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Los Cuadernos del Pensamiento EL SER NECESARIO COMO ANIMAL DIVINO Albeo Hidalgo Tuñón Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de unafilos materialista de la religión. Pental Ediciones, Oviedo, 1985. P robar la existencia de Dios ha sido siempre la cz de los teólogos más se- sudos y la cara de los filósos especu- lativos más ambiciosos. Por el contra- rio, la estrategia de los materialistas ilustrados y ateos militantes parece haber sido hasta la cha probar su inexistencia. La primera paradoja de este sugestivo ensayo de Gustavo Bueno reside precisamente en que logra probar la existencia sica de los dioses, verificando de este modo la consistencia categorial del materialismo. lCuál es el hilo conductor que subyace a este resulta- do dialéctico? lCómo puede decirse que la reli- gión es verdadera y abrazar, en cambio, el ateís- mo? lNo encierra este enque una cierta dosis de contradicción? Cuando se miran las cosas analíticamente y sin perspectiva histórica, desde la nobleza de las religiones superiores y las ciencias positivas, la cuestión no parece tener vuelta de hoja: o se di- ce que las religiones son verdaderas (y entonces existe Dios, por dermada que esté su imagen por «los ojos de la carne») o se dice que sonfal- sas (y entonces hay que buscar, bajo las aparien- cias de los nómenos religiosos, aquellos meca- nismos perceptivos -la proyección de las cualida- des humanas-, sociales -«el opio del pueblo», el engaño de las castas sacerdotales- e, incluso, epistemológicos -la tendencia hacia la unifica- ción y ordenación de la razón-, que permitan explicar la trampa). Mostrar que el dilema así planteado es incorrecto resulta una tarea harto complicada. Por un lado, hay que replantear gnoseológicamente la cuestión, mostrando que entre la teología dogmática monoteísta y la cate- gorización positiva de las ciencias discurre una tercera vía filosófica capaz de desbordar interna- mente ambos planteamientos. Por otra parte, hay que demostrar ontológicamente que la dia- léctica entre «apariencia» y «realidad», que subyace en ambos enques, no se resuelve en los ciles mecanismos de inversión que se pos- tulan. Más aún, hay que probar que el actual en- entamiento entre ndamentalistas religiosos y humanistas científicos está impregnado de contradicciones que sólo pueden cancelarse re- gresando dialécticamente a los orígenes de la re- ligiosidad. Acometer simultaneamente esta tri- ple tarea hace que el libro de Gustavo Bueno re- sulte inevitablemente engorroso, prolijo, enma- 64 dejado e, incluso, equívoco, en su primera parte gnoseológica. En su se ontológica, en cambio, la teoría materialista de la religión obedece a un esque- ma trinitario que parece venir a invertir el es- quema positivista de Comte, por cuanto el cono- cimiento positivo de los dioses, la se positiva de las religiones, por así decir, se hallaría al prin- cipio, en sus orígenes, más que al final, en la ter- cera se de las religiones superiores, en la que los dioses noménicos se disuelven progresiva- mente en el éter inconcreto de la racionalidad, posibilitando el ateísmo. No deja de ser curioso que Gustavo Bueno acepte conceder a Rudolf Otto y a la fenomeno- log de la religión, con todas las matizaciones que se quieran, que sean los númenes, y lo numi- noso de los númenes el contenido específico, ca- tegorial, de la vida religiosa (p. 140 ss.). Si a esto se añade el hecho de que «la filosoa ontológica de la religión, si es posible, lo será porque presu- pone, no ya que nadie tiene experiencia religio- sa, sino que todos, de algún modo, la tienen, co- mo contenido suficientemente racional» (p. 152), se entiende hasta qué punto la ontología materialista de Gustavo Bueno se halla compro- metida con la nomenología de Husserl. Pero, precisamente por eso, siendo husserlianos hasta el final, se entiende por qué la esencia reducida eidéticamente de la religión, no puede conducir- nos a una vacía experiencia de «lo santo». Por- que «lo santo», como esencia metasica de la di- vinidad, si quedase reducido a un nómeno de conciencia, sin correlato intencional alguno, o con un correlato que ese simplemente una construcción rmal de la conciencia (el dios de los filósos), transrmaría automáticamente la religión en matemática. Ciertamente habría que decir con los racionalistas que «ningún matemá- tico puede ser ateo». Pero desde un punto de vista histórico-cultural, ello implicaría que sólo habría religión a partir de la invención de las matemáticas y también que «sólo los sujetos con capacidad matemática podrían ser religio- sos». Desbloquear husserlianamente la nome- nología de la religión estandar, supone que la verdad de la religión y su supuesta universalidad sólo puede verificarse reconociendo como con- tenido nuclear de la experiencia religiosa (corre- lato intencional de un juicio verdadero) una rea- lidad («etic»), a la que pueda dotarse de existen- cia real, por un lado, y, cuya experiencia, pueda ser de algún modo universal. La clasificación sistemática y exhaustiva de entidades numino- sas, que sin ser humanas, son, sin embargo, cen- tros de voluntad y acción, conduce a Gustavo Bueno a quedarse, por reducción, con los anima- les que aparecen representados en las cuevas prehistóricas como el verdadero contenido nu- clear de las relaciones religiosas primarias. Con ello se produce una confluencia, impresionante con los resultados positivos del materialismo cultural. Tal confluencia por otra parte, desbor-

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Los Cuadernos del Pensamiento

EL SER NECESARIO

COMO ANIMAL

DIVINO

Alberto Hidalgo Tuñón

Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de unafilosofía materialista de la religión. Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1985.

Probar la existencia de Dios ha sido siempre la cruz de los teólogos más se­sudos y la cara de los filósofos especu­lativos más ambiciosos. Por el contra­

rio, la estrategia de los materialistas ilustrados y ateos militantes parece haber sido hasta la fecha probar su inexistencia. La primera paradoja de este sugestivo ensayo de Gustavo Bueno reside precisamente en que logra probar la existencia física de los dioses, verificando de este modo la consistencia categorial del materialismo. lCuál es el hilo conductor que subyace a este resulta­do dialéctico? lCómo puede decirse que la reli­gión es verdadera y abrazar, en cambio, el ateís­mo? lNo encierra este enfoque una cierta dosis de contradicción?

Cuando se miran las cosas analíticamente y sin perspectiva histórica, desde la nobleza de las religiones superiores y las ciencias positivas, la cuestión no parece tener vuelta de hoja: o se di­ce que las religiones son verdaderas (y entonces existe Dios, por deformada que esté su imagen por «los ojos de la carne») o se dice que sonfal­sas (y entonces hay que buscar, bajo las aparien­cias de los fenómenos religiosos, aquellos meca­nismos perceptivos -la proyección de las cualida­des humanas-, sociales -«el opio del pueblo», el engaño de las castas sacerdotales- e, incluso, epistemológicos -la tendencia hacia la unifica­ción y ordenación de la razón-, que permitan explicar la trampa). Mostrar que el dilema así planteado es incorrecto resulta una tarea harto complicada. Por un lado, hay que replantear gnoseológicamente la cuestión, mostrando que entre la teología dogmática monoteísta y la cate­gorización positiva de las ciencias discurre una tercera vía filosófica capaz de desbordar interna­mente ambos planteamientos. Por otra parte, hay que demostrar ontológicamente que la dia­léctica entre «apariencia» y «realidad», que subyace en ambos enfoques, no se resuelve en los fáciles mecanismos de inversión que se pos­tulan. Más aún, hay que probar que el actual en­frentamiento entre fundamentalistas religiosos y humanistas científicos está impregnado de contradicciones que sólo pueden cancelarse re­gresando dialécticamente a los orígenes de la re­ligiosidad. Acometer simultaneamente esta tri­ple tarea hace que el libro de Gustavo Bueno re­sulte inevitablemente engorroso, prolijo, enma-

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dejado e, incluso, equívoco, en su primera parte gnoseológica.

En su fase ontológica, en cambio, la teoría materialista de la religión obedece a un esque­ma trinitario que parece venir a invertir el es­quema positivista de Comte, por cuanto el cono­cimiento positivo de los dioses, la fase positiva de las religiones, por así decir, se hallaría al prin­cipio, en sus orígenes, más que al final, en la ter­cera fase de las religiones superiores, en la que los dioses fenoménicos se disuelven progresiva­mente en el éter inconcreto de la racionalidad, posibilitando el ateísmo.

No deja de ser curioso que Gustavo Bueno acepte conceder a Rudolf Otto y a la fenomeno­logía de la religión, con todas las matizaciones que se quieran, que sean los númenes, y lo numi­noso de los númenes el contenido específico, ca­tegorial, de la vida religiosa (p. 140 ss.). Si a esto se añade el hecho de que «la filosofía ontológica de la religión, si es posible, lo será porque presu­pone, no ya que nadie tiene experiencia religio­sa, sino que todos, de algún modo, la tienen, co­mo contenido suficientemente racional» (p. 152), se entiende hasta qué punto la ontología materialista de Gustavo Bueno se halla compro­metida con la fenomenología de Husserl. Pero, precisamente por eso, siendo husserlianos hasta el final, se entiende por qué la esencia reducida eidéticamente de la religión, no puede conducir­nos a una vacía experiencia de «lo santo». Por­que «lo santo», como esencia metafísica de la di­vinidad, si quedase reducido a un fenómeno de conciencia, sin correlato intencional alguno, o con un correlato que fuese simplemente una construcción formal de la conciencia ( el dios de los filósofos), transformaría automáticamente la religión en matemática. Ciertamente habría que decir con los racionalistas que «ningún matemá­tico puede ser ateo». Pero desde un punto de vista histórico-cultural, ello implicaría que sólo habría religión a partir de la invención de las matemáticas y también que «sólo los sujetos con capacidad matemática podrían ser religio­sos». Desbloquear husserlianamente la fenome­nología de la religión estandar, supone que la verdad de la religión y su supuesta universalidad sólo puede verificarse reconociendo como con­tenido nuclear de la experiencia religiosa (corre­lato intencional de un juicio verdadero) una rea­lidad («etic»), a la que pueda dotarse de existen­cia real, por un lado, y, cuya experiencia, pueda ser de algún modo universal. La clasificación sistemática y exhaustiva de entidades numino­sas, que sin ser humanas, son, sin embargo, cen­tros de voluntad y acción, conduce a Gustavo Bueno a quedarse, por reducción, con los anima­les que aparecen representados en las cuevas prehistóricas como el verdadero contenido nu­clear de las relaciones religiosas primarias. Con ello se produce una confluencia, impresionante con los resultados positivos del materialismo cultural. Tal confluencia por otra parte, desbor-

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da antropológicamente el aspecto mecanicista de dicho materialismo, que no alcanza a ver en los animales otra cosa que «almacenes de pro­teínas», prohibiéndose de este modo la capta­ción de la verdadera dimensión ontológica de los fenómenos religiosos.

A partir de este resultado emprende Gustavo Bueno la reconstrucción del curso de la religión en sus tres fases esenciales: la religión primaria o nuclear, la religión secundaria o mitológica y la religión terciaria o metafísica. Y ésto, «porque la esencia es el despliegue del núcleo en un cuerpo y en un curso tales que van determinándose recíprocamente» (p. 216). En efecto, la domesti­cación de los animales, la revolución agrícola del Neolítico produjo la transición hacia las formas de religiosidad secundaria, la religión de los dio­ses-dema, que vivieron «en el tiempo originario» y a los que todavía rinden culto ciertos pueblos primitivos agricultores, extendidos hoy por las regiones tropicales. Nuevamente la antropología filosófica de la religión se alimenta empírica­mente de los resultados coordinados y con­fluyentes de la Paleontología y de la Etnología. Se trata, dice Bueno, de «una transformación esencial y específica, en virtud de la cual, las.figu­ras animales numinosas se mantienen gracias a que se produce un cambio específico de sus refe­rencias, una «metábasis a otro género diferente» (p. 251). Dicho más gráficamente, las figuras de los animales representadas en la bóveda de las cavernas se proyectan ahora en la bóveda celeste, pero conservando por inversión su aura numino­sa y adquiriendo por extensión un carácter deli­rante. Este carácter delirante, aunque no por ello disfuncional, de las religiones mítico-poéti­cas obliga a considerarlas como religiones falsas, que por lo mismo se irán descomponiendo len­tamente ante la crítica racional de las llamadas «religiones superiores» o «filosóficas», de la fase terciaria. Pero, y aquí encuentra el materialismo antropológico de Gustavo Bueno su dificultad principal, la transición a las formas de religiosi­dad terciaria no pueden explicarse evolucionis­tamente a partir de cambios estructurales, que proporcionen los gérmenes de una nueva reli­giosidad, porque «si las condiciones radiales ( ecológicas, tecnológicas) o circulares ( demográ­ficas, políticas, es decir, económicas) que dieron lugar al período secundario se mantienen en equilibrio, entonces la religión secundaria per­sistirá intemporalmente, desarrollando la inago­table combinatoria, tan estúpida como poética, que caracteriza a la barbarie» (p. 262).

Habla Gustavo Bueno de «reorganización», «rectificación» o «freno» del delirio supersticio­so para explicar el tránsito de los dioses zoomór­ficos a los dioses antropom01fos, que caracteriza­rían al período teológico frente al período mitoló­gico. Pero la abundancia del material histórico­antropológico dificulta aquí una consideración unitaria de la transformación. Más aún, el mono­teísmo final, al que lógicamente parece conducir

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el desarrollo interno de las religiones terciarias, topa con la dificultad adicional de tener que ex­plicar el tránsito hacia un Dios único e incorpó­reo. Se trata del paso del «mito» al «lagos», cuya problemática no puede considerarse cancelada por el desarrollo de la civilización occidental y el triunfo material de la cultura científica. La argu­mentación de Gustavo Bueno, poderosa y dia­léctica, logra en este punto hilvanar hipótesis verosímiles, pero en absoluto concluyentes. Transversalmente, frente a conceptos metafísicos como el de «tiempo-eje» de Jaspers, Bueno pos­tula que son mecanismos antropológicos y ma­teriales (circulares y radiales) los que provocan el proceso crítico de simplificación mitológica (contradicciones y correspondencias), que con­duce a la construcción de teologías racionalistas (henoteístas o monoteístas). No es un latigazo divino del Envolvente el que azota místicamen­te a la humanidad, haciéndola reaccionar racio­nalistamente, sino mecanismos políticos, tecno­lógicos (v.g. la difusión de la cultura del hierro) y, en particular, la aparición de las primeras ca­tegorías científicas, aquellos instrumentos que más eficazmente pudieron sacar de su clausura etnocéntrica al delirio mitológico. Pero entonces «la actividad teológica se mezcla con la actividad científica y con la filosófica» (p. 264). De ahí que sea preciso longitudinalmente fijar un orden cro­nológico de prelación entre estos distintos géne­ros de actividades. La tesis materialista de Gus­tavo Bueno se mantiene firme en este punto: a la actividad técnica sigue la científica, posterior­mente vendría la filosofía y, finalmente, la teo­logía. Ahora bien, si ésto es así, dado que los modelos naturalistas y geométricos habrían pre­cedido a las construcciones teológicas, no sólo resulta, paradójicamente, que en la fase terciaria se habría extinguido la fuente de la religiosidad, volatilizándose dios y los misterios «en el hori­zonte del ateísmo» (consecuencia que Gustavo Bueno asume paladinamente), sino también que la filosofía debe remontar sus orígenes a más de un milenio antes de Tales de Mileto, en la medi­da en que pueda hablarse de una teología menfi­ta (2500 ó 2400 a.C.), por ejemplo.

Gustavo Bueno había defendido en La Me­tafísica Presocrática (Pentalfa, 1974) los orígenes inequívocamente griegos de la tradición filosófi­ca. El orden de prelación tan consistentemente defendido en El animal divino, ¿no obliga a re­plantearse aquella tesis pro-occidental? Cabe, sin duda, una solución de compromiso: retro­traer las religiones teológicas, antropomorfas, al período helenístico. Pero, si yo entiendo bien el texto, Gustavo Bueno no está por esta labor. Aunque falta una consideración explícita del pe­ríodo helenístico, que bien merecería un capítu­lo entero o al menos un largo excurso, las teolo­gías terciarias, cuyo paradigma excelso habría que colocar en la teología natural de Aristóteles, habrían cegado las fuentes de la numinosidad bastante antes de las campañas de Alejandro. El

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helenismo con su pululación de religiones misté­ricas habría representado más bien una contra­rrevolución mitológica, que propicia la vuelta «a los mecanismos concretos, sensibles y corpó­reos -los milagros, los lugares sagrados, los pro­fetas, las parusias- en donde pueda recuperarse la vivencia religiosa» (p. 267). Circunstancial­mente Gustavo Bueno parece salvar los escollos cronológicos al argüir sobre la base de los meca­nismos operativos de la transformación terciaria, desde los que la teología menfita y, en general, las religiones egipcias se mantendrían sobre el fondo recortado zoomórficamente en la fase se­cundaria. Con todo, el problema del helenismo parece crucial, porque replantea paradigmática­mente el carácter precario de la última transi­ción racionalista, que gnoseológicamente no es otro que el problema de la incesante refluencia del mito sobre el lagos. Para decirlo en términos de Edwar O. Wilson: «Como el mítico gigante Anteo que tomaba energía de su madre, la tie­rra, la religión no puede ser derrotada por aque­llos que simplemente la derriban. La debilidad espiritual del materialismo científico se debe al hecho de que no tiene una fuente de poder pri­mario de este tipo» (Sobre la naturaleza humana, F.C.E. p. 269). Ya Max Weber había diagnosti­cado que el progreso de la racionalidad acarreael desencanto del mundo, y los sociólogos iden­tifican persistentemente modernización con se­cularización. Los pensadores dialécticos, encambio han denunciado la fría remitologizaciónque la ciencia propicia.

Que el racionalismo dialéctico de Gustavo Bueno no ignora la fuerza con que constante­mente refluyen los mitos originarios a través de los intersticios de la cultura científica se patenti­za en la sagaz interpretación que reciben ciertos fenómenos actuales como síntomas de vivencias religiosas primarias y secundarias. La nueva sen­sibilidad por los animales que cristaliza en movi­mientos de liberación animal, sociedades pro­tectoras de animales, ecologismos militantes, aparecen como indicios de religiosidad, que, en el límite, convertirían a la Etología en la Teolo­gía de nuestros días. Así mismo, se interpreta el creciente interés por los extraterrestres, ovnis, etc., no sólo literario y cinematográfico, sino existencial, como un renacimiento de la creen­cia en los démones helenísticos. «Ufología y Eto­logía, se nos presentan como dos consecuencias -una, en el terreno de la ciencia ficción y otraen el terreno de la ciencia estricta- del mismoproceso; a saber, el retorno a las formas de reli­giosidad secundarias o primarias, una vez que lareligiosidad terciaria, en la forma de1 antropo­centrismo cristiano exasperado, parece haberagotado sus posibilidades creadoras» (p. 280). Lainterpretación resulta inconcusa desde la pers­pectiva del cristianismo católico, cuyo antropo­centrismo metafísico aparece suficientementedocumentado en El animal divino. Sin embargo,desde el punto de vista de lo que Gustavo

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Bueno llama el cuerpo de la religión se presenta una dificultad, que tiene que ver con el análisis de lo que se considere como componentes esen­ciales de la religión. La refluencia de los démo­nes cobra vida, en la actualidad, a través de rela­tos míticos, principalmente. Pero los mitos no se hallan dentro del cuerpo de la esfera religiosa. Más todavía, de los cuatro componentes carac­terísticos del cuerpo -lugares sagrados o tem­plos, especialistas religiosos o sacerdotes, ritua­les litúrgicos, y tabúes o normas de conducta­tan rigurosamente seleccionados que permite incluir casos extremos de religiosidad como el jinismo ateo, ninguno de ellos reaparece inequí­vocamente vinculado al interés por la Ufología. Muchas religiones sólo precisan, en cambio, li­geros maquillajes mitológicos para poder incor­porar en su esfera la creencia en los extraterres­tres. El dilema está en que o se admiten los mi­tos como componentes esenciales del cuerpo de las religiones, o la Ufología no tiene el sentido religioso que Gustavo Bueno le atribuye.

A decir verdad, no creo que la objeción ante­rior pueda empañar lo más mínimo el mérito del libro de Gustavo Bueno, pues, por lo que a la Ufología se refiere, sólo afectaría a la hojarasca periodística del mismo. El animal divino, en su primera parte, es en realidad un libro de gnoseo­logía teológica cristiana y su interés principal se cifra en que ha fundamentado gnoseológica­mente la posibilidad de la Filosofía de la Reli­gión, como disciplina contradistinta tanto de la Teología Natural escolástica como de las confu­sas construcciones categoriales que se autopre­sentan como Ciencias de la Religión. Más aún, la tesis dura del libro, académicamente conside­rado, es que sólo una verdadera filosofía de la re­ligión, aunque no sea una filosofía verdadera, puede constituir un entramado axiomático sufi­cientemente poderoso para dar cuenta de la he­teróclita y pregnante variedad de los fenómenos religiosos. No sólo la posibilidad, sino también su necesidad, se halla precisamente corroborada por el propio desarrollo interno de las alternati­vas gnoseológicas que históricamente la flan­quean y eventualmente impiden su desarrollo. Con un ímpetu dialéctico, no exento de hegelia­nismo, el argumento de Bueno parece resolver­se gnoseológicamente en que la esencia de la re­ligión, su verdad, sólo podrá ser captada por la Lechuza de Minerva en toda su profundidad tras el despliegue íntegro de su curso. Este desplie­gue, que ha dejado el propio cuerpo de la reli­gión tendido y exhausto sobre la tierra misma que lo ha originado, puede ser recorrido «hoy» regresivamente por una filosofía crepuscular, que constata objetivamente las grandezas y servi­dumbres de una forma de vida impresionante, cuya agonía entre estertores y aspavientos inde­cibles no permite vaticinar su muerte, porque gracias a la magia de la bioquímica cultural aún es capaz de erguirse parcialmente, elevar su vue­lo plural hacia el espacio impenetrable y recons-

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truir fragmentos inconexos y contradictorios de su proyecto tan ecuménico como imposible.

En este sentido El animal divino es un libro circular y cerrado. Puede comenzar a leerse por cualquier parte; entenderla exige remitirse al resto. Pero su cierre no es categorial, porque, aunque «la filosofía de la religión se organiza a partir de los fenómenos religiosos, en toda su ri­quísima variedad y heterogeneidad», fenómenos que «pertenecen al campo de la Antropología o de las Ciencias humanas (sociales, históricas, fi­lológicas, psicológicas, etnológicas)» (p. 49), debe regresar hacia las Ideas que se encuentran entretejidas en tales fenómenos, en virtud del carácter peculiar (teórico) de los mismos, en tanto se autopresentan («émicamente») como verdades. Ese «sentimiento de realidad», que los fenómenos religiosos postulan internamente, en la forma de «un argumento ontológico religioso, respecto al cual el argumento ontológico metafísi­co -el anselmiano- fue sólo un caso límite par­ticular» (p. 86), condena la posibilidad misma de la perspectiva neutralista de las Ciencias de la religión y hace que los cierres categoriales feno­ménicos, que eventualmente puedan conseguir, tengan un carácter precario, a causa de su inca­pacidad de remitirse al plano de la esencia o de la verdad. Pero el circularismo dialéctico es tal, porque no postula la existencia de objetos reli­giosos esenciales al margen de los fenómenos, como el argumento metafísico anselmiano o co­mo el argumento fenomenológico ex actibus re­ligiosis (Scheler, Hessen, etc.). Al contrario, «parte de la concepción de principio según la cual la filosofía hoy debe apoyarse continua­mente en los resultados científicos y precisa­mente por ello hace necesaria la crítica de esas ciencias de la religión. No para prescindir de ellas, sino para utilizar continua, pero crítica­mente, sus resultados, ... porq,ue son los propios fenómenos religiosos los que resultan mutilados y deformados cuando se los quiere mantener (neu­tralmente) al margen de la cuestión de la verdad». (p. 88). Y ello por dos razones gnoseológicas, al menos. Primera, porque al juzgar, discriminar, comparar o entender los fenómenos religiosos se toma posición ante el problema de su verdad, salvo acriticismo e irresponsabilidad, en virtud de los inevitables compromisos que el investiga­dor empírico contrae con ciertas ideas filosófi­cas, como la Idea de Hombre o la Idea de Reali­dad. Y segunda, porque las llamadas «ciencias de la religión», no son propiamente tales en sen­tido recto, sino sociología, filología, historia, et­nología, que oblicuamente se refieren a la reli­gión.

Pero los mencionados compromisos no son de carácter confesional, sino ontológico y gno­seológico. De ahí que la filosofía de la religión, como disciplina autónoma, pueda distinguirse nítidamente de la Teología Natural o Teodicea. En este punto, la postura de Gustavo Bueno es muy matizada y dialéctica, pues, sin ocultar sus

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simpatías por el racionalismo escolástico-tomis­ta, trata de superar el bloqueo sobrenatural y gratuito que impide la penetración del análisis filosófico en el «Reino de la Gracia». «La Teolo­gía Natural no es, por sí misma, desde luego, una filosofía de la Religión, sino una ontología, de cuyas premisas, es cierto, podría tomar origen ( cuando esas premisas confluyen con otras pro­cedentes de la Filosofía Natural) una teoría (fi­losófica) de la religión, la teoría de los Preámbu­la fidei. La paradoja es que la posibilidad misma de esta Teología Natural haya podido, al cabo de los siglos, llegar a ser presentada como un dog­ma religioso, el que podríamos llamar el dogma deje en la razón (Concilio Vaticano I, Denzinger, 1806). Esta paradoja tiene un significado en or­den a la Filosofía de la religión -no es una mera extravagancia ( como la presentó Russel)- si se tiene en cuenta que ella se orienta contra el fi­deísmo y el tradicionalismo, que precisamente ponían en duda el concepto de religión natural, sin por ello negar el cristianismo» (p. 37). He prolongado la cita, porque creo que recoge la presencia de los principales actores de la polé­mica. Si prescindimos de las cuestiones genéti­cas y de la cronología, podría usarse la fórmula de Tertuliano (credo quia absurdum), como em­blema del fideísmo y el tradicionalismo, bien entendido que la opción irracionalista que com­porta, es fruto de un análisis crítico y discrimi­nador. Respecto a esta posición irracionalista, quiénes están dispuestos a reconocer un núcleo racional en sus creencias (la doctrina tomista de los Preambula fidei), tenderán a mantener las creencias negando su carácter absurdo, digamos credo quia non absurdum, y asignarán a la filoso­fía la misión ancilar de remover los obstáculos naturales que impiden la fe. Russell, en este contexto, personificaría con sus burlas la actitud del racionalismo ilustrado y analítico: puesto que lo absurdo por definición es falso y puesto que exfalso quodibet, parece más coherente asu­mir la creencia como una opción voluntaria que acometer la extravagancia de convertir lo falso en verdadero por procedimientos dogmáticos; si la posición de Tertuliano es irracionalista, sólo puede combatirse negando la creencia, diríamos non credo, quia absurdum. El racionalismo dia­léctico de Gustavo Bueno, según este análisis, vendría a recorrer la única alternativa lógica que queda, representable mediante la fórmula non credo, quia non absurdum. Aunque incluso des­de el punto de vista formal ésta es la única op­ción que contradice globalmente al irracionalis­mo, los argumentos del autor de El animal divi­no son materiales e históricos. En particular, no niega el proyecto de racionalización tomista de la religión, sino sus insuficiencias internas, puesto que el campo de los fenómenos religio­sos queda fracturado en una base natural y una superestructura praeter-racional, entre las que no hay interacción dialéctica de ningún género, pues la masa principal de los contenidos

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dogmáticos del cristianismo ( ceremonias, sacra­mentos, milagros, etc.) «quedará protegida por una muralla que impedirá la penetración del análisis filosófico» (p. 39). Respecto al raciona­lismo ilustrado, Gustavo Bueno distingue varias versiones que se han ido formulando en la filo­sofía moderna y contemporánea. En términos generales, todas ellas se alimentan de la extin­ción total de la Teología Natural como ontoteo­logía. Pero tal extinción puede conducir tanto a una transformación de la teología natural «en la filosofía de la religión del idealismo, como filo­sofía antropoteológica» (p. 41), como a una re­ducción «lingüística» de· 1os problemas religio­sos «a los problemas relativos al uso de la pala­bra Dios» (44). Idealismo y reduccionismo (lin­güístico, formalista) no son precisamente dos timbres de gloria filosófica para un filósofo ma­terialista.

La superación del credo quia non absurdum, sin reduccionismo lingüístico (vía anselmiana, fenomenológica y analítica) y sin antropocen­trismo idealista (vía feuerbachiana, hegeliana y nihilizadora) sólo podrá llevarse a cabo -y enla­zamos ahora con el planteamiento inicial de este comentario- mediante el reconocimiento de la verdad de las religiones en términos no-lingüís­ticos y no-antropológicos. Me permito, para concluir, reinterpretar el resultado dialéctico, gnoseológico y ontológico de El animal divino (non credo quia non absurdum) como una conse­cuencia del desbordamiento interno de la tercera vía tomista, con permiso del Doctor Angélico, que la fundó. No es del caso relatar aquí la acci­dentada historia del argumento de la contingen­cia, de raigambre árabe, cuyas versiones moder­nas apuntan antropológicamente a la experien­cia de la finitud, entendida de modo eminente como un fenómeno psico-existencial de la con­ciencia. Pero parece claro que el tránsito al ser necesario, que se postula, tiene lugar en virtud de una petición de principio antievolucionista en el orden de la naturaleza, así como por obra de un cortocircuito cerebral en el orden de la gracia. Gustavo Bueno, hábil develador de sofis­mas, ha elegido la vía de la experiencia religiosa, rompiendo internamente las autolimitaciones circulares de las religiones terciarias, para regre­sar en el orden de la especie a la situación origi­naria en la que los dioses zoomorfos competían con y aterrorizaban a los hombres. Así se confi­guró evolucionistamente el animal divino, cuya irrupción arrolladora en el campo perceptivo de la conciencia elevó al hombre, sin cor- � tocircuito, a ese ambiguo reino de la á. � gracia, que es la cultura. �

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