ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO Y EN EL UNIVERSO DEL...

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 271-293 ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO Y EN EL UNIVERSO DEL INCA GARCILASO DE LA VEGA (1539-1616) Carlos Alberto González Sánchez. Universidad de Sevilla. Y esto bastará por proemio para el discreto lector, a quien pido en caridad que hasta que tenga hijos semejantes y haya sabido lo que cuesta criarlos, y ponerlos en este estado, no desdeñe mis pocas fuerzas ni menosprecie mi trabajo. Inca Garcilaso de la Vega: La traducción del Indio de los tres diálogos de amor León Hebreo. 1. Por la pluma vienen a valer los hombres. Tiempos fueron los del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) en los que el libro impreso, sin menospreciar el duradero protago- nismo del manuscrito, ya había puesto de relieve su impactante y enorme potencial socio-cultural. En efecto, la imprenta contó con los años suficientes para convertirse en uno de los principales y más rápidos medios de difusión de ideas y, a la vez, causar un re- vulsivo sin precedentes en la cultura escrita de entonces (Febvre y Martín; Eisenstein). Agilizó y amplió los cauces de expansión del conocimiento, facilitando su curso y estandarización y diversifi- cando, en una sociedad mayoritariamente analfabeta, el número de individuos capaces de acceder a los productos tipográficos en circulación. Día a día el libro iba dejando de ser un objeto raro y sumamente costoso para convertirse en otro más barato, común y, en teoría, asequible a cualquier persona interesada, pobre o rica, iletrada o letrada, y no sólo a determinadas minorías selectas. No sorprende, pues, que un escritor del siglo XVI, afamado y del gusto del Inca, como Pedro Mexía viera en la tipografía el mejor invento del hombre, a su parecer porque, pese al mal uso que algunos hacen de ella, su bondad y perfección siempre prevalecen (Mexía: 199): De lo qual han redundado que tanta multitud de libros que esta- van perdidos y escondidos han salido a la luz...y con menos gastos y trabajos se an libros, e se conoscen diversas cosas y materias,

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 271-293

ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO Y EN EL UNIVERSO DEL INCA GARCILASO DE LA VEGA (1539-1616)

Carlos Alberto González Sánchez. Universidad de Sevilla.

Y esto bastará por proemio para el discreto lector, a quien pido en caridad que hasta que tenga hijos semejantes y haya sabido lo que cuesta criarlos, y ponerlos en este estado, no desdeñe mis pocas fuerzas ni menosprecie mi trabajo. Inca Garcilaso de la Vega: La traducción del Indio de los tres diálogos de amor León Hebreo.

1. Por la pluma vienen a valer los hombres.

Tiempos fueron los del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) en los que el libro impreso, sin menospreciar el duradero protago-nismo del manuscrito, ya había puesto de relieve su impactante y enorme potencial socio-cultural. En efecto, la imprenta contó con los años suficientes para convertirse en uno de los principales y más rápidos medios de difusión de ideas y, a la vez, causar un re-vulsivo sin precedentes en la cultura escrita de entonces (Febvre y Martín; Eisenstein). Agilizó y amplió los cauces de expansión del conocimiento, facilitando su curso y estandarización y diversifi-cando, en una sociedad mayoritariamente analfabeta, el número de individuos capaces de acceder a los productos tipográficos en circulación. Día a día el libro iba dejando de ser un objeto raro y sumamente costoso para convertirse en otro más barato, común y, en teoría, asequible a cualquier persona interesada, pobre o rica, iletrada o letrada, y no sólo a determinadas minorías selectas. No sorprende, pues, que un escritor del siglo XVI, afamado y del gusto del Inca, como Pedro Mexía viera en la tipografía el mejor invento del hombre, a su parecer porque, pese al mal uso que algunos hacen de ella, su bondad y perfección siempre prevalecen (Mexía: 199):

De lo qual han redundado que tanta multitud de libros que esta-van perdidos y escondidos han salido a la luz...y con menos gastos y trabajos se an libros, e se conoscen diversas cosas y materias,

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que en ellos están escriptas. En lo qual avía grande dificultad y trabajo en la falta dellos, que no se sabían o no se podían aver los auctores grandes y antiguos: y assí no eran tan universales los estudios.

El arte maguntino, al igual e inevitablemente, había interveni-do en la prodigiosa aventura que puso en contacto los extremos de la esfera terrestre, los dos confines del Garcilaso hispano-peruano; es más, sin el libro, tal vez, el hallazgo y posterior dominio del Nuevo Continente no hubiese sido tan rápido, eficaz y prolongado. Como fuere, cierto es que en la trayectoria vital de Occidente im-prenta y descubrimientos conformaron un binomio difícil de dis-ociar (Wagner). Desde el culmen de la primigenia expedición marí-tima que inauguró la Carrera de las Indias, las rutas de la mar oc-éana conocerían un incesante fluir, en una u otra dirección, de im-presos que todavía parece inagotable y en buena medida es res-ponsable de la razón de ser de los mundos de Gómez Suárez de Fi-gueroa, los que a partir de 1492 entraron en simbiosis y empezar-ían a engendrar nuestros encuentros y desencuentros, anhelos, miedos y pasiones, aislamientos y síntesis.

En la época de Garcilaso, el Inca, escribir y leer eran prácticas en ascenso, aunque características de pocos. Ambas promociona-ban a sus agentes y, en general, ofertaban mejores posibilidades de empleo y fortuna en una vida cada vez más burocratizada y de-pendiente de los testimonios documentales; consecuencia de la im-prenta, del desarrollo del Estado Moderno, de la centralización política de las monarquías, del progresivo auge de los núcleos ur-banos y de las componendas de un incipiente capitalismo (Chartier 2001; Bouza). Leamos, si no, las palabras al respecto de un maes-tro de escritura, José de Casanova, de la primera mitad del siglo XVII (Casanova: 3):

Quántos, e innumerables hombres ha havido en todas las edades, y na-ciones del mundo, que por saber leer, y escrivir vinieron de muy pobres a ser muy ricos, y de humilde y baxa suerte a ser personas de alta dig-nidad, y estado, y señores de Título, y de vasallos. Y si no, diganme quiénes fueron los Secretarios de los Pontifices, Emperadores, Reyes, Monarchas, Príncipes, Prelados, y Señores del Mundo, a quiénes traen más allegados a sí, y a quién descubren sus secretos? Pudieran alcançar semejantes puestos, sino fuera mediante su buena pluma?.

La escritura y el libro, sin menoscabar el encumbramiento de la vista y la voz entre las formas de comunicación, dejaban de ser monopolio de eclesiásticos, aristócratas y profesionales para abar-car a mercaderes, artesanos, labriegos, trabajadores urbanos y mujeres. De una manera especulativa, y de acuerdo al mero indicio propio de la capacidad de firmar en documentos varios, apreciamos que entre finales del siglo XVI y principios del XVII, y de modo si-milar al resto de Europa, alrededor de un tercio de los españoles,

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muchos más hombres que mujeres, escribían. Habilidad de diversa calidad y cantidad en función del adiestramiento en un hábito de-rivado, prioritariamente, de la ocupación laboral y del nivel económico de los distintos sectores sociales; entre los que destacan los clérigos, los nobles, los funcionarios y profesionales libres, los mercaderes y los artesanos. No obstante, extrapolar la capacidad de escribir de la simple posibilidad de plasmar una firma en papel es deducción en exceso arriesgada y que prescinde de una rica y variada casuística que abarca desde las gentes peritas en la cues-tión a las que simplemente aprendieron a reproducir torpemente unas grafías y una rúbrica1.

Pero la escritura no era sólo una cualidad característica del ámbito privado. Por doquier, en espacios abiertos y públicos de ciudades y villas, podía uno topar con la llamada, usando la termi-nología del italiano Petrucci (1986), su definidor, scrittura esposta o expuesta, una modalidad gráfica que, accesible al común de la población y para leer a distancia, conforma una estrategia simbóli-ca de dominación cívica del entorno escrito. Esta técnica se mani-fiesta a través de asuntos, profanos y religiosos, y de fórmulas di-versas: rótulos de tiendas, avisos, leyes, anuncios oficiales, inscrip-ciones callejeras o poesía mural. Los graffiti, abundantes en la época de referencia, hacían posible que la masa urbana se apropia-ra de la escritura expuesta y, en consecuencia, disputara al poder el monopolio del entorno gráfico (Gimeno y Mandingorra 1997). Sirva ahora de ejemplo la carta de diligencia o documento que en Sevilla, fijado en la Puerta del Perdón de la Catedral y a la entra-da de la Casa de la Contratación, anunciaba la llegada a la teso-rería de la Casa del dinero de los peninsulares fallecidos en Indias sin herederos; de esta manera, sus legítimos sucesores podían re-clamarlo e iniciar las probanzas necesarias para cobrarlo. Las au-toridades, conscientes de la extensión que iban logrando los dos ingredientes básicos de la alfabetización, exhortaban a los intere-sados de la manera siguiente:

Por la presente los citamos e llamamos perentoriamente e les señalamos e habemos por señalados los estados de nuestra audiencia donde se noti-ficarán e les serán hechos todos los autos, notificaciones y sentencias que en esta causa se hicieren...y si en razón dello las dichas personas o partes que pretendieren derecho a los dichos bienes, quisieren hacer al-gunas informaciones o probanças y sacar algunas escripturas de poder de qualesquier escribanos, o otras personas se lo reciban y manden sa-car y dar en pública forma e manera...2.

Con el fin de hacer llegar estas nuevas indianas a los distintos lugares de nacimiento de los difuntos, la Contratación despachaba diligencieros por toda la geografía peninsular con los avisos perti-nentes, que se exponían en las puertas de las iglesias y leían pre-goneros en las plazas y los curas durante la misa dominical.

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De lo dicho destaca de nuevo la preferencia del escrito en los trámites exigidos a los parientes de los emigrantes. Como fuere, la amplitud de esta estrategia cultural, probando ser algo cotidiano y en progresivo crecimiento desde el final de la Edad Media, tam-bién se exhibe en la importancia que daban las elites sociales a la escritura de aparato, o lapidaria, mediante inscripciones en las fa-chadas de sus casas y, fundamentalmente, en sus mausoleos y se-pulcros con el fin de perpetuar en la memoria ajena el nombre, la condición personal, el ejemplo y los hechos meritorios (Petrucci 1995). El mismo Garcilaso la utilizó en las lápidas de mármol que adornan su capilla funeraria, pues fue voluntad suya le recordasen eternamente, al igual que a su antepasado poeta, como un arque-tipo de hombre culto del Renacimiento: ilustre en sangre, perito en letras y valiente en armas. He aquí una fórmula usual y casi exclu-siva de las altas jerarquías nobiliarias y religiosas, aunque duran-te los siglos XV y XVI comiencen a imitarla ricos burgueses u otras gentes plebeyas adineradas transgrediendo la muerte social y la norma establecida. Así pretendían dejar sentado para siempre la fortuna en la vida y la pureza y lustre de una extirpe de alguna manera dudosa. A la vez muestran el individualismo y la centrali-dad de la experiencia humana imperante en la era del humanismo renacentista, fórmula a la que se aferró el Inca, un hombre no del todo de raigambre aristocrática cristiana que en su epitafio pre-sume de la limpieza de su linaje y sangre nobiliaria española, dis-putando, de este modo, la atención y el espacio gráfico al monopo-lio de las elites tradicionales. No en vano en el prólogo de la se-gunda parte de los Comentarios Reales puntualiza:

Por tres fines se eternizan en escritos los hechos hazañosos de hombres, en paz y letras, o en armas y guerras señalados, por premiar sus mere-cimientos con perpetua fama; por honrar su patria, cuya honra ilustre son ciudadanos y vecinos tan ilustres; y para ejemplo e imitación de la posteridad, que avive el paso en pos de la antigüedad siguiendo sus ba-tallas para conseguir sus victorias.

No queda ahí la utilidad del escrito. Ciertamente, y por ser to-davía práctica rara, reducida y de alcance inusitado en la memoria y en la vida, se podía contemplar casi como un misterio inextrica-ble: de la voluntad de divina, si servía a su magnificencia, o de las artes del demonio cuando entraba de lleno en dimensiones mági-cas y supersticiosas. Al fin y al cabo Dios se revela mediante la es-critura, y lo que estaba escrito verdad era (Olson 1998). Los libros sagrados y piadosos, pues, cual las imágenes santas, hacían las ve-ces de intercesores celestiales o talismanes miríficos y protectores ante las habituales desgracias y miserias cotidianas: el hambre, la enfermedad, la guerra, las malas tentaciones, etc. Por ello era co-rriente que las gentes llevaran continuamente consigo librillos de horas, papelillos con oraciones u otras invocaciones religiosas, a

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menudo adheridos a partes dañadas del cuerpo, nóminas –bolsitas de telas para colgar del cuello con objetos escritos en su interior–, cartas de tocar –que producen efectos milagrosos al contactar con las personas– y otros muchos amuletos gráficos salvíficos (Mar-quilhas; Pérez García). A tenor de lo dicho, cuenta el predicador barroco Juan Martínez de la Parra el remedio que aplicaron en 1657 al Cardenal Rapacciola estando gravemente enfermo de mal de piedra (Martínez de la Parra: 119). Su confesor, viéndolo morir, ensaya una receta infalible:

escrive al punto en una cedulita de papel estos versículos de la Iglesia: Im Conceptione tua, Virgo, inmaculata fuisti: Ora pronobis Patrem, cui-us Filium peperisti. Dásela en agua a beber al enfermo, que era devotí-simo deste misterio; y al punto echó siete piedras, y en una dellas em-buelta aquella cedulita.

Mas estas estratagemas podían convertir la devoción en su-perstición, es decir, sobrepasar el límite de la ortodoxia y confor-mar el piélago, muy notorio en los ámbitos rurales de la época, de conjuros, sortilegios y demás artimañas mágicas, con las que obte-ner el beneficio propio o el daño ajeno, al uso de ignorantes y sim-ples, brujas, magos, amigos de Satanás y no pocos de los estamen-tos superiores. Todas estas creencias las seguía de cerca la Inqui-sición porque las veía como una consecuencia directa de una rela-ción especial con el demonio (Caro Baroja). Basta recordar al mismísimo Pedro Sarmiento de Gamboa, quien en 1564 compare-ció ante el arzobispo e inquisidor ordinario de Lima Fray Jerónimo de Loaisa acusado de pactar con el diablo por poseer, entre otros hechizos y encantamientos, una tinta milagrosa que cualquiera que escribiere con ella conseguía el amor de su lector de sexo con-trario. Vista la causa, fue condenado a destierro y confinamiento en Cuzco (Rosemblat). En cualquier caso, Martín de Azpilcueta, tal vez el teólogo moralista más consultado en los siglos XVI y XVII, autor de un famosísimo manual de confesores, rotundamente sen-tencia que peca contra el primer mandamiento (Azpilcueta: 36):

el que trae breves, o nóminas y conjuraciones al pescueço, sin que con-curran cinco cosas: es a saber que sean nombres conocidos y entendidos, que sean sanctos como los del Evangelio o de la Sagrada Escriptura o de algún sancto, que no aya en ellos otro carácter o señal que el de la Cruz; y que no tenga cosa vana o falsa o que pertenezca a la invocación del demonio y que no se ponga esperança en la manera de escrevir o atar o que se escriva en pergamino virgen o en nasciendo el sol o en quanto se lee el Evangelio o que se han de atar con tantos hilos o por moça virgen o que ninguno lo ha de ver o cosas semejantes que no pertenecen a loor de Dios ni otro effecto natural...y mortalmente el que haze o trae versos escriptos el día de la Ascensión creyendo que serían de más efficacia si fuessen escriptos antes del Evangelio o después de la Missa o en otro día en que no se dizen las palabras del Evangelio que en su escripto se con-tienen.

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La capacidad de leer, al igual, puede ser abordada desde otra pista no falta de escollos: la posesión de libros. No obstante, este parámetro de la alfabetización también ha sido extrapolado de la cualidad escritora, teniendo en cuenta que en aquellos años la en-señanza elemental empezaba con el aprendizaje de la lectura; por tanto, y frecuentemente a la ligera, de quien escribe se presupone que sabe leer. Dejando de momento de lado estos presupuestos del método historiográfico, en la España de la alta Modernidad, en función de los documentos examinados, aproximadamente, y en promedio, el 25 por ciento de su población tenía libros, porcentaje que varía dependiendo de las distintas localidades estudiadas, porque hasta hoy es notable el predominio de investigaciones en torno a ciudades grandes y culturalmente importantes: Barcelona, Salamanca, Sevilla, Valencia, Valladolid o Zaragoza. En cuanto a la sociología, vuelven a predominar, por este orden, el clero, profe-sionales y funcionarios, la nobleza, mercaderes y artesanos, o sea, grupos para los que el libro, y la escritura, eran útiles más o me-nos indispensables en sus ocupaciones laborales.

La posesión del libro es una variable, fundamentalmente, ob-servada en la documentación notarial, concretamente en testa-mentos y, ante todo, en inventarios de bienes, preferentemente los realizados con las pertenencias de los difuntos, cuya finalidad re-sulta muy diversa: el reparto de la herencia, venta de la hacienda en almoneda, pago de deudas, cumplimiento de últimas volunta-des, etc. Ahora bien, libro poseído no es igual a libro leído. Efecti-vamente, dicho objeto podía estar entre los géneros inventariados de una forma accidental e involuntaria –un regalo, una herencia, un hallazgo, una garantía de depósito, un objeto piadoso...–, y, en las casas aristocráticas o de ricos burgueses, exhibidos, cual joyas, obras de arte u otras rarezas irrepetibles, dando lustre al estatus y simbolizando la dignidad social de su dueño. Esta conducta, la composición de bibliotafios, no se ausenta del juicio peyorativo que destacados intelectuales difundían sobre el mal uso de los libros, llamándome la atención el de Pedro de Medina, eminente cosmó-grafo sevillano de la Casa de la Contratación, a mediados del siglo XVI (Medina: 19): "Aunque los libros fueron hallados para el atav-ío de los ánimos, no falta quien usa dellos para atavío de las casas como de las cosas pintadas".

Tampoco todo libro encontrado en un inventario o en una bi-blioteca, como en la póstuma del Inca Garcilaso, hubo de ser leído por su titular, quien, seguramente, habría usado otros –prestados, perdidos, relegados, consultados en centros religiosos o de ense-ñanza, etc.– inexistentes entre sus impresos y manuscritos, los que, precisamente, nos impiden conocer bien la evolución de afi-ciones y gustos. También desaparecen de las fuentes, estando cer-tificada su amplísima circulación, los textos prohibidos, los desau-torizados en el código moral vigente y las menudencias gráficas –

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pliegos, papeles, folletos– que, debido a su escaso valor y naturale-za efímera, desechan los escribanos a la hora de confeccionar los inventarios. He aquí el estatismo y los principales inconvenientes de un documento valiosísimo para la historia cultural; pero que, como todos, por impreciso y subjetivo, no nos impide acceder a una aproximativa, interesantísima e imprescindible información de los protagonistas, espirituales y materiales, de la cultura escrita cir-culante en momentos determinados.

Abundantes debieron ser las personas semialfabetizadas, es decir, diestras únicamente en la escritura o en la lectura, pobla-ción que no presenta unos caracteres culturales muy diferentes a los de los analfabetos, el grupo más voluminoso. La línea divisoria entre ambos, a causa de su imprecisión e interacciones sociales, es bastante difícil de trazar (Cipolla). Como fuere, la mayor parte de los efectivos demográficos no tenían una formación alfabética ele-mental porque no se correspondía con su nivel económico de sub-sistencia y, esencialmente, porque no les era imprescindible para el trabajo que ejercían, o sea, para ganar el sustento diario. Los sectores sociales inferiores consideraban el aprendizaje de las pri-meras letras y los libros una inversión improductiva, superflua y, a no ser por un fin religioso, de escasa rentabilidad, al menos in-mediata o útil a sus expectativas vitales: la simple supervivencia. Les bastaba con los recursos memorísticos, orales y visuales cons-titutivos de su universo intelectual, pues escribir y leer son dos cualidades entonces directamente conectadas al estatus sociopro-fesional. Así nos lo representa ingeniosamente Cervantes en San-cho y en un labriego llamado Humillos, quien al ser preguntado si sabía leer respondió (Cervantes: 78):

No, por cierto. Ni tal se probará que en mi linaje haya persona de tan poco asiento, que se ponga a aprender esas quimeras que llevan a los hombres al bracero, y a las mujeres, a la casa llana. Leer no sé, mas sé otras cosas tales, que llevan al leer ventajas muchas...Sé de memoria to-das cuatro oraciones, y las rezo cada semana cuatro y cinco veces...Con esto, y con ser yo cristiano viejo...

Sin embargo, hubo otros patrones de conducta y escalas de va-lores que explican situaciones específicas; por ejemplo en la educa-ción de la mujer, a la que, fuere rica o pobre, tradicionalmente sólo se le enseñaba la lectura, signo de sometimiento al hombre que, paralelamente y en las clases altas, se convertía en distintivo adi-cional y elegante de unas actitudes ideales. Eso sí, no olvidemos que los libros permitían el control educativo y la imposición de de-terminados modelos de comportamiento, de ahí que los moralistas fueran extremadamente cuidadosos en la selección de los textos aconsejables a las féminas. Sirva de muestra el juicio de uno de los textos más difundidos en influyentes al respecto, nacido de la plu-

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ma del franciscano Juan de la Cerda, quien lo concibió, con el dar-do apuntando a los relatos de invención, alarmado (Cerda: 5):

de el daño que haze en las donzellas la lección de los libros profanos y de mentiras: y de el provecho que de los buenos y sanctos libros se sa-ca...qué tienen que ver las armas con las donzellas, ni los cuentos de deshonestos amores con las que han de ser honestíssimas y caminar al cielo.

La escritura, contrariamente, la contemplaron como un ins-trumento peligroso y pernicioso capaz de otorgar a la mujer un me-jor grado de autosuficiencia e independencia comunicativa privada y al margen de cualquier autoridad por encima de ella. No es ba-ladí que aquellos guardianes de la ortodoxia influyeran en los dictámenes de Trento y, consecuentemente, en los postulados del adoctrinamiento y disciplinamiento social contrarreformista, pro-grama de cambio cultural que estimó nociva la escritura femenina al considerarla una puerta abierta a una perversa libertad moral y social3. El mismo Juan de la Cerda, especulando sobre la educación de las doncellas, sentencia (Cerda: 13):

aunque es bueno que aprenda a leer para que reze y lea buenos y devo-tos libros: mas el escrevir ni es necesario ni lo querría ver en las muge-res: no porque ello de suyo sea malo, sino porque tienen la ocasión en las manos de escrevir villetes, y responder a los que los hombres livianos les envían.

No muy distinto fue el índice de alfabetización en las Indias, al menos el de los españoles y otros europeos que allá fueron por obligación o en busca de mejor asiento. Según una muestra de ellos que en su momento examiné (González 1999), alrededor del 35 por ciento –en su mayoría los clérigos, seguidos de profesionales libres, funcionarios, mercaderes, militares, artesanos y una considerable nómina de individuos sin ocupación definida– fueron capaces de firmar sus testamentos. Y es que en el Nuevo Mundo tenían un gran aprecio y mejores oportunidades de ascenso económico y so-cial las gentes letradas, evidentemente porque allí la occidentali-zación de los territorios conquistados estaba en ebullición y había menos individuos con preparación intelectual o, simplemente, des-envueltos en el ejercicio de escribir, leer y contar con soltura y no sólo repetir con la pluma y con la voz, y con dificultad, las letras y los números. El mismo Garcilaso lamenta en La Florida la caren-cia de infraestructuras educativas, responsable de su acceso tardío a las letras, en el Cuzco de su niñez. La alfabetización, y su valo-ración sociolaboral, claro está, irán tomando auge al ritmo del cre-cimiento urbano, el despliegue burocrático e institucional que im-planta la Corona y el desarrollo de las actividades económicas, es-pecialmente el comercio, procesos que conllevan la multiplicación del escrito y la intervención notarial.

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Basta con hacer un apresurado repaso a los testimonios conser-vados de pobladores para ratificar estas afirmaciones; por ejemplo en las cartas que enviaban a sus familiares y amigos de la Penín-sula. Así, en una, Antonio Martín, vecino de Quito en 1594, dice "que acá por la pluma vienen a valer los hombres" (Otte: 352) ; Ana López, desde México en 1571, reclamando la llegada de un hermano: "esté despierto en leer y ecribir para saberse gobernar, porque faltando esto es muy gran manquera, más el día de hoy por estar la tierra tan delgada" (Otte: 64); o, en la Lima de 1580, San-cho de Llanos: "deseo que venga a estos reinos uno de mis mucha-chos, el que le pareciere que tiene más habilidad y escribe mejor, que acá no le faltará en que gane de comer" (Otte: 404). La escritu-ra, pues, fue un decisivo medio de promoción de las oleadas migra-torias de segunda hora, las que, por encontrar una América repar-tida entre los conquistadores y primeros colonos, habrían de traba-jar con sus manos para prosperar y valer más. Siendo diestros en escribir y leer pudieron encontrar una salida profesional de mejor honra y renta: en la Iglesia, sirviendo al Rey o a mercaderes, grandes hacendados y encomenderos. Sea como fuere, el número de cartas conservadas, y las mencionadas en los documentos, vis-lumbran el aumento del alfabetismo en unos mundos y sociedades cada vez más necesitadas de la escritura, de la obligación de una práctica que se va haciendo cotidiana a causa de la mayor movili-dad espacial de los hombres y, en consecuencia, de las exigencias de la comunicación con seres lejanos y por asuntos personales y gubernamentales (Castillo 2002).

Ya desde los inicios de la empresa descubridora la escritura se convierte en el medio idóneo, más veraz que la palabra de los su-pervivientes, de comunicar a los gobernantes de la Península unas nuevas fabulosas, de fijar rutas y, en pos de elogios y premios, de perpetuar nombres y méritos. Volver de los viajes con memorias o relaciones escritas de lo visto –instrumentos de información y con-trol en manos de la Corona– fue una exigencia explícita de los re-yes a partir de la segunda travesía de Colón. Es más, en adelante, y en la Real Cédula de 14 de agosto de 1509, se prescribirá a los responsables de las expediciones que los que con ellos fueren: "han de tener toda libertad para escrivir acá todo lo que quisieren...ni le sea tomada carta ni mandado que no escriva y que cada uno escri-va lo que quisiere" (Encinas: 309). De este modo quisieron poten-ciar y preservar una vía alternativa de comunicación paralela e imprescindible en la lejanía y en un gobierno que aspira a la efica-cia y la centralización frente a la ambición y codicia de descubrido-res y conquistadores, gentes, en menoscabo de la economía y el po-der real, ansiosas de tesoros, tierras y vasallos con los que fundar linajes y blasones. A la par, escribiendo pudieron ofrecer una in-formación alternativa a la de los líderes de las huestes de guerre-ros y mareantes, y denunciar arbitrariedades y egoísmos en el

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desempeño de las funciones de las autoridades; de ahí la censura de la escritura que los mandatarios de las Indias imponían y que la normativa estatal quería evitar a cualquier precio.

En cuanto a la posesión de libros, las proporciones tampoco di-fieren en mucho de las del Viejo Continente, siendo más o menos el 20% de los inventarios post mortem de la muestra de europeos aludida los que tienen impresos, una destacada cantidad derivada no sólo del predominio de los segmentos socioprofesionales necesa-riamente familiarizados con el libro –eclesiásticos, profesionales y funcionarios–, los dueños de las verdaderas bibliotecas encontra-das; sino también del progresivo aumento de comerciantes, arte-sanos, militares y trabajadores de diversa índole, sectores en los que fundamentalmente encontramos libros sueltos, cuyo número –normalmente no más de 10– está en directa relación con la capaci-dad económica y la dedicación laboral de sus titulares. Tengamos presente que poseer libros depende de 4 factores cruciales: la alfa-betización, el dinero para comprarlos, el espacio donde depositar-los y el tiempo libre para leerlos, todos, en general, ausentes en la trayectoria vital de la mayor parte de la población de entonces a este y al otro lado del Atlántico. Sin embargo, las masas pobres e iletradas podían tener acceso a la cultura escrita a través de la lec-tura en voz alta, una táctica muy extendida en situaciones vario-pintas: en veladas nocturnas, tabernas, calles y plazas, viajes, sermones y demás actos religiosos... Aquí el clero jugaba un papel trascendental haciendo de puente mediador entre el texto y las gentes carentes de los requisitos necesarios para tener un acceso directo a ellos, o sea, con quienes tenía, según la preeminente fun-ción pastoral que le asignó Trento, un contacto fiscalizador más asiduo y estrecho. Pero leer en voz alta no tenía a los analfabetos como únicos destinatarios, pues era una técnica asidua en diferen-tes medios sociales, incluso en las academias literarias del Rena-cimiento y del Barroco (Chartier 1990; Frenk). La cultura oral, y la visual, siguen teniendo gran importancia y no suponen un rechazo de la escrita sino que en buena medida forman parte de ella, sien-do una realidad que los autores, de acuerdo a su formación en retórica, tenían presente cuando redactaban unas obras con nume-rosos indicios de oralidad. Extremadamente explícito es uno del asceta Hernando de Zárate, que prefiere: "más ser entendido con barbarismos condenados de los gramáticos, que con mi buen dezir desamparar los oyentes" (Zárate: 15). Téngase en cuenta que Co-varrubias, en 1611, entiende por leer: "pronunciar con palabras lo que por letra está escrito". Definitivamente, no todo era barbarie y oscurantismo en la América colonial, una geografía en la que in-cluso muchos de los numerosos aventureros y vagabundos que de-ambulaban por su paisaje, más los indios y criollos asimilados, es-cribían cartas y leían, siquiera tenían, libros4.

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2. La llave de los tesoros de Occidente.

Esta eclosión planetaria de la tipografía fue posible gracias a la variada oferta que casi por doquier desplegaron los mercaderes, ya fuera a través del comercio de exportación, las librerías y otros di-versos negocios mercantiles de las ciudades y poblaciones de ta-maño menor, donde, cual era lo usual, también ejercían de libreros los impresores, los tratantes de ropas viejas, los vendedores ambu-lantes, especializados o no en el ramo, merceros y cualquier tende-ro o mercachifle atento a los beneficios de un producto en paulati-na expansión. Pero, al igual, se podían comprar libros en desuso a particulares y, a precios muchos más bajos –la mitad en promedio que los nuevos– en los mercados de ocasión de objetos usados, siendo los más corrientes las almonedas efectuadas con los bienes de los difuntos, ventas a la puja especialmente recurrentes en In-dias debido a la cantidad de inmigrantes fallecidos allí sin herede-ros. A ellas acudían no sólo las personas con menor poder adquisi-tivo o en busca de precios interesantes sino todo aquel que preten-diere ediciones agotadas, curiosas, raras o de difícil localización. Incluso las frecuentaban los grandes libreros cuando sabían de la entrada en subasta de los surtidos de otros colegas. En resumidas cuentas las almonedas fueron centros de abastecimiento alternati-vos a los habituales de la época y continuamente limitados por la baja productividad de los tórculos y la lentitud de los transportes de la economía preindustrial (González 1995). El dinero, pues, no era el principal factor explicativo de la exigua tenencia de libros entre las capas más bajas de la población.

Todas estas opciones tuvo a la vista Garcilaso siempre que de-seara adquirir un libro. De joven, en las almonedas, tiendas y li-brerías del Cuzco, una parada obligatoria de los numerosos mer-caderes itinerantes del virreinato –con residencia en la tierra in-caica o procedentes de otras regiones americanas o peninsulares– que se abastecían directamente de España o, lo más corriente, en Lima –la capital, sin tipografía propia hasta 1584–, punto de con-fluencia de los productos tipográficos llegados, obligatoriamente, de la metrópoli. Ilustrativo de esta vivencia, indispensable en el suministro de los lugares menos integrados y alejados de los prin-cipales núcleos urbanos, fue la operación que llevó a cabo el joven Juan de Sarriá, hijo del librero del mismo nombre, de Alcalá de Henares, que en 1605, nada más desembarcar en Indias, recogió en Nombre de Dios un cargamento con varios centenares de ejem-plares del Quijote, textos que transportó a lomo de mulas hasta Lima y, desde allí, a Cuzco, donde los entregó a los testaferros de su padre (Leonard). No menos sorprendente y digno de admiración es el caso del segoviano Pedro Durango de Espinosa, a quien sor-prendió la muerte en Lima en 1603 presto a iniciar un periplo, con la ayuda de sus mulas y 4 esclavos, por distintas localidades andi-

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nas para negociar los 1.204 libros que acababa de adquirir (Gonzá-lez 1999).

La Ciudad de los Reyes, manifiestamente, era un punto inevi-table de todo este entramado comercial. En esas fechas podía pre-sumir de un equipamiento cultural comparable, e incluso superior, al de las ciudades medias europeas, consecuencia de su dinámica economía, ordenamiento institucional civil y religioso y heterogé-nea población con apetencias y necesidades intelectuales, es decir, con los elementos adecuados al arraigo de la imprenta, los centros de enseñanza superior y el comercio librario. Efectivamente, desde la llegada en los años 40 del siglo XVI del librero Juan Antonio Musetti, oriundo de Italia y hasta 1543 afincado en Medina del Campo –el principal emporio, tras desbancar a Sevilla, de la eco-nomía tipográfica española de la segunda mitad del Quinientos–, el mercado de libros limeño, y el de todo el virreinato, iría experi-mentando un notable desarrollo. Esta coyuntura se aprecia en las memorias que la Casa de la Contratación hacía de las mercaderías allí destinadas y depositadas en las panzas de naos y galeones que partían del puerto sevillano; o en los 1.718 impresos que, en 1619, exponía a la venta el extremeño –un simple ropavejero– Cristóbal Hernández en su cajón o tenderete portátil de madera de la plaza central que arrendaba al concejo de la ciudad. Y más todavía en los 1.110 títulos que componían en 1651 el surtido de la librería, la mayor de todas, de Tomás Gutiérrez de Cisneros.

Si bien, la mayor parte de los libros que el Inca Garcilaso re-unió, una parte de ellos contenidos en el inventario póstumo de sus pertenencias del año1616, hubo de conseguirlos en Andalucía, lu-gar donde comenzó a saborear, con frutos excelsos, los placeres y prodigios de la pluma. En Montilla tal vez acudiera a la mediación de merceros, tenderos y buhoneros, aunque la oferta de éstos habi-tualmente consistía en menudencias tipográficas a base de pliegos –con poesía, sucesos, hechos extraordinarios, vidas de santos, ora-ciones, comedias...– y estampas, los productos de bajo coste y efí-mera calidad que, casi con toda certeza y seguridad, más se con-sumían en las fechas y en cualquier segmento social. Su ingente producción y circulación evidencian un grado de popularidad no acorde exclusivamente con las clases bajas (Cátedra). Por ello, cuando Garcilaso quería textos como los que exhibe su biblioteca debía acudir a la cercana Córdoba, ciudad de tamaño medio en la que vivió y donde trabajaban impresores y libreros capaces de col-mar sus aficiones. Pero de no encontrar allí los objetos de sus des-velos tampoco caería en la desesperación e impaciencia propia del ávido lector ni sufriría las trabas del abastecimiento cultural arri-ba comentadas. No muy lejos de la capital cordobesa, a una o dos jornadas de viaje, estaba Sevilla, la ciudad más grande y el princi-pal centro mercantil de España, puerta y puerto de las Indias; la "madre de tantos extranjeros y archivo de las riquezas del mundo"

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de Alcalá Yáñez, la "Roma triunfante en ánimo y alteza" de Cer-vantes o la "llave de los tesoros de Occidente" del Inca Garcilaso.

La sede de la Carrera de Indias gozaba de un complejo indus-trial gráfico y un mercado librario de los más importantes de Es-paña, aunque había dejado la primera posición de antaño en favor de Medina del Campo y Salamanca, ambas en la plenitud de su auge durante la segunda mitad del Quinientos. No obstante, la Península Ibérica siempre fue un emplazamiento periférico de la geografía de una imprenta en todo momento liderada por Alema-nia, Flandes, Francia e Italia, países de donde, precisamente, eran originarios los mejores impresores y libreros peninsulares: Crom-berger, Boyer, Junta, Portonariis o Pescioni, quienes, siendo artífi-ces de segunda fila en sus patrias, buscaron asiento alternativo huyendo de una competencia muy dura y especializada. Aquí lo-graron instalar buenos talleres, alcanzando un nivel técnico y unas ejecuciones de elevada calidad, pero nunca a la altura de los prin-cipales centros europeos. De ahí la dependencia del mercado del li-bro español, y, en consecuencia el de Indias, de la producción ex-tranjera, ante todo el referido a textos especializados: los latinos y los de la demanda intelectual y profesional –clásicos, ciencia y técnica, derecho, gramática, teología–; en tanto que la industria nacional quedó relegada a los libros en castellano de elevado con-sumo, al comercio local y, a lo sumo, al americano. Factores que explican esta fatídica tendencia hubo muchos. Aparte de la mala calidad de la materia prima indispensable, papel y tinta, la mayor-ía confluyen en la ineficacia de unas empresas editoriales aqueja-das de una crónica y endémica insuficiencia de astucia y de capita-les para publicar los títulos con una clientela amplia y segura. Sin embargo se satisfacía la demanda a este y al otro lado del Océano con libros, incluidos los de muchos autores españoles, editados más allá de nuestras fronteras; baste apuntar que hacia 1540 la pro-ducción de impresos españoles en el extranjero era superior a la nacional. Este es otro de los episodios que trajo la revolución de los precios desde mediados del siglo XVI, un proceso inflacionario que elevaba los costos de producción haciendo más ventajosas las im-portaciones, y desastrosa la consiguiente fuga de beneficios (Moll).

La actividad comercial sevillana, a pesar de los obstáculos re-pasados, seguiría estando agraciada por la obligatoria vinculación que con ella tenía la economía del Nuevo Mundo, cuya plataforma, en cuanto a la navegación y al tráfico mercantil, residió entre 1503 y 1680 en el puerto del Guadalquivir. Esta coyuntura propició la llegada, en pos de los destellos auríferos indianos, de mercaderes-libreros de las más grandes firmas del resto de España y Europa. En su famosa y transitada calle Génova, el eje económico de la ciudad que ubicaba la Casa de la Contratación, el Consulado, la Casa de la Moneda y las gradas de la Catedral, el enclave de los tratos y contratos de los mercaderes con negocios en ultramar, su

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Wall Street dice P. Vilar, tenían asiento principales librerías bien surtidas de las novedades editoriales de cualquier rincón occiden-tal y capaces de satisfacer las apetencias del más insidioso de los clientes. Casas allí hubo como la de Francisco de Aguilar, con cerca de 5.000 volúmenes a la venta en 1575, Andrea Pescioni, Diego Mexía, Francisco Rodríguez y Jácome López, y las sucursales de los Boyer, los Junta o los Portonariis de Castilla (Wagner 1996; Griffin 1991; González y Maillard).

Viene a cuento toda esta prosa sobre el mercado del impreso porque, dado que entonces no existían editores profesionales –no aparecen hasta el siglo XIX–, cualquier aspecto económico de los libros fue explotado y monopolizado por los grandes mercaderes, o lo que es lo mismo, por las gentes con el ingenio, el riesgo y, lo primero y esencial, el capital que exigían los negocios en estudio. No se olvide tampoco que la producción del libro conllevaba un proceso técnico, la impresión, y otro comercial, la edición y la dis-tribución, que asumían, debido a su arriesgado y altísimo costo, individuos provistos de los medios necesarios –fundamentalmente grandes sumas de dinero– para llevarlo a cabo y aguantar los diez años en promedio necesarios para rentabilizar una edición. Sea como fuere, en la Edad Moderna la tipografía continuamente estu-vo sometida al capital mercantil. Los mercaderes-libreros, dice Chartier (1993: 27), son los amos del juego: buscan y consiguen mediante patrocinios y privilegios la protección de las autoridades; dominan a los impresores que reciben el encargo de la factura de sus ediciones; controlan el mercado desarrollando la librería de surtido, solución que les permitía vender sus producciones y las de sus colegas, éstas obtenidas mediante intercambios; e imponen su ley al escritor –sin derecho alguno en las fechas– remunerándolo durante mucho tiempo sólo con ejemplares. Es más, los autores llegan hasta a desaparecer cuando se trata de ediciones falsas y reediciones. Y es que los impresores, con el fin de hacer frente a sus inversiones, siempre andaban endeudados e, inevitablemente, necesitaban hacer una venta rápida de sus géneros, a no ser que la tuvieran acordada de antemano.

3. Lograr bien el tiempo con honrosa ocupación.

Tiempos fueron los del Inca Garcilaso en los que la lectura era eminentemente un ejercicio didáctico y religioso encaminado a re-solver misterios sagrados y vinculado a asuntos de importancia trascendental para el hombre y su salvación, la meta indiscutible de cualquier ser humano. Los libros, consecuentemente, debían contener discursos edificantes y ejemplarizantes, ajustados a una vida acorde a la fe profesada, a la realidad y jamás fuera de la ver-dad histórica o envueltos en quimeras y otras invenciones capaces de pervertir las conciencias. Es por ello que la mayor parte de los

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libros que poseían las gentes de la alta Modernidad, al menos los visibles en los inventarios post mortem, fueran de motivos religio-sos, primordialmente manuales de oración y devocionarios con los que alimentar la piedad. Buena prueba de esta obviedad ofrece la biblioteca última del Inca, repertorio en el que alrededor del 20% de sus volúmenes aluden a materias sacras, seguidas de clásicos greco-latinos, historiadores, humanistas, autores italianos, algo de ciencia, poesía y creación en prosa, géneros, a su vez, de un desta-cado protagonismo en la producción de la imprenta coetánea. En resumidas cuentas, y en función de la documentación bibliográfica de la época, los anaqueles de Garcilaso constituyen una calibrada maqueta de una cotidiana y exigente biblioteca media –188 ejem-plares– de un lector laico sin los condicionantes de una actividad profesional determinada, es decir, lo inventariado responde prefe-rentemente a las aficiones intelectuales y obligaciones morales y religiosas de su dueño (Durand; Mazzotti).

En cambio, y así ya lo enfatizó José Durand, la literatura es muy puntual –Celestina, Guzmán de Alfarache, Juan de Mena, Antonio de Guevara, Pedro Mexía, Cristóbal de Castillejo, Garci Sánchez y poco más–, situación que también coincide con lo habi-tual en las colecciones de libros privadas retratadas en las fuentes historiográficas al uso, excepción hecha de las referidas a las tira-das de las prensas tipográficas y los surtidos de los libreros, en las que la temática literaria alcanza cotas altísimas, demostrando su éxito editorial, popularidad, aceptación comercial y elevado con-sumo; pues los objetos negociados en estos dos frentes económicos son el resultado de los fríos cálculos aritméticos de la demanda y sus beneficios más inmediatos (Whinnom). Pero no es baladí esta disyuntiva; al contrario, responde ante todo a la censura, control e interdicción que las autoridades intelectuales, morales y políticas impusieron a determinados discursos, causa de la disparidad entre la muy elevada y certificada producción de obras de ficción y su exigua constancia en las bibliotecas particulares. Mas, de entrada, hemos de decir que, como hoy día, los propietarios de libros solían exhibir solamente los textos aceptados en la norma moral de la comunidad y valorados positivamente por los mediadores cultura-les de solvencia o creadores de opinión, ocultando, aunque se trate de títulos estrella, los calificados negativamente, juicio peyorativo que simultáneamente puede surtir el efecto inverso: despertar una atracción morbosa hacia el objeto reprobado (Ife; Baker).

Si bien, igualmente influye el azar a la hora de obtener la in-formación y, primordialmente, diversos condicionantes caracterís-ticos de los aspectos materiales de la cultura escrita de aquellos siglos. Por ello, conviene no olvidar la notoria circulación manus-crita, mucho mayor que la impresa, de la poesía, modalidad que, por su escaso valor, raramente recogen los escribanos en los inven-tarios. Este bajo coste es otro factor a tener en cuenta en las obras

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de entretenimiento, productos breves ejecutados normalmente con materiales efímeros –pliegos sin coser ni encuadernar– y de una calidad que resiste mal el paso del tiempo y el uso intensivo propio de muchos lectores de entonces, propietarios de pocos libros que leen una y otra vez. Los notarios, ante esta situación y lo tedioso de una obligación similar, solían registrar las menudencias por lo-tes y sin aclarar nada relativo a autores o títulos, conformándose con anotar tantos libros de diferentes historias. No obstante, po-demos traer a colación la tesis de Laspéras, estudioso que piensa que los relatos de aventuras fueron básicamente lecturas de jóve-nes, personas que al llegar a la madurez van deshaciéndose de ellos, razón por la que no dejan huellas en los inventarios. Sin em-bargo, no todos los dueños de impresos morían longevos; es más, en función de la esperanza de vida de la época, serían mayoría los fallecidos antes de los 35 años, aunque es cierto que destacados es-critores de los siglos XVI y XVII declaran haber gustado de dichas evasiones durante una equívoca e ignorante juventud.

Sin ir más lejos, viene Garcilaso al ejemplo del repudio de gus-tos juveniles hacia la ficción literaria; en la Florida está el párrafo tantas veces citado:

porque toda mi vida–sacada la buena poesía–fui enemigo de ficciones como son libros de caballería y otras semejantes. Las gracias de esto de-bo dar al ilustre caballero Pero Mejía de Sevilla, porque con una repre-hensión, que en la AHeroica obra de los Césares@ hace a los que se ocu-pan en leer y componer los tales libros, me quitó el amor que como mu-chacho les podía tener y me hizo aborrecerlos para siempre.

Suerte tuvo, pues, al leer en el prólogo de la Historia Imperial y Cesárea de Mexía su condena a las mentiras y excesiva atención que se prestaba a Amadises (sólo en Sevilla contó con 28 ediciones de 1500 a 1570), Lisuartes y Clarianes, "cosa contagiosa y dañosa de la república" que, y he ahí lo decididamente pernicioso, dema-siados creyeron ser sucesos que: "passaron assí como las leen y oyen, siendo como son las más dellas cosas malas, profanas y des-honestas". Este historiador e insigne artífice de polianteas, cinco años antes, en un discurso laudatorio de la imprenta, ya había adevertido la (Mexía: 200):

licencia demasiada en imprimir libros de poco fructo y provecho, de fábulas y mentiras, que mejor fuera no aver molde para ellos, porque destruyen y cansan los ingenios y los apartan de la buena y sana leción y estudio.

Pero en cualquier otro escritor famoso el Inca habría encontra-do una sentencia similar. Efectivamente, su juicio y el de Mexía son otras de las numerosas muestras de los cauces que toma la moral frente al progresivo impacto y consecuencias de la imprenta en España, de modo peculiar después del Concilio de Trento, don-

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de un notorio e influyente grupo de autores ascético-espirituales hizo prevalecer un estado de opinión rotundamente condenatorio y contrario a la ficción. Atentos a la competencia que dichas creacio-nes hacían a sus tratados piadosos, y escandalizados ante el cre-ciente número de lectores dispuestos a afirmar la veracidad de unos argumentos inventados, quisieron marginar no sólo los textos caballerescos sino toda la literatura de evasión en general, incluso la poesía y el teatro. A estas creaciones achacaban la marginación de las virtudes ideales de los creyentes, de la verdad y la falsifica-ción de la realidad. Arias Montano, Malón de Chaide, Luis de Gra-nada, Gaspar de Astete, Melchor Cano, Diego de Estella, Francisco Ortiz Lucio, Juan de los Ángeles y muchos más, acostumbrados e inducidos como estaban a hacer del acto de leer un asunto de fe, suponían que la lectura de un relato fantástico inevitablemente conducía a creer literalmente su contenido y a olvidar su carácter novelesco, o sea, a la incapacidad de distinguir la invención de la realidad, dos polos sin frontera precisa, casi imperceptible, en un tiempo en el que los milagros, las apariciones, las acciones demon-íacas y otras maravillas, a menudo fomentadas desde arriba, esta-ban a la orden del día.

No resultaba entonces insólito que lectores y oyentes atribuye-ran a Dios o al demonio los hechos sobrenaturales que adornan el devenir de los héroes imaginarios. Alejo Venegas, autor laico del, tal vez, mejor ars moriendi de la España de Carlos V –Agonía del tránsito de la muerte–, siquiera el más difundido en los siglos XVI y XVII, estaba convencido de haber escrito uno de sus textos más interesantes con la intención de aislar los malos libros y prevenir a los fieles de sus terribles defectos (Venegas: 2):

es cosa muy convenible a razón que los libros que son corruptela de las buenas costumbres se quiten de en medio. Porque es cierto que como si fuessen personas han de hablar a sus solas con la gente vulgar. La qual como no sepa distinguir lo aparente de lo verdadero piensa que qual-quier libro impresso tiene auctoridad para que le crean lo que dixere.

Un creciente número de intelectuales, como Venegas, pensaban que la ficción representaba un desafío y trampa mortífera a lo sa-grado, naturaleza que la hacía incompatible con el cristianismo y la desconectaba de un fin superior; de no ser así, se hubiera con-templado, en vez de un pecado mortal, como un mal o vicio menor fruto de la ignorancia y la ociosidad. Sin embargo, especialmente repugnantes y dañinas consideraron las tramas eróticas y pasiona-les en las que se veían envueltos sus personajes centrales, causan-tes de conductas sensuales miméticas en la voluptuosa y voluble juventud.

Evidentemente los juicios en contra de los moralistas no logra-ron disminuir de forma apreciable la afición hacia los géneros de aventuras por excelencia a lo largo del siglo XVI. Aunque no me-

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nos significativo fue el sistema normativo y didáctico que desenca-denó, responsable de una actitud anímica a la que se adhirieron, al menos en apariencia externa y por el prestigio social e intelectual de las voces discrepantes en acción, una mayoría de los escritores y, en general, las gentes familiarizadas con el libro. La interdicción activada propició que cualquier autor que se preciara y quisiere ser aceptado, o con voluntad de integrarse, en determinados círcu-los de solvencia repudiara los libros fantásticos y, en cambio, mos-trara en sus anaqueles sólo lo que estaba a bien poseer y aceptado en la norma ética y cultural vigente, aunque en la intimidad fuera un devorador de poesía o de las novelas sentimentales y caballe-rescas que escondía en el arcón de un rincón oculto. Al final se fue perpetuando un topos literario que duraría hasta al menos el siglo XVIII; incluso un astrómo y matemático del Quinientos como Juan Pérez de Moya decía (Pérez de Moya: 105): "los libros prophanos, lascivos y deshonestos, son fuelles del demonio, con que se encien-den las brasas de pestíferos errores, y malos apetitos y pensamien-tos en la fragua del coraçón".

O un Alguacil Mayor de la Audiencia de Sevilla, Francisco de Araoz, aficionado a la biblioteconomía que en 1631 publicó un tra-tadillo con el método que siguió en la clasificación de los libros de su biblioteca. En él, la cuarta categoría de las taxonomías que es-tableció la dedica a la historia, diferenciando los historiadores pro-fanos veraces de los fantásticos, advirtiendo a los lectores sobre es-tos últimos que (Solís de los Santos: 85):

no pocos de ellos, desprovistos por entero de todo encanto y gracia, de buen estilo y erudición, cuando no ofensivos en grado sumo a los oídos de las personas piadosas por tacha de desvergüenza y obscenidad, no sólo se ha de evitar su lectura sino que han de retirarse incluso de la vista.

Entre el argumento de Venegas y el de Araoz media todo un piélago de enjuiciamientos negativos que parecen calcados unos de otros y, a la vez, son responsables del desdén y menosprecio con el que son tratados los géneros de entretenimiento en los inventarios post mortem y en las taxonomías discursivas de la época, en las que, carentes de autonomía, ocupan categorías excesivamente bre-ves, relegadas o secundarias y en nada expresivas de la aclama-ción del público, auge editorial, diversidad y brillantez estilística que alcanzaron en el Siglo de Oro; obsérvense, si no, las clasifica-ciones de las bibliotecas de Araoz y Lorenzo Ramírez de Prado, los surtidos de librerías y hasta el catálogo del mismísimo Nicolás An-tonio.

Sea como fuere, esta guerra de los moralistas planteaba hasta la saciedad la necesidad –incapacidad de los más– de distinguir el sentido literal de los textos de sus significados alegóricos. El peli-gro, claro está, radicaba en la libertad de imaginación –en sus

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mundos posibles– que auspiciaba el ocio coaligado con la ficción, cualidad esta última considerada un mal juez de la realidad frente a la emoción, el mejor. Y es que las invenciones literarias leídas li-teralmente podían ofrecer a los lectores una explicación subyacen-te del entorno en el que viven y hacerles creer que, de ocupar el lu-gar de los personajes, habrían tenido la oportunidad de vivir idén-ticas experiencias. Esta lectura llevó a don Quijote a invertir el or-den natural de las cosas, porque la literalidad, otro núcleo del con-flicto, procedía de una tradición oral que, para perpetuarla, se plasmó en los libros, táctica que, de paso, y según advierte D. R. Olson, iba a permitir controlar la forma en que los discursos deb-ían recibirse e interpretarse. Al hilo, Garcilaso, apegado al propó-sito didáctico y moral de los humanistas, siempre quiere dejar sen-tado al lector la veracidad histórica, antes que literaria o inventa-da, de su narración, en su Florida: "para que se crea que no escri-bimos ficciones"; porque, como sentencia en el proemio de los Co-mentarios Reales: "En el discurso de la historia protestamos la verdad de ella, y que no diremos cosa grande, que no sea auto-rizándola con los mismos historiadores españoles..."

El sistema devino un ambiente cultural convencional lleno de incertidumbres y en el que la autocensura o la simulación de los autores manifiesta la eficacia de la política de control y su moder-nidad. En cualquier caso, la Contrarreforma hizo a los autores mo-ralmente responsables de sus obras. Aquí, emerge de nuevo una siniestra interdicción impuesta a la escritura y lectura del relato con la pretensión de un gobierno autoritario y coercitivo en la so-ciedad. Como Foucault nos enseñó, la producción del discurso siempre está, simultáneamente, controlada, seleccionada y redis-tribuida por cierto número de procedimientos que tienen la función de conjurar poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleato-rio y esquivar su pesada y temible materialidad. El discurso, pues, no es simplemente aquello que traduce la lucha o los sistemas de dominación, sino el poder del que todos quieren adueñarse y que a la vez aglutina la causa, el medio y el fin del conflicto inevitable en el proceso de su apropiación. En pocas palabras, la codificación y el cálculo racional de las prácticas son directamente proporcionales al grado de peligro percibido en la realidad en la que se despliegan.

Teólogos y ascético-espirituales ofertan una alternativa a los relatos de invención difundiendo la conveniencia de la posesión y uso de los libros devotos, llegando a parangonar la finalidad evasi-va de los dos géneros textuales. En efecto, para ellos un tratado de teología moral o cualquier escrito piadoso podía entretener de idéntica forma, y con más provecho, a la de un cuento fantástico. Desde esta perspectiva, y englobando en el entretenimiento tam-bién el estudio, la meditación, la oración, el trabajo y todo aquello que pueda alejar a los hombres de los problemas mundanos, elevándolos hacia espacios trascendentes, propusieron como reme-

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dios de fatigas, y de Amadises y Dianas, devocionarios y vidas de santos, composiciones que, imitando a la ficción y para lograr el recreo y captar la atención del público, progresivamente se irán impregnando de asuntos extrarracionales –apariciones, milagros, visiones y demás maravillosismo– con la intención, y convencidos de la eficacia del método, de adoctrinar deleitando. Al fin y al cabo, entretenimiento es según Covarrubias: "qualquier cosa que divier-ta o entretenga al hombre, como el juego o la conversación o la lec-ción". La lectura, en definitiva, no iba a ser un fin sino un medio para lograr una meditación fructífera y las virtudes, cardinales y teologales, deseables en los fieles, y desterrar sus faltas y vicios, cual es el objetivo de Ludovico Blosio (15): "y te ha de cansar leer el consejo discreto que te avisa por donde has de caminar; y de qué te has de guardar, y te ha de cansar leer la passión de tu Redemp-tor muchas vezes..." Son los libros, dice Luis de Alarcón, que:

deben usar y frequentar las personas no letradas ni latinas, son los que en nuestro vulgar romance traducidos, no solamente alumbran el en-tendimiento para conocer las cosas de Dios, mas juntamente inflaman el afecto al temor y amor divino.

Pero, pese a estas conjeturas en favor del libro, los autores re-celan de un arte tipográfico responsable de haber inundado el mundo con unos productos que en multitud de ocasiones no contri-buyen a mantener firme la moral cristiana. Le achacan el auge de las historias falsas y de la fiebre editorial que les invade y enlo-quece las inteligencias; demasiados libros, pues, y no todos necesa-rios ni útiles. Tan codiciosa y depravada letra impresa, prodigio-samente atractiva y subyugante, un concierto maligno que no glo-rifica a Dios sino al demonio. Como repetirán muchos, nada deja el tiempo en pie hasta el día del Juicio, momento crucial en el que sólo se abrirán los libros de las conciencias y preguntarán qué hiciste y no qué leíste. Semejante abismo de vanidad, imposible de consumir en cien vidas, lleva a Juan de los Ángeles a lamentar: "Quién leerá tantos libros. Y quién no temerá començar a saber; siendo verdad, que la mayor parte de lo que sabemos, es la menor de lo que ignoramos"; a Diego de Estella a recordar: "que el cielo no se alcança con letras, sino con buenas obras". Y, al estilo de los anteriores, en el prólogo a la segunda parte de los Comentarios Reales, a Garcilaso Inca:

La tercera causa de haber tomado entre manos esta obra ha sido lograr bien el tiempo con honrosa ocupación y no malograrlo en ociosidad, ma-dre de vicios, madrastra de la virtud, raíz, fuente y origen de mil males que se evitan con el honesto trabajo del estudio.

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NOTAS

1. Esta compleja disyuntiva no se debe agotar con generalizaciones, pues las Fuentes documentales de las que deriva entrañan polémica e impiden obte-ner resultados de un alto grado de fiabilidad. Me refiero fundamentalmente a los impresos de los inventarios de bienes y a las firmas presentes en otros protocolos notariales de la época. A la vez, y como han puesto de relieve los autores del libro colectivo compilado por Castillo (1999) y Peña, las genera-lizaciones esconden una casuística variopinta.

2. La cita pertenece a una carta de diligencia publicada en Sevilla el 26 de sep-tiembre de 1573. Se encuentra en el Archivo General de Indias, Contrata-ción, legajo 210. Para más información de este tipo documental remito al trabajo de Heredia Herrera.

3. Igual de interesante resulta la reacción de las escritores de la época en co-ntra de estas medidas opresoras y misóginas, cuestión que no cuenta entre los fines de estas páginas y que plumas mucho más expertas que la mía han tratado (Luna; Graña).

4. A estas conclusiones llegué manejando criterios metodológicos cuantitativos en una muestra de 600 inmigrantes españoles y europeos residentes en los virreinatos de Nueva España y Perú durante los siglos XVI y XVII. Un tra-bajo valioso también, aunque referido a elites, es el de T. Hampe.

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