El significado del bicentenario

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APUNTES PARA UNA GENEALOGÍA DE LA INDEPENDENCIA 1 Alexander Muriel Restrepo Resumen En este artículo se bosquejan algunas cuestiones problemáticas que hemos heredado de nuestra historia republicana y que en la actualidad, a la altura del Bicentenario, pueden servir de elementos para la elaboración de una ontología de nosotros mismos, como ser colombiano y latinoamericano. Esto quiere decir que la compleja problemática que hemos heredado del pasado, sigue generando acontecimientos igualmente problemáticos y generan, a su vez, una forma de ser colombiano, no absolutamente peculiar, que en gran medida da justificación y naturalidad -en el sentido de un acostumbrase- al devenir histórico construido. La comprensión, análisis y transformación de este ser colombiano emerge como tarea importante en la construcción de la historia (nuestra historia) venidera. Palabras Claves Historia de Colombia, Independencia de Colombia, Ontología, Bicentenario de la Independencia, Convivencia pacífica, Violencia. ------------------- La proximidad del Bicentenario de nuestra Independencia representa un buen pretexto para reflexionar sobre lo que hemos logrado como comunidad que presume de tener una de las democracias más estables de América. En ese sentido, aspira a un reconocimiento dentro del concierto de las naciones que han adquirido mayoría de edad tanto por la vigorosidad de su institucionalidad y la plenitud de los derechos, como por la impronta de su idiosincrasia. El ser colombiano, en otras palabras, presupone un trascender fronteras y unos acentos peculiares que nos han dado un determinado certificado ontológico de nacimiento. Quizás si esa trascendencia y peculiaridad del “ser colombiano” es verificable, entonces lo más importante que se ha logrado en su configuración, a partir de aquella gesta revolucionaria de enormes significados para nosotros, es precisamente esta noción ontológica de “ser nacional” forjada a punta de caracteres que devienen identitarios, prototípicos, consuetudinarios y problemáticos. De hecho, esta peculiaridad nacional -no absoluta ni exclusiva porque nos conecta en muchas formas con el ser latinoamericano- que a partir de la Independencia crece en 1 Artículo publicado en: Revista de Ciencias Humanas. Universidad de San Buenaventura-Cali. Volumen 6, No 2. Enero-Junio de 2010

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APUNTES PARA UNA GENEALOGÍA DE LA INDEPENDENCIA1 Alexander Muriel Restrepo

Resumen En este artículo se bosquejan algunas cuestiones problemáticas que hemos heredado de nuestra historia republicana y que en la actualidad, a la altura del Bicentenario, pueden servir de elementos para la elaboración de una ontología de nosotros mismos, como ser colombiano y latinoamericano. Esto quiere decir que la compleja problemática que hemos heredado del pasado, sigue generando acontecimientos igualmente problemáticos y generan, a su vez, una forma de ser colombiano, no absolutamente peculiar, que en gran medida da justificación y naturalidad -en el sentido de un acostumbrase- al devenir histórico construido. La comprensión, análisis y transformación de este ser colombiano emerge como tarea importante en la construcción de la historia (nuestra historia) venidera. Palabras Claves Historia de Colombia, Independencia de Colombia, Ontología, Bicentenario de la Independencia, Convivencia pacífica, Violencia.

------------------- La proximidad del Bicentenario de nuestra Independencia representa un buen pretexto para reflexionar sobre lo que hemos logrado como comunidad que presume de tener una de las democracias más estables de América. En ese sentido, aspira a un reconocimiento dentro del concierto de las naciones que han adquirido mayoría de edad tanto por la vigorosidad de su institucionalidad y la plenitud de los derechos, como por la impronta de su idiosincrasia. El ser colombiano, en otras palabras, presupone un trascender fronteras y unos acentos peculiares que nos han dado un determinado certificado ontológico de nacimiento. Quizás si esa trascendencia y peculiaridad del “ser colombiano” es verificable, entonces lo más importante que se ha logrado en su configuración, a partir de aquella gesta revolucionaria de enormes significados para nosotros, es precisamente esta noción ontológica de “ser nacional” forjada a punta de caracteres que devienen identitarios, prototípicos, consuetudinarios y problemáticos. De hecho, esta peculiaridad nacional -no absoluta ni exclusiva porque nos conecta en muchas formas con el ser latinoamericano- que a partir de la Independencia crece en

                                                                                                                         1 Artículo publicado en: Revista de Ciencias Humanas. Universidad de San Buenaventura-Cali. Volumen 6, No 2. Enero-Junio de 2010

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reconocimiento, unicidad y convicción, no basta por sí misma para adquirir certeza de plenitud en el sentido de contener de suyo los gérmenes de la libertad inscrita en terrenos de la justicia, la igualdad, la solidaridad y la inclusión. Bien sabemos que podríamos caer en juicios ahistóricos al pretender insertar estos conceptos como estandartes de una época tan prematura para ello como lo es nuestra gesta de Independencia. El oficio de narrar la historia, como discurso que es del historiador, puede consistir en “expresar el derecho del poder e intensificar su brillo”. Según Foucault, contar la historia pone de relieve el yugo de la ley y el brillo de la gloria como dos caras mediante los cuales el discurso histórico aspira a suscitar cierto efecto de fortalecimiento del poder (Foucault, 2001). Y esto es válido en el acto rememorativo de nuestra historia si nos remitimos a ese pasado como el escenario de las grandes gestas; como ámbito de gloriosos antepasados, de las hazañas de los héroes fundadores; como el espacio donde se forjó la nacionalidad sui generis, de una vez y para siempre, en una especie de acto taumatúrgico. La relevancia del pasado no admite caracteres de sublimación del tipo ¡oh gloria inmarcesible! puesto que estos significantes nos remiten a un tipo de razón suficiente desde la que establecemos una conexión absoluta entre lo que consagraríamos como las hazañas, los actos heroicos y los acontecimientos grandiosos de aquellas épocas y lo que a partir de ese pasado mítico se estatuye como lo posible, como lo realizado; a saber, que en surco de dolores el bien germina ya. Lo problemático estriba precisamente en pretender desde el presente atribuirle al pasado caracteres de historia realizada. La gesta de Independencia ha sido utilizada eficazmente para establecerse como relato histórico primigenio que tuvo la virtud de instaurar la historia prometida, como terreno de ese bien realizado de una vez y para siempre. Tanto la dinámica conducente a poner o quitar atribuciones como aquella de inflar o sublimizar situaciones o acontecimientos para ser utilizados en los combates del presente, bien pueden significar perversiones mediante las cuales sea posible enredar los hilos conductores que desde el pasado hilvanan el presente que nos ha correspondido vivir y en el cual debemos actuar y, a partir de allí, justificar ese accionar. Particularmente puede ser muy nocivo en este quehacer del presente asumir ante la celebración lo que denominaría postura carnavalesca, que es muy procedente en otras instancias, pero que en este caso no es otra cosa que un cierto estado de ebriedad ante el pasado erigido, por consiguiente, como epopeya. El pasado como epopeya, válido para exaltar desde la historia como narrativa el orgullo nacional, es posible que desde el rigor de la historia nos conduzca a un proceder que nos despoje de todo rigor crítico impidiéndonos, por tanto, hacer un balance consecuente de lo transcurrido y, con base en esto, una proyección bien ponderada del ahora y del porvenir.

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Si bien hacer alusión al Bicentenario lleva implícitos los signos de significativas remembranzas, orgullos patrios y esperanzadores alicientes que sirvan de referentes importantes para la construcción de un país cada vez más definido como espacio de la plenitud y de la convivencia pacífica; un país cada vez más incluyente y al alcance de todos y todas, no es menos cierto que esa relevancia del pasado pueda conducir a la tentación de caer en situaciones apologéticas de lo que podríamos denominar una historia realizada, ante lo cual estaríamos proclives a cantar a coro el cese de la horrible noche. Por este camino, no es nada deleznable la eficacia de una masiva interiorización del júbilo inmortal que puede explotar merced a lo que se pregona como el bien conquistado. Llegar a una especie de paroxismo en la celebración creo que pone en evidencia un poder manifiesto, pero también soterrado que, en gran medida, ha sabido arrogarse el derecho de ser el hacedor de la historia y desde allí regir y dictar el relato histórico; por esta vía muy posiblemente se llegue a glorificar y justificar a los vencedores de la historia a través de una historia de los vencedores. La relevancia del pasado, para decirlo con la escuela de los annales, significa un “replanteamiento razonado y metódico de las verdades tradicionales, la necesidad de recobrar, retocar y repensar, cuando haga falta y desde que haga falta, los resultados adquiridos para readaptarlos a las concepciones y más aún, a las nuevas condiciones de existencia que nunca acaban de forjarse el tiempo y los hombres; los hombres en el marco del tiempo.” (Febvre, 1983). Además, el objeto de la historia es esencialmente el hombre. Así, la historia nos remite esencialmente a “los hombres en el tiempo” tanto del pasado como del presente y “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. (BLOCH, Marc. 1979). No quiere decir lo dicho hasta aquí que los hechos y los hombres del pasado pierdan para nosotros todo brillo y valor; es evidente que cuanto menos sea su relevancia mítica y sublime, mayor será su relevancia histórica en tanto forjadores de la historia primigenia de una nación que no termina de diseñar su derrotero a buen resguardo de los peligros de fragmentación, estratificación, marginación, exclusión y dependencia; todos ellos enmarcados en un clima de conflictividad de apariencia abstrusa. Así, no es en manera alguna procedente la celebración acrítica, como si la noción de Independencia que hemos construido o heredado bastase por sí misma para dar esa especie de impulso vital que consagra la libertad sublime que derrama las auroras de su invencible luz. Creo que una de las reflexiones relevantes que han de surgir como imperativo en este contexto del Bicentenario nos debe poner de manifiesto que el certificado ontológico de nacimiento obtenido, con base en el cual hemos sido bautizados como colombianos en esa etapa de nuestra existencia llamada La Independencia, comporta para el “ser colombiano” algunas, digámoslo así, cuestiones problemáticas que atraviesan el tiempo y se manifiestan en diversas maneras, determinando, a su vez, una forma de ser colombiano.

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El tratamiento de algunas cuestiones problemáticas es, pues, lo que debe ocuparnos en el contexto y más allá de los ecos de la celebración. En los límites de estos apuntes, dichas cuestiones problemáticas -que por ser históricas participan de situaciones económicas, culturales, políticas, militares, etc.,- apenas serán bosquejadas en la forma de su repercusión ontológica. En estos términos, al hablar de la Independencia tenemos que remitirnos a la interpretación de un contexto histórico que ya en esa época pueden contener visos globalizantes puesto que se inserta en ese periodo de luchas revolucionarias más o menos globales que abarcarán casi una centuria, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta las cuatro o cinco primeras décadas del siglo XIX. Y se dice globalizantes porque a través de esas luchas se van incrustando en los nuevos órdenes que paulatinamente se instauran, primordialmente en Europa y Norteamérica, los gérmenes de una nueva mecánica del poder (por antonomasia, poder burgués) que supo entronizarse y ser avasallante con basamento en al menos tres grandes vertientes: una vertiente política difundida en el fragor del tropel revolucionario, otra vertiente económica arraigada en la revolución de la productividad y una ideológica instaurada fundamentalmente como discurso dominante que adquiere naturalización desde la intención ilustrada de la masificación del saber que en este sentido actúa como discurso de verdad. Argumentaría Foucault otra aparición, o mejor dicho invención, que se venía gestando desde el siglo XVII en esta nueva mecánica del poder y que recae más sobre los cuerpos y lo que hacen que sobre la tierra y sus productos. Foucault referencia lo anterior así: “Creo que este nuevo tipo de poder que, por lo tanto, ya no puede transcribirse de ningún modo en los términos de la soberanía es una de las grandes invenciones de la sociedad burguesa. Fue uno de los instrumentos fundamentales de la introducción del capitalismo industrial y del tipo de sociedad que le es correlativa. Ese poder no soberano, ajeno, por consiguiente, a la forma de la soberanía, es el poder disciplinario.” (Foucault, M. 2001. Pág. 45). Digamos que esta nueva mecánica del poder ganará vertiginosamente terreno, al menos en su forma de lucha revolucionaria que en la Europa posterior a la Revolución Francesa se verá con gran ímpetu entre 1805 y 1815 en la parte central de ese continente; también en España y en Portugal; como situación transversal y compleja, las invasiones napoleónicas que, entre adhesiones y resistencias, tuvo el papel predominante de catalizar el nuevo ideario liberal. Con antelación a la Revolución Francesa las revoluciones de Holanda, Inglaterra y Norteamérica había abierto derroteros ejemplares para los demás movimientos emancipadores del viejo orden. Pero incluso, como proyección más allá de los límites de ese siglo revolucionario, podemos hablar, si se quiere, de los relegados de la emancipación original; es decir, por muy temprana que haya sido la revolución de

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independencia de Colombia y, en general, la de América Latina, no es factible arrogarnos el derecho de ser hijos primigenios de la Ilustración y, por tanto, herederos directos de esa nueva mecánica del poder. La Ilustración determinó una emancipación original que se arrogó los principios de libertad, igualdad y confraternidad entre los límites de una parcela bien definida: la de los hijos legítimos o poderosos Estados Originales (Francia, Inglaterra, Austria, EE. UU., Rusia, etc.); y en esa parcela, más estrictamente, restringidos como principios funcionales dentro de los límites de un denominado ámbito burgués. Por tanto, estado burgués que confina a las márgenes de esa parcela a los relegados de la emancipación originaria. De ahí que nuestra emancipación, parcial, fragmentada, inconclusa, también es en gran medida la manifestación temprana de una cierta emancipación de la emancipación que atravesará todo el siglo XIX y aún el siglo XX, en una lucha constante y ardorosa, pero también vilipendiada y descalificada, que determina la continuidad del grito de Independencia después de dos siglos, en los que hemos sido también los relegados de la emancipación originaria. Hay entonces una mayor afinidad de la revolución latinoamericana con las revoluciones asiática y africana inscritas en los términos de luchas contra el colonialismo y el neocolianismo. La emancipación originaria que conlleva al orden burgués tiene la virtud de ser una lucha antimonárquica y anticolonialista; no obstante, sobre las ruinas de ese colonialismo aquellos hijos legítimos o Estados originarios nacidos de este clima revolucionario, desnudarán su determinación neocolonialista, o nuevo poder colonizador que se erige sobre un formidable aparato de guerra y un eficaz poder penetrador pensado a través de múltiples canales: culturales, políticos, sociales, artísticos, religiosos, morales, entre otros. Así, la revolución de Independencia se presenta específicamente como producto de la crisis del sistema colonial europeo a la luz del cual surgió un movimiento anticolonialista y de liberación nacional. Por consiguiente, época de crisis a razón del colapso del viejo orden monárquico que para nosotros se vio materializado en el rostro del colonialismo. La inserción de nuestra revolución de independencia en un ciclo de revoluciones mundiales que cambiará el rumbo de la historia en la modernidad, por tanto, no significó para nosotros un carácter de revolución total o radical. De ahí que por más que nos arroguemos el derecho de ser hijos primigenios de la Ilustración, del Enciclopedismo y de la Revolución Francesa, el anquilosamiento en las viejas estructuras coloniales y la imposibilidad de superarlas, determina que nuestra revolución aparezca en su carácter de cambio marginal. (Fals Borda, 1968). En otras palabras, revolución con cambios parciales en alguna de sus estructuras y en otros aspectos, cambios graduales a través de un proceso, a veces lento, aunque paulatino.

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Desde este punto de vista, la revolución de Independencia no ha terminado de consolidarse, ora porque es menester superar ciertos lastres del pasado, ora porque la aceleración del tiempo histórico que supuso el ciclo de revoluciones de los siglos XVIII y XIX no permitió poner a la orden del día el rumbo a seguir en términos de idoneidad. Me parece que esta aceleración del tiempo histórico quiere decir, para nuestro caso, una cierta precocidad de la Independencia como acontecimiento temprano a partir de lo cual hubo imposibilidad en la asimilación de las enseñanzas políticas e ideológicas que guiaron el devenir revolucionario europeo y norteamericano; amén de que esa nuestra Independencia la guían y la llevan a cabo jóvenes, casi adolescentes, aprendices de la milicia y la política para quienes el discurso del derecho liberal, las libertades y el interés nacional no están a la orden del día. La condición de precocidad en la revolución de independencia colombiana en particular y latinoamericana en general contiene los gérmenes de una fragmentación política, cultural y territorial que nos lanza en desventaja a una correlación de fuerzas en el orden internacional, contexto que nos hace ver a lo largo de estos doscientos años como una veleta ante los avatares de las grandes turbulencias de la época que nos ha correspondido vivir. No digamos que perversamente pero si al menos por la miopía de sus intereses particularistas un cierto tipo de dirigencia nacional y regional ha permitido y ha estimulado dicha fragmentación. En gran medida, por consiguiente, nuestro devenir, particularmente el devenir de Colombia, sigue siendo decimonónico: confinado a la figura bipartidista como escenario de una cierta economía del poder político; a la espiritualidad religiosa como factor pretencioso de una fundamental cohesión social; a la perspectiva mesiánica del líder o el caudillo que nos lleve a buenos parajes; a la figura de un centralismo omnímodo en el poder ‒centralismo territorial y aristocrático- que se ha ofrecido como remedio de los peligros de fragmentación política y social; en fin, a lo que podría llamarse una tradición militarista que desde la colonia se ha ido acumulando, atraviesa el siglo XIX y aparecerá con nuevos vigores en la historia reciente del siglo XX y principios del XXI. Indudablemente otros lastres decimonónicos conservamos, pero al menos estos me servirán para bosquejar aquellas repercusiones ontológicas de nuestro “ser nacional”. En estos términos es que he dicho más arriba que el tratamiento de algunas cuestiones problemáticas es lo que debe ocuparnos, como sociedad civil, en el contexto y más allá de los ecos de la celebración. Por tanto, compromiso de una sociedad civil que comporta lo académico, lo institucional, lo productivo, lo espiritual, etc. También se ha dicho que en los límites de estos apuntes dichas cuestiones problemáticas sólo serán bosquejadas en la forma de su repercusión ontológica. Esto quiere decir que la compleja problemática que hemos heredado del pasado, sigue

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generando acontecimientos igualmente problemáticos y generan, a su vez, una forma de ser colombiano, no absolutamente peculiar, que en gran medida da justificación y naturalidad -en el sentido de un acostumbrase- al devenir histórico construido. La comprensión, análisis y transformación de este ser colombiano emerge como tarea importante en la construcción de la historia venidera. Me parece entonces que esta celebración del Bicentenario debe ser más bien la oportunidad para hacer un alto en el camino y reflexionar sobre lo que queda como acontecimiento efectivo que, tras la ebriedad de la conmemoración, nos lanza insoslayablemente a asumir la historia con ciertas responsabilidades y que para mis dominios inscribo, entre otros posibles, en terrenos de lo ontológico; es decir, una ontología de nosotros mismos a través de la cual nos constituimos en sujetos con connotaciones de ser colombiano y que comporta la responsabilidad de potenciar y construir realidades mejores; el devenir hacia lo mejor supone descifrar ciertas situaciones problemáticas que como lastre de su historia carga ese ser colombiano; situaciones que han ganado terreno paulatinamente y que, según entiendo, pueden ser, entre otras, las siguientes: En primer lugar, la responsabilidad de enfrentar el analfabetismo histórico o total ignorancia de la historia que desde el sentido pragmático, determina lo siguiente: “El pasado nos resulta inteligible a la luz del presente y sólo podemos comprender plenamente el presente a la luz del pasado. Hacer que el hombre pueda comprender la sociedad del pasado, e incrementar su dominio sobre la sociedad del presente, tal es la doble función de la historia” (Carr, E. 1978). Por este camino de la total ignorancia del pasado es que factiblemente hemos llegado a las más ignominiosas justificaciones de la barbarie y las más rampantes tergiversaciones de los hechos. Más sencillamente lo podemos expresar así: tenemos personas, gentes del común, estudiantes en nuestras aulas, incluso, personajes de cierto relieve que confunden a Gaitán con Galán; a lo que sucedió el nueve de abril con lo ocurrido el 19 de abril; le dan indistintamente a un personaje llamado Camilo Torres los apelativos de “Verbo de la revolución” o “cura guerrillero” como si en uno solo recayeran ambas atribuciones; los ejemplos pueden repetirse hasta la infinidad, ante lo que podríamos ver una especie de inconformidad por la historia construida pero a su vez, un mecanismo formidable de entronización de rupturas entre el pasado y el presente. El presente es entonces un comenzar de nuevo, el escenario para la presentación de una nueva propuesta y la situación promisoria de una nueva realidad. Salvo que llevado a ese terreno de la ignorancia de la historia, ese comenzar, esa nueva propuesta y esa nueva situación promisoria que viene de quienes cambian las cosas para que las cosas queden igual son aceptadas, instauradas y justificadas en un ciclo sin fin que coteja la ignorancia de la historia con una historia de la ignorancia.

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Llamo a esta cierta forma de ser colombiano con el nombre de impertinencia crónica porque los hechos del pasado se vuelven tan deleznables que ya no es posible establecer ciertas conexiones de las razones, responsabilidades e intensiones que movieron a hombres poderosos del pasado con las que mueven a los hombres del presente; así, hemos permitido y justificado que quienes hoy hacen la historia hereden, a su vez, tipos de astucias, maquinaciones, arrogancias, cinismos y otros mecanismos dignos de tenerse como repertorio en el camino hacia el poder, en un clima más o menos generalizado de permisibilidad y elogio de la corrupción. Apropiarse del conocimiento de la historia es también, en gran medida, apropiarse de la capacidad y conciencia que tenemos como colectivo de hacer la historia. En segundo lugar, si es pertinente hablar de la persistencia de un colonialismo o neocolonialismo histórico, entonces, debe admitirse que este colonialismo permea todos los resquicios de nuestra vida a través de la eficacia de lo que he dado en llamar la colonización de la existencia. Esto quiere decir que las diversas formas de imposición, penetración y dominación (colonialismo, neocolonialismo, imperialismo, explotación de clase, dominación de unos sujetos por otros, etc.), supone un discurso de verdad para instaurarse. Ese discurso de verdad que atraviesa predominantemente lo cultural, lo político y lo social, ha adquirido para nosotros connotaciones de colonización de la existencia. Ella ha permitido hacer tolerantes hasta las formas más agresivas de penetración e imposición de prácticas, visiones, normas, creencias, comportamientos, aficiones y adicciones que hacen factible la dominación. A partir de la colonización de la existencia se transforman los sujetos que, en medio de una lucha constante entre el ser, el querer ser y la imposición del ser, asumen en última instancia posturas menospreciantes y negadoras de lo propio, de lo autóctono, y sobrevalorantes de lo impuesto. La lucha contra la colonización de la existencia es, en gran medida, la lucha contra las amenazas constantes de fragmentación y dominación, expresadas en todas las acepciones posibles de estos términos. En tercer lugar, me parece que la tradición militarista del país presente desde la colonia ha hecho posible una militarización de la conciencia. En efecto, ya desde la colonia, por la forma como, digámoslo así, La Nueva Granada fue especializada en epicentro de acopio de las riquezas con destino a la metrópoli, la tendencia militar es considerable; poderío militar que se adquiere para enfrentar la amenaza de piratas y corsarios y que, dado el fragor de la lucha, convierte a Cartagena, la ciudad epicentro de acopio por excelencia, en heroica. Lo que hacen los próceres es recoger esa tradición militarista y volverla efectiva en el proceso de Independencia; tal vez, no de otra forma podría explicarse porqué Bolívar, derrotado en su patria, encuentra en la Nueva Granada el terreno propicio para vencer al enemigo. Al ser la guerra de Independencia una guerra ganada por caudillos, -Bolívar, Santander, Páez, Sucre, Urdaneta, etc.- la tradición militarista está asegurada a lo

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largo del siglo XIX; nos encontramos entonces ante esos caudillos que dispondrán de auténticos ejércitos privados con capacidad de hacer la guerra cuando así lo decidan. En el siglo XX, claro está, la tradición militarista adquiere otras connotaciones, sobre todo la de un estado militarista dispuesto a ejercer violencia política por cuestiones que no pueden analizarse aquí, dados los límites de estos apuntes. Por consiguiente, militarización de la conciencia que se evidencia en diversas formas de alteridad y de otredad del ser colombiano: es una forma que hace explosiva las maneras como nos relacionamos con el otro y como abordamos la realidad: el combate, la lucha, la expresión violenta atraviesan la cotidianidad: el trabajo se concibe como lucha, ganarse la vida es estar en la lucha, el amor es campo de combate, las relaciones de amistad son relaciones de táctica y estrategia desde las cuales la consigna es sacar mejor partido, en los negocios se aplica el arte de la guerra; si esto es en el campo de lo que nos es familiar, en el terreno de lo que estimamos valioso o querido, lo que está más allá aparece como pretexto para ser abordado con mayor beligerancia. Podríamos aventurarnos a decir que la militarización de la conciencia se expresa en su rigor en la forma como los colombianos hemos elegido la guerra en los últimos años, al elegir gobiernos absolutamente guerreristas. Asimismo, este plus de mayor beligerancia que expresa la militarización de la conciencia se proyecta hacia un cuarto aspecto ontológico del ser colombiano, no digamos generalizado pero sí difuminado a lo largo y ancho de lo social; a saber, una suerte de fascismo social que justifica y hace posible el orden del autoritarismo, de la limpieza social, de los ajusticiamientos sumarios, de los falsos positivos, de las desapariciones forzadas, de los descuartizamientos, de las masacres, etc., como suerte merecida por quienes se atreven a extraviarse, a seguir los malos pasos; suerte merecida porque significan riesgo para la seguridad, llámese ésta democrática, nacional, ciudadana o civil. Sentimos una especie de fascinación o “descanso” frente a la aniquilación de los “maleantes”, los “desechables”, los “drogos” y otros seres que necesitamos degradados en su condición de seres humanos para justificar y permitir su aniquilación. Así, el fascismo social, por lo menos el que se ha erigido en una determinada forma de ser colombiano, conduce a la condena del supliciado como responsable de una realidad maligna creada por él y a la exoneración y exaltación del verdugo garante de una cierta sanidad y pulcritud de la existencia social que percibimos, o nos hacen creer, o creemos ver en su dimensión de afinidad con nuestros intereses; de hecho intereses entendidos en su carácter de individualidad. Es así como esa cadena de suplicios se muestra ejemplar y recae sobre el individuo en el sentido de que cada cual debe cuidarse de ciertos actos, procedimientos, protestas, rebeliones, para curarse de que le ocurra lo mismo. Aunque se es consciente de que la eficacia del suplicio estriba en que cualquiera, sin motivo alguno, puede ser supliciado. El éxito del fascismo social se mide entonces por una determinada negligencia en el dejar pasar, una cierta

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conveniencia en el dejar pasar y un terror paralizante por lo que en carne propia pueda pasar. El plus de mayor beligerancia que expresa la militarización de la conciencia se proyecta también hacia un quinto aspecto que gana terreno en el ser colombiano; me parece que hay una cierta patología de la inmolación de la inteligencia, como si todavía pesara sobre nuestro devenir la fatalidad que inaugura Morillo al dictarle sentencia al sabio Caldas tras la paradigmática frase que gritó entonces y que aún deviene ejemplar: ¡España no necesita sabios! De ahí para acá, parece repetirse, como sino trágico para nuestra nación, el especial esmero que ponemos en sacrificar nuestra inteligencia, con formas del exterminio que hemos inventado y que nos hace aparecer, a lo largo de dos siglos, como una auténtica subcultura de la violencia que atenta contra su propia inteligencia. Al hacer alusión al sacrificio de la inteligencia, en modo alguno se pretende incurrir en aseveraciones que atribuyan la inteligencia a unos seres dignos de ser petrificados en monumentos y mausoleos o confinados a la memoria colectiva como huella indeleble de un magnicidio. La inteligencia nos remite como noción, en este sentido, a todos los seres humanos de un territorio llamado Colombia inmolados en el rigor de una violencia larvaria que es menester descifrar, comprender y tratar puesto que lo que surge como perplejidad es la realidad del genocidio. Aquí lo relevante no es que tendamos a pensar que todos como colombianos estamos implicados en el genocidio; lo realmente importante en este punto es rescatar para nuestro caso las reflexiones de Hannah Arendt en torno al ascenso del fascismo en Alemania, cuando todo se dio como se dio porque “el problema, el verdadero problema personal, no fue lo que hicieron nuestros enemigos, sino lo que hicieron nuestros amigos”. (BIRULÉS, Fina. 2000) Finalmente, quisiera hacer alusión a otro aspecto del ser colombiano que, como los anteriormente bosquejados, ameritan más desarrollos y, por tanto, pueden ser pistas para futuras investigaciones que comprometan la intención investigativa dentro del acervo de las ciencias sociales. Me refiero a una cierta forma de ser que ha ido ganando terreno como postura posmoderna que asume lo banal, lo efímero, lo opulento, lo hedonista y lo voraz como peculiaridades. Forma de ser mediante la cual ha sido posible el elogio y la naturalización de la corrupción, del soborno, de la violencia, de la incertidumbre y del desprecio por la alteridad. A través de la eficacia publicitaria que utiliza la música, las novelas, los libros, el cine, la arquitectura y el modelo arquetípico de los recintos opulentos, triunfa una forma de vida espléndida que es menester conseguir a cualquier costo y por cualquier medio. Para esta forma de vida sólo el presente es digno de vivirse, y de la mejor forma posible por que el pasado no existe y el mañana quizás sea la extradición, la cárcel o la muerte. El desprecio por el pasado no es otra cosa que el desprecio por la historia. Lo banal de esta forma de vida espléndida se manifiesta en una desmesurada

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voracidad hedonista. Llamo a esta forma de ser colombiano -de ninguna manera exclusiva ni generalizada, aunque sí codiciada y tolerada- que le hace partícipe idóneo de una denominada sociedad de mercado, condición traqueta. Se dice afín con esa sociedad de mercado porque ésta no es más que la forma refinada y aristocrática de dicha condición traqueta. Ahora bien, no pretendo con esto calificar al colombiano de narcotraficante; tampoco la condición traqueta debe remitirnos exclusivamente al mundo del narcotraficante, o inferir que debido al narcotraficante es que esta condición ha invadido la realidad y la existencia nacional. Muy a diferencia de estas connotaciones, la condición traqueta habla de una cierta mentalidad; mentalidad posmoderna que aterriza en nuestro ámbito, de forma folclórica, tragicómica, pero también aterradora en su forma de condición traqueta. La condición traqueta la expresan desde el humilde ser marginal que sueña con encontrarse un maletín con cientos de dólares o una caleta con millones de ellos, hasta el más grande potentado público que desvía miles de millones de pesos del erario público a sus bolsillos; desde la mujer que gana voluptuosidad con base en la cirugía estética hasta el gran magnate para el que se ofrece esa voluptuosidad en un ritual que tiene el poder de monopolizar el placer, o lo que hemos establecido como placer. En conclusión, el atreverse a plantear estos bosquejos, entre otros posibles, en terrenos de lo ontológico; es decir, el haberme atrevido a vislumbrar una ontología de nosotros mismos a través de la cual nos constituimos en sujetos que piensen la historia y para lo cual el festejo por el Bicentenario de la Independencia es un motivo, puede representar una excursión temeraria: primero porque es menester explorar más el punto de contacto entre lo histórico y lo ontológico; en otras palabras establecer la forma en que el sujeto histórico colombiano, que no es otra cosa que los colombianos a través del tiempo, adquiere unos caracteres que le dan peculiaridad e idiosincrasia de ser colombiano. En segundo lugar, porque los bosquejos aquí trazados son todavía líneas sueltas, ideas sugerentes de mayores elaboraciones y, por tanto, me plantean la perspectiva de futuros abordajes. En todo caso, con la figura de unos apuntes para una genealogía de la Independencia he pretendido tener más espíritu especulativo que rigor sistémico, puesto que al exponer un conjunto de ideas sobre la Independencia, sus repercusiones y lo que en el marco del Bicentenario representa su celebración, concretamente en el ámbito de una ontología de nosotros mismos, sólo puede ser un ejercicio, susceptible de desarmar, reelaborar, deconstruir o concluir. Referencias Bibl iográficas

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BIRULÉS, Fina. (2000) (comp.). Hannah Arendt. El orgullo de pensar. Barcelona, Gedisa, Pág. 11.

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FEBVRÉ, Lucien; (1983), Combates por la historia; F.C.E. México. Pág. 180 FOUCAULT, Michel; (2000), Defender la sociedad. F.C.E, México.