Matrimonio Entre Amigos -...

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M M a a t t r r i i m m o o n n i i o o E E n n t t r r e e A A m m i i g g o o s s Betty Neels Matrimonio Entre Amigos (2000) Título Original: A Good Wife (1999) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Jazmín 1496 Género: Contemporáneo Protagonistas: Ivo Van Doelen y Serena Lightfoot Argumento: A Serena Lightfoot le parecía extraño que siempre que necesitaba ayuda, el cirujano Ivo Van Doelen pareciese tener la solución. Cuando la instaló en casa de su antigua niñera en Chelsea, Serena sabía que no podía quedarse mucho tiempo, ya que corría el peligro de enamorarse de él. Pero Ivo sabía lo que quería... simplemente necesitaba tiempo para que Serena llegase a conocerlo, y un matrimonio entre amigos le daría ese tiempo. Todo lo que tenía que hacer era convencer a Serena de que aceptase su proposición...

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MMaattrriimmoonniioo EEnnttrree AAmmiiggooss Betty Neels

Matrimonio Entre Amigos (2000) Título Original: A Good Wife (1999) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Jazmín 1496 Género: Contemporáneo Protagonistas: Ivo Van Doelen y Serena Lightfoot

Argumento:

A Serena Lightfoot le parecía extraño que siempre que necesitaba ayuda, el cirujano Ivo Van Doelen pareciese tener la solución. Cuando la instaló en casa de su antigua niñera en Chelsea, Serena sabía que no podía quedarse mucho tiempo, ya que corría el peligro de enamorarse de él.

Pero Ivo sabía lo que quería... simplemente necesitaba tiempo para que Serena llegase a conocerlo, y un matrimonio entre amigos le daría ese tiempo. Todo lo que tenía que hacer era convencer a Serena de que aceptase su proposición...

Betty Neels – Matrimonio Entre Amigos

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Capítulo 1

SERENA Lightfoot se despertó con el sol una mañana de abril, y se quedó mirando el techo; ese día cumplía veintiséis años. Aunque no iba a ser un día diferente de los demás; su padre por supuesto no se acordaría, Matthew, su hermano mediano, un párroco que vivía algo lejos y que acababa de casarse, posiblemente le enviaría una tarjeta, y Henry, su hermano mayor, abogado y padre de familia, ni lo pensaría, aunque su esposa probablemente se acordaría. Estaba Gregory, por supuesto, con quien, como se decía antiguamente, «se entendía».

Se levantó, quedándose unos minutos en la ventana para admirar la vista; nunca se cansaba de ella, del campo de Dorset. Apartado de las carreteras principales, el pueblo estaba medio oculto por un pequeño bosque, las colinas estaban cerca y tras ellas se extendía la quietud de la campiña. El reloj de la iglesia dio las siete y Serena se vistió y bajó a la cocina a preparar el té.

La cocina era amplia, pero lamentablemente carecía de un equipamiento moderno. Había una mesa de madera refregada rodeada de sillas macizas, una anticuada cocina de gas junto a un profundo fregadero y un enorme aparador en una pared. Había una alfombra raída en frente de la cocinilla y dos sillones, en uno de los cuales había una pequeña gata atigrada a quien Serena dio los buenos días antes de poner el agua a hervir. La única concesión a la modernidad era un voluminoso frigorífico, que la mayoría de las veces estaba estropeado.

Serena dejó que el agua hirviese y fue a la puerta a recoger el correo. Había varias cartas en el buzón, y por un momento se imaginó que todas fuesen para ella. Pero no lo eran, por supuesto: facturas, sobres de aspecto legal, un catálogo o dos, y, exactamente como había esperado, dos tarjetas para ella. Y ninguna de Gregory. Tampoco la esperaba. Él había dejado bien claro en varias ocasiones que no era partidario de malgastar el dinero, incluidos los cumpleaños. Su padre y sus hermanos lo aprobaban por ello, pero Serena esperaba que cuando se casaran ella sería capaz de cambiar su austeridad.

Volvió a la cocina y preparó el té, le dio leche a la gata y, cuando el reloj sonó a y media, llevó la bandeja del té a la habitación de su padre.

Era un gran aposento, lúgubre, con pesados muebles antiguos y con las cortinas echadas para evitar la luz del sol. Ella retiró una de las cortinas al cruzar la habitación, para poder ver al ocupante de la enorme cama.

El señor Lightfoot encajaba en la habitación, con su sombría apariencia de antiguo caballero Victoriano, bigote incluido. Estaba sentado en la cama, sin hablar, y cuando Serena le deseó buenos días, él gruñó.

—Buenos para algunos —observó—, para los que no sufren como yo.

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Serena le puso la bandeja en la cama y le dio las cartas. Había aprendido a lo largo de los años que la única manera de vivir con su padre era prestar oídos sordos a sus palabras.

—Es mi cumpleaños, padre.

Él estaba abriendo las cartas.

—¿Ah, sí? ¿Por qué me envía otra factura la compañía del gas? Qué tremendo descuido.

—Tal vez no pagaste la primera.

—No seas ridícula, Serena. Yo siempre pago mis facturas puntualmente.

—Pero es posible cometer un error —dijo Serena.

Y salió de la habitación, preguntándose por enésima vez cómo su madre había podido vivir con un hombre tan pesado. Su vida a veces le parecía intolerable, viviendo con él, haciendo la casa, cocinando y cuidándolo. Hacía tiempo que se había declarado inválido, sin preocuparse para nada de ella.

Cuando el doctor Bowring le dijo que no tenía nada, se negó a volver a verlo y se puso él mismo un tratamiento para su enfermedad, asegurando que tenía problemas de corazón y congestión pulmonar. A ello había añadido un lumbago que le daba motivos para meterse en la cama siempre que lo deseaba.

No había sido tan horrible mientras vivía su madre. Tenían una ama de llaves, y entre las dos habían establecido una rutina que les dejaba bastante libertad para llevar una vida social. Serena jugaba al tenis e iba a bailes en casa de sus amigos y su madre jugaba al bridge y tomaba café con sus amigas. Entonces su madre cayó enferma y murió sin una queja, sólo pidiéndole a Serena que cuidase de su padre. Y como Serena sabía que su madre había amado a su déspota marido, le prometió que lo haría. De eso habían pasado cinco años...

Su vida desde entonces había cambiado dramáticamente: la asistenta había sido despedida; según su padre, Serena era muy capaz de hacer la casa con la ayuda de una mujer del pueblo que fuese dos veces a la semana. Cuando ella había objetado que la casa era demasiado grande, él la ignoró, sentado en su butaca junto a la ventana envuelto en sus mantas, haciendo un gesto despectivo con la mano.

Como tenía que rendirle cuentas de cada penique que le daba para la casa, Serena no tenía manera de cambiar las cosas. Reconociendo el muro que tenía delante, decidió prudentemente que las cosas fuesen lo mejor posible. Después de todo, Gregory Prant, que era socio de un bufete de abogados en Sherborne, había insinuado en varias ocasiones que estaba considerando casarse con ella en el futuro. A ella le gustaba bastante, aunque algunas ocasiones había tenido que reprimir un bostezo cuando él la entretenía con un resumen de su trabajo diario, pero suponía que se acostumbraría con el tiempo.

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Cuando la llevaba flores, y hablaba vagamente de su futuro juntos, Serena tenía que admitir que sería agradable casarse con él y tener un hogar y unos hijos. No estaba enamorada de Gregory, pero le gustaba, y aunque como cualquier chica soñaba con enamorarse perdidamente de un hombre maravilloso, sabía que no era probable que a ella le ocurriese eso.

Su madre le decía que era guapa, pero su padre siempre le había dicho que era poco agraciada, una opinión corroborada por sus hermanos, así que había llegado a pensar eso de sí misma: una cara redonda, con una nariz pequeña y una boca amplia, dominada por unos grandes ojos marrones y un pelo liso castaño largo que llevaba recogido en un descuidado moño. Que su boca se curvaba dulcemente y que sus ojos tenían unas espesas pestañas rizadas era algo en lo que no pensaba mucho, ni consideraba su figura rellenita muy atractiva. Como Gregory nunca le comentaba nada de su aspecto, no había nadie que le hiciese pensar de otra manera.

Volvió a la cocina y se coció un huevo para desayunar, dejando las tarjetas encima de la mesa.

—Tengo veintiséis años, Puss —dijo, dirigiéndose a la gata—, y como es mi cumpleaños hoy no haré la casa; iré a dar un paseo hasta Barrow Hill.

Terminó su desayuno, recogió la cocina, dejó todo preparado para la comida y fue a recoger la bandeja del desayuno de su padre.

Estaba leyendo el periódico y no la miró.

—Tomaré un poco de jamón para comer, y unas rebanadas de pan. Me preocupa mi poco apetito, Serena.

—Bueno, has desayunado muy bien —señaló Serena alegremente—. Huevo, beicon, tostada con mermelada, y café. Y, por supuesto, si te levantases y dieses un paseo se te abriría el apetito.

Le sonrió amablemente; era un viejo tirano, glotón y egoísta, pero le había prometido a su madre que lo cuidaría.

—Voy a dar un paseo —le dijo—. Hace una mañana muy bonita...

—¿Un paseo? ¿Y voy a quedarme solo?

—Bueno, cuando voy a comprar te quedas solo, ¿no? Tienes el teléfono al lado de la cama, y puedes levantarte si quieres —se dirigió a la puerta—. Volveré a la hora del café.

Se puso una chaqueta vieja que utilizaba para trabajar en el jardín, unas buenas botas, se metió un puñado de galletas en un bolsillo y salió de la casa. Barrow Hill parecía más cerca de lo que estaba, pero era temprano. Dejó a un lado la carretera que bajaba al pueblo, atravesó una cerca y tomó un camino aledaño a un campo de trigo.

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Era ligeramente cuesta arriba, y no se apresuró. Los árboles y arbustos ya tenían hojas, las ovejas balaban y los pájaros cantaban y el cielo estaba azul moteado de pequeñas nubecillas de algodón. Se detuvo a contemplarlo; era una preciosa mañana, y se alegraba de haberse rebelado contra la rutina de la casa.

El último tramo hasta Barrow Hill era bastante empinado, por un sendero bordeado de maleza, pero enseguida llegó a un terreno cubierto de hierba y rocas, desde donde se apreciaba una espléndida vista del campo. Era un lugar solitario, pero ese día vio que iba a tener que compartirlo con alguien. Un hombre estaba sentado tranquilamente en una de las grandes rocas, precisamente en la que ella consideraba suya.

El hombre se había vuelto al oír sus pasos, y se levantó. Era alto, con unos hombros inmensos, y llevaba un atuendo informal. Según se acercaba a él, Serena vio que era un hombre guapo, pero no muy joven. Más cerca de los cuarenta que de los treinta. Le dio los buenos días, dirigiendo una mirada a su roca.

—Buenos días —dijo él alegremente—. ¿Estoy invadiendo su roca?

Ella se quedó sorprendida.

—Bueno, no es mi roca, pero siempre que subo aquí me siento en ella.

Él sonrió. Tenía una bonita sonrisa, e inesperada pues sus facciones eran más bien severas: una poderosa nariz, ojos azules bajo gruesos párpados y una boca fina sobre una firme barbilla. No era un hombre para tomar a la ligera.

Serena se sentó sin muchos aspavientos en la roca, y él se sentó en el tocón de un árbol talado, y dijo tranquilamente:

—No esperaba encontrar a nadie aquí. Es una buena subida...

—Por eso no viene mucha gente. Claro que la mayoría van a Yeovil a trabajar todos los días. En verano sube alguien a comer. Pero no muy a menudo, ya que no pueden dejar el coche cerca...

—Así que lo tiene para usted sola.

Ella asintió con la cabeza.

—Pero no vengo tanto como me gustaría...

—¿También trabaja en Yeovil?

—Oh, no. Trabajo en casa.

Él le miró las manos, que yacían despreocupadamente sobre su regazo, curtidas por el trabajo. Ella captó su mirada y dijo con naturalidad:

—Cuido a mi padre y llevo la casa.

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—¿Y se ha escapado un rato?

—Pues, sí. Es que hoy es mi cumpleaños...

—Entonces debo felicitarla —al ver que no respondía, él añadió—: Supongo que lo celebrará esta tarde con su familia.

—No. Mis hermanos no viven cerca.

—Ah, bueno, pero siempre está la emoción del cartero, ¿verdad?

Ella asintió tan sombríamente que él se puso a hablar del campo que los rodeaba; una agradable conversación que la alivió, y enseguida empezó a contarle la historia del pueblo, indicándole los lugares importantes.

Pero una mirada al reloj la hizo ponerse de pie.

—Debo irme —le sonrió—. Me ha gustado hablar con usted. Espero que disfrute de su estancia aquí.

Él se levantó y se despidió de ella con simpatía, pero para desilusión de Serena, no sugirió volver con ella al pueblo.

Según bajaba apresuradamente por el sendero, Serena pensó que había sido agradable. Le había parecido como un viejo amigo, aunque sospechaba que ella había hablado demasiado. Pero qué más daba; probablemente no volvería a verlo. Le había dicho que estaba de visita, y no le había sonado muy inglés...

Llegó a la casa casi sin poder respirar; su padre tomaba el café a las once y faltaban cinco minutos para la hora. Puso la cafetera, sin quitarse la chaqueta, y preparó la bandeja, luego se arregló el pelo y, una vez que se había recuperado, subió a la habitación de su padre.

Estaba sentado en una enorme butaca junto a la ventana, leyendo. Levantó la vista cuando Serena entró.

—Ya estás aquí. Ha llamado Gregory. Tiene mucho trabajo. Espera verte el fin de semana.

—¿Me deseó feliz cumpleaños? —preguntó ella, dejando la bandeja y esperando con expectación.

—No. Es un hombre muy ocupado, Serena. Creo que a veces se te olvida —retomó su libro—. Me apetece una tortilla para comer —y añadió recriminatoriamente—: Mi cama no está hecha todavía; probablemente necesitaré descansar después de comer.

Serena volvió a bajar, recordándose a sí misma que había pasado unas horas de puro placer en Barrow Hill; era algo en lo que pensar. Supuso que había estado tan parlanchina con el desconocido porque era su cumpleaños, y se ruborizó al pensarlo.

—No es que importe —le dijo a Puss, dándole una lata de sardinas—. Él no me

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conoce de nada, y yo a él tampoco, pero creo que sería agradable conocerlo. Aunque ya se habrá olvidado de mí...

Pero no era así. Él había vuelto a casa del doctor Bowring, pensando en ella. Conocía al doctor y a su esposa desde hacía muchos años. Habían estudiado Medicina juntos y ella era enfermera, y habían desarrollado una buena amistad que perduraba, a pesar de que él vivía y trabajaba en Holanda. En sus ocasionales visitas a Inglaterra hacía todo lo posible por verlos, aunque esa era la primera vez que los visitaba en Somerset. En la comida les habló de su paseo hasta Barrow Hill.

—Y me encontré a una joven allí, con una ropa bastante gastada, cara redonda, cabello castaño, muy descuidada, pero con una voz muy agradable. Me dijo que cuidaba de su padre, pero que se había escapado un par de horas porque era su cumpleaños.

—Serena Lightfoot —dijeron a coro sus acompañantes.

—Un encanto —dijo la señora Bowring—. Su padre es el hombre más horrible que conozco. Echó a George, ¿verdad, querido?

El doctor asintió con la cabeza.

—Está perfectamente, pero ha decidido ser un inválido el resto de su vida. Cuando su mujer murió, despidió al ama de llaves, y ahora Serena se encarga de la casa con la anciana señora Pike que va un par de veces a la semana. No es vida para una chica joven.

—¿Y por qué no se va? Ya es mayor, y parece bastante lista.

—He hecho todo lo posible para persuadirla de que se busque un trabajo fuera de casa, igual que el párroco, pero parece que le hizo una promesa a su madre. Pero no todo es pesimista. En el pueblo se sabe que Gregory Pratt pretende casarse con ella. Es abogado. Un hombre prudente, con miras a la nada despreciable situación económica y la casa que el señor Lightfoot presumiblemente dejará a Serena. Sus dos hermanos tienen una buena posición y no ven mucho a su padre.

—Así que Serena se convertirá en una heredera.

—Eso parece. Y Gregory es muy consciente de ello.

—Pero seguramente se lo habrá dicho.

—Oh, no. Entonces Serena pensaría que sólo quiere casarse con ella por el dinero y la casa.

El holandés levantó las cejas.

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—¿Y no es así?

—Claro que sí. ¡Querido, Ivo! Él no está enamorado de ella, y dudo que ella lo esté de él, pero es muy atento y creo que a Serena le gusta bastante. Es una chica sensata; sabe que no tiene muchas posibilidades de salir de su casa a menos que su padre muera.

—Es una pena —dijo la señora Bowring—, porque es muy simpática y amable; debe de anhelar tener bonitos vestidos y salir con gente de su edad. No sabes le que me cuesta que venga a tomar algo o a cenar. Su horrible padre dice que se siente mal en el último momento, o llama por teléfono justo cuando acabamos se sentarnos a la mesa y la ordena que vuelva a casa porque se está muriendo.

Entonces se pusieron a charlar de otras cosas, y no volvieron a hablar de Serena. Dos días después el señor van Doelen volvió a Londres, y enseguida a Holanda.

Fue al sábado siguiente cuando Gregory pasó a ver a Serena y, tras saludarla de una manera mecánica subió a ver a su padre. Como hombre que sabía lo que le convenía, no perdía ninguna oportunidad de mantener una buena relación con el señor Lightfoot. Pasó media hora con él, escuchando con aparente atención sus comentarios sobre el Gobierno. Después bajó al cuarto de estar y se encontró a Serena sentada en el suelo, haciendo el crucigrama del periódico.

Él se sentó en una de las anticuadas butacas.

—¿No estarías más cómoda en una silla, Serena?

Ella se sentó sobre sus talones y lo miró.

—Olvidaste mi cumpleaños.

—¿Ah, sí? Después de todo, los cumpleaños no son importantes, no cuando uno es adulto.

Serena escribió una palabra, y dijo:

—Me habría gustado una tarjeta, y flores, un gran ramo de rosas envuelto en celofán, y un frasco grande de perfume.

Gregory se rió.

—Tienes que crecer, Serena. Has leído demasiadas novelas. Ya sabes mi opinión acerca de malgastar el dinero en tonterías...

Ella escribió otra palabra.

—¿Por qué iban a ser tonterías unas flores y unos regalos cuando se los das a

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alguien a quien amas y a quien quieres complacer? ¿Has sentido alguna vez deseos de comprarme algo, Gregory?

Él carecía de imaginación y de sentido del humor, y además, tenía un elevado concepto de sí mismo.

—No —dijo seriamente—, no puedo decir lo contrario. ¿Qué sentido tendría, querida? Si te regalase una gargantilla de diamantes, o lencería de Harrods, ¿cuándo ibas a tener ocasión de ponértelo?

—Así que cuando vas a comprarme un regalo piensas: «¿Qué podría comprarle a Serena que pueda utilizar a diario?» Como eso que me regalaste para rallar verduras que tardas un día en limpiarlo.

Él le sonrió indulgentemente.

—Creo que estás exagerando, Serena. ¿Qué tal una taza de té? No puedo quedarme mucho rato; voy a cenar con el director de mi departamento.

Ella sirvió el té, y él le contó su semana de trabajo mientras se lo bebía y comía varios trozos del bizcocho que ella había horneado. Él pensaba que, dado que ella tenía tan poco que decir, y a pesar de su falta de atractivo, sería una esposa adecuada para él. No se detenía demasiado a pensar en la casa y la herencia que tendría, y que la hacían todavía más adecuada.

Él volvió a subir para despedirse del señor Lightfoot, y cuando bajó la besó en la mejilla y le dijo que haría todo lo posible por volver el fin de semana siguiente.

Serena cerró la puerta tras él y recogió las tazas del té. Gregory no era austero, era un verdadero tacaño. Mientras fregaba pensó en él. No estaba segura cuándo había empezado a mostrar interés por ella, pero su vida era tan aburrida, que se había sentido halagada y dispuesta a gustarle. Al poco tiempo su padre le concedió su aprobación, y cuando sus hermanos lo conocieron, le aseguraron que Gregory sería un marido maravilloso. Ante la perspectiva de una vida propia, ella había estado de acuerdo con ellos.

Pero los años habían pasado y, aunque Gregory hablaba a menudo de cuando estuviesen casados, nunca le había pedido que se casase con él. Honesta y sin malicia, y pensando que todo el mundo era así, Serena ni por un momento había pensado que Gregory estaba esperando a que su padre muriese para convertirse en el dueño de la casa y de su capital. Él no pretendía ser deshonesto, ella tendría todo lo que quisiera, dentro de lo razonable.

Por supuesto, Serena no sabía nada de eso... Aún así empezaban a asaltarle las dudas. Así como otros pensamientos, sobre el desconocido con quien había hablado tan libremente en Barrow Hill. Le había gustado; le había parecido como si le conociese de toda la vida, como si fuese un viejo amigo. Claro que era una tontería, pero su recuerdo seguía en su cabeza.

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Su hermano mayor apareció durante la semana. Sus visitas solían ser poco frecuentes, aunque vivía en Yeovil, pero, según decía, era un hombre muy ocupado. En Navidad y en el cumpleaños de su padre iba con su esposa y los dos niños. Visitas obligadas que a nadie agradaban. Se parecía mucho a su padre, y no se llevaban bien. Serena le ofrecía café o té y él le preguntaba cuestiones de dinero, pero nunca le preguntaba si estaba contenta con la vida que llevaba. Y aquella visita fue como las otras.

Tomando una segunda taza de café, Serena dijo:

—Me gustaría tomarme unas vacaciones, Henry.

—¿Unas vacaciones? ¿Para qué? De verdad, Serena, a veces parece que no tienes sentido común. Llevas una vida agradable; tienes amigos en el pueblo y tiempo libre. ¿Y quién va a cuidar de nuestro padre si te vas?

—Podrías pagar a alguien, o tu esposa Alice podría quedarse con él. Dijiste que tenías una niñera maravillosa que se encargaba de los niños.

El color de Henry se intensificó.

—Imposible. Alice tiene que llevar la casa, y una ajetreada vida social. En serio, Serena, no tenía ni idea de que fueses tan egoísta —y añadió—: Y la niñera se ha despedido.

Se marchó, con un austero adiós, dejándola para que subiese a ver por qué su padre la llamaba a gritos.

Unos días después llegó su otro hermano, el mediano. Matthew era una versión moderada de Henry. Tampoco se llevaba bien con su padre, pero era más tolerante con el mal genio del señor Lightfoot aunque sólo hacía las mismas visitas obligadas. Iba acompañado de su esposa, una mujer joven con mucho carácter que menospreciaba a Serena. Entró en la casa declarando que Serena estaba descuidando el jardín y el porche.

—No conviene descuidar una casa —señaló—, y menos una tan grande como ésta. Eres muy afortunada de vivir tan espléndidamente.

Serena lo dejó pasar, sin prestar atención a la voz de su cuñada. Fue mientras tomaban un té cuando dijo:

—Henry vino el otro día. Le dije que quería unas vacaciones.

Matthew se atragantó con el bizcocho.

—¿Vacaciones? ¿Por qué, Serena?

Al menos parecía algo interesado.

—Esta casa es muy grande, tiene seis dormitorios, el ático, cuarto de estar,

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comedor, salón, cocina y dos baños. Se supone que debo de mantener todo limpio con la ayuda de una anciana que tiene reumatismo y no puede agacharse. Y también está el jardín. Fue mi cumpleaños hace una semana he cumplido veintiséis años, y creo que tengo derecho a unas vacaciones.

Matthew se quedó pensativo, pero fue su esposa quien habló:

—Mi querida Serena, a todos nos gustarían unas vacaciones, pero una tiene sus obligaciones. Después de todo, sólo sois tu padre y tú, y puedes organizarte tu trabajo cada día para hacer lo que te plazca.

—Pero no hago lo que me place —dijo Serena con toda naturalidad—. Tengo que hacer lo que le place a mi padre.

Matthew dijo:

—Bueno, eso no me parece muy razonable... ¿Has hablado con Henry...?

—Sí, piensa que es una idea tonta.

En el fondo Matthew era un buen hombre, pero estaba dominado por Henry y por su esposa. Dijo:

—Oh, pues, en ese caso no creo que debas pensarlo más, Serena —como Serena no dijo nada, añadió—: Imagino que verás mucho a Gregory. Un joven muy formal. No te va tan mal, Serena.

—Bueno, imagino que podría irme mejor —dijo Serena displicentemente—. Sólo que nunca he conocido a otros hombres.

Entonces tuvo un repentino recuerdo del hombre de Barrow Hill.

Gregory fue el fin de semana. Ella no lo esperaba y como hacía un día gris y lluvioso, había decidido limpiar un armario de la cocina. Su aspecto desaliñado le hizo fruncir el ceño cuando la besó en la mejilla.

—¿Tienes que parecer una fregona un sábado por la mañana? —inquirió—. ¿No puede hacer ese trabajo la mujer que viene a limpiar?

Serena se retiró un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Viene dos horas dos veces a la semana. En una casa de este tamaño apenas le da tiempo a hacer la cocina y los baños. No te esperaba...

—Es obvio. Te he traído unas flores.

Le dio unos narcisos envueltos en celofán con el aire de estar regalándole una gargantilla de diamantes.

Serena le dio las gracias amablemente y no mencionó que el jardín estaba plagado de narcisos. La intención era lo que contaba.

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—Prepararé café. Mi padre ya tiene el suyo.

—Subiré a verlo enseguida —dijo Gregory, y añadió cautelosamente—: Henry me ha dicho que quieres irte de vacaciones.

Ella estaba llenando la tetera.

—Sí. ¿No crees que me las merezco? Podría conocer gente y divertirme.

Gregory dijo severamente:

—¿Bromeas, Serena? No veo por qué necesitas irte. Tienes una estupenda casa aquí, con todas las comodidades, y puedes organizarte los días como te plazca.

Ella se volvió a mirarlo.

—Haces que parezca como si me pasase los días sentada en el salón sin hacer nada, pero que sepas que no es así.

—Mi querida Serena, ¿serías feliz haciendo eso? Eres una ama de casa nata; serás una buena esposa —le sonrió—. ¿Y ahora, qué tal ese café?

Gregory subió a ver a su padre enseguida, y ella se puso a preparar la comida. Su padre le había pedido riñones picantes y un vaso del clarete que guardaba en el aparador del salón bajo llave. Si Gregory pensaba quedarse a comer, tendría que conformarse con huevos revueltos y sopa. Tal vez la llevase a dar una vuelta, al pub del pueblo donde servían unas empanadas riquísimas...

Ilusiones. Gregory entró en la cocina diciendo que tenía que ir a la oficina.

—Pero es sábado...

Él le dirigió una mirada tolerante.

—Serena, me tomo mi trabajo en serio; si eso significa trabajar unas cuantas horas extras un sábado, no me importa. Haré todo lo posible por verte el sábado que viene.

—¿Por qué no mañana?

Su vacilación fue tan leve que ella no lo notó.

—Prometí a mi madre que iría a verla, a resolverle unos asuntos. Ella se arma un lío con esas cosas.

Serena pensó que su madre era una de las mujeres más concienzudas que había conocido, perfectamente capaz de resolver sus asuntos. Pero no dijo nada; estaba segura de que Gregory era un buen hijo.

El domingo, con la esperanza de volver a ver al desconocido, subió a Barrow Hill, pero allí no había nadie. Y encima, el soleado día se había nublado y empezó a llover. Regresó para asar el faisán que se le había antojado a su padre para comer, y después

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pasó la noche con Puss, oyendo la radio.

Mientras escuchaba pensó en su futuro. De momento no podía alterarlo, ya que le había dado su palabra a su madre, pero podría intentar aprender algún oficio en casa. Se le daba bien la aguja, pero no creía que hubiese mucho futuro en eso; tal vez podría aprender a manejar un ordenador, parecía esencial para cualquier trabajo. ¿Pero de dónde iba a sacar un ordenador? Y aunque consiguiese alguno, ¿cómo iba a pagarlo?

En una ocasión que fue a Yeovil se compró un vestido y cuando su padre vio la factura se indignó tanto que no volvió a intentarlo. Serena nunca supo si el ataque de corazón que él dijo que había tenido fue auténtico o no, ya que se negó a que le viese un médico. Desde entonces se arreglaba con la poca ropa que tenía.

Diez días después, una espléndida mañana de mayo, llamó el señor Perkins, abogado de la familia. Era un anciano agradable que, cuando murió su madre y lo llamó el señor Lightfoot, le dio unas palmaditas a Serena en el brazo y le dijo:

—Al menos tu padre te ha asegurado un futuro —la tranquilizó—. No tendrás que preocuparte nunca por eso. Tal vez te ayude un poco.

Ella se lo había agradecido aunque en ese momento no pensó mucho en ello, pero con el paso de los años había asumido que tenía asegurado su futuro.

El señor Perkins, totalmente mayor y con el pelo más gris, estuvo encerrado un buen rato con su padre. Cuando bajó finalmente, parecía disgustado, rechazó el café que le ofreció Serena y se marchó con un simple adiós. Había criticado al señor Lightfoot su nuevo testamento, pero no había servido de nada.

Los hermanos de Serena le habían contado a su padre su deseo de tomarse unas vacaciones, y el señor Lightfoot, indignado por lo que él consideraba una total ingratitud, en un ataque de rabia había cambiado su testamento.

El señor Perkins volvió con su secretario al día siguiente y atestiguó su firma, y a los dos días el señor Lightfoot sufrió un derrame cerebral.

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Capítulo 2

EL DERRAME cerebral de su padre era de esperar; un hombre irascible e intolerante por naturaleza. La alta tensión y su insana forma de vida no fue de mucha ayuda, ni su gusto por las comidas pesadas. Ese día había pedido mollejas en salsa para comer, seguido de un pastel de crema.

Serena le dijo con su prudencia habitual que las mollejas estarían igual de buenas sin salsa, y que sería mejor que tomase unas natillas en lugar del pastel de crema.

—Tendré que ir al pueblo, y el carnicero puede que no tenga mollejas. ¿Qué otra cosa te apetece?

El señor Lightfoot, sentado en la cama, apartó el periódico:

—Ya te he dicho lo que me apetece. ¿Eres tan estúpida que no me entiendes?

—No te excites, padre —dijo Serena—. La señora Pike llegará enseguida, e iré al pueblo. Ella te traerá el café...

Mientras estaba en el pueblo, él rechazó el café y entonces, mientras la señora Pike estaba trabajando en la cocina, él bajó al piso de abajo y abrió el armario donde guardaba el whisky.

De vuelta a casa, Serena se despidió de la señora Pike y se puso a preparar la comida a su padre, de mala gana. Consideraba que no comía lo que debía y que estaba malgastando su vida en la cama.

—Un buen paseo al aire libre —dijo Serena, desenvolviendo las mollejas—, ver amigos, jugar al golf o a las cartas.

Pero el señor Lightfoot ya no tenía ningún amigo.

A la una en punto llevó la bandeja a su habitación. Estaba sentado en la cama, incorporado sobre las almohadas, leyendo el periódico, pero dejó de leer cuando ella entró.

—Trae la bandeja aquí, Serena. Qué lenta eres. Probablemente porque no tienes demasiado que hacer. Voy a considerar el despedir a la señora Pike.

Serena le puso la bandeja en las rodillas, y dijo en la voz anodina que empleaba cuando tenía que contenerse:

—Sólo tengo dos manos. Si la despides significará que, o no hago la casa y me ocupo de ti y cocino, o hago la casa y te doy sandwiches para comer.

Él no estaba escuchándola, sino pinchando con el tenedor la comida del plato.

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—Esto no son mollejas de cordero. Te dije que eran las únicas que podía digerir.

—El carnicero sólo tenía éstas...

El señor Lightfoot rugió:

—Eres una descuidada. No te importa mi bienestar ni mi salud.

Arrojó el plato al suelo, y un segundo después perdió el conocimiento.

—Padre —dijo Serena, corriendo hacia la cama.

Su padre yacía inmóvil sobre las almohadas. Tenía un color horrible y respiraba ruidosamente. Serena descolgó el teléfono que había junto a la cama.

El doctor Bowring, a punto de trinchar la pierna de cordero que su esposa le había puesto delante, bajó el cuchillo cuando sonó el teléfono.

—Esto siempre pasa cuando estamos a punto de comer —dijo en tono enfadado, dirigiéndose a su invitado—. Lo siento, Ivo.

Fue a contestar el teléfono, y volvió en un minuto.

—Serena Lightfoot. Su padre ha sufrido un colapso. No es mi paciente. Me echó de su casa hace un par de años; pero tendré que ir... —miró a Ivo van Doelen—. ¿Quieres venir conmigo, Ivo? Está sola, y si se ha caído necesitaré ayuda.

Serena, a pesar de lo impactada que estaba, no se puso nerviosa. Bajó corriendo y abrió la puerta de la casa, y luego volvió con su padre. No tenía ni idea de qué hacer, así que se sentó en el borde de la cama y le tomó una de las fláccidas manos, diciéndole en voz baja que no se preocupase, que se pondría bien.

Los dos hombres entraron sin hacer ruido en la habitación y la encontraron allí sentada. Vieron la comida tirada por el suelo, y el doctor Bowring dijo en voz baja:

—Hola, Serena. He traído a un amigo, a otro doctor. No estaba seguro de si iba a necesitar ayuda.

Ella asintió con la cabeza y miró perpleja a su acompañante. Era el hombre de Barrow Hill. Se levantó de la cama y se acercó a los dos hombres.

—¿Puedes decirme lo que ha pasado?

Se lo contó en voz baja, y añadió:

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—Estaba furioso porque no le había traído las mollejas que me había pedido —suspiró—. Lo disgusté, y ahora está muy mal...

—No, Serena, no tiene nada que ver contigo. Tu padre tenía la tensión muy alta; descuidar eso hace el derrame inevitable. No tienes que reprocharte nada. Te vendría bien una taza de té; no tardaremos mucho.

Así que bajó a la cocina, preparó el té y se sentó a tomárselo, esperando a que bajase el doctor Bowring.

Cuando lo hizo se sentó enfrente de ella.

—¿No te importa que haya venido el doctor van Doelen?

Ella levantó la mirada hacia el enorme hombre que estaba apoyado en el aparador.

—No, no, claro que no...

—Tu padre está muy mal para trasladarlo a un hospital. Me temo, querida, que no se recuperará. Haré que la enfermera venga lo antes posible. Si es necesario se quedará toda la noche. Supongo que tus hermanos vendrán cuanto antes.

—Los llamaré. Gracias por venir doctor Bowring.

—Vendré por la mañana, o antes si me necesitas. Si estuviese atendiendo otro caso, ¿te importa que el doctor van Doelen venga en mi lugar?

Ella volvió a mirar al enorme hombre que seguía ahí de pie sin decir nada, y aún así haciéndole sentirse tan segura.

—No, por supuesto que no.

—Y hasta que venga la enfermera, estoy seguro de que al doctor van Doelen no le importará quedarse contigo.

—Oh, pero si estaré bien —según pronunció las palabras se dio cuenta de que era una tontería, así que añadió—: Gracias, es muy amable.

El doctor Bowring se fue enseguida, y el señor van Doelen, con un murmullo tranquilizador, subió a la habitación de su padre. La enfermera Sims no tardó en llegar, y él se despidió de Serena después de hablar con la enfermera.

Serena había telefoneado a sus hermanos; ambos le dijeron que irían lo antes posible. Arregló una habitación para la enfermera Sims, y preparó el té. Después subió a ver a su padre, que seguía inconsciente y tenía muy mal aspecto. La enfermera Sims hacía punto plácidamente sentada en una silla junto a la cama.

—No se puede hacer nada. Es cuestión de esperar. ¿Van a venir tus hermanos?

—Lo antes que puedan, me han dicho. ¿Hay algo que pueda hacer?

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—No, Serena. Vete a tomar un té. Yo me tomaré el mío aquí, si no te importa.

Henry llegó primero, y fue enseguida a ver a su padre, después aceptó una taza de té a Serena antes de irse a ver al doctor Bowring. No tardó en aparecer Matthew, que se quedó un rato con su padre y luego bajó a sentarse con Serena, sin decir mucho hasta que volvió Henry.

Ninguno podía quedarse. Ambos tenían sus obligaciones. Le dijeron que les telefonease inmediatamente si su padre empeoraba.

—Es imposible para Alice venir —señaló Henry—. Tiene a los niños y la casa.

Y Matthew lamentó que su esposa Norah tuviese varios deberes parroquiales que no podía dejar.

Serena se despidió de ellos y fue a la cocina a preparar algo de cena. No estaba disgustada; ya sabía que no serían de mucha ayuda. La habían dejado a cargo de todo durante años, y no esperaba que fuese de otra manera.

Tomó su cena y relevó a la enfermera Sims mientras tomaba la suya y descansaba un poco. Después, ya que no se podía hacer nada, se fue a la cama.

Estaba preparando té a las seis de la mañana cuando la enfermera Sims le pidió que llamase al doctor.

Fue el señor van Doelen quien entró en la cocina.

—El doctor Bowring está atendiendo otro caso. ¿Puedo subir?

—Hola —le dijo Serena con la voz cansada.

Estaba envuelta en una vieja bata y se había estremecido un poco con el aire de la mañana cuando él había abierto la puerta. Lo acompañó arriba y se quedó de pie mientras él y la enfermera se inclinaban sobre su padre. Enseguida él se enderezó y le dijo suavemente:

—¿Le gustaría quedarse junto a tu padre? Me temo que es cuestión de poco tiempo.

Cuando ella asintió con la cabeza le acercó una silla, y se quedó al fondo de la habitación mientras la enfermera Sims se fue a descansar.

El señor Lightfoot murió sin recobrar la consciencia; Serena, tomándole de la mano, se despidió de él en silencio. Aunque había cuidado de él con esmero, hacía tiempo que había perdido cualquier afecto que hubiese sentido por él. De todas formas, era triste...

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El señor van Doelen la levantó delicadamente de la silla.

—¿Le importaría avisar a la enfermera Sims? Tal vez debería telefonear a sus hermanos. Y estoy seguro de que a todos nos vendría bien una taza de té.

Se quedó hasta que llegaron sus hermanos, respondió a las oficiosas preguntas de Henry, y se despidió de ella.

—El doctor Bowring no tardará en llegar —le dijo—, y estoy seguro de que sus hermanos se encargarán de todo.

Ella lo vio irse con pesar.

Los días siguientes no parecieron muy reales. Henry pasó mucho tiempo en la casa, arreglando los papeles de su padre, y dejándole listas de cosas para hacer.

—Necesitarás mantenerte ocupada —le dijo.

Y lo estaba, escribiendo cartas a los pocos amigos de su padre, preparando la comida para después del funeral, así como el trabajo habitual de la casa. No era que le importarse; se sentía como en el limbo. Su insulsa vida había llegado a su fin, pero el futuro aún era incierto.

Al menos, no del todo. Gregory había ido a verla al enterarse de la noticia, y le había dejado ver que no había duda de su futuro juntos. Le había dicho que había sido una buena hija y que había llegado el momento de recibir su recompensa.

No fue mucha gente al funeral, y cuando se hubo marchado el último de ellos, el anciano señor Perkins abrió paso hacia el salón. Henry y Matthew y sus esposas se acomodaron con aire de esperar buenas noticias. Serena, que no esperaba nada, se sentó en una pequeña butaca que su madre siempre utilizaba.

El señor Perkins se limpió las gafas, se aclaró la garganta y empezó a leer. El señor Lightfoot había dejado unas modestas sumas de dinero a sus hijos varones, y por la mirada ofendida con que fue recibido parecía que estaban decepcionados.

—La casa y todo lo que contiene —continuó el señor Perkins con la voz seca—, es legada a una organización benéfica para que la utilicen de hogar para los necesitados —tosió—. A Serena le queda una suma de quinientas libras, y aquí hay una nota de él: Es una mujer joven, fuerte y capaz de abrirse camino en el mundo sin la ayuda de mi dinero. Debo añadir que hice todo lo posible por persuadir a vuestro padre de que reconsiderase su testamento, pero fue inútil.

Se marchó enseguida, después de asegurarles que estaba a su disposición si lo necesitaban, y llevándose a Serena aparte le aseguró que haría que su cheque le llegase lo antes posible.

—Y si puedo ayudarte en algo...

Ella se lo agradeció y lo besó en la arrugada mejilla.

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—Estaré bien —le aseguró—. No tengo que irme enseguida, ¿verdad?

—No, no. Pasarán varias semanas antes de que se termine todo el papeleo.

—Ah, bien. Tengo tiempo para hacer planes.

Serena le sonrió tan alegremente que él se fue más tranquilo, y volvió al salón. Sus hermanos estaban hablando de su herencia, sopesando los pros y los contras de invertirla, mientras sus esposas sugerían que gastasen el dinero en reformas para la casa. Se interrumpieron cuando ella se les unió, y Henry dijo que desde luego darían al dinero un buen uso.

—Tengo muchas responsabilidades —señaló—, y la educación de los niños.

No dijo que sus hijos iban a colegios públicos y que no les costaban un penique. Serena vio que deseaba dejarle claro que no esperase ninguna ayuda económica por su parte.

Fue Matthew quien le preguntó qué pensaba hacer.

—Me sorprende que nuestro padre te haya dejado en una situación tan mala. Tal vez nosotros...

—Seguro que Serena no tiene problemas para encontrar un trabajo —lo interrumpió su esposa—. Una chica tan práctica y sensata. Debo admitir que para mí... para nosotros es un alivio haber heredado algo. Será suficiente para poner la calefacción central, hay tanta humedad...

—Creía que el Consejo Episcopal pagaba esas cosas —dijo Serena.

Su cuñada se puso roja.

—Tendríamos que esperar meses, incluso años —añadió bruscamente—. Y los ingresos de Matthew son muy bajos.

Serena pensó que Matthew recibía unos ingresos privados de una herencia que sus dos hermanos recibieron de una vieja tía años atrás. Ninguno de los dos tenía que preocuparse por el dinero, pero no valía la pena recordárselo. Les ofreció café y sandwiches y se marcharon enseguida, diciéndole que se mantendrían en contacto con ella.

Después de recoger las tazas y los platos, dio de comer a Puss y se sentó a pensar en su futuro. Tendría que bajar las maletas y los baúles del ático para poder empacar sus cosas. Una vez que hubiese hecho eso, decidiría qué hacer.

En el fondo de su mente estaba el reacio pensamiento de que Gregory tal vez querría casarse con ella. Pero aunque fuese una solución tentadora para su futuro, tenía sus dudas. Era lo más sensato, desde luego, pero siempre había tenido la romántica esperanza de que algún día conocería a un hombre que la amase tanto como ella a él. Y ese hombre «no era» Gregory.

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Se fue a la cama pronto, con la compañía de Puss, y como había sido un día tan ajetreado y triste, se quedó dormida inmediatamente.

Gregory había estado en el funeral, pero no había ido después a la casa, alegando que tenía una reunión imposible de cancelar. Le aseguró que iría al día siguiente por la tarde.

—Tenemos mucho que hablar —le dijo, sonriendo y mirándola posesivamente.

A primera hora de la mañana, el sentido común se impuso en Serena. Gregory podía no ser el hombre de sus sueños, pero si la amaba ella aprendería a amarlo también.

Pasó el día muy ocupada, arrastrando maletas y baúles desde el ático, vaciando la habitación de su padre, y, después de un sándwich y un café, se sentó a escribir cartas a los que habían enviado flores. Después se cambió y se puso una falda y un suéter, se arregló el pelo y se maquilló, y preparó una bandeja para el café. Encendió el fuego en el cuarto de estar, porque la tarde era fresca, y se sentó a esperar a Gregory.

Llegó tarde. No le arrancaba el coche, según le explicó, añadiendo que pronto podría comprarse otro. Sonrió al decirlo, pero Serena, sirviendo el café, no lo vio.

Hablaron un poco del funeral, hasta que él dejó la taza, diciendo:

—Bueno, Serena, no hay razón por la que no debamos casarnos cuanto antes. Me mudaré aquí, por supuesto. Siempre me ha gustado esta casa. Podemos modernizarla un poco —sonrió a Serena—. Debemos emplear bien el dinero, y puedes confiar en que haré la mejor inversión de tu capital...

Serena dejó su taza cuidadosamente.

—Pero esta casa no es mía —dijo con toda naturalidad—. Mi padre se la ha dejado a la beneficencia.

—Pero te habrá dejado una herencia —dijo Gregory bruscamente.

—Quinientas libras —dijo Serena, tranquila—mente—. El resto va con la casa.

—Pero eso es absurdo. Debes recurrir el testamento. ¿Qué dicen tus hermanos? —Gregory no sólo estaba sorprendido, estaba furioso—. ¿Y dónde vas a vivir? Debes hacer algo al respecto enseguida.

—No veo por qué —dijo Serena en un tono razonable—. Si vas a casarte conmigo, no tengo que preocuparme, ¿verdad?

Gregory se puso rojo.

—Debes entender que esto altera mis planes, Serena. Soy un hombre ambicioso y necesito una situación segura, un buen nivel de vida, una casa adecuada...

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—Lo que quieres decir es que necesitas casarte con una chica adinerada. No conmigo.

Gregory pareció aliviado.

—Qué razonable eres, Serena. Entiendes que yo...

Serena se puso de pie.

—Oh, claro que sí, Gregory, y no me casaría contigo por nada del mundo. Ahora, ¿quieres marcharte? No quiero volver a verte, y ahora que lo pienso, no me gustaría casarme contigo. ¡Vete a buscar a esa chica rica!

—Separémonos como... —empezó a decir Gregory, acercándose a ella.

—Oh, vete de una vez —dijo Serena.

Después de que Gregory se hubo marchado, Serena fue a la cocina a prepararse la cena, huevos revueltos en pan tostado, y, sintiendo que aquella era una ocasión especial, abrió el aparador y eligió una botella de vino.

Comió en la cocina, con Puss a sus pies disfrutando de una lata de sardinas. Y ella se bebió dos vasos de vino, encantada de descubrir que, en lugar de sentirse desdichada se sentía aliviada. Tenía quinientas libras y el mundo delante para encontrar al hombre de sus sueños.

Aunque no tenía que buscarlo. Ya lo había encontrado, pero no estaba segura si la breve relación que había tenido con el doctor van Doelen era suficiente para dar por hecho el asunto. Pensó que no. De hecho no era probable que sus caminos volviesen a cruzarse.

Animada por el vino, subió con Puss a acostarse y a dormir tranquilamente.

Henry llegó por la mañana para llevarse lo que le correspondía. Que resultó ser bastante: la bandeja de plata, la jarra de vino, el juego de té de su madre.

—¿No deberías esperar a ver qué quiere Matthew, y lo que yo puedo querer?

—Mi querida niña, Matthew querrá cosas útiles. Recuerda que vive en una casa pequeña, y no tiene vida social.

—Pero la tendrá cuando consiga una parroquia propia...

Henry ignoró eso.

—Y tú... tú no querrás cargarte con un montón de cosas inútiles.

—No sé por qué dices eso Henry. No tienes ni idea de lo que voy a hacer. Ni quieres saberlo, ¿verdad? ¿Sabes que Gregory me ha dejado plantada?

Henry pareció incómodo.

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—Debes comprender, Serena, que Gregory tiene que abrirse camino en el mundo.

—¿Y yo qué?

—Tú eres muy capaz de encontrar un buen trabajo y salir adelante. Incluso podrías casarte.

Serena agarró una figura de la mesita del salón, donde Henry inspeccionaba los armarios. Era pequeña, un hombre y una mujer de la mano, no muy fina, pero bonita. Se la quedaría como recuerdo de esa casa en mejores días, cuando su madre vivía.

Matthew fue al día siguiente, con su esposa. Se llevó la vajilla, colchas, juegos de sábanas, los cojines del salón y, en el último momento, el viejo reloj de la chimenea.

—Probablemente volveremos —dijo la esposa de Matthew al marcharse.

—Me toca a mí —dijo Serena a Puss.

Fue de habitación en habitación, recogiendo cosas pequeñas: el costurero de su madre, fotografías familiares, dos figuritas de porcelana, un cuadro de la casa que su madre había pintado. El reloj de plata de viaje de la mesilla de su padre, y el cesto del gato del ático, porque Puss, por supuesto, se iría con ella.

¿Pero a dónde? Decidió que al día siguiente iría a Yeovil a todas las agencias de empleo que hubiese.

Sin mucho éxito. No tenía estudios, y el ordenador era un misterio para ella, y en las tiendas pedían experiencia. Le dijeron que la avisarían si salía algo.

Pero no salió nada. La institución benéfica, ansiosa de tomar posesión, le permitió quedarse una semana más, y al final de esa semana, sin trabajo a la vista, Serena, Puss, su baúl y una maleta grande, se trasladaron de mala gana a casa de Henry.

Tan de mala gana como fue recibida. A pesar de que tenían sitio de sobra, puesto que Henry vivía en una casa grande en las afueras de la ciudad.

Serena redobló sus esfuerzos en buscar trabajo. Había demanda de empleadas de hogar, pero ninguna estaba dispuesta a aceptar un gato, y menos si la solicitante no tenía referencias de empleos previos.

Entre sus infructuosas visitas a Yeovil, no tenía oportunidad de estar ociosa. Su cuñada rápidamente vio la oportunidad de ampliar su vida social, ya que Serena estaba tan a mano para hacer la compra y preparar la comida. Y cuando los niños volvían del colegio, ya que ella no tenía nada mejor que hacer, se quedaba con ellos y les preparaba la merienda.

Serena, apretando los dientes, aceptó el papel de empleada doméstica no remunerada, aguantando las impertinencias infantiles de sus sobrinos.

Llevaba viviendo más de una semana con su hermano cuando una mañana que

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estaba sola en casa llamaron a la puerta. Fue a abrir pensando que sería el cartero. Tal vez con la respuesta de algún trabajo en el que había presentado solicitud. Quizá su suerte había cambiado...

No era el cartero. Era el doctor Bowring.

—Tenía que venir a Yeovil —le dijo sonrientemente—. He pasado a ver qué tal te van las cosas —la miró el delantal—. ¿Está la señora Lightfoot en casa?

—No, estoy sola. Pase. Qué agradable verlo. Si no le importa venir a la cocina, estoy segura de que a nadie le importará que prepare café.

Él la miró interrogativamente.

—¿Todavía no has encontrado trabajo?

—Pues no. Llevo a Puss conmigo, y nadie quiere tenerla...

La siguió a la cocina.

—¿Qué clase de trabajo?

—Empleada de hogar, o de compañía. No puedo hacer otra cosa.

Ella habló con naturalidad, pero él la notó pálida y con ojeras.

—¿No eres feliz aquí? —le preguntó sin rodeos.

—Bueno —Serena puso el café instantáneo en dos tazas—, a Henry no le resulta muy cómodo que esté aquí, y no les gusta Puss —sonrió—. Pero saldrá algo.

Él se quedó un rato, preocupado por ella, decidiendo en silencio que buscaría un trabajo apropiado para ella.

El señor van Doelen había tenido un día de mucho trabajo en uno de los hospitales de Londres; era cirujano ortopédico de gran reputación y había tenido que asistir a una complicada operación de un niño que se había roto las piernas. Cuando salió del hospital esa deliciosa tarde de verano, decidió ir a Harwich, y marcó el número del doctor Bowring en el teléfono del coche.

—Te esperaremos para cenar —dijo la señora Bowring—. Son sólo las cuatro; estarás con nosotros en un par de horas.

Dejando atrás las afueras de Londres, el tráfico disminuyó, y pisó el acelerador. El campo estaba bañado por la luz del sol, verde y placentero, justo lo que necesitaba tras horas en el quirófano. Y no tenía que tomar el ferry a Holanda hasta el día siguiente.

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Sería estupendo volver a ver a sus amigos. Se preguntó qué tal le iría a la joven cuyo padre había muerto. Probablemente ya se habría casado. Debía acordarse de preguntar por ella.

Fue recibido afectuosamente, y la señora Bowring fue a poner las flores que le había llevado en un jarrón mientras los dos doctores se sentaban a tomar una copa. Fue durante la cena cuando el señor van Doelen preguntó por Serena.

—¿La recuerdas? —preguntó la señora Bowring—. Una joven adorable; no entiendo cómo ese hermano suyo puede tratarla tan mal.

—¿No iba a casarse?

George Bowring le explicó:

—Su padre dejó la casa y casi todo su dinero a una institución benéfica. A Serena le dejó sólo quinientas libras. Y por si fuera poco, Gregory Pratt, que iba a casarse con ella, al enterarse de que no había heredado la casa y el dinero, cambió de idea. Ahora está intentando encontrar trabajo, y está viviendo con Henry, su hermano mayor en Yeovil. A su cuñada no le gusta demasiado y Henry es un pedante.

—Casualmente —dijo el señor van Doelen lentamente—, sé de alguien que está ansiosa por encontrar una institutriz para su hija. Es la madre del niño al que he operado hoy. Van a quedarse seis semanas en Londres, y tiene una hija de trece años en casa, en Penn. Parece que la niña tiene problemas de celos con su hermano. ¿Estaría la señorita Lightfoot dispuesta a aceptar ese trabajo?

—Estoy seguro de que sí, siempre que pueda llevar a su gata...

—Están muy ansiosos por encontrar a alguien. Imagino que no habrá problema. De todas formas, mañana veré a la madre del niño y os diré algo. Es un trabajo temporal, pero le dará tiempo para centrarse.

Volvió a Londres temprano al día siguiente y, fiel a su promesa, le habló a la señora Webster de Serena.

—La conozco —dijo—. Parece una joven prudente y sensata. Su única condición es que pueda llevar a su gata con ella.

La señora Webster se lo agradeció efusivamente.

—Mañana iré a verla. ¿Puede venir enseguida?

—Creo que sí.

Antes de abandonar Londres telefoneó a George Bowring, y luego escribió una carta a la señorita Lightfoot.

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Capítulo 3

HENRY, levantando la vista ligeramente mientras Serena le ponía delante un plato de huevos y beicon, dijo:

—Te ocuparás del desayuno de los niños, ¿verdad, Serena? Alice bajará tarde —revisó el correo—. Hay una carta para ti. Esperemos que sea una oferta de trabajo.

—Esperemos —convino Serena con agrado.

Se metió la carta en el bolsillo, y se puso a preparar el desayuno de los niños. Ya la leería luego. Hasta que no se fueron al colegio, no pudo sentarse a leerla. Rodeada de los restos del desayuno, en la mesa de la cocina, abrió el sobre.

La carta era corta y formal; la leyó una y otra vez. El señor van Doelen no tenía tiempo para sutilezas, pero era muy claro. La señora Webster iría a visitarla esa misma mañana con idea de contratarla como institutriz de su hija. A las diez. Serena miró el reloj; eran más de las nueve.

Se levantó, cerró la puerta con el caos del desayuno y fue a cambiarse. Se puso un vestido de algodón azul, un poco gastado pero apropiado. Se maquilló un poco y se recogió el pelo en un moño, se puso las sandalias y bajó a preparar café. No había oído a Alice; esperaba que durmiese otro par de horas.

Unos minutos antes de las diez un coche aparcó delante de la casa, y Serena abrió la puerta. La señora Webster era una mujer alta y atractiva, con un rostro descontento expertamente maquillado. Iba muy bien vestida y parecía que estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya. Se detuvo en el porche.

—¿Señorita Lightfoot? Soy la señora Webster. ¿Le han dicho que vendría a verla?

—Sí, he recibido una carta. Pase, por favor.

La señora Webster se sentó en el salón y miró a su alrededor.

—Tengo entendido que vive con su hermano, y que no tiene ataduras. ¿Tendría algún problema en incorporarse enseguida?

—Ninguno, señora Webster. ¿Quiere un café?

—Gracias. Debo volver a Londres lo antes posible. ¿Sabe que mi hijo está en el hospital?

—Sí. El señor van Doelen me lo ha explicado brevemente. Iré a por el café.

La señora Webster no perdió el tiempo. Se bebió el café rápidamente mientras le explicaba lo que quería.

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—Heather es una niña muy testaruda. Mi ama de llaves no puede con ella, y yo no puedo traerla a Londres porque perdería clases. Quiero que se haga cargo completamente de ella hasta que mi hijo pueda volver a casa. Seis semanas o así, me han dicho. No tiene que hacer nada de la casa ni de la cocina. ¿Sabe conducir? ¿Sí? Hay un pequeño coche que puede utilizar si lo desea. Quiero que venga inmediatamente. Mañana, a ser posible. Le enviaré un coche y podrá ir directamente a Penn desde aquí. Le pagaré semanalmente.

Mencionó una cantidad que levantó el ánimo a Serena, y continuó:

—Le ofrezco el trabajo porque confío en la recomendación del señor van Doelen...

«Pero si apenas me conoce», pensó Serena, aceptando encantada ir a Penn a la mañana siguiente. No tenía ni idea de cómo sería el trabajo, pero cualquier cosa sería mejor que la mezquina generosidad de Henry y Alice.

—Me han dicho que tiene un gato —dijo la señora Webster una vez que había conseguido lo que quería—. No tengo ninguna objeción en que lo lleve a Penn —se dispuso a marcharse—. Probablemente la vea de vez en cuando.

Se subió al coche y se fue, y Serena llevó la bandeja del café a la cocina, donde Puss estaba sentada inquietamente en su cesto. Pasaba allí los días, consciente de que su presencia era tan poco grata como la de Serena.

—Nuestra suerte ha cambiado —le dijo Serena—. Nos vamos mañana por la mañana. Espero que allí puedas andar a tus anchas, Puss.

Subió al trastero y bajó su baúl y su maleta a su habitación. Estaba abriendo la maleta cuando entró Alice.

—¿Qué estás haciendo? —demandó—. Ve a prepararme una taza de té. Pensaba que irías a ver cómo estaba...

—Henry me dijo que no te molestase. Y estoy haciendo el equipaje, me voy mañana por la mañana. Me recogerán a las nueve.

—¿Un trabajo? ¿Dónde? ¿Lo sabe Henry?

—Henry no lo sabe, acabo de enterarme.

—¿Pero quién va a ocupar tu lugar? ¿Cómo voy a arreglármelas sola? No te puedes ir, Serena —añadió furiosamente—. ¿Cómo puedes ser tan ingrata? Después de vivir aquí sin pagar un penique, y de haberte tratado como si fueras de la familia...

—Es que soy de la familia —le recordó Serena—. Pero no puedo decir que me hayáis tratado como tal. Pensaba que te alegrarías de que me fuese.

—Supongo que tendré que prepararme yo el té.

Alice se fue dando un portazo; Serena oyó el chillido de rabia cuando vio la mesa

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del desayuno.

Bajó enseguida y se encontró a Alice sentada en la cocina, delante de una taza de té y una tostada.

—Tendrás que recoger la mesa del desayuno y la cocina —le dijo a Serena.

—Cuando te vistas lo haremos juntas —dijo Serena dinámicamente, sirviéndose un té y sentándose enfrente de su cuñada—. Te alegras de que me vaya, Alice —observó tranquilamente—. No he sido bien recibida aquí; lo has dejado muy claro.

—Me alegraré de que te vayas, tú y tu gato. Si por mí fuera, te irías a la calle en cuanto hubieses recogido tus cosas.

Serena suspiró, y llevó su taza al fregadero.

—Lavaré la verdura —dijo—. Cuando te hayas vestido, te ayudaré con el comedor.

Trabajaron juntas en silencio, y cuando terminaron, Alice arrojó el trapo junto a la pila.

—Voy a comer fuera. Dale a los niños la merienda cuando lleguen.

Serena terminó de hacer su equipaje, se preparó un sándwich de queso para comer y se lavó el pelo, y todo el tiempo se preguntó cómo se había enterado el señor van Doelen de que necesitaba un trabajo. Eso le recordó que debía comunicarle al señor Bowring que se iba.

—Oh, Señor —le dijo el doctor preocupado—. Ivo me telefoneó y me pidió que te hablase de ese trabajo... Se me olvidó totalmente. Lo siento, Serena.

—No importa. Él me escribió y la señora Webster ha venido a verme. Me voy mañana. Le estoy muy agradecida, pero no sé cómo sabía que necesitaba un trabajo.

—Creo que se lo mencioné la última vez que lo vi —dijo el doctor Bowring—. Tengo que irme, Serena. Escribe para contarnos cómo te van las cosas... ¡y buena suerte!

Que fue más de lo que Henry le deseó cuando llegó a casa esa noche.

—Estoy asombrado —dijo con toda su pedantería—. Después de todo lo que hemos hecho por ti... qué ingratitud...

—No seas tonto, Henry —le dijo Serena con naturalidad—. Sabes tan bien como yo que te alegras de que me vaya. Sé que eso significa que tendrás que pagar a otra niñera, pero puedes permitírtelo, ¿verdad?

—No sé lo que tendrá que decir Matthew al respecto —empezó Henry.

—Anda, se sentirá tan aliviado como tú. Sólo que él se alegrará de que tenga un

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trabajo y pueda empezar a vivir mi propia vida.

Por la mañana la recogió un hombre mayor con uniforme que conducía un coche también viejo. Tenía un rostro de facciones duras, pero alegre, y le explicó que era el jardinero de la señora Webster mientras metía su equipaje en el maletero. No había nadie para despedirla. Henry le había dicho un implacable adiós al irse a trabajar, a los niños les daba igual si estaba o no, y Alice todavía estaba en la cama.

Serena subió al coche al lado del anciano y no miró atrás mientras se alejaban. Le dijo que se llamaba Bob, y que llevaba muchos años con los Webster.

—Vivo en una casita cerca de la casa, con mi esposa. Ella cocina y se encarga de la casa.

—Debe de ser una casa muy grande —dijo Serena, deseosa de averiguar todo lo posible antes de llegar.

—Más o menos. El jardín sí es grande. ¿Ese es su gato?

—Sí. La señora Webster dijo que podía llevarla conmigo. Espero que a su esposa no le importe.

—Por Dios, no. Le gustan los animales. La señorita Heather estará encantada. Siempre ha querido tener un gato o un perro, pero la señora Webster no aprueba que estén dentro de la casa.

Serena dijo con inquietud:

—Pero Puss no está acostumbrada a vivir fuera.

Él soltó una carcajada.

—No se preocupe, señorita. Estaba tan ansiosa por encontrar a alguien que se quedase de la señorita Heather que habría aceptado a una manada de elefantes. Verá, el señorito Timothy es el ojo derecho de su madre, y de su padre también, y la señorita Heather, bueno, es una niña difícil.

—Pobrecilla. Gracias por decírmelo; será de gran ayuda.

Deseaba preguntarle más cosas de los Websters, pero le pareció prudente no hacerlo. Así que le pidió que le hablase de Penn.

La casa estaba en las afueras del pueblo. Residencial, de paredes blancas y de buen tamaño, con ventanas de postigos verdes y balcones de hierro, rodeada por un enorme jardín estupendamente cuidado.

—Qué flores más bonitas, y qué césped —dijo Serena, lo que complació a Bob.

—La señora Webster no se preocupa mucho del jardín, y me deja total libertad.

—¿Y el señor Webster? ¿Tampoco le gusta el jardín?

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Estaban junto al coche delante de la puerta.

—Él apenas está en casa. Pase, señorita; Maisie habrá preparado café.

Maisie era pequeña y robusta, y plácida. Recibió a Serena afectuosamente y la llevó a la cocina.

—Si no le importa tomar café con nosotros, señorita. Su habitación está preparada, y he pensado que tal vez le gustaría utilizar la salita que da al jardín, por su gato.

Sacó una silla de la mesa de la cocina y Serena se sentó. La cocina era grande y estaba muy bien equipada. El café estaba delicioso y caliente y había rebanadas de bizcocho casero para acompañarlo. Los tres se sentaron a hablar confortablemente hasta que Maisie dijo:

—Querrá ver su habitación, señorita. Bob le ha subido sus cosas, y tiene tiempo para instalarse antes de que Heather vuelva del colegio. Ha estado comiendo con nosotros, pero ahora que está usted aquí, comerá con usted en la salita.

—Oh, pero no quiero darles trabajo.

—A decir verdad, señorita, a Bob y a mí nos gustará estar solos.

Codujo a Serena, con Puss en su cesta, por las escaleras al piso de arriba y luego por un pasillo a la parte de atrás de la casa. La habitación era pequeña, pero bien amueblada y había un pequeño balcón que daba al jardín.

—No hay razón por la que no pueda tener a su gatito aquí arriba, señorita, habiendo un balcón.

Serena le dio las gracias y Maisie se fue.

La salita que Serena y Heather iban a utilizar estaba amueblada con sencillez y era obvio que no se usaba muy a menudo. Serena pensó que con unas flores, un par de cojines, unos libros y Puss ahí sentada estaría más acogedora.

Salió al jardín con Puss. Se alegró de que estuviese vallado para que la gata anduviese a sus anchas. Era muy bonito, pero no parecía que lo usaran mucho. Al fondo había un cenador con un estanque lleno de pececillos rojos; y detrás de un seto encontró una piscina.

Cuando la llamaron para comer a la una, persuadió a Maisie de que la dejaran comer con ellos en la cocina.

—Me gustaría saber algo más Heather. Su madre estaba ansiosa de volver con su hijo y no hubo tiempo.

—Bueno, tiene trece años y es muy independiente —dijo Maisie—. Le gusta ir a su aire. Nunca trae a sus amigos a casa. Tiene su propia tele, y una radio...

—¿Está muy sola?

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—Sí, señorita. Siempre lo ha estado.

Serena estaba en el jardín con Puss cuando Heather llegó del colegio. La observó mientras avanzaba hacia ella; era una niña delgada y pálida, despeinada, que un día sería bonita pero que en ese momento tenía cara de mal genio.

—Hola —dijo Serena, ignorando su ceño—. ¿Nos sentamos aquí un rato, o quieres merendar ya?

Heather se detuvo delante de ella, mirándola fijamente.

—Merendaré cuando quiera.

—Vale, pero no grites, Heather, o asustarás a Puss.

Y Puss, en el momento justo, asomó su peluda cabeza por un arbusto.

—Tienes un gato. ¿Te ha dejado mi madre tener un gato aquí? Dijo que yo no podía tener uno; que sería una lata.

El ceño había desaparecido.

—Bueno, tal vez cuando vea lo buena que es Puss te deje tener un gato.

Serena se había sentado en la hierba, y Puss fue a sentarse a su lado.

—¿Puedo acariciarla?

—Por supuesto, le encanta que la hagan mimos.

—¿Dijo mi madre que podía entrar en la casa?

—Sí, pero sólo en mi dormitorio y en la salita que vamos a usar nosotras.

—¿Y en mi dormitorio...?

—Una vez que se haya acostumbrado a ti, no veo por qué no.

Heather dijo lentamente:

—Me parece que eres bastante simpática...

—¡Eso espero! ¿Vamos a merendar? Tal vez te apetezca contarme cómo pasas los días.

Serena tomó en brazos a Puss y empezó a andar hacia la casa, y después de un momento Heather la siguió, y comenzó a contarle:

—Oh, tengo que ir al colegio, claro, y... tengo amigos... juego al tenis, nado... y tengo una bici.

—Bueno, sí, claro que tienes amigos...

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—No te gustaría hacer ninguna de las cosas que hacemos —dijo Heather bruscamente.

—No lo sé. Juego al tenis y nado, y he montado en bici muchos años. También sé conducir —sonrió a la niña—. Aunque no tengo coche.

—Hay un Mini en el garaje; lo usan Bob y Maisie. Tal vez te lo dejen. No es que quiera ir contigo...

—No, claro que no, te aburrirías —dijo Serena con simpatía.

Estuvo igual de simpática durante la merienda, ignorando los malos modales deliberados de Heather. Cuando le preguntó si tenía deberes, la niña le dijo que era algo que había que ignorar todo lo posible.

—Oh, qué pena. Iba a sugerirte que cuando los acabases podías darle la cena a Puss y sacarla al jardín a dar un paseo. Le gusta que alguien esté con ella.

Heather la miró.

—Siempre he odiado a todas las institutrices que ha contratado mi madre, pero puede que tú no seas tan horrible.

Serena pensó lo mismo. Heather era una niña maleducada, pero probablemente no era culpa suya. A Serena le parecía que estaba muy sola, y que era agresiva porque sentía que nadie la quería.

La señora Webster llamó tarde esa noche, cuando Heather ya se había acostado, para asegurarse de que Serena había llegado bien, y colgó sin preguntar por Heather.

Serena decidió que no le gustaba.

Una opinión que el señor van Doelen compartía con ella. Le dijo a la señora Webster que Timothy estaba mejor y que no era necesario que pasase todo el día en el hospital.

—Estoy seguro de que querrá ir a su casa a ver cómo van las cosas.

—Por supuesto que no, señor van Doelen. Me quedaré al lado de Timothy hasta que me lo pueda llevar a casa. No hay nada en Penn que me preocupe. Esa chica que me recomendó para encargarse de Heather parece bastante competente y bien educada. Aunque una nunca sabe con esas jóvenes, pero tengo que arriesgarme. Timothy es lo más importante en este momento. ¡Mientras no desaparezca con la plata!

Se rió de su gracia, pero el señor van Doelen ni siquiera sonrió.

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—La señorita Lightfoot no haría eso, señora Webster —dijo fríamente.

—¿La conoce bien?

—No se la habría recomendado si tuviese dudas respecto a ella, señora Webster. No encontrará a nadie más adecuada.

La señora Webster no dijo nada más porque le pareció que el señor van Doelen estaba enfadado.

Y lo estaba. Quería ayudar a Serena, pero sospechaba que la había ayudado a salir de un sitio para meterse en otro peor.

No había podido olvidarla, algo que le inquietaba. Aunque su trabajo llenaba su vida, suponía que algún día se casaría, pero no había sentido prisa en hacerlo, hasta que había visto a Serena acercándose a él en Barrow Hill.

Se había enamorado varias veces como todo hombre normal, relaciones que iban y venían y que olvidaba, pero al ver a Serena supo que por fin había encontrado el amor de su vida. No tenía ninguna duda de que se casaría con ella, pero ya que de momento no había ninguna posibilidad, se contentaba con esperar.

Se despidió de la señora Webster con austera cortesía, y pulsó el interfono de la mesa para decirle a la enfermera que pasase el siguiente paciente. Esperaba que a Serena le hubiese mejorado la vida, lejos de su hermano. Tenía que encontrar la manera de ir a verla...

A Serena le había mejorado la vida considerablemente; Heather no era una niña fácil, y ponía objeciones a todo lo que le sugería, pero tenía un talón de Aquiles: Puss. Heather mostró una inesperada ternura hacia la gata y gradualmente empezó a mostrarle simpatía a Serena.

Pasaban el tiempo libre juntas, jugando al tenis, nadando en la piscina, visitando Penn. Y Serena podía dar a la señora Webster un informe honesto cuando telefoneaba. No porque estuviese particularmente interesada en su hija. Suponía, como le dijo un día a Serena bastante agresivamente, que Heather se estaría portando mal y que Serena tenía que mostrarse firme con ella. En cuanto a Serena, la señora Webster no le preguntó nada, ni le habló de tiempo libre...

A Serena no le importó. Tenía mucho tiempo libre por las mañanas, cuando Heather estaba en el colegio. Algunas las pasaba yendo a Penn a hacer la compra para Maisie y, cuando a Bob le parecía bien, lo ayudaba en el jardín.

Cuando la señora Webster llamó un día, Serena escuchó mientras le contaba con todo detalle los progresos de Timothy, hasta que finalmente dijo:

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—Supongo que no tendrá que informarme de nada.

—Heather se está portando estupendamente, señora Webster. Les echa mucho de menos a todos, pero nunca se queja. Por supuesto se siente sola sin su familia, y se ha encariñado mucho con mi gata, le encanta cuidarla. ¿Le dejaría tener un gato? Cuidándole adquiriría sentido de la responsabilidad.

—¿Un gato? Bueno, supongo que puede tener un gato si quiere. Pero si se convierte en un incordio tendrá que irse —la señora Webster añadió—: La hago responsable, señorita Lightfoot.

Esa tarde Heather estaba especialmente pesada, entreteniéndose con la merienda, declarando que no podía hacer sus deberes porque se había equivocado de libros, y saliendo al jardín a recoger fresas aunque sabía que no debía hacerlo hasta que Bob dijese que estaban maduras.

—He hablado con tu madre esta mañana —le dijo Serena—. Es una pena que estés tan enfadada porque tenía que contarte una cosa.

—Todo sobre Timothy, supongo —dijo Heather bruscamente—. Puedes guardártelo.

—Bueno, podría hacerlo, pero no lo haré. Le pregunté a tu madre si podías tener un gato, y me dijo que sí.

—¡Un gato! ¿Puedo tener un gato? No te creo...

Serena dijo tranquilamente:

—He pensado que podíamos ir el sábado al albergue de gatos a elegir uno.

—¿En serio? —Heather se levantó, rodeó la mesa y abrazó a Serena—. ¿Mi propio gato? ¿Y puede vivir en la casa conmigo?

—Bueno, le dije a tu madre que lo educarías tan bien que cuando llegue a casa no va a notar que vive un gato.

—¿Sí? ¿Me ayudarás? Timothy no volverá todavía, ¿verdad?

—No, pero me dijeron que estaría aquí seis semanas, así que todavía hay mucho tiempo.

El sábado fueron a elegir un gato, y volvieron con una gata atigrada que habían encontrado abandonada en una carretera. Tenía un año aproximadamente, y era tímida. Heather la puso en la cesta que había comprado Serena y la llevaron a casa.

—La llamaré Tigrilla.

Y, para sorpresa de Serena, Heather la besó torpemente en la mejilla.

Fue asombroso lo que la llegada de Tigrilla a la casa cambió a Heather. Descubrió

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alguien a quien querer y que también podía quererla a ella. Y eso era lo que Tigrilla hacía. Era un animalito dulce, que aprendió rápidamente lo que podía hacer y lo que no, acompañando a Heather a la cama y esperándola cuando volvía del colegio; y además, se llevaba muy bien con Puss.

Viendo a Heather jugando con la gatita en el jardín, Serena esperaba que la señora Webster se diera cuenta de que su hija necesitaba tanto afecto como su hijo.

Serena pensó que echaría de menos a Heather. Se había encariñado con la niña, a pesar de las dificultades iniciales. Pero pronto ya no la necesitarían.

Serena pensó en el futuro. Con referencias de la señora Webster tendría más posibilidades de conseguir otro trabajo, pero no sabía dónde iría mientras tanto. Si se quedaba en Penn se gastaría todo su dinero en poco tiempo. Probablemente tendría más oportunidades en Londres. Se preocupó mucho, lo que era una pena, ya que el amable Destino había decidido entrometerse...

El señor van Doelen estaba de nuevo en Londres, aplicando su gran experiencia en huesos rotos a un niño que tenía el cuerpo destrozado tras caerse de un tercer piso. Tras la delicada operación, que fue todo un éxito, se dirigió a su consulta de Ortopedia en el hospital. La señora Webster estaba allí.

La saludó cortésmente, y fue a examinar a Timothy con el doctor Gould. El niño estaba escayolado y estaba aprendiendo a utilizar las muletas. No había razón para que no se fuese a casa.

La señora Webster dijo bruscamente:

—Arreglaré todo inmediatamente. Nos llevaremos una enfermera a Penn. Y ya no necesitaremos a la chica que está cuidando a Heather. Puede irse enseguida. La telefonearé hoy para que recoja sus cosas...

—Le sugeriría —dijo el señor van Doelen tersamente—, que la joven se quede hasta que lleguen, puede que necesiten su ayuda para instalar a Timothy. Si se van dentro de dos días yo todavía estaré aquí y podré acercarme a ver si todo va bien.

Tras su tranquila voz había un tono de autoridad, que hizo que la señora Webster aceptase.

Serena sabía que las seis semanas de su trabajo se estaban acabando, pero no se esperaba la llamada de la señora Webster. Tenía que irse dentro de dos días.

—Ayudará a la enfermera que irá con nosotros —dijo la señora—. Sin duda necesitaremos otro par de manos para acomodar a Timothy, y luego puede marcharse.

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Serena salió al jardín donde las dos gatas dormían juntas. Tenía que decírselo a Heather...

La niña se había encariñado con Serena, y cuando se lo dijo, rompió a llorar.

—Será horrible —sollozó—. ¿No puedes quedarte?

—Pues no —dijo Serena—, pero viene una enfermera con tu hermano, y seguro que es muy simpática. Hablaré con ella cuando llegue.

—¿A dónde irás?

—Oh, tengo un hermano. Me quedaré un tiempo con él. Pero si quieres te escribiré. ¿Me escribirás tú a mí?

—Sí, y tal vez puedas venir a vernos a mí y a Tigrilla.

—Me gustaría. Tendrás que cuidarla bien; echará de menos a Puss.

Serena hizo la maleta y se preparó para marcharse, rogando para que la enfermera fuese una buena chica. Suspiró aliviada cuando la vio; era joven y alegre con un rostro amable y risueño. Pero también era competente, instando a la señora Webster que fuese al salón a tomarse un té mientras ellas instalaban a Timothy en su habitación.

—Me llamo Maggie —le dijo a Serena—. ¿Y tú? ¿Podemos ir a tu habitación?

—Ahora es tuya —le dijo Serena, llevándola mientras le hablaba de Heather—. Es una buena niña, pero nadie se ha preocupado por ella. Si pudieses mediar entre su madre y ella. Ahora tiene una gatita, y vienen a verla sus amigos del colegio. Les dejo que vengan a merendar.

—Estaré pendiente de ella. ¿Cuándo te vas?

—Ahora.

Cuando volvieron al cuarto de Timothy se encontraron allí a la señora Webster y al señor van Doelen. Serena se escabulló y se encontró a Heather en la entrada.

—Me han dejado venir a casa; quería despedirme de ti. ¿Dónde está Tigrilla?

—En la cocina, y la enfermera es simpatiquísima. Se llama Maggie; será tu amiga...

La señora Webster y el señor van Doelen bajaron entonces, y la señora Webster dijo:

—¿Lista para marcharse, señorita Lightfoot? Heather, tienes que ir a ver a

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Timothy.

—¿Me escribirás? —Heather se arrojó a los brazos de Serena.

—Sí, te lo prometo. Recuerda lo que te he dicho.

La señora Webster le dio la mano al señor van Doelen y lo miró sorprendida cuando recogió la maleta de Serena y el cesto de Puss.

—¿Lista, Serena? —dijo él tranquilamente, y luego—: El doctor Gould estará en contacto con usted por si hay algún problema, señora Webster.

Tomó a Serena del brazo y la llevó hasta el coche. La sentó allí, puso su maleta en el maletero, a Puss en el asiento de atrás, y se sentó al lado de ella.

Serena consiguió hablar.

—Esto no es... es usted muy amable... si puede parar en la estación...

—¿Dónde piensas ir? —preguntó el señor van Doelen con suavidad.

—Bueno, todo ha sido tan repentino, que volveré a casa de Henry hasta que encuentre otro trabajo —y añadió rápidamente—: Allí está la estación.

—Sí, pero a no ser que estés ansiosa por volver a vivir con tu hermano, iremos a la ciudad, y hablaremos.

—¿De qué? —dijo Serena—. De verdad, no hay nada de qué hablar. Si pudiera dejarme en alguna parte de Londres donde pueda alquilar una habitación...

—Conozco el sitio ideal —dijo el señor van Doelen diligentemente.

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Capítulo 4

EL SEÑOR van Doelen había hablado con firmeza. Serena, todavía aclarando sus ideas, dejó de hacer preguntas. Probablemente el señor van Doelen conocía a alguna persona respetable que alquilase habitaciones. Empezó a calcular lo que le costaría...

—Te llevo a casa de mi antigua niñera —le dijo el señor van Doelen ya en las afueras de Londres—. Vive en una casita en Chelsea.

No dijo que la casa era suya, ni que él también vivía allí cuando estaba en Londres.

—¿Oh, alquila habitaciones?

—Sí, claro.

El señor van Doelen sabía que estaba arriesgando la confianza de Serena, pero no había tenido tiempo de pensar otra cosa.

Cuando detuvo el coche en una estrecha calle detrás de una hilera de casas adosadas, Serena miró cautelosamente a su alrededor. No era en absoluto el tipo de calle que esperaba. Él le abrió la puerta y la invitó a bajar; ella se quedó un momento mirando sin decir nada; las casas eran muy pequeñas, pero elegantes, con laureles en las puertas y la pintura impecable.

—Ven a conocer a Nanny —dijo el señor van Doelen.

Abrió la puerta y la hizo entrar en el pequeño vestíbulo. Una mujer mayor salió a recibirlos. Era alta y delgada, con la espalda muy erguida, nariz afilada en un rostro fino y ojos oscuros. Tenía el cabello casi blanco, recogido en un moño clásico, y cuando sonrió se le iluminó el rostro.

—Nanny —dijo el señor van Doelen—. He traído a una joven que se quedará un día o dos. Serena Lightfoot. Serena, ésta es la señorita Glover.

Serena le dio la mano, consciente de que estaba siendo inspeccionada, y esperó a que alguien dijera algo. Aquel no le parecía un sitio donde alquilasen habitaciones; era demasiado elegante. Se volvió y dirigió una mirada interrogante al señor van Doelen, que la ignoró, invitándola a quitarse la chaqueta.

—Estoy seguro de que te apetecerá un café. Traeré tu maleta, y a Puss.

—No entiendo... —dijo Serena.

—No, claro que no. Ahora vete con Nanny como una buena chica. Hablaremos enseguida.

Él fue al coche y Serena siguió a la señorita Glover al salón, que tenía ventanas a ambos lados y una chimenea frente a la puerta. Estaba amueblado acogedoramente,

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con sillas sencillas y un gran sofá, varias mesitas y una mesa camilla junto a una de las ventanas, y una vitrina con porcelana y plata en una pared.

—Tú siéntate —dijo Nanny con una voz sorprendentemente dulce—. Lo que necesitas es una buena taza de café con galletas. Ivo vendrá enseguida. Sin duda tenéis que hablar.

—Desde luego que tenemos que hablar —dijo Serena resueltamente—. Confío en que me dé una explicación.

—Puedes estar segura —dijo Nanny con suavidad—. Si hay un hombre que escucha es el señor Ivo.

Él entró en la habitación un poco después con Puss en su cesto, que se subió enseguida en el regazo de Serena.

—Debe darme una explicación.

—Es muy simple —él se sentó en una silla enfrente de ella—. He supuesto que no has tenido tiempo de hacer planes, así que me ha parecido que ésta era la mejor solución. Nanny estará encantada de tu compañía durante unos días mientras te organizas.

—¿Esta casa es suya?

—Sí. Necesito algún lugar donde vivir cuando vengo a Londres, y Nanny necesita una casa. Nos viene bien a los dos. Pero si no quieres quedarte, te llevaré donde me digas. ¿Con amigos tal vez?

—No tengo amigos en Londres. Me quedaré esta noche, si a la señorita Glover no le importa. Estoy segura de que encontraré algo mañana.

Él accedió con tanta indiferencia que ella se sintió, por alguna razón, ligeramente ofendida.

Nanny entró con el café entonces, y declaró que sería un placer tener a alguien con ella. El señor van Doelen se levantó enseguida, besó a Nanny en la mejilla, y le dijo que la vería pronto. No así a Serena, a quien simplemente le dijo que esperaba que encontrase un trabajo sin problemas y que podía quedarse todo el tiempo que quisiera.

La casa parecía vacía cuando se marchó, y Nanny dijo:

—Trabaja demasiado. Mañana por la mañana estará operando en Leiden, tan fresco, habiendo dormido sólo unas horas en el ferry.

—¿Se va a Holanda esta noche?

Serena intentó parecer indiferente. No sabía por qué no se lo había dicho, y se sintió dolida. Deseó no haber aceptado su oferta de quedarse con Nanny.

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—¿Qué clase de trabajo estás buscando, niña?

—Oh, siempre he querido trabajar en una tienda, rodeada de gente. Verá, durante años he vivido con mi padre en un pueblecito, y casi no he conocido a nadie.

—El señor Ivo quiere que te quedes aquí hasta que encuentres algún sitio donde vivir. Londres es muy caro.

—No pretendía vivir en Londres, pero es el mejor sitio para encontrar trabajo, ¿verdad?

—Probablemente. Bueno, te enseñaré tu habitación y luego prepararé la comida. No tienes idea de lo agradable que es tener compañía, Serena.

Después de comer, la señorita Glover dejó que Serena la ayudase a lavar los platos, y luego volvieron al salón.

—¿Hace mucho tiempo que conoces al señor Ivo?

Serena sacudió la cabeza.

—En realidad casi no lo conozco.

—Tengo un álbum de fotos que tal vez te gustaría ver...

El señor van Doelen cuando era un bebé en su cochecito con Nanny, montando en su primera bicicleta, con el uniforme del colegio... Serena fue pasando las hojas hasta que llegó a fotos más formales, graduándose, recibiendo algún premio, y varios recortes de periódicos en los que aparecía con chicas muy guapas.

—Es muy famoso, pero nunca ha sido presuntuoso —dijo Nanny, guardando el álbum.

—Debe de estar muy orgullosa de él —dijo Serena.

—Sí. Ahora voy a buscarte un horario de autobuses. Si quieres empezar a buscar trabajo mañana, lo necesitarás. Hay varios grandes almacenes no muy lejos de aquí.

Más tarde, en la cama, Serena intentó ordenar sus pensamientos, pero la imagen del señor van Doelen no se le iba de la cabeza. Se preguntó qué haría cuando llegase a Holanda. ¿Dónde viviría?

¿Tendría esposa e hijos? ¿Y cuándo volvería a Inglaterra?

—Me gustaría volver a verlo —le dijo a Puss, enroscada a sus pies—, y darle las gracias como es debido.

A la mañana siguiente salió muy esperanzada, provista de una lista de tiendas y del horario de autobuses, pero según fue pasando el día se dio cuenta de que no era tan fácil encontrar trabajo.

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La señorita Glover, durante la nutritiva cena que le preparó esa noche, le aseguró que no tardaría en encontrar algo.

—Y hasta que lo hagas, eres más que bienvenida en esta casa, querida.

Y le habló de varias tiendas un poco más alejadas de allí.

Así que Serena volvió a salir a la mañana siguiente con optimismo. Y volvió a decepcionarse. Se detuvo a tomar un sándwich y un café, y después inició el largo camino de vuelta hacia Oxford Street. Entonces fue cuando cambió su suerte.

Era un supermercado grande, iluminado y lleno de gente, y en uno de sus escaparates había un cartel. Se necesitaba personal para reponer productos en las estanterías.

Serena preguntó. El encargado la miró cuando ella entró en la oficina.

—¿Tienes fuerza? ¿Dispuesta a trabajar tarde por la noche y temprano por la mañana? ¿Experiencia?

Serena dijo que no.

—Pero soy fuerte, y no me importa trabajar temprano ni tarde —y añadió—: Tengo referencias.

Él leyó la breve nota de la señora Webster con las cejas levantadas.

—Este trabajo no tiene nada que ver con esto.

—No, pero necesito trabajar, en lo que sea.

—De acuerdo. Empieza pasado mañana. ¿Vives cerca de aquí?

—No. Buscaré una habitación.

—Prueba con la señora Keane, en el número diez de Smith Street, doblando la esquina. Varias de nuestras chicas están allí. Es limpio y barato. Cobrarás semanalmente.

Le mencionó el salario, no muy generoso, pero bastante justo. Serena le dio las gracias y fue a buscar la casa de la señora Keane.

Era adosada, de ladrillo rojo, y bastante destartalada, pero las cortinas estaban limpias. Serena llamó al timbre y abrió una mujer ajetreada:

—No compro nada...

—Me envía el encargado del supermercado, por si tiene alguna habitación libre.

—Ah, sí. Tengo una en el sótano. Es un poco oscura, pero tiene una puerta que da al jardín.

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—¿Podría verla?

La habitación era oscura, y olía un poco a humedad, pero había una puerta que daba a un jardín descuidado detrás de la casa. Había una cocinilla de gas sobre una repisa y una pila al lado, y el mobiliario imprescindible. No era ideal, pero el alquiler, cuando lo preguntó, era asequible y le serviría mientras encontraba algo mejor.

—Puedes utilizar el baño de la primera planta —le dijo la señora Keane—. Veinticinco peniques, no más de veinte minutos —miró fijamente a Serena—. Sola, ¿verdad?

—Sí. Pero tengo una gata...

La señora Keane se encogió de hombros.

—Está bien, siempre que no entre en la casa.

Serena pagó una semana de alquiler e inició el camino de vuelta a casa del señor van Doelen. A Nanny le dijo que había encontrado trabajo en unos grandes almacenes y que había alquilado una bonita habitación cerca de allí que daba a un jardín.

—Con agua caliente y calefacción, espero, y posibilidad de cocinar —dijo Nanny rígidamente.

—Oh, sí, tiene de todo.

Lo que Serena no le dijo era que el agua tenía que calentarla en una tetera.

—¿Y cuándo empiezas ese trabajo? —preguntó Nanny con brusquedad.

—Pasado mañana. Pensaba instalarme mañana en casa de la señora Keane. Ha sido usted muy amable conmigo y con Puss, señorita Glover. Le estoy muy agradecida. Espero poder corresponder algún día a su amabilidad.

—Siento que te vayas, niña. Tienes que escribirme. Estoy segura de que el señor Ivo querrá saber si te van bien las cosas.

Serena dijo que lo haría. Y era cierto. ¡Pero no le daría su dirección!

Iba a echar de menos a la señorita Glover y la comodidad de esa casa, pero sobretodo no volver a ver al señor van Doelen.

Volvió a hacer su equipaje una vez más y se fue en el taxi que Nanny había insistido en llamar.

En el último minuto la asaltaron temores y dudas. Hubiese sido tan fácil quedarse en la encantadora casa con Nanny...

—Eres una tonta miedosa —se dijo—. Ésta es tu oportunidad de ser independiente.

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La habitación tenía un aspecto deprimente, pero después de barrer, fregar y encerar, colocar unas fotos y algunos adornos, parecía casi un hogar. Y el jardín estaba vallado así que Puss podía andar a sus anchas.

Los primeros días de trabajo en el supermercado fueron una pesadilla. Paquetes interminables de latas y botes que había que colocar en fila en las estanterías, recordando dónde iba cada cosa. Y a toda velocidad. Las mañanas eran malas, pero el turno de noche era peor. Además le daba miedo volver andando a la casa tan tarde.

Al cabo de unas semanas, escribió a la señorita Glover. No le dio su dirección, y elogió su trabajo y su habitación, adornando la verdad. Era una carta para tranquilizar a Nanny, e indirectamente al señor van Doelen, aunque temía que no hubiese vuelto a pensar en ella.

En eso se equivocaba. Había pensado mucho en ella, y cuando volvió a Londres a pasar consulta, y Nanny le enseñó la carta, él la leyó detenidamente y luego miró el matasellos.

—No es la mejor zona de Londres —observó—. Pero al menos sabemos dónde está. La oficina de correos podrá ayudarnos.

—No debería haberla dejado marchar —dijo Nanny.

—No te culpes, Nanny. No podías detenerla; es una mujer adulta y sabe lo que quiere hacer.

—¿Pero la encontrarás?

Él sonrió.

—Haré todo lo posible, Nanny. Me quedaré unos cuantos días; tengo mucho trabajo en el hospital.

Al día siguiente, después de su consulta, se dirigió con un mapa a la zona que le indicaron en la central de correos. Las calles estaban muy concurridas y repletas de tiendas pequeñas, pero Serena decía en su carta que trabajaba en unos grandes almacenes.

El señor van Doelen inició su paciente búsqueda en las tiendas de la calle principal, sin obtener ningún resultado. Eran más de las nueve. Estaba cansado y hambriento, y las tiendas estaban cerrando. Torció por una calle adyacente para dar la vuelta con el coche, prometiéndose volver al día siguiente.

Habría pasado por alto el supermercado al no estar en la calle principal, pero estaba completamente iluminado. Se bajó del coche e intentó entrar, pero estaba

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cerrado, así que rodeó el edificio por un callejón. Al fondo había una puerta donde dos hombres estaban descargando una furgoneta. El señor van Doelen los saludó alegremente y entró.

Era un enorme edificio con anchos pasillos entre altas estanterías llenas de comida. Había gente en los pasillos, reponiendo productos, y en medio del tercer pasillo vio a Serena. Estaba de rodillas, colocando latas de guisantes en las estanterías bajas, y no se dio cuenta de que se acercaba.

Él se quedó mirándola un momento, sabiendo que ya no volvería a perderla.

—Hola, Serena.

Ella volvió la cabeza y él vio la alegría en su cara, aunque desapareció cuando se puso de pie.

—Señor van Doelen. ¿Cómo ha entrado aquí? Está cerrado.

—Nadie me lo ha impedido. ¿Por qué huiste, Serena?

Ella se ruborizó.

—No huí. Le dije que buscaría un trabajo...

—Pero no dijiste dónde. ¿Se te olvidó poner la dirección en la carta de Nanny?

—No, no se me olvidó —dijo ella seriamente—. ¿Cómo ha sabido que estaba aquí?

—Por eliminación. ¿Cuándo terminas, Serena?

Ella miró su reloj.

—Dentro de media hora.

Él asintió con la cabeza.

—Volveré...

Serena, colocando albaricoques en una estantería, intentaba mantener la mente en su trabajo. Había muchas latas y tenían que estar en su sitio antes de que cerrasen. No podía negar que le había alegrado ver al señor van Doelen, pero debía dejarle muy claro que eso no cambiaría su vida.

Colocó la última lata cuando estaban apagando las luces y todos se disponían a marcharse. Serena se quitó el delantal, fue al guardarropa a por su chaqueta y salió al callejón. Quería irse antes de que llegase el señor van Doelen.

Pero él la estaba esperando en la puerta.

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—Ah, temía que te me hubieses escapado —dijo él enérgicamente—. He hablado con el encargado, un hombre de lo más comprensivo. Dadas las circunstancias, puedes irte a partir de este momento...

Serena lo miró con la boca abierta.

—¿Puedo qué? Pero éste es mi trabajo. Nadie me dijo que iban a despedirme. ¿Qué he hecho?

Ya habían salido del callejón, y el señor van Doelen la tomó del brazo.

—¿Vives cerca? Vayamos allí y te lo explicaré.

—No —dijo Serena—. No vamos a ninguna parte. No sé por qué está aquí señor van Doelen, pero váyase. Me voy a casa.

—Buena idea. Hablaremos allí.

—¿De qué?

Él no respondió, sólo la condujo con firmeza hasta el coche.

—¿A dónde vamos? —dijo él con gentileza, y ella le dio la dirección.

Puss salió a recibirlos y, después de frotarse contra las piernas de Serena, se dirigió hacia el señor van Doelen con aparente placer. Al ver que él miraba la habitación sin decir nada, Serena dijo:

—Estoy muy a gusto aquí, y Puss tiene el jardín... No sé lo que quiere decirme, pero le agradecería que me lo dijera y se fuese. No quiero ser poco hospitalaria, pero tengo que ir a trabajar a las siete y media de la mañana.

—Ya no, Serena —él sacó una silla—. ¿Nos sentamos?

Ella se sentó, y él se sentó en la otra silla, acariciando a Puss que había saltado sobre su regazo.

—Respóndeme honestamente —dijo el señor van Doelen—. ¿Eres feliz aquí y te gusta tu trabajo?

—Es un comienzo, y tengo que empezar en alguna parte.

—No has contestado a mi pregunta.

—Bueno, no es lo que esperaba —vio que él seguía esperando—. No, no soy feliz, pero no me quedaré aquí para siempre, sabe. Hay otros trabajos.

—Te preguntarás por qué te he estado buscando. No nos conocemos, ¿verdad, Serena? Sin embargo siento que podíamos ser amigos, y disfrutar de la compañía del otro. He estado pensando en casarme. Una esposa es necesaria para un hombre de mi profesión. Alguien que se encargue de la vida social y que me acompañe en mis

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viajes —habló pausadamente, mirándola a los ojos—. Creo que podríamos vivir muy bien juntos. Yo necesito una esposa y tú necesitas un futuro. ¿Quieres casarte conmigo, Serena?

Ella dijo lentamente:

—¿Y si nos enamoramos de otra persona? Puede que todavía no haya encontrado a la mujer...

—Tengo treinta y siete años, Serena. He tenido tiempo de sobra para conocer a alguien con quien desease, casarme. ¿Y tú?

—¿Yo? Bueno, no he conocido muchos hombres. No puedo contar a Gregory, no se iba a casar conmigo por amor —suspiró—. No estoy segura de creer en el amor.

—Pero sí en la amistad, en compartir tu vida con alguien que disfruta de tu compañía.

Ella dijo lentamente:

—Sí, en eso sí creo. Y usted me gusta. No le conozco, pero me gustó nada más verlo, como si fuese un viejo amigo.

—Es lo mismo que sentí yo, Serena.

Él le sonrió y ella sonrió también, sintiéndose, por primera vez en semanas, segura.

—¿Volverás conmigo y con Nanny ahora? —preguntó él.

—He pagado el alquiler por adelantado...

—Iré a ver a la casera mientras recoges tus cosas —dijo el señor van Doelen, levantándose—. Tengo que volver a Holanda mañana, y tenemos que hablar de nuestra de boda.

—Yo no he dicho... —empezó Serena, pero él ya se había ido.

Serena se puso a hacer el equipaje enseguida y, cuando tenía la maleta medio llena, se detuvo y se acercó a la ventana que daba al pequeño jardín. El señor van Doelen le había hecho perder la cabeza. Por supuesto que no se casaría con él. Volvería al supermercado por la mañana y le diría al señor Keane que todo había sido un error...

El señor van Doelen volvió, y vio la maleta a medio hacer.

—¿Pensándolo mejor? —preguntó alegremente.

—¿Pensar? —replico ella de mala manera—. ¿Cómo voy a pensar? No sé si voy o vengo.

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Él atravesó la habitación y empezó a meter su ropa en la maleta.

—Vienes conmigo y vamos a casarnos —y añadió en tono tranquilizador—: Un arreglo entre amigos —dobló cuidadosamente un vestido—. ¿Tienes que meter algo más en esta maleta?

Ella recogió las fotografías y las figuras de porcelana, metió a Puss en su cesto y le dijo que estaba lista.

—Pero por favor entienda que es sólo por esta noche.

—No, no, querida niña. Dejémoslo claro. Te he pedido que te cases conmigo y si tienes sentido común aceptarás. Te he ofrecido un trato. Necesito una esposa, y tú eres exactamente lo que tenía en mente. Ahora, vámonos. No sé tú, pero yo necesito cenar —dijo con una amistosa sonrisa—. Si tú llevas a Puss, yo llevaré tu maleta.

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Capítulo 5

EL SEÑOR van Doelen no pronunció una palabra mientras conducía hasta Chelsea. Sólo cuando entraron en la pequeña casa llamó a Nanny alegremente:

—Ya estamos aquí, Nanny, y los tres estamos hambrientos.

La señorita Glover salió a recibirlos.

—La cena estará en diez minutos, y algo sabroso para Puss —sonrió a Serena—. Tu habitación está lista, cariño. Sube a arreglarte mientras Ivo trae tus cosas.

Serena, sin saber qué decir, hizo lo que le decía. Cuando volvió a bajar, Nanny la llamó desde la cocina.

—Estoy aquí, Serena.

En la cocina, acogedora e inmaculada, la mesa estaba cubierta con un mantel blanco y cubiertos para tres personas. El señor van Doelen ya estaba allí, recostado en el aparador comiendo un trozo de pan, y Puss estaba con la nariz enterrada en un plato de comida. Él dejó el pan y sirvió a Serena un jerez seco.

—Para abrir el apetito —le dijo alegremente, y se sentó enfrente de ella.

Hablaron animadamente mientras cenaban, como si Serena no se hubiese ido, y cuando terminaron, el señor van Doelen dijo:

—Ve a acostarte, Serena; te estás cayendo de sueño. Estaré aquí por la mañana.

—Pero tenemos que hablar... No estoy segura...

—Podrás hacerlo mejor después de dormir bien esta noche —dijo él seriamente, levantándose y abriéndole la puerta.

Ella les dio las buenas noches, y subió con Puss a su habitación. En la bañera se preguntó si se había vuelto loca, pero en cuanto se metió en la cama, se quedó dormida.

Se despertó temprano, se vistió y bajó sin hacer ruido. La casa estaba en silencio y todavía era muy temprano. No para el señor van Doelen, que asomó la cabeza por una puerta y la invitó a entrar.

—Una mañana preciosa —observó—. Nanny nos traerá el té.

Serena, decidida a explicarle que se iría después del desayuno, se encontró asintiendo muy cortésmente cuando la señorita Glover entró con la bandeja.

—Buenos días, Serena —dijo jovialmente—. El desayuno estará en media hora o

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así.

Y volvió a salir.

El señor van Doelen volvió a sentarse relajadamente en su silla, detrás de su escritorio, con la taza en la mano. Serena, nada relajada, bebió su té mirando a su alrededor.

Era una habitación pequeña, con las paredes cubiertas de libros. La espléndida mesa estaba llena de papeles, revistas médicas y un ordenador. También había una chimenea en donde Serena se imaginó que en invierno ardería un fuego...

—¿Querías hablar? —dijo el señor van Doelen en tono alentador.

—Sí, bueno... —dijo Serena—. Ayer por la noche me pilló por sorpresa. Si me hubiera parado a pensarlo no habría dejado mi trabajo ni mi habitación. ¡ Y toda esa tontería de casarnos...!

—Yo nunca digo tonterías —dijo el señor van Doelen muy serio.

—Claro que sí —dijo ella bruscamente—. Usted puede casarse con quien le dé la gana; es la ventaja de ser hombre. No me diga que no tiene infinidad de amigas.

Él ocultó una sonrisa.

—Infinidad —convino—, pero nunca he deseado casarme con ninguna de ellas.

—Bromea...

—Nunca bromeo —dijo él.

—Pues, entonces... —Serena no sabía qué decir—. Eso de casarnos...

El señor van Doelen se recostó en la silla.

—Nos llevamos bien, y eso es esencial en un matrimonio, ¿no crees? Ya no somos tan jóvenes...

—Yo tengo veintiséis años —replicó Serena.

—Sí, sí. Todavía eres bastante joven, pero tampoco eres ninguna jovencita. Por otro lado, a mí me gustas, disfruto con tu compañía, y haré todo lo posible porque tengas una vida feliz. Así que sí vuelvo a pedirte que te cases conmigo, ¿dirás que sí, Serena? Te prometo que no te arrepentirás.

—¿No pensará que me caso sólo por tener un hogar sin preocupaciones?

—No, no pensaré eso —respondió él con una tranquilizadora sonrisa.

—Es un poco inusual —dijo Serena—. Pero si está seguro de que sólo quiere ese tipo de esposa, sí, me casaré con usted.

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Él se levantó, fue hacia ella y la tomó de la mano. Por un momento Serena pensó que iba a besarla, pero para su desilusión, no lo hizo.

—Démonos la mano y, por favor, tutéame —dijo él alegremente—. Ahora vamos a desayunar y hablaremos de nuestros planes.

—Yo no tengo planes —dijo Serena sombríamente.

—Nos encargaremos de eso.

Parecía tan triste que él se inclinó y la besó en la mejilla.

—¿Te gustaría casarte aquí? —le preguntó a Serena mientras comían huevos con beicon—. ¿Quieres que nos case tu hermano?

—¿Matthew? No, creo que no. No creo que lo entendiese.

—Entonces no. Celebraremos una boda sencilla aquí y volveremos a Holanda inmediatamente después.

Ella asintió.

—Sería lo mejor. Pero supongo que tu familia querrá saberlo —se untó mantequilla y mermelada en una tostada—. No sé dónde vives.

—En un pueblecito cerca de Hague. Tengo dos hermanas casadas, mi padre murió el año pasado, y mi madre vive en Friesland —se sirvió otra taza de café—. Se lo diré mañana, y aquí anunciaremos nuestro compromiso en el Times o en el Telegraph.

—¿Habrá alguien aquí que quiera saberlo? —preguntó ella sorprendida.

Él sonrió.

—Tengo amigos y colegas aquí igual que en Holanda. Supongo que tú se lo dirás a tus hermanos. Invítalos si quieres. Creo que podríamos invitar a los Bowring, ¿verdad?

—Sí, me gustaría.

—Si te parece bien, podemos casarnos en St. Faith, una pequeña iglesia que hay aquí cerca.

A Serena le pareció bien. Era agradable que alguien se ocupase de todo, asegurándose al mismo tiempo de que le agradaban sus sugerencias. Tras años de aguantar las maneras dictatoriales de su padre y de Henry, era un gusto.

—No una gran boda —dijo ella—. O sea, con ropa normal...

Él ocultó una sonrisa.

—Por supuesto. Estoy seguro de que estarás preciosa con lo que decidas llevar —

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entonces le preguntó—: ¿Tienes bastante dinero para comprarte algo apropiado para la ocasión?

—Sí, mi padre me dejó quinientas libras...

—Pues gástate hasta el último penique.

Observó el rostro de Serena. Tenía la misma expresión embelesada de una niña pequeña delante de un árbol de Navidad lleno de regalos.

—También tengo lo que me pagó la señora Webster...

—Gástatelo también.

—Es mucho dinero.

—Puedo mantenerte, Serena.

Lo dijo con una voz tan suave que ella no dijo nada más al respecto.

Cuando terminaron de desayunar, dijo él:

—Estaré media hora o así en mi despacho. ¿Quieres venir después conmigo a elegir un anillo? —se detuvo mientras se dirigía a la puerta—. ¿Te casarás conmigo la próxima vez que venga a Londres? —cuando ella asintió, él añadió—: Telefonea a tus hermanos si quieres —sonrió—. Si voy muy deprisa, dímelo, Serena.

—No, no, claro que no. Llamaré a mis hermanos y estaré lista para acompañarte en media hora.

Primero llamó a Matthew. Se sorprendió, pero le deseó lo mejor prudentemente, y llamó a su esposa para que se pusiese al teléfono.

—Qué rapidez —dijo Norah—. Siempre supe que eras un enigma —y añadió con voz maliciosa—: Bueno, no esperes que vayamos a la boda...

—No tenía intención de invitaros —dijo Serena.

Henry no ocultó su desaprobación.

—¡A quién se le ocurre! —le dijo—. Marcharte así y casarte con el primer hombre que te encuentras. Un desconocido. No esperes ninguna ayuda de mi parte si las cosas te van mal.

—Nunca he esperado nada de ti, Henry, y nada va a ir mal. Voy a vivir en Holanda la mayor parte del tiempo, ¡será un alivio para ti!

—Soy tu hermano mayor —dijo Henry pedantemente—. Me considero responsable de tu bienestar.

—Tonterías —dijo Serena alegremente—. ¿Olvidas que tengo un marido que cuide de mí?

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Serena colgó el auricular y al volverse vio al señor van Doelen sonriendo en el umbral de la puerta.

—Y te prometo que lo haré, Serena... cuidar de ti. He estado resolviendo lo de la licencia, y un amigo mío estará encantado de casarnos. Ahora vámonos a comprar un anillo.

La llevó a una famosa joyería y se sentaron en un discreto rincón mientras miraban los anillos juntos.

—No sé —dijo Serena—. No estoy acostumbrada a llevar joyas.

—Pues creo que los zafiros te irían bien.

—Elige tú —dijo Serena, abrumada por el despliegue de joyas que el discreto dependiente les había puesto delante.

El señor van Doelen eligió una espléndida piedra engarzada en un rosetón de diamantes, y se lo puso en el dedo, sin preguntar lo que costaba. O estaba tan profundamente enamorado que el dinero no le importaba o era tan rico que el precio le daba igual. Serena pensó que era lo segundo.

Poco después, tomando un café, ella admiró el zafiro que brillaba en su dedo.

—Es un anillo precioso. Gracias, Ivo.

—He hablado con mi banco. Si te quedas sin dinero, habla con el director. Te dejaré el número de teléfono en mi mesa. No habrá ningún problema.

—Gracias, pero estoy segura de que tendré suficiente —Serena vaciló—. ¿Necesitaré mucha ropa en Holanda? Es decir, ¿saldremos mucho? Tal vez podría esperar y comprar las cosas cuando lleguemos.

—Una buena idea. Saldremos de vez en cuando. Tengo amigos, familiares y reuniones sociales del hospital donde trabajo. Pero no tienes que preocuparte de momento.

Serena terminó su café. Por lo que veía no tenía que preocuparse de nada.

Pasaron el resto del día juntos, como buenos amigos. Serena pensó que era extraño que apenas se conociesen y sin embargo se sintiesen tan a gusto juntos.

Cuando él se marchó esa noche, ella sintió un gran vacío. Se despidió de ella con bastante despreocupación, dándole un ligero beso en la mejilla. Serena se dijo que no fuese tonta y sentimental y sacó papel y lápiz para hacer una lista de lo que iba a comprar.

Nanny se unió a ella entonces, sentada muy erguida, haciendo punto. Serena encontró su presencia reconfortante, como si estuviese sentada con su abuelita.

—Al señor Ivo le gusta el azul —dijo Nanny—. Ese azul claro de los jacintos. También la gusta el rosa...

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—¿Entonces llevo azul o rosa en la boda, señorita Glover?

—Llámame Nanny. Bueno, no soy yo quien debe decirlo, querida, pero el azul parece apropiado, ¿no?

—Pensaba comprar un vestido y una chaqueta, algo que pueda utilizar después...

Nanny asintió con la cabeza.

—Muy sensato. Una de esas chaquetas cortas. Tienes una bonita figura; no necesitas volantes ni puntillas para adornarla.

Serena salió a la mañana siguiente, con el consejo de Nanny resonando en sus oídos, diciéndole que se detuviese a comer algo o acabaría demasiado cansada.

—¡Te estará esperando el té cuando vuelvas! ¡Ve con cuidado!

Serena pensó qué agradable era que a alguien le importase lo que estaba haciendo. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.

Fue casi un milagro que el vestido azul claro y la chaqueta del escaparate de una boutique fuese precisamente de su talla. Era caro, pero todavía le quedó dinero para comprar ropa interior, un bonito salto de cama y unas zapatillas. Volvió a casa triunfante y se probó el vestido bajo la atenta mirada de Nanny.

—¡Perfecto! —dijo Nanny—. Y qué color tan bonito. ¿Qué más piensas comprar?

Le costó varios días encontrar unos zapatos y un sombrero para la boda, así como un vestido de punto sencillo, de un color rojizo. Y todavía tuvo bastante para una falda y varias blusas...

Satisfecha con sus compras, Serena colgó su ropa para la boda en el armario, y se dedicó a dar largos paseos por los parques de alrededor. Ivo telefoneaba; llamadas cortas y formales de pocos minutos. ¿Se encontraba bien? ¿Estaba contenta con Nanny? Ella respondía igual de escuetamente. Se veía que era un hombre muy ocupado, y no malgastaba palabras.

Aunque pareciese extraño, Serena ya no tenía dudas. Su matrimonio no tenía complicaciones de romanticismos, y ella no tenía incertidumbre sobre su futuro. Su relación sería agradable.

Días después, el señor van Doelen entró en la casa una noche y Serena, que ayudaba a Nanny con la lana, dejó caer el ovillo y se puso de pie de un salto.

—Ya has vuelto. ¿Por qué no has telefoneado?

—Hola, Serena. Nanny. ¡Qué hogareñas!

Nanny dejó de hacer punto.

—¿Has tenido un buen viaje? —dijo Nanny con placidez—. Querrás comer algo.

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—Sí, estoy desfallecido.

Serena recogió el ovillo de lana y volvió a sentarse. Debería haberse mordido la lengua. A Ivo debía de haberle parecido que le criticaba que no hubiese telefoneado. Lo recordaría para el futuro.

El señor van Doelen fue a su despacho a dejar su maletín y volvió a sentarse con ella.

—¿Te has aburrido? —quiso saber.

—No, no, en absoluto. Tenía que hacer compras, y he recorrido los parques, y el Reverendo Thomas quiso verme. Es agradable.

No se le ocurría nada más que decir, y se puso a hacer el ovillo como si fuese algo urgente, sin mirarlo.

Él se inclinó y se lo quitó de las manos. Le hubiese gustado tomarla en sus brazos y besarla, pero su relación todavía era muy frágil.

—¿No tienes dudas? —le preguntó con suavidad.

—No, claro que no. ¿Y tú? ¿No me encuentras aburrida?

—No eres aburrida; eres relajante. No me gustaría llegar a casa y encontrarme a alguien que no parase de hablar ni un momento, Serena.

Ella lo miró entonces.

—¿En serio? Lo tendré en cuenta.

Nanny llegó para decir que la cena de Ivo ya estaba preparada.

—¿Vienes a sentarte conmigo mientras como? —dijo el señor van Doelen—. Quiero saber cuándo te casarás conmigo.

En la mesa le dijo a Serena que tenía intención de quedarse en Londres tres o cuatro días, no más.

—Podríamos casarnos el último día por la tarde y conducir hasta Harwich para tomar el último ferry. Es una travesía corta; podemos estar en casa esa noche.

—Me parece muy bien —dijo Serena, intentando sonar natural—. ¿No le importará al Reverendo Thomas que lo avisemos con tan poco tiempo?

—Ya le he telefoneado. Ha sugerido las tres de la tarde.

—¿Llegarás antes?

—Espero salir del hospital después de las dos, pero puede ser más tarde. Esperarás aquí con Nanny, ¿de acuerdo?

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—Sí.

Todo era muy formal, como si se tratase de una cita con el dentista. Fue desconcertante cuando Ivo dijo:

—Me temo que todo es muy precipitado, espero que lo entiendas. El mes que viene tengo mucho trabajo, y no me parece que tenga mucho sentido que te quedes aquí con Nanny hasta que lo termine —sonrió un poco—. Te prometo que no te sentirás sola. Tengo amigos ingleses que estarán encantados de conocerte.

Después de la cena Ivo le dijo amablemente que se fuese a la cama.

—Yo tengo trabajo que hacer, y debo levantarme temprano por la mañana, pero estaré en casa a tiempo para tomar el té.

Esa fue la pauta de los tres días siguientes, y el cuarto fueron a casarse...

A pesar de sus ligeras dudas, Serena sabía que su matrimonio sería un éxito. Una relación tranquila y segura. Como para acallar cualquier duda que tuviese, llegó una carta del doctor Bowring diciendo que su esposa y él estarían en la iglesia y que estaban seguros de que Ivo y ella serían muy felices juntos.

Después de comer con Nanny en la cocina, Serena subió a su habitación. Había llegado el momento de vestirse.

El conjunto azul parecía perfecto; los zapatos nuevos eran cómodos y el sombrero de ala corta con la cinta de satén le sentaba muy bien sobre su cabello castaño claro. Se echó un último vistazo en el espejo, y bajó a esperar a Ivo.

Nanny estaba en la cocina, y cuando asomó la nariz por la puerta la mandó al salón.

—Y ten cuidado con el traje —dijo la señorita Glover—. Estás muy guapa.

Serena esperaba que Ivo estuviese de acuerdo, y se sentó con mucho cuidado junto a Puss en una butaca, intentando no mirar el reloj. Si Ivo no llegaba pronto llegarían tarde a la boda.

Llegó minutos después; Serena oyó su llave en la cerradura y su paso silencioso en la entrada y en un momento estuvo en el umbral de la puerta.

—Oh, muy bonito —dijo él, y sonrió, así que ella casi se sintió guapa—. Estaré contigo en diez minutos.

Y así lo hizo, con un traje gris a medida y una corbata de seda plateada.

—¿Nos vamos? —dijo él alegremente.

Al entrar en la iglesia, Ivo le dio un ramillete de flores que había sobre un banco. Rosas, pequeñas lilas y ramitos de alhelíes de dulce fragancia.

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—Vamos a ser felices juntos —le dijo él, tomándola del brazo y avanzando por el pasillo hacia donde los esperaba el Reverendo Thomas.

Los Bowring estaban allí, y Nanny y la señora Thomas, volviendo sus cabezas hacia ellos y sonriéndoles, y había flores... un derroche de rosas blancas y rosas. El sol de la tarde entraba por las vidrieras sobre el altar y el aire era aromático y cálido. Consciente de todo ello, en el altar junto a Ivo, Serena se sentía feliz. Sin dudas sobre el futuro dio sus respuestas en una voz clara y suave y enseguida salieron de la iglesia, ya casados, subieron al coche y se dirigieron a la casa, donde se les unieron los demás.

Nanny sirvió té, canapés y un pastel de boda que había hecho ella misma. La conversación fue animada, sobre la boda, promesas de ir a visitarles a Holanda y de cuándo volverían a Londres.

Pronto llegó la hora de irse. Puss estaba en su cesto, las maletas en el coche, y las despedidas hechas. Serena subió al coche y dijo adiós con la mano mientras Ivo conducía, controlando el pánico repentino de que ya no había vuelta atrás.

—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea, Serena —le dijo Ivo.

El pánico desapareció con la suavidad de su voz.

—No, no quiero hacer eso. Dijiste que seríamos felices juntos y te creo.

Tardaron un poco en atravesar Londres, pero en cuanto lo dejaron atrás, él pisó a fondo su lujoso coche.

—¿Has tenido tiempo de comer hoy? —preguntó ella.

—Un café y un sándwich. ¿Y tú?

—He tenido tiempo, ¡pero no tenía hambre!

—Nos darán una comida a bordo. ¿Estás cómoda?

Encontraron muchas cosas de las que hablar. Su matrimonio podía no ser por amor, pero se encontraban muy a gusto juntos. Serena suspiró feliz e Ivo, observando su rostro tranquilo, se permitió una breve ensoñación.

La travesía fue tranquila, y tomaron una comida a bordo mientras Ivo respondía pacientemente a las preguntas de Serena sobre su casa y su trabajo. Era un pueblo pequeño, a un kilómetro o así de Den Haag, y una casa en la que había vivido su familia durante muchos años. En cuanto a su trabajo, tenía pacientes en los principales hospitales de Den Haag, pero daba clases en la Escuela de Medicina de Leiden y tenía pacientes allí también, y no sólo eso, tenía consultas en otros países.

—Soy un hombre muy ocupado —le dijo—, pero cuando sea posible no hay razón por la que no puedas acompañarme.

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Ella le aseguró que le gustaría mucho.

—Pero tienes que decirme si hago algo mal.

—Claro. Pero no creo que eso ocurra. Todos mis amigos hablan inglés...

—Oh, pero me gustaría aprender a hablar holandés lo antes posible. Tal vez podrían darme clases.

—Una buena idea —Ivo miró su reloj—. Atracaremos pronto.

Todo parecía como Inglaterra, excepto que los coches conducían por el otro lado. Serena estaba cansada y hambrienta.

—Llegaremos a casa enseguida —le dijo él.

—Estoy segura de que te alegrarás de estar en tu casa —dijo ella con cierta incertidumbre.

Él le puso una mano en la rodilla.

—Nuestra casa, Serena, y haré todo lo posible por hacerte feliz.

Pasaron unas cuantas granjas a ambos lados de la carretera hasta que se aproximaron a un grupo de casas en torno a una iglesia.

—El pueblo. La casa está doblando la esquina.

Serena no sabía muy bien qué esperar; Ivo le había hablado de un chalé cómodo y sobrio. Pero cuando entraron por un camino entre columnas, vio que era más que eso. La casa era de ladrillo visto y piedra, con unos escalones que daban a una puerta magnífica, y grandes ventanas con molduras. No era un chalé. Era la residencia de un caballero.

Él se había detenido delante de la puerta y ella dijo bastante bruscamente:

—Podías haberme dicho...

—Espero que no te desagrade —dijo él ligeramente incómodo—. Es mi hogar, y espero que también lo sea para ti.

Salió del coche y le abrió la puerta a Serena, ayudándola a bajar.

—Es una casa preciosa. Estaba... estaba sorprendida.

Él la tomó del brazo.

—Ven, entra a conocer a todos.

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Capítulo 6

EL HOMBRE que abrió la puerta era bajo y robusto, de cabello blanco y aire de dignidad. El señor van Doelen le dio unas palmaditas en la espalda.

—Wim, me alegro de verte.

Había hablado en holandés; y entonces se volvió hacia Serena.

—Wim me cuida la casa, Serena. Ha estado siempre con la familia. Su esposa, Elly, es la cocinera y el ama de llaves.

Serena le dio la mano y Wim se la estrechó cuidadosamente.

—Bienvenida, mevrouw.

En el vestíbulo había varias personas, y el señor van Doelen se los fue presentando uno a uno. Todos sonrieron a Serena y le dieron la mano. Estaba Elly, tan rechoncha como Wim, con una cara redonda sonriente, una mujer alta y delgada, Nel, y una chica baja y robusta, Lien. También un hombre mayor, Domus, el jardinero y un joven larguirucho a su lado, Cor.

—Elly te llevará a tu habitación —dijo el señor van Doelen—. Cenaremos dentro de diez minutos.

Serena fue conducida por una escalera que se curvaba al fondo del vestíbulo y por una galería con varias puertas, una de las cuales abrió Elly con un gesto elegante. Era una habitación grande con una cama con dosel frente a dos ventanas. Había una mesa de caoba entre las ventanas con un espejo de plata entre dos lámparas de porcelana con el pie también de plata, y un sillón tapizado con una tela exquisita de brocado que hacía juego con las cortinas y la colcha. Serena pensó que sería una delicia dormir allí. Echó un rápido vistazo al cuarto de baño contiguo, y se arregló el pelo en el espejo. Ivo podía haberle dicho que vivía tan espléndidamente.

Cuando bajó se lo encontró en el vestíbulo.

—Ven por aquí —dijo él, y la hizo pasar a una habitación con grandes ventanales que daban al jardín—. Antes de cenar quiero que conozcas a Casper y a Trotter.

Serena salió con el jardín, y dos perros corrieron hacia ellos: un labrador y un pequeño galgo. Rodearon a Ivo, alegres, con la lengua fuera, y él dijo:

—Ésta es Serena. Decidle hola.

Serena se agachó a acariciarlos.

—Son preciosos. ¿Quién es quién?

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—Trotter es la galga; es mayor y le encanta dar largos paseos, y Casper la quiere mucho.

Era obvio que Ivo también la quería, y a Casper.

—Espero caerles bien —dijo Serena—. Nunca he tenido un perro. ¿Querrán pasear conmigo?

—Desde luego. Los sacaremos mañana por la tarde. Ahora vamos a cenar, estoy hambriento.

—Y yo.

Se sentaron en un extremo de una mesa ovalada con su brillante cristalería y cubertería de plata. Había un pequeño jarrón con flores en el centro.

—Veo que Wim se ha molestado en poner unas flores para la ocasión. Espero que Elly también haya pensado en algo especial para comer.

Realmente fue una comida digna para la ocasión. Alcachofas con salsa de trufas, salmón a la plancha con patatas, y pastel. Y por supuesto, champán.

Era tarde, pero la comida y la bebida revivieron a Serena. Parecía una buena idea sentarse a tomar café y charlar, pero Ivo no la compartió.

—Debes de estar cansada —le dijo amablemente—. Vete a la cama. ¿Tienes todo lo que necesitas?

—Sí, gracias —dijo Serena cortésmente—. ¿A qué hora es el desayuno?

—A las ocho, pero yo ya me habré ido a esa hora. Pídele a Wim todo lo que quieras. Te veré a la hora de comer.

Serena se levantó de la mesa y él le abrió la puerta. Y cuando pasó por delante de él le puso una mano en el hombro.

—Que duermas bien, querida. Mañana tendremos tiempo de hablar —se inclinó y la besó, un ligero beso, pero un beso al menos...—. Has sido una novia preciosa.

Nadie le había llamado nunca preciosa.

—Y seré una buena esposa, Ivo.

Durmió profundamente en su hermosa habitación, hasta que la despertó Lien con un té. Cuando se duchó y se vistió bajó y se encontró a Wim, esperándola para acompañarla a una pequeña habitación que había detrás del salón, donde estaba puesto el desayuno en una mesa pequeña junto a la ventana.

Cuando terminó salió al vestíbulo y Wim apareció silenciosamente, diciéndole en su inglés básico que tal vez le gustaría dar un paseo por el jardín con los perros. La comida sería a las doce y media, cuando el señor van Doelen volvía a casa.

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Serena le dio las gracias y salió al jardín. Era muy grande y se dedicó a recorrerlo con los perros trotando a su lado. El césped estaba muy bien cuidado, atravesado por caminos flanqueados de setos de lavanda, una rosaleda y, detrás de una pared de ladrillos, un huerto con ordenadas líneas de verduras. También había árboles frutales, y recogiendo unas lechugas estaba el viejo Domus. Él se irguió cuando la vio y ella le dio los buenos días, deseando poder hablar con él. Tenía que aprender holandés cuanto antes...

Volvió a la casa enseguida, y empezó a abrir puertas. El salón, el comedor, el despacho de Ivo, la puerta que daba a la cocina y, la última puerta, la biblioteca. Las paredes estaban forradas de libros.

Serena la recorrió lentamente, mirando los títulos. No sólo había libros de medicina, sino muchos clásicos y varios éxitos modernos. Había una mesa y varias sillas cómodas para sentarse a leer. De una cosa estaba segura: no se iba a aburrir nunca; una preciosa casa, un jardín magnífico, los perros y la gente agradable que vivía allí... Y Puss, claro, ya instalada plácidamente en la casa.

Se encaramó en la escalera de la biblioteca, examinando los títulos de los libros, y fue entonces cuando entró Ivo.

Ella dejó un pesado volumen en su sitio y bajó de la escalera, diciendo un poco jadeantemente:

—¿No te importa? Es una biblioteca preciosa.

Él atravesó la habitación.

—Por supuesto que no me importa; también es tu biblioteca. ¿Te gusta leer?

—Sí, pero nunca he tenido mucho tiempo. ¿Has tenido mucho trabajo esta mañana?

—Sí, y estaré ocupado durante una semana o dos. Pero voy a ver si encuentro un rato para llevarte al hospital, dentro de cuatro días, si te parece bien; todos están deseando conocerte.

—¿Te refieres a los médicos y a las enfermeras?

—Sí. Tal vez te gustaría ir de compras. Podrías venirte mañana conmigo y pasar el día viendo cosas. Tengo cuenta en las tiendas más grandes de la ciudad, y te daré un adelanto de tu asignación —se dirigió a la puerta—. ¿Comemos? Después podemos ir a dar un paseo con los perros.

Serena no se movió.

—No me queda dinero, ya lo sabes, y no me gusta utilizar el tuyo, Ivo.

Él se apoyó en el marco de la puerta, y dijo con la voz tersa:

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—Eres mi esposa, Serena. Compartirás todo lo que poseo, y comprarás todo lo que te plazca —sonrió—. Me siento orgulloso de que seas mi esposa, y quiero que lo sepas.

—Ah, bueno —dijo Serena—, visto así parece lo más natural. Gracias, Ivo.

Comieron juntos, hablando de esto y aquello, como buenos amigos, y después sacaron a Casper y a Trotter a dar un paseo. Fueron por el pueblo y Serena intentó no preocuparse de que la miraran. Se detuvieron a hablar con varias personas, que la sonrieron y le dieron la mano. Pero según se alejaron del pueblo, Ivo la llevó por un estrecho sendero con prados a cada lado y las vacas negras y blancas que ella esperaba ver.

—¿Toda Holanda es así? —quiso saber Serena.

—No, en absoluto. Limburg, en el sur, es bastante montañoso, y en el norte hay muchos lagos. En verano voy allí a navegar. Tengo una pequeña granja, con ovejas, vacas, gallinas y gansos. ¿Te gustará?

—Oh, sí, pero me gusta tu casa de aquí. Es antigua, ¿verdad? Da la sensación de hogar...

Él la tomó del brazo.

—Es un hogar, Serena. Nuestro hogar.

Ivo silbó a los perros y regresaron.

A la mañana siguiente temprano fueron en coche a Den Haag. Ivo le mostró las tiendas y le indicó cómo llegar al hospital.

—Termino a las cuatro —le dijo con despreocupación—. Dile al conserje quién eres y me avisarán —le dirigió una rápida mirada—. ¿Estarás bien sola?

Serena, con el bolso lleno de billetes, le aseguró que sí, y emprendió su recorrido por las tiendas. En un escaparate había un vestido color miel con una chaqueta a juego, de una mezcla de seda y lana. Muy sencillo... «Y muy caro», murmuró Serena, abriendo la puerta.

Le quedaba perfecto. Pagó el exorbitante precio y salió en busca de zapatos, bolso y medias. Entonces se detuvo a tomar café, antes de entrar en De Bijnkorf a comprar ropa interior, faldas, blusas y jerseys. Después comió en un restaurante, y salió a la calle con el espléndido vestuario que había adquirido.

Después de dar otra vuelta por las tiendas, decidió tomar un taxi para ir al hospital, pero antes entró en una de las elegantes cafeterías a tomar un té. Estaba tomando una segunda taza cuando entró Ivo y se sentó enfrente de ella.

—He terminado pronto —dijo él—, y he decidido venir a echarte una mano con las bolsas —miró el montón que había en el suelo—. ¿Se te ha dado bien?

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—Oh, mucho, gracias. ¿Te apetece un té?

—Ya lo he pedido. ¿Vas a tomar uno de estos pasteles?

—Ya he tomado uno...

—Pues tómate otro. ¿No has tenido problemas con el idioma?

—No, ninguno —Serena eligió un pastel de chocolate y crema—. ¿Has tenido mucho trabajo?

—Sí.

Serena esperó que dijera algo más, y al ver que no lo hacía, dijo:

—No lo pregunto por preguntar; me interesa realmente.

Él la miró pensativamente.

—¿Sí? Entonces me habituaré a aburrirte cada noche contándote mi trabajo diario.

—Me encantará.

Fueron juntos hasta donde Ivo tenía aparcado el coche y volvieron a casa, en un agradable y cordial silencio de buenos amigos. Eso era todo lo que Ivo deseaba; Serena sintió una punzada de tristeza...

Los días siguientes apenas lo vio ya que los pasó en Leiden y Utrecht, operando. Llegaba a casa todas las noches muy cansado. Ella se abstenía de hacerle preguntas, y se sentaba en silencio con la lana y las agujas que había comprado para hacerle un jersey para Navidad.

Una noche fue recompensada.

—Eres una mujer muy relajante, Serena. Verte ahí sentada haciendo punto tras una larga consulta es como un tranquilizante. ¿No estarás aburrida? He tenido que dejarte sola...

—Cómo iba a aburrirme. Trotter y Casper me acompañan a dar largos paseos, y hablo con Elly en la cocina, y con Wim. Ya sé unas cuantas palabras en holandés.

—Buscaré un profesor para que te dé clases —dijo él—. ¿Te gustaría venir el viernes conmigo al hospital a conocer a la gente?

—Me encantaría. Estoy deseando ponerme el vestido que me compré.

Él levantó las cejas.

—¿Sólo uno?

—Oh, no, compré dos más. Éste que llevo puesto es uno de ellos.

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—Y es muy bonito —dijo Ivo rápidamente.

Pero no se había fijado en el vestido, sólo veía la cara y los ojos de Serena. Por él podía haber llevado puesto un saco, así que hizo una anotación mental de ser más observador en el futuro.

Cuando ella se unió a él en el desayuno el viernes por la mañana, él se levantó para retirarle la silla y la besó en la mejilla.

—Estás muy guapa.

Y lo decía de verdad. El sencillo vestido le quedaba estupendamente, y el placer de llevarlo añadía brillo a sus ojos y color a sus mejillas. Debería comprarle un broche, y algunas perlas... y también estaba la gargantilla de diamantes de su madre.

Cuando llegaron al hospital, la llevó directamente a su consulta tras la enorme entrada, y por un momento el pánico se apoderó de Serena. La habitación estaba llena de hombres muy bien vestidos, mirándola. Pero el momento pasó. Un hombre alto de cabello gris y una mujer pequeña con un rostro dulce la sonreían...

—El director del hospital —dijo Ivo—, y su esposa. Duert y Christina ter Brandt. Mi esposa, Serena.

—Me moría de ganas de conocerte —dijo Mevrouw ter Brandt.

Duert ter Brandt le dio la mano.

—Estamos encantados de que Ivo por fin se haya casado y esperamos que seáis muy felices.

Y después fue presentada al resto de las personas, sonriendo cortésmente y olvidando los nombres en cuanto se los decían. Después tomaron café y galletas, y de pronto Serena se encontró sin Ivo, sonriendo a un hombre más joven que los demás, que se puso delante de ella.

—Lo siento, he olvidado su nombre —dijo Serena.

—Dirk. ¿Cómo es que Ivo la encontró primero? He estado buscando a una chica como usted toda mi vida...

Serena decidió ignorar el comentario, y preguntó:

—¿Es usted doctor o cirujano?

—Doctor; no podría aspirar a la altura quirúrgica de su marido —ante la sorpresa de Serena, añadió—: Estaba bromeando... él es brillante. ¿Va a ser feliz aquí en Den Haag?

—Sí, por supuesto. Y no vivimos en Den Haag; nuestra casa está en el campo.

—¿Puedo ir a verla allí?

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—Estaremos encantados, pero todavía no —Serena miró a su alrededor y vio a la señora Brandt—. Tengo que hablar con Mevrouw ter Brandt.

Le sonrió y atravesó la habitación.

—Llámame Christina; soy años mayor que tú, pero ambas estamos casadas con médicos holandeses, así que tenemos mucho en común —Christina sonrió un poco—. ¿Qué te ha parecido Dirk Veldt? Un verdadero donjuán. ¿Por qué no vienes a tomar el té el lunes; dile a Ivo que te lleve. Tienes que conocer a los niños. Tengo tres, una niña y dos niños.

—Me encantaría, gracias.

Se despidieron enseguida, y Duert ter Brandt le dijo amablemente.

—Tienes que venir a cenar a casa —le dio a Ivo una palmada en la espalda—. Eres un hombre afortunado, Ivo.

Besó a Serena, y Christina le dio un abrazo.

—¿Vais a ver el hospital? No os entretenemos entonces.

Serena estuvo interesada en todo así que les llevó el resto de la mañana. Ivo la llevó después a comer a casa y volvió al trabajo.

—Pero mañana estaré libre —le dijo—. Iremos a la granja.

Era una mañana fría y despejada cuando salieron después de desayunar al día siguiente. Ivo tomó la carretera de Alkmaar que atravesaba el gran dijk, y una vez en Friesland dejó la carretera principal, y se dirigió hacia el norte. Había lagos por todas partes, e inmensas granjas, y las carreteras eran de adoquines y estrechas. Enseguida llegaron a un grupo de casas, y a un kilómetro o así, Ivo entró por una verja abierta y se detuvo delante de una casa de campo.

Un hombre alto y fornido salió a recibirlos, dando una fuerte palmada a Ivo en la espalda y estrechando la mano a Serena. Un momento después se unió a ellos una mujer, casi tan alta como él.

—Abe y Sien —dijo Ivo—, me llevan la granja.

Entraron a tomar café y galletas, mientras Ivo traducía pacientemente la conversación a Serena. Entonces Ivo la llevó a ver los animales, antes de volver a la cocina a comer salchichas, lombarda y deliciosas patatas. Y aunque no entendía ni una palabra de lo que decían Abe y Sien, Serena disfrutó cada momento.

Después le enseñaron la casa. Era una confortable vivienda con una gran salón, bien amueblado, y arriba dormitorios espaciosos y aireados.

—Podemos venir aquí algún fin de semana a navegar si quieres —dijo Ivo—. Te enseñaré.

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Cuando volvieron a casa, Serena pensó que había sido un día precioso.

El domingo fueron a la iglesia, sacaron a pasear a los perros, con Puss bajo el brazo de Serena, y pasaron la tarde en el jardín. Después de cenar, en la biblioteca, Ivo le enseñó los libros que más le podían gustar.

Cuando Serena subía a acostarse, Ivo le preguntó desde el pie de las escaleras:

—¿Qué te pareció Dirk Veldt?

—Parece un hombre muy agradable. Muy atractivo, también. ¿Está casado?

—No. No seas demasiado amable con él, Serena.

Sorprendida, Serena se quedó callada un momento, luego dijo dulcemente:

—Muy bien, Ivo. Buenas noches.

Los Brandt vivían en una casa grande de una tranquila avenida flanqueada de árboles. Cuando Ivo y Serena subieron las escaleras y se detuvieron delante de la imponente puerta, les abrió un hombre mayor de pelo blanco. Ivo le dio la mano.

—Serena, éste es Corvinus, que cuida muy bien a Duert y a Christina.

Un comentario que Corvinus recibió con una inclinación de cabeza antes de llevarlos por el vestíbulo justo cuando Christina salía a recibirlos.

—Ah, ya estáis aquí. ¿Puedes quedarte un rato, Ivo, o tienes que irte?

Él la besó en la mejilla.

—No me tientes, Christina. Empiezo la consulta dentro de diez minutos. Pasaré a recoger a Serena sobre las cinco.

—Y te quedarás a tomar algo. Duert estará en casa para entonces.

Ivo besó a Serena ligeramente en la mejilla, y se fue.

A Christina le pareció un beso fraternal y se preguntó por qué. Dijo alegremente:

—Pasa al salón. Está muy revuelto, pero es que estoy seleccionando cosas para un mercadillo benéfico.

Era una bonita habitación de todas formas, espléndidamente amueblada, aunque el sofá estaba lleno de cosas. Era obvio que Christina había estado sentada en el suelo, recortando. Serena se sentó junto a su anfitriona en el suelo, y dijo:

—¿Puedo ayudarte?

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—Si quieres. ¿Puedes seleccionar las lanas de esa bolsa? Tienes que venir al mercadillo. Tengo un puesto, y necesitaré ayuda. Es el jueves por la tarde.

—Me encantaría, pero no hablo holandés...

—Eso no importa mientras sepas manejar el dinero. Serás la atracción principal; nos alegramos mucho cuando vimos vuestro compromiso en el Haagsche Post. Ivo es demasiado encantador para no estar casado, y me alegro de que seas tú —Christina revolvió en un cesto—. Ahora háblame de ti.

—Bueno, me temo que no soy nada fascinante. Estuve cuidando a mi padre hasta que murió; y entonces conocí a Ivo.

Christina la alentó, y Serena se encontró hablando de sus hermanos, y del difícil carácter de su padre. También tuvo que hablar de Ivo por supuesto, pero se limitó a decir que habían decidido casarse en la intimidad ya que Ivo tenía que volver a Holanda.

—Muy sensato —dijo su anfitriona—. Estoy segura de que serás muy feliz aquí. Te lloverán las invitaciones a tomar café con todas las esposas, pero son buenas mujeres; te gustarán. Cotillearán, por supuesto, llevan muchos años casando a Ivo...

Entonces entró Corvinus, chasqueando la lengua con desaprobación al ver el estado de la habitación, para decirle a la señora que serviría el té en la habitación del jardín. Christina le dijo algo en holandés que le hizo sonreír, y cuando se fue le dijo a Serena:

—A Corvinus no le gusta que revuelva la habitación. Lleva con Duert muchos años. Cuando vine a trabajar al hospital fue él quien fue a recibirme a Schipol, y ha sido mi amigo desde entonces.

Serena terminó de colocar las lanas en una caja y siguió a su nueva amiga hasta una pequeña habitación muy acogedora cuya ventana daba al jardín. Y allí estaba el té.

—Té inglés —dijo Christina con un brillo en los ojos—, y en invierno Duert me trae panecillos ingleses también. Me mima demasiado...

Serena sintió una punzada de envidia... sentirse tan amada...

Se entretuvieron tomando el té, y allí estaban cuando llegaron los dos hombres juntos. Duert se inclinó a besar a su esposa y sonrió a Serena.

—¿Habéis encontrado suficiente de qué hablar? —preguntó, mientras Ivo besaba a Serena en la mejilla.

—Claro que sí —dijo su esposa—. Serena va a ayudarme en el mercadillo.

Se fueron pronto; Ivo tenía que volver al hospital para comprobar el estado de un paciente.

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—Pero vendréis un día de estos a cenar —dijo Christina—. Invitaremos a algunos amigos que quieren conocerte, Serena, y también tienes que conocer a los niños.

—¿Lo has pasado bien esta tarde? —le preguntó Ivo en el coche camino del hospital.

—Muy bien. No sabía que Christina había sido enfermera.

—Sí, pero Duert y ella se conocieron en Londres. Seguro que ella te hablará de ello.

No dijo nada más, y Serena tampoco tuvo oportunidad de preguntarle porque habían llegado al hospital.

Ivo aparcó cerca de la entrada, asegurándole que sólo serían cinco minutos, y entró al hospital. Se estaba bien en el coche, y Serena se alegró de quedarse allí a pensar en la tarde tan agradable que había pasado. Al cabo de un rato miró el reloj. Los cinco minutos ya eran quince...

Miró a través de las puertas de cristal del hospital y vio gente que iba de un lado para otro, pero no había rastro de Ivo. Pasaron unos minutos más antes de que lo viese, bajando lentamente por las escaleras. Con él iba una mujer joven, hablando animadamente mientras Ivo la escuchaba con la cabeza agachada. Cuando se detuvieron delante de la puerta, Serena vio que la mujer era joven y guapa, e iba bien vestida, y tenía una mano en el brazo de Ivo. Serena se sorprendió de la rabia que sintió, y que aumentó cuando Ivo le puso una mano a la mujer en el hombro. Parecían viejos amigos, riéndose juntos. Serena sintió el impulso de bajar del coche y recordarle a Ivo que era su esposa. Pero pudo más su sentido común. Ivo tendría amigas a las que conocería antes de haberla conocido a ella, y no era de su incumbencia. Sería diferente si lo amase...

Apartó la vista de la puerta. Ese era el problema, desde luego. ¡Que lo amaba! Nunca se había enamorado, no tenía ni idea. Respiró hondo para tranquilizarse y echó otro vistazo a la puerta. Se estaban despidiendo, y no precisamente con un apretón de manos.

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Capítulo 7

IVO SUBIÓ al coche.

—Siento haber tardado más de lo que esperaba —le dijo.

Le dirigió una breve mirada sonriente, y Serena esperó a que le hablase de la joven. Pero no lo hizo.

—¿Está bien tu paciente? —le preguntó ella.

Él asintió con la cabeza, y dijo con naturalidad:

—Tengo que ir a Madrid, me han pedido que opere allí. No te llevaré conmigo porque estaré muy ocupado.

—¿Cuándo te vas? —preguntó ella en un tono agradable e interesado.

—El jueves.

Se fueron a casa, y pasaron el resto de la tarde muy a gusto, paseando a los perros y cenando tranquilamente. Pero cuando se levantaron de la mesa, Ivo dijo:

—Tengo mucho trabajo que hacer. Será mejor que te dé las buenas noches, Serena.

Así que ella se sentó un rato en compañía de Puss a hacer punto para mantener las manos ocupadas. Su mente también estaba ocupada, pero no con el punto.

Ivo tenía que tomar un avión a Madrid pero antes tenía que ir al hospital. Así que Serena comió sola el jueves después de despedirlo alegremente.

—No estoy seguro de cuando volveré —le había dicho—, pero te llamaré.

Ella no pudo resistirse a preguntar:

—¿Unos días? ¿Semanas?

Él le había sonreído.

—Días.

Ella había asentido con la cabeza y había sonreído radiantemente, deseando decirle que lo echaría de menos.

Era el día del mercadillo y Wim iba a llevarla a casa de los Brandt después de comer. Como se sentía desdichada decidió que la dejase antes en Den Haag para comprar la lana que necesitaba para el jersey, y luego tomaría el tranvía hasta casa de los Brandt.

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Casi sin pensarlo se encontró dirigiéndose al hospital. Ivo se habría ido, peor sólo ver el lugar le haría sentirlo más cerca...

Estaba paseando por allí cuando el coche de Ivo pasó por delante de ella. Y sentada a su lado iba la mujer, hablando animadamente. Afortunadamente Ivo iba mirando hacia delante, de lo contrario habría visto la cara de asombro de Serena.

Se quedó inmóvil, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Deseó irse a casa, pero tenía que ir al mercadillo, así que paró un taxi y se dirigió a casa de los Brandt.

Christina salió a recibirla y, al ver su cara, dijo rápidamente:

—Bien, has llegado a tiempo. Espero que vengas dispuesta a trabajar duro. ¿Ya se ha ido Ivo?

Y se puso a trajinar, llevando una conversación que no necesitaba respuestas, pues vio que Serena no se encontraba con ánimo de hablar. Parecía a punto de echarse a llorar. ¿Habrían discutido Ivo y ella? Prudentemente Christina, en vez de preguntar, la urgió a subirse al coche y se dirigieron al salón parroquial donde iba a celebrarse el mercadillo.

Afortunadamente había mucho que hacer cuando llegaron allí, y le presentaron a tanta gente que Serena no tuvo tiempo de pensar. Cuando las puertas finalmente se cerraron Christina la llevó de vuelta a su casa, aliviada de ver que había recuperado el color de sus mejillas. No se detuvo.

—Tengo que volver a casa; a Duert le gusta que esté allí cuando vuelve para comentarme cómo le ha ido el día. Supongo que Ivo hará lo mismo.

Serena forzó una sonrisa.

—Oh, sí, lo hace.

Pero a Christina le sonó tan triste que tuvo que Contenerse para no preguntarle qué pasaba.

De vuelta a casa esa noche, cuando acostó a los niños, miró a Duert, sentado en su butaca leyendo el periódico.

—Algo va mal —le dijo—. Serena no es feliz; estaba a punto de echarse a llorar. ¿Crees que habrán discutido?

Duert dejó de leer el periódico.

—Cariño, es natural que las parejas discutan.

Sonrió a su esposa y ella le devolvió la sonrisa, segura de su amor, y dijo:

—Nosotros somos felices, ¿verdad?

—Completamente, amor mío, y ellos también lo serán, pero hay que darles

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tiempo.

Serena cenó sola, sacó a los perros y a Puss al jardín y se acostó temprano, explicándole a Wim que le dolía mucho la cabeza.

—Lo que le pasa es que echa de menos al señor —le dijo á Elly—. Es una pena que no haya podido acompañarlo.

—Él no la llevaría a Madrid, con todos esos extranjeros —Elly suspiró sentimentalmente—. Lo echa de menos, desde luego, y él se alegrará de volver a casa con ella.

Serena no durmió mucho, a pesar de que hizo todo lo posible por no dejarse llevar por la imaginación. Tal vez la mujer era una de sus ayudantes, o una enfermera, aunque iba demasiado arreglada. Ivo la telefonearía por la mañana y se lo preguntaría.

Pero él no llamó.

—Está demasiado ocupado —le dijo a Puss.

Tampoco llamó a la mañana siguiente, así que a la hora de comer no sólo se sentía desesperadamente infeliz, sino rabiosa. El que no estuviesen locamente enamorados no significaba que pudiese olvidarse de ella en cuanto salía de casa.

Picoteó su comida y fue a la biblioteca a buscar un libro. Estaba allí cuando llegó Wim a decirle que tenía una visita.

—El doctor Veldt, mevrouw —dijo Wim—, está en el salón.

Serena dejó el libro.

—¿No querrá ver a mi marido, Wim? Quizá no sepa que está fuera. Será mejor que vaya.

Dirk Veldt estaba de pie mirando por la ventana, pero se volvió cuando ella entró en la habitación.

—Pensaba que tal vez se sentiría sola, ahora que Ivo está fuera —dijo él, cruzando la habitación para darle la mano—. Qué mal que deje a su mujer tan pronto después de la boda.

—Buenas tardes, doctor Veldt —dijo Serena con calma—. No me siento sola en absoluto, aunque es muy amable por su parte el preguntar.

—Pensaba que tal vez le gustaría que la llevase al campo —se burló ligeramente—. El auténtico campo.

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—Es muy amable, pero no, gracias.

Serena no le ofreció que se sentase, y esperó tranquilamente a que se fuese. Era un hombre atractivo, y divertido, pero no estaba segura de que le gustase.

Él sonrió.

—Bueno, tal vez en otra ocasión. Ivo está fuera con frecuencia. Y claro, él tiene a Rachel para hacerle compañía.

Ella aguantó su mirada con otra sonrisa.

—Sí, tiene suerte de tenerla —dijo Serena, aparentando naturalidad—. Siento no poder pedirle que se quede...

Menos mal que fue, porque si no Serena se habría echado a llorar. Era un malvado. Había sembrado en su mente la semilla de la duda.

Decidida a ignorar sus comentarios, volvió a la biblioteca, pero cuando llamó Ivo esa noche, le costó hablar con él. Respondió a sus preguntas forzadamente, y no le habló de la visita de Dirk.

—Espero estar en casa dentro de un par de días. ¿Te sientes sola?

—No, no. Tengo muchas cosas que hacer... los perros... ya sabes... y... —se calló—. ¿Quieres hablar con Wim?

—Sí, por favor —dijo él con la voz repentinamente fría—. Buenas noches, Serena.

Serena fue a casa de Christina a tomar café por la mañana; iban a ir varias mujeres cuyos maridos eran colegas de Ivo. Se vistió con esmero, deseosa de causar buena impresión. Tenía que recordar que era una feliz recién casada...

Había dos o tres esposas de su edad, una o dos unos años mayores, y una señora mayor con aires de gran importancia. La esposa del burgermeester.

Serena circuló de un grupo a otro, y enseguida se encontró sentada en uno de los sofás junto a la dama y se sometió a sus preguntas.

—Deberías estar feliz —dijo su acompañante—. Ivo es un cirujano de gran prestigio, y no sólo en Holanda. Un hombre encantador, también. Ha tenido muchas oportunidades de casarse —sonrió a Serena con malicia—. E ignora a algunas de las jóvenes más deseables de su país y se casa contigo. Los hombres son impredecibles.

Serena se preguntó si estaba siendo desconsiderada deliberadamente o era que no tenía mucho tacto.

—Sí, lo son. Pero me eligió a mí...

—Sí, y me pregunto... ¿Conoces ya a Rachel Vinke? Es una chica guapísima y muy inteligente. Siempre pensé que Ivo y ella se casarían...

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—Probablemente Ivo la encontró demasiado guapa y demasiado inteligente —dijo Serena con la voz dulce, y la dama la miró con severidad—. Debo ir a hablar con Christina, e irme a casa a sacar a los perros.

Le dio la mano y atravesó la habitación hacia donde estaba Christina hablando con dos mujeres. Una de ellas le preguntó:

—¿Te estaba examinando la esposa del burgermeester? No te preocupes. Puede ser muy cruel.

Serena se rio y dijo que tenía que irse a casa. Cuando Christina la acompañó a la puerta, le preguntó:

—¿Algo va mal, Serena? ¿Te ha llamado Ivo?

—Sí, llegará a casa dentro de un día o dos.

Ivo había telefoneado mientras estaba en casa de Christina. Volvería a casa al día siguiente por la noche, según le dijo Wim con satisfacción.

Serena pasó un día inquieto, que se le hizo interminable. Los maliciosos comentarios de la esposa del burgermeester no se le iban de la cabeza, así que fue como una docena de veces al espejo para confirmar sus temores, que era irremediablemente poco agraciada, y que esa Rachel era guapísima e inteligente. ¿Sería la mujer que había visto con Ivo? Serena volvió a peinarse y a maquillarse, y salió a dar otro paseo con los perros y Puss.

Se cambió de ropa después del té. El vestido de punto rosa... Nanny había dicho que a Ivo le gustaba el rosa. Volvió a peinarse y fue a sentarse al salón, con los perros a sus pies y Puss hecho un ovillo a su lado, y el punto en su regazo.

Ivo, entró silenciosamente en la habitación, y se detuvo en la puerta. Mientras había estado fuera había pensado en ella constantemente, y ahí estaba, exactamente como se la había imaginado, sentada tranquilamente, una delicia para la vista...

En cuanto lo vio, Serena se puso de pie.

—Ivo, qué alegría tenerte otra vez en casa. ¿Ha ido todo bien?

Él se inclinó para besarle la mejilla.

—Sí, afortunadamente. Qué agradable es llegar a casa y encontrarte ahí sentada tejiendo —se agachó para acariciar a los perros—. ¿Lo has pasado bien estos días?

—Sí, gracias —le contó sus actividades—. Y he estado en el jardín con Domus; me ha dejado ayudarle a plantar los pensamientos.

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—¿Sí? —Ivo sonrió—. ¿Cómo lo has hecho? No permite a nadie que toque ni una brizna de hierba.

—¡Supongo que es porque no entendemos una palabra de lo que hablamos!

Él se rió.

—¿Cenamos dentro de media hora? Voy a cambiarme...

Serena le hizo preguntas sobre Madrid y la operación, y él le respondió de buen grado. Pero no dijo nada de la joven que iba con él.

No parecía que le ocultase nada, ahí sentado, leyendo el correo. Ella había dejado algunas invitaciones con un montón de cartas, y él las leyó.

—Son todas de amigos míos. Duert y Christina nos han invitado el sábado, y habrá otros invitados.

—¿Qué debería ponerme?

—Algo rosa; estás muy bien con ese vestido que llevas. Mañana tengo la tarde la libre. ¿Quieres que vayamos a comprar algo?

—Oh, sí, por favor. Y también hay una invitación para una recepción. ¿Tendré que llevar vestido largo?

—Sí, lo veremos mañana ¿Has tenido alguna invitación estos días?

—Ayer estuve en casa de Christina y conocí a varias de las esposas que vi en el hospital. Y a la esposa del burgermeester...

Él abrió otra carta y dijo despreocupadamente:

—No le agrada nadie, querida.

Ir con Ivo de compras fue mucho más apasionante que ir sola. No sólo no tenía que preocuparse por el precio, sino que él se interesaba por lo que compraba. Encontraron un vestido de seda rosa oscuro con una estola para ponerse por encima, y unas sandalias a juego. Serena estaba encantada. Después de una tranquila búsqueda por varias bou—tiques, encontraron un vestido para la recepción. Un verde aguamarina con el cuerpo bordado y falda con vuelo de tafetán, que le quedaba estupendamente. Después Ivo la llevó a tomar té y pasteles.

—Gracias, Ivo —dijo Serena, eligiendo un pastel de crema—. Me servirán para todas las fiestas este invierno.

—Mi querida niña, para entonces tendrás más vestidos —dijo él—. Tengo que volver al hospital de Londres dentro de un par de semanas. ¿Te gustaría acompañarme?

—Sí, por favor. Me gustaría ver a Nanny, y tu preciosa casa...

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—Nuestra casa, Serena.

Observándolo mientras conducía, Serena pensó que había sido una tarde encantadora. Cuando llegaron a casa, Ivo tuvo que marcharse a ver a un paciente privado, según le dijo, y que no lo esperase a cenar. Aún no había llegado a casa cuando Serena se acostó.

Ivo estaba en la mesa cuando ella bajó a desayunar a la mañana siguiente. Le dio los buenos días distraídamente, y siguió leyendo el correo. Serena se quedó sorprendida cuando le dijo:

—Dirk Veldt vino a verte mientras estuve fuera. ¿Por qué no me lo dijiste?

Parecía tranquilo como siempre, pero tuvo la sensación de que estaba enfadado.

—Bueno, no lo sé, Ivo. No me pareció importante. Me preguntó si quería ir al campo, pero le dije que no. Sólo estuvo aquí quince minutos. No lo invité a quedarse.

—¿Y como era tan poco importante no me lo contaste?

—Exacto —dijo ella con toda naturalidad—. No había ningún secreto al respecto —y añadió fría—mente—: Los maridos y las esposas no deberían tener secretos.

Y se puso roja, porque ella sí tenía un secreto: amarlo y no decírselo.

Ivo observó el revelador rubor.

—No tengo intención de censurar tus amistades, Serena. No hay ninguna razón por la que no puedas ir a dar una vuelta con Veldt; es un acompañante divertido, por lo que me han dicho.

—No quiero que me diviertan —dijo Serena con aspereza—. ¿Estamos discutiendo?

Él se rió.

—No, no. Los dos somos demasiado prudentes para hacer eso.

—¿Vendrás a comer?

—No, pero espero llegar a tiempo para tomar el té y pasar una apacible tarde.

Serena se lo pasó bien en la cena que dieron Duert y Christina el sábado. Conocía a casi todos los que estaban allí. Dirk Veldt también estaba, pero en el otro extremo de

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la mesa, y aparte de saludarse antes de la cena no había hablado con él. Pero más tarde, cuando se sentaron a tomar café en el salón, él se acercó y se sentó a su lado unos minutos, conversando cortésmente antes de desaparecer. Serena, consciente de que Ivo la estaba observando, no hizo ningún intento de retenerlo.

Los días entraron en una dinámica de pequeñas tareas domésticas en la casa: pensar las comidas con Elly, ayudar a Domus en el jardín, pasear a los perros, jugar con Puss, escribir largas cartas a Nanny y más cortas a sus hermanos que nunca respondían. Serena disfrutaba cada minuto del día, tan diferente de los días cuidando a su padre.

Y todas las tardes tenía la alegría de ver a Ivo cuando volvía a casa, y sentarse y escuchar lo que le contaba de su trabajo.

Y también tenía una intensa vida social, y actividades benéficas. Para Serena la vida era un placer... aunque no era perfecta. Nunca lo sería, a menos que Ivo la amase; pero amarlo ella alegraba sus días.

La recepción iba a ser un gran acontecimiento. Se hablaba mucho de vestidos y peinados, y se rumoreaba que tal vez iría alguien de la familia real.

—Estoy un poco nerviosa —confesó Serena a Ivo.

—No tienes por qué. Estarás encantadora con ese vestido... lo que me recuerda...

Salió de la habitación y volvió con dos estuches de piel.

—Las perlas de la familia, ahora son tuyas, y estos pendientes.

Dos hileras de perlas con un broche de diamantes y unos pendientes de perlas rodeados también de diamantes.

—Dios mío —dijo Serena—. ¿Son una herencia de familia?

—Sí —Ivo sacó otro estuche del bolsillo—. Y éste es mi regalo de boda, Serena.

Abrió el estuche y sacó un brazalete de diamantes y perlas, y se lo abrochó en la muñeca.

—Es precioso, Ivo. Gracias.

Y lo besó. Sintió que él retrocedía, y Serena tragó saliva, dolida; tenía que tener más cuidado, y recordar que eran amigos, nada más...

Vestida para la recepción, Serena se miró por última vez en el espejo, reconociendo que estaba casi guapa. Y las perlas, los pendientes y el brazalete le daban un aire de opulencia.

—Parezco la mujer de un hombre de gran reputación —se dijo a sí misma, y bajó donde la esperaba Ivo.

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Él la miró detenidamente cuando entró en la habitación y pensó que nunca había visto una mujer tan guapa.

—Estás encantadora. Estoy muy orgulloso de mi esposa, Serena.

—Gracias, yo también estoy orgullosa de ti, el frac te sienta muy bien. No me extraña que la esposa del burgermeester me dijese que podías haber tenido a cualquiera de las guapas e inteligentes mujeres de Den Haag.

El se rió.

—Esta noche probablemente verás uniformes espléndidos que eclipsarán a las mujeres.

El gran salón estaba muy concurrido cuando llegaron. Serena se alegró al ver que su vestido era tan bonito como cualquiera de los que había allí. Enseguida fue arrastrada por Ivo a la pista de baile. Era un buen bailarín, aunque convencional, pero Serena se divirtió ya que no había tenido muchas oportunidades de bailar cuando vivía en su casa.

—Qué noche más maravillosa —le dijo a Ivo con expresión de felicidad.

Pero pronto se arruinó.

Saliendo de la sala de baile, se encontraron de frente con el burgermeester y su esposa, y con ellos estaba una mujer. Serena la reconoció enseguida; era la que había estado con Ivo en el hospital y en su coche. Teniéndola cerca, vio que era impresionantemente guapa, con el cabello negro y grandes ojos oscuros. Llevaba un vestido negro ceñido que realzaba su espléndida figura.

Ivo se detuvo, así que Serena tuvo que detenerse también.

—Ivo debe de haberte hablado de Rachel, siendo tan buenos amigos —dijo la esposa del burgermeester, sonriendo maliciosamente—. Serena, ésta es Rachel Vinke. Serena es la esposa de Ivo.

Serena le tendió la mano.

—Encantada de conocerla —dijo Serena amistosamente.

Rachel le estrechó la mano murmurando algo convencional y se volvió a Ivo.

—Ivo, tenemos que hablar —sonrió a Serena—. ¿No le importa? Se trata de un asunto personal —y volvió a dirigirse a Ivo—. ¿Mañana en el hospital? Ah, no, si es domingo...

—¿Por qué no viene a comer? —preguntó Serena, sorprendida de sus propias palabras.

Vio el desconcierto en la cara de la esposa del burgermeester, y cuando miró a Ivo tuvo la sensación de que estaba enfadado.

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—Voy a arreglarme un poco antes de que el baile empiece de nuevo —dijo Serena, excusándose.

Cuando volvió lo primero que vio fue a Ivo y a Rachel bailando, y hablando... Lo segundo fue a Dirk Veldt que la llevó a la pista antes de que tuviese tiempo de protestar.

—Estaba empezando a pensar que no iba a tener la oportunidad de bailar contigo —le dijo él—, pero ya veo que Ivo está absorto con Rachel Vinke. Es guapa, ¿verdad? Personalmente yo prefiero tu tipo de belleza, Serena. Esta noche estás preciosa.

Serena no lo creyó, por supuesto, pero fue agradable para sus infelices oídos. La apretaba demasiado, pero no le importó. Si Ivo podía bailar con Rachel, ella tenía todo el derecho a bailar con Dirk. ¿De qué tendrían que hablar?

—No estás escuchando nada de lo que te estoy diciendo —dijo Dirk, inclinándose para hablarle en el oído.

Era cierto, pero como Ivo y Rachel estaban lo bastante cerca para verlos, Serena obsequió a Dirk con una radiante sonrisa.

—Qué noche más maravillosa. Me lo he pasado muy bien. ¿Y tú, Ivo?

Él soltó un gruñido y no volvió a hablar hasta que llegaron a casa. En el vestíbulo Serena bostezó.

—Creo que me iré derecha a la cama —se volvió al pie de las escaleras—. Buenas noches, Ivo.

Él se quedó en el vestíbulo, mirándola.

—Has bailado mucho con Veldt —dijo tranquilamente.

—Sí, es un buen bailarín y muy divertido...

—¿Me estabas pagando con la misma moneda, Serena? —preguntó él desabridamente.

—Pues ya que lo dices, sí. Lo que está bien para uno, está bien para el otro.

La mirada de Ivo no la asustó, pero la hizo subir a su habitación rápidamente.

El baile continuó un rato. Serena tuvo pareja continuamente, y dos veces más con Dirk, pero por fin en el último baile, Ivo la reclamó. Bailaron en silencio, y cuando terminó abandonaron la sala de baile, deteniéndose a hablar con amigos.

—Esperaré aquí mientras recoges tu abrigo —dijo Ivo.

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Su voz era amable, pero sus ojos estaban fríos. Si quería discutir ella estaba más que dispuesta...

En el coche, le dijo desafiantemente.

A la luz de la mañana Serena se arrepintió de cada palabra que había dicho la noche anterior. Se vistió y bajó a desayunar, y se encontró a Ivo junto a la puerta. Los perros estaban en el jardín y Puss estaba a sus pies.

Se volvió para darle los buenos días jovialmente.

—Oh, no seas tan amable, Ivo. Lo siento... no debería haber dicho lo que dije anoche. Sólo bailé con Dirk Veldt para molestarte...

Él se volvió.

—Mi querida Serena, puedes bailar con quien quieras y decir lo que quieras.

—Sí, pero eso no es lo que acordamos. Dijimos que tendríamos un matrimonio amistoso. Y tú tienes derecho a ver a tus amigas. Ella es muy guapa...

—Ah —dijo Ivo en una voz extraña—. ¿Crees que estoy reanudando una relación? —y continuó mordazmente—: Si eso es lo que piensas de mí tal vez deberíamos restringir nuestros sentimientos a esa amistad a la que aludes tan a menudo, y evitar acercarnos demasiado.

—Oh, Ivo —dijo Serena con abatimiento.

—¿Desayunamos? Hace una mañana espléndida para dar un paseo.

Volvía a parecer tranquilo como siempre, pasando por alto el desafortunado episodio. Serena ya nunca sabría qué pasaba con Rachel Vinke...

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Capítulo 8

TODAVÍA era temprano cuando sacaron a pasear a los perros, y Serena, deseosa de enmendarse, dijo:

—No debemos tardar mucho. No sé a qué hora llega la señorita Vinke.

—Rachel está casada —dijo Ivo—. Le dije que pasaría a recogerla al medio día. ¿Qué tal van tus clases de holandés?

—Muy bien, creo, aunque la gramática es un poco complicada y a veces me lío con los verbos...

—Bueno, pronto tendrás un respiro. Tengo que ir al hospital de Londres la semana que viene. También tengo que ir a Leeds, pero supongo que estarás bien con Nanny.

—Oh, sí, será estupendo volverla a ver. Tengo que llevarle algo —Serena miró su reloj—. ¿No deberíamos volver? Si vas a recoger a Mevrouw Vinke...

Él la tomó del brazo durante el camino de vuelta.

—Pareces ansiosa de volver a ver a Rachel. No creo que tengáis mucho en común.

—Las dos somos mujeres —dijo Serena, y oyó que él se reía.

Esperando a Ivo con su invitada, Serena se paseó por el salón, mirándose en el espejo, retocándose el pelo y el maquillaje. Aunque no tenía ninguna esperanza de competir con una mujer tan bella como Rachel.

Se cercioró de ello cuando la vio salir del coche, vestida de blanco de pies a cabeza. La simplicidad de su vestido de alta costura hacía que el traje de chaqueta color paja que llevaba Serena pareciese insignificante.

Serena la saludó con una sonrisa que ocultaba sus sentimientos.

—Qué día tan bonito —observó—. Entra. ¿Qué te apetece beber?

Durante la comida Serena tuvo que admitir que le gustaba Rachel; era divertida y buena conversadora, y tenía una sonrisa cálida. Y era atractiva...

Cuando terminaron el café, dijo Rachel:

—Y ahora debemos hablar, Ivo. ¿No te importa, Serena?

—En absoluto —Serena volvió a forzar una sonrisa—. Sacaré a los perros a pasear. ¿Te quedarás a tomar el té?

—Me encantaría, pero tengo que tomar un avión...

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Los vio entrar en el estudio de Ivo, y silbó a los perros. Dio una vuelta a paso ligero intentando no pensar en ellos. Pero cuando volvió al cabo de una hora todavía no habían salido, y se sentó en el salón, esperando oír la puerta del estudio.

No tardaron en entrar al salón; Ivo con su tranquila expresión habitual, y Rachel sonriendo ampliamente.

—Todo arreglado —le dijo a Serena—. Y ahora debo irme con mi querido Jan. Le aliviará saber que todo está arreglado. No sé lo que habría hecho sin la ayuda de Ivo; primero arreglándole las piernas y los brazos rotos y ahora con todo esto del juicio.

—¿Tu marido... tuvo un accidente? —preguntó Serena.

—¿No te lo ha contado Ivo? Un accidente de coche en Madrid. Se rompió los brazos y las piernas. Ivo fue en cuanto se lo pedí. Jan y él son viejos amigos. Y luego ha arreglado todo con los abogados para el juicio. Hoy he traído los últimos papeles para que los viese —sonrió a Serena—. Es propio de Ivo hacer todo eso y no decir nada —la besó cariñosamente—. Cuando Jan esté bien tenéis que venir a vernos. Ahora debo irme, pero me alegro de haberte conocido. Eres tal como te había descrito Ivo.

Ivo había estado delante de la ventana de espaldas a ellas, y se volvió.

—Será mejor que nos vayamos Rachel. Tenemos poco tiempo —miró a Serena—. Volveré antes de cenar.

La tocó en el hombro cuando se fueron, pero no la besó.

Cuando volvió, Serena estaba de mal humor. La había hecho creer lo que no era deliberadamente; no había razón para que no le hubiese explicado lo de Rachel. Apretó los dientes y vació su segundo vaso de jerez.

En el momento que entró por la puerta lo asaltó.

—Podías habérmelo dicho —dijo ella en tono estridente—. Lo de Rachel. Ha sido horrible que me hayas dejado pensar las cosas que pensé.

—¿Y qué pensaste, Serena? No te lo dije porque tú ya habías sacado tus propias conclusiones.

Él había cruzado la habitación y se había situado delante de ella, y de repente se echó a reír.

—Has estado bebiendo jerez...

—Te odio —dijo Serena con la voz estrangulada.

Salió corriendo escaleras arriba hasta su dormitorio donde cerró dando un portazo y se arrojó sobre la cama rompiendo a llorar.

Ivo se quedó de pie un rato, pensativo, con la expresión de un hombre que había

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hecho un delicioso descubrimiento. Entonces fue a cenar, y se aseguró de que le subiesen a Serena una bandeja con la cena.

—Le duele mucho la cabeza —le dijo a Wim, que fue a la cocina a contárselo a Elly.

—Se le pasará —dijo Elly—. Mira las veces que nosotros hemos discutido, y aquí estamos, después de no sé cuántos años.

—Cuarenta el año que viene —dijo Wim, dándole un beso en la regordeta mejilla, y llevándose la bandeja para Serena.

La idea de ver a Ivo en el desayuno era desalentadora, pero Serena no era una cobarde, así que se puso una falda estampada y un suéter de cachemira y bajó.

Ivo entró desde el jardín justo cuando ella llegó a la mesa del desayuno. Su voz fue cordial cuando le dio los buenos días y le preguntó por su dolor de cabeza.

—¿Has dormido bien?

—Sí, muy bien —dijo Serena—, y no me dolía la cabeza, estaba de mal humor.

Él le pasó el pan tostado.

—Una de las cosas que me gustan de ti, querida, es tu honestidad, así que tal vez puedas tranquilizar mi cabeza sobre algo que dijiste. Que me odiabas...

La miraba fijamente desde el otro extremo de la mesa, sin sonreír, pero tampoco parecía malhumorado.

—No, no te odio —dijo ella—. Siento haberlo dicho, pero estaba enfadada.

Él sonrió.

—¿Ah, sí?

—¿Tú nunca te enfadas, Ivo?

—Sí, pero el autocontrol es algo que se aprende rápidamente en la profesión médica. Volveré a la hora de comer, y esta tarde hablaremos de nuestro viaje a Londres.

Estaba sentado en su silla y Puss saltó sobre sus rodillas, ignorando a los perros que estaban a sus pies. Era la imagen de un hombre felizmente casado. Algo que esperaba ser, esperando con paciencia a que Serena descubriese que era una mujer felizmente casada...

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No mucho después de aquello se fueron a Inglaterra. Ivo llevó el coche, ya que tenía que ir a Leeds e hicieron la travesía en barco, conduciendo a Londres desde Harwich.

Para Serena era agradable estar de nuevo en Inglaterra, aunque al mismo tiempo deseaba estar en Holanda con los perros, Puss y sus amigos. Pero el recibimiento de Nanny fue tan cariñoso que olvidó todo eso de momento.

Ivo se fue enseguida al hospital, dejándola hablando con Nanny y deshaciendo las maletas, y no volvió a verlo hasta la noche. En la cena le dijo que tenía que ir a Leeds al día siguiente.

—¿Tienes algún plan? —quiso saber él—. Siento dejarte sola el primer día...

—Voy a ir de compras —dijo Serena—, para Christina y para mí. ¿Quieres algo?

—No, gracias. Sacaré entradas para el teatro para cuando vuelva de Leeds. ¿Qué te apetece ver?

Decidieron ir a ver un musical, y al día siguiente él se fue a Leeds. Estaría fuera tres días, según le dijo a Serena, dándole un ligero beso en la mejilla y subiéndose al coche.

Serena sonrió y le dijo adiós con la mano, y después subió a su habitación a llorar un buen rato. No sabía por qué lloraba, pero después se sintió mejor. Se lavó la cara, se maquilló y fue en busca de Nanny. Irían de compras.

Pasaron casi todo el día en Harrods y comieron en el restaurante de allí. Serena compró caramelos para los niños de Christina, y luego fue a comprar regalos a Wim y a Elly y al resto de los empleados de la casa. Al anciano Domus le compró una planta de lavanda.

Volvieron a casa cansadas pero contentas con sus compras, y Serena se alegró de que hubiese pasado un día de los que Ivo iba a estar fuera.

Estaban en la cocina cuando él llegó a casa. Nanny estaba haciendo pasteles y Serena estaba sentada, rebañando con el dedo los restos de masa que había quedado en un cuenco. Se estaba chupando el dedo cuándo entró.

Serena se levantó de la mesa y corrió a recibirlo cuando recordó que tal vez no le gustasen tales muestras de alegría. Se detuvo delante de él bruscamente y cambió la feliz sonrisa por otra amistosa.

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—Ivo, qué agradable que hayas vuelto. ¿Has tenido un buen viaje? ¿Quieres comer algo?

Ivo no la besó porque no estaba seguro de poder limitarse a darle un simple beso en la mejilla.

—Hola, Serena —dijo en su tranquila voz—. Nanny. Esperaré al té; he comido algo antes de salir. Tengo que hacer unas llamadas; me uniré a vosotras dentro de una hora.

Les sonrió, salió de la cocina y fue a encerrarse en su estudio. Serena pensó que así sería siempre, cerrándole la puerta en las narices, aunque con delicadeza. Afortunadamente se había llevado el punto, y era tan complicado que necesitaba concentrarse.

Así que cuando Ivo entró en la habitación ahí estaba ella, sentada tranquilamente, mirándolo con la sonrisa con la que una esposa felizmente casada obsequiaría a su marido.

Ivo se sentó enfrente de ella, estudiando su rostro y su pulcro cabello. Le pareció que no sólo era muy bonita, sino que era la personificación de lo que toda esposa debería ser. Podía no amarlo, pero de vez en cuando, como en la cocina hacía un rato, su comportamiento le hacía tener esperanzas de que con el tiempo lo amaría. Tenía que tener paciencia.

—¿Has ido de compras? —le preguntó.

—Sí, con Nanny. Hemos pasado un día estupendo, y me he comprado dos vestidos. Son preciosos, y estoy segura de que tendré ocasión de ponérmelos más adelante.

—¿Te apetece salir a cenar mañana por la noche? Y otra noche podíamos ir a bailar —sonrió—. Una ocasión estupenda para ponerte esos vestidos.

La llevó al Ritz, donde cenaron langosta con ensalada de nueces, espinacas y churrasco de cordero, y un postre de fruta, crema y helado delicioso.

—Es un sitio divino —dijo Serena felizmente tomando café—. ¿Vienes aquí a menudo?

Ivo sonrió.

—No, sólo en ocasiones muy especiales.

—¿Ah, es ésta una ocasión especial?

—Deberíamos hacer que lo sea, ¿no crees?

—¿Es tu cumpleaños? —se le ocurrió a ella repentinamente—. Si es así...

—No, no, no te preocupes. Volveremos a casa pasado mañana. ¿Te gustaría ir a

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Claridge mañana por la noche?

Serena lo miró radiantemente.

—Oh, sí. ¿Es tan espléndido como esto?

—Más o menos. ¿Estás cansada?

—¿Cansada? Cielos, no... Pero tú has tenido mucho trabajo hoy, ¿verdad? Si quieres nos vamos ya a casa.

—No, no. No estoy nada cansado. Me preguntaba si te gustaría dar un paseo.

Hacía una noche preciosa de luna y estrellas. Las luces se reflejaban en el Támesis mientras paseaban del brazo, a veces hablando, a veces felices en silencio. Serena estaba contenta. De momento la vida era perfecta.

Volvieron al coche más tarde, y en casa se sentaron en la cocina a beber el café que Nanny les había dejado preparado. Y cuando se levantó para irse a acostar Serena le dio a Ivo un beso en la mejilla, con inseguridad.

—Ha sido una noche maravillosa, gracias, Ivo. ¿Tienes que levantarte temprano?

—Sí. Tengo consulta a las ocho, pero volveré para tomar el té.

Estaba de pie mirándola mientras le abría la puerta. El perfume que llevaba Serena era ligero pero fragante, e Ivo depositó un beso en su pulcro cabello cuando ella pasó por delante de él, tan leve que ella no lo sintió.

Al día siguiente, la llevó a Claridge como le había prometido. Un restaurante tan suntuoso como el Ritz y la comida igualmente deliciosa. Y para rematar el placer de la noche bailaron hasta la madrugada. Cuando finalmente Serena se acostó tenía demasiado sueño para pensar con claridad, pero había sido otra noche para recordar toda la vida.

Serena sintió despedirse de Nanny, aunque, como dijo Ivo, podía volver cuando quisiera pues sólo había unas horas de viaje.

—¿Volverás otra vez?

—Claro que sí, dentro de un par de meses. Puedo venir de vez en cuando y pasar un día o dos.

Ivo le dio a Nanny un abrazo, acomodó a Serena en el coche y se puso al volante.

—¿Has llamado a tus hermanos? —le preguntó a Serena de camino a Harwich—. ¿Te gustaría visitarlos?

—Los he telefoneado, pero siguen molestos; no creo que sea buena idea.

Henry había estado desagradable, como sólo Henry podía estar, y Matthew había

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hablado con ella como si hubiese deshonrado a la familia.

—Gregory se ha casado —dijo Serena—. Con la hija del alcalde de Yeovil. ¡ Se alegrará de haberme dejado!

Ivo le puso una mano en la rodilla.

—Yo soy el que me alegro.

La travesía fue tranquila y llegaron a casa a tiempo de cenar. Ivo tenía que ir al hospital por la mañana, y se retiró a hacer unas llamadas y a leer el correo. Serena, dispuesta a ser una buena esposa, le dio las buenas noches y subió a su preciosa habitación con Puss, se dio un baño y se acostó. Se sentía sola. Permaneció despierta mucho tiempo, hasta que oyó que Ivo se acostaba pasada la media noche.

La vida había vuelto a su tranquila rutina. Serena fue a visitar a Christina al día siguiente, a llevarle las cosas que le había comprado, y aceptó colaborar en un bazar benéfico para ayudar a los huérfanos y vender banderitas para una asociación benéfica. Después tomó el tranvía de vuelta a su casa para comer sola y sacar a los perros a dar un paseo. Varios días después fue a Den Haag a vender banderitas a la puerta de una librería, lo que le agradó porque así podía echar un vistazo a las últimas ediciones en los escaparates. Era una calle muy concurrida, e hizo sonar la hucha con ganas, sonriendo a los transeúntes. Se lo estaba pasando bien. Era una mañana agradable de invierno, y después había quedado con Christina para comer.

Bien avanzada la mañana Dirk Veldt se detuvo delante de ella.

—Serena, qué alegría verte, y qué maravillosa excusa para detenerme a charlar mientras me vendes una de esas banderitas.

—¿No deberías estar trabajando en el hospital? —le dijo Serena, ofreciéndolo una banderita.

—Un hombre debe comer —sonrió encantadora—mente—. ¿Quieres comer conmigo? Hay un pequeño restaurante cerca de aquí donde sirven un lenguado...

—No, gracias, Dirk. He quedado a comer con Christina ter Brandt. No me has dado dinero por tu banderita.

Él se encogió de hombros y sacó un billete de su bolsillo.

—No me rendiré. Debes de ser fascinante bajo esa actitud tan natural.

—Pues te equivocas, y vete ya. Disfruta de ese lenguado. Tal vez encuentres a una chica guapa que quiera comer contigo.

Serena le sonrió, deseando que se fuese. Entonces Ivo, que pasaba con el coche camino de su consulta, vio la sonrisa. La rabia que lo invadió exigió todo su autocontrol para dominarla.

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A última hora de la tarde llegó a casa y Serena, muy satisfecha de sus esfuerzos, estaba en el salón, tomando el té.

Levantó la vista cuando él entró, le saludó con una sonrisa y le preguntó si quería un té.

—Es un poco tarde —le explicó a Ivo—, pero he comido con Christina y nos hemos quedado hablando. He vendido todas mis banderitas.

Ivo se sentó, rechazó el té y le preguntó si lo había pasado bien.

—Sí, y la gente ha sido muy generosa —se puso un poco roja—. Dirk Veldt me compró una banderita. Quería que fuese a comer con él.

Ivo suspiró aliviado de que Serena se lo contase por su propia voluntad.

—¿Y por qué no fuiste? Es un acompañante divertido, imagino.

Ella se puso más roja.

—Cuando lo conocí pensaba que me gustaba, no conocía a nadie y él se acercó a hablar conmigo y, sabes Ivo, nunca he tenido mucha vida social y sé que no soy muy agraciada, pero él me hizo sentirme guapa. Pero ahora tengo amigos, reuniones, actividades; he encontrado mi sitio —se detuvo a pensar—. Y ya no me gusta. Sin duda nos encontraremos, pero no tiene por qué ser un amigo.

Ivo la escuchó con profunda satisfacción. Su Serena había encontrado su sitio; parecía feliz y le gustaba a todos los que la conocían. Y había vislumbrado la mirada de alegría de su rostro cuando él había entrado en la habitación. Tal vez había llegado el momento...

—Serena...

El teléfono lo detuvo. Lo descolgó y ella escuchó su tranquila voz. Sabía bastante holandés para comprender que era algo urgente y cuando colgó Ivo le dijo que tenía que ir al hospital.

—Te esperaremos a cenar. Buena suerte, Ivo.

Él se detuvo a darle un beso en la mejilla, y ella se preguntó qué era lo que iba a decirle.

Ivo telefoneó desde el hospital diciendo que llegaría tarde, y que la vería en el desayuno. Serena decidió esperarle levantada en la cocina, donde Elly le había dejado la cena en el horno.

La cocina estaba caliente y silenciosa. Sólo se oía el relajante tictac del reloj del aparador y el ligero ronquido de los perros. Puss se hizo un ovillo en su regazo. Era una habitación muy acogedora, a pesar de su tamaño; olía a levadura y a café. Serena se sentó con satisfacción y esperó pacientemente.

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Llevaba allí más de una hora cuando él entró, y se detuvo en el umbral de la puerta al verla.

—No tenía sueño, así que pensé esperarte. Tienes la cena en el horno y café. ¿Ha ido todo bien?

Él entró lentamente en la habitación.

—Sí, de momento. No era necesario que me esperases levantada, Serena.

—Pero tienes que comer algo...

—He tomado algo en el hospital. Vete a la cama, querida. Tengo que ir al estudio a ver unas cosas, y después me acostaré...

Le estaba abriendo la puerta. Era obvio que no deseaba su compañía. Serena forzó una sonrisa.

—Bueno, el café está caliente si cambias de idea —le dijo alegremente—. Buenas noches, Ivo.

Sin hacer caso de las lágrimas que rodaban por sus mejillas, Serena se dijo que aquello había sido un error. Debía recordar no volverlo hacer.

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Capítulo 9

A SERENA le parecía que Ivo la estaba evitando. Estaba claro que no le gustaba su compañía. Rachel ya no era una amenaza, pero tal vez había alguien más. Era un hombre por el que cualquier mujer se sentiría atraída... O tal vez había algo en ella que le molestaba. La mejor manera de averiguarlo era preguntárselo.

Decidió hacerlo una noche cuando, después de cenar, Ivo se levantó de la mesa.

—Tengo que revisar unas notas...

—Antes de que te vayas hay algo que quiero preguntarte —dijo Serena.

Él la miró con tal intensidad que Serena deseó no haber dicho nada.

—¿Sí?

—Algo va mal —empezó ella—. ¿He hecho algo que te haya molestado? ¿Soy demasiado aburrida? Sea lo que sea deberías decírmelo para poder corregirlo —y añadió en un tono ligeramente brusco—: Creo que estás evitándome. Estás conmigo, pero estás como ausente —suspiró—. No quiero entrometerme en tu vida. En parte para eso te casaste conmigo; para ser una amiga, una compañera, no una verdadera esposa. Y pensaba que las cosas iban bien.

—Dime, Serena, ¿estás contenta con nuestro matrimonio?

El no dio muestras de estar enfadado, sólo interesado.

Serena deseaba gritar. No a él. ¿Cómo podía estar contenta amándolo tanto? Con todos los años por delante sin poder decírselo.

—Sí —dijo ella sin embargo, y se puso un poco roja.

Ivo se levantó de la silla y se acercó a ella con su imponente figura, de modo que Serena tuvo que estirar el cuello para mirarlo. El estaba sonriendo.

—Pues yo no...

Y sonó el teléfono.

Ivo van Doelen no era un hombre que maldijese habitualmente, pero en ese momento soltó una palabrota en holandés; sin embargo cuando contestó su voz estaba tranquila.

—Tengo que irme —le dijo.

Y salió de la habitación sin que ella tuviese tiempo de abrir la boca.

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Serena decidió no esperarle despierta; estaría demasiado cansado para escucharla, demasiado cansado para hablar; tal vez por la mañana lo intentaría otra vez...

Pero cuando bajó a desayunar, se dio cuenta de que era totalmente imposible. Ivo estaba tan inmaculado como siempre, pero el cansancio se reflejaba en su rostro.

—¿Has dormido algo? —le preguntó Serena, después de darle los buenos días.

—Un par de horas. ¿Te desperté cuando llegué?

Era el hombre amable de siempre, pasándole el pan tostado, comentando el tiempo.

—No. ¿Tienes mucho trabajo hoy? ¿Podrías disponer de unas horas libres?

—Me temo que no. Tengo consulta por la mañana, y esta tarde tengo que operar en Leiden —recogió el correo y se levantó de la mesa—. Estaré en casa a la hora del té —al pasar junto a ella le puso una mano en el hombro—. Que tengas un buen día.

Que por supuesto no tuvo; dio vueltas al tema hasta que le dolió la cabeza.

Unas pocas horas en el jardín con Domus le hicieron sentirse mejor y dispuesta para preparar su clase de holandés del día siguiente. Y cuando Christina telefoneó para preguntarle si Ivo y ella irían a la cena del burgermeester estaba tan animada y habladora que Christina colgó preguntándose por qué Serena parecía tan rara.

Ivo pensó lo mismo cuando llegó a casa. Serena, normalmente tranquila y relajada, no paraba de hablar, y aunque le preguntó por su trabajo, no le dio oportunidad de responder. Así que rechazó la idea de tener una conversación seria, pues Serena claramente no estaba de humor.

Y así fueron los días siguientes con Serena parapetada tras una barrera de conversación superficial. Ivo decidió que no podían seguir así y que hablaría con ella durante el fin de semana. Sus esperanzas de que ella aprendiese a amarlo se estaban desvaneciendo, pero tenía que decirle que la amaba, aunque eso significase el fin de su matrimonio.

El desasosiego de su relación no se dejó ver en la casa del burgermeester; parecían una pareja recién casada y muy feliz. Sólo Christina vio las ojeras de Serena y la expresión anodina de Ivo.

—Algo va mal —le dijo a Duert al irse a la cama—. Lo presiento...

—Bueno, no trates de averiguarlo, cariño, podrías empeorar las cosas. Deja que el destino arregle las cosas; siempre lo hace.

Y tenía razón.

Pasaron varios días, y Serena se preguntaba si alguna vez tendría ocasión de hablar con Ivo. Parecía más ocupado que nunca. Una noche le dijo que tenía que irse

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a Luxemburgo al día siguiente a una operación.

—Nada demasiado serio. Si todo va bien, estaré en casa por la noche, o como mucho a la mañana siguiente. Te llamaré en cuanto lo sepa.

Se fue dándole un beso en la mejilla y deseándole un buen día.

Telefoneó por la noche para decirle que tenía que quedarse más tiempo del que esperaba. Que volvería al día siguiente por la noche.

A la mañana siguiente llamó Christina y preguntó a Serena si podía ir a un nuevo centro que habían abierto en Den Haag. Era para que los jóvenes que no tenían nada que hacer no anduviesen por la calle. Iban a dar una comida gratis al medio día, y les hacía falta gente.

Serena accedió enseguida y fue a buscar a Wim para pedirle que la llevase al centro. A Wim no le pareció bien. El centro estaba en una zona muy pobre de la ciudad; tampoco creía que al señor le pareciese bien.

—Habrá más señoras allí, Wim —le aseguró Serena—, y volveré a la hora del té.

Tuvo que darle la razón a Wim acerca de la pobreza de la zona donde estaba el centro. Calles deterioradas y estrechas con casas pequeñas, muchas de ellas con las ventanas cubiertas con tablas. Wim chasqueó la lengua con desaprobación.

—Aquí hay inmigrantes ilegales de toda Europa. Traen muchos niños y no siempre hay trabajo.

Se tranquilizó al ver a varias mujeres trajinando dentro del centro.

—Mira, Wim, somos muchas. Y me llevarán a casa en coche.

Le dieron un delantal en cuanto entró por la puerta y le indicaron uno de los grandes mostradores instalados en la sala principal. Entonces abrieron las puertas y la gente entró en tropel. No sólo los jóvenes que esperaban sino también ancianos y madres con niños. Serena sirvió sopa y repartió pan y tazas de café, esperando estar haciéndolo bien pues no había oportunidad de hablar con las demás colaboradoras.

El torrente de personas parecía interminable, pero fue disminuyendo según avanzaba la tarde. Serena apuró la sopa hasta la última gota, y entregó el último trozo de pan. El café hacía tiempo que se había terminado.

Las mujeres empezaron a recoger sus cosas para irse a casa. Por la mañana irían voluntarias a limpiar. Serena, a quien iba a llevar a su casa una de las colaboradoras que vivía cerca de ella, miró a su alrededor. Le preocupaba dejar el lugar lleno de tazas sucias, restos de sopa y migas de pan, pero se dirigió a la puerta con las otras señoras. Entonces Serena se detuvo.

— Junto a una pared en la sombra había un bulto. Se acercó a echar un vistazo y vio a un niño pequeño, de piel morena, pelo rizado y muy sucio. Estaba

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profundamente dormido.

Todas las mujeres se habían ido excepto la que iba a llevarla a su casa que se unió a ella.

—No podemos dejarlo aquí —dijo Serena—. Seguramente su madre se dará cuenta y volverá. No es holandés, ¿verdad?

—No, es bosnio, creo; hay muchas mujeres bosnias aquí, la mayoría de ellas con niños pequeños. Hay que llamar a la policía. Pasaré por casa de Christina y llamaré desde allí —miró a Serena con incertidumbre—. ¿No te importa esperar aquí con él? No puedo entretenerme... los niños...

—Claro. Siempre que Christina sepa dónde estoy y venga a recogerme más tarde. Estoy segura de que la madre volverá pronto.

—Entonces me voy. ¿Vas a cerrar la puerta con llave?

—No, si no cuando venga la madre puede pensar que está cerrado.

El edificio se quedó en silencio cuando se fue su acompañante. Serena recogió al niño del suelo y se sentó con él en brazos en una silla que había junto a la pared. La silla era dura y el niño pesaba más de lo que esperaba, pero no sería por mucho rato.

Los minutos pasaron, media hora, una hora y ni rastro de la madre. El niño se despertó. Empezó a llorar enseguida, y sólo se calló cuando Serena empezó a cantarle las canciones infantiles que recordaba. No había ni una miga de pan ni una gota de leche. Cuando intentó dejarlo en el suelo para buscar algo de comer, el niño se puso a gritar tan fuerte que tuvo que abandonar la idea.

—La policía no tardará en venir —le aseguró.

Pero la mujer que había prometido llamar a la policía, se había encontrado con que Christina estaba fuera y en lugar de explicarle a Cornivus lo que pasaba se había ido a su casa. Buscando a uno de sus hijos se había hecho un corte en la rodilla y se había olvidado de todo el asunto.

Pasó otra hora. Afortunadamente el niño se había vuelto a dormir. Hubo un ruido en la calle y Serena llamó, pero nadie respondió, y no se atrevía a andar por esas calles, llamando a las puertas de personas que probablemente no entendían su idioma. Decidió que lo mejor era seguir esperando a la policía y a Christina.

El niño se despertó, y rompió a llorar otra vez, con tanta angustia que acabó vomitándole encima a Serena.

El señor van Doelen volvió de Luxemburgo y entró en el salón vacío. Miró

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interrogantemente a Wim, que había acudido al oírle.

—Mevrouw se fue esta mañana a ayudar en ese nuevo centro para jóvenes. No está en una zona decente de la ciudad. No me gustó dejarla allí, pero dijo que una de sus amigas la traería a casa a la hora del té. Pero todavía no ha llegado.

—Probablemente esté tomando el té con alguien, Wim

—Oh, no, mijnheer, ella nunca estaría fuera de casa sabiendo que usted iba a venir.

—Llamaré a ver dónde está.

Cuando llamó a Christina, ésta acababa de llegar a casa.

—Espera que pregunte si alguien ha dejado algún mensaje —le dijo, y volvió enseguida—. Mevrouw Slotte, que estuvo ayudando en el centro, vino y le dijo a Corvinus que tenía un mensaje para mí, pero que no podía entretenerse. Voy a llamarla. Luego te llamo...

Ivo dominó su impaciencia. Pasaron varios minutos hasta que Christina llamó.

—Qué mujer más tonta... dice que se le olvidó. Encontraron a un niño pequeño justo cuando salían y Serena se quedó con él por si volvía la madre. Mevrouw Slotte olvidó también llamar a la policía porque por lo visto tuvo un problema al llegar a casa.

—Gracias, Christina. Llamaré a la policía e iré allí inmediatamente.

—Yo llamaré a la policía; tú vete a buscarla. Esa zona no es muy segura.

Ivo salió de la casa, diciéndoselo a Wim a voces mientras salía, y condujo hasta Den Haag como si el diablo le pisase los talones. Pero en cuanto cruzó la puerta del centro volvió a ser el hombre tranquilo y reposado de siempre.

Vio a Serena enseguida, sentada con el niño, que había vuelto a dormirse, en su regazo, y vio que su rostro se iluminaba de alegría al verlo y oyó su voz, un poco chillona de la emoción. Él atravesó la estancia, la levantó de la silla con el niño y se sentó sujetando a ambos.

Por un momento no dijo nada, pero la besó.

—Oh, Ivo —dijo Serena, besándolo también—. Ha vomitado sobre mi vestido...

—Eso no importa, cariño mío. ¿Estás bien? ¿No tenías miedo?

—Al principio no. Estaba empezando a tenerlo cuando has llegado tú. Me has llamado cariño; ¿lo decías de verdad?

—Claro que sí. He deseado llamarte así desde el primer momento que te vi... —se interrumpió cuando entraron dos agentes de policía.

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Ivo volvió a depositar a Serena cuidadosamente en la silla y ella se quedó ahí sentada mientras él le explicaba todo a los dos hombres.

—Nos vamos a casa —dijo Ivo cuando los agentes se llevaron al niño, y le tendió la mano—. Ven, amor mío.

Ella miró su vestido manchado.

—El coche... estoy sucísima.

—Quítatelo.

Dicho y hecho. Ivo arrojó la prenda a un rincón, la cubrió con su abrigo y la llevó de la mano hasta el coche antes de que ella pudiera pronunciar palabra. Por alguna razón le parecía bastante normal estar ahí sentada con su fina enagua bajo el abrigo de Ivo mientras él conducía a casa.

Wim abrió la puerta, y al verlos se retiró discretamente a la cocina.

—No querrán cenar todavía —le dijo a Elly.

Serena se dirigió hacia la escalera, pero el señor van Doelen fue más rápido que ella. La estrechó con fuerza entre sus brazos a pesar de su cara sucia, su pelo hecho un desastre y su enagua, que nunca volvería a ser la misma.

—¿Te he dicho alguna vez lo guapa que eres? —preguntó Ivo—. ¿Y que te amo con locura?

—No —dijo Serena—, pero puedes decírmelo ahora. No, espera a que me haya bañado y me haya puesto ropa limpia.

Él suspiró.

—He esperado tanto tiempo que supongo que puedo esperar unos minutos más. Ella inclinó la cabeza para besarlo.

—Yo también te amo, sabes —estudió su rostro—. ¿Viviremos felices para siempre ahora?

El beso de Ivo le dio la respuesta que ella deseaba.

Fin