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Del hablar pronto o tardío

Miguel de Montaigne

No a todos fueron concedidos todos los dones; así vemos que entre los que poseen el de la

elocuencia, unos tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas, que en cualquiera ocasión están prestos

a la respuesta; otros, menos vivos, nunca hablan nada que antes no hayan bien meditado y reflexionado.

Así como se recomienda a las damas los juegos y ejercicios corporales que contribuyen al

acrecentamiento de su belleza, si yo tuviese que aconsejar qué género de elocuencia de las dos citadas

conviene más al predicador y al abogado, entiendo que el que no sea improvisador es más apto para orador

sagrado, y que, al que por el contrario, lo es, conviene la abogacía. El orador sagrado dispone siempre del

tiempo necesario para preparar sus oraciones, y sus discursos no son nunca interrumpidos; el abogado tiene

por necesidad que improvisar y ser apto para la polémica. Sin embargo en la entrevista del papa Clemente con

el rey de Francia ocurrió que el señor Poyet, hombre adiestrado en el foro y tenido en gran reputación como

abogado, recibió -27- la comisión de pronunciar una arenga ante el papa, y habiéndola bien premeditado de

antemano algunos dicen que ya la traía redactada de París), el mismo día que tenía que pronunciarla, el

pontífice temió que el orador no estuviese todo lo prudente que era menester y que pudiera ofender a los

embajadores de los demás príncipes que le rodeaban; en esta creencia el papa mandó al rey el argumento del

discurso que le parecía más apropiado a las circunstancias, y que era en todo contrario al del discurso

preparado por el señor Poyet; de modo que la arenga de éste fue ya inútil y le era necesario pronunciar la otra,

de lo cual, sintiéndose incapaz el abogado fue precisó que el cardenal del Bellay hiciese de orador en la

ceremonia. La labor del abogado es menos viable que la del predicador, sin embargo de lo cual, tal es al menos

mi opinión, encontramos mejores abogados que predicadores, a lo menos en Francia. Parece que es más

adecuada labor del espíritu la improvisación y el repentizar, y tarea más apta del juicio la lentitud y el reposo.

Quien permanece mudo si carece de tiempo para preparar su discurso y aquel a quien el tiempo no procura

ventajas de hablar mejor se encuentran en igual caso.

Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor sin preparación alguna; que debía más a la fortuna

que a la actividad y diligencia de su espíritu, y que sacaba gran partido cuando le interrumpían. Temían sus

adversarios mortificarle de miedo que la cólera no duplicara la fuerza de su elocuencia. Esta cualidad de

algunos hombres la conozco yo por experiencia propia; acompaña siempre a aquellos que no pueden sostener

una meditación continuada, y en tales naturalezas lo que libremente y como jugando no se produce, tampoco

se alcanza por ningún otro medio. De algunos otros decimos que denuncian el aceite y la lámpara, por cierta

aridez y rudeza que la labor imprime en las partes laboriosas del ingenio. Además de esto, el deseo de trabajar

con acierto y el recogimiento del espíritu, demasiado en tensión y circunscrito en su empresa, hácenle

encontrar dificultades, como acontece cuando el agua pugna por salir de un depósito que rebasa y no es

bastante grande el boquete de desagüe. A los que poseen aquella cualidad ocúrreles a veces que no han

menester estar conmovidos ni mortificados por sus pasiones para llegar a la elocuencia, como acontecía a

Casio, pues tal estado sería demasiado tirante; tal género de elocuencia necesita que el orador no sea agitado,

sino más bien solicitado; precisa el calor y que las facultades se despierten por las ocasiones inesperadas y

fortuitas. Esta elocuencia, abandonada a sí misma se arrastra y languidece; la agitación constituye su vida y su

encanto. En la natural disposición de mi espíritu no me encuentro en mi elemento; lo imprevisto tiene más -

28- fuerza que yo; la ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz sacan más partido de mi espíritu que el

que yo encuentro cuando a solas lo sondeo y ejercito. De modo que en mí las palabras aventajan a los escritos,

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si es que puede haber elección ni comparación posibles en cosas de tan poca monta. Suele acontecerme

también que la inspiración me favorece más que el raciocinio. En ocasiones escribiendo se me escapa alguna

sutileza (bien se me alcanza: insignificante al entender de otro, puntiaguda para el mío; dejemos tales

distingos, cada cual habla del ingenio, según la fuerza del suyo), y luego no sé lo que con ella quise decir; a

veces cualquiera otro descubre su sentido antes que yo. Si suprimiera todas las frases en que tal me acontece,

apenas si dejaría ninguna transcrita. La casualidad me hará ver luego claramente su alcance, generalmente

más claro que la luz del mediodía, y contribuirá a que yo mismo me asombre de mi incertidumbre.

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La rebelión de las masas.

El hecho de las aglomeraciones.

José Ortega y Gasset

Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente.

Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben

ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la

más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en

la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la

rebelión de las masas. Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luego a las

palabras "rebelión", "masas", "poderío social", etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida

pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los

usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar.

Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia visual,

subrayando una facción de nuestra época que es visible con los ojos de la cara.

Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del "lleno". Las

ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes,

llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los

médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de

espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de

continuo: encontrar sitio. Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual?

Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá ver cómo de él brota un

surtidor inesperado, donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico

cromatismo interior.

¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada de los

locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra

sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por lo tanto, para que

la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho

es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían estar llenos, y ahora rebosan, queda fuera

gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no

acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en

el primer momento, nuestra sorpresa.

Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su

gesto gremial consiste en mirar al mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño

y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y que, en

cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en

pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumbrados.

La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora?

Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de

personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número fuese menor. Aquí

topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres

preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban

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una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual — individuo o pequeño grupo — ocupaba un

sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad.

Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres.

¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura

humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías.

La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad.

Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las

baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.

El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología

sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos

factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La

masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas, sólo ni

principalmente "las masas obreras". Masa es el "hombre medio". De este modo se convierte lo que era

meramente cantidad — la muchedumbre — en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo

mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo

genérico.

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El casarse pronto y mal

Mariano José de Larra

Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro no

hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la

cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se

rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se

paseaba las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos, y

andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba «papá», con la mano más besada que reliquia vieja,

y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las

manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a

la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día, sólo

sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en

principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no

fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel

modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá,

efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor?

Aficionose mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino: casose, y siguiendo

en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nunca

bebía vino, emigró a Francia.

Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan

malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca supo detenerse en el justo

medio, pasó del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora por qué

las dejaba que antes por qué las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría

leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y

del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que sólo los

tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que «padre» y

«madre» eran cosa de brutos, y que a «papá» y «mamá» se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que

iguale a la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de

los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre los primeros a los segundos): verdades todas que

respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene

su cara.

No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de

nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este

siglo.

Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda

de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi

hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la

dicha de emigrar; y trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe

en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las

sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien

educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito

con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear enamorarse.

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Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no

sabía gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los

días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco

de piano y cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y

apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no

hay más que decir sino que a los cuatro días se veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y

escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por

último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia,

él y ella, que habían dado principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a

imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y

terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella

inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi

hermana, en medio de su despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta

afición a sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: Primera, que hay despreocupados por

este estilo; y segunda, que somos nobles, lo que equivale a decir que desde la más remota antigüedad

nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no

conservaba bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si

no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué

hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro,

ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato de unas

personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo

de su nobleza, hubo aquello de decirle:

-Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?

-Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.

-¿Y con qué fin, caballerito?

-Para casarme con ella.

-Pero no tiene usted empleo ni carrera...

-Eso es cuenta mía.

-Sus padres de usted no consentirán...

-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.

-Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso

de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...

-Entiendo.

-Me alegro, caballerito.

Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.

Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con

la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al

mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad

de la hija para escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirle las reflexiones acerca de la ninguna fortuna

de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad;

concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, y que en cuanto a comer, ni eso hacía falta a los

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enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían

de faltar unas sopas de ajo.

Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia,

también concluía que los Padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres:

insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo había

hecho por una obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por

él, sino por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.

Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de

seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de

sacar a la niña por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya

decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena

depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en

el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin

amaneció el día feliz; otorgose la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo

conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron

mientras duraron los pesos duros del amigo. Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar

a Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin

embargo, el amor no alimenta, y era indispensable buscar recursos.

Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de

no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un velo sobre

las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir

humillaciones, la infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa

donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor

como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de

apagar un resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los

reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara

aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue,

en fin, el odio.

¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi

sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse

en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo,

corramos un velo sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la

última.

En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus

juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices:

aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su

garrulidad divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus

encantos están ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus

manos feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa

aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna

habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo

generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aun protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué

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actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no

permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los días enteros

que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido

se distrae con otra...!

¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera

podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de

mejor suerte.

Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.

-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?

Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se

informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz.

Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a

los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega: son las diez

de la noche, corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto

cerrado por dentro; llama; la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los

golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la

habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno

de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana

inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más

de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale

precipitado del teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le sorprendan, en su habitación, coge

aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:

Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente

despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es

peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una

religión consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo.

Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa

preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.

Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me

privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a cuantos le

rodean.

No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para

mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.

«Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz...», son las palabras que vagan errantes sobre sus labios

moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis

lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.

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Tolstoy y el culto a la sencillez

G.K.CHESTERTON

El mundo entero está destinado a una gran simplicidad y sencillez, no deliberada, sino antes bien

inevitablemente. No es una simple moda de inocencia falsa, como la de los aristócratas franceses de antes de

la Revolución, que erigieron un altar a Pan e impusieron tributos a los campesinos para pagar los enormes

gastos que les suponía hacer la vida sencilla de los campesinos. La simplicidad a la que el mundo está abocado

es el resultado necesario de todos nuestros sistemas y especulaciones, y de nuestra contemplación profunda y

constante de las cosas. Pues el universo es como todo lo que contiene; hemos de mirarlo una y otra vez antes

de poder verlo. Solo cuando lo hemos visto cien veces, lo vemos por vez primera. Cuanto más contemplamos

las cosas, más tienden a unificarse y por lo tanto a simplificarse. La simplificación de algo es siempre

impresionante. Y la más impresionante de las simplificaciones es el monoteísmo: es como si observáramos

largo rato un dibujo hecho con mil objetos inconexos que, de pronto, con un estremecimiento de asombro,

viéramos unirse para formar un gran rostro que nos mira. Poca gente discutirá el hecho de que los

movimientos de nuestro tiempo tienden todos a la simplificación. Cada sistema quiere ser más fundamental

que el resto; quiere, literalmente, socavar los fundamentos del resto. En el arte, por ejemplo, la vieja

concepción del hombre, clásica como el Apolo de Belvedere, fue primero recusada por los realistas, que

piensan que el hombre, como realidad de la historia natural, es una criatura de pelo incoloro y cara pecosa. A

estos siguen los impresionistas, que van más allá y afirman que, a sus ojos físicos, que son lo único fidedigno,

el hombre es una criatura con el pelo rojo y la cara gris. Vienen luego los simbolistas, y dicen que, para su

alma, que es lo único fidedigno, el hombre es una criatura con el pelo verde y la cara azul. Y todos los grandes

escritores de nuestro tiempo intentan también, cada cual a su manera, restablecer esa comunicación con lo

elemental o, como a veces se dice más vaga y engañosamente, volver a la naturaleza. Unos piensan que volver

a la naturaleza consiste en no beber vino; otros, que en beber mucho más del que conviene. Unos creen que

volver a la naturaleza es convertir las espadas en rejas de arado; otros, que convertir las rejas de arado en

bayonetas del ministerio de la guerra británico que no sirvan para nada.° Según los patriotas radicales, es

natural que un hombre mate a otros con pólvora y se mate a sí mismo con ginebra. Según los pacifistas

radicales, es natural matar a otros con dinamita y matarse uno mismo con vegetarianismo. Si consideramos la

ingente cantidad de argumentos paradójicos que necesitan unos y otros para convencerse a sí mismos y

convencer a los demás de la verdad de sus conclusiones, sería ciertamente filisteo creer que su pretensión de

obedecer a la llamada de la naturaleza merece interés. Pero no cabe duda de que los grandes hombres de

nuestro tiempo tiene en común el sostener por muy diferentes vías esta idea del regreso a la simplicidad.

Ibsen vuelve a la naturaleza por la descarnada exterioridad de los hechos, Maeterlinck, por la eterna tendencia

a la fábula. Whitman vuelve a la naturaleza queriendo ver cuánto puede aceptar, Tolstoi queriendo ver cuánto

puede rechazar. Ahora bien, este heroico deseo de volver a la naturaleza es, en algunos aspectos, como el

heroico deseo de un gato de alcanzar su rabo. Un rabo es un objeto simple y bonito, de forma ondulada y

textura acariciante; y, aunque secundario, es sin duda un atributo característico el que cuelgue detrás. No se

puede negar que perdería parte de su identidad si estuviera pegado a cualquier otra parte del cuerpo. Pues

bien, la naturaleza se parece a un rabo en que es de vital importancia que esté siempre detrás para que

desempeñe su verdadera función. Suponer que podemos ver la naturaleza, sobre todo la nuestra, cara a cara,

es una locura, incluso una blasfemia. Es como el gato de algún cuento fantástico que se recorriera el mundo

con la firme convicción de encontrar su rabo en medio de un prado, como si fuera un árbol. Y la impresión que

causan los viajes de los filósofos en busca de la naturaleza se parece mucho a las vueltas de un gato

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buscándose el rabo, con mucho entusiasmo pero poca dignidad, con mucho ruido y poquísimo rabo. La

grandeza de la naturaleza estriba en que es omnipotente e invisible, en que quizá nos gobierna más cuando

menos atención pensamos que nos presta. «Eres un Dios que se oculta», dijo el poeta judío.° Con toda

reverencia puede decirse que el espíritu de la naturaleza se esconde en la espalda del hombre. Es esta

consideración la que da cierto aire de futilidad incluso a las inspiradas simplicidades y veracidades estentóreas

de Tolstoi. Nosotros creemos que nadie puede hacerse más sencillo meramente por luchar contra la

complejidad; es más, creemos, en nuestros momentos de mayor cordura, que nadie puede hacerse más

sencillo de ningún modo. Una sencillez forzada puede muy bien ser mucho más artificial que el mismísimo lujo.

Como que gran parte de la pompa y suntuosidad de la historia era sencilla en el verdadero sentido de la

palabra. Era fruto de una receptividad casi infantil; era el lujo de hombres que tenían ojos para asombrarse y

oídos para oír. El rey Salomón trajo mercaderes porque deseaba pavos reales, abejas y marfil, de Tarsis a Tiro.°

Pero esta actitud no era parte de la sabiduría de Salomón; era parte de su locura... casi iba a decir de su

inocencia. Tolstoi, creemos, no se contentaría con reprobar y denunciar «toda la gloria de Salomón», sino que,

con lógica impecable y feroz, daría un paso más y se pasaría noches y días despojando a los lirios del campo de

su impúdica corola carmesí.° La nueva colección de Cuentos de Tolstoi, traducidos y editados por el señor R.

Nisbet Bain, está pensada para llamar la atención sobre este aspecto ético y ascético de la obra de Tolstoi. En

un sentido, en el más profundo, la obra de Tolstoi es, por supuesto, un llamamiento a la sencillez noble y

genuino. La idea estrecha de que un artista no debe enseñar está hoy día prácticamente desacreditada. Pero la

verdad es que un artista enseña mucho más por su solo ambiente y carácter, su paisaje, sus costumbres, su

idioma y su técnica, toda esa parte, en fin, de su obra de la que seguramente no es consciente, que por las

sentencias morales grandilocuentes y redichas que toma con agrado por sus opiniones. La diferencia entre la

ética del gran arte y la ética del arte artificioso y didáctico reside en el simple hecho de que la mala fábula

tiene una moral y la buena es una moral. Y la verdadera moral de Tolstoi recorre estos relatos, la gran moral

que late en toda su obra, de la que sin duda él no es consciente y muy probablemente renegaría con

vehemencia. La curiosa luz matinal blanca y fría que ilumina todos los relatos, la folclórica sencillez con la que

habla de «un hombre» o «una mujer» sin mayor especificación, el amor, casi se diría la voluptuosidad, que

siente por las calidades de la materia bruta, la dureza de la madera, la blandura del barro, la creencia

inveterada en la bondad prístina del hombre, todo esto es influencia moral pura. Cuando lo comparamos con

el vocinglero, furioso y absurdo Tolstoi didáctico, que clama por una obscena pureza, por una paz inhumana,

que reduce la vida a mil pecados, que desprecia a hombres, mujeres y niños por amor a la humanidad, que

combina, en un caos de contradicciones, al puritano pusilánime y al bárbaro beato, apenas sabemos entonces

dónde hemos perdido a Tolstoi. No sabemos qué hacer con ese moralista diminuto y ruidoso que vivía en un

rincón de un hombre grande y bueno. Cuesta en cualquier caso reconciliar al gran artista que fue Tolstoi con el

reformador casi ponzoñoso que fue también. Cuesta creer que un hombre que dibuja con trazos tan nobles la

dignidad de la vida cotidiana del hombre considere un mal el divino acto de procreación por el cual esa

dignidad se renueva de generación en generación. Cuesta creer que un hombre que pinta con tan terrible

crudeza el sobrecogedor vacío de la vida del pobre, le escatime todos y cada uno de sus placeres humildes,

desde el cortejo al tabaco. Cuesta creer que un poeta en prosa que describe con tanta elocuencia el carácter

telúrico del hombre, los íntimos lazos que lo unen al suelo en el que vive, niegue una virtud tan elemental

como es el amor a sus antepasados y a su tierra. Cuesta creer que el hombre que padece tanto por la soberbia

odiosa del opresor, no lo derribe, si pudiera, de un puñetazo. Pues bien, a esto lleva la búsqueda de una

sencillez falsa, el querer ser, si se me permite decirlo así, más natural de lo que es natural ser. No solo sería

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más humano, sino más humilde, conformarnos con ser complejos. El verdadero amor a la humanidad es hacer

lo que la humanidad ha hecho siempre, aceptar con deportividad la condición que nos ha sido dada, la estrella

de nuestra felicidad y la suerte de la tierra en la que nacimos. La obra de Tolstoi tiene un segundo y más

particular significado. Constituye la reafirmación de cierto sentido común tremendo que es característico de

las enseñanzas más extremas de Cristo. Es verdad que no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea; es

verdad que no podemos dar la capa al que nos roba; el hombre civilizado es demasiado complejo, demasiado

orgulloso, demasiado emotivo. El que nos roba se jactaría; nosotros nos ruborizaríamos. Es decir, que tanto el

que nos roba como nosotros somos unos sentimentales. El mandamiento de Cristo es imposible, pero no es

demencial; más bien es predicar cordura en un planeta de locos. Si el sentido del humor se apoderase de

pronto del mundo, cumpliríamos el Sermón de la Montaña de una manera mecánica. No son las realidades

sencillas de la vida las que nos impiden cumplirlo, sino pasiones como la vanidad, la autosuficiencia, la

sensibilidad enfermiza. Si no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea, es por la pura y simple razón de

que no nos atrevemos. Tolstoi y sus seguidores han demostrado que sí se atreven, y aunque pensemos que se

equivocan, por esta señal conquistan.° Esta doctrina tiene la fuerza de lo absolutamente coherente. Promueve

esa mansedumbre y esa no resistencia que son la última y más valiente forma de resistencia a cualquier poder.

La gran huelga de los cuáqueros es más eficaz que muchas revoluciones sanguinarias. Si los seres humanos

fueran algún día capaces de una resistencia realmente pasiva, serían fuertes con la formidable fuerza de los

seres inanimados, tendrían la calma exasperante del roble y del hierro, conquistarían sin violencia y serían

conquistados sin humillación. La teoría del deber cristiano que los tolstoianos predican es que nunca debemos

conquistar con la fuerza, sino siempre, si podemos, con la persuasión. En su mitología, san Jorge no conquistó

al dragón: le ató al cuello una cinta rosa y le puso un platito de leche. Según ellos, fuertes dosis de amabilidad

habrían convertido a Nerón en algo a lo que solo remotamente se parecería Alfredo el Grande.° Y la política

que esta escuela recomienda para tratar con la bovina estupidez y la bovina crueldad del mundo la resumen

perfectamente estos famosos versos del señor Edward Lear: Hubo un viejo que así se preguntaba: ¿Cómo

escapar de esta terrible vaca? Y sentado en la cerca se quedaba sonriendo para ablandar a la vaca. Su fe en la

naturaleza humana es honrosa y magnífica; reviste la forma del rechazo a creer a la inmensa mayoría de los

hombres, incluso cuando están dispuestos a explicar sus motivos. Pero aunque casi todos tendamos en un

primer momento a considerar esta nueva secta cristiana menos escandalosa que algunas alborotadoras sectas

de la Reforma, caeríamos en un singular error si así lo hiciéramos. El cristianismo de Tolstoi es, bien

considerado, uno de los acontecimientos más perturbadores y dramáticos de la civilización moderna. Es un

tributo a la religión cristiana más sensacional que la rotura de los sellos y la caída de las estrellas. Desde el

punto de vista racionalista, el mundo se ha vuelto más irracional desde que existe el socialismo cristiano. Este

fenómeno pone el universo científico patas arriba y hace esencialmente posible que la clave de la evolución

social pueda hallarse en el polvoriento ataúd de alguna creencia desacreditada. No estará de más examinar

este fenómeno tal y como es. La religión de Cristo, como muchas otras cosas verdaderas, ha sido refutada

numerosísimas veces. La refutaron los filósofos neoplatónicos ya cuando iniciaba su asombrosa y universal

carrera. La refutaron muchos escépticos del Renacimiento solo unos años antes de que su segunda y

espectacular encarnación, el protestantismo, triunfara sobre muchos reyes y conquistara continentes.

Convendremos en que estas escuelas de negación no fueron sino interludios en su historia; pero la de nuestros

días, convendremos también natural e inevitablemente, es una auténtica subversión del cosmos teológico, un

Armagedón, un Ragnorak, el crepúsculo de los dioses.° El hombre del siglo diecinueve, como un colegial del

dieciséis, cree que sus dudas y sus traumas son símbolos del fin del mundo. Los grandes ateos que destronaron

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a Dios y pusieron a los ángeles a sus pies, han sido hoy día superados y convertidos en monótonos ortodoxos.

Una nueva raza de escépticos ha encontrado algo infinitamente más excitante que hacer que clavar la tapa de

millones de ataúdes y un cuerpo en una sola cruz. Han cuestionado no solo las creencias elementales, sino

también las leyes elementales de la humanidad, la propiedad, el patriotismo, la obediencia civil. Han

encausado a la civilización tan abiertamente como los materialistas a la teología; han rebajado a los filósofos

incluso más que a los santos. Miles de hombres modernos se mueven tranquila y convencionalmente entre sus

prójimos con ideas sobre los límites de la nación y la propiedad de la tierra que harían sobrecogerse a Voltaire

como a una monja una sarta de blasfemias. Y el último y más brutal episodio de esta orgía de escepticismo, la

escuela que va más allá que ninguna de las que han ido muy lejos, la escuela que niega la validez moral de esos

ideales de valor y obediencia que hasta los piratas reconocen, esa escuela se basa en palabras literales de

Cristo, como el doctor Watts y los señores Moody y Sankey. Nunca en la historia del mundo se había hecho tan

grande homenaje a la vitalidad de un antiguo credo. Comparado con esto, sería poca cosa que las aguas del

mar Rojo se separasen o el sol quedase inmóvil en su cenit. Nos hallamos ante el fenómeno de una serie de

revolucionarios cuyo desprecio por los ideales de familia y nación provocaría horror entre delincuentes,

revolucionarios que pueden prescindir de aquellos instintos elementales del hombre y del caballero que

nuestra civilización lleva en la masa de la sangre, pero no de la influencia de dos o tres remotas anécdotas

ocurridas en oriente y escritas en griego corrupto. La cosa tiene, si bien se mira, algo alucinante e hipnótico.

Ante este fenómeno, el más convencido racionalista se ve asaltado por una visión extraña y antigua; ve las

grandes cosmogonías escépticas de nuestra época como sueños que siguen las huellas de mil olvidadas

herejías y cree por un momento que los oscuros mensajes transmitidos a lo largo de dieciocho siglos pueden

contener la semilla de revoluciones con las que apenas hemos empezado a soñar. A esta escuela pertenecen

sin duda los tolstoianos, a quienes, a grandes rasgos, podemos describir como nuevos cuáqueros. Con su

extraño optimismo y su casi terrible valentía lógica, honran al cristianismo como ninguna ortodoxia lo honra.

No puede menos de llamar la atención una revolución en la que gobernantes y rebeldes marchan bajo la

misma bandera. Sin embargo, la teoría de la no resistencia, con todas sus teorías anejas, no se caracteriza,

creo, por esa evidencia y necesidad intelectuales que sus partidarios le suponen. A la vista tenemos un folleto

en el que figuran mil afirmaciones sobre el Nuevo Testamento cuya veracidad no es en absoluto tan llamativa

como su seguridad. Para empezar, debemos protestar contra la costumbre de citar y parafrasear al mismo

tiempo. Cuando un hombre habla de lo que Jesús quiso decir, pidámosle que primero diga lo que Jesús dijo, no

lo que los hombres creen que habría dicho si se hubiera expresado con más claridad. He aquí el ejemplo de

una pregunta y una respuesta: Pregunta. ¿Cómo resumió nuestro Maestro la ley en unas palabras? Respuesta.

Sed misericordiosos, sed perfectos como vuestro Padre; vuestro Padre en el mundo de los espíritus es

misericordioso y es perfecto. A excepción de la abominable expresión moderna «el mundo de los espíritus»,

quizá no haya nada en esas palabras que Cristo no hubiese podido decir; pero afirmar que hay constancia de

que lo dijo es como decir que la hay de que prefería las palmeras a los sicomoros. Es pura y simplemente

mentira. El autor debería saber que esas palabras han significado mil cosas para miles de personas, y que si

sectas más antiguas las hubieran parafraseado tan alegremente como él, nunca habría dispuesto del texto en

el que funda su teoría. En un folleto en el que no pueden figurar solas palabras claras y directas, no sorprende

que haya falsedades o equivocaciones en temas de mayor amplitud. He aquí una afirmación clara y

filosóficamente enunciada que no podemos sino negar con rotundidad: «El quinto mandamiento de nuestro

Señor dice que debemos esforzarnos de manera muy particular por cultivar hacia las gentes de países

extranjeros y en general hacia quienes no son de los nuestros o incluso nos son hostiles, los mismos

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sentimientos que tenemos hacia nuestra propia gente y hacia quienes nos son afines». Me gustaría muchísimo

saber en qué parte del Nuevo Testamento ha encontrado el autor esta quimérica e inmoral proposición. Cristo

no sentía lo mismo por todo el mundo. Específicamente se nos dice que había ciertas personas a las él amaba

de manera especial. Es más que improbable que sintiera por otras naciones lo que sentía por la suya. El

recuerdo de su país natal lo emocionaba, y su mayor elogio fue: «He aquí a un verdadero israelita».° El autor

ha confundido dos cosas enteramente distintas. Cristo nos mandaba amar a todos los hombres, pero aun

amándolos por igual, decir que debemos amarlos con el mismo amor es decir un disparate y querer confundir

las cosas. La impresión que nos causará una persona a la que de verdad amemos diferirá radicalmente de la

que nos causará otra a la que también amemos. Decir que debemos sentir lo mismo por ambas es tan sensato

como preguntar a un hombre si prefiere la velocidad o el tocino. Cristo no amaba a la humanidad, nunca dijo

que la amara: amó a hombres. Ni él ni nadie puede amar a la humanidad: es como amar a un ciempiés gigante.

La razón de que los tolstoianos conciban siquiera la posibilidad de un sentimiento equitativamente repartido,

es que su amor a la humanidad es un amor lógico, un amor que les mandan sus teorías, un amor que sería un

insulto hasta para un gato macho. Pero el mayor error de todos consiste en reducir las enseñanzas del Nuevo

Testamento a cinco mandamientos. Tan genial idea olvida la característica principal de la enseñanza: su

absoluta espontaneidad. El abismo entre Cristo y todos sus modernos exégetas es que él, que nos conste,

nunca escribió una sola palabra, excepto con su dedo en la arena. Lo demás es la historia de una continua y

sublime conversación. Miles de mandamientos se han deducido de ella antes de que los tolstoianos dedujeran

los suyos, y mil más se deducirán después. No por proclamaciones grandilocuentes, no por tiradas de

rebuscados volúmenes impresos, sino por unas cuantas palabras espléndidas y sencillas, se erigió la cruz en el

Calvario, se abrió la tierra y el sol se oscureció al mediodía.