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John Peeler Elementos estructurales de la desestabilización de una democracia consolidada: la desconsolidación en Venezuela 1. Introducción Juan Linz y Alfred Stepan (1996: 15) apuntan esta definición de la consolidación de la democracia: […] un régimen político en que la democracia como sistema complejo de instituciones, reglas, e incentivos y desincentivos estructurados se ha desarrollado –dicho en una frase–, “el único juego en el pueblo”. Quieren decir con ello que en términos del comportamiento, de las actitudes y de la constitución, no hay ningún incentivo importante de ir más allá de la democracia. La democracia constituye la única arena para la lucha política. Larry Diamond (1999: 65) trata la consolidación como: […] el proceso de lograr la legitimación amplia y profunda, así como to- dos actores significados, tanto a nivel de la élite como al de las masas, creen que el régimen democrático es lo más apropiado para su sociedad; mejor que cualquier alternativa realista que se pudiera imaginar. Com- petidores políticos tienen que llegar a pensar la democracia (y las leyes, los procedimientos, y las instituciones que especifica) como “el único juego en el pueblo”, la única estructura para gobernar la sociedad y hacer avanzar sus propios intereses. A nivel de las masas, tiene que haber un amplio consenso de normas y de comportamientos –que cruza las cliva- jes de clase, etnia, nacionalidad, y otros– sobre la legitimidad del sistema constitucional, a pesar de lo inadecuado de su desempeño en cualquier momento. Aunque son similares en muchos aspectos, estas dos definiciones son distintas en dos puntos importantes. Primero, Linz y Stepan tratan la consolidación como una condición o estado de existencia, mientras Diamond la trata como un proceso. Segundo, Diamond trata la legiti- mación como el núcleo de la consolidación, mientras Linz y Stepan enfatizan más en la aceptación de la democracia que en su legiti- mación.

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John Peeler

Elementos estructurales de la desestabilización de una democracia consolidada: la desconsolidación en Venezuela

1. Introducción

Juan Linz y Alfred Stepan (1996: 15) apuntan esta definición de la consolidación de la democracia:

[…] un régimen político en que la democracia como sistema complejo de instituciones, reglas, e incentivos y desincentivos estructurados se ha desarrollado –dicho en una frase–, “el único juego en el pueblo”.

Quieren decir con ello que en términos del comportamiento, de las actitudes y de la constitución, no hay ningún incentivo importante de ir más allá de la democracia. La democracia constituye la única arena para la lucha política.

Larry Diamond (1999: 65) trata la consolidación como: […] el proceso de lograr la legitimación amplia y profunda, así como to-dos actores significados, tanto a nivel de la élite como al de las masas, creen que el régimen democrático es lo más apropiado para su sociedad; mejor que cualquier alternativa realista que se pudiera imaginar. Com-petidores políticos tienen que llegar a pensar la democracia (y las leyes, los procedimientos, y las instituciones que especifica) como “el único juego en el pueblo”, la única estructura para gobernar la sociedad y hacer avanzar sus propios intereses. A nivel de las masas, tiene que haber un amplio consenso de normas y de comportamientos –que cruza las cliva-jes de clase, etnia, nacionalidad, y otros– sobre la legitimidad del sistema constitucional, a pesar de lo inadecuado de su desempeño en cualquier momento.

Aunque son similares en muchos aspectos, estas dos definiciones son distintas en dos puntos importantes. Primero, Linz y Stepan tratan la consolidación como una condición o estado de existencia, mientras Diamond la trata como un proceso. Segundo, Diamond trata la legiti-mación como el núcleo de la consolidación, mientras Linz y Stepan enfatizan más en la aceptación de la democracia que en su legiti-mación.

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Si pensamos la consolidación aplicada a cualquier tipo de régi-men, y no sólo a la democracia, queda claro que el elemento clave de la definición de Diamond, el proceso de la legitimación, resulta ser un obstáculo difícil de superar. Un régimen que persiste un período de tiempo y que no soporta desafíos importantes fuera de sus canales normales, puede ser considerado como consolidado, aun si carece de alguna medida de la legitimidad, porque viene a ser “el único juego”. Así, las monarquías francesas de Luis XIV y XV lograron la consoli-dación, en tanto que en el período de Luis XVI fue perdiendo la con-solidación (o sea, fue desconsolidándose). La Tercera República de Francia, aunque careció de legitimidad entre importantes sectores, logró la consolidación en el sentido de que fue “el único juego”.

La concepción de Diamond acerca de la consolidación como pro-ceso cobra sentido. Los sistemas políticos son en esencia dinámicos: aun cuando sean estables, están cambiando a consecuencia de las ac-ciones de los humanos que los componen. Así, consolidarse sería un proceso de progresiva eliminación de los modos de accionar político fuera de las instituciones y canales normales o aceptados por el régi-men.

Así planteamos que, en el contexto específico de la democracia, la consolidación es un proceso de eliminación de amenazas de insurrec-ción e intervención militar, para que sólo a través de las elecciones y los gobiernos constitucionales sea posible la acción política. Se trata de un proceso por medio del cual los intentos de insurrección o de intervención militar son progresivamente eliminados o marginados, hasta que la arena política consista en su casi totalidad de procesos constitucionales y democráticos. Aunque la consolidación sea un pro-ceso, no consideramos que tenga éxito sin la persistencia de este pa-trón por un tiempo significativo. Podríamos exigir, por ejemplo, que el patrón del proceso político democrático sin insurrecciones o interven-ciones importantes debe continuar por al menos tres mandatos guber-namentales, y debe incluir al menos dos transiciones entre el partido o coalición gobernante y su oposición.

Juan Linz (1978) trató los fenómenos de la crisis, la quiebra, y la reequilibración de los regímenes democráticos. Una crisis ocurre cuando un régimen democrático se aproxima a la quiebra. Partidos de oposición “antisistémicos” ganan fuerza y actúan de modo desleal hacia las instituciones del régimen, mientras los partidos del centro,

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comprometidos con el régimen, pierden la capacidad o voluntad para gobernar (Linz 1978: 27). La quiebra ocurre cuando el poder pasa de las manos de los defensores de las instituciones democráticas a la opo-sición desleal (Linz 1978: 75-76). En algunos casos la crisis e incluso la quiebra puede dar paso a una reequilibración de la democracia, tal vez en una forma aún más legítima, eficaz y efectiva que antes (Linz 1978: 87).

El caso venezolano muestra muchos de los elementos del esquema de Linz. Queda claro que el régimen democrático venezolano entró en crisis en 1989 con los disturbios públicos y un creciente desprestigio de los partidos y las élites tradicionales. Hubo una oposición antisis-témica y desleal, agrupada alrededor de Hugo Chávez después del intento de golpe de febrero de 1992. Hubo una suerte de quiebra con la elección de Chávez en 1998, y la adopción de la nueva constitución de la Republica Bolivariana de Venezuela. Sin embargo, al revisar los detalles del proceso, parece que en Venezuela no hubo propiamente una quiebra, ni tampoco una reequilibración. Lo que sí hay es una crisis prolongada del régimen, una transformación del régimen, y una sociedad política profundamente dividida.

Por eso propongo el concepto de la desconsolidación de la demo-cracia. Tomando en cuenta el concepto de la consolidación planteado arriba, la desconsolidación sería el resurgimiento de la insurrección y la intervención militar como modos de acción política importantes fuera de los canales institucionales de la democracia.

Lo que pasó en Venezuela a partir de 1989 fue precisamente el re-surgimiento de la insurrección y la intervención militar como opciones fuera de los canales regulares de la política democrática. La legitimi-dad del sistema democrático vigente iba agotándose desde principios de los años 80, como consecuencia del declive económico y el deterio-ro de las condiciones sociales durante esa década. El desencanto con el status quo se manifestó en el crecimiento de la abstención electoral, el rechazo creciente de los partidos y las élites políticas puesto en evidencia en los sondeos de la opinión pública, y, todavía encubierto antes del 1992, la conspiración dentro de las Fuerzas Armadas, lidera-da por Hugo Chávez Frías bajo el nombre Movimiento Bolivariano Revolucionario 2000. Ahora podemos entender que un régimen demo-crático en apariencia consolidado en 1988 estaba gestando una crisis que fue dada a luz por el choque del ‘gran viraje’ de Carlos Andrés

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Pérez en 1989. Pero no era propiamente una crisis de la democracia, sino del sistema puntofijista de la democracia, frente a nuevos concep-tos más radicales de la democracia. El régimen puntofijista entró en crisis en 1989, y en quiebra con la elección de Chávez en 1998. La democracia venezolana queda ya desconsolidada por la falta de con-senso sobre los elementos de una nueva democracia.

En lo que sigue revisaremos más detalladamente el curso de la cri-sis de la democracia venezolana. Para concluir, volveremos al nivel teórico.

2. La democracia venezolana, 1958-1998

La historia de la consolidación de la democracia en Venezuela es bien conocida por lo que nos limitaremos y resumirla en breves palabras. (Peeler 1985; 1992; López Maya/Gómez Calcaño/Maingon 1989; Karl 1987; Hillman 1994; Derham 2002). Después del fracaso del experi-mento democrático llamado el Trienio (1945-1948) y la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1948-1958) hubo un golpe militar apoyado por movilizaciones populares lideradas por los principales partidos políticos (Acción Democrática [AD], COPEI [Comité de Organiza-ción Político Electoral Independiente], Unión Republicana Democrá-tica [URD], y Partido Comunista [PC]). Los tres primeros partidos forjaron el llamado “Pacto del Punto Fijo” para asegurar la estabilidad durante la transición a la democracia. El pacto comprometió a los partidos a garantizar la probidad de las elecciones, respetar los resul-tados, integrar una coalición de gobierno, llevar a cabo un programa mínimo de gobierno, y formar una nueva constitución.

El primer gobierno democrático de Rómulo Betancourt (AD, 1959-1964) fijó las bases del régimen democrático (incluyendo la Constitución de 1961) con la cooperación de COPEI y URD, y enfren-tando la oposición del PC (excluido del Pacto), la resistencia de algu-nas facciones militares, y el surgimiento de insurgencias por grupos comunistas y no-comunistas inspirados por el éxito de la Revolución Cubana. Hacia el fin del tercer mandato democrático (Rafael Caldera, COPEI, 1969-1974) todas estas fuentes de oposición al régimen de-mocrático habían sido conjuradas.

El sistema de partidos durante los años 60 se encontraba en proce-so de formación (Myers 1986). AD y COPEI desarrollaron organiza-

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ciones cada vez más eficaces, profundamente imbricadas en las orga-nizaciones de la sociedad civil (especialmente las de trabajadores, de empresarios, o de campesinos), y recibieron crecientes porcentajes del voto. A pesar del sistema de representación proporcional que gober-naba las elecciones legislativas, otros partidos nunca pudieron amena-zar la dominancia adeco/copeyana, ni en comicios legislativos, y me-nos en los presidenciales. Sin embargo, desde la elección de 1958 hasta la de 1968, hubieron candidaturas presidenciales antisistémicas importantes, tales como la del Almirante Wolfgang Larrazábal en 1958 y 1963, que obtuvieron grandes minorías del electorado, votan-tes que muchas veces provenían de los sectores más marginados de la sociedad. Es decir que el sistema de partidos iba consolidándose sin absorber a la gran mayoría de los más pobres (Myers 1986: 124; Mo-lina/Pérez 1998; Hidalgo Trenado 1998).

La elección de Carlos Andrés Pérez en 1973 marcó el final de las amenazas de insurrección e intervención militar contra el sistema de-mocrático venezolano. El sistema de partidos empezó una época de institucionalización muy fuerte. Así podemos decir que el sistema democrático venezolano empezó su proceso de consolidación en 1973. Por primera vez los dos partidos dominantes recibieron juntos más del 80% de los votos para presidente, y tres cuartos del voto legislativo. Este patrón continuaría por quince años, o tres elecciones nacionales, hasta 1988. Hacia 1988, el régimen democrático ya quedó consolidado de acuerdo con la definición arriba dada.

El sistema formado por la Constitución de 1961 tuvo característi-cas muy importantes e, inicialmente, positivas. Primero, la concentra-ción de todas las elecciones (presidencial, cuerpos legislativos nacio-nales, estatales, y locales) en una fecha cada cinco años hizo más pro-bable que el candidato presidencial victorioso pudiera contar con un congreso favorable a él, y también que las corrientes políticas nacio-nales estuviesen reflejadas en los estados y municipios. Dentro de la lógica de la democracia mayoritaria, el calendario electoral permitió al electorado hablar con una sola voz cada cinco años, constituyendo así un gobierno con mandato claro y maximizando las capacidades para llevarlo a cabo.

Segundo, los presidentes así elegidos fueron dotados con potesta-des amplias para dominar todos los aspectos del proceso político (Karl 1997; Crisp 2000; Kelley 1986). Los poderes incluyeron la designa-

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ción de gobernadores de estados, y el uso de decretos (con el consen-timiento del Congreso) en vez de leyes que requerían la aprobación por el Congreso. El sistema venezolano era aún más presidencialista que el promedio latinoamericano. El presidencialismo extremo ha sido una característica del sistema político venezolano desde mucho antes del establecimiento de la democracia.

Tercero, el presidencialismo cambió los efectos predecibles del sistema electoral de la representación proporcional (RP). Este sistema normalmente desembocaría en un sistema multipartidista, sin partidos mayoritarios. Pero en el caso venezolano, la importancia trascendental de la presidencia impuso una dinámica mayoritaria aun en las eleccio-nes legislativas bajo las reglas de RP. Siempre había muchos partidos representados en el Congreso, pero AD y COPEI obtenían juntos la gran mayoría, y muchas veces incluso uno de ellos solo tenía la mayo-ría.

La década de los ochenta marca el principio de una larga crisis económica y social que tuvo el efecto a largo plazo de minar la legiti-midad del sistema democrático en general, y del sistema de partidos en particular. Tanto las encuestas de opinión pública como las tasas de abstención electoral indicaban una progresiva enajenación entre gran-des capas de la población, un desencanto dirigido particularmente hacia los dirigentes de los grandes partidos AD y COPEI. Sin embar-go, fue recién después de 1988 que estos partidos perdieron su domi-nancia electoral (Coppedge 1994; Crisp 2000; López Maya/Gómez Calcaño/Maingon 1989).

Una respuesta importante por parte de las élites políticas dominan-tes a las críticas hechas después de 1980, fue la formación, de la Co-misión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE) en 1984 realizada por el presidente Jaime Lusinchi. Hacia fines del mandato de Lusinchi, esta comisión hizo una serie de recomendaciones con el propósito de revitalizar el sistema democrático. Siguiendo el argumen-to que la democracia venezolana estaba demasiado centralizada bajo el control de los dos partidos grandes y de los presidentes de esos par-tidos, el COPRE recomendó medidas importantes para la descentrali-zación electoral y gubernamental, entre otras, la elección de goberna-dores y alcaldes, la separación de elecciones locales y estatales de las elecciones nacionales, el uso de elecciones uninominales (en vez de la RP con listas cerradas, bajo control de las cúpulas partidarias) para

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elegir una parte importante del congreso y otros cuerpos legislativos, y la delegación de importantes poderes administrativos a los gobernado-res y alcaldes (Carrera Damas 1988; Gómez Calcaño/López Maya 1990; Grindle 2000; Crisp 2000; García-Guadilla 2002b; Sabatini 2003).

Como era de esperar, tanto las élites de AD y COPEI, como el presidente Lusinchi, resistieron la implementación de las recomenda-ciones de la COPRE, pero tanto Carlos Andrés Pérez como Eduardo Fernández, candidatos de AD y COPEI en 1988, se comprometieron a llevar a cabo los cambios recomendados. Y así fue hecho por el gana-dor, Pérez. El propósito de las reformas era hacer la democracia vene-zolana menos centralizada y mayoritaria, y más pluralista (Escobar-Lemmon 2003). Empezando con las primeras elecciones de goberna-dores y alcaldes en 1989, se podía ver un declive progresivo de la posición de AD y COPEI, y un surgimiento de nuevos partidos tales como Causa R (de la izquierda independiente), además de avances importantes de partidos ya establecidos, como el Movimiento al So-cialismo (MAS). Hacia las elecciones nacionales de 1993, y regiona-les de 1994, la dominancia bipartidista de antaño se había perdido completamente.

El derrumbe del sistema de partidos no fue efecto sólo de la COPRE, sino aún más directamente del llamado “gran viraje” de Carlos Andrés Pérez. Pérez, el presidente durante el gran auge petro-lero de los años 70, daba a entender en su campaña como candidato de AD, que podía recuperar la prosperidad de aquellos años por medio de políticas netamente populistas. Sin embargo, a pocas semanas de asu-mir el poder, anunció de repente que el país se encontraba en quiebra, y que era imprescindible un programa radical de corte neoliberal. Este gran viraje fue hecho sin habérsele consultado al pueblo. Parece que este gran político pensaba, equivocadamente, que contaba con el apo-yo del pueblo gracias a su autoridad personal; que su elección no fue un mandato para seguir la línea prometida, sino un mandato de tipo “delegativo” para hacer todo lo que consideraba necesario (O’Donnell 1994; Crisp/Levine 1998; Plaza 2001; Corrales 2002; Weyland 2002).

La reacción popular no tardó. Después del anuncio inesperado del paquete de reformas y ajuste económico, a fines de febrero las calles de Caracas fueron el escenario de masivos desórdenes y destrucción, con un saldo todavía incierto de muertes, muchas a manos de las fuer-

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zas policiales y militares. La gran mayoría de los manifestantes eran de clases más humildes, habitantes de las barriadas en los cerros alre-dedor de la ciudad. Este evento traumático fue pronto bautizado con el nombre del “Caracazo”. Aunque el gobierno de Pérez intentó res-ponder al descontento por la implementación de las recomendaciones de la COPRE, y a pesar de un mejoramiento macroeconómico en los años siguientes, el ambiente político después del Caracazo estaba mar-cado por un rechazo casi universal hacia el presidente Pérez; incluso AD lo abandonó. Hubo muchas demandas para su renuncia, y se ini-ciaron intentos para enjuiciarlo y así forzar su destitución (Kornblith 1989; 1995).

Su posición resultó aún más precaria en el curso de 1992, por cau-sa de dos intentos fallidos de golpes militares. El más importante ocu-rrió en febrero, liderado por el Teniente Coronel Hugo Chávez Frías, con un cuerpo de conspiradores de rangos militares medianos y bajos. (En noviembre, hubo un segundo intento, con oficiales de más alto rango, que también fracasó.) Chávez y sus colaboradores habían des-arrollado el llamado Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, desde el año 1982, en el seno del ejército con simpatizantes también en otras fuerzas armadas. Inspirado por una mezcla ecléctica de socia-lismo, populismo, y nacionalismo, tuvo lazos significativos con ele-mentos de la izquierda guerrillera venezolana, que no habían aceptado la incorporación al sistema democrático después de su derrota militar en los años 60. Chávez también fue inspirado por los gobiernos milita-res y populistas de Velazco Alvarado en el Perú, y de Torrijos en Pa-namá (Sonntag/Maingon 1992; Blanco 2002; Norden 1998; 2001; McCoy 1999).

Aprovechando la oportunidad de aparecer brevemente en cadena nacional para llamar a sus aliados a rendirse, Chávez se convirtió ins-tantáneamente en héroe al admitir que había fracasado “por ahora”. Condenado a prisión, siguió conspirando, y fue perdonado por el pre-sidente Rafael Caldera en 1994. Después continuó la construcción de su movimiento político, ya llamado el Movimiento V República.

Caldera había sido uno de los primeros en pronunciarse en favor del intento golpista de Chávez. Cuando perdió en los comicios para la candidatura de COPEI en 1993, se salió del partido del que fue funda-dor, para formar una nueva coalición, Convergencia, con la que ganó la elección con menos del 30% del voto, mientras los candidatos de

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AD, COPEI, y Causa R recibieron cada uno entre los 22 y 23%. El antiguo sistema de partidos estaba definitivamente resquebrajado, y un nuevo sistema aún no se había formado. AD, y en menor grado CO-PEI, continuaron como fuerzas importantes en el Congreso y en los estados, pero nunca más dominaron como antes. El período de Caldera fue marcado por una serie de intentos fracasados de solucionar los problemas económicos, y finalmente se tuvo que aceptar un paquete del Fondo Monetario Internacional que contribuyó al desencanto po-pular (Canache/Kulisheck 1998; Canache 2002; Coronil 2000; García-Guadilla 2002b; Gómez Calcaño/Patruyo 2000; Hellinger 1996; Pee-ler 1999).

3. La República Bolivariana

Fue en este contexto que Hugo Chávez, como el candidato más identi-ficado con el cambio político, económico, y social, fue electo presi-dente de la República en diciembre de 1998, con el 56% de los votos contra el empresario y candidato independiente Henrique Salas Rö-mer. Podría decirse que el período entero, desde su inicio en 1998, hasta ahora, ha sido una larga lucha para definir el futuro rumbo del sistema político venezolano. Desde 1993 quedó claro que el antiguo sistema democrático había sido desconsolidado, pero los intereses políticos y económicos que apoyaban el antiguo sistema todavía que-daban vivos. En 1998, por ejemplo, los partidos tradicionales en el congreso, anticipando la posible dominancia de Chávez en las elec-ciones presidenciales, fijaron una fecha distinta (en noviembre) para las elecciones para los cuerpos legislativos. Así pudieron separarse parcialmente de la influencia popular de Chávez, con el resultado que, a pesar de su mayoría al nivel presidencial, Chávez enfrentó una am-plia mayoría oposicionista en el congreso electo en 1998 (Coppedge 2002: 95; Lander/López Maya 1999; McCoy 1999; Dávila 2001).

El compromiso principal de Chávez como candidato era llevar a cabo elecciones para una asamblea constituyente con el fin de acabar con el sistema “moribundo” y establecer la “Quinta República” autén-ticamente popular, en vez de la democracia representativa del antiguo sistema corrupto. Especialmente, quiso deshacerse para siempre de la llamada “partidocracia”, la dominación por parte de los partidos tradi-cionales no solamente en las elecciones y las instituciones guberna-

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mentales, sino en las organizaciones de la sociedad civil (Gott 2000; Arenas/Gómez Calcaño 2000a; Coronil 2000; Ellner 2000; 2001; Gar-cía Márquez 2000; López Maya/Lander 2000; Müller Rojas 2001).

Con estos propósitos convocó casi inmediatamente a un referén-dum para convocar a elecciones para una Asamblea Constituyente. Esta convocatoria fue aprobada el 25 de abril de 1999. Chávez decretó una regla electoral del voto en bloque, o sea, el elector debería votar tantas veces como escaños disponibles había en la circunscripción, regla de fuerte tendencia mayoritaria. En un contexto donde Chávez obtuvo el apoyo mayoritario, las fuerzas chavistas dominaron comple-tamente la elección de la Asamblea Constituyente el 25 de julio: de 131 delegados electos, 6 fueron oposicionistas, y 3 curules reservados para los indígenas. Los restantes 122 delegados eran oficialistas (Cop-pedge 2002; Ellner 2001).

La constitución desarrollada por la Asamblea Constituyente inevi-tablemente reflejaba el pensamiento de Chávez y sus asesores. Esta-bleció una ruptura definitiva con el orden constitucional existente (Marta Sosa 2002). En conceptos esto significa que el cambio plan-teado cambió de la democracia representativa de la Constitución de 1961, a la democracia “participativa y protagónica” de la Constitución de 1999. Este cambio fue particularmente notable en el uso extenso del referéndum en la nueva constitución, incluso para revocar el man-dato de cualquier funcionario público después de la mitad del período del mandato. Al mismo tiempo le otorgó al Presidente extensos pode-res para mandar por decreto, para disolver a la Asamblea, y para con-vocar los referendos, con el efecto neto de un sistema aún más presi-dencialista que el antiguo (Kelly 2002).

La nueva constitución no especificó los sistemas electorales, y la Asamblea Constituyente impuso una ley provisional para gobernar las elecciones del 2000. La elección del presidente fue mantenida bajo el sistema de mayoría relativa en una sola ronda, y del mismo modo las elecciones de cuerpos legislativos estarían regidos por un sistema mix-to (estilo alemán), parecido al usado por primera vez en las elecciones legislativas de 1998. Pero mientras en 1998 la mitad de los escaños fueron ganados por la representación proporcional, para el 2000 el 60% de escaños fueron ganados por mayoría relativa en distritos de un miembro, con el restante 40% ganados por la representación propor-cional. Como señalan Molina Vega/Pérez Baralt (2002: 149-150), este

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sistema favoreció desproporcionadamente a los chavistas como prime-ra minoría, dándoles una mayoría absoluta del 61% basado en una votación del 49% para la nueva Asamblea Nacional.

Aunque la nueva carta fue muy específica al enfatizar en el carác-ter federal del estado venezolano, ni la Asamblea ni el Presidente han llevado al cabo las medidas necesarias para hacer real la autonomía de los estados y municipios. Efectivamente, a pesar de la elección de go-bernadores y alcaldes, el poder efectivo queda en las manos del presi-dente, aún más que en el antiguo sistema. Así, el efecto neto de la implementación de la nueva constitución ha sido contrario al sentido de las reformas propiciadas por la COPRE (Álvarez 2002, Marta Sosa 2002).

Otro elemento importante de la constitución de 1999 fue una rede-finición del papel de las Fuerzas Armadas. Rebautizada con el nombre de la Fuerza Armada de Venezuela, el estamento militar fue dotado con un nuevo estado civil. Los militares activos recibieron el derecho a votar (derecho prohibido en la carta anterior), y como corresponde a los ciudadanos activos, tuvieron también el deber de deliberar, e inclu-so desobedecer las órdenes ilegales, o de autoridades ilegítimas. En la carta de 1961, las Fuerzas Armadas fueron definidas como no-deliberantes. Obviamente, este cambio importante fue un reflejo direc-to de la experiencia de Chávez, y del profundo militarismo (o sea, la convicción de que los militares encarnan las mejores virtudes de la nación) del MVR (Norden 2003; Müller Rojas 2001; Sierra 2002).

Aprobada la nueva constitución por voto popular en diciembre de 1999, la nueva Asamblea Nacional y otros cuerpos legislativos fueron elegidos en julio del 2000; al mismo tiempo hubo una nueva elección presidencial para la relegitimización de su autoridad bajo la nueva carta. Para ese entonces Chávez ya había dominado el escenario polí-tico por más de los dos años y medio, y mantenía todavía una posición muy fuerte, tanto en las instituciones nuevas, como en la opinión pú-blica. Como el tribuno del cambio, ya había tenido la oportunidad para llevar a cabo muchas de sus ideas (Álvarez 2002; Blanco 2002; Ellner 2001; López Maya 2003).

Han sido escasos los resultados de las iniciativas políticas de Chá-vez más allá de la nueva Constitución Bolivariana (Ellner/Hellinger 2003; Ellner 2003b; Lander/López Maya 2002; Blanco 2002; Müller Rojas 2001; Francés/Machado Allison 2002). La política económica

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no fue ni un rechazo total del neoliberalismo, ni un abrazo del consen-so de Washington. Por un lado el gobierno ejerció una fuerte discipli-na fiscal al principio, frente a los precios débiles del petróleo, y abier-tamente buscaba las inversiones privadas del exterior. En cuanto a la industria petrolera, el gobierno insistió en mantener el control estatal, pero evitó cualquier intento de politizar a la gerencia, hasta 2002, cuando trató cambios en la junta directiva que provocaron la resisten-cia por parte de la mayoría del personal de la corporación Petróleos de Venezuela SA (PDVSA) (Buxton 2003; Álvarez 2003; Mommer 2003; Lander/López Maya 2002).

Por otro lado, el gobierno intentó dos iniciativas con propósito de beneficiar a los más pobres rurales y urbanos. La primera iniciativa fue una ley de reforma agraria (la primera desde principios de los años 60) diseñada para tomar tierras privadas mal usadas y darlas a campesinos sin tierra. Pero el Estado mantendría el control sobre el uso de las tierras así redistribuidas. Sin embargo, pocas tierras han sido hasta el momento redistribuidas (Machado Allison 2002; Blanco 2002). La segunda iniciativa fue la promoción de la organización co-munal de la población marginada de las ciudades. Una clave para este propósito han sido los Círculos Bolivarianos, concebidos como comi-tés de cada barrio para prestar atención a las necesidades de la pobla-ción, organizando a la gente para enfrentar estos problemas. En la práctica, los Círculos han funcionado como agentes políticos de base del régimen; incluso han sido acusados de dar abrigo a grupos arma-dos partidarios del régimen (Arenas/Gómez Calcaño 2000b; Roberts 2003; López Maya 2003).

Hacia el principio de 2001, el poder político de Chávez se había desgastado. Las condiciones económicas continuaron deteriorándose, hasta el punto que mucha gente de la clase media, que había votado por Chávez en las múltiples ocasiones de 1998 a 1999, se sentía des-ilusionada (Canache 2002; León 2002; Márquez 2003). Los trabajado-res organizados resistieron los intentos del régimen de solicitar apoyo contra la cúpula de líderes principalmente ligados a AD. Cuando el gobierno impuso elecciones generales a la Confederación de Trabaja-dores de Venezuela (CTV) en diciembre del 2000, la gran mayoría de trabajadores se abstuvo, y de los que votaron, la mayor parte confirmó el liderazgo y rechazó a los candidatos del gobierno (Ellner 2003a).

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Así fracasó el intento de establecer la hegemonía política del gobierno sobre la CTV (Blanco 2002: cap. 6).

La campaña contra el liderazgo de la CTV fue parte de una lucha cada vez más cruenta entre los partidarios del gobierno y una oposi-ción resurgente. Por un lado, la tendencia de Chávez por una retórica polarizante fue impulsada a raíz de la creciente disposición de la opo-sición a la confrontación. Por el otro lado, la retórica de Chávez, y la táctica política del oficialismo de despreciar a los opositores como oligarcas, escuálidos, o golpistas, hizo más exaltada a la oposición y empujó a algunos partidarios del gobierno (en especial, el Movimiento al Socialismo [MAS], la Causa R, y Patria para Todos) a pasarse a la oposición (Blanco 2002; Caballero 2002; Ellner/Rosen 2002).

La oposición iba formándose basada en partidos tradicionales y organizaciones antiguas de la sociedad civil que habían estado margi-nados por sus sucesivas derrotas desde 1993, y las victorias contun-dentes de Chávez. Pero tanto la CTV como la mayor organización de empresarios (FEDECAMARAS) quedaron vivas, y AD y COPEI, los grandes partidos tradicionales, habían perdido mucho, pero subsistie-ron como organizaciones; AD en particular retuvo un apoyo popular no despreciable. También emergieron otros partidos tales como Pri-mera Justicia, y organizaciones de sociedad civil tales como Quere-mos Elegir.

Esta oposición heterogénea empezó en 2002 a montar manifesta-ciones populares contra Chávez, exigiendo su renuncia y la convoca-toria a nuevas elecciones, a pesar de la amplia mayoría que apoyaba a Chávez, su mayoría en la Asamblea Nacional, y su mandato hasta 2006. Chávez, por su parte, convocó repetidamente a sus partidarios a manifestaciones en la capital para enfrentar las demandas oposicionis-tas. Aunque Chávez iba perdiendo mucho apoyo de la clase media, aún tenía muchos adeptos en las clases populares, disponibles para la movilización. La ciudad de Caracas quedó dividida en el este oposi-cionista, de clases predominantemente media y alta, y el oeste oficia-lista, de clase popular.

A principios del año 2002, además del apoyo popular significati-vo, Chávez contaba con un amplio apoyo militar, reflejo de su propia carrera militar, y del número significativo de oficiales que compartie-ron su rechazo al antiguo sistema partidocrático. Esta base político-militar le permitió enfrentar las demandas de la oposición como con-

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trarrevolucionarias, rechazando cualquier negociación. Pudo contestar cada manifestación oposicionista con otra oficialista, y así mantener empatado el conflicto político.

El 11 de abril 2002, cuando una manifestación oposicionista masi-va se aproximó al palacio presidencial de Miraflores exigiendo la re-nuncia de Chávez, francotiradores en los techos adyacentes dispara-ron, dejando un saldo de 15 a 20 muertos y cerca de 100 heridos. La oposición sospechó que los francotiradores habían sido agentes del oficialismo, acusación desmentida por el gobierno. Hasta la fecha no se ha hecho ningún informe adecuado acerca de la masacre. De todos modos, el primer resultado fue que los altos comandantes militares solicitaran la renuncia de Chávez, anunciaran que él había renunciado, y establecieran un gobierno provisional presidido por Pedro Carmona, ex-presidente de FEDECAMARAS. Carmona anunció varios decretos de corte de extrema derecha, y un gabinete también de la extrema derecha, sin participación de sectores oposicionistas del centro, como la CTV o los partidos AD o COPEI. Mientras los elementos excluidos de la oposición hicieron saber sus objeciones, elementos populares partidarios del presidente Chávez ocuparon las calles del Centro, exi-giendo el regreso de Chávez. Mientras el gobierno de Estados Unidos parecía satisfecho con el derrocamiento de Chávez (a pesar de la polí-tica anunciada de apoyar a los gobiernos constitucionales y demo-cráticos) casi todos los gobiernos democráticos de América Latina condenaron lo que pareció un golpe. El balance dentro de las Fuerzas Armadas entonces cambió, Carmona fue destituido en su turno, y Chá-vez fue liberado y retornó de nuevo a Miraflores el 13 de abril (Fran-cés/Machado Allison 2002; Ellner/Rosen 2002; Beasley-Murray 2002).

Aunque la oposición quedó frustrada con el desenlace de los even-tos de abril, y el campo de Chávez se sintió triunfante, los sucesos de abril marcó la intensificación de la campaña oposicionista contra Chá-vez. Las mayores organizaciones económicas, la CTV y FEDECA-MARAS, buscaron urgentemente la renuncia inmediata de Chávez; estuvieron dispuestas a usar cualquier medida para lograr este fin, sin preocuparse por lo constitucional. En otro sentido, los principales partidos políticos (AD, COPEI, Primera Justicia, MAS, la Causa R) constituyeron una Coordinadora Democrática para ejercer presión y llamar lo más antes posible a elecciones.

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Chávez tildó al primer grupo como los golpistas de abril, movilizó a sus numerosos seguidores, y desafió a sus enemigos, los llamados “escuálidos”. Al segundo grupo le dijo que había sido electo por man-dato hasta 2006, y de acuerdo con la Constitución, no es posible tener un referendo para revocar el cargo hasta pasada la mitad del mandato, o sea, en agosto de 2003. Aunque los partidarios de la salida electoral no estuvieron dispuestos a esperar hasta julio del año siguiente, des-pués del fracaso de varios intentos para adelantar el referéndum, tuvie-ron que aceptar un plan para un voto revocatorio en una fecha –todavía no fijada– después de julio de 2003.

Los oposicionistas que buscaban la renuncia inmediata recibieron apoyo crítico a mediados de octubre, cuando varios oficiales militares se declararon en desobediencia legítima, bajo una provisión constitu-cional que permite al personal militar desobedecer a los comandantes (e incluso al presidente) si ejercen su autoridad de modo ilegal. Este grupo desobediente incluía a los generales involucrados en el intento por forzar la renuncia de Chávez en abril, y creció gradualmente hasta más de 100 para fines del año. Los militares disidentes ocuparon la Plaza Francia del barrio próspero de Altamira, en el Este de Caracas, e inmediatamente vinieron miles de oposicionistas civiles para apoyar-los. La plaza resultó un sitio de mitin político permanente, y punto de partida para toda una serie de marchas hacia el centro de la ciudad, el palacio de Miraflores, la Asamblea Nacional, y el Consejo Nacional Electoral. Estos militares fueron muy directos en exigir la renuncia inmediata, y en abogar por una huelga o paro nacional que debía con-tinuar hasta la misma renuncia de Chávez. No obstaculizaban la cam-paña por el referendo, pero tampoco lo apoyaban. Hacia enero de 2003, este movimiento para una renuncia inmediata quedó frustrado, y fue efectivamente suspendido a favor de la opción por un referéndum constitucional revocatorio.

Los intentos oposicionistas de guiar el conflicto por cauces de ne-gociación y elección recibieron apoyo importante del Secretario Gene-ral de la Organización de Estados Americanos, Cesar Gaviria, quien, con apoyo de las Naciones Unidas y del Centro Carter, propició la convocatoria de una mesa de diálogo entre la oposición y el gobierno (aun el mismo nombre tuvo que negociarse), dedicado a la búsqueda de una salida negociada. Pero la tendencia a la radicalización por am-bos lados repetidamente impidió el diálogo.

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El 30 de mayo de 2003, el gobierno y la oposición firmaron un pacto para allanar la vía hacia el revocatorio. Los siguientes meses fueron todavía de mucha controversia, pero también se veía progreso. El nuevo Consejo Supremo Electoral fue finalmente constituido. El Tribunal Supremo de Justicia mandó que las firmas recogidas antes de la fecha de la mitad del mandato del presidente no eran válidas para exigir el revocatorio. La oposición aceptó esta decisión y montó otra campaña para recoger las firmas para la elección revocatoria el 15 de agosto de 2004.

Ambos lados siguieron una lógica de buscar la victoria completa. La victoria de Chávez lo enfrentó a una oposición irreconciliable de las clases medias y altas, con el capital y las capacidades personales necesarios para la recuperación del país. Una victoria de la oposición la habría enfrentado a la mayoría de los pobres de la nación, ya movi-lizada políticamente, y poco dispuesta a aceptar de nuevo su subordi-nación.

4. Análisis

El antiguo sistema democrático de Venezuela privilegió los intereses bien organizados y con recursos materiales, o sea, la capacidad para participar efectivamente en la competencia para afectar la distribución de recursos. Así, a pesar de las intenciones de usar los recursos petro-leros para enfrentar los grandes problemas sociales de la pobreza, en la práctica los pobres nunca tuvieron la capacidad, material u organi-zativa para hacer demandas efectivas en el proceso político (Karl 1997). En este sentido, el fracaso de Venezuela no fue sólo un fracaso de élites (Bonilla 1970), sino un fracaso del sistema mismo de la de-mocracia pluralista, o la poliarquía.

La desconsolidación del régimen democrático venezolano es resul-tado de este fracaso, que abrió el paso al modelo alternativo de la de-mocracia popular como planteado por Hugo Chávez. Irónicamente, la retórica polarizante de Chávez, que empuja a muchos de sus partida-rios de clase media hacia la oposición, abrió el paso para el resurgi-miento de la oposición como fuerza masiva, precisamente en el mo-mento cuando él tuvo el poder hegemónico.

El régimen democrático venezolano, establecido en 1958, estabili-zado durante los setentas y consolidado hacia 1988, se desconsolidó

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como consecuencia de la incapacidad de los líderes y las instituciones para enfrentar y manejar los grandes problemas económicos y sociales de los ochentas. Claro está que esta crisis de régimen fue en gran par-te, como dijo Frank Bonilla ya en 1970, un fracaso de élites. Terry Karl (1997; Peeler 1999; Álvarez et al. 2000) también enfatizó en que las élites sí tuvieron amplias posibilidades para llevar a cabo políticas que hubieran podido enfrentar mejor los problemas citados. Hubo, sin duda, falta de imaginación, de disciplina, y de compromiso con la justicia social, en el seno de la élite político-económica que mandaba en Venezuela en la época de la democracia. Los líderes de ambos par-tidos tradicionales, y de las grandes organizaciones de la vida econó-mica, siguieron con la política normal, compartiendo las ganancias, y dejando crecer las tensiones sociales y económicas. La población pobre y la clase media (o sea la gran mayoría de venezolanos) no per-cibieron ningún beneficio, y sí vieron mucha corrupción en la cúpula. Así, en un nivel el fracaso fue de las élites.

En otro nivel, el fracaso fue de las instituciones. La forma de la democracia establecida después de 1958 era, al fin y al cabo, incapaz de enfrentar con éxito los retos de la justicia social de una sociedad profundamente desigual. Esta incapacidad resultó aguda en la época larga de declive económico después de 1982. El sistema democrático privilegió los sectores con más recursos económicos y más organiza-ción, características que no muestran los sectores más pobres. Así éstos no han podido exigir una porción apropiada de los recursos dis-tribuidos por el estado (Álvarez 2002; 2003).

Otro problema institucional trata de las fuerzas armadas. La cons-titución de 1961 los definió como profesional y no deliberante. El mecanismo adoptado para asegurar que los oficiales tuvieran un com-promiso con la democracia era que el Congreso aprobara las promo-ciones a coronel y general. En la práctica, fue preciso para los oficia-les establecer lazos políticos o con AD, o con COPEI, para allanar el camino al ascenso. Este sistema era efectivo en la prevención de cual-quier tendencia al intervencionismo militar contra el régimen demo-crático, pero había bastante recelo entre los oficiales, entre otros Hugo Chávez, el cual, llegando al poder y promover una nueva constitución, transformó de raíz el papel de la renombrada Fuerza Armada Nacional (FAN). Por un lado, los militares activos recibieron el derecho a votar, y la condición de militar fue definida para incluir la obligación de

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hacer determinaciones políticas, incluso la determinación si las órde-nes de los superiores fueran legítimas o no, y la obligación a la des-obediencia a órdenes ilegítimas. Por el otro lado, la autoridad del pre-sidente, como comandante en jefe, fue reforzada al excluir al par-lamento de las decisiones sobre las promociones militares; estas decisiones quedaban así del todo en las manos del presidente (Norden 2003; Sierra 2002; Sanoja Hernández 2002).

La lucha actual, desde la elección de Chávez en 1998, muestra rasgos interesantes en cuanto al problema de la democracia. Queda claro, aun en medio de una lucha cruenta para forzar la salida del man-datario elegido, que la mayor parte de venezolanos todavía mantienen un compromiso con la democracia. Casi nadie quiere una dictadura. Pero queda claro también que hay muy distintos criterios acerca de la democracia. Mientras la gran mayoría de los oposicionistas buscan la restauración de una democracia liberal, parecida al régimen derrotado por Chávez, lo que plantea Chávez y sus partidarios es una democra-cia más bien radical y participativa. Exigen una democracia radical-mente igualitaria en cuanto a los recursos materiales y la influencia política, y participativa en el sentido de que los ciudadanos tomen parte en las decisiones políticas, y no solamente en la elección de los funcionarios públicos. La desconsolidación de la democracia tiene sus raíces en el desafío planteado a la democracia puntofijista por la lla-mada democracia participativa o popular.

La Venezuela de estos tiempos ejemplifica las contradicciones de estos dos modelos de la democracia, y así señala los retos para su re-consolidación. El modelo liberal de la democracia funcionó muy bien sobre cuatro décadas como modo de organizar el consentimiento pe-riódico de los ciudadanos a sus gobiernos. También protegió los dere-chos de las minorías frente a la mayoría electoral, y frente al gobierno elegido por esa mayoría. Pero entre los derechos protegidos es el de acumular las riquezas, lo que inevitablemente permite a algunos ejer-cer más poder que otros en la toma de decisiones políticas. Así el modelo liberal de la democracia presupone la igualdad de todos los ciudadanos en su capacidad para articular y defender sus intereses, mientras la práctica de la libertad económica, del capitalismo mismo, produce la desigualdad, tanto económica como política. Esta es la contradicción principal de la poliarquía: bajo la bandera de la igual-dad, promueve la desigualdad y el privilegio.

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El modelo radical de la democracia participativa ha sido poco practicado, pero muy pensado desde la época de Jean-Jacques Rous-seau. Plantea el ideal que el pueblo debe mandar, debe ser soberano, sin limitación o mediación alguna. Si la democracia liberal enfatiza los derechos de minorías y de individuos, la democracia radical enfa-tiza la soberanía popular. Si la democracia liberal plantea la necesidad de la representación, la democracia radical propone la participación directa del pueblo en la toma de decisiones. Pero, concretamente, no queda claro cómo puede el pueblo ejercer la soberanía sobre una na-ción de más de veinte millones, y cómo puede el pueblo participar directamente en las decisiones en una sociedad tan grande. La res-puesta de Chávez es el uso del referéndum como última autoridad, y los Círculos Bolivarianos como arenas de participación popular. Pero tanto los referendos como los Círculos dependen en la práctica del liderazgo de Chávez, el caudillo. En la tradición venezolana del cesa-rismo democrático de Vallenilla Lanz, Chávez se siente como la en-carnación del pueblo. Quienes lo sigan son auténticamente del pueblo. Quienes lo opongan son oligarcas escuálidos. Quien decide es él mis-mo. La visión de una democracia radical y participativa queda trans-formada en una autocracia popular.

Una reconsolidación de la democracia venezolana requiere, por un lado, un compromiso de toda la sociedad, incluso las clases medias y altas, para la reducción de la desigualdad económica y política, para que la promesa de la democracia sea realizada de modo mucho más extenso que ahora. La justicia social tiene que ser, finalmente, el cen-tro de la política democrática. Por el otro lado, la reconsolidación también requiere el reconocimiento de los derechos y la dignidad de todos los venezolanos, incluso aquellos que están, por ahora, en la oposición. Los venezolanos de hoy tienen que hacer lo que el puntofi-jismo planteó pero no logró: la inclusión de toda la nación en un con-texto democrático de la autoridad de la mayoría frenada por los dere-chos efectivos de todos. Lo que es preciso, irónicamente, es un nuevo pacto (por lo menos tácito), o una búsqueda intensa para la reconcilia-ción nacional. El elemento imprescindible es la inclusión, por primera vez, de todos los venezolanos.

Los dos lados parecen poco dispuestos a pactos, ni tampoco a la reconciliación. Pero ningún lado es capaz de imponer su propia solu-ción. Y aun si pudiera un lado imponerse, el resultado sería indesea-

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ble. Si triunfa la oposición, habría un resurgimiento de una versión del puntofijismo resucitado, frente a una gran parte de la población toda-vía movilizada y comprometida con el proyecto de Chávez, y profun-damente hostil al nuevo régimen. Si triunfa Chávez, habría una gran salida de capital y de gente técnicamente formada, sin que la no sería posible la reconstrucción de una sociedad moderna y próspera. Ade-más, en la coyuntura global actual, no será posible llevar a cabo un proyecto de cambio realmente radical sin arriesgar una intervención decisiva por parte de la potencia hegemónica. Lo que quedaría para Chávez sería una suerte del caudillismo democrático (o bien la demo-cracia delegativa) sin recursos adecuados para democratizar a la so-ciedad venezolana.

La óptima salida, entonces, sería una reconciliación nacional o un pacto, auténticamente democrático e inclusivo.

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