El principio de Autenticidad en Rousseau

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Autenticidad. Rousseau y el debate sobre las identidades en Charles Taylor Alberto Ruiz Méndez En su obra Fuentes del yo, Charles Taylor narra la historia de cómo la identidad moderna está configurada por dos movimientos: la Ilustración y el Romanticismo. Sin embargo, el curso de la filosofía moral y política hasta nuestros días ha puesto un énfasis mayor en el ideal de autonomía propio de la Ilustración, relegando a un segundo plano el ideal de autenticidad romántico. Para el filósofo canadiense, una mejor comprensión del ser humano tiene que recuperar este último ideal, como una alternativa a los modelos individualistas de la filosofía política moderna, y que tiene a Rousseau como una de sus fuentes originales. En este sentido, el objetivo de este ensayo es doble, por un lado, pretendo rastrear al importancia de Rousseau y su ideal de autenticidad como un elemento que nos permite una mejor comprensión del ser humano y de su actividad en el marco de los problemas derivados del pluralismo democrático y, por el otro, apunto la idea de que a pesar de la importancia de dicho ideal, la forma en que Taylor articula su recuperación de Rousseau, deja abierto el problema de las diversas y divergentes identidades en el marco de una democracia contemporánea. Para la exposición de estas ideas, sigo la siguiente senda: primero hablaré de la oposición entre los ideales de autonomía y autenticidad; en Colegio de Filosofía, Sistema Universitario Abierto, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM 1

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Se rastrea el concepto de Autenticidad en Rousseau y se destaca su importancia para la filosofía política contemporánea.

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Autenticidad. Rousseau y el debate sobre las identidades en Charles Taylor

Alberto Ruiz Méndez

En su obra Fuentes del yo, Charles Taylor narra la historia de cómo la identidad moderna está

configurada por dos movimientos: la Ilustración y el Romanticismo. Sin embargo, el curso de la

filosofía moral y política hasta nuestros días ha puesto un énfasis mayor en el ideal de autonomía

propio de la Ilustración, relegando a un segundo plano el ideal de autenticidad romántico. Para el

filósofo canadiense, una mejor comprensión del ser humano tiene que recuperar este último ideal,

como una alternativa a los modelos individualistas de la filosofía política moderna, y que tiene a

Rousseau como una de sus fuentes originales. En este sentido, el objetivo de este ensayo es doble,

por un lado, pretendo rastrear al importancia de Rousseau y su ideal de autenticidad como un

elemento que nos permite una mejor comprensión del ser humano y de su actividad en el marco

de los problemas derivados del pluralismo democrático y, por el otro, apunto la idea de que a

pesar de la importancia de dicho ideal, la forma en que Taylor articula su recuperación de

Rousseau, deja abierto el problema de las diversas y divergentes identidades en el marco de una

democracia contemporánea. Para la exposición de estas ideas, sigo la siguiente senda: primero

hablaré de la oposición entre los ideales de autonomía y autenticidad; en seguida de la forma en

que Rousseau presenta a este último; luego de cómo esta idea de autenticidad se conecta con los

problemas de una democracia contemporánea y, finalmente, expongo la idea de que dicho ideal

enfrenta problemas al situarse en el marco de las identidades en construcción.

I. El giro reflexivo y el giro expresivista

En términos generales, se puede decir que el proyecto filosófico de Charles Taylor consiste en

elaborar un análisis más integral sobre el pensamiento filosófico, tanto en el ámbito político como

en el epistemológico de la Modernidad, es decir, la filosofía que comienza en el siglo XVII y que

se extiende hasta Kant. Estas críticas comienzan con un análisis sobre la concepción del sujeto

creada por la epistemología que inicia con Descartes, extendida hasta nuestros días, que sirve

como trasfondo moral para teorías éticas y políticas tan diversas como el contractualismo o la

ética kantiana. Para Taylor, todas estas teorías se sustentan en el giro reflexivo, es decir, la tesis

según la cual la certeza es algo que podemos generar por nosotros mismos al ordenar

correctamente nuestros pensamientos, dotándole al sujeto la capacidad para definir su identidad

Colegio de Filosofía, Sistema Universitario Abierto, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

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por sí mismo sin referencia a quienes le rodean o al mundo en el que está situado.1 En este

sentido, el mayor atractivo del giro reflexivo consiste en que la identidad que se auto-define a sí

misma es “acompañada por un sentido de poder y estímulo, [con el cual] el sujeto no necesita

definir más su perfección o su vicio, su equilibrio o falta de armonía, en relación con un orden

externo. Con el forjado de esta subjetividad moderna viene una nueva noción de libertad, y un

nuevo rol central atribuible a la libertad, que parece haberse probado a sí misma como definitiva

e irreversible.”2

Esta consecuencia desplaza el punto focal que define a la identidad moderna, pues como

certeza autorreferente el giro reflexivo no es sólo un ideal epistemológico, es también moral y

político. Si la libertad se puede entender como el punto de partida desde el cual el sujeto re-

construye al mundo, entonces este ideal “está también estrechamente conectado con el moderno

ideal de libertad como autonomía […] Ser libre en el sentido moderno del término es ser

autorresponsable, apoyarse en el propio juicio, hallar el propio propósito en sí mismo.” 3 El giro

reflexivo define al objeto del conocimiento conforme al pensamiento racional del sujeto libre de

toda determinación material o contextual para construir el conocimiento o las normas de validez

moral, es decir, se ve a sí mismo como autónomo. El objetivo es señalar que este ideal moral

subyace a las teorías morales y políticas dominantes desde la modernidad y, al reflejarlo, dichas

teorías distorsionan nuestra comprensión del mundo moral y político pues, como “éticas

inarticuladas” que concibe al sujeto radicalmente libre, pretenden que todo puede ser deducido de

principios “neutrales”, pero resultan ser ciegas las cuestiones ontológicas de la comunidad y la

identidad constitutiva del ser humano, es decir, a los compromisos morales que constituyen al

sujeto previamente a la construcción de la sociedad o del orden moral. La recuperación de estos

compromisos es la tarea del Romanticismo.

Pero la construcción de la identidad moderna también se ha alimentado por aquel

movimiento, al menos ignorado por la tradición moral y política. Para Taylor, esta otra tradición

adquiere su máxima expresión en la crítica de Hegel y Herder a Kant en lo que llama “el giro

expresivista”. En su libro sobre Hegel, escribe: “Herder reacciona contra la antropología de la

Ilustración […] contra el análisis de la mente humana en diferentes facultades, del hombre como

1 Cfr. Taylor, C., “Overcoming Epistemology” en Philosophical Arguments, Cambridge, Harvard University Press, 1995, pp. 1-19, [Argumentos Filosóficos, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 19-42.]2 Taylor, C., Hegel, Cambridge, Cambridge University Press, 1976, p. 9, [Barcelona/México, Anthropos/UI/UAM, 2010, p. 8.]3 Taylor, C., “Overcoming Epistemology”, p. 7, [p. 26]. Las cursivas son mías.

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cuerpo y alma, contra una noción calculadora de la razón divorciada del sentimiento y la

voluntad. Y es una de los principales responsables de desarrollar una antropología alternativa,

centrada en categorías de expresión.” 4 Esto significa que, en la construcción de la identidad

moderna, también confluyen los movimientos de resistencia hacia este ideal ilustrado. Entre los

primeros que se le opusieron encontramos a Montaigne y Pascal que, abriendo una dimensión

humana no de auto-control sino de auto-exploración, hicieron una crítica del ideal ilustrado

centrándose en lo propio u original de cada persona. En esta nueva forma de comprensión de lo

humano se agrupará en lo que Taylor llama “la afirmación de la vida corriente”, es decir, “los

aspectos de la vida humana que conciernen a la producción y reproducción de la vida, y nuestra

vida como seres sexuales, incluyendo en ello el matrimonio y la familia.”5 Esta corriente crítica

va a completar la identidad moderna con el giro expresivista romántico. Sus representantes como

Herder, Blake, Hölderlin o Rilke, pondrán el énfasis en una noción de interioridad en la que se

encuentra la verdad y la vida emocional de la persona. También abogarán por una “vuelta a la

naturaleza” tanto como una fuerza que proviene del individuo como de un “orden mayor” en el

que nos encontramos situados y del cual el ser humano es su expresión. Este movimiento

reivindica entonces una “individuación expresiva” que se vuelve a vincular con el mundo moral

frente a un “yo puntual” que se desvincula de cualquier consideración ontológica superior. Y

postula un ideal de autenticidad como el concepto clave que permite a la persona expresar su

identidad al vincularla a una vida ética concreta desarrollada a modo de relato narrativo. De tal

suerte que, mientras la autonomía pone el acento en la dimensión moral en términos

universalistas; la autenticidad incorpora un interés específico por lo particular y el contexto en el

que se desenvuelve la vida ética de las personas.

Es en este punto donde el pensamiento de Rousseau se entronca con las reflexiones

políticas de Taylor, si bien es cierto que para el canadiense Herder es la principal figura del giro

expresivista o ideal de autenticidad; la herencia del francés en su pensamiento es amplia y por

ello es necesario recuperar algunos de lo elementos de su pensamiento para ir tendiendo el puente

hacia el ámbito político.

II. El ideal de autenticidad en la filosofía de Rousseau

4Taylor, C., Hegel, p. 13 y ss., [p. 12 y ss.]5 Taylor, C., Sources of the Self: The Making of the Modern Identity, Cambridge, Harvard University Press, 1992, p. 227, [Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, España, Paidós, 2006, p. 310.]

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La ética de la autenticidad surge a finales del siglo XVIII como una denuncia del giro reflexivo

que se formula en el individualismo de la racionalidad, propio de Descartes, y el individualismo

político, representado por Locke; su punto de partida es la noción de que los seres humanos están

dotados de sentido moral, es decir, de un sentimiento intuitivo de lo que está bien y lo que está

mal, oponiéndose a la idea de que para hacer esta distinción debíamos basarnos en un cálculo de

las consecuencias y, por el contrario, enfatizando que esta distinción constituía algo anclado en

nuestros sentimientos, es decir, “en una voz interior” que resuena en nosotros. Aunque esta idea

de la voz interior se puede rastrear en la teoría agustiniana de la “conciencia reflexiva” como el

camino que lleva a Dios; lo interesante de esta concepción de la autenticidad, como escribe

Taylor, es un “desplazamiento moral [que] se produce cuando ese contacto adquiere un

significado moral independiente y crucial. Se convierte en algo que hemos de alcanzar con el fin

de ser verdaderos y plenos seres humanos.”6

Rousseau fue el filósofo que más contribuyo para que este cambio se pudiera dar. Su

importancia radica en el hecho de que no sólo inició el cambio, sino que además logró articular

una serie de intuiciones que ya se encontraban en la cultura de su época. Para Rousseau, el ideal

de autenticidad significa que las cuestiones morales se aprenden y se distinguen prestando

atención a una voz de la naturaleza que hay dentro de nosotros. Con frecuencia, esta voz queda

ahogada por la dependencia hacia los demás, es decir, por buscar el reconocimiento de nuestros

semejantes, para satisfacer nuestro amor propio. Sin embargo, la recuperación de este ideal que

ha sido pervertido por la creación de la sociedad política, dependerá de un auténtico contacto

moral con nosotros mismos. Más fundamental que ninguna otra opción moral, Rousseau llama a

este contacto “el sentimiento de la existencia” y nos dice:

El sentimiento de la existencia despojado de cualquier otro afecto es por sí mismo un sentimiento precioso de contento y de paz que bastaría por sí sólo para convertir esta existencia en cara y dulce quien supiera apartar de sí todas las impresiones sensuales y terrenales que vienen sin cesar a distraernos y a inquietarnos aquí en nuestra dulzura. Pero la mayor parte de los hombres, agitados por continuas pasiones conocen poco de este estado, u no habiendo gustado de él más que imperfectamente durante algunos instantes, no conservan más que una idea obscura y confusa que nos les deja sentir su encanto.7

6 Taylor, C., The ethics of authenticity, Harvard, Harvard University Press, 1992, p. 26, [La ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós, 1994, p. 62.]7 Rousseau, J. J., “Les Reveréis du Promeneur Solitaire” en Oeuvres Complètes, vol. 1, París, Gallimard, 1959, p. 1047, [Las ensoñaciones del paseante solitario, Madrid, Alhambra, 1986.]

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Un buen ejemplo de esta confusión es el método contractualista como medio para la legitimidad

del estado. Para Rousseau “los filósofos europeos” han errado el camino al tratar de derivar el

origen y el fundamento del estado a raíz de lo que sucede a su alrededor. Este problema se hace

patente en las distintas concepciones del estado de naturaleza creado por sus predecesores. Para

él, autores como Hobbes o Locke han transferido concepciones modernas del orgullo, la avaricia,

el poder, la arrogancia y la opresión a un estado en donde no existían inicialmente. Este error

tiene como consecuencia, en primer lugar, ocultar la verdadera naturaleza bondadosa del ser

humano, es decir, su capacidad de entrar en contacto con esa voz interior, expresión de la

naturaleza, que le ayuda a distinguir entre el bien y el mal; y por otro lado, que la sociedad

resultante de esas erróneas conjeturas no sirva más que para limitar la libertad natural del ser

humana encadenándolo por todas partes; de ahí que haya escrito categóricamente: “la mayoría de

nuestros males son obra nuestra, y los habríamos evitado casi todos si hubiéramos conservado el

modo de vida simple, uniforme y solitario que nos prescribió la naturaleza.”8

El primer punto que destaca de este ideal de autenticidad es su perspectiva universalista.

Pues para el francés, subyacente a la pluralidad de lenguajes, culturas y morales, está la voz de

una naturaleza universal a la que todos podemos acceder. Si bien cada uno de nuestros contextos

pueden ser diferentes, la capacidad de escuchar esta voz de guiarnos por ella, es común en todas

las personas. La voz de la naturaleza es un lenguaje universal caracterizado por tres elementos: a)

la capacidad de conmovernos ante situaciones de dolor; b) el reconocimiento de nuestro interés

como necesidad fundamental y c) su uso intermitente, es decir, surge sólo en ocasiones

especiales.9 Esto implica que hay entonces un momento en nuestra historia en donde lenguaje y la

naturaleza permanecen indiferenciados, es decir, ambos reflejan simbióticamente lo que hay de

auténtico, pero que, al mismo tiempo, nos permite entrar en contacto con otras personas. Para él,

el objetivo consiste en recuperar esta dimensión para superar “enfermiza reflexividad” de la

época Ilustrada y, por supuesto, de nuestra época. El verdadero bienestar humano consistiría en

que no existe ninguna discrepancia entre la necesidad y el deseo, como lo dice Starobinsky, “el

deseo circunscrito por el momento presente nunca excede al necesidad, ésta inspirada nada más

que por la naturaleza es satisfecha tan rápidamente que el sentimiento del deseo nunca surge.”10

8 Rousseau, J. J., [Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Santafé de Bogotá, REI Andes Ltd., 1995, p. 127.]9 Cfr. Rousseau, J. J., [Ensayo sobre el origen de las lenguas, Santafé de Bogotá, Norma, 1993, I, II y IV.]10 Starobinsky, J., J. J. Rousseau: la transparence et l’obstacule, París, Gallimard, 1976, p. 293.

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Es de sobra conocido que uno de los medios por los cuales el filósofo francés planteó la

solución a los “malestares” que la sociedad había traído al hombre fue la educación. De ahí que

en su Emilio podemos encontrar resonancias del ideal de autenticidad. En esa obra nos plantea

que la educación de Emilio es en realidad una educación de sí mismo que construye la identidad

propia a través de la configuración de un espacio interior irreductible a lo racional que, al

enseñarle a ponerse en contacto con él, le permite distinguir lo bueno y lo malo y, con base en

ello, guiar sus acciones y sus relaciones con su entorno y sus semejantes. De esta manera, a través

del contacto con su interior y del reconocimiento del exterior como algo ajeno a su voluntad, “el

niño aprende cuáles son sus límites, cuál es la extensión de su fuerza y de su capacidad, y

refuerza la idea del trabajo y de su importancia como relación con el mundo.” 11 Pues una de las

cosas que primero debe tener claras es que Emilio existe en un mundo exterior que no depende de

su voluntad y que, en muchas ocasiones, contraría sus deseos.

Gracias a las relaciones prácticas con el mundo exterior, como el aprendizaje de un oficio

manual, Emilio va avanzando en el conocimiento de sí mismo. Empieza a percibir su unicidad, su

individualidad. Lo que significa que, a diferencia de los demás niños de su sociedad, al entrar al

mundo de las relaciones sociales, Emilio tiene una percepción clara de sí mismo gracias al

contacto con su interioridad. Este contacto se va a traducir en el conocimiento de sus

capacidades, sus limitaciones, su deseos, sus necesidades y, sobre todo, de su lugar en el mundo.

A partir de estos elementos, Emilio descubre a los demás y la necesidad del reconocimiento de su

identidad y, por ende, trasciende el orden ético de la autenticidad para pasar a su plano político.

Veamos.

III. Identidad y reconocimiento

El ideal de autenticidad, como ideal que reivindica el ser fiel a sí mismo, implica la redefinición

de la moral como la recuperación de un “contacto auténtico con nosotros mismos”. Por lo que un

ser moral es aquél que se auto-define a través del diálogo consigo mismo y con los demás,

gracias al cual construye su identidad. Este diálogo con los demás, implica un encuentro entre

individualidades en búsqueda de lo común en la diferencia. Rousseau al subrayar la importancia

del respeto como condición del diálogo entre cada voz de la naturaleza, resalta la necesidad del

reconocimiento de las identidades en este diálogo pues, lo que el ideal de autenticidad implica, es

11 Hurtado, Jimena, “Construcción de identidad y reconocimiento en Jean-Jaques Rousseau”, p. 19.

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una política del reconocimiento de la igual dignidad en la que las personas se reconocen como

iguales y dignos de participar en el proceso de identificación y reconocimiento. De tal manera

que, dentro del proyecto del francés, la igualdad es un requisito para libertad, en tanto que

garantiza que el individuo sólo dependa de la opinión que de sí mismo tiene y no esté dominado

por la tiránica opinión de los demás que le impone un molde para su propia identidad. El

reconocimiento de la identidad humana, basada en una igual dignidad, permiten la construcción y

la definición de los derechos de las personas, a su vez, basados en el ideal de autenticidad que le

otorga aquella dignidad. El respeto a la particularidad y a la diferencia es lo que posibilita la vida

en común de las personas en estatus de igualdad y libertad que pueden integrarse en el proceso de

reconocimiento entre personas que conservan su mundo interior, vale decir: su autenticidad.

Taylor concuerda con Rousseau en que su época y la nuestra comparten la pérdida de

nuestra libertad natural, es decir, aquella libertad ligada a la voz de la naturaleza que nos permitía

distinguir claramente entre el bien y el mal. Lo que ahora tenemos es que nos encontramos

sometidos a la dictadura de la opinión pública que les impide conservar la autenticidad y

reconocernos como iguales. Como lo enfatiza Jimena Hurtado: “No hay posibilidad de

construcción de identidad ni de comunidad, pues los individuos se han perdido a sí mismos en el

juego de reflejos infinitos que [termina] en la fusión de la opinión pública. Para salvar a los seres

humanos de esta […] esclavitud, es necesaria una transformación del ser humano mismo y, en

consecuencia, de su entorno político, económico y social.”12

Esta transformación es la que nos permitiría pasar de la sociedad contractual basada en la

desigualdad legal, política y económica, por legitimarse a través de las características erróneas de

las personas, a una comunidad en la que cada uno de sus miembros se asocian en un contrato

legítimo. La transformación conduce a las personas de individuos sometidos a la opinión pública

y egoístas que sólo buscan su amor propio a ciudadanos libres e iguales que se reconocen en lo

profundo de sus necesidades, en la voz de la naturaleza que resuena en su interior. Y aquella se

logra por vía de la confrontación y comparación con el otro en el reconocimiento de lo que es

común. A diferencia del reconocimiento en clave de la autonomía donde lo que se reconoce

primero esta basado en un igual status moral, en el pensamiento de Rousseau el reconocimiento

implica, tanto la confrontación con otro igual, como la construcción de la identidad a partir de la

percepción de la diferencia que permite la construcción de la comunidad basada en ella.

12 Ibid., p. 6.

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Este elemento de la percepción de la diferencia, que se sustenta en la afirmación de la

autenticidad individual, es crucial para un mejor entendimiento de las sociedades y de la forma en

que el “contrato social” debe ser entendido. Bajo la lógica de la autonomía, propia del liberalismo

moderno como el de John Locke o del contemporáneo como el John Rawls, la legitimidad del

orden social está fundada en lo que nos hace iguales, es decir, nuestra capacidad para determinar

fines, objetivos y concepciones del bien. El reconocimiento de esta capacidad, hace que el liberal

comprenda que la mejor vía para la construcción del orden social consiste en crear un método

desligado de esos fines, objetivos y concepciones del bien para encontrar los requisitos mínimos

para la convivencia y el respeto a la legalidad (como el derecho a ser tratados por igual ante la

ley, el derecho a la libertad de expresión o el derecho a los frutos de nuestro trabajo). Sin

embargo, la crítica que implica la recuperación de la autenticidad, tanto en Rousseau como en

Taylor, es que este procedimiento oculta condiciones fundamentales del quehacer humano y de

su propia identidad. La idea es que, al basar la legitimidad política en la capacidad autónoma

como desligada de vínculos constitutivos, el resultado es una sociedad atomizada en intereses

individuales e incapaz de crear lazos y proyectos comunes que contribuyan al bien de la

comunidad. Y, por otro lado, que se le pide a individuos y pueblos por igual desplazar sus

tradiciones, costumbres y concepciones del bien, expresiones de su autenticidad, a la esfera de lo

privado y favorecer los mecanismos de procedimiento ajenos a sus estructuras morales.

En este sentido, tanto Taylor como Rousseau, entienden que la importancia de recuperar

el ideal de autenticidad estriba en que, al poner como fundamento la diferencia, el

reconocimiento de la variedad moral del mundo humano permitiría una mejor legitimidad del

orden social al darle voz a las diferentes fuentes morales que lo integran. Ambos apuestan por un

orden político holista que de cabida a las diferentes culturas, a las diferentes tradiciones que le

dan forma a la identidad humana. La política de la igualdad, propia del liberalismo, sólo ha

socavado y ha callado aquella “voz interior” tanto de los pueblos, como de las personas para crear

un mundo homogéneo y ciego a las diferencias. Por el contrario, la política de la diferencia,

propia del humanismo cívico, aboga por la construcción de proyectos comunes, con base en el

reconocimiento de la diferencia y sobre los intereses particulares. Sólo por medio del

reconocimiento de la autenticidad del ser humano y de cada cultura lograríamos crear un balance

entre las diferentes “voces” que integran una sociedad que impliquen la creación de un bien

común, sin que ninguno de nosotros tenga que renunciar a lo que lo hace único.

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IV. Identidades en construcción

No hay duda que, planteado de esta manera, la recuperación del ideal de autenticidad es un

imperativo para las sociedades contemporáneas. Los análisis críticos, tanto de Rousseau como de

Taylor, han demostrado que hay una amplia gama de exclusiones y de injusticias sociales que el

discurso liberal, base de nuestra comprensión del orden político, no ha podido subsanar. En el

caso mexicano tenemos la situación de muchos pueblos indígenas marginados de los beneficios

que el orden político les prometió. Marginación que ha estado perpetuada, precisamente por el

desconocimiento de sus necesidades y concepciones del bien como medios para acceder a un

mejor nivel de vida. Por supuesto, otro tanto se puede decir otros grupos vulnerables como las

mujeres, los homosexuales o los que padecen alguna enfermedad terminal; cada uno de ellos, a

pesar de que no sean parte de un grupo étnico o cultural, también requieren no ser tratados de

igual manera en virtud de las diferentes formas de discriminación de que han sido objeto. En este

sentido, el ideal de autenticidad es una dimensión de la vida humana que es necesario recuperar

como parte del discurso de la legitimidad en sociedades plurales.

Sin embargo, es precisamente el reconocimiento de la pluralidad de las sociedades

contemporáneas lo que nos obliga a pensar sobre el alcance del ideal de autenticidad como vía

para la construcción de un “nuevo contrato social”. La autenticidad, como aquella dimensión de

la vida humana que nos distingue de los demás y que nos permite reconocernos como iguales, no

en función de una identidad impuesta o reduccionista, sino a partir de una identidad co-

construida, se presenta como el antídoto ante las injusticias propias de un sistema político

procedimental y opta por la recuperación de una adscripción originaria de la identidad. Pero lo

nos es advertido por ninguno de nuestros dos filósofos es que plantear la posibilidad de una

adscripción no problemática de las identidades, cae en el error de creer que la identidad tiene un

origen y un fin, una conformación ya dada de antemano y un objetivo final inapelable que se

presenta como la forma auténtica por excelencia de saber orientarse en el mundo moral. Si esto es

así, lo que esta forma de concebir a las identidades implica, es la absoluta preeminencia de la

comunidad sobre la persona dejándola sin los criterios necesarios para llevar a cabo el diálogo

entre identidades y culturas.

El problema principal con el ideal de autenticidad es que esa “voz interior de la

naturaleza” está ligada necesariamente a la idea de la comunidad cultural como legitimador de

fines y objetivos. Si esa “naturaleza” se “encarnaría” en las prácticas, costumbres y valores de

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una comunidad, esta asociación nos impediría integrar nuestros fines y objetivos con una doctrina

científica, filosófica o política que, si bien puede representar valores propios de una “comunidad”

o una “historia”, no necesariamente deben asumirse como el núcleo central de nuestra identidad

al estar mediados por una serie de transformaciones históricas que darían cuenta de la movilidad

de las identidades es construcción. De tal suerte que, el ideal autenticidad parece implicar una

reducción injustificada de lo “cultural”, a saber: reducir el ámbito de lo relevante para una

persona a la esfera de aquello que su tradición le pide que considere como tal.

Desde el acrecentado pluralismo democrático, la autenticidad no puede ser vista sólo como

el descubrimiento de una esencia propia que es previa y legitimadora de las relaciones entre las

personas y su mundo. Ello implica pensar que, en el límite, siempre estaremos sujetos a la

validación de los otros significantes que representan esa esencia originaria; pues si todo depende

de la forma en que encontramos el reconocimiento en los demás, la labor de re-construcción

moral de la persona se convierte en un mero repetidor de las formas culturales constitutivas que

afirma. Si el ideal de autenticidad implica la igualación de la identidad con la referencia a la

comunidad cultural, entonces tanto Taylor como Rousseau han caído en el mismo reduccionismo

que criticaban, esto es, la conceptualización moderna e ilustrada de la identidad como única e

indivisible y, por lo tanto, fija e inamovible.

Si queremos abordar los problemas contemporáneos en materia de justicia a través del

reconocimiento de la diferencia, no debemos olvidar que las personas somos identidades en

construcción y que, cualquier referencia a una sustancia o moral fija, más que posibilitar el

diálogo lo hace más difícil pues nos quedamos sin los criterios ni los argumentos que nos

permitan tender puentes entre autenticidades, entre culturas. Si de algo requerimos en estos

tiempos, es no atrincherarnos en nuestra moral y ser capaces de dialogar con las divergentes

fuentes de autenticidad de una democracia contemporánea. Para que el ideal de autenticidad sea

una herramienta clave no debemos olvidar, como escribe Daniel Gutiérrez:

Que la imagen, la estima de sí mismo, la estrategia y la racionalidad electiva, las identidades comunitarias o políticas se elaboran, se construyen y actualizan sin cesar en las interacciones entre los individuos, los grupos y sus ideologías, y que la socialidad institucional se confluye con la lógica interna de lo instituyente [por lo que] La tarea en la actualidad es enriquecer la reflexión en torno a la(s) identidad(es) describiendo la relación que se genera en el interior y en el exterior de estos procesos de constitución.13

13 Gutiérrez Martínez, D., “Ciencias del otro, pluralidades culturales y políticas” en Bodek S., C. y Gutiérrez Martínez, D. (coords.), Identidades colectivas y diversidad. Hacia el conocimiento de los procesos de identificación y diferenciación, México, UNAM/SDEI, 2010, p. 44.

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