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Peter Härtling Ilustraciones de Renate Habinger El viejo John

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Peter HärtlingIlustraciones de Renate Habinger

El viejo John

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El viejo John anuncia su llegada

Ya antes de que el viejo John viniera a vivir con ellos, tuvieron una pelea impresionante. Algo muy normal

en la familia Schirmer. Todo acontecimiento o novedad se discute siempre en todos sus detalles y, en la mayoría de los casos, a voz en grito. Sin una discusión como es debido, se estanca la vida familiar.

Los Schirmer estaban cenando en la cocina, que es la habitación más grande de la vieja casita a la que se acaba-ban de mudar hacía poco.

Laura y Jakob no perdían detalle de la discusión que mantenían sus padres. Madre estaba a favor de que el vie-jo John se viniera a vivir con ellos.

Padre repetía que él “no estaba del todo convencido”.—El viejo John ya va por los setenta y cinco —dijo

padre—. No tardará en necesitar muchos cuidados. Y ade-más está un poco mal de la cabeza. Tú ya lo sabes, Irene.

—¿Ah, sí? —se limitó a responderle madre, enfure-ciéndolo aún más.

Cuando los padres, y sobre todo padre, se ponían a cien por hora, lo más razonable era no entrometerse. Lau-ra se atrevió y dijo:

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—El viejo John es el padre de mamá.—¡Y nuestro abuelo! —se apresuró a añadir Jakob.—¿Tú crees que soy bobo? —gritó padre, aporreando

el plato con un tenedor.Madre le recordó que el plato podría romperse. Padre

ni caso. Seguía aporreándolo y frunciendo el ceño, eno-jadísimo.

—Ustedes no se metan donde no los llaman —dijo.—Tienen tanto derecho a opinar como tú —le dijo

madre, se levantó, y salvó el plato de las iras del tenedor de padre—. Los niños vivirán también con él, como no-sotros.

—Bueno, bueno —masculló padre.Luego dejó, un tanto cohibido, el tenedor sobre el

mantel, y con un cerillo se puso a rascar la cazoleta de la pipa.

Ya se habían desfogado. Siempre igual. Tras la tem-pestad, padre se volvía dulce y cariñoso. Pero cualquier minucia le hacía perder la calma.

Madre volvía a sentarse a la mesa.—¿Qué les parece si le escribimos diciéndole que tie-

ne lista la habitación y que puede venir cuando quiera? —les preguntó madre—. Cuando planeamos la compra de la casa, le prometimos hacerle un huequito.

—¡Vamos! ¡Hay que escribirle! —exclamó Laura.—Calma, calma —advirtió padre—. Todavía no lo

tenemos todo instalado. Quedan montones de cosas por arreglar, pintar, trabajos de carpintería… No sé si no será mucha molestia para el viejo John.

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—¡Qué va! Puede echarnos una mano. Le gustará po-der hacerse útil —dijo madre.

—Tú sabrás —dijo padre, inhalando profundamen-te el humo de la pipa—. Bueno, ¿qué ponemos en la carta?

—“Querido viejo John” —dijo Laura.—Eso se sobreentiende —dijo padre.—Pues no sé por qué. Madre podría escribirle “que-

rido padre” y nosotros “querido abuelo” —dijo Jakob.Madre se echó a reír.—Va a pensar que queremos tomarle el pelo.Padre volvía a dar muestras de impaciencia.—¿Qué ponemos, entonces?Se levantó, sacó un bloc y un lápiz del armario de la

cocina. Padre tenía una letra preciosa. Bueno, en su pro-fesión era casi obligatorio: trabajaba en un estudio de di-seño publicitario.

Y escribió:“Querido viejo John”, y, a la derecha, “Dempflingen,

2 de marzo de 1976”.—Ya puedes venir —le dictó Laura.—Así le das en las narices con la puerta de una casa,

en la que ni vive —padre sacudía la cabeza—. El vie-jo John no cuenta con que la hayamos terminado tan pronto.

—Escríbele: “Hemos arreglado nuestra casita, ya puedes venir” —exclamó Jakob.

A madre no le gustaba ninguna de las dos propuestas.—El viejo John tiene sus manías —dijo madre—.

Habría que ir mentalizándolo, incluso por carta.

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A madre se le notó en la cara que estaba recordando algo.

—¿Se acuerdan de aquella vez que el viejo John quiso subir en un elevador inexistente?

Todos se acordaban, y se echaron a reír. Vivían en Stuttgart, en un cuarto piso. El viejo John había ido a ver-los por primera vez. No le gustaba viajar. Desde Schleswig, donde vivía, hasta Stuttgart, era un viaje largo y cansado. Madre, Laura y Jakob fueron a recogerlo a la estación. Cuando bajó del tren, lo reconocieron al instante. Era altísimo, flaco, tenía la cabeza estrecha, casi esmirriada, y de la barbilla le colgaba una deshilachada barba. Cuando madre lo abrazó, fue como para morirse de risa. Parecía que estuviera abrazando un poste.

El viejo John era un hombre de pocas palabras. Y de menos frases. ¡Pero qué frases! ¡Parecían sopa de letras! ¡Y qué acento! Además, empezaba casi siempre diciendo “no”. Decía por ejemplo:

—No…, esto de Stuttgart no está nada mal.No le molestó que los niños se rieran de él. Les dijo:—No…, hablo así, ¿y qué? No…, en mi pueblo, que

es el de su madre, no…, hablamos así. Nuestro pueblo se llama Brünn y la gente lo llama Brinn, qué le vamos a hacer, no…

El viejo John quiso subir él mismo la maleta. Cuan-do llegaron al portal, el viejo John miró a su alrededor, apretó el interruptor de la luz, dejó la maleta en el suelo y se detuvo frente a la puerta del sótano. Madre le pre-guntó:

—¿Descansas un momentito, viejo John?

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—No…, es mejor que vayan subiendo.—No sabes la que te espera —le dijo madre.Subieron la escalera, pensando que el viejo John los

seguiría. Llegaron al segundo piso y aún no se le oía. Ma-dre dijo que iba a ver lo que pasaba, que, a lo mejor, el viejo John no se sentía bien.

Abajo, el viejo John seguía clavado frente a la puerta del sótano, apretando impacientemente el interruptor de la luz.

—Ah, ya están de vuelta, no…, parece que está estro-peado este elevador.

—¿Qué elevador? —le preguntó madre, un tanto sorprendida.

—No…, ¿ésta no es la puerta del elevador?—Pero, viejo John, ¡ésta es la puerta del sótano!—¿No…? ¡No es posible!El viejo John meneó incrédulo la cabeza, entreabrió

la puerta con cuidado y husmeó por el hueco de la es-calera.

—Es posible —dijo, agarrando la maleta—. Es po-sible que haya gente capaz de construir una casa de seis pisos sin elevador.

Luego se echaron todos, hasta el mismo viejo John, a reír como enajenados. Como ahora. Se les acababa de ocurrir cómo empezar la carta.

Diciéndole que lo recordaban y que hablaban mucho de él.

Que debía sentirse solo.Que no les resultaba difícil imaginarse lo bonito que

sería vivir con él.

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Que necesitaban urgentemente que les ayudara en las obras de la casa.

Que tenía a su disposición un cuarto que daba al jar-dín, con escusado y regadera para él solito.

Que los cuatro estaban deseando verlo.—Se lo pones todo, Thomas —dijo madre—, en el

mismo orden en que te lo hemos dicho.—Yo no soy una computadora —suspiró padre, pero

empezó a escribir inmediatamente.La respuesta del viejo John se hizo esperar.Hasta padre preguntaba todas las tardes, al volver del

trabajo, si había llegado carta del viejo John.—Si al menos tuviera teléfono —se lamentaba madre.Pero el viejo John odiaba los teléfonos.—Ya escribirá —decía padre, procurando tranqui-

lizarse.Al cabo de un mes llegó, por fin, la añorada carta.

Madre se la leyó en voz alta. Era como si el viejo John ha-blara en persona.

“Queridos hijos y nietos:”Mis más expresivas gracias por su invitación, que es

algo más que una simple invitación. Por eso no he podi-do responderles enseguida. ¡Tenía que tomar una decisión para el resto de mis días! Teniendo en cuenta muchas co-sas. Así que, después de mucho cavilar y cavilar…”

Laura interrumpió a su madre:—Ah, tienes que añadir “no…”, como diría el viejo

John.A madre no le hizo ninguna gracia.—No digas bobadas, Laura —le dijo.

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“…He llegado a la siguiente conclusión: voy a acep-tar su amable ofrecimiento. En periodo de prueba, por supuesto. Pongamos que será de seis meses. Una vez transcurridos, me iré si quiero, o podrán echarme, o me quedaré con ustedes. Ayer estuve gestionando la mudan-za. Tendrá lugar dentro de tres semanas. Comprenderán que quiera rodearme de mis propios muebles. Así como de mis libros, etc. Les ruego que no hagan nada, ni lo más mínimo, en la habitación que me han destinado. Déjen-lo todo en mis manos. No se pongan nerviosos. Bastante nervioso estoy yo.

”Reciban todo el cariño de su viejo John.”—Ya empieza con sus chifladuras —dijo padre, en

cuanto madre hubo terminado de leer la carta.—¡Mira que si no le gusta el papel tapiz! —dijo ma-

dre.—No me pongas nervioso —bramó padre, disparán-

dose otra vez.—¡Cuánto me alegro de que venga el viejo John!

—dijo Laura.—¡Y yo! —gritó Jakob.—¿Y nosotros? ¿Creen que no nos alegramos? —ex-

clamó padre, sosteniendo la pipa como si fuera un signo de admiración.

Padre se levantó y se fue a inspeccionar la habitación vacía en la que pronto había de instalarse el viejo John.

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La llegada del viejo John

Primero pensó hacer el viaje en tren. Luego, en el últi-mo momento, puso un telegrama:“Llego camión mudanzas stop soy primera remesa

stop viejo John.”—¿Y esto qué significa?Madre sacudía la cabeza como una desesperada.—Desde luego, sí que está algo loco el viejo John.Padre le salió al paso:—Tiene muchísima razón. Con sus cuatro trastos no

se llena un camión. Se los habrán añadido a otra mu-danza más grande, ¿comprendes, Irene? Descargarán pri-mero aquí, así que llegarán temprano.

La familia estaba nerviosísima. Era algo más que una simple visita. Era alguien con quien iban a convivir a par-tir de entonces.

Padre se tomó el día libre.Madre limpiaba por todos los rincones y miraba y re-

miraba la habitación vacía del viejo John, como queriendo comprobar si faltaba algo.

¡Y faltaba todo!

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Laura y Jakob tenían clase. Cuando el autobús esco-lar los dejó en la aldea a mediodía, se fueron a todo correr a casa; pero en la puerta no había ningún camión de mu-danzas. Había un padre yendo de un lado a otro tras la valla del jardín, como un tigre enjaulado. No se atrevie-ron ni a hablarle. Antes de que le preguntaran, padre se los explicó:

—Todavía no ha llegado. Según mis cálculos, ya hace horas que debería estar aquí.

Al entrar en casa, Jakob le preguntó a Laura en voz baja:

—¿Qué cálculos habrá hecho papá?Laura, en vez de responder, se llevó un dedo a la sien.Jakob volvió la cabeza y le echó un vistazo a su padre.

Debía de estar ensimismado en sus cálculos.Madre estaba junto al horno.—¡El guisado se me está estropeando! —se lamen-

tó—. ¡Quién iba a pensar que iba a retrasarse tanto!Laura y Jakob prefirieron refugiarse en sus cuartos.

Laura hasta le dio vuelta a la llave, para que nadie entrara sin previo aviso.

A Jakob no le gustaba encerrarse. Le bastaba con te-ner un cuarto para él solo. Cuando vivían en la ciudad, Laura y él compartían un cuartito, y se pasaban la vida peleándose.

La casa nueva era fenomenal. Padre se había pasado mucho tiempo buscándola. ¡Ya la tenían! Hasta con jar-dín. Había manzanos y perales.

Pero faltaba el nogal que padre tanto deseaba. Quería plantarlo aquel mismo año.

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