EL SER NECESARIO COMO ANIMAL DIVINO€¦ · Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de...
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Los Cuadernos del Pensamiento
EL SER NECESARIO
COMO ANIMAL
DIVINO
Alberto Hidalgo Tuñón
Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de unafilosofía materialista de la religión. Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1985.
Probar la existencia de Dios ha sido siempre la cruz de los teólogos más sesudos y la cara de los filósofos especulativos más ambiciosos. Por el contra
rio, la estrategia de los materialistas ilustrados y ateos militantes parece haber sido hasta la fecha probar su inexistencia. La primera paradoja de este sugestivo ensayo de Gustavo Bueno reside precisamente en que logra probar la existencia física de los dioses, verificando de este modo la consistencia categorial del materialismo. lCuál es el hilo conductor que subyace a este resultado dialéctico? lCómo puede decirse que la religión es verdadera y abrazar, en cambio, el ateísmo? lNo encierra este enfoque una cierta dosis de contradicción?
Cuando se miran las cosas analíticamente y sin perspectiva histórica, desde la nobleza de las religiones superiores y las ciencias positivas, la cuestión no parece tener vuelta de hoja: o se dice que las religiones son verdaderas (y entonces existe Dios, por deformada que esté su imagen por «los ojos de la carne») o se dice que sonfalsas (y entonces hay que buscar, bajo las apariencias de los fenómenos religiosos, aquellos mecanismos perceptivos -la proyección de las cualidades humanas-, sociales -«el opio del pueblo», el engaño de las castas sacerdotales- e, incluso, epistemológicos -la tendencia hacia la unificación y ordenación de la razón-, que permitan explicar la trampa). Mostrar que el dilema así planteado es incorrecto resulta una tarea harto complicada. Por un lado, hay que replantear gnoseológicamente la cuestión, mostrando que entre la teología dogmática monoteísta y la categorización positiva de las ciencias discurre una tercera vía filosófica capaz de desbordar internamente ambos planteamientos. Por otra parte, hay que demostrar ontológicamente que la dialéctica entre «apariencia» y «realidad», que subyace en ambos enfoques, no se resuelve en los fáciles mecanismos de inversión que se postulan. Más aún, hay que probar que el actual enfrentamiento entre fundamentalistas religiosos y humanistas científicos está impregnado de contradicciones que sólo pueden cancelarse regresando dialécticamente a los orígenes de la religiosidad. Acometer simultaneamente esta triple tarea hace que el libro de Gustavo Bueno resulte inevitablemente engorroso, prolijo, enma-
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dejado e, incluso, equívoco, en su primera parte gnoseológica.
En su fase ontológica, en cambio, la teoría materialista de la religión obedece a un esquema trinitario que parece venir a invertir el esquema positivista de Comte, por cuanto el conocimiento positivo de los dioses, la fase positiva de las religiones, por así decir, se hallaría al principio, en sus orígenes, más que al final, en la tercera fase de las religiones superiores, en la que los dioses fenoménicos se disuelven progresivamente en el éter inconcreto de la racionalidad, posibilitando el ateísmo.
No deja de ser curioso que Gustavo Bueno acepte conceder a Rudolf Otto y a la fenomenología de la religión, con todas las matizaciones que se quieran, que sean los númenes, y lo numinoso de los númenes el contenido específico, categorial, de la vida religiosa (p. 140 ss.). Si a esto se añade el hecho de que «la filosofía ontológica de la religión, si es posible, lo será porque presupone, no ya que nadie tiene experiencia religiosa, sino que todos, de algún modo, la tienen, como contenido suficientemente racional» (p. 152), se entiende hasta qué punto la ontología materialista de Gustavo Bueno se halla comprometida con la fenomenología de Husserl. Pero, precisamente por eso, siendo husserlianos hasta el final, se entiende por qué la esencia reducida eidéticamente de la religión, no puede conducirnos a una vacía experiencia de «lo santo». Porque «lo santo», como esencia metafísica de la divinidad, si quedase reducido a un fenómeno de conciencia, sin correlato intencional alguno, o con un correlato que fuese simplemente una construcción formal de la conciencia ( el dios de los filósofos), transformaría automáticamente la religión en matemática. Ciertamente habría que decir con los racionalistas que «ningún matemático puede ser ateo». Pero desde un punto de vista histórico-cultural, ello implicaría que sólo habría religión a partir de la invención de las matemáticas y también que «sólo los sujetos con capacidad matemática podrían ser religiosos». Desbloquear husserlianamente la fenomenología de la religión estandar, supone que la verdad de la religión y su supuesta universalidad sólo puede verificarse reconociendo como contenido nuclear de la experiencia religiosa (correlato intencional de un juicio verdadero) una realidad («etic»), a la que pueda dotarse de existencia real, por un lado, y, cuya experiencia, pueda ser de algún modo universal. La clasificación sistemática y exhaustiva de entidades numinosas, que sin ser humanas, son, sin embargo, centros de voluntad y acción, conduce a Gustavo Bueno a quedarse, por reducción, con los animales que aparecen representados en las cuevas prehistóricas como el verdadero contenido nuclear de las relaciones religiosas primarias. Con ello se produce una confluencia, impresionante con los resultados positivos del materialismo cultural. Tal confluencia por otra parte, desbor-
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da antropológicamente el aspecto mecanicista de dicho materialismo, que no alcanza a ver en los animales otra cosa que «almacenes de proteínas», prohibiéndose de este modo la captación de la verdadera dimensión ontológica de los fenómenos religiosos.
A partir de este resultado emprende Gustavo Bueno la reconstrucción del curso de la religión en sus tres fases esenciales: la religión primaria o nuclear, la religión secundaria o mitológica y la religión terciaria o metafísica. Y ésto, «porque la esencia es el despliegue del núcleo en un cuerpo y en un curso tales que van determinándose recíprocamente» (p. 216). En efecto, la domesticación de los animales, la revolución agrícola del Neolítico produjo la transición hacia las formas de religiosidad secundaria, la religión de los dioses-dema, que vivieron «en el tiempo originario» y a los que todavía rinden culto ciertos pueblos primitivos agricultores, extendidos hoy por las regiones tropicales. Nuevamente la antropología filosófica de la religión se alimenta empíricamente de los resultados coordinados y confluyentes de la Paleontología y de la Etnología. Se trata, dice Bueno, de «una transformación esencial y específica, en virtud de la cual, las.figuras animales numinosas se mantienen gracias a que se produce un cambio específico de sus referencias, una «metábasis a otro género diferente» (p. 251). Dicho más gráficamente, las figuras de los animales representadas en la bóveda de las cavernas se proyectan ahora en la bóveda celeste, pero conservando por inversión su aura numinosa y adquiriendo por extensión un carácter delirante. Este carácter delirante, aunque no por ello disfuncional, de las religiones mítico-poéticas obliga a considerarlas como religiones falsas, que por lo mismo se irán descomponiendo lentamente ante la crítica racional de las llamadas «religiones superiores» o «filosóficas», de la fase terciaria. Pero, y aquí encuentra el materialismo antropológico de Gustavo Bueno su dificultad principal, la transición a las formas de religiosidad terciaria no pueden explicarse evolucionistamente a partir de cambios estructurales, que proporcionen los gérmenes de una nueva religiosidad, porque «si las condiciones radiales ( ecológicas, tecnológicas) o circulares ( demográficas, políticas, es decir, económicas) que dieron lugar al período secundario se mantienen en equilibrio, entonces la religión secundaria persistirá intemporalmente, desarrollando la inagotable combinatoria, tan estúpida como poética, que caracteriza a la barbarie» (p. 262).
Habla Gustavo Bueno de «reorganización», «rectificación» o «freno» del delirio supersticioso para explicar el tránsito de los dioses zoomórficos a los dioses antropom01fos, que caracterizarían al período teológico frente al período mitológico. Pero la abundancia del material históricoantropológico dificulta aquí una consideración unitaria de la transformación. Más aún, el monoteísmo final, al que lógicamente parece conducir
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el desarrollo interno de las religiones terciarias, topa con la dificultad adicional de tener que explicar el tránsito hacia un Dios único e incorpóreo. Se trata del paso del «mito» al «lagos», cuya problemática no puede considerarse cancelada por el desarrollo de la civilización occidental y el triunfo material de la cultura científica. La argumentación de Gustavo Bueno, poderosa y dialéctica, logra en este punto hilvanar hipótesis verosímiles, pero en absoluto concluyentes. Transversalmente, frente a conceptos metafísicos como el de «tiempo-eje» de Jaspers, Bueno postula que son mecanismos antropológicos y materiales (circulares y radiales) los que provocan el proceso crítico de simplificación mitológica (contradicciones y correspondencias), que conduce a la construcción de teologías racionalistas (henoteístas o monoteístas). No es un latigazo divino del Envolvente el que azota místicamente a la humanidad, haciéndola reaccionar racionalistamente, sino mecanismos políticos, tecnológicos (v.g. la difusión de la cultura del hierro) y, en particular, la aparición de las primeras categorías científicas, aquellos instrumentos que más eficazmente pudieron sacar de su clausura etnocéntrica al delirio mitológico. Pero entonces «la actividad teológica se mezcla con la actividad científica y con la filosófica» (p. 264). De ahí que sea preciso longitudinalmente fijar un orden cronológico de prelación entre estos distintos géneros de actividades. La tesis materialista de Gustavo Bueno se mantiene firme en este punto: a la actividad técnica sigue la científica, posteriormente vendría la filosofía y, finalmente, la teología. Ahora bien, si ésto es así, dado que los modelos naturalistas y geométricos habrían precedido a las construcciones teológicas, no sólo resulta, paradójicamente, que en la fase terciaria se habría extinguido la fuente de la religiosidad, volatilizándose dios y los misterios «en el horizonte del ateísmo» (consecuencia que Gustavo Bueno asume paladinamente), sino también que la filosofía debe remontar sus orígenes a más de un milenio antes de Tales de Mileto, en la medida en que pueda hablarse de una teología menfita (2500 ó 2400 a.C.), por ejemplo.
Gustavo Bueno había defendido en La Metafísica Presocrática (Pentalfa, 1974) los orígenes inequívocamente griegos de la tradición filosófica. El orden de prelación tan consistentemente defendido en El animal divino, ¿no obliga a replantearse aquella tesis pro-occidental? Cabe, sin duda, una solución de compromiso: retrotraer las religiones teológicas, antropomorfas, al período helenístico. Pero, si yo entiendo bien el texto, Gustavo Bueno no está por esta labor. Aunque falta una consideración explícita del período helenístico, que bien merecería un capítulo entero o al menos un largo excurso, las teologías terciarias, cuyo paradigma excelso habría que colocar en la teología natural de Aristóteles, habrían cegado las fuentes de la numinosidad bastante antes de las campañas de Alejandro. El
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helenismo con su pululación de religiones mistéricas habría representado más bien una contrarrevolución mitológica, que propicia la vuelta «a los mecanismos concretos, sensibles y corpóreos -los milagros, los lugares sagrados, los profetas, las parusias- en donde pueda recuperarse la vivencia religiosa» (p. 267). Circunstancialmente Gustavo Bueno parece salvar los escollos cronológicos al argüir sobre la base de los mecanismos operativos de la transformación terciaria, desde los que la teología menfita y, en general, las religiones egipcias se mantendrían sobre el fondo recortado zoomórficamente en la fase secundaria. Con todo, el problema del helenismo parece crucial, porque replantea paradigmáticamente el carácter precario de la última transición racionalista, que gnoseológicamente no es otro que el problema de la incesante refluencia del mito sobre el lagos. Para decirlo en términos de Edwar O. Wilson: «Como el mítico gigante Anteo que tomaba energía de su madre, la tierra, la religión no puede ser derrotada por aquellos que simplemente la derriban. La debilidad espiritual del materialismo científico se debe al hecho de que no tiene una fuente de poder primario de este tipo» (Sobre la naturaleza humana, F.C.E. p. 269). Ya Max Weber había diagnosticado que el progreso de la racionalidad acarreael desencanto del mundo, y los sociólogos identifican persistentemente modernización con secularización. Los pensadores dialécticos, encambio han denunciado la fría remitologizaciónque la ciencia propicia.
Que el racionalismo dialéctico de Gustavo Bueno no ignora la fuerza con que constantemente refluyen los mitos originarios a través de los intersticios de la cultura científica se patentiza en la sagaz interpretación que reciben ciertos fenómenos actuales como síntomas de vivencias religiosas primarias y secundarias. La nueva sensibilidad por los animales que cristaliza en movimientos de liberación animal, sociedades protectoras de animales, ecologismos militantes, aparecen como indicios de religiosidad, que, en el límite, convertirían a la Etología en la Teología de nuestros días. Así mismo, se interpreta el creciente interés por los extraterrestres, ovnis, etc., no sólo literario y cinematográfico, sino existencial, como un renacimiento de la creencia en los démones helenísticos. «Ufología y Etología, se nos presentan como dos consecuencias -una, en el terreno de la ciencia ficción y otraen el terreno de la ciencia estricta- del mismoproceso; a saber, el retorno a las formas de religiosidad secundarias o primarias, una vez que lareligiosidad terciaria, en la forma de1 antropocentrismo cristiano exasperado, parece haberagotado sus posibilidades creadoras» (p. 280). Lainterpretación resulta inconcusa desde la perspectiva del cristianismo católico, cuyo antropocentrismo metafísico aparece suficientementedocumentado en El animal divino. Sin embargo,desde el punto de vista de lo que Gustavo
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Bueno llama el cuerpo de la religión se presenta una dificultad, que tiene que ver con el análisis de lo que se considere como componentes esenciales de la religión. La refluencia de los démones cobra vida, en la actualidad, a través de relatos míticos, principalmente. Pero los mitos no se hallan dentro del cuerpo de la esfera religiosa. Más todavía, de los cuatro componentes característicos del cuerpo -lugares sagrados o templos, especialistas religiosos o sacerdotes, rituales litúrgicos, y tabúes o normas de conductatan rigurosamente seleccionados que permite incluir casos extremos de religiosidad como el jinismo ateo, ninguno de ellos reaparece inequívocamente vinculado al interés por la Ufología. Muchas religiones sólo precisan, en cambio, ligeros maquillajes mitológicos para poder incorporar en su esfera la creencia en los extraterrestres. El dilema está en que o se admiten los mitos como componentes esenciales del cuerpo de las religiones, o la Ufología no tiene el sentido religioso que Gustavo Bueno le atribuye.
A decir verdad, no creo que la objeción anterior pueda empañar lo más mínimo el mérito del libro de Gustavo Bueno, pues, por lo que a la Ufología se refiere, sólo afectaría a la hojarasca periodística del mismo. El animal divino, en su primera parte, es en realidad un libro de gnoseología teológica cristiana y su interés principal se cifra en que ha fundamentado gnoseológicamente la posibilidad de la Filosofía de la Religión, como disciplina contradistinta tanto de la Teología Natural escolástica como de las confusas construcciones categoriales que se autopresentan como Ciencias de la Religión. Más aún, la tesis dura del libro, académicamente considerado, es que sólo una verdadera filosofía de la religión, aunque no sea una filosofía verdadera, puede constituir un entramado axiomático suficientemente poderoso para dar cuenta de la heteróclita y pregnante variedad de los fenómenos religiosos. No sólo la posibilidad, sino también su necesidad, se halla precisamente corroborada por el propio desarrollo interno de las alternativas gnoseológicas que históricamente la flanquean y eventualmente impiden su desarrollo. Con un ímpetu dialéctico, no exento de hegelianismo, el argumento de Bueno parece resolverse gnoseológicamente en que la esencia de la religión, su verdad, sólo podrá ser captada por la Lechuza de Minerva en toda su profundidad tras el despliegue íntegro de su curso. Este despliegue, que ha dejado el propio cuerpo de la religión tendido y exhausto sobre la tierra misma que lo ha originado, puede ser recorrido «hoy» regresivamente por una filosofía crepuscular, que constata objetivamente las grandezas y servidumbres de una forma de vida impresionante, cuya agonía entre estertores y aspavientos indecibles no permite vaticinar su muerte, porque gracias a la magia de la bioquímica cultural aún es capaz de erguirse parcialmente, elevar su vuelo plural hacia el espacio impenetrable y recons-
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truir fragmentos inconexos y contradictorios de su proyecto tan ecuménico como imposible.
En este sentido El animal divino es un libro circular y cerrado. Puede comenzar a leerse por cualquier parte; entenderla exige remitirse al resto. Pero su cierre no es categorial, porque, aunque «la filosofía de la religión se organiza a partir de los fenómenos religiosos, en toda su riquísima variedad y heterogeneidad», fenómenos que «pertenecen al campo de la Antropología o de las Ciencias humanas (sociales, históricas, filológicas, psicológicas, etnológicas)» (p. 49), debe regresar hacia las Ideas que se encuentran entretejidas en tales fenómenos, en virtud del carácter peculiar (teórico) de los mismos, en tanto se autopresentan («émicamente») como verdades. Ese «sentimiento de realidad», que los fenómenos religiosos postulan internamente, en la forma de «un argumento ontológico religioso, respecto al cual el argumento ontológico metafísico -el anselmiano- fue sólo un caso límite particular» (p. 86), condena la posibilidad misma de la perspectiva neutralista de las Ciencias de la religión y hace que los cierres categoriales fenoménicos, que eventualmente puedan conseguir, tengan un carácter precario, a causa de su incapacidad de remitirse al plano de la esencia o de la verdad. Pero el circularismo dialéctico es tal, porque no postula la existencia de objetos religiosos esenciales al margen de los fenómenos, como el argumento metafísico anselmiano o como el argumento fenomenológico ex actibus religiosis (Scheler, Hessen, etc.). Al contrario, «parte de la concepción de principio según la cual la filosofía hoy debe apoyarse continuamente en los resultados científicos y precisamente por ello hace necesaria la crítica de esas ciencias de la religión. No para prescindir de ellas, sino para utilizar continua, pero críticamente, sus resultados, ... porq,ue son los propios fenómenos religiosos los que resultan mutilados y deformados cuando se los quiere mantener (neutralmente) al margen de la cuestión de la verdad». (p. 88). Y ello por dos razones gnoseológicas, al menos. Primera, porque al juzgar, discriminar, comparar o entender los fenómenos religiosos se toma posición ante el problema de su verdad, salvo acriticismo e irresponsabilidad, en virtud de los inevitables compromisos que el investigador empírico contrae con ciertas ideas filosóficas, como la Idea de Hombre o la Idea de Realidad. Y segunda, porque las llamadas «ciencias de la religión», no son propiamente tales en sentido recto, sino sociología, filología, historia, etnología, que oblicuamente se refieren a la religión.
Pero los mencionados compromisos no son de carácter confesional, sino ontológico y gnoseológico. De ahí que la filosofía de la religión, como disciplina autónoma, pueda distinguirse nítidamente de la Teología Natural o Teodicea. En este punto, la postura de Gustavo Bueno es muy matizada y dialéctica, pues, sin ocultar sus
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simpatías por el racionalismo escolástico-tomista, trata de superar el bloqueo sobrenatural y gratuito que impide la penetración del análisis filosófico en el «Reino de la Gracia». «La Teología Natural no es, por sí misma, desde luego, una filosofía de la Religión, sino una ontología, de cuyas premisas, es cierto, podría tomar origen ( cuando esas premisas confluyen con otras procedentes de la Filosofía Natural) una teoría (filosófica) de la religión, la teoría de los Preámbula fidei. La paradoja es que la posibilidad misma de esta Teología Natural haya podido, al cabo de los siglos, llegar a ser presentada como un dogma religioso, el que podríamos llamar el dogma deje en la razón (Concilio Vaticano I, Denzinger, 1806). Esta paradoja tiene un significado en orden a la Filosofía de la religión -no es una mera extravagancia ( como la presentó Russel)- si se tiene en cuenta que ella se orienta contra el fideísmo y el tradicionalismo, que precisamente ponían en duda el concepto de religión natural, sin por ello negar el cristianismo» (p. 37). He prolongado la cita, porque creo que recoge la presencia de los principales actores de la polémica. Si prescindimos de las cuestiones genéticas y de la cronología, podría usarse la fórmula de Tertuliano (credo quia absurdum), como emblema del fideísmo y el tradicionalismo, bien entendido que la opción irracionalista que comporta, es fruto de un análisis crítico y discriminador. Respecto a esta posición irracionalista, quiénes están dispuestos a reconocer un núcleo racional en sus creencias (la doctrina tomista de los Preambula fidei), tenderán a mantener las creencias negando su carácter absurdo, digamos credo quia non absurdum, y asignarán a la filosofía la misión ancilar de remover los obstáculos naturales que impiden la fe. Russell, en este contexto, personificaría con sus burlas la actitud del racionalismo ilustrado y analítico: puesto que lo absurdo por definición es falso y puesto que exfalso quodibet, parece más coherente asumir la creencia como una opción voluntaria que acometer la extravagancia de convertir lo falso en verdadero por procedimientos dogmáticos; si la posición de Tertuliano es irracionalista, sólo puede combatirse negando la creencia, diríamos non credo, quia absurdum. El racionalismo dialéctico de Gustavo Bueno, según este análisis, vendría a recorrer la única alternativa lógica que queda, representable mediante la fórmula non credo, quia non absurdum. Aunque incluso desde el punto de vista formal ésta es la única opción que contradice globalmente al irracionalismo, los argumentos del autor de El animal divino son materiales e históricos. En particular, no niega el proyecto de racionalización tomista de la religión, sino sus insuficiencias internas, puesto que el campo de los fenómenos religiosos queda fracturado en una base natural y una superestructura praeter-racional, entre las que no hay interacción dialéctica de ningún género, pues la masa principal de los contenidos
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dogmáticos del cristianismo ( ceremonias, sacramentos, milagros, etc.) «quedará protegida por una muralla que impedirá la penetración del análisis filosófico» (p. 39). Respecto al racionalismo ilustrado, Gustavo Bueno distingue varias versiones que se han ido formulando en la filosofía moderna y contemporánea. En términos generales, todas ellas se alimentan de la extinción total de la Teología Natural como ontoteología. Pero tal extinción puede conducir tanto a una transformación de la teología natural «en la filosofía de la religión del idealismo, como filosofía antropoteológica» (p. 41), como a una reducción «lingüística» de· 1os problemas religiosos «a los problemas relativos al uso de la palabra Dios» (44). Idealismo y reduccionismo (lingüístico, formalista) no son precisamente dos timbres de gloria filosófica para un filósofo materialista.
La superación del credo quia non absurdum, sin reduccionismo lingüístico (vía anselmiana, fenomenológica y analítica) y sin antropocentrismo idealista (vía feuerbachiana, hegeliana y nihilizadora) sólo podrá llevarse a cabo -y enlazamos ahora con el planteamiento inicial de este comentario- mediante el reconocimiento de la verdad de las religiones en términos no-lingüísticos y no-antropológicos. Me permito, para concluir, reinterpretar el resultado dialéctico, gnoseológico y ontológico de El animal divino (non credo quia non absurdum) como una consecuencia del desbordamiento interno de la tercera vía tomista, con permiso del Doctor Angélico, que la fundó. No es del caso relatar aquí la accidentada historia del argumento de la contingencia, de raigambre árabe, cuyas versiones modernas apuntan antropológicamente a la experiencia de la finitud, entendida de modo eminente como un fenómeno psico-existencial de la conciencia. Pero parece claro que el tránsito al ser necesario, que se postula, tiene lugar en virtud de una petición de principio antievolucionista en el orden de la naturaleza, así como por obra de un cortocircuito cerebral en el orden de la gracia. Gustavo Bueno, hábil develador de sofismas, ha elegido la vía de la experiencia religiosa, rompiendo internamente las autolimitaciones circulares de las religiones terciarias, para regresar en el orden de la especie a la situación originaria en la que los dioses zoomorfos competían con y aterrorizaban a los hombres. Así se configuró evolucionistamente el animal divino, cuya irrupción arrolladora en el campo perceptivo de la conciencia elevó al hombre, sin cor- � tocircuito, a ese ambiguo reino de la á. � gracia, que es la cultura. �
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