En la mitología maya-quiché el · internacionales tuvieron en las costumbres, creencias...

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En la mitología maya-quiché elhombre fue hecho de maíz y en laspáginas de esta novela seenfrentan los hombres queconsideran al maíz como parte desu ser y como alimento sagrado,con aquellos que lo utilizan comoun producto cualquiera de lucro. Seentabla así, una lucha feroz quetermina con la muerte del cacique,defensor de los valores ancestralesde su pueblo.El tema novelesco, visto como unsuceso diario en la América tropical,

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se engrandece mediante el símbolo,que ata y libera a un tiempo a estoshombres de maíz. Todo en estanovela cobra una dimensión mágicay el lector asiste a la míticatransformación y transubstanciacióndel ser humano en las eternaspotencias universales.

Hombres de maíz constituye unaincisiva denuncia de losdevastadores efectos que elcapitalismo y las grandes empresasinternacionales tuvieron en lascostumbres, creencias ancestrales,despersonalización e inseguridad de

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los campesinos guatemaltecos.

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Miguel Ángel Asturias

Hombres de maíz*

ePub r1.1Piolin 15.08.13

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Título original: Hombres de maízMiguel Ángel Asturias, 1949Retoque de portada: Piolin

Editor digital: PiolinePub base r1.0

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Aquí la mujer,yo el dormido

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Gaspar Ilóm

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1

—El Gaspar Ilóm deja que a latierra de llora le roben el sueño de losojos.

—El Gaspar Ilóm deja que a latierra de Ilóm le boten los párpados conhacha…

—El Gaspar Ilóm deja que a latierra de Ilóm le chamusquen la ramazónde las pestañas con las quemas queponen la luna color de hormiga vieja…

El Gaspar Ilóm movía la cabeza de

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un lado a otro. Negar, moler laacusación del suelo que estaba dormidocon su petate, su sombra y su mujer yenterrado con sus muertos y su ombligo,sin poder deshacerse de una culebra deseiscientas mil vueltas de lodo, luna,bosques, aguaceros, montañas, pájaros yretumbos que sentía alrededor delcuerpo.

—La tierra cae soñando de lasestrellas, pero despierta en las quefueron montañas, hoy cerros pelados deIlóm, donde el guarda canta con lloro debarranco, vuela de cabeza el gavilán,anda el zompopo, gime la espumuy yduerme con su petate, su sombra y su

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mujer el que debía trozar los párpados alos que hachan los árboles, quemar laspestañas a los que chamuscan el monte yenfriar el cuerpo a los que atajan el aguade los ríos que corriendo duerme y nove nada pero atajada en las pozas abrelos ojos y lo ve todo con miradahonda…

El Gaspar se estiró, se encogió,volvió a mover la cabeza de un lado aotro para moler la acusación del suelo,atado de sueño y muerte por la culebrade seiscientas mil vueltas de lodo, luna,bosques, aguaceros, montañas, lagos,pájaros y retumbos que le martajaba loshuesos hasta convertilo en una masa de

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frijol negro; goteaba noche deprofundidades.

Y oyó, con los hoyos de sus orejasoyó:

—Conejos amarillos en el cielo,conejos amarillos en el monte, conejosamarillos en el agua guerrearán con elGaspar. Empezará la guerra el GasparIlóm arrastrado por su sangre, por surío, por su habla de ñudos ciegos…

La palabra del suelo hecha llamasolar estuvo a punto de quemarles lasorejas de tuza a los conejos amarillos enel cielo, a los conejos amarillos en elmonte, a los conejos amarillos en elagua; pero el Gaspar se fue volviendo

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tierra que cae de donde cae la tierra, esdecir, sueño que no encuentra sombrapara soñar en el suelo de Ilóm y nadapudo la llama solar de la voz burladapor los conejos amarillos que sepegaron a mamar en un papayal,convertidos en papayas del monte, quese pegaron al cielo, convertidos enestrellas, y se disiparon en el agua comoreflejos con orejas.

Tierra desnuda, tierra despierta,tierra maicera con sueño, el Gaspar quecaía de donde cae la tierra, tierramaicera bañada por ríos de aguahedionda de tanto estar despierta, deagua verde en el desvelo de las selvas

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sacrificadas por el maíz hecho hombresembrador de maíz. De entrada sellevaron los maiceros por delante consus quemas y sus hachas en selvasabuelas de la sombra, doscientas miljóvenes ceibas de mil años.

En el pasto había un mulo, sobre elmulo había un hombre y en el hombrehabía un muerto. Sus ojos eran sus ojos,sus manos eran sus manos, su voz era suvoz, sus piernas eran sus piernas y suspies eran sus pies para la guerra encuanto escapara a la culebra deseiscientas mil vueltas de lodo, luna,bosques, aguaceros, montañas, lagos,pájaros y retumbos que se le había

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enroscado en el cuerpo. Pero cómosoltarse, cómo desatarse de la siembra,de la mujer, de los hijos, del rancho;cómo romper con el gentío alegre de loscampos; cómo arrancarse para la guerracon los frijolares a media flor en losbrazos, las puntas de güisquil calientitasalrededor del cuello y los piesenredados en el lazo de la faina.

El aire de Ilóm olía a tronco deárbol recién cortado con hacha, a cenizade árbol recién quemado por la roza.

Un remolino de lodo, luna, bosques,aguaceros, montañas, lagos, pájaros yretumbos dio vueltas y vueltas y vueltasy vueltas en torno al cacique de Ilóm y

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mientras le pegaba el viento en lascarnes y la cara y mientras la tierra quelevantaba el viento le pegaba se lo tragóuna media luna sin dientes, sin morderlo,sorbido del aire, como un pez pequeño.

La tierra de Ilóm olía a tronco deárbol recién cortado con hacha, a cenizade árbol recién quemado por la roza.

Conejos amarillos en el cielo,conejos amarillos en el agua, conejosamarillos en el monte.

No abrió los ojos. Los teníaabiertos, amontonados entre laspestañas. Lo golpeaba la tumbazón delos latidos. No se atrevía a moverse, atragar saliva, a palparse el cuerpo

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desnudo temeroso de encontrase elpellejo frío y en el pellejo frío losprofundos barrancos que le habíababeado la serpiente.

La claridad de la noche goteabacopal entre las cañas del rancho. Sumujer apenas hacía bulto en el petate.Respiraba boca abajo, como si soplarael fuego dormida.

El Gaspar se arrancó babeado debarrancos en busca de su tecomate, agatas, sin más ruido que el de lascoyunturas de sus huesos que le dolíancomo si hubiera efecto de luna, y en laoscuridad, rayada igual que un ponchopor la luz luciérnaga de la noche que se

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colaba a través de las cañas del rancho,se le vio la cara de ídolo sediento,pegarse al tecomate como a un pezón ybeber aguardiente a tragos grandes convoracidad de criatura que ha estadomucho tiempo sin mamar.

Una llamarada de tuza le agarró lacara al acabarse el tecomate deaguardiente. El sol que pega en loscañales lo quemó por dentro: le quemóla cabeza en la que ya no sentía el pelocomo pelo, sino como ceniza de pellejoy le quemó, en la curva de la boca, elmurciélago de la campanilla, para quedurante el sueño no dejara escapar laspalabras del sueño, la lengua que ya no

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sentía como lengua sino como mecate, yle quemó los dientes que ya no sentíacomo dientes, sino como machetesfiludos.

En el suelo pegajoso de frío topó susmanos medio enterradas, sus dedosadheridos a lo hondo, a lo duro, a lo sinresonancia y sus uñas con peso depostas de escopeta.

Y siguió escarbando a su pequeñoalrededor, como animal que se alimentade cadáveres, en busca de su cuerpo quesentía desprendido de su cabeza. Sentíala cabeza llena de aguardiente colgandocomo tecomate de un horcón del rancho.

Pero la cara no se la quemó el

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aguardiente. El pelo no se lo quemó elaguardiente. No lo enterró elaguardiente. No lo decapitó elaguardiente por aguardiente sino poragua de la guerra. Bebió para sentirsequemado, enterrado, decapitado, que escomo se debe ir a la guerra para no tenermiedo: sin cabeza, sin cuerpo, sinpellejo.

Así pensaba el Gaspar. Así lohablaba con la cabeza separada delcuerpo, picuda, caliente, envuelta enestropajo canoso de luna. Envejeció elGaspar, mientras hablaba. Su cabezahabía caído al suelo como un tiestosembrado de piecitos de pensamientos.

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Lo que hablaba el Gaspar ya viejo, eramonte. Lo que pensaba era monterecordado, no era pelo nuevo. De lasorejas le salía el pensamiento a oír elganado que le pasaba encima. Unapartida de nubes sobre pezuñas. Cientosde pezuñas. Miles de pezuñas. El botínde los conejos amarillos.

La Piojosa Grandemanoteó bajo elcuerpo del Gaspar, bajo la humedadcaliente de maíz chonete del Gaspar. Sela llevaba en los pulsos cada vez máslejos. Habían pasado de sus pulsos másallá de él, más allá de ella, donde élempezaba a dejar de ser solo él y ellasola ella y se volvían especie, tribu,

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chorrera de sentidos. La apretó derepente. Manoteó la Piojosa. Gritos ypeñascos. Su sueño regado en el petatecomo su mata de pelo con los dientesdel Gaspar como peinetas. Nada vieronsus pupilas de sangre enlutada. Seencogió como gallina ciega. Un puño desemillas de girasol en las entrañas. Olora hombre. Olor a respiración.

Y al día siguiente:—Ve, Piojosa, diacún rato va a

empezar la bulla. Hay que limpiar latierra de Ilóm de los que botan losárboles con hacha, de los que chamuscanel monte con las quemas, de los queatajan el agua del río que corriendo

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duerme y en las pozas abre los ojos y sepugre de sueño…, los maiceros…, esosque han acabado con la sombra, porquela tierra que cae de las estrellasincuentra onde seguir soñando su sueñoen el suelo de Ilóm, o a mí me duermenpara siempre. Arrejuntá unos traposviejos pa amarrar a los trozados, que nofalte totoposte, tasajo, sal, chile, lo quese lleva a la guerra.

Gaspar se rascó el hormiguero delas barbas con los dedos que lequedaban en la mano derecha, descolgóla escopeta, bajó al río y desde unmatocho hizo fuego sobre el primermaicero que pasó. Un tal Igiño. El día

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siguiente, en otro lugar, venadeó alsegundo maicero. Uno llamádoseDomingo. Y un día con otro el Igiño, elDomingo, el Cleto, el Bautista, elChalío, hasta limpiar el monte demaiceros.

El mata-palo es malo, pero elmaicero es peor. El matapalo seca unárbol en años. El maicero con sólopegarle fuego a la roza acaba con elpalerío en pocas horas. Y qué palerío.Maderas preciosas por lo preciosas.Palos medicinales en montón. Como laguerrilla con los hombres en guerra, asíacaba el maicero con los palos. Humo,brasa, cenizal. Y si fuera por comer. Por

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negocio. Y si fuera por cuenta propia,pero a medias en la ganancia el patrón ya veces ni siquiera a medias. El maízempobrece la tierra y no enriquece aninguno. Ni al patrón ni al mediero.Sembrado para comer es sagradosustento del hombre que fue hecho demaíz. Sembrado por negocio es hambredel hombre que fue hecho de maíz. Elbastón rojo del Lugar de losMantenimientos, mujeres con niños yhombres con mujeres, no echará nuncaraíz en los maizales, aunque levanten envicio. Desmerecerá la tierra y elmaicero se marchará con el maicito aotra parte, hasta acabar él mismo como

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un maicito descolorido en medio detierras opulentas, propias para siembrasque lo harían pistudazo y no ninguneroque al ir ruineando la tierra por dondepasa siempre pobre, le pierde el gusto alo que podría tener: caña en las bajerascalientes, donde el aire se achaparrasobre los platanares y sube el árbol decacao, cohete en la altura, que, sinestallido, suelta bayas de almendrasdeliciosas, sin contar el café, tierrasmajas pringaditas de sangre, ni elalumbrado de los trigales.

Cielos de natas y ríosmantequillosos, verdes, desplayados, seconfundieron con el primer aguacero de

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un invierno que fue puro baldío aguajesobre las rapadas tierras prietas, hora unaño milpeando, todas milpeando. Dabalástima ver caer el chayerío del cielo enla sed caliente de los terrenosabandonados. Ni una siembra, ni unsurco, ni un maicero. Indios con ojos deagua llovida espiaban las casas de losladinos desde la montaña. Cuarentacasas formaban el pueblo. En losaguasoles de la mañana sólo uno queotro habitante se aventuraba por la calleempedrada, por miedo de que losmataran. El Gaspar y sus hombresdivisaban los bultos y si el viento erafavorable alcanzaban a oír la bulla de

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los sanates peleoneros en la ceiba de laplaza.

El Gaspar es invencible, decían losancianos del pueblo. Los conejos de lasorejas de tuza lo protegen al Gaspar, ypara los conejos amarillos de las orejasde tuza no hay secreto, ni peligro, nidistancia. Cáscara de mamey es elpellejo del Gaspar y oro su sangre—«grande es su fuerza», «grande es sudanza»— y sus dientes, piedra pómez sise ríe y piedra de rayo si muerde o losrechina, son su corazón en la boca, comosus carcañales son su corazón en suspies. La huella de sus dientes en lasfrutas y la huella de sus pies en los

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caminos sólo la conocen los conejosamarillos. Palabra por palabra, estodecían los ancianos del pueblo. Se oyeque andan cuando anda el Gaspar. Seoye que hablan cuando habla el Gaspar.El Gaspar anda por todos los queanduvieron, todos los que andan y todoslos que andarán. El Gaspar habla portodos los que hablaron, todos los quehablan y todos los que hablarán. Estodecían los ancianos del pueblo a losmaiceros. La tempestad aporreaba sustambores en la mansión de las palomasazules y bajo las sábanas de las nubes enlas sabanas.

Pero un día después de un día, el

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habla ñudosa de los ancianos anuncióque de nuevo se acercaba la montada. Elcampo sembrado de flores amarillasadvertía sus peligros al protegido de losconejos amarillos.

¿A qué hora entró la montada en elpueblo? A los ladinos amenazados demuerte por los indios les parecía unsueño. No se hablaban, no se movían, nose veían en la sombra dura como lasparedes. Los caballos pasaban ante susojos como gusanos negros, los jinetes seadivinaban con caras de alfajorquemado. Había dejado de llover, peroasonsaba el olor de la tierra mojada y elpestazo del zorrillo.

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El Gaspar mudó de escondite. En elazul profundo de la noche de Ilóm sepaseaban conejillos rutilantes de estrellaen estrella, señal de peligro, y olía lamontaña a pericón amarillo. Mudó deescondite el Gaspar Ilóm con laescopeta bien cargada de semillita deoscurana —eso es la pólvora—,semillita de oscurana, mortal, el machetedesnudo al cinto, el tecomate conaguardiente, un paño con tabaco, chile,sal y totoposte, dos hojitas de laurelpegadas con saliva a los sentidossustosos, un vidrio con aceite dealmendras y una cajita con pomada deleón. Grande era su fuerza, grande era su

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danza. Su fuerza eran las flores. Sudanza eran las nubes.

El corredor del Cabildo quedaba enalto. Abajo se veía la plaza pan zona deagua llovida. Cabeceaban en la humedadhumosa de sus alientos las bestiasensilladas, con los frenos amarrados enlas arciones y la cincha floja. Desde quellegó la montada olía el aire a caballomojado.

El jefe de la montada iba y venía porel corredor. Una tagarnina encendida enla boca, la guerrera desabrochada,alrededor del pescuezo un pañuelo deburato blanco, pantalón de fatiga caídoen las polainas y zapatos de campo.

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En el pueblo ya sólo se veía elmonte. La gente que no huyó fuediezmada por los indios que bajaban delas montañas de Ilóm, al mando de uncacique pulsudo y traicionero, y la quese aguantó en el pueblo vivía surdida ensus casas y cuando cruzaba la calle lohacía con carrerita de lagartija.

La noticia del bando los sacó atodos de sus casas. De esquina enesquina oían el bando. «Gonzalo Godoy,Coronel del Ejército y Jefe de laExpedicionaria en Campaña, hace saberque, rehechas sus fuerzas y recibidasórdenes y efectivos, anoche hizo suentrada a Pisigüilito, con ciento

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cincuenta hombres de a caballo buenospara el chispero y cien de a pie, florpara el machete, todos dispuestos aechar plomo y filo contra los indios dela montaña…»

Sombra de nubes oscuras. Remotosol. La montaña aceitunada. El cielo, laatmósfera, las casas, todo color de tuna.El que leía el bando, el grupo devecinos que escuchaba de esquina enesquina —casi siempre el mismo grupo—, los soldados que lo escoltaban contambor y corneta, no parecían de carne,sino de miltomate, cosas vegetales,comestibles…

Los principales del pueblo

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estuvieron después del bando a visitar alcoronel Godoy. Pasadito el bandollegaron en comisión. Don Chalo, sinquitarse la tranca de la boca, sentado enuna hamaca que colgaba de las vigas delcorredor del Cabildo, fijó sus redondosojos zarcos en todas las cosas, menos enla comisión, hasta que uno de ellos, trastantearse mucho, dio un paso al frente yempezó como a querer hablar.

El coronel le echó la mirada encima.Venían a ofrecerle una serenata conmarimba y guitarras para celebrar sullegada a Pisigüilito.

—Y ya que lo brusqueamos, micoronel —dijo el que hablaba—,

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juiceye el programa: «Mucha mostaza»,primera pieza de la primera parte;«Cerveza negra», segunda pieza de laprimera parte; «Murió criatura», tercerapieza…

—¿Y la segunda parte? —cortó elcoronel Godoy en seco.

—Asegunda parte nu hay —intervinoel más viejo de los que ofrecían laserenata, dando un paso al frente—.Aquí en propio Pisigüilito sólo son esaspiezas las que se tocan den-de tiempo ytoditas son mías. La última que compusefue «Murió criatura», cuando el cielorecogió tiernita a la hija de la NiñaCrisanta y no tiene otro mérito.

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—Pues, amigo, ya debía usted irsolfeando para componer una pieza quese llame «Nací de nuevo», porque sinosotros no llegamos anoche, los indiosde la montaña bajan al pueblo hoy en lamadrugada y no amanece un baboso deustedes ni para remedio. Los rodajean atodos.

El compositor con la cara de cáscarade palo viejo, el pelo en la frente pitudocomo de punta de mango chupado y laspupilas apenas visibles entre lasrendijas de los párpados, se quedómirando al coronel Godoy, silencio deenredadera por el que todos sintierondeslizarse las indianas que al mando del

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Gaspar Ilóm no le habían perdido gustoa lo que no tenían y le llevaban ganas alganado, al aguardiente, a los chuchos yal pachulí de la botica para esconder elsudor.

El guerrero indio huele al animalque lo protege y el olor que se aplica:pachulí, agua aromática, untomaravilloso, zumo de fruta, le sirve paraborrarse esa presencia mágica ydespistar el olfato de los que le buscanpara hacerle daño.

El guerrero que transpira acochemonte, despista y se agracia conraíz de violeta. El agua de heliotropoesconde el olor del venado y la usa el

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guerrero que despide por sus porosvenaditos de sudor. Más penetrante elolor del nardo, propio para losprotegidos en la guerra por avesnocturnas, sudorosas y heladas; asícomo la esencia de jazmín del cabo espara los protegidos de las culebras, losque casi no tienen olor, los que no sudanen los combates. Aroma de palo rosaesconde al guerrero con olor decenzontle. El huele de noche oculta alguerrero que huele a colibrí. La diamelaal que transpira a micoleón. Los quesudan a jaguar deben sentir a liriosilvestre. A ruda los que saben aguacamayo. A tabaco los que sudando se

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visten de charla de loro. Al guerrero-danta lo disimula la hoja de higo. Elromero al guerrero-pájaro. El licor deazahar al guerrero-cangrejo.

El Gaspar, flor amarilla en el vaivéndel tiempo, y las indiadas, carcañalesque eran corazones en las piedras,seguían pasando por el silencio deenredadera que se tramó entre el coronely el músico de Pisigüilito.

—Pero, eso sí —avivó la voz elcoronel Godoy—, los matan a todos, losrodajean y no se pierde nada. ¡Unpueblo en que no hay cómo herrar unabestia, me lleva la gran puta!

Los hombres del coronel Godoy,

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acurrucados entre las caballerías, separaron casi al mismo tiempo,espantándose ese como sueño despiertoen que caían a fuerza de estar encuclillas. Un chucho tinto de jiote corríapor la plaza como buscaniguas, de fuerala lengua, de fuera los ojos, acecidos ybabas.

Los hombres volvieron a caer en sudesgana. Sentándose sobre sus talonespara seguir horas y horas inmóviles ensu sueño despierto. Chucho que busca elagua no tiene rabia y el pobre animal serevolcaba en los charcos de dondesaltaba, negro de lodo, a restregarse enla parte baja de las paredes de las casas

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que daban a la plaza, en el tronco de laceiba, en el palo desgastado del poste.

—¿Y ese chucho…? —preguntó elcoronel desde la hamaca, atarraya depita que en todos los pueblos lo pescabaa la hora de la siesta.

—Ta accidentado —contestó elasistente, sin perderle movimiento alperro, pie sobre pie, atrancado a uno delos pilares del corredor del Cabildo,cerca de la hamaca donde estaba echadoel coronel, y después de buen rato, sinmoverse de aquella postura, dijo—: Pamí que comió sapillo y se atarantó.

—Anda averiguar, casual vaya a serrabia…

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—¿Y ónde se podrá averiguar?—En la botica, jodido, si aquí no

hay otra parte.El asistente se metió los caites y

corrió a la botica. Como decir elCabildo de este lado, enfrente quedabala botica.

El chucho seguía desatado. Susladridos astillaban el silenciocabeceador de los caballos mechudos yel como sueño despierto de los hombresen cuclillas. De repente se quedó sinpasos. Rascó la tierra como si hubieraenterrado andares y los buscara ahoraque tenía que andar. Un sacudón decabeza, otro y otro, para arrancarse con

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la cabeza y todo lo que llevaba trabadoen el galillo. Baba, espuma y una masablanquizca escupida del galillo al suelo,sin tocarle los dientes ni la lengua. Selimpió el hocico con ladridos y echó acorrer husmeando la huella de algúnzacate medicinal que en el trastornoculebreante de su paso se le volvíasombra, piedra, árbol, hipo, basca,bocado de cal viva en el suelo. Y otravez en carrera, como chorro de agua queel golpe del aire pandea, hasta caer decanto. Se lo llevaba el cuerpo.Consiguió pararse. Los ojos pepitosos,la lengua colgante, el latiguillo de lacola entre las piernas atenazadas,

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quebradizas, friolentas. Pero al quererdar el primer paso trastabilló comomaneado y el tatarateo de la agonía, enrápida media vuelta, lo echó al suelocon las patas para arriba, fuerceandocon todas sus fuerzas por no irse de lavida.

—Pué dejó de vultear, pué… —dijouno de los hombres encuclillados entrelas caballerías. Imponían estos hombres.El que habló tenía la cara color de natade vinagre y un chajazo de machetedirectamente en la ceja.

El chucho sacudía los dientes contastaseo de matraca, pegado a la jaula desus costillas, a su jiote, a sus tripas, a su

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sexo, a su sieso. Parece mentira, pero esa lo más ruin del cuerpo a lo que seagarra la existencia con más fuerza en ladesesperada de la muerte, cuando todose va apagando en ese dolor sin dolorque, como la oscuridad, es la muerte.Así pensaba otro de los hombresacurrucados entre las caballerías. Y nose aguantó y dijo:

—Entuavía se medio mueve. ¡Cuestaque se acabe el ajigolón de la vida!¡Bueno, Dios nos hizo perecederos sinmás cuentos…, pa qué nos hubierahecho eternos! De sólo pensarlo mebasquea el sentido.

—Por eso digo yo que no es pior

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castigo el que lo afusilen a uno —adujoel del chajazo en la ceja.

—No es castigo, es remedio.Castigo sería que lo pudieran dejar auno vivo para toda la vida, pa muestra…

—Esa sería pura condenación.El asistente volvió al corredor del

Cabildo. El coronel Godoy seguíatrepado en la hamaca, bigotudo y con losojos abiertos, puro pescado en atarraya.

—Que es que le dio bocado, dice elboticario, mi coronel, porque es queestaba pinto de jiote.

—¿Y no le preguntaste qué le dio elfregado?

—Bocado, dice…

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—Bocado, pero ¿con qué se lo dio?—Con vigrio molido y veneno.—Pero ¿qué veneno le echó?—Disimule que ya le vo a preguntar.—¡Mejor vas vos, Chalo malo! —se

dijo el coronel Godoy, apeándose de lahamaca, los ojos zarcos como de vidriomolido y el veneno para el cacique deIlóm, en el pensamiento.

—Y vos —ordenó Godoy alasistente— ándame a buscar a los quevinieron a ofrecer una serenata y lesdecís que digo yo que la traigan estanoche.

Gran amarilla se puso la tarde. Elcerro de los sordos cortaba los

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nubarrones que pronto quemaría latempestad como si fuera polvo de olote.Llanto de espinas en las cactos. Pericasgemidoras en los barrancos. ¡Ay, si caenen la trampa los conejos amarillos! ¡Ay,si la flor del chilindrón, color deestrella en el día, no borra con superfume el olor del Gaspar, la huella desus dientes en las frutas, la huella de suspies en los caminos, sólo conocida delos conejos amarillos!

El perro pataleaba en el retozo de laagonía, sin levantar la cabeza,meneándose por poquitos, hinchada labarriga, erizo el espinazo, el sexo comoen brama, la nariz con espuma de

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jaboncillo. De lejos se oía que veníanparejeando los aguaceros. El animalcerró los ojos y se pegó a la tierra.

De una sola patada tumbó el coronelJefe de la Expedicionaria los tres piesde caña que sostenían un tiesto de tinaja,donde acababan de encender ocote,frente al Cabildo, para anunciar laserenata. El que lo había prendidoalcanzó parte del golpe y el asistenteque salía al corredor con un quinquéencendido, un fuetazo en la espalda.Esto hizo pensar a los principales. Vocescorridas de «apaguen el fuego»,«échenle tierra». Y como raíces,granjeada nuevamente la voluntad del

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coronel, movieron los brazos parasaludarlo. Se dieron a conocer. El quemás cerca estaba del coronel era elseñor Tomás Machojón. Entre elcoronel, la autoridad militar, y su mujer,la autoridad máxima, la Vaca ManuelaMachojón.

Machojón y el coronel se alejaronhablando en voz baja. El señor Tomáshabía sido de las indiadas del GasparIlóm. Era indio, pero su mujer, la VacaManuela Machojón, lo había untado deladino. La mujer ladina tiene una babade iguana que atonta a los hombres. Sólocolgándolas de los pies echarían por laboca esa viscosa labiosidad de

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alabanciosas y sometidas que las hacesiempre salirse con lo que quieren. Asíse ganó la Vaca Manuela al señor Tomáspara los maiceros.

Llovía. Las montañas bajo la lluviade la noche sueltan olor a brasasapagadas. Sobre el techo del Cabildotronaba el aguacero, como el lamento detodos los maiceros muertos por losindios, cadáveres de tinieblas quedejaban caer del cielo fanegas de maízen lluvia torrencial que no ahogaba elsonido de la marimba.

El coronel alzó la voz para llamar almúsico.

—Vea, maistro, a esa su piecita que

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le puso «Cerveza negra», cambíelenombre, póngale «Santo remedio». Y lavamos a bailar con doña Manuelita.

—Pues si lo ordena, el cambio es deacuerdo, y bailen, vamos a tocar «Santoremedio».

La Vaca Manuela y el coronel Godoyse sangoloteaban en la oscuridad, alcompás de la marimba, como esosfantasmas que salen de los ríos cuandollueve de noche. En la mano de sucompañera dejó el Jefe de laExpedicionaria en campaña, unfrasquito, santo remedio, dijo, para eljiote de indio.

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2

Al sol le salió el pelo. El verano fuerecibido en los dominios del cacique deIlóm con miel de panal untada en lasramas de los árboles frutales, para quelas frutas fueran dulces; tocoyales desiemprevivas en las cabezas de lasmujeres, para que las mujeres fueranfecundas; y mapaches muertos colgadosen las puertas de los ranchos, para quelos hombres fueran viriles.

Los brujos de las luciérnagas,

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descendientes de los grandesentrechocadores de pedernales, hicieronsiembra de luces con chispas en el airenegro de la noche para que no faltaranestrellas guiadoras en el invierno. Losbrujos de las luciérnagas con chispas depiedra de rayo. Los brujos de lasluciérnagas, los que moraban en tiendasde piel de venada virgen.

Luego se encendieron fogarones conquien conversar del calor que agostaríalas tierras si venía pegando con la fuerzaamarilla, de las garrapatas queenflaquecían el ganado, del chapulín quesecaba la humedad del cielo, de lasquebradas sin agua, donde el barro se

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arruga año con año y pone cara de viejo.Alrededor de los fogarones, la noche

se veía como un vuelo tupido depajarillos de pecho negro y alas azules,los mismos que los guerreros llevaroncomo tributo al Lugar de la Abundancia,y hombres cruzados por cananas, lasposaderas sobre los talones. Sin hablar,pensaban: la guerra en el verano essiempre más dura para los de la montañaque para los de la montada, pero en elotro invierno vendrá el desquite, yalimentaban la hoguera con espineras degrandes shutes, porque en el fuego de losguerreros, que es el fuego de la guerra,lloran hasta las espinas.

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Cerca de los fogarones otroshombres se escarbaban las uñas de lospies con sus machetes, la punta delmachete en la uña endurecida como rocapor el barro de las jornadas, y lasmujeres se contaban los lunares, risa yrisa, o contaban las estrellas.

La que más lunares tenía era la nanade Martín Ilóm, el recién parido hijo delcacique Gaspar Ilóm. La que máslunares y más piojos tenía. La PiojosaGrande, la nana de Martín Ilóm.

En su regazo de tortera caliente, ensus trapos finos de tan viejos, dormía suhijo como una cosa de barro nuevecita ybajo el coxpi, cofia de tejido ralo que le

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cubría la cabeza y la cara para que no lehicieran mal ojo, se oía su alentar conruido de agua que cae en tierra porosa.

Mujeres con niños y hombres conmujeres. Claridad y calor de losfogarones. Las mujeres lejos en laclaridad y cerca en la sombra. Loshombres cerca en la claridad y lejos enla sombra. Todos en el alboroto de lasllamas, en el fuego de los guerreros,fuego de la guerra que hará llorar a lasespinas.

Así decían los indios más viejos,con el movimiento senil de sus cabezasbajo las avispas. O bien decían, sinperder su compás de viejos: Antes que

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la primera cuerda de maguey fueratrenzada se trenzaron el pelo lasmujeres. O bien: Antes que hombre ymujer se entrelazaran por delante hubolos que se entrelazaron del otro lado dela faz. O: El Avilantaro arrancó losaretes de oro de las orejas de losseñores. Los señores gimieron ante labrutalidad. Y le fueron dadas piedraspreciosas al que arrancó los aretes deoro de las orejas de los señores. O:Eran atroces. Un hombre para una mujer,decían. Una mujer para un hombre,decían. Atroces. La bestia era mejor. Laserpiente era mejor. El peor animal eramejor que el hombre que negaba su

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simiente a la que no era su mujer y sequedaba con su simiente a latemperatura de la vida que negaba.

Adolescentes con cara de bucul sinpintar jugaban entre los ancianos, entrelas mujeres, entre los hombres, entre lasfogatas, entre los brujos de lasluciérnagas, entre los guerreros, entrelas cocineras que hundían loscucharones de jícara en las ollas de lospuliques, de los sancochos, del caldo degallina, de los pepianes, para colmar lasescudillas de loza vidriada que les ibanpasando y pasando y pasando y pasandolos invitados, sin confundir los pedidosque les hacían, si pepián, si caldo, si

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pulique. Las encargadas del chilecolorado rociaban con sangre de chilehuaque las escudillas de caldo leonado,en el que nadaban medios güisquilesespinudos, con cáscara, carne gorda,pacayas, papas deshaciéndose, ygüicoyes en forma de conchas, ymanojitos de ejotes, y trozaduras deichintal, todo con su gracia de culantro,sal, ajo y tomate. También rociaban conchile colorado las escudillas de arroz ycaldo de gallina, de siete gallinas, denueve gallinas blancas. Las tamaleras,zambas de llevar fuego, sacaban losenvoltorios de hoja de plátanoamarrados con cibaque de los apastes

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aborbollantes y los abrían en un dos portres. Las que servían los tamalesabiertos, listos para comerse, sudabancomo asoleadas de tanto recibir en lacara el vaho quemante de la masa demaíz cocido, del recado de vivísimorojo y de sus carnes interiores,tropezones para los que en comenzandoa comer el tamal, hasta chuparse losdedos y entrar en confianza con losvecinos, porque se come con los dedos.El convidado se familiariza alrededorde donde se comen los tamales, a talpunto que sin miramiento prueba el delcompañero o pide la repetición, comolos muy confianzudos de los guerrilleros

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del Gaspar que decían a las pasadoras,no sin alargar la mano para tocarles lascarnes, manoseos que aquéllas rehuían ocontestaban a chipotazos: ¡Treme otro,mija!… Tamales mayores, rojos ynegros, los rojos salados, los negros dechumpipe, dulces y con almendras; ytamalitos acólitos en roquetes de tuzablanca, de bledos, choreques, lorocos,pitos o flor de ayote; y tamalitos conanís, y tamalitos de elote, como carne demuchachito de maíz sin endurecer.¡Treme otro, mija!… Las mujerescomían unas como manzanarrosas demasa de maíz raleada con leche,tamalitos coloreados con grana y

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adornados con olor. ¡Treme otro, mija!… Las cocineras se pasaban el envés dela mano por la frente para subirse elpelo. A veces le echaban mano a lamano para restregarse las naricesmoquientas de humo y tamal. Lasencargadas de los asados le gozaban elprimer olor a la cecina: carne de resseca compuesta con naranja agria,mucha sal y mucho sol, carne que en elfuego, como si reviviera la bestia, hacíacontorsiones de animal que se quema.Otros ojos se comían otros platos.Güiras asadas. Yuca con queso. Rabocon salsa picante que por lo meloso delhueso parece miel de bolita. Fritangas

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con sudor de sietecaldos. Los bebedoresde chilate acababan con el guacal en quebebían como si se lo fueran a poner demáscara, para saborear así hasta elúltimo poquito de puzunque salobre. Entazas de bola servían el atol shuco,ligeramente morado, ligeramente ácido.A eloatol sabía el atol de suero de quesoy maíz, y a rapadura, el atolquebrantado. La manteca calienteensayaba burbujas de lluvia en lastorteras que se iban quedando sin lagloria de los plátanos fritos, servidosenteros y con aguamiel a mujeres queademás cotorreaban por probar el arrozen leche con rajitas de canela, los

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jocotes en dulce y los coyoles en miel.La Vaca Manuela Machojón se

levantó de la pila de ropas en que estabasentada, usaba muchas naguas y muchosfustanes desde que bajó con su marido,el señor Tomás Machojón, a vivir aPisigüilito, de donde habían subido a lafiesta del Gaspar. Se levantó paraagradecer el convite a la Piojosa Grandeque seguía con el hijo del Gaspar Ilómen el regazo.

La Vaca Manuela Machojón dobló larodilla ligeramente y con la cabezaagachada dijo:

—Debajo de mi sobaco te pondré,porque tienes blanco el corazón de

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tortolita. Te pondré en mi frente, pordonde voló la golondrina de mipensamiento, y no te mataré en la esterablanca de mi uña aunque te coja en lamontaña negra de mi cabello, porque miboca comió y oyó mi oreja agrados de tucompañía de sombra y agua de estrellagranicera, de palo de la vida que dacolor de sangre.

Batido en jicaras que no se podíantener en los dedos, tan quemante era ellíquido oloroso a pinol que contenían,agua con rosicler en vasos ordinarios,café en pocilio, chicha en batidor,aguardiente a guacalazos manteníanlibres los gaznates para la conversación

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periquera y la comida.La Vaca Manuela Machojón no

repitió sus frases de agradecimiento.Como un pedazo de montaña, con su hijoentre los brazos, se perdió en lo oscurola Piojosa Grande.

—La Piojosa Grande se juyó con tuhijo… —corrió a decir la Vaca ManuelaMachojón al Gaspar, que comía entrelos brujos de las luciérnagas, los quemoraban en tiendas de piel de venadavirgen y se alimentaban de tepezcuintíe.

Y el que veía en la sombra mejorque gato de monte, tenía los ojosamarillos en la noche, se levantó, dejóla conversación de los brujos que era

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martillito de platero y…—Con licencia… —dijo al señor

Tomás Machojón y a la Vaca ManuelaMachojón, que habían subido a la fiestacon noticias de Pisigüilito.

De un salto alcanzó a la PiojosaGrande. La Piojosa Grande le oyó saltarentre los árboles como su corazón entresus trapos y caer frente a su camino demiel negra, con los dedos como flechasde punta para dar la muerte, viéndolacon los ojos cerrados de cuyas junturasmal cosidas por las pestañas salíanmariposas (no estaba muerto y losgusanos de sus lágrimas ya eranmariposas), habiéndola con su silencio,

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poseyéndola en un amor de diente ypitahaya. Él era su diente y ella su encíade pitahaya.

La Piojosa Grande hizo el gesto detomar el guacal que el Gaspar llevaba enlas manos. Ya lo habían alcanzado losbrujos de las luciérnagas y losguerrilleros. Pero sólo el gesto, porqueen el aire detuvo los dedos dormidos alver al cacique de Ilóm con la bocahúmeda de aquel aguardiente infame,líquido con peso de plomo en el que sereflejaban dos raíces blancas, y echó acorrer otra vez como agua que sedespeña.

El pavor apagó las palabras. Caras

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de hombres y mujeres temblaban comose sacuden las hojas de los árbolesmacheteados. Gaspar levantó laescopeta, se la añanzó en el hombro,apuntó certero y… no disparó. Unajoroba a la espalda de su mujer. Su hijo.Algo así como un gusano enroscado a laespalda de la Piojosa Grande.

Al acercársele la Vaca ManuelaMachojón a darle afectos recordó laPiojosa Grande que había soñado,despertó llorando como lloraba ahoraque ya no podía despertar, que dosraíces blancas con movimiento dereflejos en el agua golpeada, penetrabande la tierra verde a la tierra negra, de la

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superficie del sol al fondo de un mundooscuro. Bajo la tierra, en ese mundooscuro, un hombre asistía, al parecer, aun convite. No les vio la cara a losinvitados. Rociaban ruido de espuelas,de látigos, de salivazos. Las dos raícesblancas teñían el líquido ambarino delguacal que tenía en las manos el hombredel festín subterráneo. El hombre no vioel reflejo de las raíces blancas y albeber su contenido palideció, gesticuló,tiró al suelo, pataleó, sintiendo que lastripas se le hacían pedazos, espumantela boca, morada la lengua, fijos los ojos,las uñas casi negras en los dedosamarillos de luna.

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A la Piojosa Grande le faltabancarcañales para huir más aprisa, paraquebrar los senderos más aprisa, lostallos de los senderos, los troncos de loscaminos tendidos sobre la noche sincorazón que se iba tragando el lejanoresplandor de los fogarones fiesteros,las voces de los convidados.

El Gaspar Ilóm apareció con el albadespués de beberse el río para apagarsela sed del veneno en las entrañas. Selavó las tripas, se lavó la sangre, sedeshizo de su muerte, se la sacó por lacabeza, por los brazos igual que ropasucia y la dejó ir en el río. Vomitaba,lloraba, escupía al nadar entre las

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piedras cabeza adentro, bajo del agua,cabeza afuera temerario, sollozante. Quéasco la muerte, su muerte. El fríorepugnante, la paralización del vientre,el cosquilleo en los tobillos, en lasmuñecas, tras las orejas, al lado de lasnarices, que forman terriblesdesfiladeros por donde corren hacia losbarrancos el sudor y el llanto.

Vivo, alto, la cara de barro limón, elpelo de nige lustroso, los dientes decoco granudos, blancos, la camisa ycalzón pegados al cuerpo, destilandomazorcas líquidas de lluvia lodosa,algas y hojas, apareció con el alba elGaspar Ilóm, superior a la muerte,

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superior al veneno, pero sus hombreshabían sido sorprendidos y aniquiladospor la montada.

En el suave resplandor celeste de lamadrugada, la luna dormilona, la luna dela desaparición con el conejo amarilloen la cara, el conejo padre de todos losconejos amarillos en la cara de la lunamuerta, las montañas azafranadas, bañode trementina hacia los valles, y ellucero del alba, el Nixtamalero.

Los maiceros entraban de nuevo alas montañas de Ilóm. Se oía el golpe desus lenguas de hierro en los troncos delos árboles. Otros preparaban lasquemas para la siembra, meñiques de

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una voluntad oscura que pugna, despuésde milenios, por libertar al cautivo delcolibrí blanco, prisionero del hombre enla piedra y en el ojo del grano de maíz.Pero el cautivo puede escapar de lasentrañas de la tierra, al calor yresplandor de las rozas y la guerra. Sucárcel es frágil y si escapa el fuego,¿qué corazón de varón impávido lucharácontra él, si hace huir a todosdespavoridos?

El Gaspar, al verse perdido, searrojó al río. El agua le dio la vidacontra el veneno, le daría la muerte a lamontada que disparó sin hacer blanco.Después sólo se oyó el zumbar de los

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insectos.

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Machojón

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3

Machojón se despidió de su padre,un viejo destrabado del trabajo desdetiempo, y de su madrina, una señoragurrugosa que vivía con su padre y aquien llamaban Vaca Manuela.

—Adiós, tené cuidado por todo yhasta puesito —le gritó el señor Tomássecamente, sin levantarse del taburete decuero en que estaba sentado de espaldasa la puerta. Mas cuando oyó que su hijose alejaba sonajeando las espuelas,

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encogióse todo él como si se le fuera elcalor del cuerpo y con los dedos uñudosse arrancó las lágrimas en los párpados.

La Vaca Manuela abrazó a Machojónmesmo que a un hijo —era su ahijado ysu hijastro—, le cruzó la cara abendiciones y le aconsejó que si secasaba fuera buen marido, lo que enpocas palabras quiere decir hombre queno es melcocha ni purga, ni desabrido,ni pan dulce.

Y añadió, ya en la puerta tranquerade la casa:

—Vos que has domado más detrescientos machos sabrás tratar a tumujer por lo seguro. Freno de pelo de

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ángel, espuelas de refilón y mantillonesgruesecitos para que no se mate. Nimucha cincha ni mucho gusto de rienda,que el rigor las estropea y el demasiadomimo las vuelve pajareras.

—Está oído, señora —contestóMachojón al tiempo de ponerse elsombrero aludo, del tamaño de la plazade Pisigüilito.

Amigos y rancheros, las caras contueste de hojaldre, le esperaban para ladespedida. A éstos no se les elucidabadel todo por qué el patrón dejaba de iral solúnico a dar fruto en otra parte. Unhombre que le ha visto el ir y venir a latierra, como el señor Tomás Machojón,

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no debía permitir que su hijo se fuera arodar mundo. Los rancheros seconformaban con decir que no lescuadraba ver irse al Macho, sin pasar dela puerta, mientras los amigos reían conMachojón y le daban de sombrerazos.

Machojón iba a la pedimenta de sufutura. Una hija de la niña ChebaReinosa, de los Reinosas, de abajo deSabaneta, en el camino que agarran losque van a la romería de Candelaria.Agua graciosa y quesadilla en lasárganas, un pañuelo de yerba paraamarrarse los sentidos, de repente letocaba dormir en el sereno, y elsombrero oloroso, de aquello que por

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donde lo dejara en la casa de la noviaiba a güeler ocho días. Los amigos loencaminaron montados hasta losregadillos de Juan Rosendo.

—Y se jué, pué… —gritó uno de losrancheros ya cuando en el plan de lacasa grande se borraba, seguido de lacomitiva, entre el polvoral, el ladrar delos perros y el movimiento de loscaballos, el más macho de losMachojones.

El señor Tomás humó toda la tardepara disiparse la pena. Después de lamuerte de Gaspar Ilóm, los brujos de lasluciérnagas subieron al cerro de lossordos y cinco días y cinco noches

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lloraron con la lengua atravesada conespinas, y el sexto, víspera del día delas maldiciones, guardaron silencio desangre seca en la boca, y el séptimo díahicieron los augurios.

Una por una reventaban en los oídosdel padre de Machojón las maldicionesde los brujos, el día que se fue su hijo, yle sacudió frío.

«Luz de los hijos, luz de las tribus,luz de la prole, ante nuestra faz seadicho que los conductores del veneno deraíz blanca tengan el pixcoy a laizquierda en sus caminos; que su semillade girasol sea tierra de muerto en lasentrañas de sus mujeres y sus hijas; y

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que sus descendientes y los espineros seabracen. Ante vuestra faz sea dicho, antevuestra faz apagamos en los conductoresdel veneno blanco y en sus hijos y en susnietos y en todos sus descendientes, porgeneraciones de generaciones, la luz delas tribus, la luz de la prole, la luz de loshijos, nosotros, los cabezas amarillas,nosotros, cimas del pedernal, moradoresde tiendas móviles de piel de venadavirgen, aporreadores de tempestades ytambores que le sacamos al maíz el ojodel colibrí fuego, ante vuestra faz seadicho, porque dieron muerte al quehabía logrado echar el lazo de supalabra al incendio que andaba suelto en

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las montañas de Ilóm, llevarlo a su cazay amarrarlo en su casa, para que noacabara con los árboles trabajando afavor de los maiceros negociantes ymedieros».

El señor Tomás sintió la brasa delcigarrillo de tuza entre las yemas de susdedos. Un gusanillo de ceniza que su tosde viejo dispersó. De los ranchosllegaban las voces de los vaqueros quecantaban con voz ronca, melódica ycomo al tanteo al cambiar la tonada. LaVaca Manuela estaría dándoles de bebera la salud de Machojón.

El señor Tomás suspiró. Era alta,fuerte, buena, sana, limpia la Vaca

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Manuela. Pero como las muías. Lamaldición se iba cumpliendo. El pixcoyen los caminos del lado zurdo siempre,machorra la Vaca Manuela, sólo faltabaque la centella de los brujos de lasluciérnagas le cayera a su hijo. Losvaqueros seguían cantando, ratos alpulso, ratos con guitarra. Si les hablara.Pues tal vez sí. Si les dijera que pesabasobre Machojón el ahuizote del cerro delos sordos. Pues tal vez que les hablara.Si los mandara a regresar a su hijo.

El señor Tomás se dirigió a la puerta—le colgaban las nalgas de viejo— ypor detrás de la casa, sin que ninguno loviera, ensilló un macho que estaba

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botando el pelo y se echó al camino.De lejos lo seguía la canción

ranchera. El sonsonete. La letra tansentida por el que la cantaba. ¿Quién lacantaba?

Hay un lirioque el tiempo lo consumey hay una fuenteque lo hace verdecer…

Tú eres el lirioy dame tu perfume,yo soy la fuentey déjame correr…

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Hay un aveque gime noche y díay hay un ángelque la viene a consolar…

Tú eres el ángel,mi bien, amada mía,yo soy el avey venme a consolar.

—¿Tan tarde y a dónde, señorTomás? —salió a gritar el dueño de losregadillos que llamaban de JuanRosendo.

El señor Tomás detuvo la

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cabalgadura y se confió al amigo que lohabía atajado. Un resto de hombreapenas visible en la oscuridad.

—Voy en seguimiento de Machojón,¿no me lo vido pasar? O de una mujerpara tener otro hijo…

El resto de hombre de los regadillosde Juan Rosendo, se acercó al señorTomás.

—Pues si por mujer va ir lejos,mejor apéyese de la bestia, que por aquíabundan…

Ambos rieron. Luego aquél informóal viejo:

—Don Macho pasó dende temprano.Ni adiós me dijo. Después supe que iba

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a pedir la mano de una hija de la ChebaReinosa. Pa qué quiere usté más hijos,señor Tomás, con el ñeterío que va atener…

Al señor Tomás se le frunció la cara.Le helaba la nariz un sollozo. Su hijo notendría hijos. Salpicón hicieron con losmachetes a los brujos de las luciérnagasen el cerro de los sordos; sin embargo,de los pedazos de sus cuerpos, de lasrasgaduras de sus ropas manchadas desangre, de sus caras de tecolotes, de suslenguas en pico seguía saliendo, entera,entera, entera la maldición. El filo delos machetes no pudo hacer pedazos lamaldición.

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—No lo piense mucho, señor Tomás,apéyese y se arriesga a comer unbocadito aquí con nosotros. Mañanaserá otro día.

La casa olorosa a miel de morro enlos regadillos de Juan Rosendo, lasvoces de las mujeres, el peso de sucadena de oro y su reloj de plata en elchaleco de jerga, los zapatos que learrancaban los dedos, la comida enplatos blancos, abundante y bien vestidade rábanos y lechugas, el agua fresca enlos porrones y bajo la mesa una deperros pedigüeños, de niños quegateaban y de piernas tibias. El señorTomás se olvidó del cerro de los sordos,

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del pixcoy a la izquierda en los caminos,y de su hijo. Machojón era hombre y lasde él no pasaban de ser chocheras,corazonadas de viejo que, por la edad,de todo se apocaba.

El río de gente que bajaba por estoscaminos para la romería de Candelariase había secado. Cruces adornadas conflores de papel descolorido, nombresescritos con las puntas de carbón de losocotes, en las piedras, cenizas de fuegosapagados bajo la sombra de los amates,estacas para persogas, playitas de restode tazol, y tuza… No quedaba más delos peregrinos que año con año pasabanacompañados de los izotales floreando

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en procesión de candelas blancas.El más macho de los Machojones

bajó para este febrero por estos caminosen la crecida de gente de la romería,vísperas de Candelaria, cuando elcaudal de los feligreses procedentes delejos aumenta con los riachuelos degente comarcana que por otros caminossalía al camino real. Luceros, cohetes,alabados. Loas, limoneros, crianderas,perros, patojos chillones y hombres ymujeres con sombreros enfiestados dechichitas amarillas en toquilla de pazte,bordón en la mano y a la espalda elbastimento, la tuja y las candelasresguardadas en caña de Castilla.

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Y bajó con su novia, la CandelariaReinosa, descalza ella, calzado él, ellachapuda, blanquita y él trigueño prieto,ella con hoyuelos de nance en lasmejillas y él con bigotes pitudos, caídosde lado y lado de la boca, ella con olora toma de agua y él hediendo a pixtón ya chivo, ella mordiendo una hojita deromero y él humando su tamagaz con losojos haraganes de contento, tardo eloído y apocado el tacto para empozarseel gusto de tenerla cerca.

Gential. Chalerío. Flores decandelaria. Rosarios de rapaduritascruzados como cananas de balas dulcesen los pechos mozos. Las figuritas de los

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güipiles hechas de bulto con azúcar decolores en las cajetas de antojos decolación. El pan de maxtate conajonjolín.

Machojón recordaba que habíatenido que desatar muchas veces el ñudodel pañuelo en que llevaba los reales,para irle mercando de todas estaschucherías y agrados a la CandelariaReinosa. De los hombros del jinete a losherrajes del macho en que iba montado ala pedimenta de su novia, era una solamasa de sombra la que trotaba por losllanos. Dos estrellas llevaba el machocerca de los ijares, temblando al compásde su trotar, y el jinete todas las

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espuelas del cielo del lado y lado de losojos, en los sentidos, que son los ijaresdel pensamiento. Pero no eran estrellas,sino luciérnagas, espuelitas de luzverdosa, gordezuelas como choreques.

Una mancha de chapulín con fuego,se dijo Machojón, y agachó la cabezapara esconder la cara de aquella lluviade insectos luminosos. Las luciérnagasle golpeaban el sombrero de petate,encasquetado hasta las orejas, igual quesi le lloviera granizo de oro con alas. Elmacho resoplaba como fuelle en herreríapara abrirse paso entre el chisperío queiba en aumento. Machojón echó de verel pixcoy a su izquierda y se santiguó

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con la mano en que llevaba la rienda.¡Urr… pixcoy… urr! Triste eco de

las chachajinas. Hostigoso vuelodescuadernado de los pájaros en la luzde hueso de muerto de las luciérnagas,semejantes a nubes de langostas. Sinarrimo el aúllo de los coyotes.Agujereante el canto de los guácharos.Las liebres a saltos. Los venados deserrín de luna en la lumbre rala.

Machojón tanteó el chisperíovolador. Seguía en aumento. Iba que nipalo gacho para defender la cara. Peroya le dolía el pescuezo. El macho, laalbarda, la zalea, las árganas en quellevaba los presentes para la Candelaria

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Reinosa se quemaban sin despedirllama, humo ni olor a chamusquina. Delsombrero le chorreó tras las orejas, porel cuello de la camisa bordada, sobrelos hombros, por las mangas de lachaqueta, por los empeines velludos delas manos, entre los dedos, como sudorhelado, el brillo pabiloso de lasluciérnagas, luz de principio del mundo,claridad en que se veía todo sin formacierta.

Machojón, untado de lumbre conagua, sintió que le temblaba la quijadacomo herradura floja. Pero elsangolotearse de sus manos era peor. Seenderezó para ver de frente, con la cara

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destapada, al enemigo que lo estabaluciando y un riendazo de fuego blancolo cegó. Le clavó las espuelas al machocon toda la fuerza y agarró aviada,mientras no lo apearan, incrustado en laalbarda, a tientas…

Mientras no lo apearan seguiríasiendo una luminaria del cielo. De loshormigueros salían las tinieblas.

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4

La Vaca Manuela, los amigos de losregadillos de Juan Rosendo, loshermanos de la Candelaria Reinosa, elalcalde de Pisigüilito, todos juntos paratener valor.

El señor Tomás cerró los ojoscuando le dijeron que Machojón habíadesaparecido. Se quedó comomachucado. Sin decir palabra sedesangraba por dentro.

Muchas veces se restregó el pañuelo

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en las narices chatas, la Vaca Manuela,con los ojos hinchados de llorar. Elalcalde de Pisigüilito deshacía comoarenitas en el piso de ladrillo con lapunta del zapato. Alguien sacó unmanojo de cigarros de doblador yhumaron.

—Se lo tragó la tierra —dijo elalcalde con la voz tanteada para no herirmucho al señor Tomás, agregando,mientras soltaba todo el humo delcigarro oloroso a higo, por la nariz—:Por buscarlo no quedó dónde buscarlo,dónde se pudiera decir aquí no lobuscamos, hasta bajo las piedras, y enlos barrancos no se diga, visto que

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fuimos rastreando hasta ver atrás de lacascada que queda por las manos de lospajonales de piedra blanca.

—El consuelo es que se haya ido arodar mundo —terció un hermano de laCandelaria Reinosa—; conocí unhombre que andaba rodando tierra,medio desnudo, con el pelo largo comomujer y barba, comía sal como elganado y despertaba a cada rato, porquehasta dormido uno debe sentirse ajeno ala tierra en que está echado cuando no essu tierra, y no se debe hallar el sueñodescansado de cuando se acuesta uno ensu mera patria, donde puede quedarsedormido de fijo, cuerpeando pa siempre

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la tierra onde lo han de enterrar.—Inoficiosidades son todas esas que

están hablando —cortó el señor Tomás—; a mi hijo lo mampuestearon y hayque ver onde prende zopilotera o jiede amuerto, para levantar el cadáver.

—Es la opinión del coronel ChaloGodoy —adujo el alcalde moviendo,como autoridad que era, la vara deborlas negras en la mano derecha y nosin cobrar cierto aplomo de palabra almentar el nombre del Jefe de laExpedicionaria en campaña—. Mandéun correo propio desde Pisigüilito hastadonde él está para que le dieran parte delo sucedido con Machojón, y él me

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mandó recaudo sobre que si tuvieramucho cuidado porque la guerra con losindios sigue.

—Sigue y seguirá —remachó elseñor Tomás, cortado en su palabra porla Vaca Manuela que ahogando sollozosen su pañuelo, entredijo:

—¡Ay!, del ¡ay, de Dios del alma!…—Sigue y seguirá pero ya no con

nosotros. Los Machojones se acabaron.Se acabó la guerra para los Machojones.Mijo el Macho, pa que vean ustedes, fueel último de los Machojones, el meroúltimo… —y con la voz que se le hacíacarne y hueso en la ternilla de la nariz,entre sollozo y moco de lágrima, añadió

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—: Se acabó la semilla, caparon a losmachos, porque uno de los machos no seportó como macho, por eso se acabaronlos Machojones.

En un cuero de res extendido en elcorredor se oía caer el maíz que con unshilote desgranaba un muchacho janano.El shilote hacía en la mazorca lo que lamáquina de rapar en su cabeza, cuandolo pelaba su padrino, el señor Tomás. Elmaíz desgranado sonaba al caer en elcuero, entre el gruñir de los coches y losaspavientos de las gallinas espantadas agritos por el janano que mostraba losdientes por el labio rasgado:

—Ñingado coche… gallina…

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La Vaca Manuela salió a callar aljanano y la casa quedó en silencio, comodeshabitada. Los amigos, los hermanosde la Candelaria Reinosa, el alcalde,fueron saliendo, sin despedirse delseñor Tomás que se chupaba laslágrimas, sentado en su butaca de cuero,de espaldas a la puerta.

Con la mano del corazón agarrada aun chorizo y el cuchillo con que iba acortarlo de una sarta de chorizos, en laderecha, se quedó Candelaria Reinosaen el corredorcito de su casa que dabaal camino, donde, cada vez que matabansus hermanos, se improvisaba, sobre unmostrador de cañas, un expendio de

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carne de coche.Otras partes del animal lucían

desangrándose en un mecate tendido dehorcón a horcón, la frita en una marquetay la manteca en un bote de lata.

El muchacho al que CandelariaReinosa despachaba el chorizo, sequedó mirando que no lo cortaba porponerle asunto a una mujer que lehablaba desde el camino. La cara negra,el pelo enmarañado y la ropa mantecosade la mujer contrastaban con sus dientesblancos como la manteca.

—Sí, niña, los que salieron aquemar, quién se lo dice a usté, vieronentre las llamas a don Macho montado;

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dicen que dicen que eiba con vestido deoro. El sombrero, la chaqueta, laalbarda, hasta las herraduras de la bestiadoradas. Una preciosidad. Por loriendoso dicen que dicen que loconocieron. Ya se acuerda usté cómo eracuando andaba a caballo. Merecía. ¡Quéhombre para ser hombre, MaríaSantísima!… Hace dos días fui aponérselo en conocimiento a la señoraVaca Manuela, pero me echó juerte.Sólo a usté, me dijo, le puede caber enla cabeza que Machojón se aparezcaonde queman el monte pa sembrar méiz.Ansina es que me dijo. Ésas sonbolencias de aguardiente, encomiéndose

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a Dios. Y más que seyan, niña, pero yotambién salí al monte y vide al finadoMachojón entre las llamas, entre lashumazones de la roza. Adiós, nos dijocon el sombrero en la mano y le metiólas espuelas al macho. Todo de oro. Yésa fue barrida. El fuego lo seguía comochucho lanudo haciéndole fiestas con lacola del humo.

—Y eso, ¿aquí cerca? —preguntóCandelaria Reinosa, sin cortar elchorizo que le había pedido elmuchacho, pálida, con los labiosblancos como hojitas de flor de izote.

—Pues le sé decir que lejos. Perodespués le he visto aquí cerca. Para los

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muertos no hay cerca ni lejos, nina. Y selo vine a contar pa ver de hacerle unaoración, porque el finado era personaque a usté, pues quizás entuavía no leindifiere.

El filo del cuchillo que tenía en lamano del corazón trozó la pitamantecosa de la sarta de chorizos. Enuna tira de hoja de plátano se ladespachó al muchacho que esperaba conuna moneda de cobre en la mano.

El color del camino de tierra blanca,finísima como ceniza que el airelevantaba a veces en nubes cegadoras,era el color de la niña CandelariaReinosa, desde que desapareció

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Machojón.Si no veía por otros ojos que los del

Macho, ¿por qué veía ahora sin susojos? Su gusto de mujer sola, eldomingo, era pasarse el día con lospárpados cerrados a la orilla del caminoy abrirlos de repente, cuando, despuésde oír a distancia pasos de caballerías,éstas se acercaban, con la remotaesperanza de que en una de tantas fueraMachojón, ya que, como decían otros,puede que se haya ido a rodar tierra, apasar a caballo por todos los caminosdel mundo.

—Dios se lo pague, siempre estuvobueno que me lo dijera —contestó a la

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mujer, después de recibir la moneda demanos del chico que se alejó de laimprovisada venta de carne de cochelevantando una gran polvareda, seguidode un chucho, y se entró a su casa, hastaque otra voz dijo—: ¡Ave María! ¿Nohay quien despache?…

La mujer aquella había desaparecidodel camino, con su pelo alborotado, sutraje negro, sucio, y sus dientes blancoscomo la manteca. Con una paleta largadespachó Candelaria Reinosa medialibra de los dientes de aquella mujerfantasma, en la manteca blanca, y unpoco de chicharrón. En la romana decanastillos puso de un lado la pesa

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ajustada con postas de escopeta y en elotro, sobre hoja de plátano, la manteca.Y como la compradora era algo suconocida, le contó, mientras escogía loschicharrones, que Machojón estabaapareciéndose donde quemaban parasembrar, montado en su macho, todo deoro, desde la copa del sombrero hastalas herraduras de la bestia. Y viera quedicen que se ve regalán, como ver alApóstol Santiago.

La compradora acogió el relatoensalivando un chicharrón, antes demascarlo y como es peligroso llevarlesla contra en lo que dicen a los que estánchiflados o enamorados, le respondió

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que sí, con la cabeza, sin abrir loslabios.

En lo empinado de un monte ardíanlas rejoyas, mientras iba cayendo latarde. Era una vena azul el cielo y esohacía que se viera el fuego de la rozacolor de sol. Candelaria Reinosa cerrólos ojos en el corredorcito de su ventade marrano. El camino terminó porborrarse esa tarde como todas lastardes, no del todo. Los caminos detierra blanca son como los huesos de loscaminos que mueren en su actividad porla noche. No se borran. Se ven. Soncaminos que han perdido lo vivo de sucarne que es el paso por ellos de las

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romerías, de los rebaños, de losganados, de los marchantes, de lospatachos, de las carretas, de los de acaballo, y se quedan insepultos para quepor ellos pasen las ánimas en pena, losque andan rodando tierra, los cupos, lamontada, los príncipes cristianos, losreyes de las barajas, los santos de lasletanías, la escolta, los presosamarrados, los espíritus malignos…

Cerró los ojos Candelaria Reinosa ysoñó o vido que de lo alto del cerro enque estaban quemando bajaba Machojónen su macho cerrero, las árganas conagua graciosa y quesadilla y el sombrerooloroso y medio que ella se lo dejaba en

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las rodillas, para que el cuerpo legüeliera ocho días.

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5

Los mozos le entraban al huatal amachetazos, para romper la continuidadde la vegetación montes, con espacioshasta de tres brazadas, en los que deconsabido se detenía el fuego de laquema. Las rondas, como llamaban aestos espacios pelados, se veían comofajes de enormes poleas tendidas decerro a cerro, de un campo a otro, entrela vegetación condenada a las llamas yla que sólo asistiría con pavor de testigo

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al incendio.El señor Tomás Machojón no paraba

en su casa, interesado en las rozas de losterrenos que sin mucho hablar cedía alos medieros para siembra de maíz,desde que supo que su hijo se aparecíaen lo mejor de las quemas, montado ensu macho, todo de oro, de luna de oro lachaqueta, de luna de oro el sombrero, delo mismo la camisa, de lo mismo loszapatos, los estribos de la albarda, lasespuelas como estrellas y los ojos comosoles.

En sus dos piernas flojas, lampiño,pañoso, arrugado, con un cigarrito detuza en la mano o en la boca, iba y venía

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el señor Tomás como tacuatzínaveriguando quiénes iban a pegar fuego,dónde y cuándo a fin de estar él presenteentre los que salían a cuidar el llanteríoen las rondas, listos para apagar conramas las chispas que el aire volabasobre los espacios pelados por serpeligroso, si no se apagaban las chispas,que prendiera todo el monte.

Los ojos bolsonudos del señorTomás temblaban como los de un animalcaído en la trampa, al resplandor de losfuegos que se regaban en revueltos ríosde oro enloquecido por la sopladera delviento, entre los chiriviscales, laspinadas y los demás palos. El fuego es

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como el agua cuando se derrama. No hayquien lo ataje. La espuma es el humo delagua y el humo es la espuma del fuego.

La humazón borraba por ratos alseñor Tomás. No se veía ni el bulto delanciano padre que busca a su hijo entrelos resplandores del fuego. Como si sehubiera quemado. Pero en el mismo sitioo en otro, cercano o distante, resaltabaparado, mirando fijamente el fuego, lacara tostada por la brasa del incendio,las pestañas y el pelo canches de loschamuscones, sudando a medianoche oen las amanesqueras, igual que si lehicieran sahumerios.

El señor Tomás volvía a su casa con

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el alba y se embrocaba a beber agua enla pila en que bebían las bestias. Ellíquido cristal reflejaba su cara huesosa,sus ojos hinchados y enrojecidos de verfuego y sus pómulos, y la punta de sunariz, y el mentón de la barba, y susorejas, y sus ropas, negras de tizne.

La Vaca Manuela lo recibía siemprecon la misma pregunta:

—¿Viste algo, tata?Y el señor Tomás, después de

frotarse los dientes con un dedo y soltarla buchada de agua fresca con que seenjuagaba, movía la cabezanegativamente de un lado a otro.

—¿Y los otros lo ven, tata?

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—¿Lo vidieron?, les pregunto yotodas las mañanas. Y me contestan quesí. El único que no lo ve soy yo. Es purocastigo. Haberse uno prestado… Mejorme hubiera bebido yo el veneno… Vosfuiste la mal corazón… El Gaspar erami amigo… ¿Qué daño, defender latierra de que estos jodidos maiceros laquemen?… ¡Güeno que venadeó unpuntal!… Salpicón hicieron a los brujos,y ni por eso: la maldición se cumple.Hasta el janano lo vido anoche. ¡Ñi, esél, me decía. Ño Maño-on!… Y pegabade saltos señalándomelo entre las llamasy gritando: ¡Ñorado! ¡Ñorado! ¡Todoñorado! Yo por más que abrí los ojos,

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por más que me chamusqué la cara, pormás que tragué humo, sólo vide el fuego,el cair de los árboles por cientos, lahumazón lechosa, la lumbraradabaldía…

El viejo se tumbaba en su butaca yun rato después, vencida la cabeza sobreel pecho o abandonada para atrás en elrespaldo del mueble, se quedabadormido, como escapado de unincendio, mugroso de hollín, hediendo apelo quemado y en la ropa agujerosnegros, traza de las chispas que lehabían volado encima y que los mozosle apagaban a ramazos, con puños detierra, o con agua de sus tecomates.

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Fue un verdadero alivio que pasarala época de quemar para las siembras.El señor Tomás se dedicó a ver lascositas de la hacienda: hubo que herrarunas novillas, cambiar algunos pilares ala casa, apadrinar algunos bautizos yecharle sus gritos a tiempo al lucero delalba, para que no se lerdeara.

El agua de las primeras lluvias losagarró sembrando a todos. Se habíaquemado en vicio y la mano no andaba.Tierras nuevitas, puras vírgenes, en lasque daba gusto ver cómo se iba elazadón. La milpa va altear luego ylindamente, se repetían unos a otros,mientras sembraban. Si hoy no salimos

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de pobres, bueno, pues no hay cuándo. Ybabosos que fueron al principioechándole a la contrariedad con el viejochocho. Ellos que no veían al Machoentre las llamas, porque en realidad nolo veían, y el viejo porfiándoles que sí ydándoles tierras para que quemaranbosque y bosque. El buen corazón leshizo mover la cabeza afirmativamente yése fue el hule: el viejo se les pegó averlos quemar, les dio licencia parafueguear sin lástima ni medida donde nohabía entrado hombre ydesentendiéndose de ellos al último, sinmedirles las cuerdas, sin cerrar ningúntrato. Siembren, es que les dijo, y

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después arreglamos cuentas.Machojón, según decir de esta nube

de maiceros, paseaba entre las llamas yel humear de las rozas, como el toritodespués que arde la pólvora, vestido depuntito de oro, de lucecitas titilantes, lacara de imagen, los ojos de vidrio, elala del sombrero levantada de adelante,y decían que suspiraba, que por laspuntitas de las espuelas le salla elsuspiro lloroso, casi palabra.

A un maicero Uamádose TiburcioMena lo corrieron del campamentoporque de pie los andaba amenazandocon irle a soplar al señor Tomás que seestaban burlando de él, que no veían

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más de lo que él veía, o sea unapreciosidad de palos convertidos enantorchas de oro, tizón de sangre ypenacho de humo.

Pablo Pirir se le enfrentó a TiburcioMena, con el machete pelado en la manoy en el retozo del pleito es que le dijo:

—Ve, mierda, ahueca el lugar entrenosotros, porque si no aquí no más tejeteas con la tierra…

El Tiburcio Mena se puso color deapazote, sudó feo y esa misma nocherecogió sus cosas del campamento ydesapareció. Mejor ido que muerto.Pablo Pirir ya debía tres muertes, yevitar no es cobardía.

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Lo salado fue sentarse a quelloviera. Las nubes gateaban sobre loscerros y la oscurana del agua, verdosaallá arriba, porque no hay que hacerle,lo verde cae del cielo, alabanciaba latierra, pero no caía. Amagaba el agua yno más. Los hombres, gastados los ojosde mirar por encima de los cerros,empezaron a mirar pal suelo, comochuchos que buscan güeso, en laaflicción de adivinar al través de latierra si no se habría secado la semilla.Hasta se habló entre ellos de castigo deDios por haber engañado al viejoMachojón. Y hasta pensaron bajar a lacasa grande y arrodillarse ante el señor

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Tomás a pedirle perdón, con tal quelloviera, a esclarecerle una vez portodas que ellos no habían visto alMachojón en las quemas y si le habíandicho así, era para no contrariarlo ypara que les diera buenas tierras en quesembrar. El viejo, si le hablamos, nosquitará la mitad de la fanega. Deperderlo todo a perder la mitad.Mientras lo tengamos agraviado nollueve y si pasan más días se echará aperder todo. Así decían. Así hablaban.

La lluvia los agarró dormidos,envueltos en sus ponchos como momias.Al principio les pareció que soñaban.De tanto desear el agua la soñaban. Pero

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estaban despiertos, con los ojos abiertosen la oscuridad, oyendo los riendazosdel cielo, la bravencia de los truenos yya no se pudieron dormir, porque lestardaba el día para ver sus tierrasmojadas. Los chuchos se entraron a losranchos. El agua también se entró a losranchos, como chucho por su casa. Lasmujeres se les juntaron. Hasta dormidasle tenían miedo a la tempestad y al rayo.

El agradecimiento debe oler, sialgún huele tiene, a tierra mojada. Ellossentían el pecho hinchado deagradecimiento y cada rato decían depensada: «Dios se lo pague a Dios». Loshombres, cuando han sembrado y no

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llueve se van poniendo lisos, lasmujeres les sufren el mal carácter, y poreso qué alegre sonaba en los oídos delas mujeres medio dormidas el aguajeque estaba cayendo en grande. El pellejode sus chiches del mismo color que latierra llovida. Lo negro del pezón. Lahumedad del pezón con leche. Pesaba lachiche para dar de mamar como la tierramojada. Sí, la tierra era un gran pezón,un enorme seno al que estaban pegadostodos los peones con hambre decosecha, de leche con de verdad sabor aleche de mujer, a lo que saben las cañasde la milpa mordiéndolas tiernitas. Sillueve, ya se ve, hay filosofía. Si no, hay

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pleito. Una bendición de siembras. Loparejito que puntearon con los primerosaguaceros. Algo nunca visto. Sesentafanegas iba a sacar cada quien. Alcálculo, sesenta. Tal vez más. Nuncamenos. Y el frijol, cómo no se iba a darbien si allí se daba silvestre, con lasemilla que trujeron. De fama la semillaque trujeron. Y ayote va a haber que esgusto. Hasta para botar. Y tal vez quesiembren la segunda. Chambones si noaprovechan ahora. Probado estaba queDios no les tomó a mal que engañaran alviejo. Engañar al rico es la ley delpobre. La prueba era el invierno tanregüeno. Ni pedido ex profeso. Pues,

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hombre. Cuando asemos elotes. Asídecían, creyendo que tardaría el tiempo,y hoy ya los estaban asandito a fuegomanso, porque arrebatado no sirve. ¡Pamí, está pura riata este tunquito, micompañero!, dijo con los dientes suciosde granos de maíz tierno soasado, PabloPirir, el que hizo cambiar de estaca alTiburcio Mena.

El sol con mal de ojo, chelón.Costaba un triunfo que se medio orearanlos trapitos. Pero eso qué portaba. Nada.Y en cambio el llover parejo significabamucho. Lujo de agua que alentaba la risade los que sólo sabían reír con losdientes de las mazorcas una vez al año.

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—¿Qué hay por ay, vos, Catocho?—De hablar, dicís vos… Hay nada.

Que el señor Tomás siguió trastornado,que se doblaron a unos maicerosdelanteando de Pisigüilito, por el Corralde los Tránsitos, y salió la montada aecharles plomo a los indios de Ilóm.Unos Tecún, parecen los cabecillas;pero no se sabe.

—Y el precio del méiz indagaste.—Está escaso. Hora vale.—¿Onde lo igeron?—Fuide en varias partes a preguntar

si tenían méiz y a cómo daban.—Eso sí estuvo bueno, porque así

supiste. Sos un fletado, vos, fulano. El

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todo está en que el méiz tenga un precioeste año. Yo vo a esperar que esté puntocaro para vender el mío y así te consejo,porque cosecha como ésta una vez en lavida y más que se repitiera, cosecha enla que no vamos a ir porlos con el señorTomás Machojón, no hay seguido,porque a los ricos jamás se lesmiltomateya el sentido.

—En los llanos de Juan Rosendo,bía fiesta.

—Cuenta qué fiesta bía. De pieandan rumbiando esas gentes. Sonfamosas sus ñestas.

—No supe. Nada más vide queestaban boqueando unas de sanchomo y

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el culebrero de las mujeres que bailabancon jonografo, que lo aventajan paraallá, que lo aventajan para acá.

—Y vos, bravo.—Si ni me apié de la bestia.—Pero hombre, haberte arrimado pa

que te dieran un trago. No indagaste,pues.

—Tal vez celebración de bautizo. Aquien vide allí jué a la niña CandelariaReinosa, la prometida de don Macho.Está algo desmandada, pero es bonita,yo la quisiera pa mí.

—Pues si el méiz se vende caro, tela concedo. A un rico no se le dice queno. Vos con reales en la bolsa y un par

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de guarazos entre pecho y espalda, laconvences en seguida.

—¿Se te hace?—Apostaría mi cabeza.—Lo malo es que dicen que hizo

promesa de no casarse, de serle fiel aldifunto amor.

—Pero es mujer, y entre la piedra demoler y la mano de la piedra de moler,quebranta muchos maicitos todos losdías, para hacerles las tortillas a sushermanos, y en una de tantas esapromesa del difunto que vos decís, caeentre los maicitos cocidos, y laquebranta.

Entre las milpas que a toda priesa

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echaban mazorcas aparecieron unosmuñecos de trapos viejos quecrucificaron la alegría maicera de lospájaros y las palomas rastrojeras. Laspiedras de las hondas de pita zumbabanal cortar el aire filudo en el silenciotostado de los maizales en sazón, entrelas parvadas de torditos, clarineros,sanates y cuacochos que venían a buscargranos para sus buches y sus nidos.

El janano trajo al viejo a que vieralos espantajos. El señor TomásMachojón, llevado de la mano por elmuchacho, recorría el milperío sólo porreírse como un bobo de los muñecos detrapo, saludado de lejos por los

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maiceros desconfiados.Algo andaba haciendo el viejo.

Casual que por mirar los espantajosanduviera ronciando los maizales. Quizámedía las fanegas con la vista, almirujeo, o por pasos, a la paseada.Tantos pasos, tantas cuerdas, de tantascuerdas, tantas fanegas, la mitad para él.Ellos que ya habían consentido en nodarle la mitad de la troje.

El viejo conversaba a pujiditos conel janano, a quien preguntaba quésignificado tenían aquellos Judasmilperos, sin cara, sin pies, algunoshechos con sólo el sombrero y lachaqueta.

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—¡Ñecos! —le gritaba el jananomostrando sus dientes por el labiohendido, como si su risa de niño lahubieran partido de una cuchillada parasiempre.

—Hueléle el fundillo…—¡Chis, ñasco!—¿Cómo crees que se llama este

sombrerudo? —le preguntó el viejo concierta intención.

El janano agarró una piedra y se latiró al muñeco que por su sombrerogrande parecía un mexicano.

—Ño digo que se llama… —dudó elchico, su labio leporino tuvo unacontracción de pez al que se arranca el

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anzuelo, pero ante la necedad del viejo,soltó lo que pensaba— … ño digo quese ñama, Maño-ón…

En la rajadura del labio, susincisivos como dos enormes mocosadelantaron un filo de risa fría.

El señor Tomás se le quedóprendido de la cara, mirándolo. Alrespirar el pobre viejo, se chupaba loscachetes salados de tanto pasarles porencima el llanto. Ya no tenía muelas.Sólo las encías clavadas de raigones. Yen las encías se le pegaba por dentro elpellejo de la boca en cuanto sedisgustaba o afligía. Los locos y losniños hablan con la verdad. El

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Machojón de oro, para estas gentessencillas, se había vuelto unespantapájaros. Dos palos en cruz, unsombrero viejo, una chaqueta sinbotones, y un pantalón con una piernacompleta y la otra cortada en la rodilla arasgones.

El janano lo ayudó a levantarse de lapiedra en que se había sentado yregresaron de noche hasta la casa grandehaciéndose los quites de los sarespinosque de día parecen tener escondidos losshutes, como tigres, y sacarlos aloscurecer para herir al que pasa.

—Ya por aquí doblaron —dijo elviejo.

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A la luz de la tarde amarillona senotaba un repentino cambio en laestatura de las matas de maíz, erguidasantes y ahora todas tronchadas a lamitad, dobladas para que acabaran desecar bien.

—Mañana van a seguir doblando…—añadió el señor Tomás, pero lapalabra «doblando», que dijo en elsentido maicero de doblar la milpa, lehizo recordar, al oírla, el eco de lascampanas que doblaban a muerto en elpueblo, hasta dejar zonza a la gente.Tilán-tilón, tilán-tilón, tilón talón,tilón…

Se detuvo, volvió a mirar a su

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espalda varias veces para reconocer elcamino y suspiró antes de repetir conmala intención:

—Mañana van a seguir doblando…La mano del que violentamente

quiebra la mata de maíz, para que lamazorca acabe de sazonar, es como lamano que parte en dos el sonido de lacampana, para que madure el muerto.

El viejo no durmió. La VacaManuela vino sin hacer el menor ruidohasta la puerta del cuarto de Machojón,adonde el señor Tomás había pasado sucama, y como no viera luz, acercó eloído. La respiración, fingidamentetranquila del viejo, llenaba la pieza.

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Hizo una cruz con la mano y le echó labendición a la oscurana en que dormíasu hombre: «Jesús y María Santísima melo acompañen y libren de todo mal»,dijo entre dientes y se fue a su cuarto. Alacostarse buscó una toalla para taparsela cara, por si las ratas le pasabanencima. Estaba tan abandonada la casa,desde la desaparición de Machojón, quelas ratas, las cucarachas, las chinches,las arañas, vivían en familia con ellos.Apagó el candil. A la mano de Dios y laSanta Trinidad. El ronquido gangoso deljanano y las carreras de las ratas,verdaderas personas por el ruido quehacían como si arrastraran muebles, fue

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lo último que oyó.Un bulto con espuelas, gran

sombrero y chaqueta guayabera salió delcuarto de Machojón. No era tan altocomo el Macho, pero sí la pegaba, sípodía pasar por él. En la caballerizaensilló una bestia y… arriba. Lacabalgadura apenas hizo ruido al salir,guiada por unos bordos de llano queorillaban el patio empedrado. Sin parar,como una sombra, el viejo paseó por losregadillos de Juan Rosendo, por lascalles de Pisiguilito, donde ahora vivíala Candelaria Reinosa. Aquí oyó voces.Allá vio bultos. Que vieran, que oyeran.Luego se internó en los maizales secos y

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les pegó fuego. Ni un loco. El mecherodel señor Tomás estornudaba chispas aldar la piedra de rayo con el eslabón.¡Aaaa… chis… pas! Y no para prenderel cigarro de tuza que llevaba en la bocaapagado, sino para que agarrara llama elmilperío. Y no por mal corazón, sinopara pasear entre las llamas montado enel macho y que lo creyeran Machojón.Se manoteó la cara, el sombrero, lasropas, apagándose las chispas que lesaltaban encima, mientras otras volabana prenderse como ojitos de perdiz a lasropas de seco sol y seca luna, seca sal yseca estrella de almidón con oro de losmaizales. En las barbas de las mazorcas,

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en las axilas polvosas de las hojas y lascañas amoratadas, al madurar, en la sedde las raíces terrosas, en las flores,baldíos banderines escarabajeados deinsectos, el fuego nacido de las chispasiba soltando llama. El rocío nocturnodespertó luchando por atrapar, en susredes de perlas de agua, las moscas deluz que caían del chispero. Despertó contodas las articulaciones dormidas enángulos de sombra y echó sus redes detrementina de plata llorosa sobre laschispas que ya eran llamas de pequeñosfuegos que se iban comunicando anuevos focos de combustión violenta,fuera de toda estrategia, en la más hábil

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táctica de escaramuzas. En la hojarascasanguinolenta por el resplandor delllamerío, ligosa de niebla, caliente dehumo, se oían caer las gotas del aguanocturnal con perforantes sonidos depatas de llovizna hasta el hueso de lascañas muertas, revestidas de telasporosas que tronaban como pólvoraseca. Una luciérnaga inmensa, delinmenso tamaño de los llanos y loscerros, del tamaño de todo lo pintadocon milpa tostada, ya para tapiscar. Elseñor Tomás detenía el macho paraverse las manos doradas, las ropasdoradas, como dicen que se veíaMachojón. Ya todo el cielo era una sola

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llama. Abalanzamiento del fuego que norespeta cerco ni puerta. Árboles que sehacían reverencias para caer abrasadossobre la vegetación boscosa queresistía, en medio del calor sofocante, elavance del incendio. Otros que ardíancomo antorchas de plumas en totalolvido de que eran vegetales. Pobladosde tantos pájaros eran pájaros, y ahorapájaros de plumas brillantes, azules,blancas, rojas, verdes, amarillas. De lastierras sedientas brotaban chorros dehormigas para combatir la claridad delincendio. Pero era inútil la tiniebla quesalía de la tierra en forma de hormiga.No se apaga lo que ya está prendido.

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Cañas, centellas, dientes de maíz enmazorca contra diente de maíz enmazorca, a las mordidas. Y como hilosde suturas que saltaran en pedazos, lasculebras. Tumores ichintalosos degüisquilares. Ayotales de flores secas.Monte enjuto de flores amarillas.Frijolares en camino de la olla y lamanteca al calor del fuego, de losaspavientos del fuego en la cocina. Ydecir que era el mismo, el manso amigode los tetuntes, el que andaba ahorasuelto, como toro bravo entre lahumazón. El señor Tomás iba y veníasobre la desobediencia del machocerrero y ojiblanco, por donde lo

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llevaba el macho, sin guardarse lapiedra de rayo, insignificancia de la quesaltó, no más grande que el ojo de unmaíz, la chispa del relámpago regadopor el suelo torteado de los camposplanos, por los cauces bejuqueros de lasquebraditas y los trepones de lasmontañas afines a las nubes. Oro vivo,oro polen, oro atmósfera que subía alfresco corazón del cielo desde elbraserío lujurioso que iba dejando enlas tierras sembradas de maizales,cueros de lagartos rojos. Por algo habíasido él y no otro el que chamuscó lasorejas de tuza de los conejos amarillosque son las hojas de maíz que forman

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envoltorio a las mazorcas. Por eso sonsagradas. Son las protectoras de la lechedel elote, el seminal contento de losazulejos de pico negro, largo y plumajeazul profundo. Por algo había sido él yno otro el hombre maldito que condujopor oscuro mandato de su mala suerte,las raíces del veneno hasta elaguardiente de la traición, líquido quedesde siempre ha sido helado y pocomóvil, como si guardara en su espejo declaridad la más negra traición alhombre. Porque el hombre bebeoscuridad en la clara luz delaguardiente, líquido luminoso que altragarse embarra todo de negro, viste de

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luto por dentro. El señor Tomás, quedesde que desapareció Machojón,muerto, huido, quién sabe, se habíavuelto como de musgo, apocado, sinnovedad, sin gana de nada, era estanoche un puro alambre que le agarrabala juventud al aire. La cabeza erguidabajo el sombrero grande, el cuerpo hastala cintura como en corsé de estacas, laspiernas en el vacío hasta lo firme decada estribo, y las espuelas hablándoleal macho en idioma telegráfico deestrella. La respiración mantiene elincendio de la sangre que se apaga enlas venas, cavidades con hormigas dedonde sale la noche que envuelve al que

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muere en la traición más oscura. Lamuerte es la traición oscura delaguardiente de la vida. Sólo el viejoparecía ir viviendo ya sin respirar, deuna pieza de oro jinete y cabalgadura,como el mismo Machojón. Le atenazabael sudor. Le llenaba el humo las naricesy la boca. Lo ahogaban con estiércol. Yuna visión totopostosa, rajadizaatmósfera sofocante, lo cegaba. Sóloveía las llamas que se escabullían igualque orejas de conejos amarillos, porpares, por cientos, por canastadas deconejos amarillos, huyendo delincendio, bestia redonda que no teníamás que cara, sin cuello, la cara pegada

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a la tierra, rodando; bestia de cara depiel de ojo irritado, entre las pobladascejas y las pobladas barbas del humo.Las orejas de los conejos amarillospasaban sin apagarse por los esterosarenosos de aguas profundas, huyendodel incendio que extendía su piel de ojopavoroso, piel sin tacto, piel queconsume lo palpable al sólo verlo, loque habría sido imposible desgastar ensiglos. Por las manotadas de las llamasfelpudas, doradas al rojo, pasaban losjaguares vestidos de ojos. El incendio seenjagua con jaguares vestidos de ojos.Bobosidad de luna seca, estéril como laceniza, como la maldición de los brujos

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de las luciérnagas en el cerro de lossordos. Costó que los maiceros, despuésde abrir rondas aquí y allá,improvisadamente, con riesgo de susvidas, ayudados por sus mujeres, por sushijos pequeños, se convencieran que erainútil querer atajar la quemazón de todo.Se convencían, sí, al caer por tierraexhaustos, revolcándose en el sudor quelos chorreaba, que les quemaba lasfibras erectas de sus músculos calientesde rabia contra la fatalidad, sinexplicarse bien lo que bien veían mediotumbados, tumbados a ratos y a ratosresucitados para luchar con el fuego. Lasmujeres se mordían las trenzas, mientras

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les rodaba por las mejillas de pixtónpellizcado a las más viejas, el llanto.Los chicos, desnudos, se rascaban lacabeza, se rascaban la palomitaclavados en las puertas de los ranchos,entre los chuchos que ladraban en vano.El fuego agarraba ya el bosque y se ibaencendiendo la montaña. Todo empezabaa navegar en el humo. Pronto agarraríanmecha los maizales del otro lado de laquebrada. En la cima se veían losbultitos humanos recortados en negrocontra la viva carne del cielo,batallando por salvar esos otrosmaizales, destruyendo parte de lastostadas milpas, barriendo con ellas, sin

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dejar en las brechas más que la puratierra. Pero no les dio tiempo. El fuegotrepó y bajó corriendo. Muchos nopudieron escapar, cegados por la lumbreviolenta o chamuscados de los pies, ylas llamas los devoraron sin grito, sinalarido, porque el humo se encargaba detaparles la boca con su pañueloasfixiante. Ya no hubo quien defendieralos cañales de la hacienda. Loscuadrilleros que llegaron de losregadillos de Juan Rosendo no searriesgaron. El aire está en contra,decían, y con sus palas y sus picas yazadones en las manos, contemplabanalelados la chamuscazón de cuanto

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había: caña, milpa, bosque, monte,palos. De Pisigüilito llegó la montada.Sólo hombres valientes. Pero ni seapearon. A saber quién jugó con elfuego, dijo el que hacía de jefe, y laVaca Manuela que estaba cerca, envueltaen un pañoloncito de lana, le contestó:El coronel Godoy, su jefe, fue el quejugó con fuego, al mandarnos a mimarido y a mí a envenenar al GasparIlóm, el varón impávido que habíalogrado echarle el lazo al incendio queandaba suelto en las montañas, llevarloa su casa y amarrarlo a su puerta, paraque no saliera a hacer perjuicio. Se lovoy a decir a mi coronel, para que se lo

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repita usté en su cara, respondió el otro.Si tuviera cara, la Vaca Manuela learrebató la palabra, estaría aquí frente alfuego, ayudándonos a combatir ladesgracia que nos trujo por el favor quele hicimos. El muy valeroso cree queestando lejos va a salvarse de lamaldición de los brujos de lasluciérnagas. Pero se equivoca. Antes dela séptima roza, antes de cumplirse lassiete rozas, será tizón, tizón como eseárbol, tizón como la tierra toda de Ilómque arderá hasta que no quede más quela piedra pelada, veces por culpa de lasquemas, veces por incendiosmisteriosos. Lo cierto es que los

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bosques desaparecen, convertidos ennubes de humo y sábanas de ceniza. Elque hacía de jefe de la montada le echóel caballo encima a la Vaca Manuela yla tumbó. Los cuadrilleros intervinierona favor de la patrona. Machetes,máuseres, caballos, hombres a la luz delincendio. Los cuadrilleros se cogían conlos dientes la manga zurda de la camisaal sentirse heridos por las balas de losmáuseres y las rasgaban para tajarse lasangre con los trapos. Ya también elloshabían logrado apiar a machetazos a dosjinetes, pero eran como catorce,contados así al vistazo. Los maizalesque no habían agarrado fuego, tronaban

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con sólo el calor de la inmensa hoguera,antes de prender, y ya encendidos,seguían remedando el martilleo de losmáuseres. Los machetes al vuelo de unamano a otra, pasaban, brillantes, rojospor la colorada que teñía los caballosde los jinetes heridos y empezaba aformar pocitos de sangre en el suelo.Las gentes son como tamales envueltosen ropa. Se les sale lo colorado. Elbagazo seco del incendio que seguíarodando con su cara de ojo inflamado ala velocidad del viento, les empezó asecar la boca. Pero seguían peleando.Los heridos pisoteados por las bestias.Los muertos como espantajos de maizal

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caídos, ya agarrando fuego. Seguíanpeleando los cuadrilleros con los de lamontada sin fijarse que el incendio loshabía ido cercando en una parte algoelevada del terreno. La casa de lahacienda, las caballerizas, las trojes, lospalomares, todo estaba en llamas.Bestias y animales huían despavoridoshacia el campo. El fuego se habíavolado el posteado de los cercos querodeaban la casa. Las alambradas conlas púas rojas, se garapiñaban, algunaspegadas a los postes hechos tizones,otras ya libres de la grapa. ¿Cuántoshombres quedaban? ¿Cuántos caballos?La lucha entre autoridad y cuadrilleros

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cambió de pronto. Ni autoridad nicuadrilleros. Los máuseres sin tiros ylos machetes romos, así se disputabanhombres con hombres los caballos paraescapar de morir quemados. Las culatasde las armas, los machetes doblados,pero sobre todo las uñas y los dientes,los brazos que se enroscaban comopiales alrededor del cuerpo, del cuellode los rivales, las rodillas cuyaschoquezuelas se hacen punta paragolpear, para rematar. Poco a poco,todos aquellos hombres feroces enmedio de un mar de fuego, fuerondesplomándose, unos definitivamente,otros revolcándose del dolor de las

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quemaduras, o los golpes, otrosderrotados por el cansancio, con unacólera fría en los ojos, mirando a loscaballos que se abrían paso a través delas cortinas de fuego, para ponerse asalvo, sin jinetes, bestias dehumoconcrines de oro que tampocoalcanzaron la segura orilla. Las piernasflacas quemadas en un fustán de ceniza,la cabeza sin orejas con algún mechónde pelos, también ceniza, y las uñasabarquilladas, fue todo lo que se pudolevantar del suelo en que cayó la VacaManuela Machojón.

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Venado de las Siete-rozas

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—Por lo visto no ha pasado el de lasSiete-rozas.

—No. Y en de quiá que estoy.¿Cómo sigue mi nana?

—Mala, como la viste. Más mala talvez. El hipo no la deja en paz y la carnese le está enfriando.

Las sombras que así hablabandesaparecieron en la tiniebla del cañaluna tras otra. Era verano. El río corríadespacio.

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—Y qué dijo el Curandero…—Que qué dijo, que había que

esperar mañana.—¿Pa qué?—Pa que uno de nosotros tome la

bebida de veriguar quién brujió a minana y ver lo que se acuerda. El hipo noes enfermedad, sino mal que le hicieroncon algún grillo. Ansina fue que dijo.

—Lo beberás vos.—Sigún. Más mejor sería que lo

bebiera el Calistro. Es el hermanomayor. Mesmo tal vez así lo mande elCurandero.

—Mesmo pué; y si llegamos a saberquién le hizo daño a mi nana con ese

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embrujamiento de grillo…—¡Calíate mejor!—Sé lo que estás pensando. Igualito

pensaba yo. Algún ninguno de esosmaiceros.

Apenas se oía la voz de losvigiadores en el cañal. Hablaban alatisbo del Venado de las Siete-rozas. Aveces se oía el viento, respirar delgadodel aire en algún guachipilín. A veceslas aguas del río que piaban en losrincones de las pozas, como pollitos. Deun lado a otro se hamaqueaba el cantode las ranas. Sombra azulosa, caliente.Nubes golpeadas, oscuras. Lostapacaminos, mitad pájaros, mitad

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conejos, volaban aturdidos. Se les oíacaer y arrastrarse por el suelo con ruidode tuzas. Estos pájaros nocturnos queatajan al viajero en los caminos, tienenalas, pero al caer a la tierra y arrastrarseen la tierra, las alas se les vuelvenorejas de conejos. En lugar de alas estospájaros tienen orejas de conejos. Lasorejas de tuza de los conejos amarillos.

—Y qué tal que el Curanderovolviera hoy mismo, ansina se sabeluego quién le tranca ese grillo en labarriga a mi nana.

—Sería bien bueno.—Si querés yo voy por el Curandero

y vos de aquí te vas a avisarle a mis

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hermanos, para que estemos todoscuando él llegue.

—Se nos pasa el venado.—¡Que lo ataje el diablo!Las sombras se apartaron al salir de

la tiniebla del cañal. Una se fuesiguiendo el río. Dejaba en la arenamarcada la huella de los pies descalzos.La otra trepó más aprisa que una liebrepor entre los cerros. El agua corríadespacio, olorosa a pina dulce.

—Es menester un fuego de arbolesvivos para que la noche tenga cola defuego fresco, cola de conejo amarillo,antes que el Calistro tome la bebida deaveriguar quién hizo el perjuicio de

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meterle por el ombligo un grillo en labarriga a la señora Yaca.

Así dijo el Curandero, pasándoselos dedos uñudos como flautas de unaflauta de piedra, por los labios terrososcolor de barro negro.

Los cinco hermanos salieron enbusca de leña verde. Se oyó su luchacon los árboles. Las ramas resistían,pero la noche era la noche, las manos delos hombres eran las manos de loshombres y los cinco hermanos volvierondel bosque con los brazos cargados deleños que mostraban signo dequebradura o desgajamiento.

Se encendió la hoguera de leña viva

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que les pidió el Curandero, cuyos labiosde barro negro fueron formando estaspalabras:

—Aquí la noche. Aquí el fuego.Aquí nosotros, reflejos de gallo consangre de avispa, con sangre de sierpecoral, de fuego que da las milpas, que dalos sueños, que da los buenos y losmalos humores…

Y repitiendo estas y otras palabras,hablaba como si matara liendres con losdientes, entró al rancho en busca de unguacal para dar al Calistro la toma quetraiba en un tecomate pequeño, colorgüegüecho verde.

—Que se junte otro fuego en el

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rancho, junto a la enferma —ordenó alvolver con el guacal, mitad de calabazalustrosa por fuera y por dentromorroñosa.

Así se hizo. Cada hermano robó unleño encendido a la hoguera de árbolesvivos que ardía en el descampado.

Sólo Calistro no se movió. En lamedia oscurana, junto a la enferma, eramero como ver un lagarto parado. Dosarrugas en la frente estrecha, tres pelosen el bigote, los dientes magníficos,blancos, largos, en punta, y muchosgranos en la cara. La enferma se encogíay se estiraba con trapos y todo sobre elpetate sudado, mantecoso, al compás del

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elástico del hipo que le traficaba dentro,en las entrañas y el alma salida a susojos escarbados de vieja, en mudademanda de algún alivio. No valió elhumo de trapo quemado, no valió la salque se le dio como a ternero conempacho, no valió que pegara la lenguaa un ladrillo mojado con agua devinagre, no valió que le mordieran losdedos meñiques de la mano, hastahacerle daño, el Uperto, el Gaudencio,el Felipe, todos sus hijos.

El Curandero vació en el guacal elagua de averiguar y se la dio al Calistro.Los hermanos seguían la escena ensilencio, uno junto o otro, pegados a la

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pared del rancho.Al concluir la toma —le pasó por el

güergüero como purgante de castor—, elCalistro se limpió la boca con la mano ylos dedos, miró a sus hermanos conmiedo y se hizo tantito a la pared decañas. Lloraba sin saber por qué. Elfuego se iba apagando en eldescampado. Sombras y luzazos. ElCurandero corría a la puerta, alargabalos brazos hacia la noche, sus dedoscomo flautas de piedra, y volvía a pasarlas manos abiertas sobre los ojos de laenferma, para alentarle la mirada con laluz de las estrellas. Sin hablar, por susgestos de hombre que conocía los

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misterios, pasaban tempestades de arenaseca, desmoronamientos de llanto que losala todo, porque el llanto es salado,porque el hombre es salado por el llantodesde que nace, y vuelos alquitranadosde aves nocturnas, uñudas, carniceras.

La risa del Calistro interrumpió el iry venir del Curandero. Lechisporroteaba entre los dientes y laescupía como fuego que le quemara pordentro. Pronto dejó de reírse acarcajadas y fue de quejido en quejido abuscar el rincón más oscuro paravomitar, los ojos salidos, crecidos,terribles. Los hermanos corrieron tras elhermano que después del estertor había

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caído al suelo con los ojos abiertoscolor de agua de ceniza.

—Calistro, quién fue el que le hizoel mal a mi nana…

—Oy, pues, Calistro, decinos quiénle metió a nanita el grillo en elestómago…

—Habla, decinos…—Calistro, Calistro…Mientras tanto la enferma se encogía

y estiraba con trapos y todo sobre elpetate, flacuchenta, atormentada,elástica, el pecho en hervores, los ojosya blancos.

A instancias del Curandero, hablóCalistro, habló dormido.

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—Mi nanita fue maleada por losZacatón y para curarla es necesariocortarles la cabeza a todos esos. Dichoesto, cerró los ojos.

Los hermanos volvieron a mirar alCurandero y sin esperar razón,escaparon del rancho blandiendo losmachetes. Eran cinco. El Curandero seacuñó a la puerta, bañado por losgrillos, mil pequeños hipos que afuerarespondían al hipo de la enferma, yestuvo contando las estrellas fugaces,los conejos amarillos de los brujos quemoraban en piel de venada virgen, losque ponían y quitaban las pestañas de larespiración a los ojos del alma.

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Por una callecita de zacate tiernodesembocaron los cinco hermanos, alsalir del cañaveral, en un bosque deárboles ya algo ruines. Ladridos deperros vigilantes. Aúllo de perros queven llegar la muerte. Gritos humanos. Enun decir amén cinco machetes separaronocho cabezas. Las manos de las víctimasintentaban lo imposible por desasirse dela muerte, de la pesadilla horrible de lamuerte que los arrastraba fuera de lascamas, en la sombra, ya casi con lacabeza separada del tronco, sinmandíbulas éste, aquél sin orejas, con unojo salido el de más allá, aliviándose detodo al ir cayendo en un sueño más

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completo que el sueño en que reposabancuando el asalto. Las hojas filosas dabanen las cabezas de los Zacatón como encocos tiernos. Los perros fueronreculando hacia la noche, hacia elsilencio, desperdigados, aullantes.

Cañaveral de nuevo.—¿Cuántas tres vos?—Yo traigo el par…Una mano ensangrentada hasta el

puño levantó dos cabezas juntas. Lascaras desfiguradas por los machetazosno parecían de seres humanos.

—Me quedé atrás, yo traigo una.De dos trenzas colgaba el cráneo de

una mujer joven. El que la traía daba

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con ella en el suelo, arrastrándola en lostierreros, golpeándola en las piedras.

—Yo traigo la cabeza de un anciano;ansina debe ser porque no pesa mucho.

De otra mano sanguinolenta pendíala cabeza de un niño, pequeñita ydeforme como anona, con su cofia detrapo duro y bordados ordinarios de hilorojo.

Al pronto llegaron al rancho,empapados de rocío y sangre, la carapendenciera, el cuerpo tembloroso. ElCurandero esperaba con los ojos de paren par sobre las cosas del cielo, laenferma de hipo en hipo y el Calistrodormido y los ojos de los chuchos

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andando en la atmósfera, porque aunqueestaban echados, estaban despiertos.

Sobre ocho piedras, al alcance delfuego que en el interior del cuarto seguíaardiendo, se colocaron las cabezas delos Zacatón. Las llamas, al olor de lasangre humana, se alargaron,escurriéndose de miedo, luego seagazaparon para el ataque, como tigresdorados.

Un repentino lengüetazo de oroalcanzó dos caras, la del anciano y elniño. Chamusco de barbas, bigotes,pestañas, cejas. Chamusco de la cofiaensangrentada. Del otro lado, otra llama,una llama recién nacida, chamuscó las

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trenzas de la mujer Zacatón. El día fueapagando la hoguera sin consumirla. Elfuego tomó color tierno, vegetal, de florque sale del capullo. De los Zacatónquedaron sobre los tetuntes ochocabezas como jarros ahumados. Aúnapretaban los dientes blancos deltamaño de los maíces que se habíancomido.

El Curandero recibió un buey por elprodigio. A la enferma se le fue el hipo,santo remedio, al ver entrar a sus hijoscon ocho cabezas humanas desfiguradaspor las heridas de los machetazos. Elhipo que en forma de grillo le metieronlos Zacatón por el ombligo.

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—A lo visto no ha pasado el de lasSiete-rozas.

—No, y en de quiá que estoy. ¿Cómosigue Calistro?

—Nanita lo llevó onde el Curanderootra vez.

—Calistro dio el sentido por la vidade mi nana.

—Dice, cuando no está llorando,que tiene nueve cabezas.

—Y el Curandero, vos supiste lo que

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dijo.—Lo dejó sin remedio, salvo que se

le dé caza al Venado de las Siete-rozas.—Decirlo es fácil.Sobre un mes que Calistro ronda la

casa del Curandero y sus hermanosandan a la atalaya del Venado de lasSiete-rozas en el cañal. Calistro vadesnudo, va y viene desnudo, loscabellos en desorden y las manoscrispadas. No come, no duerme, haenflaquecido, parece de caña, se lecuentan los cañutos de los huesos. Sedefiende de las moscas que lo persiguenpor todas partes, hasta sangrarse, y tienelos pies como tamales de niguas.

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—Hermano, venite, ya no esperes alde las Siete-rozas.

—¡Haceme el favor, no ves queestoy sentado en él!

—¡Venite, hermano, Calistro mató alCurandero!

—Por asustarme no lo digas…—Es hecho…—Y cómo lo mató…—De la quebrada subió con el

cadáver desnudo arrastrándolo de unapata…

El que estaba sobre el Venado de lasSiete-rozas, Gaudencio Tecún, arrechopor su buena puntería y orgulloso de suescopeta, se fue deslizando de sobre el

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animal, hasta quedar por el suelotendido, sin habla, pálido como si lehubiera dado vahído. El hermano quetrajo la noticia de la muerte delCurandero lo sacudía para que levolviera el aliento a la cara. Lo llamabaa gritos. Y de no ser que le gritó sunombre, ¡¡¡Gaudencio Tecún!!!, contodos los pulmones, se le va de la tierra,de la familia, de la pena de puercoespínen que estaban.

Gaudencio Tecún, al grito de suhermano, abrió los ojos y al sentir cercade su brazo el cuerpo del venadomuerto, alargó la mano para acariciarlecon los dedos las pestañas entrerubias,

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la nariz de nogal, el belfo, losdientecillos, los cuernos de ébano, lassiete cenizas del testuz, el mascabado dela pelambre, los ijares y alguna gorduradelante de los testículos.

—¡Pior si a vos también se te juyó elsentido! ¿onde se ha visto que se le hagacariño a un animal muerto? ¡No siasbruto, párate y vonós, que dejé a mi nanaen el rancho con el difunto y el loco deCalistro!

Gaudencio Tecún se despenicó enlos ojos del sueño que sentía,parpadeando, para decir con palabrastanteadas:

—No fue Calistro elque ultimó al

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Curandero.—¡Qué sabes vos!—Al Curandero lo maté yo.—Y caso no vide yo con mis ojos a

Calistro salir arrastrando el cadáver, ycaso vos no estabas aquí vigilando alvenado y caso…

—Al Curandero lo maté yo, las tuyasson visiones.

—Vos matarías al Venado de lasSiete-rozas, no se desmiente; pero alCurandero, aunque digas que sonvisiones, lo mató Calistro; por fortunaque todos vieron, que a todos les constay que al Calistro no se le culpa en nada,porque es loco.

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Gaudencio Tecún se enderezó frentea su hermano Uperto —era más bajitoque él—, se sacudió los pantalones,sucios de tierra y monte, y doblando elbrazo, para llevarse la mano izquierdaal corazón, al tiempo de sacar el pechode ese lado, palabra por palabra le dijo:

—El Curandero y el venado, paraque vos sepas, eran énticos. Disparécontra el venado y ultimé al Curandero,porque era uno solo los dos, énticos.

—No se me esclarece; si me loexplicas te entiendo. El Curandero y elvenado… —Uperto levantó las manos yapareó los dedos índices, el de laderecha y la izquierda—, eran de ver un

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dedo gordo formado por dos dedos.—Nada de eso. Eran el mismo dedo.

No eran dos. Eran uno. El Curandero yel Venado de las Siete-rozas, como voscon tu sombra, como vos con tu alma,como vos con tu aliento. Y por eso decíael Curandero cuando estaba nanita conel mal del grillo que era menester cazarel Venado de las Siete-rozas para que securara, y agora con el Calistro lo volvióa repetir, lo dijo otra vez.

—Énticos, decís vos, Gaudencio,que eran.

—Como dos gotas de agua en unsolo trago. En un suspiro iba elCurandero de un lugar a otro…

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—Eiba en forma de venado…—Y por eso supo al momentito la

muerte del cacique Gaspar Ilóm.—Le servía entonce, eso de ser

hombre y venado. Le servía, pué… Niatiempaban los enfermos. Erallamándolo y ya estaba con la medecinade zacates que andan lejos. Llegaba,veía al enfermo y se iba a la costa atraer el remedio.

—Pero, ¿cómo te explicas entonce alCalistro con el cadáver?

—Pues igual. Oende días lo andabarondando el Calistro; debe haberloperseguido hoy en la tarde por laquebrada y antes que lo alcanzara se le

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volvió venado y de venado se vinocorriendo sólo a que yo le metiera elpostazo de escopeta.

—Talmente, onque el mortal no dejóaquí el cuerpo. El cuerpo apareció allá.

—Es lo que pasa siempre en estecaso. El que tiene la gracia de ser gentey animal, al caso de perder la vida dejasu mero cuerpo donde hizo la muda y elcuerpo animal onde lo atajó la muerte.El Curandero se le volvió venado alCalistro, y allá, al darle yo el postazo,dejó su forma humana, porque allí hizola muda, y aquí vino a dejar su forma devenado, donde yo lo atajé con la muerte.

—Será cosa esa.

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—Adelántate y le ves la cicatriz…—Hecho. Me esperas en el camino.

Esconde bien la escopeta.—De juerza, la guerra sigue.Gaudencio Tecún regresó los ojos al

vuelo —se había quedado contemplandoel cañal que en la noche clara era comover agua verde— y puso el sentido en elrancho de su nana, allacito estaba y poraquí se oía.

Charas… Charas… Charas…Paró la oreja para orientarse dónde

quedaba el rancho por las barridas quele daba el viento remolón al guáramoque alentaba en el patio. Los grilloscontaban las hierbas, las hierbas

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contaban las estrellas, las estrellascontaban el número de pelos que tenía elloco en la cabeza, el loco de Calistroque también se oía gritar a lo lejos.

A la babosa me hice ya de otromuerto —se dijo pronunciando laspalabras; estaba solo—, de haber sabidono tiro… ¡Venado de las Siete-rozas,riendoso ibas! Y… —esto ya pensando,sin hablarlo— tendré de fuerza queregresar a despertarlo antes de lamedianoche; malobra la que me buscó lasuerte; y despierta o lo entierro…

Se sonó. Los dedos le quedaronengusanados de mocos y resuello demonte húmedo. Escupió amargo mientras

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se los limpiaba en el sobaco. Y con elbrazo metido en una cueva, tanteandofondo para dejar escondida el arma, lotopó su hermano Uperto, que volvía deverle la cicatriz al muerto, acezoso, quele tardaba el llegar.

—Puro cierto lo que veníascuenteando, vos, Gaudencio —le gritó—; el Curandero tiene el postazo tras laoreja zurda, mero como el Venado, no sepodía pedir más cabalencia, justo tras laoreja zurda. Por supuesto que al que nosabe la mauxima se le disimula entre losraspones que le dio Calistro al sacarloarrastrando de una pata.

—Y allá están mis hermanos —

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indagó Gaudencio con la voz oscura.—Saliendo yo, llegaba Felipe —

contestó Uperto; por la cara le bajaba elsudor de la carrera que había echado delrancho a donde estaba Gaudencioescondiendo el arma.

—Y Calistro qué se hizo.—Lo amarramos al tronco del

guarumo para que no haga perjuicio. Éldice que otro mató al Curandero, perocomo está fuera de sus sentidos ningunole hace caso, luego que lo vidieron salirarrastrando al muerto.

Gaudencio y Uperto echaron a andaren dirección del rancho.

—Ve, Gaudencio Tecún —gritó

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Uperto después de algunos pasos;Gaudencio iba delante; no volvió amirar, pero oyó—, lo del Venado y elCurandero sólo los dos lo sabemos.

—Y Calistro…—Pero Calistro está loco…Sólo Gaudencio y Uperto Tecún

saben a ciencia cierta quién ultimó alCurandero. Sus hermanos ni losospechan. Menos su nana. Muchomenos las demás mujeres de la familia,las que torteaban en la cocinaperiqueando sobre el suceso. Untrastorno aquel palmearse unas a otras,llamándose como se llama a lastortilleras cuando pasan por la calle, con

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palmaditas de mano. El sudor les raja lacara de barro sumiso. Les brillan losojos ribeteados de colorado de ocote,por culpa del humo. Crío a la espalda,unas. Otras panzonas, esperando hijo.Las trenzas en culebrerío sobre lacabeza. Todas con los brazosalistonados y escamosos de aguachigüe.

—Y aquí están ustedes, ooo… y noenvitan…

Las torteadoras volvieron a mirar,sin dejar de palmear. Gaudencio Tecúnasomaba por la puerta de la cocina.

—Yo les traiba un traguito, si alcasoquieren. Le agradecieron.

—Si hay un cristal que se acomida

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alguna de todas.—¡Amor cuánto vales! —exclamó la

más joven y alcanzando el vaso aGaudencio, echó el resto—: ¿Por qué nodecir yo quiero tal cosa, sin venir acuentos que buenos son para que loscrean otras?

—¡Lástimas al desprecio se llamaesa manera de hablar; presta el cristalpara vaciar el trago, y déjate de plantas!

—¡Se echa de ver, ni que estuvieratan de más en el mundo, ni que sólo vosfueras el hombre y todos los demásmujeres, para hacerme el favor!

—¡Mancita!—¡Caballo el que habla!

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—¡Entonces yegüita la que contesta!—¡Liso!—Y de repente te robo, no decís.—¡Gente es tanate!—¡Gente estruida, pero, vos, pura

del monte!—Demos el dedalito, pues, si nos lo

va a dar —intervino la molendera—; yoestoy con algo de cólico; mejor si esanisado…

—Es…—Yo también le recibo el favor —

dijo otra muchachona, mientras lamolendera se limpiaba las manos en eldelantal para recibir el vaso—; measusté mucho al ver que el Calistro

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subía con el Curandero arrastrándolo,como a un espantajo de esos que ponenen las milpas.

—Nemiga, ¿vos estabas lavando? —preguntó Gaudencio Tecún a la jovenque se le reía en la cara, con los dientescolor de jazmín, los labios pulposos, lanariz recogida y dos hoyuelos en lasmejillas después de las palabras quecambiaron de entrada, palabra uno ypalabra otro.

—Sí, vos, enemigo malo —contestóaquélla, dejando de reír y sin disimularun suspiro—, torciendo unos trapitosestaba cuando asomó el loco con elmuerto. Lo verde que se pone una

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cuando se muere. Servime otro trago.—Sabido —dijo Gaudencio al

tiempo de empinar la botella de anisadoen el vaso de cristal, hasta hacer dosdedos—. La sangre animal se vuelvevegetal antes de volverse tierra, y poreso se pone uno verde al pronto demorirse.

En el patio oloroso a perejil se oíanlos pasos del loco. Somataba los piesbajo el guarumo, como si anduviera aoscuras con el árbol a cuestas.

—Nana —murmuró Uperto en elcuarto donde habían tendido alCurandero: yacía el cuerpo en un petatetirado en el suelo, cubierto con una

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chamarra hasta los hombros y la carabajo sombrero—. Nana, no se halla unoa ver gente muerta.

—Ni trastornada, mijo.—No se hace uno a la idea de que la

persona que conoció viva, sea yadifunta, que esté y no esté; que es comoestán los muertos. Si los muertos másparece que estuvieran dormidos, quefueran a despertar al rato. Da no sé quéenterrarlos, dejarlos solos en elcamposanto.

—Mejor me hubieran dejado morirdel hipo. Bien muerta estuviera y mijobien bueno, con su razón, su peso. Nome jalla ver al Calistro loco. Cuerpo

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que se destiempla, mijo, ya no sirvepara la vida.

—El tuerce, nana, el puro tuerce.—Docena de varoncitos eran

ustedes, siete en el camposanto y cincoen vida. Calistro estaría alentado comoestaba y yo haciéndole compañía a misotros hijos en el cementerio. Las nanascuando tenemos hijos muertos y vivos,de los dos lados estamos bien.

—Por medecinas no ha quedado.—Dios se lo pague a todos ustedes

—murmuró muy bajito y después de unsilencio contado con lágrimas que erannotas graves de compases de ausencia,se apuró a buscar palabras para decir—:

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La única esperanza es el Venado de lasSiete-rozas, que se deje agarrar un díade éstos para que Calistro vuelva a suscabales.

Uperto Tecún desvió los ojos de losojos de su nana y los puso en el fuego deocote que alumbraba al muerto, no fueraa leerle lo del venado en elpensamiento, aquel manojito de tuzasenvuelto en trapos negros, con la cabezablanca y ya casi sin dientes, su nana.

Una señora asomó en ese momento.Entró sin hacer ruido. Se fijaron en ellacuando apeaba el canasto que traía en lacabeza, doblándose por la cintura, paraponerlo en el suelo.

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—¿Qué tal, comadrita? ¿Qué tal,señor Uperto?

—Con el pesar, qué le parece. ¿Ypor su casa, comadre, cómo están todos?

—Viera que también un poco fatales.Donde hay criaturas no se halla quéhacer con las enfermedades, porque sino es uno, es otro. Le traje una papitaspara el caldo.

—Ya se fue a molestar, comadre,Dios se lo pague; y el compadre, ¿cómoestá?

—Que días que no anda, comadrita.Le cayó hinchazón en un pie y no haymodo que le corra.

—Pues ansina estuvo Gaudencio

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hace años, de no poder dar paso, ydespués de Dios, sólo la trementina y laceniza caliente.

—Eso me decían, y anoche se lo ibaa hacer yo, pero no quiso. Hay personasque no se avienen a los remedios.

—Sal grande tostada al fuego mansoy revolvida con sebo, también es buena.

—Eso sí no sabía, comadre.—Pues después me lo va a contar, si

un caso se lo hace. Pobre compadre, élque ha sido siempre tan sano.

—También le traiba una su flor deizote.

—Dios se lo pague. Tan buenas quesalen en colorado, o en iguaxte. Siéntese

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por aquí tantito.Y los tres sentados en pequeñas

trozas de madera, se quedaron mirandoel cuerpo del Curandero que merced alas oscuranas y vislumbres del ocotebailón, tan pronto zozobraba en latiniebla, como salía a flote en losrelámpagos.

—A Calistro lo amarraron a un palo—dijo la nana, después de un largosilencio en que los tres, callados,parecían acompañar más al muerto.

—Lo sentí al pasar por el patio,comadre. Lástima que da el muchachosin su juicio. Pero dice mi marido, elotro día me lo estaba diciendo, que con

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el ojo del venado la gente vuelve enjuicio. Mi marido ya vido casos. Diceque es seguro para el señor Calistro.

—De eso hablábamos con Uperto,cuando usté vino. El ojo del venado esuna piedra que se les pasa por el sentidoy así se curan.

—Se les pasa por las sienesbastantes veces, como alujando tuza, ymesmo bajo la cabecera de la cama leshace provecho.

—Y esa tal piedra ¿onde la tiene elvenado? —inquirió Ruperto Tecún, alque llamaban Uperto; habíapermanecido como ausente, sin decirpalabra, temeroso de que le adivinaran

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la intención de ir a ver si el Venado delas Siete-rozas había vomitado esabelleza.

—La escupe el animal al sentirseherido, ¿verdá, comadre? —fue elhablar de la nana, que había sacado dela bolsa de su delantal un manojo decigarros de tuza, para ofrecerle dehumar a la visita.

—Ansina cuentan; la escupe elanimal cuando está en la agonía, es algoasí como su alma hecha piedrecita,parece un coyol chupado.

—Creiba, comadre, que no sabíacómo era ni me lo figuraba.

—Y eso es lo que se les pasa por el

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sentido hasta volverlos lúcidos —dijoUperto. Con los ojos de la imaginaciónveía el venado muerto por Gaudencio,en lo oscuro del monte, lejano el monte;y con los ojos de la cara, el cuerpo delCurandero allí mismo tendido. Pensarque el venado y el Curandero eran unsolo ser se le hacía tan trabajoso, quepor ratos se agarraba la cabeza,temeroso de que a él también se le fueraa basquear el sentido común. Aquelcadáver había sido venado y el Venadode las Siete-rozas había sido hombre.Como venado había amado a lasvenadas y había tenido venaditos, hijosvenaditos. Sus narices de macho en el

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álgebra de estrellas del cuerpo azulosode las venadas de pelín tostado como elverano, nerviosas, sustosas, sólo prestasal amor fugaz. Y como hombre, dejoven, había amado y perseguido a lashembras, había tenido hijos hombrecitosllenos de risa y sin más defensa que sullanto. ¿Quiso más a las venadas?¿Quiso más a las mujeres?

Asomaron otras visitas. Un viejocentenario que preguntaba por la Yaca,nana de los muchachos Tecún,muchachos y ya todos eran hombres conhijos y reverencias. En el patio se oía elrondar del loco. Somataba los pies bajoel guarumo, enterrando los pasos en la

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tierra, como si anduviera con el árbol amemeches.

Otros dos Tecún, Roso y Andrés,conversaban a un ladito del rancho.Ambos con el sombrero puesto,encuclillados, machete pelado en mano.

—¿Humas, Ta-Nesh?Andrés Tecún, a la pregunta de su

hermano dejó quieto el machete quejugaba de un lado a otro rasurando alpulso los zacates que le quedaban cerca,y sacó un manojo de cigarros de tuza,más grandes que trancas.

—Te cuadran éstos.—Por supuesto. Y me das brasa.—Con gusto. Yo también te

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acompaño.Andrés Tecún se puso el cigarro en

la boca, sacó el mechero y ya fue deechar chispas la piedra de rayo al darcontra el eslabón, hasta encender unamecha que parecía cascara de naranjasacada en culebrita, y con brasa de lamecha encender los cigarros.

Andrés Tecún recogió el machete ysiguió trozandito las hierbas sólo porencima. Los cigarros encendidos seveían en la oscuridad como decir ojosde animal del monte.

—Y entre nos, vos, Roso, —Andréshablaba sin dejar en paz el machete—,al Curandero no lo mató Calistro: tras la

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oreja tiene un postazo y aquél nocargaba arma.

—Me fijé que le dimanaba sangre depor la oreja; pero, por Dios, Ta-Nesh,que no había pensado en eso que meestás diciendo.

—Es la guerra que sigue, hermano.Que sigue y seguirá. Y nosotros sin conqué defendernos. Te vas a acordar demí: nos van a ir venadeando uno poruno. Dende que murió el cacique GasparIlóm que nos madrugan. Es un perjuicioel que le haya podido el coronel Godoy.

—¡Hombre maldito, no lo mentes!¡Sólo matándolo volvería a ser bueno;Dios nos dé licencia!

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—Bien chivados nos tiene…—Y eso que nosotros, hermano, las

del buey, sólo pa bajo…—La guerra sigue. En Pisigüilito,

según dicen, son bastantes los que nocreen que Gaspar Ilóm haya hecho viajeal otro mundo con sólo tirarse al río. Elhombre parecía un pescado en el agua yfue a salir más bajo, onde la montada yano podía darle alcance. Debe estarescondido en alguna parte.

—Eso de darse culas uno mismo conla esperanza, que sea cierto lo que unoquiere, eso quiere uno siempre. Lástima,pues, que no sea así. El Gaspar seahogó, no porque no supiera nadar —

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como vos decís era un pescado en elagua—, sino porque en lugar de gente,en el campamento encontró cadáveres,los habían hecho picadillo, y esto ledolió a él más que a ninguno, porque erajefe, y entonce comprendió que su papelera también irse con los que ya estabansacrificados. Sin darle gusto a lapatrulla, se echó al río como una piedra,ya no como un hombre. Vas a ver quecuando el Gaspar nadaba, primero eranube, después era pájaro, despuéssombra de su sombra en el agua.

Callaron Roso y Andrés Tecún. Enel silencio se oía el ir y venir de losmachetes que eran parte de la

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respiración de aquellos hombres.Seguían jugandito, trozando las hierbas.

—El cacique le hubiera podido alcoronel ese, si no le mata a su gente —expuso Roso a manera de conclusiónescupiendo casi al mismo tiempo unabrizna de tabaco que le había quedadoen la lengua.

—Desde luego, luego, que sí —afirmó Andrés que ya jugaba el machetecon el ánimo inquieto— y la guerra estáen eso, en que uno se ha de matar alpleito y no como lo hicieron con él,dándole veneno como a un chucho, ycomo lo están haciendo con nosotros,allí tenes al Curandero: mampuesta,

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plomazo y ni quien te eche tierra. Laruindad de no tener armas. ¡Cuestarsevivo y no saber si amanece, amanecer yno saber si anochece! Y siguensembrando maíz en la tierra fría. Es lapobreza. La peor pobreza. Las mazorcasse les debían volver veneno.

A la familia entera se le aliviabaalgo, no sabía qué, cuando el locodejaba de pasearse bajo el guarumo.Dolorón tan de todos. Calistro sedetenía largos momentos bajo las orejasverdes del árbol cosquilloso de viento,a olfatear el tronco y babeaba palabrascon las quijadas tiesas, la lengua deloroco, la cara de siembra escarbada

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por la locura, y los ojos abiertostotalmente.

—¡Luna colorada!… ¡Lunacolorada!… ¡Taltucita yo!… ¡Taltucitayo!… ¡Fuego, fuego, fuego… oscuranade sangre cangrejo… oscurana de mielde talnete… oscurana… oscurana…oscurana…!

… plac, clap, plac, el ruido quehacía Gaudencio Tecún sobre el cuerpodel Venado de las Siete-rozas, al pegarlecon la mano, plac, clap, plac, tan prontoaquí, tan pronto allá… Golpecitos,cosquillas, pellizcos.

Desespera del animal que nodespierta, gran perezudo, y va por agua.

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La trae del río en la copa de susombrero para rociársela con la boca enla cabeza, en los ojos, en las patas.

—¡Amina quizás vuelva en sí!Los recostones de los árboles unos

con otros hacen huir a los pájaros, vueloque toma Gaudencio como anuncio de lasalida de la luna.

¡No tarda en aparecer ese pellejo depapa de oro!

Desespera del venado que nodespierta a rociones de agua y empieza adarle de golpes en el testuz, en elvientre, en el cuello.

Al sesgo cruzan las aves nocturnas,cuervos y tapacaminos, dejando en el

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ambiente airecito de puyones conmachete, tirados a fondo.

¡Y quizás por eso es que uno se hacelos quites de noche, aunque no hayanaide y aunque esté dormido, poraquello de las dudas del aire!

Rociada el agua, golpeado el animal,Gaudencio se envuelve los pies, losbrazos, la cabeza con hoja de cañamorada y asi vestido de caña dulce bailaalrededor del venado haciéndoleaspavientos para asustarlo.

—¡Juirte! —le dice mientras baila—. ¡Juirte, venadito, juirte! ¡Hacerle ala muerte de chivo los tamales!¡Engatusarla!

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—¡Juirte! —le dice mientras baila—. ¡Juirte, venadito, juirte en las Siete-rozas! Allá lejos me acuerdo… Yo nohabía nacido, mis padres no habíannacido, mis abuelos no habían nacido,pero me acuerdo de todo lo que pasócon los brujos de las luciérnagas cuandome lavo la cara con agua llovida, ¡luirtepor bien, venadito de las tresluciérnagas en el testuz! ¡Un ánimoreuto!… ¡Por algo me llamo tinieblasanguínea, por algo te llaman tiniebla demiel de talnete, tus cuernos son dulces,venadito amargo!

Arrastra una caña de azúcar amanera de cola, va montado en ella. Así

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vestido de hojas de caña morada bailaGaudencio Tecún hasta que la fatiga lobota junto al venado muerto.

—¡Juirte, venadito, juirte, lamedianoche se está juntando, el fuego vaa venir, va a venir la última roza, no teestés haciendo el desentendido o elmuerto, por aquí sale tu casa, por aquísale tu cueva, por aquí sale tu monte,juirte, venadito amargo!

Saca, al dar término a suspedimentos, una candela de seboamarillo, y la enciende con gran trabajo,porque primero hace llama en una hojaseca con las chispas del mechero. Y conla candela encendida entre las manos, se

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arrodilla y reza:—Adiós, venadito, aquí me dejaste

en lo hondo del pozo después que te diel hamaqueen de la muerte, sólo paraenseñarte ¡cómo es que le quiten a unola vida! ¡Me acerqué a tu pecho y oí losbarrancos y me embarqué para oler tualiento y era paxte con frío tu nariz! ¿Porqué hueles a azahar, si no eres naranjo?En tus ojos el invierno ve con ojos deluciérnagas. ¿Dónde dejaste tu tienda devenadas vírgenes?

Por el cañal oscuro vuelve unasombra, paso a paso. Es GaudencioTecún. El Venado de las Siete-rozasquedó en la tierra bien hondo, lo enterró

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bien hondo. Oía ladrar los perros, losgritos del loco y al allegarse más alplan, subiendo de la quebrada de loscañales, el rezo de las mujeres por elalma del difunto.

—Que Dios lo saque de penas ylleve a descansar… Que Dios lo saquede penas y lo lleve a descansar…

El Venado de las Siete-rozas quedóenterrado bien hondo, pero su sangre enforma de sanguaza bañó la luna.

Un lago de miel negra, miel de cañanegra, rodea a Gaudencio que ha metidoel brazo hasta el sobaco en la cueva enque dejó escondida el arma, que lo hasacado tranquilo porque el arma está allí

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segura y que antes de avanzar por elplan hacia el rancho del velorio,después de hacer la señal de la cruz conla mano y besarla tres veces, ha dicho enalta voz, mirando a la luna colorada:

—Yo, Gaudencio Tecún, me hagogarante del alma del Curandero y juropor mi Señora Madre, que está en vida,y mi Señor Padre, que va es muerto,entregársela a su cuerpo en el lugar enque lo entierren y caso que alentregársela a su cuerpo resucite, darletrabajo de peón y tratarlo bien. Yo,Gaudencio Tecún…

Y marchó hacia el rancho pensando:… hombre que cava la voluntad de Dios

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en roca viva, hombre que se carea con laluna ensangrentada.

—Ve, Gaudencio, que el venado yano está…

Gaudencio reconoció la voz deUperto, su hermano.

—Y vos fuiste por onde estaba, pué.—Cierto que fuide…—Y no lo incontraste…—Cierto que no…—Pero si viste cuando salió

rispando…—¿Vos lo viste, Gaudencio?—No sé bien si lo soñé o lo vide…—Recobró la vida entonce y entonce

va a recobrar la vida el Curandero.

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Susto que se va a llevar mi nana, cuandovea al hombre sentarse, y el susto delmuerto cuando oiga que le estánrezando.

—Lo que no es susto en la vida novale gran pena. Y ve que yo si que measusté cuando fue medianoche. Una luzmuy rara, como cuando llueven estrellas,alumbró el cielo. El de las Siete-rozasabrió los ojos, yo había ido a ver si loenterraba por no ser un animalcualquiera, sino un animal que era gente.Abrió los ojos, como te consigno,levantó humo dorado y salió deestampida reflejando en el río color deun sueño.

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—La arena, decís vos.—Sí, la arena tiene color de sueño.—Con razón que yo no lo encontré

donde lo mataste. Fuide por si casual nohabía escupido esa piedra que dice minana que es buena para volver el sentidoa los locos.

—Y, ¿encontraste algo?—Ni riesgo al principio. Pero

buscando, estaba y aquí la traigo; piedrade ojo de venado, me tarda en llevárselaa mi nana para que le aluje los sentidosy la mollera al Calistro; tal vez así seaviene a curar de su trastorno.

—Fue suerte, Uperto Tecún, porquela piedra de ojo de venado, sólo la

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llevan los venados que no sólo sonvenados.

—Pues porque este Venado de lasSiete-rozas era gente la llevaba, y comosirve para otros males yo a solas me herepetido que el Curandero tenía razóncuando la gravedad de nanita duda quesólo se curaba del grillo cazando al delas Siete-rozas, y por atalayarlo vayaque no quedó, días y noches me pasé enel cañal vigilando si pasaba, la escopetaya lista, y la muerte fue tuya, Gaudencio,porque vos te lo trajiste al suelo de unpostazo, y también te trajiste alCurandero; pero no culpas porque nosabías, de haber sabido que el venado y

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el Curandero eran énticos no le tiras.A la familia entera de los Tecún se

les alivió todo cuando el loco dejó depasearse bajo el guáramo. Era undolorón tan de ellos, de dieciséisfamilias de apellido Tecún, habitantesdel Corral de los Tránsitos, el trastornodel Calistro que se detenía a veces bajoel árbol de orejotas verdes, olfateaba eltronco y babeaba palabras que no seentendían: ¡Luna colorada! ¡Lunacolorada! ¡Taltucita yo! ¡Taltucita yo!¡Fuego, fuego, fuego! ¡Oscurana desangre! ¡Oscurana de miel de talnete!

La nana le alujó las sienes y lamollera con piedra de ojo de venado. La

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cabeza del Calistro era de tamañonormal, pero por ser loco se le veía unacabezota tan grande. Grande y pesada,con dos remolinos, cayó sobre la faldanegra, olorosa a guisados de la nana y sedejó, igual que un niño, al ronrón de quele quitaba los piojos, pasar y pasar elojo de venado, hasta que estuvo en suscabales. La piedra de ojo de venadojunta los pedacitos del alma que en elloco se han fragmentado. El loco tiene lavisión del que se le quiebra un espejo yen los pedacitos ve lo que antes veíajunto. Todo esto lo explicaba el Calistromuy bien. Lo que no se explicaba era lamuerte del Curandero. Un sueño

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incompleto, porque junto a él decía ver,sin poderle descubrir la cara, al que deveras lo mató, a esa persona que erasombra, era gente, era sueño.Físicamente sentía aún el Calistrohaberla tenido muy cerca, oprimidacontra él como un hermano gemelo en elvientre materno y haber sido parte deesa persona, sin ser él, cuando ultimó alCurandero.

Todos se le quedaban mirando alCalistro. Tal vez no estaba curado. SóloGaudencio y Ruperto Tecún sabían queestaba bien curado. El remedio. Lapepita de ojo de venado no falla.

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Coronel Chalo Godoy

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8

Clinudo, miltomatoso y hediondo acalentura, en camisa y calsonío de mantade costal de harina, las marcas de laharina borrosas bajo los sobacos, por elfundis, sombrero de petate en forma detumbilla, polainas de cuero y espuelasonta más al carculo que atada alcalcañal escamoso, el subtenienteSecundino Musús, escurría su caballopiligüe por los claritos de buen caminopara medio apareársele al coronel Chalo

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Godoy, Jefe de la Montada, y espiarle lacara con todas las del disimulo, porqueel hombre iba gran bravo y Dios guardesi lo topaba pulseándole el sentido.

Pues, ciertamente, de resultas de lapatrulla que qué años que los veníaalcanzando y dónde que los alcanzaba,iba gran bravo el jefe. Gran agrio iba.

Y por eso no había hablado palabra,él que era tan amigo de contar cuentos,en horas y horas que tenían de trepar poruna pendiente pedregosa, triste, en laque las bestias, envejecidas decansancio, marcaban más y más lospasos, y los jinetes, cegados por lanoche, se volvían de mal corazón. El

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subteniente se le apareaba, le echaba lamirada de reojo y visto el semblante dedisgusto del jefe, se quedaba atrás en supeque-peque.

Pero en una de tantas apareaditas, elcaballo agarró trote y luego pareja, sólopara desbitocar lo amargo. Al sentir elcoronel Godoy que lo venían coleando,volvió la cabeza con ojos de cangrejocoqueado y se soltó en violencias,mientras aquél luchaba por contener labestia, apulgarado en los estribos,nalgueado por el trote.

—¡Jo… darria la tuya! A cada ratome figuro que es la patrulla la que nosalcanza y sos vos. Por no dejar de estar

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cansando al caballo tu compañero. Yésos qué es lo que esperan paraalcanzarnos. Deben venir pasando elagua, comiendo, guanaqueando,apeándose a cada rato con el pretexto decincha floja, de miar, de buscarnos conla oreja pegada al suelo del camino. Ysiquiera despacharan ligero. De los quedicen: purémonos que el jefecito vaadelante. Eso si no se han metido arobarse las reses en las tierras. Lasmujeres y las gallinas también peligran.Todo lo que es nutrimiento y amorpeligra con gente voluntariosa paradarle gusto al cuerpo. Sólo que estosdialtiro dicen quita de ái: tentones,

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cholludos, sin respeto. Y a la preba meremito. Ya agarraron la cacha dequedarse atrás por ver qué se roban yquién los hace andar. Ni arreados. Sóloque esta vez les va a cair riata. Entreque yo para con el hígado hecho pozol yellos a paso de tortuga. ¡Quemadera desangre tan preciosa! Y esto que ya no escuesta, ¿qué será, mi madre?… Paloencebado pa muías.

El subteniente guardó silencio, maspor aquello de que el jefe lo creyeraenterado de lo que decía a gritos que lesaltaban de la boca como chivos dandotopones, movió la nuez picuda de abajoarriba, sin tragar aire ni saliva de la

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angustia, sintiéndose tamañito del miedopor el acecido de su caballo que enlugar de pescuezo parecía llevar unasierra de aserrar madera.

Sensación de pelo sobre los ojos ymugre sobre la piel al ir creciendo loscerros en la oscura claridad nocturna. Lanoche bajaba peinada y húmeda delalborotado cielo de las cumbres. Loscascos de las cabalgaduras resonaban,como trastos de peltre, al chocar en laspiedras de los desburrumbaderos. Losmurciélagos baquetaban con sus cuerposde hule vivo, entre ramazones secas ytelarañas, esqueletos cascarudos, restosde troncos carcomidos de hormigas,

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ceibas entre nubes de paxte. Pájaros deaire gris pasaban el pico por dientes depeines invisibles: ¡quruí! ¡quruí!…Otros de celeste pluma se dormían conel día bajo las alas y otros goteando elcolirio de sus trinos en el ojo cegatón delos barrancos.

—¡Cuestón, por la grandiosísima!—Y nos queda lo más labrado, mi

coronel, aunque ya puede decir quesalimos a la cumbre. Aquella ceja deencinos es mi tanteo.

—Es que ya era tiempo…—Y de la cumbre, al lugar de «El

Tembladero», que le llaman.—Allí vamos a hacerle un tiento a la

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patrulla, tal vez nos alcanzan y llegamostodos juntos al Corral de los Tránsitos.Es mi veneno la gente lerda y siempreme toca gente lerda, preciosidad demierda.

—No es sólo idea lo del Corral delos Tránsitos. Por esa zona hay muchocuatrero, con decir que hace poquito lequitaron la cabeza a todos los Zacatón.Pero es gente necia, mi coronel. Ven elpeligro y no lo evitan. El maicero detierra fría muere pobre o matado. Y esque la tierra los castiga por mano deindio. ¿Para qué sembrar donde lacosecha es mala? Si son maiceros quebajen a la costa grande. Allí encuentran

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la mesa puesta, sin necesidad de echarabajo tanto palo bueno.

—«El Tembladero» no está lejos…—Pues ya lo creo que no está

lejos…—La luna tampoco debe andar

lejos…—Pues ya lo creo que tampoco debe

andar lejos…—Ah, la puta, con el responso.—La ordenanza, mi coronel…—Los tapojazos que te van a llover,

pedazo de petate. Me extraña que andesmancornado conmigo y no me sepas elmodo. El respeto al jefe no está en esasbabosadas. Embusterías y labias se

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hicieron para mujeres y por eso sevuelven amujerados los melitares deescuela, por la ordenanza. Cura que seguía por el catecís, músico que toquepor solfa y melitar de ordenanza noquiero ni para remedio. Es ése el puntoque vos debesde saber si querés serascendido. La religión, la música y lamilicia son cosas distintas, pero separecen, se parecen en que las tres sonde instinto, el que las sabe, las sabe y elque no, no las apriende.

Aupó la bestia que montaba con ungrito:

—¡Macho bayunco!Y añadió:

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—¡Macho bruto!… Pues bien, comote iba diciéndote: el catecís, la solfa y laordenanza se inventaron para los que sinsaber lo que les suda el cuerpo quequieren ser en la vida, se meten a decirmisa, se meten a cantar, se meten aquerer mandar, porque se lo enseñaron,no porque lo sientan, y el arte militar esel arte de las artes, el arte de matarmadrugándole al enemigo, que en laguerra como en la guerra. El arte militares mi arte y yo les hago roncha sin haberestudiado ni rosca.

Salieron a la cumbre. La luna al rojovivo daba luz de brasa. Lascabalgaduras se veían como barriletes

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volando. En el fondo del valle seadivinaban trozaduras de río, arboledasen relámpagos de loros verdes, cerrostipaches.

—¡Subteniente Musús, vista a laderecha! —gritó el coronel; emergían dela cuesta uno tras otro a una doble luz detela fina—, la luna está a lo militar.

Secundino mirujeó en el horizonte elenorme disco ensangrentado, al tiempode contestar:

—Sabe haber sus quemas por estetiempo, mi coronel, y ésa es la propiacausa de que la luna esté pintia. A no serlos calores…

—¡Guía a la derecha he mandado,

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sin explicaciones, melcocha nosvolvimos ya, y saludo de ordenanza, laluna está a lo militar!

Al subteniente le dolió la tapabocatan a tiempo; pero como según su jefe alos militares lo que más les lucía era sercuerudos, mientras saludaba a la lunamilitarmente, con la mano en el ala delsombrero, dijo ganoso:

—El humo de las quemas tifie versangre, mi coronel, y es como siguerrearan en la luna y hubiera muchosheridos… como si guerrearan —repitiósin poner ya mayor asunto en sus últimaspalabras, fijos los ojos en una granserpiente de árboles que parecía

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arrastrarse entre los cerros con ruido deretumbo. Lo que se llamaba «ElTembladero».

A don Chalo Godoy se le regó elgusto en el encaje curtido de la cara.Hablar de la guerra era su mero cuatro.

—Pues a mí me gusta este tiempo —dijo reconciliado con el subalterno—,porque me arrecuerda. Ver quemar comoa estas horas es puro como verguerrillas. El chirivisco hace ruido debalaceadera cuando arde y hay humazón,y hay resplandor de artillería en laslomas, y se ve que avanzan tropas dondeel fuego priende rápido y que serepliegan apenas sopla aire contrario.

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Estos son los puntos que te vengoexplicando. La guerrilla es igual alfuego de la roza. Se le ataja por un ladoy asoma por otro. Se le ataja por eseotro lado y asoma por otro. Guerrearcon guerrillas es como jugar con fuego ysi yo le pude al Gaspar Ilóm fue porquedesde muy niño aprendí a saltarfuegarones, vísperas de Concepción ypara San Juan. Diablo de hombre eseGaspar Ilóm…

—Viéramos, mi coronel…—No se le adivinaba el pensamiento

caprichoso como el fuego en las rozas.Por aquí, por allá, por todas partessaltaba ardiendo su pensamiento, y había

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que apagarlo, y cómo se apagaba si erapensamiento de hombre en guerra.

—Viéramos, mi coronel…—Y no es mentira. Una vez lo vi

arrancar un árbol de jocote, con sóloquedársele mirando, obra de supensamiento, de su fuerza, y agarrarlocomo escoba de patio para barrer contodos mis hombres, basuritas parecíanlos soldados, los caballos, lasmuniciones…

—Viéramos, pues, mi coronel…—Y no se me determina —dijo don

Chalo con los ojos en el camino quebajaban hacia «El Tembladero», porentre piedras y tostaduras de hojas secas

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—, pero según asigunes de hablaantigua, por aquí por donde ahora vamospasando, por estos cerros, se entretuvoel que conmueve la tierra con meneaditode jícara a mudar agua a sus peces-montañas, tiempo que aprovechó elhuracán para espantarle las colinas quellevaba a vender al infierno, eseavispero de colinas que desde aquí seven hasta el mar.

—Se ven, mi coronel…—Las colinas quisieran regresar al

morral del Cabracán. Son avispas.Tienen voluntad de regresar. Pero no lasdeja el aire del mar que sopla sindescanso. Y los barrancos son los

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huecos que al espantarlas quedaron en elpanal. Un barranco por cada avispa, porcada colina.

El macho y el caballo en que ibanamo y ayudante cambiaban de postura alas orejas siguiendo las formas quetomaba el ruido de «El Tembladero» enaquel encajonamiento de cerros, caracolde abismos en que sonaba y resonabacomo aguaje la somatazón del aire enlos pinares. Las bestias apuntaban lasorejas hacia adelante cuando el ruidoque venía a su encuentro era redondo,monótono, profundo. Hacia atrás, conrepentes de violencia, cuando tomabaforma de ocho. Y una oreja hacia

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adelante y otra hacia atrás,alternándolas, al quebrarse las formasregulares, para lo que bastaba el chajazode un cheje entre las ramas, laefervescencia de un chiquirín, losaletazos de aflatadas aves, la voz de losjinetes, bultos que hablaban a gritos,yendo casi a la par, como de orilla aorilla de un río caluroso.

—¡Las veces que habré pasado poraquíííllí… y siempre me damiéééÉÉÉdo!

—¡Yo no conozco el miéééÉÉÉdo!¡Explica cómo éeéÉÉÉs!¡ExplicáááÁÁÁmelo!

El subteniente se hizo el sordo,

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pensó dar la callada por respuesta; perodon Chalo que iba delante le recogió larienda al macho y le da berrinche si nogrita con el galillo abierto hasta los ojosy tal fuerza de pulmones que hasta porlas narices le moqueó el sonido.

—¡ExplicáááÁÁÁmelo… meló,meló, meló, meló explicáááÁÁÁs…pero, pero, meló explicáááAAAs!

—¡Es un insosiego que siente unoatrás de úúúÚÚÚno!

—¡Creí que adeláááÁÁÁnte!—¡Pues segúúúÚÚÚn!—¿Según quéééÉÉÉ?—¡Según por dónde se sienta el

instinto de huíííÍÍÍr! ¡El que siente el

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miedo atrás, huye pa-deláááAAAnte! ¡Elque lo siente adelante huye pa-tráááÁÁÁs!

—¡Y el que lo siente adelante y atrásse cááá… cáááÁÁÁ…ga!

El coronel remató su grito con unacarcajada rumbosa. Los cuajaronessonoros de la risa no se oyeron, mas fuepintura alegre que se le regó en la cara yhasta el macho se alborotó con unsembrón de espuelas como si hubieraatendido y también se fuera riendo. Porpoco lo saca del asiento. Casi desguindalas acciones del aliño en la fuerza quehizo con los pies en los estribos, alsentirse en el aire, al arrancón de la

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bestia alborotada, enderezarse comopudo y seguir adelante, me detengo nome detengo.

El subteniente Musús se quedó atrás,pasmado, miltomatoso, vestido de traposblancos, sólo ojos en el huatal ralo, ojosde miedo por todo lo que se movíaalrededor de su pellejo: el huracándoble ancho, el coágulo de sangre de laluna colorada, las nubes vagantes, lasestrellas mojadas, apagosas, y el monteoscuro con hediondera de caballo.

—Uno no es ninguno, no será grancosa —se apalabró Mu-sús al rato deandar, y como hablando con otra persona—; pero es ruin pasarse la vida a

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caballo, con frío, con hambre, con flatode que lo maten a uno el rato menospensado, y zafado eso, sin cacha de nadapropiamente propio, pues el que va yviene no está en condiciones de tener nimujer; es decir, mujer que sea suya, quele haya vendido en junto, porque mujerse tiene la que va por ái va, por ái viene,pero al menudeo, y luego tener sus hijos,y su casa, y una guitarra de aquellas quecuando se charranguean parece queestuvieran sonando bucul con pisto,fuera del gran pañuelo de seda, la colorde jarabe de azúcar, terciado sobre elcuello de la chaqueta nueva y agarradomismamente en la manzana de Adán con

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un anillo o una pepita de guapinol conhoyo… Desertarse, pues, quién sabe,porque las ganas no me faltan, si no medan la baja, quién sabe; caso la vida escola de iguana que se trueza un pedazo ysale otra vez para andarla peligrando.Se pierde y se perdió. No retoña. No estítulo.

Ni él mismo se oía lo que decía, talel ruido del viento huracanado al bajarde la cumbre a «El Tembladero».

En la matochada enana se alcanzabaa ver a los jinetes de la cintura a lacabeza, como figuritas de ánimas enpena. El monte anegado de luchacolorada, quién sabe si fuego del

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Purgatorio es el fuego colorado de laluna. Y se oía, al mermar el arrastre delviento, un como cocer hervoroso deagua producido por el vuelo pertinaz delos insectos, la cantaleta de los saposque andaban a saltos en los lodazales delas quebradas con pozas de agua nacida,y el chillido agudo de las chicharras,más corto e implacable cuando elenemigo les abría el vientre y se las ibacomiendo vivas en la tiniebla del aguade brasa producida por el reflejocardeno de la luna colgada entre lasmontañas y los cielos azules, profundos.

El bulto del jefe se enmontaba.Bueno que más adelante aparecía.

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Aparecía y desaparecía. Musús no lebotaba los ojos de encima. Por donde elbulto iba lo miraba, lo seguía. Niperderlo ni arrejuntársele, no fuera serel diablo y le pegara sus riendazos alsentirlo cerca, por aquello de quitarse lacólera que llevaba contra la patrulla queno había modo que los alcanzara.

Don Chalo no movía un solomúsculo de la cara. Fijos los ojoszarcos, mohosos de verde por la tardeque acababa en luna de sangre, laquijada en sus bisagras de hueso igualque puerta de golpe, el bigote atrancadosobre las comisuras, y el pensar en elrecuerdo. Así iba. ¿Para qué darle

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vuelta a lo sucedido? Pero le dabavuelta, y vuelta, y vuelta. Bonito es eldicho de a lo hecho, pecho. Pero no haypecho que alcance para tanta cosa comouno ha hecho. Envenenado el caciqueGaspar Ilóm, la indiada no se habíadefendido: la oscuridad de la noche, lafalta de jefe, el asalto por sorpresa y laborrachera de la fiesta favorecían susplanes de no matar a los indios, deasustarlos solamente. Pero la montadales cayó como granizo en milpa seca. Nipara remedio dejaron uno. A lo hecho,pecho. Aunque tal vez no estuvo maloque los mataran a todos, porque elcacique se tiró al río para apagarse el

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fuegarón de las tripas que lo estabamatando y se contralavó el veneno.¡Bárbaro, por poco se acaba el río! Yapareció al día siguiente, superior alveneno, y de estar los indios vivos, sepone al frente de ellos, y echa punta ybala.

Regazón de árboles en losmatorrales hondos, masudos, bermejosbajo la luna color de acerola, yampollados por el viento sabanero quelevantaba en los pajonales ariscos, olasque sobre los bultos de los jinetesvenían reventando en tumbos de chilcas,corronchochos y zarzamoras, entreespumarajos de barba de viejo y nubes

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bajas acolchadas sobre las sombrascumbreras de los higuerillos y loshorcones de los palos que en losenrames se veían sin ramas.

Las bestias agarraron un hojarascalal trote, apedreadas por ruidos deanimales que se desprendían de losárboles golpeando el suelo, prontos aatacar o escabullir el cuerpo conmovimiento de agua por la maleza. Elchorro de una cola, un molinete, chispasde luz verde, brincos de rama en rama ochüliditos de brinco en brinco,denunciaban su presencia juguetona,despierta, titilante, al caer, huir, reptar,trepar, volar, correr, saltar.

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Musús cortó un barejón, el primeroque topó su mano, para apurar alcaballito piligüe que no atendía palabrani espuela cuando se pegaba al terrenocon el engrudo del cansancio y la colarala de la oscuridad que era un mediosueño.

El torrente del aire huracanado ibaen aumento al acercarse a «ElTembladero». Al subteniente lezumbaban los oídos como con laquinina. Se figuraba cosas horribles. Elpicotearse de los palos entre lasramazones hamaqueadas por elventarrón… pac… pac… churubússs…le cosía a las orejas el recuerdo

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aborrecible de las armas trasteadas aespaldas del cuatrero, a quien unmomento después, la descarga seencargaba de tronchar como matocho…pac… pac… churubússs… ¡Oficio detrastornados ese, ese de los cuatreros oese de ellos de andar matando gente porno dejar, que se entiende autoridá!

Se escarbó las orejas para botarsede lo más adentro del oído el eco de lasramas al arrastre churubússs… pac…pac… y los puntazos secos de los palosque se picoteaban pac… pac…churubússs…

En la mano sólo le quedaba el olordel varejón de la chuca. Se fue como

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candela. Mejor un bejuco. Y con eltanteo de no espinarse, tiró de un bejucoque al remover las ramas del árbol enque estaba, le salpicó la espalda y elsombrero de agua dormida en las hojas.Tiró del bejuco y amenazó al caballo envoz alta, porque el pensamiento se lesalió en palabras al escalofriársele elcuerpo con el roción de sereno en laespalda:

—¡Jué… yegua, a bejucazos hay quehacerte andar!

El huracán cimbreaba losárbolonones, crujía la tierra con sollozode tinajón que se raja, los follajesagrietados se lloraban de cielo sobre la

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masa ciega del matorral ampón y hastala montura parecía erizarse de miedo ypicar a Secundino con sus pelos depunta. Secundino, a cada envión delaire, a cada hamaqueen del suelo —por«El Tembladero» temblaba la tierra acada rato—, apretaba las piernas a lacabalgadura, vale que las tenía comohorquetas de tanto andar a caballo, nosólo para asegurarse, sino por aquellode sentir el movimiento remante de labestia que avanzaba por el huatalcuarteado sobre su cabeza en terrones desombra que simulaban edificios que sevenían abajo o cerros que sedesplomaban. Pero, a ras de lo más

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grave del peligro, por momentosmermaba el huracán, el cuajo delhuracán, y su gran fuerza quebrada, elventarrón. Las ramas, entonces, perdíanpoco a poco su vitalidad llameante, sedestrenzaban los troncos elásticos y enel asiento de la oscuridad, color de brearaleada por el rescoldo de la luna queardía como bola de fuego, todo se ibaquedando quieto, cernido, quebradizo,entre desmoches apagosos, retumbossubterráneos, chachales de agua limpia ymontañas de hojas que despertaban acada alboroto de ráfaga con fragor demancha de chapulín que lija el aire.

Musús refregó las nalgas en el

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asiento achicharronado de la albardatotopostosa, sin aflojar las piernas y sinapearle los ojos al bulto del jefe quedesaparecía del macho cuando se botabade espaldas, andando, andando, paracontemplar a sus anchas los altísimostragaluces abiertos entre las copas delos pinos, por donde entraban, chorrosno, bueyes de luna joyante, de una lunasin cascara colorada, de luna sin lustrede sapuyulo, de luna sin sangre.

Y por ir el jefe de espaldas sobre lamontura, con los ojos en las nubes y enlas aéreas sombras de los pinosrasgados por saltos de luz esplendorosa,y el ayudante siguiéndolo al bulto, no sin

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empinar la cabeza de tiempo en tiempo,para beberse a sorbos el paisaje delaguitos de cielo que el amo ibaapurando de tesón, ni uno ni otro, antestan atentos a los cambios del camino,echaron de menos los huatales disueltosen lluvia de grillos y sustituidos poralfombras de pino seco, regueros que elbrillo de la luna convertía en ríosnavegables de miel blanca, a lo largo deladeras desnudas, rodeadas de piñales,jaulas de troncos en los que loqueabaotra vez el viento enfurecido y saltabanlas sombras de las ramas igual quefieras acoquinadas por el cuerear de losbejucos.

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La noche como ver el día. Soledadde espejo grande. Humo de vegetaciónpor el suelo rocoso. Ardillas con saltode espuma de chocolate en la cola.Topos con movimientos de lava queantes de enfriarse quieren perforar latierra y tontean aquí y allá. Parásitasgigantes de flores de porcelana yalgodón de azúcar. Las pinas de lospinos como cuerpecitos de pájarosinmóviles, pájaros exvotos petrificadosde espanto en las ramas siempreconvulsas. Y el constante quejido de lahojarasca arrastrada por el viento.Tristeza de luna fría, buida. La luna delargeño. El camino se perdía en las

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jaulas de troncos alfombrados de pinoseco, para reaparecer más adelante, yaen el agarrón de la bajera, picado dehoyos de taltuza y en un temblor de lucesretaceadas por ramas de árboles bajosque caían sobre los jinetes con sonar deagua revuelta a chipotazos. Cuestaabajo, después de las llanurasalfombradas de pino, volvía lavegetación pesada, continua, compacta,formando largos túneles por donde elcamino, visible apenas, simulaba elcuero de una culebra.

El macho sacudió la cabeza alsentirse salpicado de goterones de lunablanca. Agujeros redondos, mosquetas

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friolentas grandes y pequeñas,perforaban la penumbra de esponja ysapo del cerrado toldo de ramas sobreramas que iban recorriendo. El caballose barrió las ancas con la cola, al sentirlos rociones de la luz caliza, cola depelo corto que dejó en alto para soltaraire y estiércol. Parpadeó el coronel conaquella jarana. Pleito de arañas parecíanlas manos del subteniente bajo el juegode luces y de sombras. El coronel sefrotó las narices. El subteniente rechinólos dientes. La luz y la sombra ledespertaron la picazón de la sarna entrelos dedos.

—¡Sierpe CastíííÍÍÍa! —gritó el

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subteniente—. ¡Hágale la crúúúÚÚÚz sitiene cóóóÓÓÓstras!

—¡Nos viene luceáááÁÁÁndo!—¡Así parééééÉÉÉce!—¡Coqueala más encima con tus

grííííllltos!—¡Nimala vilumbróóóÓÓÓsa!

¡Nimala máááAAAla!—¡CréééÉÉÉciais!—Pues tal vez que lo sean —se fue

diciendo él mismo—, tal vez que losean, Secundino Musús; pero lo merocierto es que la Sierpe de Castillatuertea a las bestias, empioja a lascriaturas, enturnia a las mujeres, vuelvemás tapias a los sordos y al prójimo que

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tiene costras, si no le hace la cruz atiempo, lo abodoca.

La Sierpe de Castilla se quedóespejeando sus goterones de luz en unnigüerío de puntitos negros, sin másrealidad que la apariencia demovimiento que le daban las partículasde luna desgranadas entre las hojas deloscuro túnel de ramas gachonas agitadaspor el viento sobre los jinetes, y elcamino siguió culebreando bajero, cadavez más angosto, sólo para dar paso auna bestia, por entre rocas blancasrayadas de negro por las sombrasoblicuas de los troncos de los pinos quea todo espacio lucíanse elásticos y

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afilados, con un mechón friolento en loalto.

Los jinetes cerraron los ojos alprimer tapojazo. Los cerraron deinstinto, pero ya los tenían abiertos, deafuera los tenían. Hechos a echar filocon los machetes y bala con las pistolasy huir, porque el hombre valientetambién huye, a tiempo se les hizopatente que eran los troncos de los pinosproyectados por la luna en listones desombra, los que les iban cruzando lacara a tapojazos, y sólo medio ladearonel cuerpo para defenderse de aquellarelampaciadera vistosa. Los rayos deluna que pasaban entre tronco y tronco,

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por las pinadas, brillaban en el peloprieto del macho con el lucimiento delas sombras de los palos que a rayasnegras se estampaban en la camisaarinosa del subteniente Musús. Aire ytierra, al avanzar los jinetes, parecianirse alforzando en pliegues luminosos yoscuros, parpadeo en el que piedras ysarespinos daban brincos de saltamonte.

En la luz y no en la luz, en la sombray no en la sombra, los jinetes y lascabalgaduras se apagaban y encendíaninmóviles, y en movimiento. Al tapojazoen los ojos, sensación de golpe detiniebla vacía, de cosa vaga y existente,seguía el disparo a quemarropa del

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luzazo, y al golpe de luz, el otrotapojazo de sombra.

Y el coronel no iba para diviertas.Iba gran bravo. Gran agrio iba por culpade la patrulla que dónde que losalcanzaba.

No vieron disolverse los huatales, alentrar a «El Tembladero», por irpescueceando la luna y ahora a través deaquella trama encajuelada de luna ysombra de los piñales, en que el machoy el caballo parecían cebras rayadas deplata y el subteniente, vestido demantadril blanco, volatín o presidiariode traje a rayas negras, tampoco lepusieron asunto a la penumbra de moho

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tierno y transparente en que venas dechirivisco se iban volviendo monte entrelos palos, maleza que al caer en laespesura se hizo sombra impenetrable,como si su existencia vegetal sólohubiera sido un paso entre la luz y latiniebla profunda.

El viento latigueaba en lo hondo,mientras en los bosques aún alumbrados,los conacastes solemnes, los corpulentosy olorosos cedros, las ceibas de tanviejas con nube de algodón en los ojos,los capulines, los ébanos, losguayacanes, se acudían, acercándosemás y más unos a otros, hasta formartodos juntos murallas de cascaras y

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nervaduras, raíces fuera del suelo, nidosviejos, abandonados, paxtes, polvo,ventarrón y tramos de oscuridadindefinible, bien que al faltar la luz porcompleto sólo quedara de aquelmovimiento de cuerpos inertes unaligera humazón blanca, venosa, y másadentro, una auditiva sensación de marembravecido.

No se veía nada, pero ellos seguíanavanzando, como algo fluido,inexistente, sobre ruidos de derrumbe ybajo aguaceros de hojas pesadas comopájaros anfibios. De vez en vez lessorprendían golpes de ramas bajas ocaídas que al rozarles la cara les

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dejaban la impresión de araño de agua.—¡Maaa… cho! ¡Maaa… cho!La voz del coronel apagaba el

silbido del subteniente Musús, que másque silbidito era la punta de surespiración de huisquilar humano queiba buscándose camino con la guía de sualentar. Una rama quiso arrebatarle elsombrero. Musús ahogó el silbido, yprotestó al rescatarlo:

—¡Jué…, palo ingrato! ¡A la babosase quiere quedar con mi sombrero, ja…más!

Los huesos echan fuego de noche, enel camposanto; pero la claridad quevenía en contra de ellos, a tientas, en

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medio de una preciosa oscuridad, másparecía luminaria del cielo olvidada allídesde el principio del mundo. ¿Dedónde les llegaba aquel resplandor decaos? No lo sabían, no lo averiguaban, yno habrían sabido si no ven esplenderante sus ojos un árbol del tamaño de unencino que alumbraban millones depuntitos luminosos.

Musús se le apareó al jefe paradecirle: ¡Vea, mi coronel, la brama delos gusanos de fuego!… Pero por todohablar, se le jugó en el pescuezo depellejos palúdicos, la manzana picuda,como huevo de zurcir medias, y sólochistó un ¡Vea, jefe!

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Prendidas a las ramas más altas lashembras llamaban a sus amantes de ojocíclope, paseando sus farolitosencendidos, millones de ojos de luz enla noche inmensa, y los gusanosavivaban sus faros diamantinosrespirando con todas sus fuerzas demachos calientes y se ponían en marchadesplazándose como sangre de azuladoresplandor de perla, hacia lo alto, por eltronco, por las ramas y ramitas, lashojas y las flores. Al acercarse losgusanos que seguían avivando sus faroscon su respiración codiciosa, lashembras encendían más y más susnubiles fulgores, coqueteándoles con los

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mil movimientos de una estrella, lucesque después del encuentro nupcial seiban amortiguando, hasta quedar de todaaquella luminaria una mancha opaca, elresto de una vía láctea, un árbol que sesoñó lucero.

La luna les dio otra vez de alta.Asomaron al borde afilado de un cráterdel tamaño de una plaza. Una gran plazavacía. Las rocas, ligeramenteanaranjadas, reflejaban en la telita deagua y luna que como espejo las cubría,masas oscuras que igual que manchasmisteriosas se movían de un lado a otro.Pero el corazón de «El Tembladero»,adonde, por fin, enfilaban por un resto

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de camino que más parecía caucedeshilachado de arroyo invernal,encerraba otros secretos. Como porencanto cesaba en el interior de aquellagran taza rutilante, el ruido de cuatroleguas de hojas sacudidas sin descansopor el ventarrón, y se escuchaba eltintineo de las lajas que cantaban bajolos cascos de las cabalgaduras. Uno queotro garrobo huía a su paso por entrenatosidades secas de hojas atrapadas entelarañas color de humo. Los garrobosdejaban un ruido de raspón de nadadoren seco. Vivas y uñudas, se veían lashuellas de algún tigrillo en la rinconeradel atajo que los precipitó hasta el fondo

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de «El Tembladero».Sombras misteriosas, lajas

cantantes, ambiente en el que se podíahablar sin desgañitarse. Y allí acampana dar tiempo a los hombres montadosque formaban el grueso de la patrulla,para pasar todos juntos por el Corral delos Tránsitos, a tomar ellos algo de loque traían en sus tecomates —café,chilate, guaro de olla— y a refrescar lasbestias humeantes, sudor contra sereno,si éstas, que venían muertas decansancio, no reviven las dos a untiempo y pegan regresen tal, tan derepente, que poco faltó para que losescupieran por las orejas y los dejaran

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mordiendo el suelo.A la distancia de un tiro de piedra,

atravesado en el camino de lajascantantes que cruzaba «El Tembladero»,se veía un cajón de muerto.

—¡Su má… quina! —alcanzó a decirel coronel, al dar la vuelta el macho ybarajustar de trepada coleado por elcaballo piligüe que no obedecía rienda,porque el subteniente a dos manosquería hacer fuego sobre el cajón demuerto, al ganar el borde que coronabael fondo de «El Tembladero», con unmáuser, si el coronel, que iba colgadode la pistola sobre la ondulanterespiración del macho que ya era sólo

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eso: una respiración prieta que tratabade salvarse, no le grita a tiempo que nodisparara. El torrente de hojas sacudidaspor el viento les pegó en la cara, lossumergió en seguida; mas ahora a unpaso de la desolación de «ElTembladero», en que se habían sentidodesnudos como para la muerte, quéconsolador aquel oleaje verde,rumoroso, rumiante, ensordecedor, queiba vistiéndolos, aislándolos,protegiéndolos. Hojas en los tallos,chillidos de micos con cara de gente,tensos saltos de fieras, caída de bólidoscon los tendones sangrantes de luz,estrellas fugaces que piaban en el cielo

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como pollitos perdidos en lainmensidad, guachipilines que sedesplomaban en seco, como suicidassupremos, colapso de una voluntadvegetal que ya no quiso resistir mástiempo la embestida del viento. El quehuye de un peligro y encuentra unamultitud y se mezcla entre todos y sigueavanzando con los miles y miles deseres que se mueven, se siente tanseguro, como el coronel y Secundino, alsalir de «El Tembladero» y desembocaren el torrente circulatorio del viento queleguas y leguas a la redonda sacudíacielo y tierra.

—¡Baboso, no ves que están velando

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muerto! —fue todo lo que oyó elsubteniente y por eso no mandó la bala.

Corrían. El viento les cerraba losojos, les abría la boca, les dilataba lasnarices, les enfriaba las orejas. Corríanmaterialmente hechos pescuezo con elpescuezo de las bestias, para oponer lamenor resistencia, y porque el contactocon el animal sudado, vivo, hediondo acostal de sal, les deparaba una vagaseguridad de compañerismo en aquelriesgo.

Y no se detuvieron hasta llegar a lacumbre, en la flor cimera de la cuestacuya raíz la fatiga y la memoria lesrecordaba muy profunda. El coronel

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Godoy se desanudó el pañuelo que traíaal cuello, húmedo de sudor de pelos,para limpiarse la cara.

Musús dejó caer los párpados parano ver la lechuza que le había quedadoenfrente. La luna le bañaba las alas delechuga ribeteadas de venitas de corazónde plátano. ¡Mal agüero, trigueño,lechuza y cajón de muerto!, le gritó lasangre.

—Mi coronel… —dijo Musús, sinmover los labios, tullido de palabra y demandíbulas.

Y Godoy le contestó en el mismotono y sin mover la boca:

—Mi coronel…, ahora sí, verdá…,

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mi coronel…—La vela del muerto de los

cuatreros…—Ahora sí, verdá… la vela del

muerto de los cuatreros…—Y ya no ponen muerto, sino cajón.—Se han vuelto precavidos. Antes,

para que vos veas, un baboso se hacía elmuerto sobre un petate, y hasta le poníanlas cuatro candelas; pero ahoradiscurrieron que era mejor sólo el cajón,así la gente no sigue camino al ver elcajón de muerto, y ellos pueden arrear elganado robado, con el camino libre deallí pa adelante.

—Mi señor coronel como que

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despenó a un tal Apolinario Chijoloy,que siempre hacía el difunto, porque eraimpedido y no podía andar robando.

—¿Y lo conociste vos?—Me lo contaron con pelos y

señales. Fue después de cuando usté lepudo al cacique de Ilóm, y ái sí queestuvimos ansinita de la muerte; sóloporque no le faltó la sangre fría para susdisposiciones, que contamos el cuento.Vea que entrársele a sus tierrasmontañosas a ese cacique que eraembrujado de conejo amarillo ydesmocharle la gente, mientras élandaba lavándose las tripas en el río. Enmenudos vi que caiban los pedazos de

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los indios, cuando la montada les cayóencima. Los seis años hace ya y sólo deeso se habla.

—Y éste siete —aprontó el coronel—. Llevo la cuenta, porque según losiscorocos, los brujos de las luciérnagas,a quien también hicieron picadillo, metienen sentenciado para la roza seutima.Este año me toca morir chamuscado,según ellos. ¡Ya palmando yo este año,que vayan a la mierda!

—Apolinario Chijoloy fue el últimomuerto que usté muerteó dialtiro.

—Reconozco que a ése me lo volétapamente. Lo agarré boquero, desde unbordo del camino, y a la sombra de un

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matorral grande que mordía undespeñadero, que fue por donde meresbalé para escapar antes que llegarana vengarlo sus compañeros. El pobreestaba haciéndose el muerto sobre unachiva barbona, entre cuatro candelas,una ya se había apagado. Tiré de prisa,por miedo a que se apagaran las otrastres candelas. Sólo medio se encogió arecibir el balazo.

—Y la patrulla que no parece.—Y no hay más que esperar, porque

sería peligroso, imprudente, volver alcamino sin refuerzo de tropa. No haygente más bragada que los cuatreros, ylistos que son, son relistos, el peligro

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afína a la gente, le afína el oído, le afínael ojo, la hace casi adivina de lo que leconviene y no le conviene.

—Flor Júpiter, los cuatreros tienenlas del león, las del tigrillo, las de laculebra, las del viento en los matochos.

Por estar conversando, oyeron pasosde bestias cuando tenían los bultosenfrente, sobre ellos, ya para agarrarlos.Se les fue el habla. Corrieron a lasbestias que habían apersogado cerca deallí, para que se refrescaran el hocico enla humedad del monte y algún zacate lesmatara el hambre, ajigolón en que elcoronel arrancó con el cabestro la mataen que tenía amarrado el macho, y el

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subteniente reventó el lazo de supersoga.

Era la patrulla. Los diecisietehombres de la montada enharinados detierra y de luna. No hay como un hombremontado. ¿Quién dijo algo contra eso?Montado, ya sea para la guerra, ya seapara el amor, no hay como un hombremontado.

Ese pensamiento se le atravesó porla mollera al Jefe de la Expedicionaria,coronel Gonzalo Godoy, cuando alfrente de sus hombres, tomando elmando de las fuerzas, dispuso que sedesplegaran en plan de ataqueenvolvente.

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Avanzaron a galope, deseosos deprobarse con los cuatreros. Parasacudirse el frío y la murria, no haycomo una asamblea de balazos. El ruidotorrencial de «El Tembladero» losapeñuscó y desembocaron todos juntosen el sitio en que se encontrabaatravesado el cajón de muerto. La luzlunar afilaba las aristas del trágicomuelle de madera sin pintar, a la rústica,madera blanca de pino que al devolverla claridad lo rodeaba de un halo deesplendor.

Parte de la patrulla había quedado ala entrada de «El Tembladero», almando del subteniente Musús, para

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evitar un ataque por sorpresa. Todoseran oídos y ojos. A Musús se le secó lasaliva. Quiso soltar uno de sus ralososchisquetes de subteniente de línea, ysólo logró lanzar un poco de alientoreseco. Desde lo alto, el subteniente ysus hombres veían lo que pasaba en elfondo de «El Tembladero», como en unaplaza de toros. El coronel se apeó delcaballo y aproximóse al féretro, seguidode la tropa, todos arma en mano,apuntando, ya sólo para disparar. Con elcañón de la pistola, el coronel golpeó latapa del cajón, imperiosamente. Nada.Estaba vacío. Lo que él había dicho asus hombres. Vacío. Un nuevo ardid de

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los cuatreros para robar ganado, sincomprometer a ninguno de la partida ahacerse el vivo, haciéndose el muerto,para resultar de veras muerto porhacerse el vivo.

Don Chalo volvió a golpear el cajóncon el cañón de la pistola,imperiosamente, ya con más conñanza.Nada. Vacío. Golpeó de nuevo y nada,nadie respondió.

A una orden del coronel, que a vecesmandaba con los ojos y la cabeza, dossoldados se acercaron a destapar elcajón. Sólo el jefe se quedó en supuesto, los demás echaron pie atrás ypor poco corren. Dentro del cajón había

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un hombre vestido de blanco, con elsombrero de petate en la cara. Un chorrode sudor frío le bajó al coronel por laespalda. ¿Quién era aquel hombre?

Las piedras anaranjadas reflejabancaballos y jinetes, sólo que sus sombrasregadas como tinta de tinteros negros, noparecían quedar en la superficie, sinopenetrar la piedra.

El coronel le apartó el sombrero dela cara con el cañón de la pistola, y elque ocupaba el cajón, al recibir la lunaen plena cara, abrió los ojos, levantóseasustado y saltó fuera de la lúgubrecanoa. El coronel volvió a quedarse ensu puesto, no sin haber reculado un paso,

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fuera a ser alma de la otra vida, se leestaban reviviendo los muertos, y sinperder tiempo, mientras amenazaba alque aún no sabía quién era, ni siquiera siera humano, con la pistola, amenaza queen abanico repartía a sus hombres paraque se acercaran, le preguntó:

—Alma de esta vida o de la otra…—Carguero, señor —respondió la

voz deshuesada de un hombre queacababa de despertar y sentíaacabamiento de hambre.

Al percatarse el coronel que notrataba con uno de sus muertos, se sintióparado en sus zapatos, y seguro de loque hacía, inquirió:

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—¿Carguero de qué?—De ese cajón que lo fui a traer al

pueblo.—Decí la verdá o te destapo los

sesos…—Decir que soy carguero… Decir

yo, pues. Fui al pueblo a mercar el cajónpara enterrar al Curandero que fallecióayer, aquí arribita, en el Corral de losTránsitos.

La patrulla se había ido acercando.El indio con el sombrero en la mano, loscalzones blancos arriba de la rodilla, lacamisa blanca de mangas cortas, parecíade piedra bronceada.

—Merqué el cajón y me vine ligero.

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Por aquí me entró el sueño. Me acosté adormir. Como llevaba el cajón me metíadentro para estar más seguro. Por aquíhay mucho cochemonte, muchacasampulga, mucho animal perjuicioso.

—Ese cajón de muerto y vos, sonseña de que por aquí se están levantandoganado ajeno.

—Puede ser, pero no por mí ni porel cajón de muerto. Los cuatreros no nosquieren a los indios, somos razas dechuchos miedosos, dicen.

—Pues por eso te metieron allí a lafuerza, porque dijeron, si se pierde indiono se pierde nada. Es el punto, y echa elresto de lo que vos sabes de los

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cuatreros que aquí puerteando debenandar, o te vas metiendo de nuevo alcajón.

En el costillaje del indio, pintado enla camisa lamida de luna y frío, seapuñaba el cañón del revólver delcoronel Godoy que lo hizo recular, casilo bota, hasta el féretro de pino.

—Habla, porque entendés biencastilla.

—Yo no voy a ocupar el cajón quees del Curandero. Si querés me matas yme enterras aquí, pero no en el cajón delCurandero, porque entonces me va peoren la otra vida; si me vas a echar bala,manda que el cajón lo lleven al Corral

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de los Tránsitos.—¿Y quién te va a recibir el cajón?

¿El muerto?… —el coronel chanceaba,seguro de que el indio no era más queuna treta de los cuatreros que era de lonegado que anduvieran por allí; susbromas en ocasiones parecidas le habíanservido para averiguar la verdad—. Y elmuerto te abrazará y te dirá: Dios te lopague que me trajiste la última mudada,y si es pobre puede que esa mudada seael último estreno que haya hecho a lamedida, porque estoy seguro que tedieron la medida.

Sí, señor, y me recibirán la caja losque están en el velorio.

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—¡La caja! La caja se le dice a uncajón flamantemente acabado, barnizadopor fuera y forrado por dentro; pero esoque vos llevas es un simple y vil cajónde pino. ¿Y quiénes hay en el velorio?

—Mujeres…—¿Y hombres?—Hay más mujeres.—Y se murió, de qué se murió, lo

mataron.—De viejo se murió.—En todo caso, antes de darte tus

balazos, vamos a averiguar si es ciertolo que decís. Te vas a ir amarrado conmi segundo, el subteniente Musús, ycinco hombres. Si no es cierto, si me

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estás mintiendo, llevan orden de meterteen el cajón, cerrarlo, pararlo en un árboly fusilarte encajonado, ya sólo paraecharte al hoyo.

El carguero levantó el cajón, comoel que nace de nuevo, se lo puso a laespalda y andando, más corriendo queandando para alejarse de aquel hombrecuyos ojos zarcos brillaban comocristales con fuego. La patrulla fue trasél por el cresterío de peñas querodeaban aquel interior volcánico y deallí, según órdenes de Godoy, elsubteniente Musús marchó con cinco dela montada, los más amargos, hacia elCorral de los Tránsitos. El carguero,

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inútilmente amarrado de los brazos, conel cajón de muerto a mecapal, ibadelante. Se perdieron en el rumor de lashojas.

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9

La nana, madre de los Tecún,parecía salir de muchos años y trabajos.De años sucios de chilate de maízamarillo, de años blancos de atol blancocon granos de elote, uñas de niños demaíz tiernito, de años empapados en loshorrores rojos de los puliques, de añostiznados de humo de leña, de añosdestilando sudor y dolor de nuca, depelo, de frente que se arruga y abolsabajo el peso del canasto cargado en la

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cabeza. Encima, arriba, el peso.Años y trabajos pesan en la cabeza

de los viejos, hundidos de los hombros,vencidos hacia adelante, con un mediodoblez de las rodillas que los mantienecomo si fueran a caer arrodillados antelas cosas de su fervor.

La nana, madre de los Tecún, lavieja Yaca que siempre andaba con lamano color de palo quemado sobre elestómago, desde el embrujo de grilloque le dio aquel hipo mortal, chocó losojos chiquitos de culebra contra lasombra húmeda del aire, al asomar conla otra mano el hachón de ocoteencendido para mirar quién o quiénes

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llegaban a la madrugada. Pero no vionada. Se hizo a la puerta con unamasticación de palabras. Había oídollegar gente de a caballo. Losmuchachos, sus hijos y sus nietos, ya noestaban, pues.

Pronto la rodearon varios hombrescon armas. Traían al acercarse alrancho, las bestias de la rienda.Descalzos, vestidos al desigual, perotodos con correajes de soldados.

—Señora, nos va a dispensar —dijoel que mandaba, no otro que Musús—:podría decirnos dónde vive elCurandero, es que tenemos un enfermoque está bien grave, es muerto si no le

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ve el hombre ese.A prudente distancia habían dejado

en lo oscuro al indio con el cajón,custodiado por un tal Benito Ramos.

—Aquí lo pueden ver… —contestóla anciana, algo refunfuñando, volviendola lumbre del hachón de ocote hacia elinterior del rancho, donde veíase elcuerpo del Curandero mismamentetendido en el piso de tierra regada conflores silvestres y ciprés para dar elhuele.

Musús, que en todo lo que podíaimitaba al coronel Godoy, servilismosimiesco de criado, avanzó hacia elcadáver del Curandero y le dio un puyón

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por el ombligo con el extremo de surevólver. Sólo la camisa de trapo viejocedió y se le vio el pellejo de la barrigahundido.

—Y de qué dice que murió —preguntó Musús, temeroso de quetambién fuera a levantarse del suelo,como el indio se levantó del cajón.

—De viejo… —asentó la anciana—, es el peor mal la vejez, mata seguro.

—Y usté cómo que está mala,entonce…

—De vieja sí —asentó nuevamentela anciana, haciéndose tantito paraadentro sólo ella, sin meter el hachón deocote, por temor a que los de la montada

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dispusieran examinar el cuerpo delCurandero que el Calistro, al sacarloarrastrando por las piedras, dejó comoSanto Cristo. Calistro, el loco. Ya noestá loco. Volvió a sus cabales mediantela piedra de ojo de venado. Fue suertedoble. Suerte porque se compuso al sóloalujarle las sienes y la mollera con lapiedra de pepita de ojo de venado. Ysuerte porque se pudo ir con sushermanos antes de que llegara lamontada. Peor si se les trepa a la cabezala gana de beber chocolate con sangre.

En todo pensaba la nana de losTecún, sin desatender las visitas, con elhachón de ocote siempre afuera, para

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evitar dificultades, casual fueran a verque el muerto no era muerto, sinomatado. Se los llevan a todosamarrados, sin esperar respuesta nimanceba.

—Pues, hombre, ái ven ustedes… —titubeó el subteniente Musús endirección a sus hombres, rascándose lacabeza que le asomaba bajo el sombrerocomo coyolón grande con pelo, porqueno dejaba de resmolerle que el carguerose salvara del fusilamiento que le tuvoordenado el jefe. Meterlo en el cajón demuerto, cerrarlo, pararlo y… ¡fuego!

El indio entró arrastrando el cajón,mientras la patrulla salía del Corral de

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los Tránsitos a reunirse con el coronelGodoy en «El Tembladero». Después deMusús, que al despedirse tuvo tiempo deser un poco el coronel en sus palabras ymodales, pues dijo que el cajón era el«extremo de pomada» del Curandero,cada soldado saltó a su bestia y arrancóde priesa, apenas si tuvieron tiempo derecibirle a la nana unos cigarros de tuzaque se atrancaron a la boca sin brasa,salvo el Benito Ramos que tenía el pactocon el Diablo de que cuando le llegabaun cigarro a la boca, solo se le prendía.Hombre de lo más raro. Se tragó un pelodel Diablo. Ése fue el pacto. Y se pusoseco, seco, el pellejo color ceniza, los

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ojos negros color carbón. Lo concebidofue que el Diablo le dijo que iba a sabercada vez que lo engañara su mujer. Y nolo supo, porque la mujer lo engañabacon el Diablo. Una mujer hermosa, vercarne blanca, ver trenzas largas, verunos ojos que tenía color negro defrijolitos fritos con manteca bastante.Para el desayuno esa mujer. Por susojos.

Los jinetes se internaron en ellenguaje de las hojas galopando uno trasotro. El camino bajabaprecipitadamente. Fortuna. Porque así,pronto estarían en el corazón de «ElTembladero», para dormir un rato. En la

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oscuridad, traicioneras plantasespinosas, de esas que el viento nomueve, que son como cadáveres deárboles insepultos, les arañaban, menosal Benito Ramos que con sus ojos decarbón veía de noche. Venía atrás.¿Venía o no venía atrás? Siempre andabaa la retaguardia. Era la cola de lamontada. Y más malo que Judas.

El cielo iba cebándose de estrellas.El bosque se extendía como una manchanegra. Así lo veían a sus pies, al irvuelteando el camino que bajaba, entreprecipicios, del Corral de los Tránsitosa «El Tembladero». Los resoplones delas bestias, catarros de madrugada, el

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aullido lejano de los coyotes en dulce deluna, las ardillas que no parecían roersino reír soñando cosas alegres, losalargados ruidos de las aves nocturnasal dar en los palos entre la maleza derumor castigante.

Iban ya en el bosque. La luna habíacaído en una lenta luz podrida en uncielo abombado, lloroso de relente. Losjinetes alojaban su estar presentes enuna falta de movimientos que los hacíaausentes hombres de moho, pellejudos,color de huevo güero. La goma delcansancio y el desvelo. La goma delcaballo. Temblor de palos trepones pordonde el cielo baja de rama en rama,

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fresco de luceros, a los regatos dequebrados espejitos que luz líquidaparecían entre los peñascales. Conaflicción de cucaracha, así iban los queeran más amargos que el jiote, dejandoque las bestias se hundieran, bien metidala cabeza hacia adelante y el traserohacia arriba, en la bajada que cada vezse hacía más pronunciada, a tal puntoque ellos tenían que abrirse para atrás,echados, materialmente acostados sobrela montura, de eso que la tenedora lestocaba el sombrero. Olor a trementinade ocote en la palpitación avisposa de laatmósfera agitada por el susurrante marvegetal de «El Tembladero». Ahogo de

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sahumerios de azufre en que parecíanflotar enfermedades, desolladuras deanimal castrado, ojos de sapos. Ibanamareados por todo. Por la bajada, porel cansancio, por el desvelo, por latrementina penetrante y por loschicotazos del aire bravo que a vecespasaba solo y a veces con hojas denavajuda.

El primer indicio fue un olorcito amonte quemado, apenas perceptible,pero evidente para avivarles lacorazonada de lo que les comunicó elBenito Ramos, antes de agarrar elregreso. Y no habló más porque no erael Benito hombre de muchas palabras, o

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quizás por no afligirlos. Eso tiene debueno hacer pacto con Satanás. Saberlas cosas antes de que sucedan.

—Vean, «El Tembladero»,muchachos —díjoles Benito Ramos enel Corral de los Tránsitos—, pues hagande cuenta que es un embudo, un embudogigantesco de peñas de loza vidriada. Elhuracán es de lo bravo, pero allí secalla. Puede ser más bien que nopenetre, que no baje no sea que enviudenlas nubes, que enviuden las hojas, queenviude todo el hembrerío de cosas queel huracán preña. Y hasta uno se asusta,tras andar en el raudal encaprichado delos palos frondosos que ensordecen,

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cuando casual asoma al bordo delembudo, donde no se mueve nada, ni unabrizna. Paz en medio de la tormenta.Calma en medio de la tempestad.Sosiego en medio de la mayor tremolina.Como si de un palo en la cabeza lodejaran a uno sordo. «El Tembladero»,ya bajaron ustedes al fondo, es unacueva en forma de embudo, no bajotierra, bajo el cielo. Allí la oscuridad noes negra, como en las cuevassubterráneas, es azul. Y ahora,escúchenme, sin hacerme preguntas,porque ya saben que digo lo que tengoque decir y nada más. En el fondo delembudo se ve al coronel Godoy con sus

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hombres. Está humando puro. Tieneganas de comer sopa de verdolaga.Pregunta si habrá por allí. Alguiencontesta que puede ser peligroso. Mejorcomer lo que va en el bastimento. Sólohay que calentarlo. De ninguna manera,dice el coronel, permito que haganfuego, comeremos el bastimento heladoy llevaremos verdolaga para hacer sopaen el Corral de los Tránsitos, mañana.No es malo que quiera comer verdolaga.Lo malo es que se le haya antojadocomerla en aquel lugar, donde no hay,seguramente, y que en seguida hayatenido miedo de juntar fuego, de que sushombres juntaran fuego para calentar

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café, cecina y pixtones, que estabanfuera de las árganas y que debíancomerse fríos. La verdolaga es alimentode muertos. Es una suave y verde llamade la tierra que penetra de claridadalimenticia la carne de los que ya vanpara el suelo a dormir lo eterno. Cuandoun hombre anda en peligro, como elcoronel que está sentenciado a laseutima roza, querer comer verdolaga esmal agüero. Y mientras esto sucede en elgrupo de los soldados y el coronel, lasbestias cercanas a ellos sacuden lasorejas y remueven las colas, dando uncasco con otro, como si dormidas fuesenalejándose. Los animales se van de los

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lugares de peligro en aparentes sueñosque ellos tienen en la cabeza; pero comosu instinto no llega a inteligencia, allí sequedan. Mientras esto sucede en elfondo del embudo, el coronel, sushombres, el bastimento, las bestiasremolonas, alrededor del embudo se vanformando tres cercos, tres coronas demuerto, tres círculos, tres ruedas decarretas sin ejes y sin rayos. El primero,contando de adentro afuera, de abajopara arriba, está formado por ojos debuhos. Miles y miles de ojos de buhos,fijos, congelados, redondos. El segundocírculo está formado por caras de brujossin cuerpo. Miles y miles de caras que

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se sostienen pegadas al aire, como laluna en el cielo, sin cuerpo, sin nada quelas sustente. El tercer círculo, el másalejado no es el menos iracundo, parecejarrilla hirviendo, y está formado porincontable número de rondas de izotales,de dagas ensangrentadas por un granincendio. Los ojos de cerco de los buhosmiran al coronel fijamente, clavándolo,hasta donde alcanzan en número, poropor poro, igual que el cuero de una res,sobre una tabla gruesa que destila suerohediondo. Los brujos del segundo cercomiran al coronel como un muñeco detripas, jerigonza, dientes de oro, pistolasy testículos. Caras sin cuerpo asomadas

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a tiendas de cuero de venada virgen. Suscuerpos los forman las luciérnagas y poreso, en invierno, están por todas partes,brillando y apagando su existir. Una,dos, tres, cuatro, cinco, seis rozas le hancontado al coronel, y la séptima, dentrode «El Tembladero», será de fuego debuho dorado que desde el fondo de suspupilas lanzarán los buhos. Poco a poco,después de la helada, aparecerá elargeño y después del argeño el fuego debuho dorado que lo quemará todo con sufrío. Lo primero que sentirán loshombres que acompañan al coronelGodoy, es molestia en los lóbulos de lasorejas. Se tocarán las orejas. Se las

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rascarán. Se pasarán, confundidos y enel ansia de botarse la molestia, la manoderecha hasta la oreja izquierda y lamano izquierda hasta la oreja derecha,hasta quedar así con las manos cruzadasuna en cada oreja, rascándose,hurgándose, casi arrancándoselas, por lapicazón del frío, hasta quebrárselasigual que si fueran de vidrio. Unos aotros se verán salir de lado y ladochorros de sangre, sin atender mucho atal visión, porque estarán arrancándoselos párpados, también cristalizados,quedándose con los ojos desnudos,abiertos, quemados por el fuego de buhodorado. Y en seguida, tras soltar los

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párpados, como pedazos de ombligoscon pelos, se arrancarán los labios yenseñarán los dientes como granos demaíz en mazorcas de hueso colorado.Sólo el coronel, clavado poro por poroen una tabla por los ojos de los buhos,que seguirán mirándolo fijamente,quedará intacto, con sus orejas, suspárpados, sus labios. Ni la ceniza delpuro se le caerá. Manos de tinieblaesgrimiendo dagas lo obligarán asuicidarse. Pero sólo será su sombra, unpellejo de sombra entre los izotales. Labala se aplastará en su sien, caerá alsuelo, pero otras manos oscuraslevantarán el cuerpo, lo montarán en su

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cabalgadura y empezarán a reducirlocon la bestia y todo, hasta que tenga lasproporciones de un dulce de colación.Los izotales, en cerrado movimiento,agitarán sus dagas rojas de incendiohasta las cachas.

El subteniente Musús marchaba a ladescubierta. El olor a monte quemadoera tan fuerte que se detuvo un momento.Otro de sus hombres gritó:

—¡Han sentido mucha-áááúóó!¡Entre los que van humáááAAAndo!

Cerca y lejos se oyeron lasmanotadas y los sombrerazos de los quese pegaban en los trapos, para botarselas chispas, si es que se iban quemando.

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Y entre un turbulento mar de aire dulce,escucháronse las voces en ronrón: Nosoy yo…

No es conmigo… No somosnosotros… Viene de frente la hedentinaa quemado… Yo traiba una chenquita enla boca, pero apagada… Quién se va aandar quemando con un cigarro pincheen esta oscurana que moja… Sólo queagarrara fuego el agua… Vamos, quedestilamos agua de sereno… Y… y nome apeo a hacer mi necesidad… Sivieran las chispas, son huelencias…

—¡Huelencia la que vos vas a dejarallí! —remedó alguien, al tiempo deoírse una bestia que se detenía y un

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hombre que se apeaba y pujaba.La huelencia, sin embargo, ya era

fuego en el aire, fuego de roza, de quemade monte.

Y las voces ronroneras de los de acaballo: Saber qué está pasando alláabajo… Y para pior si el jefe dispusodormirse con el puro en la oreja yprendió fuego… Y cómo que estálloviendo en «El Tembladero»… Diosguarde un incendio bajo el agua, el aguase quema y lo quema todo… No… Es elaire… Son las hojas… Es el aire… Sonlas hojas… Las hojas… El aire…

Les aclaró de una vez. Al galope. Semiraron. Estaban. Estaban juntos,

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sudorosos, acezantes, como concalentura. Luz de vidrio vivo. Los ojosde ellos y los ojos de los caballos. Sedesbandaron. Parecían subir la cuestapara abajo, tan ligero iban trepando,como basuras humanas en medio de lahumazón. Los izotales, dagasensangrentadas. La humazón.Riendaciadera de llamas. Desertarse. Laúltima voz de mando de Musús pudo serésa: ¡Deserten filas!

Benito Ramos se quedó entre losizotales. Las llamas no lo tocaban. Paraeso tenía su buen pacto con el Diablo.Dejó escapar la cabalgadura, después debotarle el freno. Soponcios de

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murciélagos que caían asfixiados.Venados que pasaban como postazos decerbatana. Avispas negras, hediendo aguaro caliente, escapando de panalescolor de estiércol, sembrados en latierra, mitad panales, mitadhormigueros.

En otros de los cerros cercanos,bultos rastrojeros saboreaban el fuegoque subía por todas partes de «ElTembladero». Llamas, en forma demanos ensangrentadas, se pintaban enlas paredes del aire. Manos destilandosangre de gallinas sacrificadas en lasmisas milperas. Los bultos sombrerudos,humadores de puritos picantes como el

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chichicaste, vestidos de jerga gruesacolor negro, sentados sin apoyar lasnalgas en el suelo, sobre los piesdoblados como tortillas, correspondíanal Calistro, al Eusebio, al Ruperto, alTomás y al Roso Tecún. Humaban parejoy hablaban en voz baja, pausada, sinentonaciones.

—Usebio —decía Calistro— hablócon el Venado de las Siete-rozas. Desdebajo tierra lo apeló y le pidió que lodesenterrara. Y lo desenterró el Usebio.El venado le habló con voz de persona,así como nosotros, con palabras lehabló: «Usebio», diz que le dijo elvenadito, trep, trep, trep, haciendo con

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su pata delantera izquierda un molinetecomo tirabuzón, para significar queestaba trepanando algo bajo la tierra…

—Mero ansina no me dijo —medióEusebio Tecún—; lo ciertamente cierto yverdadero es que al pronto de sacarlo yodel hoyo en que lo tenía entierrado, seacomodó en una peña que parecía unasilla. En el asiento y en el respaldobrotaron, al sentarse el venadito, florescafés pringadas de blanco y empezaron apasearse gusanos con cuernos y ojosverdes, unos; rojos, otros, y otrosnegros. Chispeaba aquello de ojos degusanos que fueron quedándose quietoshasta formar, entre el venado y el asiento

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y el respaldo de la silla, una tela deplush bien peluda. Ya sentado, cruzó lapierna mismo que un alcalde mayor ysonriéndome, cada vez que se reía laluna le entraba en la boca y lealumbraba los dientes de copal sinbrillo, y sonriéndome, parpadeó igualque si una mosca de oro se le posara enel párpado corazonero, y dijo: Para tussaberes, Usebio, ésta es la seutima rozaen la que yo debía morir y revivir,porque tengo siete vidas como los gatos.Fui uno de los brujos de las luciérnagasque acompañaban al Gaspar Ilóm,cuando la montada le dio alcance. Allásalvé la primera vez, seis salvé después,

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y en esta seutima me tocó por tu mano,por tu mampuesta, por tu paciencia y tuojo para esperar mi paso por laquebrada del cañal. Estuvo bueno. Nome arrepiento de que me hayas matado.Reviví y sólo para sacar de en medio alque también le llegó su seutima roza…

—Y ésta es… —exclamaron almismo tiempo Calistro, Tomás, Uperto yRoso o Rosendo, como le llamaban lasmujeres. Los hombres le llamaban Rosoy las mujeres Rosendo.

—Claro que es —tuvo Eusebiocuidado de decir y añadió, el fuegoseguía trepando de «El Tembladero»—:sin decir más, el venado se rascó una

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oreja, la corazonera, me dio la mano, lacorazonera, y echó a correr hacia abajo.Rato después, ya se vido el fuego…

—Y vos lo agarraste del ladocorazonero, para doblártelo…

—Menos palabras, mucha, y másojos, porque se nos pueden pasar, yorecién los dejé en el ranchoconsultándole a mi nana si era verdadque había muerto el Curandero… —murmuró ásperamente Roso Tecún.

Una lluvia de postazos de escopetafue la respuesta. Estornudaron lasmecheras al mismo tiempo casi todas.Pon, pon, pon, pon… Y se quedaronsilenciosos, mirando el resultado, entre

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las dagas mortales de los izotales y lasmanos de las llamas, manos de misasmilperas.

Se troncharon de los caballos amuchos de los hombres que desde elfondo de «El Tembladero» trataban desalvar el pellejo, confundiéndolos conlos hombres de Musús. Éstos volvieronde estampida antes de llegar al sitio enque estaban apostados los de Tecún. Side todas maneras se iban a morir, mejorque sirvieran para que se cumpla lavenganza por caminos de tierra coloradasombreados de piñales bastos.

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María Tecún

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10

De su lengua de bejuco, de susdientes de leche de coyota, de la raíz delllanto arrancaban los derrumbes de susgritos:

—¡María TecúúúÚÚÚn!…¡María TecúúúÚÚÚn!…La voz iba embarrancándose:—¡María TecúúúÚÚÚn!…¡María TecúúúÚÚÚn!…Los cerros acurrucados

embarrancados de ecos:

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—¡María TecúúúÚÚÚn!…¡María TecúúúÚÚÚn!…Pero el eco también iba

embarrancándose:—¡María TecúúúÚÚÚn!…¡María TecúúúÚÚÚn!…—…¡Que se lo lleve el diablo! —

dijo una mujer pecosa, de pelo mediocolorado en largas y escurridizastrenzas, algo tan alta, flacona ella. Nadiesupo si estas palabras le salieron delpecho o de la camisa. Le salieron delpecho por lo descosido de la camisa.Más que descosida, rasgada. Y con unhijo en el bulto de la barriga, otro en losbrazos, menudeo de manos de los que ya

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andaban prendiditos a las naguasvueludas y los hijos logrados guiando lacarreta de bueyes, se le fue al que erainútil, pero de lo inútil, inutilizado, parahacer leña hachada, traer agua, campearanimales, castrar colmenas y capargatos. Acarrearon con todo lo quetenían. No mucho, pero tenían. Deaquello de no querer dejar olvidadonada. Y para qué se lo iban andardejando, si a ese hombre lo que leconvenía era morirse.

—¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡MaríaTecúúúÚÚÚn!… —gritaba sin respiroel Goyo Yic, cansado de indagar con lasmanos, el olfato y el oído, en las cosas y

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en el aire, por dónde habían agarrado sumujer y sus hijos. Rieguitos de llanto lecorrían, como agua de rapadura, por loscachetes sucios de tierra de caminos.

Y seguía gritando, berrinche dehombre que se quedó criatura,llamándola, llamándola, con el pelo enel viento, perdido, sin ojos y ya casi sintacto. Los fugos le atrajeron con voces yrisas fingidas como quien va aPisigüilito y, pies para qué te quiero, sele botaron en dirección contraria. Prontotendrían ante los ojos, en lo más paradode la sierra, allá abajo tumbada la costacon la respiración aplastada por elmugido del mar Pacífico. Para poray

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iban ellos por un pedregal que en veranoera camino y en invierno, río. El aguabaja de las montañas al mar, bien sana,bien limpia, bien buena, como elguaperío de gente que baja de la tierrafría a trabajar a la costa. Un reír de nubeentre las pinadas que ya son pájaros detanto pájaro de todos colores que tienenencima y por encima. Por encima losque les vuelan cerca. Pero agua y gentese haraganea en la pereza de los terrenoscosteros. Agua y gente terminanhediondos, fiebre con frío entre lostendones de los manglares, reflejos ybabosidades.

Goyo Yic se quedó parando la oreja,

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sin respiración porque se ahogaba con elaire y tenía que respirar a ratos ligeritoy a ratos dejar de respirar. Con el gransusto que le dieron al no encontrarlos,todavía los oyó, sentía astillas denervios en los pulsos. ¿Hojas? ¿Aves?¿Agua voladora? ¿Sacudón de tierra quelo meneó todo?

Tumbando palos estaban. Y el palomás pequeño que por allí tumbaban atierra, no lo cogían tres hombres a labrazada, dicho por sus hijos.

—¡… María TecúúúÚÚÚn!…¡María TecúúúÚÚÚn!…Se regresó a la casa llamándolos. El

galillo le garraspeaba de tanto grito.

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Con las manos huesosas se aplanchó laspiernas flacas. Temblequeando andaba.¿Qué horas serían? Goyo Yic eraconsagrado para saber las horas y en lafrialdad del monte, bajo sus pies deviejo tamaludos de niguas, echó de verque era ya bien tarde. Al mediodía, elmonte quema. En la mañana, moja. Y seenfría, como pelo de animal muerto, enla noche.

—¡No siás ruin, María Tecúúúüüün!¡No te escondas, es con vos, MaríaTecúúúÚÚÚn! ¿Qué se sacan de eso,mucháááAAA? ¡Mucha-óóóÓÓÓ!¡Mucha-mis-íííÍÍÍjos!… Se lo van apagar a Dios, jodidos. ¡Estoy harto de

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gritar, María Tecún, Maríííllla Tecún!¡Contesten, mucháááAAA!¡MuchaóóóÓÓÓ! ¡Mucha-mis-híííÍÍÍ…mis-híííÍÍÍ… mis-híííÍÍÍ…!

El grito se le volvió llanto corrido.Y después de moquear un rato, y deestarse callado otro gran rato, siguiódespeñando sus gritos:

—¡Parecen piedras que no-ÓÓÓyen!¡Sin mi licencia se juéééÉÉÉron! ¡MaríaTecún, si te juiste con otro juida,devolveme a los muchachíííÍÍÍtos! ¡Losmuchachitos míííÍÍÍos!

Se chipoteó la cara, se jaló el pelo,se hizo tiras la ropa, y ya sin alientospara gritar, siguió de palabra:

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—Ni siquiera me dejaste la mudadanueva. Echa pan en tu maxtate con lo quehaces conmigo, hija de puerca,desgraciada, maldita. Pero me las vas apagar. Los cuerpos sin cabeza de losZacatón son testigos. Bajo un catre tepepené a tientas.

Por mí no sos muerta. Hubierasmuerto criatura. Por mí no te comieronlas hormigas, como cualquierdesperdicio. Berreabas en busca dechiche de tu nana. Tus manitas calientesla encontraron. Ansina me figuro, porquete quedaste callada. Pero lo jué pa soltarmás el llanto, un llanto que se fuevolviendo de poquitos. Tu nana era una

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montaña de pelo helado. Y más durochillaste al trepar buscando de la chichepara arriba; se me imagina a mí, pues,que querías en tu inocencia hacerte algode lo que le hacías cuando dormía, paradespertarla con tus exigencias. Se meimagina a mí, pues, le buscabas la nariz,los cachetes, los ojos, la frente, el pelo,las orejas y no encontraste nada porquele habían llevado la cabeza los Tecún.¡India puerca, cualquiera, comportarteansina conmigo que te pepené el tanteyoy te reviví a soplidos, como se revive elfuego cuando ya sólo es una chispa! ¡Dela muerta, te arranqué como una iguanitasin acción!

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El lamento le zumbaba a Goyo Yic,como ronrón, en las narices chatas, sinhueso, con algunas picaduras de viruela.

—El penco… ¡ansina es que medecís!, ¿verdá, María Tecún?… Pues elpenco te llevó de la casa de los Zacatónretorciéndote del cólico y trajo delmonte un zacate que te hizo vomitar lasanguaza que mamaste de una madre sincabeza. Y en seguida el penco… ¡elpenco es que me decís, cuando no estoyyo enfrente!, ¿verdá, María Tecún?…Pues el penco te crió con una vejiga decoche que se colgaba al pecho, porqueno querías coger la botella ni el pocilio,como teta de mujer llena de leche de

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cabra terciada con agua de cal y de laque mamabas por un hoyito hecho con lapunta de una espina hasta quedartedormida.

Los barrancos respiraban paraadentro y en eso conocía Goyo Yic suproximidad peligrosa. Iba andando,gimoteando, tiritando hacia su casa, dedonde había salido gritando hace buenmomento.

—Y al lado del penco creciste y detu mano, el penco trabajó las siembritas,india cara de mil babosas. Méiz, frijol,ayotes, verduras, güisquilares. El pencoengordó coches. El penco pidió limosnaen las ferias para vestirte de abalorio.

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Mercamos hilera y aguja pa remendarlos trapos. Compré bestias. Y de tumano de moneda con huesos que dejabascomo una limosna más, entre mis manos,mientras dormíamos, el penco soñó ver,pero no veía nada, aunque te veía a vos,materializada en tu cuerpo.

—¿No me tenías en las manos,María Tecún? Y entonce, por qué nomejor me embarrancaste. Me hubierasdado un empujón, al pasar por unbarranco. Nada te hubiera costado. Y enla ceguera de la muerte, dado lo que tequiero, te seguiría sin impedimenta.

A lo tacuatzín anduvieron sus hijosen el gallinero, desde bien temprano.

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Madrugaron los fulanos más que decostumbre. Ni se acostaron quizás. Paraqué se iban a acostar, si ya se tenían quelevantar. La claridad los agarró con losbueyes uncidos, listos para pegar, y contodas las cosas que iban a cargar en lacarreta puestas en el corredor y en elpatio: la piedra de moler, los comales,las ollas, un tonel vacío, un bastidor decatre tramado con tiras de cuero crudo,unos petates, la hamaca, las gallinas, unpar de cochitos, guacales, piales,aparejos, redes, gamarras, suyates, unpoco de mezcla vieja en una lata defósforo de lado y lado doblada, cal vivaen un costal, tejes, láminas, el ocote, los

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tetuntes y los santos.La carreta chirrió en las piedras de

la puerta tranquera, como si sus ejes sinensebar supieran que iban a echar pulgasa otra parte.

El Goyo Yic tuvo en la cocina laevidencia de la fuga. Primero con un piemedio levantado para usar el dedogordo, después con las manos fuebuscando a gatas los tetuntes. Esaspiedras informes, como güegüechos depiedra, símbolo de la vida familiar porser los bocios de la tierra abuela, fielesal fuego, al comal y a la jarrilla de café,encenizadas, quemadas, escamosas dehollín, no estaban en su lugar. Y por el

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techo destartalado, se habían llevado lasláminas, entraba el cielo. El peso delcielo sobre sus hombros de ciego,estando sin techo, le hizo sentir que algogrande faltaba arriba en la cocina. Elcielo pesa como el agua en las tinajas.Sus hombros conocían ese peso. Serefugiaba en su casa, o en lugarestechados, o bajo los árboles de loscaminos, para que no lo tronchara elpeso del cielo, atmósfera, nubes,estrellas, aves sólo conocidas porreferencias y refranes después desoportarlo todo el día y a veces lanoche, pidiendo limosna al descampado.Sus hijos destecharon la cocina y parte

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de la casa. La claridad de la mañana,para él era calor, se colaba en lashabitaciones sin tejas, sin muebles y singente.

Si el Goyo Yic hubiera mirujeadolas mantas de los chilares arrancados deraíz, estropeados, pisoteados, elgüisquilar por tierra con sus hojasfruncidas y vacío el rincón en que semantenía el cofre de los mediecitosconseguidos por él a fuerza de estar losdías y los días con la mano alargada alpie de un amatón, en el recado delcamino que va para Pisigüilito. Con laespalda desgastó el tronco cascarudodel amate en que se apoyaba a pedir

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limosna, cuando no lo hacía en la mismaorilla del camino, sin cobijo arriba paraestar más a la mano de los viajeros,aunque con peligro de ser atropelladopor los patachos o el ganado en partidas.En verano se vestía de polvo, pero encayendo las primeras lluvias, el inviernolo lavaba, lo refrescaba, lo rejuvenecía,hasta hacerlo sentir su carne comohumedad que traía reumatismos. Elreumatismo hacía largos viajes por sucuerpo, largos viajes de invierno,destemplándole los huesos, añudándolelos tendones, y casi terminaba rígido detanto llevar agua. Desgastó el troncocascarudo del amatón pidiendo limosna

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y las monedas que juntaba le servíanpara dar a los que creía suyos —suyos,suyos, suyos—, techo, pan, ropa, ycomprarles lo indispensable para eltrabajo, herramientas y bueyes.

Goyo Yic sentía el aire de la nochecomo lluvia. El aire helado de la nocheen la montaña es casi lluvioso. Lasarboledas escapaban en el ruido viajeroque producían sus ramas en el viento,como si también fueran fugas. Goyo Yicse desplomó en las yerbas mojadas desereno, doliente, echóse el sombrero enla cara y se durmió.

Las luciérnagas jugaban a lascandelitas en la oscuridad. Si Goyo Yic

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hubiera podido ver una sola de estaslucecitas verdosas, color de esperanza,que le alumbraban la cara picada deviruelas, reseca y sin expresión, comoestiércol de vaca.

Un guardabarranca se llevó unaselva en un trino. Un cenzontle en untrino la regresó a su lugar. Elguardabarranca con ayuda de pitosreales se la llevó más lejos,rápidamente. El cenzontle, auxiliado porpájaros carpinteros, la regresó a lasvolandas. Guardabarrancas y cenzondes,pitos de agua y pájaros carpinteros,chorchas y turpiales, llevaban y traíanselvas y trozos de selvas, mientras

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amanecía.El ardor del sol despertó al ciego.

Piedras grandes, espineras, pestañas demonte seco pasaban a distancia, pero éllos sentía en sus dedos. Pasaban por susyemas que sentían de lejos cuanto lerodeaba. El eco del sanatero de la ceibade la plaza de Pisigüilito zonceaba,abajo, en el barranco. Los árboles norespiran igual cuando están plantadoscerca de los barrancos. A mano derechaencontró la vereda. Ruido de lagartijasentre los chiriviscos. Olor a yerbasnuevas anunciaba el charco de la tomaregada al salir al camino real. El amatóny Goyo Yic de nuevo juntos, sólo que ya

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él era un Goyo Yic sin hijos y sin mujer,juntos después de un día no verse, yaque el amate lo veía con su florescondida en el fruto, y el ciego conojos a los que era visible la flor delamate.

La primera Umosna ese día, fue ungusanito caliente que le cayó del pico aalgún pájaro. Yic se llevó la mano a lasnarices y se soltó en insultos al oler queera caca de pájaro. Mal día, tal vez. Selimpió la palma de la mano en el zacatey volvió a extenderla, separándose delamate, paso a paso, para acercarse másal camino.

A Goyo Yic le pegaba en los dientes

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la campana de los patachos. Su sonidode azadón destemplado. Y en el paso delas bestias y en el humor de los arrierosconocía si iban o venían. Si ibancargadas, se dirigían al pueblo o a losanda mases de por ái, y si descargadasvenían. Si iban cargadas bajo el peso delos bultos, machos y muías, sembrabanlos cascos en el suelo, y los arrieros selas entendían a tapojazos, insultos ychillidos; y si venían de vacío, el andarde los cascos era ligero, arrollador y losarrieros pasaban dándole rienda sueltaal decir desocupado, entre risotadas ychacotas. Al arriero se le conoce en elcamino según vaya o venga, de ida

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callado, de vuelta chalán.Trenes de carretas de bueyes le

pasaban por las narices chatas al GoyoYic. Tulúc, tulúc, el batuqueo de lasruedas, entre los pisotones de los bueyesreacios y los gritos de los carreteros quele sacaban raza al eco —¡güey!… ¡güeyovero!… ¡güey-güey!…— y no sólo lesacaban raza al eco, sino conmovían lasnubes, enormes bueyes blancos, según lehabían dicho al ciego, para explicarlecómo eran las nubes.

¡Ceje! ¡Ceje! ¡Buey topón, ceje!¡Cejá-jué-puta! A reventones de cuerdasde guitarra sonaban las puyes en elcuerpo manso de los bueyes, y a golpes

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en calavera vacía los varazos que ledaban en el testuz para que cejaran y asípudiera retroceder la carreta.

Las tortilleras con el mijo en elrebozo a tuto y el canasto en la cabezasobre el yagual, y las que no tenían mijo,con el rebozo sobre el canasto en formade cortina que les caía de lado y lado delas orejas, para librarse de la fuerza delsol, camisa de colorines, nagua yfustanes arremangados en el refajo ydesnudos y muy limpios los pies queasentaban apenas en el camino, al pasarcorriendo. Goyo Yic las reconocía porel paso menudo, seguido, torteante,andaban, como haciendo tortillas de

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tierra, y porque de vez en cuando ledaban el golpe a la respiración consilbidos de molendera que cambia elritmo de la mano en la piedra de moler.

De regreso de Pisigüilito, ya nocorrían, volvían paso a paso y separaban a conversar, como haciéndoletiempo a la tarde. Goyo Yic lasescuchaba, sin dar señales de vida,temeroso de que se callaran o volarancomo pájaros. Oírlas hablar era para élmejor que una limosna, y ahora en susoledad, cuando para oír voz humana ensu casa tenía que hablar él, y no es lomismo cuando uno se habla, es vozhumana, pero es voz humana de loco.

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—Como que tres priesa, Teresa…—¿Vendiste?—Tanto y vo. Y en qué andas…—Sí.—¿Y cómo vendiste?—Por un real diez tortillas. Caso no

vendiste, vo, pué.—No puse méiz anoche. Fue

güisquil cocido el que truje. Tambiéntrujo güisquil la señora Udefonsa. Y quévenís comiendo…

—Mango…—Y sólo rezas por vos…—Y cómo querés que te convide, si

sólo este ingrimo merqué, y no estábueno que digamos. Has oído decir. El

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señor Goyo se quedó solo, ingrimo.—Pues algo oí yo. La mujer se le fue

con los hijos.—¿Y no se sabe más?—Que van para la costa, para por

allá agarraron viaje.—¿Y por qué sería?—Se aburrió del hombre. Sin duda

porque siempre la mantenía embarazada.—Debe ser celoso…—Como todo ciego…—Sí, porque cuando se ven las

cosas, ya no son celos, sino se ven.—Pero ella no se fue con hombre.—No, se fue sola con sus hijos.

Incontrará otro, porque el señor Goyo

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tiene la impedimenta de los ojos parasalir a perseguirla.

—Cabal que es bien ciego. A mí megustaba la mujer. Te sé decir.Trabajadora, callada y mera buena. Seveía sufrida. Le iba el nombre de María,por lo blanca. María Tecún. Blanca ycon el pelo color ladrillo.

El ciego parpadeaba, parpadeaba,parpadeaba, inmóvil, bañado en susudor frío, hundida la cabeza entre loshombros, orejón. Y para hacersepresente levantaba la voz:

—Una limosna, por el amor de Dios,para este pobre ciego. Almascaritativas, una limosnita, por la Madre

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de Dios, por los Santos Apóstoles,Santos Confesores, Santos Mártires…—y al sentir que se alargaban los pasossuaves por el camino con ruido defustanes almidonados, se agarraba lasmanos, se las pellizcaba hasta hacersedaño, para salir de la nerviosidad que leperegrinaba en el cuerpo, y murmurabaentre dientes—: … puercas, de intenciónlo hacen, hablar, cuando me ven, de laMaría Tecún, y hablan, y hablan y hablanque no se les entiende lo que dicen…malditas… sebonas… burras…porquería suelta…

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11

Para la Romería del SegundoViernes era poco el camino. Como secrecen los ríos se crecía de gente ycomo los ríos que se salen de cauce sesalían los peregrinos para llegar aPisigüilito por huatales, los cercos depiedra sobre piedra en llanadas dechilcates y guayabos. El ciego seamodorraba de oír pasar gente toda lanoche y todo el día, y de repetir hasta elmareo sus oraciones en pedimento de

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limosna. Gente. Gente. Los de los altosolorosos a lana, risco y chopo. Los de lacosta apestando a sal y sudor marino.Los de oriente, hechos de tierra decuestas, despidiendo huele de tabaco,queso seco, acida yuquilla y almidón enbolita. Y los del norte, olorosos achipichipi, jaula de cenzontle y aguacocida. Unos procedían de las tierrasquebradas de las cumbres, que elmaicero tala y el invierno lava; otros delas altiplanicies con tierras de pechugade gallina y pan llevar; y otros delpétreo prolongarse de los planes del marsin horizonte, humeantes de calor,pujantes, tórridos, enceguecidos campos

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para siembras y siembras, merced a losdiluvios que les caen encima. Pero esosí, en empezando a cantarse el Alabadode la Sangre de Cristo acababan lasdiferencias locales y los de tierra fría,tierra templada y tierra caliente, y los decaites, y los de botines, y los bastos, ylos pululos, y los pobres, y los quellevaban fiesta de pisto en las árganas yen las bolsas, cantaban al unísono:

¡Por tu costado glorioso resbaló elrubí divino y en el cielo silenciosoquedó cual gota de vino!

El Goyo Yic abandonó el amatón alno más pasar la Romería del SegundoViernes, fiesta que aprovechó para

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juntar dinero. En un pañuelo de a varahizo varios nudos para las monedas: másmedios que reales, más cuartillos quemedios y uno que otro billete. Lasrodillas endurecidas de estar hincado, elbrazo calambre de huesos y músculos demantenerlo extendido, la lengua dormidade repetir oraciones amazacotadas yamancebadas con malas palabras contralos chuchos callejeros, y una máscara depolvo en la cara huesuda, así estaba yasí se fue. No esperó que lo lavaran lasprimeras lluvias. Abandonó el amatón,que era su pulpito y tribuna, antes quelas primeras gotas de agua, redondas ypesadas como monedas de plata,

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podaran la Romería del SegundoViernes.

¡Por tu costado glorioso resbaló elrubí divino y en el cielo silenciosoquedó cual gota de vino!

El Goyo Yic no pudo desatar con lascucharas romas de sus uñas de viejo eldoble nudo del quinto güegüechito depisto en su pañuelo, y, entre maldicionesy pujidos, tuvo que meterle los dientes.Casi rasgó la tela descolorida delpañuelo que por lo sucio más parecíatrapo de cocina, y de su boca, al cederel nudo, saltaron, como escupidas, lasúltimas monedas al volcán de níquel quetenía entre las piernas, en el fondo del

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sombrero, sentado de espaldas alcamino, frente a una peña. Largo ratopasó contando y recontando. Loscuartillos del tamaño de las yemas desus meñiques, las monedas de mediocomo las puntas de sus dedos medios, ylas grandes de a real, como la cabeza desus pulgares. Hizo su cuenta. No habíaque irse muy de boca en la paga al señorChigüichón Culebro. Apartó aquí, apartóallá y hechos los apartadijos volvió aecharle nudos al pañuelo y siguióadelante, guiándose por las señas que ledieron, para dar con la casa. Piedrones,agua de crecientes viajes, palosraizosos, rancherías con gente, vueltas y

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más vueltas, hasta bajar a un puenteantiguo de cal y canto.

La casa del señor ChigüichónCulebro quedaba a una nadita del puenteque pasó chenqueando porque el pisoestaba disparejo, cerca de un matasanal.El olor envolvente del matasanos se lodeclaró al Goyo Yic. Olfateaba comochucho, para averiguar bien si era allí, yporque le gustaba llenarse de aquel olora fruta buena, deliciosamente perfumada.Acabó de atravesar el puente y fuederechito a dar con la casa que buscaba.

—Porque sólo ves la flor del amate,querés sanar para ver todas las flores.¡Cómo será negra tu ingratitud, la

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venganza y la ceguera de nacimiento sontan negras e iguales a la rapaduraamarga! El añerío de la eternidad tenesde recibirle al amate en que pedíslimosna, respaldo y sombra, y querésalentarte de la vista para dejar de ver laflor del amate, la flor escondida en elfruto, la flor que sólo ven los ciegos…

—Güeno, no es por eso —atajóGoyo Yic haciendo un ridículomovimiento con la cabeza paraorientarse y encontrar el sitio exacto enque estaba el herbolario, en que hablabaronco, tan ronco, como nunca orejahumana ha oído hablar tan ronco—, noes por eso, y naiden saldría adelante sin

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ser un poco ingrato, y hay muchos queson ingratos, muy ingratos, muy, muyingratos, señor Chigüichón, para salirsecon la suya.

—Siempre ofrecí sanarte si tuceguera era buena, pero nunca habíasquerido, por miedoso; preferías andarcon esas dos bolsas de gusanos en lugarde ojos, gusanos que destilan agua dequeso. Vamos a ver si todavía está decura el mal, porque hasta el mal tiene sutiempo, mijo, y no es cosa de quesiempre se puedan las cosas.

—Quiero que me diga cuánto mecobra, pa saber si me alcanza con losrealitos que logré juntar hora pa la

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Romería del Segundo Viernes. Losrealitos aquí se los traiba yo, ya… Perono sé si me ajuste…

—No es cuestión de sanar ansinacomo se saca un diente, a los que comovos sólo ven la flor del amate, GoyoYic. Antes hay que averiguar adondeanda la luna, ese cementerio redondo enque están las cenizas de los SantosPadres. Hay que averiguar si el aire delcolmenero está como gato entre loseucaliptos o anda displicente; si loprimero, favorable, si lo segundo, no,porque el aire colmenero suelto enmielael aire y para esta cura hay que buscarque el aire no esté pegajoso. Y tendré

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que ver de nuevo qué clase de cegueraes la tuya, porque hay muchas clases: lade nacimiento, la de shutazo negro, la degusano que hiere sin que el individuo sedé cuenta, porque se le mete en la sangrey lo ciega a traición. La más fácil decurar es la ceguera blanca. Se quita delos ojos como el hilo de un carrizo. Eslo que es, un hilo que se enredó derepente, en un enfriamiento, o poco apoco, con los años, en la pepita del ojohumano, hasta dejarla como un carrizosin hilo. Duele horriblemente, es comoechar chile en llaga viva.

—Más que me duela, yo le recibo elaprecio, caso que tenga cura, porque es

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triste ver sólo la flor del amate, cuandose tienen sentimientos y se está peorherido de lo que usted me habla.

El señor Chigüichón Culebro seagachó a contar el dinero del ciegosobre un mollejón que estaba a la orilladel corredor, utensilio que le servia paraafilar sus fierros de carpintero. Era sucostumbre, contar el pisto en elmollejón. Para que agarre filo, decía,entre risueño y serio, y corte la bolsa delos tacaños y arañe las manos de lostramposos.

El Goyo Yic, hilachoso comovestido de hojas viejas de banano, conel sombrero de petate roto de la copa

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por donde le asomaba el pelo como unaparásita, dijo buscando al herbolariocon el movimiento de sus párpadoslechosos:

—Disimule que me haga el valiente,que le diga más que me duela, pero es locierto; así me asen vivo, con tal de tenermis ojos y alentarme.

—La ceguera de sereno también secura —siguió explicando el herbolario;después de contar el dinero de níquel, lepalpaba los ojos al ciego, para agarrarlemero donde estaba oculto el mal,jugándole el pellejo de buche de lospárpados—, se cura la ceguera blanca oceguera de sereno o golpe de aire…

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Goyo Yic se dejaba hacer contentode estar ya en aquellas manos, como simás que daño, al oprimirle fuertementelos ojos, le hiciera agrados, escuchandoel ruido de masticación que elherbolario dejaba en torno suyo,machaca y machaca con los dientes,paseándose de un carrillo a otro, unbodoque de copal de cojón de puerco,blando y blanquísimo. Entre los ojos delGoyo Yic, buches con pepitas y elbólido de copal que masticaba, parecíaestablecer el señor Chigüichón Culebro,cierta relación salivosa.

—De ceguera blanca —siguióexplicando— padecen tarde o temprano,

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las que están planchando y salen derepente afuera, pues se quedan con elnublado al darles el aire, mejor les dieraen el pashte que ya sacan destilando,porque allí no tienen ojos, o que salganantes al sentir la necesidad, para que nosea al último que se echan afuera, sintaparse los ojos. Y para lo que vostenes, Goyo Yic, no hay como el raspóncon navajuda o la leche de aquel montede hojas y tallo azulados, floresamarillas hechas de ala de mariposa yfrutillas espinudas que son alimento depalomas.

—Ahora voy a posar aquí —dijo elciego, adolorido del examen que le

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había hecho el herbolario, llevándose lapunta de los dedos a sus ojos, como paradecirles: aquí estoy yo, no tengan miedo,este señor los va a curar, los va a dejarbuenos, los va a dejar limpios.

—Sí, aquí te podes quedar, y siquerés un bocado pedilo en la cocina.

—Dios se lo pague, es favor que lerecibo…

Y allí posó el Goyo Yic, entreperros y el masticatorio del herbolarioque en el silencio de la noche parecíallenar toda la casa. Nunca, escuchandofuera los grillos y dentro el correr de lasratas, había estado el ciego tan atento alruido de un copal que era mascado

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rítmicamente, igual que un reloj. Hayreloj de sol, hay reloj de arena, hay relojde cuerda. El herbolario era un reloj decopal. Cada prensón del copal loacercaba al momento de su cura. Pormomentos Goyo Yic movía la boca, peroél masticaba su pensamiento: fue ruin,ruin, ruin la María Tecún, la MaríaTecún fue ruin, ruin, ruin… Si ellaestuviera conmigo, para qué iba andaryo exponiéndome a que me cortaran losojos con navajuda. Se acobardaba.Porque no es juguete dejarse raspar connavajuda. Se incorporó. La masticacióndd corazón le llegaba a los oídos: ruin,ruin, ruin. Estaba sobre un montón de

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paja olorosa a manos manojeras, a solestival, a cascos de caballo suelto. Oíaaserrar y cepillar madera cerca de allí,no sabía dónde, sobre su cabeza, sobresu espalda, sobre sus manos, sobre sucara, sobre sus rodillas, sobre sus pies.Si el señor Chigüichón Culebroestuviera haciendo un cajón paraenterrarlo. Se daría cuenta que llevabamás dinero. Sobre el estómago se agarróel pañuelo de güegüechitos de pisto,igual que un pedazo de intestino. Lamuerte no le importaba. Temía que lofuera a enterrar vivo, llevando en sucorazón, como el fruto del amate, la florescondida de una mujer ingrata, la flor

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negra de una perjura. En sudesesperación, Yic creía que al abrir losojos ya curados, frente a él iba a estar laMaría Tecún. A ella era a la que queríaver, primero y siempre. La luz, lascosas, las gentes, nada le importaban.Ella, la ruin, la que encontró entre losZacatón sin cabeza, crió y preñódespués. La masticación del copal deChigüichón seguía y cuando no era lamasticación era el serrucho y cuando noera el serrucho, era el cepillo. Se ledesplomó el cuerpo en el sueñoperegrino verticalmente a la Zacatón,porque no era María Tecún, la ruin, sinoMaría Zacatón. Él le apellidó con el

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apelativo de Tecún, porque los Tecún lequitaron la cabeza a todos los Zacatón.Entre el sueño y la vigilia quedó en lascañas de un tapesco tembloroso depájaros que no eran pájaros sinolisonjas. Sonrió dormido. Temerle a uncajón de muerto él. A la orilla de losbarrancos, en los caminos solitarios, enlas cumbres había llamado a la muerte,desde que se fue de su casa, con sushijos, la María Tecún.

Antes del alba lo despertó elherbolario y le hizo saber en voz muybaja, perceptible a su oído de ciego,solamente, que había preparado laalfombra de serrín y viruta necesaria

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para chuparle el fresco a la estrena de lamañana. Y lo levantó y llevó del brazo.

—Estamos —le fue diciendo en vozmuy baja— en el país del aserrín y laviruta, y mi cuerpo te sirve de bastón.Hay que matar la pimienta gorda,ponerle el pie, destriparla. No oigo tuspasos ni los pasos de tu bastón hacenruido. Escupimos y no oímos caer lasaliva en el suelo, como si escupiéramosa la orilla de un barranco. Y ¿adondevamos?… O, o, o… ¿adonde vamos conlos pies sin apoyo, en un barranco?

El ciego oía palpitar el cielo como aun animal emplumado y le resmolía unapicazón extraña en las ingles y en las

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tetillas, como si el sudor le carcomierasu presencia de valiente igual que elácido que corroe metales.

—Vamos —añadió el herbolario consu voz de bajo, empujando al ciegosuavemente, paso a paso— en busca dela navajuda que limpiará la vista delGoyo Yic, de la planta que da islasverdes para cubrirle con dos islasverdes los ojos después de la limpia,del rieguito de golondrina para refrescarsus párpados y de la calaguala, lacontrayerba y el chicalote, por menester.Y nos agachamos —el herbolario doblóal ciego por el espinazo para que seinclinara— hasta pegar nuestras cabezas

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con el suelo bueno, y no podemos vercómo es el país del aserrín y la viruta,porque no vemos y vuelven nuestrasfrentes sucias y morroñosas comotestuces. Y nuestras manos retozan comoperros —siguió el herbolario con su vozronca, majestuosa, haciendo cosquillasal ciego- jugandito, revolcándose decontentas, pues ya sale con negrosdientes de sandía, la oscuridad de lacasa.

Otros pasos y una larga pausa en laque tronó varias veces el copal decojón, pasta vegetal en la que los dientesquedaban clavados hasta la encía parasoltarse luego, luego volver a clavarse y

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salir pronto, más pronto, apresuramientoy liberación de las mandíbulas quesustituye al salto. El que lo acostumbrano da la impresión de mascar, sino desaltar, de ir saltando.

—¡Nos han engañado! ¿Dónde estála luna? Sólo moscas zumban en estacasa de la señora sandía de los dientesnegros. Moscas que pican, moscas quevuelan, moscas que hablan y dicen: losdedos trabajadores de estos doshombres escarban con sus palas, lasuñas, la nube del aserrín y la viruta quejuegan, tiemblan, se esparcen bajo larespiración que les sale de las naricescomo de un cañón de escopeta cuache.

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El herbolario tomó entre sus brazosel cuerpo desnutrido de Goyo Yic.Temblaba el Goyo Yic como una flechaciega en el arco de un gran destino. Loalzó en vilo y lo soltó para que cayeraabandonado a su poso y empezó a lucharcon él, gritando roncamente:

—Somos enemigos, ciegasinmensidades en guerra como hombresque se matan entre las torres y lasfortalezas, perdimos el brillo del pájaroque se robó la luz y nos dejó en lanoche, esperando el regreso de losejércitos del sueño que han de volverderrotados de las ciudades. El moro nosha dado su alfanje con miel de abeja, el

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cristiano su espada con miel de Credo, yel turco se ha cortado las orejas paranavegar en ellas y llegar por maresdesconocidos a morir a Constantinopla.

Y siempre luchando con el ciego quese quejaba, sin saber bien si todoaquello era un remedo de pleito, añadiómás ronco:

—¡Go, go, go! La lluvia nace vieja yllora como recién nacida. Es una niñavieja. La luna nace ciega y brilla paravernos, pero no nos ve. El tamaño deuna uña tiene cuando nace, uña con laque ella misma va quitando a sus ojos sucascarón de sombra, como la uña de lanavajuda se la cortará a los ojos del

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Goyo Yic.Pasada la ceremonia, Culebro acostó

al ciego en un banco de carpintería, paraatarlo con los bejucos simbólicos. Elbejuco color café que ayudará a que elenfermo no se engusane de las heridaspor ser camino de tabaco; el bejucopinto que no permitirá que se revientenlos cordones con las fuerzas que ha dehacer cuando el dolor lo tengaestrangulado; el bejuco húmedo, deverde telaraña vegetal, para que no se levaya a ir la lengua por la garganta; y elbejuco del ombligo de su madre.Después de los bejucos simbólicos, queno eran tales ataduras, vino para el

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ciego la parte cruda.Los lazos con que lo amarró al

banco empezaron a hacerle daño.Mientras hablaba de bejucossimbólicos, le había ido pasando por elpecho, los brazos, las piernas, los lazosque ahora iba apretando, a fin de que nose moviera, tenía que estar inmóvilmientras le raspaba los ojos con lanavajuda.

El herbolario empezó la operaciónteniendo a la mano una media docena deaquellos bisturíes vegetales verdes,filosos, hiriendo, raspando, soplando losojos del enfermo para que aguantara elardor. El ciego, como un animal atado,

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indefenso, soltaba mugidos cavernosos,en los que se mezclaban el ay del dolory lo de ruin que era ya como un nuevoapellido de la María Tecún.

Se orinó del dolor. Por segunda vezpasaba la navajuda. Altas alas del filoque penetra en la carne a cortar laconciencia, a dejar el montón humanosacudirse interminablemente. Letastaceaban las quijadas, la respiraciónse le iba.

Culebro raspó más duro. El ciegosoltaba algo así como maullidos de gatoque se quema a fuego lento, rígido de lospelos a los pies, los brazos y las piernascomo palos de amarrar redes entre los

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lazos templados, temblantes. Sangre denarices. La olió. Al olería se le regresóy por poco se ahoga. Casi estornuda y nopodía estornudar. La cosquilla nerviosade la tos y no podía toser. Se ayudó conla saliva para licuar un poco el coágulo.

Después del tercer raspón con lanavajuda, dijo el herbolario suavizandosu voz grave:

—Ya la nube se mueve al soplarlacomo la nata despegada de la leche, yahora, sin perder tiempo, la vamos asacar enrolladla en una espina. Con queaguantes ratito más, ya lo peor pasó.

El herbolario fue enrollado, conpasmosa habilidad de cirujano, las

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telitas blancas que encubrían los ojos deYic alrededor de la espina. Sus dedos seveían más grandes y toscos en aquellafaena de finura: descoser nubes de ojosde ciegos. Apenas terminó de sacar latelita del ojo izquierdo, lo cubrió conuna hoja verde, y ya fue a sacar la telitalechosa del ojo derecho. Con rápidomovimiento, destapó el ojo izquierdo,cubierto por la hoja verde, y en ambosroció gotas de riego de golondrina,hecho lo cual volvió a cubrir de nuevolos escarbados ojos con las hojonasverdes y con toda inteligencia le vendóla cara y la cabeza con largas tiras decorteza, frescas, manuales, hasta dejarlo

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en un envoltorio absoluto, del tamaño deun queso.

Al soltar las ataduras de los lazos, elciego dejó escapar un quejido profundo.Estaba inconsciente. Chiguichón lolevantó con especial cuidado, paratrasladarlo a la habitación más oscurade la casa, donde le dejó acostado en uncatre de tijera, sin almohada, y muyarropado, dos ponchos, tres ponchos,para que no se le fuera a enfriar. Mañanale daría una toma de cardenillo. Y segúnque le entrara calentura…

—¡Ay, ruin! ¡Ay, ruin!Yic fue tomando conciencia, entre la

basca del mareo que le producía el

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dolor agudo, y la fiebre. El herbolario, alos tres días del raspón de navajuda, lopurgó con esponjilla, y le colocó bajo lacabeza buen número de flores deflorifundia para que se durmiera —elsueño es el gran remedio—, no sinproporcionarle sus infusiones deguarumo colorado, para mantenerleactivo el corazón. La esponjilla le hizobien. Le descargó el vientre de la sangreque se había tragado. Faltaba el purgantede «flor de fuego», a los siete días. Paraluego tenerlo a sus poquitos de agua degranadilla, refrescante y asueñosa.

—¡Ruin… ruin… ruin!… —era todolo que alcanzaba a decir Goyo Yic. Ya

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no lo decía, ya sólo era un bagazo depensamiento, un «in» ronronero en suslabios, entre sus dientes, adoloridoshasta la raíz del hueso, cuando laacariciaba la comezón de la carne vivaen los ojos. Desgarraba el petate con lasuñas en los momentos de mayordesesperación.

El noveno día se levantó. Lo levantóCulebro. Ya le quitaba el envoltorio dela cabeza, pero tenía que estarencerrado.

En estos casos la luz es máspeligrosa que un cuchillo. Cuatro díascon sus noches pasó en la oscurana.Hasta el trece día en que Chigüichón lo

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sacó al corredor, mediando la tarde. Enel sosegado sol que va cayendo,medroso, triste, largo como un látigo,mirujeaba las cosas en su húmedo lustrede superficies que no conocía y que leparecieron tan graciosas.

—Es el punto de bolita de morro elque cuesta dar a los ojos —advertíaChigüichón.

El ciego miró a Chigüichón, dequien tenía la idea sonora que le produjoel salto de agua de «La Chorrera»,cuando fueron allá con la María Tecún.Así era el herbolario. Lo miraba, perono podía quitarse de la cabeza elasociarlo al agua dando un salto mortal

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entre peñas. No era hombre. Era ruidode agua. Para él no era visible. Erasonoro. Seguiría siendo un enterepresentado por un ruido grande.

El herbolario lo dejó solo. Habíaque acostumbrarlo a usar sus ojos, a queno fuera con los ojos abiertos, mirandolos objetos, y sin atreverse a pasar antesde alargar la mano, como si lo siguieraguiando el tacto. Al ruido de lascorrientes que él había oído bajar entrepeñascos, arrastrando con todo en lacreciente, acababa de juntarse, entransparencia anegadora, algo más finoque el agua molida que él guardaba enlos guacalitos de sus oídos, una tela de

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agua que vibraba sin ruido, presenteaunque se tapara las orejas. Dosenramadas de lágrimas anegaron suvisión. Lloraba con el pecho que se lerompía de agradecimiento. Alargó lamano para tocar un taburete, asegurarlocon su tacto, y sentarse. De ciego jamásllegó a la maternidad de tocar las cosas,como ahora lo hacía, ahora que estabaviéndolas, porque sabía su posiciónexacta en relación a su cuerpo. De ciegocorreteaba coches entre chichicastales ycercos de alambre espigado, sinquemarse en la hoja del chichicaste nirasgarse las ropas en las púas delalambre. Un tordito se detuvo a la orilla

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del corredor, frente a él quesilenciosamente se acomodó en eltaburete, quién sabe a qué, porque notenía qué hacer, convaleciente. Elpajarito —más parecía una hoja quehubiera caído— vino, se detuvo, dio tressaltitos, y se fue. Mínimo. Nervioso.Grano de café electrizado. Se le fueronlos ojos que, salidos de su cascara, se leestarían yendo siempre. Suspiró con unprofundo aprecio por la vida que lecomunicaban aquellas ventanitasabiertas en su cara. Hueso, carne ypaisaje. Contempló los árboles. Para éllos árboles eran duros abajo y suavesarriba. Y así eran. Lo duro, el tronco,

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que antes tocaba y ahora veía,correspondía al color oscuro, negro,café, prieto, como quisiera llamársele, yestablecía, en forma elemental, esarelación inexplicable entre el matizopaco del tronco del árbol y la durezadel mismo al roce de su tacto. Lo suavede arriba, el ramaje, las hojas,correspondía exactamente al verde,verde claro, verde oscuro, verdeazuloso que ahora veía. Lo suave dearriba antes era sonido, no superficietocable, y ahora era verde visión aérea,igualmente lejana de su tacto, peroaprisionada ya no en sonido, sino enforma y color.

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Su primera salida de la casa delherbolario fue al puente. Cerró y abriólos ojos viendo el aguaje lleno dechilliditos de ratones, entre pedronesque asomaban como manos de madejasque estuvieran hilando, las violentasmadejas líquidas que al pasar chocandode un lado a otro, soltaban espumarajosde saliva, tan abundante como la quejuntaba el herbolario al masticar subólido de copal. De un viaje se iba todael agua que pasaba bajo el puenteamurallado, bastiones que parecíanbueyes echando fuerza para que no selos llevara. Bueyes con el yugo delpuente encima. No se veía que el agua se

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fuera y se iba, sólo comparable con eltiempo que pasa sin que se sienta; comosiempre tenemos tiempo, no sentimosque nos está faltando siempre, según leexplicó Culebro.

Volvía el herbolario con una manode fuseas en la mano gigante. Elcontraste de aquel guantón de boxeadory las delicadas flores que como aretesvegetales mostraban, unas cáliz rojo ydoble corola blanca, y otras corolasmoradas, y otras corolas azules, con elcáliz rosado. El herbolario las mirabacomo un joyero o un orfebre. Sacudió lacabeza. Las fuseas le hacían pensar en elmisterio de vida en función creadora de

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belleza. ¿Por qué se producían aquellasdivinas flores que la Virgen María sepuso de aritos? El maíz brota para quecoma el hombre, el zacate para que sealimenten los caballos, las hierbas paraLas bestezuelas del campo, las frutaspara que se regalen las aves; pero lasfuseas, que sólo son adornos de coloresdelicadísimos, porcelanas vivas en lasque el más sabio artista combinó loscolores más simples. Llegaría al Analde sus días, masticando un copal decojón, sin esclarecerlo. El que algo hacees para que alguien le alabe, pero lanaturaleza produce esas flores en sitiosen que nadie las ve. El hombre que

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creara aquellas miniaturas de porcelanascon todos los secretos del bajorrelievecoloreado y las dejara perderse, sinsacarlas de su estudio, sería llamadoloco, egoísta, y él mismo sentiría, al noser apreciadas sus habilidades, que suesfuerzo quedaba un poco baldío,truncado. Ese baldío en que quedabanaquellas lindas flores, causaba angustiaa Chigüichón Culebro.

El herbolario dejó a Yic en el puenteviendo correr el río, aletear algunasmariposas, saltar alguna liebre, seguidade otra, y cruzar, fugaz como un meteoro,un ciervo. Miraba aletargado, vagando,sin pensamiento, por el camino que

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prácticamente lo llevaría de regreso,cuando tropezó, no tropezó con nadamaterial, pero se vio que habíatropezado con algo, por el gesto quehizo, por haber ido hasta las piedras delreborde, para agarrarse, como cuandoestaba ciego y el color cenizo que lebañó la cara. A grandes zancadas,tropezándose en los pedruscos yarbustos, en el puente, en el tronco delmatasanos, en todo lo que se le poníadelante, volvió a casa del herbolario.

—¡Se quedó otra vez ciego o sevolvió loco! —sentenció Culebro, en loalto del corredor de su casa que dabasobre el camino, esperando a que

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llegara hasta allí, al menos hacia allí sedirigía. Las dos cosas eran posibles.Hay males que son más peligrosos en laconvalecencia. Los imprudentes nosanan nunca. Y Yic lo era. A ruegos yamenazas logró que se quedara unosdías después de la curación que, enverdad, fue milagrosa. Irse, irse, irse,pero a dónde, si no inútil. Después delraspón de navajuda, se debe tener muchocuidado, porque un luzazo, un mal airepueden volver la ceguera y entonces yasin curación. Y el peligro de la locura,como resultado de la operación cabíaperfectamente. Para eso le suministró unpoquito de «verdegrambre» o eléboro.

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Goyo Yic no alcanzó a llegar a lasgradas del corredor, se dejó caer yresbalóse como un cuerpo sin vida porel chaflán de tierra que del camino subíaa las gradas. Un muñeco de milpas conojos de vidrio, estáticos, abiertos,limpios, brillantes. Culebro bajó a lacarrera, indagando —¿qué le habíapicado?— y a un tiempo llegó, cuandoaquél, enloquecido, iba a clavarse lasuñas en los ojos, en sus pupilas reciénnacidas, con olor de rocío y luz demañana todavía. Sus dedos quedaroncomo tenazas de alacranes que entre susmechones de pelo lacio veíanseenredadas, al tomarlo Chigüichón por

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las muñecas. Apretó los dientes y cerrósus labios de cecina dura. Los ojos leeran inútiles. No conocía a la MaríaTecún, que era su flor del amate, él sólola había visto ciego, dentro del fruto desu amor, que él llamaba sus hijos, florinvisible a los ojos del que ve por fueray no por dentro, flor y fruto en sus ojoscerrados, en su tiniebla amorosa que eraoído, sangre, sudor, saliva, sacudimientovertebral, ahogo de respiración que sehace pelo, tetita de lima en la penumbra,niño que salta a la vida cogido por tacosde pita de cohetero humeantes, y lostoles de las chiches ya llenas de leche, yel llanto del primer empacho, y la

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calentura del mal de ojos, y el tueste conchile en el pezón granudo, para eldestete, y animalejos hechos de plumapara asustar al que ya debe ir comiendotortilla y bebiendo caldo de frijol negro,negro como la vida. Y de su tinieblaempozada en llanto, no salió hasta quese le secó el agua por dentro y tuvo sed.

El herbolario le convenció de que lesería fácil de dar con ella, porque laconocía de oídas.

—Más de alguna de las que oigashablar…

—Puede que sí —contestó GoyoYic, no muy convencido.

—Más de alguna, por ái la topas;

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ella es la que no te va a conocer a vos,mesmo que le jures que sos vos, con tusojos buenos.

—Dios se lo pague a usté…Y cuando Goyo Yic se apartó de la

casa del herbolario, no sólo el señorChigüichón Culebro, con su copal decojón entre los dientes, blanquísimo elcopal y blanquísimos los dientes; sino elrío bajo el puente que era su querenciaolvidada porque al pasar lo olvidaba,los prontos del aire que tenía el caráctervariable, los patachos, los bueyes, lasruedas de las carretas, los ecos de lasvoces de los enmontados en el guatalarrecho por esos lados, todo parecía irle

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repitiendo al oído: Más de alguna…Más de alguna… Más de alguna…

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12

Cada una se agachaba en el atrio asubirse el rebozo sobre el peloguitarreado por el soplo de la cumbre,cada uno tantito a escupir el pedazo decigarro de tuza y a quitarse el sombrerocomo tortilla fría. Venían puros helados,venían granizos. La iglesia, adentro, eraun Uamerío. Los cofrades, hombres ymujeres, los más viejos con las cabezasamarradas, sostenían manojitos decandelas entre los dedos chorreados de

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sudor y sebo caliente. Otras candelas,cien, doscientas, ardían en el suelo,pegadas directamente al suelo, en islasde ramitas de ciprés despenicado ypétalos de choreques. Otras candelas devarios tamaños, desde el cirio linajudode adornos de papel de plata y alfilerescon exvotos, hasta la meñique, ceras demás valor, en unas como almácigas dehojalata. Y las candelas en el altaradornado con ramas de pino, hoja depacaya. Al centro de tanta alabanza, unacruz de madera pintada al verde ypringada de rojo, simulando la preciosasangre, y una sabanilla blanca en hamacasobre los brazos de la cruz, también

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goteada de sangre. La gente, color depalo jobo, inmóvil frente al maderorígido, parecía enraizar sus plegarias enla santa señal del sufrimiento consusurrante hervor de cernada:

… y lo mesmo te pido, Santa Cruz—y el que así rezaba levantaba lasmanos haciendo la cruz con cada mano—, y lo mesmo, y lo mesmo, Santa Cruz,lo mesmo; o los apartas por las güeñas,yo a ese mi yerno no lo quiero, o losdesaparto yo por las malas; ¡a donde yovan a venir juntos, pero mija sólo aenviudar!

… Al fin ruin, tituló el terreno queera mío, por herencia de mi padre era

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mío, pero yo te lo pido, Santa Cruz, queme lo quites de en medio, que se muerade natural, o yo lo quito, porque loquito; ¡ve el bien que sería, miCrucecita, que a ese tramposo me loquitaras de en medio!

… El cirguión del temblor cegó lastomas por todo esto de aquí, ya no haynacidos de agua por ninguna parte,mejor allá, menos culebra, menosahuizotes, menos enfermedad; mándamepa por ái este año y vengo el año queentra en romería, por Dios que güelvo,por vos, Santa Cruz de Mayo, quegüelvo, y si no cumpliera, me echascastigo; ¡te aceito el castigo, pero

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mándame por allá!… Mejor se podiya morir el

muchachito, Santa Cruz de Mayo, porqueestá sin remedio, como gallina ciega,como ingrudo negro, a saber qué tendráen su cuerpo, ya no le queda acción, estápuro aguadito, sin medicina.

Miraban la cruz cubierta de río, delava de volcán, de arena de mar, desangre de gallo, de plumas de gallina, depelo de maíz, como algo doméstico,oficioso, solitario en los caminos,valiente contra la tempestad, el demonioy el rayo, el huracán, la peste y lamuerte, y seguían rezando con susurro decernada que hierve, y hasta el olor acre

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de la cernada, hasta que la lengua lesquedaba como estropajo,insensibilizadas las rodillas de tantoestar hincados, las manos goteantes de laviruela blanca de las candelas quesostenían por manojos, los ojos comouvas de bejuco.

Los zapatazos de los calzados, alentrar al adoratorio, el llanto de losniños de meses, traídos a tuto en sábanasblancas por las nanas indígenas, larepicadera interminable, el coheterío yde nuevo, la Santa Cruz llevada enprocesión de la iglesia a la cofradía,como por gente coja, así el movimientodesacompasado del anda, entre filas de

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cofrades y mujeres, o de mujeres,cofrades y niños que seguían detrás enavispero.

Entre la cruz andante y la iglesiainamovible, en un espacio de cielo ycampo que parecía medir el repique,iban quedando las tierras aradas para lamilpa, los cercos de izotales en flor, laflor de barba de viejo hilada por lasarañas de trementina, los ranchos comogusanos enrollados, una que otra casa deteja y pared blanca y en torno a la pilade la plaza morena, del asombrado colordel aire bajo la ceiba, ventas de feriarepartidas en enramadas de ciprés, entoldos de petate sostenidos con tres

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palos, o sábanas de colores añudadas acuatro cañas de Castilla, que el vientoinflaba como globos.

Goyo Yic entró en la iglesia deSanta Cruz de las Cruces estrenando elllanto de sus ojos abiertos. No pudoarrodillarse. Se fue de brucestrastabillando, hasta caer. Los pocosdevotos que habían quedado en eladoratorio cuidando las candelas, serieron.

—¿De qué color es el llanto? —gritaba, ya tendido en el suelo, y en elmismo grito, en la misma lastimaduradel llanto respondía—: ¡Es color deguaro blanco!

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Un jefe de cofradía con las mangasde la chaqueta de jerga azul con seisfilas de botones, y dos asistentesvestidos de manta, camisa y calzón, losacaron del templo antes que viniera elauxilio municipal, arrastrándolo de losbrazos hasta el atrio, donde quedó comoalgo sucio que poco a poco se fuecubriendo de moscas.

Las voces de las mujeres quellegaban a la iglesia o cruzaban por allícerca habla que te habla, lo hacíansacudirse, quejarse, alargar un brazo,encoger una pierna. Buscaba a la MaríaTecún, pero en lo remoto de suconciencia ya no la buscaba. La había

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perdido. Para hacer hablar a lasmujeres, a la María Tecún la conocíasólo de oídas, se volvió achimeroambulante. Caminos, ciudades y ferias…

—¡El espejito, niña, el espejito!¡Peines! ¡Jabones! ¡Aguaflorida, para laflorida niña! ¡Almanaques, hilera,listones, y los aritos de perlas! ¡Unapulserita, pañuelos, lápices, papel deamistad para enamorados, agujas,alfileres, peinetas y estos vidriecitoscon perfume: el heliotropo, la devinia,el japonés! ¡Tricófero! ¡El tricófero!¡Tómelo, llévelo, no estoy cobrando demás, es que la señorita apetecía el de lamujer trenzuda! ¡Las tierras del Señor!

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…Todas hablaban, ofrecían, indagaban,

curioseando entre las baratijas, hastaquedarse con algunas. Otras le hacíanencargos. Si volvía a pasar y seacordaba, era bueno que trajeraprendedores más bonitos, botones ylentejuelas, sedas y bastidores redondos.«El Secretario de los Amantes» lerecomendaban algunas y… no seatrevían… polvos para enamorar… losque no dejan que llegue el olvido nunca,aunque se le pague caro, y tarjetaspostales con frases de amor y nombresevocadores… Carmen… María…Luisa… Margarita…

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Las que, entradas en años, sequedaban mirando su mercancía sinmerecer a sus ojos, las hacía hablaresperanzándolas con novenas, rosarios,pilas de aguabendita, guardapelo,pequeñas mantillas negras, y ungüentospara el reumatismo, pildoras para ladebilidad, bolitas de naftalina para lavejez de las cosas, alcanfor, pildoras deéter, pomadas balsámicas contra elcatarro, gotas maravillosas para el dolorde muelas, ballenas de corsé…

—Fue ruin la María Tecún —decíapor los caminos, cargando todasaquellas porquerías en una gran tilicheraque de viaje se acomodaba a la espalda,

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y al empezar a trabajar se colocabaarriba de la cintura, por delante,valiéndose de una correa de sudada lonacon ribetes de cuero.

De noche, al regresar a la posada ensus recorridos de pueblos y ferias,paraba en cada pueblo donde habíaferia, contemplaba a la luz de la luna susombra: el cuerpo larguirucho comoejote y la tilichera por delante a la alturade la boca del estómago, y era ver lasombra de una tacuatzina. De hombre alhacerse animal a la luz de la luna pasabaa tacuatzina, a hembra de tacuatzín, conuna bolsa por delante para cargar suscrías.

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Se dejó bañar, en una de esas nochesde luna en que todo se ve como de día,por la leche de palo que baja de lasheridas de la luna macheteada en lacorteza, luz de copal que los brujoscuecen en recipientes de sueño y olvido.El copal blanco, misterioso hermanoblanco del hule que es el hermano negro,la sombra que salta. Y el hombre-tacuatzín saltaba, blanco de luna, ysaltaba su sombra hule negro.

—Vos que sos el santo de losachimeros, tacuatzín, podes llevarmepor los caminos más torcidos o por elcamino más derecho, al lugar en que estála María Tecún con mis hijos. Vos sabes

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que los hijos los lleva el hombre en lasbolsas como tacuatzín y no les conoce lacara, no les oye su risa, no les apriendeel habla que hablan con voz nueva, sinopuesito que han estado en las nuevetreintenas de la mujer, cuando la madrelos arroja, los bota fuera de ella, ysalen, entre raíces de humores fríos ypellejos calientes, hechos unos purostacuatzines, peludos, negruzcos ychillones. ¡Ayuda tacuatzín, al achimeroGoyo Yic, pa que cuanto antes tope a lamujer Tecún, en su voz, en su lengua enel aire sonando como cascabel!

Goyo Yic, en su mundo de agua consed y huesos a los que la carne se

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adhiere dolorosamente, cambió depostura. La fuerza del sol le hacía sudary al sudor se mezclaba su llanto de ebrioque no logra olvidar las contrariedadesde la vida. La iglesia cerrada. Ya no seoían voces de mujeres. Pero él seguíatirado en el atrio soltando palabras sinilación y dando manotadas. En las feriastodas se detenían frente a su puesto deventa, una sábana entre cuatro cañas deCastilla sostenida como techo, no sólopor sus baratijas vistosas, sino por veral tacuatzincito que escondía la cabezapuntuda ante los curiosos, chicos ymujeres, las más mujeres. ¿Quéanimalito es?, preguntaban al achimero

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casi todas deshaciéndose en melindres ynerviosidades, al mostrar los ojosgrandes, negros, más abiertos para veral tacuatzín y la desnuda risa de lasorpresa, sin atreverse a tocarlo, aunquealargaban la mano, por miedo y porasco, pues más parecía una rata grande.

El achimero, contento de que todashablaran al mismo tiempo, así escuchabamuchas voces femeninas, sin necesidadde ofrecer los artículos de su comercioque quizás porque no le importaba comocomercio sino como anzuelo para tirarla lengua a las mujeres, más de alguna,alguna, sería la María Tecún, era cadadía más próspero, les explicaba:

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—Es tacuatzín. Lo encontré botadoen un camino y lo recogí. Me trajo labuena suerte y me quedé con él. Llueve,truene o relampaguee, anda conmigo.

—¿Cómo se llama?—Tatacuatzín.Y entonces algunas se animaban a

tocarle las orejas, llamándole:—¡Tatacuatzín!… ¡Tatacuatzín!El tacuatzín se escurría, temeroso,

pegajoso, espeluznándose. Las curiosasse estremecían entonces hurgando en lasbaratijas.

De feria en feria, entre losemponchados comerciantes de tierrafría, tratantes de jarcias y monturas; los

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indios vestidos de blanco, muñecos detuza tratantes en batidores, pailas,molinillos, sopladores y otros indioscolor de brea tratantes en achiote, ajo,cebolla, pepitas, y otros, livianos ypalúdicos, vendedores de pan demaxtate, toronjas, bocadillos de coco,matagusanos, melcochas con anís, yotros tantos como van a las ferias, GoyoYic era conocido más que por sunombre, por el apodo de Tatacuatzín.

—Lo propio, no me enojo y menoscon la chulada; Tatacuatzín yo, y ustedMamachulita… —y entre palabrasbonitas y manoseos cariñosos, la mujerse le avoluntó para irse con él por allí

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no más. Terreno barroso, móntales y unalaguneta, adonde las nubes bajaban abeber agua. La tuvo bien oprimida bajosu cuerpo hasta la madrugada, porqueapenas intentaba despegarse de ella,entre ella y él, había lugar para elmachete. El que desde que se le huyó laMaría Tecún, como si se le hubierancerrado los poros, se quedó con ellaadentro, él con otra mujer. Fuesingraciamente y de él sólo estuvo elpellejo molido entre la María Tecún,que tenía adentro y la mujer que teníaafuera. Esa con que estaba. Y más quesus otros sentidos, el olor. El pelo de laMaría Tecún con huele de brasa de

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ocote recién apagado, retinto, lustroso yfino, y los senos como ayotes-tamalitos,que le abarcaban todo el pecho, y laspiernas tuncas y rechonchas y elempeine amosetado. Olía a la MaríaTecún en su interior y sentía a la otramujer, fuera de él, bajo su cuerpo, enmedio de la noche barrida, estrellada,infinita. Cerró los ojos y le apoyó lasmanos en los pechos, para acariciarla,levantarse y escapar. La mujer hizoruido de resquebrajaduras de dientes,rechinándolos, y de huesos en losgonces, alargándose, encogiéndose,triturándose la cara con las lágrimas queengranaban la pena del pecado a la

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placidez sonriente de su dicha. Un pasoaquí y otro allá, en lo oscuro que erasombra o tierra amontonada detrás dechinamas, galeras y carpas de la feria.El cielo se movía. Admirable verloandar como un reloj. Marimbas,guitarras, acordeones, gritosgarrasposos de los que cantaban lascartas de «Los Pronunciados»: ¡El quele cantó a San Pedro!… ¡La sirena delos mares! ¡El que por su boca muere!…¡El que pica con la cola!… ¡El retratode las mujeres!… ¡La bandera tricolor!… Pasó de los puestos de juego, juegode argollas, loterías, rueda de la fortuna,entre grupos de gente que se movía

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como imantada, hasta llegar a suchinama, donde tenía bajo siete llaveslos oros falsos de su tilichera. Largó unamoneda de níquel al que le hizo el favorde cuidarle y entró directo a buscar altacuatzín, para acariciarlo. Eraremordimiento. Su mano penetró en labolsa vacía. De las puntas de sus dedosque no dieron como otras veces con elespinazo pelado del animalito, subióquemándole el brazo un frío eléctrico.Tomó el bolsón entre las manos y loestrujó. El tacuatzín había huido. Sequedó, después de soltar la bolsa vacíasobre la tilichera, parado de una pieza.La flor de amate, convertida en

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tacuatzín, acababa de dejar el frutovacío, escapando para que, como a laMaría Tecún, no la viera el que noestaba ciego, el que ya veía a otrasmujeres. A la mujer verdaderamenteamada no se la ve, es la flor del amateque sólo ven los ciegos, es la flor de losciegos, de los cegados por el amor, loscegados por la fe, los cegados por lavida. Se arrancó el sombrero. Habíamisterio. Prendió un fósforo para ver lashuellas del tacuatzín. Estaban bienmarcaditas. No muy hondas,superficiales, ligeras. Las borró con lamano del corazón y el polvo que lequedó en los dedos y la palma, se lo

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pasó por la cara, por la lengua hediondaa besos de mujer ajena y cerró los ojosbuscando en vano a la que noencontraría ya ni en la realidad ni en esasombra de cajón de muerto, al tamañode su cuerpo, regada por sus párpadossobre él.

—¡Ve, vos, Tatacuatzín, dame algopor haberte quitado las ganas!

Goyo Yic oyó la voz de la mujer enesa sensación de despoblado que dan lasferias al silenciarse y, sin más esperar,alzó la tilichera, fue hacia donde estabael bulto de la mujer contra la sábanablanca que rodeaba su trampa y ledescargó, encima, al bulto, la gran caja

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de madera cubierta de vidrio con toda suachimería. La silueta oscura de la mujerque detrás de la sábana rala se veíacomo un manchón de chingaste de café,resbaló sin ruido, al tiempo que losvidrios rodaban en pedazos y caían enchinche a lo callado espejos, collares,aritos, pulseras, frascos de perfumesbaratos, rosarios, dedales, alfileres,agujas, ganchos de mujer, jabones,peines, peinetas, listones en piezasdesenrolladas, pañuelos, crucifijos…

Huir. Seguro que sí. Él también eratacuatzín. Y de andar fugo en el montemucho tiempo se puso prieto. Lo malo esque en el monte de estar solo se estaba

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volviendo loco y se enredaba en cosascon la María Tecún que, aun cuandohabía sido ruin, merecía que así a losolo le echara a la conversación. Sitopaba un arbolito con perraje de floresle acercaba la mano temblorosa. Estásloco, se advertía, y seguía adelante,emboscado, sólo a ver que era igual a suadorado tormento, un salto de aguabonito, al que acercaba el cachete paraque le floreara la espuma que era comola risa de… fue ruin. Se menoscaba elánimo de no ver gente, no ver chuchos,vaya. Los chuchos ya tienen algo degente. Comía lo que encontraba que sepodía mascar y tragar. Raíces gordas

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con sabor a papas crudas, frutos queantes se aseguraba si los habíanpicoteado los pájaros, para saber que noeran venenosos, hojas carnosas, y unostronquitos que mordían las ardillas.

De bien lejos olfateó el hombre quela mayor parte de la vida estuvo ciego,que había pueblo cerca. No sabríaexplicar cómo en el aire se lecorporizaban las cosas a distancia. Loque sus pupilas no alcanzaban estaba ensu nariz. Y así fue como bajó, trasrecorrer y recorrer tierras, desesperadode no ver gente ni comer caliente, aSanta Cruz de las Cruces, arrebiatado aun tren de carretas que vuelteaban

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trastumbando. Pronto se sintió cogidoentre la última carreta y una ronda deenmascarados. Era el gran convite de laFeria de la Cruz de Santa Cruz de lasCruces. Vestidos de colorado, verde,amarillo, negro, morado, tocabaninstrumentos, repartían latigazosfiesteros y bailaban.

Goyo Yic, que ya sólo era calaveracon ojos, pelo y dientes, seguía laspiruetas y los decires de losenmascarados con atención de infante.Los que llevaban en la cabeza plumajesde colores eran los reyes, el cabello y labarba de plata, los ojos con párpados deoro, gruesos los labios de la máscara,

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también plateados. Otros había quellevaban coronas y otros con unossombreros que más parecían canastas deflores de papel de china. Entre todos ibay venía bailando, saltando, cueraceandoa los mirones, el mico del hoyo, vestidode negro, coludo, cornudo, los ojos enruedas rojas y roja la boca redonda conlos dientes blancos. Una gran comparsa.

Goyo Yic, el Tatacuatzín, dejó lacarreta en que se había trepado, paraandar un poco arrastrado, y se incorporóa la algazara y polvareda de los que elpueblo de Santa Cruz de las Crucesrecibía como los heraldos de la mayorfestividad del año. Entre las agujas de

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una puerta tranquera, desembocó elconvite seguido de multitud de chicos detodas edades, desde el mayorcito conhonda de pita en la mano u otroinstrumento de tortura, hasta elUoronzuelo, desde las muchachonas conlas cabezas arrebiatadas de listones,igual que váquiras de feria, hasta lasseñoras congojosas, en años de pelocolor de espina y arrugas de tierra seca.

En la cofradía de gran patio barridoy oloroso a tierra mojada, el agua y latierra en medio del olor de la tarde, serepartían bajo jocotales cargados dejocotes verdes como hojas, yaamarillando algunos, y aguacatales de

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triste aspecto somnolente, mesas convasos de horchata ya servida, suave olorde chufa, agua de canela que parecíaafinar los vasos de herradura,adelgazándose hasta hacer pensar encaballitos retintos, y fresco de súchiles,agridulce, picantón. Y al pie de losvasos de horchata, agua de canela ysúchiles, los panes rellenos con frijolesnegros y queso espolvoreado, otros conencurtidos y lechuga, otros con sardinas,y las enchiladas bajo tormentas demoscas que espantaba con parsimonia lavendedora zamba, ojerosa, de caraacachimbada.

En otras mesas —la cofradía era un

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mercado religioso bajo el vuelo de losclarineros alegres— se ventilaban otrasaguas refrescantes: el chan de semillitasnegras asentadas en el fondo del vasoque al servirlo revolvía la vendedora,una joven ella parecida a la MaríaTecún, semillitas que girando, girandoiban hasta el garguero, como en unaprueba astronómica de la formación delos mundos; los rosicleres de color debanderas, dulces, mielosos; y el agua dechilacayote, fresco con barbas desargazos y pepitas negras, negras.

Por allá, en el fondo, se botaba consólo un agua la gran enramada del altar,alta por delante, baja por detrás, como

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formando resplandor, toda vestida pordentro y por fuera de pino, ciprés,chucas, hojas de pacaya, festones depashte, parásitas con flores de formapajarera, y frutas a madurar. La SantaCruz, patrona de la cofradía, alzaba piede un anda con nagüilla de cortina roja.Frente a ella, en candeleras y en el suelode ladrillo —era la única cofradía quetenía altar con suelo de ladrillo—, cerasamarillas, adornadas con papel de chinamorado y retazos de oro pegados conengrudos de algodón, y ceras de todostamaños, hasta las humildes candelas desebo, enanitas y no por eso menosllameantes. Fuera de este círculo

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celestial de candelas, una fogata delengüitas de serafines y culebritas dehumo, el altar propiamente dicho,consistente en una larga mesa cubiertacon un mantel almidonado. En este altarlos cofrades y peregrinos depositabanflores, frutas, gallinas, animales delmonte, palomas, elotes, ejotes, frutas yotros presentes. Al centro de este altar,había una bandeja para las limosnas,bandeja que se repetía en una mesacolocada a la derecha, entre garrafas deaguardiente cuelludas y panzonas, connances amarillos, cortezas de limón,cerezas y otras frutas de sabores en elcristalino mundo en que el licor parecía

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dormir como un lagarto transparente,con risa de muerto, fija.

La marimba esperaba las seis de latarde. Goyo Yic, que miraba todo conojos tristones de tacuatzín, se acomidióa soplar el fuego preparado para laquema de bombas y cohetes al pie de unaguacatal raizudo y altísimo. Los tizonesmudaban la piel de fuego al soplarlosGoyo Yic con su sombrero. El fuego lerecordaba a María Tecún. El calor delfuego entre tetuntes. Si jugaba elsombrero rápidamente sobre las llamas,cada tizón era un vivo cascabel, siharaganeaba el sombrero, se vestían losleños ardiendo de escama de ceniza,

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escama menos pesada que el aire,porque al resoplar con diligencia,nuevamente, volaba dejando en elamazorcado braserío del fogón,miembros de árboles amputados,sangrantes.

—Fue ruin la María Tecún…Había dejado de soplar el fuego y le

sacaron de su pensamiento losencargados de quemar los cohetes y lasbombas voladoras. Fueron asomando sinsombrero, los pies lavados, las ropasnuevas, camisas a colores, pañuelos desedalina en los cuellos y las insignias dela cofradía, consistentes, según loscargos de mayordomos o guardias, en

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cruces más o menos grandes sobrerosetas de listón morado y blanco.

Anunció la hora un presentimientode pájaros que volaron de los árbolescercanos, al asomar al patio la cuadrillade los que, llegado el convite, iban asoltar los cohetes, relinchos decaballitos enloquecidos, al sonar lascampanas de las vísperas.

El repique no se hizo esperar. Sealzó en el inmenso y dulce silencioamonestador de la tarde que volcabasobre las montañas profundos rosas yllameantes nubes rojas.

Y al repique, salieron disparados delas manos morenas de los que soltaban

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los cohetes, uno, otro, otro, otro, otro yotro cohete partiendo la pureza del airecon su quisquilloso respirar de nariztapada, para estallar en lo alto, otrossobre las casas y otros, los que noagarraban viaje, entre los cercos y elsuelo. Las bombas voladoras erancolocadas, mientras tanto, pormuchachones que hacían sus primerostanes en los morteros, y otros, másadiestrados, tan pronto como elproyectil caía en el mortero dejandofuera la punta de la mecha como la colade una rata, aproximaban el tizón y…pon… pon… pon… estallidos violentos,terráqueos, seguidos de roncas

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detonaciones en medio de la celesteinmensidad ya con estrellas.

La noche sumergió a Santa Cruz delas Cruces en sus aguas de lago oscuro,hasta la altura de los cerroscircundantes, ensoguillados de fogatas.Goyo Yic, helado como tacuatzín, seguíasopla que sopla el fuego con su pobresombrero de petate viejo, por haceralgo, pues ya la quema había pasado ylos tizotes habían servido.

Del alboroto de las seis de la tardesólo quedaba la marimba querendona yapaleada, molida a palos como losárboles cuando los apalean para botarlas frutas, los animales perjuiciosos

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cuando los apalean para que aprendan aeso, a no hacer perjuicio y a no serharaganes, las mujeres cuando lasapalean para que no se juyan, loshombres cuando los apalean lasautoridades para quitarles lo de hombreque llevan dentro. Él ya no llevabadentro nada de hombre. Se había vueltotacuatzín, tacuatzina porque llevaba asus hijos metidos en el bolsón del alma.Lo mineó la María Tecún. Y parasiempre. Y para peor el herbolario, quele sacó los ojos y le puso ojos detacuatzín.

¡Fiesta de Santa Cruz de las Cruces!Por la señal de tus fuegos que llaman el

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agua que los pitos llevan en sus ojosescrutadores. Por el campesino que en tudía se destierra del suelo y se encaramaa tus brazos de mástil, con las velasensangrentadas, a llamar a Dios. Por losque frente a tus chozas, en tus calles, conbasuras, palos secos y ramas verdesprenden sus fogarones para soñar quetienen a sus pies una estrella colorada.Las llamas de los cirios cuerpones sebaten a duelo de lenguazos de oro frentea ti que eres el duelo de la vida,formada por los destinos que secruzaron, el de Dios y el del hombre,entre enemigos a muerte, negaciones,tempestades y desgarrado llanto de

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madre. ¡Santa Cruz de las Cruces, quevenga el agua pronto, que pronto pasenlos azacuanes trazando en el cielo sugran cruz de sombra y ala! ¡Las manos lecomen de dicha, Santa Cruz de lasCruces, al que te venera en tu día, en tuhora, en tu instante! Los venados, alládonde no ven, pero están, apuntan consus orejitas para tu fiesta de cazadoresque te traen las primeras presas. Losárboles saben que sus frutos más ricosson para adornar esta fecha en quecumple años la agonía del mundo, yempujan su savia más dulce con nuditosde voluntad de madera para que seanmiel oprimida en la cascara, y las

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avispas de shute negro que al picar dancalentura, se tornan esposas milagreras.¡Santa Cruz de las Cruces, casada enartículo de muerte con Jesús, tu fiesta esel riesgo del hombre que se arranca dela mala vida y se abraza contigo, cuerpoa cuerpo, no sabiendo si te abraza o telucha, para quedar después sólo mudaday sombrero de esqueleto, para susto delas palomas maiceras!

Noche entamalada con las hojasverdes de las montañas que formabanenvoltorio al pueblo de Santa Cruz delas Cruces. Frente a la Santa Cruz, en laenramada del altar, bailaban loscofrades al compás de la marimba,

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todos con el corazón como después deun susto. Y para que el corazón lesvolviera a su punto, se acercaban a lamesa del trago y vaciaban en pequeñascopas el contenido de las garrafas,aguardiente que cambiaban porlimosnas. Gululululuc, el trago por elgaznate, y chilín, el níquel, la moneda deníquel en el platillo de la limosna, y lareverencia a la Santa Cruz.

Medianoche. En el patio de lacofradía y en los alrededores,escuchábase el pataleo de las bestiasadormecidas bajo el sereno, veíanse losfuegos de los condumios, los hachonesde ocote de las ventas de frescos, panes

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y batido, y grupos de gentes, familias yconocidos, que andaban de paseo sinruido, los pies descalzos y la risa de tanvieja ya cicatrizada en sus caras defantasmas entrapajados.

Goyo Yic, después de tomar café, ledio manita a una mujer para que apearaun canasto de verduras y animalero,chumpipes y gallinas, que traía en lacabeza. La cargadora se le quedómirando agradecida, las tostadas pepitasde los ojos en la cara pálida del jadeo,el cabello ruin por el yagual, y entreresuello, soltó un Dios se lo pague, envoz tan apagada que Goyo Yic apenas sipercibió el acento. Con su ayuda, la

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cargadora arrastró el canasto hasta lascolinas. Yic con su mano chocó la deella. Había hablado. Había oído. Se ledescompuso el cuerpo. Pero otro Diosse lo pague, acabó con el embrujo. No.No era la María Tecún. Pero qué voz tanparecida. Refregó la espalda en unhorcón, mientras la mujer se perdía en lanoche. Todavía la oyó mear. Pero porallí qué iba a conocer a su mujer sitodas mean igual. El resplandor de losfuegos le doraba el pelo al Goyo Yic, lacara enjuta, cobriza, desaparentada deen lo que andaba. En la oscuridad, airevestido de telaraña, los vaqueroshumaban. Estornudos de mecheros de

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piedra de rayo y eslabón bravo y brasasde cigarros de tuza o puros trenzados.Humó y se emborrachó con ellos, elGoyo Yic. Le brindaron un trago de unabotella, y se la pescueceó entera. Casi.Un culito dejó.

—Y vos, ¿qué te propones olvidarque te bebés el aguardiente así? —lepreguntó un vaquero cara de caite viejo.

—Es que la tristeza lo vuelve a unoalgo tacuatzín… —fue su respuesta,pero ya estaba el aguardiente jugándoleen la sangre, en los ojos, en los gestos,en los ademanes.

—Éste ya no se para —dijo otrovaquero.

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—Lo susodicho —dijo otro.Pero el Goyo Yic se paró y estuvo

bailando y anduvo toda la noche no sabedónde, hasta la mañana siguiente en quefue a caer de boca a la iglesia, de dondelo sacaron a botar al atrio.

La sequía lo hizo pararse. Habíaanochecido. Un día entero estuvo botadoen el atrio, ratos oyendo mujeres quepasaban hablando, ratos sin darse cuentade nada. Se paró como pudo. Letemblaron las canillas. Derecho a la pilade la plaza a beber agua hedionda a cacade jaula. Cuesta volver en sí.

—Entonce —se acercó a hablarle unhombre de campo más alto que él—,

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entonce nos vemos hoy, yo ya arreglé eltrato, la mita de las monedas usté y lamita yo, y de la ganancia vamos mita ymita; pero hay que salir temprano paraque nos abunde el tiempo.

Goyo Yic se buscó el pañuelo conlos güegüechitos de monedas, pero no lotenía y… entonces y entonces…

—No se busque más, yo se lo guardéy aquí lo tiene. Entonce nos vamos. Máspara el camino tomamos café, si leparece.

El hombre empezó a caminar ydetrás, como un baldado, fue Goyo Yic,igual que un tacuatzín detrás de unprójimo desconocido.

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El café le asentó el estómago.Entonces se fijó, entonces, que elhombre amigo llevaba un garrafón a laespalda. Al mediodía se bajaron a beberagua, por una veredita, a una quebrada.Allí, al volver al camino real, le dijo elamigo:

—Entonce ahora lo carga usté…Goyo Yic se echó el garrafón a la

espalda y siguió caminando. Hastaentonces, cargando el garrafón vacíorecordó el trato, lo pactado con aquelcamarada. Le comía la lengua porpreguntarle cómo se llamaba y lepreguntó.

—Domingo Revolorio. Entonce ya

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no se acuerda de todo lo que hablamos.Cuando usté me tenía abrazado y medecía que sí, que sí, que sí, que yo dabala mita del pisto y usté la otra mita, quemercábamos el aguardiente yregresábamos a Santa Cruz de lasCruces a venderlo. El negocio esnegocio redondo, si cumplimos nuestrapalabra de no obsequiar a ninguno unacopa, sea quien sea, sea el más amigo,sea un pariente suyo, sea un parientemío. Regalado, nada. El que quiera,compra. Pisto en mano, trago en copa.Ni nosotros mismos podemos tomar sinpagar. Si usté quiere tomarse un sutraguito, me lo paga; si yo quiero, se lo

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pago, y no es cuestión de que seamosuno en el negocio.

Mediaban las cuatro de la tarde yDomingo Revolorio, conforme el tratode dividirse gastos, trabajo y ganancias,tomó el garrafón hasta llegar a unpoblado en que se destilaban, sabiduríaantigua, en ollas de barro, muy buenosaguardientes.

Un guacal de agua hirviendo y polvode chile, fue todo lo que tomaron dealimento. Lo primero, por lo tanto, alllegar, era comer. Tortillas, queso,frijoles, café. Y un par de tragos. Seentraron por una caballeriza a un mesónoloroso a sancocho. Tras el olor se

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entraron. Domingo Revolorio arreglócon la patrona y allí comieron ydurmieron, después de dar una vueltapor el pueblo. Sólo cuando oía hablarmujeres, se acordaba Goyo Yic queandaba buscando a la María Tecún.Últimamente ya no pensaba mucho enella. Pensaba, sí, pero no como antes, yno porque estuviera conforme, sinoporque… no pensaba. ¡Ay, alma detacuatzín! ¡Ay, ojos de tacuatzín! Eracobarde. El hombre es cobarde. Ahora,cuando pensaba en ella, al oír hablarmujeres, ya no le daba como antes unvuelco el corazón, y se entretenía enpensarla con un hombre rico, con

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muchas fuerzas, con mucha puntería…¿Para qué la iba a buscar él que sirecobró los ojos, se le metió en el almaun tacuatzín? Los años, la pena que noahorca con lazo, pero ahorca, los malosclimas en que había estado durmiendo ala quien vive, en sus vueltas deachimero, registrando todos los pueblosy aldeas de la costa, y el paño de hígadoen la cara de tanto beber aguardientepara alegrarse un poco el gusto amargode la mujer ausente, lo fueron apocandoy apocando, hasta darle la condición deuno que no era ninguno. Materialmenteera alguien, pero moralmente no eranadie. Haría las cosas porque tenía que

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hacerlas, no como antes, con el gusto dehacerlas para algo y fue peor cuandoperdió la esperanza de encontrar a lamujer y a sus hijos. Hay tristezas queabrigan. La de Goyo Yic era tristeza deintemperie. Recogió las piernas, seencogió y se durmió hasta el díasiguiente, antes que cantaran los gallos.

—Madrugó, compadre… —lesaludó Domingo Revolorio y le pidiólos realitos que le tocaba poner en elnegocio del garrafón de aguardiente.

Le llamaba compadre. Se llamabancompadres. Así empezaron a decirse yasí se dijeron siempre. Compadres. Sóloque había que saber quién de los dos era

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el tata de la criatura y quién el padrino,y si la criatura era el garrafón.

—Po-aquí en debo tener más si noalcanza con eso, compadre Mingo —dijo Tatacuatzín rascándose las cejas—;cuente, por vida suyita, hay que ganartiempo para que no nos agarre la fuerzadel sol en el camino; ya yo le di todo loque tenía en efectivo.

—Y está cabal, compadre Goyo;lléveselo usté; son ochenta y seis pesos,según mis cálculos, lo del garrafoncitode veinte botellas; bueno hubiera estadotraerse uno más grande.

En la posada, los arrieros arreglabansus cargas, unos se movían a dar agua a

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las bestias y otros las aparejaban. Sobrelos aparejos echarían la carga; harina ensaquitos blancos y azúcar en costales debrin extranjero.

Goyo Yic llevaba el dinero, y elcompadre Mingo iba detrás diciendoentre otras cosas:

—Pusimos mitá y mitá; el garrafónya lleno lo vamos a ir cargando, ratosusté y ratos yo, y de lo que ganemos,mitadita para cada uno; en todo, latajada por mita, en las monedas delcosto, en el trabajo pa llevarlo y en laganancia. Dios nos favorezca.

—Por supuesto… Por supuesto…Por supuesto… —repetía Goyo Yic en

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los cabes que el compadre Mingo ledejaba para que él también opinara—. Ylo mejor, la condición: no regalar ni untrago, ni nosotros, los condueñospodemos disponer de una copa, sinprevio pago.

—Sólo ansina resultan buenos estosnegocios; yo tuve cantina y me la bebí;la segunda me la bebieron los amigos;dos cantinas tuve y me quedóexperiencia.

—Como pa que no le quedara,compadre Mingo. Lo magnífico es quevamos a llegar a Santa Cruz ya cuandoestén escasos de guaro. Negocioredondo es en puras monedas, ni

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regalado ni al fiado.—Sobre mil doscientos pesos le

vamos a sacar a los ochenta y seis quenos cuesta el garrafón.

—Previsto…—Y así tendrá usté para más

amores. Su gusto es amar, compadreGoyo, y amar con pisto es mejor queamar pobre. El amor no se lleva con lapobreza, aunque digan lo contrario. Elamor es lujo y la pobreza, qué lujo tiene.Amor de pobre es sufrimiento, amor derico es gusto.

—Y en qué ha visto, compadre, queyo sea enamorado.

—En que se para y se queda oyendo

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a toda mujer que habla. Aunque no seacon usté, usté se para y la oye.

—Ya le conté que ando buscandouna mujer que sólo conozco de oído.Nunca la vide. Sólo la oí hablar y así talvez la identifico. Tal quien la voy aencontrar un día, porque la esperanza nose muere en el corazón del hombre niaunque la maten.

—Y si no la encuentra, compadreGoyo, la olvida, la cambia por otramejor. Porque si da con ella y ella estávoluntariosa con otro, lo chiva.

—Ni lo hable, compadre.Purititamente con otro, no meimportaría; pero si agarró mal camino y

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es mal ejempío de los hijos, Diosguarde. No se deletrea todo lo quesiento en el cuerpo: ratos la cosquilla dequerer saber de ellos, de quererseempinar sobre todo lo que los oculta,para ver cómo están; ratos ahogo que nose va si uno no anda, como si andando,como si paseándose, acortara uno ladistancia que lo separa de ellos. Pero hapasado tanto tiempo, que ahora ya nosiento nada. Antes, compadre, labuscaba para encontrarla; ahora para noencontrarla.

Mingo Revolorio, bajo de cuerpo,de pelo negro aplumado, cejijunto, tezbastante clara, representaba menos edad

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de la que tenía. Si reía parecía tocar uninstrumento de banda, si callaba seborraba. Para hablar hacía siempre elgesto de arremangarse las mangas.

Varias veces hizo el movimiento desubirse la mangas de la chaqueta, perono dijo nada, apenas entre los dos labiosapuntaba un número y otro número,contando las botellas de aguardiente queiban llenando el garrafón, una por una,mientras el compadre Goyo Yic, pagabael valor del aguardiente y compraba laguía para poder circular por los caminoscon libertad. Por todo pagó ochentapesos.

—Compadre Mingo —corrió a

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decirle—, estuvo mejor la cosa, porquenos sobraron seis pesos. Cobraron sóloochenta pesos, con guía y todo. Sobraronseis pesos.

—Bien, compadrito, muy bien,porque amina no regresamos sin nada enla bolsa. Siempre es bueno llevaralgunos pesos para el camino.

—Son seis pesos.—Guárdeselos usté, compadre;

después, al llegar, haremos cuentas, queal cabo cuarenta y tres habíamos puestocada uno, pero como sobraron esos seispesos, sólo pusimos cuarenta, y de allíson tres de cada uno.

—Si quiere le doy sus tres.

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—No, compadre Goyo, llévelo todojunto. Y compramos buen aguardiente, lomejorcito que hay, sabor cacao, y tienesu colorcito a coñac fino, lo que hacemás fácil el expendio, porque dicen queademás de alegrar, alimenta. Se pudohaber comprado aguardiente de cabezade carnero, que es más alimento, casireconstituyente, pero cuestaba, sin duda,unos pesos más, y siendo asi no nos traíacuenta.

Mingo Revolorio metió el garrafónen una red y se lo echó a la espalda,para agarrar cuanto antes la retopada delcamino. Las primeras anilinas del díasimulaban mercados de frutas —

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naranjas, limones, sandías, pitahayas,granadas, limas, toronjas, cerezas,acerolas, nances, pepinos, guanábanas,zapotes—, frutas que poco a pocodejaban de ser frutas sobre los cerrosvioláceos y se volvían flores devariadísimos colores y formas —claveles, geranios, rosas, dalias,camelias, orquídeas, hortensias—,flores que al salir el sol apelmazabansus colores hasta formar el verdeclorofila de las serranías,convirtiéndose en hojas.

—No me negará, compadre, quehace frío… —exclamó Goyo Yic, alpasar entre dos paredes de cerro,

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trepando, bajando, saltando, afinándosepara caber en el camino, lo quellamaban Cerro Partido.

—Sí, compadre, hace frío; peroandando se quita.

Goyo Yic miró el garrafón a laespalda de su compadre con la sed queel frío caliente del paludismo pone enlas pupilas, y repitió:

—Mucho frío, compadre, muchofrío…

—Ándele que así se calienta y no seaflija por eso, que ya va a salir el sol.

—Vea, compadre Mingo, que tal veznos caería bien un trago, que aunquenunca cae mal, ahora nos caería mejor, a

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mí por lo menos.—Al estómago nos caería,

compadre; pero no tenemos pa pagarlo ymejor sigamos. El pacto es pacto no esjuguete, dimos palabra de hombre quede este garrafón no daríamos a nadie, nia nosotros mismos, una copa sin elcorrespondiente pago.

—Quiere decir que a usté también leapetece.

—Por supuesto, pero no se puede,porque, además de la palabra, compadreGoyo, debemos pensar que son nuestrosintereses los que peligran si empezamosa tomar gratis. Trago usté y trago yo, nosacabamos el garrafón y llegamos sin

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nada a Santa Cruz. Lo que yo puse eratodo mi capital, usté también puso todosu capital, si usté se chupa un trago sinpagármelo y yo hago lo mismo, nosquedamos en la calle.

El camino sombreado por árbolescorpulentos, grandazos, de ramas que seextendían superpuestas como capas desopa de tamal verde, entre pozas de aguanacida de las peñas espejeantes por elagua y las arenas a la salida del sol,aumentó en Goyo Yic, Tatacuatzín, lagana de beber aguardiente, sin dudaporque aquella humedad rumorosa yaquel calorcito de nuca que traía el solal salir, le recordaba a la María Tecún,

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cuando, después de bañarse en el río,regresaba al rancho. Mujer sufrida.Cerró los ojos para apartarse,momentáneamente aunque fuera, delmundo visible, y paladear su felicidadde ciego.

—¡Compadre! —no se aguantó más—, ¡compadre Mingo, yo le compro eltrago! —traía en la bolsa, por todo traer,los seis pesos que le quedaron al pagarel garrafón, las veinte botellas, y la guía.

—Si es pagado, no hayinconveniente.

—Y anticipado para que nodesconfie.

—No le permito, compadre, que me

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llame desconfiado con usté que es misocio en este negocio. Lo que pasa esque gratis yo no podía darle el trago.Era pasar sobre el convenio.

Y así hablando se detuvo Revolorio,bien negras sus cejas juntas, pobladas,sobre su tez blanca, la voz comoahorcada, como engolada, debido a lacarga.

Se detuvo, puso en firme el garrafón,echándose de espaldas sobre un bordodel camino, hasta que el garrafón tocó elbordo; lo soltó, ayudado por elcompadre Goyo, que estaba que se lequemaba la mil por beberse el trago, ydespués de sacudirse las manos que

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también había apoyado a la peña, levació a su compadre lo que hacía seispesos de guaro, en un guacalito de fondonegro.

Goyo Yic, Tatacuatzín, pagó a sucompadre Mingo los seis pesos y apuróel guacalito a grandes sorbos,paladeándose al final y dando suaprobación de catador, igual que unpájaro que abre y cierra el pico despuésde haber bebido agua. Luego, tomó elgarrafón para echárselo a la espalda. Elcompadre Revolorio ya había cargado, yahora le tocaba a él.

Pie tras pie, trepó Tatacuatzín medialegua, jadeando un poco, tronando las

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arenas del camino bajo sus caites dehombre que a su peso aumentaba el de lapreciosa carga. Muy atrás seguíaDomingo Revolorio, como cansado. Depronto, apretó el paso para alcanzarlo,igual que si le apremiara una necesidadurgente.

—Compadre… —le dijo, con lamano en el pecho, no se le notaba lopálido, porque era blanco—, me estoyalcanzando, ya no respiro…

—¡Trago quería usté, compadre!—¡Me muero!—¡Un trago!—Déme unos golpecitos en la

espalda y déme el trago… Goyo Yic,

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Tatacuatzín, le golpeó la espalda.—Y el trago, compadre —reclamó

Revolorio.—¿Tiene para pagarlo, compadre?—¡Sí, compadre, los seis pesos!—Ansina sí baila mija, porque de

regalado no podía darle el trago ni quese estuviera muriendo.

El guacalito lleno de aguardientesabor de cacao en manos de Revolorio ylos seis pesos en manos de Tatacuatzín.Aquél lo saboreó. Untaba las encías consu cerca de azúcar, sin ser dulce, ysuavidad de pétalo de rosa con puyón deespina.

Mediodía. El sudor bajaba por la

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frente de Goyo Yic, que siguió con ladichosura, la preciosura, la lindura, delaguardiente a cuestas, en vista de queMingo Revolorio estaba algo doliente.De encuentro y pasada un patacho demuías: una, dos, tres, veinte muíascargadas de cajas de maicena, jaulascon trastos de peltre entre paja blanca ybarrilitos de vino. Los compadres seacuñaron a la peña mientras pasaban lasmuías al trote, levantando nubes depolvo, cuidadas por los arrieros a pie yseguidas por los fleteros que iban acaballo.

—No siga, compadre Goyo —dijoRevolorio, sacudiéndose la tierra de la

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cara, parpadeó para ver claro, y conmedias escupidas para no tragar tierra—, que ahora a mí me toca cargar unpoco el garrafón, ya usté sacó más de latarea.

Goyo Yic, Tatacuatzín, que habíahecho casi dos horas de macho de cargaatendiendo a que su compadre no podíamucho por estar enfermo de angina depecho, se detuvo al solo despegar de lapeña en que se recostaron a ver pasar elpatacho.

—Si no le hace mal, si no le afecta,compadre…

Tatacuatzín no estaba muyconvencido de la enfermedad de

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Revolorio. Se hizo el enfermo parabeberse el trago. Casual que sólo deregreso le iba a afligir el corazón. ¿Porqué cuando venían no lo sintió?

—Trato es trato y a mí me tocacargar ahora.

Mingo Revolorio, con los brazostrunquitos que movía a lo muñeco, lequitó la carga entre risas y manoseos.

—Bueno, compadre, pero allá si lehace mal, y espere tantito, no seapresure, que antes que se eche elgarrafón a la espalda, voy a querer mitrago.

—¿Vendido?—Seis pesos que aquí tiene. Toda

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venta al contado, compadre, porque sino nos ruineamos.

Revolorio recibió los seis pesos ysirvió bien colmadito el guacal deaguardiente. Brillaba el líquidoentredorado bajo el sol radiante.Tatacuatzín se lo sembró de un trago.

Un chubasco de hojas les cayóencima. Pleiteando estarían águilas ogavilanes en algún palo. Lo cierto es queen la modorra de la siesta, bajo el soltorrencial, casi sin sombra, se escuchabaen lo alto el repique de las alasborrascosas que chocaban bamboleandolas ramas, de las que caian hojas yflores. Goyo Yic recogió algunas flores

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amarillas para adornar la dichosura, lapreciosura, la lindura que llevaba acuestas su compadre Mingo.

—Trago querrá, compadre, que loestá adornando —se detuvo a decirRevolorio, con la risa en los labios y loscachetes rojos de estar llevando sol,porque el sombrero a esas horas demediodía no tapa, no sirve.

—No, compadre, no tengo con quépagarlo.

—Pues si quiere le doy prestao losseis pesos.

—Si es su volunta; al hacer lasprimeras ventas de ái lo descuenta y sepaga. Usté es hombre pacífico,

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compadre. Vale que vamos a tener anuestra disposición una bonita ganancia.

Revolorio le dio los seis pesos aTatacuatzín, el Goyo Yic, y le colmó elguacalito con el fondo negro. Cuando sellenaba de aguardiente parecía un ojosin párpado, desnudo, mirándolo todo.Tatacuatzín saboreó el licor, puro cacao,y le devolvió en pago, los seis pesos aRevolorio.

—Le debo seis pesos, compadreMingo, y usté anda medio malo, déme amí el garrafoncito que ya no veo lashoras de llegar.

Siguieron más corriendo queandando. Goyo Yic con el garrafón a

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cuestas y Revolorio de Cirineo.—Quizás no le moleste, compadre,

apear un poco y venderme un trago. Mese alcanza el corazón, la palpitación latengo dispareja.

—No, compadre, no es molestia, esbien para los dos, porque usté sebeneficia tomándose el trago si se sientemalo, y los dos ganamos, porque laventa es al contado. Lo malo sería queusté y yo fuéramos trago y trago de puroobsequio.

El guacalito se llenó burbujeante,bajo los ojos sedientos de los doscompadres. Tatacuatzín recibió deRevolorio los seis pesos, se los guardó

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y se echó el garrafón a la espalda parasalir adelante.

Andando, andando Tatacuatzíndecía:

—Si el negocio sale del todo bueno,como lo pensamos, y como tiene ytendrá que salir, usté está viendo quehasta nosotros, hasta usté enfermo,hemos tenido que pagar las medidas quenos hemos tomado, porque yo cuandousté se maleó esta mañana bien puderegalarle un trago, una medida. Sinembargo, compadre Mingo, no fuetacañería o mal corazón, fue porque asísentábamos una base de cumplimientode lo hablado. Le iba diciendo que si el

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negocio sale bueno, con los realesvamos a ir a buscar a un herbolario queyo conozco, el señor ChigüichónCulebro, el mesmo que me sanó losojos, para que le haga algo a micompadre en ese su mal del corazón. Sino se va a cair muerto el rato menospensado.

—Ya me han medecinado. Lo quedicen que tengo y yo lo siento es laespuma de corazón.

—¡La fregada!, ¿y eso qué es?—A los que como yo hemos sido

bebedores de trago todos los días, nosqueda baba de licor en la sangre, ycuando esa baba llega al corazón, mata.

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No aguanta el corazón la baba del guaro.—Pero debe haber remedio…—Otro trago…—¿Qué le dijiera?—Que sí, compadre Mingo, si es su

medicina y es al contado.—Aquí tiene los seis pesos…Goyo Yic recibió el monto y llenó el

guacalito de aguardiente, rico cacaolíquido.

—Por aquí es por lo de Suasnávar—informó Revolorio—, quiere decirque ya estamos llegando a Santa Cruz.Adelantito vamos a vistearla dende en lacumbre. Y estos Suasnávar son gente deltiempo del Rey, y por mero aquí, puta

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que los parió, dejaron un tesoro sepulto.Puro oro en barras y joyas preciosas. Yalo han buscado. Vinieron hace años unoshombres altos, altos, blancos, blancos,con unos hombres negros, negros,también grandones, y ái fue de echar aretozar las piochas, los azadones, laspalas y la denamita. Ya le andabanvolando la cresta al cerrito aquel. Veaonde le señalo. Aquel cerrito. Pero noencontraron nada.

—Y debe ser bastante…—Después, se fueron muriendo de lo

que vamos a morir usté y yo, compadreGoyo. La mina que encontraron fue lafábrica de aguardiente, y de ái ya no

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salieron. Primero, recién venidos,comían los blancos separados de losnegros, los negros les servían decriados. Más tarde, en borrachera, losblancos les servían a los negros y todosse decían hermanos. Y es que el licor,compadre, traerá males, pero no deja detener sus bienes: las divisiones de quevos sos mejor, porque éste es prieto, deque aquél es rico y éste un pobrecito, seacaban; todos son iguales ante el guaro,hombres los que son hombres.

—Compadre Mingo, es otro de seispesos lo que usté quiere.

—Bien dicho, pero el pelo es que notengo dinero. Por un poco me arruino si

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le pido nado, porque nado no da, ¿verdá,compadre?

—Pues eso, compadrito, no haypena. Desde hoy usté me dio prestado ala palabra a mí, y ahora tiempo es queyo le devuelva el favor. Aquí tiene losseis pesos, de las ganancias yo se losdesquito.

—Y más que fuera, porque al llegary vender nuestro aguardiente, vamos atener un montón de billetes.

Se llenó el guacalito y bebió MingoRevolorio. Al terminar pagó los seispesos que su compadre le dio prestadospara pagar el trago.

—Y si yo rae quiero tomar uno y yo

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tengo el pisto, compadre… —dijo GoyoYic, a quien le despertó la gana el gustocon que Revolorio apuró el guacal.

—Pues sencillo —contestó Mingo,con su gesto de arremangarse las mangasde la chaqueta—, déme el garrafón a mí,yo le sirvo y usté me paga.

—Hecho, pues…Sirvió Revolorio. Tatacuatzín pagó y

bebió a jaloncitos. No era mataburro.Era trago fino.

—¡Misericordia de Dios, quetodavía hay de esto! —dijo saboreandoa jaloncitos aquel licor en olla de barro,secretamente investido de sabor decacao, nada escandaloso, por el

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contrario, muy suave, muy suave, peromuy presente—. Y ahora, compadre —siguió diciendo Yic—, si usté quieretomarse el otro, me da el garrafón a mí,para que yo le voltee el trago en elguacal, y me paga. Ansina no haytrampa. Sirviendo y pagando.

—¡No me hago rogar, compadre, nile hago trampas!

Goyo Yic recibió el garrafón congran cuidado —si más manos hubieratenido más manos hubiera puesto en larecibida— y sirvió a Revolorio. Másmanos hubiera puesto en la recibida, enla sostenida y en la servida,levantándolo horizontal. Se estaba

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vaciando a toda prisa.Mingo Revolorio aproximó la cara

al guacal, el labio inferior salido y losojos de caballo con sed. Era difícilechárselo en el garguero sin botar unagota. Y ni una gota hubiera botado, perole habló el compadre, atajándolo:

—¡No, compadre, antes detomárselo me paga! ¡Muy compadresseremos, pero en los negocios, no!

Revolorio estornudó, tosió,parpadeó, palmoteo:

—¡Causa suya, compadre, por pocome ahogo; se me fue el guaro al pulmón!¡Desconfiado, mi compadre, aquí tienesus seis jiotes; pero así me gusta la gente

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pa los negocios, nada de contiemplescon naide!

—No es desconfianza, es regla quehay que seguir pa que no le hagan a unode chivo los tamales. Babosos hay quese zampan el trago y no tienen con quépagarlo. Se pierde el trago, porque unono se lo va a sacar de la barriga y sepierde el amigo, si es amigo, y se haceun enemigo, si es desconocido.Mándeme preso, dicen, ya cuando tienenel trago entre pecho y espalda. Y qué seremedia con mandarlos presos. ¡Gustome da ver cómo se saborea, micompadre Mingo! Y por si acaso yofuera queriendo otrito, compadrito…

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—Me da el garrafón y se lo vendo.En un cambio de manos, Tatacuatzín

tomó el guacal y Revolorio el garrafón;para servir ya había que ir inclinándolomás.

—¡Eche pué, compadre Minguito!En seguidas le pago.

—Ya vido, compadre Goyo, que yono soy desconfiado: lo dejo beber sutrago y hasta después le cobro, o tal vezes que me paso de vivo. De vivirviviendo se vive vivo, decía mi abuela.Porque si usté no me pagara, qué pena,se lo descontaba de la ganancia quevamos a tener en el negocio, sobre mildoscientos pesos serán más o menos, y

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me quedo bajo.Tatacuatzín tomó, encendida la piel

de la cara, relumbrosos los ojos,electrizado el pelo al pasarle el licorpor la garganta, que más que licor fuepara sus adentros un escalofrío, unespeluzno que le llegó a la punta de lospies que conservaba tamulados, comocuando era ciego y pedía limosna bajoel amate de Pisigüilito. TomóTatacuatzín, se sentía parado en unmontón de pelo, pagó peso por peso losseis pesos y arrebató a Revolorio elgarrafón, galán, galán, con ademanes depleito.

—¡Déjeme, compadre Mingo, esta

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preciosura, esta dichosura, esta lindura,para que yo le sirva otra medidita!

—La del soldado…—No, la del estribo, y aunque sea la

del afusilado, compadre Mingo, ensiendo trago. ¡Me la paga, eso sí!

—Y sí, compadre Goyo, se la pago,aquí está su pisto.

—¡Seis pesos de aguardiente parami compadre Mingo Revolorio! —ellicor burbujeaba en el guacal.

—Se le forma coronita de espumas,porque es bueno.

—Ya me veo yo allá en el pueblohaciéndole la bolsa, compadre,vendiendo aquí y allá tragos y más

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tragos, porque se gana vendiendo almenudeo, más que por botella, y alcontado, como aquí nosotros, al contado.

—Al fregadísimo contado, y comousté, compadre Goyo, es ahora el rico,bébase el último que ya seguimos palpueblo…

—¡El antepenúltimo, en todo caso,porque no me estoy muriendo!

—Pues el antepenúltimo…—Sí, déme seis con cuatro…—¿Y esos cuatro?—Al fiado…—¡Regalado se murió y fiado es

finado!—¡Los seis, qué! Sin escatimárselo

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ni botarlo al suelo, compadre Mingo,porque el suelo también es bebedor,sólo que no se achispa y cuando seachispa hay terremoto. ¡Bonito sunombre, compadre: Domingo! Y alegrecomo los días domingos. Nació en díadomingo, sin duda, y por eso le pusieronDomingo.

El garrafón, para servir, hubo queponerlo boca abajo. Revolorio servíasin ver bien el guacal, mínima mitad decalabaza que tampoco estaba dondeGoyo quería ponerla, bajo la boca delgarrafón, porque se le jugaba para allá,para acá, para todas partes.

—¡Destán… teadamente

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destanteados! —exclamó Goyo Yic,entre palabra y sonrisa que más fue babaen los dientes.

Escupió, escupió y se limpió contoda la mano toda la boca, por poco sedepone la mano, como si se fuera aarrancar los labios, por poco se arrancalos labios, los dientes y la cara. Selimpió hasta las orejas.

—El peor negocio es que caiga alsuelo —regañó Revolorio—; compongael guacal.

—Mejor tal vez echármelo en laboca direuto. ¡Compadre Mingo, hálleleel fijo, aquí onde está el guacal, no en elsuelo! ¡Voy a creer que es melquerencia

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la suya o es de castigo… por qué… po,po, porqué… po… porque sí… po…porquesí… porquenó…!

—Por fin, compadre Goyo…La líquida guedeja color de ébano

cayó en el guacal, hasta derramarse.—¡Está derramando sangre,

compadre, porque es ganancia líquida!—¡Lo pondremos a ganancias y

pérdidas; chúpese los dedos, se me fuela mano y la chorrié de ayote!

Revolorio enderezó el garrafón condificultad, mientras Tatacuatzín bebía, sechupaba los dedos, lamía lo de afueradel guacal. Luego se lo pasó para que lesirviera otra medida.

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—¿Vuelta a darle vuelta al garrafón,compadre Mingo?

—Pre… gunta…—Pues si usted manda, obedezco…—Lo primero de todo los seis pesos

—atajó Revolorio—, recíbalos, porqueusté es redesconfiado.

—Ansina hay que ser en la vida,para no salir mal parado.

—De vivir viviendo se vive vivo,decía mi abuela Pascuala Revolorio.

—En la familia de usté todos hantenido nombres alegres, compadre:Domingo, Pascuala…

—¡Mi madre se llama Dolores!—¡Buen nombre para una madre! ¡El

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haber mentado a su progenitora vale otrotrago, yo se lo obsequio, aquí lo pago!

—Pero yo también quiero obsequiarun trago, compadre, tome los seis pesosotra vez.

El garrafón, cada vez más exhausto,pasaba de las manos de un compadre alas manos del otro compadre, y los seispesos —la venta era al riguroso contado— cambiaban también de mano.

—Otro trago, seis pesos…—Aquí los seis pesos, otro…—Ahora, mi turno, seis pesos…—El mío no me lo ha dado, ya se lo

pagué…—Entonce son seis de usté y seis

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míos…Los compadres se miraban y no se

creían. Es decir, el compadre Yicmiraba al compadre Mingo, sin creerque era él, Yic, el que lo miraba ni creerque era al compadre Mingo al que veía.Si hubieran tenido estudio se loexplicaban, porque al compadre MingoRevolorio le pasaba igual: miraba a sucompadre Yic, lo tentaba, y sepreguntaba, oyéndolo hablar, si estabaallí cerca de él, cuando lo miraba lejos,muy lejos, confundido con los rapadosmontes arenosos en que se asentabaSanta Cruz de las Cruces, montescubiertos de una vegetación quemada,

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que en el rescoldo de la tarde tomabatinte de caldo de fuego tiñendo rígidosespectros de peñas blancas, que ya erala entrada a la población, entreeucaliptos y voces de vecindario.

Uno por aquí y otro por allá, sinencontrarse más que para el topetón, asíiban los compadres, los sombrerosmetidos hasta las orejas en forma deresplandor, el pelo flequeándoles lacara, sauces llorones que se reían solos,negociantes en aguardiente, sólo que delgarrafón ya no quedaba mucho, a juzgarpor el poco peso y por el ruido que ellíquido hacía en su interior, albambolearse con el inseguro compadre

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Revolorio.Goyo Yic, Tatacuatzín, se tiró el

sombrero hacia la frente, se loencasquetó en tal forma que le cubriólos ojos —cerca de la punta de la narizlo llevaba, hasta allí se lo metió paracegarse— y no por eso detuvo el pasode vals titubeado que hacíaacompañando al compadre. Al entrar asus antiguos dominios, tacto y oído,encontró a la María Tecún. ¿Cómo estásvos?, le dijo ella a él, y él le contestó:Yo bien, y vos… ¿Y en qué andas?,preguntó ella a él, y él le contestó:Vendiendo aguardiente, de resultas de unmi conocido que se hizo mi compadre.

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Ando en el negocio. ¿Vas a ganar bien?,le preguntó ella. Sí, le contestó él,algunos realitos.

Revolorio lo tiró de la chaqueta y loechó para atrás por tierra, para luegoacercársele, bamboleante el garrafón asu espalda, y sacarle el sombrero.

—¡No se enloquezca, compadre,hablándole a su mujer, que no esfantasma!.

—¡Déjeme, mi compadre, me estoyviendo con ella y no le he preguntadopor mis hijos!

—Es de mal agüero hablar así congente viva cuando no está presente encarne y hueso, porque se le quita la

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carne y el hueso se le vuelve nada,naiden.

—Para mí como si estuvieramismamente conmigo. Pero ya que meninguneó el sueño, véndame otramedida, ahora que lo endividualizo, aquíestá usté, éste es usté, y yo soy el mismoque quiere la medidita.

—Si no estaba dormido, compadreGoyo, pa que diga que le ningunié elsueño. Déjeme de sueños. Hablabacomo sonámbulo. Sonámbulo lo puso elguaro…

Revolorio se fue de boca y elgarrafón quedó sembrado, mientrasTatacuatzín, que también cayó, arañaba

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el suelo, sin poder levantarse.—¡Ruindad del guaro cabrón —se

quejó Tatacuatzín— que nos tieneaquibotado el negocio!… Ne… godo…¿qué ne, ne, negocio vamos a poderhacer así? ¿Ricos nos hubiéramos hecho,verdá, compadre Revolorio?… Pero áiestá que… ¿qué?… decí… decí…decididamente, qué es lo que está…porque el guaro no está… no está dguaro, pero está el importe y está laganancia, porque se ha vendido sólo alcontado… de seis pesos en seis pesos seajuntó mucho y mi compadre Mingo lotiene ái guardado en las bolsas… ái melo van a contar cuando lo saque,

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hagamos cuentas y me dé mi parte, porcuanto soy su socio… ¡No, si el negociono estuvo malo, bueno estuvo, lo maloes que lo malo, y entre lo más malo, lomás malo de lo más malo de lo másmalo, de lo malo de lo que no hay másmalo de malo, lo peor… es que noshayamos chupado el garrafón hasta ver aDios… porque eso sí, ¡adiós negocio!…Revolorio roncaba.

—¿Dó… dó… dónnn… de está elpisto, compadre? —siguió Tatacuatzín—; la venta jué al contado y debemostener algo más de lo que pusimos usté yyo, de los o… o… ochenta que pusimosusté y yo. ¡Doscientos pongamos que

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hay! Entonces la ganancia es de… de…de… ¿de qué es la ganancia, de vilguaro?… Y pongamos que hay másganancia: trecien… tos, cuatrocientos…quiftentos y seiscientos, se hubieranhacido con el expendio en el pueblo.

El auxilio municipal les cayóencima, por escandalizar en despoblado,bien que hubo de llamarse a dosguardias de la policía de hacienda,traídos del resguardo, dado el encuentrodel garrafón.

Nueve indios vestidos de blancoformaba el auxilio municipal, todos conmachete, aludos sombreros de petatemedio viejos y los calzones sostenidos a

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la cintura con fajas tintas, moradas,azules. Sus manos y sus pies trigueñoseran como ajenos a sus cuerpos blancos,en los movimientos que hacían porlevantar a los borrachos, y cuandohablaban, sus dientes asomaban comofilos de machetes.

Los del resguardo, dos hombresrechonchos, husmeaban el garrafónoloroso a cacao. Sólo el olor les llegó.Suspiraban, se relamían, se frotaban lasmanos en el cuerpo, al quedarse con lagana de probarlo.

Tatacuatzín Goyo Yic —entreparéntesis— decía y no se sabía si decíaasí o —entre parientes no se cobra el

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favor con multa, y ya que hacen la cachade levantarlo a uno, que sea sin maltrato— cabezazo para adelante, cabezazopara atrás, de medio lado a la derecha,de medio lado a la izquierda, paraadelante, hasta sembrarse en el pecho elmontoncito de pelo de una chiva que sehabía dejado, y para atrás hastaquedarse tilinte el pellejo del pescuezo,las orejas bañadas en sangre decristiano, las venas en la frentesobresaltadas.

Lo arrastraron de los brazos,rotulando el suelo con sus piesrasguñadores y a Revolorio al peso, conel garrafón y los sombreros que eran las

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sombras blancas de sus cabezas negras.Los sacaron a declaración al día

siguiente, esposados, custodiados,escoltados, amenazados. En la cárcel nohay malo, todo es peor. Pero el peor detodos los males, en la cárcel, es lagoma. Sedientos, temblorosos,asustados, al rato de preguntarles el quese hacía de juez, contestaban, porque demomento no le tomaban asunto a lo queoían, sino hasta después, y contestabancon palabras que les costaba ir juntando.Perdieron la guía. Por ir saca y guardael dinero de los tragos que se vendían enel camino, se les cayó, y se les cayó.Papelito infeliz, cuadrado, blanquito. Su

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valor estaba en lo que decía y en lossellos de la Administración de Rentas ydel Depósito de Licores, y en las firmas.Humaron cigarrillos de papel que dabanhumo de papel hecho humo, como laguía, que se les volvió humo. Sin laguía, contrabandistas; con la guía,personas honradas. Con la guía libres,sin la guía, presos y presos por algo queera más grave que despacharse a unprójimo al otro potrero. Por muerte, sesale bajo fianza, por contrabandear, no,y el conque, además, de tener quesolventarle al fisco el equivalente de ladefraudación, multiplicado por sabercuánto.

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En la cárcel no hay malo, todo espeor. Peor el dolor de estómago, peor lapobreza, peor la tristeza, peor lo peor delo peor. Carceleros y jueces semejangente sin juicio, trastornados. Elcumplimiento de reglamentos y leyesque nada tienen que ver con la realidad,los convierte en locos, al menos así loparecen a los ojos de los que no estánbajo la influencia extraña de la ley.

Poco se logró esclarecer con lasdeclaraciones de los que les vendieronla embotellada maldición del guaro. Nofueron explícitos, les repitió el juez. Loscompadres se quedaron sin entender. Unchaparrón de agua los ensordecía, entre

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las cuatro paredes del juzgado, y elhambre, porque de todo el día, sólotenían en la barriga dos chilates. Y quéiban a ser explícitos, pensó cada unocon su cabeza, sin decir palabra, cuandoentendieron lo que quería decirexplícito, si los que les vendieron lasveinte botellas de licor ámbar, oloroso achocolate, por ser de madrugada estabanmedio dormidos, entrapajados,emponchados, como mujeres reciénparidas. Tampoco se pudo establecer siel licor que acarreaban los reos erafijamente legal o destilado en algunafábrica clandestina, lo que agravaba eldelito, porque no dejaron ni una gota, se

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lo bebieron todo, fue encontrado vacíoel garrafón. Luego las contradiccionesen que incurrieron al querer explicar queel aguardiente había sido vendido alcontado, pero no tenían el efectivo; pesosobre peso, por más que sólo lesaparecieran seis pesos. Seis pesos,cuando, echadas cuentas, debían tenersobre los mil, por lo menos. Si llevabanveinte botellas en el garrafón y a cadabotella se le sacan diez guacalitos deregular tamaño y venían vendiendo elguacalito en seis pesos, por lo menosdebían tener mil doscientos pesos. Seles esfumó el dinero y ahora ya podíanechar a retozar la esperanza de manos y

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dedos en sus bolsillos, nerviosamente,salvo que los billetes y las monedas sefueran formando de nuevo, allí dondeestuvieron y de donde desaparecieron,por arte de magia.

Para la autoridad no había misterio.Se lo gastaron —los compadres sabíanque no—; o lo perdieron —loscompadres dudaban antes de responder—; y si aceptaban haberlo extraviado,era porque se salvaban del delito decontrabando y defraudación al fisco, sial dinero se agregaba la guía, extremoque el juzgado rechazaba de plano,sosteniendo que nunca tuvieron guía; ose lo robaron, mientras estaban

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fondeados a la orilla del pueblo —lescaía remal aquello de fondeados—; o…uno de los dos se lo guardó para nodarle cuenta al otro.

En las bochornosas horas en que lossacaban al juzgado, disimuladamente sepasaban uno al otro la mirada por lacara, lavándose con los ojos; primero,por fuera para luego mirarse fijamente,en gesto de querer penetrar lo que cadacual escondía detrás.

Se desconfiaban, sin la suficientefranqueza para decírselo, porque yanada tenían suficiente. La cárcel acabacon todo, pero lo que arranca de cuajoes la suficiencia que hay en el hondón

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del hombre para enfrentar la vida a lobueno, a lo libre.

—¿Qué camino agarraría el pisto,compadre? —rascaba Goyo Yic, conánimo de gallo que busca pleito.

—Es lo que yo me pregunto,compadre —respondía Revoloriojuntando, como gusanos que se topan,sus cejas pobladas de cejijunto, yarremangándose, añadía—, porque fuebastante lo que perdimos; si hacecuenta…

—El juez la hizo, compadre.—La pérdida es brava y lo peor es

que no podemos explicar si lo botamosen el camino, si se nos cayó donde se

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nos cayó el garrafón, que a saber cuántode guaro tenía, si nos lo robaron o… enfin, qué se ha de hacer.

Y entre el «o» y el «en fin», cabía lafrase de salvo que usté, compadre, se lohaya embolsado para no darme mi partey disfrutarlo a solas.

Se lo dijeron. Tatacuatzín Goyo Yicno pudo más y se quejó de su malpensamiento con Revolorio y éste leconfesó que también a él le alzaba comolevadura en caliente la duda de si sucompadre… Pero, no podía ser. En lasventas, cada uno guardaba lo querecibía, y por lo mismo ambos tendríanque estar disimulando la mitad de la

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ganancia, con lo que saldrían parejos.El robo. Las ferias atraen gente

maleante y la de Santa Cruz de lasCruces era famosa por sus milagros, susrayos en seco y sus hechos de sangre,fuera de robos y otros delitos. Algúnmes del año tenía que ser el bravo y elbravo era éste signado por la cruz delSalvador del mundo, en que la calor seiba y venían las lluvias con suintemperie buena para las siembras, loscielos grises, bajos, y las cuentas con lajusticia.

Todo lo de los compadres ibaescrito en muchas hojas de papel y enmuchas que seguían escribiendo,

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nombrándoles a cada poco por susnombres y cabales apelativos,precedidos de la palabra reo. Era difícilacostumbrarse a ser llamado reo, ynunca estaban prontos a respondercuando les llamaban así: reo, conteste;reo, firme; reo, retírese. Otros reosesperaban con sus custodias, entrebostezadera y ruido de tripas, o jugandotipachas, con tortillitas de cera negra.

La justicia de Santa Cruz de lasCruces, por la inseguridad de la cárcel,acordó trasladar el saldo de los reos dela feria, a un viejo castillo del tiempo delos españoles, situado en una islacercana a la costa atlántica y habitada

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como prisión, y entre éstos, allá fueronlos reos Goyo Yic y DomingoRevolorio, sentenciados porcontrabando y defraudación al fisco.

Amarrados de los brazos, a laespalda un atado de ropas en un petate,sábana y poncho, y colgando una jarrillapara hacer café, un tecomate con agua yun guacal, así como algún vidrio conaceite de almendras, salieron loscompadres de Santa Cruz de las Cruces,custodiados por una escolta al mando deun capitán.

Goyo Yic cerró los ojos. Por uninstante volvió al mundo de la MaríaTecún, flor escondida en el fruto, mujer

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que él llevaba en el alma. Pálido ycejijunto, le seguía Revolorio,ensayando una falsa risa de reo que sellama Domingo, luchando por no hacerel movimiento de subirse las mangas nofuera a creer el jefe que se le queríasoltar, y encomendándose a Jesús de laBuena Esperanza, con la rarísimaoración de los Doce Manueles.

Aquel día era sábado.

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Correo-Coyote

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13

Se huyó la mujer del señor Nicho, elcorreo, mientras él salvaba a piemontañas, aldeas, llanuras, trotando parallegar más ligero que los ríos, másligero que las aves, más ligero que lasnubes, a la población lejana, con lacorrespondencia de la capital.

¡Pobre el señor Nicho Aquino, quéirá a hacer cuando llegue y no laencuentre!

Se jalará el pelo, la llamará, no

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como la llamaba cuando eran novios,Chagüita, o como la llamaba despuésque se casaron, Isabra, sino como sedice a toda mujer que huye, «tecuna».

La llamará «tecuna», «tecuna»,doliéndole como matadura de caballo elcorazón y se morderá, se morderá lacola, pero se la morderá solo, solo él ensu rancho sin lumbre, oscuro, ingrimo,en tanto los alemanes con comercio en lapoblación leerán dos y tres veces lascartas de sus parientes y amigos y lascartas de negocios llegadas por mar yluego traídas por el señor NichoAquino, con devoción de perro, desde lacapital hasta San Miguel Acatan,

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pequeña ciudad construida en una repisade piedra dorada, sobre abismos en quela atmósfera era azul, color del mar,entre piñales de sombra verde oscura yfuentes de peñas, costureros de dondemanaban hilos de agua nacida a bordarlos campos de flor de maravilla,begonias de hojas acorazonadas,heléchos y brisas de fuego.

¡Pobre el señor Nicho Aquino, quéirá a decir cuando llegue y no laencuentre!

Se quedará sin poder hablar, con elcuerpo cortado, trapos, sudor y polvo, yal encontrar palabra, lengua, voz paradesahogarse, la llamará «¡tecuna!»,

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«¡tecuna!…», «¡tecuna!», en tantomuchas madres leerán con sorbo delágrimas sin motivo, pero lágrimas alfin, largas, saltonas, saladas, las cartasde sus hijos que estudian en la capital, yel juez de paz y el mayor de plaza, lascartas de sus esposas, y los oficiales dela guarnición, las letras de alguna amigaque les manda a decir que está bien,aunque esté enferma, que está contenta yfeliz, aunque esté triste, que está sola yque le es fiel, aunque estéacompañada…

¡Qué de mentiras aquella noche enSan Miguel Acatan, después de lallegada de la bestia descalza del correo!

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¡Qué de mentiras piadosas salidasde los sobres alrededor de la verdaddesnuda que esperaba el señor NichoAquino!

¡Qué de cartas en aquella párvulaciudad de casas construidas en laderasde montaña, una sobre otra igual queaves de corral, mientras el señor Nicho,después de gritar el nombre de su mujer,se encogerá como gusano destripado porla fatalidad al llamarla «tecuna»,«tecuna», «tecuna», hasta cansarse dellamarla «tecuna», somatando los piespor toda la soledad del rancho!

El correo, cuando era el señorNicho, llegaba con las estrellas de la

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tarde. Puertas y ventanas abiertasveíanlo pasar con los vecinos detrás,espiando, para estar seguros de que yahabía llegado y poder decirse y decir alos otros: ¡Ya llegó el correo!… ¡Entróel señor Nicho, vieron!… ¡Dos sacos decorrespondencia, sí, dos sacos decorrespondencia traía!… Los queesperaban y los que no esperaban carta,quién no espera una carta siempre, todospendientes sentados en las puertas oasomados a las ventanas, atalayaban alcartero, prontos a romper el sobre ysacar el pliego, y a leerlo de corrido laprimera vez y haciendo descansos ycomentarios la segunda y tercera vez,

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los que sabían leer o medio leer, y abuscar quién se las leía los labriegos decuero duro y ojo musgoso de sueño quesobre el papel notaban los escarabajosde las letras.

Por la calle principal sonaron lospasos del señor Nicho. Se supo quevenía estrenando mudada y caites.Pensaría quedar bien con su mujer, asíde nuevo, sin saber lo que le esperaba.Sonaron los pasos del correo por laplaza empedrada, olorosa a jazmines.Sonaron, después, sus pasos por loscorredores de la mayoría, donde sepaseaba el centinela. Y por fin, en eldespacho del administrador de Correos,

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hediondo a cigarrillos apagados ensalivazos, alumbrado por una lámparade gas puesta sobre un escritoriocubierto de montañas de papeles.

El señor Nicho venía rendido decansancio y jadeaba sin alcanzarresuello. Entró corriendo, la prisa dellegar, entregó los sacos decorrespondencia y cuando le dijeron quetodo estaba conforme, salió paso a paso,arrastrando los pies. Esperaría el pago,como siempre, sentado en una de lasgradas del corredor, frente a la plazadesierta y llena de ruidos: grillos,ronrones, murciélagos. Pensaba en locerca que estaba de su rancho, de su

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mujer. Cuando por su trabajo seausentaba de su casa, creía que alregresar iba a encontrarlo todocambiado, pero no era así. La vida nocambia, es siempre igual. Sólo queahora sí ya no sería igual. El cambio enredondo, la mudanza brusca. Jugó loscuencos de sus manos sobre las rodillaspara aliviarse el cansancio y alargó laspiernas para estar más a gusto. La paga.Los sesenta pesos que le daban por elviaje y que recibió con el sombrero enla mano y la cabeza gacha.

El administrador de Correos salió alcorredor sobre sus pequeñas piernas dehombre cebado, sin poner, al andar, un

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pie delante del otro, sino de pie a pie,avanzando con movimientos de balancín,el puro en la boca, los ojosdesaparecidos en sus cachetes de cerdo.Hombre de malas pulgas, era gordinflón,sin ninguna de las ventajas de losgordos, que son todos placenteros,barriga llena de corazón contento, nodejó que el señor Nicho alargara muchola mano para recibir el pago.

—¡Indio abusivo, mano larga, esperaque te lo cuente! Son cinco, diez, quince,veinte, treinta…

Antes de contar cincuenta y cinco, seinterrumpió para advertir al señorNicho, que el dinero no era para beber y

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que si se emborrachaba lo echaba alcuartel quince días a pan y agua.

—No, siñor, no es costumbre míabeber, nunca me ha visto usté que yo estéborracho, no porque no me guste, porquepara eso soy hombre, sino porque noresulta cuando uno es recién casado.

—Pensá bien lo que haces —la vozde aquel hombre ya era manteca en elaire— porque bebiendo no se arreglanada, se empeora todo, se pierde lacabeza y todo se lo lleva el diablo.

El señor Nicho Aquino lo miró sinentender. Algún mal informe, supuso. Eladministrador lo miraba comoqueriéndole decir algo, pero la

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respiración con saliva le supuraba enlos labios mollejudos.

—¿Y ahí qué llevas?—¿Aquí?—Sí, ahí… —el puro se le jugó en

los labios; chupó, no tanto por fumarcomo por detener una baba que se lecaía—. No vayas a estar trayendoencargos, porque es prohibido hacerlo.Si lo haces te vas a la cárcel. El quequiera mandar encomiendas que laslleve al correo, para eso está elservicio, y que pague el porte.

—No, siflor, no es encomiendaajena, es mía. Un chalcito que le merquéa mi mujer, ya va a ser su santo. Lo

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merqué onde losfchinos. Es de sedacorinta.

La primera impresión del señorNicho al entrar en su casa, fue la del queequivocadamente se ha metido en elrancho de un vecino. No es aquí, se dijo,habráse visto que me apura tanto llegarque ya no sé… En su rancho, cada vezque volvía de la capital con el correo, loesperaban tortillas de maíz amarillobien calientes, en el comal o en el tolitoque fue de la madre de su mujer, elbatidor de café hirviendo, los frijolesparados olorosos a culantro, el quesoduro, el catre, el sueño, su mujer. Saliócorriendo, ese rancho no era el suyo,

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estaba oscuro y solitario. Salió máscorriendo que andando, pero no llegó ala puerta; ese rancho era bien el suyo ycómo podía no serlo y haberse metido élen casa vecina, si no tenía más vecindadque la noche inmensa, inacabable. Cerrólos ojos, en un segundo le había tomadosentido a las palabras del administradorde Correos, a sus amenazas de que no seemborrachara, porque bebiendo no searregla nada, y lo fue tentando todoidiotizado, los muros, los horcones depalo de corazón, el catre, la hamaca enque pensaban echar al tierno cuando lesnaciera, los tetuntes del apagado fogón.

El chucho también quiso decirle algo

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que no pudo expresar más que conpequeños lloros que no se sabía si erande gusto por su regreso o de tristeza. Lelamía las manos. Su lengua garrasposa,caliente, seca, traducía a saber quéangustia con agitación apremiosa, tirabade sus dedos, de sus calzones tomándolocon los dientes, sin hacerle daño, parallevarlo fuera de la casa. Lo sacó. Lollevó al bebedero de agua, y hacia allícreció su desasosiego, saltando,llorando, correteando, pequeñosladridos a la sombra llena de estrellas,de plantas bañadas de sereno, desilencio inmóvil. El perro sabía dóndeestaba su mujer. Pero ¿dónde estaba su

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mujer? Una neta sensación de que estabamuy cerca desapareció cuando,rechazando las insinuaciones yaviolentas y agoniosas del animal,regresó al rancho de nuevo, queriendoentender lo que había pasado. Pudo másel cansancio, se echó al suelo y sedurmió en seguida, guitarreado por elsusto y por los calambres alacranadosque lo despertaban, sin despertarlo.

El rancho no parecía deshabitado. Elviento jugaba con la puerta sin atrancar.La abría, la cerraba. Las casas de las«tecunas», que son las mujeres que sefugan del hogar, quedan llenas demisteriosos ruidos. Ruidos y presencias.

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Los malos ojos de la duda, en elchingaste ingrato del café, con laspupilas aguosas de llanto negro. El cofrede la ropa buena, la ropa interiorolorosa a calor de plancha, sacude susaldabas como orejas metálicas sobre lamadera hueca, al soplo del viento queentra desde el patío, donde el lazo detender trapos ahorca al cielo. En unapaxte de agua sucia, amarillenta, unratón náufrago. Y las hormigas negras,guerreras, rodeando los comestibles.Rosarios del mal ladrón, entran y salen,afanosamente, a los graneros, a lacocina, fuera de las taltuzasmazorqueras, instaladas de una pieza en

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la casa de las «tecunas», y lospajarracos que graznan de alegría, y losfantasmas de perros que olfatean,invisibles —sólo sus pisadas se oyen—,el tufo a meado de la eternidad en lavejez de las cosas abandonadas, polvo ytelaraña, hasta que un buen día irrumpeen medio de tanta ruina, de tanto olvidoabandonado a orillas del sueño de lamuerte, el brote lujurioso del horcón depalo de corazón, abanderado al quesiguen los brotes de las semillasasentadas en lo que fue techo de paja,ventana o puerta, y sobre el cascarón delrancho empieza a germinar la vida, aflorecer la tierra, porque la tierra

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también es semilla que cae de lasestrellas, y nadie, ni los viejos, vuelve arecordar la tragedia de la «tecuna», laciega mujer que viste un traje defrijolitos negros lágrimas de luto.

Nicho Aquino despertó con la fuerzadel sol. Se sacudió la mudada nueva quehabía entrado estrenando para que loviera su mujer, puesta sobre la ropavieja, tiesa de sudor y polvo, por camisay calzón de manta blanca. La muy«tecuna» le dejó la ropa lavada,planchada, arregladita, para que ledoliera más el abandono, o quién sabe sino pensaba fugarse ese día, o tal veztanteó esperarlo, o quizás la obligó

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algún otro, o quizás…De blanco vestido de indio —para

pleitear más vale indio que ladino; elindio es terco, el ladino rajón,desechando suposiciones, no hay nadamás deseado que los celos— llegó a laMayoría de Plaza. Por todo, era mejorponer en conocimiento de la autoridad.Mas que muerta la encuentren, que laencuentren, se decía, y al compás de suspasos: mas que muerta la encuentren,mas que muerta la encuentren, mas quemuerta… En los cabellos peinados conagua llevaba fijo olor de ruda, el bigoteen dos escobillas pitudas sobre lascomisuras, la nariz chata, caído de

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hombros como botella.Le recibió la queja el secretario de

la Mayoría. Un viejo militar con galonesde capitán y cara de los que crucificarona Dios. Al terminar el señor Nicho —mientras hablaba le daba vueltas alsombrero de petate— le dijo el veteranode apalear gente, moviendo las arrugasde su cara agria fruncida, que se dejarade quejas y babosadas, que buscara otramujer, pues para eso había en el mundomás mujeres que hombres.

Y añadió:—¡Con otro se debe haber ido, con

otro mejor que vos, porque las mujeressiempre andan viendo cómo mejoran de

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condición, aunque estas mejorías soncomo las mejorías de la muerte!

—Alguno le calentó la cabeza…—¿La cabeza?… ¡Mejor no

hablemos, porque a mí me gusta hablarlas cosas claras! En fin, vamos a darorden de captura para que la agarren, ycuidado te vas siguiéndola, porqueacordate de lo que cuentan que le pasóal ciego que se embarrancó por andarsiguiendo a la María Tecún. La oyóhablar y en el momento en que iba adarle alcance, recobró la vista, sólopara verla convertida en piedra yolvidarse que estaba a la orilla delprecipicio y, para tu saber y gobierno,

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todavía lo andan buscando.—Dios se lo pague —el señor

Nicho apoyó sus palabras en el gestoafligido.

—Dios no paga deudas ajenas y vesi te me quitas de enfrente o quitas esacara de mártir que ponen los maridosbabosos porque ella, muy «tecuna» será;pero el baboso quién es…

Del portal de la Mayoría, dondeencendió un cigarro de tuza oloroso ahigo, agrado de su mujer que sabíaalujar como ninguna, tostar el tabaco albuen modo de antes, cernirlo y hacer elcigarro de uña y uña, bajó a la plaza,atravesó las tiendas del mercado, pasó

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frente a la escuela entre los chicos quesalían a almorzar siempre a las once, yse coló en la tienda del chino.

—¿Compras? —le preguntó alchino, desenvolviendo un paquetito,para mostrarle el chai.

El chino, congelado en el silencio,entre las moscas, sacó la mano, tomó elplumero y lo pasó por el mostrador devidrios. El pelo negro como mancha detinta china sobre el cráneo lustroso, lacara vacía de expresión, el cuerpo sinbulto humano. Por fin, le contestó:

—¿Lobado?—¡Robada será tu cara, chino

estornudo de tísico!

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Recogió el chai del mostrador.Quería deshacerse de él por algo másque recobrar su dinero. A donde el chinoentró temblando. Quería deshacerse deél porque materializaba, en seda decolor de sangre, un agrado amoroso aquien menos lo merecía. Recogió el chaide una manotada y sin envolverlo salióhacia la tienda de los alemanes, situadaal costado de la iglesia, braceando paradarse ánimo, aunque él decía que parallegar más luego.

—¡Abran campo y anchura que va elchai de su hermosura! —gritó a unosarrieros sus conocidos que estabandeseargando bultos de mercadería a la

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puerta del principal almacén de SanMiguel, y fue directamente a ofrecer elchai a don Deféric.

El bávaro lo volvió a mirar con susprofundos ojos azules, techados porespesas cejas pajizas, y de un bolsillodel pantalón sacó al pulso lo que Aquinopedía por el chai —estaba haciendocuentas— y se lo dio, sin recibir prenda.

Agradeció aquél, insistiendo en quese quedara con el chai —le daba lástimadejarlo ir en el río o romperlo en milpedazos—, pero don Deféric, por másque le necio, no quiso saber nada.

Los arrieros, sus conocidos, cuandosalía le escondieron la cara; ya tenían el

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ronrón del suceso y mejor no verlo.Hablaron cuando ya no podía oírlos.

Policarpo Mansilla, el más viejo yfuerzudo, acarreó a duras penas un bultopesadísimo hasta la puerta de calle.

—¡Mucha, ayuden! —dijo, sudando,al dejarlo caer de sopapo—. ¡Sólo latela de que cargan hacen ustedes!¡Desvinsado voy a parar a causa suya,ya siento que se me abre la cinturacuando hago tamañas juerzas, no ayudan!¡Botando la baba, como si nunca… se lejué la mujer y ya estuvo!

—¡Mete la mano, vos, Pitoso! —dijo otro de los arrieros—; me le quedémirando por lástima que me da; la gran

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puerca con las mujeres; y Dios quiera,dicí vos, Policarpo, que no vaya adisponer irse trastumbando tras ella,porque esa babosa «tecuna» loembarranca.

—Y vos, creyendo, ¡descabezado!…Ya vislumbro lo que te pasa por lacabeza: que la «tecuna» su mujer se lova a ir llevando hasta la cumbre deMaría Tecún y que llegados a la cumbre,a lo más alto de la cumbre, ella lo va allamar con cantadito de paloma,jirimiqueándole para que se le acerque,la perdone y hagan otra vez el nido conplumitas y besitos. ¡Viejadas de pico decomadre, porque lo mero cierto de todo

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eso que te estoy contando y que todo elmundo repite, es que el hombre queenviuda de «tecuna», no se aviene a lapérdida, se remite a buscarla y enbuscarla, para darse ánimos chupa,chupa para no perder la esperanza,chupa para olvidarse de que la estábuscando, mientras la busca, chupa derabia y como no come, se engasa, yengasado la ve en su delirio, oye que lollama y por quererla alcanzar, no se fijaonde pone los pies y se embarranca;toda mujer atrae como el abismo…

—Este Hilario ya puso cátedra. Parasermonear no tenes precio. ¡Carga,fregado, sos arriero, no sos profesor!

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—¡Dios guarde, moreno, eso deprofesor es como pedir limosna! ¡Bultosmás pesados, y tuavía dice «Mercaderíafina»! Cargo, pero no me lo trago, comodecía el indio.

—Y eso qué es… —intervinoPolicarpo Mansilla—, carga y habla,porque se pueden hacer las dos cosas almismo tiempo, sólo que vos, como escon ademanes y visajes, yo digo quevos, Hilario, hubieras estado bueno parapayaso.

—El indio aquel que se estabamuriendo y a quien el padre cura, conmil dificultades, porque vivía muy lejos,le llevó el viático. Como el camino era

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muy trabajoso, el cura perdió la hostia yal llegar al rancho, no encontrando otracosa así delgadita que darle al enfermo,agarró una cucaracha y le quitó un ala.El indio en las últimas, boqueando,mientras el tata cura, a la orilla deltapexco, le decía: «¿Crees que éste es elcuerpo de Nuestro Señor Jesucristo…?»«Sí, cree…», contestaba el indio.«¿Crees que en este pedacito está susantísimo cuerpo?» «Sí, cree…»,repetía el indio. «¿Crees en la vidaeterna?» «Sí, cree…» «Pues si es así…abrí la boca…» En ese momento, elindio apartó la mano al padre, y dijo:«Cree, pero no me lo trago…»

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El bávaro sonrió. Sus ojos azules,las montañas azules, los cielos azules encontraste con los arrieros prietos comosus arreos: coraza de cuero curtidosobre el pecho, adornada con tachuelasdoradas, alguna con viejo bordado delana, chaquetines de mangas con flecos,sombreros de ala basta, con barbiquejo,tapojos sudados.

AI salir de la casa conventual, elcorreo, a quien el padre Valentínllamaba, por buenote y bayunco,familiarmente Nichón, el sacerdoteseparó las manos que había mantenidobeatíficamente trenzadas sobre su pecho,se santiguó y estuvo andando en la salita

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que le servía de escritorio y despacho,confortable por el petate del piso,tendido sobre serrín, lo que lo hacía másacolchado, y con cierta desolación porlo desnudo y alto de sus paredes.

El consuelo de la religión tarda enllegar a los infelices abandonados. Nohay para ellos conformidad posible, eldemonio los bandea y dan mal cabo desí. El que ve a su mujer muerta, parecementira, se conforma más fácilmente, lamuerte trae la dulce paz de la segundavista allá en el cielo; mas el que la sabehuida y se ve viudo de una ausente, sóloencuentra consuelo en perder lossentidos y perderse él… ¡Todo sea por

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el amor de Dios!Se había detenido frente al

escritorio, barnizado alguna vez denegro, ahora cenizo como sus cabellos,para sacar de un cajón con llave, sualmáciga de notas, como llamaba a undiario que llevaba en infolio, y anotó elnombre de Isaura Terrón de Aquinoentre las víctimas de la locura llamadavulgarmente de «laberinto de araña».

Ya antes había escrito y ahora releía:«De las picadas de "laberinto de

araña" —picadas dice el vulgo— sesabe poco y mucho se padece en esta miparroquia, pero así la vamos pasando, yotro tanto ocurre con los urdimientos de

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los "nahuales" o animales protectoresque por mentira y ficción del demoniocreen estas gentes ignorantes que son,además de sus protectores, su otro yo, atal punto que pueden cambiar su formahumana por la del animal que es su"nahual", historia esta tan antigua comosu gentilidad. Se sabe poco y se padecemucho de la picadura de "laberinto dearaña", como apuntado he, por serfrecuentes los casos de mujeres queenferman de locura ambulatoria yescapan de sus casas, sin que se vuelvaa saber de ellas, engrosando el númerode las "tecunas", como se las designa, yel cual nombre les viene de la leyenda

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de una desdichada María Tecún, quiendiz tomó tizte con andar de araña pormaldad que le hicieron, maldad debrujería, y echó a correr por todos loscaminos, como loca, seguida por suesposo, a quien pintan ciego como alamor. Por todas partes la sigue y enparte alguna la encuentra. Por fin, trasregistrar el cielo y la tierra, dándose amil trabajos, óyela hablar en el sitio másdesapacible de la creación, y es tal laconmoción que sufren sus facultadesmentales que recobra la vista sólo paraver, infeliz criatura, convertirse enpiedra el objeto de sus andares en elsitio que desde entonces se conoce con

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el nombre de Cumbre de María Tecún.«Personalmente —de corrido siguió

el padre Valentín Urdáñez releyendo sualmáciga de notas con sus pequeños ojosde buitre, muy propios de todos losUrdáñez—, personalmente, al hacermecargo del curato de San Miguel Acatan,visité la Cumbre de María Tecún, y doytestimonio de lo que por varios motivossufre el que se aventura por allí. Laaltura fatiga el corazón y el eterno fríoque a mediodía y a todas horas reina,duele en la carne y los huesos. En lomoral, descuartiza el ánimo del másvaliente el silencio, tres sílabas de unapalabra que adquiere aquí, como en el

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polo, toda su grandeza: silencio debidoa la altura, lejos del "mundanal ruido", ymás que todo a que en la niebla, estáticay fugitiva, no se aventuran pájaros niaves y la vegetación, por lo empapada,parece muda, espectral, bañada siemprepor una capa de escarchas o peregrinaslluvias. Pero esta sensación de mundomuerto que da el silencio, vaacompañada de otra no menos aflictiva.Las nubes bajas y las espesas nieblasborran la visión circundante, y esentonces uno el que siente que se estáquedando ciego, a tal punto que, cuandose mueven los brazos, apenas se ven lasmanos, y hay momentos en que

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buscándose uno los pies no se los ve,como si fuera en una nube ya convertidoen ser alado.

Cierra el cuadro la vecindad de losabismos. Si en otras partes, el que seinterna en la selva va con el temor de lasfieras y presiente su aparición antes decorporizarse ante la vista espantada,aquí vendan las fauces de la tierra, de latierra convertida en fiera, igual quemadre a la que hubieran arrebatado suscachorros. Los precipicios no se ven,cubiertos por colchas algodonosas denubes blancas, pero su amenaza es tanpatente que se cuentan como años lashoras que tarda la visita a la famosa

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Cumbre de María Tecún. Sinautorización de mis superioresjerárquicos, por inspiración de laSantísima Virgen, Nuestra Señora, llevélo necesario para bendecir la piedra, ydebo aquí decir bajo juramento que alterminar la bendición, sin motivoaparente, las cabalgaduras quellevábamos, se patearon entre ellas,relincharon y mostraron los ojosdesorbitados, como si hubieran visto aldemonio.

«Ahora escribiré lo que por boca delos nativos he sabido sobre lo quellaman locura de "laberinto de araña".Es un delirio ambulatorio provocado

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por los malojeros o brujos. Paraprovocarlo, estos traidores a la fecatólica, extienden sobre una esterilla opetate fino, polvo rojo de tizte, negrosgranitos de chian, blancor de harina oazúcar de mascabado, miga de pan, migade tortilla, polvo de rapadura prieta, ode guapinol, o de cualquier otroalimento o condimento, salvo la sal porser del bautismo. Extendido el polvo, deun bucul o jicara sacan un puño dearañas de grandes patas, gigantonas, ylas azuzan con soplidos para que éstascorran por todas partes, como locas,sobre el alimento espolvoreado,alimento o condimento que al quedar

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rubricado por las huellas de las arañasenloquecidas, se proporciona a lavíctima, la cual es asaltada por el deseode escapar de su casa, de huir de lossuyos, de olvidar y repudiar a sus hijos,a tal grado invierte los sentimientosnaturales, este maldito brebaje.

«Pero el mal no anda solo, suele iracompañado de lo peor. Los hombres aquienes abandonan las picadas, dice elvulgo, pero es más propio decir tocadasde "laberinto de araña", se descorazonanpara el bien, quedan como árboles quepierden la corteza que los defendía de laintemperie y sin la brújula del buenamor, buscan la bebida o el

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amancebamiento, refugios vanos delpecado que lejos de tranquilizarlos máslos desazonan y de los que escapan enbusca de la "tecuna", agasajadossiempre por la esperanza de encontrarla,agasajo que se convierte en lágrimas,por ser creencia popular que traídos a laCumbre de María Tecún, venreproducirse a sus ojos, en aquellapiedra que fue mujer, la imagen de lamujer que les abandonó la casa, la cualempieza a llamarlos, todo para que elenamorado, ciego de amor, se precipiteal feliz encuentro y no vea a sus pies elbarranco o siguán, que en ese mismomomento se lo traga».

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Al final de cada nota, la firma:Valentín Urdáñez, presbítero, y muchasmás tenía escritas, sin pasar en limpio,en borradores que eran verdaderasnebulosas, sobre un mal que bien pudoser el de don Quijote, andante caballeroque aún sigue andando, porque con élCervantes descubrió el movimientocontinuo, como le escribía un amigoacadémico, mofándose un poco de susingenuidades de cura de pueblo ydándole como remedio para las«tecunas», tocadas de «picadura dearaña» y maridos abandonados, leer laleyenda del Minotauro.

Apartó la almáciga de notas para

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tomar su breviario. El nahualismo. Todoel mundo habla del nahualismo y nadiesabe lo que es. Tiene su nahual, dicen decualquier persona, significando quetiene un animal que le protege. Esto seentiende porque así como los cristianostenemos el santo ángel de la guarda, elindio cree tener su nahual. Lo que no seexplica, sin la ayuda del demonio, esque el indio pueda convertirse en elanimal que le protege, que le sirve denahual. Sin ir muy lejos, este Nichóndicen que se vuelve coyote, al salir delpueblo, por allí por los montes, llevandola correspondencia, y por eso cuando élva con el correo parece que las cartas

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volaran, tal llegan de presto a sudestino. Movió la cabeza ceniza de unlado a otro. Coyote, coyote… Si yo loagarrara, le quemaba el fundillo, como atío coyote.

El correo entró en la fonda de laAleja Cuevas. La desesperación no lodejaba en paz. Estuviera donde estuvierale trabajaba aquello de por qué se habráido, qué le hice, qué no le hice, qué ledije, qué no le dije, qué le pudo, qué nole pudo, con quién se juiría, a quiénquerrá ahora, estará mejor que conmigo,la querrán como yo la quise, la quise no,la quiero, la quiero no, la quise, porqueaunque la quiero, ya no la quiero. A falta

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de Dios, el aguardiente es bueno. De lacalle se tiró al interior del estanco,como a una poza sombreada. La fondera,de preciosa carne bronceada, ajorcas enlas orejas, hablaba de codos sobre elmostrador de cinc con un fulano. Lo vioentrar, sin fijarse en él, pero le dijo:

—¿Qué traye allí, don?… ¿Chai eseso?… —y dirigiéndose al fulano, quecasi le soltaba el aliento y el humo delcigarro en la pechuga, añadió coqueta—… Vaya, que ya tengo novio para que melo obsequie, porque si no son los novios¿quién?… Los maridos luego creyen deque uno le va a miquiar a otro si lecompran algo así bonito.

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—No es para vender… —cortó elseñor Nicho un poco en seco,acercándose al mostrador a que lesirvieran el primer trago; se lo bebiócon ansia.

—Yo creí que lo vendía, que lohabía traído para vender.

—Es un regalo, y lo que se comprapara regalar no se puede vender, ni sedebe, ni se necesita…

—Pues si encuentra a la persona aquien se lo traía, ái me hace el favor dedárselo. ¡Plomoso, lo andaba vendiendopor nada allí donde el chino!

—Si lo piensa ferear hacemos trato,porque no me va a decir que lo viene a

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empeñar por un trago —terció el fulano,sacándose la mano con sensación devacío de la bolsa de su pantalónacampanado.

—Disimule que no le acceda en laoferta, pero es que no está de venta.

—Pues si no se puede vender lo quese compra para regalar, regálemelo —propuso la Aleja Cuevas—; por sercolor que me luce es que me gusta yquisiera quedarme con él; pero si no sepuede…

—No puedo, si no con mucho gusto,a quién mejor que a usté, joven ybonita…

—¡Hasta mis flores me está

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echando!—Lo que le prometo es traerle otro

igual, igualito, del mismo color; dentrode unos días me toca salir de nuevo parala capital y se lo merco, si quiere comoéste, si quiere de otra clase, comoquiera…

—Quedamos en eso…—Sí, había el par onde yo merqué el

mío, y onde el chino entré a preguntarlesi era fino…

—Yo creí que a venderlo…—Y el muy bruto, en lugar de

contestarme si era de buena clase, mepreguntó si era robado.

—Cómo no le torteó la cara; es un

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reabusivo ese chino.—Déme otro mi trago, no me dé

vuelto de billete, échelo en guaro.—Qué fiesta andará celebrando, es

lo que yo digo, y no convida, la celebrasolo.

—Yo digo que no es fiesta sinovelorio —rióse de él mismo con risa dejirimiqueo— y si me aceptan, losconvido yo, porque cuando uno espobrecito como yo, todos le desprecian—el labio tembloroso, febril y húmedode aguardiente—, celebren conmigo —la nuez se le pegó a la voz— lo queando celebrando, pero se toman eltrago… ¡caramba, no todo el tiempo es

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de jocotes!—¿Vos te apuntas? —preguntó la

fondera al fulano.—No, para mí es muy temprano. De

día el trago me sabe a remedio paradolor de muela. Más ese que vos te estásbebiendo… —dijo vuelto hacia la AlejaCuevas.

—¿No te gusta mi anisado? Pero site lo untara en la jeta con mis labios, note disgustaría.

—Gustarme no, disgustarmetampoco.

—¡Tan acostumbrada estoy a losdesprecios, canelo, que las caricias meofenden! ¡Salú… por el señor correo,

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que ni sé cómo se llama y porque, comolas golondrinas, ésas no volverán!

El señor Nicho se quedó prendido alruido de las moscas. El fulano se habíaido y la fondera le llevaba laconversación desde la trastienda; perono hablaban, estaban siempre comoqueriendo hablar, la conversación de lapresencia, de la compañía, para que nose sintiera solo, como el buey con sutazo!, al ir pescueceándose la botellaque compró para no molestarla con elservicio de los tragos sueltos.

Pero a decir verdad, la conversaciónde la presencia, aunque a lo mudo esfatigosa, porque hay que estar siempre

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con el gesto amigo en actitud de estaratento a lo que el otro piensa, y si laAleja Cuevas se la llevaba, no era porsu linda cara, sino por el chai corinto,bordado, que ya no le parecía lindo,sino divino.

Sus ojos de miel de morro no leperdían movimiento a la mano yantebrazo en que el correo se habíaenrollado el chai, para él, en suenamoramiento, como si lo llevara así,yendo el resto en los hombros y espaldade su Chagüita Terrón, terrón de cosadulce, que lo apretaba y apretaba. Alzóla voz y habló hacia lo que, fuera de él,era como otra realidad; dirigióse a la

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fondera:—No la invito a libar más porque

está ocupada en sus quehaceres; pero sigusta ya sabe que aquí lo tiene; no se lodeje decir dos veces si le cae bien.

—Voy a echarle sal al caldo y salgocon usted; se me está haciendosimpático, por fino; nunca habíamoshablado; yo lo veía pasar, sabía quiénera y hasta recuerdo que una vez, para laferia, nos saludamos, ¿se acuerda?

—Todos me conocen, yo agradezco;con decirle que personas que se indaganen qué fecha toca que yo lleve lacorrespondencia a la capital y hastaentonces mandan sus cartas, sobre todo

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las cartas que van con dinero, confondos.

—Y por lo mismo, don, si me quiererecibir un consejo, no está bueno queesté tomando tanto, porque si lo venbebido ya no le van a confiar, y ademáscorre peligro que lo arresten y hasta leden en el cuartel una su apaleada. Muypeligroso es que un hombre como ustéchupe así, por botella. ¿Se ha puesto apensar en lo que significa perder laconfianza del pueblo? Perder laconfianza de los extranjís que cuandousté sale, mandan sus cartas para… paradonde están sus familias, pasando la mary sus conchas; de los pobrecitos que

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pagan los sellos con sacrificios; de losque están enfermos y esperan que alrecibir la carta que mandan con usté,seguramente por lo seguro, vengan abuscarlos sus parientes, para curarse; delas madres que les cuentan a sus hijossus alegrías, sus penurias, lasesperanzas que tienen cifradas en ellos;de los maridos o las esposas, las noviaso los queridos…

—Je, je, je… —soltó el correo unarisa con ruido de culebra cascabel en elagua—, esas cartas sólo mentirasdicen…

—Pero todo eso, bueno y malo,verdad y mentira, se va con usté, como

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su sombra, de este rincón perdido en lasmontañas.

El señor Nicho se pisoteaba un piecon otro —culpables de tantaresponsabilidad eran sus pies de correodescalzo—, recostado en el mostrador,vaga la mirada, estúpido y sonriente, sinsoltar el chai, conversando en unasegunda realidad, la de sus adentros, conla Chagüita, su mujer que se fue por suspies, pies para qué te quiero, piesandando, pies, pies…

—Yo te voy ir siguiendo —decíapara sus adentros—; estés onde estés, teincuentro; no me llamo Nicho. Dionisio,como me llamo, si no doy con vos; yo

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digo que con el casamiento, el amor porvos se me solapó y hasta ahora, con lapena, lo estoy sintiendo de nuevo, mearde, me quema, me duele… Sin vos meestoy volviendo la misma babosada deantes en que no era nada, porque erahambre solo, y un hombre solo no luce,no merece, porque la mujer es la que leda el ser al hombre cabal.

La fondera, que no le quitaba losojos al relumbre sangroso del chai, másvivo cuando le pegaban los rayos del solque entraban oblicuamente por laventana que daba luz al estanco,rezongó:

—¡Bolo baboso, ya se está poniendo

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necio! Sólo por eso quitaba yo esta miporquería de negocio, por lo necios queson los borrachos, y brutos hasta decirno más, sólo burradas hablan… —sacóla voz que en el rezongamiento sequedaba en la trastienda, para decirle denuevo—: No le conviene estar chupandoasí, don…

—Y a usté qué le importa…—Eso me saqué, por quererle

evitar…—A mí nadie me manda…—Si nadie lo está mandando…—Un padre y una madre tuve y ya

están enterrados; déme otra botella ycállese el hocico…

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—No sea tan lamido, ¿oye?,malcriadote, porque llamo a la autoridáy se va preso. Liso, Dios sabe por quétiene los sapos bajo las piedras, y porqué lo dejó su mujer, zanganote…

Nicho Aquino ya no oyó lo último.Se había querido recostar en la pared, lavio cerca, y se fue de espaldas. LaCuevas salió a la ventana para ver si lacalle estaba algo sola. Ni un alma. Unchucho y hasta por allá estabadurmiendo, en una puerta, el cojo de lacohetería. Cerró la puerta del fondín conpasador y tranca, entornó bien laventana, y en la media oscuridad empezóa querer desenrollar el chai del brazo

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del borracho. Le abría suavemente lamano, como si le hiciera cariño, y pocoa poquito se lo iba… Aquél se dabacuenta y retobaba, cambiando depostura… Ella lo dejaba, para luegoempezar la faena con más primor y porotro lado. Volvía el correo a moverse, azafarle el brazo, a protestar:

—¡No chiven… fregar… quéamoladera… nada… no… qué jocotear,si es mío… por bien tuavía, pero, pormal, primero muerto!…

Aleja Cuevas, al oírle hablar leacercaba la boca a la cara y le hacía:chu, chu, chu… hasta que volvía adormirse. Pero se cansó y, teniendo el

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arma a mano, convenía ganar tiempo.Fue al mostrador y sacó un embudo —estaba puesto en la boca de un garrafón— y con el embudo se trajo hacia dondeel correo estaba tirado, una garrafa delpeor aguardiente. El señor Nicho apretólos labios cuando ella, como quien lesaca los menudos a una gallina, le metiólos dedos en la boca, para separarle losdientes. El embudo dio contra ladentadura, sangrándole las encías,resquebrajándose, hasta quedar medio amedio de la cavidad bucal. Como matarculebra, pensó la Cuevas, y así lo hizo.El borracho se ahogaba con la gargantainsuficiente para el paso del líquido,

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pero había que darle sin parar. Variasveces intentó defenderse con los dosbrazos y una mano, porque con la otramantenía agarrado el chai, momentosque la fondera no dejó de aprovecharpara arrebatarle la preciosa prenda,aunque sin resultado, porque éste, entredejarse arrancar lo que tanto, al parecer,quería y defendía, y ahogarse, seahogaba, no sin intentar en el ansia delahogo y el vómito sacarse el embudo dela boca moviendo la cabeza de un lado aotro, sin conseguirlo, ya que el final delembudo lo tenía lindando con el galillo.Se vació la garrafa y la Cuevas lo dejóen paz. Había que esperar que la bebida

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le hiciera efecto, que se fondeara porcompleto. Abrió la puerta, después deordenarse las ropas y el pelo, sacudirsealgunos hilos de las barbas del chai quele brillaban en la enagua, y quedó a laespera, en la trastienda, haciéndose ladesentendida. El caminar de un patachoy gente de a caballo que se detuvo, lahizo asomar al mostrador. Eran losarrieros. Descargaron donde donDeféric y venían a quitarse el olor delcamino, con cerveza. A ella le cayórema!, remal, pero qué remedio.

—Sucedió como dijimos —entródiciendo Hilario—, este Nicho se vino aponer la gran riata; mírenlo cómo está,

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como coche se quedó tirado, siquiera lohubiera hecho con gracia, con guitarra.

—Vos, Porfirio, que tenes juerzas,levántalo —dijo otro de ellos, el queentró trasito de Hilario—; pobre, se hizoperjuicio en la boca, al cairse.

—Seguro que lo levanto, es miamigo, y aunque no fuera, es prójimo.No pesa nada, muchacho. Por eso va tanligero con la correspondencia.

—Para mí que es verdad que sevuelve coyote al salir del pueblo, y poreso las cartas, cuando él las lleva,llegan que vuelan.

Así dijo Hilario, mientras Porfiriose agachaba a levantar al señor Nicho,

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ayudado por otro arriero.—¡Mucha! —dijo éste—, por lo

helado parece muerto, tiéntele la cara,¡cómo está de frío!

Los arrieros le aproximaron a loscachetes y a la frente el revés de lasmanos tostadas y terrosas. Hilario leagarró las orejas y le frotó la mano enque no tenía el chai, porque la otraseguía como una garra rígida prendida alpedazo de seda refulgente.

—Y eso, para qué lo traería —intervino la fondera, de muy mal humor,refiriéndose al chai.

—Pobre, para su mujer —lecontestó Hilario, mirándola y casi

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interrogándola con los ojos, a qué sedebían esos malos modos; bien sabíaella que no era fácil zafarse de losmuchachos cuando regresaban de viaje,y que tampoco les podía decir: Novamos onde la Aleja, porque no, porqueaunque fuera acompañado, él era elprimero que quería ir, no por la cerveza,por verla.

—Y lo pior —dijo Porfirio— esque, además de estar hecho un hielo, sele está queriendo parar el corazón, se lesienten los pulsos; aquí ya casi no lesiento nada. Lo mejor es avisar. Corre,vos, siquiera por aquella carta debuenas noticias que te trajo hora un año.

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—Ya, vos, no acabaste; Porfirio; voya ir a avisar a la Mayoría, pídanme unacerveza negra; ya saben que yo estoycriando…

—¡Mañas! Y bebétela, que haytiempo, hay más tiempo que vida, y elenfermo de guaro no puede enfriarsemás, ya está puro hielo.

—No, mejor voy, si el favor se hace,se hace bien, favor hecho a destiempo,no es favor, y como por favor voy,porque no me están pagando.

—Pobre el señor Nicho, hasta seturnio… —salió hablando otro arriero,Olegario de nombre.

—Seguro que se le trabaron los

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ojos. Ansina sería el sumpancazo. Cómono se quebró, digo yo…

—Vos decí todo lo querrás, Porfirio,nadie te lo impide, pero trata de sentarlobien, y tenerlo, porque si no lo tenesvos, se vuelve a cair. Bien dicen que hayun Dios pa los bebidos.

La fondera, mientras tanto, Limpiabay preparaba los vasos, sin dejar estar elcopal que masticaba y tronaba en susdientes nerviosamente. Alineó en elmostrador las botellas de cerveza, ydetuvo el masticar, para decir,desentendidamente, pero con segundaintención:

—¿Un Dios? Un Dios y todos los

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ángeles. Y han de estar ustedes que yo nicuenta me di que se había caído, porqueestaba allá adentro en mis cosas. Meentré a fregar los trastes y cuando salí yno lo vi, dije: se debe haber ido el señorNicho, y mejor porque ya estabamenudeando mucho; se acabó, comoquien no dice nada, dos botellas de purablanca, con eso cualquiera se cae.

—Bueno, muchades, que sea unmotivo —dijo Hilario, alzando la voz yel vaso de cerveza, para chocarlo conlos vasos espumantes de suscompañeros, el sombrero levantado y eltapojo al hombro.

Porfirio Mansilla, sin descuidar al

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briago, bebió y habló después de dar elprimer sorbo con bigotes de espuma enlos bigotes:

—Y hasta el chai se quiso comer porlo visto, pues está todo rasgado ymanchado de sangre y aquí como que serasguñó él mismo, en la desesperada deno poderlo romper. Se lo fue aobsequiar a don Deféric y el alemán nole aceptó.

—Ese señor sí que es decente; elotro día andaban los hijos del mayor deplaza con el mico y se metió aquí alestanco, yo salí corriendo; él pasaba yse detuvo a sacar al animal.

—¡Lástima de ver un hombre en mal

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estado! —siguió Porfirio.—Pero el señor no está en mal

estado —se le rió la fondera, se lerieron todos, al decir así Olegario.

—El que no quiere entender es peorque el que oye mal; quise significar elestado en que él está, y el que no meentienda que se vaya a la mierda…

—¡Respeta, vos! —saltó Hilario.—Pero no me hagan perder la

chaveta; entre detener al bolo ydefenderme de ustedes; lo que yo queríadecirles, es que da lástima ver a unhombre en este estado, y que lo güeno esque uno no se mira, porque si se mirara,jamás de los jamases se volvería a

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tomar un trago, y por eso son feyas lasfondas onde hay espejos, porque losespejos son la conciencia de uno que loestá mirando siempre.

Le cortó la palabra Hilario:—Por eso, mi chula —acercándose

a la Cuevas— no ha puesto aquí másespejos que sus dos ojos…

—Vea si me desmayo —dijo riendograciosamente la Aleja Cuevas—, yconste que no es el primero que me lodice.

—Pero, Alejita, sí el primero que selo dice sinceramente.

—Lo que se ve se cree, lo demásson versos; quiero ver si cuando eche

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viaje de nuevo se acuerda de mí y metrae de la capital un chai así corinto,como ese que trajo el correo.

—Haga cuenta, chula, que ya lo tieneen lucimiento, siempre que en cambiodel chalcito, usté me dé algo…

—Si le estoy dando todo lo quequiera, no se queje… —y alargó elbrazo, prieta carne dura, para llenar elvaso de Hilario, que se la comía con losojos.

—Así me gusta —metió su palabra ysu vaso Porfirios, como le decíaOlegario, porque era tan grandonón yfuerzudo, que valía por dos arrieros—;así es como me gusta, que haya quien le

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salga al frente a este lengua de trapo; esmás embustero, más mentiroso, máschismoso, y siquiera fuera rico, peropobre y descalzo.

—¡Ya te vas a ir preso, con elcorreo te vo a mandar, vos bueno, y élbolo, para que lo cuides ái en chirona!

—Y de veras, pues, que rasgó elchai —soltó la fondera, para asegurarsecontra la más mínima sospecha—, debehaberlo agarrado a mordidas; qué culpatiene el trapo de que la fulana se le hayaido juida.

—Agarró su camino y se jué y que laagarre otro, porque lo que soy yo mellamo Hilario y tengo mi querer contra

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asegurado —su brazo tostado, peludo,abarcó por la espalda a la fondera; éstahizo como que se le zafaba, Hilario laapretó más.

—Déjese de cuentos, vea si lo vancreyendo. Don Porfirio es mero deli…

—¿Deli, qué…?—¡Delicado! Y yo con él estoy

comprometida desde la vezpasada.—Pero no me cumplió. Así son las

mujeres. Y la dejo Ubre, para que secomprometa con Hilario, se casen yhagan fiesta el día del casorio. Ese díales ofrezco que me embolo del gustocomo se emboló este señor Nicho.Hilario es soltero, sólo que no le

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garanto las ganancias, niña Aleja; másvale un buen casado que un mal soltero.

—Bebida de araña, le deben dehaber dado a la mujer del señor Nicho—habló otro de los arrieros, por hablar,porque él sólo había estado bebiendo yescupiendo.

—Este colocho es el que me gustacuando habla —siguió Hilario—,porque es crédulo y nadie le saca de lamollera que el tizte con andar de arañaes el que hace a las mujeres perder eljuicio de la casa y salir a enloquecerseal mundo; nopiensa que el tiempo hacambiado y que ahora a las «tecunas» yano les dan su aliciente como antes, con

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andadito de araña, para que agarren malcamino, sino hilo de carrizo. ¿Noentienden?…

—Yo sí entiendo —contestó lafondera, mientras Hilario seguía.

—Las arañas patanconas que poníannuestros agüelos a correr en el polvoreteque les daban a las mujeres, seacabaron, y ahora son arañas de coser.

De mal modo la fondera se le fue delbrazo a Hilario; hizo con los hombros elgesto de qué me importa y sirvió otrosvasos de cerveza.

—Éstos mis compás, vos, Porfirio,ve que se te cae el señor Nicho, noentenderán nunca lo que yo hablo. Les

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explicaré. El piquete de laberinto, se hamodernizado. Ahora «tecunean» a lasmujeres los agentes de las máquinas decoser, calentándoles la cabeza…

—¡Qué aburrido el sermón! —exclamó la Aleja Cuevas; echabachispas por los ojos contra lasindirectas de Hilario.

—¡Sabes mucho, vos, calíate! —advirtió Porfirio.

—¡Tenes muchas fuerzas, vos, mejorme callo!

—¿Y qué —salió la fondera,barajando lo dicho por Hilario—, a donPorfirio le llevaron alguna fulana detrásde una Singer?…

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—Son bobadas de éste que se mete ahablar lo que no sabe…

Disimuladamente la Aleja Cuevas sepasó la mano por el pecho, comocharrangueando una guitarra; significabaa Hilario, con esta seña, que se alegrabade la respuesta que, por ella,interpretando su pensar, le dio PorfirioMansilla. Y mientras se charrangueabael pecho, dijo: —Y a propósito, uno deustedes me contó que había conocido aun tal Nelo que vendía máquinas decoser y que dejó su nombre escrito connavaja en un árbol de por aquí cerca.

—Este Hilario debe ser, porque… aquién no conoce, con quién no se mete, y

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qué no sabe. Parece que la gente seconfesara con él.

—¿Nelo? ¿Nelo?… ¡Jijiripago, loque es no haberse rozado con genteextranjera, para ustedes que era un indiotishudo como nosotros! Se llamabaNeil…

Hilario interrumpió su explicación.Cuatro soldados al mando de un caboentraron a sacar al correo NichoAquino.

—No está muerto… —dijo uno delos soldados.

—No… —contestó Hilario—, loque está es que está bolo.

—Bolo-muerto… —agregó el

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soldado, al tocarlo.El cabo, de entrada, se pegó al

mostrador y dijo:—Un trago en fila de tres.La fondera llenó tres copas. Así

pedían siempre los del cuartel, para nodesacreditarse. Un trago en fila decuatro, eran cuatro copas; un trago, enfila de cinco, cinco copas; y así, fila deseis, fila de siete, y hasta siete, porquepasando de este número, decían: dostragos fila de cuatro, que eran ocho, odos tragos fila de cinco, que eran diezcopas. Pero eso sí, sabían beber, leconocían el retopón al aguardiente, parasaber aguantarse o retirarse a tiempo, no

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como este pobre Nicho, que hizo lafiesta del indio: adornó la casa, preparólos cohetes, y al ir a buscar el licor, selo bebió y se quedó botado.

—Permita… No… Permítame laguitarra —dijo Hilario a la fondera,nalgas anchas, casi arrebatándole labotella con que le iba a servir máscerveza—, que a mí me gusta sin muchaespuma…

—¿Sin o con? —le fijó ella los ojos,atesorándolo.

—¡Sin! —contestó el arrieroguapetón, jugándole las manos paraarrebatarle la botella que, al fin, lequedó a él.

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—Ni agradece que le iba a serviryo…

—¡No, Alejita, porque yo soy de losque tienen la vida en un… hilo de amor!

—Bueno, don palabras, síganoscontando de ese su Nelo…

—¡Neil!—Pues Neil…—Y qué quieren que les cuente, y

para qué, por contar hay muchos enchirona; sólo que me dé licenciaPorfirio…

—¡Vos pidiendo licencia parachalaquear, y a mí, como si fuera tupadre!

—¡Más que mi padre!

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—¡Bolo debes de estar!—Eso es… —Hilario escupió—,

llámame bolo a mí, prestituida a laseñorita y habla mal del gobierno y tellevan preso.

—¡No digo, Hilario, que sos brutopara hablar!, yo te quiero decir…

—Ya me lo estás diciendo: yo tequiero y yo también te quiero a vos,pero no quiero que insultes a la gente, ymenos a la Alejita, porque ella quéculpa tiene de tener estanco.

—Nos vamos —propuso Olegario,fumando a grandes bocanadas de humobajo el sombrero quemado de mugre—,porque es de que yo ya me cansé de

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estar parado; onde las Prietas se sientauno…

—¡Vayase usted solo! —se voló lafondera—. ¡Vayase, que ái sí le van adar su araña salada!

En el silencio que sobrevino, entrelas caras de los arrieros —cuando estoshombres se ponían serios, se mirabanferoces—, pasó la noticia de que alcorreo hubo que llevarlo al hospital,porque estaba grave, como envenenado.

—Yo no creo en máquinas de coser—retopó el arriero de pelo crespo, alque llamaban colocho, que se la teníaguardada la espina y pensabaresponderle a Hilario—, yo soy a la

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antigua, creo en el piquete de «laberintode araña», y más creo en vista de lo queestamos viendo: a la Isabra Aquino, lasalaron, y a éste le dieron toma de laotra vida; vaya uno a saber lasvenganzas; yo por eso rezo, porque delos amigos que uno sabe que son susenemigos, se defiende igual bailándolesla jicara y metiéndoles zancadilla almismo compás; pero de los que uno estáignorante, sólo el poder de Dios, paracontrarrestarlos.

Salieron todos juntos, en puño,mientras la Aleja Cuevas se mordía loslabios de la cólera, lívidos y afiladoscomo cascara de piñuela, bien que les

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sonriera, al cobrarse la cuenta, para nodar sus lástimas al desprecio; y sefueron, risotadas, arengas, silbidossobre tren de patas de machos, a seguirla parranda donde las Prietas,Prietuchas, Prietotas, una venta deaguardiente y chicha que estaba comojuilín de río, según el colocho, y dondemás embriagaba el pasar del río, triste,que la bebida.

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14

Un silbido insistente, insinuante,incisivo, como si en aire quedaran losdientes delanteros vibrando. La noche,sin haber llovido, parecía mojada. Lasramas de bambú, balanceadas por elviento mocetón, barrían con escobas derumor más suaves que plumeros, elsilencio del monte, en las orillas de lapoblación, hacia el camposanto.

—Se me hizo que eras vos; tusilbido…

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—Y tardaste…—¡Qué bárbaro, si estás todavía con

la boca húmeda de silbar; dame unbesito y déjate de embromar! ¡Quésabroso decirte «vos»; se me hace tanextraño tenerte que llamar «usté», antelos muchachos!

—¿Me quiere, mi vida?—Mucho; pero qué es eso de me

quiere, me querés; y a ver mi hocico…¡sabroso!… otro… A mí se me hace queel amor de «tú» y de «usté», es menosamor que el amor de «vos», conchachaguate y todo, porque vos, ya meestás echando chachaguate; hacele,viejito, que para eso soy tu propiedad

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legítima…Y mal portada, eso es usté, mal

portada…—Pero no me trates de usté; se me

hace tan extraño…—Habrá que irse acostumbrando

y… ya suspiré, y es que estoy triste;duele que mientras uno anda ganándoseel medio, la que es su cariño se dé lagrande con otro baboso…

—Corrieron a decírtelo…—No es que corrieron, es que yo lo

presentía, por corazonada se saben lascosas, cuando está ausente uno.

La sombra del bambú los acercaba,mientras, en intención, iban alejándose

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cortando sus ataduras amorosas. Ella,llena de cuidado, le tomó la cabeza concariño y clavó sus misteriosos ojos muyprofundamente en los ojos abiertos delarriero que estaba llorando.

—¡No siás bobo —le decía al oído—, cómo podes imaginarte, vos, queporque viene ese mequetrefe, planta dealtanero, a estarse allí parado al postede la esquina; que porque a veces entraal estanco y se está conmigo platicandode tonterías, de lo que pasa en el pueblo,de las ventas que ha hecho de susmáquinas de coser, lo voy a querer a él,y no te voy a querer a vos que sos miquedar bien con mi corazón, y eso que te

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tengo el sentimiento de que me ves,cuando están los arrieros, tuscompañeros, como petate; hasta meafiguro que te da vergüenza que sepanque sos mío! ¡Ah, porque eso sí, canelo,mucho te puedo querer, adorarte,morirme por vos, ser tu sometida, lo quevos querrás; pero si te da vergüenza micondición de fondera, y por lo mismome ninguneas ante los otros, con novolvernos a ver está arreglado; el amora la fuerza apesta y pior cuando loquieren a uno ver de menos!

—Los hombres como yo no lloran—murmuró el arriero parlanchín,oloroso a guaro y al olor de los

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guayabos que rociaban el rocío nocturnoque bañaba sus hojas retostadas, enforma de pequeñas pringas de llanto deárbol—; los hombres como yo no lloran,y si lloran, lo hacen como los guayabosque, primero, se agarran con todas susramas a retorcerse, quemados por dentrode la pena, tan quemados que hasta elpalo se les ve colorado; y segundo…

—¡Lloran cuando están bolitas!—¡No te voy a decir que no es

cierto! Pero también lloran cuando elcorazón les avisa que los estántraicionando, porque sólo quedan doscaminos; infelizarse, matando al rival, ohacerse de la vista gorda, fingiendo

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indiferencia, matando la vergüenza…¡Déjame, me molesta que me hagascariños que le haces a otro!

—¡Ve, Hilario, no seas tan rebruto;que estés con tus cervezas en la cabezano quiere decir que… mi muchachitobravo, mi cuiscuilín, mi cuiscuilincito!…

—Ya te dije que… soltame elbrazo…, soltame la cara…

—¡Por vida tuya, no sabía qué favorme hacias al quererme, y ve, si fueraverdad que te estoy haciendo lo que vosimaginas, porque sos muy idiota, y sólopor eso lloraran los hombres, creceríanlos ríos como en invierno, porque no te

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estés creyendo que todas las mujeres soncomo yo; me pesa el decirlo!

Callaron. Se veían juntitas las lucesencendidas del pueblo. Juntitas yseparadas como ellos. El zacate mojadode sereno les enfriaba las posaderas.Hilario miraba al cielo, ella arrancabalas puntitas de los zacates que lequedaban a distancia de su manotrigueña.

—Lo que pasa —siguió ella al ratode estar callados—, es que amoresnuevos y de la capital son mejores queviejos amores de pueblo; yes bonita,contá, tiene bonito pelo, debe ser deojos lindos…

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—Lo que quiero saber es a quévenía ese tipo a quedarse horas enterasen el estanco, a falta de pasar su cama.

—A que le diera el sí —Hilario sele quedó mirando, hizo el intento delevantarse, pero ella le retuvo—, peroyo siempre le dije que no, y a que lediera la seña…

—¿Qué seña? —rugió Hilario.—De amor la verdadera seña… —

riendo con todos los dientes, echaba lacabeza hacia atrás, para que el aire lebesara el pelo—; no seas bobo, la señadel enganche de la máquina que mequieren vender —Hilario se acomodóde nuevo junto a ella, entre contento y

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serio—; plomoso, sos vos, chucán,marrullero, bien sabías que ha estadoviniendo ese fulano a ofrecerme lamáquina, a bandearme con que se lacompre, que me la da a plazos, que no esmucho lo que se paga, que haciendocosturas la máquina se paga sola, y losabías porque echaste tu indirecta hoy enla tarde; dirás que no me fijé cuandodijiste que ahora ya no se les da a lasmujeres polvo con andar de araña, sinomáquinas de coser andando.

—Pero, no sólo a eso debe habervenido, qué casualidad…

—Tenes mucha razón. Un día resultótrayéndome un par de gringas más feas

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que hombres, pantalonudas, simpáticasel par de mujeres, interesadas enaveriguar la vida de ese míster que vosconociste y que escribió su nombre connavaja en un árbol de por aquí cerca.Como yo no sabía, se fueron comovinieron, salieron por donde entraron,sin escribir una sola palabra en suscuadernos; eso sí, bebieron chicha hastaempanzarse. «Curiosi», decían, y sezampaban los vasos de chicha como sifuera agua, después me pidieron quequerían beber en guacal; más tarde elalboroto en el pueblo, a una la botó uncaballo, la arrastró y por poco la mata.Vos sos el que sabes la historia de ese

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hombre misterioso.—La sé, pero no la cuento. Es mi

secreto.—Y yo, para qué quiero saberla; sé

que se llamaba Nelo, que a vos tellamaba Jobo, como yo te llamo Canelo,que puso su nombre en un palo, y yaestá.

De vez en vez, entre el gotear delrocío, fragmentos estelares de un relojde mínimas cristalerías rotas en minutos,sonaban, al caer en tierra alfombrada deyerbas, los mangos, con un sonidoamortiguado, como si a cada ciertotiempo, cayeran para marcar las horasdesde las ramas de árboles

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materialmente embrocados por el pesode los frutos. Poch, sonaban al caer losmangos, seguía después la cristalería delsereno minutero, y al rato, poch, poch,poch…

Hilario Sacayón era muy chicocuando vino a San Miguel Acatan uncomerciante recomendado a su padre.Elviejo Sacayón anduvo para arriba ypara abajo con este señor y regresódiciendo que se llamaba Neil, y que eravendedor ambulante de máquinas decoser. Al día siguiente, Neil vino a casade los Sacayón, y estuvo jugando con unchico, que era Hilario. Hilario lo mirabay lo miraba, luego lo tentó, le tentó la

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tela del pantalón, y la amistad fuesellada con una moneda que el señorNeil puso en su manita y un beso,oloroso a tabaco, en su cachete.

Ya de grande, Hilario oyó a su padrehacerse lenguas de la bondad eilustración del señor Neil, cuandoaconsejaba a sus hijos que no juzgarannunca a las personas por lo queaparentaban y los trapos que vestían. Elhombre aquel, en apariencia como tantosy tantos vendedores de máquinas decoser, era de los que en los ojos llevanuna reproducción en miniatura delmundo. Hay hombres cuyos ojos soncomo aguas de estanques sin peces, pero

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otros tienen las pupilas con elpescaderío de la vida allí dentro,nadando, colaceando, y de éstos era elseñor Neil.

Llegó a tal grado el amor de supadre por el recuerdo del señor Neil,que un día llevó a Hilario, yaadolescente, hasta un palo grande. En eltronco, grabado con navaja, se veíanletras y números, decía: O’Neil-191…la última cifra borrada.

Sin perder tiempo, el viejo arriero,que arriero era también el padre deHilario, y de los arrieros de antes, deaquellos que humaban un puro montandomuía cerrera sin botar la ceniza, con su

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cuchillo trasladó a su pechera de cuerola inscripción, imitando los signos, yhasta la muerte, el finado llevó en supechera de arriero, las letras y númerosdel palo: O’Neil-191.

Éste era, escuetamente, el secreto deHilario Sacayón. Muerto su señor padre,Sacayón hijo se apropió de la historia,agregándole de su cosecha imaginativaorejasy cola de mentiras. En boca deSacayón hijo, O’Neil tuvo pasión poruna muchacha de San Miguel Acatan, lafamosa Miguelita, a quien nadie conocióy de quien todos hablaban por la famaque en zaguanes de recuas y arrieros,fondas, posadas y velorios, le había

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dado Hilario Sacayón.La Miguelita, morena como la

Virgen del Cepo, una milagrosa imagenesculpida en tiempo de la colonia yolvidada en una hornacina de la cárcelde Acatan, donde se aplicaba eltormento del cepo a los facinerosos,indios fugos y maridos mal avenidos; laMiguelita, con ojos como dos carbonesapagados, apagados pero con fuegonegro por lo mismo de ser carbones;camanances en los carrillos, cintura deacerola, boca de rosicler de moras, pelode burato negro; la Miguelita, que nocorrespondió el amor desesperado deO’Neil, porque ella nunca lo quiso;

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Hilario le llamaba simplemente Neil yla gente poblana, Nelo.

Él la quería y ella no. Él la adorabay ella, por el contrario, lo detestaba. Élla idolatraba. Neil le dijo que se iba adar a la bebida, y se dio; le dijo que seiba a tirar al mar, y se hizo marinero;ahogó en el azul del mar su penamorena, con la misma pipa que fumabaante la Miguelita, sus ojos azules, supelo rubio, su cuerpo de gringo debrazos largos.

Hilario Sacayón no podía con suconciencia después de una parranda. Loque inventaba. Pero, de dónde le salíatanta verba para ir colocando las

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palabras, las frases, los giros dolorososy sarcásticos, derechamente, como siantes que él lo contara en susborracheras ya hubieran estado escritas,puestas como debía ser, igual o mejorque si efectivamente todo aquello que élinventaba hubiera pasado ante sus ojos.

Se quedó escondido en su casa, aldía siguiente de su encuentro con laAleja Cuevas, porque con los compásarrieros siguió la juerga donde lasPrietas y en su gran papalina contómuchas cosas más de los amores de Neily la Miguelita. No tuvo valor para salira la calle, pero en su casa, en su rancho,estaba la presencia de su padre, el cual,

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desde los muebles y rincones, perosobre todo desde su pechera de arriero,le reclamaba haberle robado la historiade su vida. Más tarde, acallandoremordimientos, consideró su ingratitudcomo una forma natural del hijo paraanular al padre, es decir, para sustituirseal padre, y hasta vio al viejo Sacayón,complacido porque lo saqueaba enforma tan artera, contando como suyaslas historias del progenitor. Luego, paraacallar más sus remordimientos, leechaba la culpa al licor. El guaro sueltala sin hueso. No sabe uno lo que dice.Habla por hablar. Además, cabíadevolver a su padre lo que por hablantín

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le robaba siempre que estabaencumbrado. Iría y contaría que todo lodel señor O’Neil, era referencia de suviejo; pero, reflexionando, en este casoel remedio resultaba peor que laenfermedad, porque era colgar al viejoarriero que en paz descanse, susembusterías.

Prometió, como siempre, no volver ahablar de Neil ni de sus amores con laMiguelita de Acatan, aunque lo picaranlos amigos para que soltara el resto,porque, así empezaba la cosa, Hilariotenía un resto que contar.

Por eso, cuando las gringasinteresadas en tomar datos sobre la vida

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de O’Neil volvieron al pueblo, HilarioSacayón no pudo hablar. Estaba en sujuicio y en su juicio no hablaba de Neily de la Miguelita. Llevó a las gringas alpie del palo grabado, para que tomaranla fotografía; les mostró la pechera de supadre; les dio vagas referencias de susrecuerdos de chico, todo sujeto a laverdad, igual que si hubiera estadodeclarando en un juzgado. Las gringas,sin embargo, algo sabían de la historiade la Miguelita, morena como la Virgendel Cepo, alfeñique con anís de gracia,los pies como cabezas de alfiler, lasmanos gordezuelas; pero Sacayón secontentó con oírlas, vanidosamente, sin

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pronunciar una palabra. Las gringas,antes de marcharse, le dejaron un retratodel señor O’Neil, un hombre célebre.Hilario lo vio y lo escondió. Erahorrible, chelón, flaco y desgastado. No,no podía ser el borracho jubiloso que semurió de sueño, porque lo picó unamosca en uno de sus viajes; el que ledejó a la Miguelita de recuerdo unamáquina de coser que en las noches seoye, después de las doce campanadasdel Cabildo… ¿Quién no la ha oído enSan Miguel Acatan? Todas las noches, elque después de las doce campanadas delCabildo se detiene a oír, escucha quecosen con máquina. Es la Miguelita.

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15

Tres semanas más tarde salía elseñor Nicho con la correspondenciapara la capital, curado de espantos; viola muerte tan cerca, hubo que ponerleinyecciones toda aquella noche de sufiesta, inyecciones de alcanfor, no seencontró suero, más bien de aceitealcanforado, y recibió una tunda depalos que aún le castigaba el cuerpo;además se tuvo que ir con la ropa quellevaba puesta, que ya no era blanca,

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sino color de basurero, porque,acompañado de un soldado, fue a sucasa, entrada por salida, y los ladroneshabían cargado con todo. Ingratitud la desu mujer, ni porque estaba preso volvió.«Tecuna», «tecuna», «tecuna»…

«Tecuna». Con la palabra en loslabios salió de San Miguel Acatan,asustadizo, después de pasar a la iglesiaa persignarse y a limpiarse con la mangade la chaqueta que llevaba puesta porregalo que le hicieron, la saliva que eladministrador de Correos, cada vez másgordo, le roció en la cara, al hacerle lasúltimas advertencias.

—Tenes que ver por vos mismo,

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ahora que ya no tenes quien vea por vos,ahora que con lo de la «tecuna» tequedaste zonto; voy a mandar un soldadode vez en cuando a que le dé una vueltaa tu rancho; ¿dejaste con llave?; ¿dejastecon tranca?; ¿vendiste los coches, losdos coches que tenías, las gallinas?…Te llevas el chucho, el chucho mejor quela mujer.

El correo no tuvo tiempo paraexplicar al gordinflón que hablabaescupiendo, que salía con lo que llevabapuesto, que en los días que estuvoenfermo, primero, y arrestado, después,se lo robaron todo, hasta las dos láminasde una media cocina.

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—Pese su poque… —dijo antes desalir del correo, pulseando los costalesde correspondencia, dos grandes sacosde lona, y un despacho más pequeño conlos asuntos oficiales.

—Vos serás muy ladino —leconvino el administrador—, pero echastus pedradas, ¿qué es eso depese?…Pesa; pero no le hace, para eso es carga,y vos tenes la culpa, cuando estos monoshediondos que se llaman ciudadanos,saben que es el señor Nicho quien vacomo correo, se atasca el buzón de laoficina de correspondencia.

San Miguel Acatan, le tardaba elandar, el alejarse, el irse, quedó a sus

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espaldas y a la cola del chucho, entre lasagujas de los eucaliptos que jalan rayosy centellas, iguales a la espada delArcángel que bajo su zapato de oro tieneaplastada la cabeza del diablo, losmechones de los pinos fragantes, debuena trementina; y las manchas verdesde los demás árboles.

Se perdió San Miguel Acatan en unrelucir de loza bajo el sol de la mañana;loza de sus techos, loza blanca de suscasas, loza vieja de la iglesia, yquedaron solos por el caminosombreado, el señor Nicho y el perroflaco, mal comido, trasijado, conlasorejas trozadas, porque de cachorro le

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dio moquillo y hubo que sangrarlo, losojos de oro café, pelo blanco, manchasnegras en las patas delanteras.

—Vos qué dijiste… dormido te dejómi mujer… ni sentiste ni cuenta te diste,cuando se —el chucho movió la cola—… ah, Jazmín este… —el perro,directamente aludido por su nombre, lehizo fiestas— … quieto, nada de salirseadelante y echarme zancadilla que ahoravamos prisa…

La jornada fue larga, por caminoshinchados de humedad, donde la tierraparece cascara de papa podrida de agua,y juegan los regatos, como animalesvivos, por todas partes, saltando,

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corriendo, actividad que contrastaba conlos viajeros que ya por la tarde ibanrendidos, directos a caer en una aldea deveinte casas, donde siempre los correoshacen noche. Les oscureció antes dellegar, pero aún se veían luces en losranchos, cuando entraron. El perrojadeante, el señor Nicho sombrío, igualque un autómata, cascareando laspisadas de los caites por la calle llenade piedras de río, más río que calle.

Al quitarse el sombrero, en laposada, sintió el pelo untado de sudor,como pegado a las orejas, a la frente, ala nuca. Se llevó la mano pararevolvérselo un poco. De su bastimento

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sacó tortillas, sal, polvo de café, polvode chile dorado, así como un pedazo dececina que le tiró al chucho y que fue unsolo bocado para el hambriento animal.

La dueña de la posada le salió asaludar. Quería, además, que le llevarauna encomienda.

—Está güeno —le dijo el correo,medio acomodando sus comestibles enuna grada, a la orilla del patio—, con talque no sea muy basta, porquematerialmente no traigo lugar; si esencomienda chiquita, con mucho gusto,nana Moncha, ya sabe que estoy paservirla.

—Dios te lo pague; y ve, Nicho,

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¿cómo quedó la señora?, ya debe estaraguardando, porque espero que le distesu merecido.

El señor Nicho se contentó con darun mugido. Desde que se casó con laChagüita, cada vez que le tocaba hacerjornada donde nana Moncha, la vieja lobandeaba con indirectas más quedirectas, para que le hablara para elparto.

El chucho estaba atento, esperandootra tajada de cecina, y lo que consiguiófue un puntapié. Si se lo hubiera podidopegar a la vieja, se lo pega. Jazmín,después de barrerse, chillando deldolor, con la pierna encogida del golpe,

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se apostó en un rincón, todo ojos y nariz.La vieja ramoneó por el patio, que

más bien era un sitiecito con árbolesfrutales, guisquilar y perchas paragallinas, y volvió a insistir:

—Pues va lo llevas entendido,Nicho, que sólo me avisas y me voypara allá un día antes que reviente, voy aprepararlo todo; es cuestión de que medigan su tiempo, deben llevar la cuenta yhay que hacer el cálculo por la luna, máso menos, porque así se sabe y se tienen amano las cosas que se necesitan, lo quees menester.

El señor Nicho acabó de engullirsela tortilla con queso, apuró un guacal de

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agua caliente con polvo de chile, ybuscó dónde acostarse; pero no pudopegar los ojos. Por los claros delrancho, entre las cañas mal ajustadas —ya era vieja la posada, como la dueña—se veían brillar las estrellas,esmeriladas, casi con filo en laprofundidad del cielo. Hay palabras queda gusto pensarlas, decirlas:profundidad…

Y a lo profundo se iba él, desde supetate y su cobija, pero a lo profundo deafuera, divagando con los ojos de sucuerpo, en el radio visual que nolograba abarcar con sus brazos, en esemundo impalpable que ya no tocaban sus

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dedos, pero que sus pupilas le traíancomo un mensaje del espacio. Otraprofundidad había en él, en su adentro,oscura, terriblemente oscura desde quelo abandonó su compañera; pero a esehondón ingrato sólo se asomaba cuandoera mucho el peso de su dolor, cuando lapenalidad en que estaba le tronchaba lanuca, como ajusticiado, y lo obligaba,suspendido en el vacío, a mirar sutiniebla, su tremenda tiniebla de hombre,hasta que lo copaba el sueño.

Aquella noche de la posada no pudodormir. El cansancio físico lo botaba,martajado, flojón de las piernas, flojo delos pies, doliente de los dedos de los

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pies, de los calcañales que sentía duroscomo cascara de aguacate verde, ymejor se salió al patio. Le quiso echarmano al perro, pero el perro seescabulló. Tampoco estaba dormido y seacordaría del golpe. Estuvo llamándolo,necesitaba tener su calor cerca. Por finse le acercó el animal, apachurrándosecada vez que él extendía la mano paratocarlo, la mano que de un salto empezóa Lamerle, cosquilloso, agradecido,hasta echarse muy junto a él, como cosasuya.

No veía bien con quién conversaba.Cualquiera hubiera dicho que con unagente.

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—Decime, Jazmín, vos que sos másbueno que la gente, más persona que lasque llamamos personas, decime a mísolo si al caso viste que la patroncitaestuviera preñada. Con vos hablo,Jazmín, porque si la patraña andabapreguntando por vos, eso es lo que metrabaja y desespera, la sangre de mi hijoque ella lleva en el vientre, a tal puntoque no puedo estar sin ella en elpensamiento. Y he tenido mujeres,Jazmín, así como vos has tenido muchaschuchas, para eso somos lo que somos,machos, y se me han ido, y las hedejado, y… todo; pero esto que metranca ahora en los sentidos, nunca lo

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había imaginado, menos sufrirlo, escomo si me quisieran sacar las tripaspor la boca, para dejarme vacío; y desólo pensar que no la veré más, que laperdí para siempre, me siento malo,como si la sangre se me fuera parando, yun ratonero de miedos y sustos me hacehacer gestos que no son míos…

El perro buscaba en sus manos ellejano olor de la cecina. Un bulto salió abasquear. Tenía como zoco. El correocreyó que era la comadrona y escurriósea hacer como que dormía, mientrasJazmín se lanzaba a ladrar al bulto.Ladró, se cansó de ladrar, siguióladrando; otros perros ladraron en la

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calle, en las casas, la noche se llenó deladridos.

El bulto basqueó, entre vómito y tos,y luego, garraspeando, dijo a tientas, enla oscuridad:

—Yo como que oí hablar; ahora eso;puro hablado de gente oí, y no se ve queestén despiertos.

El señor Nicho, al escuchar la vozde un hombre, hizo como quedespertaba, se desperezó y le dio buenasnoches, desde las tujas.

—Noches… —rectificó aquél—, yaestá amaneciendo.

Se dieron los buenos días, sin ser dedía, en esa hora confusa en que parece

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repartirse en el ambiente frío, el colorazul muerto del fuego enterrado en lascocinas. Bostezos y a la orilla degrandes bostezos, los gallos.

El primero que alzó el canto fuecomo susto aleteando para NichoAquino. Cerca lo tenía. No lo vio bien.A bostezar iba, cuando el quiquiriquí.Pegó un salto madre, quiso regresar adarle una patada, pero, para qué, si yaotro gallo estaba cantando, y otro, yotro…

Fue fácil encender el fogón en lacocina, una pieza destartalada muy alta,la más alta de la casa, con el hornoderruido, caca de gallina por todas

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partes y en la parte alta de las paredes,hasta el techo, hollín y telarañas y algúnmurciélago que al brillar la primerallama, salió que se hacía pedazos.

El viejo del hablar garraspeado eraun puro gusano verde. Un gusano limpio,en sus nobles arrugas como ombligoscon pelos, dos granitos de azúcarquemado en dos ojos muy blancos, muyabiertos, chato, de pómulos salidos,frente angosta, pelusa blanca en lacabeza, y orejas grandes que se tocabacon la mano cuando le hablaban, porqueera un poco duro de oído.

Se le quedó mirando y le dijo:—No le jabíes al chucho como le

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estabas jablando dende hoy, porque unbuen día, te va a contestar y vos te vas aquedar mudo. Por cada humano mudohay un animal que jabla. El chucho va aencontrar la palabra que le falta en suenteligencia, y vos ya no la vas aencontrar en tu boca. Consejo que te doyy que no me están pidiendo… —rió elviejo, que al compás de los gallos, alreír, parecía hacer: jijirijí— … pero losviejos gozamos con eso, con darconsejos, es nuestro cuatro, es nuestroquedar bien, aconsejar a otros que haganlo que nosotros no hicimos de jóvenes niharíamos de viejos… —jí… jirijíjíjíjíjí— si como dejamos de ser jovencitos,

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pudiéramos dejar de ser viejitos…jijijijirí… ji…

Arrastrando los pies salió el viejo aordeñar una cabra. Lo siguió NichoAquino. Hablando no sentía tanto susoledad.

Las manos del anciano eran negras,igual que si antes hubiera estadodeshollinando el horno o fuera de oficiotintorero: dos guantes de oscuridad conuñas brillosas, amarillentas, en las quelas mamas de las cabras, contrastandocon lo negro, se veían como florecillasde begonia, y la leche más blanca alsaltar en chorros fisgueros.

—Te estás fijando en mis manos

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chamuscadas, tostadas, negras; peromejor si te fijas en mi cara de gusano degeranio. Soy buen medidor, como gusanoy como persona, y a vos, anoche, te medíel sueño, tunquito te queda el sueño parala pena que andas llevando; rabón,rabón te queda por ái, por el cuello tellega, lo más… Jirijijijí… jijirijijí…Los ojos, por eso, te quedan fuera; y note podes dormir, no te llega el sueño alos ojos, y cuando mucho estiras la teladel sueño, que es como ala demurciélago, braceando para encontrarpostura, moliendo la cabeza en lachaqueta que te sirve de almohada, detanto moverte y estirar la tela del sueño,

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la rompes, y te entra la fatiga de estartendido, y la gana de salirlo a buscar…lijijí… buscar el sueño que no seencuentra en uno es andar de balde…Anoche, sin ir muy lejos, te anduviste tulegua, tal paseo tenías, buscando elsueño, y es buscando el sueño que se dauno cuenta que nada duerme, que lanoche es un gran velorio de estrellassonando en los oídos de los seres,grandes y pequeños, de las cosas que seven como tumbas de la actividad deldía: las mesas, los armarios, lascómodas, las sillas, no parecen mueblesde gente viva durante la noche, sinopiezas de un amueblado que se colocó a

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un muerto en su tumba para que siguieraviviendo sin ser él, sin ser otro, porqueeso es lo grave, los muertos no son ellosni son otros, no se puede explicar lo queson.

La vieja comadre, entre trapos,crines y rascones —apenas si lealcanzaban los pelos para hacersetrencitas de lado a lado, como escolar, yapenas si le alcanzaban los dedos pararascarse piojos y pulgas y piojillos—,soplaba el fuego cuando ellos volvieroncon la leche, seguidos de Jazmín.

—El señor Nicho ya se va a ponerandar —dijo la vieja, sin volver lacabeza, de espaldas al fogón que

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soplaba— y ve si me das unos realespara que traiga aguarrás…

—Seguro que sí, aguarrás para vos,yo para mí voy a querer me traiga unosreales de lilimento; se me quedanatrancados los dedos del reumatis,cuando ordeño, y además que voy atener que castrar, y capar unos misanimales.

—Pero, nana Moncha quería que lellevara encomienda…

—Quería, pero es algo basta, y vosya no tres lugar; cuando pases lapróxima y vengas más aliviado; cadavez hay más gente en el pueblo y cadavez te echan más cartas en esos

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talegones de lona pintada con rayas.¿Por qué, digo yo, serán así los sacosdel correo?

Gallinas, gallos y perros, de murgaen las casas, y los rebaños en largasfilas, como ejércitos blancos enmovimiento.

El correo salió de la aldea «TresAguas», porque diz que había pozos deagua azul en tierra blanca, de agua verdeen tierra colorada, y de agua morada entierra negra, seguido de Jazmín yacompañado del viejo de las manosnegras.

La comadrona, mientras NichoAquino funcionaba la humadera, para

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encender un cigarro, le repitió lorepetido:

—Avísame con tiempo, Nicho,porque ya sé que a tu mujer se le atrancóla sangre…

Centenares, miles, millones deplumeritos de ilusión se dejaban ver,ondulando al suave soplo del viento,iluminados por el sol, y las manchas delos margaritones amarillos de corazónnegro, animaban la vista regada pordoquier entre cumbres de volcanesesculturales y cerros de piedrashumeantes. Poco a poco, los viajeros seencontraron, sin dejar la planicie, y unciego afán de camino caminado y por

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caminar se apoderó de ellos después delas primeras charlas.

—¡Bueno está ese tu chucho paracomérselo!

—¡Pobre, si anda trasijado!—Pero se engorda…—Una barbarie…—Todo lo que se relaciona con el

alimento del hombre es barbarie; yo nosé por qué dicen los hombres que handejado de ser bárbaros; no hay alimentocevelizado.

—El maíz.—El méiz, decís vos; pero el méiz

cuesta el sacrificio de la tierra quetambién es humana; ya te pusiera yo a

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cargar un milpal en la espalda, como lapobre tierra. Y más bárbaro lo quehacen: siembra de méiz para vender…

—Por eso es el castigo…El viejo de las manos negras, manos

de color de maíz negro, inquirió antes decontestar, de una pasa de ojos, en la caradel correo, todo lo que deseaba. Sinbotar el paso, suspiró ya hablando.

—Y el castigo será cada vez peor.Mucha luz en las tribus, mucho hijo,pero la muerte, porque los que se hanentregado a sembrar méiz para hacernegocio, dejan la tierra vacía de huesos,porque son los huesos de losantepasados los que dan el alimento

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méiz, y entonces, la tierra reclamahuesos, y los más blanditos, los de losniños, se amontonan sobre ella y bajosus costras negras, para alimentarla.

—¡Tierra ingrata, ya ve, pué!—¡Ingrata, ingrata… pero, toma en

cuenta, correo, que la tierra es ingratacuando la habitan hombres ingratos!

—Pero, pongamos las cosas… Elmaíz pa qué quiere usté que sesiembre…

—Para comer…—Para comer —repitió el señor

Nicho, maquinalmente, más pensando enla Chagüita que le venía con el olor delanís del monte.

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—Y no es que yo quiera; es queansina debe ser y es ansina que es,porque a quién se le iba a ocurrir tenerhijos para vender carne, para expenderla carne de sus hijos, en su carnicería…

—Difiere…—En apariencia difiere; pero en lo

que es, es igual: nosotros somos hechosde méiz, y si de lo que estamos hechos,de lo que es nuestra carne, hacemosnegocio; es lo aparente lo que cambia,pero si hablamos de las sustancias, tancarne es un hijo como una milpa. La leyde antes autorizaba al padre a comerseal hijo, en caso de estar sitiados, peronunca llegó a autorizarlo a matarlo para

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vender la carne. Dentro de las cosasoscuras entra el que podamosalimentarnos de méiz, que es carne denuestra carne, de las mazorcas, que soncomo nuestros hijos; pero todo acabarápobre y quemado por el sol, por el aire,por las rozas, si se sigue sembrandoméiz para negociar con él, como si nofuera sagrado, altamente sagrado.

—Lleva razón en lo que dice; perono a todos nos han explicado eso; desaberlo quién iba a ser tan ruin y, porpropia conveniencia, ya que el maízdebilita el terreno, parece que lo dejararaspado, a la larga, y hasta hay que dejarque descansen las tierras maiceras…

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—Por los caminos ves, vos, y vosque sos correo habrás visto mucho,porque sos impuesto para andar, cadavez son más los terrenos mineados porlos maiceros: lomas peladas, onde yasólo el agua resbala sobre piedra;planes sin capa vegetal hecha de pelo demuertos que fueron de carne y muertosque fueron de palo; rastrojos queoprimen el alma por lo pedrizo…

—Pero, digo yo, ¿con qué se viste ala familia, si no venden el maíz?

—El que quiere vestir a su familia,trabaja; sólo el trabajo viste, no digofamilias, naciones enteras. Losharaganes son los que paran desnudos.

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Se haraganean con la milpita sembrada,y de la milpita tienen que sacar paracomer, y para vender, a efecto de vestira la familia, comprar las medicinas quese necesitan, y hasta las diviertas conaguardiente y música. Si sembraran elméiz, y de él comieran, como losantepasados, y trabajaran, otro gallo noscantaría.

—¿Y hasta onde va a seguir? Se estáaislando mucho.

—Ya me debía haber regresado;pero me da pena dejarte ir solo, vas conmucha aflicción en la cara, y lo que leestuviste preguntando al chucho, me diomala espina.

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—¿Oyó, pué?—Se oye todo; mejor que me contés;

yo tengo el oído duro, pero cuando meentra la basca de madrugada,sindudamente lo que me repercute en lacabeza, hace que por dentro se memueva todo, y oigo bien; también oigocuando voy andando, cuando hay ruido ami alrededor.

El correo, bajo un amate, el árbolque tiene la flor escondida en el fruto,flor que sólo ven los ciegos, mujer queven los enamorados, contó su pena alviejo de las manos negras, sin mástestigo que Jazmín, y muchas nubes conforma de perros, como jazmines en el

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cielo.—¿Y la gana de encontrar a tu mujer

te viene del ombligo pa bajo?Nicho Aquino titubeó al contestar.—Es lo primero que hay que poner

en claro, porque si te viene del ombligopa abajo la gana de juntarte con ella, concualquier mujer que encontrés será lomismo. Ahora, si es del ombligo pa lacara que te entra el ansia de llenarte conella lo vacío que sentís, entonces es quela tenes individualizada, y no hay másremedio que jallarla.

—Es las dos cosas. A veces,pensando en ella, me agarra un fríodetrás de la nuca que se me riega en la

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espalda, y al mismo tiempo, por delante,me parece en las piernas, y entrefuerceocon las manos, me retuerzo como bejucoque lo quieren poner de mecate, y hastaque me voy de mí mismo, como unresplandor de filo de machete, por laspuntas de los pies.

—Y el ansia…—El ansia, no sé; me castiga el

pecho, la confronto con miedo, porqueme bota la cabeza, me cierra los ojos,me frunce las manos, me seca la boca; esasí que la confronto…

—Por todo, correo, no te convienepasar por la Cumbre de María Tecún, ylo que vamos a hacer, es que yo me voy

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a ir con vos; yo sé onde está tu mujer.Al infeliz correo se le llenaron los

ojos de coyote de agradecimiento. Al finoía de boca de cristiano lo que ansiabaescuchar la noche que entró en su ranchoy lo encontró vacío. Aquella noche quepasó aullando, como coyote, mientrasdormía como gente. De boca decristiano, porque de las cosasinanimadas: piedras, cerros, árboles,puentes, ríos, postes, estrellas, oyó antesese «yo sé dónde está tu mujer», pero nohablaban, no podían comunicarle nada.¿De qué sirvió la orden de captura de laMayoría de Plaza? ¿De qué los avisosque se leyeron, a la hora de misa? Dios

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se lo pague al padre Valentín.—Sigamos, seguime por aquí, yo sé

onde está tu mujer…El correo, desorientado, embriagado

por el gusto, no se fijó en que dejaba elcamino real, el camino que debía seguircon los bultos de correspondencia,impuesto como estaba, por sagradaobligación, de llevarlos a su destino, ala central de correos, y entregarlos aaquel viejo largo, flaco y algo tiznado,como pala de hornear pan.

La vereda por donde apartaron,plana al principio, ligeramente veteadade tierras que semejaban corales, tomópronunciado declive en un raizal de

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árbol botado por la tempestad, podridopor el tiempo, arrastrado por lashormigas y del que sólo quedaba, comovestigio de fantasma, un claro en elhuatal donde cayó y apachurró lasplantas.

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16

El administrador de Correos somatóla mano sobre su escritorio. Más duro lasomató don Deféric. Más duro eladministrador. Más duro don Deféric. Ydetrás del bávaro de ojos azulesalumbrados de arriba abajo por la luz deyema de huevo del quinqué anodino, seveían, igual que piñuelas, las caras delos vecinos importantes, los cuales, sinmartillar el escritorio con las almádanasde los puños, mantenían sus ojos

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clavados sobre el funcionariogordinflón, algunos sus anteojos, y untuerto que andaba por la plaza y se metióde mirón, su ojo de vidrio inmóvil yfatal.

Don Deféric salió violentamente, sindecir más, ya le había dicho «gordoestúpido», y él le había contestado«alemán de mierda». La casa de donDeféric estaba alumbrada con lámparasde luz blanca. Era otra luz y por decirasí, un mundo distinto al amarilloso queenvolvía al administrador de Correos,«cerdo estúpido en mayonesa», rodeadode los vecinos que hablaban a gritos,exigían, reclamaban.

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El Mayor de Plaza, sin acabar dehacer la digestión, se acercó a ver quépasaba, limpiándose los dientesdesportillados con un fósforo, y deentrada le dio la razón al funcionario.Funcionario quiere decir persona quesiempre tiene razón, y él no venía dearrear pajuiles, sino de la guerra, decuando operaron las tropas al mando delcoronel Gonzalo Godoy, contra losindios de la montaña. Entonces, Musúsera sólo subteniente, el subtenienteSecundino Musús. El haber salvado aunos cuantos hombres de laExpedicionaria en Campaña, cuando laguerrillada de fuego en que atraparon al

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coronel, en la trampa de «ElTembladero», le valió el ascenso. Lotreparon a mayor.

—No hay tales carneros —sentenció, impuesto de lo que se trataba—, cómo creen ustedes, tontos, quepueda suceder eso; ésas son purasnerviosidades de alemán que toca violíncuando hay luna, que se pasea losdomingos con flor en el ojal, dándosetufos de conde, y que tiene mujer quemonta a caballo como hombre; pero si élquiere correr con el pago del arriero quesiga al correo para que la «tecuna» no loembarranque al pasar por la Cumbre deMaría Tecún, enhorabuena, porque a mí

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me dolería que lo embarrancara, dadoque mandé unos quinemos pesos a migente.

Una viejecita casi del tamaño delquinqué, envuelta en un pañolón quearrastraba como si llevara vestido decola, se empinaba para decir con acentoespañol, que ella había enviado veintepesos a su hijo, estudiante debachillerato, en el Instituto NacionalCentral de varones; el cojo de lacohetería daba golpes sepulcrales en elsuelo con su muleta, para hacerse oírque él había mandado cuarenta y pico depesos a su hermana Flora; y otro alhermano enfermo; y otro al cuñado

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preso; y otro de abono al Banco,repitiendo a cada momento: «¡Si nollega el abono me quitan la casa!»; yotro, triste como un hueso, a un amigopara que le comprara un billete delotería; éste decía: «¡Fuera manos, se vaprobando la suerte, si llega, si se quedaen el camino, me la quitó la tecuna!».

El administrador de Correos losmiraba sin pestañear, enrojecido decólera, con las orejas como tenazas decamarón, sus brazos pequeños en susmangas de su saco de globo. Pormomentos se le nublaban los ojos y casile daba el ataque. Mejor, con tal de noquedarse torcido, sino muerto. El

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desagrado más grande de su vida.Valerse de su amistad, para ponervalores en las cartas, sin declararlosdebidamente. Lo dijo, lo repitió, lovolvió a repetir, somatando elescritorio, sin percibir en su tremendaexaltación de funcionario digno,rebajado, por aquel abuso de confianza,a la condición de cómplice, según elCódigo Postal vigente, sin percibir elronroneo de los vecinos que en pocaspalabras quería decir: Si sin declararlose lo roban…

Don Deféric, mientras tanto, seguíaen su casa, en la luz blanca de su casa,al lado de su esposa blanca, entre

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azaleas blancas y jaulas doradas concanarios blancos. Pero estabaenloquecido. Flaco favor le haría la«tecuna», si atraía al correo y loprecipitaba al barranco, como unhombre-carta, a un buzón gigantesco. Enpoder del señor Nicho iba su últimaobra musical compuesta para violín ypiano.

Doña Elda, su esposa, trataba decalmarlo, haciéndole ver que no sellevara de leyendas, que las leyendas secuentan, pero no suceden más que en laimaginación de los poetas, creídas porlos niños y vueltas a creer por lasabuelas.

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El bávaro respondía que esa manerade pensar era absolutamente materialistay el materialismo es absurdo, porque lomaterial no es nada más que la materiaen una forma pasajera. ¿Qué sería deAlemania sin sus leyendas? ¿Dóndebebió la lengua alemana lo mejor de suespíritu? ¿No manaron las sustanciasprimarias de los oscuros seres? ¿No herevelado la nulidad de cuanto tienelímites, la contemplación del infinito?Sin los cuentos fantásticos deHoffmann…

Doña Elda aceptaba que lasleyendas de Alemania eran verdaderas;pero no las de aquel pobre lugar de

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indios «chuj» y ladinos calzados ypiojosos. Con el dedo, como con elcañón de una pistola, apuntaba donDeféric hacia el pecho de su mujer,acusándola de tener mentalidad europea.Los europeos son unos «estúpidos»,piensan que sólo Europa ha existido, yque lo que no es Europa, puede serinteresante como planta exótica, pero noexiste.

Estaba enloquecido, fuera de sí.Subía las manos blancas, los puñosblancos, todo él se empinaba hacia eltecho, entre el aroma de las azaleas, elfuerte y mareante olor de los huele-de-noche, el perfume a tierra mojada de las

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colas de quetzal recién regadas, algunascon orquídeas, y bultos y cajas demercaderías hediendo a desinfectante debarco, como la cera con que lustrabanlos pisos de cemento, donde su figura sereproducía como si él, jugando, hicieraademanes y muecas de bailarín grotesco,sólo para verse cual jirafa de cabeza enel piso, y la lineal figura de su esposa,silueta de un cisne de cartulina conplumitas de papel alforzado.

El padre Valentín vino de visita. Elreflejo negro de su sotana en el espejodel piso y luego contrastando con lablancura de una mecedora de mimbreque ocupó para estar más a gusto.

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La presencia del párroco obligó adon Deféric a dejar su idioma yexpresarse en español. El cura explicóque aunque nunca acostumbraba salir dela casa conventual de noche, salvo casosde confesión o enfermos graves, veníapor tratarse de un enfermo grave que ibaa morir sin confesión, si no se mandabaa una persona que lo acompañara alpasar por la Cumbre de María Tecún.

—Personalmente me ofrezco —dijoel padre Valentín— para salir enseguida; mi deber es estar donde hay unalma en peligro,parvus error inprincipio, magnus in fine; yo lucharécon el demonio…

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El bávaro le interrumpió:—Pierda usted cuidado, padre, le va

a seguir un hombre de mi confianza;sería triste que el mejor correo se nosechara al barranco…

Y al bávaro lo interrumpió suesposa:

—¡Bravo —dijo aplaudiendo—,porque hemos estado líricos y heroicos!

Hilario Sacayón la interrumpió aella. El arriero se presentó montado, ajuzgar por sus arreos. Era el patrón tanbuena paga y tan considerado que nadaimportaba salir a deshoras y luego quepara un hombre con todo lo de hombreno hay hora buena ni mala para agarrar

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viaje, todas las horas son buenas, si esnecesario.

Don Deféric lo abrazó, le regaló unpuro para que lo prendiera más adelante,y le dio algún dinero para gastos. Elpadre Valentín le entregó su rosario,para que lo rezara al sólo empezar lacumbre. Doña Elda una servilleta conpan negro y queso de saborendemoniado. De un salto estuvo Hilariosobre la muía parda que llevaba, unanimal codicioso para el camino quetomó casi al galope al dejar la calleoscura. Su misión era alcanzar a NichoAquino antes de llegar a la Cumbre deMaría Tecún, acompañarlo al pasar por

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dicho sitio y volverse.El padre Valentín aceptó una copa de

rompopo, por acompañar a don Deféricque tomaba coñac; doña Elda secontentó con un sorbo de Málaga.

—A las muchas causas deinestabilidad en los matrimonios —precisó el párroco, ya que se trataba deeste tema, en relación con los sucesosque lo tenían allí desvelado— ningunaalcanza la gravedad de las esposas quevíctimas de una locura ambulatoria,producida por esos polvos con andar dearaña, abandonan sus casas, sin que sevuelva a saber más de ellas. Esta manoque ustedes ven con la copa de

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rompopo, alterna el rosario con lapluma, rezo o escribo a mis superiores,para que el Señor y ellos nos socorranen la necesidad de que los hogares no sedestruyan, de que las familias no seacaben, de que por los caminos no vayanhombres y mujeres ambulantes, derechoa embarrancarse, como si fueranterneros.

—Esos seres se sacrifican para queviva la leyenda —apuntó el bávaro, susojos azules no eran transparentes;vidriados en aquel momento, por elcontrario, semejaban dos pequeñosdiscos de un azul seco de peltreinexpresivos.

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—Inconscientemente —dijo MaríaElda—, porque ninguno de ellos sabeque es movido, imantado por una fuerzaoculta, para tal fin —y mirando a sumarido de frente, agregó—: ¡te detesto!…

—¡El demonio, señora, el demonio!—Nada importan las víctimas,

¿verdad, Deféric?, con tal que sealimente el monstruo de la poesíapopular. Un hombre que dice fríamenteque son seres que se sacrifican para queviva la leyenda, es detestable.

—Si no diciéndolo dejara la leyendade exigir sus víctimas, lo callaría, peroes así, Elda, y hay que reconocerlo

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fríamente, aunque parezca detestable.Desaparecieron los dioses, peroquedaron las leyendas, y éstas, comoaquéllos, exigen sacrificios;desaparecieron los cuchillos deobsidiana para arrancar del pecho elcorazón al sacrificado, pero quedaronlos cuchillos de la ausencia que hiere yenloquece.

El padre Valentín despertó en esemomento. Don Deféric hablaba enalemán. Se despidió rogándoles que alvolver Hilario Sacayón le dierannoticias del correo. La calle estaba tanoscura que tuvo que aceptar el farol quele ofrecieron. Al quedar a solas apuró el

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paso, pero algo así como el cuerpo deun animal le flotaba en los pies. Selevantó la sotana y casi vio la sombra deun coyote. Si sos vos, Nichón, que dicenque sos coyote, exclamó; pero no podíaser.

Media hora más tarde sonaron lasdoce campanadas del reloj del Cabildo.Don Deféric, acompañado al piano pordoña Elda, terminaba la ejecución de laobra musical que de pasar el correo porla Cumbre de María Tecún, sin novedad,llegaría a Alemania. Sobre el piano demedia cola iba el bávaro a dejar el arcodel violín, cuando su esposa se leacercó llena de miedo; en el silencio de

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la noche se escuchaba una máquina decoser, la máquina de la Miguelita deAcatan.

A las doce,Miguelita,cose y coseen Acatan…Cuando coseMiguelita,son las doceen Acatan…A las doce,cuando coseMiguelita,suena doce

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campanadasel Cabildoen Acatan…Tan tan tantan tan tantan tan tantan tan tan,son las docede la nocheen Acatan…

Hilario Sacayón se detuvo en laaldea «Tres Aguas». Humar un cigarro.Olía el monte a mastuerzo y a menta.Dos ojos salieron a ver quién pasaba tantemprano, dos ojos de un ayote de carne

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con nariz y boca, bajo ranchozo pelo yabundancia de naguas y fustanes. Era laRamona Corzantes, partera, curandera,casamentera, por el lado bueno de lamedalla, porque del otro lado diz queera bruja, zajorina, dadora de brebajespara enloquecer, enamorar, entregar elalma a Dios y sacar muchachitos, antesde tiempo, del vientre de las fulanas.Pero el peor, peor acuse que le hacíanera el de saber preparar polvitos conandar de araña.

Costó que lo viera, estaba contra elsol, encandilada; pero se hizo sombracon la mano y en ojeándolo le gritó:

—¡Sos vos, Jenízaro, con razón que

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ni por entendidos se dieron los chuchos!—¡Jenízaro por qué… reres! ¡No me

laten porque saben bien que soy de casa,Ña Monchita, y porque conmigo luego,luego les cae riata!

—Sos de mal corazón. Si te vas aapiar, apiate, y espera que me pase a looscuro, voy a cerrar tantito los ojos,porque con el espejazo del sol me quedéviendo chingaste de oro.

—Eso quedría usté, viejita: unacafetera en que después de irse el caféquedara chingaste de oro. No me apeyo,voy priso. Me paré un ratito por verla yhumarme este cigarro a la sombra de sualero; ya la están creciendo mucho las

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barbas a la casa y usté no la mandaresurar, llame al barbero.

—En todo te habés de fijar; pero note fijas en que estoy pobre, en que naideme dice: toma, aquí está pa que pintes lacasa. Antes la limpiaba yo mesma, meencaramaba a la escalera y con laescoba le botaba el jardín de arriba, lastelarañas puercas, y vez hubo en queencontré hasta una masacuata; latasajeamos porque no quería salir deltecho, la condenada; medio cuerpo sequedó adentro y medio huyendo. De esasresultas inventaron que yo era bruja.

—En estos días se ve pocomovimiento…

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—Muerto está, no hay negocio, fuerade los clientes fijos como el correo,señor Nicho.

—¿Pasó?—Pasó pué, pasó anoche. Por ái

debe ir. Iba a darle una mi encomienda,pero no llevaba lugar, era algo basta, y amás hablar tuve corazonada de no séqué.

—Él es muy seguro…—Sí, pero, vos sabes lo de su mujer;

yo le estuve echando sus chinitas, a versi me soltaba prenda; pero crees,Hilario, nada dijo, y lo siento, porque yopensaba aconsejarle que no fuera por elcamino real; apiate y tomas café…

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—Sigo, Ña Monchita, otra vez será,voy priso y si me apeyo me agarra eltiempo. Le estimo el favor como si lorecibiera. ¿Y por qué le iba a darconsejo de que agarrara otro camino?

—Por el gran riesgo de que aunsiendo hombre impuesto de correo, lesalga la mujer a echarle voces de«tecuna», allá en la cumbre, y si esansina no pasa, ái se queda, pasaderecho al barranco a enterrar cabeza.Vos tal vez lo alcanzas por ái y si lo ves,no dejes de alvertirlo.

—Son cosas esas, Ña Monchona,que no deben ser ciertas, levantes quehacen; no les basta caluñiar al prójimo y

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caluñan a las piedras, que no tienenculpa de lo que nos pasa. De fijo que enesa cumbre hay algo misterioso, unomesmo se pone raro al pasar por ái, seespeluzna, se eriza, se le añublan losojos, alea el palpito en las narices fríascomo granizo, se salen los huesos delpellejo de tan helados, como si unollevara el esqueleto afuera, pero todoeso es natural dada la altura y lolluvioso del lugar; el camino se poneduro jaboncillo cuando no logra entrarel sol entre el nublado, y entonces esfácil embarrancarse. Por mí, le sé decir,Ña Moncha, que de día, de noche, detarde, de madrugada, a todas horas he

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pasado por la Cumbre de María Tecún ynunca he oído ni visto nada. —Decíasque ibas priso…

—Voy, pero eso no quiere decirnada; póngase a humar.

Hilario le alargó un cigarro de tuzamorada. La vieja lo miró y dijo, despuésde un largo chupetazo:

—El méiz sale con tuza moradacuando es de por aquí, de por la poza deagua morada. Vos sos incrédulo, porquesos pretencioso. En todo pretencioso hayun incrédulo. Para creer se necesita serhumilde. Y sólo las cosas humildescrecen y perduran; velo en el monte.

Cada uno de ellos se quedó

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reuniendo sus pensamientos en silencio,como si los sacaran del cigarro, alreunir el humo aspirado que en seguidasoltaban por las narices y la boca en unalargada de gran satisfacción. Laposadora sopló el humo de su cigarroque se apelotonaba en el aire de lamontaña, limpio, primaveral, ante susojos, y golpeando con el dedo meñiqueel cabito que le quedaba por humar,siguió cachando al arriero por suincredulidad.

Hilario, mientras tanto, pensaba en«su» Miguelita de Acatan. Él, en una desus borracheras, después de llorar, comosi bebiera aguardiente de sauce llorón,

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inventó los amores de la Miguelita y elseñor Neil, de la máquina que se oyecoser en el pueblo, después de las docecampanadas del Cabildo, a medianoche.

¿Quién no repetía aquella leyendaque él, Hilario Sacayón, inventó de sucabeza, como si hubiera sucedido? ¿Noestuvo él en un rezo en que se rogó aDios por el alivio y descanso del almade la Miguelita de Acatan? ¿No se habuscado en los libros viejos del registroparroquial, la partida de bautizo deaquella criatura maravillosa? ¿No secantan sonsonetes para asustar a losniños o inquietar a las novias,amedrentando a aquéllos, cuando son

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mal portados, con la máquinasonámbula, y anunciándoles a éstas queel coser de aquella máquina enamoradade un imposible, acompaña lasserenatas, haciendo posibles susamores? ¿Cómo iba a creer en «tecunas»el que había inventado una leyenda?

—Ya la otra vez me consultaste,Hilario, y te dije lo de mi pensamiento.Como es que me llamo RamonaCorzantes que esa historia de laMiguelita la oí contar a mi abuela,Venancia Corzantes San Ramón, y hastase cantaba, no sé, no puedo acordar,tarareando la música puede que mevenga la letra; era una tonada…

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… A la Virgen del Cepo le pidoque me topen los guardias rurales,me rodeen, me esposen, me lleven;la prisión ha de ser mi consuelo.

Miguelita, su nombre de pila,Acatan su apellido glorioso,y en la cárcel la Virgen del Cepo,como ella, de carne morena…

—No puede ser, Ña Moncha, comoes que yo me llamo Hilario Sacayón,que esa historia la inventé yo, por lossagrados huesos de mi padre, porDiosito, que yo la inventé; estando bolola inventé; se me vino de la cabeza a la

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boca y quedó en lo dicho, como unarealidá; sería como que usté me dijeraque la saliva que en ese momento mellenaba la boca, no era mía, porque alcabo qué es lo que se habla, saliva quese vuelve palabras.

—¿No necesitas defender tupretensión?

—Dende luego que no…—Entonce, oíme. Uno cree inventar

muchas veces lo que otros han olvidado.Cuando uno cuenta lo que ya no secuenta, dice uno, yo lo inventé, es mío.Pero lo que uno efectivamente estáhaciendo es recordar; vos recordaste entu borrachera lo que la memoria de tus

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antepasados dejó en tu sangre, porquetoma en cuenta que formas parte no deHilario Sacayón, solamente, sino detodos los Sacayón que ha habido, y porel lado de tu señora madre, de losArriaza, gente que fue toda de estoslugares.

La vieja siguió como hablando conlos párpados, tan ligero parpadeó, antesde continuar:

—En tu caletre estaba la historia deMiguelita de Acatan, como en un libro, yallí la leyeron tus ojos, y vos la fuisterepitiendo con el badajo de tu lenguaborracha, y si no hubieras sido vos,habría sido otro, pero alguien la hubiera

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contado pa que no olvidada, se perdieradel todo, porque su existencia, ficticia oreal, forma parte de la vida, de lanaturaleza de estos lugares, y la vida nopuede perderse, es un riesgo eterno,pero eternamente no se pierde.

—Lo puro cierto es que yo la arregléa mi modo, porque en el tiempo de latonada no existía el señor Neil; junté elnombre de la muchacha con el recuerdode lo que mi tata contaba de ese hombre;en las borracheras se juntan tantas cosasextrañas.

—Y de estas resultas, el hombre esey la máquina de coser, resultanbastardos; pero no tiene nada, no le hace

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mal, se salvó del olvido para seguircomo los ríos; los cuentos son como losríos, por donde pasan se agregan lo quepueden, y si no se lo agregan,llevándoselo materialmente, se lo llevanen reflejo; el hombre este y la máquinavan en el reflejo de la Miguelita.

Hilario encendió otro cigarro con labrasa del que se le acababa, puramiseria de chenquita entre sus dedos,escupió y perdió los ojos en la llanada,hasta topar los torrentes de piedraequilibrada de las montañas, porque, asu parecer, las montañas eran piedrasque venían despeñándose y de repentese equilibraban, quedando en aquella

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forma, momentáneamente quietas.—Me voy, sigo viaje, Ña Moncha, y

ái al regreso hablamos; la dejo con suturpial.

—Tené cuidado, no te desmandesmucho.

Un chucho viejo que se paró,cansado de dormir, y estabadesperezándose, empinado sobre lascuatro cebollas de sus patas, se aculó ala pared al pasar el jinete, luego ladróronco, bajo y de mala gana. La Ramona-mona, o Monchona-mona, como lallamaban los que la tenían por bruja,volvió a mirar al turpial de finísimapluma y ojitos infinitamente lindos y

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pequeñines, como dos chispas de fuego.—Baje, mi patojito —dijo al pájaro

saltarín—, que ya le tengo listo supuchito de maicillo mojado con agua dela poza azul. ¡Cuidado me toma agua dela poza verde, porque se muere y sevuelve zacate que no canta, y menos dela poza morada porque se azonza y locazan con cerbatana! ¡Bajo la plumaestán sus sesitos, y sus sesitos piensanque es bueno madrugar, y sus sesitospiensan que es bueno salir a paseo, y sussesitos piensan que es bueno venir a vera la Moncha! ¡Venga, patojito, venga!¿No quiere que haga oficio?

La sombra de la Moncha apareció

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por el gallinero. Cerdos con los cuellosen triángulo de palos para que nopasaran el cerco, hozaban, gruñían,gruñían agudamente como si losestuvieran matando, mientras lasgallinas, seguidas de los pollos, corríandespernancadas, hueco el cuerpo entrelas alas medio abiertas, cacaraqueando;los gallos se abrían camino a pechazolimpio, dejando atrás, en la carrera, laspatas espolonadas, y sobre el trabajosoaproximarse de los patos que iban en unchilla chilla insufrible, no andando, sinoarando, palomas y palomos volaban apicotear el maíz, en el delantal de lavieja.

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¡El gran poder de Dios, con elhambre de estos animales; pero así elhambre de uno cuando se los come y elhambre de los gusanos cuando se locomen a uno!

El turpial saltaba con un gusanito enel pico.

¡Cabal, pué!… Se llevó la mano a lafrente y paladeó algo así como ungusanito que se cayó de la memoria a lapunta de la lengua. Pero de qué servíarecordar, ahora que el Hilario iba lejos,el resto de la tonada.

Los arrieros hicieron las cargas,plata en bambas y bambas de oro,

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las llevaron camino del golfoolvidando a la Reina del Cielo.

En la cárcel del cepo olvidada,hasta el día en que fue Miguelitade Acatan, parecida a la Reina,una moza por todos buscada.

Y esa moza, carbón para el fuegosus dos ojos, su boca un clavel,cuando hicieron pasar a la Virgenal templo, marchó del lugar…

Trató de seguir, pero se le trabaronlas carretas; rato largo se quedó con losdedos en las ruedas de su cabellera

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lacia; le faltaba la guitarra; el turpial,engullido el gusanito, volvó a las ramasde un suquinay que embriagaba con elaroma de sus flores, atrayendo abejas ymariposas, moscones verdes, agujas deldiablo.

Y seguía… La canción seguía, peroella no se acordaba. Se rascó una nalga,dijo algo y buscó oficio. La escoba, eltrapo de sacudir. Detrás del cuadro de laSantísima Trinidad tenia los ramos paralibrarse del rayo. Maulló un gato pinto,color de mariposa. Buscó la pomadacontra el incordio. Más bien basca tenía.Se recostó. Quién la mandaba tomarchocolate. Pero era tan sabroso el

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chocolate de casamiento. Chocolate debautizo. Las fiestas se celebran conchocolate y tortas de pajaritos. Lospajaritos que el Niño Dios estabahaciendo con migajón, cuando llegó eljudío a querérselos aplastar con el pie.El Niño Dios sopló, y los pajaritosvolaron.

Hilario Sacayón, por las plantas dela muía juicio que se iba acercando a laCumbre de María Tecún. Hasta lasbestias se ponen ariscas, pensó,tirándose un poco el sombrero hacia lafrente, lo llevaba para atrás purapashpala, y era mejor, por aquello de lasdudas, mirar con los ojos escondidos,

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recónditos.Creyó ver luciérnagas, tan presente

llevaba el recuerdo de aquel jinete,Machojón, que se volvió luminaria delcielo cuando iba a la pedimenta de lafutura. A ese paisa se le puso todo elbulto en contra del aire relumbrante dechispas de fuego, y el mal que seacoquinó.

—¡Alza, muía! —exclamó Sacayónal tropezar la bestia, sacándola con larienda para un lado.

La neblina, igual que humazónhelada, pegajosa, se le metió entre elpelo, bajo el sombrero, entre la ropa,bajo la chaqueta de jerga, bajo la

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camisa, por las mangas, por el pecho, leenfrió los pies descalzos, las polainas,los pantalones.

Lo cierto es que al paisa loquisieron apear las luciérnagas ytodavía no lo han apeado, anda por ái deluminaria del cielo y año con año baja ala tierra y se aparece donde estánquemando, entre la roza, vestimentadode oro, desde el sombrero caballero,hasta los cascos del macho negro quemonta, y que parece que es un machoentero.

Sacayón se pasó la mano por la cara.Llevaba la cara como granizada. Sefrotó la nariz. Respirar neblina no es

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bueno. Pero qué remedio, en aquelmundo blanco de nubes en movimientoque, sin producir el más leve ruido,chocaban, se repelían, se fundían,bajaban, subían o quedabanrepentinamente inmóviles, paralizadasde espanto.

Las primeras viruelas de orovolando desperdigadas, bastante pálidaspor la luz del día y lo denso de laniebla, le hicieron apretarse al cuerpo,amarrarse a los huesos el ánima quellevaba tan pendiente, de lo que pasabaafuera, mientras recordaba a Machojón.Se reconcentró y se mandó mirarlas defrente, para no atolondrarse. Los pies en

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los estribos. Eso es todo. Al menos quea él tampoco lo apeen. Pronto pasó lanubécula de luciérnagas. Un velo de talcon lentejuelas, como el que cubre lacabellera de la Virgen del Cepo.

La rienda se le resbalaba de lasmanos, sentía feo el trote de la bestia, lerepercutía en el sentido, gesticulabapara tomar aliento, eran ya las vueltasde la cumbre, donde la tierra bronceada,entre piñales desencajados, viajabaentre las nubes más ligero que lacabalgadura. Aupó a la muía —¡muíaparda!… ¡y diay, muía!…—, la espoleó,la fustigó con la rienda para queacelerara la marcha y no quedase fuera

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de la tierra que escapaba a sus pies.¡Horrible, se quedaba atrás, colgado enel vacío, cabalgando entre las nubes,convertido en un Machojón de granizo!Le sacudió frío, tas, tas, tas, tastaseabalos dientes, y las espuelas en losestribos, como dos flores de una plantade margaritas de metal a la hora de untemblor. ¡Mejor la muerte allí yaembarrancado, que la eternidadconvertido en un ser de granizo, en unhombre-nube! Se palpó la pistola.Llevaba en el tambor cinco semillas desalvación-pólvora. Mejor que loencontraran muerto de un balazo, la muíadivagando por allí, que pasar los siglos,

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hasta que se acabara el mundo,convertido en una legumbre blanca, enuna papa con raíces en lugar de pelo, enuna cebolla con barbas de chivo, en unnabo calvo.

¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡MaríaTecúúúÚÚÚn!…

El grito se perdió con el nombrebajo una tempestad de acentos en laprofundidad de sus oídos, en losbarrancos de sus oídos. Se cubrió losoídos y lo siguió oyendo. No venía deafuera, sino de adentro. Nombre demujer que todos gritan para llamar a esaMaría Tecún que llevan perdida en laconciencia.

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¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡MaríaTecúúúÚÚÚn!…

¿Quién no ha llamado, quién no hagritado alguna vez el nombre de unamujer perdida en sus ayeres? ¿Quién noha perseguido como ciego ese ser que sefue de su ser, cuando él se hizo presente,que siguió yéndose y que sigue yéndosede su lado, fuga, «tecuna», imposible deretener, porque si se para, el tiempo lavuelve piedra?

¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡MaríaTecúúúÚÚÚn!…

En la cumbre, el nombre adquiríatodo su significado trágico. La «T» deTecún, erguida, alta, entre dos abismos

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cortados, nunca tan profundos como elbarranco de la «U», al final.

Cruzaba lo más alto de la cumbre,frente a la piedra de María Tecún,enraizada en el vértigo del precipicio acuya orilla no se acercaba nadie, dondelas nubes caían podadas por la manoinvisible del misterio.

Piedra de María Tecún, imagen de laausencia, amor presente y alejándose,caminante siempre fija, alta como lastorres, opaca de copiar tanto olvido,flauta de piedra para el viento, sin luzpropia como la luna.

¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡MaríaTecúúúÚÚÚn!…

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La ciega voz del ciego que, según eldecir de las gentes, dejó las nubes desus ojos al recobrar la vista en aquellugar, para enceguecerlo todo con aguade jabón que no permite detenerse a lasimágenes, fijarse en un punto, porquetodas van resbalando, desfilando,borrándose como las pizarras de lospedregales de la laja negra que simulancuerpos de lagartos petrificados, y comolos árboles desmantelados, sin hojas,que más que árboles parecencornamentas de animales hundidos englaciares.

Un coyote le salió al paso, entre lasrondas de los pinos que no trepan hasta

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arriba. Lo vio muy cerca, lo tuvo casienfrente, para perderlo de vista enseguida entre vaho de lluvia ychiriviscos que parecían de hule,elásticos, fáciles de doblar, irrompibles.Tras el coyote oyó el chorrear de unacascada con poca agua.

Silbó. Extrajo de sus huesos todo lometálico para dar aquel timbre deocarina. Estaba fuera de peligro, en unacampiña de dalias encendidas, pasturasverdes, chopos friolentos, menudasflores de ciénagas, ovejas en rebañoshondos, pajaritos rojos, patos silvestresy casucas como humo de cocina con loscostados.

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Sin dejar de silbar, se arrancó de lapapada el barbiquejo mojado que lovenía ahorcando y se acordó del rosariodel padre Valentín y del puro de donDeféric. Fumar puro rezando el rosario.Soltó la rienda de la muía. No sabíafumar puro ni rezar el rosario. El silbidocascabeleó entre risa y silbido.

¿Sería o no sería coyote? Cómodudar que era coyote si lo vio bien. Allíestaba la duda, en que lo vio bien y vioque no era coyote, porque al verlo tuvola impresión de que era gente y genteconocida. Se chupó una muela vieja contodo y el pellejo del carrillo. Se me ríenen la cara, si les cuento que llegué muy a

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tiempo a la Cumbre de María Tecún, quealcancé ver al correo Aquino en formade coyote, aullando (esto ya seríaarreglo mío) hacia la piedra madre delas «tecunas» que en su arenisca dura,siempre mojada de llanto, encierra elalma de las mujeres fugas; de lasprófugas que llevan bajo las plantas desus pies el desierto de la ceniza; sobresus hombros, la tempestad que bota losnidos; en los extremos de los brazos, susmanos que ahora son pedazos decántaros; en sus ojos, angustiosa mudezde cocos partidos, sin agua y sin carne;en los labios, la traición espinante de surisa; en sus vergüenzas, la vergüenza, y

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en su corazón, la burla del despecho.Todo lo que ansian les está negado.

Sacudió la cabeza —tantopensamiento sin juicio—, trabósenuevamente el barbiquejo, para notenerse que ir agarrando el sombrero,que el aire se empeñaba en volverpájaro volador, espoleó la muía y prontoquedó a su espalda el caserío que,mirándolo bien, era la única señalhumana, en la región de la cumbre.

Alcanzar al Nicho Aquino,acompañarlo en el mal paso y volversea San Miguel, era la orden; pero, ¿casuallo alcanzó?, ¿caso lo vido?… En lacumbre, fuera del maldito coyote, no

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topó ser viviente.El paso de la muía lo guiaba.

Seguiría hasta alcanzarlo, para noregresar con las trompetasdestempladas, hasta alcanzarlo, aunquefuera en el edificio de correo.

De encuentro cruzó un tren decarretas de bueyes. Los carreteros ibantirados boca arriba en las carretas,inmóviles, con los ojos abiertos. Lossaludó, no porque fueran bonitos, sinopara indagarse del señor Nicho. No lotoparon. Bien que lo conocían, pero nolo toparon. Ni la cabeza se les violevantar, para saber quién les hablaba.

—¡Teléfano creen que llevan!

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¡Haraganes babosos, ni para dar unarespuesta como la gente sirven!¡Despierten, sólo la mala, mala gente,duerme con los ojos abiertos, como loscaballos!

Todo esto y más les hubiera gritado.Unos pajaritos rojos se le apeabandelante, para alzar el vuelo al sentirlocerca, como si entre ellos fueranapostando hasta qué punto aguantaban elpeligro de ser pisoteados por lacabalgadura.

Una mujer y un hombre a caballo.No los vio hasta que los tuvo encima,por ir mirando los pajaritoscardenalicios y porque fue en vuelta

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cerrada el encontrón. La yegua quemontaba la señora, tras subirse a unbordo, se atravesó medio a medio delcamino. Hilario barrió su muía para noestropearla. Poco más y ella bota unajaula que llevaba por delante conespecial primor. Un aleteo en la jaula,otro aleteo en su pecho. Las trenzas demuñeca bamboleándose, los ojosverdes, la cara pálida. También la bestiaque montaba el otro barajustó despuésdel ceje que le impuso. Se saludaron. Sesaludaron sin conocerse, comocaminantes, coyuntura que aprovechó elarriero para preguntarles por el correo,si por casualidad lo encontraron. Venían

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de la capital y no se arrecuerdan bien,aunque de vista no atajaron a ningunitoasí correo. Ésos se echan por extravío,fue lo último que les oyó decir, entre latierra que las bestias levantaban, al ircaminando, ya para desaparecer.

Pues en las finidas, por ái se fue,pensó Hilario, por extravío, o se volviócoyote, como cuenta la gente que es sucacha para llegar más luego, y Diosguarde haya sido aquel coyote que mesalió a ver en la Cumbre de MaríaTecún. Mejor ni pienso, me tengo miedo,porque lo que se me afigura pensandoresulta que es lo que es real. Sólo que eneste supuesto qué va a poder ser, y

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mejor que no sea y que allá en el merocorreo me lo encuentro con las manos enla masa, es decir, entregando las cartas.Eso sí, lo miro de pies a cabeza, paracerciorarme que es el mismo señorNicho que salió de Atacan, aunque sehaya vuelto coyote en el camino, sin seraquel que topetié en la cumbre, porqueése andaba algo perdido, y regresovolando al pueblo con la noticia de queya llegó, que ya están seguras las cartasque mandaron con pisto, porque eso estodo, el pisto que echaron en las cartas,no me van a contar que las palabrasbonitas se cuidan… ¡Lo escribido no selo lleva el viento, pero se lo come el

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tiempo!Con los ojos, cerezas en garrafa de

guaro del no dormir, el no comer y elbeber distancias, acalambradas laspiernas de estar montado, rota la cintura,el pico caído de cansancio, asomó a lacapital anegada de ruidos y silencio enlas primeras horas del día, por un ladooscuro sueño de volcanes y por orientearenales de fuego.

El humo de los pocilios llenos decafé caliente y el resuello de losmadrugadores que pasaban a tomar cafébajo la ceiba, mezclaban sus vahos,frente a la mujer que despachaba detrásde una mesa, al lado de un fuego de

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tizones gruesos que con su resplandordespertaba a los sanates en las ramasdel árbol extendidas por más de seisbrazadas a la redonda.

La mujer que servía el café sacabael jarro aborbollando del fuego con lapunta de los dedos y alargando mucho elbrazo, para no chamuscarse la cararetostada de sol y humo. Despachabacon una criaturita dormida a la espalda,toda ella medio desnuda, en trapos tandelgados como tela de mitomate,amoratada de frío.

Al ver llegarse el arriero y pedirlecafé, le preguntó si no era Justo Carpió.Si es el nombrado, le dijo, vayase luego

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que lo andan buscando, y al saber que setrataba de otra persona, creyó prudenteexplicar que a Carpió lo buscabanporque le hizo al gobierno de chivo lostamales; en lugar de cal, entregó ceniza ytuvieron que parar las obras ayer todo eldía.

Un fontanero se cuadró frente a lamesa. Buenos días, Fauna, se oyó quedijo debajo de una toalla que leenvolvía el cuello y parte de la cara.Dejó en el suelo una llave maestra. Ellale sirvió. Después del primer sorbo —por poco se arde hasta el galillo, estabarehirviendo— sacó un manojo decigarros de papel amarillo, gordos como

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masacuatas, y se puso uno en la boca,directamente del manojo. El arriero lemiraba. Casi de su estatura, aunque elpantalón de gabacha lo hacía verse másalto, bien que el sombrero que le tapabahasta los hombros, lo apachara un poco.La que despachaba y el fontanerohablaban de un diente de oro. Porúltimo, el fontanero que se bajó la toallaal cuello para tomar el café, tras unchupete al cigarro, soltar el humor por lanariz, pura escopeta cuache después deun disparo, entreabrió la boca color decarne cruda, y le mostró un colmillodorado. Me quedó bueno, dijo él, entreafirmando y preguntando. Le luce, le

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contestó la mujer, lo felicito, y ahorapara dónde la tira. Para el hipógramo,contestó el fontanero, voy a bombear unacañería que dicen que está tapiada, es elagua que está viniendo puro lodo.Bebiendo esa agua y pasando lascalamidades que estamos pasando, contodo tan caro que se ha puesto, dijo ella,mientras en una olla vueluda enjuagabalos pocilios, no nos morimos ni aunquenos pique la casampulga máscasampulga que haya entre lascasampulgas, porque el remedio lohemos comido por carretadas yadelantado. Al reír el fontanero enseñósu diente de oro.

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Un viejecito que llamaban oapodaban Sostenes llegó a tomar café.La que despachaba lo conocía, si sepuede llamar conocer a una persona quesólo se ve de madrugada, entre el sueñoque aún está en los ojos a duras penasabiertos y la luz lambiscona del fogónmezclada a la borrosa claridad delcielo. Sí, lo conocía, desde cuándo quepasaba a tomar su café allí con ella;pero siempre le dijo «Don», por lasdudas de que Sostenes fuera a ser su malnombre.

El viejecito paladeó la bebida atragos y entre sorbo y sorbo, inquiría asu alrededor con los ojos menudos al

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través de sus gafas, como si descubrierala ceiba, el templo, las casas que desdesiglos estaban allí paradas. Al dar elúltimo sorbo, pagó, se detuvo comodesorientado momentáneamente, se frotólas manos y echó a andar. La que vendíacafé le alcanzó con la voz: ¡No seolvide, Don, que mañana no vengo, veasi se pasa a desayunar al mercado! DonSostenes volvió sobre sus pasos,preguntándole qué decía, y al enterarse,movió la cabeza con enfado, le advirtióque los catedráticos como él no podíandesayunarse en el mercado sin menguade su decoro profesional. Y no sé, no sé,se fue diciendo, pero me parece que si

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no desayuno mañana, mejor, porquetengo que explicar al divino Platón…¡Sólo amamos lo que tenemos!…

Tres hombres con cara detrasnochados hediendo a sudor apestosoa cebolla, llegaron al puesto. Café, café,café, pidieron. ¿Tocaron anoche?, lespreguntó la que despachaba,plantándoles en fila tres pocilioshumeantes. El más gordo, alto, zambo,con los ojos muy negros, contestó:Serenata, pero ahora a las nueve de lamañana quieren que empiece lamarimba, día y noche va a ser de un soloviaje. ¿Cambiaron instrumento?,preguntó aquélla. No, contestó el que

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antes había hablado, buscándole la orejaal pocilio, para no quemarse. Otro delos marimberos se sacó un pañuelo de labolsa del pantalón y se sonó al tiempode estornudar. ¡Ya hora usté me va adespertar al muchachito; manera deestornudar, pior si así toca la marimba!El niño empezó a llorar y antes quesoltara el chillido lo tiró hacia adelante,con el perraje que le servía paracargarlo a la espalda, y de la camisa sesacó un seno lleno de leche. La Juanapodía vender café con leche, dijo otrode los tres marimberos. Ella contestó: Ytu casera aquella también, sólo queentonces no seria café con leche, sino

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café con porquería.Un medio italiano se acercó

silbando. El cuello del saco levantado.Lo acompañaban varios perros decacería. Desde el campanario de Laiglesia cercana, le gritó el sacristán:Fauna, mi café… ¡Qué pronto van allamar a misa!, exclamó ella levantandola cabeza. Los marimberos y el hombrede los perros se alejaban conversando.

Hilario le pagó. Mientrasdesanudaba las monedas del pañuelo, ledijo: Mañana, entonces, no va a estarusté aquí… Pues no, porque… Peroreflexionando en por qué le iba a darcuenta de sus actos a aquel fuerano

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metido, cambió el tono familiarinformativo, por el burlón: ¿Usté se fuey regresó?…

El repique con todas las campanasno dejó hablar más. El arriero, que alllegar ató la muía a un piedrón, lecontestó que no se había movido de allí,porque no midió el alcance ladino de lapregunta, avanzando hacia la bestia paraseguir viaje entre la gente que entraba,unos con sus cargas, otros con susbestias, otros con sus carretas; hombres,mujeres, niños, se repartían por laciudad, ligero los que iban montados, altrote los que iban con sus cargas amecapal o a pecho, al paso otros, y

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otros, los que arreaban coches, sinavanzar mucho, igual que si anduvieranen ciénaga. Los automóviles pasabancomo cohetes, las bicicletas igual que enruedas con filo, otras bicicletas convapor, más ligero que cohetes, y loscamiones, pandos de leña en trozo,pedorreándose de tan cargados.

Hilario, arisco y alegre, arisco porel susto que le dio un perro que desde uncamión de esos salió a ladrarle, le ladróen la cara, en las meras orejas, el trastónpasó tan cerca de la muía, y alegre porel gusto de estar entre tanta gente, gentede todas partes, de todas edades, detodos tamaños, gente que él no conocía,

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vestida de muchos colores, moviéndoseen distintos sentidos talmente que másque tener que hacer, parecían tener quepasear, andar andando siempre porobligación, para que la ciudad estuvieraanimada todo el día. Se detuvo en unportón. En el zaguán empedrado vendíanzacate. Miró los manojos de zacatepegados contra la pared. Gruesosestaban. Dio voces para que salieran adespachar. Un hombre connerviosidades de potrillo le recibió eldinero, para tenerle su zacate apartado.El zacate de la muía, rectificó Hilario, alo montes, por aquello de no dejarsesentar mosca. Entraba a la ciudad muy

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contento, pero a medida que se internabaen las calles, abiertos los ojos, abiertala boca, el pellejo se le arrugaba, igualque agua golpeada, defendiéndose decuanto a su parecer ponía en peligro suamor propio. Al mismo tiempo, debajode esta inquietud pellejil de gallocomprado, y como compensación, sellenaba de suficiencia, que traducía en eluso de la palabra pobre. Un cuerpo debanda pasó por media calle. El arrierolos vio avanzar, se hizo a un lado,cerquita de él pasaron, gordones,uniformados, con sus instrumentos,sudaban, marchando. Se les quedómirando y de muy hondo,

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conmiserativamente, dijo: ¡Pobres!…Más adelante, trepado en un comopulpito, encontró, ya en su faena de juezde lidia, a un agente de la policía detránsito, dirigiendo con las manosblancas el tráfico de vehículos, ydespués de observarlo bien, por todocomentario, paladeó la misma palabra:¡Pobre!… Y ya no se diga de un piquetede soldados que pasó con tambores ycornetas. Ésos eran reinfelices. Unhombrecito que gritaba como loco,vendiendo el periódico; un grupo deindios barrenderos; unos colegialessilenciosos, vestidos de un mismo color,le hacían apretar con las dos manos,

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como disimuladamente —en la ciudad loven todo— la manzana de su silla, parasentirse de viaje en medio de aqueljaracatal de gente sedentaria que nopasaría de zope a gavilán. ¡Pobres!¡Pobres! ¡Pobres!

Más adelante se entró en un mesón—rato que no le daba de beber agua a lamuía— y por si acaso andaba por allíposando o de viaje algún conocido parapreguntarle por el señor Nicho. Sólo ledio agua a la muía y salió volando; delos cuartos salía jedentina a chinchedestripada. Gente sobre gente vivían.Pobres.

Las tiendas de ropa eran tan

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vistosas, tan poéticas, mesmo quealtares. En las puertas, guindados,pantalones, chaquetas, naguas, perrajes,ropa de muchachitos. En las estanterías,los generitos durmiendo en las piezasque cachazudamente extendían losdependientes en el mostrador, a todo lolargo, cuando alguien les compraba porvara. Detrás del mostrador, todo el díaparados. Pobres. Sin duda se lesrecargaban las piernas. Se ibanponiendo gordos como capones.Siempre sonrientes, peinados,arregladnos. Pobres, sin saber lo que esun aire con ventarrón. Y entre las tiendasde ropa y otros almacenes, las

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farmacias. Cuando uno entra en lafarmacia con dolor de muela y salealiviado, le parece un sitio deencantamiento, como le pasó a él en elviaje antepasado. Y pensar que allí estánlos venenos, escondidos en frasquitasque tienen brillo de ojos de víbora. Elveneno con que mataron la primera vezal Gaspar Ilóm, el cacique de Ilóm. ElGaspar se bebió el río para revivir yrevivió. Después voluntariamente volvióa arrojarse a la corriente, al ver a susindios diezmados. Pegada a la farmacia,una zapatería, donde los zapatos pareceque van andando por todos los que notienen zapatos, él en cuenta, porque

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aunque se los atrancaba al entrar en laciudad, en el monte se los quitaba, y erasabrosamente descalzo. Las ferreterías.Fierros en putal. Machetes, dagas,colipavos. Pura asamblea de pueblo. Yen pailitas hondas, postas de escopeta,desde la municionara hasta el cincote deplomo. Y los arados, y las lámparas. Enlas plazas, las estatuas, igual que santos,sólo que de piedra, y al desapartar poraquella esquina, para subir al mercado,la eterna pregunta: ¿por qué, digo yo, lehabrían hecho estatua a este caballo?…Pobre, allí estaba él también convertidoen piedra, presidiendo el festín de lascalles, empotrado hasta la mitad del

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cuerpo en la pared, que era como eltiempo hecho cal y canto. Pero él estabafuera del tiempo. Todos envejecían a sualrededor. De tanto verlo ya no lo veían.Un simple punto de referencia en eltablero de la ciudad. Sólo los niños sefijaban en él. Los niños y los reciénllegados.

Mil veces había machacado su muíaaquel trepón de la calle del Sol, hasta lapuerta del mercado, pero siempreacompañado de Porfirio Mansilla. Sevino sin avisarle. No lo hubiera dejadovenir solo. Mira con quién. Pero comovenía en comisión no convenía traerjunta y además estaba ocupado, iba a

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bajar a la costa a comprar un par demuías tordillas.

Hilario llegó silente del monte yahora ya estaba estilando bullanga.Medio detuvo la bestia al pasar por untaller de escultura. No le cuadraba ver alos santos sin bendición y quizá por esoel diablo le despertaba la curiosidad. Yes que no debía ser permitido que lasimágenes se trabajaran como si fueranmaniquíes o muebles. Un indio queHilario conoció en el pueblo de lamontaña y que también era dado a hacersantos, se desaparecía cuando teníaencargo de alguna imagen, y así ocultole daba forma con sus fierros, y hasta

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que el santo estaba edificado lomostraba entre flores y rezos. Quizáspor el antecedente, no le gustaba ver trasla mampara de vidrio que daba a la rejade un balcón, a los que hacían lossantos, fumando, escupiendo, silbando, ya los santos que los rodeaban, sin ropa,sin canillas, puros bastidores sincorazón. Se limpió la boca. Ya tambiénde estos santos de la ciudad iba a decir:pobres.

Un su conocido, Mincho Lobos,resultó saludándolo. Al sólo verlo leechó los brazos a la cintura, sobre laspiernas, para medio abrazarlo asímontado como estaba.

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—Y en qué andas, fulano —lepreguntó el amigo—, milagros de verte.

—Milagros de siempre —lecontestó Hilario, contento de tener conquien cambiar algunas palabras; yarrimando un poquito más la muía a laorilla del andén, añadió—: ¡Ah, MinchoLobos este! ¿En qué andas? ¿Qué tehabés hecho? No te veo desde aquellavez.

—Pues aquí como me ven tus ojos;fregado vos que ya no te vi mástampoco; vengo ái enfrente, a devolveruna imagen de la Virgen María quedialtiro no está buena, no inspirarespeto.

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—Ruin entonces…—Tiene muy fieros los ojos. Entra

conmigo, apéate, acompáñame, la vo adevolver.

—Voy volando pal correo. ¿Casualno viste o supiste si entró Nicho Aquino,el correo?

—El correo, decís vos, pues nosupe, no te podría informar. Si meacompañas aquí un ratito, yo teacompaño luego; sólo intriego laimagen.

Sacayón se apeó, quién le iba aresistir a Mincho Lobos; el gusto conque invitaba y su cara de buen pan.

Un indio carguero traía envuelta en

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una sábana la santa imagen. Todos lostres entraron al taller pisoteando virutasque apagaban sus pasos y recibiendo,como la mejor bienvenida, el aroma delos cedros, de las pinturas y de un barnizcon huele de guineo.

Mincho Lobos, a pesar de su flojerade hombre pacífico y bondadoso,hombre quitado de ruidos, se alegófuerte con el maestro escultor, uncaballero pálido, melenudo, una cejasobre el labio en forma de bigote, y lacorbata de mariposa. Hilario tanteabasus movimientos, sintiéndose como másbayunco en medio de aquel emporio decosas delicadas, para no botar nada de

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lo que en bancos de trabajo, mesas,estantes y esquineras se veíaempolvado, olvidado, lejos del sol quebrillaba en el patio, sobre lossembrados umbríos, fragantes, frescos, yla pelambre de los gatos.

—¡No, no, no, ni que nos la regale,no la queremos! —vociferaba MinchoLobos—. ¡Será todo lo que usté quiera,será muy linda, pero no nos gustan losojos!

—¿Y qué tienen los ojos, expliqueme?

—Tienen… No sé, no se puedeexplicar porque es cuestión desentimiento. Si a los ojos sale el alma, a

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esos ojos no me va a decir usté que saleel alma de la divina señora.

—Pero si no me puede explicar porqué quiere que se lo cambie, cómo se lovoy a cambiar, me daría mucho trabajo,como hacer de nuevo el rostro; lo máscaro, hay que encarnarla de nuevo, nosabe usté lo que cuesta, la paciencia quese necesita para ir tapando los poros,para ir dándole brillo, para irhaciéndole el cutis a fuerza de saliva yvejiga de coche. O usté cree que es asíno más.

—Yo creo lo que veo y algúnderecho tiene que tener el que paga, nonos gustan los ojos…

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—Son de santo… —alegaba elescultor, con la voz aparatada de tisis,por lo cavernosa— y sobre los ojos delos santos no hay nada escrito. Vea eseSan Joaquín, vea aquel San Antonio, unSan Francisco que hay por ahí, aquelJesús con la cruz a cuestas…

—Pero como en gustos no hay nadaescrito, le cambia los ojos o no cobra elresto, y buscamos otro escultor que selos cambie, que al cabo no sólo usté es.

—Sería una mala acción, el trato fuede buena fe, por eso acepté, ya que sólola mitad me adelantaran. Siempre lasmismas dificultades con los pedidos delos pueblos. ¡Señor, si hacer un vestido

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le cuesta al sastre más dolores decabeza que puntadas, qué será tener quehacer imágenes a la medida de losgustos de gente tan cerrera!

—¡No es fuerza que me insulte, concambiarle los ojos está arreglado!

—¡Los ojos! ¡Los ojos!—Sí, señor, los ojos, porque, Dios

me perdone, pero esos ojos que le pusoson como de animal… —Mincho Lobosse estremeció al soltar aquellaspalabras, pero lo hizo en instanciaúltima para reforzar sus argumentos; loslabios le temblaban, le temblaba elsombrero que tenía en las manos; estabacenizo del temor de haberlo dicho.

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Un joven operario entró de la callesilbando el vals de «La viuda alegre».Al ver gente extraña en el taller, secalló, puso sobre una mesa dospaquetitos envueltos en papel de china yaprovechando el silencio que al entrar élse hizo entre el maestro y aquellaspersonas, dijo:

—Ojos de venado le traje. Dice quele siga poniendo de ésos, porque no hayotros en plaza. En el otro paquetitovienen unos de tigre, por si le gustan;hay de loro, pero éstos son muyredondos y muy claros.

—Y de caballo, para ponerte avos… —gritó el santero, avanzando

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hacia el aprendiz que escabulló el bultoatolondrado ante la cólera verde delmaestro que cuando se enojaba se poníacomo la hoja de un árbol—. Ese tendero—dijo después— me ha estadoengañando; ojos para imágenes leí en elcatálogo, y qué tiene que ver un animalcon una imagen…

—El que me despachó —dijo eloperario tímidamente— al dármelos, ledijo a la señorita que está en la caja:«Las bestias y los santos tienen losmismos ojos, porque son animalespuros».

—El puro animal es él, imbécil; mevan a venir a devolver la Señora Santa

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Ana de Pueblo Nuevo, porque ¡quién vaa querer una Señora Santa Ana con ojosde venado, y el Nazareno de San luán!…

El correo no quedaba lejos. Lobosdespachó de vacío al indio que trajo lanana Virgen del pueblo. Le explicó quela imagen se quedaba en el taller porquela iban a arreglar, la iban a poner máslinda. Hilario montó casi al salto yseguido de Lobos, que llevaba uncaballo retinto, se bebieron en un deciramén dos o tres calles, hasta detenerse ala vuelta de la entrada principal delcorreo, en un callejón largo y estrecho.

—Entrada por salida… —explicóHilario a Mincho Lobos, que se quedó

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cuidando las bestias o, como se dice,deteniendo el rancho.

Las espuelas y el sombrero en lamano, el sombrero, las espuelas y lasárganas, se metió a preguntar por unapuerta grande, entre hombrescachuchudos, uniformados de verdeclaro, algunos sentados en largasbancas, con las guerrerasdesabrochadas, medio sacados los piessudosos de los zapatos, otro yendo de unlado a otro, sin que ninguno lecontestara. No atendían por estarseriendo, desperezándose las piernas,tullidos de tanto andar al regreso delturno, o listos para salir al reparto de la

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correspondencia que iba llegando detodas partes en sacos más o menosllenos, en carros, carretas, camionesoficiales o, simplemente, a lomo dehombre. Por fin, más adentro, un hombredel alto de una escalera, y así de flaco,le dio asunto. Oyó su pregunta y movióla cabeza de un lado a otro sobre loshombros huesudos, igual que calavera.Algo quiso decir, pero lo electrizó unestornudo y se puso a hacer gestos, hastaestornudar a sus anchas, ya con unpañuelo en la mano para sonarse ylimpiarse. Sacayón repitió su pregunta yel hombre color de brea, le confirmó depalabra lo que acababa de decir con la

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cabeza. El correo de San Miguel Acatan,Dionisio Aquino, no había llegado.Debió llegar esta noche o lo más tardeesta mañana. Se le da por fugo.

—Es lo que pasa siempre —refunfuñó el viejo que hablaba algomatraqueado por la dentadura postizaque la manejaba y le quedaba floja—, ledan tanta confianza a un hombre que alfin y al cabo no es un cajero de banco,para estar llevando y trayendo dinero,sin que se le pegue un peso y sinexponerlo a que lo asalten en loscaminos, un correo viaja por extravíos,viaja solo, algunos ni machete llevan.Éste se escapó y a saber con cuánto y

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cómo cruzan la frontera y se van a otroEstado —al decir esto hizo la señal dezafar de la palma de la mano huesosa suotra mano—, si te vi no me acuerdo, tudinero aquí te lo tengo colgado en elgüegüecho que te puse.

Hilario se le quedó mirando con larespiración ahogada, molesta, trabajosa.Por la cataplasma caliente del cuerpo lecorría una angustia de raíz que noencuentra tierra, de río que improvisacauces en el sueño de las plantasdormidas, la angustia de lo quesospechaba, del tremendopresentimiento que acababa de salir almar de la realidad, no por la noticia, la

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noticia no tenía importancia, él ya casilo sabía y ahora ya estaba convencidode lo que no quería convencerse, de loque rechazaba su condición de serhumano, de carne humana, con almahumana, su condición de hombre, el queun ser así, nacido de mujer, parido,amamantado con leche de mujer, bañadoen lágrimas de mujer, pudiera a voluntadvolverse bestia, convertirse en animal,meter su inteligencia en el cuerpo de unser inferior, más fuerte, pero inferior.

El señor Nicho y el coyote queencontró en la Cumbre de María Tecúneran la misma persona; lo tuvo a pocospasos, le dio la impresión cabal de que

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era gente y gente conocida.Salió sin articular palabra,

enjugándose con la manga de la chaquetael sudor frío que le perlaba la frente. Sepuso el sombrero como pudo, ya estabaen la calle, en el callejón enmontado dezacates y plantas, como de hojalata lashojas azuladas y espinudas y comomariposas las flores ligeramenteamarillas.

—A vos te fue mal —le dijo MinchoLobos al verle la cara de susto que traía;Hilario tomó de manos de su amigo elcabestro de la bestia, para enrollarlo ymontarse—. Pero no te pudo ir peor quea mí —agregó Lobos, entreteniéndose en

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arreglar la cincha de su montura—;vieras que siento feo llegar al pueblo,donde todos van a estar pendientes porsaber lo que pasó con la Virgen. Cuandovine la primera vez a traerla me fijé quetenía unos ojos negros raros; pero en elentusiasmo y embelequería de llevarla,no le di importancia. Ahora figúrate loque me van a decir, y me lo van a deciren mi cara: que soy un bruto. ¿Quétienen que ver ojos de santos con ojospara animales disecados?

—Ve, Mincho, saliendo a lo tuyo porotro lado, sin hacerte muchascatatumbas, que no las necesitas, vamosa bebemos un trago y te voy a contar a

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vos lo que me pasó; estoy asustado, hayanimales con ojos de gente.

—¿Disecados decís vos?—¡Vivos! Y es ansina, por qué te ha

de extrañar a vos que un santo tenga ojosde… coyote, pongamos caso…

—¡Pero no siás bárbaro, sólo ói loque me estás diciendo, salvo que tehayas vuelto evangélico!

—¡Lagarto!—Te agradezco el convite, pero será

en otra ocasión. Si me ven llegar alpueblo con tragos y contando que a laVirgen María le habían ponido ojos devenado, me linchan; con lo bravos queestán.

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—¿Quién te invitó a embolarte? Untrago te dije…

—Ni uno, Hilario, te lo agradezcoigual; otra vez será que me contés quehay esas astucias y mañas de animalesque son gente y por eso tienen ojos degente; hay, ya lo creo que hay, un ratitamío contaba que él vio patente uncurandero que se cambiaba en venado,el venado de las Siete-rozas; pero todoeso es tan antiguo…

Mincho Lobos le tendió la mano aSacayón. Se despidieron. Cada cualagarró por su lado, del lado de supensamiento. Al arriero en poco estuvoque se lo llevara por delante un

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automóvil. Le sacó un aire a la muía queno le había sacado nunca. Chispas echóy salió para un lado. Por fortuna la muíaera obediente, hecha a la obediencia delinstantero, y eso que andaba con falsofreno.

La barbería lo recibió como siempreen una silla de montar a caballo, sincaballo. Se acomodó bien. Estornudócon las espuelas ya sentado. El barbero,don Trinidad Estrada de León Morales,le recibió fino, con palmaditas en laespalda, afectuoso.

—Me hace mi rapado de siempre yme rasura —le ordenó al entrar,mientras colgaba el sombrero, y ahora

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que ya estaba cubierto por un baberoque le llegaba hasta los pies, sinexagerar hasta abajo de las rodillas, lorepitió—: me rasura y me hace mirapado.

—¿Le jala?… —inquirió don Trinis,al ir pasándole por la nuca hacia lasorejas la maquinita.

—Esa su porquería está ruinosa, mevaa dejar como la vez pasada con dolorde muelas, y voy a tener que ir a lafarmacia a comprar remedio.

—Sólo otro poquito que me falta poraquí, es que si no no queda como legusta, don Hila; y qué me cuenta de porsu tierra; qué hay de nuevo, los

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caminosparece que están buenos,regresó luego y se va a quedar unos díaso es entrada por salida.

—Ya me voy…—Entonce no vino por mercaderías.

Se quedó don Porfirio allá, allá dondeustedes se quedó él. Yo creí que habíanvenido los dos, ustedes sí que parecenhermanos, siempre juntos, así me gustaverlos. Me contaron que la vez pasadacómo se les perdió o les robaron lamuía.

—La encontramos; se salió sola yanduvo paseando, conociendo aquí conustedes cómo es de bonito.

—Le gusta la ciudad…

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—Megusta, pero no me hallaría; esdemasiado lo que uno tiene que ver y loque lo tienen que ver a uno; aquí conustedes todo abunda pero en malo; allácon nosotros todo es poquito, pero enbueno; y me da la impresión de que en elmonte se vive más a lo Ubre; pobres,aquí ustedes están como presos, paratodo tienen que pedir permiso; conpermiso y con permiso y con permiso yperdone y dispense, a eso se resuelve lavida; con nosotros allá no hay talescarneros, no hay a quién estarlecompermiseando.

—Le conseguí aquel su encargo…—Porfirio fue el que se lo hizo, pero

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es igual.—Salió algo carita, porque viera

que están muy escasas; pero es unapreciosidad; y además se encuentraparque, porque también en eso hay quefijarse… Ahora, un ratito quieto…

Don Trinidad le parlaba casi en lasorejas, al irle cortando la pelusa con lamáquina cero, inclinado, metiéndole losojos entre el pelo que iba cayendo, ibasaliendo por pedazos, como carne decoco negra.

—Al acabar de arreglarlo se laenseño —siguió don Trinis, rapa-rapa-rapa-rapa-rapa-, que al cabo no ha de irmuy preciso; la ve y si le gusta podemos

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hacer un buen trato, yo pensé en ustedes,en usté y en don Porfirio, cuando me latrajeron, un mi conocido sabía que yoandaba buscando algo parecido; a él nole había dado encargo, pero la trajo, yme la dejó para que la vieran; de unmomento a otro vienen, le dije, y vinousté cuando menos lo esperaba.

Hilario guardó silenciocontemplándose en el espejo: caramorena, ojos grandes, sedosos, labiosbien formados, frente correcta, narizaguileña. No era tan feróstico. Se lotenía dicho la Aleja Cuevas, su gas delmonte; va a bailar del gusto cuando veael chai, porque aquella limpia de pelos

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tenía su antelación. Antes de ir a labarbería anduvo por donde los chinos ymercó un chai corinto, hermano de sedadel que el pobre Nicho Aquino llevabapara su mujer, y del que se prendó laAleja Cuevas.

—Si la quiere, con seguridad que leva a gustar, se la lleva y después me lapaga, no es fuerza que hoy me dé elimporte.

Tenía razón Porfirio Mansilla, losespejos son como la conciencia. Enellos se ve uno como es y como no es,porque igual que ante la conciencia, elque se mira a lo profundo del espejotrata de disimular sus fealdades y de

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arreglárselas para verse bien.El rapa-rapa terminó con la

máquina, la sopló dos y tres veces, paralimpiarla de pelos, antes de ponerla ensu lugar.

—Ya ve, ahora, peine y tijeras parahacerle la disminución, a modo dedejarle un copete que se lo pueda peinarfácilmente para el lado que quiera.

Un rato más y terminaron; Hilario,que tenía las nalgas duras como tetuntes,se cansaba de estar sentado en cualquierparte, menos a caballo.

—Me peina, si me hace el favor,para este lado de aquí…

El rapa-rapa le pasó un cepillo tan

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duro que le hizo cerrar los ojos; prestole quitó el gran babero, trapo quesacudió con ruido, antes de ponerlo enun sillón desvencijado.

—Vea, don Hila —de uno de loscajones sacó un revólver y se lo puso enlas manos del arriero—, es unapreciosidad, y lo bueno es que noescasean los tiros para ese calibre. Aquítiene usté sus cajitas de parque.

—Yo ando llevando la mía, pero,como le dije la vez pasada, está algoruca; y el trato sería hacerlas cambiodando yo un buen ribete.

—Venda usté la suya por otro lado, ose la vendo yo, pero ésta me la compra

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alcash,porque resulta que la persona quela vende, tiene necesidaddemoney;llévesela y yo le doy la plataal fulano ese, después me la paga usté amí, y si quiere, como a usté le convenga,me deja ésa y yo la ofrezco, dice ustécuánto quiere por ella, algo se le saca.Piénselo bien y verá que no se va aarrepentir, es un buen trato, así se vaestrenandito pistola, y qué pena, aunquele salga el coyote.

El barbero, por estar examinando lostiros que había sacado de una cajita deparque, no se dio cuenta del gesto deprofundo disgusto que hizo HilarioSacayón al oír hablar del coyote. Por un

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momento, se vio Hilario con la pistolaen la mano, estrenada en el cuero delcoyote de la Cumbre de María Tecún,que no era coyote, él lo sabía, con todaslas potencias del alma que no están enlos sentidos, lo sabía,irremediablemente aceptado por suconciencia como real lo que antes parasu saber y gobierno sólo había sido uncuento. Disparo contra el coyote y elNicho Aquino cae herido o muerto asaber dónde, y cómo entierro al coyote,si se despeña, y cómo le devuelvo elalma al Nicho Aquino. En la mano teníala preciosa arma. Se apresuró a dejarlay requirió su sombrero.

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—¡Llévesela, don Hila, se va aarrepentir!

—¡Sólo los tasajiados se arrepientende no haber comprado pistola! Sicuando vuelva a venir todavía la tiene,tal vez hacemos trato; ya me iba sinpagarle.

Encendió un cigarro, mientrasesperaba el vuelto, escupió en unaescupidera que estaba a la salida, le diola mano a don Trinidad Estrada de LeónMorales, y a la calle donde esperaba sumuía somnolente.

El ruido en las calles era tanto, quese podía partir en pedazos y comerse, obien lamerse igual que si el aire fuera un

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plato y la bulla una jalea. Embadurnaba.De la ciudad salía siempre el arrierocon la impresión de llevar algo pegajosoen las manos, en la cara, en la ropa. Sele fueron los ojos al pasar por unatalabartería de lujo. En uno de losescaparates, un enorme caballo, y en lapuerta, como recibiendo a los clientes,otro del mismo tamaño y porte, los dosenjaezados con aperos bordados enplata y oro, silla, frenos y estribosrelumbrantes, espejeantes, casi conmovimiento de luciérnagas. Al pasar porallí, aunque los caballos nunca teníanjinete, se le figuraba ver a Machojón,como dicen que se ve cuando están

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rozando. Pura luminaria del cielo. No sedejan montar, reflexionó, son cosasinmóviles que aparentan movimiento,como el sol y las estrellas; pero quién seva a trepar en ellos sin riesgo dequedarse allí clavado, hecho estatua, yademás que deben ser huecos como elcaballito aquel que don Deféric leregaló al mayorcito del Mayor, para eldía de su santo. Mejor el caballo depiedra, más sólido, más caballo, colorlechoso la crin, ojos con brillo en laspupilas cuando le daba el sol, refrenadohacia la pared de cal y canto y refrenadode culo de muchacho porque todos losescolares, al salir de clases, pasaban a

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montarse en él.Volvió al zaguán de la venta de

zacate hasta el patio. La tarde azonzabaa las gentes del mesón que andaban porlos corredores, como perdidas.Lastimaban una guitarra y una vozcantaba:

Preso me encuentro por una cautelay enamorado de una mujer,y mientras yo viva en el mundo y no

muerajamás en la vida la vuelvo a querer.

¡No fue verdad lo que ella meprometió,

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todo fue una falsedad, falsa monedacon que me pagó!

Y todo aquel hombre que quiera auna ingrata

y que como ingrata la quiera tratar,que haga como el viento que hojas

arrebata,que donde las coge las vuelve a

botar.

¡No fue verdad lo que ella meprometió,

todo fue una falsedad, falsa monedacon que me pagó!

Y hagamos de caso que fuimos

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basura,vino el remolino, nos alevantó,y después de un tiempo de andar en

la altura,¡la misma juerza del viento nos

aseparó!

¡No fue verdad…!

Hilario, después de acondicionar lamula por ái, donde no molestara, darleagua, echarle el zacate, llegó al corredorcon sus aperos, sólo a ciarse encuentrocon Benito Ramos y un tal CasimiroSolares, que estaban descargando maízsin desgranar, así traído en rede, de unas

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muías. Eran sus amistades. Los dos eransus amistades, pero uno de ellos,Ramos, no le caía bien, y tampoco él erasanto de la devoción de Ramos.Antipatías. Ramos lo saludó, pero deentrada la grosería, el apodo, allá va lavaca, nana.

—¡Jenízaro, qué estoy viendo, queandas por aquí!

—Pero a vos es de hacerte la cruz—golpe por golpe le devolvió Hilario—, porque te apareces onde uno menosse lo espera…

—¡Sé franco, vos, Jenízaro; mejorme decís claro que tengo pacto con eldiablo, que por eso no vamos a peliar!

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—¡Mentira es verdá!Descargadas las muías, mientras

unas mujeres se acercaron a preguntar aRamos y su compañero si el maíz lotraían para vender, Hilario se quedópulseando el sonido de las guitarras. Sequitó el sombrero. Con una estrella delas muchas que brillaban en el cielo quele cayera en el sombrero sería dichoso.

¡No fue verdad lo que ella meprometió,

todo fue una falsedad, falsa monedacon que me pagó!Sentados en la grada del corredor,

conversando en lo medio oscuro, BenitoRamos le contó que estaba bien malo, de

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resultas de una hernia muy vieja, que nosólo le dolía, sino lo amenazaba matarloel rato menos pensado, alestrangulársele.

—Pues confesate si no lo has hecho,sólo que yo creo que a vos no teconfiesan… —le soltó Hilario enbroma, atacándolo para estar a cubiertode una de sus tarascadas; pero al oír aBenito quedarse silencioso, empotradoen un callar basto, se arrepintió de sugansada, suavizó la voz y le dijo—: Loque te conviene, antes de nada, Benito,es ver médico, y no afligirte; cuántasgentes se han curado de hernia; en elhospital la operan; luego hay otros

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remedios; son males que el mal está endejarlos al tiempo, porque se agravan.

—Es lo que he pensado, más por esovine; yo estaba esperando en mejorarmecon los remedios del señor ChigüichónCulebro, pero no acertó conmigo: medio a beber en ayunas una yerbaastringente, el peor remedio que hebebido en mi vida, y me recetó unamanteca con olor a clavo.

—Ese tu mal es de operación; van atener que trozarte; por fortuna que en voshay sujeto.

—¿Y a qué viniste? —preguntóRamos, entre queja y queja; el dolor lellegaba a la voz; se le oía partido.

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—No es cangro… —Hilario setanteó mucho antes de pronunciaraquella palabra negra, que en la bocadejaba la sensación, al soltarla, de haberescupido un sapo.

—No, no es cangro; si fuera cangrome hubiera curado Chigüichón Culebro;es hernia congénita; vas a ver, vos, queyo temblé, creiba que era eso lo que yotenía y se lo dije al herbolario: Siquierafuera eso, me contestó, yo eso lo curo. Y,efectivamente, vi una enferma curada.Figúrate vos que para curar el cangro,agarra culebra venenosa y le aplicaindecciones de colchico. Aquel animalse pone monstruo, pero luego, como

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explica Chigüichón, se vegetaliza,empieza a volverse como de madera, yacaba viviendo, muerto como ser vivoanimal, y viva como ser existentevegetal. Y ese veneno de culebra vegetalaplica al cangroso, que también se ponemonstruo, bota los dientes, el pelo aveces, pero se cura radicalmente. Tepregunté a qué viniste, y no me hascontestado.

—Ando en comisión y ya voy desalida…

—Te envideo la salú, Jenízaro.Cuando se está así alentado como vos,el caballo lo descansa de estar cansadoen la cama; yo te sé decir que de tus

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años me cansaba estar a pie, me aburríay eso que hice la campaña contra losindios de Ilóm; dragoneábamos entoncescon el coronel Godoy y un tal SecundinoMusús que hoy diz que es mayor, en esetiempo era subteniente; parecía gallo sinplumas; palúdico, mero mal corazón.

—Allá está de jefe en San Miguel,en la Mayoría de Plaza está de alta;ahora está gordo, pero el carácter comoque si lo tiene seco, amargo parece elhombre.

—Pues podes preguntarle.Cambiábamos de bestia y seguíamosadelante y siquiera por buenos caminos,hasta que nos desbandamos a raíz de la

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muerte del coronel Chalo Godoy. Esehombre era bueno para la guerra, porqueera malo para todo. En «El Tembladero»quedó, fue una trampa de brujos, loquemaron. Nosotros salvamos el pellejoporque habíamos ido al Corral de losTránsitos, con un indio carguero queencontramos en un cajón de muerto. Elfregado se había metido allí muyafanosamente. Pensaba seguirle viaje alotro día. El coronel Godoy creyó queera astucia de los cuatreros que por allíabundan, que como ya les dije teníadespachados muchos difuntos fingidos,ahora en lugar de un prójimo haciéndoseel muerto, sólo cruzaba el cajón…

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—La canoa en que te vas a ir,hermano…

—Pero no es de esta enfermedad.Pues sí, el coronel creyó que eraartimaña aquel cajón allí abandonado enel puro monte, en el puro corazón delmonte, donde no pasa nadie en muchosdías. Cuál no sería, pues, el susto aldestaparlo y encontrar adentro un indio,vestido de blanco, con el sombreroechado en la cara. ¿Crees que despertó?… Hubo que puyarlo con una pistolona,y entonces dijo lo que era. Bien vivoestaba el muerto, por supuesto que sesalió volando, explicando que el cajónya tenía destinatario, un curandero del

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Corral de los Tránsitos. Si te siguieracontando. Cuando hablo de estas cosas,se me olvida el dolor un poco. Quizás lahistoria se haya inventado para eso, paraolvidar el presente…

Benito Ramos, a quien a veces ledecían Benigno y a veces Pedrito, segolpeó los huesecUlos de los dedos dela mano zurda, con la punta de los dedosde la mano derecha, llevando el compásde su silencio espesado por elpensamiento que le seguía trabajando,con el chasquido. Y rechazó el cigarroque le brindó Hilario.

—Te seguiré contando algo más deese episodio de mi vida, siquiera para

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que se me olvide un poco estacabronada que me castiga. Te voy aaceptar el cigarro, por hacerte el gusto,y porque tal vez humando… Es un dolordormido, atrancado, entrecólico, comosi tuviera reumatismo en las tripas.Dame fuego, y no te pido que escupaspor mí, porque me sobra saliva; con elmal del dolor, de repente se le vienen auno los montones a la boca. Pues sí,Jenízaro, al mando del subtenienteMusús, trepamos de «El Tembladero»hasta el Corral de los Tránsitos, el indiocon el cajón a cuestas, el cajón que leservía de cama, y nosotros con losmáuseres listos para rempujar bala.

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Además llevamos orden: si el cajón noera para el curandero o para algúndifunto de verdad difunto, meterlo alindio y fusilarlo allí mismo con el cajónya cerrado y clavado, sólo para echarletierra encima… —chupó el cigarro yexpeliendo por la nariz el humo agolpecitos, tras escupir unas cuantaspartículas de tabaco que le quedaronpegadas a la punta de la lengua, siguiócon la voz más pausada—:… Nifusilamos al indio ni volvimos a ver alcoronel Godoy, hombre bueno para laguerra porque era malo para todo lomalo; y… —volvió a fumar, un jaloncito— no quiero hacerte larga la historia, lo

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cierto es que antes que Musús y losmuchachos de la escolta se dieran cuentade la chamusquina (ni el huele delincendio se sentía, era todo normalcomo esta noche), yo tuve la visión de loque estaba pasando en «El Tembladero».Vos has visto las loas…

Hilario soltó la risa, carcajada luegoy luego grandes carcajadas, tratando deexplicar la causa de aquel reír adestiempo.

—¡Ja, ja, ja, en las logas, ja, ja, ja,en las logas, ja, ja, sale en las logas tusocio, ja, ja, ja, ja…, tu socio con losonce mil cuernos!

Las palabras y frases, fragmentadas

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entre las risotadas, se sucedían sinhilación, logas, socio, once mil cuernos,sale, socio, once mil cuernos, loas,socio, once mil…

—¡Sale y pelea, ja, ja, ja, y peleacon el Ángel de la Bola de Oro, ja, ja!…—seguía riendo Hilario, retorciéndosede la risa mientras hablaba, como si lehubieran dado cuerda, entre manoteos denadador que se ahoga, después de botarel sombrero, que no pudo evitar que secayera por buscarse el pañuelo, pues yatenía los ojos a punto de saltarle laslágrimas.

—¡Qué risa!—¡Déjame que me ría, seguí

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contando!—¡Que me ría, y está llorando!—¡Seguí, seguí contando! —y volvía

la carcajada incontenible, nacida de laimaginación de Hilario que se figurabaver a Benito Ramos vestido de diablo deloa, con el santo dolor de la hernia enaumento cada vez que tuviera quegolpear el tablado con el pie y pregonarsu estirpe de Rey infernal, en lucha,primero, con el Moro de la Austrungríay después de vencer al Moro que en laboca trae espuma y en el culomantequilla, con el Ángel de la Bola deOro, todo para llevarse como premio, sivencía en el desafío, un indio bolo.

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—¡Te equivocas, porque yo en esaloa, no salí de nada, estuve deespectador; la comparación te dio risa,reíte!

—Seguí contando y agradecidodebías estar; no hay como la risa paraespantar el dolor; vos viste como en unaloa lo que pasó, antes de que sucediera.

—No sólo lo vi, se lo comuniqué aMusús y a los muchachos. Vi patente, enel embudo de «El Tembladero», como teestoy viendo aquí a vos, que el coronelGodoy y sus hombres estaban rodeadospor tres círculos mortales. Contando dedonde él hablaba con sus soldados, sindarse cuenta del peligro que los

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amenazaba, hacia afuera, el primercírculo era de puros ojos de buhos, sinbuhos, sólo los ojos, los buhos noestaban, y si estaban parecían tamalesdeshojados; el segundo lo formabancaras de brujos sin cuerpo, miles y milesde caras que se sostenían pegadas alaire como la cara de la luna en el cielo;y el tercero compuesto por rondas de izotales de puntas ensangrentadas.

—Visión como de engasado…—Seguramente, sólo que resultó

cierta. En el parte que dio el gobiernoapenas decía que el coronel Godoy y sutropa, de regreso de un reconocimiento,perecieron por culpa de un monte que

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agarró fuego; pero la verdad…—La verdad la viste vos, lo viste

quemarse o morir guerreando, vaya queentre el cielo y la tierra no hay nadaoculto…

—Ni murió quemado ni murióguerreando. Los brujos de lasluciérnagas, después de aplicarle elfuego frío de la desesperación, loredujeron al tamaño de un muñeco y lomultiplicaron en forma de juguete decasa pobre, de maleno de palo tallado afilo de machete. Le tenían reservado,por lo que vos ves…

—Por lo que vos viste…—Por lo que yo vi; pero, ahora, al

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contártelo lo estás viendo vos; le teníanreservado un peor castigo que la muerte.Los indios eran más adelantados quenosotros, juzgo yo, porque como castigohabían dejado atrás la misma muerte.

Un chico de la calle, despeinado yastroso, con un zapato sí y otro zapato ala mitad, entró ofreciendo el periódico,a voces. Ramos lo compró y mientrasdesdoblaba la sábana de papel conletras, poco a poco, no le dejaba muchosmovimientos el dolor de la hernia, dijoHilario:

—Ya que lo compraste, leámoslo.—Léemelo en la oscurana, decís

vos, como si se pudiera; mejor nos

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hacemos a la luz de aquel foquito.—Creí que podías leer en la

tiniebla…—¡Jenízaro, no me estés coquiando

porque te voy a echar riata! ¡Mira, hayuna noticia de tu pueblo! «Corro-o quedes-a-pa-rece…» ¡Yo no sé leer decorrido, seguí leyendo vos!…

Hilario arrebató el diario de lasmanos de Benito; pero Ramos,despojado en esa forma, no se avino, yse lo quitó de nuevo, tomándolofuertemente, para seguir la lectura:

—«San Miguel A-catán. Te-le-grá-fi-ca-men-te in-for-man que el correore-gu-lar, Di-oni-si-o Aqui-no Co-jay,

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des-a-pa-re-ció con dos sa-cos de co-co-rrespondencia. Se li-bró-or-den decap-tura». Y… —destrabó los ojos,siempre que leía los ojos se le quedabanmedio trabados— es todo lo que dice,vos, alelado, que desapareció el correo,no dice ni una palabra más, porquepudieron haber dicho… ¿Vos loconocías?… Pregunta la mía, si aseguirlo te mandaron. No tengo pactocon el diablo, sino pacto con elperiódico, y por eso devino las cosas…

—¿Y dice eso allí, pué…, que yovine en seguimiento del correo?…

—Lo estás diciendo vos, Jenízaro.El diario sólo dice lo que te leí. Se les

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perdió el correo. Se les hizo invisible.Se les volvió ninguno. Debe ser quesupo que llevaba mucho dinero en lascartas. Peligroso mandar pisto porcorreo. El dinero es de papel, pero nopapel de amistad; de enemistad, diríayo, por eso cuando tengo algún pago quehacer, voy yo mismo y me evito lapérdida y el disgusto; billetes no soncartas.

Escupió. La saliva le llenaba derepente la boca. Saliva de basca delmismo dolor. Un temblor suave lesacudía debajo de la piel, igual que si enlugar de temblar sólo él, temblara todala tierra.

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—Bueno, Benito Ramos, voy aacostar el cuerpo, estoy molido, por yome estaba más con vos platicando; perodende que salí de San Miguel que no meecho ni he juntado los ojos; yo debíalcanzar al correo antes de la Cumbre deMaría Tecún, pero debe haberse ido porextravío y se extravió; es tan extrañotodo lo que pasa que uno acaba porcreer que está como soñando —bostezólargo—; buego, bueno, ya me estoydurmiendo parado; si por un caso sabespor dónde anda el señor Nicho, me lodecís, averigúalo, para eso tenes pactocon él…

—¡El milagro sos vos, que en nada

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te diferencias de vos mismo que sosmalo! ¡Algún día te echo riata y —largóel brazo como una estocada a fondo— tevan a tener que recoger con cuchara!

—¿Y vos, onde fuiste?—Anduve paseando…—Hubieras convidado —dijo

Hilario, alargando sobre un petate tulbien frío, sus tujas con calor de muía.

—En deveras, pué, que si se vienenconmigo se divierten; es media vida irallí onde ésas; no gana uno, pero sedivierte; y es lindo sentirse amado,aunque sea por trato… ¡Ay, baboso, yame di golpe eléctrico! ¡Este pilar bruto,y más bruto yo que fajé con la punta del

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codo! ¡Huy, cómo me hormiguea…,huyhuyhuy, hasta los dedos, Dios mecastigó por andar hablando de lo que nodebo!

Tendidos en los petates, haciéndosealmohadas con las chaquetas, Hilario yBenito se sostuvieron un poco laconversación, antes de meter las cabezasbajo las tujas, como lo había hechoCasimiro Solares. Una conversaciónsomnolente, obligada, un puente enhamaca de hilos delgados sobre losronquidos de río embravecido deldichoso Solares.

—El todo de venirte contando lo quete estaba contando, cuando entró el

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chirís que vendía el diario…—Sí… —dijo Hilario, más dormido

que despierto—, y después entróCasimiro…

—El todo era para llegar a laconclusión de que desde esa vez mequedó la fama de que tenía pacto con eldiablo: tuve la visión anticipada de loque le iba a pasar al coronel, de lo quele estaba pasando; mira vos, no sé si lovi antes de que sucediera, o lo vi en elmismo momento, pero a muchadistancia. Por supuesto que esa facultadde adelantarse a ver lo que va a ocurrir,la tienen muchos, que siempre seránpocos y por eso es rara; pero la tienen,

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sin haber hecho pacto con el diablo. Esalgo natural o sobrenatural, como elpensamiento. Decime, vos, qué cosa hayen el hombre más admirable que elpensamiento. Y ¿por qué no pudo habersido Dios el que me dio ese don divino?Ahora ya no lo tengo. Antes era cosa quede repente me llegaba, no sé de dónde,como en el vuelo de un ave que no veía,que se me entraba por las narices, porlos ojos, por los oídos, por la frente, quese posesionaba de mí. Después, tuve yaque reconcentrarme algo, y algo daba enel clavo. Ahora, ya no, ya lo he perdido,con los años todo se acaba… ¿Estásoyendo, vos, Hilario?…

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—Sí, es interesan… last… laperdiste… de… ser…

—Vos ya no pones asunto…—Debe ser muy a pelo —hasta aquí

palabra tras palabra seguidas, luegoespaciadas— anticiparse… a… lo…que… leva… pasar… a uno… así…es… como… puede… hacerse el quite yse hace el quite a tiempo… —hablandode nuevo normalmente—; si la paré leva a cáir a uno encima y lo sabeanticipado, se quita a tiempo, y todavíala escupe antes de que lo haga torta. Medespabilé. Se me fue el sueño…

—Así debía ser; pero yo sé porexperiencia que vale mil veces más no

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saber lo que va a pasar. Con sóloreferirte que vi morir a mi señora madreantes de que me dieran la noticia de queuna rama de mango le había caídoencima; vi a la viejita caer como unahoja apachada contra el suelo y alarguéla mano, pero qué iba a alcanzar mibrazo a defenderla, si estaba veinteleguas adentro, en la pura montaña.

—Tu mujer… —preguntó Hilario, altiempo de dar una vuelta en el petate,enseñó la espalda color de bocadilloamelcochado sobre tuza; no lo dejabandormir el cansancio, la chachara delpasado con el diablo, los ronquidos deCasimiro, hediendo a huevo güero, la

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ambulancia del correo por el cuerpo,pena que empezaba en hombre yacababa en coyote, los santos con ojosde animales disecados… ¡escultor másbruto!… ponerle a la Santísima Virgenojos de venado, yo que Mincho Lobos lepego…

—Mi mujer… —Ramos encogió laspiernas, quejoso—, ya llevamos tiempode andar desapartados, le dio por irse avivir con sus hijos al Aguazarca; es unabandolera…

—¿Y vos te quedaste solo?, ¿notuviste hijos con ella?…

—Pues no tuve; y es claro que susangre la arrastre; todo eso del amor es

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babosada de gana de tener hijos; vesmujer que te gusta y ya te entra la ganade apechugártela, ¡en esa gana está elhijo!, luego te la apechugas y en el calordel cuerpo y el cimbrón del cerebro estáel hijo, en la saliva de las jeteadas quele das, en el cariño que se transparenteen sus palabras… Se fue con sus hijos,es lo que resulta siempre que uno searrejunta con mujeres que ya tienenprole, lo dejan a uno de viejo y silbandoen la loma… ¿Querés cigarro?…

—No me gusta humar acostado…—Pasé la vida con ella y no me

arrepiento, Hilario; aunque sí, porquesiempre acaba uno arrepentido, la vejez

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es un arrepentimiento tardío: le vaya auno bien o le vaya mal, después depasado el tiempo siempre tiene uno laimpresión de que ha perdido el vivir enel vivir mesmo…

—Huma para no oler, este Casimirose está deshaciendo; vos, Casipedo…

—Para eso sirven los hijos, vos,Hilario, para que no le quede a uno deviejo ese insosiego de haber perdido lavida en el vivir mesmo, de haberextraviado el tiempo en los días; la vidase pierde así, patachonamente, viviendo,y sólo los hijos dan la ilusión delpatacho que sigue adelante, con el mejorque no se los puede uno comer ni

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venderlos, quedan…—¡Vos, Casipedo, oí a Ripalda,

adotrinándome! Difícil estás hablando;yo lo único que determino es que notenes tus hijos, ¿por qué no pintas?

—Por La maldita maldición de losmalditos brujos de las luciérnagas.Todos los que les caímos encima a losindios del Gaspar Ilóm, cuando loshicimos picadillo sin dejar uno vivo nipara remedio, fuimos salados: la luz deesa mañana nos quebrantó la luz de lavida en el cuerpo, fue luz con sal demaldicimientos de brujo, y los quetenían sus hijos se les murieron, se lesmurieron los nietos, al hijo del

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Machojón se lo robaron las luciérnagasmismas, para luminaria del cielo, y a losque no teníamos hijos, se nos secó lafuente. ¡A la mierda mandé a una tal porcual que se me arrejuntó y resultóencinta! ¿Cómo podía ser mío el encargosi los brujos nos dejaron chiclanes,huevos güeros?

—Pero el mayor Musús tiene un suhijo.

—Un su hijo suyo de otro, será,porque en ese entonces Musús erasubteniente de línea y qué corona teníapara que no le cayera la sal, si le cayó almonte, a las piedras les cayó también;todo se vino al suelo marchito, y las

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piedras quedaron como quemadas.Todavía se le conoce como el Lugar delos Maldicimientos.

—Traibas el méiz en rede.—Esas reditas… ¡Chingado, hasta

en eso llevaban razón los indios! Vas acomparar vos lo que eran antes estastierras cultivadas por ellosracionalmente. No se necesita sabermucha aresmética, para sacar la cuenta.Con los dedos se hace. El méiz debesembrarse, como lo sembraban y siguensembrando los indios, para el cuscún dela familia y no por negocio. El méiz esmantenimiento, da para irla pasando ymás pasando. ¿Dónde ves, Hilario, un

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maicero rico?… Parece tuerce, perotodos somos más pelados. En mi casa hahabido vez que no hay ni para candelas.Ricos los dueños de cacaguatales,ganados, frutales, colmenas grandes…Ricos de pueblo, pero ricos. Y en eso síque más vale ser cabeza de ratón, ricode pueblo. Y todo este cultivo tenían losindios, además del méiz que es el pandiario; en pequeño, si vos querés, perolo tenían, no eran codiciosos comonosotros, sólo que a nosotros, Hilario, lacodicia se nos volvió necesidá… Denecesidá, si no pasamos del maicito:¡pobreza sembrada y cosechada hasta elcansancio de la tierra!… Este Hilario

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me dejó con la biblia en la boca, la malacrianza de dormirse; qué más da unmuerto que un dormido, a la vista esigual el bulto… El maicero deja la tierraporque la agarra a siembras yresiembras, como matar culebra, al cabose hace a la idea que no es suya, porquees del patrón, y si le dan liberta paraquemar bosques, Dios guarde… Yo videarder los montes de Ilóm, a comienzo desiglo. Es el progreso que avanza conpaso de vencedor y en forma de leño,explicaba el coronel Godoy, con muchagracia, frente al palerío de maderaspreciosas convertidas en tizón, humo yceniza, porque era el progreso que

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reducía los árboles a leño: caobas,matilisguates, chicozapotes, ceibas,pinos, eucaliptos, cedros, y porque conla autoridá de la espada, llegaba al leñola justicia a leñazo limpio por todo ypara todos…

En su pensamiento se mezclaba elrecuerdo de tanto bien deshecho con eldolor de la hernia, más doloroso en elfrío de las tres de la mañana, un dolorque lo asfixiaba en frío, como si lohubiera picado una avispa ahorcadora.Ladeó la cabeza y se quedó privado.

Efectivamente, la vendedora de caféno estaba bajo la ceiba. La mesa con laspatas para arriba y en lo de abajo unos

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tetuntes sobre un pedazo de costalquemado, cenizo el lugar en que juntabael fuego, todo barrido por el frío de lamadrugada. Hilario soltó la rienda de lamuía, ya al salir de la ciudad, paradesperezarse a entero gusto, más dundoque cansado de oír hablar a BenitoRamos y roncar a Casimiro Solares. Elcuerpo como mango magullado. Lacabeza hueca. De la cabeza le salían, sinduda, los bostezones huecos, huecos.Por las junturas de las puertas dealgunas casas pasaba la luz eléctrica alvaho azulenco de las calles. Abrían depar en par las panaderías. Algo leagarró el tiempo. Menos mal que en San

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Miguel, por el diz del periódico, yaestaban enterados de lo del correo fugo.En las árganas llevaba el diario. BenitoRamos le hizo favor de regalárselo.Desayunó en un rancho, ya puro afuerade la ciudad, café hervido y tortillastostadas, frijoles y queso fresco,¡lástima que no hubo un chilito! Dosniñas eran las que despachaban. Una seveía muy bonita y eso que estaba sinpeinarse y con la ropa algo ajada dehaber dormido vestida. La mayor de lasdos consintió que a Hilario le apetecíala menorcita, y no se desprendió deellos. Mejor llevar la buena impresiónde aquella preciosidad que el recuerdo

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angustioso de la hernia y la filosofía deBenito Ramos, el pactado con el diablo.

Sin esfuerzo, mientras pasaban losárboles, los cercos de piedras, losllanos, las peñas, los trechos de ríos,Sacayón veía como sobrepuesta en elaire la carita graciosa de la ranchera.Sobre todas las cosas que iban con él, ala par suya, por donde tirara los ojosaparecía ella. Es tan dada el alma a loque el cuerpo quiere, cuando hayjuventud. Al revés de los viejos. En losviejos, el cuerpo es el inclinado a lo queel alma quiere, y el alma, pasados losaños, ya va queriendo volar.

Ranchera más buena… Primor y

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chulada. Estuvo tentado de regresar aproponerle casorio. Era cuestión dedarle vuelta a la bestia y seguircaminando, sólo que en lugar de llevarla cara para donde la llevaba ahora lallevaría al contrario, y al final de suandanza, encontraría nuevamente elrancho con unas cuantas macetas debarro y latas de gas sembradas de floresy enredos que trepaban cortinas de hojasy flores al pajal del techo.

No se decidía a pegar el regresito.La muía se atravesó en un río grande abeber agua, algo poco la paró él, aunqueno, pero algo hizo con la rienda para quese detuviera. Lindo volver a donde la

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cula llevaba la mola. ¿La cula?… Lamuía… ¿La mola?… La cola… sereconvino con malas palabras, quéranchera ni qué ranchera, no era juguetesu compromiso con la Aleja Cuevas. Lellevaba el chai. Era de su pueblo. No lefaltaban sus reales. Tenía, además delestanco, una vega regable. Y tenía algoque valía más que todo el oro delmundo, algo de la Miguelita de Acatan,no en el físico —la Miguelita fue linda yla Aleja no dejaba de ser feíta—, sinoen que las dos eran de Acatan. Le dabaun aire en el modo significante de sertodo lo contrario de una «tecuna», porsufrida y por lo que le gustaba estarse en

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casa. La Miguelita cose cuando todosduermen, vela de noche para tener el pandel día, no sale de su casa y si saleregresa. Se encomendó a la Virgen delCepo, mientras la muía, ya satisfecha,rozaba en el agua del río sus naricesllenas de respiración animal gozosa.

Agua caminante del río que se tragóla muía para caminar ligero por undeshecho, más piedras que camino,donde leguas después se puso algoapagona y casi renca. A la par del ríopedregoso, pespuntado al rumor de lacorriente que en las vueltas formabanremolinos, apartó por entre inmensoscerros cenizos, azulones, hasta ganar la

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ribera de un lago con doce pueblossentados a su orilla, igual que doceapóstoles en piedras de cerros en losque fueron atrapados ranchos y gentestrigueñas con ojos de juilín.

Iba dando una gran vuelta para nopasar por la Cumbre de María Tecún.Los cerros en lo alto se topaban comochivos. A la pareja del río caudalosotuvo la impresión de que la bestia nocaminaba y ahora su trepar era anuladopor la visión de los cerros que crecían.Los jalones de la muía por la cuestaempinada significaban tan poco ante lasmoles empinándose más y más, hastacortar las nubes. Chorreó una cascada

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que no vio, un eco profundo en susoídos, sensación auditiva que le hizopatente que la tierra no sólo subía juntoa él, más rápido que él hasta lascumbres, sino que se hundía,precipitándose en abismos somnolentes.

El río quedó con un rumor confuso,como un vuelo de pájaros de plumaslíquidas. La cincha del camino pordonde cortaba a lo extraviado ceñía lapanzona de un cerro que se le figurabaun macho cimarrón, entre árboleslechuzones que se gastaban enacatamientos al soplar el aire, y elsilencio era mayor cuando cantaba uncenzontle, porque se oía el cenzontle y

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se oía el silencio. Se amparaba contralos zarzales levantando el brazo yagachando la cabeza bajo el sombreroaludo. Sintió pasar un venado. Uñas enlos árboles. Más adelante empezaríanlas vegas, los moscos, las colmenaszopilotes. Alzóse a mirar atrás. Ya habíatrepado lo suficiente. Asomó a buencamino en un plan largo. Patachos,indios cargueros, carretas de bueyes ygente de a caballo. Unos en la direcciónque él llevaba. Otros contrariamente.Venían, lo encontraban, lo saludaban.Ningún su conocido. Lo encandiló ellago. La muía iba repicando con suscuatro badajos, después de tanto sufrir

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en el atajo, donde un paso hoy y otromañana era ir ligero. Él mismo seenderezó, botó la jiba que traía de lacuesta, jugando los dedos en la rienda,los pies en los estribos. Se detuvo aencender el cigarro de doblador quellevaba ruinmente apagado en los labiostostados. Manchas de pájaros negros,bravos, sentábanse ya alzándose de lospotreros, tras picotear el estiércol, sinatender a los bueyes cabezones, a lasterneras con garrapatas y sueño. Comochiflón de aire caliente pasaron unosfleteros. A Hilario Sacayón se lealborotó la gana de regresarse con ellos.Le dijeron adiós. Silbaban. Cuesta creer

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que haya gente que se está sólo echada,o sentada, o moviéndose en un sololugar.

Una voz femenina le hizo volver losojos.

—¡Es triste ser pobre!—¡No la vide por ir tanteando la

puerta que tan menudamente queda dedonde usté! ¿Qué tal, Niña Cande?Siempre en las ventas. Y ahora comoque ya acabó. El otro día me quedépensando que es sabrosa la carne decoche. ¿Chicharrones no tiene? ¡Ái levoy a comprar de todo! ¿Qué tal, usté?

—Bien, por los favores de Dios. Yusté, ¿ande va?… Ya se iba pasando sin

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decirme adiós.—A San Miguel…—¿No trujo muías?—Pues no…—Vino a lo solo; don Porfirio y

Olegario también andan por aquí; no sési están ái dentro.

—No me cuente; ¿y sus hermanos?—Ahora están aquí; hace como

nueve días que vinieron de la montaña;entre y apéyese que ya le agarró la tardey más adelante no hay onde quedarse;más que va haber buena fiesta…

—Y más que más vale llegar atiempo que ser convidado. Con supermiso voy buscando la puerta.

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—Al ratito lo veo, y me alegro quehaya llegado bien.

La Candelaria Reinosa seguía en suventa de carne de marrano a la orilla delcamino. Ajamonada, vestida casisiempre de amarillo, sobre eldespintado color de oro de su camisacaía la gruesa trenza negra como unchorro perenne del luto que llevaba enel alma. Sus ojos dulces miraban elcamino con la avispada inquietud conque estuvo espiando el día en queMachojón debió llegar a la pedimentade su mano. Su vida era el camino.Muchas veces, sus hermanos trataron dearrancarla de aquella venta de carne de

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marrano, ahora que ya eran gente deposibles; pero ella nunca quisoabandonar su mirador, como si fueraverdad que la esperanza se aumentara dela espera. Esperando alimentaba suesperanza. Un candil de aceite dehiguerillo, al pie de una imagen de laVirgen de la Buenaesperanza, era todo ellujo de su tiendecita de chorizos, carnede marrano y chicharrones. Ahora lamanteca la vendían sus hermanos en lacapital. Mejor precio, y como ellostenían entregas seguras de leña,Candelaria Reinosa, es tonto, sin saberpor qué entristeció hasta sentir fríos yperder peso, el día en que sus hermanos

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le anunciaron que se llevarían lamanteca. Sintió que le llevaban el trajeblanco que debió vestir el día de suboda. Un traje sin encajes, lamido sobresu cuerpo de vara de flor silvestre.Tenía dieciocho años no cumplidos. ElMachojón, siempre que llegaba a verla,le agarraba la mano, sin hablarle, ypasaban ratos largos callados, y sihablaban era para hacerse ver lo quepasaba en derredor de sus personas.«¡Ói las gallinas, pues!», le decía elMachojón, para que ella se diera cuentadel cacareo de alguna clueca, ya que aél, la verdad, le había costado hacerlo, yera más bien una novedad aquel ruido

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extraño al misterioso lenguaje en queellos dos, sin más que darse la mano, sehablaban. «La Uamita», decía ella,cuando chisporroteaba una candelaencendida al pie de Jesús Crucificado.«Jodones que son los chuchos, ladran alos que van pasando porque han deladrar; ¡mejor se estuvieran callados!»«La hojita», articulaba ella cuando elviento se llevaba una hoja. Todo teníaimportancia. Eso es; entonces, todo teníaimportancia. El sombrero de Machojón.Ocho y diez días güelía por donde lodejara. ¡Puchis, si a veces güelía toda lacasa! Sus espuelas repicadoras en lohondo del paso varonil. Enterraba los

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pies en el suelo al andar, como losmeros hombres. Y su voz llana, consoledad de hombre también.

La Candelaria Reinosa desapartó unbrin con que tapaba la entrada a la ventade carne de marrano, para asomarse alpatio de la casa, donde sus hermanosfiestaban, acompañados de sus mujeres,sus hijos y sus amistades. De mano enmano circulaba la copa que, para cadainvitado, se llenaba de aguardiente. Lamarimba llamaba al baile. En un rincónesperaban las guitarras. Hablaban porhablar. Reían. Se abrazaban. PorfirioMansilla traía abrazado a HilarioSacayón, seguidos por Olegario, que iba

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cuereando el suelo, para levantar tierra,con un chicote largo como una cola demico.

Llamaba la atención un viejo decolor azafranado. Le apodaban«Chichuis». Apareció curando. Sucuatro era que le llamaran «doctor».Otros invitados lo rodeaban. LaCandelaria se dio cuenta de quehablaban de ella. ¡Qué le importaba! Eldoctor, desagradable como un piojoblanco, no se apeaba de su macho:casarse con ella. Y de edad, al decir desus hermanos, estaban tal cual, sólo queella no quería.

Porfirio, Hilario y Olegario, los

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arrieros, llegaron hasta dondeCandelaria estaba, traveseando con susdimes y diretes, risotadas y cuchufletas.

—¿Por qué sólo ispía, por qué nobaila? —le preguntó Hilario, un pocodetrás de Porfirio, que le daba la manopara saludarla.

—¡Azotes me daba Judas!—¡Priéndase de mi brazo —dijo

Porfirio al tiempo de darle la mano— yentonces van a ver éstos lo que es unaire con ventarrón!

—¡Estése en juicio! —exclamó ella,escapando su brazo del brazo deHilario.

—Y en resumidas cuentas —

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intervino Hilario— ¿qué es lo quefestejamos?

—La pedimento de la mano de unahija de Andrés, mi hermano.

—La Chonita es la que se casa… —añadió Porfirio—; bien callado se lotenían, así va ser cuando usté, Canducha,nos dé ese susto.

—Sólo que usté, don Porfirio, sequiere casar conmigo, porque no hayotro que tenga tan mal gusto.

Callaron para oír la marimba. Yatambién andaban tentando las guitarras.Un perro renco aullaba, chillaba,huyendo hacia la calle desde la cocina,donde le cayó un buen palo.

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—¡Mal corazón la Javiera! —dijo laCandelaria Reinosa, se aplanchó con lasmanos blancas el delantal sobre elvientre de solterona comilona, y pasópor entre los invitados a regañar a lamolendera, una india hediendo ashilotes, preñada a saber de quién,pedigüeña, borracha y hasta dicen quealgo de mala vida; pero eso sí, muybuena trabajadora; todo lo sabía hacer,sólo que era algo tentona; su devoción alas cosas ajenas la condenó a la dulcetortura de la piedra de moler.

No contestó al regaño ni tan siquieraalzó los ojos, hasta terminar la masa quetenía en la piedra. Paró la mano para

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enderezar el cuerpo en seguida:—Dijeron sus hermanos que no me

la iban a dejar venir a la cocina, y pordemás… Mucho que dijeron sushermanos… Por demás… Cualquierpretexto agarra… Es fiesta, vayase, dejede estar mirando el fuego…

Candelaria Reinosa, inmovilizada,clavados los ojos en el corazón de unahornilla llena de leños, brasas, llamas,humo. El humo a la llama, la llama a labrasa, la brasa al leño, el leño al árbol,el árbol a la tierra, la tierra al sueño.Juntas las dos cejas. Más juntas. Listo eldelantal en su mano temblona paraapagarse el llanto elemental, recóndito.

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El humo a la llama, la llama a la brasa,la brasa al leño…

La molendera le tocó el brazo consus dedos fríos y acedos de agua chigua.Candelaria, sin darse cuenta, escapó dela cocina: tenía que atender, ningunoestaba atendiendo, interesándoseprimeramente por la porfía de losHilarios, como ella, con todo cariño,acostumbraba llamar a los arrieros.

—Si soy Olegario yo, cualquier díaque te dejo comprar ese par de muías,Porfirio, y eso que te la llevas deconocedor de bestias. Y de paso tancaro que fuiste a pagar.

—No me eches la culpa a mí, vos,

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Hilario, yo le opiné en que no lascomprara, él mismo te lo puede decir.Como me llamo Olegario que le marquéla inconveniencia de mercarlas tanrecaras, porque están recaras esasmuías, vos, Porfirio, y como la culpatraidora…

—Unas copas de aguardiente les vana cáir bien… —dijo Candelaria alacercarse a los arrieros, alargando haciaPorfirio un plato con unas copas de buenguaro.

Porfirio no se hizo de rogar,reclamando a Hilario que le viniera conaveriguaciones por las muías, así que lehabía tirado la lengua para que le

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contara todo lo ocurrido en San MiguelAcatan, con motivo de la desaparicióndel correo Nicho Aquino.

Fue calamidad pública. El padreValentín predicó el anuncio de que elArcángel San Miguel, el más arcángelde los arcángeles, iba a soltar latempestad de su espada contra laCumbre de María Tecún, pasado elCordonazo de San Francisco. De sercierto, el correo le llevó un sobrelacrado con fondos para la curia.Echaron al administrador de Correoscon orden de presentarse, pero en elcamino le dio el ataque de apoplejía yse quedó torcido y sin poder hablar. Don

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Deféric quiso organizar unamanifestación de protesta contra elpalmario descuido de las autoridadeslocales, por haber despachado comocorreo a un hombre víctima de uninfundio «suigeneris»…

—¡Pu… tata, onde aprendiste laporciúncula!

—Así decía don Deféric. Se lo oídecir como noventa veces: infundio«suigeneris». Pero no hubo talmanifestación. El mayor SecundinoMusús, con todo y ser su compadre, loamenazó con la cárcel. El únicoindiferente que estuvo fue el chino;todos averiguaban menos él, hasta los

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presos; depende tanto su libertad de loque el correo lleva y trae; y hasta laAleja Cuevas, pero no por el correo,sino por un alharaquiento que salió amatacaballo en sus seguidas, pero queno le dio alcance, porque se leakanforizó en el camino, sin duda se levolvió coyote.

—¡Cómo sos de alcanzativo, vos,Porfirio!

—Y ve, vos, Adelaido, no estábueno eso que la dejes tan sola porandar chumpipeando; avisa siquiera quete vas; otro se puede comer el mandado.

—¡Será comida de coches!… Y entodo caso me quedaría la niña

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Candelaria que está en edad de merecerlo mejor. ¡Por su salú, niña Cande, pues,vamos a beber porque usté tenga muchasdichas!

Un ligero temblor de mano hizotintinear las copas en el plato. Lo de las«muchas dichas» produjo unsacudimiento en el cuerpo de CandelariaReinosa, en su ser que era como unbagazo de angustias. Mas ninguno de lostres arrieros, el Porfirio, el Hilario, elOlegario, se dieron cuenta porempinarse el trago. Arriba el codo,adentro el trago y abajo la cabeza paraescupir el veneno restante.

Chichuis, el «doctor», pegóse al

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grupo de pasada, iba hacia donde estabala marimba, tomó una copa del platocasi al tanteo por mirar fijamente en losojos a Candelaria y se la pasó comoagua, ni siquiera escupió, más bienpaladeóse a dos carrillos diciendo:

—Se agrada la señorita en compañíade la gente de a caballo, son muysimpáticos, muy francotes, muy…

Los arrieros le agradecieron susflores. Una fineza. Sólo Porfirio lo tomóa mal, se le estaban subiendo las copas yera de guaro peleonero, o quizá por serfuerzudazo quería medir terrenos con elChichuis, tipo entrometido, de esos quese agentan en la ciudad y después, como

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son del monte, no están bien en ningunaparte.

—¡Pero a nosotros los de a caballo,don, no nos gusta que se nos peguenpiojos, y la niña Cande es señorita,porque se quiso quedar señorita, puespor docenas los montones despreceó debuenos partidos! Julián Socavalle, sin irmás lejos, se suecidó por ella; ése sí erade a caballo, pero más de a caballo fueel que fue mero de ella.

—Es… —atrevió Candelaria,halagada en su amor propio, bajando laspupilas gachonas hasta las copas vacíasque los arrieros y el doctor habíanvuelto al plato.

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—¡Es, dice ella, y tiene razón,porque lo quiso, lo quiere y lo quedrásiempre! ¡Lo que se quiere, amigo, notiene ausencia! ¡Muerto, desaparecido,lo que usté quiera, pero siemprepresente, mientras vive la persona que leguarda afecto! ¡Ansina es que seintienden las cosas que se intienden a lomacho, como era Machojón!

—¿Era?… ¡Es!…—Sí, niña Cande —intervino

Hilario—, es y será, mientras haya unamujer que lo quiera, un hombre acaballo y en el cielo luminaria.

—Así me gusta —siguió Porfirio,alegre de palabras y alcohol, ya

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Olegario había dicho: ¡bravo!—, y másvale atajar a tiempo todo lo que hay queatajar; y como estos tragos también sonpara beberse, con permiso de la niñaCande; beba usté también, don médico…

La marimba, los guitarristas, el bailede son y molinillo, Candelaria Reinosacon alguna ceniza en el chorro negro desu trenza, su blusa amarilla, fiestera, elcotón que le sacaba los senos un pocoarriba, y los Hilarios que ya condificultad se estaban quietos, tantasganas tenían de bajar la noche estrelladaa los pies de sus amores.

Se les acercaron los novios: ChonitaReinosa, hija de Andrés, hermano de

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Candelaria, y Zacarías Meneos, ella conla boca gordita como flor de heliotropo,él con olor de conejo y arisco a pesar dela sociedad que adquiría cuando andabacalzado, herrado parecía que andaba,talmente le atrancaban los botines. Seacercaron al grupo de los arrieros y el«doctor» a oír lo que explicaba la tiítaCandelaria.

—A veces me despierta el trote desu bestia en las noches… Salgo a ver ypor el camino una polvazón deluceros… Pasa cerca, pero como lodejaron ciego las luciérnagas, no sabeque estoy desvelada esperándolo, unpoco como se desvelan las hojas del

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encinal plomizo, cuando hay luna. Pasatan cerca y tan lejos, cercamaterialmente, lejos porque no me ve.Es horrible y sencillo —hablaba sin vera nadie y sin fijarse en nada—, cosasque tal vez nunca suceden y si sucedenes una en diez siglos… mi suerte, qué seha de hacer, verme herida por lacentella, por algo era y soy la imagendel verdadero herido, el amor debeentenderse así: el hombre puede sermuchas cosas, la mujer sólo debe ser laimagen buena del hombre que quiere…—las últimas palabras fueron unbalbuceo, frunció la boca, iba a soltar elllanto, pero se le volvió risa de mujer

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que se ha quedado ñifla—… Recuerdouna vez que estábamos bailando aquí eneste patio. Bailemos un tiento-tuti, medijo, me quería echar zancadilla, no parabotarme, sino para tener pretexto detocarme la nalga; le di un sopapo…

—Y un besito, ¿verdá, tiíta? —dijola sobrina, familiares y amigos sabían elcuento de memoria.

—Y digo yo, en mi tontera —preguntó Olegario fumando el cabo deun puro chichicaste y echándole el ojo ala novia que rebuena estaba parauntiento-tuti—, ¿todas las luminariasdel cielo serán gente que fue de acaballo?

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Porfirio, adelantándose al «doctor»,que le iba a contestar, le dio un codazoen la barriga, no por la pregunta, sinopor la intención adivinada, riendo ydiciendo:

—Hay que ponerle la queja aZacarías de que este Olegario le estádeseando la novia. ¡Cómasela luego,Zacarías, no sea que este roncudo se ladeseye en demasía y se le caiga de lasmanos!

—¿Serás fruta, verdá, vos, Chon? —terció Zacarías Meneos, luchando porsacar las manos de las mangas de lachaqueta nueva que le quedaban largas,con los bigotes anaranjados, porque

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además de guaro, había bebido«macho».

—¡Fruta prohibida y apetecible, yodigo que sí es! —agregó Hilario.

—¡Prohibida para otros, pero nopara yo —contestó Zacarías que logrólibertar una mano y se la paseaba porlos bigotes hirsutos—, porque con elcasamiento cada quien cosecha la suya!

—Pero date cuenta, Zaca, que noestamos casados… —dijo la Chonita yse azareó.

Se oía la voz de un guitarrista quecantaba:

Tronco infeliz, sin ramas y sin

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flores,a ti también te marchitó el dolor…

Los Morataya, Benigno y Eduviges,y otros amigos, le formaban rueda, sinmoverse, paladeando la tonada.Eduviges era el mayor. Tras el pellejo elhueso y tras el hueso la tristeza de laimportancia. Seis veces fue alcalde y laúltima vez por poco sale mal, porque unfulano que vino nombrado tesorero, sealzó con los fondos municipales, hasta laplata de los mangos les quitó a las varasde la autoridad.

Los oídos mineralizados de dosvecinas anegadas en años, les impedían

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hablar en voz baja. Secretábanse a gritosy de no ser la marimba todo el mundo sehabría enterado de sus comentarios, apropósito del señor Eduviges Morataya,y ahora, por turno, referente al médico.

—Gusano de cementerio, comotodos los que viven en las ciudades…

—¡De cementerio, en lo que estáusté! ¡Polilla de hipotecas!…

—No sé, pero se me hace que le estáqueriendo rascar el ala a la Candelaria;ah, pero eso sí, primero come sandía elgato…

—Aprebe el anisado; están dandocafé con rebanadas de pan de huevo;ésta es gente rumbosa, los Reinosas

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abuelos eran igual…—Pero éstos son Reinosa o

Reinóse…—¿Y no da igual, pué…? Los

abuelos eran gente que cuando hacíanfiesta echaban la casa por la ventana, yaquí estuve yo, aquí donde estamossentadas cuando se preparó todo para lapedimenta de la mano de la Candelaria;era la hija que más querían. Gabriel, sellamaba el tata. Gabriel Reinoso.Mataron una res, montón de coches,como dieciséis chumpipes…

—No sea exagerada; sabroso elanisadito; y tal vez por tanto rumbo setorció todo.

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—Las desgracias que nunca faltan;el Machojón salió de su casa y noalcanzó a llegar a la pedimenta…

—La iba a hacer aquí…—Pues aquí, aquí mismo, donde

ahora ve usté que asistimos, pasados losaños, a la pedimenta de la Chonita; eldestino…, el destino…

—¡Muy luminaria será —decíaCandelaria en el grupo de losmarraneros, algunos gordos y picados deviruelas—, pero yo le he oído sollozarcomo si fuera un niño! Esos inmensospuntos dorados que vemos alumbrar lanoche, no son dichosos, yo se lo afirmo.Al contrario, cuando los miro y los miro

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y de tanto mirarlos estoy como enfamilia con ellos, siento que son lucesde añoranza. La bóveda infinita estállena de ausencia…

—¡Tiíta —vino la futura a llevársela—, quieren beber con la familia losinvitados, allí en la sala!

—¿Y tu papá?—Allí está con mi mamá, y sólo a

usté la esperan; el «doctor» va a tomarla palabra.

La sala llena de invitados. La puertallena de gente que se asomaba desde elcorredor. El médico se arrancónerviosamente:

Ya la torcaz no temerá al milano; ya

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el apuesto galán escogió la graciosacompañera para formar el nido; ya lacopa de la vida desborda la espumantedicha…

El vozarrón de Porfirio Mansilla seoía entre los «isht», «isht», «isht», delos convidados que molestos por aquellamala crianza del arriero, arriero debíade ser, imponían silencio. Hilario sellevó al amigo casi a empujones.

—¡Venite, vos, Porfirio, estásmetiendo la pata! ¡Venite conmigo,hombre, por Dios, vamos a ver que noscanten algo los que llegaron con susguitarras de los Regadillos de JuanRosendo!

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En la sala se oyó el aplauso alterminar el brindis.

—Ya Olegario anda bailando —señaló Hilario, para quitarle a Porfiriola idea de pelear con el Chichuis—, esun bandido hasta para bailar. Le mete lapierna entre las piernas a las mujeres. Ylo que hiede a puro. Yo no fuera mujerpor no bailar con él.

Porfirio se rascaba la oreja peluda,empurrado, sin decir palabra. Lecontrariaba que le contradijeran. ElChichuis le caía mal, desde el apodo:piojo blanco, y era suficiente razón parabuscarle pleito y si se descuidaba darlesus trompadas y si quería con fierro,

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pues también trabarle un su puyón que élmismo se lo remendara si de verdad eramédico, porque de lo que menos teníaera de médico, un vivo que se quierequedar con lo que tiene la Candelaria.

—Y a vos, qué… —le contradecíaHilario—, ya estás como esas viejassordas que todo lo reducen amanutención y pisto, el amor, la amistad,la vida…

—Cántese algo, Flaviano;haciéndose de rogar ya porque sabe —decía una muchacha vestida de coloradoa un joven trigueño con los dientes muyblancos, a quien llamaban «pan conqueso», por la cara de pan de recado

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con un pedazo de queso adentro.Uno de los guitarristas se dobló por

la cintura, agachando la cabeza parapegar la oreja a la caja de la guitarraque mantenía sobre sus rodillas, y asíembrocado la estuvo trasteando, aprietay afloja las clavijas; al estar satisfechodel sonido, la charrangueó y con lacabeza en alto hizo señas a Flaviano, yaestaba listo.

—Veremos si les gusta —dijo éste,mostrando los dientes blancos en la caratrigueña—, es una tonada del pueblo delos señores… Es un valsito…

Porfirio alegró la cara apoyando elbrazo sobre los hombros de Hilario, que

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bajó los párpados para oír mejor latonada.

A la Virgen del Cepo le pidoque me topen los guardias rurales,me rodeen, me esposen, me lleven;la prisión ha de ser mi consuelo.

Miguelita su nombre de pila,Acatan su apellido gloriosoy en la cárcel, la Virgen del Cepo,como ella, de carne morena.

Los arrieros hicieron las cargas,plata en bambas y bambas de oro,las llevaron camino del Golfo,

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olvidando a la Reina del Cielo.

En la cárcel del cepo olvidadahasta el día en que fue Miguelitade Acatan, parecida a la Reina,una moza por todos buscada…

Y esa moza, carbón para el fuegosus dos ojos, su boca un clavel,cuando hicieron pasar a la Virgena su templo, marchó del lugar.

San Miguel Acatan la recuerda,costurera que se oye en la nochedar aviso con lumbre que velaa mujeres honradas del pueblo:

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El amor es amor cuando espera,beso a beso formó mi cadena,Miguelita cosiendo en el cieloy yo preso por guardias rurales.

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17

Es triste despegarse, al día siguiente,de donde hubo fiesta. El mal sabor de laboca, el estómago cocido por los tragosy la tristeza que es como la ceniza de laalegría. Convenido salir a las cuatro dela mañana, pero hasta las seis y mediatodavía andaban por la casa en que sóloestaban despiertos los cerdos, lasgallinas, los perros. Y siquierita un buenchilate, pero puro café puzunqueado,sobras de la fiesta. Hilario hubiera dado

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lo que fuera por oír de nuevo La tonadade la Miguelita de Acatan, pero losmúsicos de los Regadillos de JuanRosendo tenían tiempo de haberse ido ysólo quedaban de la canción la melodíay algunos retazos de la letra, como elhumo caliente que se levantaba de latierra al ir asomando el sol que no llegóa lucir bien, por una lluvia menuda queempezó a pegar fuerte. ¡Adiós!, legritaron a la niña Candelaria, desde lapuerta de trancas, mas nadie respondió.Lejos estaba pegando el sol. Se veía lacresta de los cerros dorada en aceiteazul. Pero allí con ellos todo era barroresbaladizo, humedad de pellejo de aire

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mojado con olor a musgo. Searrodillaron para defenderse un poco delo que empezó chipi-chipi y se fuevolviendo aguacero. Entre el sueño delos árboles mojados, los animales vivos,pero también como sueños.

Al final de una cuesta no muy larga,pero sí muy empinada, pura espinilla decerro —qué buen nombre: Cuesta delMal Ladrón—, en un paraje de tierracaliza, acordaron los arrieros hacertiempo al agua que cada vez pegaba másfuerte. Uno tras otro de sopetón semetieron bajo el alero de una casa conbestias y todo. Casi nunca se veía genteen esa casa; ahora como que si estaban

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los dueños, el dueño más bien, porque lahabitaba días sí, días no, donCasualidón, un español, españolísimo,aunque de origen irlandés, origen quedenunciaban sus ojos de porcelana azulen la cara tostada al rojo cobrizo por elfrío de la región, y los mechones rubiosque parecían enmielarle la frente, lasorejas y la nuca de toro. Todo este físicoextraordinario y la estatura, lodistinguían de los vecinos que erandialtiro rucos, menudos, cabezones ycon los ojos de soldado con hambre,saltados por la mala calidad del agua,razón por la cual también eranpropensos al bocio, a la hinchazón de

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las venas y al miedo.Campos y colinas de color de ajo

barridos por vientos que al pasar delAtlántico al Pacífico sus ímpetusoceánicos, no dejaban prosperar otravegetación que la rudimentaria de lasplantas rastreras y la firme de hojas conuñas de algunos cactos.

La tremolina de las cinco bestias, elhablar de los arrieros al sentirse bajotecho, casi intencional para que oyeranque llegaba gente, hizo que de la casa dedon Casualidón, el español, salieradesperezándose un grupo de hombrescegatones de estar en la penumbra conlos ojos fijos en un mismo punto. Eran

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muy conocidos de Porfirio.—¡Huy!, ¡ustedes, ya están en el

quehacer del diablo!—¡Y ve quiénes hablan, hasta

apiándose los encontramos, vayan másdespacio! —contestó uno de los delgrupo, el cuto Melgar.

Don Casualidón, el español, clavó,al salir, las manos apeinetadas en susbolsas camperas; sólo los pulgares dejófuera, igual que gatillos de pistolas.

—Creímos que era la montada —salió diciendo—; como aquí las escoltasse meten por todos lados, comomurciélagos…

El cuto Melgar se le cruzó enfrente:

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—Invito para mi rancho, es másrascuache, pero más seguro; con donCasualidón ya los de la escolta estánaprevenidos. Y luego tengo el gallo…

—Sólo que vamos prisazos —hizosaber Porfirio, disgustado por la malapata del encuentro—, y mejor sidejamos el desafío para otra ocasión,hay más tiempo que vida.

—Eso lo ven ustedes —dijo el cutoMelgar, entero, cejón, con cara depenitencia.

—¡Es tropelía atajar ansina a loshombres! —rezongó Olegario—; si elhombre no fuera del vicio, no seríahombre, y a poco nos quitan las muías;

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engratitú…—O se llevan las mías… —contestó

Melgar.—¡Ya eso es para tentarnos! —

exclamó Hilario, al tiempo que Olegariopreguntaba:

—¿Onde las hubiste vos, cuto?—Onde no se pregunta entre

caballeros, ni cuándo, ni cómo; las hubede haber hubido… ¿Verdá, Sicambro,que así se habla español? —dirigióse adon Casualidón, a quien el mote deSicambro le caía como patada en larabadilla—; y allí están, son muías ymuías son para el que quiera llevárselas.

—¡Me ca… ches, va la otra muía, la

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de más alzada!Estas palabras brotadas de más

adentro de la boca de Hilario, cayeronen el silencio del grupo de hombres yaque no hablaban, que ya sólo respiraban,amontonados todos alrededor de unamesa, las cabezas sobre la mesa, ajenosa la lluvia que picoteaba el techo y lasparedes de caña, en un ambiente húmedoy cargado de tabaco, mirando con laspupilas avivadas por el ansia lo que ibaa formarse en el extraño mundo de laspintas, al rodar los dados minúsculos yfatales: treses, cincos, seises, «carnes»,ganan; ases, doses, cuatros, «culos»,pierden; en el mundo extraño de lo que

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no era todavía y sería en un instante,como si la tenencia y propiedad de lascosas fueran combinaciones de suerteefectivamente ficticias.

—¡Deja que tire yo!… —dijoOlegario agarrándole el brazo a Hilarioque ya tenía los dados en la mano, sejugaba la última muía de las dos quecompraron en la costa y llevaban a SanMiguel Acatan.

—Y por qué has de tirar vos… —defendió Hilario el brazo y la manocerrada en que apretaba los dados;forcejearon—, primero me quitas lospulsos.

—Porque a vos te quieren y así no

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se puede; yo que no tengo a naide; siquerés a la que tenes esperanzada medas los dados… —entre ellos nuncadecían el nombre de la mujer queconsentían como cariño verdadero,aludían a ella indirectamente, pronunciarel nombre era poseerla en cierto modomágico, prudencia que contrastaba conla facilidad con que citaban los nombresde las mujeres que servían para ladivierta del catre—; dame los dados,haceme caso, vas a perder la muía…

—¡Déjame, Olegario!—¡No te dejo!—¡Yo sé que voy a ganar!—¡Yo sé que vas a perder! ¡Perder

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así dos muías! ¡Déjame el tiro, si no espor aquélla, déjamelo por la Miguelitade Acatan!

Al oír invocado el nombre de ladoncella de su fantasía, un ser que paraél era tan real y viviente como cualquierotra persona, Hilario soltó los dadoshúmedos del sudor de su mano trémula.

—Y con él ¿va igual?… ¿Va lamuía?… —preguntó don Casualidón, elespañol, acodado al cuto Melgar, por ellado en que le faltaba el brazo.

—Por supuesto… —contestóPorfirio con un flato bárbaro; el hombrefuerzudazo y valiente, se rajaba elúltimo a la hora de un pleito y daba duro

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cuando pegaba, pero en el juego corríainutilón y cobarde por falta de sujeto aquien salirle al frente, a quien sujetar yquebrar con Las manos; la suerte…¡bah!… los que no son hombres paraenfrentarse con el trabajo, enemigo queal fin se hace amigo, buscan esa jodiciapara irla pasando, porque siemprejuegan con trampa.

—Pues si con él va igual —dijo elcuto—, échele maíz a la pava; ay, mihamaca, decía mi abuelo, y dormía entres pitas.

—¡Va! —gritó Olegario golpeando yya para soltar los dados se detuvo;levantóse el ala del sombrero alarmado

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por la presencia de un gallo palancón,desplumado y molestoso.

—¡Este gallo es el que nos traetorcidura! ¡Animal más feróstico!¡Sáquenlo de aquí! ¡Échenlo pa fuera!Con la mala potra que tenemos y lamierda esa andando para un lado y otro.

El cuto Melgar le respondió en elacto:

—No, hombre, deje al gallo, no leestá haciendo nada…

—Casual sea mi verdaderacontraparte; si tiene pacto con el gallo,dígalo de una vez, no tiro y se queda conla bestia. A dos puyas no hay torovaliente, usté con gallo y con dados… Si

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yo sé, traigo mi gallo.—¡Pare su rancho y deje de estar

corriendo limpio! ¡Cargante, si sabe traeel prieto; deje al gallo!

—¡Charas la mier!…—¡Zacarías con las narices!—¡Animal más horrible, ya hasta

miedo le tengo, no tiro si no lo echa alpatio, qué fuerza es que esté aquí connosotros!

—Pues sí es fuerza…—Porque le trae suerte…—¡Tire y cállese!—¡Mientras esté el gallo no tiro!—Y de veras —exclamó Hilario—,

otro gallo nos hubiera cantado sin ese

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animal hambriento aquí presente medioa medio.

—¡Explica vos, Sicambro! —chillóel cuto con la cólera en los colmillos,que eran los únicos dientes que lequedaban arriba.

Don Casualidón, el español, a quienaquello de Sicambro le caía como unapatada, trató de calmar los ánimosexplicando que el gallo tenía que estarpresente por si llegaba a venir lamontada.

—Ésas son babosadas… —dijoOlegario—, qué tiene que ver una cosacon otra. No, viejo, arriero soy porquearreo, pero no pijijes y menos a

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guacalazos de agua.El cuto Melgar, mostrando los

colmillos de víbora manchados denicotina, se vio obligado a explicar más:

—Aquí el terreno es suave, más hoyque está mojado, y las bestias no hacenruido, como si caminaran sobrealfombra; naturalmente la montada lecae a uno sin que pueda zafar bulto.

—¿Y el gallo avisa? —preguntóOlegario con sorna.

—Ponga los dados en la mesa…—No es cuestión de eso, yo quiero

seguir jugando, ya que nos ganaron unamuía y tal vez la recupero.

A instancias del cuto, Olegario

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obedeció, puso los dados en la mesa, noquería, pero cedió, convenido queseguirían hasta que ellos o el cuto y donCasualidón, el español, se quedaran conlas muías.

Pero poniéndolos Olegario y el cuto,sin que los presentes se dieran cuenta,barriéndolos con el muñón del brazo quele faltaba, de un golpe los echó al sueloy el gallo, ni bien habían caídoprecipitóse, tas, tas, tas, y no dejó nada,desaparecieron.

—Y ¿cómo hace?, ¿cómo enseñó algallo? —indagó Porfirio, a quien todoaquel aparato le parecía viva cosa deldiablo.

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—¡Cómo hace… cómo enseñó algallo…! —se le rió el cuto en la cara—,lo mantengo con hambre y así al caer losdados cree que son maicitos.

A pesar de la explicación práctica yel respeto que se conquistó el gallo,como colaborador hambriento, útilísimoesqueleto que entraba en funciones convoracidad de fuego cuando asomaba lapatrulla montada sin hacer ruido, lacarabina lista y deseandito darle gusto aldedo, hubo que sacarlo. Afuera el gallo.Don Casualidón puso otros dados en lamesa y frente a frente quedaron Olegarioy el cuto para seguir echándole al chivo.Olegario recuperó la muía perdida y a

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golpes de mudo, sin mucho hablar, leganó las otras dos al cuto que ya no tuvomás que «parar», dándose por terminadoel desafío. Según segunes, en las últimasjugadas Melgar soltó un dado culero y niasí pudo: la suerte cuando da, da ycuando quita, quita. Si Dios quiere saleel sol y llueve, como ahorita mismosucedía.

—Yo, mucha, vengo con el galilloseco de la pena que me hicieron pasar;hubo rato que sentí que se me fruncía elcutete —dijo Porfirio agarrando aviadaen un medio trepón del camino, elaguacero de espinas de plata bajo la luzsolar lavaba los pequeños cerros

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cercanos color de ayote tamalito—; y lopeor, digan, que eran las muías reciéncompradas las que ya se estaban yendocon el cuto, una ya era del fregado, ypagadas tan recaras.

—¡Descaballadas de este Hilariomequetefre que se ha vuelto jugador yturbulento!… —Olegario hablaba quehabría querido chamuscarlo con la voz,entre alegre y de mal talante.

—¡Ja, ja, ja… —reía Hilario, reía ydecía—… ja, ja…, la sacada del gallolo torció; estaba que si se persina searaña!

—¡Ahora te da risa! pero si a mí nose me endereza el santo dendequeaque

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andaríamos a pie, porque tras perderesas dos mulas, «paramos» las nuestras,¡qué importancia tres más, perdidas dos!… ¡Ganarle hasta las bestias con todo yque ya estaba metiendo el «prieto»!

—¡Bueno estuvo —gritó Porfirio—por querer hacer manganila! ¡Del que tehas de librar, Dios lo señala, dice eldicho!

—Hilario me gustaba a mí cuandobebía, no ahora que se ha vueltojugadorazo —siguió Olegario—; seechaba sus tragos, se pescueceaba susbotellas y se soltaba a contar unalonganiza de versos que sabe dememoria, enredijo para volver loco a

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cualquiera… Pero hago mal en hablarasí, por unos de esos versos me aflojólos dados; le tiene más puesto el afecto alo ficticio que a lo real, es pueta; si a yono se me ilumina pedírselo por laMiguelita de Acatan, perdemos hasta lacamisa.

—¡Ja, ja… —seguía riendo Hilario—, el gallo lo torció; entre la Miguelitay el gallo! ¡Cuto bruto! ¡Cuto animal!

—¡Eso es, ahora insúltalo…jugador!

—Porque vos lo decís; lo que pasaes que si veo muía se me pone hacerviaje; si veo santos me vuelvo bueno yrezo, aunque tengan los ojos como se los

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están poniendo ahora, ojos que no sonde santo; si veo dados, pues juego, y novaya a ver muletas porque me sientocojo, y no vaya a ver mujer, porque no tedigo.

Don Casualidón, el español, losalcanzó montado en un caballo careto.La cabezada, el freno, los estribossarracenos, todo muy bueno. Sus ojosclaros de caramelo ensalivado, las alasaleteantes de su sombrero; se contabaque era cura arrepentido, y sí tenía elaire eclesiástico bajo su fieltro, con laamericana oscura cerrada hasta elcuello, las guedejas rubias tras lasorejas y la cara fresca a pesar de los

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años.Eclesiástico, filibustero o las dos

cosas, don Casualidón enterró susúltimas auroras en aquel sitio dearenales finos, secadores, terriblementenocivos para los pulmones, donde el quellegaba con ánimo de avecinar se ibatemeroso de asfixiarse poco a poco ynadie estuvo más que de paso.

Don Casualidón se conmovía, seerizaba, cada vez que el cuto lo llamabaSicambro. Las ocho letras de la palabraSicambro lo sacudían de arriba abajo,igual que el látigo del domador a la fieraacorralada. En el vivir cotidianoolvidaba su pasado, mas al conjuro de la

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palabra Sicambro, sentía la boca llenade amargor dulce de vómito, recordandoque él mismo se condenó a pasar susúltimos días en aquel sitio en que sólose podía vivir como castigo, donde lasbestias eran flacas y tardías, la tierradesnuda y quemada por el aire, lavegetación tostada, rastrera, huidiza,rara la caza. Colgó la sotana, para quéocultarlo, cuando su codicia rapaz lohizo indigno de su sagrado ministerio yechóse encima un negro remordimientode irlandés. Lo era por parte de sumadre. Si hubiera sido español, sihubiera sido sólo español, decíalodespacio, palabra por palabra: sólo

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español, agarra su ambición y se la untaen el cuerpo como un aceite perfumado,sin temor al irlandés que afeaba ycondenaba su codicia, lucha desentimientos enconados que lo redujo ala condición de un ser mezquino. Poreso, por mezquino, se condenó a moriren un rincón en que ni la muerteenraizaba, porque esqueletos deanimales y hombres allí fenecidos,pronto se descarnaban y desgastabanhasta convertirse en láminas de huesoque el aire huracanado arrastraba comohojas de un otoño sepulcral.

Pero vale la pena de contar suhistoria desde el han de estar y estarán

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que un día se nombró a don Casualidóncura párroco de una hermosa poblaciónde ladinos pobres, como hay tantos entierra fría y pretenciosos como pocosdebido a sus letras, no muy bastantes,pero sí las necesarias para llamarseletrados, gente de peso, triste eimportante. La dulce pobreza aldeanaque se disimula con buenos modales,agua, jabón y regalitos rodeó al párrocorecién llegado de buena mesa, libros deestudio y pasatiempo, visitas, tertulias,briscas, tresillos, días de campo.

Sentado en su dormilona decabecear antes de acostarse, paladeandoa sorbos una tacita de té, supo don

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Casualidón, por una de las visitas, queun compañero que tenía a su cargo laparroquia de indios de esos quetrabajaban en los lavaderos de oro,pensaba renunciar, por falta de salud. Elirlandés adormecido por el té, no pudonada contra el español que apuró en unmomento de ambición toda el agua queha pasado por los lavaderos de oro,para quedarse con una pepita de oroentre los clientes, sobre la lengua, bajoel cielo de su boca.

—¡Gallinas, cacao, tostones!Ya no era don Casualidón, sino

aquel don Bernardino Villalpando,obispo de la diócesis en 1567, con sus

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clérigos portugueses, genoveses, susobrino y la ma–levada.

El papel aguanta todo. DonCasualidón escribió al sacerdoteenfermo proponiéndole la permuta desus cargos, quejosísimo de no habersabido hasta ahora sus quebrantos desalud, porque si no antes se lo hubierapropuesto, no importándole, por lomismo, renunciar a los beneficios de suparroquia de tierras de panllevar ybuenos cristianos.

El cura del poblado de los indios, unsanto de palo duro quebrantado por lapolilla de los años, le agradeció porcarta su buen corazón, su gesto

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generoso, sin aceptar la propuesta de lapermuta por ser su parroquia decincuenta mil indios indiferentes, una delas dejadas de la mano de la limosna,pobre, pobre, pobre.

El español, mientras leía la cartasepultó la mano que le quedaba libre enla bolsa de la sotana buscando un pocode rapé pellizcado de la tela. En sucodicia tomaba la desnuda verdad delcura enfermo, como una exageraciónpara ocultar más a gusto a los cincuentamil indios, que, por indiferentes quefueran, laboraban en los lavaderos deoro. En su imaginación saltaban, comoen un surtidor, coladera en que el agua

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parece una risa, las pepitas y las arenasauríferas. Veía a los indios color de palode jobo, con músculos de dioses, traerlede regalo, domingo a domingo, una deesas pepitas. Por herejes que sean valenmás que estos ladinos catolicísimos,pero con todo hipotecado.

A mí se me hace gran cargo deconciencia, le escribía el cura de indios,en una segunda carta, la permuta en quesu merced insiste, y por eso prefierodejar de su cuenta las gestiones ante lacuria.

Don Casualidón, el español, setrasladó a la capital, habló con el señorarzobispo, quien alabó grandemente su

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desinterés y sacrificio, y un sereno díade marzo hizo su entrada en la poblaciónde indios con pepitas de oro, y dejó a sucolega en la dorada pobreza de una casaconventual amplia, ricamenteamueblada, con ventanas a la plazaprincipal, luz eléctrica, agua en losbúcaros de los patios, baño, loro ysacristán amujerado.

Al sólo llegar a su nueva residenciaasomó don Casualidón, el español, lacara a la plaza principal metiendo lacabeza por un ojo de buey, en que porpoco se queda trabado del cogote,ventanuco que daba luz a su habitación,por la traza más parecido a un calabozo;

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el piso de piedras de río, pegadas conmezcla ordinaria, las paredes sucias, lasvigas ahumadas. La cama, un catre detiras de cuero. Una mesa coja. Nadieasomaba. Dio voces. Todo parecíaabandonado. El arriero que lo acompañócon el avío, se volvió en seguida. Porfin, de tanto clamar en el desierto,asomó un indio, le dio las buenas tardes,ya entrada la noche, y le preguntó qué sele ofrecía.

—Alguien que venga a servir dealgo… —contestó el español.

—Nuay —le dijo el indio.—Voy a querer comer algo, hay que

hacer fuego.

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—Nuay —respondió el indio.—Pero soy yo el nuevo párroco,

avísale a la gente; aquí, cuando estaba elotro padre, ¿quién servía?

—Ninguno es que servía —contestóel indio.

—Y en la iglesia, el sacristán…—Nuay…Don Casualidón, el español, fue

acomodando sus cosas, ayudado por elindio. Aquello no podía ser. Se le subióel más duro conquistador a la cabeza ytrepó al campanario por una escaleracrujiente. Un repique violento, igual quealarma de incendio, anunció su llegada.Al bajar del campanario entre telarañas

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y murciélagos, encontró al indio quehabía mandado a dar noticia de su arriboa los vecinos.

—¿Ya fuiste a avisar? —le preguntó.—Ya…—¿Les avisaste, le dijiste a todos?

—le preguntó.—Sí…—¿Y qué dijeron?—Que estaba sabido que había

llegado…—¿Y no van a venir a saludarme, a

darme la bienvenida, a ver qué se meofrece?

—No.Una lenta oscuridad bajaba con

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andar de tortuga de los amuralladosparedones de un templo que fue orgullode arquitectura en el siglo xvi. Loscincuenta mil habitantes, repartidos enhondonadas y riscos, extraños al mundoque parpadeaba afuera, bajo lasestrellas, dormían su cansancio de razavencida. Lenguas de lobo parecían lascalles bajo los pies de don Casualidón,el español. Personalmente andaba dandovoces a las puertas. Le contestabandormidos, en un idioma extraño detartamudos, y en algunas casas, a sudesesperado llamar y pedir auxilio,asomaron caras cobrizas a saludarlo sinafecto y sin odio.

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Esa noche lo comprendió todo. Lasestrellas brillaban en el cielo comopepitas de oro. No necesitó más. Delmapa de Europa fueron saliendo tierrascatólicas, amontonándose sobre sushombros, hasta arrodillarlo. La bestiaespañola se resistía a doblar lasrodillas, igual que un toro herido, ybufaba mirando de un lado a otro, conlos ojos enrojecidos, brasosos. Pero searrodilló en las piedras de sudormitorio, doblegado bajo el peso delremordimiento, y así permaneció toda lanoche. Perlas de sol helado en los altoshornos de sus sienes, en su frente;regaderas de sudor frío en sus espaldas

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vencidas. Al pintar el alba subió alcampanario a llamar a misa, abrió eltemplo, encendió los dos cirios del altar,se revistió a solas y salió. Nunca un«Introito» tuvo tanta voluntad atrás parael «mea-culpa». Se sonó las lágrimas,antes de comenzar:Confíteor Deo… Elindio de los «nuay» se asomó. Le hizoseñas para que se acercara a ayudarle.Algo sabía. Alcanzar las vinajeras,pasar el misal, arrodillarse, ponerse enpie, santiguarse. Terminó la misa y huboque juntar fuego para el desayuno. Elindio fue a conseguir café. Más parecíamaíz tostado. El pan medio crudo. Unasnaranjas. Y eso de alimento hasta

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después de mediodía en que volvió elcafé, el pan crudo y como variante, enlugar de naranjas, dos guineos morados.En la tarde, nada, y en la noche, menos:café frío. La penitencia fue larga:hambre, silencio, abandono, pero leaprovechó espiritualmente: todo elorgullo del católico español acurrucadobajo la cristiana sangre del irlandés. Lasprivaciones le hicieron humilde. Seadaptó a una vida primitiva, lejos de lacivilización que veía, desde sutemplanza y simplicidad, como unhacinamiento de cosas inútiles. Losnativos eran indios pobres, llenos denecesidades por sus familias numerosas.

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La riqueza que pasaba por sus manos enlos lavaderos de oro y en los trabajos decampo, no era de ellos. Salarios demiseria para vivir enfermos, raquíticos,alcoholizados. Al principio hubieraquerido don Casualidón, el español,inyectarles energías, la salud que a él leiba faltando, diría don Quijote,sacudirlos como muñecos para quesalieran de su renunciacióncontemplativa, de su silenciomeditabundo, del despego a lo terrenalen que vivían. Pero ahora, corridos losaños, no sólo los comprendía, sinotambién él participaba de aquella actitudde semisueño y semirrealidad en que el

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existir era un seguido ritmo denecesidades fisiológicas, sincomplicaciones.

Una oscura visión, oscura porque noosaba sacarla muy afuera de suconciencia para examinarla,conformándose con entreverla así, sinexplicación; una visión inestable,formada a manchas que se juntaban yseparaban, como los caballos en queahora iban entre una guedeja de arco irisy nuevos nubarrones cargados de lluvia,le hizo partícipe de la felicidad deaquella gente buena, pegada a la tierra, ala cabra, al maíz, al silencio, al agua, ala piedra, y despreciadores de las

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pepitas de oro, porque conocían suverdadero valor.

Era contradictorio conocer el valorde una pepita de oro y despreciarla. Losindios desnudos en los ríos que en lasdeporqué de su visita. Un viajelarguísimo, mitad en camilla, mitad acaballo, para pedirle a su Señoría unagran merced. La que usted ordene, ledijo el padre criollo, siempre que sea ala mayor gloría de Dios.

Don Casualidón, el español, extrajodel bucal con dificultad algo que paraque saliera hubo que buscarle el lado,tiempo que el compañero, sincomprender bien de qué se trataba,

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estuvo a ver lo que sacaba. Por fin, donCasualidón lo tuvo en la mano. Elclérigo amigo comprendió menos. Unfreno. Don Casualidón se lo entregódiciéndole: ¡Póngamelo, padre!¡Póngamelo!… Y le acercaba la bocaabierta para que lo pusiera. ¡Porcaballo, lo merezco! ¡Por bestia! ¡Porambicioso!…

Don Casualidón colgó la sotana yhuyó convencido de que no habíaquemado lo que hasta entonces adoraba,con el nombre de Sicambro, a las tierrascenicientas en que nada era estable yduradero, porque el ventarrón barría contodo.

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Francamente era alegre acompañarseen los caminos, y aquel don Casualidón,en su caballo careto, seguía teniendoestampa de bandolero. Antes de SanMiguel Acatan los dejó, después de unabreve despedida. Siempre buscando lafrontera, pensó Hilario Sacayón, y loque está más allá, pensó PorfirioMansilla: los ríos navegables, lasmonterías con hombres y saraguates, elgolpe del canalete que va empujando lascanoas, los pavos silvestres únicos en elmundo, de plumaje negro y copete rojo,las parlamas, los botaderos, paradespachar las maderas preciosas,despeñándolas en las divinas manos de

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la espuma. Igual pensó Olegario. Sólofue pensada. Ninguno habló. Les habíaentrado el callado de los que vanllegando a la querencia. Hilario se lequedaba mirando a Porfirio de caballo acaballo. Pocas veces un amigo ha tenidotanta admiración por otro. PorfirioMansilla era perfecto. Haberleadivinado que no le dio alcance alcorreo Nicho Aquino, porque se levolvió coyote. Pero Hilario sólo dacomunicar a sus apuros, más apuros porsaber de qué se trataba. Bautizó al crío,que llevaba en las manos una inditacolor de afrecho, trenzuda y ojerosa, y alsalir del baptisterio el matrimonio,

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seguido de un indio tarugo que sirvió depadrino, sin siquiera quitarse la estola,apresuróse a sacudir de nuevo el bucul.No cabía la menor duda. Plata, monedasde plata. El sonido de las monedas deplata al chocar una con otra. Lo destapó,encajándole las uñas a la tapa redonda ybien ajustada, para ver lo que había.Todo el engranaje de su cara placenterase transformó en el más agrio gesto deenfado. Guardó el hallazgo y salió alpueblo en busca de una bestia para hacerviaje. No encontró. Entonces se hizo elenfermo para que los indios organizaransu traslado en camilla, hasta la primerapoblación en que hubiera médico o

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caballo. Y así, acostado en una camillade hojas salió de aquel pueblo deindios, don Casualidón, el español,cargado por cuatro muchachones queacezaban, hablaban, acezaban, hablaban,acompañados de un viejo bigotudo quede vez en cuando se acercaba a losindios, que le besaron la mano antes devolverse, mejor caballo. Para él,españolísimo, viajó como uno de losreyes muertos, camino al Escorial. Paralos indios, como uno de los señores quellegaban en andas a la Gran Pirámide.Abandonó la camilla, despidió a losindios y alquiló un caballo paradirigirse a su anterior curato. Sus

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zapatos, casi sólo lo de arriba, porqueya no tenían suelas, sonaronapagadamente en las baldosas brillantesde su antigua casa conventual. Allíestaba el sacerdote a quien, creyendoengañar, le permutó su parroquia deladinos endeudados hasta la coronilla,por el curato de indios ricos.

Lo recibió dándole palmadas degusto, apresuróse a decirle que estaba en«su casa», y ordenó al ama quepreparara chocolate y una habitación;esa noche se quedaría allí.

Nada aceptó, fuera de los afectos,don Casualidón, el español, barbudo,desencajado, ojeroso, sin antes explicar

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el sembocaduras formaban telarañas deagua, melenas capilares de líquidossistemas, semejaban fuerzas ciegasechando a la hoguera de los interesesdel mundo, el fuego de los cientos debrasas encendidas, cuyo valorverdadero era la ruina total del hombre.Aquellos indios se vengaban de susverdugos poniéndoles en las manos elmetal de la perdición. Oro y más oropara crear cosas inútiles, fábricas deesclavos hediondos en las ciudades,tormentos, preocupaciones, violencias,sin acordarse de vivir. Don Casualidónse llevaba las manos a las orejas, parataparse los oídos, creyendo horrorizado

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que había vuelto a escuchar lasconfesiones de la gente civilizada quedan tanto asco. Mejor sus indios, susfiestas en los solsticios, sus borracheras,sus bailes endemoniados.

Noche a noche, don Casualidón serepetía las palabras de San Remigio albautizar al rey Clodoveo, en la catedralde Reims: «Inclina la cabeza, fieroSicambro, adora lo que tú has quemadoy quema lo que hasta ahora habíasadorado», y apretaba los párpados,hasta sacarse lágrimas que en laoscuridad eran de tinta negra, paraborrarse de las porcelanas azules de susojos la visión de los tesoros, contento

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con su pobreza entre aquellos pobrecitosde Dios, a quienes llamaban«naturales», para diferenciarlos de loshombres civilizados que debíanllamarse «artificiales».

—No vas a tener para pagarte elbautis del muchacho Juan, pero te voy adejar esto para usté… —le dijo unindio, una mañana, un domingo.

Don Casualidón, el español, estuvoa punto de rechazar el pequeño bultoredondo, en forma de un fruto de peragigante, que le ofrecía el indio y que ibasacando de un envoltorio de pañuelos,pero oyó, para su mal, que dentrosonaban algo así como monedas.

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Y, Villalpando, Villalpando,Villalpando, con diez sobrinos en lugarde uno, alargó los dedos para tomar laofrenda. Pesaba. No podía ser más quedinero, bambas o ¡pepitas de oro!… Losacudió fuertemente y un retintínmetálico pareescuchó, sin contestarle; anadie dijo nada, ni a la Aleja Cuevas,por el temor de que si descubría que enla Cumbre de María Tecún topó al señorNicho convertido en su nahual, le fuera apasar algo grave, le acarreara malasuerte: era tan sagrado, tan de íntimaamistad el vínculo que entre ellosestableció el furtivo encuentro, querevelarlo acarrearía desgracia, porque

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era romper el misterio, violar lanaturaleza secreta de ciertas relacionesprofundas y lejanas. Balbucía algunaspalabras cuando estaba a solas y dejó detomar muchas copas temeroso de que sele fuera a soltar la lengua. Seis anisadosy un par de cervezas, la medida. De allíno pasó. Hasta cambió de carácter; yano tenía el buen reír de antes, suverborrea de bromista de velorio.Dueño de una verdad oculta, callaba,callaba y en sus ojos, al dormirse,juntábase la imagen del correodesaparecido, del que en San Miguel nose tuvo más noticia, con el sueño que erauna especie de coyote suave, de coyote

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fluido, de coyote oscuridad en cuyasombra se perdían, en cuatro patas, losdos pies del correo.

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18

En lugar de cabello, pelo de músicade flauta de caña. Un pelo de hilos finosque su mano de hoja con dedos peinabasuavemente, porque al hundir mucho susuñas, cambiaba el sonido, se leresbalaba como un torrente. Asistía agrandes derramamientos de piedra conun sentimiento de ferocidad en la carnede zapote sin madurar y el vello helado,zacate repartido sobre sus miembros. Laafirmación de una cárcel de Abras

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musculares tensas, rejuvenecidas,bañadas por lava con rabia de sangre yteniendo de la sangre sólo el rojo puro,la voracidad solar de metal amalgamadoque reduce a la impotencia al suavehermano que se le agregó en busca deprotección. De un salto de naricesabandonó una acolchada nube de olor deipecacuana. Necesitaba llegar, salir através de aquel enredo de presencias adonde estaba su mujer, cuyo rastro teníaen las narices. La jerga hilada de lachaqueta cedió, la manta del calzóncedió para caer en pedazos de manchasy ser arrastradas por la corriente deagua carbonosa. El suelo se rascaba sin

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manos, como él, con sólo sacudirse. Laregión de los pinos, de las picazones. Élsacaba de las encías de glorioso colorsandía los largos dientes y conmovimiento de máquina de rapar, serascaba la panza, el lomo, las patas, losalrededores de la cola color demembrillo podrido. En su rascarseimitaba la risa del hombre. Extraño serasí como era: animal, puro animal. Elojo de pupila redonda, quizásdemasiado redonda, angustiosamenteredonda. La visión redonda.Inexplicable. Y por eso siempre andabadando curvas. Al correr no lo hacíarecto, sino en pequeños círculos.

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Hablando, hablando, en un como sorboprofundo o grito de asombro, se tragó lagarganta, igual que una ciudad. Mudo,sin más soliloquio que el largo aullidoamoroso, cuerpo en lucha fluida con elviento, llegó a tener el alerta del instintoelemental, de su apetito feroz guardadoen el estuche de su boca hocicuda.Cadenas de salivas relumbrantes demares de apetitos más profundos ysensuales que la sombra guardada en laspepitas negras de las frutas. Y el tesónde afilar las uñas, marfiles ocultos encebollas de goma. Su cabezaconformada en hacha, volvióse a todoslados, daba hachazos a izquierda y

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derecha. ¿Qué animales le seguíantrastumbando? Dos pesados monstruossin patas ni cabeza. Los sacó con losdientes, hurgando alrededor de ellos,como si los bañara de risa. Le comíaque estuvieran presentes. Sacudírselosde encima. Quitárselos. Animales sinextremidades, sin cabeza, sin cola. Sólocuerpo… ¡Ji, ji, ji… ji, ji, ji!… Dio unapatada al aire, igual que si soltarainesperadamente un elástico, soltó supie, y quiso huir, pero llevaba los sacosde correspondencia atados al cuello,animales sin pies ni cabeza, sólo elcuerpo, ji, ji, ji…

Notó que fuera de su andar de

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menudas cebollas zigzagueantes, rápidocomo el trueno, daba a cada ciertotiempo unos pasotes trabajosos contamaludos pies de arena. En uno de estospasos inseguros rodó barranco abajo porun desfiladero, sólo que en lugar de irdando golpes con el cuerpo y la cabezaiba sobre patitas de menudas cebollaszigzagueantes.

A su lado estaba el hombre de lasmanos negras, el que se vino con él de laaldea «Tres Aguas», el que le prometiódecirle por dónde encontraría a sumujer. Estaba a su lado, perodesaparecido, borroso ya, en medio deuna espesa polvareda. Detenerlo,

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hablarle, defenderlo, decirle que sedesaparecía. Nada pudo. Sólo vio quese llevaba su chucho y hacía señas deque siguiera por la cueva que le quedabaenfrente.

Se acobardó. Le dolían los piesheridos de andar entre zarzales. Pero élno anduvo más que algunos pasos,porque luego se desburrumbaron con elviejo de las manos negras, hasta laentrada de la cueva. ¡Cómo que noanduvo! Mucho y por todas partes.Sentóse en un peñón color de fuego. Elfuego helado de la tierra. Sentóse a verqué hacía. El camino real. Lo recordabacomo una dicha y la vaga memoria de

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haberlo recorrido ya, hasta la Cumbrede María Tecún. Pasó por donde noquería que pasara el viejo, mientrasestaba con el viejo. Un rápido ir yvolver, ir, asomarse y volver. Sentóseentre la bocanada de la cueva y elespinero. Sombras de cerros picudosregadas en láminas de arena midieron,persiguiéndose, como agujas gigantescasde relojes de sol, el tiempo que para elseñor Nicho ya no ha de contar más. Uncuervo color de llave vieja voló hastapicarle el hombro. Se sorprendió elpájaro de encontrarlo vivo. Dormía conlos ojos abiertos junto a los sacos decorrespondencia. Se decidió a entrar en

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la cueva. Pero al dar los primeros pasostuvo el temor de que aquellas fauces deboca de fiera desdentada fueran acerrarse y se lo tragaran. En busca de laclaridad, sacó la cabeza para mirar alcuervo. El hambre le goteaba sabores:asados, tortillas, silabarios de frijolescomo letras negras en las cartillas de lospixtones, alfajores, rapaduras con anís,agualoja. Midió por distancias de saborhasta qué miseria había caído por andarperegrinando en busca de su mujer.Pagaba las consecuencias de sunecedad. No era necedad. Pues de sucapricho. No era capricho. Pues de sugana de volverla a tener bajo su

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respiración caliente. Y por qué nobuscar otra. Porque no era igual. ¡Ajá!Ése era el secreto: ¿por qué no eraigual?…

La «tecuna» huye, pero deja laespina metida y, por eso, con ellas noreza aquello de «ausencia se llamaolvido». Se les busca como el sedientoque sueña el agua, como el borracho quepor una copa le daría la vuelta al mundo,como el fumador que loquea porconseguir un cigarrillo. Arrastró lossacos de correspondencia y se hizo másadentro en busca de otra piedra parasentarse. De veras estaba cansado. Perono recordaba haber andado mucho aquel

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día. De la aldea Tres Cruces, al lugardel camino real en que desapartó con elviejo de las manos negras a unabarranquita. Aunque vagamenterecordaba haber ido hasta la Cumbre deMaría Tecún. Una piedra más bien pachele dio asiento. Iba a pensar bien, fuerade la luz, a solas, bajo la tierra, elporqué no podía estar sin su mujer.

Las «tecunas» —menos directopensarlo en plural— tienen adentro desus partes, cuerpos de pajaritospalpitantes, unas; otras, vellosidades deplantas acuáticas que vibran al pasar lacorriente caudalosa del macho, y lasmágicas, sexos que son envoltorios

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alforzados, graduales para plegarse odesplegarse en el éxtasis amoroso, allácuando la sangre jalona sus últimasdistancias vivas en un organismo que sealcanza, para saltar a ser el principio deotra distancia viva. El amor es inhumanocomo una «tecuna» en el hundimientofinal. Su hociquito escondido busca laraíz de la vida. Se existe más. En esosmomentos se existe más. La «tecuna»llora, se debate, muerde, se estruja, sequiere incorporar, silabea, paladea,suda, araña, para quedar después comoavispa guitarrona sin zumbido, igual quemuerta de sufrimiento. Pero ya ha dejadoel aguijón en el que la tuvo bajo su

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respiración amorosa. ¡Liberarse paraquedar atados!…

Ahora, ahora ya saben las piedraspor qué la busca. Ahora, ahora ya sabenlos árboles por qué la busca. Ahora, yasaben las estrellas por qué la busca. Losríos por qué la busca…

Sirviéndose de pedruscos de tizarojinegra que vio esparcidos en el suelo,se pintó ojos en la cara, en las manos yen los pies, en la planta de los pies, porindicación del viejo de las manosnegras, cara de gusano de geranio que sefue con su perro, y así tatuado de ojosechó a andar hacia adentro, a cuestas lossacos de correspondencia, entre

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cangrejos blancos, murciélagos y unosescarabajos ciegos de larguísimasantenas.

Nicho Aquino, ¿adonde vas?, sedecía él mismo bajo la tierra de peñasgoteantes, escuchando el concierto delas raíces que succionaban comopuntitas de amor, en sexos de «tecunas»,la vida de los terrenos, desde elperfumado hasta el hediondo, desde eldulce hasta el amargo, y el picante, elvenenoso, y el quemante, y el agrio, y elgrasoso. Un fluido de meteoros ocultoslo empujaba a lo brujo. Así iban loscorreos veloces de los caciques, porsubterráneos que comunicaban pueblos.

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Los correos son como los hijos dehuisquilar. Los huisquilares andan yandan y andan. Sus guías patentementese van por aquí, por allá, por todaspartes. De un día para otro, más ligerosque el sol. De una noche para otra, másligeros que la sombra. Ya estaba. Elhombre de la cara de gusano le explicóque llegaría a Cara Pintada, sala de luzsolitaria. Retrocedió sorprendido,abierta de par en par la boca, suspensoel paso. Por un altísimo cañón sederramaba la luz del sol hacia elinterior, con movimiento de agua; peroal caer más adentro, ya sobre su cabeza,volvía a ser agua, agua, agua, pero agua

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estática, agua congelada en diamantes,en éxtasis de diamantes, pero no sólo dearriba, de abajo salía también unaextraña verdura de cristales. Tuvo lasensación de estar dentro de una perla.A veces, la luz del cañón, sin duda alfortalecerse el sol, afuera, pasaba através de los árboles que en bóveda tu-pida cubrían los encumbradostragaluces, y el mundo que hace unmomento era de diamantes oscurecíahasta la noche verde de la esmeralda, lanoche de los lagartos, del sueño frío delas lianas. Primero gajitos de limaverde, luego esmeraldas puras.

El señor Nicho puso a un lado los

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sacos de correspondencia, se quitó elsombrero, como en la iglesia y siguiómirando alelado. Debía vivir alguien enaquel lugar. Se estaba desperdiciandotanta belleza. Por qué ño regresar, hastaSan Miguel Acatán y avisar para quetodos se vinieran y se quedaran aquí. Noera la gruta de un cuento de niños. Eraefectivamente real. Tocóapresuradamente, como el que teme quese le deshaga en las manos lo que creeun sueño, las agujas luminosas. Daban lasensación de estar más frías que latierra, porque a la vista parecíancuerpos calientes, solares. Estaría el solen lo más alto del cielo y por eso

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alumbraba tanto. El señor Nicho seguíatocando los cientos, los miles de piedrasde vidrios preciosos allí soterrados,sólo que ya ligeramente anaranjadas, fonel color de la luna. Sintió frío. Se subióel cuello de la chaqueta. Había quehacer algo para Salir de allí, buscar elcamino real y seguir ruta para ¡entregarlos sacos de correspondencia en elCorreo Central. Si su mujer vivía enparajes tan repreciosos, cuándo iba aquererse ir con él a vivir al pueblo queera un encumbramiento de casas feas,con una iglesia triste. ¿Por qué novenirse a vivir en el subterráneo todos, ytener esta Casa Pintada, como iglesia?

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Aquí sí que luciría bien el altar de Dios.Y el Padre Valentín, y el piano de donDeféric, su señora blanca, hecha paraestas paredes espejantes, y el gordinflóndel administrador de correos, hediendoa sebo de hacer candela, y los arrieroscon sus caballos goteando majestad, alponerles de arreos algunas de estas be-llezas.

Un hombre con pelo azul, más biennegro, en todo caso relumbrante, lasmanos tiznadas, como el viejo que: iedio el camino para llegar eh busca de sumujer a estos lugares recónditos, lasuñas con brillo de luciérnagas, los ojoscon húmedo brillo de luciérnagas, le

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sacó de sus pensamientos. Si le gustabatanto, ¿por qué no se quedaba allí?

—¿Le parece? —apresuróse acontestar el correo, deseoso de hablarcon alguien, para oír cómo sonaba lavoz humana en aquel recinto. Igual queen cualquier otra parte abovedada. Otraprueba de que no estaba soñando niviviendo un cuento de hadas.

Le dijo que le siguiera, el misteriosoaparecido, y fue tras él, al extremoopuesto de la Casa Pintada, donde seoían trinos de pájaros, cenzontles,calandrias, guardabarrancos. tan cerca-nos que parecía que estaban cantandoallí, y cantaban fuera, lejos, dónde; se

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oían parlerías de gentes que hablabanComo loros, y ecos de remos queconducían embarcaciones con movi-miento de alas de pájaros muy grandes.

La Casa Pintada daba a la orilla deun lago subterráneo. En el agua oscurapequeñas islas de millones de algasverdes, manchas que se iban juntando yseparando bajo el pulso tenue de lacorriente. Allí, por mucho que el señorNicho tocara el agua, la realidad eramás sueño que el sueño. Por unagraciosa abertura, medias naranjas debóvedas cubiertas de estalactitas yestalagmitas, se reflejaban en el lago. Ellíquido de un profundo azul de pluma

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brillante, mostraba en su interior, cómoen un estuche de joyas las zoguillas deldeslumbramiento, los fantásticoscaichinitles atesorados por la más indiade las indias, la Tierra. Fúlgidasgranazones de mazorcas de maízincandescente.

—Lo primero, —le dijo suacompañante-— es que sepás quién soyyo, también debes saber dónde teencuentras.

Una pequeña embarcación pasócargada de hombres y mujeresfantasmales, envueltos en mantasblancas.

—Soy uno de los grandes brujos de

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las luciérnagas, los que moran en tiendasde piel de venada virgen, descendientesde los grandes entrechocadores depedernales; los que siembran semillasde luces en el aire negro de la noche,para que no falten estrellas guiadoras enel invierno; los que encienden fogaronescon quien conversar del calor queagostará las tierras si viene pegando contoda la fuerza amarilla, de las garrapatasque enflaquecen el ganado, del chapulínque seca la humedad del cielo, de lasquebradas sin agua, donde el barro searruga y pone año con año cara de viejobueno.

Otra embarcación pasó con frutas:

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guineos de oro, azúcar de oro, jocotesmarañones de pulpa estropajosa colorde sangre, miel de sangre, pepinosrayados para aumento de cebras, anonasde pulpa inmaculada, caimitos que másparecían flores de amatistas que frutos,mangos que fingían en los canastos unageografía de tierras en erupción, nancesque eran gotas de llanto de un diosdorado…

—Las sustancias… —se dijo elseñor Nicho, al ver pasar aquellassustancias ígneas, volcánicas enpresente vegetal, por el mundo pretéritode los minerales rutilantes, fúlgidos,repartidos en realidad y en reflejo por

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todas partes, arriba y abajo, por todaspartes.

—Y sabido quién soy, te diré dóndete encuentras. Has viajado hacia elOeste, cruzaste tierras de sabiduría ymaizal, pasaste bajo las tumbas de losseñores de Chama, y ahora vas hacia lasdesembocaduras…

—Ando buscando a mi mujer…—Contigo viaja todo el mundo tras

ella, pero antes de seguir adelante hayque destruir lo que llevas en esoscostales de lona…

El correo, impuesto como estaba desu deber, amparó instintivamente con elcuerpo los sacos de correspondencia,

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negándose a que fueran quemados.Mejor era seguir camino. Se movieronhacia el Oeste para asomar a un ventanalinmenso, abierto en la negrura de laspeñas, y contemplar desde allí el vacíoazul, lechoso, de la bruma que subía delmar. Nubéculas con patas de arañapaseaban al soplo del viento por elpolvo luminoso de La luz solar, polvoque se mezclaría al agua para que elagua fuera clara, potable, llorosa.Llorosa conductora de nostalgias es elagua llovida. Los que la beben, hombresy mujeres, sueñan con verdes que novieron, viajes que no hicieron, paraísosque tuvieron y perdieron. El verdadero

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hombre, la verdadera mujer que hay, esdecir, que hubo en cada hombre y encada mujer, se ausentaron para siempre,y sólo queda de ellos lo exterior, elmuñeco, los muñecos con deberes degente sedentaria. El deber del correo,como muñeco, es defender lacorrespondencia con la vida, para esolleva el machete, y entregarla a buenseguro; sólo que el muñeco se acaba, eldeber del muñeco, cuando bajo lacascara aparecía lo amargamentehumano, lo instintivamente animal.

Su acompañante, que en la cara teníala soledad de raíz arrancada, extendió ala inmensa sombra verde que empezaba

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en la tierra y acababa en el mar, susmanos de lodo negro con las uñaslentejueleantes de luciérnagas, y dijo:

—¡Hermano del correo es elhorizonte del mar cuando se pierde alinfinito para entregar la correspondenciade los periquitos y las flores campestresa los luceros y a las nubes! ¡Hermanosdel correo, los bólidos que llevan ytraen la correspondencia de lasestrellas, madrinas de las «tecunas» y«tecunas» ellas mismas, porque despuésde beber espacios con andadito de nube,se van, desaparecen, se pierden comoestrellas fugaces! ¡Hermanos del correolos vientos que traen y llevan la misiva

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de las estaciones! ¡La estación de lamiel, Primavera; la estación de la sal,Verano; la estación de los peces,Invierno; y el Otoño, la estación de latierra que cuenta los muertos del año enel camposanto: uno, dos, tres, diez, cien,mil, aquí, allá, más allá, y tantos y tantosen otros lugares! La carne tiene probadala bebida de emigrar, polvo conandadito de araña, y tarde o tempranoella también emigra como estrella fugaz,como la esposa huyona, escapa delesqueleto en que le tocó estar fijamentepor una vida, se va, no se queda; lacarne también es «tecuna»…

El señor Nicho enmudeció de

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espanto al ver que el brujo dejaba dehablar y venía hacia él, apretó laespalda contra los sacos decorrespondencia para defender lascartas como parte de su carne. Pero fueinútil. Hay fatalidades como la muerte.La gana, así a lo macho, la gana deencontrar a su cosquilla, cosquillita demujer en una lejana parte del cuerpo, lehizo ceder y en un fuego de palos secoscayeron los costales de lona tatuadoscon letras cabalísticas.

La hoguera tardó en morder la lona.No le entraban los dientes del fuego,húmeda y pegajosa, tal si hubieraabsorbido todo el sudor de angustia del

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señor Nicho al no saber qué hacer entresus deberes como muñeco-correo y lacosquillita de su mujer. Pero llamas dedientes de jaguar, llamas color de dantacon la lengua fisgosa, llamas de enredijode pelo de oro como leoncillos,mellaron la resistencia de los bolsonesde lona rayados, y por un primer pedazoquitado, mascón abierto en negro y oro,penetraron en el interior de dondesaltaron puños de papeles ardiendo:cartas de sobres cuadrados, de sobreslargos, paquetes de papeles de colores,pedazos de lacre que se derretían comocostras de sangre, trozos de cartón,estampillas…

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El señor Nicho Aquino cerró losojos. No quiso ver más. No tuvo valorpara ver quemarse lo que no habíadefendido, para ver salir, igual que laoreja de un conejo blanco, la punta de lapartitura que don Deféric enviaba aAlemania; el retrato de uno de losmilitares, algún oficial de la guarnición,que se retorcía en el fuego como si vivolo quemaran; los billetes de banco queno ardían pronto, que empezaban a arderpor las orillas gastadas y sucias por eluso de las mil manos de gentes que loshabían contado, ensalivado, defendido y,por último, perdido; los pliegos deljuzgado en papel como de hueso; las

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cartas del padre Valentín, escritas conletras de andadito de mosca, en demandade auxilio contra la plaga de las«tecunas».

El señor Nicho, con los ojoscerrados, oyó que arrojaban la ceniza dela correspondencia a los cuatro nudosdel cielo. Era ceniza de ruindad. Sereunieron los brujos engarabatados,enigmáticos; pelo y barbas; másvegetales que humanos, sin sexo, sinedad. El señor Nicho debía saber porboca de ellos dónde estaba su mujerdesaparecida de su rancho sin dejarrastro.

… Bububú, bububú, jarría con agua

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hirviendo. Un trapo blanco. Un pedazode trapo blanco en el lazo del patio,después del toque de oración casioscuro. Perro que busca ansiosamente ala persona que acompañaba, alrededordel sitio en que se le desapareció. Va yviene, se para, husmea, suelta pequeñoslatidos de lloro, vuelve la cabeza, seempina sobre las patas delanteras paraver adelante, rasca, da vueltas, correpara un lado, corre para otro lado, sinencontrar lo que ha perdido: una mujerque salió de su casa con la tinaja deacarrear agua en la cabeza, sobre elyagual blanco, y a quien él seguía decerca, olfateándole los talones, las

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naguas. Se borró, ya no estuvo, ya no lavio más, por más que la buscó, ni latinaja, ni los pedazos de la tinaja, continaja y todo faltó de repente de lasuperficie del suelo. Primero creyó elperro que se había detenido y agachadoa buscar algo, a recoger algo que se lehabía caído, o simplemente pararascarse un pie; pero no fue así: faltabael bulto, faltaba ella. Mucho tiemposiguió buscándola, después de aquellosprimeros momentos de duda, con eldesasosiego más angustioso, congoja delanzadera, asustadizo, sin saber quéhacer. De seguido hurgaba pequeñostrechos de terreno, para luego levantar

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la cabeza y olfatear en el viento laausencia de la que iba con él y demomento, en el tiempo que dura unsegundo, lo abandonó, lo dejó solo,igual que si se le hubiera escondido. Asaltitos, entre ladridos y llorosgemebundos de bestia que se atonta yteme por la vida del amo, siguió en ellugar desorientado, y sólo bien entradala noche volvióse a casa, donde sederramaba el agua de la jarría, al hervir,apagó el ruego; el trapo seguía en elpatio oscuro como una mancha blanca.

El señor Nicho reunió todas susfuerzas para hacer frente a su desgracia.¡Chucho al fin!, fue todo lo que dijo, en

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tono de reconocimiento a la fidelidad deJazmín, el único que en la soledad deaquel campo cercado de alambres, viola tragedia y retornó al rancho solo. Yno la encontró más, la anduvo buscandoen la casa; al menos oír su voz, sentir susombra caliente de mujer limpia cuandose salía a peinar al sol. Esa noche aullódesconsoladamente.

Al correo se le llenaron los ojos depedazos de chayes que se fueronlicuando en los pozos sin fondo de susojos. Tenía él también que tragársela conlos ojos. Él también. Tragársela.Tragarse la imagen adorada como se lahabía engullido la tierra sin dejar rastro,

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sin que se hubiera levantado del suelohúmedo, barroso, la frágil polvaredaque las levanta el que se cae. Nada.Cayó en un pozo de quién sabe cuántasvaras de profundidad, de esos pozos queperforan en busca de agua y dejanabiertos al no encontrar, sin señal depeligro, sin broquel de ladrillos.Sesenta, ochenta, ciento veinte varas,por allí el agua es raíz honda. Un pozooculto en la maleza como un reptil decuerpo vacío y fauces sin dientes. Lapalabra se le volvía llanto y la tomabade su recuerdo viva, linda, rechula, ypor sus ojos mojados la dejaba caerdentro de su cuerpo adolorido, sin poder

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hacerse, aunque ya se iba haciendo, a laidea de que ya no la volvería a ver, aoír, a tocarle las manos, a sentir el olorde sus cabellos bañados en agua dulce yoreados al sol de la mañana, a pulsarlacuando jugandito la alzaba del sueloingrato que se la tragó, para llevarla deun lugar a otro; ella pataleaba, seenfurecía, se ponía nerviosa, pero luegola risa le picoteaba los hoyuelos de ladoy lado de la boca. Y más pena lecausaba —el pesar es un mundo deraíces que duelen— la pérdida de lasuave compañera de trapos de manta conel olor de las servilletas en que hubocalor de tortillas, dócil y manejable

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compañero de sus noches desatinadaspor el calor de las cobijas, por la ganade ponerla bajo su respiración. ElLlanto le formaba al borde de lospárpados, entre las pestañas, círculoslíquidos, luminosos, tembloroso mundode círculos concéntricos. Se había idoponiendo color de espina. Dejó sucaparazón de hombre, muñeco de trapocon ojos goteantes, su trágico duelo dehombre inseparable del recuerdo de sumujer convertida en un montón dehuesos, y carne, y pelo, y trapos, ypedazos de tinaja, y frío de soguillas yaretes, y enredijo de yagual, en el fondode un pozo en que ella, por ir a traer

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agua, fue al encuentro de su tiniebla.Dejó su caparazón de hombre y saltó aun arenal de arenitas tibias y de lo másarisco bajo sus cuatro extremidades deaullido con pelos. El brujo de lasluciérnagas que le acompañaba, desdeque se encontraron en la Casa Pintada,seguía a su lado y le dijo ser elCurandero-Venado de las Siete-rozas.Mirándolo bien, su cuerpo era devenado, su cabeza era de venado, suspatas eran de venado, su cola, susmodales, su trasero. Un venado con sietecenizas en el testuz, siete erupcionesblancas de volcán entre los cuernitos deaguijón con miel dorada nacida de sus

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ojos de oro oscuro.Y él, sin decirlo, proclama ser

coyote con sus dientes de mazorca demaíz blanco, su alargado cuerpo deserrucho serruchando, echado siemprehacia adelante, sus cuatro patas deLluvia corredora, sus quemantes ojos defuego líquido, su lengua, su acecido (alacezar hacía sufulufulufú…), suentendimiento, sus cosquillas.

La vida más allá de los cerros quese juntan es tan real como cualquier otravida. No son muchos, sin embargo, losque han logrado ir más allá de latiniebla subterránea, hasta las grutasluminosas, sobrepasando los campos de

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minerales amarillos, enigmáticos,fosforescentes, de minerales, de arcoiris fijo, verdes fríos inmóviles, jadesazules, jades naranjas, jades índigos, yplantas de sonámbula majestad acuática.Y los que han logrado ir más allá de latiniebla subterránea, al volver cuentanque no han visto nada, callan cohibidosdejando entender que saben los secretosdel mundo que está oculto bajo loscerros.

La niebla subterránea no esinvencible; pero ciega totalmente,duerme los dedos, la lengua, los pies yvacía poco a poco la cabeza por losoídos, por las narices en forma de

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sangre de oído y sangre de narices, a losque decididos a todo avanzan por lascuevas que aquí se enroscan igual quecueros pegajosos de serpientes quehubieran quedado vacíos, donde noestuviera la serpiente, sólo el cuero, alláse ensanchan en espacios abovedadoscomo iglesias, más allá se empapan susparedes de gotitas de agua destilante, ymás en lo profundo se calientan como sien sus cavidades silenciosas hubieranhecho barbacoas y donde el calor picabacomo chile en polvo, un calor seco,salado.

Los que decididos a todo penetranalgunas leguas dentro de la tierra,

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valiéndose de hachones de ocote que lesdan ojos, muchas leguas entre lagunascubiertas de gorgojos de oscuridad enalforzas de gusano, abismos en los quehay pueblos sepultados a quienesacompaña únicamente el funesto cantodel guácharo, y tantas leguas más enmedio de un tropel de hormigas,zompopos, reptiles y alimañas tal vezinofensivos a la luz, pero en la tinieblapavorosos en sus más levesmovimientos, casi todos los queregresan con vida vuelven del misteriocon los ojos cavados por ojerasprofundas, los labios quemados defumar, los tobillos flojos de cansancio,

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congelados, tiritantes. ¿Pasaron por unalarga enfermedad? ¿Pasaron por un largosueño? Si hubieran tenido ojos deanimales de monte, como el Curandero-Venado de las Siete-rozas y el Correo-Coyote, para ver en la tiniebla misma,habrían seguido impávidos hasta lasgrutas luminosas. Ojos de animales delmonte tenían el Curandero y el Correo,venado y coyote. Los brujos de lasluciérnagas, descendientes de losgrandes entrechocadores de pedernales,les colocaron en los ojos, en laspupilas-globitos de vidrio de sereno,unto de luciérnaga para que vieran en loprofundo de la tierra el secreto camino

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en que iban acompañados de centenaresde animales, de sombras de animalesabuelos, de animales padres quellegaban a enterrar pedacitos de losombligos de sus nietos e hijos, nacidosde las tribus, junto al corazón delcaracol, junto al corazón de la tortuga,junto a la miel verde de las algas, elnido rojo del alacrán negro, el ecosonajero de los tunes. Ellos mismos, susnietos, sus hijos, vendrán después, si lavida les da licencia, para lasconfrontaciones con sus nahuales oanimales que los protegen.

Los que bajan a las cuevassubterráneas, más allá de los cerros que

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se juntan, más allá de la nieblavenenosa, van al encuentro de su nahual,su yo-animal-protector que se lespresenta en vivo, tal y como ellos lollevan en el fondo tenebroso y húmedode su pellejo. Animal y personacoexistentes en ellos por voluntad de susprogenitores desde el nacimiento,parentesco más entrañable que el de lospadres y hermanos, sepáranse, paraconfrontarse, mediante sacrificios yceremonias cumplidos en aquelabovedado mundo retumbante ytenebroso, en la misma forma en que laimagen reflejada sepárase del rostroverdadero. El Correo y el Curandero

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han bajado a presenciar las ceremonias.Los que descienden, y sólo

descienden los que tienen ojos con untode luciérnaga, mitad hombres, mitadanimales de monte, se acomodan comosombras humanas en las grutas oscuras,sobre colchones de hojas o en la puratierra, absteniéndose de comer, debeber, de hablar, sin saludar a susamigos o conocidos para cortar todarelación humana.

Sombras solitarias, muertos negroscon ojos de pupilas alumbradas miles deaños atrás, contemplan con indiferenciala orfandad tenebrosa en que se mueven.

Hasta nueve días prolongan este

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abandono voluntario y enloquecedor, delque algunos escapan alucinados a buscarel sol, llorando, sollozando al salir delas cuevas donde dicen haberse perdido.Sólo los que a fuerza de valor sosegadoagotan su tiniebla salen a la luzpreciosa.

Preparados por aquella larga nochede nueve días de oscuridad y nuevenoches aún más oscuras, los que nohuyen, soportada esta prueba, asoman auna gruta tenuemente alumbrada,tiritantes, nocturnos, como parte de latiniebla en que estaban igual quemurciélagos de pelo de tiniebla, igualque muñecos de pelo de tiniebla,

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sacudidos por el frío de la muerte en susponchos de lana, bajo sus sombreros depaja y punta de techo de rancho, y seacusan en alta voz de ser hechos debarro, estatuas de arcilla que la sedbotara en pedazos. Estas vociferacioneslas ejecutan subiendo y bajando por lospeñascos de la gruta espaciosa y pocoalumbrada en que se mueven. Caer,saltar, resbalar, acuñarse de espaldasrestregándose en las rocas, ir de pechoreptando en las cornisas, codos, uñas,rodillas, todo para correr el riesgolitúrgico sin caer en el espanto delabismo o en el agua profunda yestancada que no ha visto ojos de mujer.

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El cansancio los entorpece, les falta pormomentos el resuello, abren la bocapara ayudarse a respirar, basquean, sedesvanecen algunos, otros pierden lacabeza y se arrojan a los grandesbarrancos, a los profundos barrancos,hojas que caen parecen, tardan en caer,se destrozan en las piedras al caer.Cuatro días duran multiplicando susademanes torpes en esta danzadesacompasada, dándose topetones deborrachos, arrancando pedazos de tierracon sabor a raíces para sustentarse,mitigando su sed de bagazos humanos enla arenisca húmeda de las peñas,gemebundos, lastimosos, vacilantes los

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más viriles y los otros desplomados enun sueño profundo. Los brujos de lasluciérnagas vienen en su ayuda. Lesanuncian que no son hombres de barro,que los muñecos de lodo caedizo ytristes fueron destruidos. Asoman enplena noche de aromas a esperar el sol.Los que subsisten. La luz preciosa losinunda, penetra por sus ojos, sus oídos,sus dedos, por los millones de ojitos deesponja de sus poros abiertos y gozososhasta empapar sus corazones de arenacolorada y volver de sus corazonesconvertida en una luz que no es la luzque rodea al hombre, que ha estadodentro del hombre, la luz que por

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humana permite ver el nahual separadode la persona, verse la persona tal ycomo es y al mismo tiempo su imagen enla forma primigenia que se oculta en ellay que de ella salta al cuerpo de unanimal, para ser animal, sin dejar de serpersona.

Relámpago de nácar, choque de sol yhombre. Los que se confrontan con sunahual así, fuera de ellos, soninvencibles en la guerra con los hombresy en el amor con las mujeres, losentierran con sus armas y susvirilidades, poseen cuantas riquezasquieren, se dan a respetar de lasculebras, no enferman de viruela y si

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mueren diz que sus huesos son depiedralumbre.

Una tercera prueba los espera. Salena lo alto de las selvas frías, hundidas enevaporaciones que forman una oscuridadblanca que los borra todo, todo, igualque la oscuridad negra de las cuevas. Semueven, como si nadaran, entre las hojasde árboles y ceibas que con sus ramajestejen una llanura de cientos de leguasverdes sobre el suelo verdoso que seextiende abajo. Una llanura aéreasuspendida de las ramas sobre la caraterrestre. Mundo de nube evaporándose:orquídeas blancas, estáticas, inmóviles;orquídeas carnívoras, activas flores-

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animales de piel verde y gargantas de«de profundis» y erisipela; cientopies deandar de pelo; arañas enloquecidas;escarabajos rutilantes; fluida soga devíboras que al dormir parecen escucharcímbalos; taltuzas pizpiretas, mapachesque lavan su comida; micoleones;ardillas; legañosos ositos colmeneros;pichones de nidos hediendo a cal yplumas; aguamiel de miel de mariposasy rocío empozado en ramas mutiladas debambú; sangre de gallos vegetales enfloreadas crestas de fuego; fuego verdede hojas de espina quemante; heléchosde larga crin dormida en rizos;colmenas; enjambres de ruido

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jabonoso…Cuatro días pasan en esta llanura

aérea suspendida de las columnas de lasceibas sobre la tierra llana, los quesalieron de la negra oscuridad de lascavernas a la blanca oscuridad de lasneblinas. Cuatro días y cuatro noches sindormir, invencibles, entre los tejedoresdel cansancio y los buitres, sin másalimento visible que las hojas delramón, sin más habla que sus gestos, alandar agarrados siempre de las ramas,baja la cabeza, tronchados de la nuca,sin equilibrio, los pies con movimientosde manos, desnudos o medio desnudos,risa y risa, con el sexo al aire. La luz les

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produce una casta somnolencia. Seamodorran. Se rascan. Al cuarto día, alvoltear el sol hacia Poniente, los brujosles anuncian que no son hombres demadera; que no son muñecos de losbosques, y les dan paso a la tierra llana,donde les espera en todas las formas elmaíz, en la carne de sus hijos que son demaíz; en la huesa de sus mujeres, maízremojado para el contento, porque elmaíz en la carne de la mujer joven escomo el grano humedecido por la tierra,ya cuando va a soltar el brote; en losmantenimientos que allí mismo, despuésde las abluciones en baños comunes,toman para reponer sus fuerzas: tortillas

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de once capas de maíz amarillo conrelleno de frijoles negros, entre capa ycapa, por las once jornadas en lascuevas tenebrosas; pixtones de maízblanco, redondos soles, con cuatrocapas y relleno de rubia flor de ayotecorneto, entre capa y capa, por lascuatro jornadas de la tierraevaporándose; y tamales de maíz viejo,de maíz niño, pozoles, atoles, elotesasados, cocidos.

Llegados allí, viendo todo aquello,el Curandero y el señor Nicho, venado ycoyote, sacudieron sus cuatro patas overduras arrancadas de la tierra. Losinvencibles, bañados en corrientes

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subterráneas de ríos helados comometales, comidos y vistiendo sus ropasde fiesta, embarcan en canoas ligerashacia las grutas luminosas.

¡Mi mojarra de pedernal teproclama! ¡Mi cabello peinado conagua! ¡Mi alrededor de ti, yo! ¡Yoalrededor tuyo, tu alrededor mío! ¡Rectoes el árbol del cielo y en él, antes que enla tierra, pasa todo: las victorias y lasderrotas, antes que en la tierra, antes queen el lago, antes que en el corazón delhombre! ¡Tus manos llenas, tu frenteverde, su mundo entre rodillas de agua,carne de flor a fuerza de estararrodillado!

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¡El primer día de una ciudad decampesinos con raíces de plantasmedicinales, se alzó para escudartecontra el murciélago, para que tú, solary vertebrado en médula de cañasmelodiosas, con el vello rubio del sexoen la cabeza, fueras decapitado ensazón, entre las pirámides de eslabonesde serpiente, el pez lunar y la niebla delos desaparecidos!

Estructuras subterráneas repiten sinlabios, voz directa, rígida, salida de lagarganta humana a la cavidad de lasgrutas con galillos de diamante, el cantode los brujos de las luciérnagas. La vozestalla, es un petardo que se abre dentro

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del oído secreto de las piedras, pero eleco la recoge y con barro de escultor demodulaciones la modela de nuevo, hastadejarla convertida en copa resonando,copa de la que toman los que no fueronvencidos en el fondo de la tierra, elvuelo bebible de las aves, para no servencidos en el cielo.

El Curandero señala con su pata devenado, entre los invencibles, al GasparIlóm. Se le conoce porque come muchochile picante, por sus ojos sigilosos ypor el pajal cano de su cabeza.

El Coyote-Correo, Nicho Aquino, veal Cacique de Ilóm entre losinvencibles, mientras el Curandero-

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Venado de las Siete-rozas le explica:—Por la noche subieron los

conductores del veneno a darle muerte,en medio de una fiesta. Sus labioschuparon de un guacal de aguardiente elveneno blanco, sorbiéndolo porpoquitos con el licor. La PiojosaGrande, su mujer, se despeñó al verlelos labios salóbregos de veneno. ElGaspar quiso matarla, pero llevaba a suespalda el bulto de su hijo. Invencible,como es, se bebió el río para lavarse elveneno y, superior a la muerte, volviócon el frutodel alba en busca de sushombres; pero ¡ay!, de sus hombres sóloquedaban los cadáveres macheteados,

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tatuados por la pólvora en disparoshechos a quemarropa. Entonces,perseguido por las descargas de los quele querían vivo o muerto, se arrojó denuevo al agua, al río, a la corriente,invencible, como se ve aquí entre losinvencibles. Yo salvé de la matanza —prosiguió el Curandero, una nube demosquitos volaba cerca de su oreja devenado—, porque tuve tiempo devolverme lo que soy, de sacar mis cuatropatas, si no allí me dejan tendido, hechopicadillo de carne, como a los otrosbrujos de las luciérnagas que recibieronlos primeros machetazos dormidos, sinque tuvieran tiempo de convertirse en

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conejos. Eso eran, conejos, los conejosde las orejas de tuza. Pedazos loshicieron, pero los pedazos se juntaron,de cada brujo reptó el pedazo que quedóvivo para formar un solo brujo, un brujode pedazos sangrantes de brujos, y todosa una voz, por boca de este ser extrañode muchos brazos, de muchas lenguaslanzaron las maldiciones: ¡Fuego demonte matará a los conductores delveneno! Quemados murieron TomásMachojón y la Vaca Manuela Machojón.¡Fuego de séptima roza matará alcoronel Gonzalo Godoy! Quemado,aparentemente, murió en «ElTembladero», el Jefe de la montada.

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—Aparentemente… —dijo elCoyote, que estaba queriendo decir algo;más bien el señor Nicho escondido en elcoyote.

—Sí. Los brujos de las luciérnagas,descendientes de los grandesentrechocadores de pedernales, locondenaron a morir quemado, y en laapariencia se cumplió la sentencia,porque los ojos de los buhos, fuego consal y chile, lo clavaron poro por poro enuna tabla, donde quedó tal y como era,tal y como es, reducido con sucabalgadura y todo al tamaño de undulce de colación. Él quiso suicidarse,pero la bala se le aplastó en la sien, sin

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herirlo. Un pequeño militar de juguete,para cumplir su vocación. Los militarestienen vocación de juguetes.

El Correo-Coyote movió la cola. Oírtodo aquello que pasó antes como siestuviera sucediendo ahora, a la puertade las grutas luminosas, entre gente quedesembarcaba de las canoas sigilosaspara llevar sustento de pom a losinvencibles, presentes como sueños enlas rocas revestidas de piedraspreciosas; los que nutren de humoperfumado y de la flor del aire ofloréenlas que se soltaban desde lasembarcaciones con un hilo por toda laraíz, soplándolas para que ascendieran y

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quedaran detenidas en los encajes dediamantes y perlas que caían, quesubían, imantándose mutuamente con susdelgadas antenas de mariposas muertas.

—Y después de las maldiciones, elfuego —empinóse con solemnidad elvenado, el Curandero, sacudiendo suboca ribeteada de negro sobre susdientecitos blancos— se apagó de unsoplido, como se apaga una llama, la luzde las tribus, la luz de los hijos de lasentrañas de estos hombres malos comoel pedregal que en invierno quema defrío y en verano quema calentado por elsol. En ellos y en sus hijos ydescendientes se apagó la luz de las

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tribus, la luz de los hijos. Machojón, elprimogénito de Tomás Machojón, elconductor del veneno, fue convertido enluminaria del cielo cuando iba a pedir lamano de Candelaria Reinosa, y losTecunes decapitaron a los Zacatón, quefueron arrancados de la vida comocortar zacate, descendientes todos, hijoso nietos, del farmacéutico Zacatón que asabiendas vendió el veneno con quehabía dado muerte a un infeliz chucho dejiote.

Relámpagos de sol entre los árboles,al través de las galerías, cambiaban ladecoración de las grutas, ahora deesmeraldas, verde mineral que

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descendía en medio de una atmósfera dejade verdeazul a la verdosidad, sinreflejo, de las aguas vegetales,profundas.

Cabía preguntar muchas cosas, peropor ser lo que más le intrigaba, el señorNicho se atrevió, no sin que leescarbajeara el espinazo unanerviosidad de coyote maligno.

—¿Y la piedra de María Tecún?—Tu pregunta, pelo grueso, pelo con

filo, es un estribo para que yo me monteen la contestación.

—Pelo grueso, pelo con filo te lopregunta, porque es mucho lo que secuenta de María Tecún, de las

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«tecunas», que son las mujeres que sehuyen, y muchos los hombres que se hanperdido en la Cumbre de María Tecún…—se pasó un trago largo de saliva decoyote, amalgama de lágrimas y alientode cerbatana para el aúllo, antes depoder decir—:… y porque de allí vinomi disturbio. Sufrí lo que no se puedeexplicar a nadie que no sea animal yhumano, como nosotros. Sentía en lacabeza que los celos me formabancuajarones de sangre gorda, morada, queluego de tupirme, se me derramaba porla cara, caliente, para quedárseme porfuera pegada, hasta enfriarme lavergüenza con la muerte, igual que una

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mancha de cangro. Pero mis celosllevaban por debajo unas pústulas delástima, y entonces me sentía capaz deperdonarla: ¡pobrecita, le dieron a beberpolvo con andado de araña!; ¡y no era lalástima, me agarraba una gran cosquillaen la nuez, estrujándomela hastaproducirme basca, al tiempo que doscírculos, también de cosquillas, se mepegaban a mamarme las tetillas, y uncírculo de agua honda se me enroscabaen la cintura, y entonces, no sólo mesentía capaz de perdonarla, sino dequererla de nuevo para mis secretosquereres, complaciéndome en saber elque en su huida otro la hubiera

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conocido, gustado de su carne, de suinterior de gruta luminosa, sólo que enese hondón de cueva húmeda de su sexo,las rocas de punta y punta se muevencomo raíces animales. Nadie que no seaanimal y humano puede comprenderme.Después, ya sé lo sucedido; pero parallegar a este triste consuelo de saberlamuerta —sólo el chucho fue testigo decuando salió por agua y al atravesar uncampito de zacatal cayó en un pozo— loque habré pasado: sin duda mordíanimales indefensos, sin duda asusté enlos poblados, sin duda aullé junto a loscementerios, sin duda enredé el ovillode mi locura en cuatro patas, alrededor

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de la piedra de María Tecún, entreneblinas y sombras…

—Salgamos del mundo subterráneo,el camino es corto y el relato largo, ysencilla la explicación si volvemos a laCumbre de María Tecún…

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19

El señor Nicho Aquino no podíavolver a San Miguel Acatan. Lo quemanvivo como vivas quemaron las cartasque llevaba para el correo central, losbrujos de las manos negras y uñas deluciérnagas. Después de correr tierrasratos de hombre, ratos de coyote,apareció en un poblado que parecíaedificado sobre estropajos. Lo certero,porque se veía, era que estabaconstruido sobre fierros, tablones y

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pilastras de cemento y troncos deárboles surdidos en el agua del mar,todo salóbrego, y aparatado de fiebrepalúdica. Las casucas anegadizas, a lasque se llegaba por graderíos de tablassobrefalsas a corredores de pisos demadera carcomida, algunas con ventanasde vidrios que se cerraban comoguillotinas, todas con tela metálica, yotras construidas en la pura tierracaliente, tierra hediendo a pescado, contechos de paja y puertas vacías comoojos tuertos. Dentro de las casas unasensación de gatos con catarro. Lascocinas de fierro. Las cocineras negras.Se cocinaba con petróleo, aunque en

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algunas casas existía el poyo cristiano,de cal y canto, con hornillas, y se cocíanlos alimentos con leña o carbón vegetal.

Tiempo fresco, decían las gentes, yel señor Nicho sentía que se asaba.Andaba llegando de la montaña, prófugode la justicia. Le acumulaban, ademásdel delito de infidelidad por la guardade documentos, la muerte de su mujer,de quien no se tuvo más noticias. Cuestaacostumbrarse a la costa. Le dioacomodo, como demandadero, la dueñade un hotelucho que tenía más traza dehospital. Los cuartos de los huéspedesempapelados con un tapiz de flores quea fuerza de llevar sol se habían borrado.

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Un hotel con muchos gatos, perros, avesde corral, pájaros en jaulas, loros y unpar de guacamayas que brillaban, igualque arco iris, entre tanta cosa sucia yservían de amuletos contra incendio.

Un solo huésped. Un huéspedincógnito. Bajaba de un barco cada seiso siete días, con la pipa en la boca y laamericana doblada en el brazo de carneblanca, rostro rojizo de quemadura desol, rubio, medio cojo. Se le mudaba laservilleta en cada comida, para que selimpiara los bigotes y al señor Nicho letocaba pasarle los platos: caldo, arroz,carne, platanitos, frijoles y algúndurazno en dulce. Supo que era belga.

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Lo que no pudo averiguar nunca fue aqué se metía al mar. No pescaba. Notraía sobrantes de mercaderías como loscontrabandistas. Sólo él, su saco y supipa. Conversando con la dueña delhotel, la Doña, le dijo que ella suponíaque se ocupaba de medir la profundidaddel mar, para ver si podían entrar losbarcos ingleses, en caso de que hubierabulla con la Inglaterra. El tren monótonode la vida, sólo comparable con eltrencito del muelle que lleva y trae loscarros de mercaderías. Un respiro en lastardes olorosas a bambú fresco, ya biencaído el sol.

Pero el señor Nicho que servía para

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todo —¡sólo de mujer no he hecho yoaquí!, decía a su patrona—, para lo quemás estaba era para ir dos veces porsemana y a veces hasta tres, según losencargos, en un barquichuelo guiado porun lanchero, al Castillo del Puerto.

Mientras en la costa del lado delpuerto y aledaños quedaban laspalmeras de troncos reflejados en elagua como culebras que fueran saliendodel mar, por el otro lado se iba pintandoen la lejanía líquida, igual que una granoropéndola, el Castillo del Puerto.

El reloj del tamaño de una pequeñatortuga que la Doña le daba para la hora—el mar como toda bestia tiene sus

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horas y de noche se embravece—, lollevaba atado con una cadena casi depreso al segundo ojal de la camisacaqui, y su tic-tac le repercutía en elesternón, hasta que el hueso seacostumbraba a ir entre dos pulsaciones,la de su sangre y la del tiempo. De ladoy lado, mientras la canoa cargada demercaderías al internarse en el mar seiba afilando, alargando, más angosta queun palo, casi como un hilo, el horizonteiba extendiéndose, salpicado aquí y allápor cabezas y colas de tiburones.Colazos, tarascadas, ruidos groseros,vueltas y medias vueltas en el silenciodel agua, bajo el silencio del cielo.

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A veces llevaba a un pasajero opasajera que se hospedaba en el HotelKing y convenía con la Doña que lediera alquilada la lancha para ir hasta elCastillo a visitar a alguno de los presos.Y en este caso, el señor Nicho les hacíabulto en la lancha, para que alguno de lacasa fuera con ellos y aprovechar elviaje pagado para dejar encargos.

Los presos del Castillo del Puertoimpresionaban a Nicho Aquino,montañés, por los cuatro costados,porque encontraba que a fuerza de estarallí encerrados en medio del mar, íbansevolviendo unos seres acuáticos que noeran hombres ni pescados. El color de la

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piel, de las uñas, del cabello, el tardomovimiento de sus pupilas, casi siemprefijas, la manera de accionar, de mover lacabeza, de volverse, todo era depescado, hasta cuando enseñaban losdientes al reír. De humano sólo tenían laapariencia y el habla que en algunos eratan queda que podía decirse que abrían ycerraban la boca soltando burbujas.

En ese Castillo del Puerto,habilitado como prisión, entre esoshombres peces, cumplían condena porfabricación clandestina de aguardiente,venta de aguardiente sin patente, falsotestimonio, robo e insubordinación, losreos Goyo Yic y Domingo Revolorio.

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Tres años y siete meses les echaron acada uno, sin abonarles el tiempo queestuvieron presos en Santa Cruz de lasCruces. Los compadres eran los mejoresclientes de palma de hacer sombrero, dela Doña del King. Días y días sepasaban uno frente a otro sentados endos piedras, ya desgastadas antes queellos llegaran, trenzando la palma eninterminable listón que enrollaban hastatener una buena cantidad y entoncescoser el sombrero, los sombreros quefabricaban para vender por docenas.Revolorio siempre que terminaba elguacal de la copa de un sombrero seechaba de codos sobre sus rodillas y

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mirando al mar hablaba de tenerbastante para hacerle un sombrero deltamaño del cielo. Goyo Yic pensabacuando hacía girar en su mano elsombrero ya terminado, en lospensamientos que como en una pecerainvertida, nadarían en él, desde elpececillo hasta el tiburón que se lostraga a todos. En la cabeza pasa como enel mar. El pensamiento grande se come alos demás. Este pensamiento fijo que nose sacia. Y el pensamiento-tiburón en lacabeza de Goyo Yic seguía siendo sumujer acompañada de sus hijos, tal ycomo le abandonó la casa aquellamañana en las afueras de Pisigüilito.

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¡Qué de años corridos! Anduvo deachimero se puede decir hasta que cayópreso, buscándola por todas partes,dando encargos para si alguien la veíaque le dijera dónde estaba, y nunca suponada, nunca tuvo la menor noticia deella. Ciego se le salía el corazón,después de tanto tiempo, a llamarla porsu nombre, como salió él, ciegoentonces, de su casa gritándola: ¡MaríaTecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…

Los presos. Unos ciento veinteembrutecidos por el comer y el dormir,sin hacer nada. El sol secaba laatmósfera y el aire de sal que respiraban

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los mantenía con sed. Una gordurahúmeda de pescados Usos, sin escamas.Los que enloquecían se arrojaban al mardesde los torreones. El agua se lostragaba, seguidos verticalmente por lostiburones y en el libro de la cárcel seanotaba una baja, sin poner la fecha. Lafecha se fijaba cuando dejaba de comerel muerto, vísperas de Llegar algún«cabezón» del puerto. Mientras tanto, elmuerto comía, para los bolsillos delseñor director.

No eran presos especiales. Eranpresos olvidados. El remanente de lascárceles se mandaba allí de temporada.Cuestión de suerte. A veces limpiaban

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los cañones del castillo, ocupación quedistraía a unos y enfadaba a otros.Limpiar vejestorios. Peor que no hacernada es hacer cosas inútiles. Sebo ytrapos hasta que los bronces quedabanlimpios, con leones y águilas en susescudos imperiales.

Un extraño rótulo de letras que conalgún fierro al rojo grabaron en untablón, decía: PROHIBIDO HABLARDE MUJERES. ¿De cuándo databaaquella inscripción en el tablerocarcomido, seco de sol, seco de sal,madera ya ceniza? Se contaba queaquella voluntad en letras de moldenavegó por todos los mares en un barco

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pirata. En la época heroica del castillola advertencia se cumplía bajo pena demuerte. Idas las guarniciones llegaronlos cuervos a sacar los ojos a lasausencias de mujeres que allí se habíanhecho, sin hablar de ellas, pensando enellas. Ahora aquel sitio hediendo aorines era el rincón más abandonado dela fortaleza.

—Fortuna, compadre, que usté noestaba cuando el letrero ese era cosaseria.

—¿Qué me hubieran hecho? —contestó Goyo Yic a Revolorio.

—Pues casi nada le hubieran hecho:una piedrita de seis arrobas en el

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pescuezo y al mar.—Y digo yo, compadre…—Hable, compadre Goyo, pero no

de mujeres…—El castigo no debe haber rezado

con los que hablaban de su madre,porque tal vez eso sí era permitido,porque antes que todo la madre.

—Usté lo está diciendo, compadre, ypor eso también era prohibido hablar delas santas madres; no… si el rótulo essabio… Nada hay que aflija más que laspláticas en que salen a bailar las autorasde los días de los hombres. El soldadose debilita cuando empriende a hacerrecuerdos dulces de pasados días. Deja

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de ser soldado y se vuelve niño.Un carcelero con cara de llave

torcida, saliéndoles al encuentro lesseñaló el cielo limpio, sin una nube, ytodo el azul asfixiante del mar atlántico.

—Ahora hay que aprovechar paraver si se alcanza a ver la otra isla. Esuna isla grande. Se llama Egropa.

Los compadres y el carcelerosubieron a uno de los torreones. Unpuntito oscuro en la lámina del mar. Labarca del señor Nicho que regresaba atierra desde el castillo. Una que otrapalabra cambiaba el señor Nicho con elpanguero. Juliancito Coy, aunque pordefecto de pronunciación decía

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«Juliantico», así se nombraba elpanguero. Desnudo, sólo con taparrabos.Sabía poco y sabía mucho. Pocas letrasy mucha lancha. Así le hablaba NichoAquino. Juliantico mostraba sudentadura de pescado y combinando elremar con el hablar, entredecía: Muchotiburón aquí y allá juera en la tierramucho lagarto; es que uno como lo quees, es comida, estos babosos se loquieren comer. Por una escaleratreparon al muelle de la Aduanachiquita. El señor Nicho arreó con susbártulos, canastos y cajones vacíos, y ellanchero con su remo al hombro, cadacual para su casa, si te vi no me

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acuerdo.—Compadre, la isla Egropa… —

señaló Revolorio, al tiempo de dar unligero codazo a Goyo Yic.

—De veras, compadre, ¿cómo laalcanzó a ver?…

El carcelero cegatón y bigotudoarrugó la cara al entrecerrar los ojospara descubrir en el horizonte la islaEgropa. No vio nada, pero bajócontando que si no era la isla de Cuba,era la isla Egropa la que habladevisado, bien devisada.

Cinco meses le faltaban a Goyo Yic(y a su compadre ¡por supuesto!), paracumplir la condena, cuando un día —

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cosiendo un sombrero estaba, unsombrero que tenía de encargo— oyógritar su nombre con todas sus letras a laentrada del castillo, entre los nombresde nuevos presos que ibandesembarcando de una lancha a vapor,con bandera, soldados y corneta, y queel alcaide recibía por lista escrita.

—¡Goyo Yic! —cantó el alcaide, alpasar lista.

El compadre Tatacuatzín dejó lo queestaba haciendo y salió a conocer a eseque debía ser su pariente. Por de prontoera su doble tocayo, de nombre yapellido.

Un muchacho de unos veinte años,

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delgado, con el pelo negro, la carafresca, los ojos vivos, el porte altivo,era Goyo Yic.

Tatacuatzín le preguntó:—¿Goyo Yic?Y el muchacho le contestó:—Yo soy, ¿deseaba algo?…—No, sólo conocerlo. Me sonó el

nombre y vine a ver quién era. ¿Qué talviaje? Es cansador. ¿Se los trujeron apie? Así nos trujeron a nosotros. Peroaquí ya tendrá tiempo para descansar,tanto como los muertos en elcamposanto.

Tatacuatzín, desde que vio almuchacho, supo quién era. Paseó la

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cabeza canosa de un lado a otro, junto almuchacho, los ojos pesados de llantoque no le salta y en la garganta palabrasque lo estrangulaban. Pero entre el saboramargo que le subió a la boca desde lasentrañas, un hilito de esperanza, comoun hilito de saliva dulce: por su hijosabría el paradero de María Tecún.

Buscó al compadre Mingo paracontarle y que le rezara la rarísimaoración de los «Doce Manueles» que datanta fortaleza y buen consejo, aquellaque empieza por el «Primer Manuel»,San Caralampio…

Goyo Yic supo, por el compadreMingo, que Tatacuatzín Goyo Yic era su

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padre. Desde que lo vio en el portón delcastillo, sus ojos se creyeron topar conalgo que era suyo, allí donde todo le eraajeno, adverso; pero hasta ahora se dabacuenta del porqué de aquella impresiónque de momento no pudo explicarse. Ypor eso fue a dormir junto a él. Lo quese llama dormir. Era la primera nocheque así de hombre dormía, protegido porla presencia de su señor padre.

Sin embargo, inconscientemente,cerró los ojos sin miedo junto a unhombre.

Tatacuatzín Goyo Yic indagó,temeroso de lo que vino a sucederle porpreguntón: el quedarse con su

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imaginación como un globo al que se leha ido el aire azul; indagó el paraderode María Tecún. Al irse de la casa —lecontó su hijo— los llevó más a lamontaña, segura de que su tata echaría abuscar por la costa.

—A la montaña, adonde… —preguntó Tatacuatzín.

—A la montaña arriba. Allíestuvimos sus seis años. Mi nanatrabajaba el de adentro en una casa definca grande. Le dieron rancho paravivir y allí crecimos todos.

—¿Algotro tata?—No. Hombre, no. Éramos muchos

nosotros y muy fea mi nana.

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Fea, repitió Tatacuatzín Goyo Yicpara sus adentros. Fea, fea, y estuvo apunto de soltar un «Pero si era bonita,bonita chula», mas pronto se acordó queél nunca la había visto, todos le decíanque era bonita.

—Después fuimos a vivir aPisigüilito, buscamos a mi tata, a usté lobuscamos, pero ya no estaba; quién sabese fue, decíamos, o se murió, decíamostristes. Mi nana se casó de nuevo.Dijeron que usted se habíaembarrancado buscando a mi nana.Como era ciego.

—¿Con quién se casó?—Con un hombre que tenía pacto

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con el Diablo, y así debe haber sido,porque pasaron cosas muy raras en lacasa: cada vez llegaban hombresdistintos a ver a mi nana; él losencontraba, pero no les pegaba, no lesreclamaba, no les decía nada. Esto fueporque la estuvieron probando si erabuena, de buena ley, con aquellasacechanzas.

—¡Buena era, ya lo creo! —exclamóTatacuatzín.

—Después nos fuimos huyendo de lacasa uno por uno; sólo Damiancito, elmás tierno, se quedó con ella, y por élsupimos que el Diablo se enamoró de minana; ésos eran decires: la puso muy

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bonita, limpia, linda, pura estampa debotica; pero el hombre que se casó conella se le pegó a no moverse de su lado,y cada vez que llegaba el Diablo salíaapaleado; las grandes palizas le daba alDiablo, sin que el malo pudiera hacerlenada, porque el convenio fue así:mientras mi nanita no quisiera a losenamorados, mi padrastro les podíapegar, sin que le tocaran un pelo; y comomi nanita no topaba al Diablo ni enpintura, mi padrastro le podía dar riata,sin que el Satanás lo tocara.

—¿Y a vos, por qué te trajeron?—Por alzado… Nos querían hacer

trabajar sin paga… Es una ruina todo…

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No hay justicia cabal…Tatacuatzín Goyo Yic impuso a su

hijo de su vida que gastó buscándolospor pueblos y caminos. Lo primero, laoperación. Chigüichón Culebro ledevolvió la vista. Después la achimería.Por último la embelequería delaguardiente, hasta la carceleada. Losbuscaba temeroso de que la mujer se loshubiera bajado a la costa, donde hay elgusano que deja ciega a la gente, pararescatarlos; pero, gracias a Dios, ellasupo pensar y aunque se perdió la vida,se ganaron los hijos.

Goyo Yic le contó que su nana, porser más aguerrida que un hombre, pura

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guerrillera, ofreció robárselo delcastillo; mas ahora que conocía el lugar,con tanta agua brava, tanto tiburón ytantas cosas, le mandaría a decir que nolo hiciera. De noche el mar se pone tanpicado.

—Primero vendrá a verte…—Si intiende, me tiene que traer

unos trapitos, la ropa de mudarme.—Pues entonces, mijo, dejala que se

asome y ansina ella por sus propiosmismos ojos se desengañará de lopeligroso que es el mar, de loencontradizo de las peñas, de lo ingratode este castillo maldito.

—Usted se verá con ella…

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—¿Eh? —hizo un gesto de duda—,después se sabrá; vale que no estáviniendo mañana. Hay tiempo parapensarlo. Por lo mejor que venga.

Una cortina de nubes oscuras separóla tierra costera del castillo. Una cortinade nubes oscuras retumbantes a losestremecimientos del trueno que seguía alos rayos pintados como espineras dezarzas de oro sobre el mar.

—En estos días, mijo, no queda ni elconsuelo de los tiburones.

El viento rugía. Ramalazos de lluvia.Olas del tamaño de iglesias subían y sedesplomaban. La isla con el castillo sealejaban.

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—Pior, tata, si se suelta la isla y noslleva el mar…

—En llevándonos a la isla Egropa;sólo que tonces ya no verlas a tu señoramadre.

—¿Hay otra isla entonces?—Así dice uno de los carceleros, al

que le llaman Portugués. Pero no debeexistir nada más allá de la corriente azulque vemos. A los de la montaña, pormás que pensemos, nunca se nos imaginael mar, como es, así como animal.

La fabricación de sombrerostambién sufría con el mal tiempo. Sin sollos dedos no andan, se quedanatrancados como si ellos también

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quedaran trenzados, inmóviles en lapalma, que se humedece demasiado, porlo que hay que hacer más esfuerzo paratrenzarla.

—Presos viejos, mijo —decíaTatacuatzín, cambiando la conversación—, presos con subterráneo de reumatísen los huesos, las manos renuentes, lascanillas de aquello que ya no obedecen;a los viejos el dolor se nos vuelve gusto.

El temporal golpeaba furiosamentetoda la costa. Hasta los más apartadosrincones del castillo, soterrados entremuros de cuatro y seis brazadas depiedra y mezcla endurecida por lossiglos, se oyó como si se hubiera

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resquebrajado algo muy frágil, pero a lavez muy fuerte, en la base del peñón.Estaba casi oscuro. Las voces de losvigías, soldados y presos espiones,apagaban por instantes el grito desnudode una voz humana en medio de laborrasca. Soldados y presos miraban, yadisforme y abatida, a merced delchubasco, una embarcación.

No se logró llegar a ella. No se suponada. Los presos quedaron enjutos detemor, mínimos, insignificantes, ante loselementos desbordados. Hachazosparecían las olas, barretazos en loprofundo, conmoviéndolo todo, y lacrestería espumosa del agua saltaba a

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veces, en pleito de gallos, hasta lostorreones oscuros, tenebrosos, silentes.

Los dos Goyos Yic, abiertos losojos, siguieron toda la noche en latiniebla lluviosa la misma fila depensamientos. Esa embarcacióndeshecha. Tardaron en comunicarse susaprensiones, sus temores, suspensamientos, pero a medianoche ya nofue posible guardar silencio, más queestaban despiertos. Se les salieron laspalabras como los ladridos a un perroque no quiere ladrar y que después, alladrar, él mismo se asusta de oírse. Perono, no pudo ser ella, no podía ser ella.Primero vendrá a traer la ropa a Goyo

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Yic, su hijo, y después se hablará desacarlo de allí.

—Sólo que el impautado con elDiablo —susurraba Tatacuatzín GoyoYic.

—Pero no, tata —respondió ratomás, rato menos, pero después de unsilencio, Goyo Yic, hijo—, el ese mipadrastro dicían que andaba suelto.

—¿Cómo dijiste que se llamaba?Hay nombres que no se le quedan a uno.

—Benito Ramos es que se llama…—¿Lo dejó el diablo, pué?—Sí, lo soltó…Se arroparon y palabra uno, palabra

otro, se quedaron dormidos. Tatacuatzín

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Goyo Yic abandonaba la mano paraagarrar alguna parte del cuerpo de sucrío, que así descansaba mejor en elsueño. Sangre vieja y sangre nueva de lamisma entraña, el palo viejo y el retoño,el trance y la astilla del mismo tronco enmedio de la tempestad.

De lado del puerto, el Hotel Kingembadurnado de agua salada, con losmosquiteros destilando humedad comosi más fueran redes de pescar, la Doñale consultaba con los ojos a NichoAquino, algo que Nicho Aquinopresentía patente, pero no se animaba aformar con palabras en la cavidad de suboca, temeroso de que al formarse con

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palabras, se hiciera cierto, ya no pudieradestruirse, convertido en realidad.

Empujado por los ojos de la Doña,sin abrir la boca, se decidió a subir alsegundo piso. Crujió bajo sus pies laescalera de caracol. De un par de pasos,sobando la mano por la barandapegostiosa de agua de sal, la baranditadel segundo piso, empujó la puerta delcuarto del belga. Nadie, nadie. Noestaban más que sus pantuflas, unsombrero tejano —el señor Nicho clavóbien los ojos en esta prenda que calculórápidamente algo así como una herenciadebido al parentesco que hay entre elamo y el criado—, un candelero con una

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vela a medio quemar y unos fósforos.Sin que la Doña le preguntara, le

dijo:—No está…—Ya ves, vos… —la Doña estaba

de espaldas, cuando él entró en el salónde la cantina, junto al mostrador—… yasabía yo… la tormenta lo agarróadentro… —inclinó la cabeza haciaatrás, y volvióse con la ropa vacía en lamano—, ya ves vos, ya ves vos…

—Pero ¿tendrá riesgo?—Ahora ya no…Apresuradamente la Doña llenó otra

copa de coñac y al galillo.—Entonces no hay pena…

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—Si se embarcó ya no tiene riesgo,y si no se embarcó tampoco tiene riesgo;Dios quiera que se haya ido a esoscerros en que dicen que hay mineralesde oro.

La noticia de la embarcacióndestrozada al pie del Castillo del Puertollegó al Hotel King días después, yacuando la borrasca se iba alejando porel Caribe. Ese día la Doña se bebió labotella de coñac. Nicho Aquino se ladestapó y se la llevó a su cuarto. Ellaestaba metida en la cama, desnuda hastala mitad del cuerpo, igual que una sirenavieja. Nicho Aquino saludó al entrar y alsalir. La Doña no le contestó. Estaba

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como loca. No se daba cuenta de quetenía los senos fuera, a los ojos delhombre extraño. Más bien se los rascabacon la mayor naturalidad. Unos senostristes, llorosos de agua de sal. Elsirviente dejó la botella y el vaso limpioen la mesita que estaba junto a la cama.Colillas de cigarros de gringo, hediendoa caca perfumada. La Doña no lo vio ohizo como que no le veía, perdida en unanube de humo. Apenas si alargó susdedos manchados de nicotina parapedirle que le alcanzara otro cigarrillo.Al salir el señor Nicho se quedóoyendo. El glu-glu-glu del coñac fuetodo lo que oyó, al pasar por la garganta

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de la Doña. Después oyó que selevantaba. Por poco lo agarra en lapuerta. Tan en seguida se echó haciafuera que lo alcanzó junto a la barandita.Pero tampoco lo vio. Daba alaridosdesgarradores, blasfemaba, insultaba aDios con palabras soeces. Al sirvientese le paró el pelo del miedo. El marlevantaba sus olas cóncavas, igual queorejas, y se llevaba lo oído al fondo detodas las cosas, donde está Dios.

En el Hotel King, al día siguientetodo era normal. Había pasado laborrasca. En las costas millares depececillos muertos. Los troncos de losárboles que bajan hasta meterse en el

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mar, bañados de sustancias marinas,mutilados algunos, otros bailoteando conraíces y todo como náufragos conzapatos.

—Muy peligroso… —dijo el señorNicho a la Doña, que amaneció con todolo que ayer tenía fuera, en el corsé.

—Échale a los cocos, no siásmiedoso…

—Y con qué los tapo después…—Con cera de cohetero, cera negra;

así hice yo mi dinero: vendiendo cocoscargados. Después de estos días de frío,los presos dan lo que se les pide por uncoco cargado. La chivas vos con tumiedo, no pareces hombre; en la vida

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todo quiere arriesgarse… —al decir así,la Doña pensó en la embarcaciónestrellada contra las rocas del castillo,en su hombre—… Mucho que querésjuntar tus mediecitos para ir a sacar a lamujer que se fue en el pozo… Con tuvalor nunca vas a tener nada… Los ricosson ricos porque es gente que searriesga a robar el pisto a los otros,comerciando, fabricando cosas, todo loque vos querrás, pues mucho dinerojunto en una sola mano siempre tienealgo de robo contra los demás…

—Pero siendo heladioso el coco pornatural, quién se va a tragar que es aguade coco la que estoy vendiendo…

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¡Ofrecer cocos después de unaborrasca…, ocurrencia de señora!

—Se le unta la mano al alcaide;llévate cien pesos y de entrada se losdas con disimulo. En seguida gritas:¡Cocos! ¡Cocos!… Ya los presossaben… El agradecimiento que sepintará en sus ojos te hará sentir queademás de un buen negocio estáshaciendo una buena acción…

El negocio de los cocos fue redondocomo los cocos. Todos compraron sucoco cargado. En lugar de agua de cocose llenaban las cascaras conaguardiente, unos, y otros con ron. Losde ron eran más caros. Era necesario

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echarse unas buenas buchadas deaguardiente o ron para aliviarse delmalestar que en el cuerpo y en el almadejaba la tempestad.

Domingo Revolorio compró uno deron, y con él fue al compadre Yic aconvidarle un trago, sólo que llegóanunciándole que sería vendido, como elaguardiente del garrafón que les valió lafregada en la cárcel. Uno y otro hicieronla mímica de venderse los tragos que sebebían. Tatacuatzín refirió a su hijo lodel negocio del garrafón. Vendimos alcontado a seis pesos guacal sobredoscientos guacales, máximo, porquealgo se nos cayó del traste; sea como

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sea, a seis pesos guacal, doscientasmedidas eran mil doscientos pesos;cuando despertamos presos no teníamosnada, y sólo nos habían recogido losseis pesos. El muchacho se les quedabamirando. Cosa del Diablo. Hicieron laprueba con el coco de ron, vendiéndoselos tragos a peso. Yic, tata, pagó aRevolorio un trago. Le dio el peso.Revolorio quiso después que el otro levendiera un trago. Lo tomó y pagó elpeso. El mismo peso. Y así hastaterminar el coco: tres tragos cada uno.Al terminar debían tener seis pesos ysólo tenían el pinche peso con queempezaron la venta. Cuenta de magia.

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Vender al contado, acabar el producto, yal final no tener su importe, y menos laganancia esperada.

Los días chorreaban sol, sol que enel Castillo del Puerto era plomoderretido. Las alimañas sofocadas por elcalor salían a darse aire en losterraplenes de tierra arenosa y hierbascolor de telarañas. Los presos les dabancaza para arrojarlas a los peces,celebrando con alegres risas el caer delas ratas, lagartijas y ratones en el agualimpia, verdeazul, transparentada hastadonde el fondo empezaba a seroscuridad de porcelanas de penumbra yfrío de medusas.

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Los soldados de la guarnición teníanprohibido gastar parque y por eso noblanqueaban contra los tiburones, pero¡ay!, les comían las manos por darlegusto al dedo en el gatillo y paralizar deun disparo, si tenían buena puntería,alguno de los magníficos ejemplares detiburón de mares tropicales que enenjambre nadaban enfrente, pequeñostoros de aletas de almandros irisados,capitosos, con dobles filas de dientespiramidales. Los negros, dos o trespresos negros, en días de muchabandurria se echaban a torearlos, sincuchillo, sin nada, sólo con la burla desus afiladas desnudeces. Estos negros

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despedían hedor a mostaza seca, antesde echarse al ruedo marino. Igual quelos toreros. Es el güele de la muerte quesale al miedo del hombre, explicabanlos carceleros. En un torreón, sinembargo, se apostaba el mejor tiradorde la guarnición con el máuser listo,para disparar contra el tiburón, en casode peligro, aunque, según contaban, haceaños se dio el caso de que en elespumaraje no vieron a qué horas, deuna tarascada de gato, el tiburón se llevóa uno de los toreros negros. Elespectáculo era bravo, lujuria ymisterio, y ejercía tal atracción sobrelos espectadores, que algunos caían al

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agua, rompiendo la palpitacióncandente, chapuzones que pasabaninadvertidos, pues si en otrasoportunidades hubieran provocado larisa de todos, aquí no cabía lugar,centralizada, imantada la atención por eljuego a muerte del tiburón y el negro.Qué fortuitas formas tomaba la figurahumana al presentarse y escapar deltiburón empaquetado en la tiniebla jovende su sombra marina. La bestia capitosatras el cohete humano con explosión deespumosas burbujas en los brazos, enlos pies, sin darle alcance. La masaoscura del animal oscilaba, estúpida,comprimida por el agua, mientras el

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charolado cuerpo del negro refluía,galvanizando a los espectadores. En elsilencio expectante se percibía cadapringa de sudor caída en el líquidoespejo de la orilla, de las frentes de lospresos y el blu-bu-blu-bi-blu de loscuerpos enemigos pasando uno tancastigadamente cerca del otro queapenas si había tiempo de pensar en loque no sucedía porque nuevamente lacarnadura de ébano corinto, entre unarisa y un castañeteo de dientes, sesustraía al tiburón que burlado, pero novencido, descendía rápidamentetrazando un tirabuzón de espumas, paravolver de perfil, balanceándose entre

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anillos de cristal que al chocar casisonaban.

Los oficiales, los soldados, lospresos después de la «divierta detiburón», volvían a su oquedad de seresopacos poco menos que deshechos delos nervios, algunos como insultados,con un brazo que les saltaba, con un ojoque les hacía faro.

Las aves marinas, aparatosas,destrenzaban perezas y distancias,aleteando con dificultad, volcándosedesde la altura para apenas rozar el aguaal tiempo de remontar el vuelo, entrepeces voladores que saltaban comopedazos de pizarra de mesa de billar

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golpeada.—Tata… —se le juntó Goyo Yic a

decirle en un día de gran claridad—, allíestá mi nana…

—¡Dios guarde le hayas informadoque yo estaba aquí!

—Le conté ya…—¡Ve lo que hiciste, por Dios…, yo

no quería que supiera, y ella qué te dijo!—Nada. Se puso a llorar…—¿Y le dijiste que yo veía?—No. Eso no le dije.—Entonces si entrejunto los

párpados y vos me llevas de la mano…—Cree que está ciego…La María Tecún conservaba sus

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pecas, los hilos lacios de su cabellocolorado con buenas pitas blancas. Seechó para un lado del portón a enjugarseel llanto, a sonarse las acanutadasnarices de vieja, y esperó con temblorde canillas bajo las naguas, al hijo y alpadre ciego que se aproximaban.

Tatacuatzín Goyo Yic se le acercómucho fingiéndose el ciego, como si sele fuera encima, hasta toparla con elcuerpo de frente; ella le sacó un tantitoel bulto y tomándole la mano se le quedómirando con los ojillos escrutadores,titilantes bajo las lágrimas gordas que lesaltaban a los párpados.

—¿Qué tal estás? —le dijo, después

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de un momento, con la voz cortada.—Y vos, qué tal…—¿Por qué te trajeron?—Por contrabandear. De resultas de

un garrafón de guaro que compré con unmi compadre para revender en la feriade Santa Cruz. Perdimos la guía y nosfregaron.

—Ve, pues… Y a nosotros, ¿verdad,mijo?… que nos dijeron que te habíasmuerto, que eras fenecido. ¿Y hacemucho estás aquí?…

—Hace…—¿Mucho?—Dos años. Tres me echaron…—¡Santo Dios!

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—Y vos, María Tecún, ¿qué tal?…Te volviste a casar…

—Sí, ya te contó Goyito. Te dieronpor muerto y me actorizaron a casarme.Los muchachos necesitaban tata. Manode muejer no sirve con hombres.Hombre quiere hombre y Dios se lopague salió güeno; al menos con ellos hasido deferente. Te dejé…

Goyo Yic hizo un gesto de molestia,abriendo insensiblemente los ojos másde lo necesario, lo necesario para queella que estaba prendida de suspensamientos, le notara las pupilaslimpias, no como las tenía antes.

—Deja que te diga, ya que viene de

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mano que hablemos ante uno de loshijos. Te dejé, no porque no te quisiera,sino porque si me quedo con vos a estashoras tendríamos diez hijos más, y no sepodía: por vos, por ellos, por mí; quéhubieran hecho los patojos sin mí; voseras empedido de la vista…

—Y con el que ahora es tu marido,¿no tenes hijos?…

—No. Al negado ese le quitaron lafacultad de preñar mujer los brujos. Unzahori me lo dijo. No sé en qué matanzade indios tomó parte, y me lomaldicieron, lo secaron por dentro.

—¿Y a mí, si tuviera mis ojos mequerrías?

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—Tal vez… Pero vos no mequerrías a mí, porque soy bien fea,feróstica. Que lo cuente tu hijo. Aunquepa los hijos no hay madre fea.

—Nana —intervino riendo Goyitohijo—, se fijó ya en mi tata…

—En de que lo vide venir, pero mehe estado haciendo la disimulada.Abrazarme querías cuando te me echasteencima, pretextando no ver, tatita.

Tatacuatzín abrió los ojos.Titubearon las pupilas de él y de ellaantes de juntarse, de encontrarse, dequedar fijas, cambiándose la luz de lamirada.

—Qué bueno que de veras tenes tus

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ojos… —dijo María Tecún apretando unpedazo de pañuelo en su mano cerradade emoción.

—Pero vas a ver que hasta ahora mesirven, porque yo los quería para verte avos, y te busqué… ¿por dónele no tebusqué?… creí que iba a reconocertepor la voz, ya que de vista no te conocía,y me puse achimero, por ái va, por áiviene habiéndole a cuanta mujerencontraba…

—¿Me hubieras conocido por lavoz?

—Creo que no…—Con los años se le cambia a uno

la voz. Al menos, ahora que te oigo

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hablar, Goyo Yic, me parece que hablasdistinto antes…

—También a mí me pasa con tu voz;era otro tu modo de hablar, MaríaTecún…

Domingo Revolorio, a quienTatacuatzín Goyo Yic llamó, acercóse ahacer conocimiento de María Tecún.

—Acerqúese, compadre…—¡Compadre de un garrafón que le

llevé al bautizo! —aclaró Revoloriofestivamente—. No vaya a estarcreyendo, señora, que éste tuvo máscrianza…

—Entonces yo soy su comadre…—Eso mero, mi comadrita…

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—Siendo de un garrafón —intervinoTatacuatzín Goyo Yic, a quien a peni tassi le cabía el gusto en el cuerpo—, no essu comadre, compadre, sino sucomadreja.

—Está bueno, porque entonces esusté mi compadrejo…

Se veía venir la tarde. El tinte delmar, el tinte del cielo, las nubes yaarreboladas y la quieta solemnidad delas palmeras que iban entrando en elocaso. Una que otra embarcacióncruzaba a lo lejos el horizonte, que en unmomento había tomado color violetaoscuro. El ensimismamiento de las aguasprofundas, color de botella, aumentaba

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el enigma de aquel momento denegación, de duda ante la noche.

Ya se había dicho lo hablado y locallado. La idea de la fuga de Yic hijose descartó por peligrosa.

Le temblaba la quijada de mujervieja al despedirse de su hijo. Hizopucheros. No quería que se le saliera elllanto, para no aflinrlos. Le temblabanlos párpados. Se limpiaba la nariz conla mano nerviosa. Sus pecas, su bocacontraída por la pena, las pitas de sucuello, su pecho sin senos. Dio la vueltaencajando la cabeza en el hombro de suhijo. Volvería. Vale que vino con algo devender. Unos seis coches. Mañana los

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somato y regreso a verlos. ¿Lo pensó olo dijo?

Nicho Aquino acercóse con el relojde la Doña en la mano, para avisarle ala vista que ya era tiempo de volver atierra firme. Entraron en la barca, él consus bártulos, ella con sus pesares, y ellanchero empezó a remar. Airecillosfríos, vesperales, cortaban la atmósferade bagazo caliente que venía de latierra. Suavísimos oleajes en la bahíaquieta y amarilla, rodeada de palmerasnegras, como una balsa de trementina deoro.

Nicho Aquino preguntó a la viajerasilenciosa, de gesto poco amable a pesar

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de la ternura del llanto que se le secabaen la cara.

—¿A cómo tantea vender loscochitos?

—Depende. Si el maíz no anda muycaro tal vez consiga buen precio, aunquela verdá es que este año los coches estánvaliendo. Al menos por onde yo se hanvendido algo regular.

Juliantico, el panguero, dando ydando. Su pelo como subido a un cerrosobre su cabeza. Sus ojos de Niño Dioscon hambre alumbrados por las pringasde luz encendidas en la oscuridadnavegante del puerto.

Nicho Aquino soltó un poco

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intempestivamente lo que veníapensando desde que embarcaron. Tuvonoticias, por haber oído al vuelo laconversación de los Yic y Revolorio enel Castillo, que aquella mujer era…

—¿Conque usté es la famosa MaríaTecún?

—Hágame favor… —le pudo lo quele dijo, pero le contestó de buen modo—… ¿famosa, por qué?…

—Por ta piedra, por la cumbre, porlas «tecunas»… —se apuró a decir elcorreo de San Miguel Acatan, hoyconvertido en un nadie; La mano derechade la Doña del Hotel King y su amante;pero un gran nadie desde que dejó de ser

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correo.—También usté sabe lo de la piedra,

pues… Entonces, según, ésa soy yo;piedra allá y gente aquí…

El señor Nicho navegaba en el marjunto a María Tecún, tal y como él era,un pobre ser humano, y al mismo tiempoandaba en forma de coyote por laCumbre de María Tecún, acompañandoal Curandero-Venado de las Siete-rozas.Dos animales de pelo duro cortaban laneblina espesa por la tierra de poroabierto que rodea la gran piedra.Volvían de las grutas luminosas, deconocer a los invencibles en las cuevasde pedernales muertos, conservándose

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la conversación para no disolverse, elvenado-curandero en la mansa oscuridadblanca de la cumbre, tan igual a lamuerte, y el coyote-correo en la calientey azul oscuridad del mar, donde estabaen cuerpo humano. Si no se conversan,el Curandero-Venado se habría disueltoen la neblina, y el Correo-coyote habríavuelto por entero a su auténtico ser, a sucuerpo de hombre que navegaba al ladode María Tecún.

El cabeceo del barco los hacíaceremoniosos. Iban aproximándose aldesembarcadero miasmático, hediondo,agua aceitosa, basuras.

María Tecún explicó que no se

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llamaba mero, mero Tecún, sino Zacatóny el señor Nicho, que al mismo tiempode ir en la barca en forma de hombrecon María Tecún, iba por la cumbre conel Curandero en forma de coyote, se lopasó a éste en un aullido de yo sé más:¡No es María Tecún, es María Zacatón,Zacatón…!

El Curandero-Venado de las Siete-rozas que lo llevaba tan cerca —marchaban a la par de la famosaoscuridad blanca de la cumbre—, leuntó el hocico de venado en los pelos dela oreja arisca para decirle concristalina sonrisa de espuma entre el lutodel belfo:

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—¡Te falta mucho para zahori,coyote de la loma de los coyotes! Muchoque andar, mucho que oír, mucho quever.

Come asado de codornices, masticael ombligo de copal blanco y escucha,hasta embriagarte, el vino de miel de lospajarillos que vuelan sobre el verdesentado en los árboles que es igual alverde sentado en el monte. ¡Zahori se esen el momento en que se es uno solo conel sol encima! Y María Tecún, esa quedices que ves como si la tuvieras frentea frente, no es tampoco de apellidoZacatón y por lo mismo está viva: de sersangre de los Zacatón habrían cortado su

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cabeza de criatura de meses en ladegollación de los Zacatón que yo,Curandero-Venado de las Siete-rozas,ordené indirectamente por intermediodel Calistro Tecún, cuando los Tecúntenían a su nana enferma de hipo degrillo. Los Zacatón fueron descabezadospor ser hijos y nietos del farmacéuticoque vendió y preparó a sabiendas elveneno que paralizó la guerra delinvencible Gaspar Ilóm, contra losmaiceros que siembran maíz paranegociar con las cosechas. ¡Igual quehombres que preñaran mujeres paravender la carne de sus hijos, paracomerciar con la vida de su carne, con

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la sangre de su sangre, son los maicerosque siembran, no para sustentarse ymantener a su familia, sinocodiciosamente, para levantar cabeza dericos! Pero la miseria los persigue,visten el harapo de la hoja desgarradapor el viento de la impiedad y sus manosson como cangrejos que de estar en lassagradas cuevas, se van volviendoblancos.

—Si no es María Tecún ni MaríaZacatón, entonces, esta piedra, ¿quiénes?, Venado de las Siete-rozas…

Por un momento oyó el señor Nichoque se ahogaba su voz en el vaivénrumiante del golfo, pero lo volvió a la

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realidad de la cumbre el habla delCurandero, al contestarle que en aquellapiedra se escondía el ánima de María laLluvia.

—¡María la Lluvia, erguida estaráen el tiempo que está por venir!

El Curandero abrió los brazos paratocar la piedra, vuelto a la figurahumana que veía en ella, él tambiénhumano, antes de disolverse en elsilencio para siempre.

—¡María la Lluvia, la PiojosaGrande, la que echó a correr como aguaque se despeña, huyendo de la muerte, lanoche del último festín en elcampamento del Gaspar Ilóm! ¡Llevaba

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a su espalda al hijo del invencibleGaspar y fue paralizada allí donde está,entre el cielo, la tierra y el vacío!¡María la Lluvia, es la Lluvia! ¡LaPiojosa Grande es la Lluvia! A susespaldas de mujer de cuerpo de aire, desolo aire, y de pelo, mucho pelo, solopelo, llevaba a su hijo, hijo también delGaspar Ilóm, el hombre de Ilóm, llevabaa su hijo el maíz, el maíz de Ilóm, yerguida estará en el tiempo que está porvenir, entre el cielo, la tierra y el vacío.

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Epílogo

Faros enloquecidos por lospiquetazos de los zancudos y zancudosenloquecidos por la luz de los faros.Zancudos, moscos, mosquitos, jejenes…Al señor Nicho se le fue huida la carapara un hombro, igual que el tacón de unzapato torcido. Los años. Peso y soledadde plomo. Arrugas en forma deherradura le sostenían a duras penas laquijada, hueso malévolo que le colgaba,le colgaba irremediablemente. Moscas.Se le entraban en la boca. Escupirlas

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vivas. La Doña murió de fiebreperniciosa. Se puso negra, color dealacrán. Botó el pelo en la últimapeinada. Heredero del Hotel King y susdieciséis mil ratas, el señor NichoAquino. Tatacuatzín Goyo Yic y MaríaTecún volvieron a Pisigüilito. Ellaenviudó de su segundo marido, elpostizo. Sólo un marido se tiene, todoslos demás son postizos. Benito Ramos,el del pacto con el Diablo. Murió dehernia. Volvieron, pues, a Pisigüilito.Horconear de nuevo para construir unrancho más grande, porque sus hijoscasados tenían muchos hijos y todos sefueron a vivir con ellos. Lujo de

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hombres y lujo de mujeres, tener muchoshijos. Viejos, niños, hombres y mujeres,se volvían hormigas después de lacosecha, para acarrear el maíz;hormigas, hormigas, hormigas,hormigas…

Guatemala, octubre de 1945Buenos Aires, 17 de mayo de 1949

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Glosario

Abodocan: Salir chichones en elcuerpo.

Achimero: Buhonero.Aguachigüe (Viene de agua chiva.):

Agua con la que se humedece la masa demaíz y se da de alimento a los chivos oterneros de meses.

Aguajola: Refresco de canela orosicler.

Ahuizote: Mal agüero, espanto,sortilegio, brujería.

Ajigolón: Congoja.

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Anona: Chirimoya.Añerío: Años sin cuento.Apañuscar: Apiñarse, apeñuscarse.Apasote: Epazote. Planta medicinal

y comestible, de olor fuerte ydesagradable.

Apaste: Vasija de barro cocido.Árganas: Alforjas de pita para

llevar provisiones.Argefto: Enfermedad de las plantas

que las pone marchitas, desmedradas,amarillas.

Atarraya: Red para pescar.Atol: Apócope de atole, bebida

hecha con maíz mezclándole leche,azúcar y otros ingredientes, según la

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clase.Avilantaro: Pedro de Alvarado,

conquistador de Guatemala.Bajera: Hacia abajo, descendiendo.Bambas: Monedas de oro o plata.Barajustar: Huir o salir de estampía

un caballo.Batido: Especie de atol con cacao.Bayunco: Sandio, montaraz, tosco.Bolo: Borracho.Boquero: A boca de jarro.Botaderos: Lugar de donde

arrójanse a un río troncos de árboles.Bucul:Calabaza redonda que

después de quitarle la pulpa, abierta porla parte superior, sirve para guardar

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tortillas.Buido: Diluido.Cacha(Hacer la…): Poner

diligencia para lograr algo, y en formade «qué cacha»,corresponde a quéengorro, qué molestia.

Caimito:Fruta tropical de colormorado verdoso.

Caites:Sandalias toscas hechas decuero crudo, cubren sólo la planta delpie.

Calaguala:Helécho emenagogoexpectorante, diurético, antirreumático.

Camanances:Hoyuelos que se leshacen a las mujeres a los lados de laboca al reír.

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Canches: Personas de pelo rubio.Cangro: Tumor, chancro.Capulines:Árbol de fruto rojo,

redondo.Casampulga:Araña pequeña muy

venenosa.(Black widow o Viuda negra.)Cernada: Agua con ceniza o con cal

que queda después que se hace hervir enusos culinarios. (De cernir).

Cibaque: Médula fibrosa de unaespecie de tule. Se usa en tiras angostaspara amarrar los tamales.

Chacales:Especie de soguillas.Chachagüete:Unión de los estribos

por medio de una cuerda que pasa bajola barriga del caballo, y por extensión

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maña para violentar a una mujer.Chachajinas:Palomitas silvestres.Chalchigüites (o

chalchihuites.):Collar con dijes yamuletos que usan las mujeres. Viene dejade, en náhuatl o pipil.

Chan:Chian, semillita mucilaginosa.Charragüero:Persona que toca la

guitarra. Charranguear la guitarra, rasgarla guitarra.

Chaye (Chay: obsidiana de colornegro.): Todo pedazo de vidrio, porextensión.

Chayerfo: Abundancia de pedazosde vidrio.

Chelón:Legañoso, lleno de cheleso

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légañas.Chenca:Colilla.Chenquear:Cojear, renquear.Chicalote: Planta medicinal

parecida al cardo santo.Chiclanes (Ciclanes.):Con un solo

testículo.Chicozapotes: El chico o árbol que

produce esta fruta, y del que se saca laresina llamada chicle. Árbol de 25metros, erguido, multicono, propio delas costas.

Chiches: Cada una de las mamas opechos de la mujer.

Chichicaste: Ortiga.Chichitas: Frutitas amarillas con la

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misma forma de los senos femeninos,que los peregrinos usan para adornar sussombreros.

Chinche(Hacer chinches.): Arrojarmonedas, golosinas, etcétera, a losmuchachos.

Chingaste:Sedimento o residuo.Chipichipi:Mojabobos, llovizna.Chipotazos:Golpe dado con la mano

abierta.Chirís:Niños.Cholludos:Perezosos, haraganes.Chonete:Maiz cortado tierno.Chorchas:Pájaros hermosos de

color amarillo.Choreques:Florecitas rosadas.

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Chucán:Delicado.Chuj:Indios de cierta parte

occidental de Guatemala.Cirguión:Sacudida, temblor, sismo.Cochemonte:Jabalí americano.Colación (Dulces de…):Confitura

de azúcar de diferentes formas:animales, árboles, figuras humanas, y envarios colores.

Cola de quetzal: Planta parásita queen forma de helecho crece en los troncosde los grandes árboles, y que se colocaen las casas como motivo ornamental.Debe su nombre a que las hojas tienen ellargo, la forma y el color de las colasdel quetzal.

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Compás: Compañeros. (Ser compás,ser compañeros, amigos íntimos).

Conacaste: Árbol corpulento demadera finísima.

Contrayerba: Planta medicinal.Machacados los frutos, es buena contraquemaduras, etc.

Copal: Resina muy aromática queproduce el árbol del mismo nombre yque muchas personas mascan comochicle; producto látex de los frutos del«Cojón de puerco»; varias otras plantasresinosas también se conocen por copal.

Corneto: Persona con las piernastorcidas.

Corronchochos: Frutillas silvestres

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de color rosado, dulces, astringentes; seconfunden a veces con el orégano.

Cotón: Corpino, dicen algunasveces al cotón, pero también dícenlecotón al jubón.

Coyoles: Palmera que produce enracimos muy grandes el fruto del mismonombre, pequeño, redondo, amarillentoy aromático.

Cresterío: Numerosas crestas.Guaches: Cada uno de los gemelos

o mellizos y por extensión, lo que esdoble: escopeta cuache, o sea, de doscañones, marimba cuache o de dobleteclado.

Cuscún (O coscún.): La comida.

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Cútete: Reptil iguánico, perotambién con el significado, sin duda porel «cu», de ano.

Cuto: Persona a la que le falta unamano.

Desbinzar: Cortar u obstruir loscordones espermáticos.

Desbitocar: Levantar la válvula oquitar el tapón a los depósitos de agua.

Desburrumbaderos: Sitios en losque en los barrancos se desmorona latierra.

Dialtiro: Del todo, por completo,enteramente.

Dundo: Dícese de la personaatontada.

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Ejote: Judías verdes.Eloatol: Contracción de elote y atol:

atol de elote o maíz tierno.Elote: Maíz tierno, mazorca.Engasado: Delírium trémens.Entumía: Poner bizco.Espumuy: Paloma de pluma muy

fina.Furias: Fucsias.Fugos: Huidos.Gachón: Indinado, echado para

abajo.Garrobo: Especie de iguana

comestible.Goma: Término que se emplea para

designar el malestar subsiguiente a la

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ebriedad. Resaca.Gringo: Norteamericano.Guacal (O huacal): Vasija de

tamaño mediano.Guacalazo:Golpe dado con guacalo

su contenido.Guachipilin:Árbol grande de madera

finísima.Guanábana:La fruta del guanabo o

guanábano. Así como en las Antillas seda en Centroamérica.

Guanaqueando(Deguanaco:simple, que se admira detodo.): Ir abriendo la boca, iradmirándose de todo.

Guapinol:Árbol y fruto capsular de

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12 centímetros que contiene semillas decolor rojo oscuro envueltas en polvoamarillo. De estas semillas horadadas alcentro se hacen anillos.

Guaro:Aguardiente de caña.Guáramo: Árbol de tronco grande,

con hojas como el papayo. Es abundanteen las costas y climas templados.

Güegüecho: Bocio, y también sedesigna así a la persona bociosa.

Güisquil: Véase huisquilHuatal (Guatal, guamil.): Monte

bajo que crece en terrenos que ya hansido cultivados.

Huisquil: Cierta fruta usada comoverdura.

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Huisquilar: Terreno sembrado dehuisquiles.

Hule: Caucho, y también se empleaen el sentido de suerte, azar: «¡Quéhule!».

Humadera: Conjunto de cosas quesirven a los campesinos para fumar.Human Fumar.

Ichintal: La raíz del huisquil, que escomestible.

Iguazte: Salsa de semillas decalabaza tostadas ymolidas con tomate yotras especias.

Íngrimo: Solitario.Iscorocos:Indios (despectivo).Izotales:Lugares sembrados

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deizotes.Izote: Árbol de poca altura, hojas

en forma de dagas, flores de colorblanco con forma de ramilletes opalmatorias. La flor del izote, además deser bella, es comestible y tiene saboramargo muy agradable.

Janano:Labihendido. Persona delabio leporino.

Jijiripago:Voz de los campesinosque demuestra júbilo, alegría.

Jiote:Cierta clase de empeine oherpes muy frecuente en los perros.

Jobo: Árbol de madera color decedro.

Jocote: Fruta parecida a la ciruela,

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llamada por los españoles ciruelaamericana.

Juilín: Pescado de ríos y lagos, decolor negro, sin escamas, boca muygrande y a los lados tentáculos quesemejan pelos de gato.

Lajas:Piedras duras, quebradizas,sonoras, en forma foliada.

Loroco:Semillita comestible conarroz o tamales.

Luzazo:Golpe de luz paraencandilar.

Maleno:Muñeco tosco.Manglar:Sitio poblado de mangles

en la costa a orillas del mar.Mangle: Arbusto rizofóreo

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americano que se da en los sitioscercanos al mar, en las costas.

Masacuata: Culebra inofensiva,comestible quitándole la cabeza y lacola.

Matapalo:Parásito que seca losárboles.

Mataaanal: Sitio poblado dematasanos, árboles de frutos muyperfumados.

Matilisguates: Árboles corpulentos,de madera durísima y muy valiosa.

Maxtates:Bolsón o talego hecho decáñamo.

Mecapal: Tira de cuero que seajusta a la frente para cargar lo que se

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lleva a la espalda.Mecate:Cordel, lazo.Memeches (Cargar a memeches): es

decir, a la espalda a los niños, y porextensión el que tiene una carga dice quela lleva a memeches.

Mero: Pronto, luego. Ya mero viene,es decir: Ya pronto viene… Tambiéntiene a veces este otro significado: Yamero, indicando: qué fácil, cuando unacosa no es hacedera.

Milpa: La planta, la mata de maíz.Milpeando: El tiempo en que desde

que nacen hasta que sazonan están encrecimiento las milpas o matas de maíz.

Milperío: Una especie de tomate,

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pequeño, de color verdoso, que se usamucho.

Miquear: Coquetear.Mojarra: Especie de pescado fino

lacustre.Nahual: Espíritu protector. Nana:

Madre.Nance (Malphigia montana.): Frutita

de color amarillo, del tamaño de unacereza, de sabor delicioso y muyperfumada. El árbol que la producetambién se llama nance.

Nige: Barniz negro. Una lacaamericana.

Nigüerío: Sitio en que hay muchasniguas, insectos parecidos a la pulga.

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Nixtamalero: Lucero del alba. Sellama así porque a esa hora se saca delfuego el nixtamal, o sea, la olla en quese cuece el maíz con agua de cal, parasuavizarlo.

Ocote: Madera de pino muyresinosa que sirve para encender elfuego y para alumbrarse en forma dehachones.

Olote: El corazón de la mazorca demaíz, la parte de la mazorca a que vaadherido el grano.

Pacaya: Planta semejante a lapalmera.

Pache: Bajo de cuerpo y porextensión todo lo que no es alto; casa

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pache, por ejemplo.Panguero: Viene de panga, pequeña

embarcación; el que la gobierna es elpanguero.

Paríanla: Una especie de tortuga.Patacho: Recua de animales de

carga.Patojo: Muchacho. Corresponde a

chaval.Paxte: Parásito que cubre los

árboles.Pepené: Recogí, de pepenar,

recoger.Pepián:Vianda de carne y una salsa

especial.Persoga:Lazo que sirve para atar a

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una bestia.Pijije:Ave palmípeda, semejante al

pato.Pisto:Dinero.Pitahaya:Fruta encarnada bellísima

de la familia de los cactos.Pixcoy:Pájaro de canto melancólico.Pixtón:Torta de maíz gruesa.Pom:Resina que los indios queman

ante sus dioses.Porlos:Por mitad. Por ejemplo: en

tal ganancia vamos porhs.Puyón:Herida dada con arma

blanca.Puzunque: Residuo de un alimento

que queda en el fondo del recipiente.

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Rajón:Cobarde, que no hace frente.Rapadura:Miel de caña

solidificada, sin purificar, que loscampesinos usan en lugar de azúcar.

Rascuache:Pobre, sin importancia,poca cosa.

Relampaciadera:Los relámpagos dela tempestad.

Resmolerle:Molestarle, deresmoler,molestar, fastidiar.

Riata:Lazo para enlazar.Roción:Rociadura.Ruco:No muy bueno.Sanatero:Lugar en que hay muchos

sanates.Sanates:Pájaros de plumaje oscuro

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y largos picos negros.Sanchomo:Aguardiente de San

Jerónimo, famoso por su excelencia.Saraguates:Monos.Sarespinos:Arbustos espinosos.Shilote (Chilote o jilote.):Mazorca

de maíz tierno cuando empieza a brotarel grano.

Shutes:Espinas.Siete-Caldos: Una especie de

pimiento americano muy picante.Solúnico: Hijo único.Somatazón: De somatar, matar en

el sentido de golpear; sitio en que todose golpea.

Sonta:Impar.

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Surdida:Metida, escondida,refundida.

Suyate: Desígnase a una esterilla depalma que los campesinos llevan decamino y que cuando llueve, la abrenpara librarse de la lluvia.

Tacuatzin: Animal semejante a lazarigüeya.

Taltuza:Roedor.Tamagaz: Culebra venenosa.Tamaludos: En forma de tamal.Tanates: Envoltorios de ropa u

otros objetos.Tapacaminos: Pájaros que vuelan

delante de los viajeros en los caminos,al oscurecer.

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Tapamente:Bárbaramente.Tapesco:Camas hechas de caña.Tapiscar:Cosechar el maíz.Tapojazos:Golpes dados con

tapojo.Tapojo: Lo que usan los arrieros

para cubrir los ojos de las bestias,mientras cargan, y que también les sirvede látigo.

Tazol: Las hojas del maíz que alsecar sirven de alimento a los vacunos.

Tepezcuintle (O tepeizcuiente.):Paca, animal de carne muy delicada quelos indios engordan con frutas.

Tetuntes: Piedras que se empleanpara cercar el fuego en las cocinas

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labriegas.Tilichera: Pequeño mostrador de

vidrios, fijo o movible.Tipaches (O tipachas.): Rodelitas

de cera negra con las que se juegadinero.

Tocoyales: Adornos que las mujeresllevan en la cabeza a manera deresplandor.

Tolito: A veces, canastillo de pajamuy fina, o bucul pequeño.

Totoposte: Torta de maíz preparadaespecialmente para que se pueda comerfría, por su tueste y sabor dulce.

Totopostoso:Quebradizo, lujas: Lode dormir, especialmente las mantas.

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Tuto(A tuto.): A la espalda, cargar ala espalda al niño.

Tuza:Hoja que envuelve la mazorcade maíz.

Yagual: Se designa a un lienzoenrollado sobre la cabeza para asentaren él lo que se carga. Rodete.

Yuca: Planta filiácea de la Américatropical cuya raíz es alimenticia. Unaespecie de mandioca.

Yuquilla:Harina sacada de la yuca.Zapote: Árbol sapotáceo de frutos

comestibles; nombre del fruto que esrojo, así como la palta y aguacate sonverdes.

Ziguán: Barranco.

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Zompopo: Hormiga grande.Zopilotera: Donde se ven muchos

zopilotes o auras.