El Neoplatonismo en La Edad Media - F. Brunner

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BRUNNER, Fernand, “El neoplatonismo en la Edad Media”, en Métaphysique d´Ibn Garibol et de la tradition platonicienne, Variorum, Norfolk, Great Britain, 1997, chap. XII. EL NEOPLATONISMO EN LA EDAD MEDIA La Edad Media tiene algo que decir al hombre de hoy. En efecto, si abordamos su estudio con la apertura de espíritu necesaria, advertiremos la presencia de valores que siguen teniendo vigencia. Muchos de esos valores son puestos de relieve por la influencia del neoplatonismo, el cual atraviesa toda la Edad Media y que voy a tratar de exponer en una hora, si se me permite la audacia. Dado que una lamentación sobre la desproporción entre la inmensidad de semejante tarea y el tiempo de que dispongo sólo serviría para reducirlo aún más, no insistiré sobre este desafío y me limitaré a señalar la magnitud del tema haciendo notar que nunca nadie lo ha desarrollado por completo. No faltan sin embargo trabajos sobre este tema. De una buena vez, quisiera rendir tributo a sus autores, dado que no podré permitirme el placer de polemizar con ellos al respecto. Se trata sobre todo de C. Baeumker (Der Platonismus im Mittealter. Munich, 1916), R. Klibansky (The Continuity of the Platonic Tradition during the Middle Ages, Londres, 1939), J. Koch (Platonismus in Mittelalter, 1948), E. von Ivanka (Plato Christianus: Übernahme und Umgestaltung des Platonismus durch die Väter. 1964), W. Beierwaltes (Platonismus in der Philosophie des Mittelalters, Darmstadt, 1969 y Platonismus und Idealismus, Frankfurt/Main, 1972) y G. von Bredow (Platonismus im Mittelalter, Friburgo, 1972), mientras que otros especialistas estudiaron el neoplatonismo desde la óptica de distintos pensadores medievales en particular. Tal es el caso, por ejemplo, del trabajo colectivo publicado en 1982 en los EE.UU. con el título Neoplatonism and Christian Thought (Dominic J. O’Meara (ed.), Albany N.Y., State University of New York Press, 1982). I Decíamos que el neoplatonismo atraviesa toda la Edad Media. Para convencerlos de ello, bastará recordarles que durante todo su transcurso se hizo sentir el influjo de San Agustín (354- 430), de Boecio (470-524) y de Dionisio (v?), Pseudoareopagita. Todos lo sabemos, aunque no siempre se advierte el significado de esa influencia en toda su extensión, a un punto tal de que, para algunos, la historia del pensamiento medieval se confunde con la del aristotelismo. Probablemente adviertan ustedes que también puede ser la del neoplatonismo. Si muchos especialistas se muestran renuentes a reconocer esta continua presencia del neoplatonismo en la Edad Media, esto se debe frecuentemente a que, según ellos, esta escuela no cuenta con suficiente prestigio. Kurt Flasch, que ha trabajado mucho en la difusión del conocimiento del neoplatonismo medieval, se preguntaba recientemente, en un coloquio, cuáles eran las resonancias que el término del neoplatonismo despertaba en el espíritu de ciertos medievalistas y respondía que esa palabra era sinónimo para ellos de un pensamiento caracterizado por su endeble racionalidad y por su naturaleza mística, o sea por su origen oriental. También cita a ciertos autores para quienes la presencia de la influencia neoplatónica en una doctrina equivale siempre a un signo regresivo. Recapitulemos entonces y digamos que San Agustín, Boecio y Dionisio no son las únicas fuentes del neoplatonismo medieval. Recordemos ante todo que el mismo Platón (- 427-347) era conocido en la Edad Media, aunque casi exclusivamente por la traducción y comentarios que Calcidio (IV) hizo de una parte del Timeo; que conceptos y nociones platónicos fueron difundidos entre los latinos por Cicerón (- 106-43) y algunos elementos del platonismo medio -por ejemplo, la concepción de la Idea como objeto del intelecto divino- por Séneca (5-65) y Apuleyo (125-170).

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BRUNNER, Fernand, “El neoplatonismo en la Edad Media”, en Métaphysique d´Ibn Garibol et de la tradition platonicienne, Variorum, Norfolk, Great Britain, 1997, chap. XII.

EL NEOPLATONISMO EN LA EDAD MEDIA

La Edad Media tiene algo que decir al hombre de hoy. En efecto, si abordamos su estudio con la apertura de espíritu necesaria, advertiremos la presencia de valores que siguen teniendo vigencia.

Muchos de esos valores son puestos de relieve por la influencia del neoplatonismo, el cual atraviesa toda la Edad Media y que voy a tratar de exponer en una hora, si se me permite la audacia. Dado que una lamentación sobre la desproporción entre la inmensidad de semejante tarea y el tiempo de que dispongo sólo serviría para reducirlo aún más, no insistiré sobre este desafío y me limitaré a señalar la magnitud del tema haciendo notar que nunca nadie lo ha desarrollado por completo.

No faltan sin embargo trabajos sobre este tema. De una buena vez, quisiera rendir tributo a sus autores, dado que no podré permitirme el placer de polemizar con ellos al respecto. Se trata sobre todo de C. Baeumker (Der Platonismus im Mittealter. Munich, 1916), R. Klibansky (The Continuity of the Platonic Tradition during the Middle Ages, Londres, 1939), J. Koch (Platonismus in Mittelalter, 1948), E. von Ivanka (Plato Christianus: Übernahme und Umgestaltung des Platonismus durch die Väter. 1964), W. Beierwaltes (Platonismus in der Philosophie des Mittelalters, Darmstadt, 1969 y Platonismus und Idealismus, Frankfurt/Main, 1972) y G. von Bredow (Platonismus im Mittelalter, Friburgo, 1972), mientras que otros especialistas estudiaron el neoplatonismo desde la óptica de distintos pensadores medievales en particular. Tal es el caso, por ejemplo, del trabajo colectivo publicado en 1982 en los EE.UU. con el título Neoplatonism and Christian Thought (Dominic J. O’Meara (ed.), Albany N.Y., State University of New York Press, 1982).

I

Decíamos que el neoplatonismo atraviesa toda la Edad Media. Para convencerlos de ello, bastará recordarles que durante todo su transcurso se hizo sentir el influjo de San Agustín (354-430), de Boecio (470-524) y de Dionisio (v?), Pseudoareopagita. Todos lo sabemos, aunque no siempre se advierte el significado de esa influencia en toda su extensión, a un punto tal de que, para algunos, la historia del pensamiento medieval se confunde con la del aristotelismo. Probablemente adviertan ustedes que también puede ser la del neoplatonismo.

Si muchos especialistas se muestran renuentes a reconocer esta continua presencia del neoplatonismo en la Edad Media, esto se debe frecuentemente a que, según ellos, esta escuela no cuenta con suficiente prestigio. Kurt Flasch, que ha trabajado mucho en la difusión del conocimiento del neoplatonismo medieval, se preguntaba recientemente, en un coloquio, cuáles eran las resonancias que el término del neoplatonismo despertaba en el espíritu de ciertos medievalistas y respondía que esa palabra era sinónimo para ellos de un pensamiento caracterizado por su endeble racionalidad y por su naturaleza mística, o sea por su origen oriental. También cita a ciertos autores para quienes la presencia de la influencia neoplatónica en una doctrina equivale siempre a un signo regresivo.

Recapitulemos entonces y digamos que San Agustín, Boecio y Dionisio no son las únicas fuentes del neoplatonismo medieval. Recordemos ante todo que el mismo Platón (- 427-347) era conocido en la Edad Media, aunque casi exclusivamente por la traducción y comentarios que Calcidio (IV) hizo de una parte del Timeo; que conceptos y nociones platónicos fueron difundidos entre los latinos por Cicerón (- 106-43) y algunos elementos del platonismo medio -por ejemplo, la concepción de la Idea como objeto del intelecto divino- por Séneca (5-65) y Apuleyo (125-170).

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Es con Macrobio (IV) que el neoplatonismo se abre paso. Es lamentable que ya no se lea a este autor. Su Comentario sobre el sueño de Escipión (incluido en De la república, obra perdida de Cicerón) es de una gran elevación. En esa obra se descubren importantes consideraciones sobre el cosmos, la verdadera naturaleza del hombre y el destino del alma después de la muerte y concluye mencionando las razones neoplatónicas que se oponen al rechazo aristotélico de la automotricidad del alma, fundamento platónico de la inmortalidad.

El neoplatonismo hace una entrada menos furtiva con San Agustín, aunque decirlo así equivale en realidad a una lítote, ya que hace su entrada triunfal de la mano del más grande de los Padres latinos: las razones de las cosas en Dios, el Dios que verdaderamente es ante las criaturas que verdaderamente no son; el Dios bueno que es toda bondad, mientras que las criaturas sólo pueden llegar a exhibir una que otra faceta de la bondad; el Bien y la Sabiduría divinos por los cuales se dicen buenos y sabios todos aquéllos considerados como tales; la relación directa del alma con ese Dios mediante el conocimiento de uno mismo y la experiencia de la verdad; la independencia del alma con respecto al cuerpo; su inmortalidad; la providencia divina y los temas concomitantes del mal y de la libertad; he aquí algunos de los “filosofemas” (principios filosóficos) que, en San Agustín, vienen directamente de Plotino (205-270) y de Porfirio (232-305) y que a menudo se mantendrán sin cambios o con algún leve matiz en el pensamiento medieval.

Con esto no quiero decir que San Agustín haya sido una reencarnación de Plotino o de Porfirio. El cristianismo por un lado y el genio de San Agustín por el otro limitan la impresión de algo ya visto que el lector pueda llegar a experimentar con los Diálogos filosóficos. Etienne Gilson incluso llegó a decir que, antes que favorecerla, San Agustín había contrarrestado la influencia del neoplatonismo. Después de la enumeración que acabo de hacer de algunos temas del pensamiento agustiniano, advertirán ustedes en qué sentido limitado Gilson podría tener razón. Lo que no implica desconocer, por otra parte, que fue asistiendo a sus cursos en el Colegio de Francia que accedí al conocimiento del neoplatonismo de San Agustín.

Con Boecio y Dionisio, se advierte en el neoplatonismo otra procedencia, que se remonta a Proclo (412-485). Pierre Courcelle señala en efecto que Boecio era discípulo de Amonio (V/VI), quien a su vez era discípulo de Proclo (412-485). El ministro de Teodorico (454-526) contribuyó considerablemente a la difusión de la lógica aristotélica en la Edad Media, pero su metafísica se vincula al neoplatonismo. Sus tratados teológicos enseñan en particular la distinción de las formas sin materia, de las formas avenidas en la materia y el flujo del Bien sobre todos los seres, mientras que su Consolación de la Filosofía une a la ética platónica una metafísica de la preexistencia y de la ejemplaridad, así como una teología de la providencia y del destino, estudiando con una atención jamás superada las relaciones entre la presciencia divina y la libertad humana. La multiplicación de las ediciones y las traducciones de Proclo permite hoy verificar, según Courcelle, la procedencia neoplatónica, y sobre todo procloniana, de las doctrinas de Boecio.

La misma observación cabe para Dionisio. Hay especialistas que siguen cerrando los ojos a una evidencia sorprendente: que este teólogo y autor espiritual cristiano tan frecuentemente comentado -por Hugo de San Víctor (1200-1263), Roberto Grosseteste (1175-1253), Alberto el Grande (1206-1280), Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y Dionisio de Chartres (XII)- guarde una relación tan estrecha -hasta en su vocabulario- con Proclo, el diádoco de Platón en la Atenas del siglo quinto. De ese Proclo, al cual Víctor Cousin consagró su esfuerzo en el siglo pasado (aunque lo despreciara en nombre de un racionalismo iluminado), de ese Proclo, a quien ya nadie prestaba atención cuando yo hacía mis estudios y que no era sino un referente más de las postrimerías de la filosofía griega, de este Proclo, digo, sucesor de Platón al frente de la Academia, proviene en gran medida Dionisio, el cristiano, una de las mayores autoridades para Santo Tomás, quien lo cita setecientas veces.

Vemos entonces cuánto conviene a veces reescribir la historia en ciertos momentos para corregir los desequilibrios que tienden sin cesar a instituirse y para hacer más inteligibles las perspectivas obnubiladas.

Dionisio aporta en la Edad Media la tesis del Dios ipsum esse, en quien preexisten todas las

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cosas y de quien todas ellas participan para ser. Él propone su estudio de los nombres divinos, recurriendo para ello al simbolismo neoplatónico del flujo y de la irradiación y al tema de la jerarquía ontológica de las causas y de los efectos. Pero Dios sigue estando más allá de esos nombres: incluso el nombre del Bien no hace sino expresar indirectamente su naturaleza indecible. Dionisio, fiel a Proclo, instituye entonces el modelo de la suprema elevación en la designación de Dios: la consideración de la naturaleza divina en sí misma es, para él, el objeto de la teología negativa, que el autor denomina también ‘mística’.

La noción de la jerarquía vuelve a aparecer en la célebre angelología dionisiana. En ella se estructura el descenso de los dones divinos hacia las criaturas angélicas y humanas y se garantiza el regreso ascendente de éstas a su origen. Así, la deificación dionisiana llega a unirse con el tema agustiniano de la beatitud para nutrir la espiritualidad medieval.

Otros afluentes fueron incorporándose a esas corrientes principales del neoplatonismo. El Libro de los 24 Filósofos, por ejemplo, es uno de los escritos egipcio-helénicos en los que la Edad Media se inspiró naturalmente. Las veinticuatro definiciones de Dios que en él se proponen conservan las huellas del neoplatonismo al recurrir al simbolismo aritmético y geométrico -Dios mónada o esfera infinita- cuando insisten en la nada de las criaturas, la inmutabilidad de Dios, la presencia de todas las cosas en él -sin atentar por ello contra su simplicidad- y la ignorancia en que nos encontramos con respecto a su naturaleza.

Citemos también la supuesta Teología de Aristóteles (- 384-322), en realidad estrechamente dependiente del texto de Plotino que en ella se reproduce intercalando sus comentarios, y el anónimo Liber de causis, que, a su vez, utiliza los Elementos de Teología de Proclo. Estos dos textos venían del mundo árabe, donde habían contribuído de modo apreciable a la fusión de las influencias de Platón y de Aristóteles. Entre los latinos, sólo el Libro de las causas tuvo una influencia considerable: Roger Bacon (1210-1294), Alberto el Grande y Tomás de Aquino se refirieron a él y se lo cita con mucha frecuencia a fines del siglo XIII y en el XIV. Incluso Nicolás de Cusa (1401-1464) habría de servirse de él, pero sin desconocer su fuente verdadera, al igual que Santo Tomás hacia el final de su vida.

Las incertidumbres y las referencias erróneas eran frecuentes en la Edad Media, que carecía de nuestro prurito de exactitud histórica. Se conservaba todo lo bueno, cualquiera fuese su procedencia, y se mezclaba todo en la misma crátera o cáliz hasta lograr una bebida única, rotulando con frecuencia esta combinación de elementos con una sola denominación, aquélla que había llegado a simbolizar el saber. Así, encontramos en las Auctoritates Aristotelis (una antología del Siglo XIII -las antologías son los ancestros de nuestros diccionarios de citas), no sólo, por supuesto, algunos extractos del propio Aristóteles, sino, además, de Séneca (4-65), Apuleyo, Temistio (317-388), Boecio, Averroes (1126-1198), Porfirio, Gilberto de la Porrée (1080-1154) y muchos otros.

Volviendo al Libro de las causas, diré que transmite una teología sofisticada de la que la Edad Media sólo retuvo ciertas estructuras fundamentales, como aquella que define la relación de las causas jerarquizadas: ese libro enseña, por ejemplo, que la acción de la causa primera sobre sus efectos es más fuerte que la de las causas segundas y que la acción de la causa primera es más extensa que la de las causas que le están subordinadas. Los medievales citarán aún esta fórmula que traduce la liberalidad ontológica del primer Principio: “Lo Primero es rico en sí mismo” o bien esta proposición, relativa también a la acción del Principio supremo: “La primera de las cosas creadas es el ser”. Y cuando consideren este principio en sí mismo, dirán, con el Libro de las causas, y por lo tanto con Proclo, que su trascendencia y su inefabilidad son totales.

Después de haberse manifestado a través de Boecio, Dionisio y el Liber de causis, Proclo se presentó en persona gracias a la traducción del De motu, en la primera mitad del siglo XII y, sobre todo, de los Elementos de teología, los Opúsculos y de una parte de los comentarios sobre el Parménides y el Timeo de Platón, mencionados por Guillermo de Moerbeke (1215-1286). Santo Tomás, que lo alentó para que realizara esos trabajos, pudo llegar a leer algunos de ellos, pero la principal influencia de estas obras fue la que ejercieron sobre los dominicos alemanes. Un grupo

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activo de investigadores estudia actualmente esta escuela, cuyas obras siguen aún hoy parcialmente inéditas.

Voy a concluir esta enumeración de las fuentes del neoplatonismo medieval recordando que los latinos conocían algunas traducciones de los padres griegos. Pienso particularmente en los Ambigua de San Máximo el Confesor (580-662) y en el De fide orthodoxa, de san Juan Damasceno (674-749), sin olvidarnos, además, de las obras de los filósofos árabes y judíos, si bien éstos pertenecen más específicamente a la Edad Media, por lo que enseguida voy a referirme a ellos.

II

Tales son las fuentes principales del neoplatonismo medieval. Su presentación ya me ha conducido a referirme a algunas doctrinas neoplatónicas. Voy a mencionar ahora, en la segunda parte de mi exposición, a una decena de temas de esta escuela, antes de abordar la tercera y última parte, que nos permitirá reencontrar esos principios en algunos autores medievales.

El intelecto y su objetoDigamos, en primer lugar, que el intelecto neoplatónico -y platónico- no es solamente una

facultad teórica, sino que va a la par de un enfoque moral y religioso. Su objeto no es, en efecto, el concepto, que se refiere al hombre, sino la Idea, que pertenece al orden de lo divino. De esto se sigue que el de hecho de que comprender, en el neoplatonismo, es un acto complejo en el que intervienen todas las dimensiones de la personalidad

En estas condiciones no cabe condenar a la Idea so pretexto de que se trata de un concepto hipostasiado, ya que ella jamás ha sido un concepto que fuera posteriormente reificado. La Idea ha sido siempre un paradigma, vale decir no un conocimiento que el hombre adquiere de las cosas, sino la fuente en Dios de las determinaciones de las cosas. Pero no es esta discusión la que nos interesa en este caso.

La Idea anterior a la cosaEn segundo lugar, si la Idea es, en efecto, lo que acabo de decir, es evidente que no se

deriva de un proceso de abstracción. No puede depender de nada que no sea ella misma y de manera directa. No se trata de referirla al objeto, basándose para ello en una teoría empírica del conocimiento, sino, por el contrario, de referir el objeto a la Idea como a su norma divina y a su condición de inteligibilidad. Y como la Idea, en esta perspectiva, es superior a la cosa, los platónicos siempre se han negado a aceptar que lo superior pueda depender de lo inferior. A este respecto, Proclo expone una teoría muy elaborada según la cual las Ideas, antes de ser en nosotros, están en las substancias divinas separadas antes que en las cosas. El alma es la similitud de todo, no porque reciba el conocimiento desde abajo, de los sentidos y de la imaginación, sino porque lo recibe desde lo alto, donde reside la ejemplaridad universal. La crítica platónica y neoplatónica del conocimiento sensible coincide con la afirmación del conocimiento verdadero, que es aquélla de lo inteligible en sí mismo.

La Idea realidad verdaderaEn tercer lugar, efectivamente, como la Idea no es una especie de película irreal de

inteligibilidad, sino la verdadera realidad, que en vano buscaremos entre los seres sujetos a la corrupción o al mero cambio. Según el aristotelismo, que implica un cierto retorno al fisicismo presocrático, se consideran como reales esos objetos que nos rodean y que podemos ver y tocar. El platonismo, seguido por el neoplatonismo, instaura por el contrario una ontología crítica. Esta palabra “crítica” se utiliza comúnmente con relación a la distinción, en el conocimiento, entre aquello que depende del objeto y aquello que proviene del sujeto. Yo la utilizo aquí para caracterizar una doctrina que se pregunta cuál es el ser auténtico que responde que no es lo que se

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cree comúnmente, porque pertenece a lo inteligible. De esta manera, el objeto del intelecto, que es la Idea, constituye al mismo tiempo el ser mismo, y, al razonar sobre la Idea, se razonará sobre el ser. Cuanto más universal sea la Idea, más real será: en la pirámide de lo real, lo superior lógico es al mismo tiempo lo superior ontológico. En vez de ser un simple concepto, más pobre que la especie, el género será un ser que contenga realmente las diferencias específicas. Tal es la teoría del “género generador”.

Cuando ciertos críticos hablan aquí de confusión, puede ocurrir que en su interior confundan dos cosas: el error inconsciente de aquel que no sabe distinguir lo que debería poder distinguir, y la teoría consciente de aquel que opta por unir aquello que a sus ojos debe estar unido. Ahora bien, es evidente que la tradición neoplatónica es –en sus orígenes como entre sus mejores representantes medievales- deliberadamente realista y por lo tanto, en este sentido, deliberadamente no aristotélica.

Una filosofía de la conversiónEn cuarto lugar, esta doctrina en la que el conocimiento y la realidad son tan estrechamente

solidarios ha sido felizmente designada “una filosofía de la conversión” porque implica el retorno del pensamiento de lo sensible hacia lo inteligible. Ella es en principio la verdad de todo, pero, de hecho, ella sólo es accesible a condición de un retorno de la atención, de las cosas a sus principios. El retorno o conversión es uno de los temas congénitos del neoplatonismo; ya se encuentra inscrito en el mito de la caverna que simboliza la transmutación de los valores: la libertad pretendida es una esclavitud, la luz distinguida no es más que un simple reflejo y las cosas sólo son sombras. Así, el platonismo supone una mirada distinta de aquella que se proyecta naturalmente hacia el mundo exterior. La filosofía de la conversión es una filosofía de la interioridad.

Mientras que el aristotelismo trata de alcanzar la interioridad partiendo de las interacciones entre el hombre y el mundo, el neoplatonismo se instala en la experiencia interior. El “conócete a ti mismo” ha desempeñado una función inmensa en su historia antigua y medieval, como lo demuestran los trabajos de P. Courcelle, referidos a la influencia de este tema hasta el siglo XII; de A.M. Haas, relativos al siglo XIV alemán o de A. Altmann sobre la máxima délfica en el Islam y en el judaísmo medieval.

El retorno a lo divinoEn quinto lugar, el intelecto neoplatónico, facultad de intuición inteligible y lugar de la vida

interior, debe ser caracterizado como la facultad del retorno a lo divino, que Plotino llamaba “la patria”. Este regreso se realiza en etapas, que cada autor enumera de modo diferente, pero que son por lo menos dos. La mirada interior, y con ella el ser interior en su totalidad, se dirige ante todo de la realidad sensible a la realidad inteligible, objeto de la inteligencia divina, como también de la nuestra en la medida en que se haya efectuado su conversión. Acto seguido, esa mirada se dirige hacia aquello que -en Dios y en el hombre- funda el propio “pienso”. Ya no se trata, entonces, de la realidad objetiva, aunque su naturaleza haya sido de una realidad trascendente; no hay mirada, sino la sola presencia de la fuente de todo pensamiento y de toda inteligibilidad, que es superior al uno y a la otra.

La afinidad con la religiónHe aquí lo que manifiesta, en sexto lugar, la afinidad del neoplatonismo con la religión.

Desde sus orígenes, la evolución platónica asumió las exigencias del intelecto y las aspiraciones de la voluntad, y, a fines del primer milenio de su historia, había producido una teología muy rica cuya problemática está emparentada con la del cristianismo: la Teología Platónica de Proclo constituye, según el padre Saffrey, el primer tratado de los atributos de Dios. Y como el cristianismo según tantos autores, el neoplatonismo culmina en una doctrina mística, concebida no como un efecto del oscurantismo, sino, por el contrario, como el grado supremo de la intelectualidad.

De ahí que el encuentro entre la filosofía neoplatónica y la teología cristiana haya podido

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dar lugar a una fusión -filosófica y teológica- de las intenciones, que siempre ha sorprendido a aquellos que conciben la racionalidad de otra manera.

Por eso, también, el neoplatonismo ha tenido siempre una conciencia muy marcada de los límites de la inteligencia objetivante y del lenguaje conceptual. Para tener en cuenta los cambios de nivel de la conciencia y de su concepción dinámica de la realidad, el neoplatonismo impone a la inteligencia y al lenguaje una flexibilidad fuera de lo común; no ordena las nociones clasificándolas definitivamente -como en los cajones de una cómoda-; conoce la impotencia de la expresión racional cuando se trata de la vida espiritual o de las relaciones entre lo absoluto y lo relativo. Por eso sabe cómo recurrir a las imágenes y a los símbolos y corrige el lenguaje hasta abolirlo.

El origen de las cosasEn séptimo lugar, si el Dios inefable es el término de la ascensión espiritual o interior,

también es el punto de partida de las producciones divinas cósmicas y supracósmicas. Sus atributos de “Uno” y de “Bien” no lo designan en sí mismo, sino con relación a sus efectos, vale decir como el origen de lo múltiple y como el fin universal. El nombre de “Bien” indica también su disposición a darse y alude además al carácter general de la metafísica platónico--neoplatónica, que no reposa en el ser, sino en el ser que debe ser. Y es que el objeto del pensamiento escapa aquí a las categorías de una concepción positivista de lo real; ese objeto es ante todo la norma que hace que las cosas deban ser lo que son. Así pues toda Idea, fundada en el Bien, lo es en virtud de aquello que establece que es bueno que las cosas sean y que sean lo que son.

Dios es entonces el autor del mundo, lo que constituye una originalidad capital del platonismo. Mientras que para Aristóteles el mundo se presentaba como ya lo era desde siempre, como un conjunto de seres de los que sólo había que explicar el movimiento, pero Platón se interrogaba sobre la causa que obró el mundo. La antología medieval que citaba hace un rato extrae varias proposiciones del Timeo, entre ellas la siguiente: mundus a deo factus est et optimus est mundi auctor (“el mundo ha sido hecho por dios y óptimo es el autor del mundo”). Toda la tradición que se origina en Platón ha retomado este tema (véase de Proclo su Commentarius in Platonis Parmenidem, edición de V. Cousin, reimpresión Hildesheim, New York, 1980, col 786). Comparado con el aristotelismo, que es una filosofía de la generación antes que de la creación, el platonismo tiene por ello una afinidad más marcada con las religiones del Libro, donde se enseña que hay un creador del cielo y de la tierra.

Este principio primero es superior a todo lo producido por Platón, aunque también es cierto que todo cabe en su obra y permanece en ella de manera oculta. Aquí es donde intervienen el simbolismo del flujo y el de la luz, que permiten comprender lo que no se puede aprehender con la lógica ordinaria (véase: A. de Libera, op. cit., p. 144). Además, nada que provenga de Dios deja de convertirse hacia él. Si no fuera así, el movimiento de alejamiento proseguiría hasta llegar a la nada.

Esta teoría de la efusión del bien sólo se opone radicalmente al creacionismo cuando se aceptan ciertos malentendidos que trataré ahora de disipar. Ante todo, el Bien no pierde ni gana nada con la producción de las cosas, por lo que no se confunde con ellas. De esto se sigue que, si el Dios supremo produce el mundo sin razonar ni deliberar, esto no significa que su acción sea rebajada al nivel de las cosas físicas, sino, por el contrario, se eleva por encima del hombre sometido a la deliberación. Finalmente, si la difusión divina se opera por etapas sucesivas (teniendo en cuenta por lo menos la de las Ideas y la de las cosas sensibles) esto tampoco significa que la acción divina se limite al nivel de lo primero creado. Tanto Proclo como Dionisio concibieron después del primer principio la jerarquía como compuesta de distintos niveles atravesados por una misma potencia original: no es por su propia fuerza que un segundo nivel promueve a otro, sino por la del principio primero que actúa en ella.

El mundo como imagen

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En octavo lugar, si los niveles de la realidad son secretamente inmanentes en cada uno de los niveles que le están subordinados, éstos son por su parte manifestación de los primeros. Así, lo inferior es la imagen de lo superior y su símbolo y el participante lleva la marca del participado. Lo visible por su belleza manifiesta lo invisible; los efectos, las causas, y brindan al pensamiento los medios de remontar la cascada ontológica que caracteriza al neoplatonismo porque plantea la cuestión del origen primero.

El alma inmortalComo Dios es el creador, la causa del movimiento le está subordinada: ella es el alma y con

ella llegamos al noveno punto de mi exposición. El alma humana participa de la inteligencia. Superior al cuerpo y substrayéndose en principio a su influencia, ella es en sí misma inmortal y, descubriendo en su propio fondo, o en su cúspide, lo inteligible trascendente del cual ella participa y, más allá de él, su fuente primigenia, ella está destinada a una vida divina. Emparentada con Dios más que con el cuerpo, el alma está más cerca de él que de su propio cuerpo, de manera que, a la muerte de éste, la áscesis o la inteligencia -ambas palabras son sinónimos en un cierto sentido- la devuelven a sí misma. Así confluyen la tradición agustiniana del fondo oculto del alma, la procloniana de la unidad del alma y la cristiana de la semejanza de Dios en nosotros.

La libertad y la providenciaPor último, en décimo lugar, el neoplatonismo ofrece al hombre la libertad de cumplir con

su destino defendiendo la contingencia contra los estoicos merced a su distinción entre el orden del fatum, que es el de los cuerpos, y el de la providencia, que es el de los espíritus. El hombre escapa de la esclavitud del destino elevándose interiormente hasta el orden espiritual que rige realmente el universo.

Platón, en sus Leyes, expone extensamente la función de providencia que ejerce Dios, y la tradición neoplatónica desarrolló a porfía ese tema, desconocido para Aristóteles, y ligado a la cuestión de la libertad humana. Por cierto que el Estagirita también admite la contingencia. En su De interpretatione, trata el problema lógico de los futuros contingentes, pero no aborda la cuestión teológica de la libertad humana en su relación con la preordenación divina, mientras que ello refiere un filosofema esencial en Proclo, Boecio y Dionisio, lo cual pone de relieve una vez más la afinidad entre el neoplatonismo y la religión cristiana.

Como vemos, el neoplatonismo pudo aportar toda una serie de teorías que constituyen en gran medida la arquitectura del pensamiento medieval: la inefabilidad de Dios considerada en sí misma, la Idea como pensamiento de Dios, el interrogante sobre el origen del mundo, la preexistencia de éste en Dios y su participación de Dios, su carácter de imagen, la inmortalidad del alma, su retorno a su origen y su destino divino, la providencia universal y las cuestiones conexas de la libertad y del mal. Se trata, pues, de temas que han llegado a ser tan familiares para nosotros que estamos dispuestos a expresar nuestro reconocimiento a todas las escuelas que los han creado, aunque muchas veces olvidemos que esos temas no provienen del pensamiento cristiano, como se creyó en la Edad Media, sino preponderantemente de los neoplatónicos y de sus continuadores. [...]