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EL TRABUQUERO MAYOR Telesforo, aparte del producido por un nombre tan chistoso, sufre un terrible trauma. Una tara en su autoestima que le mortifica: él quería ser Trabuquero Mayor en las próximas Fiestas, y no puede serlo. Para ejercer tal cargo hay que ser un hombre rico, y él no lo es. El no es más que un peón en la herrería de Baldomero. Herrar caballerías y poco más, por eso era pobre. Baldomero, el dueño de la herrería sí era rico, y por ello va ha ser Trabuquero Mayor en las Fiestas Patronales. En ellas lucirá el rico trabuco que Baldomero le hace limpiar desde hace más de un mes, y hará los disparos de rigor durante la batalla entre Moros y Cristianos. A Telesforo le gustaría estar en el lugar de su jefe, pero él no puede, él es pobre. Telesforo está arto de sacar brillo al trabuco de su jefe. (¡Si fuese suyo!) Todos los días, al terminar la jornada en la herrería, cansado y deslomado, tiene que sacar el trabuco del cofre donde su jefe lo guarda como oro en paño bajo candado, y con una mezcla de bicarbonato y polvos de talco, liarse a fregar como un loco las partes metálicas hasta quedar ciego por los reflejos. Un trapo y aceite de linaza, dará lustre a la madera. A pesar de su baja categoría profesional, Telesforo ha conseguido gran maestría en la forja para rejas y balcones, en el arreglo y construcción de aperos de labranza, y en las propias de herrador. Pero parece que para formar parte de la Comparsa Mora donde ejerce Baldomero de Capitán no era suficiente. Le ha pedido, le ha rogado vestir el uniforme en un desfile, cree tener méritos suficientes para ello, pero viendo las constantes negativas de Baldomero cree que nunca lo conseguirá. Cuando Telesforo hace estas reflexiones, le entra una rabia que nubla su entendimiento, y de su boca salen escupitajos que van a para dentro del ánima

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EL TRABUQUERO MAYOR

Telesforo, aparte del producido por un nombre tan chistoso, sufre un terrible trauma. Una tara en su autoestima que le mortifica: él quería ser Trabuquero Mayor en las próximas Fiestas, y no puede serlo. Para ejercer tal cargo hay que ser un hombre rico, y él no lo es. El no es más que un peón en la herrería de Baldomero. Herrar caballerías y poco más, por eso era pobre. Baldomero, el dueño de la herrería sí era rico, y por ello va ha ser Trabuquero Mayor en las Fiestas Patronales. En ellas lucirá el rico trabuco que Baldomero le hace limpiar desde hace más de un mes, y hará los disparos de rigor durante la batalla entre Moros y Cristianos. A Telesforo le gustaría estar en el lugar de su jefe, pero él no puede, él es pobre.

Telesforo está arto de sacar brillo al trabuco de su jefe. (¡Si fuese suyo!) Todos los días, al terminar la jornada en la herrería, cansado y deslomado, tiene que sacar el trabuco del cofre donde su jefe lo guarda como oro en paño bajo candado, y con una mezcla de bicarbonato y polvos de talco, liarse a fregar como un loco las partes metálicas hasta quedar ciego por los reflejos. Un trapo y aceite de linaza, dará lustre a la madera.

A pesar de su baja categoría profesional, Telesforo ha conseguido gran

maestría en la forja para rejas y balcones, en el arreglo y construcción de aperos de labranza, y en las propias de herrador. Pero parece que para formar parte de la Comparsa Mora donde ejerce Baldomero de Capitán no era suficiente. Le ha pedido, le ha rogado vestir el uniforme en un desfile, cree tener méritos suficientes para ello, pero viendo las constantes negativas de Baldomero cree que nunca lo conseguirá.

Cuando Telesforo hace estas reflexiones, le entra una rabia que nubla su entendimiento, y de su boca salen escupitajos que van a para dentro del ánima

del trabuco. ¡Esto para ti Baldomero! ¡Tirano! Esto le ocurría muy a menudo y el interior del trabuco debe de estar obstruido por aquella espesa lluvia. ¡Ojala te explote en las manos cuando dispares!

Un gran estrépito, y gritos de socorro, alarman a Telesforo. El ruido y las voces venían del corral. Deja en el suelo el trabuco y sale corriendo en aquella dirección. Al llegar se detiene sobrecogido. En el suelo, llorando, estaba Baldomero, y sobre él un pesado arado. Telesforo acude en ayuda de su jefe, intenta quitarle de encima el pesado armatoste, pero no puede, una de las hojas, recién amoladas la tiene clavada en un pie. A ese lugar dirige el acongojado Telesforo sus manos y su fuerza. Poco a poco, con mucho cuidado, pues la maniobra causa mucho dolor, consigue liberar el pie de la hoja asesina.

El pie es un amasijo de carne desgarrada y sangre con un horroroso boquete en su centro. Todo el malestar que Telesforo pudiera sentir contra su jefe desaparece a la vista de la herida y del dolor que está sufriendo el pobre. No sin esfuerzo consigue cogerle en brazos y se encamina a la casa del Médico. El paso de tan extraña comitiva va recogiendo por las calles del pueblo un río de curiosos que siguen el reguero de sangre, que la herida va dejando en el suelo.

En la sala del Hospital reina el habitual barullo de las horas de visita. Los

familiares han ido llegando a consolar a sus enfermos, y también Telesforo llega a visitar a su jefe. Tomasa, la mujer de Baldomero, y ahora viuda del pie que acaban de amputarle, agradece la visita y aprovecha la presencia allí del fiel peón, para ausentarse de la sala en busca de un bien ganado descanso. La mujer da un beso al enfermo, un cachecito cariñoso al visitante, y con paso rápido, marcando en

mareante ritmo con su respingón culo, sale de la sala. Durante la maniobra de Tomasa, el ocupante de la cama 325 y su

acompañante no han intercambiado ni una sola palabra. Ambos parecen paralizados, toda actividad ha cesado, solo los ojos golosos siguen el sugerente movimiento de las caderas femeninas. Baldomero, consciente de su incapacidad como macho, aunque sea de manera temporal, da un fuerte carraspeo para hacer regresar a Telesforo de su encantamiento. La normalidad vuelve a la habitación del Hospital.

Baldomero mira a Telesforo desde unos ojos cansados, desprovistos ahora de la viveza que siempre les había caracterizado, y de la agudeza con que examinaba a sus clientes cuando demandaban su trabajo, y le habla: Escucha con atención Tele, (él le llama Tele) escucha y no me interrumpas. Como puedes ver, el maldito arado me ha dejado impedido de este pie (y le enseña el muñón donde antes vivía un pie); en mi actual situación tú te has hecho cargo del negocio, yo se mejor que nadie que estás capacitado para ello. Hasta que yo abandone este maldito Hospital, tú me representarás en todo, y cuando digo todo quiero decir

todo, bueno con la Ramona no, a la Ramona la dejamos aparte. Con esto te quiero decir que también tendrás que actuar en mi nombre como Trabuquero Mayor. Mi mujer está al tanto de mis intenciones y está de acuerdo.

Telesforo queda mudo, alelado por las palabras de su jefe, con los ojos muy abiertos parece un ser inanimado. Su boca babea, y su rostro toma el color blanco de las paredes del Hospital. Baldomero, al ver la impresión que han causado sus palabras en su ayudante, se asusta. Sobreponiéndose a su propio dolor, se incorpora en la cama y sacude al atontado para que vuelva en sí. ¡Tele! ¡Tele! ¡Despierta! El muchacho parece reaccionar. ¿Yo? ¿Yo Trabuquero Mayor? ¡Gracias Señor Baldomero! ¡Gracias! Y vuelve a caer en el atontamiento hasta que Tomasa regresa y el sonido de una campana le obliga a abandonar el Hospital.

Son los días de un renombrado veranillo, y la mañana, haciendo honor a tan justa fama, regala el esplendor de un resplandeciente sol. Telesforo, calzoncillos y camiseta, está parado frente al traje de Trabuquero. Está en ropas menores porque no sabe como vestir el rico ropaje que Ramona ha preparado en la habitación de Baldomero donde él ha acudido para vestirse de Trabuquero Mayor. Viendo Ramona la turbación de Telesforo, (ella no le llama Tele) decide ayudarle a vestir tal y como hubiera hecho con su marido.

Ramona es una mujer muy atractiva. Tal vez el relato haya dado la impresión de que el herrero y su mujer eran un matrimonio ya mayor, pero nada más lejos de la realidad, ambos son todavía jóvenes, cuarenta y poco más de años, y ella mantenía todo el atractivo de su mejor juventud. El peón siempre la había mirado como a la mujer de su jefe y nada más, pero esa mañana, mientras Ramona abrochaba los botones de su camisa, Telesforo no puede evitar que algo dentro de él se removiese. Nota sobre su pecho la cálida tersura de aquellas manos, (nunca antes le había vestido una mujer) aquella era una sensación nueva para él. Ramona se ha percatado del cambio operado en su empleado durante la operación de abotonar la camisa, y sin querer, (ella no quiere) contesta con un estremecimiento. (Baldomero lleva un mes ingresado en el Hospital) Su cuerpo, todavía joven, se revela contra su angustia. Aquella desazón no la había sentido desde hacía mucho tiempo, tal vez desde que su matrimonio se había convertido en un hecho rutinario. La impaciencia le ataca de pronto, y sus manos, en contra de su voluntad, resbalan hasta el lugar donde se ha efectuado el más evidente de los cambios en el hombre. Sus ojos buscan los de él en una cálida invitación. Telesforo es ya un monstruo a la grupa de un caballo desbocado que acude a la

invitación. Coge a la mujer entre sus hambrientos brazos, y busca con avidez los labios de ella donde devora la roja fresa que esconde en ellos. La mujer, ascua encendida en su propio fuego, vuela hacia la cama, sábanas frías, donde busca alivio a su desazón.

¡¡Telesforo!! ¡A la Ramona la dejamos aparte! La voz de Baldomero resuena en la cabeza de Telesforo como un gemido

de impotencia, y el ascensor que hasta entonces subía y subía, se desploma de pronto hasta el sótano de su desventura. Se aparta a un lado de la cama y llora: ¡No puede ser! ¡No puede ser! Ramona, ante el brusco cambio del hombre, cae en la cuenta de lo vergonzoso de sus actos, y decide, pese a su sofoco, seguir con la ceremonia de vestir al Trabuquero. Ambos se han repuesto de la turbación. Aquello había sido algo imperdonable, ¡esto no debe de salir de estas cuatro paredes! ¡Jurado! ¡Jurado! Luego salen los dos a la calle donde el gentío ya les estaba esperando con impaciencia. Allí, en medio del alboroto de la gente, no escucharán la protesta de sus demonios.

La Comparsa, forma en línea de a dos para recibir a su Trabuquero Mayor. El Capitán, el panadero Rabadán, enmascarado tras el brillo de su turbante, manda la tropa con voz de barítono acatarrado. Telesforo, babuchas doradas, pantalón de seda roja, camisa negra con botones de brillantes, chaleco verde oliva, turbante rojo con plumas de pavo real, y con su deslumbrante trabuco, avanza hasta colocarse en el centro de la formación, a cada lado un ayudante con sendas bolsas de pólvora, hay mucho que disparar. La tropa, seguida por la chiquillería y varios vecinos, inicia la marcha por la calles del pueblo en busca del descampado donde se deben reunir todas las comparsas para iniciar La Entrada.

Las calles de la población aparecen adornadas con guirnaldas en sus balcones y un río de gente que va confluyendo, a la vez que las distintas comparsas, hacia el lugar de la concentración a las afueras del pueblo. El campo aún mantiene un tardío verdor, las rosas asoman el carmín de sus pétalos, los pájaros lanzan sus trinos a pesar de su vigor ya dormido, y todo el conjunto se esfuerza en mantener su mejor cara en espera de la batalla que pondrá fin a las Fiestas por aquel año. El cuadro es perfecto, el ánimo pletórico.

Los primeros en llegar, como es natural, han sido los jinetes montados en sus enjaezados corceles. Hoy, hasta el más humilde jumento esta engalanado como el mejor Bavieca, de los Caballos de rica crin no es necesario el alabar su aspecto. Algunos de los jinetes lucen temibles cimitarras. Luego van llegando las tropas de a pie: lanceros, arqueros, gente de daga y espada, y todo el cortejo de trabuqueros con su escolta de servidores, y entre todos ellos, destaca Telesforo con su flamante Trabuco. La Corte del Capitán Moro llega cuando toda su tropa ya está reunida. Es recibido con una gran aclamación.

La tropa está impaciente por empezar la batalla, los espectadores también, y no lo pueden disimular entre gritos y vítores a las tropas. El Capitán,

desde lo alto de su carroza, reclama silencio para dar lectura al pergamino en que solicita la rendición de la Plaza. Las tropas están situadas a un lado del puente que señala el límite de la población, mientras que los espectadores, el pueblo llano, ocupa la falda de la montaña que comienza donde termina el descampado, (un conjunto de eras para trillar) donde se ha concentrado el cortejo. Se hace el silencio, y el Capitán da justa lectura de la demanda y a continuación, mientras duran los vítores de la gente, entrega el pergamino a su Embajador para que sea el emisario de la misiva.

Telesforo, Trabuquero Mayor, vive con emoción aquellos primeros momentos dentro de su traje de batalla. Las palabras de su Capitán le han estado elevando hasta regiones emocionales donde empieza a ser incapaz de controlar se vehemencia. Cuando el Capitán está recogiendo el fervor de la muchedumbre, toda la frustración contenida desde su fracaso con Ramona desaparece de él y su cuerpo compite en erección con el Trabuco. Son unos segundos largos e intensos en los que su cuerpo se identifica con el arma que blande y le acompasa en su percusión. En medio de toda aquella manifestación de entusiasmo, el estruendo de un disparo de trabuco se adueña del espacio mientras Telesforo se vacía en un derrame inacabable.

Los caballos, sangre mora en sus venas, creen llegada la hora del combate y lanzan al viento el terror de sus relinchos, los cascos alzados lucen su brillo en competencia con el sol. Cunde el pánico al mezclarse las sedosas crines de los caballos con las rústicas pelucas de soldado. Todos huyen, no por miedo al enemigo, si no por el terror que les inspiran los desbocados caballos que, detenido su ímpetu por el freno, se vuelven contra sus propios jinetes. La tragedia es grande.

Telesforo, lacio y el trabuco descargado por tan innoble causa, tiene los pies pegados al suelo incapaz de moverse bajo el peso de su culpa. Es espectador del crujir de huesos y de cuerpos desmadejados por el suelo. Ha traicionado la confianza del bueno de Baldomero. El no estaba preparado para aquello. El afligido siente que el aire huye de su alrededor, un silencio estremecedor cae sobre la pradera, y un grito desgarrador enfría el día cuando los lustrosos cascos de un hermoso alazán caen como obuses sobre el Trabuquero Provisional.

Baldomero descansa su convalecencia a la sombra de un algarrobo. Desde allí ve con claridad el lugar donde la huella del casco de un caballo retiene el rojo de la sangre de un desgraciado accidente, mientras Ramona sirve dos refrescos.

Emilio MARÍN TORTOSA.