy un gran hombre, ¡un gran hombre!”, decía monsieur Hercule Hippo casi adormecido ya. “Las mujeres me aman. Las jovencitas dejan a los pig-meos de sus maridos y vienen al Circo a verme a mí. ¡Ja!, y cuando vuelven a casa se carcajean ante ellos, ‘podrás volver a besarme cuando crezcas!”, les dicen a sus mariditos”

“Gordo seboso, aquí delante tienes a una mujer que no te desea” chilla-ba mademoiselle Lupa, atrincherada tras su hueso. “Eres únicamente un montón de carne desperdiciada. Deberías visitar al carnicero, amigo mío. ¡Las mujeres no vienen a verte a ti, imbécil! Podrían contentarse igualmen-te viendo cruzar al ganado por la calle. ¡Ah, no, ellas vienen a admirar a una de su propio sexo que no se comporta como una gata asustada!”

Page 8: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

6

“De acuerdo, de acuerdo” -gritaba Papa Copo en tono conciliador, son-riendo y frotándose las manos. “Ciertamente no como una gata asustada, diría yo, más bien como un lobo. ¡Qué chiste!”

“Vosotros, monsieur Hippo y mademoiselle Lupa, estáis completamente equivocados”, dijo una voz que parecía venir del techo. “Sin duda no es a otro sino a mí a quien la gente viene a ver”

Todas las cabezas se levantaron hacia el rostro orgulloso de Griffo, el Chico Jirafa, que se balanceaba en la brisa como un péndulo. Era él quien había hablado, aunque sus ojos permanecían cerrados.

“¡Qué colosal impertinencia!”, gritó madame Samson. “¡Como si mis pe-queñuelas no tuvieran nada que decir en ese asunto!”. Recogió las dos serpientes, sumidas en un sopor etílico sobre su falda, y las blandió como si fueran látigos ante las caras de los invitados. “Papa Copo sabe perfec-tamente que es debido a estas dos encantadoras criaturas, que el circo registra tan buena taquilla”

El dueño del circo, a quien directamente había apelado, frunció la frente un poco perplejo. Se hallaba en un dilema. Estos freaks suyos eran real-mente difíciles de manejar. ¿Cómo había sido tan idiota de aceptar la invi-tación al banquete de monsieur Courbé? Todo lo que dijera en estos mo-mentos podía ser utilizado en contra suya.

Mientras Papa Copo vacilaba, su congestionado rostro ofrecía obsequio-sas sonrisas por doquier, tratando de aplazar el momento de la crisis. Final-mente, fue la falta de cuidado de monsieur Jejongle, que había entrado en la disputa y deseaba decir una palabra por sí mismo. Medio absorto en sus malabarismos con platos y cucharas, dijo en tono petulante:

“¡Parece que todos os olvidáis de mí!”

No hubo salido esa frase de su boca cuando uno de los pesados platos de loza aterrizó con gran estrépito sobre la cabeza de monsieur Hippo; y la presencia de monsieur Jejongle fue instantáneamente recordada; el gigante, ya irritado hasta el límite de su paciencia por los insultos de ma-demoiselle Lupa, reaccionó ante la nueva afrenta arremetiendo contra ella salvajemente, derribando en su ataque al malabarista, que cayó rodando bajo de la mesa.

Mademoiselle Lupa, siempre pronta a perder los estribos, y especialmen-te cuando su atención se hallaba concentrada en un sabroso hueso de po-llo, consideró evidente que la conducta de sus compañeros de cena estaba lejos de ser decorosa, y sin más demora hundió sus afilados dientes en la mano que trataba de propinarle golpes. Monsieur Hippo saltó sobre sus pies intentando dar vueltas a la mesa, bramando de rabia y dolor como si fuera un elefante herido.

Le siguió el pandemonio. Los pies, las manos, los dientes de cada freak se revolvieron unos contra otros. Por encima de los gritos, alaridos, gruñidos y bufidos del combate, la voz de Papa Copo podía escucharse intentando restablecer la paz.

“¡Niños, niños! ¡Esta no es forma de comportarse! ¡Calmaos, os lo ruego! ¡Mademoiselle Lupa, recuerde que además de un lobo es usted también una dama!”

No cabe duda de que monsieur Jacques Courbé hubiese salido malpara-do en este altercado de no ser por St. Eustache, que apostado frente a su pequeño amo rechazaba cualquier intento de agresión. Como quiera que Griffo, el desdichado Chico Jirafa, resultaba el más indefenso de los allí pre-sentes, se convirtió en fácil blanco. Su pequeña, redonda cabeza oscilaba

Page 9: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

7

hacia detrás y hacia delante, recibiendo golpes y empujones como si fuese un saco de boxeo. Fue mordido por mademoiselle Luppa, zarandeado por monsieur Hippo, golpeado por monsieur Jejongle, arañado por madame Sanson y casi estrangulado por las dos serpientes que, de forma espontá-nea, se habían enrollado en su cuello como la soga de un ahorcado. Sin la menor duda habría terminado como víctima de las circunstancias de no ser por Simon Lafleur, la novia y media docena de sus amigos acróbatas, a quienes Papa Copo había suplicado que le echasen una mano para resta-blecer la paz. Rugiendo de risa, intervinieron y finalmente lograron separar a los combatientes.

Monsieur Jacques Courbé fue hallado sentado gravemente en el suelo bajo los pliegues del mantel. Sostenía en una mano una botella rota de vino. El enano se encontraba muy borracho, y realmente furioso. Cuando Simon Lafleur se le acercó con una de sus risas silenciosas, le arrojó la botella a la cabeza.

“Ah, el pequeño abejorro”, gritó el jinete, asiendo al enano de la parte de atrás del pantalón. “¡Aquí está tu adorable esposo, Jeanne! Llévatelo antes de que me haga alguna diablura. Parbleu, que se le despierta la sed de sangre con dos copas.

La novia se aproximó, su rostro contraído por la risa. Ahora que estaba felizmente casada con una hermosa hacienda no tenía por qué evitar dar rienda suelta a su buen humor.

“Oh, la, la!”, gritó, agarrando al forcejeante enano y colocándolo sobre sus hombros. ¡Vaya genio que tiene el pequeño mono! ¡pronto vamos a tener que darle unos azotes!

“¡Bájeme!, le gritaba monsieur Jacques Courbé en un paroxismo de furia. “¡Lamentará esto, madame! ¡Que me baje, le digo!

Pero la corpulenta novia negaba con la cabeza. “No, no, mi pequeñín”, reía. “No escaparás de tu mujercita tan fácilmente. ¿Acabamos de casar-nos y ya quieres escapar de mis brazos?

“¡Bájeme!”, continuaba gritándole, “¡Acaso no se da cuenta de que todos se están riendo de mí!

“¿Y por qué no habrían de reírse de ti, mi pequeño monito? Deja que ser rían, si quieren; pero no voy a bajarte. No, te llevaré así, sobre mis hom-bros, hasta la hacienda. ¡Sentará un precedente difícil de seguir para las novias que quieran imitarme en el futuro!”

“Pero tu nueva propiedad está a bastante distancia de aquí, mi Jeanne”, dijo Simon Lafleur. “Eres fuerte como un toro y él sólo un mico; aun así, apuesto contigo una botella de Borgoña a que te cansarás y lo dejarás en alguna cuneta”

“¡Hecho, Simon!, gritó la novia, mostrando sus magníficos dientes. “Vas a perder tu apuesta, ¡porque te juro que puedo cargarlo de una punta a otra de Francia!”

Monsieur Jacques Courbé había dejado resistirse. Ahora se sentaba er-guido, firmemente encajado sobre los hombros de la novia. En muy poco tiempo había caído de las llameantes cimas de la pasión a los abismos de la más gélida furia. Su amor estaba muerto, pero una especie de extraña emoción había venido a sustituirlo, haciendo renacer un demonio de sus cenizas.

“¡Vamos”, gritó la novia de pronto. “”Estoy preparada. Tú y los otros, Simon, podéis seguirme para comprobar cómo gano mi apuesta”

Page 10: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

8

Todos desfilaron fuera de la tienda. Una gran luna llena se alzaba impo-nente en el cielo nocturno, mostrando el camino a través de la campiña. La novia, con el novio aun sobre los hombros, comenzó a cantar dirigiéndose hacia delante a grandes zancadas. Los invitados la siguieron. Algunos no llegaron demasiado lejos. Griffo, el Chico Jirafa, permaneció allí con as-pecto deplorable, de pie sobre sus largas y delgadas piernas. Papa Copo se quedó detrás de él, solo.

“¡Qué mundo tan extraño!”, murmuró, de pie frente a la tienda, siguién-dolos con sus grandes ojos azules. “Estos chicos míos son difíciles a veces –muy difíciles!”

III

Transcurrió un año desde el matrimonio de mademoiselle Jeanne Marie y monsieur Jacques Courbé. El Circo de Copo llegó de nuevo al pueblo de Roubaix. Durante más de una semana la gente había acudido en masa a echar un vistazo a Griffo, el Chico Jirafa; a monsieur Hercule Hippo, el gigante; a Mademoiselle Lupa, la mujer lobo; a madame Samson, con sus serpientes amaestradas; y a monsieur Jejongle, el famoso malabarista. Cada uno de ellos estaba firmemente convencido de que sólo él o ella era responsable de la gran atención que despertaba la compañía.

Simon Lafleur había alquilado una habitación en la posada del Jabalí Sal-vaje y se encontraba sentado allí, sin más atuendo que sus medias violetas, su poderoso torso desnudo hasta la cintura y embadurnado de aceite. El acróbata masajeaba sus músculos con alguna perfumada loción, tomán-dose su tiempo.

De pronto se escuchó el sonido de unos pies que subían las escaleras, pesa-da, fatigosamente. Levantó la vista. Su habitual expresión sombría desapa-reció, para ser reemplazada por la brillante sonrisa que tanto éxito le había granjeado entre sus compañeras acróbatas.

“Ah, esta es Marcelle!”, se dijo. “O quizá Rose, la chica inglesa; o tal vez sea Francesca de nuevo, aunque ella camina mucho más suavemente. En fin, poco importa. Quienquiera que sea, ¡será bienvenida!”

Ahora, las pisadas se escuchaban cerca en la entrada; y, un momento después, se detenían de nuevo frente a la puerta. Sonó un tímido golpe.

La sonrisa de Simon Lafleur se hizo más amplia. “Tal vez una nueva ad-miradora que tiene que armarse de valor”, se dijo. En voz alta exclamó, “¡Entre, mademoiselle!”

La puerta se abrió lentamente, mostrando al visitante. Se trataba de una mujer alta, demacrada, vestida al modo campesino. El viento había revuel-to su pelo y éste le caía sobre los ojos. Levantó una de sus manos, largas y mal cuidadas, y se lo recogió sobre la frente dirigiendo a Simon Lafleur una persistente mirada.

“¿No te acuerdas de mí?”, le preguntó finalmente.

Dos líneas de perplejidad se dibujaron sobre la nariz romana de Simon Lafleur; movió la cabeza lentamente. Él, que había conocido a tantas muje-res a lo largo de los años, para perderlas luego y olvidarlas completamen-te... No era un niño, pardiez, sino un hombre de larga experiencia. ¿Acaso era esa una pregunta justa? ¡Las mujeres cambian tan rápido!... y ahora,

Page 11: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

9

por lo que podía intuir, resultaba que ese saco de huesos fue alguna vez, para él, un objeto deseable.

Parbleu! ¡El destino era un verdadero mago! con un simple movimiento de su mano era capaz de transformar a mujeres hermosas en auténticas puercas, hacer que las joyas se convirtieran en en guijarros, las sedas y los encajes en cuerdas de cáñamo. Ese tipo soberbio, que hoy bailaba despreo-cupadamente en el Prince’s Ball, podía estar mañana colgando del cadalso. Todo parecía reducirse a vivir y morir con el estómago lleno. Digerir y dis-frutar todo lo que uno fuese capaz, mientras pudiera -¡a eso se reducía el misterio de la vida!

“¿No me recuerdas, entonces?”, dijo ella otra vez.

Simon Lafleur movió de nuevo su cabeza, lustrosamente peinada. “No tengo demasiada memoria para las caras, madame”, contestó educada-mente. “Es mi desgracia, cuando hay tantas tan bonitas”

“Ah, ¡pues deberías recordarla, Simon!”, dijo la mujer, con un sollozo su-biéndole por la garganta. “Estuvimos tan unidos, tú y yo. ¿Ya has olvidado a Jeanne Marie?”

“¡Jeanne Marie!”, gritó el acróbata. “¿Jeanne Marie, la que se desposó con un pequeño mono y una gran propiedad en el campo? No, no lo digas, ¡eres tú!”

Se calló y la contempló mudo de asombro. Sus ojos examinaban ahora su cabello, cubierto de briznas de hierba, húmedo sobre los hombros; su figura escuálida, las pesadas botas de cuero sucias del barro de la campiña.

“Es imposible”, dijo finalmente.

“Sin embargo es verdad. Soy Jeanne Marie”, respondió la mujer. “O lo que queda de ella. Ah, Simon, ¡a qué vida ha llegado a arrastrarme! ¡no soy más que una bestia de carga! No existe ignominia a la que no me haya sometido”

“¿A quién te refieres?”, le preguntó Simon Lafleur. “No estarás refirién-dote a ese simulacro de marido que tienes, al enano, a Jacques Courbé” , “Es él, Simon. ¡Ay, ha terminado destrozándome!”

“¿Él? ¿ese mondadientes?” -gritó el acróbata con una de sus risas silen-ciosas. “Vamos, ¡eso es imposible! ¡Pero si, como dijiste aquel dia, podías partirle el cráneo como si fuese una nuez!”

“Eso es lo que pensaba. Ah, pero tú no lo conoces, Simon. Creí que podría hacer de él lo que quisiera, sólo porque es pequeño. Creí que me casaba con un maniquí. ‘Lo manejaré como a una marioneta’, me decía a mí mis-ma. Simon, imagina mi sorpresa cuando descubrí que sería al revés”

“Pero no lo entiendo, Jeanne. ¡Alguna vez habrás podido hacer que te obedezca!”

“Habría podido, sí”, suspiró. “De no ser por St. Eustache. Desde el prin-cipio esa especie de lobo suyo me aborreció. Si discutía a su amo, me en-señaba los dientes. Una vez, al principio, cuando traté de pegar a Jacques Courbé, saltó a mi garganta, y me hubiera arrancado el brazo si el enano no lo hubiese detenido. Soy una mujer fuerte, Simon, pero no tengo nada que hacer frente a un lobo”

“Pero ¿y el veneno? ¿no pudiste utilizar veneno?”, preguntó Simon.

Page 12: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

10

“Sí, pensé en el veneno; pero no sirvió de nada. St. Eustache no toca nada de lo que yo le doy; y el enano me obliga a probar todo lo que comen él y su perro. A menos que quiera morir yo también no hay modo de acabar con ninguno de ellos”

“Mi pobre niña”, dijo el acróbata, conmovido. “Empiezo a entender; pero toma asiento, y cuéntamelo todo. Es una verdadera sorpresa para mi, des-pués de verte por última vez aquel día, dirigiéndote triunfalmente hacia tu nuevo hogar con tu marido sobre los hombros. Debes empezar a desde el principio”.

“Todo es por culpa de eso, de haberlo llevado sobre mis hombros aquel día, que ahora sufro tan cruelmente”, dijo ella, sentándose en la única silla libre que quedaba en la habitación. “Él nunca me ha perdonado esa afrenta. ¿Recuerdas cómo alardeaba de poder cargarlo de una punta a otra de Francia?”

“Lo recuerdo. Continúa”

“Resulta que el pequeño demonio calculó la distancia exacta en leguas. Cada mañana, llueva o brille el sol, salimos de la casa -él subido en mis hombros, su perro lobo pegado a mis piernas- y marchamos a lo largo de polvorientos caminos hasta que mis rodillas tiemblan de fatiga. Si se me ocurre aflojar el paso, si flaqueo, me propina golpes con unas pequeñas espuelas doradas; St. Eustache aprovecha entonces para morderme los to-billos. Cuando volvemos a casa toma nota de las leguas que hemos recorri-do, descontándolas de la distancia que él ha calculado que existe entre una punta y otra de Francia. Ni siquiera hemos llegado a la mitad todavía, y ya no puedo resistir más, Simon. ¡Mira estos zapatos!”

Le ofreció su pie para que lo inspeccionase. La suela de su bota de cuero estaba casi desgastada del todo. Simon Lafleur alcanzó a vislumbrar parte de su carne amoratada bajo el barro del camino.

“Este es ya el tercer par de botas”, continuó con voz quebrada. “Ahora dice que las botas son demasiado caras, que tendré que terminar mi pere-grinación descalza”.

“Pero ¿por qué no terminas con esto de una vez, Jeanne?”, preguntó furioso Simon Lafleur. “Tienes sirvientes y carruajes, no tienes porqué con-tinuar con eso”

“Al principio sí teníamos un sirviente y un carruaje”, dijo ella, limpián-dose las lágrimas con la mano, “pero no duraron una semana. Él envió al sirviente a ocuparse de sus negocios, fuera, y vendió el carruaje en una feria. Ahora sólo estoy yo, y ellos”

“¿Y los vecinos?”, insistió Simon. “¿Por qué no les pides ayuda?

“No tenemos vecinos; la hacienda está bastante aislada. Habría escapa-do corriendo hace meses, si hubiera podido hacerlo sin ser descubierta; pero mantienen una continua vigilancia sobre mí. Una vez lo intenté, pero no pude recorrer más de una legua antes de tener encima al perro lobo, mordiéndome las piernas. Me condujo de vuelta a la granja, y al dia si-guiente me ví obligada a cargar con el enano hasta que caí desfallecida de puro agotamiento”

“Pero esta noche lo has conseguido”

“Sí”, contestó, echando una furtiva mirada hacia la puerta. “Esta noche conseguí deslizarme de la casa mientras dormían, y aquí estoy. Sabía que tú me protegerías, Simon, porque siempre nos hemos tenido el uno al otro.

Page 13: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

11

Haz que Papa Copo me admita otra vez en el circo, y trabajaré hasta caer-me muerta. ¡Ayúdame, Simon!”

Jeanne Marie no pudo reprimir más los sollozos. Le subían por la gargan-ta, ahogándola hasta el punto de no poder continuar.

“Cálmate, Jeanne”, le dijo Simon con suavidad. “Haré lo que pueda. Dis-cutiré el asunto con Papa Copo mañana. Pero has de saber que ya no eres la mujer que eras hace un año. Te has estropeado mucho desde entonces, pero tal vez Papa Copo pueda hacer algo por ti”

Calló y la observó atentamente. A pesar de la mugre que lo cubría, pudo ver que su rostro había palidecido de repente.

“¿Qué pasa, Jeanne?” - preguntó un poco entrecortadamente.

“¡Calla!”, replicó ella con un dedo en los labios. “¡Escucha!”

Simon Lafleur no pudo oir nada más que el sonido de la lluvia golpeando sobre el tejado, y el ulular del viento a través de los árboles. Un inusual silencio pareció invadir la Posada Del Jabalí Salvaje.

“¿No lo oyes?” -dijo jadeando. “Simon, él está en la casa, ¡está en las escaleras!”

Al final los oídos del acróbata escucharon el sonido que su compañera oyera un minuto antes. Era un firme pit-pat, pit-pat, sobre las escaleras, difícil de distinguir del repicar de las gotas de lluvia que caían del alero; pero poco a poco iba acercándose, reconociéndose con mayor claridad.

“¡Oh, sálvame Simon! ¡sálvame!”, gritó Jeanne Marie, arrojándose a sus pies y agarrándose con fuerza a sus rodillas. “¡Sálvame! ¡Es St. Eustache!”

“¡Eso es ridículo, mujer!”, dijo el acróbata enfadado; pero se levantó a pesar de todo. “Hay muchos otros perros en este mundo. En el rellano contiguo vive un tipo ciego con un perro, tal vez sea él lo que escuchamos”

“No, no -es St. Eustache. Dios mío, si hubieras vivido con él un año, lo reconocerías tan bien como yo. ¡Cierra la puerta y echa la llave!”

“No pienso hacerlo”, dijo Simon Lafleur con desprecio. “¿Crees que me asusto tan fácilmente? Si es el perro, peor para él. No es el primero que mato con mis propias manos”

Pit-pat, pit-pat -ahora estaba sobre el rellano. Pit-pat, pit-pat -ahora se acercaba rápido por el corredor. Pit-pat -y se detuvo.

Hubo un breve momento de silencio, y luego St. Eustache entró trotando en la habitación. A horcajadas sobre él venía sentado monsieur Courbé, tal como había hecho tan frecuentemente en el circo. Sostenía en su mano una espada. Sus acerados ojillos reflejaban una férrea determinación.

El enano detuvo al perro en el centro de la habitación y echó una mirada a la postrada figura de Jeanne Marie. St. Eustache también pareció tomar silenciosa nota de ella. El grueso pelo de su lomo estaba arqueado, mos-traba ávidamente sus colmillos, sus ojos resplandecían como rescoldos.

“De modo que así os hallo, madame”, dijo finalmente monsieur Jacques Courbé. “Es una suerte que disponga de mi caballo para poder seguir la pista a mis enemigos y darles caza en campo abierto. Sin su ayuda podría haber tenido dificultades para dar con usted. Bien, el juego a terminado. ¡Os descubro con vuestro amante!”

“¡Simon Lafleur no es mi amante!”, gimoteó ella. “No le he vuelto a ver desde la noche de nuestra boda, ¡lo juro!”

Page 14: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

12

“Una vez es suficiente”, dijo el enano con gravedad. “”El insensato caba-llerete debe ser castigado”

“Oh, perdónalo”, le suplicó Jeanne Marie. “No le hagas daño, te lo supli-co, ¡no es culpa suya que yo haya venido a buscarlo, yo...”

Simon Lafleur la interrumpió con una risa.

“¡Ha, ha!”, tronó, con las manos apoyadas en las caderas. “De modo que vas a castigarme, ¿eh? Nom d’un chien! ¡no me vengas con tus trucos de circo! Esperas que me chupe el dedo, tú, que cabalgas sobre un perro como si fueras una pulga, ¡sal de mi habitación antes de que te aplaste! ¡fuera de aquí, desaparece de mi vista!”. Calló en este punto, ensanchando su enor-me pecho, casi sin aliento tras haber expulsado todo su aire hacia el enano. “’Desaparece -bramó- antes de que te pisotee!”

Monsieur Jacques Courbé permaneció inmóvil ante el posterior torrente de insultos. Perfectamente erguido sobre St. Eustache, su pequeña espada apoyada en el hombro.

“¿Ha terminado?”, dijo al fin, cuando al acróbata se le acabó la inventiva. “Muy bien, monsieur. ¡Prepárese para el calvario!” -Calló un instante, luego continuó con voz alta y clara. “¡A por él, St. Eustache!”

El perro se agazapó y casi en el mismo instante saltó sobre Simon Lafleur con su pequeño jinete a cuestas. El acróbata no tuvo tiempo de apartarse. En un momento los tres formaban una sangrienta piña. No fue un espec-táculo agradable.

Simon Lafleur, fuerte como era, cayó derribado bajo el peso del perro. Las mandíbulas de St. Eustache se cerraron en torno a su brazo derecho, al-canzando el hueso y triturándolo. Un momento después el enano, todavía aferrado a las espaldas del perro, hundía su pequeña espada en el cuerpo del acróbata.

Simon Lafleur resistió valientemente pero fue inútil. Pudo sentir el fétido aliento de St. Eustache sobre su cara, y el aguijonazo del hierro del enano hundiéndose por segunda vez en un punto letal. Un extraño temblor se apoderó de él. Quedó tendido sobre sus espaldas. El Romeo del circo estaba muerto.

Monsieur Jacques Courbé limpió su espada en un pañuelo de encajes, desmontó y se dirigió a Jeanne Marie, todavía agazapada en un rincón con los ojos cerrados, su rostro tapado por las manos. El enano tocó imperiosa-mente sus anchos hombros, los mismos que tantas veces habían cargado con él.

“Madame”, le dijo, “Ahora podemos volver a casa. En lo sucesivo deberá ser más cuidadosa. A fe mía, que es tarea impropia de caballeros tener que degollar reses como ésta”

Jeanne Marie se levantó del suelo, como si fuera un enorme y pesado animal entrenado para obedecer.

“¿Deseas ser transportado?”, preguntó con labios lívidos.

“Ah, ciertamente, madame”, murmuró el enano a modo de respuesta. “Olvidaba nuestra pequeña apuesta. ¡Y por cierto madame! Debo felicitar-la, ha cubierto ya casi la mitad de la distancia”

“Casi la mitad de la distancia”, repitió ella con voz cansada.

“Sí, madame”, continuó monsieur Jacques Courbé. “Creo que ahora será usted una esposa más dócil, después de ver lo que ha provocado” -Se detu-

Page 15: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

13

vo, luego añadió reflexivamente: “Es realmente sorprendente cómo puede el hombre sobrellevar la maldad de la mujer... ¡con unas espuelas!

***********

Papa Copo había estado celebrando una cena de convivencia en la Posa-da del Jabalí Salvaje. Cuando salió a la calle, vio tres figuras familiares que le precedían -una mujer alta, un hombrecillo, y un enorme perro con las orejas levantadas. La mujer cargaba al hombre sobre sus hombros; el perro trotaba junto a sus pies.

El dueño del circo se detuvo y los miró. Sus ojos redondos denotaban un asombro casi infantil.

“¿Es posible?, murmuró para sí. “¡Sí, ya lo creo que lo es! ¡mis tres viejos amigos! ¡y Jeanne carga con él! Ah, no debería burlarse así de monsieur Jacques Courbé, no debería... ¡él es tan sensible!... Pero, después de todo, la verdad es que siempre fue un calzonazos”.

El BEBé Borrachín

“El suceso más extraño de mi vida tuvo lugar el verano pasado”, dijo mi compañero de viaje. “Sólo me he atrevido a hablar de ello a mi mujer y a mi hermano. Es tan extraordinario, está tan lejos de poder ser tomado en serio, que si lo diese a conocer el mundo entero me miraría por encima del hombro como a un farsante de primera”

“¿Y su mujer y su hermano le creyeron a usted?”, pregunté.

“Bueno, no exactamente. Si y no. Pensaron que yo creía estar diciendo la verdad. Mi mujer decidió que la historia era producto de la ingesta de alcohol de graduación. Mi hermano la atribuyó a los rigores del calor. Pero le aseguro que no se debió a nada de eso. Había bebido un par de copas de absenta, es cierto; pero estoy acostumbrado a esa bebida desde mi infan-cia. El sol, es verdad, caía con fuerza en ese momento. Pero no era nada comparado con el calor que he tenido oportunidad de experimentar en los trópicos.

“¿Y cuál es esa historia, doctor?”, me atreví a preguntar.

“Ah”, dijo, “se va a reír; pero se la voy a contar en cualquier caso. La risa es la recompensa que se obtiene del mundo cuando le ofrecemos algo completamente nuevo. La gente ríe demasiado; no es como la sonrisa, que sólo se refleja en los labios. Pero eche un vistazo usted a los ojos de un hombre, porque es en ellos donde encontrará el espejo de sus verdaderas emociones.

“El quince del pasado agosto me encontraba viviendo en un centro turís-tico de la costa no demasiado lejos de la ciudad. Era el día más caluroso del verano y la gente se había tirado de cabeza a la playa. Sentado en el mira-dor del hotel, con un vaso de absenta apoyado en el brazo de la silla, podía admirar la extensión azul del océano desperezándose desde la playa, como si fuera una alfombra de terciopelo extendida en un suelo del mármol más blanco. Ni un soplo de aire movía la plácida superficie; ni una arruga, ni el menor pensamiento perturbaba la gran frente plácida del mar.

Page 16: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

14

“Y sobre él pendía el sol, inamovible en los cielos, semejante al ojo de buey de un barco en llamas en la neblina azul de la tarde.

“En la playa los hombres y las mujeres corrían de aquí para allá, imi-tando con sus movimientos torpes y un poco grotescos el juego de los niños, como ocurre siempre que los adultos tratan de disimular la huella que les ha impuesto su padre el Tiempo. Podía ver sus cabezas en el agua, hundiéndose y emergiendo de nuevo como pedazos de corcho, y me sor-prendía de que estos pequeños globitos gozasen del don del movimiento, dirigidos por los cerebros que encerraban en su interior; más extraño aún, meditaba sobre cómo todas esas exclamaciones de regocijo se transforma-rían de inmediato en gritos de horror si, por casualidad, uno de los globitos tardase en emerger un poco más de lo acostumbrado.

“Sentado en el mirador de aquel hotel, daba pequeños tragos a mi ab-senta contemplando todo este panorama que discurría ante mis ojos. De pronto vi aproximarse a una joven muy bonita que empujaba un cochecito de bebé. El niño parecía dormido a todas luces, oculto bajo una mosqui-tera; la muchacha observaba el mar con ojos codiciosos y una arruga de malhumor en la frente.

“Actuando por un súbito impulso, le hablé: “Discúlpeme, pero ¿puedo ayudarla en algo? veo que lleva con usted un traje de baño, y es un día perfecto para eso. Si lo desea puedo ocuparme del niño mientras se da un chapuzón”.

“Ella vaciló y miró al mar otra vez. “Se lo agradezco mucho”, comenzó a decir, “pero mi madre me ha encargado cuidar de...” –dudó, y me pareció ver que su rostro se oscurecía–, “... de mi hermanito pequeño”, terminó por decir.

““Pero yo podría cuidar de él durante un rato. No me dará problemas. Está dormido”

““Sí, está dormido”, dijo, levantando la mosquitera y echando un vistazo a la pequeña carita sonrosada que se apoyaba en la almohada de encaje. “Muchísimas gracias; creo que sí que me daré un chapuzón”. Giró la sillita hacia mí y salió corriendo en dirección a las casetas de baño de la orilla.

“Mis ojos se volvieron de nuevo a los bañistas, y mi mano levantó el vaso de absenta a mis labios. ¡Qué pequeñas y oscuras parecían algunas de las cabezas que sobresalían del agua! Aquí, en la bañera de la civilización, la vida es un bien preciado; aunque haya abundancia de ella, sobreabundan-cia me atrevería a decir. Yo mismo he estado en países más despoblados, en donde no se le tiene en tanta consideración.

““Le pido disculpas, señor”, dijo una voz a mi lado, con un tono que me recordó al de una llave girando en una cerradura podrida. “Pero tengo mu-cha sed y la absenta es mi bebida predilecta”

“Me giré con sorpresa, y, estupefacto, vi que me hallaba solo. Detrás de mi silla no había nadie; tampoco tras el pilar de mi derecha, y nadie agaza-pado bajo la sillita del niño, como había sospechado en un primer momen-to. Pero la voz volvió a oírse con su extraño y cavernoso tono.

““Levante la mosquitera que hay sobre el carrito”, dijo. “¡Hace un calor infernal aquí dentro!”

“Casi mecánicamente hice lo que me decía, y observé desde arriba el rostro diminuto, sonrosado, arrugado de un bebé. Mientras miraba su na-riz sin perfil, su boca de labios flojos y su cabeza sin pelo, unos ojos se abrieron de pronto y me miraron. Lo que sentí no lo imaginará jamás, ami-go mío; no acertaría a describírselo. Sólo puedo decir que fue espantoso

Page 17: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

15

–espantoso más allá de lo que nadie pueda imaginar. Yo había esperado la mirada asustada e inocente de la infancia que se despierta; en lugar de eso me encontré con la impúdica y maliciosa mirada llena de conocimiento de la vejez más cruel. Retrocedí con un grito de horror y me tapé los ojos.

““Bueno”, dijo la voz otra vez, y ahora podía reconocer en ella, también, a un viejo. “Bueno, mi joven amigo, ¿me dará un trago de su absenta, sí o no?”

““¿Qué eres tú?”, grité al niño tan pronto como pude hablar.

““Joven”, dijo el bebé, examinándome con los ojos entrecerrados y muy malas pulgas. “En estos momentos debo ser el niño más sediento del mun-do. ¿Sabe lo que me han estado dando de beber últimamente? ¡leche! ¡le-che de un sucio biberón con la tetina azul! Todo el mundo se aprovecha de mí porque soy demasiado viejo para montar un escándalo. Y mi nieta –la chica que llevaba el carrito– esa es la peor de todas. De acuerdo, el orgullo de familia y todo eso está muy bien, lo que me saca de mis casillas es que sólo me quedan cuatro semanas de vida y mientras llega el fin quisiera poder sentirme vivo también”

““Espere un segundo”, dije yo, bebiendo un gran trago de la absenta para calmar mis nervios. “Quiero saberlo todo. Desahóguese conmigo, como si yo fuera su padre”

““Muy bien”, gruñó. “Si lo hago, ¿está dispuesto a vaciar la leche de mi biberón y rellenarlo con absenta?”

““Sí, lo haré”

““Vaya, pues tendré que vender el honor de mi familia por una botella de absenta”, dijo. “Está bien, da igual, aquí va. Mi abuelo era dueño de una gran plantación de algodón antes de la guerra. Como muchos otros caballeros sureños de su tiempo, prefería los placeres del cuerpo a los pla-ceres del espíritu. Vino en abundancia, mujeres en abundancia, tabaco en abundancia. Esa era su idea de la vida. Pero había una cosa que preocupaba mucho, a mi abuelo”

““¿Qué era?”, pregunté.

““La vejez”, dijo el niño, con mucha seriedad. “Ese era su único miedo. Y cuando esta llegó al fin –cuando la gota tomó posesión de sus pies y el tiempo desalojó todo rastro de pelo de su cabeza– se convirtió él mismo en un objeto digno de lástima. Reclinado sobre su espalda, maldecía la vida arguyendo que todo era un gran error, que no era así como tuvo que em-pezar; que si los hombres nacieran viejos y crecieran más jóvenes año tras año, habría algo por lo que vivir, en vez de maldecir cada uno de los días por llegar. Y la noche en que murió le vendió su alma al diablo, o eso es al menos lo que mi vieja niñera negra solía afirmar. A la mañana siguiente nací yo”

““¿Y eso cuándo fue, mi pequeño amigo?”, pregunté.

““El próximo diciembre hará ochenta y cinco años”, respondió el niño. “Por supuesto mi memoria no llega tan lejos. Mi primer recuerdo es frente a un espejo con mi madre al lado desenredándome mi larga barba gris con un peine. Sí, ya tenía barba entonces; y todos aseguraban que al nacer era blanca como la nieve. Pero sobre ella mi primer recuerdo es que era gris. Una preciosa barba gris plata. Eso fue hacer mucho tiempo, ojalá ahora tuviera una.

““Ya entonces yo era infeliz. Nunca pude conseguir que los viejos del pueblo jugaran conmigo a la gallinita ciega y al corre que te pillo, y me sen-

Page 18: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

16

tía muy solo. La gente comenzó a murmurar al verme con mi aro por las calles, o jugando a las canicas; a mi madre no le quedó otro remedio que mentir, asegurando que yo era un viejo tío suyo en su segunda infancia, aterrorizada ante la sola idea de que pudiesen adivinar la verdad. A veces los viejos me hacían señas desde el interior de las tabernas invitándome a entrar, allí me daban a beber absenta y luego me mandaban a casa, adonde yo llegaba trastabillando.

““Y así pasó el tiempo. Poco a poco crecí y me hice más fuerte; el gris desapareció de algunas zonas de mi barba, y los extraños me tomaban por el hermano de mi madre. Dejé de jugar a las canicas y de perseguir el aro por las calles. No, ahora eran las chicas con las que me cruzaba lo que hacía que mi corazón latiese con más fuerza. Pero ellas no se dignaban a echarme un vistazo; o, si lo hacían, era para decir: “es tan viejo que podría ser nuestro padre”; y pasaban de largo. Pero hubo una que dijo: “¡Qué ojos tan jóvenes tiene!”. Me casé con ella, y nos asentamos con el optimista pensamiento de que nada podría turbar nuestra felicidad.

““Pero los años transcurrieron, y con cada uno de ellos yo me hacía más joven y mi mujer más vieja. Finalmente, nos encontramos en el momento más crítico de nuestros infortunios, cada uno dirigido a una dirección di-ferente. Y ninguno soportaba al otro. Nos cruzábamos sin mirarnos, ni si-quiera nos tocábamos las manos. Debí sufrir entonces, cuando todo el gris de mi pelo desapareció. Estaba creciendo y comparativamente ya era un joven. Tuve niños, y pronto se fueron haciendo más viejos que yo; y ellos a su vez tuvieron hijos, los cuales también fueron ancianos a mi lado. Hasta ahora, en que todo lo que me queda es el viejo recuerdo del sabor de la absenta, la absenta a la que me invitaban aquellos ancianos cuando me lla-maban desde las tabernas en los viejos días de mi borracha y senil infancia. ¡Cómo lloraba entonces cuando se negaban a jugar conmigo a las canicas!

““Bueno, en fin, ahora tengo ochenta y cinco años y los gustos de un hombre de mi edad. Aunque ellos jamás me dan mi absenta, y esperan que no abra la boca para salvaguardar el honor de la familia. Por lo visto, soy un monstruo. Algo que ocultar en un cochecito de bebé, a recaudo de las miradas inquisitivas. ¡Ah!, por lo menos las muchachas me ofrecen una perspectiva de sus cuerpos que se guardarían mucho de darme si supie-sen mi verdadera edad. Todavía me quedan cuatro semanas de vida. ¿Que cómo lo sé con tanta precisión? Pues lo sé porque el médico del hotel me examinó esta mañana y dijo que tenía exactamente cuatro semanas de edad. Pero deme su absenta, señor. No se aproveche de mí porque soy viejo e indefenso”.

“¿Y le dio usted su absenta?”, pregunté.

“Por supuesto”, dijo mi amigo. “Le llené el biberón de la misma botella. Era tan débil y poquita cosa que tuve que acercarle la tetina a la boca. Luego subí a mi habitación, permitiéndole disfrutar de su biberón en paz. Cuatro semanas más tarde leí en el periódico la noticia de su muerte. Y bien, caballero, ahora que ya conoce la historia, ¿qué opina de ella?”

“Pues que se trata, ciertamente, de algo singular”, respondí.

Page 19: Espuelas y otros cuentos - Tod Robins

17

pEnsamIEntos rojos

John Carewe trabajaba en su jardín. Sobre las colinas, a lo lejos, el ago-nizante sol colgaba como una lámpara sostenida por alambres. Recortada sobre este fondo horrendo la pequeña figura del viejo inclinado sobre la tierra me recordaba a la de una araña tejiendo su tela.

Me asomé al seto y le hablé: “ Ya está usted otra vez trabajando, señor Carewe. ¿Cómo van sus flores?”

Dejó caer la pala con nerviosismo, y giró su cabeza hacia mí. Una cabeza pequeña y amarilla. En medio de todas sus rosas parecía un girasol fuera de sitio.

“Así que ha estado usted observándome”, gritó con una voz aguda y tem-blorosa. “Más les valdría a todos mirarme bien, cuando trabajo. Aprende-rían un par de cosas, y no hablo de trabajar la tierra”

“¿Aprender sobre qué, entonces?”

“¿Sobre qué? Sobre la vida. La mente es un jardín, señorita. Lo que yace oculto está condenado a crecer. Todas estas flores que ve son pensamien-tos rojos. Mire con qué rapidez crecen, cómo se desarrollan, si yo no es-tuviera aquí para cortarlos cada día. Lo mismo tienen que hacer todos los hombres si quieren vivir en la luz; deben cortar los pensamientos rojos de sus jardines, como yo hago con este”

Se inclinó de nuevo. Cogió las tijeras con ceñuda satisfacción y comen-zó a cortar las cabezas de las flores, que caían marchitas y lánguidas a la tierra.

“Pues debe de tener un jardín muy malvado usted ahí”, dije. “¿Qué es lo que ha enterrado en él?”

“Ah”, dijo. “Le gustaría saberlo, ¿eh?. ¡Si lo hubiera conocido, a él, a mi hijo! Ni siquiera podría hacerse usted una idea de cómo era, de lo taimado, lo cruel, lo sediento de sangre que era! Los pensamientos rojos crecían continuamente en su cabeza, pero ahora mírelos, crecen tan ricamente en mi jardín. Arruinó mi vida; me torturó; volvió del revés mi cabeza sobre mi cuello, sí, eso es lo que hizo, me la revolvió sobre el pescuezo como si fuese una muela de molino”

“Pero ahora lo tengo aquí, y me consuela en mi vejez. Cada día voy y ven-do en el mercado sus pensamientos. Sus malvados y rojos pensamientos. ¡Vaya venganza la mía!. Él yace rechinando los dientes, y no puede hacer nada por impedirlo, nada.

“Cuando el verdugo terminó con su cuerpo me lo entregó, me dio los restos que ahora yacen aquí bajo mis pies. Pero tenga, señorita, coja este pensamiento rojo en su recuerdo”

Y diciendo esto se irguió y vino hacia mí con paso tembloroso, sostenien-do una única flor en su mano. Una flor que brillaba con la incandescencia del rojo sol poniéndose sobre las colinas.