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Escrito en la oficinaMarco Gutiérrez

© Marco Gutiérrez, 2019© Chancacazo Publicaciones SpA., 2019

Primera edición: Agosto de 2019

Registro de propiedad intelectual n° 314.117isbn: 978-956-8940-79-9

Diseño de la cubierta: Daniela Poch

Chancacazo Publicaciones SpA.Santa Isabel 0545Santiago de [email protected]

Impreso en Chile por lom

Todos los derechos reservados. La reproducción parcial o total de esta obra debe contar con la autorización de los editores.

Gutiérrez, Marco (1984)Escrito en la oficina [texto impreso]1a ed. – Santiago: Chancacazo Publicaciones, 2019.144 p.: 20,2 x 13 cm.– (Colección Narrativa)

ISBN: 978–956–8940–79–9

1. Narrativa chilena 2. Novela

ESCRITO EN LA OFICINA

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ESCRITO EN LA OFICINAMarco Gutiérrez

"Estaba en la guardia de la Penitenciaría lidiando con el forro de la gabardina que últimamente parece empeñado en asomárseme por el puño. Ya saben cómo son estas cosas: a ratos uno vive en función de la mancha de pasta de dientes que tiene en la solapa o de las motas del suéter.” Así comienza uno de los textos de este libro, y termina con la siguiente reflexión: "No deja de asombrarme la frecuencia con la que los convictos y los abogados desarrollamos inclinaciones literarias. Tengo teorías, pero en el fondo no sé qué será."

Escrito en la oficina recoge las impresiones, ocurrencias, teorías, lecturas y aventuras, sobre todo imaginarias, del autor. Al pasar las páginas va cobrando forma una particular poética marcada por la perplejidad, el humor y un amor casi obsesivo por la literatura.

Marco Gutiérrez (Puerto Montt, 1984) Desde 2010 escribe en su cuenta de Facebook y en el blog Shenu y la aeroarquitectura. Es abogado.

COLECCIÓN NARRATIVA

Qué sabe Peter Holder de amorVladimir Rivera Órdenes

AutoayudaMatías Correa

El funeral del señor MaturanaAndrés Valenzuela Donoso

La FranjaJuan Pablo Rozas

Cahili-HutaDiego Álamos

PartituraFrancisco Casas

Diario de la renunciaFranco Pesce

Los caballeros negrosLuisa Eguiluz

COLECCIÓN SATURA TRADUCCIONES

El país que no esEdith Södergran

En la soledad de los campos de algodónBernard-Marie Koltès

Voces de la montañaCharles-Ferdinand Ramuz

SucesosDaniíl Kharms

Prometeo mal encadenadoAndré Gide

PoemasE.E. Cummings

Autorretrato (en el extranjero)Jean-Philippe Toussaint

"Hay una engañosa liviandad en los textos de Marco, quizá por su apropiación de formas y discursos que siempre nos son interesantes. El debutante se une a la tradición chilena de abandonarse al ocio en la oficina. Reconozco en ellos y en este libro el ánimo de un cronista de la realidad cotidiana y medial, con la divagación como forma de pensamiento. Enhorabuena."

Cristóbal Gaete

www.chancacazo.cl

Para Sharon

“En la tarea de anotar sus ingresos y gastos, sus sentimientos y observaciones, sus pensamientos y ocurrencias, el oficinista es único. Puede llevar esas cosas hasta el ridículo.”

Robert Walser, Desde la oficina

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Pretendía identificar una canción de la que solo conservaba un pálido recuerdo, uno como el que se podría tener de un sueño febril o de la navidad de 1993. Eso y un “duwah-duwah duwah-duwah duwah-duwah duuuuuuuuuuuu” que ni siquiera estoy seguro de cómo escribir. La situación era desesperada. Por semanas viví como prisionero en mi pro-pia mente, presa de una angustia incomunicable. Googleé lo inimaginable y hasta me puse a tararear frente al smart-phone de un amigo sin ahorrarme el ridículo. Al parecer mi causa no contaba con el favor de los dioses de Internet. No me fue mejor con los exámenes de conciencia y los inten-tos de autohipnosis. Llegué a anhelar un fuerte golpe en la cabeza que me ayudara a olvidar todo el asunto. Un mace-tero que cayera de un balcón, por ejemplo. Mientras tanto, durante los viajes en metro o las noches de insomnio, mi cerebro parecía estar conectado a un aparato endemoniado que reproducía siempre la misma melodía sin nombre que yo me pasaba silbando sin alegría a todas horas. Estuve ten-tado a rendirme al caprichoso oleaje del destino, pero no, no soy así; siempre he sido un jodido y empecinado cabeza dura. La cuestión estaba en cómo conjurar aquel recuerdo perdido. En determinar qué elemento u operación tendría el poder de evocar el pasado extraviado. Supe que estaba ha-ciendo las preguntas correctas pues sentí el mismo cosqui-

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lleo que, imagino, deben sentir los sabuesos cuando olfatean un zorro en el viento. Mi razonamiento, en líneas generales, transitó el siguiente derrotero: si hay un lugar donde nor-malmente se buscan las respuestas, fuera de Internet, es en los libros. Y bien, ¿en qué tipo de libro? En uno que trate de alguien abocado a escarbar en su memoria, claro está. Veamos. ¿En la obra de Borges? No; tengo entendido que en sus libros el problema suele ser la persistencia de la me-moria, no su déficit. ¿En Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales? Ni muerto me tragaría esa sopa de letras fría y grasienta. ¿Y qué tal Me acuerdo de Georges Perec? Estupendo libro, como todos los de él, pero un listado de recuerdos ajenos no serviría para mi propósito. Bueno, creo que ya está bien de subterfugios narrativos y falso suspenso: a estas alturas está más que claro que me acordé de la mag-dalena de En busca del tiempo perdido, la monumental obra de Marcel Proust que a nadie le gusta confesar que no ha leído. Como es sabido, el truco de la magdalena consiste en volver a exponer los sentidos a estímulos que se experimen-taron en el pasado—en la obra de Proust, el sabor de una especie de quequito mojado en té—para que al revivirlos se nos refresque la memoria. Supe que me encontraba frente a la cueva del zorro y solo me faltaba ponerme a cavar, es decir, a buscar mi equivalente biográfico a la magdalena de Proust. Decidí que lo más sensato sería indagar en sensacio-nes de la que podría llamar mi época heroica: el año 1998, el sur, los patios del horroroso liceo público donde hice la enseñanza media y se modeló mi carácter musical. ¿A qué

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olían o sabían esos tiempos? En primer término, creo que a humo de cigarrillos y a humedad encerrada en un local de juegos de videos. Flippers, los llamábamos entonces. Pron-to tuve que admitir que sería bastante difícil recrear dichas condiciones en verano y con la actual restricción del tabaco en lugares públicos. De todos modos probé meterme a la ducha vestido y encender un cigarrillo sin resultados satis-factorios ya que en nada contribuía a mi causa rememorar aquella costumbre mía de voltear baldes de agua sobre la cabeza de mi difunto abuelo quien se quedaba maldicien-do con el pucho apagado entre los labios. Había que seguir por otro lado. Recordé que en aquella época intentábamos aprender a beber y al efecto comprábamos un ron muy ba-rato llamado, muy absurdamente, Tipo Jamaica. Jamás logré tragarlo sin comenzar a hacer arcadas y escupirlo todo en un dos por tres. Pues bien, pregunté en varias botillerías por el Tipo Jamaica y, tras concluir que para bien de la humani-dad había dejado de ser embotellado, pedí el ron más barato y malo que tuviesen. Así me agencié una botellita pequeña y redondeada de las que se conocen como pelacables. En una banca de parque bebí dos tragos con mucho esfuerzo. No valió la pena porque solo se me vino a la cabeza el aliento de una chica con vocación de vampira con quien nos besamos y manoseamos en el cementerio de Puerto Varas. Sin des-animarme seguí probando obstinadamente con naftalina, té con limón, colonia inglesa, tostadas con mermelada de mora, cáscaras de mandarina, viruta de lápiz grafito, hojas de poleo, galletas Serranita, libros de la colección de clásicos

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universales de revista Ercilla, obteniendo innegables réditos a nivel mnemotécnico, pero sin dar para nada con la esquiva magdalena proustiana que andaba rastreando.

Abatido, pensé que para no desmoralizarme sería acon-sejable tomarse las cosas con un algo de humor. Se me ocu-rrió que resultaría gracioso ir a alguno de los tantos cafés hípsters que en los últimos años ocupan esquina por media de la ciudad. Preguntaría por magdalenas y, si daba el caso, ante la cara de interrogación de la joven empleada poco familiarizada con el término, casi una muchacha en flor, como diría Proust, aclararía que en el fondo me conforma-ría con cualquier clase de cupcake, muffin, quequito o lo que diablos fuera que tuviese.

Al trasponer la entrada de la cafetería sonó un campani-lleo tan encantador que decidí que sería grosero conducirme de la forma que había planeado y me limité a mirar un poco y permanecer callado sonriendo levemente. La muchacha en flor que atendía no me prestó la menor atención enfrascada como estaba en limarse las uñas.

—Hola, ¿cuánto cuestan esos quequitos?—pregunté tímidamente al cabo de unos 30 segundos de sentirme invisible.

—Los cupcakes están a $1.290—contestó señalando unos que imitaban bastante bien la forma de un amanita muscaria.

—No, esos de al lado—repliqué señalando otros menos coloridos con chips de chocolate.

—¡Ah, los muffins! cuestan $990—dijo.

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—Quiero uno de esos—concluí tras pensarlo pruden-temente durante medio segundo.

Mientras recibía mi insignificante vuelto de $10, co-menzó a sonar una melodía que me dejó sin aliento.

—¿Sabes cómo se llama esa canción?—pregunté con ansiedad mal disimulada.

—Déjame revisar la lista de Spotify—respondió como si nada.

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Hay un episodio de Los Simpsons en el que Moe se vuelve poeta instigado por Lisa. No recuerdo por qué, pero el caso es que Homero y Lisa lo van a visitar a su pieza de hotel, que es todo lo deprimente que cabría esperar de alguien como Moe o del estereotipo de un bohemio. Mientras Moe y Homero charlan, Lisa se comienza a fijar en unos pósits y papelitos pegados en las paredes:

“El globo ocular gritatubería rota”, lee primero. “Hígado contra riñón¿quién gana? Nadie”, en otro. “Una vez estuve en un festival navideño. Mamá llegó con un nuevo novio. Él me llamó Steve”, en un tercer papelito.

El olfato literario de Lisa le dice que allí hay auténtica poesía americana. Une los fragmentos escritos por Moe, literalmente pega los pósits y papeles con cinta adhesiva, componiendo una especie de collage y le propone un título: “Aullándole a una luna de concreto”. Antes de seguir creo que sería interesante determinar a quién le pertenecen los derechos de autor en esta obra. En mi opinión, las notas de

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Moe le pertenecen a él y solo a él, pero no son literatura hasta que la mirada de Lisa las descubre y compone el co-llage. En estricto rigor ninguno de los dos es autor de Au-llándole a una luna de concreto, por lo menos no en el sentido clásico del término: tenemos, por un lado, fragmentos no literarios o textos en bruto y, por otro, un acto de apropia-ción artística basado en las viejas técnicas vanguardistas del ready-made y el collage. El poema, que Moe acaba decla-mando ante la apatía de la clase de Lisa, dice:

“Mi alma huele como paloma muerta después de tres semanas,cierro mi ventana y me voy a dormir. En mi sueño,como maíz con los ojos.”

El poco éxito de Moe en la Escuela Primaria de Spring-field no amedrenta a Lisa Simpson que, como sabemos, siempre anda de entusiasmo en entusiasmo. Sentada a la mesa le comenta a su familia que enviará, en sus propias palabras, “el poema de Moe” a la revista American Poetry Perspectives. Nótese que Lisa, no sabría decir si guiada por la generosidad o el ímpetu, da a Moe por exclusivo autor de los versos. Hagamos un pequeño y sabroso paréntesis que nada tiene que ver con el objeto de estas líneas. Ni bien escucha el nombre de la revista literaria, Homero se indigna pues en su oportunidad le rechazaron un poema y, colocándose los lentes, pasa a leer de inmediato:

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“Había un tomate que cantaba rap,así es, cantaba rap,cantaba todo el día desde abril hasta mayo,¿Y luego qué creen?—Era yo.”

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Resulta que Aullándole a una luna de concreto de Moe Szys-lak no solo es aceptado, sino que sale en la portada de American Poetry Perspectives, lo que le vale ser invitado al festival Wordloaf en Vermont, donde se codeará con la flor y la nata de las letras norteamericanas: Tom Wol-fe, Jonathan Franzen, Michael Chabon, Gore Vidal y el siempre enigmático Thomas Pynchon. Moe acepta con la condición de que Lisa lo acompañe ya que, dice, no habría hecho nada sin ella.

Ya en el festival, el mismísimo Tom Wolfe le pregunta a Moe cómo se le ocurrió el título del poema. Moe comien-za a explicar que había tenido cierta ayuda con el título pero, ante la estupefacción del grupo de literatos que lo rodea, siempre tan celosos en cuanto a temas de autoría, se desdice y manifiesta que se le ocurrió al él solito sin ayuda de nadie. Lisa, presente en la escena, queda desconsolada. Más tarde, en el panel “Los escritores hablan de sus escri-tos”, que comparte con Wolfe, Franzen y Chabon, Lisa lo conmina a responder si alguna vez alguien creyó en lo que él hacía antes de obtener fama y reconocimiento. Moe lo

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niega tajantemente. La ingratitud de Moe sumerge a Lisa en uno de sus acostumbrados episodios depresivos.

Más tarde o al día siguiente (no me acuerdo), Moe la encuentra sentada en una banca de parque junto al estanque de los gansos. Le pregunta si lo puede ayudar a convertir un puñado de fragmentos de su puño y letra en un nuevo poema para leerlo en la cena de despedida donde será homenajeado como mejor nuevo poeta. Lisa se niega contestándole que es un desalmado. Cuando Moe intenta componer por sí mismo el poema, el viento sopla sus papeles que acaban comidos por las aves del estanque.

En la cena, Tom Wolfe le da la palabra a un atribulado Moe para que lea algo de su obra inédita. El primer poema, Capacidad del ascensor dice:

“Capacidad del ascensor mil doscientos kiloscertificado de inspección disponible en la oficina del gerente del hotel.”

Murmullos en el público. Alguien lo acusa: “Quitaste eso de la pared del ascensor.” El segundo poema dice:

“Canal 61 favoritos de la familia Canal 62 deseos adultos Canal 63 solicitar salida Canal... ”

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Resulta evidente que se trata de la programación del cable. En eso, Lisa entra cabizbaja al salón. Moe, visiblemente arrepentido de su mezquindad, improvisa una Oda a Lisa, la que omitiremos pues no ofrece demasiado interés para el presente comentario que ya se alarga bastante.

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Si dejamos fuera asuntos tan sensibles como la gratitud, la mentira, la mezquindad y el reconocimiento, y nos centra-mos en las formas de producción artística que sustentan el conflicto en este episodio de Los Simpsons, nos percata-remos de que Moe finalmente se revela como un discípulo aventajado de la poética vanguardista empleada por Lisa. Moe no solo hace suya la técnica del ready-made literario, sino que torna poéticos textos eminentemente ajenos a la literatura, alejados tanto de los matices de su propio esta-do de ánimo como de la sensibilidad literaria imperante. A diferencia de Lisa, la labor poética de Moe parece seguir de cerca las ideas de Marcel Duchamp para quien, al eje-cutar una obra ready-made, el mayor desafío lo constitu-ye la selección del objeto. Para Duchamp todo el sentido del procedimiento está en poner entre paréntesis el placer estético o, dicho de otra forma, en actuar sin la menor intervención de las ideas o la sugestión. Así se consigue trabajar sobre lo que llama “pequeñas energías desperdi-ciadas” como bien podrían serlo un letrero de advertencia en el ascensor, la programación de la televisión pagada,

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una lista de compras, la etiqueta al reverso de un envase de champú, las instrucciones de uso de un medicamento, una boleta de supermercado y un largo etcétera de textos de lo más comunes y corrientes.

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La vista de mi austero departamento, en el que no sobra nada salvo la nada misma, me hizo reflexionar en lo mal llamado del Mal de Diógenes  pues,  hasta donde tenía entendido, Diógenes era un tipo que se contentaba con bien poco (claro, él diría mucho): un barril, una lamparita, con que Alejandro Magno no le tapara el sol y dos o tres zarandajas más. Por donde se lo mire la filosofía práctica del cínico nada tenía que ver con el aprovisionamiento de grandes cantidades de peines, revistas de deporte, corchos de champagne, ropa de nieve y otros enseres de dudosa utilidad característico del síndrome homónimo. El caso es que me puse a buscar una representación del filósofo ate-niense—manía que arrastro desde las enciclopedias de la infancia, vuelta compulsión en los tiempos de Internet—y en tal labor descubrí que Wikipedia llamaba la atención sobre la misma apreciación crítica a la que había arribado la víspera, en la contemplación de mi perruna forma de vida.

—Y bueno—me consolé con cinismo—¡no codicio la originalidad!

Pero resulta que me quedé con la bala pasada y, para ser sincero, se las tengo prometida a una acabada y novísima investigación sobre la oscura asociación entre el legendario Barón de Münchhausen y el síndrome que lo tributa.

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Uno. Renuncio desde la primera línea a cualquier intento de elaborar una teoría general de los domingos. Y no es que me parezca un día poco adecuado para la reflexión, aunque muy probablemente lo sea, sino que simplemente me niego a hacerlo. Por lo demás, cuando escribo esto, ya estamos demasiado adentrados en la semana y se perdería la frescura, la espontaneidad de la exposición. No obstan-te, entiendo que existen variados enfoques en torno a los domingos, podría enumerar: (i) El old fashioned: domingo como el día para vestirse con las mejores ropas y salir de casa. Perspectiva nostálgica: hay quienes abominan el re-lajo en los hábitos contemporáneos y añoran los tiempos en que se iba a misa, correctamente vestido, no como aho-ra, en que los domingos se han vuelto sinónimo de ropa deportiva, compras en la feria y programas de televisión agropecuarios. El almuerzo familiar tiene aquí su carta de ciudadanía. En Días de Santiago, film peruano de princi-pios de siglo que me gusta bastante, hay una escena en la que el héroe propone a su costilla el menú de la semana: “Para el almuerzo los lunes, un cevichito, los martes, po-llo, los miércoles, puedes hacer menestra, los jueves, fideo, los viernes, quinua, los sábados ya puedes hacer lo que tú quieras, no vayas pensando que yo estoy tratando de im-ponerte algo, no. Los domingos, mejoramiento de rancho,

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o sea no cocinas, nos vamos a comer afuera”. (ii) El futbo-lístico: variante de la anterior. He visto hinchas al borde del colapso nervioso durante las intertemporadas. (iii) El etílico: domingo como el día siguiente a la juerga del sá-bado. Reacomodo físico-moral previo al lunes. Muy bien planteado en la novela Sábado por la noche, domingo por la mañana de Alan Sillitoe. Es patrimonio de la clase traba-jadora, tanto así que el Código del Trabajo dispone que quienes falten dos lunes en el mes a sus respectivas fábri-cas podrán ser despedidos justificadamente. En opinión de un ilustre jurisconsulto resulta claro que el legislador ha buscado “influenciar las actividades del trabajador duran-te el fin de semana, en orden a abstenerse del consumo excesivo de alcohol, que eventualmente podría influir en su ausentismo el día lunes”. (iv) El psicológico-existencial: domingo como día de aburrimiento y zozobra. El carácter, escribe Vila-Matas en París no se acaba nunca, se forja los domingos por la tarde. En realidad se trata de una cita de Ramón Eder, autor que también ha escrito: “Los domin-gos son la eternidad en miniatura”. Dos. “La divagación es el domingo del pensamiento” dice Henri-Frédéric Amiel. Tres. En la radio entrevistan a alguien de alguna fundación. Argentino, por el acento. Habla sobre el desempleo juvenil. Ninis: me entero que así llaman los estudiosos a los jóvenes que ni estudian ni trabajan. Suena tierno y negativo a la vez: ninis. Evoco aquella etapa de mi vida. Tenía cientos de horas para perder y nada de dinero. Vendía mis libros para comprar cigarrillos. Solía hacer largas excursiones o

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no hacer absolutamente nada de nada y tendía a perder la cuenta de los días que, al igual que en la canción, eran to-dos como domingos, todos silenciosos y grises. Ahora sue-na romántico, pero de esos tiempos conservo el recuerdo de una desesperación bastante prosaica: me veo leyendo avisos de empleo inalcanzables en El Mercurio. Solo se trató de un par de años, pero desde entonces nunca he dejado de sentirme relativamente bueno para nada. Cuatro. Domin-go es el único día de la semana que aún se emplea como nombre propio. Que yo sepa nadie le pone a su hijo Lunes, Martes (como el dios), Miércoles, Jueves, Viernes (como el amigo de Robinson Crusoe) ni menos Sábado. Es curioso. Cinco. Siempre estoy escuchando a la gente decir que se les ha pasado volando el día, la semana, el año, hasta la vida en general. Me pregunto si alguna vez se habrán quedado mirando la tetera puesta al gas, esperando que hierva. Si lo hicieran sentirían al tiempo discurrir de una forma muy palpable. Tal vez sea que nos situamos ante el día domingo como si nos abocáramos a esperar el silbido de una tetera puesta a hervir. Seis. He formado un hogar. Suena un poco horrible, pero es así. Los domingos hacemos aseo profun-do. Otras veces paseo profundo. Vemos series por Internet. Comemos mucho. Cuando nos acostamos siento cierta desesperación al darnos las buenas noches. Siete. Hay una foto en la casa de mis padres. En ella salgo yo con un uni-forme de fútbol. Mi mamá había comprado el del equipo equivocado y no dio pie atrás hasta verme vestido. A mi papá esas cosas lo traían sin cuidado. Estoy parado frente a

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un escuadrón de marinos formados en la plaza. Antes, en los tiempos de Pinochet y creo que aún algo después, era usual que los uniformados desfilaran e izaran la bandera en la plaza sin ningún motivo en particular, solo porque era domingo. En la foto se me ve enormemente fastidiado, posando a regañadientes. Mi papá siempre fue muy aficio-nado a la fotografía. Yo lo detestaba. Siempre me pareció que los domingos eran su día favorito.