EL ESTILO CONTRA LA NOVELA · tes- y la linealidad superficial del relato, está edi ficada sobre...
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EL ESTILO
CONTRA LA NOVELA
Elías García Domínguez
Hay un:a escena en Belarmino y Apolo
. nio
en la que el Primer Narrador se dispone a escuchar la continuación de la historia de don Guillén, que por su parte se
ha perdido, desde el mismo comienzo, en una de esas divagaciones apodícticas tan frecuentes en las novelas de Pérez de Ayala. «Aquellas consideraciones, aunque sutiles y originales, no me parecían pertinentes -comenta sensatamente el Narrador-. Lo que yo quería conocer no eran las ideas de don Guillén, sino su vida y sentimientos». Aquí, pues, el Narrador, que tantas veces, antes y después, incurre en el vicio que está censurando, asume e incorpora la procuración de los presuntos intereses del lector, de acuerdo con la tradición narrativa vulnerada; tradición que en este punto, no hace falta aclararlo, consiste no tanto en un implacable filtrado y eliminación de cuanto no sea «vida» y «sentimientos», como en anular la autonomía de las ideas e incorporarlas, en cuanto aparezcan, a la misma narración, presentándolas como acontecimientos para que pasen a formar parte del proceso narrativo, en vez de irrumpir en el mismo en calidad de suspensiones o suplantaciones de lo que se estaba contando.
En general, los presupuestos de la narración son bastante sencillos: por ejemplo, el mantenimiento de la «circulación anafórica», que, según la afortunada imagen de Sánchez Ferlosio, «es como el sistema vascular de un organismo vivo, que, haciendo correr la sangre de una parte a otra, las pone en conexión a todas ellas»; es decir, el constante drenaje del texto para que no se interrumpa la continuidad referencia, que cuanto más desahogadamente se conserve, tanto más tolerará, o aún exigirá, una organización sintáctica más floja, y correlativamente una mayor frecuencia de conexiones ad sensum y de relaciones latentes y sobreentendidas, quiere decirse, sin formalización sintáctica, y así el lector percibe inmediatamente
Ilustración para «La Araña».
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como redundante todo eventual recurso a construcciones cuya trabazón explicite las relaciones entre partes. Quiere decirse con esto que la congruencia que se manifiesta entre el estilo suelto -la «escritura desatada» de la novela, según Cervantes- y la linealidad superficial del relato, está edificada sobre un estatuto de reciprocidad que se le impone al lector como «natural», en calidad de convención primaria o grado cero para cualquier estilo narrativo. En consecuencia, la intromisión del narrador puede llevarse a cabo, indirecta e insidiosamente, en cuanto asome en el texto la primera conjunción semánticamente cargada, porque en ese instante los diversos acontecimientos o átomos narrativos se verán obligados a mirar unos hacia otros y a adoptar posiciones jerárquicas relativas, según las prelaciones del protocolo sintáctico, y no ya según su mera sucesión en la fluencia del tiempo verbal. Por de pronto, si no una ideología concreta, la decidida voluntad de organización del mundo ficticio, para que sea ofrecido a la lectura sólo después de sometido a ordenación racional, puede ser una mera actitud de protesta contra las leyes de narrar, lo que Pérez de Ayala llamaba «la maldición originaria del novelista», pero también podría ser síntoma, bien de una corroboración del orden del mundo real, bien una protesta contra su desorden:
«Como Alberto se acercase a fin de zahumarseen la humareda rústica y agria, que le complacía
Ilustración de J. Francés para «Artemisa».
extremadamente, empezáronle a llorar los ojos y a cosquillearle las narices, por lo que estornudó de manera que Paquillo no se tenía de risa» (Tinieblas en las cumbres).
«Como el penco que cabalgaba Paolo era cansino y retardatario, por mucho que le metió laespuela, el landó se le había adelantado gran trecho, y partían ya los novios dentro de la estrepitosa diligencia, arrastrados en un torbellino de chispas, polvo, cascabeles y trallazos, cuando elcaballero aparecía en la embocadura de la calle. Paolo, poniéndose en pie sobre los estribos, agitó los brazos con terribles aspavientos de despedida, por donde los viajeros de la diligencia se pers\la-
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dieron que Simona era raptada» (Luna de miel, luna de hiel).
Diecisiete años median entre estos dos párrafos. El lector encontrará ejemplos más expresivos casi en cada página de cada novela de Pérez de Ayala, cuyo modus operandi en este punto, como en otros rasgos convergentes de su estilo -y no podía ser de otra forma, si queremos que la palabra «estilo» signifique algo-, ha de verse como forma-
Ilustración de Penagos para «El ombligo del mundo».
lización de una profunda y tenaz repugnancia a dejar que las cosas -los acontecimientos y su entorno- hablen por sí mismas y busquen su acomodo espontáneo en los recovecos de la atención y la memoria del lector, sino que desde luego nos las dispone ya convenientemente ordenadas, organizadas y cargadas de sentido, y troqueladas en forma definitiva y memorable.
Estoy convencido de que, por debajo de otros rasgos formales quizás más llamativos, ésta es una de las causas, acaso la más profunda, del íntimo rechazo que las novelas de Pérez de Ayala provocan -para qué vamos a ocultarlo- en muchos de sus lectores. Porque es un hecho que Pérez de Ayala ha contado siempre con muy pocos lectores adictos, capaces de frecuentarlo por puro gusto sin recurrir al resorte de un interés ocasional y oblicuo, que podrá ser compulsivo y duradero hasta el punto de engañar al lector mismo, pero que nada tendría que ver con la fruición desinteresada y modesta -o, como dice Borges, resignada y civil- de la verdadera lectura.
No cometamos el error de achacar esa resisten-
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Ilustración de J. Francés para «Artemisa».
cía a incomprensión por defecto, a la carencia, por parte del lector común, del adecuado standard cultural necesario para disfrutar con plenitud de un escritor ciertamente pródigo en rebuscadas alusiones y referencias librescas, y capaz de inundar sus páginas de vocablos como «inmarcesible», «propincuo», «cogitación» o «pingüedinoso». No es cuestión de dificultad de lenguaje, porque no hablamos ahora de que Pérez de Ayala sea o no sea un escritor popular, sino de la escasa aceptación que parece haber tenido por parte de esa minoría selecta, como se decía, que por su cultura, su educación literaria y su tolerante amplitud de gustos constituiría la clientela natural de Pérez de Ayala. Todo lo contrario; lejos de encontrarlo incomprensible, creo más bien que esos lectores lo encuentran tan implacablemente diáfano, rotundo y explícito, que tarde o temprano tienen que resignarse a perder la capacidad de iniciativa, y renuncian a sorprender y aprovechar en el novelista algún gesto de indecisión, perplejidad o desconcierto; el lector, pues, se siente constreñido a la mera contemplación y acatamiento de la realidad ficticia, sin que se requiera de él otro modo de actividad que la puramente intelectual de digerir y comprender. Y entonces el lector, como Conrad escribió una vez, «queda derribado ante lo completo de la expresión, cuando se debería permitir que la imaginación quedara libre para despertar los sentimientos».
La decidida voluntad del narrador para mantener bajo su dominio al lector es aún más implacable en el tratamiento escandaloso a que somete a sus personajes. Pérez de Ayala emplea para ello el procedimiento de alternar un tratamiento behaviorista con un tipo de descripción cuyo modelo está directamente tomado de los moralistas franceses del XVII. El behaviorismo tiene muchas ventajas, pero no deja de presentar también el inconveniente de que, si el narrador baja por un momento la guardia y nos deja penetrar en el interior de la conciencia del personaje, la descripción puramente superficial y externa de su comportamiento nos producirá la impresión de que se trata de actos sin motivación, arbitrarios y por ello, inde-
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fectiblemente, con propensión a caer del lado de la comedia. Esto ocurre sobre todo en Tigre Juan, cuyo protagonista tantas veces ha sido comparado a los personajes de los esperpentos de ValleInclán, pero que, a diferencia de éstos, se comporta así sólo en ciertos momentos de la novela:
«Tigre Juan se puso de una lividez cenizosa. Cayó sobre una silleta, rígido y con una especie de perlesía. Se le retorció la mitad del rostro como un paralítico ... Se le vio a Tigre Juan contraerse, en un esfuerzo de titán que va a romper una cadena, al cabo del cual surtió con un salto de prodigioso vigor, y luego, abriendo los brazos en el aire, dio otros varios, más expresivos, a modo de zapatetas de una salvaje danza triunfal».
Pero esto es excepcional; lo normal es que Pérez de Ayala introduzca parsimoniosamente, entre las frases de este tenor, algunas informaciones de otro orden, que son las que dan sentido al comportamiento del personaje o a los datos de la descripción, con habilísimos enmascaramientos rítmicos que lubriquen los desplazamientos y los hagan tolerables; copio unos ejemplos:
«Tigre Juan no quería verla [a Herminia]; pero a cada poco hacía profundas inspiraciones de aliento, como si la respirase desleída en la sombra, saturando el recinto. Un momento creyó que se ahogaba, que le faltaba respiración. Lo que le faltaba era Herminia, cuya ausencia notaron al punto sus pupilas de gato».
«Herminia, con labios entreabiertos y la respiración breve, levantaba, a pesar suyo, la cabeza a mirar a Tigre Juan en una manera de hostilidad, y durante un rato no podía apartar de él los ojos. Por su parte, Tigre Juan, que sentía sobre sí la mirada de Herminia, bajaba la cabeza y reía estúpidamente, como un niño vergonzoso».
«La claridad oleaginosa caída desde la lámpara le teñía la tez [ a doña Iluminada] de un color pajizo, como papel de estraza, reseco y socarrado al sol. Debajo de esta a manera de vejez prematura y accidental trasparecía archivada, señaladamente a través de las pupilas, una mocedad incólume, fogosa, como vino nuevo en corambre antigua».
¿Qué sorpresas puede depararnos una historia donde hasta los candiles de aceite están al servicio
Ilustración de N. Montero para «Exodo».
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del furor didáctico e interpretativo del narrador? Es difícil sustraerse a la impresión de que Pérez de Ayala, antes de ponerse a escribir, hubiese ya escudriñado y sometido al banco de pruebas a sus criaturas, que por complejas y contradictorias que pueda imaginarlas, darán siempre un poco la im" presión de muñecos programados, que no darán un paso sin ir acompañadas del gesto del autor mostrando con el dedo el correspondiente mecanismo; y ello ofrecido en frases tan elegantemente moduladas, articuladas con un vocabulario tan escogido y configuradas en una construcción tan majestuosa que abruman al lector con la certeza de que, a partir de tales personajes, los acontecimientos no van a funcionar más que como ilustraciones, que acaso no estén siempre a la altura debida.
Por descontado que estas anomalías y transgresiones -lo mismo este caracterizar por adelantado y con exceso que aquella interrupción de la linealidad mediante una sintaxis de tres dimensionesno las ha inventado Pérez de Ayala, sino que son tan viejas como el mismo arte de narrar, como se desprende sin más de la existencia, en la lengua, de las partículas y construcciones ad hoc, lo mismo que existen también a disposición del narrador las formas verbales necesarias para todo juego temporal de prospección del futuro y rescate del pasado. Sin embargo, está claro que una cosa son los procedimientos previstos y disponibles
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para casos de apuro -lo que ahora llaman «una emergencia»- y otra cosa muy distinta es basar la organización y funcionamiento del relato en esos procedimientos, multiplicando su empleo hasta llegar al punto de saturación. (Conviene, sin embargo, no olvidar nunca que ese umbral, a partir del cual el estilo parece laborar contra el relato destruyéndolo como tal, no lo establece acaso el propio narrar en tanto que intemporal genus elocutionis, cuyas propiedades hayan sido definidas de una vez por todas, sino más bien el lector y la historia, puesto que las alteraciones de la linealidad o las interposiciones de la voz del narrador para dar sentido a los acontecimientos -cuando
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éstos no parecen suficientemente elocuentes de por sí- contribuyen en principio a dotar de profundidad y relieve a la narración, engrosando y enriqueciendo el entramado y contextura del discurso, de tal modo -Y puesto que el novelista trabaja, no en un laboratorio donde baste con repetir in vitro los procesos para obtener resultados siempre idénticos, sino al aire libre de la historiaque una sumisión demasiado rigurosa a aquel imperativo original de linealidad, yuxtaposición y continuidad referencial podría convertirse, por
Ilustrdd.ón de Penagos para «El ombligo del mundo».
contraste, en· un procedimiento estéticamente marcado, y tan eficaz y corrosivo que sea bastante para producir la prosa magistral del Cándido de Voltaire: leurs bouches se rencontrerent, leurs yeux s' enfiammerent, leurs genoux tremblerent, leurs mains s' égarerent ... ).
Pues bien, ambos rasgos -que nacen, como decimos, de la misma profunda raíz, a saber, la negativa a aceptar la visión del mundo que el género narrativo primariamente propone- vienen a estar en permanente conflicto, no sólo con ciertas premisas genéricas de la narración, sino también con aquellas corrientes estéticas que, a falta de otro rótulo mejor, comprendemos bajo el nombre de simbolismo, y que constituyen el suelo común a las diversas escuelas literarias postnaturalistas caracterizadas por Edmund Wilson en Axe/' s Castle. Estamos demasiado acostumbrados a identificar simbolismo y poesía lírica: pero está claro -y creo que fue precisamente Wilson el primero en mostrarlo- que las tendencias simbolistas son las que caracterizan también, por ejemplo, a las novelas de Proust y Joyce. Estas tendencias, de forma sumaria y expeditiva, pueden resumirse
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Ilustración de Penagos para «El ombligo del mundo».
en dos: la tendencia a insinuar y sugerir, más que a describir o definir, y la tendencia al punto de vista subjetivo, único y personal, con exclusión de todo lo que tenga pretensiones de verdad objetiva trascendente. Por cierto que Ortega y Gasset, en sus Ideas sobre la novela, publicadas en 1925 -seis años antes que el libro de Wilson- consigueaislar el primer componente con admirable sagacidad, y propone una estética de la novela que, porser inequívocamente simbolista, está en las antípodas de lo que Pérez de Ayala, a su vez, creíaque una novela debería aspirar a ser; y no meestoy refiriendo ahora a su técnica narrativa ni alas pretensiones ejemplares y normativas de susobras, sino precisamentte a su propia teoría novelesca, que en todos sus extremos era coherentecon la práctica del oficio. Señala Ortega, porejemplo, «el carácter difuso, atmosférico, sin acción concreta», de las grandes novelas modernas,e indica que el encanto y vitalidad, como de seresreales, que muestran los personajes de Dostoievski, se genera en la desorientadora habilidad ydinamismo de su comportamiento, correspondiendo con la insuficiencia, vaguedad e imprecisión de las glosas y comentarios del narrador, demodo que los personajes nos aparezcan en perpetuo Status nascens. Esto es puro impresionismo yen cierto modo -si admitimos que a partir de laguerra europea los procedimientos expresionistasse imponen durante unos años como los más fecundos y productivos- Ortega defiende una causacasi perdida. Pero la gran onda simbolista, que esla sustancia que nutre los años de formación dePérez de Ayala, consiste en actitudes más que ensoluciones concretas; el impresionismo y el expresionismo -y perdóneme el lector estas torpes simplificaciones- pretenden ser respuestas estilísticasal mismo problema, que tan bien ha sido caracterizado por Juan Benet en aquellos espléndidosensayos titulados La inspiración y el estilo. Véasecómo Benet, al señalar la génesis del estilo moderno, excluye precisamente aquella actitud dePérez de Ayala que constituye su verdadera y
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última originalidad y su positiva -aunque extravagante y anacrónica- aportación a la literatura de su tiempo:
«El estilo se perfila como un espacio que incluye al de la razón, con un mayor número de dimensiones que ella y dispuesto a identificarse con el de ella -como en el caso de los lenguajes técnicos- cuando voluntariamente renuncia al empleo de aquellas dimensiones que escapan a su control. .. Acostumbrado y ejercitado en el oficio de describir, de traducir en palabras las ideas que tiene en la cabeza, el escritor siente un día la necesidad de ampliar su campo de trabajo hacia una oscura zona de su razón en la que las ideas -si se pueden llamar,. así- no se hallan claramente perfiladas, no se corresponden con las palabras del diccionario ni admiten una expresión con las formas normales del lenguaje. Entonces no se trata tanto de decantar aquellas impresiones con ayuda de una meditación que las introduzca en los canales usuales del pensamiento, para formularlas de una manera precisa, sino de inventar una película con la sensibilidad necesaria para ser impresionada por esas imágenes que escapan a las revelaciones de la razón».
He subrayado unas líneas que me parecen el diagnóstico más exacto de lo que se propuso Pérez de Ayala, cuya aspiración era seguramente la de responder con su obra a aquella tarjeta postal que un personaje de La pata de la raposa envía al protagonista, cuando éste decide escribir para el público. Allí se utilizan las palabras «lógica», «sencillez», «agudeza» y «precisión» para encomiar las cualidades del escritor público. Y unas páginas adelante, el mismo protagonista, con palabras que no me resisto a transcribir, explica por qué se cree autorizado a cometer la «intromisión social» de publicar sus escritos. Para justificar esa intromisión, dice, «es necesario haberse encontrado en trances vividos, muchas veces insignificantes en apariencia, de los cuales se ha podido extraer, como si se creasen por vez primera en la historia, los valores y conceptos fundamentales de la conducta y del universo. Tengo la certidumbre de que este es mi caso. Hasta hace poco tiempo, mi espíritu estaba como una noche con lluvia de
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estrellas; era una zarabanda de resplandores en demencia, que aparecían, se cruzaban, huían caóticamente. Y de pronto, todos esos orbes fugaces y arbitrarios, que en ocasiones llegaban a ocasionarme verdadero vértigo, se armonizaron sistemáticamente, como obedeciendo a las leyes de una mecánica celeste, y aquellos resplandores volubles, que no eran sino aliento angustioso de todos los actos de mi vida pasada, se aquietaron, se cristalizaron, se hicieron elocuentes y transparentes».
Inevitablemente se le viene a uno a la memoria aquella frase de Rimbaud: Je finis par trouver sacré le désordre de mon esprit. Lo grave -desde el punto de vista de la novela- no es que Pérez de Ayala se haya siempre negado a considerar sagrado el desorden de su espíritu, sino que tampoco quiso casi nunca respetar el desorden espiritual de sus personajes. Con la excepción de su novela primeriza Tinieblas en las cumbres, cuyo héroe, «arrebatado en el torbellino lóbrego de la materia estúpida», con el u ye afirmando que «todo es ciego, estúpido, vertiginoso y fatal», parece como si las peripecias argumentales fuesen largos y fatigosos caminos de perfección para que, tras la pertinente catarsis, puedan los asendereados personajes llegar a exclamar, como Tigre Juan: «El rayo de la revelación hendió mi carne. Sé lo que
Ilustración de Ontañón para «La revolución sentimental».
tengo que hacer». Trocar aquella ciega fatalidad en razonable necesidad es el programa que desarrolló Pérez de Ayala de Tinieblas en las cumbres a Tigre Juan. Yo no diré que Tigre Juan sea la mejor novela de Pérez de Ayala; estoy seguro, eso sí, de que su arte de prestidigitador, que ofrece las cartas con habilidad y lleva al espectador a seguir sus ocultas indicaciones, alcanza en Tigre Juan su grado más alto. Los componentes de la novela se han reducido ya a su función desnuda de preparar el momento en que todo conflicto se resuelve y todo episodio encuentra su significación.
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Llegados a este punto, es justo que dejemos constancia de que una cosa son las previsiones sobre la marcha del argumento y otra muy distinta la expectativa que el estilo narrativo sea capaz de levantar, paso a paso. Vayamos por partes. De lo dicho hasta aquí podría deducirse que estamos reprochando a Pérez de Ayala sus pecados contra la marcha de la historia y contra la naturaleza del relato, por no haber sabido ver cuáles eran enton-
Ilustración de Máximo Ramos para «Pandorga».
ces las maneras lícitas de novelar, y no haberse sujetado tampoco a los cánones permanentes del oficio. No es tan sencillo. Así como hay «modelos del discurso» o elocutionis genera, que no son los llamados géneros literarios sino algo previo a ellos, también debe haber modos correlativos de lectura. Cuando un escritor se nos ofrece desde uno de aquellos reconocibles modelos, digamos la narracción, acomodamos normalmente nuestra lectura a ese modelo, que requiere no sólo un ritmo y un grado de tensión determinados, como todo acto elocutivo, sino también, y eso es ahora lo que nos importa, una atención selectiva hacia lo que leemos. Por decirlo de cualquier manera, en la narración el lector va poniendo entre paréntesis, relegado a la memoria pero no incorporado al contexto, todo lo que no sea inmediata narración de acontecimientos (el buen lector de novelas, por ejemplo, siente siempre la tentación de saltarse las descripciones). Cuando esa disposición táctica resulta alterada mediante gradientes imperceptibles y ocultos, el lector puede ser llevado pasivamente -es un modo de hablar- a donde el autor se proponga. No ocurre lo mismo si el autor trata de
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Ilustración de Penagos para «El ombligo del mundo».
romper sin miramientos toda posibilidad de acuerdo obligando al lector a acudir de un sitio a otro, a saltar de un plano a otro, a asentir o rechazar lo que se le dice, como un cocinero que nos obligase a discutir y razonar con él no solo la elección del menú, sino los motivos que le mueven a añadir un poco de perejil a una salsa. Pero si el lector advierte el juego y acepta las reglas, buscará una disposición adecuada y seleccionará en el texto unos valores que ya no serán los de la narración, y que por lo mismo le permitirán seguir leyendo sin que la irritación aceche a cada página y sin que le importen ya aquellos procedimientos, sino el genuino placer estético que recibirá a cambio. Está claro que en Pérez de Ayala hay que estar siempre al acecho de la frase, del párrafo o de la escena, donde el arte de la miniatura consigue sus logros mejores, donde el adjetivo iluminador o las cadencias del período tienen primeros papeles, y donde en cambio la adherencia de los bordes -su posibilidad de insertarse en una serietiene un valor mínimo. «Como -las vegetaciones de gruta se alargan hambrientas hacia el resquicio por donde penetra un vestigio blanquinoso de luz, migajas de la gran hogaza dorada del sol, así el amor grutesco de Tigre Juan, ciego y premioso, acentuaba la tendencia hacia Herminia». ¿ Qué nos importa lo que se nos cuenta? ¿ Qué sentido puede tener aquí, una vez decidido el lector a disfrutar con las palabras, toda objeción sobre la economía del relato? Es innegable que, como novelista, Pérez de Ayala no supo o no quiso explotar aquellas vetas que los grandes novelistas europeos del primer cuarto de siglo tomaron como materia para sus obras. Más bien me ha sorprendido a menudo la benevolencia que la crítica ha demostrado -a diferencia de aquellos lectores que decíamospara su obstinación por meter el relato en la horma del ensayo. Pero si Pérez de Ayala no merece acaso en la historia de la novela más que el lugar que se reserva a los heterodoxos sin descendencia, no me cabe duda de que su obra ha ganado un lugar de excepción en la histo-ria de la prosa castellana; mejor dicho, etendrá ese lugar cuando tal historia se escriba.