El valor de un beso -...

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E E l l v v a a l l o o r r d d e e u u n n b b e e s s o o Betty Neels El valor de un beso (1998) Título Original: The mistletoe kiss Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Jazmín 1322 Género: Contemporáneo Protagonistas: Ruerd ter Mennolt y Ementrude "Emmy" Foster Argumento: Emmy Foster contribuía a la precaria economía familiar trabajando en el hospital St Luke´s, y había tomado la costumbre de hablar al profesor Ruerd ter Mennolt con excesiva familiaridad. El profesor, aunque no parecía encontrarse cómodo con la relación que habían establecido, acudió en ayuda de Emmy en cuanto supo que la joven tenía dificultades. Ruerd no podía comprender por qué, estando comprometido con la bella Anneliese, se preocupaba por Emmy; pero a pesar de ello, la invitó a pasar la Navidad en Holanda. Su familia recibió a Emmy con los brazos abiertos, y Ruerd, por fin, se dio cuenta de que tenía que encontrar una forma honorable de romper su compromiso matrimonial con Anneliese.

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El valor de un beso (1998) Título Original: The mistletoe kiss Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Jazmín 1322 Género: Contemporáneo Protagonistas: Ruerd ter Mennolt y Ementrude "Emmy" Foster

Argumento:

Emmy Foster contribuía a la precaria economía familiar trabajando en el hospital St Luke´s, y había tomado la costumbre de hablar al profesor Ruerd ter Mennolt con excesiva familiaridad. El profesor, aunque no parecía encontrarse cómodo con la relación que habían establecido, acudió en ayuda de Emmy en cuanto supo que la joven tenía dificultades.

Ruerd no podía comprender por qué, estando comprometido con la bella Anneliese, se preocupaba por Emmy; pero a pesar de ello, la invitó a pasar la Navidad en Holanda. Su familia recibió a Emmy con los brazos abiertos, y Ruerd, por fin, se dio cuenta de que tenía que encontrar una forma honorable de romper su compromiso matrimonial con Anneliese.

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Capítulo 1 El viento arreciaba aquella tarde de octubre, haciendo volar hojas de periódico,

botes y envoltorios vacíos de papel a lo largo de las estrechas y dilapidadas calles del East End de Londres. Había arrastrado la basura hasta la entrada del enorme y viejo hospital que se alzaba entre las hileras de casas y tiendas que lo rodeaban; pero sus puertas estaban cerradas y, dentro del edificio, todo estaba tranquilo, limpio y ordenado. En vez de viento había aire caliente, que llevaba olor a desinfectante mezclado con cera de suelos y las cenas de los pacientes; cosa que no experimentaban aquellos que entraban en los espléndidos hospitales nuevos que estaban reemplazando a los viejos. En estos últimos, flores, café y señales que hasta el más tonto podía seguir daban la bienvenida a aquel que cruzaba sus puertas.

St. Luke's era una vieja construcción de doscientos años y estaba condenado, no merecía la pena gastar dinero en él. Además, la gente que frecuentaba sus oscuros pasillos no iban allí a ver flores; seguían las señales que los llevaban a Urgencias, a Rayos X o la las Consultas Externas. Y cuando llegaban, se sentaban a esperar en bancos de madera y hablaban de lo que fuera con el que estuviera a su lado. Era su hospital, en él se sentían como en casa.

Ermentrude Foster se encaminó hacia el último piso para entregar el mensaje que le habían ordenado que entregase, tenía que darse prisa si no quería que la pillase la horda de gente haciendo cola para el autobús que les llevaría de vuelta a su casa.

El mensaje no tenía nada que ver con ella. La secretaria del profesor Mennolt salió de su despacho cuando Ermentrude se estaba poniendo la chaqueta para marcharse ya que había terminado sus ocho horas de trabajo delante de la centralita de teléfonos del hospital, la secretaria le había pedido por favor que le llevara unos papeles que necesitaba.

—Voy con retraso —le dijo la secretaria—, y mi novio me está esperando. Hemos quedado para ir a ver una película que acaban de estrenar…

Ermentrude, que no tenía novio ni iba a ver una película, accedió.

El profesor Mennolt, con sus gafas asentadas en su magnífica nariz, estaba absorto con unos papeles que tenía encima del escritorio. Neurólogo de cierto renombre, se hallaba en St Luke's por invitación; estaba realizando un trabajo sobre distrofias, daba clases a los estudiantes de medicina, y prestaba su conocimiento en el tratamiento de pacientes que sufrían enfermedades del sistema nervioso.

—Entre —fue la despistada respuesta del profesor al oír la llamada a la puerta, y tardó varios momentos en alzar la vista.

Ermentrude, sin saber si entrar o no, asomó la cabeza por la puerta y él se la quedó mirando unos momentos. Un rostro agradable, aunque no hermoso; la nariz ligeramente respingona, los ojos grandes y la boca amplia y sonriente.

Ermentrude soportó aquel escrutinio con dignidad, abrió la puerta del todo y se acercó al escritorio.

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—La señorita Crowther me ha pedido que le traiga esto —le dijo ella en tono alegre—. Tenía una cita y quería marcharse a su casa… El profesor contempló a aquella persona bajita y ligeramente rolliza antes de volver a clavarle los ojos en el rostro; y se preguntó de qué color tendría el pelo, ya que un pañuelo le cubría la cabeza. Y como llevaba un impermeable, supuso que estaría lloviendo.

—¿Y usted, señorita…? —el profesor arqueó las cejas.

—Foster, Ermentrude Foster —ella le sonrió—. Casi tan difícil como el suyo, ¿verdad?

No se dejó intimidar por esos ojos azules y explicó:

—Nuestros nombres. Son raros, ¿verdad?

El profesor dejó el bolígrafo.

—¿Trabaja en este hospital?

—¿Yo? Sí, soy telefonista. ¿Va a quedarse aquí mucho más tiempo?

—No veo motivo alguno por el que pueda interesarle el tiempo que voy a quedarme aquí, señorita Foster.

—Bueno, no, claro que no me interesa —ella le dedicó una amable sonrisa—. Es sólo que se me ha ocurrido pensar que debía sentirse un poco solo aquí arriba sin nadie más. Además, quería conocerlo, he oído hablar mucho de usted.

—¿Debería agradecerle su interés? —preguntó él fríamente.

—No, claro que no. Pero todos hablan de lo guapo que es y de que no parece holandés —Ermentrude hizo una pausa porque esos ojos ya no eran fríos, eran puro hielo azul.

—Señorita Foster, creo que debería salir de aquí. Tengo mucho trabajo y las interrupciones, sobre todo como la suya, me molestan. Haga el favor de decirle a la señorita Crowther que bajo ningún pretexto vuelva a enviarla aquí.

Él volvió a hundir la cabeza en su trabajo y no la vio marcharse.

Ermentrude cruzó despacio el hospital y salió a la lluviosa tarde de octubre para ponerse a la cola del autobús sin dejar de pensar en el profesor. Un hombre guapo; cabello rubio con canas, una nariz espléndida y una boca firme, quizá un poco delgada. A pesar de haberlo visto sentado, era fácil adivinar que se trataba de un hombre muy alto. Y todavía bastante joven. Los del hospital sabían poco sobre él.

Ermentrude suspiró. Ella no le había gustado y, por supuesto, lo comprendía. La habían amonestado en bastante ocasiones por no mostrarse lo suficientemente respetuosa con sus superiores, que eran muchos, pero eso no la había hecho cejar en el empeño de querer hacerse amiga de todo el mundo.

Nacida y criada en una zona rural de Somerset, donde todo el mundo conocía a todo el mundo, no acababa de acostumbrarse a la falta de consideración de los londinenses respecto a la gente que los rodeaba. Ignorando el impaciente empujón que le dio la mujer, pensó en el profesor sentado allí, delante de su escritorio, tan lejos del resto del mundo… y él también era de fuera.

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El profesor Mennolt, inconsciente de los pensamientos de ella, se ajustó las gafas empeñado en su tarea, perfectamente satisfecho y sin importarle estar solo y ser extranjero. Había olvidado a Ermentrude.

El autobús al que Ermentrude se subió estaba abarrotado y, como llovía, el olor a ropa húmeda era sobrecogedor. Arrugó su pequeña nariz y pensó en la cena. Después de diez minutos de trayecto aplastada entre dos gruesas mujeres, sintió un gran alivio al salir.

Cinco minutos andando y llegó a su casa, a medio camino de una calle sombría de casas pequeñas y cuidadas. La puerta se abría directamente a la calle, no tenía jardín. Abrió.

—Soy yo —dijo al entrar. Después, abrió una puerta que daba al estrecho pasillo. Su madre estaba allí, sentada delante de una mesa pequeña, haciendo punto. Sin dejar de mover las agujas, la mujer alzó el rostro y sonrió.

—Hola, Emmy, cariño. La cena está en el horno, pero ¿te gustaría tomar primero un té?

—Yo lo prepararé, mamá. ¿Ha habido carta de papá?

—Sí, querida, está encima de la chimenea. ¿Has tenido mucho trabajo hoy?

—Regular. Voy a preparar el té.

Emmy se quitó el impermeable y el pañuelo, los colgó de una percha en el pasillo y fue a la cocina; un área no muy grande y de estilo antiguo con alegres cortinas y una bonita porcelana en las estanterías. Era más o menos todo lo que quedaba de su antigua casa, pensó Emmy mientras colocaba las tazas de servir el té y abrió la lata de las galletas.

Su padre había sido maestro en un colegio de Somerset y la familia vivía en el pueblo vecino en una bonita casa antigua con un enorme jardín y una vista espectacular. Pero le habían despedido por reducción de personal y no consiguió encontrar otro trabajo. Entonces, una anciana tía que había fallecido le dejó en herencia esa pequeña casa, y un compañero suyo le habló de un puesto de trabajo en Londres; por ese motivo, se habían trasladado allí. Pero el trabajo no estaba bien pagado y la señora Foster pronto descubrió que vivir en Londres era muy diferente a vivir en un pueblo pequeño, con un jardín que proporcionaba verduras durante todo el año y gallinas que ponían huevos a diario.

Emmy, al ver los apuros que pasaba su familia, renunció al sueño de dedicarse a algo artístico. Dibujaba, pintaba y bordaba exquisitamente, y tenía ilusión por asistir a una escuela de manualidades con vistas a montar su propio negocio. Pero al ver un anuncio en el periódico requiriendo una telefonista en St Luke's, se presentó y le dieron el trabajo. No tenía experiencia como telefonista, pero sí una voz agradable, era amable y tenía ganas de trabajar. Le dieron una semana de entrenamiento, un mes de prueba y luego un contrato permanente. No era lo que quería hacer, pero el dinero que ganaba era de gran ayuda para toda la familia y, algún día, su padre encontraría un trabajo mejor. En realidad, le tenían mucho aprecio y ya se empezaba a vislumbrar la posibilidad de que lo ascendieran.

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Preparó el té, le puso leche en un platillo a Snoodles, el gato; le dio una galleta a George, el viejo perro, y llevó la bandeja al cuarto de estar.

Mientras tomaba el té leyó la carta de su padre. Estaba trabajando como suplente de un inspector de escuela y llevaba una semana fuera de casa. Iba a pasar en casa el fin de semana, pero le habían pedido que continuara como suplente de su compañero durante un mes más como mínimo. Si aceptaba, su esposa podría ir con él si así lo deseaban.

—Mamá, eso es estupendo. Sabes que papá no soporta estar fuera de casa; pero si tú lo acompañaras, no le importaría tanto. Y si les gusta cómo hace el trabajo, seguro que lo ascenderán.

—No puedo dejarte aquí sola.

—Claro que puedes, mamá. Snoodles y George me harán compañía y, si necesitase algo, acudiría a algún vecino. Podría venir a casa a la hora del almuerzo para sacar a George. Estoy segura de que a papá le gustará la idea. Además, papá va de escuela en escuela en su trabajo de inspección, ¿no? Cuando tenga que hacer la inspección a algún colegio de por aquí cerca, tú podrás estar en casa.

—No sé, no sé, cariño. No me gusta la idea de que te quedes tú sola en casa…

Emmy volvió a llenar las tazas de té.

—Si trabajase en otra ciudad, viviría sola y en una pensión, ¿no es verdad? Aquí estoy en casa. Y tengo veintitrés años.

—Es verdad que a tu padre le gustaría que estuviera con él, pero… Bueno, ya hablaremos el fin de semana.

Sin embargo, al día siguiente durante el desayuno, la señora Foster estaba dispuesta a conceder que no había motivo para que no pudiera acompañar a su esposo; al menos, durante cortos intervalos de tiempo.

—Porque la mayoría de las tardes llegas a casa a eso de las seis, cuando todavía no es de noche. Y supongo que estaremos aquí, en casa, la mayoría de los fines de semana.

Emmy asintió contenta. La semana siguiente le tocaba el turno de noche, pero no había necesidad de recordárselo a su madre. Fue a la parada del autobús para ir al hospital, la lluvia había cesado y era un agradable día de otoño.

Estuvo muy ocupada, como todos los viernes. Era casi la hora del almuerzo cuando una mujer, con marcado acento extranjero, pidió hablar con el profesor Mennolt.

—No cuelgue, voy a conectar con su extensión —dijo Emmy.

Su esposa, decidió Emmy. No le gustaba la voz de la mujer, demasiado arrogante. La voz se convirtió en una persona alta, delgada y hermosa en la mente de Emmy, porque el profesor no se contentaría con menos, y acostumbrada a salirse con la suya.

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Él no estaba en su despacho ni en ninguno de los otros departamentos a los que llamó. Hizo una pausa para decir a aquella voz que esperase un momento y le contestaron que se diera prisa. El profesor no estaba en el quirófano, pero sí en el laboratorio de patología clínica.

—Oh, por fin lo encuentro —dijo Emmy, olvidándose de añadir «profesor»—. Tiene una llamada, ¿se la paso ahí?

—Sólo si es urgente, estoy ocupado en estos momentos.

—Es una dama —le informó Emmy—. Me ha dicho que me diera prisa. Habla inglés con acento extranjero.

—Está bien, páseme la llamada —respondió él con impaciencia.

No le haría daño dar las gracias, reflexionó Emmy mientras le decía a la mujer que había llamado que en esos momentos le pasaba con el profesor. Tampoco ella le dio las gracias.

—Deben llevarse estupendamente —masculló Emmy.

La sustituyeron cuando llegó la hora del almuerzo y fue a la cantina para comer con otros empleados y secretarias. Se llevaba bien con ellos y viceversa, aunque la consideraban irremediablemente antigua y le tenían una amistosa compasión por haber nacido y haberse educado en el campo, lejos de los placeres de Londres. Emmy tampoco salía con chicos, a pesar de que sus compañeros la invitaban a ir con ellos al cine o al pub.

Pero no se lo tenían a mal porque Emmy siempre estaba de buen humor, dispuesta a ayudar a aquel que lo necesitara y a escuchar los problemas de los demás. A todos les parecía buena chica, a pesar de tener una forma de hablar excesivamente educada, pero ¿cómo iba a evitarlo con un padre que era maestro? Además, quedaba muy bien hablando por teléfono y, al fin y al cabo, ése era su trabajo.

En casa el fin de semana, el señor Foster se mostró de acuerdo con Emmy en que no había razón alguna por la que no pudiera quedarse sola en casa durante un tiempo.

—Voy a trabajar en Coventry de una semana a diez días, pero luego tengo que volver a los alrededores de Londres para inspeccionar unas escuelas. No te importa, ¿verdad, Emmy?

Se despidió de sus padres el domingo por la tarde, sacó a George a dar un paseo y luego se fue a la cama. No era una chica miedosa pero, además, oía ruidos familiares a su alrededor: el señor Grant, el vecino de la casa de al lado, estaba tocando la flauta; la vieja señora Grimes, la vecina de la casa que daba con la suya por el otro lado, gritaba a su marido, que estaba sordo. Emmy durmió profundamente.

Le tocaba el turno de noche al día siguiente, lo que significaba que la sustituirían al mediodía y tendría que volver al trabajo a las ocho de la tarde. Le dio tiempo para hacer algunas compras al final de la calle, a sacar a George a pasear y cenar tranquilamente.

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No tenían teléfono en casa, por lo le preocupaba que su madre pudiera llamarla más tarde. Se preparó unos bocadillos, los metió en el bolso junto con el libro Sentido y Sensibilidad y otro libro de poesías, y fue a la parada del autobús.

Cuando llegó al hospital, todo estaba mucho más tranquilo que durante el día. La aliviada telefonista a la que reemplazaba la estaba esperando, una mujer de edad avanzada.

—Todo está bastante tranquilo —le dijo a Emmy—. Espero que pases una buena noche.

Emmy se acomodó en su asiento, comprobó que todo estaba como debía estar y sacó la calceta que había metido en el bolso con los dos libros en el último minuto. Haría punto hasta que uno de los porteros de noche le llevara un café.

Hubo varias llamadas: gente preguntando por un paciente, una voz de angustia pidiendo consejo sobre cómo llevar a un niño enfermo al hospital y llamadas para los médicos de guardia.

Más tarde, después de tomarse el café, empezó a tejer otra vez. El profesor Mennolt, supuestamente de camino a su casa, se paró para saludarla.

Se quedó mirando las agujas de punto.

—Un cambio agradable en comparación con el día —comentó él—. Y una oportunidad de entregarse a las habilidades manuales femeninas.

—Bueno, eso no sé. Lo que sí sé es que consigue mantenerme despierta. Es muy tarde, ¿no debería estar en la cama?

—Mi querida joven, no creo que eso sea asunto suyo.

—No lo digo por entrometerme en su vida —le aseguró ella—. Pero todo el mundo necesita dormir; sobre todo, las personas como usted, la gente que utiliza mucho el cerebro.

—¿Es eso lo que piensa, Ermentrude? Se llama Ermentrude, ¿verdad?

—Sí y sí. Al menos, eso es lo que piensa mi padre.

—¿Su padre es médico? —preguntó él suavemente.

—No, es maestro.

—¡Ah! En ese caso, ¿por qué no está siguiendo su ejemplo?

—Porque yo no soy inteligente. Además, lo que me gusta es coser y bordar.

—Y trabaja como telefonista —su tono era seco.

—Es un buen trabajo, y fijo —contestó Emmy reanudando su actividad—. Buenas noches, profesor Mennolt.

—Buenas noches, Ermentrude —dio varios pasos antes de girar sobre sus talones—. Tiene un nombre de estilo antiguo. Me hace evocar a una de esas jóvenes damas con mangas acabadas en volantes, mirada turbada, y voz suave y tierna.

Ella lo miró, boquiabierta.

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—Tiene una bonita voz, pero no me parece usted tímida, ni tampoco baja la mirada; no, todo lo contrario, si acaso, es quizá excesivamente viva.

El profesor se marchó mientras Emmy se preguntaba qué demonios había querido decir con eso.

—En fin, es extranjero —reflexionó ella en voz alta—. Además, es una de esas personas muy listas que no tienen los pies en el suelo, siempre pensando en lo que hay dentro de un cuerpo humano. Y se quedó satisfecha con la explicación que se había dado a sí misma.

Audrey, que llegó a las ocho de la mañana para reemplazarla, bostezó abiertamente y le informó de que odiaba el turno de día, odiaba el hospital y odiaba tener que trabajar.

—Qué suerte, tienes todo el día para no hacer nada —observó Audrey.

—Voy a ir a la cama —respondió Emmy en tono ligero, y se fue a casa.

Le costó llegar. Los autobuses estaban abarrotados de gente, el tráfico era lento, y además tuvo que pararse a comprar pan, huevos, bacon, comida para Snoodles y más comida para George. Una vez en casa, puso a hervir agua para el té, dio de comer a los animales y sacó a George al jardín. Snoodles siguió al perro.

Desayunó, fregó los platos, se desnudó, se dio una ducha y, después de meter a George y a Snoodles en la casa, se fue a la cama.

A las dos de la tarde la despertaron la flauta del señor Grant, que debía tener la ventana abierta, los gritos de la señora Grimes a su marido y el estéreo a todo volumen de un adolescente.

Emmy se dio media vuelta y tapó la cabeza con la almohada, pero no le sirvió de nada, estaba completamente despierta. Así que se levantó, se duchó y se vistió; tomó una taza de té y un bocadillo y luego le puso el collar a George y lo sacó a dar un paseo.

Aún le quedaban unas horas libres, por lo que se subió a un autobús, con George en su regazo, que la llevó a lo largo de Stepney, Holborn para acabar en Marylebone. Allí se bajó y cruzó la calle hasta Regent's Park.

El parque estaba muy bonito, la brisa llevaba los aromas del otoño.

—Vamos a salir todos los días —le prometió a su perro—. Es una pena que no tengamos un parque cerca de casa. Pero un paseo en autobús no está mal, ¿verdad, George? Y cuando volvamos a casa tomaremos una taza de té.

Empezó a oscurecer en el camino de vuelta a la casa. George se tomó su té y se sentó en su silla de la cocina mientras Snoodles salió. La señora Grimes había dejado de gritar, pero el señor Grant seguía tocando la flauta. Emmy comió un bocadillo, metió las cosas que iba a necesitar en su bolso y se fue a trabajar.

Audrey había tenido mucho trabajo aquel día y estaba de un humor infernal.

—Me he pasado las dos horas que tengo libres buscando un par de medias y no he conseguido encontrar ningunas decentes. Las tiendas de por aquí son horrorosas.

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—Hay una tienda en Commercial Road… —comenzó a decir Emmy.

—¿Ahí? Jamás se me ocurriría ir ahí —lanzó una última mirada a su rostro en el espejo, se puso un poco más de carmín de labios y se dio unas palmadas en la rubia cabeza—. Voy a salir esta noche. Hasta luego.

Emmy estuvo ocupada hasta casi medianoche. De vez en cuando, alguien entraba, se detenía para saludarla y se marchaba. Uno de los porteros le llevó un café a las once de la noche y le dijo que había habido un accidente en los muelles y que la sala de urgencias estaba hasta los topes.

—Han llamado, pero a mí no me han dicho nada respecto a la gravedad del accidente —dijo Emmy—. Espero que no haya sido muy grave.

—Un par de chicos, una anciana y los conductores, a uno de ellos le ha dado un infarto.

Emmy volvió a tener mucho trabajo debido al accidente, los familiares telefonearon angustiados. Estaba tomando un bocadillo de madrugada cuando la voz del profesor Mennolt la sobresaltó.

—Me alegra ver que está despierta y alerta, Ermentrude.

—Claro que lo estoy. Y no es muy generoso por su parte decir algo así.

—¿Qué estaba haciendo en un autobús en Marylebone Road? Debería haber estado durmiendo para poder trabajar esta noche.

—He ido a Regent's Park con George, que tenía que dar un paseo —explicó ella de mal grado—. Y usted debería saber lo que es intentar dormir con un vecino que no deja de tocar la flauta; con otra vecina, la señora Grimes, que le habla a gritos a su marido porque está sordo, y con un adolescente que pone la música a todo volumen.

El profesor estaba apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos de la chaqueta de su bien cortado traje.

—Lo siento, Ermentrude, he juzgado mal la situación. ¿Unos tapones para los oídos no serian la solución?

Ella negó con la cabeza.

—¿No podría ir a dormir a casa de una amiga? ¿O no podría su madre hablar con los vecinos?

—Mi madre está con mi padre —respondió Emmy y dio otro mordisco al bocadillo—. Y no puedo ir a ninguna parte porque no puedo dejar a George ni a Snoodles.

—¿George?

—El perro. Y Snoodles es el gato.

—¿Así que está sola en la casa? ¿No tiene miedo?

—No, señor.

—¿Vive por aquí?

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—Sí —respondió Emmy, deseando que él la dejara en paz.

La ponía nerviosa. Entonces, recordó algo.

—Yo no le he visto en el autobús….

El profesor sonrió.

—Iba en coche y estaba parado delante de una señal de tráfico. Emmy respondió a dos llamadas más, mientras él la contemplaba. Tenía unas manos bonitas y bien cuidadas, y llevaba el pelo castaño recogido en un moño. No era bonita, pero con unos ojos como los suyos eso no tenía importancia.

Él le dio las buenas noches, fue a por su coche y se olvidó de ella durante el trayecto a su bonita casa en Chelsea, donde Beaker, el mayordomo que la dirigía, le había dejado café y unos bocadillos preparados en el estudio y las luces encendidas.

Aunque eran casi las dos de la madrugada, el profesor se sentó para leer el correo mientras bebía el café del termo. Había una nota con la letra de Beaker: Juffrouw Anneliese van Moule había llamado a las ocho y, otra vez, a las diez. Frunció el ceno y miró al contestador, la luz roja estaba encendida. Extendió una mano y apretó una tecla.

Al momento, una voz petulante que hablaba holandés quería saber dónde estaba: «Debías estar a las diez en casa, ¿no te pedí expresamente que estuvieras a esta hora? Bueno, supongo que no me queda más remedio que perdonarte y darte una buena noticia. Voy a ir a Londres dentro de tres días, el viernes. Voy a hospedarme en el hotel Brown, ya que tú estarás casi todo el día fuera de casa. Pero espero que me saques por las noches y… aprovecharemos ese tiempo para discutir nuestro futuro».

La voz hizo una pausa antes de proseguir en tono igualmente perentorio: «Tengo ganas de conocer tu casa, aunque no creo que nos sirva una vez que estemos casados porque, por supuesto, voy a ir a vivir contigo a Londres mientras estés trabajando allí. De todos modos, espero que dejes tu trabajo en Inglaterra y que vayamos a vivir a Huis ter Mennolt…».

El profesor desconectó el contestador. Anneliese se reiteraba en la discusión que habían tenido en varias ocasiones. Él no tenía intención de cambiarse de casa en Londres, ésta era suficientemente grande. Salía a cenar con amigos de vez en cuando, pero sólo con gente que conocía bien, con los íntimos. Por el contrario, a Anneliese le gustaban las grandes fiestas, llenas de gente de sociedad.

Se recordó a sí mismo que era la esposa adecuada. En Holanda, compartían el círculo de amigos y conocidos, y tenían los mismos gustos: el teatro, los conciertos, las exposiciones de arte… Y Anneliese era ambiciosa.

Al principio, le había gustado; hasta que se dio cuenta de que la ambición de su prometida no era respecto a su éxito profesional, sino en lo referente a la alta sociedad de Londres. Ella ya tenía eso en Holanda, y nunca había admitido que era su objetivo. Se recordó que era la mujer que había elegido para convertirla en su esposa y, una vez que ella comprendiese que no tenía intención de cambiar su estilo de vida cuando estuvieran casados, lo aceptaría.

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Al fin y al cabo, en Holanda Anneliese tendría toda la alta sociedad que quisiera, y podría dar todas las fiestas que se le antojaran. Huis ter Mennolt era inmenso, y lleno de sirvientes y unos encantadores jardines. Mientras él trabajaba, ella podría divertirse y dar todas las cenas que deseara. Sin embargo, ahí, en la casa de Chelsea, con sólo Beaker y la mujer de la limpieza, dar fiestas a gran escala era imposible; además, la casa, aunque espaciosa, no era ningún palacio.

El profesor se fue a la cama.

Al día siguiente, eran las diez de la noche cuando el profesor salió del hospital. Ermentrude estaba delante de la centralita, de espaldas a él. El le lanzó una fugaz mirada al pasar.

Anneliese había llamado otra vez, le informó Beaker, pero no quiso dejar ningún mensaje.

—Y como tenía que ir a comprar unas cosas, dejé conectado el contestador, señor —dijo Beaker—. Porque, a pesar de ser una excelente profesional como mujer de la limpieza, a la señora Thrupp no le gusta contestar al teléfono.

El profesor fue a su estudio para recoger las llamadas y, de pie, se quedó escuchando la voz de Anneliese: «El avión sale a las diez y media el viernes, y llega a Heathrow. Espero que me vengas a recoger, y no me hagas esperar, ¿de acuerdo, Ruerd? ¿Te parece que vayamos a cenar en Brown? Supongo que estaré demasiado cansada para hablar, pero voy a estar allí varios días, así que tendremos tiempo de sobra».

El profesor abrió la agenda que estaba encima del escritorio. Podría ir a recogerla, pero tendría que volver al hospital antes de reunirse con ella de nuevo en el hotel.

Se sentó al escritorio, se puso las gafas y se colocó delante el correo. Era consciente de que le faltaba el nerviosismo y la excitación que producía la espera del ser amado respecto a la llegada de Anneliese. Quizá se debiera a que no la había visto desde hacía varias semanas y, además, había estado absorto en su trabajo. Dentro de un mes iba a volver a Holanda para pasar allí cuatro semanas o algo más, y estaba decidido a ver a Anneliese todo lo que le fuera posible.

Cenó solo, como de costumbre, y volvió al estudio a trabajar hasta medianoche.

Ya había transcurrido la mitad de la semana, pensó Emmy con satisfacción mientras se disponía para meterse en la cama a la mañana siguiente. Tres noches más y tendría dos días libres. Su madre también iba a volver, hasta reunirse con su marido de nuevo, pero luego los dos estarían en casa porque su padre iba a trabajar en los alrededores de Londres, Emmy suspiró cansada y satisfecha, y se durmió hasta que la inevitable flauta la despertó. Se levantó, se tomó un té y sacó a George a dar un paseo. Llovía cuando fue a trabajar aquella tarde, y tuvo que esperar mucho tiempo al autobús. Audrey la estaba esperando con impaciencia, lista para marcharse.

—Creí que no ibas a llegar nunca.

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—Aún faltan dos minutos para las ocho —contestó Emmy—. ¿Algún problema por aquí?

Audrey respondió que no y Emmy se sentó delante de la centralita; y, sin saber por qué, empezó a odiarla. La noche se le hizo eterna. La idea de interminables días y noches así, durante años, le resultó insoportable.

Se ajustó los cascos mientras se prometía a sí misma que encontraría otro trabajo, algo que pudiera hacer al aire libre; al menos, durante parte del día. Y conocería a gente… a un hombre que se enamoraría de ella y se casaría con ella. Y tendría una casa en el campo, y perros y gatos, y pollos y niños…

Una llamada exterior la sacó de su sueño, y luego se sucedieron más llamadas.

Estuvo ocupada durante toda la noche. A las seis de la madrugada, estaba agotada; por suerte, después de dos horas más estaría libre.

Un ruido estruendoso la hizo saltar de su asiento; al instante, una llamada de la policía. Había estallado una bomba en la estación de Fenchurch. Todavía era demasiado pronto para saber cuántos heridos había, pero los iban a llevar a St. Luke's.

Emmy, completamente despejada, comenzó a notificar el accidente a la sala de urgencias, a los médicos de guardia, al departamento de rayos X y a los del laboratorio. Había llamado también al profesor, pero no había pensado en él porque, al instante, aquello fue un torbellino de actividad. Las ambulancias empezaron a llegar.

El teléfono comenzó a sonar y Emmy no dejó de trabajar ni un segundo.

Por fin, cuando todo se tranquilizó, eran ya las diez de la mañana. Emmy se miró el reloj y parpadeó. ¿Dónde estaba Audrey? Emmy tenía hambre, sed, estaba agotada y se preguntó qué podía hacer. Tendría que decirle a alguien que…

Audrey le dio una palmada en el hombro.

—Siento llegar tarde, pero no me apetecía venir antes porque esto ha debido ser una locura. Como sabía que a ti no te importaría…

—Sí que me importa —la interrumpió Emmy—. Me importa y mucho. No he parado de trabajar y hace dos horas que debería haber salido de aquí.

—Pero te has quedado, ¿no? ¿Querías que viniera en medio de todo este follón? Además, tú no haces más que dormir cuando sales, ¿no?

El profesor, de camino a su casa, se detuvo a escuchar con interés. Ermentrude tenía cara de estar agotada.

—Ermentrude, póngase el abrigo —dijo el profesor en tono amable—. La llevaré a su casa. Y no se preocupe, yo me encargaré de que recupere esas dos horas de trabajo extra.

Emmy se lo quedó mirando, pero él no le dio tiempo a decir nada porque, volviendo la cabeza para dirigirse a Audrey, añadió:

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—Espero que tenga una buena disculpa por llegar dos horas tarde. Y repito, tendrá que ser una muy buena disculpa.

Se llevó a Emmy, dejando a Audrey pálida.

—Déme su dirección —dijo el profesor dentro del Bentley.

—No es necesario que me lleve, puedo ir…

—No me haga perder el tiempo. Los dos estamos cansados y no estoy de humor.

—Ni yo —le espetó ella—. Quiero una taza de té y tengo hambre.

—Ya somos dos. Vamos, dígame dónde vive, Ermentrude.

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Capítulo 2 Emmy le dio su dirección enfadada y guardó silencio durante el trayecto a su

casa. —Gracias, profesor. Adiós —y fue a abrir la puerta.

El profesor le apartó la mano de la manija y ella se la puso encima de la pierna. Cuando él salió, le abrió la portezuela y cruzó la calle con ella; después, le quitó la llave y le abrió la puerta de la casa. George salió a recibirlos, pero Snoodles se quedó mirándolos desde donde estaba, sentado en un escalón de la escalera.

Emmy se quedó sin saber qué hacer delante de la puerta.

—Gracias, profesor —repitió ella mirándolo.

—Por lo menos, podría invitarme a una taza de té —le informó él antes de entrar en el vestíbulo; después, cerró la puerta—. Quítese la gabardina y haga lo que tenga que hacer mientras yo pongo a hervir el agua.

El profesor se la quedó mirando. En realidad, esa chica era muy normal; durante un momento, se arrepintió del impulso que lo había hecho llevarla a su casa. Pero entonces, ella lo miró y el profesor se dio cuenta de lo cansada que estaba.

—Prepararé un buen té —dijo él con amabilidad.

Ella sonrió.

—Gracias. La cocina está ahí.

Emmy abrió la puerta y le cedió el paso a una pequeña habitación al fondo de la casa, una habitación ordenada, muy limpia y con antiguas estanterías y pequeños almarios también antiguos. La cocina de guisar era casi una pieza de museo, pero aún funcionaba.

Emmy lo dejó solo y él encontró el té, la leche y el azúcar mientras hervía el agua. Sacó dos tazas y una tetera de una estantería y las puso encima de la mesa mientras Emmy daba de comer a Snoodles y a George.

Tomaron el té, sentados el uno frente al otro, y cuando el profesor se puso en pie, Emmy no hizo ningún esfuerzo por retenerlo. Le volvió a dar las gracias, lo acompañó hasta la puerta y la cerró cuando él se marchó, decidida a meterse en la cama cuanto antes. Se subió una rodaja de pan con mantequilla y queso y, cuando llegó a su cuarto, encontró a George y a Snoodles encima de la cama, lo que la reconfortó porque se sentía abatida.

—Claro, él lo tiene todo fácil porque, cuando llegue a su casa, su mujer lo estará esperando con las zapatillas y un plato con huevos y bacon.

Se tragó el trozo de queso que le quedaba y se metió en la cama. Ni siquiera la flauta o los gritos de la señora Grimes consiguieron despertarla.

Cuando estaba de camino a su casa, sonó el busca del profesor. Tenía que volver a St. Luke's, uno de los heridos parecía tener un coágulo de sangre en el cerebro. Así pues, en vez de ir a casa, pasó las horas siguientes haciendo todo lo que

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estaba en sus manos por mantener al paciente vivo, algo que resultó ser un éxito. Por fin, al mediodía pudo irse a descansar.

Entró en su casa, dejó la cartera en el suelo, fue al cuarto de estar y se detuvo delante de la puerta.

—Anneliese… Se me ha olvidado…

Era una joven preciosa, con espeso cabello rubio que la mano de un experto había cortado, facciones perfectas y enormes ojos azules; y estaba exquisitamente maquillada. Vestía a la moda y ropa cara. Era una visión encantadora, pero no así su expresión de enfado. Habló en holandés sin intentar disimular su mal humor:

—En serio, Ruerd, ¿qué quieres que piense? Y a propósito, ese criado tuyo, Beaker… voy a despedirlo tan pronto como nos casemos. Se ha negado a llamarte al hospital, me ha dicho que estarías demasiado ocupado para contestar al teléfono. ¿Desde cuándo un profesor está demasiado ocupado para hablar por teléfono si ése es su deseo?

El profesor pensó en varias respuestas a la pregunta, pero decidió desecharlas.

—Lo siento, querida. Verás, esta madrugada estalló una bomba cerca de St. Luke's y he tenido que quedarme allí porque había muchos heridos. Beaker tenía razón, no podría haber contestado al teléfono.

Ruerd cruzó la habitación y se agachó para darle un beso en la mejilla.

—Es un criado excelente, así que no tengo intención de despedirlo —lo dijo en tono ligero, pero ella le dedicó una mirada interrogante.

Llevaban varios meses prometidos, y ella aún no estaba segura de conocerlo bien. Tampoco sabía si lo amaba, pero él podía ofrecerle todo lo que deseaba en la vida; conocían a la misma gente y venían de familias muy parecidas. Su matrimonio era perfectamente adecuado.

Anneliese decidió cambiar de táctica.

—Siento haberme enfadado, pero es que me he llevado una gran desilusión. ¿Tienes libre el resto del día?

—Tendré que volver al hospital esta tarde, pero luego estaré libre. ¿Quieres que vayamos a cenar a algún sitio? ¿Estás cómoda en el hotel Brown?

—Sí, estoy muy bien. ¿Te parece que vayamos a cenar al Claridge? Tengo un vestido especial que he comprado para ti…

—Veré si puedo reservar una mesa.

Ruerd se volvió en el momento en que Beaker entró. —¿Ha almorzado, señor? —preguntó Beaker sin mirar a Anneliese.

Cuando el profesor contestó que sí, que había tomado algo, Beaker continuó:

—Entonces, traeré un té con algo de comer. Ya sé que es un poco temprano, pero estoy seguro de que le sentará bien.

—Estupendo, Beaker. Tráigalo cuanto antes.

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Cuando Beaker se hubo marchado, el profesor dijo:

—Voy a ir a llamar por teléfono.

Recogió el maletín, se lo llevó a su estudio y apretó el botón del contestador. Habían dejado varios mensajes cuando Beaker estaba fuera; el mayordomo había anotado el resto de las llamadas. Por fin, después de oír y leer los mensajes, el profesor reservó una mesa para cenar, a pesar de que le habría gustado hacerlo en casa.

Hablaron de trivialidades durante el té. A Anneliese no le interesaba su trabajo, sino su éxito, aunque tuvo cuidado en disimularlo.

Ruerd la llevó al hotel y después volvió al hospital hasta que llegó la hora de irse a casa para cambiarse de ropa. Inmaculadamente vestido, fue al garaje a por el coche y condujo hasta el hotel.

Anneliese no estaba preparada. El tuvo que esperar quince minutos.

—Siento haberte hecho esperar, Ruerd —dijo ella riendo—. Espero que haya valido la pena.

Ruerd le aseguró que así era y, ciertamente, Anneliese estaba preciosa. Su esbelta figura enfundada en seda color cereza, el cabello hacia atrás, sandalias de tacón alto y un brazo lleno de pulseras. El anillo de Ruerd, un enorme diamante, brillaba en su dedo. Un anillo que ella había elegido y que a él no le gustaba.

Desde luego, cualquier hombre se habría sentido halagado de escoltar a una mujer así. Ruerd supuso que estaba cansado, lo único que necesitaba era dormir.

La escuchó mientras iban al Claridge, prestándole toda su atención. La cena fue completamente satisfactoria. Cuando la llevó de vuelta al hotel, ella le puso una mano en el brazo.

—Gracias, querido, ha sido una cena encantadora. Voy a ir de compras mañana, ¿te parece que almorcemos juntos? Después, por la noche, podríamos ir a bailar. Tenemos que hablar, tengo muchos planes…

En el hotel, ella le ofreció la mejilla para que le diera un beso.

—Voy a acostarme ya. Te veré mañana.

El profesor volvió a meterse en su coche y, de nuevo, regresó al hospital. El estado de un paciente le tenía intranquilo, quería asegurarse de que estaba bien.

Emmy, sentada delante de la centralita haciendo punto, notó que el profesor estaba a su espalda, aunque no hizo ruido alguno. ¿Por qué?

—Buenas noches, Ermentrude. ¿Ha dormido bien? —preguntó el profesor en voz muy queda.

Se puso a su lado. Increíblemente guapo con ese traje y sin ser consciente de ello.

—Buenas noches, profesor. Y sí, gracias. Espero que usted también haya descansado.

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La boca de él se torció.

—He salido a cenar. He tenido que charlar y hablar de cosas que no me interesan. Y si hablo como un hombre de mal genio que no es consciente de la suerte que tiene, es porque eso es exactamente lo que me pasa.

—No, no es verdad —dijo Emmy razonablemente—. Ha tenido un día muy duro y mucho trabajo y ha tenido que tomar importantes decisiones sobre algunos pacientes. Lo que le ocurre es que está cansado. Vamos, váyase a casa a dormir.

Emmy había olvidado con quién estaba hablando.

—Ha venido a ver a ese hombre con el coágulo de sangre, ¿verdad?

—¿Sabe lo que le ocurre a ese paciente? —preguntó él con interés.

—Claro, por supuesto que lo sé. Lo oigo todo, ¿no? Y sí, me interesa.

Emmy respondió una llamada en ese momento y cuando estuvo lista para reanudar la conversación con el profesor, él ya se había marchado.

No se paró a saludarla cuando se marchó, pero ella lo vio.

Audrey fue puntual y estaba de un humor terrible.

—Me han regañado —le dijo a Emmy—. Y no sé por qué; al fin y al cabo, tú estabas aquí. De no ser por el profesor Mennolt, nadie se habría enterado. ¿Quién demonios se cree que es?

—Es un hombre muy agradable —respondió Emmy—. Me llevó a casa.

—¿En ese coche maravilloso que tiene? Según he oído, está podrido de dinero. Y se va a casar con una holandesa guapísima, me lo ha dicho la secretaria del profesor.

—Espero que sean muy felices —dijo Emmy.

Pero frunció el ceño de pesar. No sabía casi nada del profesor y él la ponía nerviosa. Era un hombre difícil, un hombre acostumbrado a hacer lo que quería. De todos modos, esperaba que fuera muy feliz.

No lo vio entrar o salir del hospital hasta el domingo por la mañana, cuando por fin se dispuso a disfrutar sus dos días libres. Se encontraron en la entrada del hospital, cuando ella estaba con los ojos cerrados respirando bocanadas de aire fresco.

Abrió los ojos y se ruborizó al verse observada por el profesor.

—¿Qué hace aquí, Ermentrude? ¿No tiene prisa por alejarse del hospital lo más rápido posible?

—Buenos días, señor —respondió ella educadamente—. Hace un día precioso. ¿Ha pasado aquí toda la noche?

—No, no. sólo una hora.

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Él sonrió. Se fijó en que ella estaba pálida y cansada. Su pequeña nariz brillaba, llevaba el moño desarreglado y sin encanto. Le hizo pensar en un gatillo después de pasar una noche entera bajo la lluvia.

—Vamos, la dejaré en su casa.

—¿Le pilla de camino? ¿En serio? Gracias.

Al profesor no le pareció necesario contestar. La hizo entrar en su coche y la llevó a través de las calles casi vacías. Delante de la puerta, dijo:

—No, no salga. Déme su llave.

Él salió y abrió la puerta de la casa; después, le abrió la puerta del coche, le tomó el bolso, se lo llevó y entró detrás de ella. George se mostró encantado de verles.

El profesor fue a la cocina, dejó salir a los dos animales al jardín y puso a hervir agua. Como si viviera allí, pensó Emmy; y de no haber estado tan cansada, no se lo habría permitido. Pero se limitó a quedarse quieta en la cocina y bostezó.

El profesor la miró.

—¿Desayuno? —rápidamente, se quitó la chaqueta y la dejó encima de una silla—. Déles de comer a los animales mientras yo hiervo un par de huevos.

Emmy cumplió la orden al instante. No recordaba haberlo invitado a desayunar, pero quizá el pobre hombre tuviera hambre. Dio de comer a los animales y, cuando terminó, él ya había preparado la mesa, había hecho tostadas y los huevos estaban en sus platos.

Se sentaron a desayunar como si fueran un matrimonio. El profesor entabló una conversación que no requería muchas respuestas. Emmy seguía cansada, pero el té y la comida la habían revitalizado.

—Ha sido muy amable al preparar el desayuno. Se lo agradezco mucho. Estaba un poco cansada.

—Ha trabajado mucho esta semana. ¿Van a volver pronto sus padres?

—Mañana por la mañana —Emmy se lo quedó mirando con ojos enormes—. Supongo que ya querrá marcharse, señor…

—Primero, Ermentrude, suba a darse una ducha y métase en la cama. Yo voy a quedarme a recoger la cocina y, cuando ya esté acostada, me marcharé.

—No, no voy a permitir que friegue los platos.

—Claro que lo va a permitir.

Y, aunque no estaba acostumbrado, no lo hizo del todo mal. Cuando acabó, subió al otro piso. Llamó a Ermentrude, pero no obtuvo respuesta. Una de las puertas estaba entreabierta.

La habitación era pequeña, pero los muebles eran bonitos y estaba muy arreglada. Emmy dormía en la cama con la boca ligeramente abierta y el cabello

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sobre la almohada. Ruerd pensó que ni siquiera una banda de música conseguiría despertarla. Por fin, bajó las escaleras y se marchó de la casa.

De camino a Chelsea, miró el reloj. Llegaría a casa antes de las once. Iba a llevar a Anneliese a almorzar con unos amigos y suponía que, al volver, ella quería hablar de sus planes para el futuro. Hasta entonces no habían encontrado el momento y él iba a pasar la mayor parte del tiempo en el hospital los próximos días. Estaba cansado, Anneliese no se contentaba con cenar y pasar la tarde en casa; y el día anterior le había tenido muy ocupado.

Beaker apareció delante de la puerta cuando Ruerd abrió.

—Buenos días, señor —dijo el mayordomo en tono de ligero reproche—. ¿Ha tenido que quedarse en el hospital? Tenía el desayuno preparado a la hora acostumbrada. Se lo llevaré a la mesa en diez minutos.

—No es necesario, Beaker, gracias. Ya he desayunado. Voy a darme una ducha y a cambiarme de ropa; después, quizá no me viniese mal un café antes de que la señorita van Moule venga.

—¿Ha desayunado en el hospital, señor?

—No, no. He hervido un huevo y he hecho unas tostadas, y un té fuerte. He llevado a una empleada del hospital a casa, los dos teníamos hambre y… en fin, me ha parecido lo correcto.

Beaker inclinó la cabeza con gesto grave. Un huevo hervido, sin bacon ni champiñón ni nada… Beaker reprimió un escalofrío. Lo que el profesor necesitaba era un sandwich especial con el café.

Le resultó gratificante ver al profesor comiéndoselo todo cuando volvió a bajar. Parecía necesitar un día de descanso, reflexionó su fiel servidor; sin embargo, esa tal señorita van Moule no se lo iba a permitir. A Beaker no le gustaba.

Anneliese estaba exquisita, ni una hebra de cabello fuera de su sitio, cubierta con un vestido de engañosa sencillez que debía costar una fortuna.

Saludó al profesor con una encantadora sonrisa, le ofreció una mejilla con cuidado para no despeinarse y se acomodó en el coche.

—Por fin vamos a pasar un día juntos —comentó ella—. Después del almuerzo, iré contigo a tu casa. Supongo que tu sirviente nos servirá un té decente. Puede que incluso me quede a cenar.

Anneliese contempló el perfil de su prometido.

—Tenemos que hablar de nuestro futuro, Ruerd. Tenemos que ver dónde vamos a vivir; por supuesto, necesitaremos contratar más sirvientes. Y supongo que podrás dejar algunas de tus consultas en la seguridad social para dedicarte más a los pacientes privados. Tienes muchos amigos, ¿no es cierto? Gente importante, ¿verdad?

Él no la miró.

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—Tengo muchos amigos y bastantes conocidos, y no tengo intención de utilizarlos. No, no tengo esa necesidad. No esperes que deje el trabajo en el hospital, Anneliese.

Ella le puso una mano en la rodilla.

—Claro que no, Ruerd. Te prometo que no volveré a hablar de eso. Pero, por favor, cede al menos en lo de comprar una casa más grande para que pueda dar fiestas. Espero hacer amigos y necesitaré devolver sus atenciones.

Anneliese supo saber detenerse ahí.

—Esta gente con quien vamos a almorzar, ¿son buenos amigos tuyos?

—Sí. Conocía a Guy Bowers-Bentinck antes de que se casara. Seguimos viéndonos con frecuencia. Tiene una esposa encantadora, Suzannah, dos gemelos de cinco años y otro niño en camino.

—¿Ella vive en ese pueblo al que vamos, en Great Chisbourne? ¿No le resulta aburrido? Es decir, ¿no echa de menos el teatro y salir por las noches, además de la gente?

—No. Tiene un marido que la adora, dos hijos encantadores, una casa preciosa y un montón de amigos. Está satisfecha con su vida.

Algo en la voz de Ruerd hizo que Anneliese dijera rápidamente:

—Sí, parece encantadora. Estoy segura de que va a gustarme.

Lo que, desgraciadamente, no fue verdad. No se gustaron nada. Anneliese no consideró a Suzannah digna de un esfuerzo por conocerla, y ésta última se dio cuenta, al momento, de que Anneliese no era la mujer adecuada para Ruerd. Le haría infeliz, ¿cómo no lo veía él?

El almuerzo fue agradable, Suzannah se esforzó por mantener una conversación con la prometida de Ruerd mientras él y su marido hablaban de trabajo. Pero pronto, Anneliese dio muestras de aburrimiento; estaba acostumbrada a ser el centro de atención y, en esos momentos, no lo estaba consiguiendo. Por fin, cuando los dos hombres se unieron a ellas en la charla, fue para hablar de los niños, que estaban comiendo con ellos y se estaban comportando de maravilla.

—¿Tienes un cuarto de juegos para los niños? —preguntó Anneliese.

—Sí, y una anciana niñera que es un encanto. Pero los niños comen con nosotros, a menos que tengamos invitados a cenar. Nos gusta estar con ellos, y así pasan todo el tiempo que pueden con su padre.

Suzannah sonrió a su marido; y Anneliese se preguntó cómo una chica tan sencilla como Suzannah podía inspirar una mirada de devoción como la que él le dedicó.

Hizo un comentario al respecto durante el trayecto de vuelta a Chelsea.

—Es simpática —comentó Anneliese con una voz carente de sinceridad—. Y Guy parece muy enamorado.

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—¿No es eso lo que se espera de un marido? —observó el profesor con voz queda.

Anneliese lanzó una carcajada ligeramente estridente.

—Bueno, supongo que sí. Aunque no es la idea que yo tengo del matrimonio. Los niños deben estar con la niñera en su cuarto hasta que tengan edad de ir al colegio, ¿no te parece?

Él no respondió a la pregunta.

—Son encantadores, ¿verdad? Y se portan muy bien, están muy bien educados —dijo él en tono ausente.

Bajó la velocidad cuando entraron en las afueras del Londres. Ruerd se repitió a sí mismo que Anneliese sería la esposa adecuada: buena presencia, modales exquisitos, inteligente y muy hermosa.

—Cuando lleguemos, tomaremos el té delante de la chimenea, ¿te parece? Beaker lo tendrá ya preparado —se miró el reloj—. Es algo tarde, pero no tenemos prisa, ¿verdad?

El cuarto de estar resultó acogedor cuando entraron. Humphrey estaba sentado delante del fuego, una pequeña bola de pelo con los ojos fijos en las llamas. Anneliese se detuvo en medio de la estancia.

—Oh, Ruerd, por favor, saca al gato de aquí. No soporto los gatos; están sucios y lo dejan todo lleno de pelos.

El profesor alzó a Humphrey en sus brazos.

—Es un distinguido miembro de mi familia, Anneliese. Y está más limpio que muchas personas; además, se le cepilla con tanta regularidad que dudo que deje un solo pelo por ninguna parte.

Ruerd se llevó el gato a la cocina.

—A la señorita van Moule no le gustan los gatos —le informó a Beaker sin expresión en la voz—. Será mejor que se quede aquí hasta que ella vuelta al hotel. ¿Podría servirnos la cena a eso de las ocho y media? Algo ligero; si ahora vamos a tomar el té, no tendremos mucho apetito.

El profesor regresó al cuarto de estar, Anneliese estaba sentada delante de la chimenea. Con los reflejos de las llamas dándole en el rostro, estaba encantadora. Cualquier hombre se sentiría orgulloso de tenerla como esposa, reflexionó él; en ese caso, ¿por qué no se le aceleraba el pulso al mirarla?

Desechó la idea y se sentó frente a ella, contemplándola mientras ella servía el té. Tenía unas manos preciosas, exquisitamente cuidadas. Anneliese lo miró y sonrió, consciente de lo bonita que estaba y segura de que había capturado la atención de su prometido. Entonces, comenzó a hablar del futuro.

—Ya sé que vamos a vernos mucho cuando vayas a Holanda en diciembre pero, de todos modos, me gustaría hacer algunos planes ahora —Anneliese no esperó a que él hiciera algún comentario—. Creo que deberíamos casarnos en verano, ¿no te

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parece? Así tendrás tiempo de sobra para preparar unas largas vacaciones. Podríamos ir a alguna parte durante un mes antes de instalarnos.

Anneliese suspiró antes de continuar: —¿No podrías arreglar las cosas para trabajar en Holanda unos cuantos meses? Y si te necesitaran aquí, podrías venir en avión. Y poco a poco, tendrías que dejar las consultas del hospital, ¿no te parece? Por supuesto, seguirías con los pacientes particulares, y no debes dejar de estar en contacto con tus colegas y amigos —le dedicó una radiante sonrisa—. Eres famoso aquí, ¿verdad? Es importante conocer a la gente adecuada.

Como él no contestó, ella añadió:

—Voy a ser muy poco egoísta y voy a acceder a tener esta casa de Londres como base. Después, buscaremos otra más grande.

—¿Qué clase de casa tienes pensado, Anneliese? —preguntó Ruerd con voz queda.

—He ido a una agencia inmobiliaria, una cerca de Harrods, aunque no me acuerdo del nombre. He visto unos pisos que me han parecido bien, lo suficientemente glandes para dar fiestas. Necesitaremos, al menos, cinco dormitorios; ya sabes, para los invitados. Y también dormitorios para el servicio.

Volviendo la cabeza, le lanzó otra brillante sonrisa.

—Di que sí, Ruerd.

—Tengo mucho trabajo aquí durante los próximos cuatro meses —le informó él—, y me surgirán más durante ese tiempo. En marzo, me han pedido que vaya a dirigir un seminario en Leiden; también voy a examinar a unos estudiantes en Groninger y a presentar una investigación en Viena. Por el momento, no puedo darte una respuesta definitiva.

Ella hizo una mueca.

—Oh, Ruerd, ¿por qué trabajas tanto? Al menos, me gustaría verte cuando vuelvas a Holanda. ¿Vas a dar una fiesta por Navidad?

—Sí, supongo que sí. Ya hablaremos de ello más adelante. ¿Ha hecho planes tu familia?

Anneliese aún le estaba respondiendo cuando Beaker entró para anunciar que la cena estaba servida. Más tarde, mientras se preparaba para marcharse, Anneliese preguntó:

—Ruerd, ¿vas a estar libre mañana? ¿Podríamos ir a una exposición de arte?

Él sacudió la cabeza.

—No, voy a trabajar todo el día, no creo que disponga de un momento libre antes de la noche. Llamaré al hotel y te dejaré un mensaje. Probablemente acabe demasiado tarde para ir a cenar, pero sí podríamos salir a tomar una copa.

Ella tuvo que contentarse con eso. Iba a ir de compras y luego cenaría en el hotel. Tuvo mucho cuidado de que Ruerd no notase lo enfadada que estaba.

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A la mañana siguiente, el profesor cruzó el vestíbulo del hospital y, como se había convertido en costumbre suya, miró en dirección a la consola de Ermentrude. Ella no estaba allí.

Ermentrude estaba levantada y vestida, lista para recibir a sus padres. Había dormido mucho y profundamente; al bajar, vio que el profesor había fregado y había arreglado la cocina. Y también había dejado la bandeja del té preparada. Lo único que tenía que hacer era hervir agua para el té y hacerse una tostada.

—Muy considerado —le dijo Emmy a George que merodeaba a su alrededor con la esperanza de que le dieran una galleta—. Por su apariencia, uno jamás creería que sabe lo que es lavar un plato. Su novia debe ser un desastre en la cocina.

Emmy frunció el ceño. Aunque su novia fuera una inútil en la cocina, podía pagar una criada.

Siguió pensando en él. Cuando se casara, ¿tendría hijos? ¿Dónde vivía en Londres? ¿Dónde vivía en Holanda? Como ni George ni Snoodles podían contestar, desechó esas preguntas y empezó a pensar en las compras que tenía que hacer antes de que sus padres llegaran a casa.

Se habían enterado de lo de la bomba, aunque Emmy los había llamado para decirles que se encontraba bien. Ahora, de vuelta en casa, intercambiando noticias y experiencias, hablaron de la bomba como era natural.

—Fue una suerte que no estuvieras allí —dijo la señora Foster.

—Bueno, la verdad es que estaba allí —confesó Emmy—. Pero estaba bien…

Acabó explicándoles que el profesor Mennolt la llevó a casa y preparó un té.

—Oh, estamos en deuda con él —observó su padre—. A pesar de que sólo hiciera lo que habría hecho cualquier persona decente.

—Por lo que dices, parece ser un buen hombre —observó su madre—. ¿Es mayor? Supongo que, si es profesor, será mayor.

—No. no es mayor. Ni siquiera es de mediana edad —dijo Emmy—. En el hospital dicen que se va a casar pronto. Nadie sabe mucho sobre él, y nadie se atreve a preguntarle.

Sin embargo, pensó para sí que, si la oportunidad se le presentaba, ella sí lo haría. No sabía por qué, pero quería que formara un hogar y fuera feliz. No le parecía una persona particularmente contenta, aunque debería estarlo. Estaba en la cima de su profesión, con novia y, supuestamente, con dinero suficiente para no tener que pasar necesidades durante el resto de su vida.

Sus dos días libres pasaron volando, y lloviendo.

Seguía lloviendo cuando Emmy fue a trabajar después de sus dos días de descanso. Los autobuses iban llenos y la gente de mal humor. Se bajó en la parada del hospital cansada de que la apretujasen y mojada. Una pequeña caminata por las calles de Londres, a pesar de la lluvia, era mejor que el autobús.

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Tomó un atajo y estaba atravesando una manzana de casas en ruinas cuando vio al gatito. Era muy pequeño y estaba empapado delante de la puerta de una casa desalojada; cuando se acercó, vio que lo habían atado al picaporte de la puerta con un cordón. El gatillo la miró y tembló, abrió el diminuto hocico y maulló casi sin fuerza.

Emmy se agachó, lo tomó en sus brazos y luego buscó en su bolso unas tijeras que llevaba con el punto. Cortó la cuerda, abrazó al gato y lo cubrió con su chaqueta, y reanudó el camino. No tenía idea de qué iba a hacer con él, pero dejarlo ahí era impensable.

Llegó al hospital antes de su hora, por lo que tuvo tiempo para pedirle a unos de los porteros una caja de cartón. Dentro, metió hojas de periódico y su bufanda, y luego pidió al jefe de conserjes que le diera un poco de leche.

El portero asintió y le guiñó un ojo después de decirle que no lo haría por nadie más que por ella. El portero la consideraba una joven encantadora, siempre dispuesta a escucharlo cuando le hablaba de los problemas que su esposa tenía con la diabetes.

Emmy colocó la caja a sus pies, secó al gato con un pañuelo, le dio leche y, con satisfacción, vio cómo se durmió al instante. Se despertaba de vez en cuando, Emmy le daba más leche y el gato volvía a dormirse. Con gran alivio, llegó el final de la jornada laboral de Emmy sin que nadie hubiera notado la presencia del cachorro.

Estaba esperando a su sustituta cuando la supervisora bajó con la intención de encontrar alguna falta si podía. Fue mala suerte que el gato se despertara en ese momento y, como se encontraba mejor, maulló con cierta fuerza. Al ver la mirada escandalizada de la mujer, Emmy dijo:

—Lo he encontrado atado a una puerta bajo la lluvia. Voy a llevármelo a casa…

—¿Ha estado aquí todo el día? —el pecho de la mujer se hinchó alarmantemente—. No se permiten animales en el hospital, lo sabía, ¿verdad, señorita Foster? Voy a informar de esto a dirección; mientras tanto, uno de los porteros lo sacará de aquí.

—Ni se le ocurra —dijo Emmy apasionadamente—. No voy a permitirlo. Es usted…

Pero fue interrumpida antes de acabar la frase.

—Ah —dijo el profesor Mennolt apareciendo detrás de la supervisora—, mi gato. Gracias por haberlo cuidado, Ermentrude.

Después, se dirigió a la supervisora con una fría sonrisa.

—He quebrantado las reglas, ¿verdad? Pero no tenía otro sitio donde dejarlo hasta poder llevármelo a casa.

—La señorita Foster acaba de decirme que… —comenzó a decir la mujer.

—Por supuesto, debido a su bondad natural —interrumpió el profesor—. La señorita Foster le ha dicho lo que le ha dicho para evitarme problemas a mí, ¿no es cierto, Ermentrude?

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Ella asintió y se quedó observando cómo el profesor conquistaba a la supervisora.

—Olvidaré su salida de tono, señorita Foster —dijo la supervisora finalmente, y se marchó.

—¿Dónde demonios lo ha encontrado? —le preguntó el profesor con interés.

Emmy le contestó y luego continuó:

—Voy a llevármelo a casa, les hará compañía a Snoodles y a George.

—Una idea excelente. Ah, ahí viene su sustituta. La espero fuera.

—¿Para qué? —preguntó Emmy.

—A veces, Ermentrude, hace unas preguntas muy tontas. Para llevarla a casa, por supuesto.

Emmy se puso la chaqueta corriendo, recogió la caja y salió del hospital. El Bentley estaba fuera, y el profesor la metió a ella con su caja en el coche y pronto se alejaron de allí.

El gatillo estaba sentado, temblando y maullando. Se le veía penosamente delgado, y Emmy dijo angustiada:

—Espero, que el pobre se recupere.

—Yo diría que es la pobre. Y no se preocupe, la examinaré.

—¿En serio? Gracias —Emmy vaciló un momento—. Bueno, quizá tenga usted muchas cosas que hacer y…

—No se preocupe, dispongo de media hora —dijo él en tono impaciente.

Emmy abrió la puerta y le hizo entrar al pasillo; pero ahí, ocupaba tanto espacio que ella tuvo que pasar de lado por delante de él para abrir la puerta del cuarto de estar.

—Es usted tan grande… —le dijo cediéndole el paso.

La señora Foster estaba leyendo con Snoodles sentado en su regazo. Alzó la mirada y se puso en pie.

—Oh, usted debe ser el profesor que ha sido tan amable con Emmy —dijo la señora Foster ofreciéndole la mano—. Yo soy su madre. Emmy, quítate la chaqueta y pon a hervir agua para el té, por favor. ¿Qué hay en esa caja?

—Un gatito.

La señora Foster ofreció una silla al profesor.

—Mi hija es siempre así, no deja de encontrarse pájaros con las alas rotas o animales perdidos.

Se dibujó una sonrisa en ese rostro sencillo, tan parecido al de Emmy; y el profesor pensó que era una mujer encantadora.

—Me he ofrecido voluntario para examinar al cachorro —explicó él—. Estaba atado a una puerta…

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—La gente a veces es tan cruel… Pero usted ha sido muy amable. Voy a por una toalla limpia para que ponga al animal encima mientras lo examina. Tomará una taza de té antes, ¿verdad?

Emmy entró entonces con la bandeja. Tomaron el té mientras el gatillo se calentaba delante de la chimenea. George se había sentado a su lado, dispuesto a hacerse amigo suyo. Snoodles se había acoplado en lo alto de una estantería y miraba con expresión de pocos amigos.

Por fin, el profesor examinó al animal y lo declaró sano dadas las condiciones a las que había estado sometido. Le dio las gracias a la señora Foster por el té, sonrió a Emmy y se marchó a su casa.

—Me gusta —anunció la señora Foster.

Emmy, que estaba dando pan y leche al gato, no dijo nada.

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Capítulo 3 Anneliese notó que Ruerd estaba distraído cuando se reunieron al día

siguiente, lo que secretamente le disgustó. En su opinión, ningún hombre debía tener ese comportamiento en su compañía. Iban a cenar fuera y ella había cuidado mucho su apariencia. En realidad, mucha gente volvió la cabeza cuando entraron en el restaurante; hacían una pareja extraordinaria, y ella lo sabía.

Pronto se dio cuenta de que Ruerd no tenía intención de hablar del futuro. Estaba completamente engañada, no le pasó por la cabeza que su falta de interés se debiera a otra cosa que no fueran problemas de trabajo. Sin embargo, tuvo el sentido común de no insistir respecto a los planes para el futuro y decidió comportarse como una divertida compañera.

Y pensó que lo había logrado. Por eso, de camino al hotel, sugirió que quizá se quedara unos días más en Londres, añadiendo:

—Te echo mucho de menos, Ruerd.

—Sí, ¿por qué no? Quizá consiga entradas para esa obra de teatro que quieres ver. Haré lo posible por tener las noches libres —fue toda la respuesta de Ruerd.

Al parar el coche, él volvió la cabeza para mirarla. Estaba encantadora y se inclinó para besarla.

Pero ella le detuvo con la mano.

—Oh, no, cariño. Siempre me despeinas.

Ruerd salió del coche, le abrió la puerta, la acompañó al vestíbulo del hotel, se despidió con sus acostumbrados buenos modales y volvió a su casa recordándose una vez más que Anneliese era la esposa ideal para él. Y con el tiempo, se sobrepondría a su frialdad. Era hermosa, sabía vestirse, sabía llevar una casa y cómo ser una agradable compañera…

Entró en la casa y Beaker y Humphrey le recibieron en el vestíbulo.

—¿Ha tenido una velada agradable, señor?

El profesor asintió con gesto ausente. Humphrey le había hecho pensar en el cachorro de gato y en Ermentrude. Frunció el ceño. Sin saber por qué, de vez en cuando pensaba en esa chica. Si la veía a la mañana siguiente, le preguntaría por el gato.

Emmy llegó un poco antes de la hora. Se acomodó delante de la centralita, lo ordenó todo como a ella le gustaba y sacó el punto. Estaba a mitad de una vuelta cuando notó la presencia del profesor. Se volvió para mirarlo y se alegró de verlo, sonrió abiertamente y le dio los buenos días.

La respuesta fue fría. El se sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta, las limpió y se las puso para leer unas notas que le habían dejado en el mostrador.

La sonrisa de Emmy vaciló. Se volvió de espaldas a él, volvió tomar el punto y deseó tener trabajo en ese momento. Quizá no debiera haberle hablado.

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—Es viernes por la mañana —dijo ella con voz razonable—, y está luciendo el sol.

Él se quitó las gafas para verla mejor.

—¿Cómo… está el gato?

—Bien. Y Snoodles y George se están portando muy bien con él. Snoodles le lava y luego se va a dormir con los dos. Aunque están un poco apretados en la cesta —Emmy le dedicó una radiante sonrisa—. Es usted muy amable al preguntar por él, señor…

—Amable… amable… una palabra inútil. Debería profundizar en el conocimiento de su lengua, Ermentrude.

—Lo que ha dicho es una grosería, señor —dijo Emmy fríamente.

Y se alegró de que una llamada la mantuviera ocupada durante unos momentos. Cuando volvió la cabeza, el profesor se había ido ya.

«Lo más seguro es que me despidan», reflexionó ella. La idea no la abandonó durante el resto del día. Cuando la relevaron, la «autoridad» no había dicho nada aún, pero lo más seguro era que a la mañana siguiente la estuviera esperando una carta de despido.

Se dirigió despacio a la salida, preguntándose si sería una buena idea pedirte disculpas por escrito. Comenzó a componerla mentalmente cuando, de repente, él dio con ella en la puerta.

Como Emmy era Emmy, dijo nada más verlo:

—Estoy componiendo una carta en la que le pido disculpas, aunque realmente no veo motivo para hacerlo.

—Yo tampoco —le informó él—, ¿Qué iba a escribir en la carta?

—Bueno, iba a escribir: «querido profesor…». Eso, para empezar. Y luego algo que viniera a decir que siento haber sido tan impertinente.

—¿Le parece que ha sido impertinente? —quiso saber él.

—No, claro que no. Pero si no me disculpo, me van a despedir por haber sido grosera con un superior.

Emmy recibió una gélida mirada.

—Tiene una pobre opinión de mí, Ermentrude.

Ella se dispuso a aclarar la situación inmediatamente.

—No, no. nada de eso. Me parece muy amable… Bueno, será mejor que utilice otra palabra, ¿no? —le sonrió, ignorando sus fríos ojos—. ¡Pero es amable! Aunque supongo que podría decir que es guapo, o atractivo, o…

Él alzó una mano.

—Por favor, no haga que me ruborice, Ermentrude. Dejémoslo en amable. Y le aseguro que no corre ningún peligro de que le despidan.

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—Estupendo. Mi sueldo no viene mal en mi casa, ¿sabe?

Lo que debía explicar por qué llevaba una ropa tan poco favorecedora.

—Bueno, como ya está todo aclarado, la llevaré a casa. Me pilla de camino.

—No, no le pilla de camino. De todos modos, gracias. Pero puedo tomar el autobús…

El profesor, que no tenía por costumbre que le llevaran la contraria, le puso una mano en el codo y la condujo hasta el coche.

Dentro del vehículo, el profesor le preguntó:

—¿Qué va a hacer esta tarde? ¿Va a salir con su novio para ir al cine o a cenar?

Ella lo miró. Él miraba hacia el frente, sin sonreír.

—¿Yo? Como no tengo novio, no voy a ir al cine ni a cenar. Mis padres están en casa, así que cenaremos juntos y luego sacaré a George a dar un paseo, y daremos de cenar a los animales. Y hablaremos. Nos gusta charlar.

Él no respondió y ella preguntó:

—¿Y usted, profesor, va a hacer algo interesante esta tarde?

—Voy a llevar a mi novia a Covent Garden, al ballet; después, cenaremos en algún sitio. A mí no me gusta el ballet.

—Ya, es normal, me parece que a los hombres no les gusta el ballet. Pero lo pasará bien cenando por ahí; sobre todo, si va con su novia. Supongo que irán a algún sitio elegante.

—Sí, así es.

Algo en la voz de él le hizo preguntar:

—¿Tampoco le gusta salir a cenar fuera?

Emmy tuvo ganas de preguntarle sobre su novia, pero no se atrevió. Además, la idea de que iba a casarse la hacía sentirse vagamente desgraciada. —Depende de dónde y de con quién. Me gustaría ir con el perro a dar un paseo por el parque y cenar después… en casa —dijo el profesor, aunque no había tenido intención de decir eso.

—Pues es fácil, consígase un perro. Y luego, los dos podrían llevar al perro a dar un paseo y cenar a gusto y calentitos en casa.

El profesor trató de imaginar a Anneliese paseándose por Hyde Park para luego volver a casa a cenar… sin vestirse de gala, sin camareros, sin otros comensales que pudieran admirarla… Imposible.

—Sí, me haré con un perro. Creo que iré a la perrera de Battersea. ¿Querría acompañarme para ayudarme a elegirlo, Ermentrude?

—¿Yo? Me encantaría, pero ¿por qué no va con su novia?

—Vuelve a Holanda dentro de unos días.

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—Ah, bueno, en ese caso… de acuerdo. Va a llevarse una sorpresa cuando vuelva a Londres y lo vea.

—Sí, será una verdadera sorpresa para ella —respondió el profesor.

La dejó delante de su casa y se fue a la suya directamente. «Debo estar loco», pensó él. «Anneliese jamás aceptará tener un perro en casa, y mucho menos ir a pasear con él. ¿Qué tiene esta Ermentrude que hace que me comporte como si estuviera loco? ¿Y por qué me gusta estar con ella cuando tengo a Anneliese?

Aquella noche, después del ballet, mientras cenaban, el profesor habló de Ermentrude y le contó a Anneliese lo de la bomba y también mencionó al cachorro de gato.

Anneliese escuchó sonriente.

—Querido, qué propio de ti molestarte por una chica que se asustó con lo de la bomba. Por lo que dices, parece una chica ordinaria. ¿Es bonita?

—No está mal.

—Casi puedo imaginarla: normal y corriente, y mal vestida. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas. Pero tiene una bonita voz, algo muy útil en su trabajo.

—Espero que te esté agradecida. Quiero decir que, para una chica como ella, debe ser un honor que alguien como tú le dirija la palabra.

El profesor no dijo nada. Creyó poco probable que Ermentrude sintiera algo parecido. No, para Ermentrude, él era un hombre como cualquier otro.

El profesor sonrió mientras pensaba en ella y Anneliese dijo:

—¿Te importaría que habláramos de otra cosa? Encuentro a esa chica un poco aburrida.

No, eso jamás, pensó el profesor; Aunque sin poder compararse a Anneliese en belleza. De todos modos, volvió a sonreír; y Anneliese, a pesar de estar segura de sí misma en lo que a Ruerd se refería, decidió en ese lugar y en ese momento tomar cartas en el asunto.

Emmy les dijo a sus padres que iba a ir con el profesor a la perrera de Battersea.

—¿Cuándo va a casarse el profesor? —le preguntó su madre.

—No tengo ni idea. No me lo ha dicho y yo no quería preguntárselo. Sólo hablamos de cosas sin importancia —Emmy suspiró—. Supongo que me lo contará un día de estos.

Pero aunque el profesor le saludaba y se despedía de ella todos los días, eso era todo. Tampoco volvió a preguntarle cómo estaba el gato.

Pero hacia finales de la semana, cuando Emmy volvió del descanso del almuerzo, descubrió que alguien la estaba esperando. Con sólo una mirada supo que se trataba, de la prometida del profesor, no podía ser otra persona. El no podía contentarse con menos que esa hermosa criatura de perfectos cabellos y la clase de ropa que costaba una pequeña fortuna.

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—¿Puedo ayudarla en algo? ¿Ha venido a ver al profesor?

—¿Me conoce?

—Bueno, no exactamente —respondió Emmy—, Pero el profesor Mennolt ha mencionado que su novia estaba en Londres y… y usted es tal y como imaginé que su novia sería.

—¿Y cómo es eso? —Anneliese pareció divertida.

—Bastante bonita y muy bien vestida —Emmy sonrió—. Le indicaré el sitio donde puede esperarlo mientras intento localizarlo.

—Oh, no he venido para verlo a él. El otro día me contó lo de la bomba que estalló por aquí cerca y el susto que todos se llevaron. Y también me habló de usted —ella lanzó una pequeña carcajada. Por la descripción que me dio de usted, la habría reconocido en cualquier parte: normal y corriente, y mal vestida. Oh, perdón, no debería haber dicho eso. Perdone, se me ha ido la lengua.

—Sí, es una buena descripción de mí —dijo Emmy con voz queda—. ¿Lo está pasando bien en Londres? Esta ciudad, en otoño, es muy especial.

—Las tiendas me gustan, y también me gusta salir por las noches. ¿Sale usted mucho?

La voz de esa mujer era demasiado alta y su acento muy marcado.

—No mucho. Trabajo bastante aquí y, cuando vuelvo a casa, voy a dar un paseo con el perro…

—¿Tiene perro? No me gustan nos perros, y mucho menos dentro de una casa. Y tampoco me gustan los gatos, lo llenan todo de pelos…

La telefonista que había estado sustituyendo a Emmy durante el almuerzo dio muestras de impaciencia, lo que le facilitó la tarea de volver a ocupar su asiento delante de la centralita. —Ha sido un placer conocerla —dijo Emmy con la esperanza de no volver a ver nunca más a esa mujer.

—Bueno, ya no voy a entretenerla más. Me ha encantado descubrir que la descripción que Ruerd hizo de usted fuese tan acertada.

Anneliese no le ofreció la mano ni se despidió con un «adiós». Con gran alivio, Emmy la vio desaparecer.

—¿Quién es?

—La prometida del profesor Mennolt.

—Pobre hombre. Lo va a llevar por la calle de la amargura. Acuérdate de lo que te he dicho.

—Es muy guapa —dijo Emmy con una voz que no mostraba sus sentimientos.

Aunque las buenas noches que le dio al profesor al pasar fueron frías en extremo.

A la tarde siguiente, después de una noche de insomnio, su actitud fue de furiosa altanería.

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Sin embargo, el profesor no pareció notarlo.

—El domingo estoy libre. ¿Me acompañará por la mañana, o al mediodía, como prefiera, a ir a por un perro?

No habló en tono amistoso, sino como alguien que estuviera cumpliendo una obligación con desgana.

—Mi prometida ha vuelto a Holanda hoy por la mañana —añadió él.

—No, no voy a poder —respondió Emmy fríamente.

Los ojos del profesor empequeñecieron.

—Ya, le parece poco correcto que pase unas horas en compañía de otra mujer que no sea Anneliese, ¿verdad? Y tan pronto como ha puesto los pies en un avión.

—No, no es eso —Emmy frunció el ceño—. Se trata de la bomba… la bomba fue el motivo por el que usted ha hablado conmigo; en semejantes circunstancias, era algo natural. Pero no hay necesidad…

—Querida Emmy —dijo él con voz sedosa—. ¿Acaso imagina, por un momento, que puede rivalizar con Anneliese? Por el amor de Dios, lo único que le he pedido es que me acompañe a elegir un perro de la perrera.

—Eso es una tontería, y es lo último que se me ocurriría imaginar. Al fin y al cabo, soy exactamente como usted me ha descrito: normal y corriente, y mal vestida. ¡Por supuesto, no soy persona digna de acompañarlo, ni siquiera a una perrera!

—¿Cuándo ha visto a Anneliese? —preguntó él lentamente.

—Vino a verme aquí. Quería saber si usted me había descrito correctamente. Y sí, lo ha hecho —respondió Emmy con voz gélida.

El profesor se la quedó mirando durante un largo minuto.

—Lo siento, Ermentrude. Es imperdonable que haya hablado de usted con Anneliese. No tenía idea de que hubiera venido a verla.

—Bueno, es lo que cualquier mujer habría hecho. Usted podría haber mentido —Emmy esbozó una burlona sonrisa—. Podría haber sido una rubia despampanante.

—No tengo por costumbre mentir, Ermentrude. No voy a hacerlo ahora y a decirle que no es normal ni corriente, o que no va mal vestida. Pero es una persona encantadora, y le pido perdón por haberla herido en su amor propio. Algún día, un hombre se fijará en usted y se enamorará. No se fijará en su ropa, sino en sus encantadores ojos y en la bondad de su rostro. La encontrará hermosa y se lo dirá.

—Y los elefantes vuelan, pero… ha sido amable al decir eso. En fin, no importa —lanzó un quedó suspiro—. Su prometida es muy hermosa y espero que sea muy feliz con ella.

El profesor permaneció en silencio y Emmy respondió a una llamada del exterior. Aún seguía allí cuando Emmy acabó.

El profesor no tenía por costumbre pedir un favor dos veces, pero esta vez fue una excepción.

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—Ermentrude, ¿va a ayudarme a elegir un perro?

Ella se volvió para mirarlo. —Está bien, profesor. Al mediodía, si no le importa. ¿A eso de las dos?

—Gracias. Iré a buscarla a las dos.

El profesor se marchó y Emmy se encontró demasiado ocupada durante un rato para poder meditar sobre la conversación que había mantenido con él. Lo acompañaría el domingo; pero, a partir de entonces, sólo buenos días y buenas tardes.

El domingo, cuando les dijo a sus padres que se iba a la perrera, le contestaron lo que sabía que le contestarían.

—Abrígate bien —le dijo su madre—. Refresca mucho por las tardes.

—Buena idea. Y pásalo bien, Emmy —añadió su padre.

Sus padres se iban a Coventry al día siguiente, la última semana que iban a pasar fuera de casa, le aseguró su padre; porque después, su padre iba a trabajar por los alrededores de Londres.

—¿En serio no te importa? —le preguntó su madre preocupada—. Ya sé que estás trabajando todo el día, pero luego, cuando vuelves a casa, debes sentirte sola.

—Mamá, tengo montones de cosas que hacer. Además, quiero preparar el jardín para el invierno —aunque el jardín era diminuto.

El profesor llegó puntualmente, intercambió saludos con sus padres y luego condujo a Emmy hasta el coche.

Ella se había esforzado por mejorar su aspecto. Por supuesto, era consciente de que la chaqueta y la falda estaban pasadas de moda, las había comprado con intención de que le durasen y eran de un discreto marrón, un color que no le favorecía. Pero la blusa de color crema era bonita; y los guantes y el bolso de piel, viejos pero cuidados. Como los zapatos que tenía eran marrones y sin tacón, le había pedido prestados unos a su madre; unos zapatos de salón de tacón alto. Le molestaban un poco, pero le sentaban bien.

El profesor, fijándose en su apariencia sin que se le notara, deseó que apareciese un hada madrina y transformara el atuendo de Emmy en algo más bonito. Pero le sorprendió notar que llevaba la ropa con cierta elegancia.

Él entabló conversación mientras conducía, y las respuestas de Emmy fueron cautelosas. Incómoda, se arrepintió de haber aceptado acompañarlo.

Una vez que llegaron a la perrera, su aprensión desapareció. Nunca había visto tantos perros juntos, ni había oído semejante concierto de ladridos.

Fueron de perro en perro mirándolos a la cara; algunos, pegados a la entrada de los compartimentos donde se hallaban; otros, sentados al fondo con aire de indiferencia.

—Fingen que no le importa si alguien los quiere o no —dijo Emmy—. Ojalá pudiéramos llevárnoslos a todos.

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El profesor le sonrió. El rostro de Emmy estaba iluminado por el interés y la compasión que sentía y, con sorpresa, al profesor ese semblante no le pareció nada corriente ni normal.

—Me temo que uno es todo lo más que puedo permitirme. ¿Ha visto alguno que le haya parecido apropiado para mí? Hay tantos que… no me he inclinado por ninguno en especial.

Emmy miró a su alrededor y, de repente, se fijó en un enorme perro lanoso de rostro simpático y parecido al del labrador, con una tremenda cola. Estaba sentado en un rincón y a Emmy le resultó obvio que su excesivo orgullo le impedía intentar atraer la atención de nadie. Pero sus ojos suplicaban…

—Ese —dijo Emmy—. Ahí.

El profesor se quedó contemplando al perro.

—Sí, ése.

El perro, naturalmente, no podía haberles oído; pero se acercó a la entrada de la jaula y movió la cola. Después de cumplir los requisitos necesarios, el profesor puso un collar nuevo alrededor del poderoso cuello del perro, y éste lanzó un pequeño y feliz ladrido.

—¿Lo ve? —dijo Emmy—. Sabía que nos lo íbamos a llevar. Es encantador. ¿Le han dicho de qué raza es?

—No, no lo saben con seguridad. Estaba abandonado y una persona se lo encontró y lo trajo a aquí. Es demasiado grande para una casa normal.

Se metieron en el coche y el perro se sentó encima de una manta en el asiento posterior.

—¿Le gusta? —preguntó Emmy.

—Sí, ha sido un flechazo. Espero que a Beaker también le guste.

—¿Beaker?

—Sí, el encargado de la casa. ¿No le he hablado de él cuando le hablé de Humphrey? Es un hombre extraordinario.

El profesor condujo el coche hasta su casa y Emmy dijo:

—Oh. ¿Vive aquí? Esto no parece Londres, ¿verdad? ¿Tiene jardín?

—Sí. ¿Quiere entrar a verlo?

—Me gustaría, pero supongo que tendrá que encargarse del perro y… además es su día libre, ¿no?

Él dijo que sí, que era su día libre y que no tenía nada que hacer.

—Vamos, venga a conocer a Beaker y a Humphrey, y a ayudarme a instalar al perro.

Cuando la puerta se abrió, Beaker sólo arqueó una ceja al ver aquel enorme can. Inclinó la cabeza en dirección a Emmy y le estrechó la mano que ella le ofreció.

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—Bonito animal —declaró Beaker—. ¿Lo llevamos directamente al jardín, señor?

—Sí, Beaker. Ha pasado mucho tiempo en la perrera, así que creo que no debe saber qué hacer. Creo que le gustará pasar diez minutos en el jardín desfogándose. Y luego, si no le importa, un té.

Beaker se alejó y el profesor condujo a Emmy al cuarto de estar; allí, abrió las puertas del jardín. Para ser en Londres, era un jardín muy grande y con bastantes árboles.

El perro no necesitó que lo animaran y se lanzó a su exploración.

—Oh, es precioso —dijo Emmy—. Debe estar muy bonito en primavera. Muchas flores, ¿verdad?

El asintió mirándola a la cara, y ella añadió:

—Y tiene un manzano. Nosotros teníamos varios…

—¿Tenían jardín? —preguntó él— con una sonrisa.

—Sí. Y plantábamos de todo. Era maravilloso salir al jardín por las mañanas. Y el aire que se respiraba allí… Aquí es imposible, ¿verdad? Bueno, al menos por la zona de St. Luke's —Emmy apartó el rostro, disgustada consigo misma por haber hablado de una forma que podía inspirar compasión—. ¿Qué nombre le va a poner al perro?

—Esperaba que se lo pusiera usted.

—No estaría mal un nombre familiar, un nombre propio de un miembro de la familia… ¡Charlie! Cuando yo era pequeña, quería tener un hermano que se llamara Charlie.

—En ese caso, Charlie.

El profesor llamó al pero por ese nombre y, al momento, el lanoso animal cruzó el jardín corriendo con la lengua fuera y sacudiendo la cola.

—¿Lo ve? Sabe que se llama Charlie —dijo Emmy feliz.

El profesor acarició la cabeza de Charlie.

—Creo que se ha ganado una merienda, ¿verdad? Vamos dentro, nosotros también nos la hemos ganado.

—Bueno, la verdad es que no tenía intención de quedarme. Sólo había entrado para ver el jardín —dijo Emmy.

—Charlie y yo nos sentiríamos muy ofendidos si no se quedara a merendar. Es más, Beaker pensaría que sus habilidades como cocinero no son suficientemente tentadoras.

Sin querer, Emmy le sonrió.

—Está bien, me quedaré a tomar el té.

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Lo tomaron en el cuarto de estar, delante de la chimenea, con las habilidades de Beaker encima de una mesa baja: diminutos sándwiches, pastelillos y tarta de chocolate: el té en una tetera de plata y servido en unas tazas de la porcelana más fina.

Charlie, dando muestras de unos modales exquisitos, se sentó junto a la chimenea mirando esperanzado la tarta de chocolate.

En ese momento, Beaker abrió la puerta y entró Humphrey; el gato se paseó por la habitación despacio y, por fin, se sentó al lado de Charlie. Ignoró al perro y se quedó contemplando las llamas.

—¿Cree que se llevarán bien? —preguntó Emmy.

—Sí, aunque Humphrey no quiere perder los papeles de momento.

—¿Y le gustará a su novia?

El profesor dio un mordisco a la tarta.

—No. Me temo que no.

Emmy pareció preocupada y él añadió:

—Paso gran parte del año en Holanda y, por supuesto, Charlie se quedará aquí con Beaker cuando yo esté allí.

Emmy sirvió más té.

—¿Tiene perro en Holanda?

—Dos.

Emmy quería hacerle preguntas sobre su casa en Holanda, pero aunque el profesor era amable, también tenía una actitud distante. Emmy, acostumbrada a hacer amistad con cualquiera, se sentía incómoda. Además, no sabía qué pensar de él. En su compañía, se sentía feliz, aunque no fueran amigos. Pero si lo pensaba objetivamente, sabía que no tenía sentido intentar profundizar esa amistad… si uno lo podía llamar así. Cuando acabaron de merendar, Emmy dijo con cierta timidez:

—Bueno, creo que será mejor que me vaya a casa, profesor. Mis padres se van mañana a Coventry. Va a ser el último trabajo de mi padre fuera de casa.

—¿Le gusta su trabajo? —preguntó el profesor.

—Preferiría ser maestro de escuela, y no en Londres.

—Si su padre consiguiera un trabajo en algún pueblo, ¿se iría usted con sus padres?

—Sí, claro que sí. Y supongo que buscaría otra clase de trabajo. Me gusta el punto y coser, así que buscaría trabajo en alguna tienda o con una modista.

Y alzando la barbilla, con gesto desafiante, añadió:

—Me gusta la ropa.

Él, prudentemente, guardó silencio. Pero de pronto pensó que si Emmy pudiera comprarse la clase de ropa que llevaba Anneliese, sería bonita.

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El profesor no le pidió que se quedara. Esperó a que ella se despidiera de Charlie y Humphrey, a que le diera las gracias a Beaker por la merienda, y después la llevó al coche.

Las calles estaban casi vacías y no tardaron en llegar a casa de Emmy. Allí, él rechazó la invitación a entrar.

Durante el trayecto de vuelta a su casa, pensó que había disfrutado aquellas horas con Emmy. Era una agradable compañera, no era una charlatana y sabía escuchar; y cuando hablaba, era para decir algo que merecía la pena ser oído. La tendría al corriente de cómo le iban las cosas a Charlie.

Emmy dijo a sus padres que había pasado un rato muy agradable, les habló de Charlie y les contó que lo había elegido ella.

—Y he merendado, y estaba exquisito. El profesor tiene una especie de mayordomo que le lleva la casa y hace unos pasteles y unas tartas excelentes.

—¿Tiene una casa bonita? —le preguntó su madre.

Emmy la describió, lo que había visto de ella, y también el jardín.

—Es muy raro, tratándose de Londres, ver un jardín tan grande.

—Echas mucho de menos nuestra casa, ¿verdad, Emmy? —le preguntó su padre.

—Sí, pero esta casa es bastante agradable —palabras vacías sin credibilidad.

—Supongo que el profesor te tendrá al corriente del perro —observó su madre.

—Es posible —Emmy lo dudaba.

No lo vio durante varios días y, cuando por fin se detuvo delante de la centralita de Emmy, fue para decirle que Charlie estaba perfectamente acoplado a la casa.

—Un animal extraordinario —le dijo él—. Me sigue a todas partes.

Se despidió de Emmy con voz gélida y se marchó, y Emmy se preguntó por qué se había mostrado tan altivo y distante con ella.

«Habrá tenido un mal día, mañana estará más simpático», se dijo Emmy en silencio.

Pero no lo vio por la mañana. Audrey, que se enteraba de todos los cuchicheos, le dijo que el profesor se había ido a Birmingham.

—Viaja bastante. Y va a ir a Holanda a pasar la Navidad. No vamos a verlo mucho por aquí, aunque da lo mismo porque no es muy simpático que digamos. Bueno, es natural, ¿no? Es una persona importante.

Emmy concedió que era verdad. Y algo a tener en cuenta la próxima vez que él se parara para saludarla. El profesor empezaba a adornar gran parte de su aburrida vida, cosa que no la convenía. Se recordó a sí misma que no tenían nada en común.

Además, pensó con amargura, la consideraba normal y corriente, y mal vestida. «Si pudiera gastarme en ropa tanto como esa Anneliese, le enseñaría que no soy tan

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normal ni tan corriente. Y una visita al salón de belleza también haría maravillas en mi cara».

Pero como sus sueños no se iban a realizar, se recomendó olvidar al profesor… sin conseguirlo.

Por desgracia para él, Emmy también estaba en los pensamientos del profesor. «¿Y por qué demonios estoy empeñado en hacer algo para que mejore su vida? Por lo que sé, está satisfecha con su existencia. Es joven, podría conseguir un trabajo donde quisiera, comprarse ropa decente, conocer a gente, conseguirse un novio…». Una tontería y él lo sabía. Se merecía algo mejor, se merecía una casa y un trabajo fuera de Londres, no vivir donde vivía. Pero sabía que Emmy nunca abandonaría a sus padres.

También le gustaban sus padres. Estaban pasando un mal momento, pero no había sido culpa de su padre. Por supuesto, si el padre encontrase otro puesto de trabajo como maestro de escuela fuera de Londres, todos los problemas se solucionarían. Ermentrude dejaría el hospital y se marcharía.

El profesor dejó los papeles que estaba leyendo, se quitó las gafas, las limpió y volvió a colocárselas. Echaría de menos a Emmy.

—Esto es ridículo —se dijo a sí mismo—. Ni siquiera la conozco.

Se negó a añadir que conocía a Ermentrude como a sí mismo, desde el primer momento que la vio. Iba a casarse con Anneliese, se recordó, y Ermentrude había dado muestras de no estar interesada en él. Era demasiado mayor para ella, y Ermentrude lo trataba con cierta distancia, como a cualquier otra persona que veía de vez en cuando en el trabajo.

El profesor era un hombre de palabra. Le había pedido a Anneliese que se casara con él, a pesar de no amarla, pero sabiendo que era la esposa adecuada, y no había motivo alguno para romper el compromiso… aun en el caso de que Ermentrude lo amase, algo prácticamente imposible.

Dio sus conferencias, trató a algunos pacientes que le habían pedido que viera, arregló citas para el futuro, y todo ello sin dejar de pensar en Ermentrude. Nunca sería su esposa, pero él tenía en sus manos la posibilidad de procurar que su vida fuera más feliz; y cuando volvió a Chelsea, se puso manos a la obra.

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Capítulo 4 En contra de su resolución, Emmy echaba de menos al profesor. Pensaba en él.

Y también pensaba en Anneliese; sin duda, preparándose para una gran boda, gastando dinero a chorros, segura de que iba a casarse con un hombre que le daría todo lo que ella pudiera desear.

—Sólo espero que se merezca a ese hombre —se dijo Emmy a sí misma en voz alta, y sorprendiendo de paso al portero que le llevaba el café.

—Si estás hablando de una mujer, encanto, te aseguro que ninguna se merece nada. Créeme, soy un hombre casado.

—¡Qué demonios te pasa! Conozco a tu esposa, es encantadora; y, además, tienes un bebé precioso.

—Supongo que podría haberme salido peor —el portero le sonrió maliciosamente—. Siempre hay una excepción a la regla; al menos, eso es lo que dicen.

—Vaya, no hay señales de nuestro guapo profesor —dijo Audrey cuando fue a sustituir a Emmy—. Se lo estará pasando bien en Birmingham. No podrá hacerlo cuando se convierta en un hombre casado, ¿no te parece? Puede que vaya directamente a Holanda, desde allí; en ese caso, no volvería hasta después de Navidad.

—Todavía faltan seis semanas para Navidad.

—Pero puede hacerlo si se le antoja.

—Pues yo creo que, si aquí tiene pacientes y trabajo, se quedará hasta que ya no se le necesite. Ya sé que a ti no te cae bien, pero les cae bien a todos los demás. —Incluyéndote a ti —dijo Audrey con sonrisa burlona.

—Sí, incluyéndome a mí —respondió Emmy sobriamente.

Emmy volvía a tener turno de noche. Su madre estaba en casa; y también su padre, que estaba inspeccionando colegios en los alrededores de Londres y volvía muy cansado por las tardes. Pero no se quejaba, a pesar de que la jornada laboral era larga y, a menudo, poco satisfactoria. Le habían dicho que el inspector al que estaba sustituyendo iba a volver a su trabajo en cuestión de una semana o diez días, lo que significaba que tendría que volver a su mal pagado empleo de maestro. Por fortuna, Emmy también llevaba un sueldo a casa y podían salir adelante.

Después de conectar unas cuantas llamadas, Emmy sacó el punto, un jersey que le estaba haciendo a su padre como regalo de Navidad, y comenzó a hacer el cuello, algo bastante complicado. Había llegado a la mitad cuando sintió que el profesor estaba a su espalda. La mano le tembló y se le salieron unos puntos.

—¡Vaya, mire lo que me ha pasado por su culpa! —dijo Emmy antes de volverse para mirarlo.

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—¿Sabía que estaba aquí? —él pareció sorprendido—. Pero si no he dicho ni una…

—No, bueno… sabía que había alguien.

Emmy dejó de mirarlo ya que, en ese instante, recordó que no debía entablar amistad con él.

Comenzó a recoger los puntos que se le habían salido y deseó que llamara alguien. Pero como él siguió ahí sin decir nada, ella le preguntó en tono cortés:

—Espero que Charlie se encuentre bien, señor.

El profesor, con semejante cortesía, le aseguró que su perro gozaba de excelente salud, mientras recibía ese «señor» arqueando las cejas.

—¿Y su gato? —preguntó él a su vez.

—Oh, está muy bien; y George y Snoodles lo cuidan mucho.

El profesor perseveró.

—¿Tiene nombre?

—Enoch. Cuando era pequeña, mi madre tenía un gato que se llamaba Enoch; y éste, ahora que está limpio, resulta que es del mismo pelaje que el de mi madre. Es color jengibre con manchas blancas en el vientre… señor.

El profesor vio que no estaba progresando, Ermentrude estaba dejando claro que hablaba con él por educación. Al parecer, había decidido que su amistad, si se le podía llamar amistad, no iba a ir más lejos. Quizá fuera mejor así, se estaba interesando demasiado por esa chica. Se despidió de ella fríamente y se marchó, y Emmy se puso a hacer punto de nuevo.

Un encuentro muy poco satisfactorio, reflexionó ella. Aunque pensándolo mejor, sí había sido satisfactorio. Le había hecho ver que su camaradería se había debido a las circunstancias, nada más. Él se iba a casar y pronto estaría absorto en los preparativos de su boda… con Anneliese.

Pero se equivocaba al respecto. Los planes que tenían absorto al profesor no tenían nada que ver con su boda. El deseo de transformar la anodina vida de Emmy en una existencia más alegre y feliz le había llevado a hacer algo al respecto.

Tenía amigos por todas partes, no le resultó difícil reunirse con un hombre que conoció en Cambridge y que ahora era el director de un colegio de chicos en Dorset. El profesor tuvo suerte; el director del colegio se iba a jubilar debido a un problema de salud y, según le dijo con cautela, la plaza quedaba vacante.

—Pero para el hombre adecuado. Sólo sé de este hombre, el señor Foster, lo que me ha dicho usted.

El director garabateó en una hoja de cuaderno, la arrancó y se la dio al profesor. —Dígale que me llame a este número.

El profesor sacudió la cabeza.

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—No, así no va a poder ser. Si él o su hija se enterasen de que yo estoy detrás de esto, rechazarían la oferta.

—Así que tiene una hija, ¿eh? Creía que estaba prometido.

El profesor sonrió.

—No, no se trata de nada de eso; pero me gustaría ayudarla a salir de una vida que no tiene alicientes para ella. Me gustaría que saliera de Londres. Y para ello, su padre necesita un puesto de trabajo en algún pueblo, pues es ahí donde ellos se sienten felices.

Su amigo suspiró.

—Está bien, le diré lo que vamos a hacer. Me inventaré algo así como que… me he encontrado con alguien que había oído hablar del señor Foster y, como tenemos una vacante… etc. ¿Le parece? Pero recuerde, Ruerd, de aquí en adelante, si contraigo una de esas horribles enfermedades que son su especialidad, esperó que me trate… ¡y gratis!

—Se lo prometo, aunque sea una promesa que espero no tener que cumplir.

Se estrecharon la mano y de despidieron. Entonces, el director fue a su casa y le dijo a su esposa que Ruerd Mennolt parecía estar tomándose mucho interés por una chica que trabajaba en St Luke's.

—Creí que iba a casarse con esa Anneliese.

—Y parece que sí va a casarse con ella. En fin, es el típico nombre que recoge perros callejeros y los cuida.

—A Anneliese no le gustan los perros —le dijo su esposa.

La carta llegó al día siguiente, invitando al señor Foster a presentarse a una entrevista. Y no podía haber llegado en mejor momento, dado que en ese correo también llegó la notificación del término de la sustitución el día uno de diciembre. Estaban sentados a la mesa, cenando y hablando de su buena suerte.

—Aunque será mejor no hacerse ilusiones hasta pasada la entrevista —dijo el señor Foster—. Es una suerte que tenga el jueves libre. Tendré que ir en tren.

—¿Darán casa con el trabajo? —preguntó Emmy—. Littleton Mangate es un pueblo pequeño por el valle de Blackmore, ¿verdad?

Sonrió encantada y añadió:

—Oh, papá, es casi demasiado maravilloso para ser verdad.

—Y por eso precisamente no debemos ilusionarnos demasiado hasta después de la entrevista, Emmy. Una vez que vaya allí, si me dan el trabajo, entonces es cuando empezaremos a hacer planes.

Al día siguiente, después de saludar al profesor educadamente, Emmy casi se ahogó del esfuerzo que tuvo que hacer para no darle la buena noticia. Ya habría tiempo, cuando su padre tuviera el trabajo. Entonces se lo contaría, si él le preguntaba algo.

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—Y no me va a preguntar nada —le dijo a George mientras se disponía a sacarle a dar un paseo.

El profesor parecía con tan pocas ganas como ella de reanudar sus breves conversaciones. Nunca dejaba de saludarla al pasar, pero eso era todo. Ella se sentía ligeramente resentida; cosa extraña, ya que era lo que quería. Pero, por lo menos, reforzaba la idea de olvidarse de él. Algo que no era fácil, ya que la veía la mayoría de los días.

Su padre, con su mejor traje y su curriculum vitae, salió el jueves por la mañana camino de la estación de ferrocarril, y Emmy pasó el resto del día entre esperanzada y desesperada por miedo a que no le dieran el trabajo. En un momento de autocompasión, se vio a sí misma sentada delante de esa centralita durante el resto de su vida. El profesor, al ver sus hombros bajos y su espalda curvada, estuvo tentado de pararse para hablar con ella, pero no lo hizo. Ayudar era una cosa, involucrarse con ella personalmente era algo muy peligroso. Tenía suerte de marcharse en unos días a Holanda. Debía hacer todo lo posible por dedicarle su tiempo a Anneliese.

El trayecto a su casa en autobús le pareció eterno. Entró como una tromba y corrió directamente a la cocina.

Sus padres estaban allí y la miraron con semblantes felices.

—¡Tienes el trabajo! —exclamó Emmy—. Lo sabía, papá. No puedo creerlo.

Tiró el abrigo encima de una silla, se sirvió una taza de té y dijo:

—Vamos, cuéntamelo todo. ¿Dan casa también? ¿Cuándo empiezas? ¿Te ha gustado el director?

—Me han aceptado, pero tienen que comprobar las referencias —contestó el señor Foster—. Y sí dan casa, y muy bonita; está en los terrenos que pertenecen al colegio. Y tengo que empezar lo antes posible. Todavía quedan unas tres semanas antes de las vacaciones.

—¿Así que vas a tener que irte dentro de uno o dos días? ¿Y mamá? ¿Está amueblada la casa?

—No. Sólo cortinas y alfombras…

El señor Foster dijo lentamente:

—Tu madre y yo hemos estado discutiendo el asunto. Emmy, después de despedirte del trabajo, tendrás que pasar un mes, según la ley, para darles tiempo a que encuentren a alguien que te sustituya, ¿no? Suponiendo que enviáramos a Dorset la mayor parte de los muebles, ¿podrías aguantar aquí este mes, Emmy? ¿No te importaría mucho? Nos llevaremos a los animales para que no tengas que preocuparte por ellos. Y pondremos la casa a la venta inmediatamente. No creo que se venda pronto, pero nunca se sabe. Mientras tanto, tu madre y yo nos encargaremos de hacer habitable la casa nueva. Pasaremos la Navidad juntos y…

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Emmy se mostró de acuerdo al momento. No le gustaba mucho la idea de quedarse sola en una casa medio vacía, pero sólo iba a ser durante un mes. La idea de dejar el hospital la hacía sentirse libre.

—¿Dinero?

—Él banco me va a dar un préstamo con el aval de esta casa —su padre frunció el ceño—. Ya sé que no es lo ideal, Emmy, pero no tenemos otra alternativa. Si te despides ya, el mes que tienes que trabajar en St. Luke's acabará en Navidad y estarás libre. Y entretanto, quizá consigamos vender la casa.

—Creo que es una idea estupenda, papá. ¿Cuándo empiezas el trabajo? ¿Ya? En ese caso, mamá y yo podríamos empezar a embalar las cosas y ella se reuniría contigo dentro de unos días. Yo sólo necesito una cama, una mesa y un par de sillas. El señor Stokes, el vecino del final de la calle, hace mudanzas, ¿verdad?

—No me gusta la idea de dejarte aquí sola —dijo su madre preocupada—. ¿En serio no te importa? Podríamos buscar otra solución. El problema es que tenemos tan poco tiempo…

—No te preocupes, no me importa, mamá. Además, van a ser sólo unas semanas. Estoy encantada.

Pasaron el resto de la tarde escribiendo listas de cosas que tenían que hacer y decidiendo qué llevarse y qué dejar. Cansada y excitada cuando se metió en la cama, el último pensamiento de Emmy fue que, una vez que abandonara el hospital, no volvería a ver al profesor.

A la mañana siguiente, de camino al trabajo, pensó que quizá acabara contándole al profesor aquel inesperado cambio en su vida.

Sin embargo, él no le dio la oportunidad. A parte de unos fríos «buenos días», no le dijo nada más. Y luego, cuando se marchó, iba con un compañero suyo.

«Bien, también se lo puedo decir mañana», pensó Emmy.

Pero a la mañana siguiente el profesor no estaba allí. Casi al finalizar la jornada de trabajo, Emmy se enteró de que se había ido a Holanda.

Se dijo a sí misma que no tenía importancia, que no había razón para pensar que a él pudiera interesarle su futuro.

Al volver a casa, se encontró a su madre revolviendo armarios y cajones.

—Tu padre ha hablado con el señor Stokes para que nos lleve los muebles dentro de tres días —dijo su madre sonriendo feliz—. Oh, querida, es maravilloso. Casi no me lo creo. Tu padre está encantado, y yo también. Es una verdadera pena que no puedas venir con nosotros, no me gusta dejarte aquí sola.

Emmy, envolviendo la mejor porcelana de la casa con papel de periódico, se detuvo para decir:

—No te preocupes, mamá. Me paso el día trabajando y luego, cuando vengo, estoy demasiado cansada y enseguida me duermo. Además, ¿no te parece estupendo que vayamos a pasar la Navidad lejos de aquí?

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—No te gusta nada esto, ¿verdad, cariño? A mí tampoco, ni a tu padre. Pero nos olvidaremos de este sitio tan pronto como estemos instalados en Littleton Mangate. Y cuando vendamos la casa, tendremos dinero para gastar. El suficiente para que vayas a una escuela profesional de bordado o a hacer lo que quieras. Y también conocerás a gente de tu edad.

Emmy asintió y sonrió; y en contra de su voluntad, pensó en el profesor.

Él también pensaba en ella; no quería, pero no podía controlar sus pensamientos. Le resultaba más fácil cuando estaba visitando algunos hospitales en Leiden, la Hague, Amsterdan y Rotterdam. Allí había pacientes a los que examinar, y era capaz de no pensar en nada más que en estudiar los casos particulares y reflexionar sobre el tratamiento a seguir.

Los días eran de mucho trabajo; pero por las noches, cuando volvía a su casa, tenía tiempo para pensar. Anneliese estaba en Francia, pero volvería pronto y pasaría el tiempo que tenía libre con ella. Entretanto, era dueño de su tiempo.

Por las noches, tomaba el sendero que conducía a la entrada de su casa y suspiraba de satisfacción. Estaba en el extremo de un pueblo, una enorme casa detrás de las dunas, el mar del Norte en el horizonte. Sus bisabuelos habían construido la casa, un sólido edificio que protegía del frío viento del invierno, con habitaciones grandes y ventanas altas y estrechas, y la puerta de madera maciza capaz de aguantar un asedio.

Ruerd había nacido allí, y volvía siempre que le era posible. Sus dos hermanas estaban casadas y su hermano, el menor, estaba acabando la carrera de medicina; los tres iban allí cuando les apetecía, pero la casa, ahora que su padre, un cirujano jubilado, y su madre vivían en Haag, era suya.

Había tenido un día muy ajetreado en Rotterdam, y las ventanas iluminadas le dieron la bienvenida. Cuando la puerta se abrió, los dos perros corrieron a saludarlo. Entraron juntos en la casa, en el enorme vestíbulo de suelo de mármol blanco y negro; sus paredes blancas estaban cubiertas de retratos con marcos ornamentados.

En medio del vestíbulo se les unió un hombre bajo y rechoncho de edad avanzada, que trotó delante de ellos para abrir una puerta de doble hoja que había a un lado del vestíbulo.

La habitación en la que entró el profesor era grande y de techos altos, dos sofás a cada lado de una enorme chimenea, con una mesa de centro de caoba entre ambos. Había dos sillones de oreja con una mesa de nogal entre ellos; y entre dos ventanales que daba a los jardines posteriores de la casa, había un par de sillas de caoba con brazos e incrustaciones en marquetería alrededor de una mesa estilo georgiano.

Contra las paredes había vitrinas con las estanterías llenas de objetos de plata y porcelana. Una enorme araña colgaba del techo. Era una habitación preciosa, magnífica, y en la que se hacía la vida. Había jarrones con flores aquí y allá, una pila de periódicos y revistas en una de las mesas, y una cesta para los perros al lado de la chimenea.

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El profesor acomodó su enorme cuerpo en uno de los sillones, permitió que el Jack Russell se le subiera a las piernas mientras el perro lobo se tumbaba a sus pies. Se sirvió una copa de la bandeja que había en una mesa a su lado.

Una noche tranquila, pensó con satisfacción; y como no tenía que ir a trabajar hasta el mediodía del día siguiente, decidió que daría un paseo con los perros por la mañana.

El sirviente entró con el correo y expresión de disculpa.

El profesor aceptó las cartas.

—¿Ninguna llamada, Cokker?

—Ha llamado la señorita van Moule para recordarle que mañana lo espera su familia a cenar.

—Oh. Dios mío, lo había olvidado… Gracias, Cokker.

—Anna quiere saber si le parece bien cenar dentro de media hora o si prefiere esperar hasta más tarde, mijnheer.

—Cuando a ella le parezca, Cokker. Es estupendo volver a estar en casa.

—Y nosotros nos alegramos de tenerlo en casa —dijo Cokker.

Se sonrieron mutuamente, ya que Cokker trabajaba ya en esa casa cuando el profesor nació; y ahora, a los sesenta años de edad, era parte de la familia. El profesor se llevó a los perros a dar un paseo por sus tierras después de la cena. Hacía frío, pero había luna y estrellas, y hielo más tarde.

Mientras caminaba pensó en Ermentrude. Ahora su padre debía ya saber si tenía el trabajo de director de colegio o no. Sin duda, Ermentrude se lo diría cuando volviera a St. Luke's. Por supuesto, ella presentaría su dimisión en el hospital e iría a Dorset con sus padres, y él no volvería a verla nunca. Era lo mejor. Se trataba sólo de una atracción pasajera, ni siquiera eso. Lo único que había hecho era aprovechar la oportunidad para ayudarla a mejorar su estilo de vida.

—Será feliz en el campo —le dijo a Solly, el perro lobo.

Se detuvo para tomar a Tip en sus brazos, y se dio la vuelta para emprender el camino de regreso. Entonces, decidió no pensar más en Ermentrude y sí en su futura esposa.

Un tiempo después, tumbado en la cama, Ermentrude volvió a irrumpir en su vida.

—Esa chica me está volviendo loco —dijo el profesor en medio de la vacía habitación—. Espero que ya no esté cuando vuelva a St. Luke's.

Su ordenada vida se estaba viendo amenazada por una chica sin especial atractivo que no perdía ocasión para dejar claro que no tenía ningún interés en él.

El profesor durmió mal y se despertó de mal humor, y continuó malhumorado el resto del día.

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Sólo por la noche, sentado al lado de Anneliese alrededor de la mesa mientras cenaban con otros invitados, el profesor consiguió no pensar en Ermentrude. Anneliese estaba especialmente bonita aquella noche.

—Es una pena que tengas que volver a Inglaterra antes de Navidad. Pero por lo menos vas a pasar la Navidad aquí, y eso es lo que importa, ¿verdad? Mamá y yo vamos a quedarnos aquí unos días y así podremos hablar de la boda. Fue suficientemente inteligente para no decir nada más al respecto, pero continuó en tono ligero:

—¿Has vuelto a ver a esa pobre chica que trabaja en St. Luke's?

Antes de que Ruerd pudiera contestar, Anneliese añadió:

—Estalló una bomba cerca del hospital donde trabaja Ruerd —dijo dirigiéndose a todos los comensales—. Y había una chica que trabaja ahí, que debió sufrir una terrible impresión, y Ruerd la llevó a su casa en el coche. La vi cuando pasé unos días en Londres. No os podéis imaginar que anodina es, y muy mal vestida. Desde luego, no es el tipo de Ruerd, ¿verdad?

Anneliese se volvió a él y le sonrió.

El profesor consiguió contener su ira sin que se le notara.

—La señorita Foster es una joven que mostró mucho valor en semejantes circunstancias. Creo que ninguno la conocemos lo suficiente como para poder hablar de ella. Es muy difícil mantener la calma y hacer el trabajo que uno tiene que hacer tratándose de una emergencia semejante, y continuar haciéndolo hasta que uno está absolutamente agotado. En tales circunstancias, da lo mismo si uno es guapo o feo, o viejo o joven.

Anneliese lanzó una pequeña carcajada.

—Oh, Ruerd, no era mi intención menospreciarla. Pobre chica. Y aquí estamos nosotros, que tenemos todo lo que podemos desear, hablando de algo de lo que sabemos tan poco —Anneliese le tocó el brazo—. Perdóname. Vamos, dinos que piensas del nuevo hospital. Estuviste ahí ayer, ¿no?

El resto de la velada fue suficientemente agradable; pero durante el trayecto a su casa en el coche, el profesor se dio cuenta de que no lo había pasado bien. No le gustaban la familia de Anneliese ni sus amigos; aunque suponía que, una vez casados, a ella empezarían a gustarle sus íntimos amigos y la vida tranquila con la que él disfrutaba. Intentó imaginarse a sí mismo y a Anneliese casados y le resultó imposible.

Le había parecido perfecta cuando le pidió el matrimonio: interesada en su trabajo, con ganas de conocer a sus amigos, asegurándole que le encantaba la vida en el campo… «Con niños, perros y caballos», había añadido. Y él la había creído.

Sin embargo, esa misma tarde, refiriéndose a tener que visitar a sus primos con niños pequeños, Anneliese había dicho: «¡Qué aburrimiento!».

Su madre, una matriarca con complejo de dictadora, había añadido: «Los niños deberían estar en su cuarto con la niñera hasta tener edad de poder comportarse

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como adultos. Una buena niñera es la respuesta a todos los problemas con los niños». Después de esas palabras, se había vuelto a sus invitados con una sonrisa: «Y ese es el consejo que le he dado a Anneliese, ¿verdad, querida?».

Aquellas palabras retumbaron en la mente del profesor.

Entretanto, Emmy estaba muy ocupada. También estaba contenta. Al menos, eso era lo que se decía a sí misma varias veces al día. Vivir en el campo otra vez iba a ser como estar en el paraíso, aunque ¿podía ser el paraíso si no iba a ver al profesor nunca más? No, no lo sería, pero no podía hacer nada al respecto; además, desde que estaba en Londres lo único que quería era volver al campo otra vez. Sus padres estaban felices, y eso era muy importante.

Continuó embalando cosas con alegre energía, aunque no tan alegre en realidad, animada por el contento de su madre.

El señor Stokes, con ayuda de un hombre mayor y un muchacho, empezó a meter los muebles en su decrépita furgoneta; pero la habitación de Emmy quedó intacta, y también quedaron en la casa la mesa y las sillas de la cocina, al igual que otros objetos indispensables.

—No será por mucho tiempo —dijo Emmy—. Mañana van a venir dos personas distintas a ver la casa, estoy segura de que la habremos vendido para cuando me vaya.

—¿Tomarás comida caliente en el hospital, Emmy? —preguntó su madre angustiada—. Y no olvides encender la estufa cuando estés en casa. Las casas vacías se enfrían mucho.

La señora Foster frunció el ceño.

—No sé si no sería mejor encontrar otra manera de…

—Deja de preocuparte, mamá. Lo único que necesito es una cama y lo necesario para prepararme el desayuno.

No mencionó las largas tardes sola ni las cenas en solitario. Al fin y al cabo, era sólo por unas semanas.

Volvía a tener el turno de noche, así que estaba en casa cuando su madre se marchó con el señor Stokes hacia su nuevo hogar. Después de que se hubieron marchado, Emmy fue a la cocina y se preparó un café. La casa parecía más fea que antes ahora que estaba vacía, y sin los animales estaba muy silenciosa. Se preparó algo de comida para después y se fue a la cama.

Audrey apenas le dio tiempo para quitarse el abrigo antes de lanzarle furiosa:

—¡Qué poca vergüenza! —gritó Audrey—. Y no se puede hacer nada; al menos, eso es lo que me han dicho. Reorganización. Reorganización para reducir gastos.

Emmy tomó el sobre que Audrey le ofreció:

—¿Qué es lo que pasa? ¿De qué estás hablando?

—Léelo. Yo me voy a casa. Y no esperes verme aquí mañana.

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Audrey se marchó sin decir más y Emmy se sentó para leer la carta que había en el sobre.

Iba a haber cambios y, desgraciadamente, iban a prescindir de sus servicios. Con la apertura del nuevo hospital al otro lado del río, el St. Luke's y el Bennett se fusionarían y el personal empleado de éste último iba a hacerse cargo de los diversos trabajos del St. Luke's; entre ellos, la centralita telefónica. En la carta le decían que le darían buenas referencias y que estaban seguros de que le resultaría relativamente fácil encontrar otro trabajo. La carta acababa con un agradecimiento a sus servicios, que concluirían el viernes.

Volvió a leer la carta, con cuidado. Todo estaba claro, dentro de dos días se quedaba sin trabajo.

Por supuesto, iba a reunirse con sus padres. Por otra parte, tendrían más posibilidades de vender la casa si ella se quedaba para controlar a los de la agencia inmobiliaria y estar por allí cuando enseñaran el piso. Cuando se iba acercando el nuevo día, Emmy había decidido no decir nada a sus padres. Conseguiría arreglárselas sola; además, tendría el sueldo de una semana y el de un mes extra.

Le habría gustado tener alguien con quien consultar su situación. El profesor habría sido la persona ideal.

Emmy no había creído a Audrey cuando le dijo el día anterior que no la esperase por la mañana, pero lo había dicho en serio. Lo que significó que Emmy tuvo que esperar a que buscaran a una sustituta. Cuando por fin salió del hospital, estaba demasiado cansada para notar la fría lluvia o el cielo plomizo. Lo único que quería era llegar a casa, aunque sólo fuese una habitación y una mesa con unas sillas.

Una casa muy poco acogedora, pensó cuando entró en aquel lugar vacío y sin vida. Se hirvió un huevo, se preparó una tostada y un café y se fue a la cama. Y como era una chica sensata, se durmió en el momento en que reposó la cabeza en la almohada.

Aquella noche fue muy ajetreada en el trabajo. Cuando llegó a su fin, se despidió de todos aquellos con quienes había trabajado y salió del hospital por última vez. Tenía la paga en el bolso y un mes extra.

De camino a su casa, se pasó por la agencia inmobiliaria, y le animó saber que algunas personas habían mostrado interés. El agente, un joven que a Emmy no le gustaba, había dicho a los interesados que podían ir a verla a cualquier hora del día.

—Usted va a estar allí, por eso no importa la hora en la que se presenten.

—No puedo pasarme el día entero en la casa —le informó Emmy.

—No tiene teléfono —contestó él—. Alguien tendrá que estar ahí.

—¿Podría decirle a cualquier persona interesada que vaya a verla a partir de la una de la tarde? Estaré en casa el resto del día.

—Como usted quiera, señorita Foster. Las dos personas interesadas han dicho que irían a verla hoy, pero no han dicho la hora.

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Irse a la cama era imposible, ya que no sabía si no se presentaría alguien que quisiera comprar la casa. Emmy desayunó, lavó los platos y se sentó en la silla más cómoda que había en la cocina. Por supuesto, se quedó dormida casi al momento. Le despertó el timbre.

Abrió la puerta a una pareja de mediana edad y expresiones amargadas.

—Vaya, le ha costado mucho abrir —observó el hombre y, empujándola, pasó hacia el interior de la casa.

Él y su esposa, una mujer de aspecto apocado, volvieron junto a Emmy después de pasar diez minutos examinando el lugar.

—No nos gusta —declaró el hombre—. Tendrá suerte si le dan la mitad del dinero que pide.

Se marchó con su mujer, que no había abierto la boca. Emmy tampoco había dicho nada, no tenía sentido enfadar más a un hombre tan amargado. La segunda pareja se presentó a primeras horas de la tarde. Se pasearon sin prisas por la casa y Emmy empezó a sentirse esperanzada. Hasta que la mujer dijo:

—Está mucho mejor que muchas de las que hemos visto. Aunque nosotros no podemos comprar una casa, pero queríamos hacernos idea de los precios que tienen —le sonrió a Emmy—. Encantada de haberla conocido.

No era un comienzo muy prometedor, decidió Emmy cerrando la puerta tras ellos. Tendría mejor suerte al día siguiente… aunque lo más posible era que la gente no fuera a ver casas los sábados.

Nadie fue a ver la casa ni al día siguiente ni al otro. Emmy se marchó a dar un paseo por la mañana y luego pasó el resto del día en la cocina, escuchando la radio y haciendo punto. Estaba segura de que iría gente a ver la casa.

No fue nadie, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves.

Escribió una animada carta a sus padres el viernes, hizo la compra por la mañana y pasó el resto del día esperando a que alguien se presentase a ver la casa. No fue así.

El profesor, de vuelta en Londres, entró en St. Luke's para otro día de trabajo, pero aminoró el paso. ¿Por qué no admitir que estaba deseando ver a Emmy? Esperaba que todo hubiera salido según lo previsto y que su padre tuviera el trabajo que su amigo le había proporcionado. Emmy debía haber presentado su dimisión ya. La iba a echar de menos. Pero lo mejor para los dos era que se marchara, se recordó a sí mismo.

Detuvo sus pasos al ver a una mujer mayor sentada en la silla de Emmy. Le dio los buenos días y preguntó:

—¿Por qué no ha venido la señorita Foster? ¿Está enferma?

—¿Enferma? No, señor, no está enferma. Le han despedido, como a muchos otros. Ha habido una gran reducción de personal.

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El profesor le dio las gracias a la mujer y siguió su camino. Ermentrude debía haberse ido a Dorset con sus padres. Un día de esos, llamaría a su amigo para asegurarse de que todo había salido según lo planeado. Ella sería feliz allí. Y se olvidaría de él. El problema era que él no iba a poder olvidarla…

Salió del hospital antes que de costumbre e, impulsivamente, en vez de ir a su casa fue a la de Emmy. Paró el coche delante de la puerta. Había un letrero que indicaba que la casa estaba en venta, y las cortinas estaban corridas. Pero se veía luz por una rendija. Así pues, salió del coche y llamó a la puerta.

Emmy dejó el bote de judías que estaba abriendo. Por fin alguien iba a ver la casa. Encendió la luz del pasillo y fue a abrir. Como era una chica prudente, dejó puesta la cadena de seguridad. Al mirar por la rendija, reconoció inmediatamente aquella altísima figura y el corazón le dio un vuelco.

—Soy yo —dijo el profesor impaciente.

Y cuando ella descorrió la cadena, él entró en el estrecho pasillo aplastándola contra la pared.

Emmy consiguió enderezar el cuerpo hasta adoptar una postura más digna.

—Hola, señor. ¿Ya ha vuelto a Inglaterra? —le sorprendió la mirada—. Lo que quiero decir es que me sorprende verlo. No esperaba…

Él había visto la habitación de la entrada vacía y también la cocina casi vacía. La tomó del brazo y la hizo entrar en la cocina. La sentó en una silla y le dijo:

—¿Por qué está sola en esta casa vacía? ¿Dónde están sus padres?

—Bueno, es una larga historia…

—Tengo todo el tiempo del mundo —le informó él—. Vamos, la escucho.

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Capítulo 5 Emmy se lo contó sin adornos. —Como ve, al final todo ha salido bien. Vamos a

vender esta casa y por eso estoy aquí. En un principio, como se suponía que debía trabajar un mes más, íbamos a aprovechar ese tiempo para intentar vender la casa. Ha sido una verdadera sorpresa que me despidieran; pero, por supuesto, eso no se lo he contado a mis padres.

—¿Y está aquí sola sin muebles y sin ninguna comodidad?

—Tengo mi cama y un armario arriba, y no necesito gran cosa. Por supuesto, pensábamos que iba a pasar casi todo el día, o la noche, en el hospital —Emmy intentó darle colorido a la situación—. En realidad, todo ha salido bien, porque así puedo pasar el día entero en casa con el fin de enseñarla a la gente que pueda interesarle.

—¿Viene mucha gente a verla?

—Bueno, no mucha, y no todos los días. No es una casa muy bonita.

El profesor, en silencio, se mostró de acuerdo.

—¿Va a reunirse con sus padres en Navidad? ¿Ha pensado en algún trabajo?

—Sí. Bueno, la verdad es que no he tenido mucho tiempo. Quizá haga algún curso de bordado y tejido de punto.

Emmy no continuó, sabía que al profesor no le interesaban sus planes.

—¿Y usted, lo ha pasado bien en Holanda?

—Sí. Voy a esperar a que meta en una maleta lo que necesite, Ermentrude. Vendrá conmigo a mi casa.

—Por supuesto que no. ¿Cómo se le ha podido ocurrir semejante idea? Estoy bien aquí, gracias. Además, tengo que enseñarle la casa a los posibles compradores —de repente, se interrumpió con expresión reflexiva—. ¿Qué pensaría su novia? Quiero decir que ella no debe saber que ni a usted le gusto yo ni a mí me gusta usted.

Emmy enrojeció al momento.

—Creo que no he elegido las palabras más acertadas… —añadió Emmy azarada.

—No, no lo ha hecho. Sin embargo, ha dejado muy claro que no necesita mi ayuda.

El profesor se puso en pie y dijo fríamente:

—Adiós, Ermentrude.

Y mientras Emmy buscaba las palabras apropiadas para contestarle, él se marchó de la casa.

Emmy se quedó allí sentada e hizo todo lo posible por no llorar.

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Por fin, subió a su habitación y, como no tenía nada que hacer, se metió en la cama.

No sabía qué la había despertado. Se sentó en la cama y aguzó el oído. Las paredes eran delgadas, podía haber sido algo que se le hubiera caído al señor Grant, o a la señora Grimes. Volvió a tumbarse, pero se irguió inmediatamente después. El ruido procedía de abajo.

No se dio tiempo a sí misma para asustarse. Se levantó de la cama sigilosamente, se puso la bata y las zapatillas, y armándose con lo único que encontró apropiado, el paraguas de su padre, abrió la puerta de la habitación y salió al vestíbulo. Había alguien con una linterna, y se habían dejado la puerta de la entrada abierta.

Furiosa, Emmy bajó y encendió la luz de las escaleras. El hombre estaba en el vacío cuarto de estar, pero salió rápidamente al pasillo. Era joven, el rostro medio cubierto con una bufanda, un gorro bajado hasta los ojos y, después del primer sobresalto, lanzó una horrible carcajada.

—Eh, amigo, una casa vacía y una chica. Estás sola, ¿verdad? Venga, danos tu bolso, quiero ver lo que tienes en él.

Emmy lo empujó con el paraguas.

—Sal de esta casa ahora mismo. Vamos.

Cuando él fue a arrebatarle el paraguas, Emmy le dio con él en la cabeza y el hombre lanzó un grito de dolor.

—Fuera —repitió Emmy en voz alta, esperando que no se le notara el miedo que tenía.

Encendió la luz de la entrada con la esperanza de que alguien la viera, a pesar de ser las dos de la mañana. Pero el hombre había retrocedido hasta la puerta, lo que alegró a Emmy enormemente. Ella lo siguió, con el paraguas preparado, y lo hizo retroceder hasta la calle.

Envalentonada por haber conseguido echarlo, le siguió, sin darse cuenta de que el compañero de aquel hombre estaba al lado de la puerta de la entrada. Lo oyó gritar antes de que algo duro le golpeara la cabeza. Emmy cayó al suelo.

No los oyó salir corriendo ya que, durante un momento, perdió el conocimiento. Pero el señor Grant salió a la ventana y los vio correr por la calle. A pesar de ser mayor, era un hombre de carácter e inmediatamente bajó y salió de su casa para ir en auxilio de Emmy. Emmy no contestó cuando le habló, y estaba muy pálida. El señor Grant cruzó la calle y llamó al timbre de la casa frente a la suya. Por fin, una ventana se abrió y un adolescente asomó la cabeza.

—Venga, baja ahora mismo. Han atacado a Ermentrude.

La cabeza desapareció y, al momento, un chico con abrigo y botas salió de la casa.

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—¿Ladrones? ¿Se han llevado algo? Aunque no creo, no hay mucho que llevarse —se agachó al lado de Emmy—. Voy a meterla en su casa y luego cerraré la puerta.

Era un joven alto y fuerte. Levantó a Emmy en sus brazos, la llevó a la cocina y la sentó en una silla.

—Ponga a hervir agua para un té mientras yo voy a por mi teléfono —le dijo al señor Grant.

Cuando volvió a la cocina de Emmy, ésta abrió los ojos y dijo enfadada:

—Tengo un dolor de cabeza horrible. Alguien me ha dado un golpe.

—En eso tienes toda la razón. ¿A quién quieres que avise? Será mejor que llamemos a un médico y a la policía.

Se quedó mirando a Emmy y el señor Grant dijo:

—Lo que está claro es que no puedes quedarte aquí. ¿No tienes amigos? ¿Alguien que pueda cuidarte?

El señor Grant le había llevado una toalla mojada y Emmy se la había puesto en la cabeza. Tenía ganas de vomitar, estaba asustada y no había nadie que pudiera… Sí, había una persona. Emmy sabía que no le era simpática, pero la ayudaría. Y se acordaba de su número de teléfono porque lo había llamado muchas veces desde el hospital.

—Sí, pueden llamar a una persona. Pregúntenle si podría venir.

Emmy le dio al chico el número de teléfono y cerró los ojos.

—Estará aquí dentro de quince minutos —contestó el chico—. Por suerte, a esta hora no hay tráfico. ¿Se han llevado algo?

Emmy negó con la cabeza y, al momento, se arrepintió de haberlo hecho.

—No, no hay nada. Mi bolso está arriba y no han conseguido llegar tan lejos —respondió ella con voz cansada—. Gracias a los dos por la ayuda, se lo agradezco mucho.

De ahora en adelante, jamás se le ocurriría quejarse del ruido que hacían.

El señor Grant le dio una taza de té y Emmy intentó beberlo, sujetando la taza con manos temblorosas, mientras el chico llamaba a la policía. Después, todos se pusieron a esperar. El chico y el señor Grant también se sirvieron un té mientras miraban a Emmy con impotencia.

—Creo que voy a vomitar —dijo Emmy de repente, y se lanzó al fregadero.

Y así la encontró el profesor un par de minutos después.

El chico le había abierto la puerta.

—¿Es usted el tipo al que he llamado? —preguntó el joven queriendo estar seguro.

—Sí. Soy médico. ¿Han llamado a la policía?

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—Sí. Emmy está vomitando en la pila.

Emmy no estaba en condiciones de preocuparse por nada ni por nadie. Cuando sintió la enorme mano del profesor en su muñeca, masculló:

—Sabía que vendría. Estoy muy mareada y me duele mucho la cabeza.

Él abrió el maletín.

—No me sorprende, tiene un chichón en la cabeza del tamaño de un huevo —la tocó con sumo cuidado—. No se mueva mientras la examino, Ermentrude.

Ella casi no sintió sus manos y, mientras el profesor examinaba el chichón y la herida, le preguntó qué había ocurrido.

El señor Grant y el chico se lo contaron al instante, los dos hablando simultáneamente.

—¿Y la policía?

—Han dicho que ya venían.

El profesor dijo con voz grave:

—Gracias al sentido común y al valor que ustedes dos han mostrador, Ermentrude está mejor de lo que podía haber estado. Voy a llevarla al hospital tan pronto como llegue la policía. La policía se presentó en la casa unos minutos más tarde, tomaron las declaraciones de los vecinos, se mostraron de acuerdo con el profesor respecto a que Ermentrude no estaba en condiciones de decir nada por el momento y decidieron tomar su testimonio en otra ocasión.

—Nosotros cerraremos la puerta y nos llevaremos la llave a comisaría —dijo el oficial mientras paseaba la mirada por las habitaciones vacías—. ¿No vive nadie aquí?

—Sí, yo —contestó Ermentrude—. Pero sólo por unas semanas, hasta que alguien compre la casa. ¿Quiere que se lo explique todo ahora?

Emmy abrió los ojos y volvió a cerrarlos.

—Espere a saber lo que dice —le aconsejó el profesor antes de dirigirse a uno de los oficiales—. La señorita Foster sólo está pasando aquí unos días. Sus padres se han trasladado de casa y ella se ha quedado para ultimar detalles.

Después, añadió:

—Supongo que querrán verla. Va a hospedarse en mí casa —le dio a la policía su dirección, ignorando las masculladas protestas de Emmy.

—Y ahora, si alguien me da una manta para echársela por encima, voy a llevármela a St. Luke's. Soy médico de ese hospital. Tienen que sacarle rayos X.

Emmy oyó aquello y se dio cuenta de que tenía que hacer algo. Levantó la cabeza con demasiada rapidez y volvió a bajarla, sobre la pila, a tiempo. El profesor le sujetó la cabeza mientras ella vomitaba, todos los demás volvieron el rostro.

—¿Una manta? —preguntó el profesor de nuevo.

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El chico subió al piso de arriba y bajó con el bolso de Emmy en una mano y el edredón de la cama en la otra. El profesor limpió a Emmy con la frialdad de un profesional, la envolvió en el edredón y la tomó en sus brazos.

—Si no estoy en casa, estaré en el hospital —dijo el profesor. Después, les dio las gracias al chico y al señor Grant, se despidió de la policía, metió a Emmy en el asiento posterior del coche y, cuando ella empezó a protestar, la mandó callar.

Pero lo hizo con voz tierna. Emmy cerró los ojos e intentó ignorar el dolor de cabeza.

En el hospital, fue vagamente consciente de los rayos X y de estar tumbada en una camilla durante lo que le parecieron horas.

—No es nada grave —le dijo el profesor al oído—. Ahora, voy a examinar ese chichón y después podrá meterse en cama a descansar.

Entonces la llevaron a urgencias y se quedó tumbada muy quieta mientras el profesor la examinaba y le ponía una venda en la cabeza. Estaba adormilada, y la queda voz del profesor, mezclada con la de una enfermera, la hicieron relajarse. Realmente, no le importaba lo que pasara después.

Cuando él volvió a meterla en el coche, Emmy dijo:

—¿No voy a quedarme aquí?

Pero como el profesor no le hizo caso, Emmy volvió a cerrar los ojos. Le habían dado una pastilla y el dolor de cabeza había disminuido. Un agradable sueño se apoderó de ella.

Beaker les estaba esperando cuando el profesor llevó a Emmy en brazos a la casa y preguntó:

—¿Ha venido la señora Burge? Siento no haber tenido tiempo de dar explicaciones. Si llevo a la señorita Foster a la habitación, ella podría ayudarla a acostarse.

—Sí, está esperando arriba, señor. Pobre joven. La han atacado, ¿verdad?

—Sí. Se lo contaré todo, Beaker. No me vendría mal una copa, y supongo que a usted tampoco. ¿Ha puesto alguna objeción la señora Burge?

—¡No, nada de eso! He ido a recogerla como usted me dijo y se va a quedar aquí todo el tiempo que sea necesario. El profesor estaba subiendo las escaleras con Emmy, que se había dormido en sus brazos.

—Estupendo.

La señora Burge se reunió con él en el vestíbulo.

—A la habitación pequeña, señor. Déjela en la cama que yo la taparé.

Era una mujer alta y delgada, con el pelo recogido en un moño y nariz aguileña. Una viuda. Iba a diario a ayudar a Beaker en los quehaceres domésticos.

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Beaker se llevaba muy bien con ella, y la señora Burge, con el tiempo, había llegado a admirar al profesor. Por tanto, no le molestaba en absoluto que la hubieran sacado de la cama a esas horas.

—Déjeme a mí al cuidado de la joven, señor, usted vaya a descansar o se quedará dormido de pie mañana en el trabajo.

—Sí, señora Burge —contestó el profesor con voz débil y obediente—. Sé que la dejo en buenas manos.

La señora Burge no ocultó su placer.

A pesar de su aspecto severo, era una mujer de tierno corazón. Metió a Emmy en la cama, la arropó bien, bajó la luz de la lámpara de la mesilla de noche y se sentó en un sillón para vigilarla durante la noche.

—La pobre no se ha movido —le dijo al profesor por la mañana—. Ha dormido como un bebé.

El profesor se inclinó sobre la cama, le tomó el pulso a Emmy y le tocó la cabeza.

—Voy a dejarle estas pastillas, señora Burge. Asegúrese de que bebe en cantidad y, si quiere comer algo, mejor. En un par de días estará bien. Sólo tiene unas contusiones ligeras, y el corte cicatrizará rápidamente.

El profesor se interrumpió para añadir al momento:

—Me voy al hospital dentro de una hora y voy a pasar allí todo el día. Si ocurre algo, no dude en llamarme. Beaker la ayudará en todo lo que necesite. Y cuando Ermentrude se despierte, no hay motivo para que no pueda dejarla sola de vez en cuando. Subiré después de desayunar para que usted baje a desayunar con Beaker.

El profesor se fue a duchar. Se vistió, desayunó y regresó a la habitación. La señora Burge bajó a la cocina, Beaker la estaba esperando con huevos y bacon en un plato.

Emmy no se había movido. El profesor se sentó en el sillón y se la quedó contemplando. Encajaba en esa habitación, pequeña pero bonita, con muebles color blanco, paredes empapeladas en rosa pálido con delicadas rosas y hojas de un verde suave. Las cortinas eran blancas y la colcha hacía juego con el papel de la pared. Había decorado la habitación con la ayuda de su hermana menor, cuya hija dormía ahí cuando iban de visita.

«Aunque cuando te cases, Ruerd, la necesitarás para tu propia hija», le había dicho su hermana riendo.

Emmy, con el cabello extendido encima de la almohada, se veía muy joven y nada corriente, pensó el profesor.

Cuando la señora Burge volvió, intercambiaron unas palabras. Después, el profesor volvió a inclinarse sobre la cama y casi no le dio tiempo de reprimir el impulso de besar a Emmy.

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Emmy se despertó casi al mediodía y se encontró con la cara de la señora Burge. A punto de preguntar dónde estaba, recordó que sólo las heroínas de los libros hacían ese tipo de preguntas.

—Me encuentro perfectamente. Me gustaría levantarme.

—Todavía no, querida. Voy a traerle un té y algo sabroso para comer. Si quiere, puede sentarse un poco en la cama. Le pondré otra almohada para que se recueste mejor. Así…

—No recuerdo con claridad… Me llevaron al hospital y luego me dormí.

—No tiene nada de qué preocuparse. Está aquí, sana y salva, en casa del profesor Mennolt, querida. Y yo y Beaker la estamos cuidando. El profesor ha ido al hospital, pero volverá por la tarde.

Emmy se sentó con demasiada rapidez y parpadeó de dolor.

—No puedo quedarme aquí. No hay nadie en mi casa y los de la agencia inmobiliaria no saben… Alguien podría estar interesado en comprarla…

—Deje eso en manos del profesor, cariño. Puede estar segura de que hará todo lo que haya que hacer.

La señora Burge salió de la habitación y volvió con una bandeja de té exquisitamente preparada.

—Vamos, sea buena chica y bébase esto. Beaker le está preparando un buen almuerzo y luego podrá dormirse otro rato.

—Estoy bien, podría levantarme —dijo Emmy a la espalda de la señora Burge, que volvía a disponerse a salir.

—Va a quedarse donde está hasta que yo diga que puede levantarse —dijo el profesor desde la puerta—. ¿Se encuentra mejor?

—Sí, gracias. Siento estarle causando tantas molestias. ¿No podría haberme quedado en el hospital y luego irme a casa?

—No —respondió el profesor—. Se va a quedar aquí hoy y mañana, y luego decidiremos qué vamos a hacer. He llamado por teléfono a la agencia inmobiliaria. Ellos tienen un juego de llaves de la casa y se la enseñarán a cualquiera que esté interesado. La policía va a venir a primeras horas de la tarde a hacerle algunas preguntas, si es que se encuentra bien para contestar.

—Es usted muy amable, señor. Le estoy muy agradecida. Pero mañana estaré bien y podré marcharme…

—¿Adonde? —el profesor la estaba contemplando desde los pies de la cama.

Emmy bebió un sorbo de té. —Estoy segura de que podría quedarme en casa de la señora Grimes.

—¿La señora Grimes? ¿Esa mujer que tiene una voz muy fuerte? No diga tonterías, Ermentrude —miró a la señora Burge que entró con una bandeja en ese momento—. Ahí tiene el almuerzo. Coma y beba toda la limonada que pueda. Volveré esta tarde.

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El profesor se marchó a trabajar. No había almorzado porque, esa hora, la había aprovechado para ir a ver a Ermentrude, por lo que sólo le dio tiempo a beber una taza de café antes de ver al primer paciente de la tarde.

Emmy tomó su almuerzo bajo la mirada vigilante de la señora Burge y, sorprendentemente, se volvió a dormir. Cuando se despertó de nuevo, se encontró con otra bandeja de té delante y vio a la señora Burge alisando un camisón de fina gasa.

—Si le apetece, la ayudaré a darse un baño, encanto. Se va a poner un camisón de la hermana del profesor, ya verá cómo se sentirá más cómoda y mucho mejor.

—¿Podría alguien ir a por mi ropa para poder marcharme a casa mañana? —preguntó Emmy.

—Beaker me llevará esta misma tarde. Dígame lo que quiere que le traigamos y yo se lo meteré en una bolsa. Él profesor Mennolt tiene las llaves de su casa.

—Oh, muchas gracias. Es usted muy amable. ¿Estaba usted aquí cuando vine anoche?

—Sí, Beaker fue a recogerme a casa, a las tres de la mañana.

—Debe estar muy cansada. Señora Burge, me encuentro bien, ¿por qué no se va a su casa a dormir un poco?

—Dios mío, no, querida. Estoy estupendamente, así que no se preocupe por mí. Y ahora, ¿qué tal un baño?

Emmy se levantó con cuidado y descubrió que todavía le dolía la cabeza; durante un momento, le dieron ganas de volverse a meter en la cama. Pero la idea de estar tan desarreglada le dio la determinación que necesitaba para ponerse de pie e ir al cuarto de baño de la habitación. Una vez dentro del agua, con la señora Burge lavándola, se sintió mejor.

—¿Cree que podría lavarme la cabeza?

—No, encanto. La peinaré un poco, pero no me atrevo a tocar nada de la cabeza a menos que el profesor diga que no hay inconveniente.

—Sólo es una herida pequeña —dijo Emmy, que quería presentar la mejor apariencia posible.

—Sí, y un chichón como un huevo. Yo creo que tardará un par de días en poder lavarse la cabeza. Es una suerte que los vecinos vieran la luz y a los ladrones corriendo. Podría haber sido mucho peor —anunció la señora Burge con alivio.

Emmy, seca y con el camisón de sus sueños, se sentó en el sillón mientras la señora Burge le hizo la cama y ahuecó las almohadas. Una vez más en la cama suspiró de alivio. Era absurdo que un golpe en la cabeza pudiera hacerla sentirse tan cansada. Cerró los ojos y se durmió.

Y así la encontró el profesor cuando volvió a casa. Se la quedó mirando durante un minuto y, a su vez, la señora Burge se lo quedó mirando a él.

Salieron juntos de la habitación.

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—Váyase a casa, señora Burge —le dijo el profesor—. Ha sido muy amable. Si pudiera venir mañana, se lo agradecería enormemente. Tendré que llevar a Ermentrude a casa de sus padres. Están en Dorset y no saben nada de lo ocurrido. Acaban de trasladarse y no quiero dificultarles las cosas más de lo necesario. Un día más de descanso y creo que podré llevármela al día siguiente…

La señora Burge se cruzó de brazos.

—Con todos los respetos, señor, voy a quedarme aquí a pasar la noche.

Él no sonrió, pero dijo con voz grave: —No sabe lo mucho que se lo agradezco, señora Burge, si es que no le molesta.

—No es ninguna molestia —insistió ella—. No se preocupe, la señorita estará mejor mañana, de eso me encargo yo.

—Estoy en deuda con usted, señora Burge. Vuelva esta tarde cuando guste. ¿Hay alguna habitación preparada para usted?

—Sí, señor, ya me he encargado yo de eso —la mujer vaciló un instante—. La señorita Ermentrude me ha preguntado si alguien podría ir a por su ropa. Le he dicho que esta tarde…

—Dígame cuándo quiere ir, yo la llevaré. Quizá debiera preguntarle si quiere alguna cosa más, como papeles o dinero…

Emmy se despertó y, sintiéndose mucho mejor, hizo una lista de lo que necesitaba y se la dio a la señora Burge.

—Ahora me voy a casa un rato —dijo la señora Burge—. Pero volveré esta tarde. Beaker ahora le va a traer la cena. Sea buena chica y quédese en la cama sin moverse.

A pesar de un ligero dolor de cabeza, Emmy intentó hacer planes. Cuando se encontrara mejor, se iría a su casa. No le apetecía mucho estar sola, pero… Volvería a la agencia inmobiliaria y luego sólo quedaba una semana para la Navidad.

El profesor, con una bandeja con la cena, interrumpió sus pensamientos.

La saludó de forma impersonal.

—Beaker se ha esmerado, así que cómaselo todo.

Puso la bandeja con patas encima de la cama y le arregló las almohadas.

—Creo que podrá levantarse mañana un rato y salir al jardín… bien abrigada, claro está. La llevaré a casa pasado mañana.

—Es usted muy amable, pero tengo que volver a la casa por si alguien está interesado en comprarla. No puedo perder esa oportunidad. Además, tendrá que quedar completamente vacía antes de Navidad, y ya sabe lo feas que están las casas vacías. Así que, si no le importa…

—Sí me importa, Ermentrude, y va a hacer lo que yo le diga. Llamaré por teléfono a la agencia para que ellos se encarguen de todo, si eso la tranquiliza. ¿Quiere que le diga a sus padres lo que ha ocurrido?

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—No, ni hablar. Están intentando ordenar la casa, pero mi padre pasa todo el día en el colegio, por eso les está costando más tiempo. Ya tienen bastantes preocupaciones, es mejor que no se enteren.

—Como quiera. ¿Sabe la señora Burge lo que quiere usted que le traiga?

—Sí, gracias, le he dado una lista. No he dejado allí casi nada de ropa, mi madre se ha llevado el resto.

—En ese caso, creo que le voy a dar las buenas noches, Ermentrude. Que duerma bien.

Se quedó sola con la cena, una comida deliciosa que Beaker había preparado. Fue él quien se presentó para llevarse la bandeja más tarde, pero entró en la habitación con una jarra de limonada recién hecha y un platillo con pastas.

—Las hago yo, señorita —le dijo con orgullo—. La señora Burge vendrá con un vaso de leche caliente cuando vuelva.

—Gracias. Beaker. Es usted muy amable, y yo no he hecho más que dar trabajo.

—Es un placer, señorita.

—He oído a Charlie ladrar…

—Un perro de gran carácter, señorita. Estoy encantado de tenerle en la casa. Humphrey y él se respetan. Cuando baje mañana, estará encantado de verla.

Cuando se quedó sola, Emmy tomó unas pastas, bebió un poco de limonada y pensó en el profesor. Esa casa estaba dirigida a la perfección. Su Anneliese, cuando se casaran, iba a tener muy poco trabajo; quizá arreglar algunas flores en los jarrones o, de vez en cuando, alguna compra. Claro que, más tarde, estarían los niños.

Emmy frunció el ceño. Intentó imaginarse a Anneliese dando pecho a un niño o cambiándole los pañales y no lo consiguió. Dejó de pensar en ella y se puso a pensar en el profesor. Quería que volviera a casa y que fuera a verla a la habitación.

Mucho más tarde, oyó la puerta de la entrada cerrarse y también los ladridos de Charlie. Él y la señora Burge habían entrado en la casa. Emmy se quedó tumbada mirando a la puerta. Cuando se abrió, la señora Burge entró con una maleta en una mano y un vaso de leche en la otra.

—¿Todavía despierta? Le he traído todo lo que me ha pedido, y el profesor Mennolt ha ido a la casa del agente para arreglarlo todo. No ha ido nadie a ver la casa —el gesto de la señora Burge implicó que no le sorprendía—. Había unas cartas y se las hemos traído, ¿quiere leerlas ahora?

La mujer dejó el vaso de leche en la mesilla de noche.

—Primero tómese la leche. Debería estar dormida ya.

—Va a irse a casa ya, señora Burge —preguntó Emmy vacilante.

—No, querida. Voy a pasar la noche aquí, al otro lado del pasillo, por si me necesita. Ahora, sólo voy a colgar su ropa…

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Emmy reprimió su desilusión. No había motivo alguno para que el profesor fuera a verla. En realidad, debía estar harto de ella.

El profesor estaba hablando por teléfono en esos momentos. Después de colgar, se puso el abrigo, dejó que Charlie saltara al asiento posterior del coche y, después de una palabra a Beaker, se marchó al hospital donde uno de sus pacientes parecía tener problemas.

Volvió al cabo de una hora, cenó y se fue a su estudio a trabajar, con Charlie tumbado a sus pies.

A la mañana siguiente Emmy decidió que se sentía perfectamente. Pero tomó el desayuno en la cama, ya que la señora Burge no le permitió levantarse hasta no haber desayunado.

—El profesor Mennolt se ha ido hace una hora —le dijo a Emmy—. Qué vida lleva el pobre hombre, no dispone ni de un momento para dedicarlo a sí mismo.

Lo que no era del todo verdad, pero Emmy sabía lo que la mujer había querido decir.

—Supongo que todos los médicos tienen que estar disponibles en caso de urgencia, pero debe ser un trabajo con muchas compensaciones.

—Bueno, esperemos que él reciba su recompensa, se la merece —contestó la señora Burge—. Ya es hora de que esa novia suya decida qué quiere hacer. Si le interesa mi opinión, creo que quiere demasiadas cosas. No le gusta esta casa, dice que es demasiado pequeña…

—¿Demasiado pequeña? —Emmy dejó la taza en la bandeja—. Pero si es muy grande… aquí puede vivir una familia entera.

—Ya. En fin, a ella no le importan las familias, lo que quiere es una casa para dar grandes fiestas. Y además de no gustarle la casa, tampoco le gusta Beaker.

Emmy, aunque sabía que no debía, preguntó:

—¿Por qué no? Es una persona encantadora…

—Claro que lo es, querida. Y cuida al profesor de maravilla.

—Y usted también, señora Burge.

—¿Yo? Yo vengo aquí todos los días a echar una mano. Llevo haciéndolo años, desde que el profesor compró esta casa, y la ha convertido en una casa muy agradable. He oído que también tiene una casa preciosa en Holanda. Bueno, es lógico, ¿no le parece? Pasa allí la mayor parte del año, sólo viene aquí uno o dos meses al año, aunque viene siempre que se le necesita. Sí, lo llaman de todas partes.

La señora Burge recogió la bandeja de Emmy.

—Y ahora, dése un buen baño, vístase y baje cuando esté lista. Yo estaré por ahí si me necesita. Luego, será mejor que hagamos su maleta. El profesor la va a llevar con sus padres mañana por la mañana.

Emmy entró en el baño decidida a lavarse la cabeza, antes de que alguien le dijera que no lo hiciera.

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Bañada y con el pelo recogido en una húmeda coleta, bajó y encontró a Beaker en el vestíbulo.

—Buenos días —dijo el hombre afablemente—. Hay una taza de café en el cuarto de estar pequeño, ahí se está muy bien, es muy acogedor.

La llevó hasta allí y abrió la puerta que daba a una habitación relativamente pequeña al fondo de la casa. El mobiliario era bonito y cómodo, y la elegante chimenea estaba encendida. Habían colocado un sillón delante, y a su lado habían puesto una mesa de centro con varios periódicos y un par de revistas. Sentado delante del fuego y moviendo la cola para atraer la atención estaba Charlie.

Emmy se sentó en el sillón y no se le ocurrió nada mejor en el mundo que ser la dueña de esa habitación y de ese perro, con un viejo amigo como Beaker ayudando a pasar los problemas de la vida.

Emmy lanzó un suspiro.

—Es una casa preciosa, Beaker, y usted lo tiene todo maravillosamente cuidado.

Beaker se permitió una sonrisa.

—El señor y yo estamos muy bien aquí, señorita. Y ahora, la dejaré para que se tome su café. El almuerzo estará listo a la una. Cuando abrió la puerta, Emmy oyó a la señora Burge por alguna parte de la casa.

—El profesor no va a venir a almorzar, ¿verdad?

—No, señorita. Vendrá luego, por la tarde. Esta noche tiene que salir.

Emmy se puso el abrigo y salió con Charlie al jardín después del almuerzo. Se paseó por él con Charlie y, cuando volvió a entrar en la casa, buscó a Beaker.

—¿Cree que podría sacar a Charlie a la calle a dar un paseo? —le preguntó Emmy.

Beaker la miró con gesto de desaprobación.

—Creo que al profesor no le gustaría, señorita. Charlie ya ha dado un paseo esta mañana con el señor, y él volverá a sacarlo esta tarde cuando vuelva. He encendido la chimenea del salón. La señora Burge me ha pedido que le diga que volverá esta tarde si necesita que la ayude a hacer las maletas. Tengo entendido que va a marcharse mañana temprano.

Por lo tanto, Emmy fue al salón y se acurrucó delante del fuego, con Charlie a su lado y Humphrey encima. Hojeó unos periódicos y unas revistas sin leerlos, pensaba en el futuro. La Navidad se acercaba y estaría en la nueva casa para ayudar a arreglarla.

Beaker le llevó la merienda con el té: diminutos sándwiches, pasteles y tarta de chocolate que, según él, habría preparado especialmente para ella.

—A la mayoría de las mujeres jóvenes les gusta —le dijo Beaker.

Emmy estaba tragando el último trozo cuando Charlie se puso en pie y empezó a ladrar; al momento, el profesor entró en el salón.

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—Hola —dijo en tono amistoso y casual.

Se sentó, le preguntó cómo se encontraba y se sirvió un trozo de tarta. —Voy a llevarla a su casa mañana por la mañana —le dijo él—. Pasado mañana me voy a Holanda.

—No es necesario —contestó Emmy.

—No diga tonterías —contestó el profesor—. No puede volver a una casa vacía; además, de todas maneras tendría que ir con sus padres muy pronto. Por el momento, no parece que haya muchas posibilidades de vender la casa; al menos, eso es lo que me ha dicho el agente cuando lo llamé esta mañana. No tiene allí nada de valor, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza.

—No. Sólo mi cama, la ropa de cama y algún mueble.

—Entonces, todo solucionado. Saldremos a las ocho —el profesor se puso en pie—. Charlie y yo vamos a dar un paseo; y luego, por la noche, voy a salir. ¿Beaker lo está atendiendo bien?

—Oh, sí, de maravilla, gracias.

—La señora Burge volverá esta tarde. Pídales lo que necesite.

Mientras se alejaba, su sonrisa era remota.

Emmy seguía allí sentada cuando el profesor volvió del paseo con el perro una hora más tarde, pero no entró en el salón. Después, al cabo de un rato, lo oyó salir de nuevo. Beaker abrió la puerta, dejando entrar a Charlie, y le dijo que la señora Burge estaba en la cocina en caso de que ella necesitara algo.

—Voy a servir la cena dentro de media hora, señorita. ¿Le apetece una copa de jerez?

Emmy, pensando que podía animarla un poco, aceptó. No comprendía por qué estaba tan triste.

Después de cenar y de tomar un café, y harta de estar sola, fue en busca de la señora Burge. Aún tenía que hacer las maletas, y esa mujer estaba dispuesta a ayudarla, aunque no fuera necesario. Pasó una hora charlando con ella y, por fin, Emmy se metió en la cama.

—Voy a salir temprano mañana, señora Burge, así que muchas gracias por haber sido tan buena conmigo.

—Que Dios la bendiga, querida. Ha sido un placer conocerla. Y estaré levantada mañana para despedirme. Beaker tendrá el desayuno preparado a las siete y media. La despertaré a las siete, ¿de acuerdo?

Al llegar a la puerta, la mujer se volvió.

—Tengo que reconocer que tiene mucho mejor aspecto que cuando vino aquí.

Se despertó por la mañana y se encontró a la señora Burge con una bandeja con té y la luz de la mesilla encendida.

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—Hace un día horrible —dijo la señora Burge—. Todavía está oscuro ahí fuera. Tiene media hora. El profesor ya se ha llevado a Charlie a dar un paseo.

Como no quería hacerlo esperar, Emmy se vistió a toda velocidad. Bajó unos minutos antes de que el profesor y Charlie entraran en la casa.

El profesor le dio los buenos días con una sonrisa. «Está encantado de que me vaya ya», pensó Emmy mientras le contestaba animadamente.

—¿En serio no preferiría dejarme en la estación para que vaya en tren? —le preguntó mientras desayunaban—. Le ahorraría un viaje con este tiempo tan horrible.

Él no se molestó en contestar.

—Las carreteras estarán vacías durante una hora más —observó él como si no la hubiera oído—. Llegaremos a Littleton Mangate a media mañana. ¿Ya está lista para salir?

Emmy fue a darles las gracias a Beaker y a la señora Burge, y se puso el abrigo mientras Burge le llevaba la maleta al coche. Hacía mucho frío. Cuando se metió en el coche, le alegró ver que Charlie ya estaba acoplado en el asiento trasero.

Estaban dando las ocho cuando emprendieron el viaje.

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Capítulo 6 Aparte de preguntarle si estaba cómoda y si no tenía frío, el profesor no intentó

entablar conversación, y Emmy tampoco; además, no se le ocurría nada que decir. Se recostó en el cómodo asiento y pensó en el futuro. Últimamente pensaba mucho en eso, quizá debido a que no quería pensar en las últimas semanas.

Iba a echar de menos al profesor, admitió. Después de ese día, no volvería a verlo nunca, pero esperaba que fuera feliz con Anneliese. A veces la irritaba, pero era un buen hombre, aunque su bondad era de tipo práctico; y, con frecuencia, hablaba con demasiada claridad.

En la autopista, el profesor se detuvo en una gasolinera.

—¿Un café? Vamos bien de hora. Yo sacaré a Charlie un momento y me reuniré con usted en la cafetería.

La cafetería estaba llena, lo que hizo más fácil de soportar la falta de conversación entre ellos. Emmy, haciendo lo posible por charlar y recibiendo sólo breves afirmaciones, se dio por vencida. Entonces, llevada por el mal humor, dijo:

—Está bien, si no quiere hablar, no hablaremos —al momento, enrojeció—. Lo siento, he sido muy bruta. Supongo que tiene muchas cosas en las que pensar.

El la miró pensativo.

—Sí, Ermentrude, así es. Y, por extraño que parezca, en su compañía no me siento obligado a hablar por hablar.

—Está bien —ella le sonrió porque le pareció que había dicho eso a modo de halago.

Reanudaron el trayecto y el tiempo empeoró. A pesar de ello, a Emmy se le levantó el ánimo al verse rodeada de verdes colinas y pueblos pequeños. Al acercarse al final del trayecto, el profesor salió de la autopista y tomó una carretera de tercera.

—¿Conoce el camino? —preguntó Emmy—. ¿Ha estado aquí antes?

—No —el profesor volvió el rostro para sonreírle—. He mirado el mapa. Ya casi hemos llegado.

Poco después, cruzaron un pueblo y tomaron una carretera bordeada de árboles desnudos. Al doblar una curva, se divisó la casa de Emmy.

El profesor paró el coche y, después de un momento de silencio, Emmy dijo:

—No puede ser ésta —aunque sabía que sí era.

La casa en sí era bonita, a pesar del tiempo; pero su encanto quedaba completamente oculto bajo un conglomerado de objetos que la rodeaban casi enterrándola. El coche de su padre estaba al lado de la puerta de la valla porque el garaje estaba abarrotado de muebles. Había más muebles delante de la casa, una furgoneta en el jardín, a un lado de la casa, y un montón de tuberías apiladas al lado del vehículo.

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—¿Qué ha podido pasar? —preguntó Emmy—. ¿Será que a mi padre…?

El profesor puso su enorme mano sobre la de Emmy.

—¿Le parece que vayamos a ver?

Salió del coche; después, abrió la puerta de Emmy y, a continuación, dejó salir a Charlie. Juntos, echaron a caminar por el sendero que conducía a la puerta de la casa.

No estaba cerrada con llave. Emmy abrió la puerta y llamó a su madre.

—¡Mamá!

Oyeron la voz de sorpresa de la señora Foster en alguna parte de la casa; unos momentos después, se presentó en el pequeño vestíbulo.

—Cariño… Emmy, qué sorpresa. No te esperábamos… —la señora Foster miró al profesor—. ¿Ha ocurrido algo?

Él le estrechó la mano.

—Creo que somos nosotros quienes deberíamos hacer esa pregunta, señora Foster.

La señora Foster había rodeado con un brazo a su hija.

—Entren en la cocina, es el único sitio donde se puede estar. Esperábamos habernos instalado para cuando vinieras, Emmy. Ha habido un problema.

Les condujo a la cocina, con Charlie siguiéndoles los talones.

—Por favor, siéntese profesor. Vamos, Emmy, siéntate, voy a preparar un café.

La cocina no estaba suficientemente caliente, pero tenía una mesa y sillas, y había dos sillones, uno a cada lado de la chimenea. Había porcelana, cristalería y cubertería en un armario empotrado, y una ventana preciosa encima de la pila.

La señora Foster hizo un gesto con la mano indicando la habitación.

—Es sólo un contratiempo temporal, dentro de un par de semanas estaremos instalados.

—Mamá, ¿qué ha pasado? —Emmy se sentó a la mesa.

Enoch y Snoodles saltaron a su regazo, mientras George investigaba a Charlie.

El profesor aún estaba de pie, apoyado contra la pared, en silencio. Esperó a que la señora Foster pusiera las tazas y los platos en la mesa y se sentara para hacerlo él.

—Ha sido una mala suerte —dijo la señora Foster—. El señor Bennett, el hombre a quien tu padre ha sustituido, ha muerto de repente, el mismo día que yo llegué. Iban a llevar sus muebles a casa de su hermana, que era donde pensaba vivir; pero claro, ahora ella no los quiere; además, se los ha dejado en herencia a un sobrino que vive en el norte de Inglaterra. El sobrino tiene intención de venir para ver qué hace con los muebles, pero ya ha retrasado el viaje dos veces. Dice que dejemos fuera los muebles y que ya vendrá a por ellos un día de estos. Pero todavía no ha venido, y así estamos, sin acabar de poder instalarnos.

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La señora Foster bebió un sorbo de café.

—Tu padre está encantado aquí; y como pasa la mayor parte del día en el colegio, nos las arreglamos bien. Mañana dan las vacaciones, así que va a quedar libre ya. Emmy, no te habíamos dicho nada porque esperábamos, y seguimos esperando, que el sobrino del señor Bennett venga a llevarse los muebles.

—¿Y la furgoneta que hay ahí fuera? —preguntó Emmy.

—Es del fontanero, querida. Hay problemas con la caldera, dice que la arreglará dentro de un par de días —la señora Foster parecía preocupada—. Siento que las cosas no estén arregladas todavía, pero ya nos las apañaremos. Tendrás que dormir en el sofá del cuarto de estar, aunque hay muebles por todas partes; pero ya haremos sitio.

La señora Foster miró a Emmy.

—Supongo que no se ha vendido la casa, ¿verdad?

—No, mamá, pero han ido algunas personas a verla. El agente tiene las llaves…

—No te esperábamos todavía… ¿Ha pasado algo?

—Te lo contaré más tarde —respondió Emmy. Después, se volvió al profesor, que aún no había dicho una sola palabra—. Ha sido muy amable al traerme aquí. Espero que no le haya desbaratado mucho el día.

—¿Hay algo que debería saber? —preguntó su madre.

—Luego, mamá —respondió Emmy rápidamente—. Estoy segura de que el profesor Mennolt quiere regresar a Londres lo antes posible.

El profesor se permitió una leve sonrisa y dijo con voz queda: —Hay muchas cosas que aún no sabe, señora Foster; y si se me permite, se las voy a contar yo… porque veo que Ermentrude no va a decir ni una palabra hasta que me haya visto fuera de aquí.

—Emmy está enferma —dijo la señora Foster con pánico maternal.

—Deje que le explique…

Y cuando Emmy abrió la boca para hablar, el profesor añadió:

—No, Ermentrude, no me interrumpas.

Y el profesor lo explicó todo. El relato de las desgracias de Emmy fue sucinto. En opinión de Emmy, que escuchaba su voz pausada, hablaba como si estuviera dando un diagnóstico o explicando algo a una enfermera del departamento.

Cuando terminó, la señora Foster dijo:

—Tanto mi marido como yo le estamos profundamente agradecidos. No sé cómo podríamos agradecerle lo que ha hecho por Emmy.

—Ha sido un placer —respondió el profesor.

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Emmy frunció el ceño. Claro que no había sido un placer, sino una pesadez. Esperaba que el profesor se marchara ya y no volver a verlo nunca. La idea de no volver a verlo la hizo empalidecer.

Pero él no tenía intención de marcharse. Aceptó la invitación de la señora Foster a compartir el almuerzo que estaba preparando y, de paso, comentó que le gustaría hablar un momento con el señor Foster.

—¿Va a venir a almorzar? —preguntó el profesor sin pestañear.

—Bueno, no. Está en el colegio, aunque tiene una hora libre a las dos de la tarde según me ha dicho esta mañana. Pero no va a venir.

—Estupendo. En ese caso, creo que me acercaré a esa hora para hablar con él.

Emmy estaba a punto de preguntarle por qué, pero él se dio cuenta. —No, Ermentrude, no me preguntes nada.

Los animales estaban delante de la chimenea y el profesor se puso en pie.

—Voy a traer tu equipaje, Ermentrude.

Algo le impidió a Emmy hacer la pregunta que tenía en la punta de la lengua. ¿Por qué quería hablar con su padre?

Cuando se pusieron a almorzar, sopa y tostadas de queso, ni la señora Foster ni el profesor parecían faltos de palabras, porque no pararon de hablar. Emmy recordó el silencioso trayecto con él y se preguntó qué era lo que le hacía guardar silencio en su compañía. Sintió un gran alivio cuando lo vio ponerse el abrigo para andar los cinco minutos que se tardaba en llegar al colegio.

Si al señor Foster le sorprendió ver al profesor, no dio muestras de ello. Le condujo a una pequeña habitación que había cerca de las aulas comentando que allí nadie los interrumpiría.

—¿Quería verme, profesor? ¿Se trata de Emmy? No se encontrará enferma, ¿verdad? Usted ha dicho que estaba con su madre…

—No, no, nada de eso. Sólo ha sufrido una ligera contusión y un corte en la cabeza, pero… si me lo permite, se lo explicaré todo.

Cosa que hizo de la misma forma profesional a como lo había hecho en la casa. Sin embargo, esta vez añadió muchos más detalles.

—Estoy en deuda con usted —dijo el señor Foster—. Emmy no nos ha dicho nada… si lo hubiera hecho, mi esposa habría ido a Londres inmediatamente.

—Por supuesto. Pero Ermentrude insistió en que ustedes no se enteraran. Fue una pena que la despidieran por reducción de personal, aunque sus servicios eran excelentes. No tenía idea de que estaba sola en la casa hasta que no volví a Londres.

El señor Foster lo miró pensativo, preguntándose porqué al profesor le preocuparía eso; pero no hizo ningún comentario al respecto.

—Bueno, una vez que hayamos solucionado el problema de los muebles y de la caldera, podremos instalarnos como es debido. Estoy seguro de que Emmy encontrará un trabajo y, entre tanto, hay un montón de cosas que hacer en la casa.

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—Desgraciadamente, la Navidad está muy cerca —observó el profesor—. ¿Cree que es posible que todo esté arreglado para entonces?

El señor Foster frunció el ceño.

—No, por desgracia, no. Esta mañana me he encontrado con un mensaje del sobrino del señor Bennett, ha dicho que no podrá venir a recoger los muebles hasta pasadas las fiestas. Sugiere que, por el momento, los dejemos donde están. Supongo que nos las arreglaremos…

—Bueno, en ese caso, ¿me permite hacer una sugerencia? Teniendo en cuenta que Ermentrude no está completamente restablecida, y teniendo en cuenta las incomodidades de la casa por el momento, ¿consideraría usted la posibilidad…?

Emmy y su madre, solas, empezaron a rebuscar mantas y almohadas.

—Hay un colchón en la habitación pequeña de arriba, creo que podrías arreglártelas para dormir ahí unas cuantas noches —sugirió la señora Foster preocupada—. Si pudieran llevarse estos muebles…

Emmy, después de hacerse una especie de cama, declaró que estaría bien.

—No va a ser por mucho tiempo —dijo animada—. Estaré mejor aquí que en Londres. Y papá tiene un buen trabajo, que es lo importante.

Entonces, Emmy bajó a dar de comer a los animales.

—El profesor y Charlie están tardando mucho —comentó—. Espero que Charlie no se haya perdido. Es casi la hora del té, y estoy segura de que debe estar deseando volver a Londres.

El profesor no se había perdido, ni tampoco Charlie. Después de concluir la conversación con el señor Foster, el profesor se había ido a dar un paseo con el perro después de acordar que volvería al colegio a recoger al señor Foster cuando éste acabara el trabajo para volver juntos a la casa.

El tiempo no había mejorado. Caía aguanieve y el cielo, gris, estaba oscureciendo ya rápidamente. Pero no se daba cuenta de estas cosas, tenía la mente ocupada con otras.

—Desde luego, estoy loco —le dijo a Charlie—. A ningún hombre en su sano juicio se le habría ocurrido una cosa semejante, sin tener en cuenta los problemas. ¿Y qué va a pensar Anneliese?

Pero reflexionando sobre ello, se dio cuenta de que no le importaba mucho lo que pensara Anneliese. La habían educado lo suficientemente bien como para mostrarse amable con los huéspedes que él pudiera tener; y si ella y Ermentrude iban a cruzar sus espadas, estaba bastante seguro de que Ermentrude daría tanto como recibiese. Además, Anneliese no iba a hospedarse en su casa, aunque iría de visita con frecuencia.

Quizá hubiera hecho excesivo énfasis en que Ermentrude necesitaba recuperarse de la contusión; pero de no haberlo hecho, su padre no habría aceptado la invitación.

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Volvió al colegio para recoger al señor Foster y, en su compañía, volvió a la casa.

Emmy estaba preparando el té cuando entraron.

—Está empapado —dijo ella innecesariamente—. Y va a llegar muy tarde a su casa. He preparado unas tostadas, y también un cuenco con comida para Charlie cuando lo seque un poco. Ahí hay una toalla vieja para secar al perro. Déme ese abrigo, lo pondré en el respaldo de una silla delante de la chimenea. Va a agarrar un resfriado de espanto.

El profesor, obediente, hizo lo que se le decía, pensando que Ermentrude hablaba como una esposa. Intentó imaginar a Anneliese hablándolo así y no lo consiguió; pero claro, Anneliese jamás permitiría verse en la situación en la que se veía Emmy. Anneliese habría exigido que la llevaran a un hotel de primera inmediatamente. La idea le hizo lanzar una carcajada, y Emmy lo miró sorprendida. El profesor no reía con frecuencia.

El profesor ayudó al padre de Emmy a quitarse la chaqueta mojada.

La madre de Emmy entró en ese momento en la cocina.

—¿Le ha gustado el paseo? Por favor, siéntese. Deje que Charlie se seque delante de la chimenea. Debe estar cansado. Hace una tarde muy mala para viajar.

Emmy colocó las tostadas en la mesa, mantequilla y mermelada. El té estaba fuerte y caliente. Vio al profesor ponerse mermelada en las tostadas, morder, y pensó en los elegantes tés que preparaba Beaker. El profesor alzó el rostro, la sorprendió mirándolo y le sonrió.

El señor Foster bebió un sorbo de té y luego puso la taza en el platillo.

—El profesor Mennolt nos ha hecho una generosa invitación. En su opinión, Emmy necesita descansar después del accidente que ha sufrido y, como médico que es, no le gusta la idea de que Emmy esté aquí con la casa tan alborotada como está. Ha tenido la amabilidad de invitarnos a Holanda a pasar la Navidad en su casa. Se va a marchar pasado mañana…

—Dijo que se iba mañana —interrumpió Emmy.

—Me resulta imposible irme mañana, así que saldré pasado mañana —contestó el profesor suavemente—. Pero me encantaría tenerlos como invitados durante unos días. Con un poco de suerte, cuando vuelvan se solucionarán todos estos problemas. Y como médico, me parece imperdonable permitir que Emmy se recupere aquí.

Emmy tomó aire. Sabía que el profesor no sentía lo que estaba diciendo, su sugerencia era una barbaridad. Además, a ella no le pasaba nada. Abrió la boca para decir precisamente eso, pero volvió a cerrarla, tragándose su protesta. No tenía alternativa en contra de tan profesionales maneras.

Escuchó a su madre recibir la invitación con alegría y alivio.

—¿Pero no le causaremos mucho trastorno, teniendo en cuenta que es Navidad y que estarán toda su familia y amigos? Además, supondrá mucho más trabajo…

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El profesor desechó esos posibles inconvenientes.

—No tiene por qué preocuparse, señora Foster. Si no les importa pasar la Navidad en Holanda, le aseguro de que serán bienvenidos. Me temo que no ha habido tiempo para prepararlo, pero si pudieran estar listos a mediodía de pasado mañana…

El señor y la señora Foster intercambiaron sus miradas. Era una invitación que no podían rechazar ahora que no parecía que el sobrino del señor Bennett fuera a llevarse los muebles y que la casa estaba empantanada; además, Emmy no se había recuperado aún del golpe.

La señora Foster dijo simplemente:

—Gracias, es una invitación sumamente generosa y la aceptamos encantados. Pero, por favor, no permita que interfiramos en los planes que tenga con su familia. Lo que quiero decir es que nos contentamos con tener una cama y un techo sobre nuestras cabezas y…

El profesor sonrió.

—Será un placer tenerlos en mi casa. Siempre he dicho que, por estas fiestas, cuantos más, mejor.

—¿Su familia va a estar en su casa?

—Tengo dos hermanas con niños y un hermano más joven. Estoy seguro de que les encantará conocerlos.

El profesor se puso en pie. —Y ahora, si me disculpan, voy a marcharme ya.

Estrechó las manos del señor y la señora Foster, pero a Ermentrude le dio unas palmadas en el hombro con gesto informal y le dijo que se cuidara.

Cuando se hubo marchado, la señora Foster dijo:

—Es un hombre encantador, y tan amable… Sabes, Emmy, tu padre y yo estábamos muy preocupados con la Navidad, no sabíamos que íbamos a hacer. Y ahora se ha presentado el profesor y nos ha solucionado el problema, es maravilloso.

El señor Foster estaba observando a su hija.

—Es un buen hombre, y un gran profesional, según tengo entendido. Me ha dicho que está prometido. Supongo que conoceremos a su novia.

Emmy dijo con voz alegre.

—Oh, sí, yo ya la conozco. Vino un día al hospital a verlo cuando estaba aquí en Londres de visita. Es muy guapa. Es rubia, delgada y viste de maravilla.

—¿Te cayó bien? —le preguntó su madre.

—No —respondió Emmy—. Pero supongo que se debe a que es la clase de persona que me gustaría ser a mí y que no soy.

—Bueno, vamos a organizar esto un poco —dijo su madre rápidamente—. Después, iremos a ver qué ropa nos vamos a llevar. Tengo esa falda negra larga y

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una blusa china muy bonita, supongo que eso me servirá para la cena de Noche Buena. ¿Y tú, Emmy?

—El traje de terciopelo marrón me servirá —tendría que servirle puesto que no tenía nada más apropiado para una cena formal—. También me llevaré una falda, una chaqueta, un par de jerseys y otro par de blusas, el abrigo, y… ya está. Al fin y al cabo, sólo vamos a pasar allí unos días.

—Cuando vendamos la casa te comprarás ropa. Y ahora que tu padre tiene este estupendo trabajo…

—Oh, tengo ropa de sobre —dijo Emmy sin darle importancia—. Además, la ropa no me importa. Lo importante es que papá ha conseguido este trabajo y que esta casa es encantadora.

El profesor hizo el trayecto de regreso a Chelsea con Charlie sentado a su lado.

—No sé qué locura me ha dado de repente —le dijo a su compañero—. A Anneliese no le va a hacer ninguna gracia esto; sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Te gustaría a ti pasar la Navidad en medio de ese caos? No, claro que no. Ha sido un gesto humanitario…

Mientras cenaba aquella noche, pensó en el ajuste de planes que tenía que hacer. Después, se fue al estudio y descolgó el teléfono.

Más tarde, Beaker le llevó un café al estudio y carraspeó suavemente.

—Señor, la señora Burge y yo echamos de menos a la señorita Foster.

El profesor lo miró por encima de las gafas.

—Y yo, Beaker. A propósito, ella y sus padres van a venir conmigo a Holanda a pasar la Navidad, debido a que la casa a la que se han trasladado, por una serie de desgraciadas circunstancias, no está lista para ser habitada por el momento, y no tenían otro sitio al que ir.

El rostro de Beaker permaneció impasible.

—Si me lo permite, señor, me parece una idea excelente. La señorita Foster aún no se ha recuperado del todo después de ese ataque.

—Exacto, Beaker. Saldré para Holanda pasado mañana; no le importa meter algunas cosas en la maleta por mí, ¿verdad? Lo suficiente para una semana.

Cuando Beaker se marchó, el profesor enterró su nariz en un pesado tomo y se olvidó del resto del mundo. Sin embargo, al irse a la cama, recordó que debería haber telefoneado a Anneliese. Aunque… quizá fuera mejor decírselo cuando estuvieran en Holanda. Estaba seguro de que recibiría a sus invitados con el mismo agrado que el que sus hermanas le habían prometido que mostrarían hacia la familia Foster.

Emmy durmió mal esa noche. El colchón en el suelo, rodeado de muebles por todas partes, no le ayudó a descansar. Tampoco sus pensamientos, centrados en el profesor y de poco sentido común.

Fue un día de mucho ajetreo. Después de hacer las maletas, se esmeraron en el aseo personal.

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—Espero que el profesor no se avergüence de nosotros —dijo la señora Foster.

—No, mamá, claro que no. Él no es de esa clase de personas. Es amable y, y… Bueno, es amable.

Su madre le lanzó una curiosa mirada y Emmy añadió:

—A veces, es un poco pesado.

La señora Foster, sabiamente, no dijo nada.

Se acostaron temprano en una casa muy silenciosa ahora que George, Snoodles y Enoch estaban en una perrera cerca de Shaftesbury donde iban a pasar la Navidad.

Emmy pasó otra noche de insomnio, preocupada con su ropa y con la posibilidad de que el profesor se estuviera arrepintiendo de su generoso gesto. ¿Y qué iba a decir Anneliese cuando se enterase? Por fin, se durmió y tuvo una pesadilla, de la que se despertó aliviada.

Después de cerrarlo todo, sólo les quedaban unos minutos para tomar un café antes de que se hiciera la hora en que el profesor iba a ir a recogerlos.

El profesor llegó puntualmente, relajado y tranquilo, se tomó el café que le ofrecieron, metió el equipaje en el maletero del coche e invitó a todo el mundo a entrar en el vehículo.

El señor Foster se sentó delante con él porque, como el profesor observó, podía necesitar ayuda en cuanto a la dirección a tomar. —Vamos a Dover a tomar allí el trasbordador. Es más rápido así.

Se sentó al volante y se volvió para mirar a la señora Foster.

—¿Tiene los pasaportes? —preguntó el profesor—. ¿Las llaves y todas esas cosas que se suelen olvidar en el último momento?

—Creo que lo tengo todo, profesor.

—¿Por qué no me tutea y me llama Ruerd? —su mirada viajó hasta el rostro, bastante pálido, de Emmy; pero a ella no le dijo nada.

Era otro día frío, aunque no llovía; pero el cielo estaba oscuro y gris. El profesor paró el coche en el pub de un pueblo para almorzar, comieron sopa y bocadillos.

—¿Vamos bien de tiempo para tomar el trasbordador? —preguntó la señora Foster preocupada.

—Sí, tenemos tiempo de sobra —le aseguró el profesor—. Este camino es más largo, pero la autopista de Londres a Dover estará con mucho tráfico.

—¿Ya ha tomado este camino antes? —preguntó el padre de Emmy.

—No, pero parece una buena ruta. Con buen tiempo, debe ser muy agradable. No me gustan las autopistas, aunque no me queda más remedio que ir por ellas con frecuencia.

Por fin, se metieron en la autopista ya cerca de Dover.

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Una vez en barco, Emmy se sentó junto a su madre mientras tomaban té con pastas. Su padre se había quedado dormido y el profesor, después de disculparse, se sacó unos papeles del bolsillo, se puso las gafas y se sumergió en su contenido.

La travesía no fue muy agitada; de todos modos, Emmy se alegró de verse en el coche otra vez.

—¿No está muy cansada? —le preguntó el profesor.

Una vez pasado el tráfico de Calais, el profesor condujo hacia la frontera de Francia con Bélgica; allí, tomó una carretera que iba a Ghent y, después, a Holanda.

Emmy miró por la ventanilla y el paisaje le resultó demasiado plano y poco interesante. Por lo tanto, decidió contemplar la cabeza del profesor, y deseó estar sentada a su lado. De pronto, se dio cuenta del camino que habían tomado sus pensamientos y puso remedio inmediatamente. Tanto viaje se le estaba subiendo a la cabeza, no debía permitirse unas ideas tan tontas. Las circunstancias les habían acercado, y las circunstancias los separarían muy pronto.

Suspiró y luego contuvo la respiración cuando el profesor le preguntó:

—¿Qué le pasa, Ermentrude?

Se le había olvidado que él podía verla a través del espejo retrovisor.

—Nada, nada. Estoy bien. Esto es muy interesante.

Una respuesta tonta, teniendo en cuenta que era casi de noche y el paisaje no tenía ningún interés.

Era completamente de noche cuando cruzaron las puertas de la verja y se vieron las luces de la casa que había hacia delante. Emmy no había imaginado que fuera así. Quizá una villa, o una casa de campo grande; pero no esa enorme casa cuadrada de grandes ventanas e imponente puerta delantera.

Al salir del coche, la puerta se abrió y Solly y Tip corrieron ladrando a saludarlos. Cokker les dio la bienvenida con más tranquilidad que los perros, pero como si le pareciese lo más normal del mundo que gente desconocida se presentase casi sin avisar a pasar allí las fiestas de Navidad.

El vestíbulo era acogedor, estaba espléndidamente iluminado y, en un rincón, había un árbol de Navidad aún no decorado. Cokker recogió los abrigos y las bufandas, y todos entraron en el cuarto de estar.

—¡Oh, qué habitación más bonita! —exclamó la señora Foster. —Me alegro de que le guste. ¿Quieren tomar una copa antes de ir a sus habitaciones? ¿Les parece bien que nos sirvan la cena dentro de media hora?

—Sí, gracias —la señora Foster le dedicó una amplia sonrisa—. No sé los demás, pero yo tengo mucha hambre.

Se sentó al lado de la chimenea y miró a su alrededor sin disimular lo que le gustaba esa sala.

—Ruerd, esto es precioso. ¿Cómo es que prefieres pasar buena parte del año en Inglaterra?

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—Voy donde mi trabajo me lleva —respondió él sonriendo—. Y estoy muy a gusto en Chelsea, aunque éste es mi verdadero hogar.

El profesor se acercó a la mesa de las bebidas y se sentó al lado del señor Foster para charlar con él mientras Emmy se sentaba con su madre.

Al cabo de unos minutos, apareció Cokker seguido de una mujer alta y fuerte, ya pasada su juventud, pero muy derecha.

—Ah, Tiele —dijo el profesor—. Es el ama de llaves y la esposa de Cokker. No habla inglés, pero estoy seguro de que se entenderán bien con ella.

Él profesor le dijo algo que Emmy supuso sería en holandés.

—Tiele es de Frisia, así que ella y yo hablamos frisón cuando estamos juntos…

—¿Y usted no es holandés? ¿Es frisón? —le preguntó Emmy.

—Mi abuela era frisona —le contestó el profesor—. Tiele los llevará arriba; cuando estén listos, bajen otra vez. Pero no tengan prisa… deben estar muy cansados.

De camino a la puerta, Emmy se paró junto a él.

—¿Y usted no está cansado? —le preguntó ella.

El profesor le sonrió.

—No. Cuando estoy con gente que me gusta y haciendo lo que me apetece, nunca me canso.

El profesor sonrió perezosamente, y Emmy se alejó en pos de su madre, de su padre y de Tiele, que subían la curva escalera.

«Era inevitable que acabara enamorándome de él», pensó Emmy. «Pero es una pena haberme dado cuenta ahora, podría haberlo hecho al volver y así no tendría que verlo. Tengo que comportarme con cierta frialdad cuando esté con él».

Había habitaciones a lo largo de una galería semicircular que rodeaba la escalera. Emmy vio a sus padres desaparecer en la parte delantera de la casa; luego, Tiele la condujo al lado opuesto.

No era un dormitorio muy grande, pero estaba exquisitamente decorado con una cama de canapé, una coqueta estilo Guillermo IV, dos sillones georgianos tapizados en el mismo tejido que las cortinas y la colcha, y una mesilla de noche de caoba.

La única ventana, muy alta, daba a un balcón de hierro forjado. También había un armario; y la habitación tenía un pequeño, pero perfecto, cuarto de baño.

Emmy se paseó por la habitación mientras contemplaba los objetos de decoración.

—No sé si Anneliese se da cuenta de la suerte que tiene —comentó en voz alta.

Entonces, se arregló un poco, se cepilló el cabello, se empolvó la nariz y fue a buscar a sus padres.

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—Querida —dijo su madre preocupada—, ¿crees que hemos hecho bien en venir? Quiero decir que… mira todo esto…

Su padre dijo con sentido común:

—Esta es la casa de Ruerd, querida, y él nos ha invitado. Da lo mismo que sea una mansión que una casita de campo. Me parece que eso no tiene importancia para él y, por tanto, tampoco nosotros debemos darle importancia.

Bajaron al cuarto de estar y encontraron al profesor delante de la chimenea con los perros pegados a él.

—¿Han encontrado todo lo que necesitan? —le preguntó a la señora Foster—. Por favor, cualquier cosa que necesiten, pídanla. Ya sé que los he traído aquí a toda prisa y no les he dado mucho tiempo para hacer el equipaje ni para prepararse.

Cuando Cokker entró, el profesor dijo:

—Creo que la cena ya está servida. Y si no está usted muy cansado, señor, me gustaría enseñarle unas primeras ediciones que tengo en la biblioteca. Hace poco he encontrado el Hesperides de Robert Herrick, siglo diecisiete, pero quizá usted sepa mejor que yo la fecha exacta de la edición…

El comedor era tan impresionante como el cuarto de estar, con una mesa de pedestal de caoba rodeada de doce sillas; las dos sillas principales, una en cada extremo de la mesa, estaban talladas y tapizadas con cuero rojo. Era una habitación grande, con espacio de sobra para la enorme mesa auxiliar que había a lo largo de una pared y una pequeña mesa de servir delante de ésta.

También había cuadros en las paredes. Emmy, que no quería parecer curiosa, decidió echarles un ojo cuando estuviera sola. Por el momento, se contentó con centrar su atención en la deliciosa cena que les habían ofrecido: salmón ahumado en pan tostado con mantequilla, faisán asado con patatas y una variedad de verduras como guarnición; y, de postre, crème brûlée.

Tomaron el café en el cuarto de estar. Después, el profesor se llevó al señor Foster a la biblioteca, pero antes les dio a la señora Foster y a Emmy las buenas noches:

—El desayuno es a las ocho y media; pero si prefieren tomarlo en la cama, no tienen más que decirlo. Que duerman bien.

Su mirada se clavó en el rostro de Emmy durante un momento, ella apartó los ojos rápidamente.

No iba a dormirse, pensó tumbada en el baño de espuma. Tenía que pensar en todos sus problemas, el principal era cómo olvidar al profesor lo antes posible. Sólo se trataba de un capricho pasajero, se dijo a sí misma. «Se me pasará cuando deje de verlo».

Se metió en la cama y se quedó admirando un rato la habitación antes de apagar la luz, dispuesta a quedarse despierta y preocupada toda la noche. Pero se durmió inmediatamente, su último pensamiento fue para el profesor.

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Capítulo 7 Emmy se despertó a la mañana siguiente cuando una chica joven entró en su

cuarto con una bandeja de té. Sonrió a Emmy, descorrió las cortinas, rió y luego se marchó.

Emmy se bebió el té y saltó de la cama con la intención de asomarse al balcón. Lo abrió y salió con cuidado. Los azulejos estaban helados y se le encogieron los pies del frío, pero el aire era fresco y olía a mar.

Respiró profundamente varias veces y se quedó contemplando el jardín. Era más que un jardín, se extendía a lo lejos hasta el mar. Miró hacia el horizonte y, luego, al jardín otra vez. El profesor estaba en el jardín, justo debajo del balcón, mirándola, los perros a su lado.

El profesor le dio los buenos días.

—Ermentrude, vístete y sal aquí.

Y luego, se rió.

—Buenos días, profesor. Y creo que no, gracias, tengo frío —respondió con modales altaneros.

—Claro que tienes frío, estás en camisón. Vamos, vístete y baja. Necesitas hacer ejercicio.

Mirándolo y viéndolo reír, Emmy casi se mareó.

—Está bien, dentro de diez minutos.

Volvió a meterse en la habitación, dejando al profesor preguntándose por qué verla con ese camisón que la tapaba todo y el cabello revuelto cayéndole por los hombros le excitaba mucho más que lo que hubiera podido excitarle Anneliese jamás, incluso con el más exquisito de los vestidos. Pero inmediatamente, se recordó a sí mismo que Anneliese iba a ir esa noche a cenar y se arrepintió de haber invitado a Emmy.

Ella se reunió con él envuelta en su abrigo, con una bufanda por la cabeza y zapatos calientes. A Tip y a Solly les gustó.

—Es una pena que Charlie no esté aquí.

—Creo que a Beaker no le habría gustado, Charlie se ha convertido en su otro niño mimado, como Humphrey.

Emprendieron el paseo a lo largo del jardín; al final, el profesor abrió la puerta de una valla y la llevó hasta el borde de las dunas que se interponían entre ellos y el mar. El viento soplaba con fuerza, las olas eran altas y el mar había adquirido un color gris acero.

El profesor le puso a Emmy un brazo por los hombros para ayudarla a caminar.

—¿Le gusta?

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—¡Sí, claro que sí, esto es el paraíso! Y tan silencioso… quiero decir que no hay coches ni gente…

—Sólo nosotros —dijo el profesor.

Todavía no era completamente de día, pero Emmy vio la ancha franja de arena extendiéndose a ambos lados de donde estaban para desaparecer en la bruma de la mañana.

—Se pueden andar kilómetros y kilómetros —dijo Emmy—. ¿Cuánto?

—Todo el camino hasta Helder, al norte, y hasta Hoek, al sur.

—Debe acordarse de esto cuando está en Londres.

—Sí. Supongo que un día acabaré instalándome aquí.

—Sí, claro, lo hará cuando se haya casado y tenga una familia —dijo Emmy.

Y sintió el dolor que sus propias palabras le produjeron. ¿Iría Anneliese con él a pasear y a ver el mar una fría mañana con viento? ¿Y sus hijos? Se imaginó un montón de niños con el profesor e, inmediatamente, desechó la idea; Anneliese tendría un hijo, dos a lo sumo. Sintió las lágrimas asomar a sus ojos. Ruerd sería un padre ejemplar y su casa suficientemente grande para albergar a un ejército de niños, pero eso no ocurriría jamás.

—Está llorando —dijo el profesor—. ¿Por qué?

—Es el viento, hace que me salgan lágrimas. Este aire está tan frío como los cubitos de hielo del frigorífico, ¿verdad?

Él sonrió.

—Una buena descripción. Venga, volvamos a casa para desayunar, luego tenemos que decorar el árbol. Volveremos en otro momento, haga el tiempo que haga, ésta es una vista magnífica.

El desayuno fue animado, sus padres habían dormido bien y la conversación se centró en la Navidad.

—Mis hermanas van a venir más tarde, pero mi hermano vendrá mañana. Anneliese, mi prometida, vendrá esta noche para cenar.

—Estamos deseando conocerla —mintió la señora Foster educadamente.

El instinto maternal le decía que a Anneliese no iba a gustarle encontrarlos en casa de Ruerd. Aunque, por supuesto, Emmy no era rival, pensó la señora Foster con tristeza. Una chica extraordinaria, pero no era guapa. Un hombre tan guapo como Ruerd escogería una mujer hermosa como esposa.

Decoraron el árbol después del desayuno: en la copa, pusieron un hada que, según les dijo el profesor, después de Navidad se la darían a su sobrina pequeña.

—¿Tiene muchos sobrinos? —preguntó la señora Foster.

—Hasta ahora, tres sobrinas y cuatro sobrinos. Espero que les gusten los niños…

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—Por supuesto, Ruerd, nos encantan. Nos sentimos muy mal por no haberles traído ningún regalo.

—Por favor, no diga eso. Les damos tantos regalos que ya no saben qué hacer con ellos.

Emmy, que estaba haciendo guirnaldas para el cuarto de juegos de los niños, encontró al profesor a su lado.

—Después de comer, le enseñaré la casa si quiere; pero ahora, ¿le importaría acompañarme con esas guirnaldas para colgarlas en el cuarto de los niños antes de que lleguen?

El cuarto de los niños estaba en la parte posterior de la casa. Tenía camas y un dormitorio para la niñera, con una pequeña cocina americana y un baño extraordinariamente equipado.

—Los niños duermen aquí, pero se pasean libremente por la casa y hacen lo que quieren. En mi opinión, los niños deberían estar el mayor tiempo posible con los padres, ¿no le parece?

—Sí, por supuesto. De lo contrario, no es una familia, ¿no? —Emmy estaba de pie, dándole las guirnaldas, mientras él las cruzaba de pared a pared—. ¿Usted también dormía aquí cuando era pequeño?

—Si, hasta los ocho años. El día que cumplíamos ocho años, nos daban un cuarto.

Acabó de colgar las guirnaldas, se volvió y se la quedó mirando.

—¿Le gusta mi casa, Ermentrude?

—Sí, por supuesto que me gusta. Supongo que es usted muy feliz aquí.

Emmy se encaminó hacia la puerta, nerviosa bajo la penetrante mirada del profesor.

—¿A qué hora llegarán sus hermanas?

La voz de él se tornó casual de nuevo.

—Dentro de poco, después de comer. El resto de la tarde esto va a ser un caos. También van a venir unos amigos a cenar.

Emmy se detuvo al alcanzar las escaleras.

—Ha sido muy considerado con nosotros, profesor, pero eso no significa que tenga que incluirnos en sus reuniones familiares —lo vio fruncir el ceño—. Me parece que no me he explicado bien, pero creo que me ha comprendido, ¿verdad? Lo que quiero decir es que mis padres y yo no nos ofenderíamos por cenar a parte. Usted no contaba con nosotros y…

Le había enfadado. Emmy comenzó a bajar las escaleras arrepintiéndose de haber abierto la boca, pero tenía que decirlo. Quizá, si no se hubiera enamorado del profesor, no sentina esa necesidad de dejar claro que sabía que les había invitado por compasión.

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El profesor la hizo parar, la obligó a girarse para mirarlo y, cuando habló, lo hizo con voz rígida para controlar la cólera.

—Jamás vuelva a decirme una cosa así, Ermentrude. Usted y sus padres son mis invitados, y son bienvenidos a mi casa. Haga el favor de recordarlo.

La mano de él la mantuvo quieta.

—Está bien, no lo olvidaré —contestó Emmy—. Pero no es necesario que se enfade tanto.

Entonces, él sonrió.

—¿Debería pedirle perdón? ¿La he asustado?

—No. Hace mucho que sé que usted esconde sus sentimientos —sus miradas se cruzaron y Emmy enrojeció de pies a cabeza—. Vaya, ahora soy yo quien le pide disculpas. Dios mío, jamás me habría atrevido a hablarle así en el hospital. Debe ser porque estamos aquí.

Él se la quedó mirando, asintió y empezó a bajar las escaleras, con la mano aún en el brazo de Emmy.

El almuerzo fue animado. El profesor y el señor Foster parecían tener mucho en común; no se les acababan los temas de conversación, aunque tenían cuidado de incluir a Emmy y a la señora Foster.

Poco tiempo después, los huéspedes empezaron a llegar. De repente, la casa pareció llena de niños corriendo, gritando, riendo, abrazando a los perros y a su tío, e incluyendo a Emmy y a sus padres en sus vidas como si los conocieran de siempre.

Sólo había cuatro, tres niños y una niña, pero parecían muchos más; el mayor tenía seis años y la pequeña dos. Una niñera escocesa de aspecto imponente apareció con ellos; pero nada más ver a la poco pretenciosa figura de Emmy, la niñera la tomó cariño. Por lo tanto, la invitaron inmediatamente a ir al cuarto de los niños con su madre, una joven alta y guapa como el profesor. Había estrechado la mano de Emmy y le había gustado inmediatamente.

—Joke. Me llamo Joke. Espero que te gusten los niños. Los míos se vuelven locos por Navidad, y Ruerd los mima demasiado. Mi hermana Alemke llegará pronto; ella tiene un niño, dos niñas, y un bebé en camino —dedicó una maliciosa sonrisa a Emmy—. ¿Te parecemos demasiado alborotadores?

—No, no. Me gustan los niños. Sólo que… verás, el profesor es tan distante en el hospital… Nunca lo había imaginado en familia…

—Sí, te entiendo —Joke hizo una mueca—. A mi hermano le encantan los niños, pero me parece que a Anneliese, su novia, no le gustan mucho. ¿Crees que estoy criticando a esa mujer? Pues sí, lo estoy criticando. Jamás comprenderé por que mi hermano se va a casar con una mujer como esa. Supongo que porque es adecuada.

Joke tomó a Emmy del brazo.

—Me alegro de que estés aquí. Aunque espero que los niños no se te peguen como las lapas.

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—No me importaría en absoluto. ¿Qué edades tienen los hijos de tu hermana?

—El niño tiene cinco, y las niñas, que son mellizas, tienen casi tres. Bueno, vamos a bajar a tomar el té.

La otra hermana llegó cuando Joke y Emmy bajaron al cuarto de estar; y, de repente, había más niños a los que el problema del lenguaje no les impidió tomar posesión de Emmy. Alemke se parecía mucho a su hermana, aunque era más joven.

—¿No es divertidísimo? —preguntó en un inglés tan bueno como el de Emmy—. Me encanta que haya mucha gente en la casa. Nuestros maridos van a venir más tarde; y supongo que también vendrán la tía Beatrix y el tío Cor, y la abuela ter Mennolt. Es un poco mandona, pero no le hagas caso. También vendrán los amigos de Ruerd. Va a ser muy divertido. Ah, y Anneliese, por supuesto.

Las dos hermanas intercambiaron una mirada.

—No nos gusta, aunque lo hemos intentado —dijo Joke.

—Es muy guapa —dijo Emmy.

—¿La conoces?

—Sí, vino un día al hospital cuando yo trabajaba allí, a ver al profesor.

—¿Siempre llamas «profesor» a Ruerd? —preguntó Joke.

—Pues sí. Él es… es… Bueno, es difícil explicarlo, pero en el hospital… En fin, el es un especialista y yo sólo era la telefonista.

Alemke la tomó del brazo.

—Ven aquí, siéntate con nosotras a tomar el té y háblanos del hospital. ¿No estalló una bomba o algo parecido? Creo que Ruerd mencionó algo así. Fue cuando Anneliese estaba en Londres, ¿verdad?

Emmy aceptó una delicada taza de porcelana con té y un bizcocho.

—Sí. Debió ser muy difícil para el profesor porque, por supuesto, estaba más ocupado que de costumbre.

Joke y Alemke volvieron a intercambiar miradas. Ahí tenían la respuesta a sus plegarias. Aquella chica joven de rostro sencillo y hermosos ojos era exactamente lo que querían para su hermano. Habían visto, con satisfacción, que aparte de unas palabras amables, Ruerd había estado evitando a Emmy y se había marchado al otro extremo de la habitación. Buena señal; pero, desgraciadamente, Ruerd se había prometido con Anneliese. Que, sin duda, iría aquella tarde más hermosa que nunca.

A los niños, alborotados pero cansados, se los llevaron después del té a darles un baño, a cenar y a la cama, El resto, se fueron a cambiar de ropa para la cena.

Emmy había visto con placer que sus padres estaban disfrutando y se encontraban muy a gusto entre aquel lujo. Pero recordó que, antes de que a su padre le hubieran echado por reducción de personal, él y su madre habían disfrutado de una activa vida social. Su estilo de vida cambió al ir a Londres.

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Emmy tardó en vestirse, pero el resultado fue el mismo, pensó mirándose al espejo. El vestido marrón, que como mejor podía describirse era como útil, le confería un aspecto anodino; era modesto y servía para llevarlo año tras año sin que se notara.

Emmy lo había comprado en unas rebajas para la fiesta anual del hospital hacía dos años. No le favorecía, aunque no podía ocultar su bonita figura.

Bajó las escaleras despacio, con la esperanza de que nadie se fijara en ella.

El profesor sí se fijó en ella… y se dio cuenta por qué Emmy no había querido mezclarse con los demás invitados a la cena. Cruzó el vestíbulo para recibirla al pie de la escalera, le tomó la mano y, con una sonrisa, asintió.

—Muy bonita, Ermentrude. Venga a conocer al resto de los invitados.

Sus cuñados ya estaban allí, pero el profesor le presentó primero a una mujer de edad avanzada que estaba sentada al lado de una consola.

—Tía Beatrix, te presento a Ermentrude Foster, que va a pasar unos días aquí con sus padres, a los que ya te he presentado.

La anciana la miró de arriba a abajo y le ofreció la mano.

—Ah, sí. Tienes un nombre poco corriente. ¿Eres una chica poco corriente?

Emmy le estrechó la mano.

—No, no, soy muy normal.

La tía Beatrix dio unas palmadas en una banqueta que había a sus pies.

—Vamos, siéntate y dime qué es lo que haces —se quedó mirando a Emmy—. ¿Trabajas?

—Sí —Emmy le habló de su trabajo en el hospital—. Pero ahora que papá tiene un trabajo en Dorset, voy a vivir allí y voy a hacer un curso.

—¿De qué?

—Quiero aprender a bordar profesionalmente, y también a tejer. Me gustaría hacer ropa y quizá tapices. Y cuando sepa lo suficiente, me gustaría abrir una pequeña tienda.

—¿Y no quieres casarte?

—Bueno, sí: si alguien se enamorara de mí y yo de él, me gustaría casarme —respondió Emmy.

El profesor, que se había alejado, volvió.

—Venga, voy a presentarle a Rik y a Hugo, y a los demás.

Le puso una mano en el hombro y la llevó hasta donde estaban sus cuñados. Después, se detuvo delante de Anneliese, muy guapa con un vestido rojo, un maquillaje delicado y su cabello una obra de arte de rizos sueltos.

—¿Te acuerdas de Ermentrude? —preguntó el profesor en tono animado.

—Claro que me acuerdo de ella —Anneliese se quedó mirando el vestido marrón y, despacio, sonrió; una leve sonrisa malévola—. Ha debido ser terrible tener

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que venir con tantas prisas. Ruerd me lo ha contado todo, por supuesto. Debes estarle muy agradecida, ¿no? Una pena no haber tenido tiempo ni para comprar algo de ropa decente. En fin, como sólo vas a pasar aquí unos días…

—Sí, eso es —respondió Emmy controlándose. Justo en ese momento, llamaron al profesor y Anneliese, volviéndose, se dirigió a una mujer alta y robusta que estaba charlando cerca de donde estaban ellas.

—Mamá, ven a conocer a la chica a la que Ruerd está ayudando otra vez.

Mevrouw van Moule ignoró la mano que Emmy le ofreció. Sus ojos eran fríos y las comisuras de la boca hacia abajo. Emmy pensó que, en unos años, Anneliese presentaría el mismo aspecto que esa mujer.

—Supongo que te encontrarás incómoda, ¿verdad? Tengo entendido que trabajas en el hospital.

—Sí —respondió Emmy en tono agradable—. Un trabajo honesto, como el del profesor. El también trabaja todos los días.

Emmy le dedicó una dulce sonrisa a Anneliese y añadió:

—¿Y tú, Anneliese, en qué trabajas?

—Anneliese es demasiado delicada y sensible para trabajar —declaró su madre—. Además, no lo necesita. Se va a casar con el profesor Mennolt en breve.

—Sí, lo sabía.

Emmy sonrió a ambas. Le resultó difícil, porque lo que quería hacer era darles una bofetada a las dos.

—Encantada de haberte vuelto a ver —le dijo a Anneliese antes de cruzar la habitación para reunirse con su madre y su padre, que estaban hablando con una pareja de edad avanzada, primos del profesor.

Las dos hermanas de Ruerd, desde el otro lado de la habitación, notaron las mejillas encendidas de Emmy y su barbilla alzada, y se preguntaron qué le habría dicho Anneliese. Cuando el profesor se reunió con ellas un momento, Joke le dijo:

—Ruerd, ¿por qué has dejado a Emmy sola con Anneliese y con su madre? La han disgustado. Ya sabes lo desagradable que puede llegar a ser Anneliese —pero captó la mirada de su hermano—. Está bien, no debería haber dicho eso. Pero su madre también estaba ahí con ella… Joke se apartó y acudió al lado de Emmy.

—¿Habéis cruzado las espadas? —le preguntó a Emmy al oído—. ¿Han estado muy mal contigo?

—Sí.

—Espero que les hayas contestado como se merecían —le dijo Joke.

—Bueno, no. Quería hacerlo, pero no podía, ¿no te parece? Soy una invitada, ¿no es cierto? No podía contestar.

—¿Por qué no?

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—Anneliese se va a casar con Ruerd. Él… él debe amarla mucho y se disgustaría si yo la hubiera enfadado.

Joke le puso una mano en el brazo.

—Emmy, querida, ¿te importa mucho que Ruerd se disguste?

—Sí, por supuesto. Él es… es amable, paciente y muy generoso, y merece ser muy feliz —Emmy miró a Joke, inconsciente de que sus sentimientos estaban escritos en su sencillo rostro.

—Sí, es todo eso que has dicho —declaró Joke con voz grave—. Ven, te voy a presentar a más miembros de la familia. Somos un regimiento, ¿verdad? ¿Has conocido a mi abuela?

Veinte personas se sentaron a la mesa, que había sido extendida y se habían añadido más sillas; pero aún había sitio de sobra. Emmy, sentada entre uno de los cuñados del profesor y un hombre muy jovial amigo de la familia, podía ver a sus padres al otro lado de la mesa; era evidente que se estaban divirtiendo.

El profesor estaba sentado a la cabeza, con Anneliese a un lado y su abuela al otro. Emmy apartó los ojos de él y los fijó en otro sitio. Había mucho que ver. Para empezar, la mesa, con su mantel de encaje, las brillantes copas de cristal y la inmaculada cubertería. Había un centro de Navidad, lleno de hojas de acebo, rosas y velas en un candelabro de plata.

La cena no desmereció el esplendor de la mesa: sopa de acederas, lenguado a la mostaza, pastel de venado, coles de bruselas con castañas, puré de espinacas y crema de patatas; y, de postre, una variada selección.

Emmy, encontrando difícil elegir entre unas trufas y el suflé a la milanesa, recordó el pan con mermelada que el profesor había comido en su casa y se sonrojó. Volvió a sonrojarse cuando el profesor cruzó una mirada con ella y sonrió. Quizá él también se había acordado… No, con Anneliese a su lado, imposible.

Emmy, saboreando la trufa, vio que Anneliese estaba jugueteando con una copa llena de agua. No era extraño que estuviera tan delgada. No, no delgada, estaba esquelética. Y por bonito que fuera su vestido, no podía disimular que Anneliese no tenía pecho. Con alegría, se dio cuenta de que el suyo no tenía nada que envidiar al de nadie. Una pena ese vestido marrón; pero como el profesor casi ni la miraba, igual le habría dado llevar puesto un saco de patatas.

Una vez que terminaron de cenar, volvieron todos al cuarto de estar y Emmy se sentó al lado de su madre.

La señora Foster lo estaba pasando muy bien.

—Esto es encantador, Emmy. Cuando pienso que ahora podríamos estar en la casa llenos de muebles por todas partes… Ojalá le hubiéramos comprado un regalo a Ruerd.

—No había tiempo, mamá. Quizá podamos comprarle algo y enviárselo por correo cuando volvamos a casa. ¿Ha dicho cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?

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—No, pero le ha dicho a tu padre que tiene que volver a Inglaterra el día veintiséis, así que supongo que volveremos con él —la señora Foster se interrumpió un momento pensativa—. No me gusta su prometida, no le va a hacer feliz.

Entonces, se les unieron otros invitados y el resto de la velada transcurrió agradablemente. Alrededor de medianoche, Anneliese y su madre se marcharon a su casa. Al despedirse brevemente de Emmy y de su madre, dijo:

—Volveré mañana. Ruerd tiene unos sirvientes excelentes, pero necesitan que se les vigile. Han tenido mucha suerte de que Ruerd les haya ofrecido un techo bajo el que cobijarse por Navidad. Por supuesto, es lo menos que podía hacer.

Les dedicó una radiante sonrisa y se marchó.

—No me gusta —murmuró la señora Foster.

—Es muy guapa —dijo Emmy—, Será una esposa muy adecuada.

Alemke se reunió con ellas y se pusieron a charlar; pronto, otros invitados se agruparon a su alrededor hasta que empezaron a marcharse a sus casas. Durante todo este tiempo, el profesor había conseguido estar ocupado al otro lado de la habitación, yendo de un grupo de gente a otro, deteniéndose donde estaban ellas para preguntarle a la señora Foster si se encontraba bien o si necesitaba algo y deseándole a Emmy que estuviera disfrutando. El perfecto anfitrión.

El día siguiente era Nochebuena, y Anneliese llegó a almorzar envuelta en cashmere. Al menos, esta vez había ido sola, y representó el papel de futura ama de la casa de Ruerd con un encanto que hizo rechinar los dientes de Emmy.

Conseguía hacer que Emmy se sintiera como si estuviera allí por caridad, incluso cuando Anneliese sonreía o hablaba y daba órdenes a Cokker como si ya fuera su señora. Cokker se marchó a contestar al teléfono y Anneliese aprovechó la oportunidad que se le presentaba para alterar los arreglos del almuerzo y para regañar a Cokker por una nimiedad. Después, con voz dulce, le preguntó a Emmy que, ya que iban a ir otros invitados, si no tenía otra ropa que ponerse.

—No, no tengo —respondió Emmy fríamente—. Y si no quieres sentarte a la mesa conmigo, dilo. Estoy segura de que al profesor no le importará si mis padres y yo comemos en otra habitación.

Después de una pausa momentánea, añadió:

—Voy a ir a preguntárselo y…

—No, no —dijo Anneliese sin pérdida de tiempo—. No he querido… Sólo era una sugerencia. Estás bien; además, todo el mundo sabe que…

—¿Qué es lo que sabe todo el mundo? —preguntó el profesor desde la puerta.

Miró a una y a otra, y Emmy respondió con voz tensa.

—Eso pregúnteselo a Anneliese.

Y pasó por delante de él para salir de la habitación.

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—El matrimonio Foster y Emmy son mis invitados, Anneliese —dijo el profesor con voz queda—. Espero que lo recuerdes. ¡Y espero que recuerdes que estás en mi casa!

Ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla.

—Querido Ruerd, claro que lo recuerdo. Pero Emmy no está bien aquí ¿sabes? Ésta no es la clase de vida a la que está acostumbrada. Me acaba de decir que ella y sus padres se sentirían más a gusto almorzando solos. Yo le he dicho que no tiene mal aspecto, pero ella está avergonzada de su ropa y… En fin, todo el mundo sabe que no les ha dado tiempo a prepararse para venir aquí como es debido.

Anneliese encogió los hombros.

—Ruerd, he hecho todo lo que he podido —le lanzó una sonrisa—. Voy a ira ver a tus hermanas, casi no he tenido tiempo de hablar con ellas.

El profesor se quedó allí un momento, donde ella le había dejado, muy pensativo. Después, se alejó del cuarto de estar, donde todo el mundo estaba tomando el aperitivo antes del almuerzo, y empezó a abrir puertas y a cerrarlas hasta que encontró a Emmy en el invernadero, al lado de la enorme pila, de pie y sin hacer nada. Cerró la puerta y se apoyó en ella.

—Sabes, Emmy, no tiene ninguna importancia la ropa que lleves. Anneliese me ha dicho que te avergüenzas de la ropa que llevas y que por eso no quieres reunirte con el resto de los invitados. Ya sé que las mujeres le dan importancia a la ropa que llevan, pero lo que importa realmente es la mujer que lleva esa ropa.

El profesor se interrumpió un momento antes de continuar:

—Le gustas a todo el mundo, Emmy, y ya me conoces lo suficientemente bien para saber que no digo nada que no siento. Es más, gustas tanto que Joke quiere que te quedes unas semanas más para ayudarla con los niños mientras la niñera se va de vacaciones. ¿Vas a pensártelo por lo menos? Yo estaré en Inglaterra, Rik tiene que ir a Suiza diez días en viaje de negocios, y a mi hermana le encantaría que le hicieras compañía y que le ayudaras.

Emmy estaba de espaldas a él, pero se volvió.

—No creería ni una palabra si esto me lo hubiera dicho otra persona, pero tú no me mentirías, ¿verdad?

—No, Emmy.

—¿En serio a Joke le gustaría que me quedara a ayudarle con los niños? A mí también me gustaría. Pero ¿y mis padres?

—Yo los llevaré de vuelta a Londres dentro de dos días, cuando me vaya. Y para entonces se solucionará el problema con los muebles —Ruerd le sonrió—. Cuando vuelvas, la casa estará en perfecto estado.

—Me quedaré si Joke quiere —dijo Emmy.

—Estará encantada. Y ahora, ven, vamos a almorzar. Después hablaremos con tu padre y con tu madre.

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Emmy se sentó a su lado durante el almuerzo, con Rik a su otro lado y Hugo frente a ella; y entre los tres, la hicieron hablar y reír tanto que pronto se olvidó de su ropa.

Después de comer, se fue a dar un paseo con Joke, Alemke y los niños hasta el pueblo, y de vuelta a la casa. —Va a nevar —dijo Joke—. ¿Vas a venir mañana a la iglesia, Emmy? Toda la familia va, y a los que les apetezca. El día de Navidad almorzamos algo ligero y luego tenemos un festín por la noche. Los niños se quedan a la cena también.

Tomaron el té alrededor de la chimenea cuando volvieron. Anneliese adoptó el papel de anfitriona; aunque, cuando Joke y Alemke se unieron a los demás, ella dijo con cierto nerviosismo:

—Oh, Dios mío, creo que no debería hacer estas cosas; perdona, Joke. Estoy tan acostumbrada a estar aquí que, a veces, me parece que ya estoy casada.

Algunos de los presentes no pudieron evitar una expresión de sorpresa, pero nadie dijo nada; luego, Alemke empezó a hablar del paseo que acababan de dar.

Emmy se dio cuenta de que Ruerd no estaba allí, tampoco sus padres. Estaba segura de que Anneliese no sabía que la habían invitado a pasar unos días más.

Emmy comió tarta y luego, otro grupo, la llamó y se unió a ellos. La tía Beatrix se acercó también, con Cokker, que llevaba una bandeja con más té, a su espalda. Todos la rodearon, y Anneliese dijo en tono autoritario.

—Voy a pedir que traigan más sándwiches. Cokker debería haberlos traído.

La tía Beatrix dejó la charla que estaba manteniendo para decir en voz alta:

—No vas a hacer nada de eso. Si quiero que traigan sándwiches, Cokker los traerá. Por favor, recuerda que soy un miembro de esta familia y que estoy acostumbrada a moverme por esta casa. ¿Por qué no estás con Ruerd? No os veis mucho.

—No sé donde está… ha dicho algo de que iba a tomar el té en el estudio —respondió Anneliese ofendida—. Jamás interfiero con su trabajo, mevrouw.

La tía Beatrix lanzó un gruñido. Dijo algo en holandés, que por supuesto Emmy no comprendió, y Anneliese pareció incómoda. Cokker volvió, dejó una bandeja cubierta delante de la tía Beatrix, levantó la tapadera y mostró varias tostadas antes de acercarse al respaldo de la silla donde estaba sentada Emmy.

—Señorita, si no le importa acompañarme… su madre quiere hablar con usted.

Emmy se levantó, pidió disculpas a la tía Beatrix, y siguió a Cokker.

Al salir de la habitación, no pudo evitar oír decir a la tía Beatrix:

—Esa sí que es una chica con buenos modales. Me gusta.

Un comentario que, en los ojos de la familia, se merecía una medalla.

Cokker la hizo cruzar el vestíbulo y abrió la puerta del estudio; la hizo entrar, y cerró la puerta tras Emmy.

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El profesor estaba allí, y también sus padres, sentados en unos sillones de cuero a ambos lados de la chimenea.

Había una bandeja con el té al lado del sillón donde estaba su madre; y el profesor, que se había callado al entrar Emmy, preguntó:

—¿Has tomado el té, Ermentrude? ¿Te apetece otra taza?

Emmy se sentó pausadamente, aunque por dentro estaba hecha un manojo de nervios. Debía aprender a controlar sus sentimientos.

—Cokker me ha dicho que mi madre quería verme.

—Sí, querida; en realidad, todos queríamos verte. Ruerd nos estaba diciendo que a su hermana le gustaría que te quedaras unos días a ayudarla con los niños. Nos parece una idea estupenda; pero, por supuesto, creo que debes hacer lo que te parezca mejor. Aunque, según dice Ruerd, necesitas unas vacaciones y un cambio de aires. Y, mientras estuvieras aquí, nosotros podríamos arreglar la casa para cuando vuelvas.

Emmy notó alivio en la voz de su madre. Estaba preocupada por su salud y seguía los consejos del profesor como si fueran sentencias. La casa de Dorset estaría fría y húmeda, y todavía quedaban muchas cosas por hacer. Tener una casi inválida en la casa no iba a ayudar mucho. Por mucho que quisiera a su hija, se le podía perdonar a la señora Foster que aceptara de buen grado la solución a un problema.

¿No se hacía demasiado énfasis en su salud?, se preguntó Emmy. Al fin y al cabo, sólo se había tratado de un golpe en la cabeza, y se sentía perfectamente.

—Me parece bien quedarme unos días y ayudar a Joke con los niños —respondió Emmy con compostura.

—Estupendo —dijo Ruerd—. Ermentrude estará en buenas manos, señora Foster. Cokker y Tiele cuidarán de mi hermana, de los niños y de Ermentrude. Alemke va a volver a su casa después de Navidad, y también la tía Beatrix y los primos. A Cokker le gustará tener a algunos en la casa. Joke va a quedarse aquí un par de semanas según creo, y yo me aseguraré de que Ermentrude tenga un viaje de vuelta cómodo.

«Está hablando como si yo no estuviera aquí», reflexionó Emmy.

Entonces, Ruerd le sonrió y a Emmy se le olvidó su falta de consideración.

Aquella noche, la cena fue una fiesta. Emmy deseó haber tenido un vestido apropiado para la ocasión, pero el marrón de terciopelo tuvo que pasar una vez más. Anneliese, en un esplendor dorado, le lanzó una ligera sonrisa al entrar en el cuarto de estar, una sonrisa mucho más elocuente que cualquier palabra.

A pesar de ello, Emmy disfrutó. Esa noche cenaron champiñón con ajo, faisán asado con lombarda, y una maravillosa variedad de postres. Y un delicioso vino tinto que a Emmy le animó el espíritu.

El padre de Anneliese fue a recogerla por la noche, y Emmy notó que, cuando se hubo marchado, todos se relajaron. Eso fue una o dos horas antes de que todos se

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empezaran a despedir para irse a la cama. Emmy apenas había hablado con el profesor, pero le dio las buenas noches amistosamente.

—Una velada encantadora —le dijo la señora Foster a Emmy delante de la puerta de su cuarto—. Ruerd es un hombre encantador y un anfitrión extraordinario. Sin embargo, no consigo comprender cómo ha podido enamorarse de Anneliese. Esa mujer es un demonio.

—Es muy guapa —dijo Emmy, y le dio a su madre un beso de buenas noches.

El día de Navidad resultó ser lo que debía ser un día de Navidad. Después del desayuno, todos, incluidos los niños, se metieron en los coches que había y fueron a la iglesia del pueblo. Allí, Emmy oyó los villancicos de la localidad, aunque los cantaron en holandés. Pero las canciones eran las mismas y ella cantó en inglés; y el profesor, a su lado, sonrió para sí.

El almuerzo fue un buffet; los niños se portaron mejor que nunca porque, después del almuerzo, era cuando iban a recibir los regalos que estaban colocados bajo el árbol. Todos lo rodearon, incluso Cokker y Tiele, y las demás sirvientas de la casa, y el jardinero; pero no Anneliese.

—Ella vendrá esta noche —le susurró Joke al oído—. Cuando los niños estén en la cama para no correr riesgos de que le manchen el vestido.

También hubo un regalo para la señora Foster, un bolso de noche muy elegante; para el señor Foster, una caja de cigarros puros; y para Emmy, una bufanda azul de cashmere del color de un cielo azul de invierno. Emmy la acarició mientras se prometía que, cada vez que la llevara puesta, recordaría al profesor.

El té fue ruidoso y animado; pero poco tiempo después, los niños dieron muestras de agotamiento y decidieron meterlos en la cama. La niñera fue a recogerlos, se la veía cansada también, y Emmy le preguntó a Joke si podía ir a ayudarla.

—¿En serio no te importaría? —Joke le dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Alemke tiene dolor de cabeza, pero yo subiré dentro de un rato para darles las buenas noches. ¿De verdad que no te importa? Lo que quiero decir es que no te sientas obligada a ir.

Emmy sonrió.

—Me gustaría ir.

Se alejó y pasó la siguiente hora ayudando a la niñera a bañar a los niños y a ponerles el pijama. Por fin, cuando todos estuvieron en la cama, la niñera le dio las gracias y Emmy bajó. En el vestíbulo, se dio cuenta de que todos se habían ido a cambiarse de ropa.

No, no todos. Encontró al profesor a su lado.

Emmy se dio media vuelta para subir otra vez.

—Tengo que ir a vestirme —dijo ella rápidamente—. Gracias por la bufanda, nunca había tenido nada de cashmere.

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Él no dijo nada, pero la rodeó con sus largos brazos y la besó.

Emmy se quedó tan sorprendida que no pudo decir nada por el momento; además, no habría podido porque se había quedado sin respiración. El beso no había sido un gesto amistoso, había durado demasiado para ser sólo eso. Además. Emmy tenía la impresión de que algo se había encendido dentro de ella, dándole la sensación de que, si quisiera, podría echarse a volar. Si eso era lo que un beso provocaba, debía evitar a toda costa que la besaran otra vez.

Se zafó de los brazos de él.

—No deberías… Lo que quiero decir es que… no deberías haberme besado. A Anneliese no le gustaría…

Ruerd la estaba mirando fijamente, con una extraña expresión.

—¿Pero a ti sí te ha gustado, Ermentrude? Emmy asintió.

—Pero no está bien. ¿Por qué lo has hecho?

Ruerd sonrió.

—Querida Ermentrude, mira arriba, encima de nuestras cabezas. ¿Lo ves?, es muérdago. Un beso bajo el muérdago está permitido incluso entre desconocidos. Y nosotros, realmente, somos unos desconocidos, ¿no?

Emmy no dijo nada, las lágrimas se habían agolpado en su garganta y podía sentir el color de sus mejillas. Corrió escaleras arriba sin emitir ningún sonido. Necesitaba un sitio donde esconderse, pensó sintiéndose desgraciada.

«Se está riendo de mí».

Pero el profesor no reía.

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Capítulo 8 Anneliese hizo una gran entrada aquella noche, envuelta en tafetán azul de vivo

color. Pero el estilo del vestido era demasiado juvenil para ella, decidió Emmy antes de ir a saludar a la abuela Mennolt, que había pasado la mayor parte del día en su habitación, pero que se había reunido con el resto de la familia para la cena con un vestido de terciopelo morado y un chal de cashmere sujeto con el broche de brillantes más grande que Emmy había visto en su vida.

Emmy le deseó que tuviera una buena noche y se iba a apartar, pero la anciana dama la retuvo.

—Quédate, hija. Te he visto muy poco. He charlado muy a gusto con tus padres. Se van mañana, ¿verdad?

—Sí, mevrouw. Yo me voy a quedar unos días más para ayudar a Joke con los niños mientras la niñera está de vacaciones.

—¿Vas a estar aquí para Noche Vieja? La celebramos mucho en Holanda.

—No lo sé, aunque supongo que sí. ¿Va a ser una fiesta familiar?

—Sí, pero sólo por esa noche. ¿Lo estás pasando bien?

—Sí, gracias. Lo estoy pasando muy bien.

—Estupendo. Vamos, ve ya a reunirte con los demás —la anciana sonrió—. Confieso que prefiero estar tranquila en mi habitación, pero es Navidad y estamos de fiesta.

Y eso fue, una verdadera fiesta.

El primo que estaba sentado a la mesa al lado de Emmy, le dijo: —Nosotros vamos a volver a casa mañana, pero volveremos para Noche Vieja; aunque sólo nos quedaremos esa noche. Somos algo muy raro en estos tiempos, somos una familia feliz. Nos gusta reunimos con frecuencia. ¿Tú tienes hermanos?

—No, soy hija única. Pero siempre me he sentido muy bien en casa con mis padres.

—Los niños te adoran…

—Bueno, a mí también me gustan los niños —ella le sonrió y luego se volvió hacia el hombre mayor que estaba a su otro lado. No estaba segura de quién era, y hablaba inglés con mucho acento; pero, al igual que todo el mundo, con excepción de Anneliese y sus padres, se había mostrado muy cariñoso con ella.

Después de la cena, volvieron al cuarto de estar y Emmy se encontró con que Joke la arrastró hacia un grupo. La tenía tomada del brazo, hablando con una pareja, amigos del profesor, cuando Anneliese se acercó.

Anneliese le dio una palmada a Emmy en el brazo.

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—Ruerd me ha dicho que vas a quedarte unos días más como niñera de Joke. Qué suerte tienes de encontrar trabajo con tanta facilidad, Emmy —lanzó una breve carcajada—. Esperemos que no se te olvide cuál es tu posición en esta casa.

Emmy tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por recordar que esa mujer era la prometida del profesor y que, después de aquella noche y con un poco de suerte, no volvería a verla nunca más. Menos mal, porque la tentación de darle una bofetada le resultó muy difícil de contener.

Emmy dijo con voz dulce, consciente de que sus compañeros estaban conteniendo la respiración.

—No me cabe duda de que estarás de acuerdo conmigo en que es preferible trabajar, en cualquier cosa, a desperdiciar la vida haciendo el vago y gastando dinero en ropa —Emmy lanzó una elocuente mirada al liso pecho de Anneliese—, y a pasarse día tras día sin hacer nada de provecho.

«Si he sido una grosera, lo siento por ella», pensó Emmy antes de dedicarle la más dulce de las sonrisas.

¿Qué iba a pasar?

Al instante, Joke dijo:

—Tienes toda la razón, Emmy. Estoy totalmente de acuerdo contigo, ¿no te parece, Anneliese? —y fue respaldada por murmullos de aprobación de sus compañeros.

Anneliese, con el rostro enrojecido, dijo secamente:

—Bueno, sí, claro… En fin, disculpadme, voy a hablar con la tía Beatrix…

—Querrás decir con «nuestra» tía Beatrix —dijo Joke.

Anneliese le lanzó una mirada de puro desprecio y se marchó sin añadir palabra.

—Tengo que aprender a morderme la lengua —dijo Joke, pero se echó a reír—. Me temo que voy a ser una cuñada horrible. Alemke es mucho más diplomática, aunque luego le dan dolores de cabeza.

Al momento, tiró del brazo de Emmy.

—Ven a hablar un poco con la abuela.

Emmy estaba hablando con la abuela cuando Anneliese se marchó con sus padres. Una hora más tarde, todos se despidieron para irse a la cama.

El profesor se acercó a Emmy.

—Espero que lo hayas pasado bien, Ermentrude —comentó Ruerd mirándola fijamente.

Emmy pensó que sería maravilloso si las personas pudieran decir lo que realmente sentían, pero lo que contestó fue que estaba disfrutando mucho.

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—Estupendo —añadió el profesor—. Bueno, mañana voy a ir a Leiden por la mañana; después, volveré. Y después del almuerzo, tus padres y yo nos marcharemos.

Después del desayuno, los invitados empezaron a marcharse. Sus padres se fueron a hacer las maletas. Almorzaron temprano ya que el profesor quería salir no más tarde de la una.

Al acabar, Emmy le dijo que había pasado una Navidad maravillosa, le dio las gracias y le ofreció la mano, que desapareció en la enormidad de la mano del profesor.

—Sí, ha sido muy agradable, ¿verdad? —dijo el profesor alegre y casualmente.

Y Emmy vio muy claro que, detrás de sus buenos modales, ella no le importaba nada.

A continuación, se despidió de sus padres.

—Cuando vuelvas a casa, todo estará arreglado —le aseguró su madre—. Tu padre y yo estamos tan descansados que nos creemos capaces de enfrentarnos a cualquier cosa. Cuídate mucho, cariño. Ruerd nos ha dicho que necesitas unos días más de descanso antes de ponerte a buscar trabajo.

De no ser por los niños, la casa le habría parecido muy vacía ahora que su dueño se había marchado.

Al día siguiente, se metieron todos en el coche de Joke y fueron por la costa hasta Alkmaar. Almorzaron en un café, los niños obligaron a Emmy a repetir en holandés los nombres de la comida que estaban tomando y todos rieron al ver que sus esfuerzos no siempre conseguían el éxito.

Fue un día muy agradable, y Emmy estaba demasiado ocupada para pensar en el profesor. Pero por la noche, al acostarse, sí pensó en él. Ahora estaría en Chelsea con Beaker. Por supuesto, habría telefoneado a Anneliese. Debía echarla de menos, aunque Emmy no comprendía cómo se podía echar de menos a alguien tan desagradable.

Al día siguiente, Emmy recibió una llamada telefónica de su madre para decirle que habían llegado bien. Joke fue a la peluquería a den Haag y Emmy se quedó con los niños. Por la noche, Joke le dijo:

—Mañana vamos a ir a den Haag a almorzar con mis padres. En Navidad estaban en Dinamarca pasando las fiestas con una tía nuestra que está viuda, pero vendrán aquí por Noche Vieja. ¿Sabías que nuestros padres viven aún?

—El profesor lo mencionó.

—La Navidad no ha sido lo mismo sin ellos, pero van a venir dentro de unos días.

—¿Quieres que te acompañe mañana? —preguntó Emmy—. Lo que quiero decir es que no me importa quedarme aquí, ya sé que es una reunión familiar y…

Joke sonrió.

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—Quiero que hagas lo que te apetezca, Emmy.

Joke se preguntó si debía decirle que Ruerd había hablado a sus padres de ella; al final, decidió no hacerlo. Era asunto de Ruerd. No tenían por costumbre interferir los unos en los asuntos de los otros, aunque Alemke quería disuadir a su hermano de casarse con Anneliese.

Sin duda, Ruerd estaba ocultando algo; y ni ella ni Alemke habían visto señales de amor o afecto de su hermano hacia Anneliese. Además, se había esforzado en mantenerse apartado de Emmy durante la Navidad; por supuesto, siempre amable, pero siempre distante con ella. Pero como conocía a su hermano, Joke sabía que no rompería la promesa que le había hecho a Anneliese, aunque sospechaba que sentía por Emmy algo más que un superficial interés.

Salieron por la mañana hacia den Haag. Los niños hablaban un poco de inglés y Emmy les enseñó unas canciones, que ellos se pasaron cantando la mayor parte del trayecto. Por fin, entraron en una avenida de casas grandes y Joke detuvo el coche a la impresionante puerta de una de ellas. —Bueno, ya hemos llegado —declaró Joke—. Orna y Opa nos estarán esperando.

La puerta se abrió cuando la alcanzaron, una mujer rolliza y mayor les dio la bienvenida.

—Esta es Nynke —dijo Joke, y Emmy le estrechó la mano antes de que los niños la abrazaran y besaran—. Es el ama de llaves. Lleva con nosotros desde que yo era pequeña.

Joke la besó y la abrazó antes de quitarse los abrigos y las bufandas en el vestíbulo de la casa. Después, atravesaron una puerta de hoja doble.

La pareja de ancianos al fondo de la habitación presentaba un aspecto imponente. Los padres del profesor eran altos; el padre tenía la corpulencia que le había dejado en herencia a su hijo; la madre, una figura fuerte y sólida. Los dos tenían los cabellos canos, y el padre era aún un hombre guapo; pero la madre, a pesar de ser elegante, tenía un rostro maternal y sencillo, que un par de ojos muy azules iluminaban.

Los niños corrieron hacia sus abuelos y luego se quedaron quietos mientras Joke saludaba a sus padres.

—Y ésta es Emmy —dijo poniéndole una mano a Emmy en el brazo—. Estoy encantada de que haya aceptado quedarse unos días conmigo. Ha pasado la Navidad con sus padres en Huis ter Mennolt. Rik está de viaje de negocios, pero tengo una maravillosa compañía.

Emmy le dio la mano a los padres de Ruerd y recibió unas amistosas sonrisas por parte de ellos, además de unas palabras en un inglés casi sin acento.

Después, la señora Mennolt la condujo hacia una mesa donde había café y unos bizcochos diminutos y le rogó que le contara algo de sí misma.

—Ruerd nos dijo por teléfono que tenía unos invitados de Inglaterra. ¿Conoces bien a mi hijo?

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Aquel rostro sencillo y maternal sonrió, sus ojos azules brillaron. Emmy se lanzó a una breve descripción de su relación con el profesor, felizmente inconsciente de que su compañera conocía hasta el último detalle a través de su hijo. Era lo que Ruerd no había dicho lo que tenía convencida a su madre de que sentía algo mis que un ligero interés por Emmy.

Al observar el rostro de Emmy, casi tan sencillo como el suyo, la señora ter Mennolt rezó porque ocurriese algún milagro antes de que su hijo se colocara delante del altar con Anneliese a su lado.

Sin embargo, Emmy era otra cosa. Joke le había dicho que era la mujer apropiada para Ruerd, y ahora que la tenía delante estaba segura de ello. Los niños la adoraban, y eso era importante para una madre política. A la señora Mennolt no se le había olvidado una vez que, en ausencia de Ruerd, Anneliese se puso histérica porque uno de los niños le había manchado el vestido; una pena que Ruerd no hubiera visto transformarse en algo horrible el rostro de su prometida. Además, esa chica modestamente vestida podía ser la mujer que comprendiera a Ruerd, un hombre de profundos sentimientos, pero que sólo mostraba su afecto a aquellos que le querían.

Emmy pasó a recibir las atenciones del padre del profesor y, aunque su aspecto era demasiado imponente, pronto se encontró relajada y a gusto charlando con él sobre jardinería, y perros y gatos.

Entonces, el padre del profesor le dijo que se pusiera el abrigo.

—Ven, te voy a enseñar el jardín. Por supuesto, no es tan impresionante como el de Huis ter Mennolt, pero a nosotros nos sobra, y también a Max. Vamos a sacar a los perros para que corran un poco antes de almorzar.

De la casa pasaron a un invernadero, de ahí a una terraza y, después, bajaron las escaleras al jardín. Max, un labrador negro, Solly y Tip los acompañaron y luego echaron a correr, dejando a Emmy y al padre de Ruerd paseándose por el jardín tranquilamente. Almorzaron sopa de apio seguida de chuletas de cordero mientras charlaban, sin tocar temas personales. Nadie mencionó a Anneliese, ni una sola vez, lo que a Emmy le resultó extraño ya que iba a convertirse en un miembro de la familia muy pronto.

Luego, hicieron planes para la Noche Vieja.

—Nos vamos a reunir todos en Huis ter Mennolt —le explicó Joke—. Sólo para la cena de Noche Vieja. Ruerd volverá para quedarse un par de días, jamás se pierde la Noche Vieja aquí.

Después del almuerzo, los niños empezaron a dar muestras de aburrimiento y Emmy los sentó alrededor de una mesa camilla al otro lado de la habitación para jugar a las cartas. Pronto, ella empezó a hacer tanto ruido como los niños.

Era una habitación muy espaciosa; por ello, las tres personas que estaban al otro lado se pusieron a hablar tranquilamente en holandés, ya que Emmy estaba con los niños. Por supuesto, hablaron del asunto que más les preocupaba, Ruerd.

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Poco sospechaban que en esos momentos él estaba en su despacho en St. Luke's, con el escritorio lleno de papeles, informes, notas… y no estaba leyendo nada. Estaba pensando en Emmy.

Dentro de un par de días volvería a Holanda e iba a pedirle a Anneliese que cancelaran la boda. Era un paso que no le gustaba dar, a pesar de que ya no sentía absolutamente nada por ella, pero no quería humillarla delante de sus amigos. Sin embargo, casarse con ella cuando estaba enamorado de Ermentrude era imposible. ¿Y si Ermentrude no lo aceptaba? Ruerd sonrió. En ese caso, se quedaría soltero durante el resto de su vida.

Al fin y al cabo, le quedaría su encantadora casa en Holanda, su casa en Chelsea, los perros, su trabajo… Pero un futuro muy negro sin ella.

A la mañana siguiente, Joke volvió a den Haag.

—Cokker os atenderá —le dijo a Emmy—. Ve con los niños a dar un paseo si te apetece. Se están poniendo nerviosos ahora que se acerca la Noche Vieja. Todos vendrán mañana a la hora del almuerzo, pero Ruerd ha llamado para decir que no llegará hasta por la tarde. Espero que se quede unos días. Tú volverás con él cuando vuelva a Inglaterra, si es que quieres, claro.

Joke se quedó mirando fijamente a Emmy y añadió:

—¿Crees que te ha sentado bien el cambio de aires? ¿He abusado de ti?

—No, en absoluto. He disfrutado cada minuto que he estado aquí —respondió Emmy con toda honestidad—. Me gustan los niños, me encanta esta casa y el mar, y habéis sido muy amables conmigo y con mis padres.

—Tienes que volver cuando te apetezca —dijo Joke.

—Supongo que me resultará muy difícil cuando tenga un trabajo, pero te agradezco la invitación.

—Ruerd podría traerte con él cuando venga —insistió Joke.

—Bueno, supongo que dejaremos de vernos. No olvides que él vive en Londres, y yo voy a vivir en Dorset.

—¿Y lo vas a sentir? —preguntó Joke.

Emmy bajó la cabeza y clavó los ojos en el jersey que le estaba tejiendo a una de las niñas.

—Sí. El profesor me ha ayudado mucho cuando más lo necesitaba. Siempre le estaré agradecida.

—Sí, en esta vida se dan muchas coincidencias —declaró Joke con aires de no darle importancia al comentario—. Aunque algunas personas lo llaman destino. Bueno, me voy. Pídeles a Cokker o a Tiele cualquier cosa que necesites. Intentaré estar de vuelta para la hora del té, pero puede que me retrase por el tráfico. El día fue normal. Emmy se paseó hasta la playa con los niños, corrió con ellos por la arena y después volvieron a la casa a almorzar.

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Los dos más pequeños se acostaron la siesta y los dos mayores bajaron a la sala de billar.

Eso dejó una hora libre a Emmy. Volvió al cuarto de estar y se sentó a descansar. Fue entonces cuando Cokker entró en la habitación.

—La señorita van Moule ha venido —le dijo Cokker—. Le he dicho que la señora ha salido, pero ha contestado que quiere verla a usted, señorita.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó Emmy—. En fin, supongo que será mejor que la reciba, ¿no cree, Cokker? Supongo que no se quedará mucho tiempo, ¿verdad? Otra cosa, si los niños necesitan algo, ¿le importaría decirle a Tiele que se encargue de ellos?

—Sí, señorita. Y si usted me necesita, llámeme.

—Gracias, Cokker.

Anneliese entró en el cuarto de estar con el aire de alguien segura de su absoluta perfección. Se quitó el abrigo, lo tiró encima de una silla, y luego dejó en el mismo sitio los guantes y el bolso. Después, se sentó en un sillón.

—Vaya, Ermentrude, todavía estás aquí —no fue una pregunta, sino una afirmación—. Aguantando hasta el último minuto. Aunque, por supuesto, no te va a servir de nada. Ruerd debe estar harto de ti; pero como suele ocurrir, cuando alguien hace una obra de caridad, se ve obligado a repetirla. En fin, has pasado unas vacaciones maravillosas, ¿verdad? Ruerd tiene intención de que te vayas a Inglaterra nada más pasar la Noche Vieja. Él se va a quedar aquí unos días, aún tenemos que completar los preparativos de nuestra boda. ¿Sabías que vamos a casarnos en enero?

Anneliese se quedó mirando a Emmy con fijeza.

—No, ya veo que no lo sabías. Supongo que Ruerd sabía que yo te lo diría. Es mucho más fácil que lo haga yo, ¿verdad? Para él sería embarazoso porque se ha dado cuenta de que estás enamorada de él; aunque, por supuesto, Ruerd jamás se te ha insinuado. En fin, no es extraño que alguien como tú, con una vida tan aburrida, se haga ilusiones.

Anneliese sonrió y se recostó en el respaldo del asiento.

—En mi opinión, estás diciendo muchas tonterías —dijo Emmy con voz algo temblorosa—. ¿Para esto es para lo que has venido? Pues no me has dicho nada que no sepa. Sabía que el profesor y tú os ibais a casar, y también sabía que voy a volver a Inglaterra tan pronto como regrese la niñera. Y también sé que has sido muy grosera conmigo.

Con satisfacción, vio a Anneliese ruborizarse.

—Me gusta hablar con franqueza. Tu y yo nos caemos mal, a mí no me sirven de nada las chicas como tú. Vuelve a Inglaterra y búscate un dependiente de una tienda o algo por el estilo. Es una desgracia para ti haber visto cómo vivimos nosotros.

Clavó los ojos en Emmy y añadió:

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—Me crees cuando te digo que Ruerd y yo vamos a casarnos, ¿verdad?

Como Emmy no respondió, Anneliese continuó:

—Te lo demostraré.

Se levantó y se acercó al teléfono que había en una de las mesas auxiliares.

—Voy a llamar a casa de Ruerd; y si él no está allí, llamaré al hospital —Anneliese comenzó a marcar—. ¿Y sabes qué voy a decirle? Le voy a decir que no me crees, que en el fondo esperas que él esté enamorado de ti y que estás decidida a seguir molestándolo y a no dejarlo ser feliz.

—No es necesario que llames —dijo Emmy con voz queda—. Volveré a Inglaterra lo antes posible y no volveré a verlo jamás.

Anneliese volvió a su sillón.

—¿Y no vas a decirle nada de esto cuando venga mañana? Es una pena que tengas que estar aquí, pero no se puede hacer nada. Por suerte, habrá más gente y él no tendrá tiempo para hablar contigo.

—Nunca habla conmigo —dijo Emmy—. En fin, supongo que querrás irte ya. No sé por qué me has considerado una rival. Eres hermosa y estoy segura de que serás una esposa adecuada para el profesor. Espero que seáis muy felices.

Anneliese pareció sorprendida, pero se levantó, recogió sus cosas y se marchó sin decir una palabra más.

Cokker apareció un minuto después.

—He preparado un té, señorita. Estoy seguro de que le sentará bien.

Emmy consiguió esbozar una sonrisa.

—Oh, Cokker, gracias.

Cokker volvió con una bandeja que dejó al lado de Emmy.

—Según tengo entendido, los ingleses beben té a cualquier hora; pero, sobre todo, cuando están muy contentos… o cuando están muy tristes.

—Sí, Cokker, tiene toda la razón.

No iba a llorar, no iba a llorar.

Los niños estaban con el pijama, cenando, cuando Joke volvió.

Emmy no le preguntó cuándo iba a regresar la niñera hasta después de la cena.

—Estás triste. Te he dado tanto trabajo… Has pasado todo el día con los niños y…

—No, no, no te preocupes por eso. Me encantan los niños y me encanta estar aquí. Lo que pasa es que debería volver a casa tan pronto como venga la niñera. No quiero parecer una desagradecida, han sido unas vacaciones maravillosas, pero es hora de que me ponga a buscar trabajo. Emmy habló con normalidad, pero su expresión era triste, y Joke se preguntó por qué.

Emmy continuó en tono ligero:

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—Anneliese ha venido. Debería habértelo dicho antes, pero hemos estado tan ocupadas con los niños… Además, sólo se ha quedado unos minutos.

—¿Por qué ha venido? ¿Qué ha dicho?

—Nada, sólo pasaba por aquí.

—No te tiene mucha simpatía, ¿verdad?

—No, aunque no sé por qué.

«Yo sí sé por qué», pensó Joke. «No te soporta porque le has robado el corazón a Ruerd, algo que ella jamás conseguirá».

En voz alta, Joke dijo:

—La niñera ha telefoneado esta tarde mientras tú estabas acostando a los niños. Vuelve pasado mañana. Voy a sentir mucho que te vayas, Emmy.

—No os olvidaré a ninguno. Ni a esta casa ni a la gente que la habita —dijo Emmy.

Al día siguiente, la casa se llenó de gente y todos estuvieron muy ocupados. Tiele estaba en la cocina preparando el almuerzo y también una habitación de invitados por si la abuela Mennolt quería echarse una siesta antes de la fiesta de por la noche.

—Jamás se pierde una Noche Vieja —dijo Joke—, Ella y la tía Beatrix viven juntas en Wassenaar, en las afueras de den Haag. Tienen un ama de llaves y un chófer, Jon, que también cuida del jardín y de los pequeños arreglos de la casa. Los tíos y primos que conociste en Navidad también van a venir. Ah, y Anneliese, por supuesto.

Casi todos llegaron a la hora del almuerzo, aunque siguieron llegando invitados después. Anneliese había ido a almorzar acompañada de sus padres y de un hombre de aspecto bastante joven al que presentó como un viejo amigo que acababa de regresar a Holanda del extranjero.

—Habíamos perdido el contacto —explicó Anneliese—. Éramos muy amigos…

Esbozó una sonrisa encantadora y puso el brazo alrededor de la cintura de su amigo, que le sonrió.

—¿Cómo se atreve a traer a ese hombre? —susurró Alemke al oído de Emmy—. Y Ruerd no va a llegar hasta por casi por la noche. Oh, cómo me gustaría que pasara algo…

A veces, los deseos se cumplían. El profesor consiguió dejar Inglaterra antes de lo que suponía. Ya había oscurecido cuando llegó a la casa y vio las ventanas iluminadas. Entró por una puerta lateral, contento de estar en casa y más contento aún porque iba a ver a Emmy. Recorrió un pasillo que salía a la parte trasera del vestíbulo y se detuvo delante de la puerta entreabierta de un pequeño cuarto de estar que casi nunca se utilizaba. Oyó una voz que le pareció la de Anneliese. Abrió la puerta del todo y entró.

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Capítulo 9 Sí, era Anneliese, en los brazos de un hombre al que el profesor no conocía,

besándose con él ardorosamente.

La pasión les impidió ver al profesor, que se quedó en la puerta mirándolos, hasta que el hombre notó su presencia y apartó a Anneliese. Después, le tomó la mano.

El profesor se adentró en la estancia.

—Me temo que no tengo el placer de conocerlo —dijo Ruerd con voz agradable—. Anneliese, por favor, preséntame a tu amigo.

Por una vez, Anneliese no supo qué decir. El hombre le ofreció la mano al profesor.

—Hubold Koppelar, un viejo amigo de Anneliese.

El profesor ignoró la mano que el hombre le tendió.

—Un viejo amigo ¿desde cuándo? ¿Desde antes de que Anneliese y yo nos prometiéramos?

Anneliese recuperó el habla.

—Por supuesto. Hubold se había marchado a Canadá y yo creía que jamás volvería a verlo…

El profesor se sacó las gafas, se las puso y miró a Anneliese detenidamente.

—¿Y entonces tuviste que conformarte conmigo?

Anneliese echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Quiero una casa y dinero, como cualquier mujer.

—Pero ahora ya no me necesitas, ¿verdad? —preguntó el profesor en tono amable—. Considérate libre, Anneliese.

Hubold le puso una mano en el brazo a Anneliese.

—Eso es precisamente lo que Anneliese quiere. Por supuesto, no queríamos hacer así las cosas, pero…

Los ojos del profesor eran como dos puntas de hielo, pero sonrió.

—Qué considerados. Bueno, ahora que el asunto está arreglado, no es necesario que volvamos a vernos, ¿verdad? Siento mucho no poder acompañaros hasta la puerta, pero la celebración de la Noche Vieja es una tradición en esta casa y no voy a permitir que nadie la estropee. Así que me temo que debo pediros que os quedéis y os comportéis como si no hubiera ocurrido nada, hasta después de la medianoche. Y ahora, vamos a reunimos con el resto de los invitados.

Y Emmy, disponiéndose a subir las escaleras para volverse a poner el maldito vestido marrón, fue la primera en verlo en el vestíbulo, con Anneliese a un lado y el

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hombre que la había acompañado al otro. Pero le resultó fácil escapar, porque los demás aparecieron en el vestíbulo.

—Ruerd, qué alegría —gritó Joke—. No te esperábamos hasta más tarde…

—Una inesperada sorpresa —dijo el profesor viendo cómo la pequeña figura de Emmy desaparecía arriba.

Su rostro no mostró sus sentimientos.

Hizo un comentario a Anneliese y luego se marchó a saludar a su abuela y a sus padres, y a los demás invitados. Hasta que se fue a cambiar de ropa para la fiesta.

La suerte sonrió a Emmy aquella noche, puesto que lo único que quería era marcharse a su casa lo antes posible. Sentado en un rincón del cuarto de estar estaba Oom Domus, un viudo de mediana edad. Le dijo que al día siguiente, el día de Año Nuevo, se iba a Inglaterra. —El ferry sale a medianoche.

—¿Va a ir hasta allí en coche? —le preguntó Emmy.

—Sí. Voy a pasar unos días con unos amigos que viven en Warwickshire.

Emmy respiró profundamente.

—¿Le molestaría que lo acompañara hasta Dover? Ahora que la niñera vuelve mañana, quiero ir a Inglaterra lo antes posible.

Si Oom Domus se sorprendió, no dio muestras de ello.

—Mi querida joven, estaré encantado de que me acompañe. Usted vive en Dorset, ¿verdad? Sería mejor que la llevara hasta Londres; allí, la dejaría en la estación que usted quiera.

—Es usted muy amable. Yo… aún no he tenido la oportunidad de decírselo al profesor, pero estoy segura de que a él no le importará.

Oom Domus se fijó en que Ruerd no miraba a Emmy, igual que ella no lo miraba a él. Le pareció que a los dos les importaba, pero no iba a decir nada.

—Saldré mañana a eso de las siete de la tarde, querida. Tendrá tiempo para disfrutar aquí de la mayor parte del día.

Emmy pensó que el día iba a resultarle demasiado largo. Quería marcharse lo antes posible, quería alejarse de Ruerd y de su bonita casa… y de Anneliese.

El profesor estaba en esos momentos con un tío suyo y luego fue a ver a Joke, parecía feliz.

—¿Qué te pasa que estás tan contento? —le preguntó su hermana—. ¿Se puede saber qué te traes entre manos?

Ruerd se limitó a sonreír, por lo que Joke prosiguió:

—La niñera viene mañana. ¿Has arreglado el viaje de vuelta de Emmy?

—No, todavía no.

—No sé por qué, pero Emmy parece tener prisa por marcharse, dice que quiere buscar trabajo.

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—Hablaré con ella cuando tengamos un rato tranquilo. Oh, ahí está Cokker para avisarnos de que la cena está servida.

Se sentaron a la mesa veinte personas, y Emmy se encontró entre dos amigos del profesor; dos hombres de mediana edad muy agradables y que conocían bien Inglaterra.

Justo antes de las doce, todos se reunieron en el cuarto de estar. Joke y Alemke se pusieron al lado de Emmy con una copa de champán en la mano para celebrar el Año Nuevo.

Encendieron la televisión para oír las campanadas. Cokker y Tiele, las sirvientas y hasta el jardinero se les unieron. Y cuando el reloj dio las doce, todos rompieron a gritar ¡Gelukkige Niewe Jaar! Y desde la ventana vieron los cohetes que habían preparado.

Todos se besaron y se desearon un feliz año. A Emmy también la besaron y la abrazaron. Incluso Anneliese se detuvo junto a ella, pero no para desearle felicidad; lo único que dijo, fue:

—Mañana estarás de regreso en Inglaterra.

Emmy había estado evitando al profesor mientras éste iba de un grupo a otro intercambiando felicitaciones; pero, al final, dio con ella. Emmy le ofreció la mano y, sin mirarlo más arriba de la corbata, dijo con voz tensa:

—Feliz Año Nuevo, profesor.

Él le estrechó la mano y la tuvo en la suya unos momentos.

—No te preocupes, Ermentrude. No te voy a besar… aquí y ahora.

El profesor le sonrió y a ella le dio un vuelco el corazón.

—Mañana por la mañana hablaremos —le dijo él.

Y le sonrió con tanta ternura que Emmy tuvo que tragarse las lágrimas.

Vio aquella enorme espalda desaparecer entre los invitados y, de repente, no pudo soportarlo más. Nadie la echaría de menos. Emmy subió a su cuarto, se desnudó y se durmió bastante después de que la casa se hubiera quedado en silencio.

No había nadie sentado a la mesa del desayuno cuando Emmy bajó a la mañana siguiente. Cokker le llevó café y una tostada, que ella no quiso. Cuando el profesor bajara, le contaría que iba a regresar a Inglaterra ese día con Oom Domus. Ruerd se sentiría aliviado al ver el fin de aquella incómoda situación.

Emmy se levantó de la silla y se asomó a la ventana. Vio a Ruerd volviendo a la casa con Tip y Solly, debía haber estado en la playa porque venía de esa dirección.

Subió las escaleras antes de que el profesor llegara; los niños debían estar despiertos y habría que animarlos para que se levaran los dientes y se vistieran. Joke le había dicho que iban a marcharse al mediodía, al mismo tiempo que Alemke y su familia. Los padres de Ruerd iban a quedarse a almorzar, pero la abuela y la tía Beatrix se marcharían antes.

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Los primos, los tíos y los amigos comenzaron a partir después del desayuno y, una vez que se hubieron ido, Emmy sugirió a Alemke y a Joke llevarse a los niños a dar un último paseo por la playa.

—¿En serio no te importa? —preguntó Joke—. Sólo durante una hora. La niñera nos estará esperando cuando lleguemos a casa. Te van a echar mucho de menos, Emmy.

El profesor estaba en el estudio con su padre, y Emmy no lo vio hasta que no volvió de la playa, sacudiéndose nieve y arena. El profesor estaba sujetando abierta la puerta cuando llegaron.

Los niños se arremolinaron a su alrededor, pero él les dijo algo en holandés y ellos salieron corriendo, dejando a Emmy atrás. Emmy decidió que, desgraciadamente, había llegado el momento.

—Quería hablar contigo, Ruerd. Me gustaría marcharme hoy a Inglaterra, si no te importa. Oom Domus se va esta tarde y me ha dicho que me puede llevar.

Como el profesor no dijo nada, ella continuó:

—Lo he pasado muy bien y has sido muy amable. Te estoy muy agradecida. Pero ya es hora de que vuelva a casa.

Él la miró y luego apartó los ojos de ella.

—Quédate unos días más, Ermentrude. Volveremos juntos.

—Prefiero irme hoy, ya que tengo la oportunidad.

—¿No quieres quedarte? Tenemos que hablar…

—No, no. Quiero irme lo antes posible.

—Está bien, vete con Oom Domus si eso es lo que quieres —el profesor se hizo a un lado—. No dejes que te interrumpa, debes tener muchas cosas que hacer. El almuerzo será dentro de media hora.

Emmy pasó por su lado, pero se detuvo cuando, sin volverse. Ruerd le dijo:

—Has estado evitándome, Ermentrude. ¿Lo has hecho por alguna razón en particular?

—Sí, pero no quiero hablar de ello. Es… personal —hizo una pausa—. Es algo de lo que no quiero hablar.

Ruerd no contestó y ella se alejó.

No se encontraba satisfecha. Había esperado que Ruerd se sintiera aliviado, aunque, educadamente, le hubiera dicho que lo sentía. Sin embargo, lo había visto casi dolido.

En su habitación, se sentó a pensar. Por supuesto, podía escribirle una carta y explicárselo todo, pero ¿para qué? No, lo mejor era dejar las cosas como estaban.

Después de peinarse y de ver lo pálida que estaba, se encogió de hombros y bajó a almorzar.

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Había temido el almuerzo, pero innecesariamente. El profesor le ofreció un jerez con casual amabilidad y, durante el almuerzo, mantuvo una conversación animada, sin mencionar en ningún momento su marcha. A Emmy le pareció que ya se había olvidado de ello.

Emmy se disculpó con el pretexto de que aún tenía que meter algunas cosas en las maletas. Si se quedaba en el cuarto de estar, todos seguirían hablando en inglés y era evidente que querrían hablar del asunto que más les interesaba, la inminente boda de Ruerd con Anneliese. Le sorprendió que Anneliese no hubiera ido a almorzar, quizá Ruerd fuera a ir a su casa más tarde. Se quedaría solo y así podría hacer lo que le apeteciera.

Como, por supuesto, no tenia que meter nada en las maletas porque ya lo había hecho, se sentó delante de la ventana y se quedó contemplando el jardín, las dunas y, a lo lejos, el mar. Se haría de noche en unas pocas horas.

Iba a apartarse de la ventana cuando vio al profesor con los perros cruzando el jardín camino de las dunas. No llevaba gorro, sólo una chaqueta de ante forrada con piel de cordero y parecía más alto que nunca.

Se lo quedó mirando unos momentos y entonces, siguiendo un impulso, agarró el abrigo, se puso una bufanda a la cabeza, salió del cuarto, bajó las escaleras corriendo y salió en pos de él.

Le dio alcance en la playa. Como Ruerd no la había oído, ella extendió una mano y le tocó el brazo.

El profesor se volvió y la miró, y Emmy se quedó perpleja al verlo tan cansado y tan triste. Se le olvidó lo que iba a decirle.

—No deberías venir aquí sin un gorro —le informó Emmy.

Y entonces…

—No puedo marcharme sin decirte por qué me voy, Ruerd. No iba a hacerlo, Anneliese me pidió que no te dijera nada; pero si tú se lo explicaras, quizá lo comprendería… Me voy porque estoy enamorada de ti. Lo sabías, ¿verdad? Sí, Anneliese me ha dicho que ya lo sabías. Siento no haberlo podido disimular mejor, aunque no creía que se me hubiera notado. Debe haber sido muy embarazoso para ti.

Emmy apartó los ojos de él y prosiguió:

—¿Entiendes que tenía que decírtelo? Pero ahora que ya lo he hecho, espero que lo olvides. Has sido muy amable… bueno, más que amable —Emmy tragó saliva—. Estoy segura de que vas a ser muy feliz con Anneliese y…

Emmy no tuvo oportunidad de decir nada más. Esos brazos la apretaron con tan fuerza que casi no podía respirar, y entonces fue cuando oyó la voz del profesor por encima del rugido del viento y las olas.

—¿Amable? ¿Amable? Querida mía, no he hecho nada por amabilidad, sino por amor. Estoy enamorado de ti desde el momento en que te vi entrar en mi despacho. He pasado días y días pensando en mil planes para verte más, pero sabiendo que

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estaba prometido con Anneliese. Ha sido un tormento insoportable por el que no quiero volver a pasar jamás.

Ruerd bajó la cabeza y la besó. Fue mucho mejor que el beso bajo el muérdago, y embriagador. Pero a pesar de ello, Emmy murmuró:

—¿Y Anneliese…?

—Anneliese ya no quiere casarse conmigo. Olvídala, mi amor, y escúchame. Tú vas a casarte conmigo, y vamos a vivir felices durante el resto de nuestras vidas. ¿De acuerdo?

Emmy se quedó contemplando aquel rostro y vio que ya no estaba triste ni cansado, sino lleno de amor y ternura.

—Sí, Ruerd. Oh, sí, sí. ¿Pero y Anneliese…?

Ruerd la besó apasionadamente.

—Ya te lo explicaré luego. Ahora voy a volver a besarte.

—Muy bien —respondió Emmy—. Adelante, no me molesta en lo más mínimo.

Se quedaron allí besándose, en su propio mundo, ignorando el viento y las olas, y los perros correteando a su alrededor.

Aquello era el paraíso, pensó Emmy rodeando el cuello del profesor con los brazos.

Al final del jardín, Oom Domus, en busca de Emmy, ajustó los binoculares, miró y volvió apresuradamente a la casa. Iba a hacer el viaje a Inglaterra solo, pero ¿qué importancia tenía eso? Estaba reventando por dar la buena noticia.

Fin