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Reseñas

El hermano de las aguilas 

El Malpensante, dic. 2001; N°35

Por Alejandro Gaviria

Los nuevos centros de la esfera, William Ospina. Bogotá: Aguilar, 2001.

En su último libro Los

nuevos centros de la esfera,

William Ospina realiza una

apasionada crítica de la

civilización occidental y una

elocuente defensa de las

sociedades mágicas que “no quisieron avanzar, no inventaron el progreso y no creyeron que

en la naturaleza hubiera mucho que mejorar”. Con no menor vehemencia, critica el proceso

de globalización que amenaza con “sustituir la abigarrada pluralidad del mundo por un

hormiguero de consumidores pasivos sin estilo y sin alma”, el positivismo empobrecedor y la

razón excluyente que se empeñan en promulgar “verdades que carecen de ritmo, de belleza,

de emoción y compasión” y la negación de las utopías que nos ha arrebatado “uno de los más

seguros instrumentos que tuvo jamás la especie en su viaje por lo desconocido: la capacidad

de intuir, de imaginar y de trazarse propósitos”. El tono de la crítica no sólo es definitivo —

“Hemos tardado siglos en descubrir que la civilización era la barbarie” —; también insinúa que

nos hemos demorado muchísimo en comprender que el atraso es un privilegio y que la

inacción es una forma de sabiduría. Todo ello en una prosa fluida aunque a veces altisonante.

A pesar de la multitud de tópicos tratados en el libro, desde la ética periodística hasta la

calidad de la educación, pasando por el futuro de los pueblos iberoamericanos, la

argumentación da vueltas y más vueltas alrededor de tres ideas fundamentales: la crítica a la

razón, inspirada en el romanticismo alemán, la crítica a las contradicciones culturales del

capitalismo, inspirada en los sociólogos americanos y la defensa de las sociedades primitivas,

inspirada en los antropólogos franceses. Los argumentos de Ospina hacen pensar a veces en

una version naturalista de Estanislao Zuleta. Más verde y menos roja. Más americana y menos

europea. Más espiritual y menos nihilista.

Una de las ideas recurrentes en el libro, reiterada aquí y presente en los libros anteriores de

Ospina, es la supuesta existencia de sociedades mágicas que vivían en perfecta comunión y

armonía con la naturaleza. “Creían ser hermanos de las águilas y los antílopes, compartían el

espacio natural con ellos sin enfatizar en la profunda superioridad de los humanos... tal vez

por ello esos nativos de África, de América, de Oceanía nunca cancelaron su relación mágica

con los seres y las cosas”. 

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Por desgracia, la realidad, muchas veces triste, parece mostrar otra cosa. No de otra manera

podría explicarse que caballos y camellos salvajes, mastodontes, mamuts y bisontes gigantes

desaparecieran súbitamente de las praderas norteamericanas poco después de la llegada del

hombre a ese continente hace aproximadamente 11.500 años. Algo que también ocurrió en

Suramérica, donde el arribo del hombre coincidió con la extinción de los mamíferos más

apetitosos: perezosos y armadillos gigantes y osos hormigueros del tamaño de caballos.

Paleontólogos que han estudiado estos eventos han acumulado evidencia incuestionable

sobre el furor fratricida de los hermanos de las águilas, quienes a la luz de la evidencia

parecen ser los más seguros culpables de las matazones del pleistoceno.

La historia de carnicerías y extinciones se extiende también a lo largo y ancho del Pacífico,

donde los voraces polinesios no dejaron pájaro con cabeza. Algo similar sucedió en Australia,

donde marsupiales y mamíferos a duras penas escaparon de los certeros golpes de los

boomerangs y al apetito de los aborígenes. Y por si todavía quedan dudas sobre la triste

verdad de las sociedades mágicas, cabría recordar lo que ocurrió en la isla de Pascua, donde

los nativos transformaron un bosque milenario en una pradera estéril adornada con cabezas

gigantes, o mencionar las costumbres crueles de los yuqui, habitantes del Amazonas

boliviano, quienes persiguen con especial ahínco hembras de mono embarazadas para

devorar sus fetos y no tienen ningún empacho en usar barbasco para matar

indiscriminadamente, y de un tajo, a todos los peces que nadan en las aguas mansas de los

afluentes del Amazonas.

Contra toda evidencia, Ospina insiste en la existencia de sociedades mágicas que no sólo

respetan su entorno, sino que nunca “creyeron que en la naturaleza hubiera mucho que 

mejorar”. Algo que contrasta, en su opinión, con la voluntad de dominio, el progreso

incesante y la decisión de mejorar el mundo de las sociedades occidentales. Ospina va incluso

más allá e insinúa que la intención de manipular y disfrutar la naturaleza es una derivación del

antropocentrismo occidental, sin otros antecedentes en la historia de la humanidad.

Pese a lo vendedor del argumento, la supuesta diferencia entre los industriosos pueblos de

Europa y los contemplativos pueblos de Oriente y del Nuevo Mundo tiene mucho de

propaganda y poco de verdad. Los chinos, por ejemplo, han mostrado, de tiempo atrás y con

contadas excepciones en su historia, una clara disposición a transformar la naturaleza. Ahí

está la gran muralla de testigo. Pero existen otros ejemplos, quizás menos colosales pero no

por ello menos representativos. En el siglo XI, durante la dinastía Tang, la mayoría de los

bosques nativos del norte de China fueron destruidos con el fin de ampliar la zona de

influencia del imperio. Algunos siglos más tarde, ya durante la dinastía Ming, un sabio chino,

cuyo nombre se perdió en la memoria de los tiempos, escribió un extenso libro con el

sugestivo título de Explotación de las formas de la naturaleza. No precisamente un manual de

meditación para leer bajo la sombra de una pagoda en perfecta armonía con el entorno.

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Al respecto también podrían citarse las investigaciones del biólogo norteamericano Jared

Diamond, quien ha dedicado parte de su vida a estudiar las costumbres de los habitantes de

las selvas tropicales de Borneo y Nueva Guinea y ha acopiado innumerables anécdotas sobre

la sorprendente predisposición de los nativos de esas tierras a adoptar, sin reticencia alguna,

las tecnologías de Occidente. Diamond cuenta la historia de un habitante de la tribu chimu de

Nueva Guinea, quien no obstante haber nacido en una sociedad todavía anclada en la edad de

piedra consiguió amasar una fortuna comerciando con café, lo que le permitió comprar

primero una motosierra y luego una flotilla de camiones, lo que, a su vez, le llevó a convertirse

en un empresario de la madera algo peculiar pues hasta el final de su vida vistió las faldas de

hierba de los personajes de las pinturas de Gauguin.

En su obra más conocida, Guns, Germs and Steel , Diamond realiza un análisis de los distintos

factores que pueden explicar la supremacía tecnológica y científica de una sociedad. En su

opinión, los factores preponderantes tienen mucho que ver con las circunstancias naturales

que facilitan la difusión de la técnica y el conocimiento (la ausencia de barreras naturales y la

presencia de rutas comerciales, por ejemplo) y poco con las circunstancias culturales que

determinan el talante supuestamente reformista o conservador de una raza o pueblo.

Diamond también sugiere que el contacto con la tecnología muchas veces transforma a una

sociedad aletargada en otra frenética. Esto es, la tecnología explica la cultura y no viceversa,

como sugiere Ospina.

En resumen, la diferencia primordial no se produce entre quienes tienen la intención de

transformar su entorno y quienes, sabiamente, renuncian a ella, sino entre quienes tienen la

capacidad para modificar la naturaleza y quienes no la han adquirido todavía por razones en

muchos casos fortuitas y en otros geográficas. Así, la incapacidad de conquistar la naturaleza

no debe equipararse a la intención deliberada de no entrometerse con sus designios. Hacerlo

implicaría caer en una falacia bien conocida: la de otorgarle connotaciones morales a una

historia natural.

Pero Ospina va mucho más allá de la falacia naturalista. Para él las sociedades ancestrales se

caracterizan no sólo por una comunión con la naturaleza, sino también por una subordinación

de lo individual a lo colectivo. Ospina insiste en la existencia de sociedades armoniosas que

anteponen sus costumbres milenarias a nuestras modas y su colectivismo sabio a nuestro

individualismo miope. Hay allí, claramente, una aceptación velada de la ficción del buen

salvaje de Rousseau, del comunismo natural de Lewis Morgan, de las sociedades epicúreas de

Margaret Mead y de tantos otros mitos nacidos de la imaginación delirante de muchos

antropólogos sin libreta.

La evidencia acopiada por otros antropólogos, éstos sí con libreta, ha terminado por archivar

una a una las distintas proclamas sobre la existencia de sociedades igualitarias que vivían en

una especie de éxtasis comunitario—todos para uno y uno para todos—. Hoy sabemos que

Rousseau recurrió a una lectura selectiva de la vida de los nativos de Tahití, que Margaret

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Mead fue engañada por dos adolescentes de Samoa que inventaron para ella una larga

historia de amores y conquistas, y que la infinita bondad de los miembros de la tribu tasaday,

habitantes de las selvas tropicales de Filipinas, quienes —según un mito reciente— no sabían

cómo llamar la guerra, no fue más que un montaje vulgar de un periodista, Manuel Elizalde,

desesperado por una chiva.

No es todo. Para Ospina “[l]a mayor parte de las necesidades del hombre moderno son

inventos de la moda y el comercio. Cualquier antropólogo sabe que ya en el neolítico las

necesidades básicas del hombre estaban satisfechas”. Pero cualquier antropólogo también

sabe que no sólo de pan vive el hombre: el estatus y el sexo también alimentan. Y el primero

generalmente ayuda a conseguir el segundo. Así, el reloj Cartier del hombre moderno no es,

en esencia, distinto al penacho de plumas del pielroja. Y la moda no es mucho más que un

instrumento para canalizar nuestro atávico deseo de reconocimiento y estatus. Algo que a

veces olvidan muchos intelectuales, incluyendo los de moda.

No es exagerado afirmar, entonces, que los pueblos ancestrales comparten muchos de los

males de Occidente: la violencia, la competencia sexual, la preocupación por el estatus y el

individualismo. Insistir en lo contrario puede ser útil como una forma de escapismo temporal.

Pero tarde o temprano nos veremos abocados a confrontar la realidad de la naturaleza

humana con toda su carga de fealdad y pesadumbre. Querámoslo o no, la tristeza de Hobbes

es más real que la alegría (ingenua o mentirosa) de Rousseau.

Ospina plantea en su libro otra dicotomía bien conocida: la del arte humilde que nunca ha

traicionado al hombre y la ciencia soberbia que terminará por devorarlo. Los combates de los

artistas, nos dice Ospina citando a Propercio, no han herido a ninguna deidad. Los de los

científicos, por el contrario, han mancillado muchas veces la naturaleza y amenazan con

acabarla con sus juegos atómicos y sus manipulaciones genéticas. “Yo diría”, afirma Ospina,

“que el arte nunca se propuso mejorar el mundo natural y que en cambio siempre se propuso

celebrarlo”. 

El autor parece ignorar que la ciencia le ha dado al hombre no sólo el acceso a la técnica, sino

también una perspectiva única sobre su posición en el mundo. Fueron la astronomía y la

biología evolutiva las que acabaron con nuestras pretensiones antropocéntricas. Fue después

la biología molecular la que nos mostró que, al fin de cuentas, sí somos hermanos de las

águilas con las cuales compartimos la mayoría de nuestros genes. Y fue, finalmente, la

genética la que nos enseñó que todas las razas descienden de la misma banda de africanos y

que salvo algunos rasgos externos, adquiridos aquí y allá como protección contra el clima,

todas poseen el mismo patrimonio genético y la misma capacidad cognoscitiva.

Quizás la ciencia nunca logrará abarcar “la plenitud de un universo divino”. Pero, sin duda, nos

ha entregado un ojo alerta y curioso con el cual contemplar el mundo. Sería entonces más

 justo, y más realista también, considerar a la ciencia y al arte como manifestaciones

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comparables del espíritu humano. Seguir insistiendo en la superioridad moral del arte es caer

una vez más en la dicotomía falsa de quienes contemplan el mundo y quienes lo manipulan.

Como es también equivocado seguir insistiendo en la oposición entre comercio y cultura —

otra de las dicotomías favoritas del autor—. El comercio ha sido, y será por siempre, un

instrumento clave para el intercambio cultural. Fueron las ferias de la champaña las que

permitieron acercar los pueblos escindidos de la edad media europea. Fue Marco Polo, un

mercader, quien abrió las puertas al intercambio cultural entre Europa y Asia. Ha sido el

comercio electrónico el que ha permitido rescatar (y proteger) las tradiciones ancestrales de

algunos artesanos de África. Y ha sido la internacionalización de las compañías disqueras la

que ha permitido la difusión de los ritmos autóctonos de la América mestiza y el África negra.

Por ello, para renovar los vínculos entre culturas se requiere no sólo “que nuestros medios de

comunicación, nuestras publicaciones y nuestras casas de cultura se conecten”, sino también

que nuestros lazos comerciales se estrechen. Sin el comercio, el mejor polinizador cultural que

haya inventado el hombre, muchas culturas seguirán escindidas o sujetas al albur de algún

hecho fortuito, un viento huracanado, que les permita intercambiar sus semillas.

En suma, el libro de Ospina está lleno de lugares comunes y apreciaciones erróneas que poco

aportan a una valoración objetiva de los logros y fracasos de Occidente y en nada contribuyen

a la redención de las sociedades mágicas: el romanticismo a ultranza, la idealización

bobalicona, es otra forma de desprecio. Aunque Ospina argumenta que la verdad debería

subordinarse a la alegría, no está de más insistir en las tristes verdades del mundo. Los

aguafiestas tienen un papel que cumplir, así sólo sea el de prevenir la resaca que viene

después de la borrachera de las utopías.

Ospina termina uno de los capítulos de su libro con una elocuente defensa de las utopías:

“debemos aprender a aliar la realidad con la imaginación, la necesidad con el deseo, el arado

con la estrella”. A propósito, valdría citar las palabras del poeta ruso americano Joseph

Brodsky a Vlacav Havel, antiguo presidente de la República Checa y también defensor a

ultranza de los sueños del postmodernismo. “Quizás el verdadero civismo, señor presidente,

consista en no crear ilusiones. Los ‘nuevos entendimientos’, las ‘responsabilidades globales’ y

las ‘metaculturas pluralísticas’ no son mucho mejores, en esencia, que las utopías

nacionalistas de antaño o los fantasiosos proyectos de los nuevos ricos. Esta forma de dicción

puede serle útil, quizás, a los inocentes o a los demagogos que hoy rigen los destinos de las

democracias de Occidente, pero no a usted que debería conocer la verdad acerca de la

condición del corazón humano”.