El conde de Ventimiglia parte para · —Noto, en efecto, que tenéis acento distinto del nuestro....

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El conde de Ventimiglia parte parael Golfo de México para encontrar asu hermana desaparecida desdeniña, la cual se encuentra en lasmanos del Marqués de Montelimar,el hombre que envió a la muerte asu propio padre, el Corsario Rojo.Cruzar la espada con los peoresbribones será el precio a pagar paraencontrar a la muchacha y vengaral Corsario Rojo…

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Emilio Salgari

El hijo delCorsario Rojo

Corsarios de las Antillas - 4

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Título original: Il figlio del CorsaroRossoEmilio Salgari, 1908

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PRIMERAPARTE

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—¡E

CAPÍTULO I

LA MARQUESA DEMONTELIMAR

l señor conde deMiranda!

Este nombre,pronunciado en alta

voz por un esclavo galoneado, vestidode seda azul con grandes floresamarillas, y de piel negra como el

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carbón, produjo impresión profundaentre los innumerables invitados quellenaban las magníficas estancias de lamarquesa de Montelimar, la bella,celebrada por todos los aventureros ypor todos los oficiales de mar y de tierrade Santo Domingo.

El baile, animadísimo hasta aquelmomento, interrumpióse de pronto,porque caballeros y damasprecipitáronse casi hacia la puerta delsalón grande, como atraídos porirresistible curiosidad de ver de cerca aaquel conde, que según decían habíahecho volver la cabeza a mucha gente enlas pocas horas que se dejó ver en lascalles de la capital de Santo Domingo.

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Apenas el criado negro levantó larica cortina de damasco con ancha franjade oro, apareció el personaje anunciado.

Era un arrogante joven de veintiochoa treinta años, de estatura más bien alta,continente elegantísimo, que denunciabaal gran señor, ojos negros y ardientes,bigotes negros rizados hacia arriba, ypiel blanquísima, cosa bastante extrañaen un comandante de fragata,acostumbrado a navegar bajo el solabrasador del Golfo de México.

Aquel extraño e interesantepersonaje, tal vez por capricho, ibavestido todo de seda roja.

Roja era la casaca, rojos losalamares, rojos los calzones, rojo el

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amplio fieltro, adornado con largapluma, y también los encajes, losguantes y aun las altas botas decampaña; ¿qué más? Hasta la vaina de laespada era de cuero rojo.

Al verse en presencia de todasaquellas personas que lo contemplabancon fijeza, el Conde arrugó un poco lafrente, mirando con altivez a loshombres, como enojado por talcuriosidad; luego levantóse cortésmenteel sombrero, rozando, con unmovimiento gracioso, la alfombra con lalarguísima pluma, e hizo un ligerosaludo, teniendo siempre la diestra en laempuñadura de la espada.

La marquesa de Montelimar, abrióse

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paso entre los invitados, acercándoseapresuradamente al conde.

No sin razón la llamaban la bellaviuda de Santo Domingo.

Era una bellísima hija de Andalucía,la tierra célebre de las mujereshermosas de España, joven aún, porquetal vez no contaba veinticincoprimaveras, alta, esbelta, con talleflexible, ojos fulgurantes y al mismotiempo húmedos, cabellos negrísimos ypiel alabastrina, el color característicode las criollas del Golfo mexicano.

Aunque viuda apenas hacía un añode un viejo marqués, muertocombatiendo contra los filibusteros de laisla Tortuga, lucía soberbio vestido de

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damasco de seda blanco, adornado pordelante con pequeñas esmeraldasreunidas en artísticos grupos, yalrededor del níveo cuello llevaba unadoble hilera de perlas de California, deinestimable valor. Detúvose ante elconde, haciendo una graciosareverencia, acompañada de deliciosasonrisa, luego tendiéndole la diestra, ledijo:

—Agradezco mucho, señor conde,que hayáis aceptado mi invitación.

—Los hombres de mar son rudos,marquesa; pero no rehúsan jamásinvitación alguna, especialmente cuandola hace una señora tan bella como vos…

Estas palabras fueron causa de que

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se contrajera más de una frente y de quese levantaran algunos murmullos entrelos adoradores de la marquesa.

El conde de Miranda volvióse alpunto, con la siniestra apoyadaorgullosamente en la empuñadura de laespada y la derecha en la cadera,diciendo con voz clara:

—Parece que mis palabras handesagradado a alguien; sépase quenosotros, hijos del Océano, somoscapaces de guiar un barco y de regalarademás una buena estocada.

—Os engañáis, señor conde —dijola marquesa—. Aquí todos sienten granafecto por los hombres que, desafiandotempestades y peligros, nos defienden de

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los filibusteros de la Tortuga.Nadie osaba respirar, y las frentes

serenáronse. Únicamente la de uncapitán de alabarderos de Granada, unhombretón tres palmos más alto que eljoven conde, permanecía contraída.

—Señor conde —dijo la marquesade Montelimar—, ¿queréis ofrecerme elbrazo? Me sentiré orgullosa deapoyarme en un fuerte hombre de mar.

—Que pondrá siempre su espada ysu vida a vuestra disposición, marquesa—respondió el arrogante joven,atusándose una de las guías del bigote ymirando con cierta insolencia a losinvitados, que manifestaban ciertodescontento por la preferencia que la

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bella viuda concedía a aquel capitán,desconocido de todos.

—No pido tanto, conde. ¿Bailáis?—Sí, señora; pero a la francesa,

porque he sido educado en Provenza.—¿Es posible?… Sin embargo, vos

sois español. Los Mirandas, si no meengaño, son castellanos.

—Pura sangre; más mi padre casócon una francesa, y, a poco de nacer, meconfió a los cuidados de los parientes demi madre.

—Noto, en efecto, que tenéis acentodistinto del nuestro.

—Los hombres de mar, visitandomuchos países, pierden el acento de supropio idioma; además, he vivido largas

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temporadas en Italia.—Por eso habláis tan dulcemente.

¡Ah, Italia! También yo la he visitado enmi juventud. ¿Y venís ahora?…

—De Veracruz, marquesa.—¿Después de haber corrido tal vez

algunas aventuras?—No, marquesa: una tempestad y un

par de abordajes con dos barcosfilibusteros.

—Que habréis echado a pique,supongo.

—Los he remolcado, marquesa, conlas tripulaciones colgadas de losmástiles.

—Y ahora, ¿adónde vais?—Me detengo aquí para defender a

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Santo Domingo.—¿Estamos amenazados?—Se dice que los bucaneros, de

acuerdo con los filibusteros, preparan ungolpe de mano contra esta ciudad; perose encontrarán en el camino con loscincuenta cañones de mi «NuevaCastilla», y os aseguro, marquesa, queles haré…

El conde se detuvo bruscamente,volviéndose de espaldas.

Un capitán de alabarderos, el mismoque poco antes había murmurado másque el resto de los invitados, un hombrearrogante que representaba cuarentaaños, casi tan alto como un granadero,con bigotes inmensos caídos a estilo

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chinesco, se hallaba muy cerca, cual sitratase de sorprender sus palabras.

Ante la interrupción repentina deljoven capitán, giró rápidamente sobrelos talones, golpeando lleno deimpaciencia con la siniestra laempuñadura de su larga espada y abordóa una señora que en aquel momentoatravesaba la sala.

—¿Quién es ese caballero? —preguntó el conde, frunciendo elentrecejo.

—El conde de Santiago, capitán dealabarderos del regimiento de Granada—respondió la marquesa delMontelimar sonriendo—. ¿Os interesa?

—Absolutamente nada, señora. Se

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me antoja que nos seguía para escucharlo que hablábamos.

—Es un pretendiente a mi mano.A una dama tan bella no deben

faltarle adoradores —repuso el conde—. Apostaría cualquier cosa a que eldiablo mismo perdería la cabeza enpresencia vuestra.

—¡Oh, conde!… —exclamó lamarquesa, golpeándole en una mano consu soberbio abanico de varillaje de oro.

—¿Os ama?—Con locura. La semana anterior

mató de una estocada terrible a unalférez de marina, porque supo que yomostraba cierta preferencia por aqueldesgraciado.

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—¡Ah! ¿Es celoso el capitán?…—Y buen espadachín, según dicen.—Querría poner a prueba su

habilidad —dijo el conde con acentoligeramente irónico.

—Guardaos bien de ello, señor deMiranda.

—¿Por qué? ¿Me suponéis,marquesa, hombre capaz de sentir miedodel capitán?

—No, conde; pero lamentaría…—¿Qué?—Que os ocurriese alguna desgracia

—repuso la marquesa, cuyo acentopareció alterado de pronto por vivaemoción.

El joven capitán separóse del brazo

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y la contempló con sorpresa.—¿A vos… que apenas hace cinco

minutos que me conocéis?… —preguntó—. ¿Vos sentiríais que me sucediese unadesgracia?

—Admiro a los hidalgos valientes yamables como vos, conde.

El joven ahogó un suspiro; luegodijo a media voz:

—Es extraño: también mi tío…En el acto, se detuvo, cerrando

fuertemente los labios.—¿Qué decíais, conde? —preguntó

la marquesa de Montelimar.—Que la orquesta es excelente y que

podríamos bailar.—Eso mismo pensaba proponeros.

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—A vuestras órdenes, marquesa.El baile se reanudó.Damas y caballeros giraban

vertiginosamente en los espléndidossalones del palacio de Montelimar,electrizados por una docena de citaristasy de bandolinistas, ocultos tras unaespecie de jardincillo formado por unadoble hilera de soberbios bananos.

El conde abrazó a la marquesa y selanzó agilísimo en medio del torbellinode bailarines.

Algunas parejas detuviéronse paracontemplar al apuesto joven y a subellísima compañera, admirando suligereza y su gracia. Hasta entonces nohabían visto nunca danzar de aquel

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modo a un marino.Apenas terminó la orquesta y el

conde condujo de nuevo a la marquesa asu puesto, cuando oyó una voz que ledecía:

—Caballero, vos que bailáis tanbien, ¿sabríais jugar del mismo modo?

El joven capitán de la «NuevaCastilla» volvióse instantáneamente, yno pudo refrenar un movimiento desorpresa al hallarse con el capitán dealabarderos.

El conde lo miró un instante, luegorespondió con cierta ironía:

—Un hidalgo debe saber danzar,jugar y dar estocadas cuando se presentala ocasión.

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—Por ahora os propongoúnicamente jugar —dijo el capitán dealabarderos.

—Si esto os agrada, estoy a vuestrasórdenes, señor conde de Santiago.

—¡Cómo! ¿Me conocéis? —exclamóel capitán, haciendo un gesto deasombro.

—Sí… por casualidad.La marquesa de Montelimar, un poco

pálida se puso en pie.—¿Qué deseáis, conde de Santiago

del conde de Miranda? —preguntó.—Solamente proponerle una partida

de monte, señora. Los hombres de marprefieren el juego a la danza, ¿no esverdad, conde?

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—Algunas veces —contestósecamente el señor de Miranda.

—Y además, ya habéis bailado unavez con la reina de la fiesta.

—No obstante, si la marquesa deseadar otra vuelta, renuncio en el acto a lapartida que me proponéis.

—La noche no ha terminado aún ytendréis tiempo de mover las piernascuando os plazca —dijo el capitán consutil ironía.

—No juguéis, conde —interrumpióla marquesa.

—¡Oh, una sola partida! —repuso eljoven—. Son distracciones que agradana la gente que navega. Vamos, caballero.

Besó galantemente la mano a la

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marquesa de Montelimar y siguió alrudo capitán de alabarderos, no sinhacer antes una ligera seña a la bellaviuda, como para decirle:

—No os preocupéis por mí.Atravesaron la amplia sala,

fulgurante de luces, donde militares ymarinos danzaban alegremente con lasseñoras y señoritas más distinguidas deSanto Domingo, y entraron en unsaloncito en el que una docena deoficiales, ancianos en su mayoría,jugaban y fumaban grandes cigarroshabanos, sin ocuparse lo más mínimo dela fiesta.

Los doblones centelleaban en lasmesitas de juego, y cartas y dados eran

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arrojados con cierta indiferencia, másafectada que real, por los jugadores.

—Señor conde —dijo el capitán dealabarderos—, ¿preferís los dados, o lascartas?

El joven pareció pensar un momento,luego respondió:

—Se me figura que los dadosproducen una emoción más violenta quelas cartas, y esto sienta bien a loshombres de guerra, acostumbrados a lasestocadas y a los cañonazos. ¿Noopináis del mismo modo, caballero? Nosomos pacíficos cultivadores de caña deazúcar o de índigo.

—Tenéis ingenio, conde.—De mar, condimentado con mucha

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sal —repuso el joven sonriendo—.Somos hombres muy salados.

—En cambio, nosotros estamos muyperfumados —replicó el capitán dealabarderos.

—¿Por qué?—Vivimos siempre en los bosques,

dando caza a los bucaneros.—¿Y matáis muchos de esos pillos?—¡Uf! En ocasiones alguno cae bajo

nuestros arcabuces, pero casi nunca bajolas alabardas de nuestros numerosossoldados. Apenas los bribones oyen unarcabuzazo, en vez de atacar, escapancomo liebres.

—¿Quiénes? ¿Los bucaneros o losnuestros?

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—Los nuestros, conde.—¿Tanto miedo sienten?—Basta a veces un bucanero bien

emboscado para derrotar a nuestrosalabarderos; y tened en cuenta que nuncase ponen en campaña menos decincuenta soldados.

—¡Qué valientes! —exclamó elconde de Miranda, con sonrisasarcástica.

—¡Oh! ¡Querría veros en el lugar deellos!…

—Atacaría al enemigo de frente, a lacabeza de mis marineros.

—Ya sabemos todos qué figura tanbonita hacen los marinos que tripulannuestros galeones —dijo el capitán

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burlonamente—. Al oír los primeroscañonazos, arrían la bandera española yentregan a los bandidos de la Tortuga lasbarras de oro que llevan en la bodega.

—Los míos, sin embargo…El conde de Miranda se detuvo,

mordiéndose los labios comoarrepentido de haber dejado escaparaquella frase.

—Capitán —dijo—, ¿queréis quejuguemos?

—Para esto os había invitado.Veremos si el amor os trae fortuna odesgracia.

—¿Qué pretendéis decir?El conde de Santiago, en vez de

responder, hizo señas a un esclavo negro

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galoneado y vestido de seda, y leordenó:

—Los dados: vamos a jugar.—En seguida, señor conde.Momentos después, el esclavo

llevaba en una bandeja de plata,primorosamente cincelada, una tacita deoro con los dados de marfil.

—¿Qué jugamos, señor conde deMiranda?

—Lo que queráis.—Mucho cuidado con lo que decís.—¿Por qué capitán? —preguntó el

joven con afecta indiferencia.—¡Mil rayos!—¡Mil truenos! Juráis, señor conde.—Me parece que vos hacéis lo

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mismo.—¡Oh, soy hombre de mar! Además,

nadie os prohíbe jurar. La gente de tierray la de mar, en ocasiones, se hallanperfectamente de acuerdo… en esteterreno.

—Sois gracioso, conde.—Algunas veces.—¿Qué jugamos? —repitió el

capitán.—Ya os lo he dicho: lo que queráis.—¿Una piel viva?…El joven miró al capitán con

sorpresa.—No os comprendo. ¿Qué

pretendéis decir al proponer quejuguemos una piel viva? ¿La de un

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tiburón acaso?El capitán de alabarderos llevóse la

mano a la cadera en actitud provocativa;luego dijo con voz grave:

—Entre militares se acostumbra ajugar la piel cuando se cansan de arrojaroro sobre la mesa.

—¿Y bien?… —preguntótranquilamente el conde de Miranda.

—El que pierde se salta los sesos deun pistoletazo.

—¡Bárbaro juego!—Pero resulta interesantísimo,

porque se arriesga la vida de un hombre.—Prefiero apostar doblones —

repuso el joven—. Lo encuentro máscómodo.

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—¿Y cuando no queda dinero?—Se deja la mesa de juego y se

marcha uno a dormir a su camarote; almenos así se acostumbra a hacer entre lagente de mar.

—Pero no entre nosotros.—¡Qué diablo! ¿Seréis hombre

distinto de los demás, señor conde?—Pudiera ser —respondió

secamente el capitán.—Tenéis gustos malísimos.—¿Pretendéis ofenderme?—¡Yo! Nada de eso, capitán. He

venido aquí para jugar, no paraenfadarme o para provocar unescándalo. ¿Qué dirían de mí?

—Acaso tengáis razón.

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—Dejad, pues, en paz a las pielesvivas o muertas y juguémonos nuestrosdoblones o nuestras piastras. Estos almenos no tienen pieles que se vendan.

—¿Apuntáis?—Cien piastras —contestó el joven

hidalgo.—¿Intentáis arruinarme?—No, porque soy un jugador

pésimo, señor conde de Santiago, yademás, nunca tengo suerte, ni en lascartas, ni en los dados.

—La tendréis con las bellas damas,con la marquesa sobre todo —dijo elcapitán, casi con rabia.

—En el mar jamás he encontradosino naves tripuladas por corsarios, y

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estos no me han recibido con besos, oslo aseguro. Por el contrario, a mi saludocontestaban con balas de grueso calibreque provocaban sudor helado a mi gente.

—Sin embargo, en tierra es otracosa.

—No por cierto, al menos hastaahora.

—Supongo que no intentaréishacerme creer que la marquesa osdesagrada.

—Caballero, he venido a estesaloncito para jugar algunos miles depiastras y no para charlar. Debieraissaber que los marineros no sonaficionados a hablar mucho. ¿Cienpiastras?

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—Sea —contestó el conde deSantiago con cierto aire de indiferencia.

—¿Queréis ser el primero?El capitán, en vez de responder,

cogió el cubilete de oro, agitó los dadosy los arrojó sobre la mesa.

—¡Trece! —exclamó—. He aquí unnúmero que me traerá la desgracia.

—¿Sois supersticioso?—No, sin embargo, este trece ha

hecho que mi corazón experimente unasacudida.

—Entonces moriréis muy pronto —dijo el conde de Miranda, sonriendo.

—¿Por mano de quién?—No soy zahorí.—¿De algún rival?

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—Pudiera ser.—No lo creo, porque la semana

pasada he dado muerte a uno por elsencillo motivo de que me hacía sombra.

—Tenéis la mano muy ligera,capitán.

—Pero que perfora siempre cuandooprime la espada.

—Realmente tampoco la mía estarda —dijo el joven.

El capitán de alabarderos miró alconde fijamente, como si tratase decomprender bien el significado deaquellas palabras; luego dijo:

—Ahora os toca a vos.El conde de Miranda cogió a su vez

el cubilete e hizo rodar los dados sobre

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la mesa.—Catorce —dijo—. ¡Diantre! Un

trece y un catorce; ¿qué querrán dar aentender estos dos números tan cerca eluno del otro?…

El capitán de alabarderos pasóseuna mano por su frente contraída. Surostro revelaba honda preocupación.

—¡Que me habéis ganado cienpiastras!

—Eso no importa: me refiero a losdos números.

—Tampoco soy zahorí.—¿Seguimos?—Sí; quiero ver cómo se combinan

los nuevos números. Os propongo tresgolpes de quinientas piastras cada uno.

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—Conforme: vos echáis.El capitán cogió de nuevo el cubilete

y después de agitar nerviosamente losdados, les hizo colar sobre el tapete.

En el acto dejó escapar unablasfemia mal reprimida, en tanto que sufrente se cubría de sudor.

—¡Otra vez trece! —exclamó—.¿Estoy jugando con el diablo?

—Realmente, voy vestido como él—dijo el conde de Miranda, siempreburlón.

—¡Jugad, vive Dios!—¡Doce! —exclamó el joven.El capitán se estremeció.—El trece encerrado entre el doce y

el catorce —dijo asestando un puñetazo

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sobre la mesa—. ¿No encontráis rarotodo esto, conde?

—En efecto, es cosa que hacepensar.

—¡Y el número fatal lo tengo yo!—Pero me habéis ganado quinientas

piastras, suma que puede consolarincluso a un capitán de alabarderos.

—Habría preferido perderlos, contal de que hubiese salido otro número.

—Ni vos ni yo mandamos en losdados. Continuemos.

La partida prosiguió y el conde deMiranda ganó las mil piastras, con unquince y un diecisiete contra un catorcey un dieciséis.

El capitán púsose en pie de mal

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humor, en el momento en que losesclavos anunciaban que era medianoche y que la fiesta había terminado.

—Os enviaré mañana a bordo lasmil cien piastras que me habéis ganado,conde —dijo secamente el capitán dealabarderos.

—No tengáis prisa —contestó eljoven.

—Confío en que me concederéis eldesquite.

—Cuando queráis.—Pero no aquí.—¿Por qué?—No tengo suerte en esta casa.—Y es imposible litigar libremente,

¿es verdad, capitán? —preguntó el

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conde de Miranda con ironía.—Puede ser —replicó el capitán—.

Buenas noches, conde.Dicho esto, salió del saloncito, y

entró en la sala del baile, donde damas ycaballeros se agolpaban en torno de lamarquesa de Montelimar,despidiéndose.

El comandante de la «NuevaCastilla» se detuvo, apoyándose en elquicio de la puerta. Esperabaseguramente a que los invitados seretirasen.

Por la expresión de su rostro, secomprendía que no se hallaba menospreocupado que el conde de Santiago.Atormentaba con la siniestra las guardas

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de su espada y se retorcía nerviosamenteel bigote. Cuando la espléndida salaestuvo casi vacía, dirigióse hacia lamarquesa, la cual parecía que lebuscaba con la mirada.

—Señora —le dijo inclinándose—,me perdonaréis que no haya vuelto abailar con vos pero me había empeñadoen una grave partida de juego.

—¿Con el capitán de alabarderos?—preguntó la hermosa viuda, con ciertaansiedad.

—Sí, marquesa.—¿No habéis cuestionado?—No por cierto.La marquesa respiró.—Guardaos de él, señor conde —

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dijo luego. Es hombre peligroso.El joven golpeó con una mano la

empuñadura de la espada.—Mientras lleve al costado este

acero, no temo a todos los capitanes dealabarderos de España, de Francia o deItalia —dijo—. Marquesa, ¿cuándopodré veros? Tengo que pediros unainformación que me interesa.

—¿A mí? —preguntó la bella viuda,estupefacta.

—Sí, marquesa.—Os invito a comer mañana.—Mañana… —dijo el conde, en

tanto que por su frente pasaba como unasombra—. Podría ser demasiado tarde.

—¿Vais a partir tan pronto?

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Solamente lleváis aquí un día.—Es verdad, marquesa, pero hay

ocasiones en que no se dispone deltiempo propio. Podría permanecer comopodría partir de un momento a otro. Noquerría marcharme sin haber celebradocon vos una conferencia.

—¿No habéis venido para defendera Santo Domingo de un ataque de loscorsarios de la Tortuga y de losbucaneros?

—Me es imposible responderos,marquesa.

—Sin embargo, no debéis alejarostan pronto. ¿Montáis a caballo, conde?

—Sí, marquesa.—Mañana se celebrará una carrera

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de caballos y me agradaría que tomaseisparte en ella.

—¿Por qué?—El premio es un beso que daré y

recibiré del vencedor.El conde de Miranda experimentó un

ligero estremecimiento.—Suceda lo que quiera —dijo luego

—, tomaré parte en la carrera. Buenasnoches, marquesa; volveremos a vernos,porque es necesario…

Besó la mano a la linda viuda ysalió, acompañado por un esclavomulato que con gran esfuerzo sostenía unpesado candelabro de plata.

En aquel mismo instante los últimosinvitados abandonaban el suntuoso

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palacio de Montelimar.

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—E

CAPÍTULO II

UN DUELOTERRIBLE

l capitán tarda estanoche.

—Carga la pipa,mi querido Mendoza.

Yo he llenado dos veces la mía y tiraadmirablemente; ¿qué diferenciaencontráis entre las gradas de esta

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iglesia y las del castillo de proa?—En la «Nueva Castilla» al menos

hay qué beber, Martín.—Pero también llueven bombas,

Mendoza, y las de los españoles no sonmenos terribles que las nuestras.

—No digo lo contrario, amigo; sinembargo, me encuentro mucho mejorallí. Después de todo, hay cañones pararesponder.

—¿Y no cuentas para nada con tuescopeta? Y tus pistolas, ¿están acasocargadas con tabaco? Siemprerefunfuñas, Mendoza, como un marineroviejo.

—No obstante, Martín, reconocerásque si hablo, sé también manejar la

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espada y el sable.—Si así no fuese, el señor de

Ventimiglia, sobrino del famosoCorsario Negro, no te habría elegidopara que lo acompañases.

—Siempre tienes razón, Martín. ¿Haterminado ya la música?

—Ahora no la oigo.—Entonces el capitán no tardará en

llegar.—Carga otra vez la pipa.—Tira como una chimenea.—Échate aquí, y si tienes sueño,

duérmete. Yo quedaré de centinela.—¿Pretendes burlarte de mí? ¿Un

viejo marinero del «Rayo», que haservido al Corsario Negro, dormirse

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cuando el joven conde de Ventimigliacorre peligro? Estás loco, Martín.

—Pon tres cargas de tabaco en lapipa.

—Diez, si tú quieres, con tal detener siempre abiertos los ojos paradefender al hijo del pobre CorsarioRojo.

—Calla, Mendoza. Alguien seacerca…

Los dos hombres, que estabansentados en la escalinata de una viejaiglesia, pusiéronse en pie de un brinco,apoyando las manos en las pistolasmedio ocultas en las anchas fajas delana roja ceñidas a la cintura.

Eran dos hombres robustísimos, de

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edad muy diferente. En tanto que aquelque se llamaba Mendoza contaba almenos cincuenta años, el otro apenastenía la mitad. Ambos eran robustos, demediana estatura y tenían brazos y pechoenormes y espaldas de bisonte.

Solo diferían un poco en el color dela piel. Mientras la del primero eraligeramente bronceada, la del segundoera negra y no tenía un pelo ni en labarba ni en los labios.

—¿Viene? —preguntó el anciano—.Tú tienes mejores ojos que yo. No soyun salvaje como tú, querido Martín.

—No esperaba yo que me infiriesessemejante ofensa.

—Niega que eres compadre o por lo

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menos pariente de Belcebú. Segúndicen, el diablo es negro.

—Tú no lo has visto nunca,Mendoza.

—Ni tengo prisa por conocerle —respondió el viejo—. ¿Lo ves?

—Un hombre se dirige hacianosotros.

—¿Será acaso el señor deVentimiglia?

—No soy leopardo.—Sin embargo, tu padre y tu abuelo

conocían a estas hermosísimas fieras,porque vivían en su país…

En aquel momento oyóse un ligerosilbido, luego un hombre se dirigiórápidamente hacia la escalinata de la

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vieja iglesia.—¡El señor de Ventimiglia! —

exclamaron los dos marineros,levantándose.

Era, en efecto, el conde de Miranda,o mejor de Ventimiglia, sobrino delfamoso Corsario Negro, quien seacercaba, volviendo de vez en cuando lacabeza, como si temiera que alguien lesiguiese.

—Buenas noches, valientes —dijo—. ¿Qué hay de nuevo, Mendoza?

—Nada, señor conde —repuso elviejo filibustero.

—¿No habéis sabido del señor deRobles?

—Hemos interrogado a más de

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veinte personas y hemos emborrachadoa otras tantas; pero nadie ha podidodecirnos dónde se encuentra elsecretario del marqués.

—Y, sin embargo, me han afirmadoque se encuentra aquí —afirmó el señorde Ventimiglia—. Él únicamente puededecirnos los nombres de los que hanpronunciado la infame sentencia contrael Corsario Rojo y el Verde y los hanhecho ahorcar.

—¿No habrá olido ese tunante elpeligro y escapado? Ya sabéis que losespañoles cuentan con muchos espías.

—¡Imposible! Todo el mundo creeque nuestra fragata es una naveespañola, dispuesta a proteger la ciudad

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contra una sorpresa de parte de losbucaneros y de los filibusteros —respondió el conde—. Si hubiesenconcebido alguna sospecha, los galeonesy las carabelas que se encuentran aquínos habrían atacado. ¿Habéis notadoalgo extraño en el puerto?

—No, señor conde. Las navesmercantes han cargado azúcar y café ylas de guerra no han levado el ancla —respondió Mendoza.

—Con todo, no me siento tranquilo.Bastaría la más pequeña imprudenciapara que nos bombardeasen los fuertes yla flota.

—Nadie la cometerá, señor conde,la tripulación permanece constantemente

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a bordo y he hecho colocar centinelas alpie de las dos escaleras y hasta dentrode las chalupas.

—A pesar de esto, querríamarcharme lo más pronto posible. Estacomedia no debe durar mucho tiempo, ymi empresa podría acabar aquí. ¡Ah! Silograse ver a la marquesa durante diezminutos siquiera, me ahorraría lamolestia de buscar a ese invisiblecaballero. Debe saber algo de la infamiacometida por su cuñado.

Detúvose un momento; luego añadió:—Aún no se habrá acostado;

probemos. Valientes, tened preparadaslas espadas y las pistolas.

—Hace tres horas, capitán, que

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aguardamos una buena ocasión paramover las manos —dijo Martín.

—Seguidme…Después de asegurarse de que la

calle estaba desierta, la atravesaron sinhacer ruido y se dirigieron al palacio deMontelimar, que se encontraba a cortadistancia.

El conde, en vez de acercarse alportal, dio la vuelta al magnífico jardín,rodeado por una verja de hierro, que seextendía hasta los muros del edificio.

Miró hacia arriba y vio dos ventanasiluminadas todavía.

—Aún están despiertos —murmuró.De repente se estremeció.Por las ventanas abiertas salían

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notas dulcísimas.Alguien tocaba un bandolín en el

palacio. ¿Quién? Seguramente no era unesclavo ni una doncella. No se habríanatrevido a tal cosa si la marquesa sehubiese acostado.

—¿Será ella? —se preguntó.Volvióse hacia los dos marineros,

que habían desenvainado sus largasespadas para prevenirse contra unaposible sorpresa.

—Tenemos que saltar la verja —lesdijo.

—Eso resulta un juego de niños parados marineros —respondió Mendoza.

—Lancémonos al abordaje —añadióMartín.

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El conde trepó por los barrotes dehierro, llegó hasta lo alto con la agilidadde una ardilla y se dejó caer al otro ladosobre un macizo de hermosas flores.

Los dos marineros saltaron al jardíncasi al mismo tiempo.

—¿Hay que pelear aquí? —preguntóMendoza.

—Deja en paz, por ahora, a tuespada —contestó el conde deVentimiglia—. Más tarde veremos sihace falta un buen trozo de acero.Seguidme sin producir ruido.

Atravesaron el jardín y con cuidadopara que no crujiese la arena de lospaseos, llegaron hasta las dos ventanasiluminadas.

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El bandolín continuaba ejecutandouna dulcísima seguidilla.

—No puede ser más que lamarquesa —murmuró el conde—. Estanoche, durante la fiesta, han tocado esaseguidilla y la marquesa intentarepetirla. ¿Será posible que yo tengatanta fortuna?…

Un «bombax» gigantesco, que medíamás de treinta metros de alto, con eltronco cubierto de retoños espinosos,alzábase junto a uno de los muros delpalacio, extendiendo sus ramas hastacasi tocar las ventanas iluminadas.

—Esto es lo que buscaba —murmuró el conde—. Quedaos aquí y notengáis cuidado —dijo a sus hombres—.

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Mi ausencia no será larga.Agarróse con precaución a los

vástagos del árbol para no herirse lasmanos y comenzó a subir, en tanto queMendoza y Martín se tendían junto altronco, ocultándose casi enteramenteentre las altas hierbas que crecíanalrededor.

Bastaron pocos segundos al robustoy agilísimo caballero para alcanzar unagruesa rama que se apoyaba en una delas dos ventanas iluminadas.

Miró a través de los cristales.La ventana correspondía a un

elegante gabinete, con las paredescubiertas de ricos tapices y amuebladocon suntuosidad, aunque todos los

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muebles eran pesadísimos, según lamoda de la época.

Una araña de plata, con multitud decandeleros, lo iluminaba vivamente.

Sin embargo, no se veía a nadie,aunque el bandolín no cesaba de tocar.

Un objeto atrajo al punto la atencióndel conde. El vestido de seda,guarnecido de esmeraldas, que lamarquesa había lucido en la fiesta y queaparecía sobre un divancito moriscocentelleante con los bordados de oro yplata.

Disponíase a saltar, cuando oyó aMendoza, que preguntaba:

—¿Quién vive?—Eso os pregunto: ¿qué hacéis aquí

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bribones?—¿Bribones nosotros? —gritó

Martín.—¡El conde de Santiago! —

murmuró el hijo del Corsario Rojorechinando los dientes—. ¡Ah! ¿Vienes adesbaratarme mis proyectos? El catorcematará al trece…

Como la altura en que seencontraban no excedía de cuatrometros, el ágil joven se dejó caer alsuelo.

Mendoza y Martín hallábanse,espada en mano, frente al capitán dealabarderos, que también habíadesnudado el acero.

—¡Oh! —exclamó el militar con

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burlón acento—. ¡El conde Miranda quecae de lo alto! ¿Estabais haciendoprovisiones de fruta de «bombax»? Osadvierto que son malísimos y que solosirven para fabricar un algodón pésimo.

—Y vos habéis venido para cogerflores, ¿verdad? —preguntó el conde deVentimiglia, rojo de cólera.

—También pudiera ser; pero almenos yo las corto en tierra, mientrasque vos buscáis las frutas junto a lasventanas, sin pensar en que si perdéispie quedaréis cojo para toda la vida, loque constituiría una verdadera desgraciapara un joven tan gallardo.

—Me parece que os burláis —dijoel conde de Ventimiglia.

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—¿Y si fuera así? —preguntó elcapitán.

—Pienso que no sería este el lugar apropósito. Las ventanas están iluminadasy me desagradaría que nos viesen.

—¿Quién?—Alguna persona.—¿La marquesa de Montelimar? —

preguntó el capitán irónicamente—. Sies esa señora quien puedeimpresionarnos, busquemos sitio dondenadie irá a molestarnos. ¡Oh! Conozcoeste jardín y sé de un bellísimo pradoque parece hecho de encargo para cruzardos espadas.

—¿Es un desafío, si no me engaño,lo que me proponéis?

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—Entendedlo como queráis, pocome importa.

—¿Dónde está ese prado? —preguntó el conde de Ventimiglia con ira—. Tengo prisa por resolver este asunto.

—¿Prisa por morir?—Aún estoy vivo, caballero, y si

vuestra mano es ligera, también lo es lamía.

—Así el acuerdo será perfecto —respondió el capitán, siempre irónico—.Os advierto, sin embargo, que la semanaúltima he enviado al otro mundo a unrival que me hacía sombra.

—Ya me lo habéis dicho y no meproduce efecto alguno. ¡Oh! Yo he dadomuerte a más de uno y de dos capitanes,

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y eran españoles como vos.—¿Qué cosa habéis dicho? —

preguntó el conde.El hijo del Corsario Rojo mordióse

los labios, arrepentido de haber dejadoescapar estas palabras.

—Señor conde —dijo el capitán—¿queréis seguirme hasta el prado? Allípodremos charlar tranquilamente yademás divertirnos.

—Estoy a vuestra disposición —contestó el hijo del Corsario Rojo.

—¿Y esos hombres —preguntó elconde de Santiago, señalando aMendoza y a Martín—, no nosproporcionarán alguna molestia, si no avos, al menos a mí?

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—Suceda lo que suceda, esosmarineros no nos molestarán a ninguno;os doy mi palabra de honor.

—Me basta; venid, caballero. Talvez servirán de algo —añadió luego consu habitual acento burlón.

El capitán internóse en unbosquecillo de palmeras, lo atravesóseguido siempre del Corsario y de losdos marineros, y desembocó en unaminúscula pradera cubierta de espesahierba y rodeada por todas partes deárboles frondosos.

—He aquí un lugar magnífico paraplaticar libremente —dijo, volviéndosehacia el conde de Ventimiglia.

—Y también para matarse sin que

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nadie intervenga, ¿verdad, capitán? —preguntó el hijo del Corsario Rojo.

—En este sitio pueden solazarse dospersonas sin correr el peligro de quenadie las moleste —replicó el capitán.

El conde de Ventimiglia cruzó losbrazos, y mirando al conde de Santiago,iluminado por los rayos de la luna queen aquel momento se elevaba en elhorizonte, le preguntó con voz breve:

—¿Qué deseáis ahora? Decídmelopronto, porque tengo mucha prisa.

—¡Diantre! Corréis muy apresuradoen busca de la muerte.

—Por lo visto os habéis olvidado deuna cosa.

—¿Cuál?

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—Que el catorce ha vencido altrece.

—¿Tratáis de asustarme?—No por cierto; me han asegurado

que sois valiente.—Abreviemos, conde.—¿Qué deseáis?—Daros una buena estocada —

contestó el capitán con ronco acento—.Cuando un rival se me atraviesa en elcamino, o me hace sombra, lo envío adescansar en el cementerio de SantoDomingo.

—Sois terrible.—Lo probaré en seguida; no

escaparéis.—¿Qué decís, capitán? ¿Huir yo ante

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vuestra espada? Soy caballero y militar,mi querido fanfarrón.

—¡Mil rayos! ¡Me estáis insultando!—gritó el conde de Santiago.

—Y vos a mí.—¡Os mataré al primer asalto!—O al vigésimo.—¿Os burláis?—Eso parece —respondió el hijo

del Corsario Rojo, desnudando laespada y poniéndose rápidamente enguardia.

—¡Rayos y truenos!—¡Truenos y rayos!—¡Es demasiado, conde de

Miranda!—¡Qué luna tan espléndida! Nos

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batiremos admirablemente, sinnecesidad de antorchas ni de fanales.Señor capitán de alabarderos, osaguar…

El conde de Santiago, a su vez, habíadesenvainado la larga espada; sinembargo, de pronto bajó el acero,diciendo:

—Os habéis hecho anunciar con eltítulo de conde de Miranda —dijo—.¿Lo sois de veras?

—Soy un caballero y eso basta.—¿Español?—Que yo sea o no español, es cosa

que nada debe interesaros. Si tenéisempeño en saber mi nombre, loencontraréis grabado en la hoja de mi

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espada. Y basta ya, capitán, siento prisa.—También yo estoy impaciente por

enviaros al cementerio —repuso elconde de Santiago con rabia.

Ambos pusiéronse en guardia, entanto que Mendoza y Martín se alejabanun poco para dejar a los dos rivales lamayor libertad posible. El conde deVentimiglia volvía las espaldas a laluna, que aparecía majestuosamentesobre una de las elevadas palmeras deljardín; el capitán, en cambio, estabailuminado por completo.

Miráronse atentamente, con rabiaextrema; luego el capitán, que parecía elmás impaciente, a pesar de su edad,amenazó dos o tres veces para ver si el

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adversario se descubría o revelaba sujuego.

El joven capitán de la «NuevaCastilla» no se movió. Permanecía firmecomo una roca, con la espada en línea yla mirada atenta.

—¡Diantre! —exclamó el alabardero—. Os considero una buena espada,pero ahora veremos si paráis estaestocada que parece fingida.

El señor de Ventimiglia norespondió. A juzgar por su calma, nohacía seguramente en aquella ocasiónsus primeras armas.

—Derribaré ese muro de acero y decarne —dijo el capitán, que ibaperdiendo la serenidad—. ¡He aquí una

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buena estocada! ¡Paradla…!Y se tiró a fondo con la velocidad

del rayo. El conde, con un movimientorápido, desvió el acero del capitán.

—¡Rayos y truenos! ¡Qué brazo tansólido, señor de Miranda! No esperabasemejante resistencia. El juego apenasha comenzado y la luna no se ocultaráhasta el alba.

El hijo del Corsario Rojo tampocorespondió.

Miraba con atención la punta de laespada del capitán, que el astro nocturnohacía centellear siniestramente.

—No sois cortés, conde —dijo elalabardero, poniéndose de nuevo enguardia—. Sabed que ahora los duelos

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se efectúan cambiando frases amables.Una estocada, difícilmente parada en

tercia, con solo un segundo de ventaja,fue la respuesta del conde deVentimiglia.

—¡Diablo! —masculló el capitán—.Aquí no se debe charlar. Se arriesga unafosa en el cementerio.

Retrocedió un paso, tanteando antesel terreno con el pie izquierdo para noresbalar, luego se puso en guardia,diciendo:

—¡Os espero, conde!El hijo del Corsario Rojo,

desconfiando de aquel movimientosospechoso, se abstuvo bien de atacar, ypermaneció firme, con la espada

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siempre en línea, dirigida al pecho delcapitán.

—¿No comenzáis el asalto, conde?—No tengo prisa.—Hace medio minuto que os

aguardo.—Podéis aguardarme medio siglo, si

os place.—¡Ah! ¡Cuernos del diablo!—¡Oh! ¡Vientre de una ballena!—¡Siempre burlón!Por tercera vez el conde de

Ventimiglia permaneció callado. Con larapidez de un relámpago irguióse, diodos saltos y cayó sobre el adversario,asestándole un golpe en mitad del pecho.

Fue un verdadero milagro que el

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capitán español lograse parar aquellaestocada; la casaca de seda verde conflores rojas quedó desgarrada.

—¡Demonio! Os tiráis, señor conde,y tratáis además de sorprenderme, entanto que os dirijo palabras lisonjeras.Dos centímetros más y me alcanzáis.Otra vez tened en cuenta que hay quealargar un poco el brazo…

Un grito le cortó la frase. La espadadel señor de Ventimiglia hundióse másde la mitad en el pecho del capitán.

—Ahí tenéis la respuesta a vuestroconsejo —dijo el conde.

El capitán permaneció de pie,sujetando la espada del conde con lamano izquierda; luego cayó al suelo

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pesadamente, partiendo la hoja en dosmitades.

Cinco pulgadas de acero le habíanpenetrado en el pecho, a la altura de lacuarta costilla del lado izquierdo.

—¡Muerto! —exclamaron a la vezMendoza y Martín, adelantándose.

El conde arrojó a tierra el trozo deespada que conservaba en la mano y seinclinó sobre el capitán, que se agitabacon los espasmos de una agonía atroz.

—Tal vez no estéis heridogravemente, caballero —le dijo—. Aúnpodremos salvaros.

—Creo que ya tengo lo necesario —contestó el capitán—. ¡Por Baco!¡Vuestra mano es más lista que la mía!

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Moriré pronto y solo lo siento por unacosa.

—¿Cuál?—Por no haber tenido tiempo de

enviaros a bordo las mil cien piastrasque me habéis ganado.

—No os preocupéis de eso;decidme: ¿qué podemos hacer por vos?

—Llamad a los criados de lamarquesa de Montelimar. Al menosmoriré bajo el techo de la mujer a quienamo y por la cual muero.

—Antes de eso, permitid que intentearrancaros el trozo de acero que tenéisclavado en el pecho.

—Me mataríais más pronto. No…no… los criados… llamad… corred…

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—¡Mendoza… Martín! Avisad a lagente del palacio.

Los dos marineros echaron a correr,en tanto que el conde de Ventimiglia,más conmovido de lo que pudierasuponerse, sostenía levantada la cabezadel herido, a fin de que la sangre no loahogase.

Apenas había transcurrido unminuto, cuando se vieron luces yhombres que avanzaban a través de lospaseos.

—Señor conde —dijo el hijo delCorsario Rojo—, me veo obligado aabandonaros. No quiero que sepan queyo he sido quien os ha herido.

—Os lo agradezco —contestó el

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conde de Santiago con voz sofocada—.Si llego a curar, espero que meofreceréis el desquite.

—Cuando queráis…Incorporóse y se alejó rápidamente,

dirigiéndose hacia la verja.Mendoza y Martín, después de

avisar a los criados de la marquesa, semarcharon también, saltando la verja dehierro.

Cuando los esclavos llegaron alprado, el capitán se había desmayado;pero entre las manos sujetabafuertemente el trozo de acero.

—¡El capitán de alabarderos! —exclamó el mayordomo de la marquesa,que iba a la cabeza de la servidumbre

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—. ¡Es amigo de la señora! ¡Pronto,llevémoslo al palacio!

Cuatro esclavos levantaron conprecaución al herido y lo condujeron auna habitación del piso bajo,acostándolo en una cama, en tanto queotro corría a buscar al médico de lafamilia.

La bella marquesa de Montelimar,vestida con un sencillo peinador de sedaazul, bajó apresuradamente, preguntandoal mayordomo con voz angustiada:

—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido,Pedro?

—Han herido gravemente…—¿Al conde Miranda? —gritó la

marquesa palideciendo.

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—No, señora, al conde de Santiago.—¿Al capitán de alabarderos?—Precisamente.—¿De un pistoletazo?—De una estocada terrible; aún

tiene clavada en el pecho la mitad de laespada.

—¿Un duelo?—Eso parece.—¿Y el adversario?—Ha desaparecido, señora.—¿Dónde se han batido?—En vuestro jardín.—Ese hombre era muy pendenciero

y ha encontrado su merecido. ¿Quiénpuede haber vencido a la mejor espadadel regimiento de Granada? ¿Quién?…

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No ha muerto, ¿verdad?—Está desmayado; pero creo que no

salvará la vida.—Deja que lo vea.El mayordomo se apartó a un lado y

entró en la habitación, donde seencontraban varios esclavos, ocupadosen humedecer con vinagre los labios y lanariz del herido para hacerle volver ensí.

El capitán yacía en el lecho con losbrazos abiertos, el rostro cadavérico yla frente contraída. De su entreabiertaboca escapábase un silbidoentrecortado.

Conservaba el trozo de aceroclavado en el pecho, junto al corazón;

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ninguno de los presentes se atrevía aarrancárselo, por miedo a provocar unaviolenta hemorragia.

El jubón de seda con listas azules yrojas aparecía desgarrado en unaextensión de varias pulgadas; pero en lacamisa no se observaba ni una gota desangre.

El mismo acero taponaba la herida.—¡Desgraciado! —murmuró la

marquesa con voz conmovida—. Eladversario que le ha causado una heridatan terrible no puede ser de SantoDomingo, porque aquí todos temían a laespada de este hombre. ¿Has mandadovenir al médico, Pedro?

—Sí, señora marquesa —contestó el

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mayordomo—. No tardará en llegar.—Si no viene enseguida, este

infortunado conde morirá.—Ahí está; oigo entrar gente…La puerta se abrió y un anciano,

vestido todo de seda negra, seguido deun joven, cubierto por un traje igual, quellevaba en la mano una cajita,aparecieron en el umbral.

Eran el médico y su ayudante.—Señor Escobedo —dijo la

marquesa saliendo al encuentro delanciano—. Os recomiendo que cuidéiscon gran interés a este caballero: es elconde de Santiago. Haced lo posible porlibrarlo de la muerte.

—¡Oh! ¡Es el terrible espadachín,

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marquesa! —respondió el médico—.Cuando se trata de heridas de acero, elasunto es siempre grave. ¡Veamos!…

Acercóse al lecho, en tanto que elayudante abría la cajita que encerrabavarios instrumentos quirúrgicos, y mirócon atención al herido, qua aún seguíasin recobrar el sentido.

—Herida grave, ¿es verdad, señorEscobedo? —preguntó la marquesa.

—Una estocada terrible, señora —contestó el doctor, haciendo una mueca ymeneando la cabeza—. Su adversariodebe de tener un puño muy sólido.

—¿Esperáis salvarlo?—No puedo daros una respuesta

segura, marquesa. Retiraos todos y

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dejadme solo con mi ayudante… Hayque operar en seguida…

La marquesa, el mayordomo y losesclavos se apresuraron a salir.

—Una pinza fuerte, Mauricio —dijoel doctor cuando se quedaron solos,dirigiéndose a su ayudante.

—¿Intentáis extraer la hoja, doctor?—No es posible dejársela clavada

eternamente en el pecho.—Pero ¿no expirará en seguida?—Mucho me lo temo. La punta debe

de haber interesado gravemente elpulmón…

En aquel momento el conde lanzó unprofundo suspiro y levantó los brazos,apoyando las manos en el pedazo de

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espada que le salía del pecho.—Va a volver en sí —dijo el

médico, que se había inclinado sobre elherido.

—¿Por mucho tiempo o por poco?—preguntó el ayudante.

—No le doy una hora de vida —contestó el doctor en voz baja.

El capitán dejó escapar otro suspiro,más largo que el primero y que terminóen una especie de ronquido; luego alzólentamente los párpados y fijó en eldoctor una mirada turbia.

—Vos… —balbuceó.—No habléis, caballero.Una sonrisa contrajo los labios del

conde.

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—Soy… militar… —dijo con vozentrecortada—. Me muero… ¿verdad?

El doctor movió la cabeza, sinresponder.

—¿Cuántos minutos… me restan…de vida? Hablad… quiero saberlo…

—Todavía podréis vivir un par dehoras si no os extraigo el trozo deespada.

—¿Y extrayéndolo?… decid…—Pocos minutos tal vez, señor

conde.—Me bastarán… para tomar

venganza… Oídme.—Si habláis demasiado, os mataréis

más pronto…Otra sonrisa apareció en los

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descoloridos labios del capitán.—Oídme… —repitió con suprema

energía—. En la hoja de acero… haygrabado… un nombre… el de miadversario… Quiero… conocerlo…antes… de morir…

—Habría que arrancároslo delpecho.

El conde hizo una señal afirmativa.—¿Lo queréis, pues? —preguntó el

doctor.—He… de morir… igualmente…—Mauricio, las pinzas.El ayudante le presentó dos

tenacillas, un paquete de hilas y vendas,para contener en el acto la sangre quehabía de salir de la herida.

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—Pronto… —murmuró el conde.El médico sujeto el trozo de acero y

lo extrajo, con pequeñas sacudidas delcuerpo.

El conde se mordió los labios parano gritar. Por la alteración del rostro ypor el sudor viscoso que le cubría lafrente, comprendíase cuánto sufría.

Afortunadamente, aquella operacióndolorosísima no duró más que pocossegundos. De la herida brotó al punto unchorro de sangre, que el ayudante cortócon las hilas y las vendas.

—El nombre… el nombre… —balbuceó el capitán, con voz apagada—,pronto… muero…

El doctor limpió la hoja llena de

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sangre con una toalla, y en el acto vioaparecer, grabadas en el acero, variasletras bajo una pequeña corona deconde.

—Enrique de Ventimiglia —leyó.El capitán, a pesar de la extrema

debilidad y de los dolores que leatormentaban, incorporóse y exclamócon voz ronca:

—¡Ventimiglia!… El nombre de loscorsarios… el Rojo… el Verde… elNegro… ¡Un Ventimiglia!… ¡Traición!…

—¡Conde, os matáis! —gritó elmédico.

—Escuchad… escuchad… Lafragata… que ayer fondeó… es

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corsaria… la manda… ese hombre…vestido de rojo… corred en busca… delgobernador… advertídselo… que laaborden… en seguida… la ciudad estáen peligro… Yo muero… perovengarán… mi muerte… ¡Ah!…

El capitán volvió a caer sobre lasalmohadas. Respiraba con dificultad ypalidecía visiblemente.

La sangre se escapaba a través delas hilas y vendajes, enrojeciendo lacamisa y el jubón.

De repente los labios deldesgraciado se cubrieron de purpúreaespuma, luego bajó lentamente lospárpados sobre los ojos ya apagados.

El capitán de alabarderos había

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muerto.—Maestro —dijo el ayudante al

médico, que aún conservaba en la manoel trozo de espada—. ¿Qué hacemosahora?

—Iré a avisar al gobernador. LosVentimiglia han sido los más tremendoscorsarios del Golfo de México. Algúnhijo o algún pariente de ellos haaparecido en estos mares. ¡Ay denosotros si no lo apresan! No hablarásde esto a nadie, ni aun a la marquesa.

—Seré mudo, maestro.—Correrás a participar al coronel

del regimiento todo lo que ha sucedido,para que se lleven en una camilla a estepobre conde.

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—¿Y vos?—Voy en busca del gobernador.Envolvió el acero en la toalla, luego

abrió la puerta.La marquesa de Montelimar, presa

de visible emoción, aguardaba en la salainmediata, acompañada del mayordomoy de la doncella.

—¿Cómo está, doctor? —preguntó.—Ha muerto, marquesa. La herida

era terrible.—¿Y no ha dicho quién le ha

matado?—No ha podido hablar; seguramente

habrá tenido un duelo, porque no llevabala espada en su vaina.

—¿Y ahora?

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—Ya he pensado en todo. Antes delalba se llevarán el cadáver del capitánal cuartel o a su casa. Si lo dejásemosaquí, los maliciosos forjarían historiasdesfavorables para vos.

—Eso es lo que temo.—Buenas noches, marquesa. Yo me

encargo de todo…

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A

CAPÍTULO III

LA CARRERA DEGALLOS

l siguiente día, unamultitud alegre, vestidacon trajes variados y demúltiples colores,

agolpábase en torno del soberbiopalacio de Montelimar.

Veíanse oficiales del ejército,

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soldados, colonos, marineros yaldeanos, y no faltaban tampoco señorasy señoritas elegantísimas, con lagraciosa mantilla y la alta peineta, auncuando el espectáculo que iba acomenzar no debía de interesarles grancosa.

Iba a celebrarse la carrera de gallos,ya anunciada por la marquesa al condede Miranda, o mejor dicho, el conde deVentimiglia.

Los colonos españoles han tenidosiempre dos grandes pasiones: los torosy los gallos. Extraño contraste, entre unafiera enorme y temible y un pobre einocente plumífero.

No les importaba gastar el dinero en

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adquirir buenos gallos, especialmente enlos de pelea, y apostaban en estebárbaro juego sumas enormes.

Pero una de sus diversionesfavoritas eran las carreras de gallos,inventadas acaso con el propósito deformar habilísimos jinetes, que hacíangran falta para dar caza a los bucaneros,los formidables aliados de losfilibusteros, que amenazaban sin tregua alas ciudades del interior, en tanto quelos otros se ocupaban de las marítimas.

El juego era sencillísimo; sinembargo, no dejaba de despertar vivointerés entre los numerososespectadores, dispuestos siempre aapostar lo mismo un doblón que mil.

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En un paseo recto abrían cuatro ocinco hoyos, y en ellos enterraban otrostantos gallos, de modo que soloasomasen la cabeza y el cuello,asegurando a los infelices animales conarena y con piedras, en forma tal, sinembargo, que no sufriesen mucho.

Los jinetes que tomaban parte en tanextraña diversión habían de pasar agalope tendido, inclinarse hasta tocar entierra y cogerlos.

Ya puede comprenderse que laoperación no resultaba fácil, porqueexponía al jinete a una caída, acaso defunestas consecuencias, y saludadaademás por una carcajada estrepitosa delos espectadores.

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Ordinariamente, el premio consistíaen un beso, en la mano o en la mejilla, ala señora más bella que asistía alespectáculo, galantería española que losrudos yanquis del siglo XVIII habían deimitar más tarde.

Catorce caballeros, montando todospequeños y nerviosos potros andaluces,presentáronse para tomar parte en lafiesta, y se alinearon ante el palacio deMontelimar.

Casi todos eran jóvenes, hijos decolonos, ansiosos de besar en la mejillaa la más bella viuda de Santo Domingo.

Entre todos descollaba el conde deMiranda, siempre vestido de rojo,elegantísimo, que montaba un corcel

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andaluz, negro y de ojos ardientes,adquirido aquella misma mañana sinreparar en el precio. Al ver aparecer ala marquesa en la escalinata de mármoldel palacio, el conde levantóse el fieltrorojo adornado con larga pluma einclinóse sobre el caballo.

La hermosa viuda contestó con unasonrisa y una ligera seña con la mano,luego se sentó en una especie de tribunalevantada ante el palacio, en compañíade su mayordomo y de las doncellas dela casa.

Cuatro gallos habían sido enterradosa distancia de veinte metros uno de otro.Las pobres aves hacían esfuerzosdesesperados por librarse de tan

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incómoda prisión, alargando el cuello ycantando con toda la fuerza de suspulmones; pero las piedras lessujetaban, impidiéndoles huir.

Los jueces de campo, dos viejosmilitares retirados, colocáronse junto alos jinetes para regular la carrera.

El público, cada vez más numeroso,apostaba en tanto con verdadero furor, yya por simpatía, ya por su atrevidafigura, apuntaba preferentemente por elhijo del Corsario Rojo.

¡Qué sorpresa tan terrible sihubieran sabido que jugaban por uno desus enemigos más encarnizados, por unode aquellos tremendos filibusteros quehabían jurado la destrucción de las

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colonias españolas de la AméricaCentral!…

Los dos jueces de campo, despuésde examinar atentamente las monturas delos caballos, para evitar una desgracia,acercáronse al palco donde seencontraba la marquesa.

—¿Preparados? —preguntó uno deellos.

—Preparados —respondieron almismo tiempo los catorce jinetes,dirigiendo una mirada a la marquesa deMontelimar.

Los caballos, vivamente espoleados,dieron un salto, luego lanzáronse conímpetu irrefrenable.

El hijo del Corsario Rojo colocóse

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en seguida a la cabeza del grupo,apoyando solamente el pie izquierdo enel estribo, para poderse inclinar con másfacilidad hasta el suelo.

Su cabalgadura, un caballocuidadosamente elegido, devoraba ladistancia, dejando atrás a losadversarios.

Montaba el conde con tantagallardía, que produjo verdaderoentusiasmo entre los espectadores.Hombres y mujeres aplaudieronfragorosamente cuando pasó ante ellosinclinado sobre el cuello del corcel,haciendo ondear su larguísima plumaroja. El joven caballero llegó hasta elprimer gallo con la velocidad del

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huracán, inclinóse hasta tocar en tierra,sujetándose con una mano al cuello delpotro, y, ágil como un jinete árabe, cogióal primer volátil, arrancándolo delagujero y levantándolo triunfalmente.

Un grito de entusiasmo, salido de lamultitud, saludó aquel golpe maestro.Hombres y mujeres agitaban pañuelos,bastones y sombrillas, como siasistiesen a una corrida de toros.

El conde estranguló el gallo y loarrojó en medio de un grupo demendigos; luego al llegar al extremo dela pista, donde se levantaba unaempalizada, revolvió el caballo sobrelas piernas y emprendió de nuevo lacarrera.

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Los jinetes que le habían seguidollegaban en aquel momento, casi engrupo compacto; pero todos con lasmanos vacías. Ninguno había sidoafortunado en la primera carrera, y lospobres gallos continuaban aprisionados.

—¡Qué malos jinetes! —murmuró elconde—. ¿Tendré yo que coger todos losvolátiles? El trabajo sería enojoso, si lavictoria no valiese un beso a la damamás hermosa de Santo Domingo.

Aflojó las bridas y reanudó lacarrera, espoleando con el pie derecho asu cabalgadura, y teniendo, como antes,libre el izquierdo, para poder inclinarsecon más comodidad.

Como les llevaba a sus adversarios

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una ventaja de más de treinta metros ymarchaba solo, en tanto que los demásgalopaban en grupo, llegó en un instantejunto al segundo gallo y lo sacó detierra.

No fue grito, fue una verdaderaaclamación frenética lo que escuchó elbravo caballero.

—¡Viva el conde rojo! —exclamabala multitud, aplaudiendo locamente.

Los demás corredores tuvieron másfortuna: dos de ellos cogieron un gallocada uno. La victoria, sin embargo eradel conde, que había dado un golpedoble.

Bajó del caballo y se acercó a lamarquesa, que lo contemplaba

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sonriendo, y le puso el gallo sobre lasrodillas, diciéndole:

—Conservadlo como recuerdo mío;así, cuando haya partido, os acordaréisalguna vez de mí.

—¿Pensáis partir? —preguntó labella viuda.

—Es probable que esta noche no meencuentre en Santo Domingo.

—Entonces os invito a comerconmigo, y luego ya sabéis larecompensa del vencedor.

—No evito nunca la compañía deuna señora, sobre todo cuando es guapay amable como vos.

—¡Ah, conde!…—Púsose en pie. Hizo con la mano

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una señal de despedida a los caballeros,que, descubiertos, estaban alineadosante el palco, y subió rápidamente laescalinata de mármol, en tanto que lamultitud se dispersaba.

El conde de Ventimiglia la siguió, enunión del mayordomo y de las doncellasde la casa.

La marquesa le hizo atravesar variassalas elegantemente amuebladas, luegolo introdujo en el comedor, no muyamplio, con las paredes cubiertas decuero rojo de Córdoba y el techoartesonado.

En el centro veíase la mesa, llena debandejas y platos de oro, que conteníanlas frutas más variadas de los climas

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tropicales.No había más que dos asientos, el

uno junto al otro.—Señor conde —dijo la marquesa

—, os advierto que no tengo hoyinvitados, así podremos charlarlibremente, como dos buenos amigos.

—Os agradezco, señora, estadelicada atención.

—Además, tengo que hacerosalgunas preguntas.

—¿A mí? —exclamó el corsario conestupor.

—A vos —contestó la marquesa deMontelimar, en cuya hermosa frente sehabía dibujado una ligera arruga.

—¿Y qué diríais si os manifestase

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que también yo deseaba volver a verosantes de zarpar para haceros algunaspreguntas?

La marquesa, a su vez, no pudocontener un gesto de asombro.

—¿A mí? —exclamó—. ¿Meconocíais, conde, antes de anclar en estepuerto?

—No: únicamente había oído hablarde los Montelimar.

—¿De mi marido?—No, de vuestro cuñado, que hace

algunos años desempeñaba el cargo degobernador de Maracaibo.

—En efecto, mi marido tenía unhermano gobernador.

—¿No habéis visto nunca a ese

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Montelimar?—Sí, hace dos años lo conocí en

Puerto Rico.La entrada de cuatro esclavos

negros, que llevaban manjares en fuentesde plata cincelada y cestos con botellascubiertas de polvo, fue causa de que laconversación se interrumpiera.

—Ahora, comamos —dijo lamarquesa al conde—. Los hombres demar deben estar dotados de buen apetito,y espero, señor de Miranda, que haréislos honores a mi cocina.

—Cuando suena la campana delmediodía, nuestros estómagos se hallansiempre dispuestos, marquesa. ¡Sivieseis a mis marineros qué asalto tan

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terrible dan a la mesa!—Me agradaría presenciar la

escena.—Si continuase algunos días más en

el puerto, me consideraría muy honradoen recibiros a bordo. Desgraciadamente,dudo mucho que mañana me encuentreaquí.

—Pero me dijisteis que os habíanenviado para defender a la ciudad de unataque combinado entre filibusteros ybucaneros.

—El peligro ya no existe —replicóel conde, con cierto aire de embarazo—.Me aseguraron que algunos barcossospechosos se habían dejado ver enestas aguas con rumbo al sur; pero esta

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mañana he recibido aviso de que sealejaban con dirección a la Tortuga. Voya inspeccionar estos parajes con objetode asegurarme de los informes.

—¿Para echar a pique las naves?—Sí, suponiendo que sea posible.—¿Son formidables los filibusteros?—Se lanzan al abordaje como

demonios, y cuando hacen una descarga,matan siempre…

Cogió una botella, que los esclavoshabían ya descorchado, y llenó dosvasos, diciendo:

—Por vuestra hermosura, marquesa.—Por vuestro barco, capitán —

contestó la señora de Montelimar.El conde vació su vaso de un trago,

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hizo seña a los criados negros para quesaliesen y luego, contemplandofijamente a la marquesa, siguiódiciendo:

—Y ahora, si os place,reanudaremos la conversación. Mehabéis dicho que conocisteis a vuestrocuñado en Puerto Rico.

—Es verdad, conde.—¿Cuándo?—Hace dos años.—¿Sabéis dónde se encuentra

ahora?—En Pueblo Viejo, según mis

noticias. Sé que en los alrededores deesta población posee vastísimasplantaciones de caña de azúcar.

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—¡Ah! —exclamó el conde,frunciendo el entrecejo—. ¿No os hablónunca, por casualidad, vuestro maridode la ejecución llevada a efecto pororden de vuestro cuñado, de dosfamosos corsarios que se hacían llamarel uno el Corsario Rojo y el otro elVerde, y que eran dos hidalgositalianos?

La marquesa miró al conde concierta ansiedad; luego dijo:

—Sí, me habló de esos corsarios, ytambién de otro que desapareció con lahija del duque de Wan Guld.

—Ese se llamaba el Corsario Negro—interrumpió el conde—. Y no fueahorcado como sus hermanos. ¿No

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sabríais decirme quiénes fueron los quedecretaron y aplicaron la pena de muertea los dos caballeros?

—No, pero os podrá informar micuñado. Yo era entonces una niña y novivía en Maracaibo. Desearía saber porqué os interesa este suceso. ¿Habéisconocido a los terribles filibusteros quehicieron temblar durante tantos años anuestras colonias del Golfo de México?

—Es un secreto que no puedorevelar, marquesa —respondió el hijodel Corsario Rojo, con aire sombrío—.Me habéis dicho que vuestro cuñado seencuentra en Pueblo Viejo; esto me bastapor ahora. Vuestro cuñado posee bienes,luego tendrá un administrador y un

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secretario.—¿Os referís al señor de Robles?—Precisamente, marquesa.—Aquí se encuentra, en efecto —

contestó la dama—. Pero de un momentoa otro partirá a bordo del galeón «SantaMaría», que se dirige a México. Lleva,según creo, las cantidades recaudadasen las haciendas de mi cuñado.

—¿En el «Santa María» habéisdicho? —exclamó el conde, en tanto quevivísimo relámpago iluminaba sus ojos.

—Eso me aseguró él mismo hacetres días.

—Ya sé todo lo que deseaba,marquesa; os agradezco la preciosainformación que me habéis facilitado.

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—¿Preciosa?—Más de cuanto suponéis —

respondió el conde.—Ahora espero que me pagaréis en

la misma moneda.—Contad con ello; me habéis dicho

que queríais saber algo de mí. Hablad,señora, haré lo posible porcomplaceros…

La marquesa permaneció unmomento silenciosa, contemplando a suvez con gran atención al conde; luego,señalando con el dedo a la espada queel corsario llevaba al costado, le dijo:

—Anoche, durante el baile, noceñíais esa espada. La empuñadura esmuy distinta. ¿Por qué la habéis

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cambiado?—Porque la otra la perdí cuando

embarqué en la chalupa que debíaconducirme a bordo de mi fragata —contestó el corsario, poniéndosecolorado como una chiquilla.

—¿No la habréis dejado en el pechode alguien que os desagradase? —preguntó la marquesa con voz grave.

El conde de Ventimiglia no pudodominar una sacudida nerviosa.

—Señora —dijo con acento solemne—. Un caballero no puede mentir yconfieso francamente que he dejado lapunta de mi espada en el pecho delconde de Santiago. Juro, sin embargo,por mi honor que no he provocado yo la

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contienda.—Os creo, conde; el capitán era

hombre muy violento y gran espadachíny por eso temía que os esperase afuerapara daros una estocada. Me asombraextraordinariamente que la hayarecibido.

—¿Por qué marquesa?—Todos le temían, sabedores de que

era una espada casi invencible.—Señora, pertenezco a una familia

de tiradores formidables, y muchaspersonas han sido enviadas al otromundo por los condes de Miranda,también por puntillos de honor.

—¿Y le habéis dado muerte?—Tenía que defender mi vida.

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—¿Solo?—¿Por qué me hacéis esta pregunta?—Porque me han dicho que os

acompañaban dos hombres.—Sí, dos de mis marineros, los

cuales, cumpliendo mis órdenes, hanasistido impasibles al duelo. No sehabrían atrevido a mezclarse en unasunto que me afectaba a mí solo. Elcapitán era un caballero y no unbandido, para que se le atacase con tresespadas o se le asesinase a pistoletazos.

—¡Sois un héroe! —exclamó lamarquesa, contemplándole con profundaadmiración—. Ningún espadachínhabría osado batirse con el conde deSantiago.

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—De Santo Domingo tal vez —repuso el conde—. Yo no he nacido enla isla del gran Golfo y he tenido pormaestros a tiradores de España, deFrancia y sobre todo de Italia.

—¿Sabéis que se sospecha de vos?—¿Como autor de la muerte del

capitán?—Sí, conde.—¿Y qué queréis decir con esto?

¿Tal vez que en Santo Domingo no estápermitido a dos caballeros dirimir unaquerella a estocadas? En nuestra Españaa nadie le habría parecido mal,marquesa.

—No digo lo contrario; pero elduelo se ha verificado sin testigos, y

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además…—Perdonad, marquesa, lo

presenciaron mis dos marineros. Yahora seguid.

—Deseaba preguntaros dóndehabéis adquirido la espada con queatravesasteis al capitán.

El conde se puso en pie y miró a lamarquesa con inquietud.

—Me hacéis una pregunta quepodría tener…

Interrumpióse bruscamente al verentrar al mayordomo de la marquesa.

—¿Qué quieres? —preguntó laseñora de Montelimar, algo extrañadapor aquella repentina aparición.

—Perdonad, señora —respondió el

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mayordomo—. En la estancia inmediatase hallan dos marineros que insisten encomunicar al señor conde una gravenoticia.

—¿Un blanco y un mulato? —preguntó el capitán de la «NuevaCastilla», con emoción.

—Sí, señor conde, y además…—Prosigue —dijo la marquesa.—Hay también un capitán de

alabarderos, acompañado de veintehombres y que solicita visitar el palacio.

—¿Por qué motivo? —preguntó labella viuda prontamente.

—Trae una orden de arresto.—¿Para quién?—Para el señor conde —contestó el

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mayordomo, después de un instante devacilación.

El corsario dio un salto y se llevó lamano a la empuñadura de la espada.

—Han debido hacer cuenta de esteacero —gritó—. Decid al capitán queespere diez minutos, para que lamarquesa de Montelimar pueda acabarde comer tranquilamente, y si insiste,haced que le apaleen los esclavos…¡Mendoza! ¡Martín!

Los dos marineros, al oír que losllamaban, precipitáronse en el saloncito,empujando a un lado al pobremayordomo y desenvainando lasespadas.

—¡Conde! —exclamó la marquesa

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intensamente pálida—. ¿Qué significaesto?

—Os lo diré en seguida, señora —respondió el corsario—. Permitidme;primero que interrogue a mi gente. ¡Espara mí cuestión de vida o muerte!

—¡Dios mío! ¿Qué decís?—Un minuto, marquesa. Habla tú,

Mendoza.—Señor conde, parece que se

disponen a prenderos o a abordarnos —contestó el viejo marino—. Desde hacealgunas horas todos los galeones ycarabelas toman posiciones a la salidadel puerto, como si abrigasen elpropósito de no dejarnos zarpar. Alguienha traicionado nuestro secreto.

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—¿Qué ha dispuesto mi teniente?—El señor Verra ha hecho cargar los

cañones para ametrallar si es preciso alos galeones y carabelas, y ha ordenadoque se armen todos los marineros. Notenemos echada más que un ancla.

—Perfectamente; es un bravo que nose dejará coger de sorpresa. ¡Ah! Nadiepuede igualar a los marinos genoveses.

—¡Conde! —gritó la marquesa—.¿Qué decís?

—Un momento más, señora —contestó el intrépido joven—. Mendoza,¿se hallan a bordo mis hombres?

—Todos, capitán.—Somos ochenta, y les daremos un

mal rato a los que intentan impedir que

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nos hagamos a la vela… Y ahora vos,marquesa. He vencido en la carrera degallos, y me debéis un beso. Permitidque sea yo quien lo deposite en vuestrabella mano. Será seguramente el primeroy el último, porque, a menos que serealice un milagro, dentro de pocosminutos desaparecerá también el últimoconde de Ventimiglia, de Roccabruna yde Valpenta.

—¿De Ventimiglia habéis dicho? —exclamó la marquesa.

—Sí, señora. Soy el hijo de aquelCorsario Rojo a quien vuestroscompatriotas ahorcaron.

La marquesa permaneció mudaalgunos instantes, presa de vivísima

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emoción.—Señor conde —dijo finalmente—.

No consentiré que a mi vista, en mipalacio, apresen a un caballero comovos.

—¿Qué intentáis, señora?—¡Salvaros! —exclamó la

marquesa, en un arranque de entusiasmo.—¿De qué modo?—Seguidme todos al punto. El

capitán de alabarderos estará irritadopor tan larga espera.

Abrió la puerta del comedor eintrodujo a los tres corsarios en unaalcoba, la suya probablemente, a juzgarpor la riqueza del mobiliario, y sedirigió a una chimenea cerrada por una

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chapa de bronce cincelado. Puso lamano en una de las muchas flores que laadornaban e hizo presión.

La hoja de bronce levantóse en elacto, dejando ver una escalerilla.

—Es una salida secreta, abierta enel espesor del muro —dijo la marquesa—; nadie la conoce. Conduce a una delas torrecillas que se elevan sobre eltecho. Subid y esperadme.

—El beso, marquesa —dijo elconde.

La bella dama le tendió la mano.El corsario depositó en ella un beso,

luego subió la escalera, seguido deMendoza y de Martín.

La marquesa cerró la puertecilla de

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bronce, murmurando:—¡Pobre joven! ¿Matar a un

caballero tan valiente? ¡No, no quiero!Aunque sea un enemigo de mi país lesalvaré, suceda lo que suceda. Noquiero que se diga que una Montelimarha traicionado a su huésped.

Volvió al comedor y se sirvió unataza de café, esforzándose por aparecercompletamente tranquila.

Un momento después entraba elmayordomo, anunciando al capitánPinzón.

—Que pase —contestó la marquesa,y continuó saboreando el café.

El capitán de alabarderos, un tipoacabado de soldadote, con enormes

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bigotes grises y ojos vivísimos, entró,quitándose el sombrero.

—¿A qué debo el honor de vuestravisita, capitán? —preguntó la marquesa,siempre tranquila, señalándole con eldedo una butaca—. Espero queaceptaréis una taza de café.

El capitán quedóse un tantosorprendido. Luego dijo:

—Perdonad, señora, que os moleste,pero vengo por orden del gobernador dela ciudad.

—¿Para prenderme? —preguntó lahermosa viuda riendo.

—A vos, no; pero sí a una personaque ha comido con vos.

—¡Eh! ¿Qué decís, capitán? —

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exclamó la marquesa frunciendo elentrecejo y levantándose de un brinco—.¿Prender a quién?

—Al conde aficionado a vestirsetodo de rojo.

—¿A él? ¿A un caballero?—A un bandido, señora.—¡Imposible!—Es un Ventimiglia, un pariente de

los terribles corsarios que con Pedro elGrande, Laurent, Wan Horn y el Olonéshan destruido tantas ciudades del Golfode México.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó lamarquesa, dejándose caer en la butaca—. ¿No estaréis equivocado?

—Tenemos la prueba de que es

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realmente un Ventimiglia.—¿Cómo habéis podido adquirirla?—El trozo de acero clavado en el

pecho del conde de Santiago llevabagrabado el nombre del matador.

—¿Entonces habréis destruido ya sufragata?

—Aún no, marquesa —respondió elcapitán—. Esperamos a que sea denoche para abordarla. ¿Dónde está esehombre?

—Ya ha partido.—¿Partido? —exclamó el capitán,

quedándose lívido.—Me ha dejado hace media hora,

después de haber almorzado conmigo,diciéndome que iba a pasear por el

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jardín.El capitán se dio un puñetazo en la

coraza.—¿Me habrá visto atravesar la

cancela del jardín? —se preguntó,tirándose furiosamente de los bigotes—.¡Huido! Pero ¿a dónde? Es probable queesté oculto aquí en algún rincón. ¡Díaz!…

Un sargento de alabarderos, al oír lallamada, entró en el comedor.

—Elige diez hombres y reconoce eljardín del palacio. Acaso se encuentreallí todavía el corsario.

—En seguida, mi capitán —contestóel sargento, saliendo apresuradamente.

—Señora marquesa —continuó

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diciendo el jefe de la tropa, cuando sehallaron de nuevo solos—. He recibidola orden de visitar minuciosamente estacasa.

—Hacedlo, pues, capitán —contestóla hermosa dama—. Tengo, sin embargo,la seguridad de que no lo encontraréisen mi palacio.

—Y yo abrigo la certeza, señora, depoderlo descubrir en algún rincón —repuso el capitán—. De la ciudad nopuede salir, porque todas las puertasestán tomadas; embarcar, tampoco,porque los soldados vigilan el muelle ysu barco se halla sitiado por galeones ycarabelas. Ya es hora de acabar con losVentimiglia, y ¡vive Dios! Nosotros los

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acabaremos. Señora, voy a visitar elpalacio…

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E

CAPÍTULO IV

EN BUSCA DELCONDE DE

VENTIMIGLIA

l hijo del Corsario Rojo,siempre seguido deMendoza y del mulato, queno parecían muy

asombrados del mal aspecto que tomabala aventura, subió apresuradamente los

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peldaños.Como dijo la marquesa, aquella

escalera había sido construida en elespeso del muro y probablemente debióservir para ocultar los tesoros delpalacio sustrayéndolos a las ávidaspesquisas de los filibusteros ybucaneros, que ya más de una vez habíansaqueado a Santo Domingo.

Era, sin embargo, tan estrecha, queen ocasiones Mendoza, el más grueso delos tres, se vio apurado para subir.

La ascensión duró cerca de dosminutos; luego los tres corsariosencontráronse en una pequeña estancia,o mejor dicho, en una especie debohardilla, iluminada por una sola

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ventana, bastante grande para quepudiese pasar por ella un hombre.

—¿Dónde nos hallamos? —preguntóse el conde.

—En algún nido de búhos —contestó Mendoza—. Desde aquí se ventodos los tejados.

—Esta debe de ser una de las cuatrotorrecillas que coronaban el palacio —observó Martín.

—Nos hemos convertido enaguiluchos, camarada.

—Preferible es esto a que noscuelguen, amigo Mendoza —repuso elconde.

—No digo lo contrario, señor. A losvascongados como yo, no nos agrada la

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cuerda, especialmente cuando ha sidotejida por españoles, porque es la máspeligrosa, al menos para las personas denuestra religión.

—Sin embargo, por tus venas corresangre española.

—Es cierto, capitán, pero nunca heandado de acuerdo con ellos.

—Y acaso esto sea un mal —replicóel conde—. Al menos habrías podidorogarles que nos dejasen paso librehasta llegar a la fragata.

—¡Hum! —exclamó Mendoza,arrancándose tres o cuatro pelos—. Losespañoles no son tan cándidos. Sinandarse con rodeos, me habrían cogido ycolgado del palo más alto de sus

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galeones, como a un pirata cualquiera.—De modo que tendremos que

permanecer en este nido de buitres o debúhos, como tú has dicho, hasta que lamarquesa nos proporcione el medio deescapar.

—No habéis pensado, señor conde,en que a tres metros bajo nosotros haytechos.

—¿Qué quieres decir, Mendoza? —preguntó el hijo del Corsario Rojo,sorprendido por aquella contestación.

—Que podríamos dar un salto ymarchamos tranquilamente, antes de queveamos los cascos de esos malditosalabarderos.

—¿Escapar como ladrones, sin

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avisar siquiera a la generosa dama queha tratado de salvarnos? ¿Dónde está lagalantería, Mendoza?

—Cuando se trata de salvar la piel,señor conde, no me acuerdo para nadade la galantería. Yo no soy más que unmarinero.

—Entonces deja tus tejados paraluego —replicó el hijo del CorsarioRojo.

—Martín y yo esperamos cuantoqueráis, mi capitán. Bien sabéis quesomos gente de guerra y que nunca nosdesagrada mover las manos. ¡Cuántasestocadas he dado mientras navegué alas órdenes de vuestro padre!

—¡Calla, Mendoza! —gritó el conde

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con voz alterada.—Tenéis razón, capitán; soy un

animal tan grande como una ballena —contestó el viejo marino.

El conde, apoyado en el alféizar dela ventana, miraba ansiosamente a lolejos, a través de la inmensa selva decampanarios y de torrecillas, tratando dedescubrir su fragata, anclada en elpuerto.

Inquietud indescriptible se habíaapoderado de él y prestaba atención,temiendo a cada instante oír unadescarga de artillería, anunciadora delprincipio de la lucha contra su barco.Llevaba en observación cerca de mediahora, cuando oyó decir a Mendoza:

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—¡La señora marquesa!…El hijo del Corsario Rojo volvióse

bruscamente. La bella viuda entró en labohardilla, pálida y agitada.

—¡Vos, marquesa! —exclamó elconde—, ¿qué venís a anunciarnos?

—¡Que estáis presos! —contestó laseñora de Montelimar, con vozentrecortada.

—¿Han descubierto nuestro refugio?—preguntó el conde desenvainando laespada.

—Me acaba de decir mi mayordomoque el capitán de alabarderos haordenado a su gente que visite lostejados y hasta las torrecillas. ¿Si osencontrasen?

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—No es fácil, señora —contestó elcorsario con tranquilo acento.

—No me comprendéis, conde.—Os he comprendido

perfectamente.—¿Y pensáis trabar combate en un

tejado, contra veinte alabarderos y uncapitán que goza fama de intrépido?

—No, marquesa. Para lucharsiempre es tiempo.

—¿Entonces?… —preguntó la bellaviuda con extremada ansiedad.

—Huiremos antes de que lleguen —repuso el conde.

—¿A dónde?—Es cosa sencillísima, marquesa.

Se salta al lado del palacio, se busca el

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primer zaquizamí y no hay más quebajar.

—¿Vestido de ese modo?—Cambiaré de traje —replicó el

corsario, sonriendo—.Momentáneamente me convertiré encolono, en aldeano, en cargador delpuerto, en marinero o en cualquier cosapor el estilo.

—¿Y adónde iréis?—¡Qué sé yo! Seguramente no me

dirigiré a mi fragata. Sería meterme enla boca del lobo.

—¿Hacéis cuenta de poder salir dela ciudad?

—Por supuesto.—Poseo una finca en San José, a

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seis leguas de la población.—Perfectamente.—Mandaré inmediatamente al

mayordomo, para que ordene a miintendente que os reciba.

—¿Queréis hospedarnos en vuestravilla?

—Quiero salvaros —dijo lamarquesa, emocionada.

—Y nosotros, señora, puesto quenos invitáis a vuestra quinta, aceptamos—contestó tranquilamente el hijo delCorsario Rojo—. Así descansaremos delas fatigas del mar.

—¿Y vuestro barco?—Escapará mejor de lo que

imagináis, marquesa. Tengo a bordo un

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teniente que no se asusta de afrontar elfuego. ¿Volveremos a vernos, señora,aun cuando solo sea para daros lasgracias por todo lo que habéis hecho pornosotros?

—Os lo prometo.—¿En San José?—Sí, conde.—Adiós, señora; nosotros huimos…El conde se quitó el sombrero,

saludándola; luego inclinóse sobre elalféizar y saltó resueltamente,rompiendo tres o cuatro tejas.

—¡Cuidado, amigos! —exclamó elconde, saludando por segunda vez a lamarquesa, que se había asomado a laventana—. Sobre todo, no hagáis ruido.

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Desenvainaron las espadas ypusiéronse en marcha, con el cuerpoinclinado, para no hacerse muy visiblesa las personas que pudieran asomarse alas ventanas de las casas.Afortunadamente, el palacio hallábaseunido por la parte posterior a una largaserie de edificios, por eso los fugitivospudieron recorrer seiscientos osetecientos metros.

—¡Bah! —exclamó en ciertomomento el conde, deteniéndose—. Mehan contado varias veces que también mitío, el Corsario Negro, se vio en el casode tener que huir por tejados en unaocasión, y que logró escapar sintropiezo. ¿Por qué no ha de tener la

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misma fortuna el sobrino? ¡Ea, yaveremos!…

Descendieron al tejado de otra casay continuaron la marcha. Así anduvieroncerca de quinientos metros sin sufrir elmenor contratiempo; luego se detuvieronante una bohardilla cuya ventana estabacerrada solo por unos travesaños demadera.

—He aquí un escondrijo magnífico—dijo el conde.

—No vaya a resultarnos unaratonera —observó Mendoza—.Además, no sabemos adónde conduce,capitán.

—A una casa, sin duda.—Lo creo ciegamente, señor conde;

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pero la casa estará habitada y no sécómo nos recibirán los moradores.

—Al verme vestido de rojo, metomarán por el diablo en persona —respondió el osado joven, riendo— y defijo echarán a correr.

—Y armarán una zamba formidabley acudirán soldados.

—Y nosotros los esperaremos, miquerido Mendoza. ¿Tienes empeño enacabar tus días en medio de estas tejas?Yo no siento el menor deseo. Martín,arranca esos travesaños.

—En seguida, capitán —contestó elrobusto mulato—. No será tarea larga nidifícil.

Cogió con ambas manos el madero

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central, apoyó las rodillas en el muro ytiró con violencia.

Fue un verdadero milagro que norodase por el tejado al mismo tiempoque el travesaño. Afortunadamente,Mendoza estaba detrás y en el acto losujetó.

—¿Queréis dar un brinco a la calle,camarada? —le preguntó—. Tienes muymal gusto, amigo.

—¡Silencio! —ordenó el conde, quehabía metido la cabeza en la bohardilla.

—¿Habéis visto brujas, señorconde?

—Me parece que alguien ronca —contestó el corsario en voz baja.

—¡Ah, diablo! —refunfuñó

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Mendoza, rascándose la cabeza—. Elasunto comienza a ponerse feo.

—Seguidme.—No capitán, dejadme pasar a mí

primero.Era demasiado tarde. El corsario

había ya penetrado en un cuartito casioscuro, amueblado miserablemente,porque no se veía más que una cama,una mesita desvencijada y dos sillas,sobre las cuales había una coraza y ununiforme.

—Habría preferido que habitase eneste desván una mujer guapa —murmuróMendoza.

El conde se acercó al lecho con laespada en alto, dispuesto a herir. El

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inquilino de aquella estancia roncabacomo un bendito, casi cubierto por lacolcha.

—¡Si pudiésemos salir sindespertarlo! —dijo el conde—.Mendoza, ¿está la llave en la cerradura?

—No la veo.—¿Echo la puerta abajo? —preguntó

Martín, avanzando de puntillas.—Entonces se despertará.En aquel momento el propietario del

zaquizamí, que tal vez como buensoldado tenía el sueño ligero,incorporóse de repente; luego, al ver losintrusos, se arrojó al otro lado del lecho,empuñando un mosquete y gritando:

—¡Ah! ¡Bribones! ¡Robar a un

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militar! ¡Nunca!…Iba a lanzarse valerosamente sobre

los corsarios, cuando una exclamaciónde espanto se escapó de sus labios.

—¡El diablo! ¿Sueño o estoydespierto?

Había descubierto al hijo delCorsario Rojo y viéndole vestido deaquel modo no era extraño que le tomasepor un demonio, mucho menos enaquella época en que la superstición eratan general, sobre todo entre losespañoles.

—No soy el diablo —dijo el conde—, pero sí un pariente próximo.

—Entonces sois un hombre como yo,que ha entrado aquí para asustarme y

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robarme —exclamó el soldado,esgrimiendo amenazadoramente laescopeta—. Largo de aquí u os mato atodos como pollos.

—¡Eh, no gritéis tanto, porquepodríais quedaros mudo! —exclamó elconde—. Os advierto ante todo que nosoy un ladrón, sino un caballero, y quemaldita la falta que me hacen vuestrosguiñapos.

—Entonces, ¿qué queréis?—Nada más que vuestro uniforme,

mediante pago. ¿En cuánto lo estimáis?—¿Para qué os va a servir?—Alto, amigo; no tengo por

costumbre referir mis secretos alprimero que encuentro.

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—¿Y después? ¿Necesitáis algunaotra cosa?

—Que me entreguéis la llave de lapuerta, para que podamos salir de aquí.

—Marchaos por donde habéisvenido, señor pariente del diablo —replicó el soldado—. No consiento queos burléis.

—Aún no he terminado —prosiguióel conde con su calma habitual.

—¡Ah! ¿Deseáis otra cosa? ¡Soisinsaciable, mi querido señor!

—Cínicamente quiero que os dejéisatar y amordazar, para impedir que nossigáis y que gritéis.

—¡Por todos los tiburones deVizcaya, esto es demasiado! —rugió el

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soldado—. Ahora os enseñaré cómo ungascón despacha a los ladrones.

—¡Ah, sois, gascón! —exclamó elconde—. Según cuentan, vuestroscompatriotas son muy valientes ytambién muy exagerados.

—¡Yo os enseñaré cómo rompen lascabezas! —gritó el soldado, furioso.

—¡Poneos primero las calzas! —dijo el corsario—. ¿No veis que estáisen paños menores?

—También en camisa saben matarlos gascones.

Con la agilidad de una pantera, saltódel lecho y cayó sobre el corsario conímpetu terrible; pero de repente sedetuvo al ver que los compañeros del

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conde apuntaban con pistolas.—¿Pretendéis asesinarme? —

preguntó, retrocediendo dos pasos.—Amigo —dijo el corsario—, en

otros momentos os habría propuesto quesalieseis, que diéramos un paseo hastael cementerio y que midieseis las armasconmigo. Desgraciadamente, o, mejor,afortunadamente para vos no tengotiempo que perder. O me vendéisvuestro traje o por mi honor os mato deun pistoletazo. Así, pues, pongámonosde acuerdo y seamos buenos amigos. Osofrezco veinte doblones.

El soldado dio un brinco.—¿Sois algún príncipe para pagar

con tal esplendidez un miserable

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vestido, o habéis hecho fortuna enMéxico?

—No soy más que un conde, y jamáshe visto las minas de ese país. ¿Aceptáiso rehusáis?

—¡Mil truenos! Sería un imbécil sirenunciase a semejante suma. Con veintedoblones compraré dos uniformesnuevos y haré que revienten de envidiamis camaradas.

El conde sacó una bolsa bien repletay depositó en el borde de la mesa veintemonedas de oro.

—Una pequeña fortuna —dijo elgascón, que parecía querer devorar eldinero con los ojos—. Os regalotambién mi escopeta, señor conde.

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—Prefiero mi espada.—Obsequiadnos en cambio con

alguna botella, si tenéis —dijoMendoza.

—Tengo un aguardiente que no sebebe ni en Veracruz.

—Sacadla en seguida, camarada.Nosotros tenemos el pícaro vicio desentir siempre sed, tal vez porquerespiramos a toda hora aire salado.

—También yo participo de esevicio; vamos a ver…

Dejó caer en un viejo arcón losveinte doblones, haciéndolos chocar auno sobre otro para oír mejor el sonidodel oro; luego sacó una botella y dosvasos.

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Mientras escanciaba el líquido, elconde, que tenía casi la misma estaturaque el gascón, se desnudó rápidamente yse puso el uniforme del soldado, inclusola coraza.

Había comprendido la imposibilidadde pasar sin llamar la atención con surico traje rojo, y sentía prisa pordesembarazarse de él.

Cuando acabó de vestirse, vació unacopa de aguardiente; luego, volviéndosehacia el gascón, le dijo:

—Y ahora, dejad que os ate yamordace. Al bajar advertiré al primeroque encuentre que os ha ocurrido unaccidente, y en seguida vendrán asoltaros.

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—Sois muy amable, señor conde,mas preferiría no sentir un pañuelosobre el bigote.

—Las tentaciones son peligrosaspara todos. Podríais arrepentiros deltrato hecho y empezar a gritar detrás denosotros: ¡al ladrón!

El militar negó con su gestoarrogante; luego se volvió para dejarseatar.

Mendoza y Martín, que como todoslos marineros, no se olvidaban nunca dellevar cuerdas, en pocos momentosredujeron al gascón a la impotencia,atándolo con fuerza y arrojándolo allecho.

—Buena suerte, camarada —dijo el

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vascongado, con ironía.El gascón se revolvió un poco,

intentando responder, luego quedóseinmóvil, como si se hubiese dormidorepentinamente.

El hijo del Corsario Rojo calóse elcasco para que no lo reconociesen,abrió la puerta con la llave que elgascón le había dado y bajótranquilamente una escalera larguísima,seguido por sus dos compañeros.

Se hallaban en una vieja casa de trespisos, negrecidos, seguramente habitadapor gente de ínfima condición social.

Iban a salir a la calle, cuando en lapuerta encontraron a una anciana negra,que llevaba en la lanuda cabeza un gran

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cesto lleno de plátanos.—Buenos días, señor Barrejo —dijo

al ver al corsario.—Os equivocáis, buena mujer —

respondió el conde—. Soy un amigosuyo. Tan pronto como podáis, subid asu desván, porque ese pobre hombre nose encuentra muy bien.

Dicho esto, atravesó el umbral y sealejó velozmente, siempre acompañadode los dos filibusteros, a quienes podríatomárseles por marinos, que marchabanapresuradamente a embarcarse.

La calle se hallaba casi desierta,porque los habitantes de todas lasciudades españolas del Golfo deMéxico tenían la costumbre de

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suspender sus negocios al medio díapara dormir la siesta.

—Martín, tú que conoces lapoblación palmo a palmo, guíanos alpuerto —dijo el conde cuando seencontraron en mitad de la calle.

—No distamos más que dos tiros dearcabuz —contestó el mulato.

—Estoy impaciente por ver cómohan sitiado a mi fragata.

—No podremos llegar hasta ella sindespertar graves sospechas —observóel prudente Mendoza.

—Lo sé y por esto me preocupa.¿Cómo podré ponerme en comunicacióncon mi lugarteniente? He aquí el granproblema. No dudo que conseguirá

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abrirse paso por medio de los galeonesy las carabelas, y que logrará refugiarsetranquilamente en la Tortuga. Sinembargo, es necesario que yo embarqueantes de que el secretario del señor deMontelimar llegue a México.

—Tal vez lo consiga yo —dijoMartín—. Un mulato no puede infundirgran desconfianza, y además, ya sabéisque nado como un pez y que recorrograndes distancias bajo el agua.

—Ciertamente —replicó el conde—. Y por esto mismo te he tomado a miservicio.

—No resultará para mí empresadifícil la de zambullirme sin que mevean y llegar hasta la fragata.

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—Podrían descubrirte y matarte.Han dado órdenes severísimas para queyo no consiga poner el pie en la fragatani enviar mensaje alguno.

—No os preocupéis por eso, capitán—contestó el mulato—. Los españolesson astutos, pero yo no soy menos astutoque ellos.

—Veremos —dijo el señor deVentimiglia muy pensativo por el malaspecto que tomaba el asunto.

Pusiéronse en marchaapresuradamente atravesando jardines ypequeños plantíos de bananos ymanteniéndose alejados de las pocascasas que de trecho en trecho sedescubrían.

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Un cuarto de hora después sehallaron a la vista de la rada, en lugarcasi desierto.

El conde se detuvo bruscamente,maldiciendo y apretando los puños.

—Asunto serio —dijo Mendoza.Y el asunto era serio en realidad.Cuatro galeones, aquellas grandes

naves destinadas principalmente atransportar los productos de las ricasminas de México y de la AméricaCentral a Europa, y cinco carabelas,después de levar anclas habían ido areunirse en la desembocadura delpuerto, formando doble hilera; losprimeros delante, las segundas, muchomás débiles y con tripulación menor,

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detrás.En medio de la bahía,

completamente aislada, hallábase lafragata del conde, un magnífico barco detres palos, largo y estrecho, armado deveinticuatro piezas de artillería en loscostados y de dos muy gruesas sobre elalcázar.

Por el muelle, lleno de mercancías,paseaban muchos alabarderos, yvigilando atentamente los buques decomercio y las barcas de pesca, que deseguro habían recibido la orden de nolevar anclas.

—¿Cómo se las arreglará mílugarteniente? —se preguntó el conde,que de una ojeada abarcó la situación—.

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¿Qué dices tú, Mendoza?—Digo, señor conde, que el señor

Verra saldrá con honor del aprieto ydará una lección terrible a los galeonesy a las carabelas —respondió el viejofilibustero—. Dispone de gran númerode bocas de fuego y de gente intrépida.

—Es cierto, pero… —murmuró elhijo del Corsario Rojo, moviendo lacabeza.

—Vos sabéis, señor conde, el miedoque los filibusteros infunden. Se lessupone hijos del diablo.

—No digo lo contrario, Mendoza.—Y ahora veréis los milagros que

realizará vuestra tripulación dirigida porel señor Verra. ¿Acaso los ligures no

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han sido siempre los primeros marinosdel mundo?

—Pero una bala de cañón puedeacabar con el hombre más valiente.

—Mas no con un filibustero —replicó Mendoza—, sobre todo cuandose tiene a mano un buen arcabuz o seencuentra tras una pieza de artillería.

El corsario sonrió, aunque sinmostrarse muy persuadido por laspalabras del veterano filibustero.

—Busquemos la sombra —dijo alcabo de un momento—. El sol calientademasiado.

A cincuenta pasos de ellos alzábansemajestuosos plátanos de hojas enormes yque crecían junto a una escollera que

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descendía en rápida pendiente hacia larada.

Llegaron hasta allí y se tendieronbajo los gigantescos árboles, cargadosde inmensos racimos.

—Armémonos de paciencia yaguardemos —dijo el conde—. Estoyseguro de que apenas anochezca losgaleones y las carabelas atacarán a mibarco.

—Yo, sin embargo, confío en llegara la fragata antes de que suene el primercañonazo —indicó el mulato—. Dadmevuestras instrucciones, señor conde.

—No tienes que decir a mi tenientemás que una cosa: que nos espere en elcabo Tiburón y que vigile atentamente el

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paso del «Santa María».—Permitidme, capitán, que añada

dos palabras —dijo Mendoza.—Habla, amigo.—Supongo, Martín, que aguardarás

a que el sol se oculte para arrojarte almar.

—No es necesario —contestó elmulato—. Nadaré bajo el agua.

—¿Y cómo averiguaremos nosotrosque has llegado a la fragata? Se hallamuy lejos para que pueda distinguirse unhombre.

—¿Qué propones? —preguntó elconde.

—Que nos haga señas si ha logradocomunicar al lugarteniente vuestras

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instrucciones.—Tú siempre tan astuto. Dirás,

Martín, al señor Verra que enciendacuatro fanales verdes dispuestos en filasobre el alcázar.

—Perfectamente, capitán —contestóel mulato.

—Quitóse la casaca, los pantalones,y dejó en tierra las pistolas y la espada.Como no usaba ropa blanca, quedósecompletamente desnudo.

—Que Dios os ayude, señor conde—dijo—. No me olvidaré de vuestrasinstrucciones.

—Amigo mío, guárdate de las balasespañolas —respondió el señor deVentimiglia.

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—Abur, camarada —dijo Mendoza—. Guárdate también de los tiburones.

—De estos me río yo —respondió elmulato.

Dio dos o tres saltos, como paraprobar la elasticidad de sus miembros,luego se deslizó lo mismo que unaserpiente por las rocas que descendíanhasta la rada.

En pocos instantes llegó al fondo, yarrojándose de cabeza, desapareció bajoel agua.

—Es un verdadero diablo —murmuró el conde—. No he conocido aningún nadador más hábil que él.

—Apostaría mi espada contra unapipa de tabaco —añadió el marinero—,

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a que logra burlar la vigilancia de losespañoles, y a que pasará bajo lasmismas narices de estos sin que lodescubran. ¡Mirad! ¿Lo veis? Ahora salea flote…

A doscientos metros de la orillahabía aparecido un punto obscuro en lasuperficie del agua y casi en seguida seocultó.

El mulato hizo provisión de aire,sacando fuera únicamente la nariz; luegose zambulló y siguió nadando bajo elagua.

Era imposible que los soldados quevigilaban desde el muelle y seencontraban algo alejados de los doscorsarios, hubiesen descubierto la

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menor cosa. Y además, aquel bultoobscuro podía confundirse fácilmentecon la cabeza de un pez.

Otras dos veces el conde yMendoza, que espiaban ansiosamente lasuperficie de la bahía vieron asomar lanariz del mulato; luego, nada.

La distancia era ya muy considerabley luego la obscuridad comenzaba areemplazar a la luz.

—¿Llegará? —preguntábase elconde lleno de zozobra.

—No penséis en él, capitán —dijoMendoza—. Ocupémonos de la fragata.No sé qué esperan los galeones y lascarabelas.

—A que sea de noche.

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—Yo, si fuese el comandante de laescuadra, atacaría en el acto.

—No tardará en empeñarse elcombate. ¿Ves las lanchas llenas desoldados que se alejan del muelle?

—Mala maniobra, señor conde. Niuna escapará a las descargas de lafragata…

El conde se puso en pie y comenzó apasear nervioso alrededor de losplátanos. Mendoza llenó la pipa yempezó a fumar plácidamente.

Aquella calma del viejo marino eramás aparente que real, porque de vez encuando olvidábase de chupar y la pipase apagaba.

Entretanto las tinieblas descendían

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rápidamente, envolviendo la ciudad, elpuerto y los barcos.

La fragata, que se hallaba junto a ladesembocadura, apenas se distinguía.

De pronto el corsario lanzó un grito.—¡La señal! ¡Ah! ¡Bravo, Martín!Cuatro fanales verdes, que brillaban

vivamente en medio de la profundaobscuridad, colocados el uno tras elotro, aparecían en el elevadísimoalcázar de la fragata.

—Ya aseguraba yo, capitán, que esediablo se saldría con la suya —dijoMendoza vaciando la pipa—. Ahorapodremos saborear los vinos de SanJosé. Afirman que son exquisitos.

—Poco a poco, Mendoza. La fragata

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no está todavía fuera del puerto.—Si esto es todo, vuelvo a encender

la pipa, tan seguro estoy de que pasarápor medio de los galeones y lascarabelas. Una vez lejos del puerto, quele den caza si se atreven.

—Si consigue abrirse paso, metranquilizaré por completo. Nadie podráalcanzarla, y menos…

Un cañonazo le interrumpió lacontinuación de su discurso.

La «Nueva Castilla» abría el fuego,desafiando a los buques españoles.

Aquel siniestro estampido, querepercutió fragorosamente en las casasde la ciudad, fue seguido de un brevesilencio, luego se oyó un segundo

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cañonazo.El corsario y Mendoza subieron

rápidamente a lo alto de las rocas, paraver mejor las diversas fases delcombate.

Uno y otro, aunque tenían plenaconfianza en la resistencia y en elarmamento de la nave, lo mismo que enel valor de la tripulación, formada en sutotalidad por intrépidos filibusterosreclutados en la Tortuga, eran víctimasde profunda angustia.

Sabían que España contaba tambiéncon osados marinos, capaces de disputarencarnizadamente la victoria.

Transcurrió otro medio minuto,luego descargas terribles partieron de

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los galeones y de las carabelas.La batalla comenzaba.

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«L

CAPÍTULO V

LA FUGA DE LAFRAGATA

a Nueva Castilla»,levadas las anclas ydesplegadas las velas,aprovechando la fresca

brisa que soplaba de tierra, púsoseatrevidamente en marcha, moviéndosehacia la entrada del puerto, sin

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intimidarse por la presencia de galeonesy las carabelas.

Sus fusileros, aquellos terriblespiratas que casi nunca erraban un golpe,armados de arcabuces de gran calibre,colocáronse en un instante tras lasbordas, sobre las cuales amontonaroncuerdas; en seguida abrieron un fuegoinfernal sobre los puentes de los buquesenemigos, para dejar fuera de combate alos timoneles y a los oficiales.

Otros treparon en seguida a lascofas, con el fin de lanzar bombas, delas que aquellos formidables corredoresdel mar hacían gran uso y con buenéxito.

Los barcos españoles, fiados en su

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superioridad, aceptaron resueltamente lalucha, apretándose unos contra otros,con el fin de impedir el paso a la naveenemiga, oponiéndole una barrerainfranqueable.

Por desgracia para ellos, tenían queentendérselas con un marino muy ducho,acostumbrado a toda clase deestratagemas, y para colmo, con unvelero manejable en extremo y quecorría velozmente.

Durante algunos minutos, fragata ygaleones cambiaron continuoscañonazos, sin causarse graves daños.Toda la población de Santo Domingo sehallaba reunida en el muelle. Luegosiguióse un momento de calma, porque

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la «Nueva Castilla», con una hábilmaniobra, colocóse en forma tal, quehizo converger el fuego de los españoleshacia las casas del puerto.

Cierto que de este modo ofrecíasecomo blanco a los disparos de laartillería de los fuertes, que podíanhacer fuego sin dañar a la ciudad; peroel lugarteniente del conde no era hombreque expusiese mucho tiempo su nave alas balas enemigas.

Con dos viradas rápidas, la «NuevaCastilla» replegóse hacia el centro de larada, desencadenando de parte de losfuertes una tempestad de cañonazos;luego se encaminó hacia la boca delpuerto, amenazando pasar ora a babor,

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ora a estribor de la escuadra.Sus veintidós cañones tronaban

furiosamente, sobre todo contra lascarabelas, en tanto que los arcabucerosbatían a tiros los elevadísimos puentesde los galeones, derribando, conprecisión matemática, a los oficiales.

Feroz gritería alzábase en lastoldillas, mezclándose y confundiéndosecon el estruendo de los cañones y de losarcabuces.

También la multitud que se agolpabaen el muelle, aunque expuesta al fuegode la artillería, gritaba furiosa:

—¡Mueran los filibusteros!¡Destruidlos! ¡Despedazadlos!

La «Nueva Castilla» continuaba

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intrépidamente su marcha, cubriendo conbalas y bombas a las naves enemigas yamenazando abordarlas.

De casco sólido, bien armada yconducida por hombres acostumbrados abatirse casi a diario, no vacilaba en susmovimientos.

Devolvía golpe por golpe a losgaleones y a las carabelas, en tanto quelos dos cañones del alcázar vomitabande tiempo en tiempo granizadas demetralla.

Al llegar a cien pasos de losgaleones, cruzó gallardamente anteellos, con todos sus formidablesarcabuceros a babor; luego, con unmovimiento inesperado, giró a la

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derecha de la escuadra, donde aúnquedaba el espacio necesario paranavegar a lo largo de la costa.

Una carabela pequeña intentócerrarle el paso, colocándose ante laproa, para dar tiempo a que los galeonesse movieran.

Era un ratoncillo que pretendíadetener a un león.

La «Nueva Castilla» chocó contraella con su solidísimo tajamar y ladeshizo completamente, pasando pormedio de sus restos; luego, después dedisparar todos los cañones a un tiempo,se lanzó fuera del puerto.

—¿Qué decís ahora, señor conde?—preguntó Mendoza, que fumaba

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furiosamente.—Que con semejantes hombres se

podría conquistar el mundo —contestóel señor de Ventimiglia—. Pero ademáshace falta tener mucha fortuna. No sé deningún otro barco que haya escapado tanbien, amigo.

—Ahora los galeones van a darlecaza. ¿Qué esperarán? ¿Alcanzar nuestranave? ¡Eh queridos, no conocéis aún a la«Nueva Castilla»!

—Me parece que ya lo hancomprendido.

—El señor Verra les hará correr.—Pues entonces corramos también

nosotros y procuremos dejar a SantoDomingo antes de que salga el sol. Los

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españoles descargarán toda su rabiasobre nosotros y nos perseguirán sindescanso.

—Y si nos cogen, nos cuelgan, señorconde —respondió Mendoza.

—Acaso esas dos cuerdas no sehayan tejido todavía. ¿Conoces tú laciudad?

—Lo bastante para guiaros a la«Puerta del Sol».

—¿Nos dejarán salir a esta hora?—¡Oh! No lo esperéis, capitán —

contestó el filibustero.—Entonces, ¿para qué ir hasta allí?—Porque la muralla próxima está

destruida en parte y ya encontraremos elmedio de bajar al foso, y luego…

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Se detuvo, con la boca abierta ymirando al conde.

—¿Qué?… —respondió el corsario.—Soy un verdadero estúpido,

capitán.—¿Por qué?—No podemos pasar por la «Puerta

del Sol» sin correr el riesgo derompernos la crisma en el fondo delfoso. No hay duda de que voyenvejeciendo muy de prisa.

—¿Estás loco, Mendoza?—No, señor conde; soy medio

idiota. ¿No estáis vestido dealabardero?

—Creo que sí.—Nos presentaremos a la guardia de

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la puerta; vos diréis que habéis recibidola orden de acompañarme y de hacermesalir. Podéis añadir, si no os parece mal,que soy un espía que va a vigilar a losbucaneros. A un soldado se le dasiempre crédito.

—¿Y hace poco asegurabas que erasmedio idiota? —dijo el conde riendo—.Se me figura, por el contrario, que cadadía te vas volviendo más astuto, viejoescualo. En marcha; no quieroencontrarme en Santo Domingo cuandodespunte el alba…

Arrojaron los vestidos y la espadade Martín en medio de un espesomatorral, volvieron la espalda al puertoy siguieron por una veredita que

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serpeaba entre espléndidos bananos ypalmeras.

Habiéndose reunido toda lapoblación en el muelle, no se veía almaviviente por los alrededores; así es quepudieron atravesar sin dificultad laciudad y llegar hasta la «Puerta delSol», que era en aquella época una delas principales de Santo Domingo, y queconducía a campo abierto.

Dos alabarderos, armados de largaspicas, paseaban a corta distancia,fumando y charlando.

Al ver al conde y al marinero, sedetuvieron para cortarles el paso; luegouno de ellos, observando que se tratabade un soldado, preguntó:

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—¡Hola, camarada! ¿A dónde se va?—Tengo orden de acompañar a este

hombre hasta las afueras de la ciudad —respondió con aire de franqueza el señorde Ventimiglia.

—¿Quién es?—Un correo del gobernador.—¿Sin caballo?—Ya sabe dónde ha de encontrarlo.

Abrid la puerta. Llevamos mucha prisa.—¿Y no os han dado ninguna carta?—¿No soy soldado?—Ciertamente; pero he recibido la

consigna de no dejar salir a nadie.—Eso no reza más que con los

paisanos.—Esperad a que llame a un

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compañero; no quiero asumir estaresponsabilidad.

Entró en una barraca próxima y salióen seguida con otro soldado provisto deuna linterna y que arrastraba, con granestrépito, un enorme espadón.

—Mirad a esos hombres, Barrejo —dijo el centinela.

—¡Rayos y truenos! —murmuróMendoza—. ¡El gascón!… ¡Ahora sí quela hemos hecho buena!…

El conde se estremeció y empuñórápidamente la pistola de Martín,dispuesto a trabar una luchadesesperada.

Acercóse el gascón y no pudoocultar un gesto de estupor al reconocer

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su propia coraza y el uniforme que elconde llevaba.

—¡Hola, camarada! —exclamó,abriendo desmesuradamente los ojos.Luego volviéndose hacia los doscentinelas les dijo:

—Continuad vuestra ronda; yoconozco a estos individuos.

Aguardó a que se hubiesen alejado;entonces, después de alzar por segundavez la linterna para contemplar bien elrostro del conde y el de su compañero,preguntó:

—¿Qué hacéis aún con mi traje,señor? ¡Vos sois quien me ha dadoveinte doblones!

—Sí, Barrejo —respondió el señor

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de Ventimiglia.—¿Y a qué habéis venido aquí?—A ofreceros otros diez doblones,

si no lo lleváis a mal.—¡Por todos los demonios del

infierno! ¿Queréis hacerme millonario?—No, quiero engordaros, porque

estáis muy flaco.—Todos los gascones son

flaquísimos, señor conde. Sin embargo,¡qué músculos de acero los que tenemos!

—¡Ojalá que no los vea algún díadedicados al trabajo! Ahora bien,¿deseáis ganar otros diez doblones?

—¿Qué hay que hacer?—Una cosa sencillísima. Abrirnos

la puerta y dejarnos salir al campo.

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—¿Y nada más? —preguntó elgascón estupefacto.

—Nada más. Os advierto que hedicho a vuestros compañeros que somoscorreos del gobernador.

—¿Y no teméis un encuentro con losbucaneros? Asegúrase que se estánorganizando para intentar un golpe demano sobre la ciudad.

—No os ocupéis de esto, Barrejo.Abridnos la puerta y otras diez monedasde oro irán a engrosar vuestro pequeñotesoro.

—Estoy dispuesto a abriros todaslas de la población —respondió elgascón—. Venid, señor conde. No nosmolestarán mis camaradas.

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Cogió una enorme llave que estabacolgada de un clavo, abrió la pesadapuerta chapeada de hierro y condujo alconde y a Mendoza a través de unrobusto bastión, perforado en la mitadpor una estrecha galería.

—Ya estamos en el campo —dijo,después de abrir otra puerta—. ¿Mepermitís que os acompañe un rato?

—Ya os he asegurado que nosentimos miedo —dijo el conde.

—No lo dudo, señor. Pero ¡quéqueréis! Me agrada extraordinariamentevuestra compañía.

—Supongo que no será paravigilarnos —dijo Mendoza.

—¡Oh! ¡Un gascón! Nunca

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acostumbramos a mentir.—Entonces, venid —dijo el conde

—. Podréis darnos informacionespreciosas.

—Estoy completamente a vuestradisposición, señor conde —respondió elgascón.

—Podréis, por ejemplo, decirnosdónde encontraremos caballos.

—A media milla de aquí hay unacaballeriza que forma parte de un granrancho Si disponéis de buenos doblones,podréis adquirir cuantas potros osplazcan.

—Nuestras bolsas están aún bastanterepletas, a pesar de la sangría que hasufrido la mía.

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—Yo os guiaré.—¿No se alarmarán vuestros

camaradas al ver que no volvéis?—¡Que vayan al diablo! —exclamó

Barrejo encogiéndose de hombros—.¿No soy dueño de dar un paseo nocturnoy de escoltar a las personasrecomendadas por Su Excelencia elgobernador?

—¡Oh! Es cierto —dijo el conderiendo—. Somos personajesimportantísimos.

—Que viajan, no obstante, sinpasaporte —añadió maliciosamente elgascón.

—Lo llevamos siempre en la puntade nuestra espada.

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El soldado comprendió lo que elconde quería decir y, aunque gascón,juzgó oportuno callar.

Internáronse en una senda rodeadade bellísimos agaves, plantas textilesque dan hilos elásticos y finos y decuyas hojas los indios obtienen unabebida fermentada llamada pulque, muyespumosa y agradable. Detrás de estavalla natural extendíanse inmensasplantaciones de caña de azúcar y decafé, las mayores fuentes de riqueza deaquella isla fertilísima.

Surcaban el tenebroso espacioenjambres de moscas de luz, insectosque despiden una claridad mucho másviva que las luciérnagas, y en los surcos

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de los plantíos y alrededor de lascharcas cantaban grandes saposamarillos y negros, con cuernos, ymillares de ranas.

Los tres hombres caminaron ensilencio durante un cuarto de horaalumbrándose con la linterna; luego, alllegar a un sitio donde el camino sebifurcaba, el gascón se detuvo.

—¿Nos dejáis? —preguntó el conde.—Eso depende de vos, señor —

contestó el soldado.—¿Qué queréis decir con eso?—Señor conde, soy un hombre de

honor y segundón de una familia noblede Gascuña. Ya sabéis que, más omenos, en mi país todos somos nobles,

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pero pobres, porque nuestros padressolo nos dejan por herencia una largaespada y grandes lecciones de picardía.

—¿A dónde vais a parar con todoeso, Barrejo?

—Desearía saber quiénes sois y porqué habéis huido de Santo Domingocuando estaba prohibido salir a todoslos habitantes.

El conde quedóse un momento mudo,mirando al soldado, luego dijo:

—Apostaría a que ya lo sabéis.—Tal vez.—Soy el capitán de la fragata que

entró en la rada ayer por la mañana yque hace dos horas fue cañoneada porlos españoles.

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—Filibusteros… ¿verdad?—Sois muy perspicaz, Barrejo.

Ahora seguramente iréis a dar aviso algobernador.

—¡Yo! —exclamó el gascón—.¡Traicionaros yo! ¡Nunca!… En mi paíssomos hombres de honor.

—Entonces he satisfecho vuestracuriosidad.

—Señor conde, ¿puedo haceros unaproposición?

—Decid.—Nosotros los gascones somos

gente de guerra y no nos gusta dejar quese enmohezca inútilmente nuestraespada. La mía duerme hace dos años enSanto Domingo, y está amenazada de no

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volver a salir de la vaina. ¿Queréistomarme a vuestro servicio? Con losfilibusteros siempre hay ocasión demover las manos.

—Y también de morir fácilmente —dijo Mendoza.

—Tengo treinta y dos años y ya hevivido bastante —dijo el gascón—. ¿Osconvengo, señor conde? Os juro queadquirís una buena espada.

—Y además, lo libraréis de muchosratos de fastidio —añadió el marinero, aquien no desagradaba aquel fanfarrón.

—Sea —dijo el señor deVentimiglia—. Un valiente más a bordode mi fragata no servirá de estorbo.

—No sois español, de modo que

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podéis pasaros al enemigo —dijoMendoza.

—Soy un aventurero y nada más;como tal, tengo derecho a ofrecer mibrazo y mi espada a quien mejor meplazca.

—¿Conocéis San José?—Conozco a medio Santo Domingo.—¿Sois capaz de guiarnos a la finca

de la marquesa de Montelimar?—Aunque sea con los ojos

vendados.—Vamos, ante todo, a

proporcionarnos caballos. No dudo quelos españoles nos darán caza.

—Creo que estáis en lo cierto, señorconde —contestó el gascón—. Lanzarán

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también sobre nosotros alguna traílla desus terribles perros.

—En marcha, entonces, Barrejo —dijo el conde—. No tengo el menordeseo de que me muerdan los talonesesos animalitos.

—Debemos seguir el camino de losbosques, señor conde. Los soldadospatrullan por las sendas y podríandetenernos.

—¿Hay muchos fuera de la ciudad?—¡Oh, muchos!—Vamos a visitar los bosques.El gascón arrojó al suelo la linterna,

cuya luz podía traicionarlos y atraeralguna ronda que fuese en persecuciónde bucaneros.

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Aquellas bandas de soldados,formadas por cincuenta hombres cadauna, tenía la misión de impedir a losbucaneros, aliados de los filibusteros,dar caza a los numerosos toros salvajesque en aquella época vagabanlibremente por las selvas de la isla.

No osando los dominadores afrontara los terribles cazadores, que no errabanjamás un golpe, decidieron matarlos dehambre, y para esto instituyeron lascompañías volantes. Al principio lasproveyeron de armas de fuego, perocomo no les agradaba batirse con losbucaneros ni encontrarse con ellos,cuando notaban su proximidad, preferíandescargar al aire sus arcabuces.

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Advertidos del peligro, loscazadores se marchaban tranquilamentea otra parte.

Los gobernadores de las diversasciudades, noticiosos de la estratagema,quitaron a las rondas los arcabuces,armándolas solamente con alabardas,pero sin obtener, como puedecomprenderse con facilidad ningúnresultado práctico.

Si antes eran los bucaneros los queescapaban, ahora eran los alabarderoslos que echaban a correr tan prontocomo oían un tiro, así es que loscombates escaseaban tanto como lasmoscas blancas, porque losperseguidores no sentían el menor deseo

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de jugarse la piel inútilmente.Tales eran las famosas rondas

llamadas cincuentenas, con las cualeslos gobernadores esperaban destruir atodos los bucaneros —y eran muchos—que infestaban las inmensas selvas de laisla, siempre dispuestos a prestarauxilio a los filibusteros de la Tortugacuando se proyectaba algún golpe demano.

El gascón hizo atravesar a suscompañeros un extenso plantío de cañade azúcar, luego se internó resueltamenteen la espesura, formada por enormesalgodoneros silvestres, cuyos troncos,labrados, los empleaban indios y negrospara canoas, capaces de contener hasta

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cien hombres.—Encontraremos la caballeriza al

otro lado del bosque —dijo el soldadoal conde—. Ahorremos tiempo y nocorramos el peligro de tropezar conalguna cincuentena. Procurad no hacerruido, porque en estos matorralesabundan los toros, que son muypeligrosos cuando se enfurecen o se lesmolesta.

La marcha no tardó en hacersedificilísima, con poca satisfacción porparte de Mendoza, acostumbradoúnicamente a pasear por las toldillas delos barcos y a trepar por los mástiles.

En aquellos tiempos, SantoDomingo, lo mismo que la vecina Cuba

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y que Jamaica, tenía bosques, antiguoscomo el mundo, los cuales, acumulandohojas sobre hojas y pudriendo ramas yraíces, preparaban aquel maravillosoterreno, que más tarde habían deaprovechar tan útilmente losemprendedores colonos.

Los algodoneros silvestresalzábanse por todas partes, mezclados yconfundidos con gigantescas palmeras,sin más punto de sostén que un banco detierra de dos pies de alto a lo sumo, alparecer insuficiente para susdesmesuradas raíces.

Veíanse sobre todo espesísimosmatorrales, armados de agudas espinasque hacían proferir maldiciones a

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Mendoza.El gascón, que había formado

muchas veces parte de la cincuentena, novaciló en elegir el camino, aunque bajoaquellas inmensas arcadas de verdurareinase oscuridad casi completa.

—Llevo la brújula en la cabeza —repetía, destrozando con el espadón losmatorrales para abrir paso al conde.

Y parecía, en efecto, que aqueldiablo de hombre, que caminaba con talseguridad, sin detenerse un momento,tenía la facultad de orientarse como laspalomas mensajeras. Quien dudaba, y nopoco, era Mendoza, que a pesar de serhombre de mar, no ignoraba cuán fáciles extraviarse en medio de los bosques.

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Aquella marcha fatigosísima durótres horas; luego el pequeño grupo seencontró ante una vasta llanura, cortadapor gran número de charcas.

Un estrépito infernal se alzaba de lasaltas hierbas y de los cañaverales queallí crecían. Cantaban millones de saposy de ranas, y, de vez en cuando, asemejante estruendo uníanse gritosroncos, análogos al eco de tambores ode cañonazos.

El gascón se detuvo, blasfemando enfrancés y en español.

—¡Eh, camarada! ¿Habréis acasoperdido la brújula que afirmabais llevaren el cerebro? —preguntó Mendoza.

El gascón permaneció un momento

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callado; luego golpeándose furiosamentela coraza, respondió:

—Parece que se ha descompuesto.—¿El qué?—Mi brújula.—Eso es cosa seria para la gente de

mar.—Y a veces también para la de

tierra —respondió el aventurero, queparecía desconcertado—. ¿Cómo lahabré perdido? Sin embargo, estebosque lo he visitado en más de unaocasión.

—Espero, Barrejo, que no tendréisintención de hacernos devorar por loscaimanes —dijo el señor de Ventimiglia.

—Estimo mis piernas tanto como

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estiméis las vuestras —respondió elgascón—. ¿Queréis un consejo, señorconde? Esperemos a que amanezca.

—Y mientras descabecemos unsueñecillo —añadió Mendoza—. En lahierba fresca y mullida dormiremosmejor que en una hamaca de la «NuevaCastilla».

—Entre tanto los caimanes secenarán vuestros pies —dijo el gascón—. No cerréis los ojos, os lo ruego. Yosé cuán peligrosas son estas charcas.

—¿Tenéis un cigarro, Barrejo? —preguntó el conde.

—Estoy bien provisto de tabaco deCuba, el mejor que se cultiva en todo elGolfo de México.

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—Dadme uno y aguardaremos a queapunte el sol. Espero que entonces no osextraviaréis en medio de los bosques deSanto Domingo.

—¡Silencio, señor!—¿Qué ocurre? Si es algún caimán,

lo dividimos por mitad. Todavía no oshe visto manejar la espada.

—¡Que caimán! Es una cincuentenaque se acerca. ¡Chitón!

Todos se pusieron en acecho, ocultostras el enorme tronco de un algodonerosilvestre.

Parecía que una tropa numerosasalía del bosque. Oíanse pasos lentos yacompasados de hombresacostumbrados a marchar en columna.

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—Si nos descubren, nos prenden —murmuró Mendoza—. ¡Qué paseonocturno tan agradable! Era muchomejor que nos hubiésemos quedado enSanto Domingo.

—Silencio, eterno charlatán —susurró el conde—. Ya sabes que lascincuentenas desean más que escapar sincontratiempo. No te muevas y veráscómo nadie viene a buscarnos tras esteárbol.

—Bien dicho, señor conde —interrumpió el gascón—. En último casobastaría disparar un pistoletazo parahacer que huyesen esos pobres diablos.Desde que los gobernadores han tenidola mala idea de privarlos de armas de

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fuego, no se sienten muy animados nicon ganas de librar batallas.

—Acaso traigan perros —dijoMendoza.

—Eso es lo que temo —contestó elgascón—. Pero vos tenéis cuatrospistolas. Dadme una y los veréis escaparcomo liebres, a pesar de que no les faltavalor, os lo aseguro. El español ha sidosiempre buen soldado, y yo mismo, aunllevando espada al cinto, si meencontrase con un bucanero armado dearcabuz, le volvería la espalda, y esoque soy gascón.

—¡Buena gasconada! —dijoMendoza con ironía.

—Ya me veréis mover las manos,

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camarada —contestó el militar un pocoamostazado—. Silencio, se acercan…

Un grueso pelotón de soldados habíaaparecido entre los cañaverales yavanzaba bajo la selva.

Era, en efecto, una de aquellasfamosas cincuentenas, armadaexclusivamente con espadas y alabardas.

Componíase de soldados cubiertoscon casco y coraza, defensasinsuficientes contra las gruesas balas delos bucaneros.

Como Mendoza había sospechado,iba la tropa precedida por un dogo deCuba, perro ferocísimo, muy gordo ymuy robusto, de un valor a toda prueba,y que los españoles empleaban

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especialmente contra los indios, loscuales sentían un miedo terrible haciaesta raza de animales.

El perro, cuando llegó junto alenorme algodonero, se detuvo,venteando ruidosamente; la cincuentena,mandada por un oficial, formó enseguida en línea de cuatro en fondo, conlas alabardas bajas.

—Camarada —susurró Barrejodirigiéndose a Mendoza—. Ocupaos delchucho y cuidado con errar el tiroporque os saltará a la garganta.

—Me ocuparé de eso rápidamente—respondió el filibustero.

—En la cincuentena pensaremos elseñor conde y yo.

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Los tres amartillaron las pistolas ypermanecieron unidos, dispuestos adesenvainar las espadas.

El dogo cubano seguía venteando,vuelta la cabezota hacia el algodonero ygruñendo sordamente. De seguroolfateaba a los enemigos.

Un grito se alzó de la vanguardia dela cincuentena:

—¡Busca! ¡Busca!…El dogo, al oír aquella voz,

revolvióse furioso, en busca de losmisteriosos adversarios que no seatrevían a mostrarse.

Mendoza, que ya lo teníaencañonado, disparó, destrozándole elcráneo, en tanto que el conde y el gascón

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hacían fuego sobre la cincuentena,tirando a bulto.

La cincuentena, creyendo tener quehabérselas con una banda numerosa deaquellos terribles bucaneros que jamáserraban la puntería, echaron a correr pormedio de los cañaverales de lospantanos.

—Ya desapareció la cincuentena —dijo el gascón, riendo—. Sin embargo,marchémonos cuanto antes, porquemañana a primera hora volverá, y sidescubre por nuestras huellas que noéramos más que tres hombres, nosperseguirán encarnizadamente. Enmarcha, señor conde. Si traen otro dogo,os aseguro que no tendremos un solo

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instante de tregua.—¡Y estos son los deliciosos paseos

que se disfrutan en Santo Domingo! —exclamó Mendoza—. Prefiero la toldillade la fragata.

Echaron a correr como si una traíllaentera los persiguiese.

El gascón, que tenía las piernas máslargas que sus compañeros, marchaba através del bosque, ocultándose tras losárboles, temeroso de que la cincuentena,repuesta de la sorpresa, volviera a lacarga.

—Esos pícaros se han propuesto nodejarnos tomar resuello —murmurabaMendoza, que respiraba como un búfalo—. ¿Cuánto durará esto?…

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El gascón demostraba unaresistencia increíble y parecía poseermúsculos de acero, porque no dabaseñal de detenerse.

Energías no menores revelaba elhijo del Corsario Rojo, habituado alargas caminatas.

Aquella carrera furiosa duró más deuna hora; luego el gascón se detuvo.

—Ya es bastante —dijo—. Lacincuentena ha tenido miedo de nosotrosy no ha osado darnos caza.

—Antes de que se reúna con otra ose provea de perros, pasará algúntiempo y podremos llegar a la villa de lamarquesa sin que vuelvan a molestarnos.

—¿Se sabe al menos dónde nos

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encontramos? —dijo Mendoza, queaspiraba como el fuelle de una fragua lafresca brisa nocturna.

—Caminando siempre, se llega aParís —contestó Barrejo.

—En mi tierra se dice que por todaspartes se va a Roma —repuso el conde.

—Pero no a la villa de Montelimar—replicó Mendoza, que estaba tambiénde pésimo humor.

—Vos, camarada, murmuráissiempre de vuestro capitán —dijo elgascón—. Ese es un feo vicio.

—Ya me corregiré con el tiempo,compañero.

—Sois demasiado viejo paraenmendaros.

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—Los filibusteros son siemprejóvenes, camarada. Bien lo saben losenemigos.

—¡Oh! No lo niego, amigo mío;lleváis el fuego en el pecho.

—Y vos en las piernas.—Bien, ¿y qué hacemos ahora? —

preguntó el conde.—Por mi voto, cenar —dijo

Mendoza—. Esta carrera me hadespertado un hambre de tiburón.

—Conténtate por el momento conencender la pipa —respondió el conde—. Si no basta eso, apriétate bien elcinturón.

—Gran consejo —sentenciógravemente el gascón.

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—Que no será provechoso paranadie —murmuró Mendoza—. Ponedloen práctica vos.

—¿No se os ocurre nada. Barrejo?—preguntó el conde.

—Sí, que nos acostemos en mediode esta fresca hierba y que descansemoshasta el alba.

—¿Y los animales? —preguntóMendoza—. Antes teníais gran miedo aesos animales.

—Están lejos, y además nocerraremos los ojos.

—Toda vez que no hay cosa mejorque hacer, pongo en práctica la idea —dijo el conde, dejándose caer sobre lahierba y estirándose con visible

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satisfacción. Hace dos días que ni estemurmurador sempiterno, ni yo,descansamos. ¿No es cierto, Mendoza?

—Tal vez hará más tiempo —contestó el filibustero, imitándolo.

El gascón miró atentamente en todasdirecciones, se tendió, aplicando el oídoa tierra y escuchando un rato; luego, a suvez, se extendió en la mullida alfombra,diciendo:

—Nada; podemos descansar.Sin embargo, no era muy fácil

conciliar el sueño.Los sapos seguían cantando, con más

estrépito a cada instante; los caimaneshacían lo posible por imitarlos y lasranas los coreaban con verdadera furia,

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como si se hubiesen puesto de acuerdopara impedir que Mendoza durmiese niun cuarto de hora.

Era ya muy tarde y el alba notardaría en despuntar. En el Golfo deMéxico el sol trasmonta temprano y saletambién muy pronto.

A las tres y media, durante el estío,el cielo se tiñe con los primeros reflejosde la aurora y las estrellas se apagan.

Los tres filibusteros, porque elgascón podía considerarse como tal,habían descansado un par de horas,siempre con el oído alerta, temerosos deque los perros de las cincuentenas lossorprendiesen, cuando las tinieblascomenzaron a desvanecerse.

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—En marcha, señor conde —dijo elgascón, levantándose de un brinco—.Tratemos de orientarnos.

—¿Está ya compuesta la brújula quelleváis en el cerebro? —preguntóMendoza, con socarronería.

—El sol se encargará de arreglarla—contestó el aventurero.

—Pues confiemos en mecánico tanhábil.

—Lo veréis, camarada…Iban a ponerse en camino, cuando

oyeron a corta distancia un disparo.—¡La cincuentena! —gritó Mendoza;

dando un salto.—Sí, que dispara con las alabardas

—contestó el gascón—. Apuesto en

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cambio a que es la señal del desayuno.Señor conde, ¿sois conocido de losbucaneros?

—Si no me conocen a mí,conocieron mucho a los tres corsarios:el Rojo, el Negro y el Verde.

—Ese disparo seguramente lo hahecho un bucanero.

—Vamos a buscarlo —contestó elseñor de Ventimiglia.

Atravesaron a la carrera un matorral,y al llegar al otro lado, descubrieron enmedio de un grupo de plantas, a unhombre mal vestido, con una especie dedelantal de piel y amplio fieltro en lacabeza, de pie frente a un gigantescotoro salvaje, que estaba expirando. Al

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ver a los tres filibusteros, el cazadorretrocedió algunos pasos, gritando convoz amenazadora:

—¿Quién sois? ¡Responded u osmato antes de que lleguéis hasta mí!

—Filibusteros perseguidos por losespañoles —contestó el conde enfrancés correctísimo, por haber sidohecha la intimación en este idioma—.Soy hijo del Corsario Rojo y sobrinodel Verde y del Negro.

—¡Del Corsario Negro! —gritó elbucanero, dejando caer el arcabuz yavanzando al punto—. ¡De aquel quecon Grammont, Laurent y Wan-Horn hasaqueado a Veracruz! ¡Yo he combatidoa sus órdenes! ¡«Tonnerre de Brest»!

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Señor, estoy a vuestras órdenes.¡Mandad!

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S

CAPÍTULO VI

EL BUCANERO

ecar y ahumar, bajosencillas cabañasformadas de hojas malentrelazadas, las pieles y

las carnes de los animales muertos en lacaza, designábase por los indios de lasgrandes islas del Golfo de México conel vocablo «bucán», de donde viene el

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nombre de bucanero.Estos formidables cazadores, que

más tarde habían de dar tanta gente a losfilibusteros de la isla Tortuga y tantosdisgustos a los españoles, se habíanestablecido principalmente en la isla deSanto Domingo, por ser la más rica enanimales salvajes.

En su mayoría eran aventurerosfranceses, ingleses y flamencos,alejados de su patria por la miseria opor los delitos cometidos.

Una camisa de tela gruesa, siempremanchada de sangre, calzoncillos de lamisma tela, muy sucios, cinturón de pielsin curtir, del cual pendía un sable corto,un par de cuchillos y dos bolsas para

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pólvora y balas, un sombrero informe yzapatos de piel de jabalí, constituían laindumentaria de los bucaneros.

Su gran ambición consistía en poseerun buen arcabuz que lanzase proyectilesdel peso de una onza y una traílla deveinticinco o treinta perros «blood-hound», destinados a la caza de torossalvajes; entonces, como ya se ha dicho,abundantísimos en Santo Domingo.

La carne de buey o de jabalí,ligeramente asada, o a lo sumo sazonadacon pimienta o con zumo de limón,porque no siempre disponían de sal,constituía su alimento diario; comobebida solo empleaban agua, a veces nomuy pura, por tener que habitar en los

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alrededores de los pantanos, másfrecuentados por los grandes animalessalvajes de los inmensos bosques queocupaban todo el centro de la anchurosaisla.

En cuanto a comodidades, aquellosintrépidos cazadores no disfrutaban másque de una choza casi igual a las queconstruyen los polinesios o los negrosde África, apenas suficiente pararesguardarles de las abundantes lluviasy de los ardientes rayos del sol.

Como en un principio no tuvieronmujeres ni hijos, adoptaron la costumbrede vivir dos a dos o de tomar unnovicio, a quien no siempre tratabanmuy bien, para ayudarse mutuamente.

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En aquella extraña sociedad todo eracomún, y el que sobrevivía a sucompañero le heredaba en su fortuna.

Había entre todos cierta comunidadde bienes, así que lo que faltaba a unoiba a tomarlo de su camarada, sinpedirle siquiera permiso, y el acto denegarlo era considerado como injuriagrave.

Difícilmente se promovíancuestiones entre ellos por esta causa, ysi surgían, los amigos estaban prontos aapaciguarlos, si los querellantes seobstinaban en no hacer las paces,termina el conflicto a tiros; pero ¡ay sialguno era herido en el costado o en laespalda!

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Cogían al reo y de un mazazo en elcráneo lo enviaban en el acto al otromundo; porque aquellos aventureros,aunque procedentes en su mayoría de lahez de las grandes capitales de Europaoccidental, juzgábanse hombres dehonor.

Huelga advertir que prescindían delas leyes de su país nativo, porque seconsideraban completamente libresdespués de pasar al trópico y de recibirel bautismo de los marinos, ceremoniamuy en uso para los que por vez primeraatravesaban la línea ecuatorial.

Acaso por esto, abandonando susnombres verdaderos, adoptaban otrostomados a capricho.

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No olvidaban totalmente su religiónprimitiva, fuesen franceses, ingleses uholandeses; pero esta consistía solo ennombrar a Dios y en formarse de Él unaidea adecuada a sus costumbres.

Resultaba muy extraña la forma enque contraían matrimonio en ocasionescon mujeres indias en su mayoría oprisioneras europeas, compradas comoesclavas en la Tortuga.

—Tendrás desde ahora que darmecuenta de todo lo que hagas —decíanaquellos hombres fieros.

Luego, golpeando el cañón delarcabuz, añadían con voz amenazadora:

—¡He aquí quien me vengará si nome obedeces!…

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Los bucaneros partíanordinariamente para la caza al rayar eldía, precedidos de los perros y seguidosde su criado.

Un mastín marchaba ante la jauría, ydescubierto el toro o el jabalí, daba laseñal a los demás que corriendo yladrando rodeaban a la víctima, hastaque llegaba el amo.

El tiro casi nunca fallaba, y loprimero que hacía el cazador si lograbaderribar a la pieza, era cortarle losjarretes.

Si la herida era ligera y la bestia,enfurecida, atacaba, el bucanero,agilísimo, sabía ponerse a salvotrepando a un árbol. Desde allí acababa

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fácilmente a tiros con el animal, que notenía ya tiempo de escapar.

En seguida el bucanero y su criadolo desollaban, partían uno de los huesosmayores y chupaban el tuétano, calienteaún; este era su desayuno habitual.

Mientras el novicio se encargaba decortar los pedazos mejores y detransportarlos a la choza, el bucaneroseguía la cacería, auxiliado por losperros, y no descansaba hasta que lanoche caía.

Cuando reunía suficiente número depieles, las llevaba a la isla Tortuga o acualquier otro puerto de filibusteros.

Una existencia consagrada asemejantes ejercicios y sostenida con la

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clase de alimentos ya dichos, salvaba aaquellos terribles cazadores deinnumerables enfermedades queatacaban a los demás habitantes.

A lo sumo sufrían a veces una fiebreligera, que desaparecía enseguida conhojas de tabaco.

Las fatigas excesivas y la intemperieacababan, sin embargo, por extenuarlos.

Inquietos los españoles con lapresencia de tantos cazadoresextranjeros, los dejaron durante algúntiempo campar por sus respetos; perocuando les vieron fundarestablecimientos en Savaná, en el puertode Margot, en Gonaves, en elembarcadero de Mirfolais y en la isla

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Avaches, tomaron el partido dearrojarlos del territorio, declarando aaquellos desgraciados una verdaderaguerra de exterminio.

La lucha fue ferocísima.Los españoles se habían forjado la

ilusión de acabar fácilmente conaquellos miserables, de quienes,después de todo, no habían recibidoofensa alguna.

Seguramente los bucaneros habríandesaparecido, poco a poco, víctimas delas cincuentenas que recorrían losbosques, si con mejor consejo loscazadores no hubiesen al fin resueltoreunirse en grupo, para defenderse.

Las exigencias de la caza les

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obligaba a desbandarse durante el día,pero por la tarde reuníanse todos en unlugar convenido, y si alguno faltaba,sospechando que lo hubiesen asesinado,suspendían sus cacerías hasta que loencontraban o lo vengaban.

Y comenzó entonces una luchadespiadada. Los bucaneros, hasta aquelmomento, se habían dejado matar, pero apartir de aquella hora, empezaron atomar tan espantosos desquites, que todala isla se vio inundada de sangre y aúnhoy muchos lugares recuerdan con susnombres los horrores que presenciaron.

Temerosos los bucaneros de nopoder resistir a las innumerablescincuentenas españolas, decidieron

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trasladar, tras una larga lucha, susestablecimientos a las isletas querodeaban Santo Domingo.

No volvieron ya a las cacerías másque en numerosas partidas, y combatíanfieramente cuando encontraban alenemigo.

Algunos de sus establecimientosadquirieron gran renombre, como el deBayaba, que tenía un puerto vastísimo,muy frecuentado por los barcosfranceses, ingleses y holandeses.

Del mismo Bayaba faltaron ciertodía cuatro bucaneros; sus camaradasorganizaron una expedición paraponerlos en libertad o para vengarlos.

Al saber en el camino que habían

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sido llevados a Santiago y ahorcados,dieron muerte a los que lesproporcionaron estos informes, que eranespañoles; luego atacaron furiosamentea la ciudad, tomándola por asalto yexterminaron a cuantos hombresencontraron en el recinto.

No dejaban, sin embargo; losespañoles de tomar desquite de lasderrotas que sufrían, pero resultaba muydifícil localizar, como deseaban, a todoslos bucaneros que merodeaban las islas.

Con el tiempo, no obstante, lolograron, destruyendo todos los toros ytodos los jabalíes que infectaban lasselvas y los pantanos; y el golpe resultótan fatal para los bucaneros, que los

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decidió a lanzarse al mar para encontrarnuevos alimentos y a la tierra paraobtener productos con qué especular.

Pero los españoles vieron frustradassus esperanzas, porque los bucaneros,de cazadores de tierra que eran,transformáronse en corredores del mar,convirtiéndose en aquellos terriblesfilibusteros que tantos daños habían deocasionar a las colonias españolas delGolfo de México y del Océano Pacífico.

***

El bucanero, como ya se ha dicho, aloír las palabras del Corsario Rojo, dejó

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caer el arcabuz y avanzó algunos pasos,sombrero en mano, saludandorespetuosamente con una profundainclinación.

—Señor —dijo—, ¿qué deseáis demí? Recibiré grandísimo honor en poderser útil en algo al sobrino del granCorsario Negro.

—No os pido más que un asiloseguro donde poder reposar algunashoras, y comida, si podéisproporcionárnosla —contestó el conde.

—Os ofrezco cuantas chuletasqueráis y una magnífica lengua de buey—replicó el bucanero—. Tengoguardada una botella de aguardientepara las visitas inesperadas, y os la

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ofrezco con mucho gusto.—No pido tanto de…—Botafuego —dijo el bucanero,

sonriendo.—El nombre de batalla, ¿no es

cierto?—He olvidado el mío —repuso el

cazador, frunciendo el entrecejo—. Alatravesar el Océano perdemos nuestrosnombres, mas puedo aseguraros que soyhijo de una ilustre familia delLanguedoc. ¿Qué os voy a decir? Lajuventud algunas veces obliga a cometermalas acciones. Pero no hablemos deesto. Es un secreto mío.

—Que no deseo conocer —replicóel conde.

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El bucanero pasóse tres o cuatroveces la mano, callosa y manchada desangre, por la frente, como si tratase dedesechar lejanos y dolorosos recuerdos;luego dijo:

—Me habéis pedido un refugio ycomida; me siento orgulloso de ofrecerel uno y la otra al sobrino del valientecorsario.

Llevóse dos dedos a la boca y lanzóun silbido prolongado.

Pocos momentos después, unmuchachote de veinte a veintidós años,rubio, flaco, con ojos azules yacompañado de siete u ocho grandesperros, salió de la espesura.

—Quítale la piel a ese animal —le

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ordenó bruscamente Botafuego—, ycórtale en seguida la lengua y algunaschuletas. Las comeremos esta tarde.

Luego, volviéndose al corsario, conafabilidad extraña en un hombre deapariencia tan ruda, le dijo:

—Seguidme, señor. Mi pobrecabaña y mi mísera despensa están avuestra disposición…

—No pido otra cosa —contestó elconde.

El bucanero recogió su arcabuz degrueso calibre y se puso en marcha,observando atentamente los matorrales,acaso más por hábito que por previsión,porque los perros no mostrabaninquietud alguna.

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—Y el búfalo que habéis muerto, ¿lodejáis ahí? —preguntó el conde.

—No debe andar muy lejos micriado —repuso el bucanero—. Ya leencargué que lo descuartice y que lecorte los trozos mejores.

—¿Y el resto?—Lo dejamos a las serpientes y a

los buitres, señor. Lo que nos importason las pieles, que se vendenventajosamente en Puerto Bayaba a losingleses o a los franceses que llegan enbuen número dos veces al año.

—¿No os molestan los españoles?—¡Ay de ellos si se atrevieran!

Somos astutos, y además estamosprotegidos por los filibusteros de la

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Tortuga, nuestros fieles aliados.—¿Tenéis amigos en la isla Tortuga?—Muchos, señor conde.—¿Hace mucho tiempo que no

habéis estado allí?—Cerca de tres meses.—¿Siguen aún en la isla Grogner y

Davis? Tengo cartas de recomendaciónpara ellos y también para Tusley. Sonlos filibusteros más célebres en laactualidad, ¿no es cierto?

—Sí, señor conde; pero tendréis quecorrer un poco antes de entregárselas.

—¿Por qué?—Porque en este momento operan en

el continente, o mejor dicho, en el istmode Panamá, hacia el Pacífico. Las

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últimas noticias, traídas por un grupo defilibusteros, eran que habían llegado a laisla de San Juan. Según parece se hanestablecido allí para dar caza a losgaleones que de vez en cuando salen delPerú para Panamá.

—¿De modo que habré de atravesarel istmo para encontrarlos? —preguntóel conde, que no parecía muy satisfechopor aquellas noticias.

—Capitán —dijo Mendoza,observando el mal humor del corsario.Pueblo-Viejo se halla en el istmo y nopodremos llegar hasta allí con nuestrafragata. Visitaremos la linda ciudad paraestrecharle la mano al marqués deMontelimar, luego iremos en busca de

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los tres famosos filibusteros, sin loscuales nada podríamos hacer.

—Tú siempre tienes razón, amigo —dijo el conde, tranquilizándose un poco.

—He aquí mi cabaña —interrumpióen aquel momento el bucanero, mientraslos perros corrían, ladrandoalegremente.

Bajo un grupo de altísimas palmeraselevábase una mísera habitación,formada con ramas mal entrelazadas ycubierta con pieles para resguardarmejor al dueño y a su criado de laslluvias torrenciales que de vez encuando caen sobre la isla con verdaderafuria.

En un cobertizo construido a pocos

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metros de distancia, encontrábase lacocina, constituida por tres o cuatropiedras que debían servir de chimenea,por dos asadores y por una vasija debarro llena de agua.

Alrededor veíanse pieles de búfalopuestas a secar y trozos de carneahumada, cubiertos con gigantescashojas de plátano.

—Mi palacio —dijo el bucaneroriendo—. Necesita muchasreparaciones, pero no tengo tiempo deconvertirme en arquitecto. Entrad, señorconde.

El interior de la choza no valía másque el exterior. Un montón de hojassecas servía de lecho y era todo el

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mobiliario del cazador, el cual tal vez enotro tiempo estuvo acostumbrado al lujorefinado de la capital de Francia.

Suspendidos de palos, habíacuchillos manchados de sangre hasta laempuñadura. Cuernos inmensosconteniendo probablemente pólvora;sacos de cuero con proyectiles grandes ypequeños y calabazas que servían defrascos.

—Una habitación de indios —dijo elconde.

—Mucho peor —replicó elbucanero—. Esos salvajes sabenfabricar cabañas bastante más cómodasque las nuestras. Descansad mientraspreparo la comida. Aquí está ya mi

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criado, que trae una carga regular.El joven, cubierto de sangre desde

los pies a la cabeza, avanzabapenosamente, llevando a cuestas grandestrozos de carne del búfalo y unamagnífica lengua.

—Date prisa, Cortal —dijo elbucanero, con tono áspero—. Tenemosinvitados y hay que ofrecerles una buenacomida. ¿Queda jabalí fiambre?

—Sí —respondió el joven—. ¿Y lapiel del búfalo?

—Más tarde irás a recogerla. Nadiese la llevará.

El siervo arrojó la carga en mediode la hierba, dirigió de soslayo unamirada a los huéspedes, llevóse la

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diestra manchada en sangre al ala de susombrero descolorido y agujereado endiez sitios por lo menos, luego alimentóel fuego, en tanto que el amo preparabala lengua y la colocaba en el asador.

—No envidio la existencia de esepobre muchacho —dijo el gascón,señalando al novicio—. Acaso tambiénperteneció en otro tiempo a una familiadistinguida.

—¿Cuánto dura el aprendizaje? —preguntó el conde.

—Tres años ordinariamente —contestó Mendoza—. Después pasan asu vez a bucaneros; pero son tres añosde tribulaciones, porque reciben elmismo trato que los esclavos, y no les

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ahorran fatigas ni sufrimientos de todaclase. Los bucaneros, habituados a vivirsiempre en medio de sangre, se hacen enseguida brutales, y para ellos matar a untoro o a un hombre es lo mismo. Solotienen una cualidad buena: son leales yhospitalarios. Cuando el novicio seconvierte en bucanero, no tratará mejoral muchacho que tome a su servicio.Cualquiera diría que intentan a su vezvengarse de los golpes sufridos durantela esclavitud.

Mientras charlaban, Botafuego y sucriado se afanaban por preparar cuantoantes la comida muy abundante, escierto, pero muy modesta, porque soloconsistía en un trozo de jabalí fiambre,

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en la lengua de búfalo asada y enalgunos tubérculos que mal o bienpodían substituir al pan que faltaba enabsoluto, porque aquellos cazadoresrara vez lograban encontrar un poco detrigo, y entonces celebraban unverdadero festín.

El asado pronto estuvo listo, y fueservido por el novicio en una hoja deplátano, con algunos huesos ya partidospara que se pudiese sorber; con máscomodidad el tuétano crudo y tibio aún.

—Siento mucho, señor conde, notener otra cosa que ofreceros —dijoBotafuego, que hacia esfuerzos poraparecer amable—. Si aún poseyese micastillo de Normandía, otra acogida

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hubiera dispensado al sobrino del granCorsario Negro… ¡Bah! —añadióluego, mientras su frente se contraía y ensu bronceado rostro se pintaba vivaemoción—, no hay para qué despertarlejanos recuerdos. El pasado ha muertopara mí después de atravesar el Océano.Comamos, señores…

Cortó con un cuchillo enorme untrozo de lengua y otro de jabalí, partióen varios pedazos uno de los tubérculoscon movimientos de ira que revelabanprofunda agitación y con el gesto hizoseña a los invitados de que se sirviesen.

Comieron en silencio. El conde, devez en cuando, miraba al bucanero; este,cual si temiera que adivinasen la causa

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de su honda emoción, bajaba los ojos yvolvía constantemente el rostro, con elpretexto de comunicar algunas órdenesal criado. Cuando terminó la comida,Botafuego ofreció a sus huéspedesgruesos cigarros hechos por él mismocon tabaco probablemente robado en lasplantaciones españolas; luego dijo aCortal, que había devorado su raciónfuera de la cabaña, junto al fuego:

—El frasco reservado para lasgrandes solemnidades: tenemos aquí aun conde, amigo.

El criado buscó en el tronco de unplátano y sacó una calabaza enorme yvarios vasos de cuerno de búfalo y enseguida llevó una y otros a la choza.

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—Señor conde —dijo el bucanerocon cierta amargura—, no puedoofreceros champaña, ni Borgoña, niMedoc, porque no estamos en Francia.Aquí solo disponemos de mezquinoaguardiente, lo único que da la isla. Aveces busco mis provisiones de estelicor y jugándome la vida… provisionesque algunas noches me son necesariaspara olvidar el pasado, para no llorar…Aceptad, señor conde.

—Estáis muy conmovido, Botafuego—dijo el señor de Ventimiglia.

—Hay que ser fuerte, señor conde—replicó el bucanero—. Después deatravesar la línea ecuatorial; después dehaber jurado olvidar mi Normandía…

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mi castillo… una hermana querida quepara mí ha muerto para siempre… unnoble padre que reposa allí junto a mimadre en la cripta de la abadía… ¡Miltruenos! ¡Bebed, señor conde… yotambién beberé!…

Cogió con rabia el vaso de cuerno ylo vació de un trago, gritando luego:

—¡Más, Cortal! ¡Más! ¡Es necesarioahogar los recuerdos lejanos! ¡Ah! ¡Quésuerte tan triste la mía!

El rostro del feroz bucaneroaparecía alterado de un modo espantoso.No lloraba, pero adivinábase que hacíaesfuerzos supremos por contener laslágrimas, avergonzado acaso por revelarel secreto de sus penas.

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—Bebed, señor conde —siguiódiciendo al cabo de algunos instantes,vaciando otra copa—. Nunca esperéhospedar en esta miserable cabaña a unhidalgo de la lejana Europa. Aguardabaque un día… era seguramente unalocura… llegase a buscarme un hombrepor casualidad o por combinaciones…

—Continuad, Botafuego —dijo elconde—. Estáis entre amigos.

El bucanero bebió un tercer vaso deaguardiente; luego, dominado por iraterrible, siguió con voz entrecortada:

—¡París maldito! ¡Sirena infame queme has envuelto en tus espiras! ¡Másvaliera no haberte visto! Tus miles ymiles de seducciones me han convertido

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en un bucanero, en un salteador de lasselvas de Santo Domingo… ¡Malditojuego! ¡Tú has sido mi ruina!

—Pero ¿quién sois? —preguntó elconde, profundamente conmovido por elinmenso dolor que revelaba el rostro delbucanero.

—Ya lo veis —contestó Botafuego,riendo nerviosamente—. Un cazador detoros… un miserable aventurero. Desdeque atravesé la línea ecuatorial, no tengopatria, no tengo familia, no tengonobleza, no tengo más que mi arcabuzque todos los días mata para no matar micorazón…

Por cuarta vez vació la copa que elsiervo le había llenado.

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—Han pasado los años —prosiguióel desgraciado, comprimiéndose lafrente con ambas manos, como si tratasede aplastar los pensamientos que leatormentaban— y, sin embargo, veo a micastillo, allá, en la orilla del lago,erguirse soberbio con sus almenas y sustorres; veo aún, algunas noches, pasearpor la terraza a aquella hermosa niñaque era mi hermana y por la que habríadado la vida… Un barón de la Bretañala hizo su esposa… ¡que sea feliz y queignore siempre lo que ahora es suinfortunado hermano, devorado porParís!… Cortal, dame más de beber.¡Tengo sed! ¡Una sed terrible!…

Permaneció algunos instantes

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silencioso, contemplando, con los ojosmuy dilatados, sombrío, tembloroso, elvaso lleno hasta los bordes; luego dijo:

—¡Oh; así es muchas veces la vida!¡Acaso estaba escrito por un geniomaléfico! Y, sin embargo, ¡cuán terribleha sido la caída! ¡Cuánto mejor que alos veinte años una estocada hubieseacabado con mi vida en los vergeles deNormandía! Al menos nunca habría vistoParís, al menos nunca habríadescendido, escalón por escalón, hastael fango de una cárcel… no habríamanchado el blasón de misantepasados… no habría renegado de miFrancia… no habría cambiado denombre… ni habría huido como un

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ladrón… ¡pobre criatura!…—¡Botafuego! —gritó el conde.El bucanero, presa de verdadera

exaltación, levantóse de un salto, con losojos dilatados y el rostro inundado desudor. Descolgó su arcabuz y saliórápidamente de la choza,desapareciendo entre los árboles.

—¿Es así siempre tu amo? —preguntó el conde al criado, quepermanecía de pie en el umbral de lacabaña.

—Nunca lo he visto sonreír —contestó Cortal—. A toda hora estátriste.

—Y no será él solo —dijo el gascón—. ¡Cuántos hombres en otros tiempos

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ricos y estimados se hallarán entre estosbucaneros!

—¡Y a cuántos nobles ha empujadoEuropa hacia América! —respondió elcorsario.

—Es cierto, señor conde —afirmóel gascón con un suspiro—. Yo, sinembargo, he olvidado pronto a Pau y ami castillete medio derruido. Yo no hevisto a París ni probado sus seduccionesfatales.

—¡La ruina de muchos hombres debien! —dijo el conde—. Vale más laProvenza.

A su vez alzóse y salió de la chozaen busca del bucanero.

El cazador había desaparecido, pero

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oyó algunos arcabuzazos en la espesura.Apenas terminó el cigarro, cuando

se disponía a entrar de nuevo en lachoza, vio llegar a Botafuego, mástétrico que antes. Observándoloatentamente, descubrió que el fierocazador tenía los ojos enrojecidos comosi hubiera llorado largo rato.

—¿Pasó ya la tempestad? —lepreguntó el señor de Ventimiglia condulzura.

—Los huracanes duran poco enSanto Domingo —contestó el bucanerocon sonrisa triste—. ¡Bah! Ya pasó todo.He matado dos jabalíes, allí, en la orillade los pantanos… Es mi oficio…

El conde le alargó la diestra.

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—Estrechadla —dijo.—No, señor, ya no soy digno de dar

la mano a un hombre hidalgo. Noestamos en Normandía.

—Estrechadla os digo.—Sí, pero más tarde. Cuando nos

separemos para siempre, os diré lo quefui en otro tiempo… y acaso entonces…Señor conde, dentro de cuatro horas seocultará el sol, y la villa de la marquesade Montelimar está lejana. ¿Queréis quenos pongamos en marcha? Nollegaremos a San José antes del alba, yen este país es mejor andar de noche.

—Estoy dispuesto a seguiros y aobedeceros —contestó el corsario.

—¿Tenéis seguridad absoluta de que

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la marquesa no os hará traición?Conozco a esa bella señora por haberlaencontrado una vez en las inmediacionesde su finca.

—Es una noble dama que me hasalvado la vida.

—Entonces basta —repuso elbucanero—. Llamad a vuestros amigos,señor conde, y decidles que se armencon arcabuces. Tengo aquí siempre treso cuatro de reserva y todos de buencalibre, con balas de a onza.

Mendoza y el gascón, al oír la ordendel conde, acudieron presurosos,seguidos del criado, el cual, como siadivinase el pensamiento de su amo,llevaba fusiles y municiones.

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—En marcha, amigos —dijo elseñor de Ventimiglia—. Botafuego nosservirá de guía.

El bucanero se dirigió a su criado,que le interrogaba con la mirada.

—Te quedarás aquí —le ordenó concierta aspereza— y esperarás miregreso. No te preocupes si tardo unasemana o un mes. En el caso de que losespañoles te amenacen, refúgiate en lacolonia del cabo Tiburón y allí nosencontraremos. ¡Guárdate de lascincuentenas y ten cuidado de misperros! ¡Adiós!

Llamó con un silbido estridente a sumastín favorito y se puso en marcha,acompañado del conde y seguido del

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gascón y de Mendoza, calándose elsombrero para resguardarse de losardientes rayos del sol. Atravesó elmatorral que ocultaba a su cabaña ydespués de orientarse por el astro deldía internóse resueltamente en elbosque, que se prolongaba haciaoccidente.

El mastín precedía, venteando yvolviendo la cabeza como parapreguntar si iba por buen camino.

—¿Dónde tenéis vuestro barco,señor conde? —preguntó el bucanero,después de haber andado una milla.

—Debe esperarme en el caboTiburón —contestó el corsario.

—La villa de la marquesa de

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Montelimar se encuentra a brevedistancia de la rada. Podréis descubrirladesde las ventanas de la finca.

—¿No irán a buscarnos allá lascincuentenas?

—¿Quién sabe? Recorren la isla deun extremo a otro y nunca se sabe dóndese detienen. Sin embargo, la marquesaes muy poderosa en Santo Domingo y osprotegerá.

—Tengo pruebas de ello.—Entonces podréis aguardar

tranquilamente a vuestro buque, sincorrer el riesgo de caer prisionero —contestó Botafuego sonriendo—. Sé todolo que vale esa señora.

—¿La conocéis?

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—Solo una vez la he visto, cuandoatravesaba a caballo una selva, y enaquella ocasión le presté un pequeñoservicio. Si no se hubiese encontradoconmigo y no le hubiera yo matado elcaballo con un certero arcabuzazo, esprobable que la señora de Montelimarno viviese…

El bucanero se detuvo bruscamente,al ver que el mastín se paraba moviendolas orejas.

—¿Qué ocurre? —preguntó elcorsario.

—Por ahora nada —respondióBotafuego, frunciendo el entrecejo.

—Me parecéis inquieto.—Puedo haberme engañado.

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—¿Y también vuestro perro?El bucanero permaneció un momento

silencioso, observando con atención almastín, que seguía parado y no cesabade levantar y bajar las orejas.

—Creo haber oído un ladrido lejano—dijo finalmente.

—¿De alguna cincuentena que nospersigue?

—Pudiera ser, señor conde.Dejemos el terreno descubierto einternémonos en la selva. Ahí estaremosmás seguros.

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A

CAPÍTULO VII

LA CAZA HUMANA

la derecha tendíase lainmensa selva, formadapor palmas gigantescas,algodoneros, tamarindos,

y multitud de trepadoras que constituíanmatorrales tan espesos que podríanocultar hasta a cien hombres.

Botafuego, que seguramente conocía

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aquellos parajes mucho mejor que elgascón, el cual, a pesar de la brújula quellevaba en el cerebro, no había logradodescubrir el rancho donde encontraríancaballos, púsose a la cabeza de lapequeña tropa, abriendo paso con doscuchillos que había sacado de la cabaña.

El mastín le auxiliabamaravillosamente guiándole conseguridad perfecta a través del laberintodel bosque.

De vez en cuando el amo y el perrodeteníanse para escuchar, en seguidareanudaban la marcha, manifestandoambos cierta inquietud que no pasabainadvertida para el conde.

El sol se había ocultado y los

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expedicionarios seguían su marcha através de aquella interminable selva,cuando el bucanero, por décima vez, sedetuvo ante un enorme tamarindo,diciendo:

—Es inútil ocultároslo, señor conde;nos siguen.

—¿Quién? —preguntó el corsario.—Una o más cincuentenas,

seguramente.—¿Cómo lo sabéis?—Viviendo siempre en medio de las

selvas, nuestros oídos se afinan de unamanera increíble y notan en seguida losrumores más lejanos. Os repito que nossiguen y que acaso nuestros enemigos nose hallen muy lejos.

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—Yo no he oído nada. ¿Y tú,Mendoza?

—Solamente oigo cantar a las ranasy a los sapos —contestó el filibustero.

—Y yo caer las hojas y las frutas —añadió el gascón.

—Pues yo sigo escuchando ladridoslejanos —afirmó el bucanero—. ¿Os havisto alguien atravesar la selva?

—Hemos hecho huir a unacincuentena y matado al perro que laprecedía —respondió el conde.

—Ahora comprendo —dijoBotafuego—. Esa cincuentena habráencontrado a otra acompañada deperros, y en este momento nos siguencien hombres, y no descansarán hasta

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que nos den alcance. ¡Mal negocio!—Procuraremos llegar lo antes

posible a la finca de la marquesa deMontelimar —dijo el conde.

—Aún está muy lejana —respondióel bucanero—. Apretando el paso, nonos hallaremos allí antes de la salida delsol.

—¿Andan muy cerca los españoles?—Tal vez no; pero los perros sí, y

esos animales son más peligrosos quelos hombres. Yo les conozcoperfectamente, y con razón les llamanperros estranguladores. Guardaos deellos, señor conde.

—¿Qué decidís? ¿Esperamos suataque o continuamos la marcha?

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En vez de contestar, Botafuegoobservó atentamente la selva,espesísima en aquel lugar a causa delinfinito número de lianas que seentrelazaban de mil maneras en torno delos árboles, formando preciosasguirnaldas.

—Intentemos hacer que pierdannuestra pista los dogos —dijo luego—.Acaso lo logremos con una marchaaérea. Lo importante es obrar conrapidez.

Echóse a la espalda el arcabuz, seagarró a una madeja de lianas quependía del tamarindo y se izó a fuerza depuños, diciendo:

—Tratad de imitarme.

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—Lancémonos al abordaje —dijoMendoza—. Prefiero esta maniobramarítima a la marcha interminable.Amigo Barrejo, figuraos que estáis abordo de un navío de tres puentes.

El conde, comprendiendo bien lospropósitos del bucanero, trepó enseguida por otra madeja de lianas, comohabilísimo gimnasta.

Botafuego llegó hasta las ramasgruesas del tamarindo, y sirviéndosesiempre de aquellas resistentes cuerdasvegetales, pasó a un enorme algodoneroy luego a una palma, continuandoatrevidamente su marcha aérea.

Saltar de una planta a otra no eradifícil, porque los árboles crecían tan

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próximos, que sus ramas seentrelazaban. Aun sin lianas, aquellamaniobra, para hombres ágiles, habríaresultado sencilla. El mastín, destinadoa caer bajo los dientes de los feroces yrobustos canes cubanos, seguía portierra a su amo, aullando de un modolastimero.

—Ese estúpido nos va a delatar —dijo Mendoza al bucanero,aprovechando un momento de descanso.

—Es cierto —añadió Botafuego,preparando el arcabuz—. Me duelemucho, pero su muerte es necesaria.

Apenas pronunció estas palabras, elpobre mastín caía al suelo, herido por lainfalible bala del cazador.

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—Es extraño —dijo el bucanero,pasándose una mano por la frente—. Seme figura haber cometido un delito.¡Bah! La necesidad carece de ley en laselva.

Volvió a cargar el arcabuz y se pusoen acecho.

Ladridos lejanos saludaron aqueltiro.

—Los españoles han reunido unajauría —dijo luego—. Afortunadamente,podrán sitiarnos pero no cogernos.

—¿Y la cincuentena que va detrás?—preguntó el conde.

Botafuego encogióse de hombros.—Las alabardas nada podrán contra

los arcabuces —dijo—. Eso no me

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preocupa. Continuemos nuestra marcha.Los dogos han descubierto nuestrashuellas y las siguen obstinadamente; nodebemos detenernos aquí, tan cerca delmastín muerto.

Prosiguieron su gimnásticaexpedición, deslizándose entre las ramasy las lianas, ora levantándose o bajandohasta tocar en tierra casi, guardándosebien, sin embargo, de llegar hasta ella,para no dejar la menor huella.

Así recorrieron quinientos metros;de pronto oyeron, a no mucha distancia,furiosos ladridos.

Los dogos, no encontrando la pistade los fugitivos, desahogaban su rabialadrando de una manera amenazadora.

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—Seguramente han descubierto elcadáver de mi mastín —dijo elbucanero, montado a horcajadas en unagruesa rama, junto al conde.

—¿Nos encontrarán? —preguntóeste.

—No me atrevo a asegurarlo, señor—respondió Botafuego—. Esosmalditos perros tienen un olfatomaravilloso.

—Este árbol es bastante alto.—Ya lo veo —contestó el bucanero

sonriendo—. Sin embargo, no estoytranquilo. Os repito que esos animalesson terribles.

—No hagamos ruido.—Eso es lo mejor.

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Los dogos seguían ladrandofuriosamente, a menos de cincuentapasos. Como Botafuego había dicho,descubrieron el cadáver del mastín yrecorrían la selva buscando las huellasde los fugitivos.

De repente dejóse oír un ladridosonoro, más agudo que los anteriores;luego sintióse crujido de hojas.

—Se acercan —dijo el bucanero—.Que nadie hable.

Mendoza y el gascón se encogieronen sus ramas, con los arcabucespreparados.

Botafuego y el conde les imitaron,procurando hacerse invisibles.

A través de la tenebrosa selva

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sentíase un estrépito de ladridos agudosque muy pronto se perdieron enlontananza.

—Ya han pasado —dijo el bucaneroal conde—. Ahora cuidado con lacincuentena. De seguro no se hallarámuy lejos.

—¿Viene detrás? —preguntó elconde en voz baja.

—Sigue siempre a los perros.Escuchad atentamente. ¿Oís?

—Sí, un ligero crujido.—Son los españoles que marchan a

través del bosque.—¿Nos descubrirán?—¡Por Baco! No tienen ojos de

lince —respondió Botafuego—.

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Además, el follaje nos cubre porcompleto.

—¿Y si fueran arcabuceros?—No los hay en las cincuentenas —

contestó el bucanero—. Nadie dispararásobre nosotros, os lo aseguro.

—¡Silencio todos! La vanguardia dela cincuentena.

El rumor aumentaba, en tanto que losladridos de los perros eran cada vezmás débiles. Probablemente los terriblesalanos habían encontrado huellasantiguas y las seguían con su habitualobstinación.

Momentos después, cinco hombres,armados de alabardas, abríanse pasopor medio de los espesos matorrales y

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se detenían cerca del árbol donde seocultaban los fugitivos.

—¡Diantre! —exclamó uno—. ¿Adónde se habrán ido esos malditosperros?

—Correrán tras de los enemigos,Alonso —contestó el otro.

—¡Ojalá acaben con ellos adentelladas! Eran tres, ¿verdad?

—Yo no vi más cuando mataron anuestro Cid.

—¡Qué piernas tendrán esoshombres para recorrer tal distancia!Apostaría a que son bucaneros.

—Te engañas, Díaz. Son loshombres que salieron de Santo Domingoy que asesinaron al pobre Barrejo.

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—Ya lo vengaremos.—¡Calla! Los perros vuelven.En efecto, los ladridos, que poco

antes resonaban muy débiles, seescucharon con más claridad.

La feroz traílla, al ver que corríatras una pista antigua, retornaba acarrera desenfrenada, ladrandorabiosamente.

Pasando un minuto, veinticinco otreinta perros, enormes, de peloencrespado, cabeza grande y mandíbulassalientes, muy parecidos a los perrosamericanos llamados «blood-hound»por los colonos de Virginia y de laLuisiana, cayeron sobre los cincohombres con tal ímpetu, que a poco más

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los derriban.—Una carrera inútil, ¿verdad,

chiquitos? —dijo el que se llama Díaz—. No hay que desanimarse. Esosbribones no tienen alas y ya losencontraremos.

—Bien dicho —interrumpió otrosoldado—. Lo único que nos hace faltaes encontrarlos.

—Tú eres un verdadero imbécil queno conoces a los perros cubanos.

—Seré todo lo imbécil que quiera,Díaz, pero entretanto los animalitos hanvuelto con las orejas gachas y sin presa.

Una carcajada estalló al oír aquellarespuesta.

—¡Eres tres veces estúpido! —gritó

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Díaz, furioso—. No sabes dónde tienesla mano derecha.

—¡Vaya! —exclamó Alonso—.Estamos delante del enemigo y armáismás ruido que nuestra jauría. ¿Es asícomo preparáis la emboscada? Osdenunciaré al gobernador de SantoDomingo, que os desarmará a todos.Aquí el sargento soy yo.

—Ofrezcámosle aguardiente y no sevolverá a acordar de sus galones —dijootro soldado, con voz irónica.

—¡Si vuelves a levantar la voz, temato, miserable!

Siguió profundo silencio, luego, elsargento dirigiéndose a los perros,añadió:

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—¡Buscad, chiquitos! Esos pícarosno estarán muy lejos.

Los dogos, al oír la orden,lanzáronse en todas direcciones.

Avanzaron y retrocedieron,venteando ruidosamente, luego, sevolvieron hacia la tropa, lanzandosordos aullidos.

—Nos olfatean —dijo Botafuego,acercando los labios al oído del señorde Ventimiglia.

—¿Lograrán descubrirnos? —preguntó el conde.

—Es algo difícil. Sin embargo,dispongámonos a derribar con unadescarga la vanguardia de la cincuentena—respondió el bucanero—. Mi arcabuz

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está listo.—Y también el mío.—No hagáis, sin embargo, fuego

hasta que yo avise.Las pesquisas de los perros duraron

más de un cuarto de hora; luegoemprendieron de nuevo su carrera,siguiendo la pista primitiva. Noencontrando otra más reciente,obstinábanse en marchar tras aquelladejada probablemente por algún negrocimarrón.

La vanguardia de la cincuentena,después de breve discusión, adoptó elpartido de seguir a la jauría, ydesapareció al punto de la espesura.

—Al fin podemos respirar

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libremente —dijo el gascón—. Ya creíasentir en las pantorrillas los dientes deesos chuchos.

—Poco habrían tenido que roer,amigo —dijo irónicamente Mendoza—.Y acaso por esto no se hayan detenido,para correr en busca de pantorrillas másllenas.

A pesar de la gravedad de lasituación, todos, incluso Botafuego,soltaron la carcajada.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntóel conde—. ¿Descendemos?

—Constituiría grave imprudencia —contestó el bucanero—. Los canespueden volver y dar con nuestrashuellas. ¿Tenéis prisa por llegar a San

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José?—Ninguna; mi fragata no

abandonará las inmediaciones del caboTiburón si no me presento, y milugarteniente es sobrado astuto paradejarse sorprender por los galeonesespañoles.

—Entonces os aconsejo quepasemos la noche aquí.

—Así nos convertiremos en pájaros—dijo Mendoza—. ¡Con tal que novengan los cazadores!

—Repito que las cincuentenas nodisponen de armas de fuego —afirmóBotafuego—. No hablemos de cazadorescon alabardas. ¿Aceptáis, señor conde?

—Puesto que no se nos ocurre cosa

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mejor y la prudencia lo exige, pasemosla noche aquí —repuso el señor deVentimiglia.

—¿Encontrarán a vuestro criado? Lacabaña no está muy lejos.

—No se dejará sorprender, yo os loaseguro. Tiene buenos perros que leavisarán de la proximidad de lacincuentena. Por esta parte me hallocompletamente tranquilo. ¡Ah! ¡Lo habíaimaginado! ¡Mal negocio hubiéramoshecho dejando este asilo! ¿Veis, señorconde?

—¿Qué?…—Las cincuentenas, ahora salen del

bosque y avanzan en doble fila. Losespañoles os conceptúan personas

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peligrosísimas, porque os dispensan elhonor de enviar dos columnas tras devosotros.

—Podían haberse ahorrado tal honor—murmuró Mendoza—. Yo, maldito silo deseaba.

El conde se incorporó en la ramaque le sostenía y miró atentamente en ladirección indicada por el bucanero.

El árbol que les servía de asiloencontrábase a pocos metros de loslinderos del bosque, y siendo la nochebastante clara, los filibusteros podíandescubrir perfectamente a las personasque avanzasen por la próxima llanura.

Sin gran dificultad, el conde, queocupaba una rama muy alta, vio a las

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dos cincuentenas avanzarcautelosamente por medio de las altashierbas, con las alabardas en ristre yprecedidas de media docena de perros.

—¿Nos pondrán sitio? —preguntó albucanero.

—Aún no nos han descubierto —repuso Botafuego.

—¿Lograremos también ahora evitarel riesgo que nos amenaza?

El bucanero no contestó. Seguía conla vista a la maniobra un tantocomplicada de las dos columnas.

De repente dejó escapar una sordablasfemia.

—Nos rodean y exploran la espesura—dijo, haciendo un movimiento de

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cólera—. Escapemos antes de quelleguen los perros o nos cogerán.

Iban a dejarse caer de las ramas,cuando a breve distancia oyeronfuriosos ladridos; momentos después losdogos, que poco antes se habían alejado,agrupáronse en torno del árbol, dandosaltos inverosímiles.

—¡Ah, malditos! —gritó Botafuego—. Han conseguido descubrirnos. Vaya,preparaos a vender cara la vida y, sobretodo, asegurad bien la puntería antes degastar una carga de pólvora.

La vanguardia corría, azuzando congritos a la feroz traílla, en la creencia deque aquellos que buscaban permanecíanocultos en la espesura y no entre las

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ramas del árbol gigantesco.—Que uno solo de vosotros se

ocupe de los cinco que siguen a losperros —dijo el bucanero—. Losdemás, que hagan fuego conmigo sobrelas cincuentenas.

—Yo me encargo de lo primero —interrumpió Barrejo—. Antes de unminuto los cinco soldados rodarán portierra.

—¡Hum! —murmuró Mendoza—.¡Cuánta gasconada!

Las dos cincuentenas, al oír losladridos de los perros, reuniéronse,temerosos de un ataque imprevisto;luego volvieron a dividirse,acercándose con precaución a la

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espesura, resueltas a sitiarla.Un arcabuzazo fue la señal de la

ruptura de las hostilidades. El gascónhabía descargado su arcabuz sobre lavanguardia, que cometió la imprudenciade avanzar a la descubierta, y la bala nose perdió.

Los supervivientes desaparecieronen el acto, convencidos de laimposibilidad de luchar con alabardas yespadas, buenas solamente para uncombate cuerpo a cuerpo.

—Muy bien —dijo el bucanero,viendo a un soldado en tierra—. Ya noshemos librado de la vanguardia, que deseguro no intentará otro golpe.Ocupémonos de las cincuentenas y no

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les dejemos tiempo para que seacerquen.

—¿Y los perros? —preguntóMendoza.

—Que ladren lo que quieran;después pensaremos en deshacernos deellos.

Montó a horcajadas en la rama,apoyando el cuerpo en el tronco delárbol, y disparó.

Un gritó le advirtió que la bala,como siempre, había llegado a sudestino.

El corsario y Mendoza hicierontambién fuego.

Las cincuentenas detuviéronse alpunto en su movimiento envolvente y se

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arrojaron en medio de las altas hierbas,procurando hacerse invisibles.

—¿Qué intentarán ahora? —preguntóse con inquietud el señor deVentimiglia.

—Se proponen sitiarnos —contestóel bucanero, que aparecíacompletamente tranquilo—. ¡Bah!Mientras tengamos pólvora y balas,continuaremos siendo dueños de lasituación. ¡Magnífica idea han tenido losgobernadores al sustituir los arcabucespor alabardas! Nos hacenmaravillosamente el juego. ¿Estamoslistos?

—Apuntad principalmente a loslugares donde se agita la hierba. Si

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nuestros disparos son certeros, lasalabardas desaparecerán sin atreverse aatacarnos.

Los tres hombres reanudaron elfuego, mientras el gascón no sabiendoqué hacer, la emprendía con los perros,descargando sobre ellos una tempestadde ramas secas, por no atreverse aconsumir las municiones, preciosas enaquellos momentos.

¡Y cómo trabajaba el intrépidosoldado! Seguro de no correr el riesgode que le derribase un arcabuzazo de lascincuentenas, cogía brazadas de leña ylas descargaba sobre los animales, queaullaban de dolor.

Botafuego, el conde y Mendoza,

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seguían disparando con grandesintervalos, manteniendo a raya a losperseguidores.

De vez en cuando resonaba un gritoentre la hierba, anunciando que unhombre caía herido. El bucanero, sobretodo, hacía disparos maravillosos.

Antes de oprimir el gatillo cambiabamás de diez veces de posición, bajandoy subiendo el pesado arcabuz, y cuandoal fin tiraba, la detonación iba casisiempre seguida de un lamento o de unablasfemia.

Si no mataba, hería seguramente.—¡Qué hombres! —murmuraba

Mendoza, que contemplaba aturdidoaquellos disparos—. Elogian a los

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filibusteros, pero estos bucaneros sonincomparables. Ahora comprendo cómohan logrado saquear a Veracruz y aPanamá, bajo la dirección de ese diablode Morgan.

Por su parte, los españoles, dignosdescendientes de aquellos formidablesconquistadores que con un puñado dehombres derribaron los dos imperiosmás poderosos de América, el deMéxico y el del Perú, aunquedesprovistos de armas de fuego,manteníanse animosamente en su puesto,afrontando con audacia las balas de losenemigos, seguros acaso de poderacabar con aquel pequeño grupo deadversarios.

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Arrastrándose sin cesar entre lahierba, animosos de encontrarse cara acara con los sitiados o de llegar hasta elárbol.

Semejante tenacidad parecíadesconcertar a Botafuego.

—Sin duda tienen algún proyecto —dijo el bucanero al conde.

—¿Cuál será? —preguntó el señorde Ventimiglia.

—No puedo adivinarlo; sinembargo, no estoy tranquilo.

—¿Contarán con los perros?Botafuego movió la cabeza.—Tal vez más tarde —dijo luego—.

¿Veis ahora a los españoles?—Yo no.

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—¿Y vos, Mendoza?—No veo sino la hierba que

continúa moviéndose —respondió elmarinero.

—Y yo, que tengo los ojos de unverdadero gascón, veo algo —dijoBarrejo, que había subido más alto, conla esperanza de hacer un buen blanco enla vanguardia.

—Hablad.—Están preparando haces.—¿De leña?—Y probablemente bien secas —

repuso el gascón.—Si logran llegar hasta aquí, nos

quemarán vivos, o por lo menos nostostarán un poco —dijo Botafuego—.

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Maniobra vieja que no siempre produceresultados satisfactorios. ¿Están listaslas espadas?

—Y que cortan como navajas deafeitar —contestó Mendoza—. Noquerría probarlas en mi cuello, os loaseguro.

—¿Qué pensáis hacer con lasespadas? —preguntó el señor deVentimiglia—. ¿Cortar las alabardas?Sería mal negocio.

—No, para emplearlas contra esosmalditos perros —respondió elbucanero.

—Si es por eso, no nos inquietéis;yo me encargo de ello —dijo el gascón.

—¡Siempre tan fanfarrón! —

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murmuró Mendoza—. Estos hombresson incorregibles.

—Continuad el fuego —dijo elbucanero—. Se me figura que lavanguardia quiere pincharnos laspiernas con las alabardas.

—A las mías no alcanzarán —replicó el gascón—. Necesitarían unaescalera. Ahora voy a derribar a unenemigo cada segundo.

Los cuatro hombres reanudaron elfuego con creciente rabia. El bucanero,que calculaba bien sus disparos, hacíablancos maravillosos; sin embargo, losespañoles no dejaban de ganar terreno apesar de las enormes pérdidas quesufrían. Algunos caían muertos o

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heridos, pero los demás se acercaban alárbol con asombrosa obstinación,arrastrándose entre la hierba.

¿Qué se proponían? Si hubierantenido arcabuces seguramente se habríandesembarazado, con pocas descargas, deaquel pequeño grupo de enemigos.

Probablemente meditaban un asaltodesesperado con arma blanca.

Botafuego enfurecíase, blasfemandoy disparando sin tregua.

En vano silbaban las balas entre lahierba.

Las dos cincuentenas, resueltas aponer fin al combate que tantas pérdidasles costaba, avanzaron sin cesar.

—Y bien, Botafuego, ¿qué pensáis?

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—preguntó el señor de Ventimiglia.—¿Qué queréis que os diga, señor

conde? —respondió el bucanero—.Estoy maravillado. En mi vida he vistohombres tan valientes. Esas doscincuentenas me llenan de asombro. Enel puesto de ellos, yo habría yaescapado.

—¡Con tal que no nos causenasombro a nosotros también!… —refunfuñó Mendoza.

—Mucho me lo temo —respondió elbucanero—. Semejante obstinación meda mucho que pensar.

—¿Qué teméis Botafuego? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—No lo sé, pero no estoy tranquilo.

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—¡Por cien mil tiburones! —exclamó Barrejo—. Parece que elasunto comienza a embrollarse.

—Vos que sois gascón debieraisdesembrollarlo en seguida —dijoMendoza.

—Están los perros debajo denosotros.

—Para los gascones valen menosque los lobos.

—Callad y haced fuego —ordenó elbucanero—. Charlando no se ganan lasbatallas.

—¡Bah! ¡Llama a esto una batalla!—murmuró Mendoza—. Yo lo llamaríauna mísera escaramuza.

Cuatro arcabuzazos retumbaron uno

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tras otro, haciendo huir a media docenade españoles; los demás, sin embargo,amparados por la hierba, llegaronaudazmente hasta la selva.

—¡Mil truenos! —exclamóBotafuego arrojando al suelo elsombrero—. Ahora no se detendrán.

—¿Los españoles? —preguntó elconde.

—Si se internan en la espesura, nohay ojo que pueda descubrirlos ni balaque les alcance. ¿Qué propósitosabrigarán? ¿Quemarnos?

Volvióse hacia el gascón, que habíadescendido a una de las ramas másbajas.

—Amigo mío —le dijo—, tomaos

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ahora la molestia de destruir a la jauríaque aúlla bajo nuestros pies. Aún osquedarán sesenta tiros.

—Creo disponer de más —respondió el gascón, que conservaba suadmirable sangre fría.

—Ya que la vanguardia no os da quéhacer, matad a esos malditos perros.

—Preferiría hombres —contestóBarrejo.

—Estos son menos peligrosos. Osconfío un encargo más difícil.

—Un puesto de honor —observóMendoza riendo.

—Sea —dijo el gascón—. Si esosperros son tan temibles como loshombres, voy a hacer de ellos una

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tortilla gigante.Montó el arcabuz, que ya tenía

cargado, y con un disparo certero matóal dogo más grande, atravesándole lacabeza con una de aquellas balas de aonza que usaban los bucaneros para lacaza mayor.

—¡Uno! —exclamó—. Ese no mecomerá las pantorrillas.

Mientras el gascón se las entendíacon los dogos que ladraban con toda sufuerza en torno del árbol, impacientespor clavar en los fugitivos susformidables colmillos, Botafuego, elconde y Mendoza no cesaban dedisparar a bulto sobre las cincuentenasque habían desaparecido en el bosque.

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Los heroicos soldados de la viejaEspaña, sin aterrarse por los continuosarcabuzazos que ponían a dura prueba suvalor, no cejaban, resueltos a llegarhasta el enorme algodonero y a lucharcuerpo a cuerpo, seguros de la victoria.

Pero tenían que habérselas conhombres resueltos a vender cara la piel.

En tanto que Barrejo seguíafusilando a los canes, Botafuegomantenía una breve conversación con elconde, interrumpida frecuentemente porlos arcabuzazos de Mendoza.

—Es necesario escapar de aquí ybuscar refugio en los pantanos —decíael bucanero.

—¿Podremos romper el cinturón de

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acero que nos rodea? —preguntó elseñor de Ventimiglia.

—Con una descarga repentinaabriremos una brecha suficiente parapasar.

—¿Y luego?—Nos refugiamos en los pantanos.—Me han asegurado que hay en

ellos bancos de arenas movedizas.—Los conozco.—¿Y los perros?—Vuestro compañero está

fusilándolos con rara maestría.Aguardemos algunos minutos y noquedará un dogo bajo nuestros pies. ¡Ah!¡Eso es lo que temía!…

A breve distancia del árbol veíase

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un resplandor siniestro; luego un haz deleña encendida cayó junto al tronco delalgodonero, haciendo huir a los cinco oseis perros que habían escapado a lasbalas del gascón.

En seguida elevóse una columna dehumo denso, sofocante, que produjo alos sitiados tos violentísima y lesarrancó lágrimas.

—¡Leña de pimentero! —gritóBotafuego—. A tierra, compañeros, o nopodremos resistir más tiempo. Dejemoslos arcabuces y preparémonos a manejarlas espadas. ¡Otro!

Un segundo haz de leña, tambiénencendido, cayó muy cerca. Como elprimero, era de ramas de pimentero rojo

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de Cayena, que desprenden un humoinfernal que parece quemar los ojos.

—¿Están cargados los arcabuces?—preguntó Botafuego, disponiéndose asaltar.

—Sí —contestaron todos, con vozentrecortada.

—Pues abajo y mano a las espadas.Los cuatro hombres se dejaron caer.Un dogo precipitóse sobre el

bucanero, intentando saltarle a lagarganta y estrangularlo.

El cazador que ya esperaba aquelataque, retrocedió con agilidad pasmosay cogiendo el arcabuz por el cañón, leabrió el cráneo de un terrible culatazo.

Otros dos que se arrojaron sobre el

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conde y sobre el gascón no tuvieronmejor fortuna.

Dos estocadas rápidas les hicieroncaer al uno sobre el otro, con la gargantaatravesada.

—¡Fuego sobre las cincuentenas! —gritó entonces el bucanero.

Los españoles corrían, alabarda enristre, lanzando vivas exclamaciones:

—¡Rendíos! ¡Daos presos!La respuesta fue cuatro arcabuzazos;

luego el bucanero y sus camaradas,aprovechando la confusión que ladescarga produjo entre los enemigos,echaron a correr desesperadamente porlos confines de la selva para ganar lospantanos.

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El gascón, que tenía las piernas máslargas que sus compañeros y que eratodo músculo y nervios, iba con lavelocidad de un proyectil; el que nomarchaba muy a gusto era Mendoza,pero no se quedaba atrás.

Los españoles lanzáronse en pos deellos, gritando ferozmente y azuzando alos dos únicos perros que quedaban convida.

Parecía, sin embargo, que los pobresanimales, impresionados por la suertede sus compañeros, no sentían grandesdeseos de trabar conocimiento con losarcabuces ni con las espadas de losformidables adversarios, porque no seaventuraban a correr mucho.

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En menos de cinco minutos losfugitivos atravesaron la pequeña llanuray llegaron a la orilla de los pantanos.

—¡Deteneos! —gritó Botafuego—.Puede haber bancos de arena movediza.Haced fuego a los españoles durantealgunos minutos, mientras encuentro elpaso.

Los españoles, viendo a aquelloscuatro hombres hacer alto y cargarprecipitadamente los arcabuces,detuviéronse sin osar exponerse a lasbalas de aquellos terribles tiradores.

Botafuego, descubriendo una lenguade tierra casi oculta por cañas y plantasacuáticas, dirigióse resueltamente haciaella para buscar un paso que los

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condujese a lugar seguro.El conde y sus compañeros

refugiáronse entretanto detrás del troncode un árbol derribado por el tiempo opor el rayo, y continuaron disparando,hiriendo a los dos oficiales quemarchaban a la cabeza de lascincuentenas.

Espantados los alabarderos de laprecisión de aquellos certerosarcabuzazos, ocultáronse de nuevo entrela hierba, sin saber cómo iniciar elataque.

De seguro que en aquel momento nobendecían a los gobernadores que leshabían privado de las armas de fuego.

Mientras que el conde y sus

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camaradas sostenían vivísimo tiroteo, elbucanero continuaba explorando elpantano, que parecía de inmensaextensión.

Su miedo consistía en encontraralguno de esos terribles bancos de arenamovediza, que cuando cogen una presa,sea hombre o animal, no la sueltan.

Cortó una caña y avanzó por el agua,tanteando el fondo.

De repente el conde le vioretroceder con el rostro alegre.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó elseñor de Ventimiglia, disparandoarcabuzazos allí donde veía brillar elcasco de un alabardero.

—He encontrado el paso —

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respondió el bucanero—.Probablemente no será muy ancho, peronos bastará.

—¿Y los caimanes?—No os preocupéis de esos

estúpidos animales. Nos ocasionaránpocas molestias. Cargad los arcabuces yseguidme todos. ¡Cuidado con losperros!…

El conde y sus compañeros cargaronapresuradamente las armas y marcharontras del bucanero que corría a lo largode la pequeña lengua de tierra que habíadescubierto.

Los dos perros, al verles huir,cobraron nuevos bríos, en tanto que losespañoles, comprendiendo que los

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enemigos se les escapaban de entre lasmanos, levantáronse, agitandofuriosamente las alabardas.

En menos de medio minuto, losfugitivos llegaron al extremo de lalengua de tierra.

—¡Fuera las espadas y ahorremospólvora! —gritó Botafuego.

Azuzados por sus amos, los perrosestaban a punto de alcanzarlos.

El conde, que conservaba suadmirable sangre fría, metió la espadaentre las abiertas mandíbulas del primerdogo y la hundió hasta el pomo, mientrasMendoza y el gascón atacabanresueltamente al segundo y loatravesaban de parte a parte.

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Dos aullidos penetrantes advirtierona Botafuego que los dos peligrosísimosadversarios habían dejado de existir.

—Al agua todos —dijo—, yprocurad seguirme atentamente, porque aderecha y a izquierda hay arenasmovedizas y el que caiga no vuelve asalir. Si los españoles nos siguendisparad uno a uno. Yo me ocuparé delos caimanes.

Todos penetraron en la fangosa aguadel pantano, sumergiéndose hasta lacintura, sin preocuparse de losalabarderos, que avanzaban por lalengua de tierra con la esperanza deverlos desaparecer entre las arenastraidoras.

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Botafuego tanteaba el fondo con lacaña y procuraba apresurar el paso,aunque tropezase a cada momento conlas plantas acuáticas, no menos pérfidasque las arenas.

Advertidos del peligro, el conde ysus compañeros marchaban tras él,guardándose bien de desviarse a un ladoo a otro, por miedo a desaparecer.

Así llevaban recorridos cerca dequinientos pasos, cuando descubrieron abreve distancia un islote de extensiónconsiderable, al parecer lleno devegetación.

—He aquí un refugio magnífico —dijo Botafuego—. Si el fondo siguesiendo bueno bajo esas plantas,

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podremos desafiar, no a dos, sino a diezcincuentenas.

—Se me figura que los españoles notienen, al menos por ahora, intencionesde meterse en el agua. ¡Diantre! ¡Lasarenas movedizas imponen miedo atodos!…

Tanteando multitud de pasionariastrepadoras, que en aquellos países semultiplican rápidamente formandobellísimas guirnaldas de florespurpúreas con pistilos y estambresblancos, con martillo, clavos, lanza ytodos los instrumentos de la Pasión, queluego se convierten en frutas amarillas,ovoidales, tan grandes como melones,muy apreciadas por los indígenas, sobre

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todo cocidas con vino y azúcar.—Esto debe de ser un pequeño

paraíso —murmuró Botafuego—. Ahoraprobablemente nos sitiarán losespañoles, pero no creo que consiganmatarnos de hambre si tal es supropósito. Conozco los recursos de quepuede disponerse en estos islotes.

—¿Hemos llegado al fin a casa? —preguntó Mendoza.

—Eso parece —contestó Botafuego.—¿Vendrán nuestros enemigos a

molestarnos hasta aquí?—Me figuro que por hoy, mejor

dicho, por esta noche, renunciarán aello.

—Es gente bien educada —observó

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el gascón.—Si hubiesen logrado echarnos

mano, amigo mío, sospecho que nomostraríais tan buen humor —respondióel bucanero riendo.

—¿A mí me lo decís? ¡Ah, conozcobien a esos señores! ¡Diablo! No gastanbromas con los bucaneros.

—Ni tampoco los bucaneros conellos —replicó Botafuego—. Pero,nosotros somos todavía cuatro y dudomucho que ellos sean aún ciento. Señorconde, ¿queréis dormir algunas horas?Por el momento ningún peligro nosamenaza.

—La gente de mar estáacostumbrada a las fatigas, y no siento la

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necesidad de reposo —contestó el señorde Ventimiglia.

—Yo prefería una cena regular —dijo Mendoza—. La lengua de búfalo yel trozo de jabalí no sé dónde estará ya.Probablemente habrán ido a parar a lostalones, después de una carrera tanlarga.

—No tengo menos hambre que vos—observó el bucanero—. Sin embargo,os veréis obligado, lo mismo que yo, aesperar hasta el alba. No podemos mataraves por la noche, y aquí no hay más queaves.

—Y ya es bastante —dijo el condesonriendo.

—Los pantanos de Santo Domingo

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sirven de refugio a multitud de animalesde pluma, y no nos faltará una comidaregular, con tal que los españoles nosdejen tranquilos.

—¿Aguardáis un nuevo asalto?—Ahora que no tienen perros, que

son los que constituyen la verdaderafuerza de la cincuentena, no se atreverána atacarnos. Sin embargo, es posible queenvíen por refuerzos para ponernos sitioen regla. Pero esto me importa muypoco.

—¿Y si rodeasen el pantano? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—¡Oh! Se necesitarían más de ciencincuentenas, y el gobernador de SantoDomingo no dispone de tantas. Lo

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mismo que ya he descubierto un paso, nodesespero de encontrar otro, y antes deque lleguen los refuerzos, nosencontraremos en San José, en la fincade la marquesa. Allí no corremospeligro alguno, porque conozco muchoal administrador.

—Este hombre es maravilloso —dijo Mendoza—. Decididamente losfilibusteros tienen una suerteextraordinaria. Por esto los españolesnos creen hijos, primos o sobrinos delcompadre Belcebú. También eso valealgo…

El bucanero y el conde, ocultos traslas pasionarias, observaron atentamentelas columnas españolas, columnas

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completamente inofensivas, porque nose atrevían a abandonar la pequeñapenínsula que avanzaba en el pantano.

Miraba las aguas, sobre todo lossitios cubiertos de hierba, temerosos deque apareciese algún caimán.

Estos animales no faltaban enaquellos pantanos, pero no se dejabanver. Probablemente no habían notado lapresencia de aquel grupo de hombres.Cuando las tinieblas comenzaron adesvanecerse, el bucanero y el conde,después de asegurarse de que losespañoles continuaban firmes en lapequeña península, hicieron una rápidaexcursión a través de la isla, para buscarun paso que les permitiese huir de la

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vigilancia de sus adversarios. Aqueltrozo de tierra estaba cubierto debellísimos céspedes de hojas verdes yflores azuladas y de aristoloquias dehojas ovaladas, flores lívidas en formade sifones, troncos muy gruesos y raícesgigantescas que salían fuera de tierracomo desmesuradas serpientes.

No faltaban tampoco árbolesgrandes. Aquí y allá veíanse grupos demagnolias cargados de ciertas frutassemejantes a los limones, de brillantecolor rojo, y que se emplean con granéxito para curar las fiebresintermitentes, y también, nogales negros,de dimensiones gigantescas y muyfrondosos.

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Infinidad de aves huían ante elcorsario y el bucanero. Eran cuervos demar, más grandes que los gallos,ferocísimos, porque se atreven a atacarhasta a las personas heridas impotentespara defenderse; flamencos, tántalosverdes y blanco ibis.

—Busquemos primero el paso —dijo el bucanero al conde, que sedisponía a hacer algunos disparos paraprocurarse una buena comida—. Yatendremos tiempo de matar a esosvolátiles, que no parecen muyespantados de nuestra presencia.

—¿Esperáis encontrarlo?—¡Eh!… Los pantanos de esta isla

son muy difíciles de atravesar a causa

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de las arenas movedizas que constituyenel fondo. Pero no desconfío de encontraralgún vado que nos permitirá dejarburlados a los españoles. ¿Tenéis laseguridad completa de que vuestrobarco os espera en el cabo Tiburón?

—No desplegará las velas sinrecibir mis órdenes —contestó el conde.

—Entonces pensemos en la finca dela marquesa. Sin el auxilio de estaseñora, difícilmente podréis salir deSanto Domingo. A estas horas se habránmovilizado todas las cincuentenas paracapturarnos. Aún no han olvidado a lostres famosos corsarios, y los españolesse quedarán aterrados al saber queexiste un cuarto que recorre las aguas

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del gran golfo y cuyos propósitos seignoran.

—Acaso esto aumentará la fiebre deellos —dijo el conde—, desconocer loque aquí me trae. Ciertamente que no heatravesado el Atlántico para continuarlas proezas de mi padre y de mis tíos…

El bucanero volvióse rápidamente,contemplando con fijeza al hijo delCorsario Rojo.

—¿Alguna venganza? —preguntó.—Ya lo veréis más tarde —contestó

el señor de Ventimiglia, con voz grave—. Antes tengo otras cosas que hacer.

Detúvose, contemplando cara a caraal bucanero.

—¿Habéis estado en Darién? —le

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preguntó de repente.—Sí, con Wan-Horn —respondió

Botafuego.—¿Entonces, conocéis el país?—Bastante bien; tratábase en aquella

ocasión de atravesarlo con ayuda de ungran cacique, enemigo encarnizado delos españoles, para saquear a Granada.

—¿Cómo se llamaba el cacique?—Hara.—Tenía hijas, ¿verdad?—Sí, señor conde.—¿Dadas por esposas a filibusteros

notables?—Eso lo ignoro —contestó

Botafuego.—¿Y él?

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—¿Quién?El conde, en vez de contestar, fijó

los ojos en el pantano, que se extendíaante él hasta perderse de vista,interrumpido solo aquí y allá por isloteso por bancos cubiertos de vegetaciónexuberante.

—¿Tendremos que atravesarlo? —preguntó después de largo silencio.

—Sí, señor conde —contestóBotafuego—. No podemos retroceder;perderíamos la vida, porqueseguramente los españoles han enviadocorreos en demanda de auxilio, y lascincuentenas que lleguen no vendránarmadas únicamente de alabardas.

—¿Cuándo partiremos?

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—Esta misma noche, con el fin deque nuestros enemigos no vean ladirección que tomamos.

—¿Se halla muy lejos la finca de lamarquesa?

—Más cerca de lo que suponéis —contestó Botafuego—. A buen paso,podremos llegar a ella en cinco o seishoras.

—Entonces busquemos comida.—Un momento, señor conde: hay

que descubrir el paso. Si no consigoencontrarlo, no podremos alejarnos delislote.

Cortó una caña, montó el arcabuzpara estar pronto a hacer fuego sobre loscaimanes, y se entró en el agua tanteando

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el fondo.Apenas llevaba recorridos quince

pasos, cuando el conde le vio volver.—Tenemos una fortuna maravillosa

—dijo—. El fondo es bueno y no hayarenas. Señores españoles, esperad unpoco y cuando queráis darnos caza, noencontraréis más que caimanes. Vaya,ocupémonos de la comida. No será tarealarga. Derribemos media docena deardillas volantes y tendremos un asadoexquisito.

Retrocedieron el camino recorrido,costeando los nogales negros, y casi enseguida, abrieron el fuego. Entre lasramas de los grandes árboles saltaronlocamente, mejor dicho, volaban

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graciosos animalitos, algo mayores queratones, con piel gris perla por la partesuperior y blanca plata por la inferior,orejas pequeñas y negras, hocicosonrosado y soberbia cola semejante auna magnífica pluma de avestruz.

Eran ardillas volantes, queespantadas por la presencia de aquellosdos desconocidos, trataban de ponerse asalvo, como si ya adivinasen lasmalévolas intenciones del bucanero.

Aunque algo semejantes a las que seencuentran en las selvas de Europa,difieren en una membrana cubierta depelo que une las patas posteriores a lasanteriores, permitiéndoles darverdaderos vuelos que llegan a veces

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basta cincuenta pasos.Tenían sin embargo que habérselas

con un tirador maravilloso, así que, enmenos de cinco minutos, siete u ocho deaquellos graciosos roedores, heridospor el bucanero, cayeron al suelo juntocon gran número de nueces, que podíanservir como postre.

Mendoza y el gascón, que yacontaban como segura la comidatratándose de un cazador tan famoso,encendieron entretanto alegre fuego yrecogieron hierbas aromáticas para queel asado resultase más sabroso.

Los cuatro hombres desollaron enbreves instantes a las ardillas, lasensartaron en la baqueta del hierro de

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uno de los arcabuces y las colocaronsobre los carbones, haciendo girar aquelasador primitivo sobre dos piesderechos clavados en el suelo.

Como el gascón declarósolemnemente que solo sabía devorar,Mendoza tuvo que desempeñar losoficios de cocinero.

Sin protestas, sin murmurar,contemplaba a aquel tragón formidable,preguntándose por qué causa, engullendotanto los gascones, no engordaban.

Inútil es asegurar que la pregunta notenía contestación, porque el mismoBarrejo no habría sabido explicarsatisfactoriamente un caso tan extraño.

El hecho es que todas las ardillas

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desaparecieron, y la mayor parte fue aparar al estómago del gascón.

Terminada la comida, los cuatrohombres ocupáronse en seguida de losespañoles, temerosos de un golpe demano imprevisto.

Sin embargo, los enemigos noparecían por el momento ocuparse lamenor cosa de los fugitivos. Habíanencendido fuego en el extremo de lapequeña península y devoraban con lamayor tranquilidad su comida,compuesta probablemente de tortugas,porque estos preciados reptiles abundanen torno de los pantanos de SantoDomingo.

—Aguardan refuerzos —dijo

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Botafuego al conde—. Si no nosapresuramos a escapar, rodearán elpantano, y entonces no habrá quienpueda salir. Sin embargo, lascincuentenas no estarán muy cerca ypodrán pasar varios días antes de quelleguen. Pero no esperaremos al últimomomento y atravesaremos el charcoaunque sea entre las arenas movedizas.Luego la marquesa nos auxiliará en lahuida, señor conde.

—Será la segunda vez —contestó elcorsario.

—Para ella todo resulta fácil —afirmó Botafuego.

Abrió una bolsa de cuero quellevaba al cinto y ofreció al conde un

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grueso cigarro, diciéndole:—Con esto podréis engañar el

tiempo. Es tabaco cubano que heconseguido obtener de los filibusterosde la Tortuga, y no encontraréis mejor,os lo aseguro…

El conde iba a tomar el cigarro,cuando resonó un arcabuzazo, y una balale pasó silbando sobre la cabeza.

Botafuego levantóseprecipitadamente, empuñando elarcabuz.

—Señor conde —dijo con vozalterada—, han llegado refuerzos a losespañoles y se disponen a fusilarnos.

Luego, alzando la voz, añadió,dirigiéndose a Mendoza y al gascón:

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—Se empeña la batalla: ¡Cuidadocon las balas!

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E

CAPÍTULO VIII

A TRAVÉS DELPANTANO

l bucanero y suscamaradas se ocultaron enla espesura, refugiándosetras los enormes troncos

de los nogales negros, los cualesformaban un baluarte inexpugnable, almenos por el momento.

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Una columna constituida por doscincuentenas, armadas de arcabuces,avanzaba a lo largo de la pequeñapenínsula, disparando de vez en cuando,y acompañada de grandes perros.

Era una fuerza imponente, que podíadar mucho que hacer a los fugitivos, auncuando se hallasen separados por unlargo espacio de pantano y tuviesenasegurada la retirada.

—Están decididos a echarnos mano—dijo Botafuego, que espiaba conatención los movimientos de losperseguidores.

—¿Emprenderán en seguida elataque? —preguntó el conde.

—Ahora mismo no —contestó el

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bucanero—. Ante todo comenzarán porbuscar el paso que hemos utilizadonosotros, y este no será tan ancho queles permita a todos avanzar al mismotiempo. Se verán obligados a marchar enfila india, y podremos fusilarlos sindificultad.

—Bien dicho —exclamó Mendoza.—Y nosotros somos hombres

incapaces de sentir miedo ni del mismodiablo —añadió el gascón—. Si sepresentase, le cortaría las narices con miespada…

Las cincuentenas, entretanto, sehabían reunido, ocupando toda laextremidad de la península.

Suspendieron el fuego, juzgándolo

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inútil; los oficiales discutíananimadamente, señalando con el dedo elpantano, mientras algunos soldados,armados de largas cañas, comenzaban aexplorar el fondo, para buscar el pasoentre las peligrosísimas arenasmovedizas.

Los perros corrían a lo largo de laorilla, ladrando ferozmente al islote,ansiosos de comenzar el ataque. Algunosse habían ya arrojado al agua y nadaban,avanzando y retrocediendo.

Acostumbrados a cazar hombres, noaguardaban más que una señal de susamos para lanzarse resueltamente sobresus adversarios, y la señal no tardómucho en dejarse oír.

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Unos cuantos silbidos de lossoldados encargados de amaestrarlos ytodos los canes se arrojaron al agua,nadando en grupo compacto.

—Amigo Barrejo, cuidado con laspiernas —dijo Mendoza, montando elarcabuz—. Esos animalitos sienten unasganas terribles de merendarse vuestraspantorrillas.

—Ocupaos de las vuestras —contestó el gascón—. Yo no me asustode los perros ni de los leones. Soy delmar de Vizcaya.

—También yo.—Callad y atended a los dogos —

ordenó el bucanero—. Tan pronto comose pongan a tiro, haced fuego.

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La jauría nadaba vigorosamente,dirigiéndose hacia el islote. Sus amos nocesaban de azuzarlos con fuertes gritos.

No distaban ya más que cincuentametros de la orilla, cuando una agitaciónimprevista se apoderó de los nadadores.

Ya no avanzaban y ladrabanfuriosamente, volviendo la cabeza hacialos soldados, como para pedirles algúnauxilio.

—¡Ja ja!… —exclamó el gascón,soltando una risotada—. No tienen ganasde seguir nadando.

—¿Qué sucede? —preguntó elconde.

—Una cosa sencillísima —contestóBarrejo—. Se van a quedar sin patas. A

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los caimanes les gustan mucho losperros. ¡Ya veréis qué magnífico ataque!

—Sí, son los caimanes que llegan —confirmó Botafuego—. Ahorremosnuestras municiones.

Los dogos comenzaron a aullar de unmodo siniestro y volvieron la espalda alislote, nadando desesperadamente haciala pequeña península.

Al cabo de algunos segundos, unacabeza horrible, armada de dosmandíbulas formidables, surgióbruscamente y se arrojó sobre el últimoperro, dividiéndolo de un golpe en dosmitades.

Era un monstruoso caimán que habíahecho una presa.

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Las charcas de Santo Domingo, másaún que las otras grandes islas del Golfode México, se hallan infestadas desaurios enormes y ferocísimos, queintimidan a los cazadores másintrépidos.

Poseen resistencia tanextraordinaria, que no mueren auncuando los grandes calores sequen todael agua de los pantanos.

Se entierran en el légano, sobre todoallí donde la hierba crece más espesa, yesperan durmiendo a la estación de lasgrandes lluvias.

Entonces inflan los pulmones y sedejan llevar a los lugares donde el aguaes más profunda. En esta época son

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todavía más terribles, porqueimpulsados por el hambre, se arrojansobre los hombres y los animales.

Son muy aficionados a la carne decerdo y a la de perro. Por estos bocadosson capaces de afrontar los peligros.

Los dogos que los españoles habíanazuzado sobre el islote, al verdesaparecer a su compañero, batiéronseprecipitadamente en retirada,perseguidos por un enjambre de saurios.

De vez en cuando desaparecía uncan, aullando de un modo lastimero; nodesaparecía de golpe, porque a loscaimanes les gusta ahogar a los perrospoco a poco, como si gozasen en sulenta agonía. Después, aunque se hallen

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hambrientos, no los devoran en seguida;los sepultan en el fango y aguardan a quese pudran.

Los españoles, al ver a la traílla enpeligro, rompieron fuego vivísimocontra aquellos feroces enemigos, que selanzaban al ataque con grandes saltos,haciendo resonar de siniestra manera susenormes mandíbulas armadas deformidables dientes.

Botafuego se puso en pie.—Aprovechemos la ocasión —dijo

—, ya que los caimanes corren todoshacia allí y nuestros enemigos estánahora distraídos. Seguidme siempre y noabandonéis el vado.

—¿De modo que cambiamos de

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casa? —preguntó Mendoza—.Resueltamente no podemos habitar enningún lugar de la tierra más de unasemana.

—¡Cuidado! —exclamó el gascón,oyendo silbar sobre su cabeza algunabala perdida.

Ocultándose tras los enormestroncos de los nogales, llegaron a laorilla y penetraron en el agua.

Botafuego marchaba delante, sindejar de explorar el fondo.

Nadie había observado su fuga. Losespañoles libraban una verdaderabatalla con los caimanes, que acudían detodos los parajes del pantano, atraídospor los lastimeros aullidos de los dogos.

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Oíase pasar a veces tres o cuatro,rápidos como flechas, con los rugososdorsos cubiertos de plantas acuáticas.

Botafuego marchaba rápidamente,siguiendo el vado, que parecía tener unaanchura de dos metros. Aunque el aguano alcanzaba allí más de tres o cuatropies de profundidad, la travesíaresultaba bastante dificultosa.

Multitud de aves volaban ante losfugitivos, amenazando descubrir ladirección que seguían.

Eran en su mayoría bandadas detringas, pájaros del tamaño de lasalondras, de larguísimas patas y carneexquisita, y ánades muy pequeños con lacabeza negra y ojos azulados.

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—Esta laguna es un paraíso —murmuraba Mendoza, siguiendo conatenta mirada el vuelo de aquellas aves—. ¡Qué lástima no permanecer aquí unasemana siquiera! Apostaría a que lasflacas piernas de este gascónengordarían para regalo de los perros delos españoles. ¡Bah! ¡Ya volveremosmás tarde si nos dejan un momento detregua!

La retirada continuaba efectuándosecon gran rapidez, porque el bucanerotemía que los españoles descubrieran lafuga de sus adversarios y quedesembarazados de los caimanes, selanzasen a la conquista del islote.

Afortunadamente, el paso se

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prolongaba a través del pantano y elbucanero, ya práctico en aquellas vastascharcas, no se equivocaba respecto a lasolidez del fondo.

Hundía continuamente la caña aderecha y a izquierda y andando conpaso firme, diciendo a sus compañeros:

—No os desviéis ni una línea;seguidme. Tenemos la muerte a un lado ya otro.

La marcha duró veinte minutos;luego el grupo llegó a un segundo islotemucho más pequeño que el primero ymás fangoso, que se hallaba cubierto denidos de caimanes.

En la orilla elevábanse minúsculosconos, de un pie de alto a lo sumo,

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compuestos de lodo y de ramas malentrelazadas que contenían capas dehuevos semejantes a los de ocas, peromás blancos, con el cascarón rugoso yen él multitud de jeroglíficos.

A pesar de su sabor a almizcle, losnegros los comen con satisfacción.

La yema es pequeñísima y casiincolora y la albúmina azulada; cocidos,se endurecen de tal modo, que hay quepartirlos con cuchillo.

Que estos huevos sean excelentes enrealidad, como afirman los negros, hayque ponerlo en tela de juicio; pero loshijos del África son muy distintos denosotros.

Un pedazo de trompa de elefante o

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una tortilla de lombrices de tierra o delangostas, es igual para ellos. En esto separecen a los chinos y a los malayos.

—¡Qué lástima no poseer elestómago de los negros! —exclamóMendoza—. Aquí hay elementos parahacer una tortilla gigantesca.

—No nos queda tiempo —respondióel bucanero—. Los españoles se handado cuenta de nuestra fuga, y apostaríaa que ahora marchan por el vado. Si losperros ya no ladran, es porque la luchacon los caimanes ha terminado, y esosseñores se ocupan de nosotros. Pronto,atravesaremos este islote y llegaremoscuanto antes a tierra firme.

—¿Sin tomar siquiera un momento

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de reposo? —preguntó Mendoza.—Ni un momento —contestó

Botafuego—. Nos jugamos la piel.—¡Ah! ¡Si el amigo Barrejo pudiera

prestarme algo de lo que le sobra depiernas!

—En estos instantes querría tenerlasmás largas —contestó el gascón.

—¡Oh, qué soberbio saltamontes!Y bromeando, aquellos hombres

valerosos reanudaron la carrera,pasando como flechas bajo lasinnumerables plantas que cubrían elsegundo islote.

Hermosos rododendros, de diez piesde altura, crecían por todas partes,mostrando sus gruesas ramas y los

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ramilletes de flores purpúreas,mezclados con soberbias y elegantespalmeras, de las que pendían racimos defrutas tan gruesas como manzanasverdes.

En menos de cinco minutos losfugitivos cruzaron el islote, y, con unverdadero grito de alegría, saludaron latierra firme que distaba solo quinientosmetros, coronada por espesa selvaformada por colosales plátanos.

—Allí está nuestra salvación —dijoBotafuego—. Aunque los españoles denla vuelta al pantano, no llegarán a lavilla de la marquesa de Montelimarantes que nosotros.

—¿Nos permitirá el fondo vadear

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esta última parte de la charca? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—Creo que sí —respondió elbucanero.

Examinó rápidamente la orilla,tanteando siempre la arena y se metióotra vez en el agua. La fortunaacompañaba a los fugitivos, porque elbravo bucanero había encontrado sindificultad otro paso más firme y seguroque el primero.

Los cuatro hombres con losarcabuces a la espalda, se dirigieronapresuradamente a tierra, en tanto que enlontananza se oían disparos incesantes.

Ya iban a tocar en tierra firme,cuando de pronto el bucanero se hundió

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hasta el pecho.—¡Alto! —gritó—. ¡Las arenas

movedizas!Aquel cazador intrépido que se

burlaba de la muerte y que se sentíacapaz de hacer cara él solo a unacincuentena de alabarderos, palidecióintensamente.

—¡Una cuerda!… ¡una cuerda!… —gritó tras breves instantes de angustiososilencio—. ¡Si no tenéis una cuerda,estoy perdido!…

—Siempre llevo una en el bolsillo—respondió Mendoza, sacando un caboembreado, del grueso del dedo meñique.

—No adelantéis un paso —dijoprecipitadamente el bucanero, al ver que

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el imprudente Mendoza iba a abandonarel vado.

—Arrojad la cuerda y sacadme deesta terrible ratonera.

El conde, que marchaba delante delgascón y del marinero, se lanzó con granhabilidad, sujetándola por uno de losextremos.

Botafuego hundíase lenta, perocontinuamente, en el fondo traidor; cogióla cuerda y se ató por debajo de losbrazos, diciendo:

—Sacadme de esta tumba y cuidadde no caer en ella. Debajo de vosotros ya vuestro alrededor está la muerte.

Los tres hombres, después decomprobar que el cabo era de una

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solidez a toda prueba, unieron susesfuerzos, cuidando bien de no perder elequilibrio, porque el paso no tenía másque medio metro de anchura a lo sumo.

Con ligeras sacudidas,perfectamente calculadas, arrancaron alprisionero de las arenas, que ya seabrían para tragárselo.

—No esperaba esto —dijoBotafuego—. ¿Se habrá acabado elpaso? Sería nuestra ruina.

—¿No continuará?—En seguida lo sabremos, señor

conde.En el acto recobró su sangre fría.

Cogió de nuevo la caña, que habíaquedado profundamente clavada en el

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légamo, y anduvo primero hacia laderecha y luego hacia la izquierda, congrandes precauciones.

Un grito de triunfo advirtió al condeque la buena vía había sido encontrada.

—¡Nos hemos salvado! —exclamóBotafuego.

El vado, en aquel punto, describíauna curva y se extendía luego hacia laorilla. El bucanero, después deasegurarse bien de la dirección, reanudóla marcha y llegó felizmente a tierrafirme, seguido de sus compañeros.

—¿Estamos seguros aquí? —preguntó Mendoza.

—Por ahora nada tenemos que temer—contestó Botafuego—. Únicamente los

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perros podrían ocasionarnos algunasmolestias; pero como no somos indios,debemos preocuparnos poco de ellos.

—Entonces dejadme estirar laspiernas —dijo el marinero—. No soy yajoven ni mucho menos.

—Y esperemos la comida —añadióel gascón—. No sé dónde habrán ido aparar las ardillas volantes. Seguramentese han perdido a través de misintestinos.

—Tenéis muy malas costumbres —observó el bucanero riendo—. Nopensáis más que en comer, cuando lamuerte nos amenaza.

—Este buen Barrejo siempre tienehambre.

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—Naturalmente… ¡Un gascón!—Puede permanecer en ayunas hasta

dos semanas —dijo el señor deVentimiglia, en tono de burla.

—Exacto, señor conde —replicógravemente el aventurero.

—En ese caso asistirá a nuestracomida sin probar bocado —dijoMendoza.

—¡Qué espíritus tan envidiables! —murmuró Botafuego—. Al lado de estagente es imposible envejecer.

Lanzó un profundo suspiro; luego,alzando la voz, añadió:

—Señor conde, podemos dar unpaseo por la selva. Exploraremos losalrededores y dispararemos algunos

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arcabuzazos.Después, volviéndose hacia el

gascón, que estaba saqueando losfrutales, y hacia Mendoza, que sedivertía observando a una pareja deroedores devorar ávidamente la cortezade un tronco, continuó:

—Vigilad atentamente, y si losespañoles se aproximan, avisadnos conun disparo.

—Nuestros arcabuces tronarán conmás estrépito que bombardas —contestóel gascón. El amigo Mendoza y yo nosbastamos para tener a raya a todas lascincuentenas de Santo Domingo.

Botafuego se encogió de hombrosante aquella balandronada y se internó

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en la espesura, acompañado del conde,temeroso de que alguna otra tropa deespañoles, rodeando sigilosamente laciénega, les hubiese cortado la retirada.

Árboles grandísimos crecían losunos junto a los otros, unidos porfestones de coreopodeas amarillas concáliz purpurino y de cobeas queformaban verdaderas guirnaldas deflores violáceas.

Infinidad de conejos, de pelo rojizoclaro y cola larga, especie intermediaentre los conejos y las liebres deEuropa, huían ante los exploradores,mientras en las ramas revoloteabanbellísimos francolines, con plumajepurpúreo, una lista blanca a los lados de

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la cabeza y pico agudo y duro como hojade acero, que emplean para defenderse,no solo de los perros, sino también delos hombres.

Botafuego describió en el bosque unarco de dos o tres kilómetros; luegopersuadido de que los enemigos nohabían llegado hasta allí, se decidió ahacer algunos disparos, derribandocuatro gallos de collar y una pareja degarzas, en tanto que el corsario, quehabía también cargado el arcabuz conmunición, mataba algunas perdicesamericanas, algo más pequeñas que laseuropeas y de una fecundidadprodigiosa, porque ponen hasta cuarentahuevos.

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Recogieron todos aquellos volátilesy volvieron al campamento improvisadopor Mendoza y por el terrible gascón.

Multitud de hongos, semejantes asombrillas, con reflejos argentinos,rodeaban los gruesos troncos de lasencinas.

No faltaban animales salvajes, sobretodo de pluma, pero el bucanero seguardaba bien de hacer fuego, hastaasegurarse de si había o no enemigosemboscados en los contornos.

—¿Y los españoles? —preguntó enseguida Botafuego.

—Creo que están cenandotranquilamente —contestó Barrejo, queen el acto se fijó en la abundante caza.

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—Lo que queréis dar a entender esque podemos imitarlos —dijo elbucanero, sonriendo.

—Cuando alguien duerme o come,tengo siempre la costumbre de hacer lomismo —repuso Barrejo.

—Los gascones son ingeniosos —dijo.

—¡Y cómo se jactan de ello! —repuso el aventurero.

—Dignaos preparar la cena.—En eso estoy pensando.—Y yo os ayudaré —añadió

Mendoza.Mientras los dos camaradas, que

parecían marchar perfectamente deacuerdo, aunque no escatimaban las

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puyas ni los alfilerazos, se ocupaban dela cena, el conde y Botafuegodirigiéronse a la orilla del pantano paraevitar una sorpresa.

Tanto uno como otro, juzgabanimposible que los españolespermanecieran inmóviles en la estrechapenínsula sin intentar la travesía delpantano.

Tal vez aguardaban a queanocheciera para ponerse en marcha ycaer sobre ellos.

Sin embargo, no era hombre elbucanero que se dejase coger con tanburda estratagema.

Habituado a las sorpresas y a la vidaen los bosques, conocía sobradamente a

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sus eternos enemigos con los cuales yamuchas veces había tenido queentendérselas.

—Nos queda tiempo para comer ypara descansar una hora —dijo al señorde Ventimiglia—. Será la última vez quepasemos por medio de estas lagunas ycon enemigos a retaguardia. Lamarquesa se encargará luego dehacernos llevar al cabo Tiburón.

Permanecieron un rato en acechojunto a la orilla de la charca, despuésregresaron paso a paso al campamento,atraídos por el exquisito perfume quellegaba hasta ellos.

Mendoza y el gascón habían hechoverdaderos milagros: gallos de collar,

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garzas y perdices asadosconcienzudamente, no aguardaban otracosa que buenas dentelladas.

—Señor conde —dijo Botafuego—,tenéis dos cocineros insuperables. Micriado, a pesar de toda su buenavoluntad, no vale lo que ellos.

—Si me fuera posible, os cederíauno —contestó el señor de Ventimiglia.

Un ¡hum! feroz fue la respuesta delos dos camaradas, que ya comprendíanque congeniaban completamente.

—Estos hombres no serán nuncabuenos aprendices de bucaneros —dijoel cazador moviendo la cabeza.

Comieron apresuradamente, porhaber oído en lontananza ladridos que

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podían anunciar la proximidad de losencarnizados enemigos.

—¡Bah! —exclamó Botafuego—.Descansaremos en la villa de lamarquesa. Este sitio no es a propósitopara cerrar los ojos. Ea, un esfuerzo,que espero sea el último.

—Esto no es vivir —dijo Mendoza.—Lo mismo pienso, compadre —

contestó el gascón.—Entonces quedaos aquí —

murmuró el bucanero—, y acabadvuestra digestión con un kilogramo o dosde plomo español.

—¡Oh, de ningún modo! —dijoMendoza—. Yo no abandonaré a miamo.

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—Ni yo —añadió el gascón—. Miespada es indispensable en estosmomentos al señor conde.

—En ese caso poneos en pie —dijoel bucanero—. Pensad en que nodormiremos hasta que lleguemos a lavilla, y si vuestro jefe no se queja,tampoco tenéis derecho vosotros aquejaros.

—Yo estoy dispuesto a recorrer, sies preciso, cien millas, sin tomaralimento ni lanzar un suspiro —afirmóBarrejo—. No soy un gascón de panmascado.

El bucanero permaneció algunosmomentos en acecho, moviendo lacabeza; luego, volviéndose hacia el

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conde, dijo:—Si no llegan los españoles, se

acercan los perros. Marchemos, sinhablar.

La noche caía. Aunque llevabancuarenta horas huyendo, pusiéronse otravez en camino a través de la obscuraselva, cruzando las anchas ciénegas, encuyas aguas fangosas se oían los vagidosde los caimanes.

En lontananza los perros seguíanladrando y aullando.

¿Guiaban a las cincuentenas por elvado o comenzaban a darles caza por sucuenta? Esto último era lo más probable,porque había que rechazar la idea deque los españoles se aventurasen entre

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las arenas movedizas, sobre todo denoche.

Botafuego, de vez en cuando, sedetenía para escuchar, enseguidareanudaba la marcha con más rapidez.Parecía muy intranquilo.

—¿Qué teméis? —preguntó derepente el conde, que iba a su lado.

—No lo sé —contestó evasivamenteel bucanero—. Solo os aconsejo quehagáis un esfuerzo supremo para ganarterreno.

—¿Estamos muy lejos aún?—Creo que no. Desconozco este

bosque, pero tengo por seguro que noshallamos en buen camino. Si supiesedónde se encuentran las cincuentenas, no

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me inquietaría mucho.—¡Bah! Ya sabremos defendernos…Internáronse nuevamente en

malísimos terrenos pantanosos,cubiertos de nenúfares rojos y decañaverales; la marcha no podía ser muyrápida, a pesar de la buena voluntad delos fugitivos.

Botafuego seguía mostrando señalesde inquietud, y el conde le oía algunavez murmurar.

A pesar de que los perroscontinuaban ladrando en lontananza,ningún peligro parecía amenazarles.

Cerca de una hora llevabancorriendo entre cañaverales, cuando depronto se detuvo el bucanero, diciendo

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rápidamente:—¡A tierra!…El conde, Barrejo y Mendoza, se

apresuraron a obedecer.—¿Qué sucede? —preguntó el señor

de Ventimiglia, después de algunosinstantes de espera.

—Permaneced aquí —contestóBotafuego—. Nos hallamos más cercade lo que creíamos de la villa de lamarquesa; sin embargo, no sé sipodremos llegar hasta ella fácilmente.Me pregunto si los españoles habránadivinado nuestras intenciones.

—¿Por qué decís eso, Botafuego?—Me explicaré cuando vuelva.—¿Os alejáis?

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—Es preciso, señor conde. Noobstante, mi ausencia no será larga.Quiero asegurarme completamente antesde caer en alguna emboscada.

Os recomiendo que no os mováis,suceda lo que suceda, y si os atacanresistid hasta mi regreso; de otro modo,no podríamos volvernos a encontrar enmedio de estas cañas y de estas plantasacuáticas. Y además, podríais caer en elpantano, que debe hallarse a vuestraderecha, y no volveríais a salir de esasarenas.

—¿Estamos pues seriamenteamenazados? —preguntó el señor deVentimiglia, algo preocupado por el malsesgo que tomaba el asunto.

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—No sé nada por ahora, señorconde. Adiós, y si no me deshacen elcráneo de un balazo, nos veremos muypronto.

Dicho esto, el bucanero deslizóseentre las cañas, sin hacer el más ligeroruido, y se alejó velozmente.

—¿No acabará nunca estapersecución? —preguntó Barrejo—.Señor conde, hicisteis muy mal en dejara Santo Domingo.

—Pero si querían atraparnos —dijoMendoza.

—Porque os tomaron por dosladrones —repuso el gascón—. Sihubiesen sabido de qué clase depersonas se trataba, no habría tenido yo

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que desenvainar el acero. Confiemos enque todo acabará bien. No es la piel loque me desagradaría perder, sino misdoblones.

—¿Tantos tenéis?—Un gascón siempre dispone de

doblones —respondió el aventurero congravedad.

—Pues yo estimo en más la piel —contestó Mendoza.

—Silencio —ordenó el señor deVentimiglia—. No son estos momentosde discutir con la lengua, sino con elarcabuz.

Apartó con precaución un grupo decañas que les servía de escondrijo yobservó atentamente.

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—¿Vienen? —preguntó Mendoza.—No veo nada; sin embargo, si me

hallase a bordo de mi fragata, estaríamás a gusto que aquí, aunque tuviese apopa dos galeones.

En aquel momento dejóse oír unligero crujido; luego apareció elbucanero.

—Partamos en seguida —dijo, o nollegaremos nunca a la finca de lamarquesa. Estamos a punto de sersitiados.

—¡Cómo! —exclamó el conde—.¿Han llegado ya?… Sin embargo, losperros continúan ladrando junto a laciénaga.

—Yo no sé cuántas cincuentenas se

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habrán puesto en movimiento paracapturarnos. Por lo visto los españolesestán resueltos a prendernos. Despuésde todo, tienen razón. Los tres corsarioshan dejado muchos recuerdos en elGolfo de México. Vamos. Cadamomento perdido supone un peligro máspara todos.

—¿Lograremos pasar inadvertidos?—Sí, a través del pantano —

respondió Botafuego.Guiados por el bucanero, reanudaron

la marcha, ocultándose entre las cañas.No se oía rumor alguno. Hasta los

batracios y los caimanes permanecíanmudos, como asustados por la presenciade tantas personas.

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De vez en cuando deteníaseBotafuego y aplicaba el oído al suelo;luego levantábase y echaba a correr connuevos bríos.

Después de andar quinientos oseiscientos metros, los fugitivos llegarona la orilla de otro pantano.

—Este es el momento terrible —dijoBotafuego—. Las cincuentenas se hallana nuestra izquierda. Os concedo cincominutos de reposo, porque,probablemente tendréis que sometervuestras piernas a dura prueba.

—Acabaremos por convertirnos enpodencos —observó Mendoza,moviendo la cabeza.

El bucanero dejó transcurrir los

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cinco minutos; luego se levantó,diciendo:

—¡Preparad los arcabuces! ¡Quevienen!…

—¡Ah! ¡Pobres doblones míos! —murmuró Barrejo.

Botafuego echó a correrdesesperadamente. Parecía que un terrorrepentino se había apoderado de aquelhombre que revelaba poseer un corazónde bronce.

Al cabo de un rato oyéronse algunosdisparos, acompañados de agudos gritosy de furiosos ladridos.

Las cincuentenas, descubierta lapista de los fugitivos, habían roto elfuego.

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—¡Mil truenos!… ¡Llueve plomo!…—exclamó el gascón, que abría cuantoera posible sus largas y flaquísimaspiernas.

Los españoles, precedidos poralgunos perros, salieron de loscañaverales, gritando con toda la fuerzade sus pulmones.

—¡Alto!… ¡Alto!…—¡Disparad primero sobre los

perros! —gritó Botafuego—. ¡Esnecesario!…

Apoyóse en el tronco de una palmeray se echó a la cara el arcabuz. Sietedogos llegaban, uno tras otro, con laboca abierta y aullando como lobosfamélicos.

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Botafuego disparó sobre el primero,el más grande, y probablemente el másferoz y peligroso.

El animal, huelga decirlo, cayócomo herido por el rayo.

El conde y sus compañeros hicierona su vez fuego, derribando a otros;luego, apoyados en el tronco de lapalmera, desenvainaron las espadas.

No eran indios, y por eso no huíanante aquellos feroces animales, queinfundían terror y pánico a los sencilloshijos de la América Central, pocoacostumbrados a verse atacados porbestias tan grandes.

Siete u ocho tajos asestados confuerza espantosa, y los animales

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quedaron en tierra abierto el vientre odecapitados.

Los españoles, que habían contadocon el asalto de los alanos, al verloscaer uno tras otro, comenzaron de nuevoa disparar. Pero obligados a hacer fuegocorriendo, sus balas no daban en elblanco, a causa también de loscañaverales, tras los cuales serefugiaban los sitiados.

El bucanero y sus camaradasescaparon velozmente, porque no sentíanel menor deseo de empeñar una batallaque no les ofrecía probabilidadesalgunas de éxito favorable, dado elnúmero de los adversarios.

Desembarazados de los perros, que

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eran los únicos enemigos, que podíandarles que hacer, confiáronse en laspropias piernas, porque en su resistenciaestaba la salvación.

Botafuego, acostumbrado ya a lasfugas precipitadas, corría con unarapidez envidiable. Aquel hombre,aunque de edad madura, volaba como ungamo perseguido por una furiosa jauría.

El que no se encontraba muy a gustoera Mendoza, que no dejaba demurmurar, asegurando que después detantas carreras estaba reventado.

En cambio el gascón abría cada vezmás sus desmesuradas piernas y parecíareírse de aquella carrera endiablada.

Botafuego, de tarde en tarde,

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deteníase breves momentos a dispararun arcabuzazo, más para conceder a suscompañeros medio minuto de reposo,que con la esperanza de derribar a unenemigo.

Aquella carrera furiosa duraba yacerca de media hora, y los españoleshabían quedado tan atrás, que no se lesveía, cuando Botafuego tropezó con unaempalizada.

—¡Nos hemos salvado! —gritó—.¡He aquí la finca de la marquesa!…

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A

CAPÍTULO IX

LA VILLA DE LAMARQUESA DEMONTELIMAR

unque agotados por tanlarga carrera, los cuatrohombres, con un supremoesfuerzo, saltaron la cerca

y cayeron en medio de un soberbioplantío de bananos, los cuales, con sus

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inmensas hojas, podían ocultarlos a lasmiradas de los perseguidores.

Botafuego, después de dirigir unamirada rápida a su alrededor y de tomaraliento, hizo señas a sus compañerospara que les siguiesen sin tardanza.

Ocultándose entre los árboles,recorrió cuatrocientos o quinientosmetros y se detuvo ante un pabellónconstruido todo de piedra y coronadopor vasta terraza.

—Ocultémonos aquí por el momento—dijo—. Los españoles, no seatreverán, al menos por esta noche aimportunar a los criados de la marquesa.

—¿Y cómo nos recibirá eladministrador de la señora? —preguntó

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el conde.—Ya me conoce —respondió el

bucanero—. Muchas veces he venidoaquí a proveerme de pólvora y de balasdespués del servicio prestado a lamarquesa. Me recibirá como a un amigo.

—Eso es una fortuna —dijoMendoza—. Si no fuese así, podríatomarnos por filibusteros y obsequiarnoscon una buena granizada de plomo envez de la comida que esperamos.

—Probablemente la marquesa habráenviado ya algún correo para avisar aladministrador de nuestra llegada —contestó el conde.

—O habrá venido en persona —añadió Botafuego—. No me extrañaría.

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Entremos y yo haré llamar aladministrador, si todavía no se haacostado. Por ahora nada tenemos quetemer.

Con un poderoso empujón, elbucanero derribó la puerta e introdujoluego a sus compañeros en unaanchurosa estancia llena de enormesvasos que contenían plantas raras.

—Esperadme aquí —dijo—. Acasoencontraréis fruta que podrá serviros decena. Siento el perfume de bananas.

—Excelentes, después de un buenasado —observó Mendoza.

—Contentaos ahora con la fruta —respondió el bucanero riendo—. Osservirá de aperitivo.

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Cogió el arcabuz, saludó al conde ysalió cautelosamente desapareciendoentre las tinieblas.

—¡Qué diablo de hombre! —murmuró Mendoza.

—Si hubiese en Santo Domingo cienbucaneros como él, no sé cómoacabarían las cincuentenas —dijo elgascón—. No querría encontrarme en elpellejo de los españoles.

—Y sin embargo, sois medioespañol.

—Tengo solamente la corazaespañola, amigo Mendoza —contestóBarrejo—, y cuando me halle a bordo dela fragata del señor conde, medesembarazaré también de ella.

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—¿Pero llegará ese momento?—¿Lo dudas, Mendoza? —preguntó

el señor de Ventimiglia un tantosorprendido por el pesimismo delmarinero.

—¡Qué queréis! No veo el fin deesta aventura.

—De esto se encargará la marquesade Montelimar.

—No digo que no sea una damaprodigiosa. Lo mismo que nos hasalvado una vez, podría hacerlo otra.

—Silencio, señor conde —dijo enaquel momento el gascón—. Me pareceque hablan afuera.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó Mendoza, poniéndose en pie de

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un brinco—. ¿Estarán ya aquí losespañoles?

El conde se dirigió a la puertadesquiciada, arcabuz en mano.

Oíase el crujido de los guijarros enla calle que conducía al pabellón.

—¿Quién vive? —gritó el conde conacento amenazador.

—Bajad el arcabuz, señor conde —respondió Botafuego—. No asustéis a lamarquesa.

—¡La marquesa!—Sí, yo soy, señor de Ventimiglia

—contestó una voz bien timbrada.La marquesa de Montelimar,

provista de una antorcha, apareció en elumbral, siempre alegre y siempre

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sonriente, con la cabeza envuelta en unriquísimo chal de seda blanca, que hacíaresaltar más vivamente su tez morena.

—¡Vos, marquesa! —exclamó elconde.

—No creíais encontrarme aquí,¿verdad, señor de Ventimiglia?

—No, marquesa.—Tenía que salvaros otra vez y por

esto he abandonado a Santo Domingo.Mis huéspedes aunque se trate deenemigos de mi patria a la que adorocon entusiasmo, son sagrados.

—¿Habéis sabido, pues, que nosperseguían?

—Os diré también que han puesto enmovimiento a todas las cincuentenas

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disponibles para capturaros, antes deque podáis dejar la isla, porque ya todosestán enterados de que sois hijo delcorsario Rojo y sobrino de aquellos dosformidables corsarios que se llamaronel Negro y el Verde.

—¿Cómo han podido adivinarlo? —preguntó el conde, que parecíapreocupado.

—No lo sé —respondió la marquesa—. Lo mismo que os salvé en SantoDomingo, os salvaré aquí. Además, estacacería humana me divierte, y yaveremos quién revela más astucia, si elgobernador de Santo Domingo, o lamarquesa de Montelimar.

—Corréis, sin embargo, el peligro

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de comprometeros.La bella andaluza se encogió de

hombros; luego, mostrando sus lindosdientes, que brillaban como perlas, dijocon encantadora sonrisa:

—Una Montelimar será siempre unaMontelimar, en cualquier lugar donde seencuentre. Así pues, me admirarán más ymás cuando sepan que he favorecidovuestra fuga. Ya conocéis cuáncaballerosos son los españoles.

—Es cierto —dijo el conde—. Hay,no obstante, una cosa que me preocupamucho.

—¿Cuál? Hablad, conde.—¿Estará libre el camino que

conduce al cabo Tiburón? Mi fragata me

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espera allí.—Traigo conmigo hombres adictos y

los enviaré para que exploren el terreno.Aparte de esto, ya encontraré algúnmedio para que atraveséistranquilamente por medio de lascincuentenas. Señor conde, la cena debede estar preparada; sé por este bravobucanero que no habéis tomado alimentodesde esta mañana. Como habéisaceptado una comida, aceptad tambiénesta.

—Botafuego es un hombreverdaderamente maravilloso —murmuróMendoza—. Está en todo.

La dama salió acompañada delconde y de los otros dos hombres.

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El bucanero permanecía de guardiaen la puerta.

—¿Ocurre algo? —le preguntó lamarquesa.

—Nada, señora —contestóBotafuego—. Los españoles no hanllegado aún. Tal vez esperan a queamanezca para hacernos una visita.

—Que vengan cuando gusten; tengobien provista la bodega y daré de bebera todos los soldados. Señor conde,seguidme.

El conde de Ventimiglia ofreció elbrazo a la marquesa y atravesaron elplantío de bananos, pasando luego a unbellísimo jardín.

En medio se elevaba un palacete de

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estilo morisco, con amplias galerías yminaretes y un vasto patio interior,donde murmuraban dos surtidores deagua que mantenían una frescuradeliciosa durante las abrasadoras tardesestivales.

Bajo una galería cubierta brillabanluces colocadas en candeleros de plata eiluminaban una mesa ricamente provista.

—Sois un hada, marquesa —dijo elconde.

—Sí, un hada del bosque —respondió la bella viuda, riendo— omejor, de los plátanos, porque aquí nose cultiva más que esta fruta deliciosa.Botafuego, ¿queréis dispensarnos elhonor de cenar con nosotros? He

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dispuesto que sirvan la mesa a vuestroscompañeros en la terraza de poniente;desde allí podrán vigilar mejor losmovimientos de las cincuentenas yanimar, con su presencia, a mi gente.

El gascón saludó con una profunda ycorrecta inclinación, en tanto queMendoza se retorcía cómicamente nosabiendo hacerlo mejor.

Ni era un hidalgüelo de la Gascuña,ni en su vida había puesto los pies en lossalones de un castillo.

A una señal de la marquesaaparecieron dos esclavos africanos paraguiar al aventurero y al viejo lobo demar al sitio indicado.

—Cenemos, conde —dijo la

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marquesa, que parecía de excelentehumor a pesar de la proximidad de lascircunstancias—. Ya es tarde.

El hijo del Corsario Rojo yBotafuego no se hicieron repetir lainvitación y atacaron vigorosamente lasdiversas viandas, fiambrescondimentados con mucha pimienta ymuy sabrosos.

La marquesa contentóse con clavarsus menudos dientes en pastitas de maíz,cubiertas con espesa capa de azúcar.

—Pensaréis que somos indiscretosseñora —dijo Botafuego—, perodurante estos dos días de persecuciónobstinada no hemos tenido tiempo dehacer una comida regular.

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—Dos días, barón de…—¡Barón! —exclamó el señor de

Ventimiglia, poniéndose en pie, en tantoque el bucanero hacía un gesto rápido ala marquesa.

—Perdonad, Botafuego —dijo labella andaluza—. Os confundí en unmomento de distracción con el barón delPuerto.

El conde contempló atentamente albucanero, que aparecía palidísimo.

—¿Quién sois, pues? —le preguntó.—Botafuego —respondió el

aventurero, con amargura tan profunda,que no pasó inadvertida para elcorsario.

—Me ocultáis vuestro verdadero

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nombre.—Lo sepulté en el Océano, bajo la

línea ecuatorial —dijo el bucanero convoz sorda, pasándose varias veces lamano por la frente, como para limpiarsegotas de sudor frío—. ¿Decíase, señoramarquesa?…

—No recuerdo… ¡ah… sí!… mecontabais que durante dos días lascincuentenas os han dado caza.

—Y con muchos perros además.—¿Lograsteis burlar siempre sus

asechanzas?—Ya desesperábamos de poder

llegar a vuestra villa, marquesa —dijoel corsario—, por culpa de lascincuentenas.

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La hermosa viuda permanecióalgunos instantes sumergida enprofundos pensamientos; luego, mirandoal conde, le preguntó:

—No sé cuánto daría por conocer elimperioso motivo que ha traído hastaaquí, después de tantos años, al hijo ysobrino de los tres formidablescorsarios. ¿Un capricho, o algunavenganza? No se hace un viaje desdeEuropa, no se juega audazmente la vida,como os la jugáis vos, conde, sin unmotivo muy grave. Creo haberos dadoya bastante pruebas de amistad para queno me consideréis mujer capaz detraicionar uno de vuestros secretos y deperderos.

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—¡Oh… marquesa!… —exclamó entono de protesta el señor de Ventimiglia.

—Acaso dentro de cuatro horasvolveréis a embarcar en vuestra fragata—prosiguió la hermosa andaluza,lanzando un suspiro—. Probablementeno tornaremos a encontrarnos y el dulcesueño… se desvanecerá. Hablad; oshalláis en presencia de una dama noble yde un caballero no menos noble.

—¿Botafuego?—Yo sé quién es —dijo la

marquesa.—¿Deseáis conocer las razones que

he tenido para dejar a Europa y recorrerAmérica? No por sed de aventuras; nopor sed de riquezas, que desprecio

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profundamente; he dejado allá en lasplayas ligures tierras y castillos… sinopor pedir cuentas a vuestro cuñado, elexgobernador de Maracaibo, de lo queha hecho de mi hermana, la sobrina delgran cacique de Darién.

—¡De Darién! —exclamaron almismo tiempo la marquesa y elbucanero.

—Mi padre, antes de embarcar conrumbo a América en unión de sushermanos el Corsario Negro y el Verde,para tomar venganza, casó con unaduquesa del Brabante, que murió muyjoven, después de haberme dado a luz;yo no llegué a conocerla —dijo el condede Ventimiglia, con triste acento—. En

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una de sus correrías a través del golfomexicano, mi padre naufragó y encontróseguro asilo cerca del gran cacique deDarién, enemigo encarnizado devuestros compatriotas, señora marquesa.Recibió auxilios, honores y le fueofrecida por esposa una princesa delpaís, de la cual tuvo una hija. Cuando mipadre se vio sorprendido en losarrecifes de Maracaibo, cuando loprendieron y lo ahorcaron, no como a unvaleroso marino que luchaba por unacausa santa, sino como a un malhechorvulgar llevaba consigo a la niña. ¿Quéhizo de ella vuestro cuñado, el marquésde Montelimar, exgobernador deMaracaibo? Lo ignoro. He venido aquí

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para pedirle estrecha cuenta de mihermana, y si le ha dado muerte, os juro,señora, que el acero de los Ventimiglia,no perdonará a nadie. Educado en lacorte de los duques de Saboya ignorésiempre que mi padre hubiese dejadouna hija. Informado hace un año porMorgan, el famoso conquistador dePanamá, y ahora gobernador de Jamaica,de este hecho, que él conocíaprobablemente por su esposa Yolanda,la hija del Corsario Negro, he venido abuscar a mi hermana. Corre por susvenas sangre india, pero es hermana míay la encontraré o ¡vive Dios! renovarélas hazañas de los tres corsarios y novolveré a Europa sin haber realizado

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terribles venganzas.—Entonces, ¿queréis también vengar

la muerte de vuestro padre? —preguntóla marquesa, que le escuchaba convivísimo interés.

—Acerca de esto, marquesa, nopuedo hablar por el momento —contestóel conde, casi con ira.

—Lo leo en vuestros ojos.—Es posible.—¿Y dónde vais a buscar a vuestra

hermana? —preguntó Botafuego, quehasta entonces había permanecidosilencioso.

—El marqués de Montelimar me lodirá —respondió el conde—. Ahora séya dónde se encuentra él; además, confío

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en que dentro de algunos días tendréentre mis manos a su secretario. Si nofuese por esto, no me aguardaría mifragata en el cabo Tiburón, expuesta aser capturada por las carabelas o por losgaleones españoles. ¿Qué opináis,Botafuego?

El bucanero aprobó con unmovimiento de cabeza.

—¿Estáis satisfecha, marquesa? —preguntó el conde.

—En parte nada más —repuso labella viuda—. No creo que solo porbuscar a vuestra hermana hayáis dejadola Italia para venir a estos mareslejanos.

—Mi padre y sus hermanos

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convirtiéronse en corsarios para realizaruna venganza —dijo el conde con vozronca—. Es probable que también yotenga que ejecutar otra; pero esto,señora, debe quedar entre Dios y yo…

El bucanero llenó la copa del conde,diciendo:

—Bebed, señor; el aguardienteadormece o ahoga, en mí, más de lo quepodáis suponer, los recuerdos terribles;este delicioso vino de España calmarálos vuestros…

En el momento mismo en que elconde, convencido acaso por las razonesdel misterioso aventurero, iba a vaciarel vaso, un negro entróprecipitadamente, desencajado el rostro,

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la piel amarillenta, los ojos deporcelana muy dilatados, diciendo:

—Aquí está, señora…—¿Quién? —preguntó la marquesa,

frunciendo el entrecejo.—Una cincuentena entera.—¿Con qué derecho?—Orden del gobernador de Santo

Domingo.—Ese caballero empieza a

resultarme un poco enojoso… —dijo lamarquesa, levantándose—. Amigos míosno me parece prudente que permanezcáisaquí. Nos han interrumpido una cenadeliciosa, pero yo no tengo la culpa.Marto, avisa en seguida a los doshombres que comen en la terraza.

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—¿Qué intentáis hacer, marquesa?—preguntó el bucanero.

—Ocultaros.—¿En esta casa? Con una orden del

gobernador la registrarán, desde lacueva hasta los desvanes.

La señora de Montelimar sonrió.—Dejadme hacer —dijo.—¿Tenéis aquí también algún

escondrijo secreto?—Os ocultaré en la bodega.—Magnífico lugar —dijo Mendoza,

que entraba en aquel momento, seguidodel gascón.

—Marto, acompaña a estos señoresa la última bodega, a la que está llena detoneles. Los españoles no llegarán hasta

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allí, yo respondo de ello, conde.Los cuatro hombres siguieron al

esclavo negro, que llevaba variasantorchas y un cesto donde habíaguardado los restos de la cena.

Al llegar al extremo del anchurosopatio. Marto abrió una puertecilla ydescendió por una escalera estrecha yhúmeda; luego atravesó una espaciosacueva llena de toneles grandísimos.

—Compadre —dijo el gascón,dando a Mendoza algunos golpes en laespalda—, aquí tenemos para beberhasta reventar.

—Y beberemos —respondió elfilibustero—. Cataremos de todos estosbarriles. La marquesa no probará más

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que vino de Málaga o de Alicante…Atravesaron varias cuevas y

llegaron al fin a la última, que era muylarga y estrecha y se hallaba tambiénllena de barriles y de botas.

—Esto es un paraíso algo obscuro;pero, con todo, un paraíso —dijoMendoza relamiéndose.

—Pasad, señores —exclamó elnegro—. Tengo que obstruir la entradacon toneles.

—Espero que no nos sepultarásvivos —dijo el gascón.

—No tengáis ese temor —contestóel africano, sonriendo.

El conde, Botafuego y los dosaventureros se apresuraron a refugiarse

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en la cueva, llevando las antorchas, losarcabuces y el cesto con las provisiones,en tanto que Marto arrastraba hasta lapuerta, baja y estrecha, un gran tonel,obstruyendo y ocultando el pasocompletamente.

—Confiemos en que esta sea laúltima aventura —murmuró el conde,clavando en tierra una antorcha—. ¿Quédecís, Botafuego?

—¡Hum! —exclamó el bucanero,que no parecía muy tranquilo—. No sési la marquesa se atreverá adesobedecer una orden escrita delgobernador de Santo Domingo.

—¿Llegarán hasta aquí?—No sé tampoco qué contestar a

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vuestra pregunta, señor conde.—Si vienen, nos defenderemos —

afirmó Mendoza—. En este lugar noshallamos lo mismo que en una trinchera.

—Pero sin salida —añadió elgascón—. Estamos como lobosencerrados en la madriguera, con loscazadores alrededor.

—En tanto que los cazadores sepresentan o se retiran me pareceoportuna una cosa.

—¿Cuál?—Terminar la cena, ya que ese negro

previsor ha tenido la buena idea dellenar este cesto; luego sangraremos untonel. Siento curiosidad grandísima porsaber qué vinos agradan a la marquesa y

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cuáles ofrece a sus huéspedes. ¿Qué osparece, amigo Barrejo?

—Un gascón no rehúsa nunca batirseni beber —respondió el aventurerotranquilamente.

—Señor conde —preguntóBotafuego, sin poder sofocar unacarcajada—. ¿Dónde habéis encontradoa estos dos diablos?

—A uno lo he pescado en el mar deVizcaya —contestó el señor deVentimiglia.

—Y a mí bajo los bosques de SantoDomingo, junto a la «Puerta del Sol» —añadió el gascón—. Pero también yo herespirado el aire salubre del mar deVizcaya. Compadre, acabemos la cena,

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si el señor conde nos lo permite. Yo nohe tenido tiempo más que para probaruna chuleta de jabalí, dura como lacarne de un mulo centenario.

—Que aproveche —dijo el señor deVentimiglia—. Yo prefiero, mientras losespañoles nos dejan un momento detranquilidad, cerrar los ojos.

—Y yo lo mismo —observó elbucanero—. Si hay que reanudar lalucha, nos cogerá descansados. Osconfiamos la guardia.

—Un gascón no se duerme jamás enpresencia del enemigo —aseguróBarrejo.

—Tampoco un vizcaíno —añadióMendoza.

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—Hacen buena pareja —murmuró elbucanero.

El conde se tumbó entre dos tonelesy cerró los ojos. Botafuego no tardó enimitarle, en tanto que el filibustero y sudigno camarada acomodándose junto alcesto engullían el contenido sinpreocuparse del inminente peligro queles amenazaba.

—Amigo Barrejo, resistísmaravillosamente al sueño —insinuóMendoza, cuando ya no quedó nada queponer entre los dientes.

—¡Bah!… ¡Un gascón!…—Entonces, ¿son máquinas los

gascones?—Casi, casi.

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—¿Y si probásemos nuestraresistencia al vino?

—He aquí lo que quería proponeros.Ese negro feísimo se ha olvidado deponer botellas en el cesto. Pero no valíala pena de que se incomodase; ¿acaso nonos hallamos en una bodega bienprovista? En ocasiones soy un estúpido,compadre —dijo el aventurero—. ¡Apesar de haber nacido en Gascuña!

—¡Oh, algunas veces discurrimoscomo acémilas!… pero lo remediaré seseguida.

—Mirad qué panza tan hermosa lade ese tonel… Apostaría que contieneJerez.

—No, Alicante.

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—Yo entiendo de vinos de España.—¿Sin catarlos?… ¡Compadre!…

Sois un hombre maravilloso. ¿Apostáisuno de vuestros doblones?

—Vaya el doblón —repuso Barrejo—. Mejor estará en vuestro bolsillo queen el de los españoles. Escanciad,compadre. Veremos quién tiene razón.

Mendoza, que ya se había provistode un jarro de ancha boca oculto bajouna viga, y que servía probablemente alos criados para beber el vino de lamarquesa sin conocimiento delmayordomo, abrió la espita del panzudorecipiente, haciendo salir un hermosochorro de color de ámbar.

—¡Diantre! —exclamó el marinero

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—. Tenéis una suerte endiablada, amigoBarrejo. ¡Esto es Jerez legítimo!¿También los gascones poseen un olfatoextraordinario?

—No nos falta nada, queridocompadre. Habéis perdido el doblón.

—Ya os pagaré cuando estemos abordo de la fragata, si es quelogramos…

El gascón hizo una mueca; luego seencogió de hombros.

—¡Bah! —exclamó—. Me consolarécon este delicioso Jerez. ¿No notáis quéperfume, compadre? La señoramarquesa de Montelimar sabe hacerprovisiones. Vaya, bebed y dadme eljarro. ¿Queréis matarme de sed?

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—No, primero el vencedor —replicó muy serio Mendoza, alargándoleel jarro.

El gascón lo cogió, abrió bien laspiernas y empezó a beber a chorro sintomar aliento.

—¡Caracoles! —exclamó elfilibustero, haciendo un gesto de espanto—. ¿Queréis emborracharos, Barrejo?

—¡Bah!… ¡Un gascón!… —respondió el soldado, cerrando unmomento los labios.

—¡Al diablo todos los gascones! Meagarraré a una bota y ya veremos quiénbebe más.

El digno lobo de mar abrazóse a labota, y durante algunos minutos, no se

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oyó en la cueva otro rumor que el delvino al atravesar la garganta de los dosformidables bebedores.

Seguramente aquel ligero ruidohabría continuado, si un repentinomurmullo de voces no lo hubieseinterrumpido.

El gascón dejó caer el jarro, sinverle el fondo, en tanto que Mendozacerraba precipitadamente la bota,diciendo a su compañero:

—¡Apagad la antorcha!…El gascón, huelga decirlo, se

apresuró a obedecer.—¿Nos descubrirán? —preguntó el

viejo lobo de mar.—Gente se acerca —respondió

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Barrejo, acercándose a los toneles queobstruían la entrada—. Veo brillar luces.

—¡Nos aguaron la fiesta!… ¿Nostraerá la desgracia este vino de Jerez?Era Jerez auténtico, ¿verdad, camarada?

—¡Diantre!… Y del más exquisito—contestó el aventurero—. ¡Lástimaque nos hayan interrumpido!… Yapodían haber esperado un poco.¿Despertamos al conde?

—No creo que por el momento seanecesario —replicó Mendoza—.Aguardemos a ver lo que sucede. Acasotengamos aún ocasión de reanudarnuestras libaciones sin testigosmolestos. ¡Mil truenos!… Son losespañoles. Mirad, compadre.

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Acercáronse ambos a la entrada yobservaron a través de los espacios quedejaban los grandes toneles arrastradospor Marto hasta allí.

Cuatro criados de la marquesa,esclavos negros todos, conducidos porMarto en persona, habían entrado en labodega, seguidos por una docena dearcabuceros españoles que llevabanantorchas.

—Compadre —dijo Barrejo—, seme figura que el asunto comienza aponerse feo.

—Tal vez menos de lo que imagináis—contestó Mendoza—. ¿No veis que enlugar de reconocer la bodega, se ocupande los toneles? Apostaría medio doblón

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contra ciento a que esos valientessoldados tienen más sed que nosotros.

—Entonces les imitaremos.—Poco a poco, señor gascón. No

hay que gastar bromas con este deliciosoJerez, sobre todo ahora. Podrían turbarnuestras libaciones y no sé lo que nossucedería con demasiado vino en elcuerpo.

—Admiro vuestra prudencia.—Callemos y veamos lo que sucede.Los arcabuceros del gobernador de

Santo Domingo parecía que, en efecto,se habían olvidado del objeto principalde su excursión a la bodega de lamarquesa.

Los esclavos, guiados siempre por

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Marto, buscaron bajo las vigas quesostenían las botas monumentales,grandes jarros, y se apresuraron allenarlos; los soldados, que acaso en suvida se habían encontrado en medio detanta abundancia, bebieron furiosamenteOporto, Alicante, Jerez y Madera.

Hasta el sargento que los mandabacogió un cántaro y comenzó a trasegar agrandes tragos el contenido.

—Compadre —dijo el gascón, quellevaba algunos instantes revolviéndosecomo si tuviera el diablo en el cuerpo—, ¿y asistiremos como dos estatuas asemejante fiesta?

—Tenéis razón —contestó Mendoza—. Esa gente no se ocupa más que de

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los toneles, y como nosotros no somosbarricas que saquear, seguramente novendrán a importunarnos.

—Seguid vos con el Jerez; yo daréun asalto a cualquier otro recipiente.Veremos quién es más afortunado.

—Yo, seguramente.—Un doblón a que no.—Apostado —dijo Mendoza—. No

pagaré…Los dos camaradas, ligados ya por

profunda amistad, iban a continuar suslibaciones, cuando les detuvo el eco desordos juramentos.

Botafuego, que poseía un oídofinísimo y que estaba acostumbrado adormir con un solo ojo, incorporóse,

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preguntando en voz baja:—¿Qué sucede? ¿Por qué habéis

apagado la antorcha?—Los españoles se acercan —

contestó Mendoza.—¿Han bajado ya?—Sí, pero según parece se ocupan

más de los toneles que de nosotros —observó el gascón—. Podéis continuarvuestro sueño. Además, ¿no velamosnosotros?

—Hablabais de dar tambiénvosotros un asalto al buen vino.

—Para matar el aburrimiento y lahumedad —contestó Mendoza.

—Pues por el momento dejad en paza los toneles —ordenó el bucanero—.

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En ciertas ocasiones son demasiadopeligrosos. Ya os desquitaréis mástarde.

—Eso es hablar sabiamente, capitán—dijo el astuto gascón.

Botafuego acercóse a la puertecita yobservó atentamente:

—La marquesa sabe bien lo quehace —dijo al fin—. Podemos aguardartranquilamente a que los soldadosempinen el codo. La bebida de losarcabuceros del gobernador de SantoDomingo durará media hora larga; luegose marcharán todos con las piernas máso menos seguras y la bodega volverá aquedar en el silencio y en la obscuridad.

—Entonces, ¿podemos atacar? —

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preguntó Mendoza.—¿A quién? —interrogó Botafuego.—A los toneles.—¡Idos al diablo!… Yo reanudo mi

sueño.—Y nosotros la guardia —dijo el

gascón.—Pero cuidad de no dormiros frente

al enemigo.—¡Oh!… ¡nunca!…Y en tanto que el bucanero,

completamente seguro de que losespañoles se alejarían, continuaba suinterrumpido sueño, los dos camaradas,no menos tranquilos de no correr peligroalguno, reemprendían el ataque a losvinos de la marquesa de Montelimar.

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D

CAPÍTULO X

EL CABO TIBURÓN

os horas después, Marto,acompañado de dosvigorosos negros, quitabalos toneles que obstruían

la entrada y aparecía ante losfilibusteros, diciendo:

—Señores, mi ama os aguarda; soislibres…

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El conde, que ya se había despertadoy que estaba discutiendo con Botafuegosentado junto a la antorcha encendida denuevo por Mendoza, alzóse prontamente,preguntando con alegría:

—¿De modo que se han ido losespañoles?

—Sí, señor conde.—¿Cómo se las ha arreglado tu

señora para desembarazarse de ellos?—Ella misma os lo dirá. Os espera

para tomar el café.—Vamos, Botafuego. Hoy por la

tarde quiero hallarme a bordo de lafragata. Mi ausencia ha sido demasiadolarga.

—En el caso de que las cincuentenas

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nos dejen pasar… —contestó elbucanero, que aparecía siemprepesimista.

—Acabaremos con todas —afirmóel gascón con gesto trágico.

Atravesaron la bodega precedidosde los negros y subieron al patio en elmomento en que el cielo se teñía con losprimeros reflejos de la aurora.

La marquesa, sentada plácidamenteante la mesa colocada en la ampliagalería cubierta, llenaba algunas tazasde café, en tanto que una negra conducíabandejas de plata con pastas ybizcochos.

—Buenos días, conde… Buenosdías, Botafuego —exclamó alegremente

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—. ¿Cómo habéis pasado la noche?—Durmiendo, marquesa —contestó

el señor de Ventimiglia.—Y yo bebiendo —murmuró

Mendoza.—¿Dónde?—Entre toneles —contestó

Botafuego.—¡Qué hombres!—¡Oh, marquesa! Tenemos

adquirido el hábito de descansar dondepodemos —dijo el conde—. ¡Cuántasnoches he dormido en la toldilla de mifragata, envuelto en una manta!

—¡Y cuántas noches he pasado enmedio de las selvas, expuestos a laslluvias torrenciales y a los vientos

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desencadenados! —añadió Botafuego.—Así es la vida de los aventureros,

señora. ¿Estarán convencidos ya losespañoles de que no nos hemosrefugiado en vuestra villa?

—Poco a poco, Botafuego —contestó la bella andaluza—. Se han ido,pero dudo mucho que hayan abandonadolos alrededores.

—¿Nos impedirán partir? —preguntó el conde—. La fragata meespera en el cabo Tiburón, ypermaneciendo anclada allí muchotiempo, podría verse en grave aprieto.

—¿Sentís prisa por abandonarme?—preguntó la marquesa con voz triste.

—Querría permanecer aquí semanas

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y aún meses —contestó el condevivamente. Por desgracia tengo muchasobligaciones que cumplir, y debodefender la vida de mis ochentahombres.

—Os estimo, conde; espero que noserá esta la última vez que nosencontremos en el golfo de México.

—Me consideraré el más feliz de loshombres el día en que pueda volver averos —replicó el hidalgo con acentograve—. Las deudas de gratitud que hecontraído con vos no las olvidarénunca… ¿me comprendéis, señora?…¡nunca!…

—Me acompañaréis hasta los bañosdel cabo Tiburón; tengo allí en la playa,

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un pabelloncito…—¡Acompañaros! —exclamó el

conde, sorprendido.—Es preciso, si queréis pasar por

medio de las cincuentenas y salvarvuestra nave.

—¿Qué decís, marquesa?—Que por los jefes de las tropas he

averiguado que conocen el lugar dondese encuentra vuestra fragata y que elgobernador ha dado orden de hacergrandes preparativos para atacarla si esposible por sorpresa.

El conde palideció intensamente.—¡Atacar la «Nueva Castilla», o

mejor, el «Rayo», porque este es suverdadero nombre!… ¡Vive Dios!… Me

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hallaré a bordo antes de que el ataquecomience, aunque tenga que desafiar milveces la muerte.

—Y por esto, conde, me escoltaréis,os lo repito. Sin embargo, lo mismo quevuestros compañeros, tendréis quevestiros la librea de mi casa y pasar porun criado.

—En caso necesario, hasta medejaré pintar como un negro.

—No hará falta… ¡Marto!El africano, que en aquel momento

desempeñaba las funciones deladministrador, ausente, acudió en el actoa la llamada de la marquesa.

—¿Está todo al corriente?—Sí señora.

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—¿Y la hamaca y los esclavos?—También.—¿La escolta?…—Ya está armada.—¿Numerosa?—Doce hombres, entre negros y

blancos.—Acompaña a estos señores y que

se vistan.Luego, volviéndose hacia el señor

de Ventimiglia, que tomaba una taza decafé, añadió:

—Daos prisa, conde. Temo que elataque a vuestra fragata esté acordadopara la puesta del sol.

—Sí, señora.—Vaya, señor gascón —dijo

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Mendoza a Barrejo, tendremosnecesidad de utilizar vuestro acero.

—Esta tarde cortará veinte cabezaspor lo menos.

En tanto que Marto guiaba a loscuatro hombres a una habitación del pisobajo para que eligiesen vestidos con loscolores de la casa de Montelimar, lamarquesa volvióse hacia un hombre detez bastante obscura, que hasta entonceshabía permanecido aparte, apoyado enuna columna del pórtico.

—¿Has hecho explorarcuidadosamente el camino que conduceal cabo Tiburón, Acebedo? Lo recorrenlas cincuentenas, ¿verdad?

—Hay por lo menos doscientos

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hombres al otro lado del poblado de SanJosé.

—¿Los mismos que han venidoaquí?

—Los he reconocido muy bien.—Perfectamente, Acebedo. Veremos

si se atreven a detener a una Montelimar,sobrina de un almirante y nieta de unexgobernador.

Púsose en pie y echóse sobre lanegra cabellera una riquísima mantillade seda, en tanto que bajaban al patiocuatro robustos africanos, lujosamenteataviados. Estos sostenían, por medio deun palo larguísimo, una hamacacoronada por amplia sombrilla roja yprovista de un blando almohadón para

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apoyar la cabeza.Ocho hombres, cuatro blancos y

cuatro negros, armados de espadas y dearcabuces, la seguían.

Poco después aparecieron el conde,Botafuego, el gascón y Mendoza,ostentando la divisa de la casa, blanca yazul, y un escudo recamado en mitad delpecho, que representaba una montañasaliendo del mar con un león rampante.

Al verles, la marquesa no pudocontener una carcajada.

—Parece que no hacemos muy buenafigura —refunfuñó Mendoza.

—De criados —respondió en vozbaja el gascón, atusándose el bigote yapoyando fieramente la mano izquierda

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en la empuñadura de su acero, parahacer comprender a los demás que apesar de aquel traje era un hombre deespada.

—Resultamos bufos, ¿verdad,marquesa?

—Nada de eso; sin embargo,preferiría que me escoltaseis convuestras vestiduras.

—¿O con mi traje rojo?—Mejor aún —contestó la marquesa

sofocando un suspiro.—Me lo pondré cuando me halle a

bordo y oiga tronar el cañón.La marquesa clavó los ojos en el

atrevido corsario.Luego, moviendo la cabeza, dijo

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bruscamente:—Partamos…Ayudada por el conde, subió a la

hamaca, reclinó la cabeza en elalmohadón de seda color rosa y el grupose puso en marcha precedido porBotafuego y el señor de Ventimiglia, queno se habían separado de sus arcabuces.

Atravesaron el plantío de bananossin encontrar cincuentena alguna ysiguieron un sendero abierto entre losbosques, evitando el poblado de SanJosé, que se encontraba a brevedistancia de la villa de la marquesa.

Llevaban dos horas de marcha através de una veredita que cruzaba bajosoberbias palmeras, cuando algunos

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soldados, que estaban ocultos en laespesura, salieron, gritando:

—¡Alto!…Botafuego se adelantó, diciendo:—Es la señora marquesa de

Montelimar, que se dirige a los bañosdel cabo Tiburón. ¿Qué queréis?

—Adelante —contestó el jefe delpelotón, inclinándose.

El pequeño grupo continuó lamarcha, la marquesa saludó a losarcabuceros con un gracioso gesto.

—He aquí un hombre prodigioso,que se abrirá camino hasta en el puentede la fragata —dijo Mendoza al gascón.

—Yo preferiría que nos abriese pasohasta la bodega —contestó Barrejo, con

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un profundo suspiro—. ¡Oh, aquel Jerez!—¡Callad o me despertaréis una sed

rabiosa!—Yo ya la tengo.—¡Y pensar que no volvemos a

poner los pies allí!—¿Queréis hacerme llorar? Sois

cruel…Otro «¡alto!», más amenazador que

el primero, interrumpió bruscamente sudiálogo.

—¡Paso a la marquesa deMontelimar! —gritó otra vez Botafuego,con acento enérgico.

Muchos arcabuceros salieron de losmatorrales que bordeaban el camino.

Al oír a Botafuego, a quien

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confundieron probablemente con eladministrador de la marquesa, contestaren aquel tono apresuráronse adesaparecer, después de un cordialsaludo.

—Marquesa —exclamó el conde,que caminaba junto a la hamaca—, osdebemos la vida. Sin vuestra audacia,seguramente no habríamos logradollegar al cabo Tiburón.

—Señor conde, consideraba debermío poner en salvo a mis huéspedes —contestó la marquesa—. Además, no esla vez primera que hago una jugarreta amis compatriotas. ¿Qué queréis? Medivierte el hacer rabiar al gobernador deSanto Domingo.

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—El cual probablemente será uncaníbal o poco menos —murmuróMendoza, que caminaba al otro lado dela hamaca.

La marcha continuó sin mástropiezos, pero todos se hallabanpersuadidos de que bajo los bosquesque bordeaban la senda, habían másarcabuceros o alabarderos en acecho,con la esperanza de sorprender al hijodel Corsario Rojo.

Al mediar el día, losexpedicionarios, que avanzaban congran rapidez, dieron vista al mar.

El cabo Tiburón, que formaba unaespecie de península cubierta debosques espesísimos hasta la punta

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extrema casi, prolongábase hacia el sur,en semicírculo, constituyendo unadársena bastante segura.

En medio de ella balanceábasegallardamente la «Nueva Castilla»,sujeta por dos anclas arrojadas a popa ya proa y con las velas mediodesplegadas, para estar pronta a hacerseal mar, en caso de peligro.

—¡Mi fragata! —exclamó el conde—. ¡Al fin! ¡Vuelvo a ser dueño delgolfo!

—Callad, señor de Ventimiglia —murmuró la marquesa—. No sabéisdónde se hallan emboscados losespañoles que han recibido órdenes deatacar a vuestra nave. No os fieis de esta

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calma, que puede ser más aparente quereal, y obrad con prudencia. Acasocentenares de ojos espían todos nuestrosmovimientos.

Luego volviéndose hacia los negrosque sostenían el largo palo de dondependía la hamaca, añadió:

—¡Al pabellón de los baños! Daosprisa…

Los cuatro esclavos partieron a lacarrera y después de subir una pequeñaaltura, descendieron hacia la arenosaplaya, cubierta de infinidad de conchas.

En medio de un grupo de palmas ycocoteros, a doscientos pasos del mar,elevábase un gracioso pabellón demadera, de estilo morisco, rematado por

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elegante torrecilla sobre la cual ondeabala bandera de los Montelimar y rodeadode un jardincito.

Dos jóvenes mestizas, al oír lasvoces de los portadores de la hamaca yde los individuos de la escolta, salieronen seguida para ayudar a la marquesa;pero el conde Ventimiglia se adelantó.

—¿Ha llegado el correo que envié?—preguntó la bella andaluza a las dosmujeres.

—Sí, señora.—Entrad, amigos. Yo os precedo.Atravesó el jardincillo y condujo al

conde, a Botafuego y a los dosaventureros a una salita, adornada conalgunos muebles sencillos y ligeros, de

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bambú casi todos, y de multitud demacetas con rosas de pasión, queextendían por todas partes un perfumedelicioso.

La marquesa sentóse ante una mesade caoba, fileteada de plata y esculpidacon arte, e hizo seña a Botafuego y a susamigos para que la imitasen; luego,volviéndose hacia las dos mestizas, quela habían seguido, les dijo:

—Que venga el correo.Momentos después un mulato, alto,

de tez bronceada, formas musculosas yfiero aspecto, entró, saludandorespetuosamente.

—¿Has hecho lo que te dije? —preguntó la marquesa.

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—Sí, señora.—¿Lograste acercarte a la fragata

sin infundir sospechas?—Fui a bordo a ofrecer el pescado

que cogí esta mañana.—¿Conferenciaste con el

lugarteniente?—Sí, señora.—¿Le advertiste del peligro que

corre y que el conde iba a llegar?—El lugarteniente está prevenido y

aguarda a su jefe. Ha tomado todas lasmedidas necesarias para no dejarsesorprender.

—Puedes retirarte.—Señora —dijo el conde,

vivamente conmovido—, no esperaba

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semejante protección por parte de unadama que debe de ser enemiga acérrimade los filibusteros.

—Defiendo y protejo a mishuéspedes —contestó la marquesa,sonriendo. En mi lugar, seguramentehabríais hecho otro tanto.

—Me dejaría matar por vos —repuso el conde, con un entusiasmo quehizo nuevamente sonreír y suspirarademás a la bella española.

—No lo dudo —contestó la jovenviuda, pasándose una mano por la frente—. ¿Cuándo embarcáis, conde?

—En seguida, si es posible.—Tengo una chalupa en la playa.

Está a vuestra disposición. Comprendo

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la impaciencia que os domina. Fingiréisque vais a pescar en compañía de misnegros; y en el momento oportunoabordaréis la fragata. Procurad que noos vean mis compatriotas. Tengo porseguro que vigilan atentamente y quebajo la selva del cabo Tiburón hanemplazado la artillería.

Levantóse, presa de visibleemoción, y mientras Mendoza,Botafuego, y el gascón vaciaban algunasjícaras de chocolate servidas por lasdos mestizas, condujo al conde aljardincillo.

—¿No volveremos a vernos? —preguntó, atrayéndole bajo la sombra deuna soberbia palmera.

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La voz de la marquesa aparecía tanalterada, que el señor de Ventimiglia sequedó profundamente sorprendido.

—Espero, señora —contestó—, quenos encontraremos de nuevo, antes deque yo abandone el golfo de México. Noes posible que olvide a la mujer a quiendebo dos veces la vida.

—¿Y cuándo?—¿Quién puede decirlo, marquesa?

Hasta que no cumpla mi misión, novolveré a Santo Domingo.

—¿A dónde vais ahora?—A buscar a vuestro cuñado y a los

filibusteros que aún imperan en el istmode Panamá.

La marquesa permaneció un

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momento silenciosa, mirando al suelo;luego, arrancando con un movimientonervioso una orquídea, se la ofreció alconde, diciéndole:

—Conservadla como recuerdo.—Cuando la muerte me amenace,

marquesa, esta flor vuestra se encontrarásiempre sobre mi corazón —respondióel corsario—. Será para mí comoprecioso talismán.

La dama levantó la cabeza. El condeobservó que los ojos negros y profundosde la bella andaluza aparecían húmedos.

En aquel momento se acercóBotafuego.

—Señor conde —dijo—, la chalupaestá lista y ha llegado el momento de

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separarnos.—¿Me dejáis? —preguntó el señor

de Ventimiglia con dolorosa sorpresa—.Creí que me seguiríais.

—Allá en mi pobre choza queda micriado, que acaso corre graves peligros—respondió el cazador—. Tal vezvolvamos a vernos algún día encualquier ciudad de la América central.He combatido entre los filibusteros devuestro tío, el Corsario Negro, y no medesagradaría desafiar el fuego al ladodel sobrino.

Salieron del jardín, seguidos porMendoza, el gascón y los cuatro negros,que iban cargados con redes, para hacercreer a las cincuentenas españolas,

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probablemente emboscadas, que sedirigían a la pesca.

Al llegar a la cancela, la bellaandaluza se detuvo, mirando al condecon ojos húmedos.

—Adiós, señor —susurró,estrechándole la mano—. Pediré al cieloque os preserve de los cañones y de losarcabuces de mis compatriotas.Acordaos de mí y no olvidéis que encualquier momento en que os haga faltaprotección, estoy dispuesta a salvarosotra vez.

El conde, que aparecía no menosconmovido, le besó galantemente lamano.

Botafuego, apoyado en su arcabuz, le

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contemplaba con atención.—Amigo —le dijo el señor de

Ventimiglia, alargándole la diestra—,gracias por cuanto habéis hecho en mifavor… y ahora decidme vuestroverdadero nombre. Me lo habéisprometido.

Una sacudida brusca alteró elsemblante del intrépido bucanero.

—¿Para qué? —preguntó con vozronca—. Lo he dejado caer, y parasiempre, en los abismos del Océano, enel momento de atravesar la líneaecuatorial. ¿Quién se acordará de mí enFrancia? He muerto para mi patria… ytambién para mi hermana y para…

Un sollozo apagó su voz, en tanto

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que dos lágrimas ardientes corrían a lolargo de sus mejillas.

—Todo acabó —dijo luego.—No, señor.—Barón de Rouvres —añadió la

marquesa.—¿Por qué reveláis mi secreto,

señora? —preguntó Botafuego—. Ya nosoy más que un miserable bucanero; notengo derecho a ostentar el blasón de micasa, que he deshonrado.

—Para mí seréis siempre uncaballero —contestó el señor deVentimiglia, conmovido por el intensodolor que se reflejaba en su bronceadorostro—. Dadme la mano, señor barónde Rouvres.

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El bucanero vaciló todavía; luego,con movimiento rápido, se la alargódiciendo:

—Señor conde; cuando tengáisnecesidad de la vida de un hombre,acordaos que la del barón de Rouvres sehalla siempre a vuestra disposición.

—No de vuestra vida, pero sí devuestro brazo y de vuestro arcabuztendré necesidad —replicó el conde—.No será la última vez que nos veamos.Adiós, marquesa, adiós, barón, voy aejecutar mi empresa.

Descendió rápidamente a la playa ysaltó a la chalupa.

Los cuatro negros empuñaron losremos, en tanto que Mendoza, se

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apoderaba de la caña del timón.—Primero hacia el cabo —ordenó

el conde—. Procuremos engañar a losespañoles para no comprometer a lamarquesa, demasiado sospechosa ya deprotegernos.

En tanto que la chalupa, impulsadapor los hercúleos brazos de losafricanos, partía rápida como una flecha,el conde se puso en pie y clavó los ojosen la playa.

Junto a la cancela del pabellónestaba la bellísima andaluza, apoyada enuna pilastra, teniendo en la mano unpañuelo, que de vez en cuando agitabaen señal de despedida; a pocos pasosveíase el bucanero, cruzados los brazos

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y apoyado en el cañón de su arcabuz.Ambos parecían profundamenteconmovidos, y de seguro una y otrotendrían los ojos llenos de lágrimas.

—¿Volveré a verlos? —se preguntóel conde con un suspiro—. Seguramente,si las balas españolas no acaban con mivida.

Saludó brevemente con la diestra,luego sentóse junto al gascón, quecontaba y recontaba sus doblones.

—¿Qué hacéis, amigo Barrejo? —lepreguntó el conde.

—Estaba calculando cuántoaguardiente habrían podido comprar losespañoles con este pequeño tesoro si mehubiesen quitado la vida —contestó el

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gascón, muy serio.—¡Idos al diablo! —exclamó el

conde.—No, porque nunca me ha querido y

creo que ha hecho bien; los gascones nose encuentran a gusto en el infierno ypodrían cortar la cola a los hijos deBelcebú. Somos gente peligrosa.

—Y yo me alegro —dijo Mendoza,soltando una carcajada—, porque asíseremos nosotros los que nos beberemosesos doblones.

—¡Eh, compadre! Me debéis uno;recordadlo.

—Ya se lo cobraréis a losespañoles.

—Da lo mismo —replicó el gascón,

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siempre serio.El conde no se ocupaba de los dos

burlones, contemplaba, ora el pabellónde la marquesa, que desaparecía a lolejos y ante el cual se dibujaban aún dossombras obscuras, ora la soberbiafragata que se balanceaba graciosamenteen la rada, tirando de las cadenas de lasdos anclas, como impaciente porhacerse a la mar después de tan largoreposo.

La chalupa, al llegar junto al caboTiburón, que estaba cubierto de árboles,bajo los cuales continuaríanprobablemente ocultos los españolesaguardando la señal de ataque, viróhacia poniente, y los cuatro negros

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soltaron los remos y echaron las redes.—¿Nos tomarán por pescadores

auténticos? —preguntó Mendoza alconde—. Pasemos de largo, capitán,antes de que nazca alguna sospecha en elánimo de los españoles y nos saludencon un cañonazo. ¿No oísteis decir a lamarquesa que supone que hay artilleríaoculta en esta espesura?

—Sí —contestó el conde, querevelaba cierta inquietud—. Hay algomás Mendoza.

—¿Qué, capitán?—Veo grandes chalupas medio

ocultas en los repliegues de la costa.Imagino que no pertenecen a pescadores,porque no se levanta ahí ninguna aldea.

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—¡Mil truenos! —exclamó el lobode mar—. ¿Tendrán intenciones deabordar a la fragata?

—Mucho lo temo, Mendoza.—Las echaremos a pique —dijo el

gascón, que no cesaba de contar yrecontar sus doblones.

—¿Se habrá dado cuenta ellugarteniente de que le preparan unaasechanza? —preguntó Mendoza.

—Verra es hombre que no seduerme, cuando sabe que navega poraguas peligrosas —contestó el conde—.Apostaría cien piastras contra una a queya ha hecho los preparativos decombate.

—¿Cuándo abordamos la fragata?

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—Aguardemos a que el sol seoculte. No quiero comprometer a lamarquesa. Pesquemos y finjamos noocuparnos de la nave, aunque enarbolala bandera de España.

Los cuatro negros sacaban en aquelmomento las redes, llenas de multitud depeces.

Poco después la chalupa continuó lamarcha, bajo la dirección de Mendoza,alejándose cada vez más del caboTiburón, para evitar alguna sorpresadesagradable, y describiendo un ampliosemicírculo ante la proa de la fragata.

Otras dos veces echaron yrecogieron las redes llenas de pescado;luego, cuando el sol comenzaba a

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ocultarse en el mar, la chalupa dirigióselentamente hacia la fragata, que habíaencendido en su elevado alcázar los dosgrandes fanales.

Mendoza, sin apartarse del timón,maniobraba con astucia para hacer creera los españoles que intentaba pasar delargo, con el fin de echar las redes porúltima vez antes de volver al pabellónde baños de la marquesa.

El hijo del Corsario Rojo observabaatentamente al barco velero, que lassombras comenzaban a envolver.

A bordo parecía reinar calmaabsoluta. Por breves instantes oyóse eleco del tambor, que llamaba a loshombres a cenar en el entrepuente.

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—Señor conde —dijo el gascóncuando se extinguió el último rayo de luz—, ¿abordamos?

—Esperad un poco —contestó elseñor de Ventimiglia—. ¿Tenéis prisapor mover las manos?

—Dejaría de ser aventurero si nosintiese impaciencia; además, mi espadaestá harta de permanecer ociosa. Todaslas mañanas me pide que abra a alguienen canal, y nunca encuentro ocasión decomplacerla.

—Ya llegará la hora, os lo aseguro.—Sabéis que nosotros los

gascones…—Sí, matáis siempre —contestó el

señor de Ventimiglia, con sonrisa un

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tanto irónica.—Exactamente —dijo Barrejo.—¡Mendoza!—¿Capitán?—En línea recta hacia la fragata.

Los españoles no pueden yadescubrirnos.

—¡Dad de firme a los remos,tumbones! —gritó el lobo de mar,dirigiéndose a los africanos.

La obscuridad había caído casirepentinamente sobre la pequeña rada,envolviendo las aguas y el caboTiburón.

Velozmente atravesó la chalupa ladistancia que la separaba de la fragata yla abordó por el lado opuesto a tierra

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para no exponerse a recibir algúncañonazo disparado a bulto por losespañoles.

Los centinelas no dieron la voz dealarma, con profundo asombro delconde, aun cuando la proa de laembarcación había chocadosonoramente con el costado del velero.

—¿Qué hará mi gente? —sepreguntó, frunciendo el entrecejo—. ¿Sedejan abordar sin enterarse?

—Creo, capitán, que os quejáisinjustamente —dijo Mendoza—, sondemasiado astutos vuestros marineros.Si fuéramos españoles, apostaría a que aesta hora recibiríamos en la cabeza unagranizada de balas. El señor Verra no es

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hombre capaz de dejarse sorprender.La escala tocaba el agua,

permitiendo una ascensión fácil. Elconde se asió a ella y elevóse hasta elpuente de la fragata, gritando:

—¿Se duerme aquí?—No, capitán, se vela atentamente y

se os aguarda —respondió una voz.De improviso apareció un hombre,

descubriendo una linterna que hastaentonces seguramente había tenidocubierta con un trozo de vela.

Era un arrogante joven que apenascontaría treinta años, alto y delgado, consemblante algo duro y barba y bigotemuy negros.

—¡Vos, teniente! —exclamó el

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conde con asombro.—Os aguardaba desde hace algunas

horas, capitán —contestó el joven—. Osvi con el anteojo e imaginaba que notardaríais en arribar a vuestra nave.Además, supe por un esclavo de lamarquesa de Montelimar que oshallabais en los alrededores del caboTiburón y que los españoles nospreparaban una emboscada.

—Todo ello es ciertísimo, señorVerra —replicó el conde—. Aguardan aque levemos anclas para acometernos.

—Y nosotros estamos dispuestos arecibirlos —afirmó el lugarteniente—.Vuestros hombres se hallan en suspuestos de combate y los artilleros solo

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desean recibir la orden de hacer fuego.—Bien —dijo el conde—. ¿Ha

salido algún galeón de Santo Domingo?—Uno ha cruzado ante nosotros hace

cuatro o cinco horas. No me ha sidoposible distinguirlo, capitán; peroMartín me ha asegurado que debía deser el «Santa María».

—¿A dónde se dirigía?—Hacia poniente.—Procuraremos darle alcance. Son

demasiado pesados estos galeones parapoder competir con una fragata, sobretodo con la nuestra. Antes de queamanezca lo abordaremos y caerá ennuestro poder el secretario delexgobernador de Maracaibo.

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—¿Entonces levamos el ancla ylargamos las velas, señor conde?

—Esperad un momento —contestóel señor de Ventimiglia, con voz breve.

Inclinóse sobre la borda y gritó a losnegros de la chalupa:

—Volved en seguida al pabellón delos baños. Os va en ello la vida. Llevada la marquesa vuestra ama y albucanero, mis últimos saludos. ¡Martín!

El mestizo, que se hallaba sentadoen una barrica, charlando con Mendozay con el terrible gascón, acudió al punto.

—Mi vestido rojo —ordenó elconde—. El hijo del Corsario no peleacon un traje de pescador. Mi espada decombate y mi coraza. Señor Verra,

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desplegad las velas y mandad a losartilleros que prodiguen la metralla.Veremos si logran detenernos en el caboTiburón y si el «Santa María» consigueescapar a nuestra persecución. ¡Pronto!…

Mientras el silbato de Mendozallamaba a los marineros a los órganospara recoger las anclas y a los gavierospara desplegar todas las velas, y elteniente daba las últimas instruccionespara el próximo combate, el corsariodescendió a la cámara de popa seguidodel gascón y de Martín. La ausencia fuebrevísima.

Cuando de nuevo se dejó ver,hallábase vestido todo de rojo, como

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apareció en los espléndidos salones dela marquesa de Montelimar, con nuevoacero al costado y en el cinto pistolas degran calibre.

Subió al puente, y llevándose labocina a los labios, gritó:

—¡A la vela! ¡Todos a sus puestosde combate! ¡El hijo y sobrino de tresgrandes corsarios os guía y os protege!…

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L

CAPÍTULO XI

LA CAZA AL«SANTA MARÍA»

a fragata, que por aquelentonces se llamaba la«Nueva Castilla» para nodespertar sospechas en los

puertos españoles pero que debajo de unpedazo de lona pintado en la popallevaba el nombre glorioso del «Rayo»

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en memoria de la famosa nave delCorsario Negro, hízose a la vela contodos los artilleros reunidos tras lasveinte piezas de las baterías y de los dosgrandes cañones emplazados en elalcázar.

Como ya se ha dicho, era unamagnífica nave de combate, capaz dehacer frente a dos galeones españoles,sólida y ligera al mismo tiempo, coninmensa arboladura para poderaprovecharse de la más ligera brisa.

Seguramente ni los filibusteros de laTortuga ni los españoles habían vistojamás otro barco de batalla tan soberbiosurcar las aguas del Golfo de México.

Al «Santa Trinidad» de la Gran

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Armada tenía poco que envidiarle, ni enbocas de fuego, ni en número dehombres, ni en velocidad.

Levadas las anclas, el «Rayo» —porque ya podemos llamarla así—, girósobre sí mismo para recoger el viento depopa; luego se puso en marcha hacia elcabo Tiburón para pasar de largo.

El hijo del Corsario Rojo,despreciando todos los peligros, no dioorden siquiera de que apagasen los dosgrandes fanales que brillaban a babor yestribor del alcázar, ni el fanalón deproa instalado sobre el castillo.

No quería dejar en la obscuridad alos artilleros de los cañones con loscuales contaba para ametrallar a las

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chalupas españolas, probablementepuestas ya en movimiento para intentarun abordaje furioso.

En pocos instantes la fragataatravesó la rada; en seguida se dirigióaudazmente hacia el cabo; en tanto quelos artilleros soplaban las mechas y losarcabuceros trepaban a las cofas, dondehabían ya acumulado no pocas granadaspara lanzarlas a mano, comoacostumbraban a hacer los filibusterosen aquel tiempo.

Avanzaba majestuosa la fuerte nave,segura de pasar tranquila junto a losarcabuceros y a las cincuentenas delgobernador de Santo Domingo.

Bajo la claridad deslumbradora de

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los dos grandes faroles de popa,brillaba, como una mancha de sangre, elhijo del Corsario Rojo, señor deVentimiglia, de Valpenta y deRoccabruna, el descendiente de los tresformidables corsarios que un díallevaron el espanto a todas las coloniasespañolas del gran Golfo de México.

Con la bocina en la diestra y lasiniestra apoyada en la empuñadura desu espada de combate, una hoja larga ypesada como la que usaba el gascón, elintrépido joven, fijos los ojos en lasvelas de la hermosa nave, aguardabaserenamente el ataque.

Una sonrisa sardónica, aquellasonrisa despreciativa que hizo tan

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célebre al famoso Corsario Negro,erraba por sus labios sutiles.

—Me río de todos vosotros —parecía decir—. Soy hijo del terribleCorsario Rojo, que os ha hecho temblar,y sobrino del formidable CorsarioNegro. ¿Quién osará atacarme?

El «Rayo», no encontrando en larada viento suficiente, avanzaba poco apoco hacia el cabo, deseoso de probarlas vigorosas caricias del Gran Golfo.

Toda ella aparecía cubierta de velas.Aunque algunas olas, rugiendo

sordamente, estrellábanse de vez encuando sobre sus costados, el choquesolo producía un ligero cabeceo; tanbien equilibrado se hallaba.

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—¿Me observará la marquesa? —sepreguntaba el conde—. ¡Ojalá pueda vercómo se bate el señor de Ventimiglia!

Un cañonazo, que repercutiósordamente bajo la selva que cubría alpromontorio, le interrumpió la frase.

—¡Ah! —exclamó, volviéndosehacia el gascón, que estaba junto a élhaciendo sonar en el bolsillo susdoblones—. Parece que los españoleshan caído en la cuenta de que tratamosde escapar, ¿verdad, amigo Barrejo?

—No soy sordo, señor conde —contestó el aventurero.

—Cuidad de que alguna bala no oslleve la cabeza.

—Ya os he dicho que el compadre

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Belcebú no sabe qué hacer en su casacon los gascones. Hasta en el infiernosomos gente demasiado peligrosa.

—Sois un tipo notable.—¿Suponéis que va a llevarse a

otros diablos capaces de cortar la cola ylas alas a sus hijos? Yo creo que eldemonio no será tan estúpido.

—¡Señor conde! —gritó Mendoza,que estaba tras ellos, en la caña deltimón—. Guardaos de ese individuo,debe de ser primo o sobrino de Lucifer.Os traerá seguramente la desgracia; lojuro.

—Sobre un tonel de Jerez —replicóel bravo gascón, soltando una sonoracarcajada.

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Cuatro o cinco cañonazos,disparados desde la extremidad delcabo, resonaron en aquel momento,lanzando sus proyectiles a través delvelamen de la fragata.

—Parece que no tiran conazucarillos —dijo el gascón,inclinándose hacia el cabo ydesenvainando con gesto trágico sufamosa espada—. Que se lancen alabordaje y ya les demostraré cómo sebaten los hijos de la Gascuña.

—¡Que el diablo os lleve! —exclamó el corsario.

—¿A dónde? Si él mismo no lo sabe.—Entonces, que os lleve al paraíso

—dijo Mendoza.

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—Allí no habrá Alicante de lamarquesa de Montelimar…

La voz metálica del hijo delCorsario Rojo sofocó sus últimaspalabras:

—¡Fuego! ¡Doblemos el cabo!¡Ametrallad las chalupas! ¡Fuego!…

Cinco barcazas, tripuladas cada unapor veinticinco hombres entre remeros yarcabuceros, avanzaban con furiaextendiéndose en abanico para recogeren medio a la fragata y abordarla por losdos lados.

Los arcabuceros iniciaron un fuegovivísimo, apuntando al puente.

Los cañones del alcázar, montadosen grandes pernos giratorios,

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descargaron sobre las dos barcas máspróximas una terrible granizada demetralla, en tanto que las diez piezas deestribor lanzaban proyectiles a laespesura, en medio de la cual seocultaba la artillería española.

Una de las cinco chalupas, lasegunda, acribillada por los proyectiles,se hundió repentinamente. Las demás nointerrumpieron por esto su marcha ycontinuaron avanzando, mientras que losarcabuceros redoblaban el fuego.

El hijo del Corsario Rojo,comprendiendo que tenía que habérselascon gente decidida, llevóse la bocina alos labios y gritó:

—¡Todos los bucaneros sobre

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cubierta!…Los buques corsarios llevaban

siempre a bordo un gran número deaquellos maravillosos tiradores. Puedeasegurarse que constituían la verdaderafuerza, porque, como ya se ha dicho,aquellos intrépidos cazadores noerraban jamás el tiro.

A la voz de mando lanzada por elconde treinta hombres de rostrosbronceados y muy barbudos, salieronrápidamente a la cubierta, armados conpesados arcabuces de cañón larguísimoy se extendieron a lo largo de la bandade estribor y por el altísimo alcázar.

—¡Vosotros a las chalupas! —gritóel señor de Ventimiglia—. Nosotros a

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las cincuentenas y a la artilleríaespañola.

La batalla se había empeñado congran ardor de una y otra parte.

Tronaban furiosamente los veintidóscañones de la fragata, y las bateríasespañolas, que debían hallarse bienemplazadas tras las altas rocas del caboy en la espesura, respondían con igualrabia.

Era casi golpe por golpe.Las chalupas, en tanto, no cesaban

de avanzar, estrechando el cerco, sincuidarse del peligro de ser volcadas porla proa de la fragata.

Los bucaneros, sin embargo,detuvieron en seguida su avance. Una

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lluvia terrible de plomo cayó sobreellas, causando estragos tremendos.

Serenos, impasibles, disparaban agolpe seguro, matando o inutilizando aun hombre cada vez que hacían fuego.

El «Rayo», guiado por Mendoza,que era el mejor piloto que había abordo, como también el más seguroartillero, viró de bordo cerca del cabopara recibir el viento de popa y, despuésde disparar la última andanada, reanudóla marcha, vuelta la proa hacia poniente.

Los artilleros españoles continuaronun rato haciendo fuego, perforandoalgunas velas, luego lo suspendieron,convencidos de la inutilidad de susesfuerzos.

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—Y bien, amigo Barrejo, ¿quédecís? —preguntó el conde al gascón,que permanecía a su lado, sin revelar lamás ligera turbación.

—Digo, señor, que estos filibusterostienen en mitad del pecho un trozo decola del compadre Belcebú —contestóel soldado—. He asistido a varioscombates en Francia y en España, ynunca he visto hombres tan intrépidos.Uno de vuestros arcabuceros disparabay fumaba al mismo tiempo.

—Pronto presenciaréis el segundoacto de la función.

—¿Volveremos a batirnos?—Estamos siguiendo una pista.—¿A qué pieza?

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—Al «Santa María».—Lo conozco, es un magnífico

galeón muy bien armado, señor conde.Por el momento no llevará un maravedía bordo, porque parte de SantoDomingo. Es probable que vaya a cargarbarras de oro en Veracruz, y, por tanto,os aconsejaría que aguardaseis alregreso.

—No es dinero lo que busco —contestó el señor de Ventimigliaencogiéndose de hombros—. Soy uncorsario algo distinto de los demás, y noes la sed de oro o de conquistar lo queme ha hecho abandonar a Europa.

Luego, como hablando consigomismo, añadió:

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—¡Cinco o seis horas de ventaja!Será necesario desplegar más lona…

Y en el acto dio una orden a losmarineros.

—¿No os parece, amigo Barrejo —prosiguió—, que ha llegado el momentode descansar? En tres días no hemosdormido seis horas.

—Estoy conforme, señor —repusoel aventurero, que bostezaba como ungalgo—. Los gascones pueden pasarsesin dormir, según afirman en mi país,pero yo creo que se engañan.

—Entonces buenas noches —dijo elconde, riendo—. Que Mendoza osacompañe a un camarote.

Descendió al puente, cambió algunas

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palabras con el segundo de a bordo ydesapareció bajo el alcázar.

—No se me ocurre nada mejor queimitarlo —murmuró el gascón—. Aquíno hay toneles que saquear…

La fragata, en tanto, seguía conrumbo a poniente, apresurando lamarcha. Hallábase cubierta de velas yhacía cara al mar, subiendo y bajandograciosamente a impulso de las olas delGolfo de México.

Los daños causados por el combate,daños casi insignificantes, fueronreparados muy pronto por la marinería;los pocos heridos quedaron confiados almédico de a bordo.

En la toldilla permanecieron

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veinticinco hombres para el servicio delas velas y algunos artilleros.

Siete u ocho gavieros treparon a lascofas para dar aviso en el caso probablede que el «Santa María» se mostrase,porque los galeones nunca fuerongrandes veleros, a causa de suextremada pesadez.

La noche pasó sin novedad. El«Rayo» avanzaba rápido, ora hacia elSur, ora hacia la costa de SantoDomingo, sin lograr descubrir al galeón.

Apenas comenzó a clarear, elCorsario Rojo apareció sobre cubierta,dispuesto a empeñar la lucha con el«Santa María». El gascón, huelgadecirlo estaba allí al lado de Mendoza.

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Tenía empeño en demostrar que losnaturales de su país no eran dormilones,y que él no cedía a los marineros,acostumbrados a largas vigilias.

—¿No hay necesidad de mover lasmanos? —preguntó al conde, queobservaba atentamente el horizonte conun buen anteojo—. Mi acero se cansa deestar siempre ocioso; ya tiene mediapulgada de orín. Al embarcar en unanave filibustera, imaginé que tendríamucho trabajo.

—Y los cañonazos de anoche, amigoBarrejo, ¿los habéis olvidado?

—Los oí solamente, señor conde.—Debisteis detener las balas con

vuestra famosa espada.

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El soldado hizo una mueca.—Tened por seguro que no os

faltarán ocasiones para demostrar quelos gascones no son menos que losfilibusteros —añadió poco después elconde—. Aguardad a que se presente el«Santa María».

—¿Lo abordaremos?—Los galeones no se rinden sin

combatir. No son carabelas, amigo. Yalo veréis…

Un grito que resonó en lo alto lecortó la frase.

—Vela a babor, frente al trinquete.—Ya veis cómo os quejabais sin

fundamento, amigo Barrejo —afirmó elconde, apuntando con el anteojo en la

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dirección indicada por el gaviero.Mendoza llevóse el silbato a los

labios. Llamaba a la guardia franca y alos artilleros.

El lugarteniente, que poco antes sehabía acostado, apareció en el actosobre cubierta, en tanto que en lasbaterías se gritaba:

—¡A las armas!… ¡El «SantaMaría»!…

Que fuese en realidad el galeón queel hijo del Corsario Rojo aguardaba contanta impaciencia para apoderarse delsecretario del marqués de Montelimar,nadie habría podido afirmarlo con plenaseguridad, dada la distancia y la débilclaridad que alumbraba las aguas del

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espléndido y grandioso golfo mexicano.Podía ser algún velero corsario, salidode la Tortuga para dar caza a laspequeñas naves costeras españolas quetraficaban con Puerto Príncipe o con laisla de Gonave.

El joven capitán seguía atentamentecon el anteojo la ruta de la naveseñalada. Hasta que la claridad fuesemás intensa no se atrevía a aventurarjuicio alguno.

—Barco de alto bordo —exclamó alfin, volviéndose hacia su lugarteniente yel gascón, que estaba detrás—. Laarboladura es imponente.

—¿Será el «Santa María»? —preguntó el señor Verra.

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—Las pequeñas embarcaciones decabotaje no se atreven a alejarse muchode tierra cuando se encuentran en aguassurcadas por los filibusteros de laTortuga, vos lo sabéis como yo. Si nofuese un barco capaz de defenderse, nonavegaría tan lejos de la costa.

—¿Doy la orden de que se preparenpara la lucha, señor conde?

—Si es un galeón no se rendirá a lasprimeras intimaciones. Los marinosespañoles son valientes. Adoptemosalgunas precauciones, porque si se trataen realidad del «Santa María» no ledaré tregua hasta que tenga en mi podera Robles. Este hombre me esabsolutamente necesario, ¿me

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comprendéis, Verra?—Ya lo cogeremos —repitió el

lugarteniente, bajando la escala delpuente.

El conde miraba de nuevo con suanteojo. El sol elevábase majestuoso,lanzando oblicuamente sus rayos sobrelas aguas, tiñéndolas con mil reflejos depúrpura y oro.

Las velas señaladas destacábansevivamente sobre la superficie azul delgolfo.

Su elevada arboladura distinguíasecon claridad en los confines delhorizonte visible.

—No puede ser más que el «SantaMaría» —insistió el conde, bajando el

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instrumento—. Creo, amigo Barrejo, quetendréis ocasión de dar gusto a lasmanos, y esta vez demostraréis a mismarineros el valor de los gascones.

—Espero, señor conde, que no meinferiréis la ofensa de dudar de laintrepidez de mis compatriotas —contestó el aventurero—. ¡Mil rayos!Seré el primero en saltar al «SantaMaría».

—Después que yo —contestó elcorsario—. Nadie debe pasar antes queyo.

—Pues bien, seré el segundo —replicó el terrible gascón.

—Y yo el tercero —añadió una voz.Era Mendoza, que había subido al

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puente sin que lo viesen.—¡Ah!… ¿Sois vos, compadre? —

dijo el gascón, mientras el conde sedirigía a la toldilla para asegurarse deque los hombres se hallaban en suspuestos de combate.

—No me apartaré de vuestro lado,compañero —aseguró el lobo de mar.

—¿Para vigilarme? —preguntó elaventurero; frunciendo el entrecejo.

—Nada de eso. Para apoderarme delos doblones que lleváis en el bolsillo yevitar que caigan en manos de losespañoles; luego haré celebrar uncentenar de misas —dijo el vizcaíno,riendo.

—¿Me auguráis la muerte, acaso?

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—¡A un gascón! ¡No os parte ni unrayo!

—Estáis en lo cierto, compadre.—Nadie quiere a vuestros

compatriotas; son demasiado peligrosos.—Exactamente —contestó Barrejo,

muy serio.El conde subía en aquel momento la

escala, seguido del segundo de a bordo.—Es el «Santa María» —dijo a

Mendoza, que le interrogaba con lamirada—. No hay posibilidad deengañarse. Encárgate del timón hastaque llegue el momento de disparar unbuen cañonazo. Deseo un mástil delgaleón.

—Lo tendréis, señor conde —

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contestó el lobo de mar.—Cincuenta doblones de regalo si

lo consigues.—¡Rayos y truenos! —exclamó el

gascón, mordiéndose los labios—. Enmi país, por semejante premio, seríancapaces de matar a diez personas. ¿Porqué mi padre no me haría artillero? Asíel compadre Mendoza me pagaría eldoblón que ha perdido en la bodega dela marquesa. No lo he olvidado. Losgascones tienen buena memoria.

Vivísima agitación reinaba en lafragata.

La noticia de que se trataba deabordar a un galeón español se habíaesparcido por todas partes y la

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tripulación entera se preparabaanimosamente al ataque, segura de tenerno poco que hacer, porque aquellosgrandes veleros estaban bien armados ytripulados por marineros escogidos.

El «Rayo» redobló la marcha paraalcanzarlo. Todas las velas habían sidodesplegadas. Mendoza empuñaba lacaña del timón.

El barco español, al descubrir haciapopa una nave corsaria, dirigióse enseguida hacia la costa dominicana, parabuscar refugio en cualquiera de losnumerosos puertos o radas de la isla, alabrigo de algún fortín.

Descubriendo a tiempo susintenciones, el conde dirigió al «Rayo»

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hacia la playa, para impedir que elgaleón escapase al abordaje.

Pronto se halló a la altura de la naveenemiga; entonces avanzó resueltamenteen línea recta, haciendo comprender alos españoles que no les quedaba másrecurso que rendirse a discreción oluchar hasta morir.

—¡A mí, Mendoza! —gritó el conde—. Ha llegado el momento.

El galeón se hallaba solo a una millade distancia y se movía pesadamente.

Era uno de aquellos grandes barcosque los españoles empleaban paratransportar a Europa los tesorosarrancados a las minas, entoncesinagotables de México, de Guatemala y

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de Costa Rica, anchos de costados condos puentes, pero demasiado pesadospara poder competir con las esbeltasnaves filibusteras, las cuales, fuertes conel apoyo de los bucaneros, atendían mása la velocidad que al número decañones.

—¡Mendoza! —gritó el conde—.Derriba el palo mayor de ese galeón ydetenlo en mitad de su carrera.

—Si con mi espada pudiera hacerlo,no vacilaría un solo instante —murmuróel gascón—. Mi camarada tiene unasuerte loca, pero ya me pagará eldoblón.

La nave española, al verseperseguida por un barco de gran porte,

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capaz de disputarle y hasta de hacerlepagar cara la victoria, cambióbruscamente la ruta acaso con laesperanza de refugiarse en el pequeñopuerto de Jacmel y de colocarse bajo laprotección de los fortines allílevantados.

Pero tenía que habérselas conaudaces hombres de mar, que conocíanperfectamente las costas de la isla.

El conde, tan pronto como adivinólas intenciones de sus adversarios,encaminóse hacia tierra para cortarles elpaso e impedir que buscasen refugio.

El «Rayo», que conservaba todo suinmenso velamen desplegado, puestoque el viento se le mostraba

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favorabilísimo, acercábase con lavelocidad de una golondrina de mar.

Cuando se halló a quinientos metrosdel enemigo, disparó un cañonazo conpólvora sola, pero el adversario no hizocaso de la intimación.

Comprendiendo que era imposiblealcanzar el pequeño puerto, virónuevamente, en tanto que la tripulaciónse disponía a trabar la batalla.

—¡Ah! No quiere detenerse —dijoel conde—. Entérate, Mendoza.

El lobo de mar saltó hacia el cañónde estribor y apuntó al galeón, que a suvez había añadido nuevas velas a las yadesplegadas, para distanciarse lo másposible de la fragata.

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—¡Que los demás no hagan fuego!—gritó el conde con la bocina—.Reservad la pólvora para el momentodel abordaje. Mendoza, ¿tienesseguridad en tu puntería?

—Concededme siquiera tres balas—contestó el vizcaíno.

—Aunque sean seis, si tú quieres.—Entonces algún palo caerá; que

nadie hable.—¿Ni yo tampoco? —preguntó

Barrejo con socarronería.—Vos menos que nadie, señor

gascón.Silencio profundo reinaba a bordo

de la fragata, interrumpido solo por losgolpes de las velas y por los silbidos

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del viento, que hacía vibrar las cuerdas.Todos los ojos se hallaban fijos en

el galeón, que continuaba su fuga haciaponiente, dispuesto siempre a virarhacia la playa, que aparecía visible ydistante solo seis o siete millas.

Mendoza rectificaba la puntería,murmurado y resoplando como una foca.

Sabido es que los tiros en el marsobre un cuerpo visible y con lasbruscas sacudidas que experimenta lanave, resultaban siempre dificilísimos,sobre todo desde los veleros, que notienen estabilidad absoluta a causa delas ráfagas de viento. La empresa delvizcaíno no era, pues, cosa digna derisa.

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Una violenta detonación hizoestremecerse al alcázar del «Rayo»; elcañón, al fin, había hecho fuego.

Mendoza y Barrejo, que estabancerca, saltaron en medio de la densanube de humo, en tanto que el conde yVerra se inclinaban sobre el puente,como si tratasen de seguir la trayectoriadel proyectil.

El vizcaíno lanzó un grito de cólera.No había caído el palo mayor, sino elmástil de la inmensa vela de gavia,tronchando algunos metros solo por bajode la cofa.

—¡Ah, lobo mío! —exclamó elconde—, no has arrancado al pájaro másque una pluma. Era un ala lo que yo

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quería.—Aún tengo cinco balas a mi

disposición, capitán —contestó elfilibustero.

—No te desesperes; una pluma ya esalgo, y el galeón no correrá como antes.

Un estampido formidable ahogó susúltimas palabras.

El galeón había disparado al mismotiempo todos sus cañones de babor; perocomo el alcance de la artillería antiguaera muy corto, los proyectiles nollegaron hasta la fragata.

—Esa gente tiene hierro y pólvorade sobra —dijo el conde—. ¿Habránquerido asustarnos? ¡Oh! Estamosfamiliarizados con esta música, ¿no es

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verdad, amigo Verra?—Sobre nosotros no produce el

menor efecto —contestó el oficial, queestaba llenando tranquilamente su pipa.Antes de que las balas lleguen hastanosotros, habré acabado de fumar.

Entre tanto, Mendoza, auxiliado poralgunos filibusteros, había vuelto acargar la pieza de artillería, no pudiendopor el momento servirse de la otra acausa de la posición que ocupaba lanave española.

Por segunda vez había corregido lapuntería.

Los españoles aprovecháronse enseguida de aquella tregua para asegurarla vela y clavar un trozo de madera en la

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cofa, dada la imposibilidad de sustituirel mástil.

—Compadre —dijo el gascón aMendoza—, cuidad de ganar losdoblones, o no podréis pagarme el quehabéis perdido en la bodega de lamarquesa.

El filibustero no respondió; seguíaobservando, moviendo lentamente laboca de la pieza de artillería paramantenerla en la línea del galeón.

El tiro salió; un segundo despuésestallaron un ¡viva! fragoroso y gritosde:

—¡Bravo, Mendoza!No era otra pluma lo que el vizcaíno

había arrancado a la nave adversaria. El

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palo mayor, tronchado por abajo de lacofa, había caído sobre el galeón,inclinándose violentamente del lado debabor.

En la caída arrastró la gran velalatina y la cuadrada, que cubrieron partede la tripulación.

—¡He aquí un tiro maravilloso! —exclamó Barrejo—. Mi doblón estáseguro.

—¿Estáis satisfecho, señor conde?—preguntó Mendoza, con aire detriunfo.

El señor de Ventimiglia, en vez deresponder, desenvainó la espada,gritando con voz tonante:

—¡Al abordaje, muchachos!…

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¡Dentro de diez minutos el galeón seránuestro!…

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E

CAPÍTULO XII

EL SECRETARIODEL MARQUÉS DE

MONTELIMAR

l galeón detenido en mitadde su carrera, no podía yaevitar el ataque de lafragata.

Los españoles, pasado el primermomento de terror, emprendieron la

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tarea de desembarazar al barco del palo,que podía impedirles los movimientos alocurrir el abordaje.

Atacáronlo con hachas y sierras, entanto que los hombres adscritos a lasbaterías iniciaban un fuego infernal, conla esperanza de mantener alejada a lanave corsaria. El «Rayo», a su vez,comenzó a responder con gran valor, yno solamente con la artillería. Losbucaneros habían subido a cubierta yviendo al galeón a tiro, prodigaron lasbalas, apuntando sobre todo a losoficiales.

La distancia desaparecíarápidamente, porque la fragata forzabasu marcha para impedir que los

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españoles se rehicieran.Los cañonazos sucedíanse a los

cañonazos, ora a lo alto para derribar laarboladura, ora hacia abajo, casi a niveldel agua para agujerear el casco.

Los hombres encargados de tapar lasbrechas abiertas por las balas, no sedaban punto de reposo y caían en grannúmero sobre los bancos.

También en la cubierta los estragoseran grandes, especialmente en elgaleón, que no tenía cañonesemplazados en el alcázar; además, susarcabuceros no podían competir en laprecisión de los tiros con losformidables bucaneros.

No habían transcurrido diez minutos,

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cuando el «Rayo» envuelto en una nubede humo, cayó sobre el «Santa María».

El lugarteniente, que empuñaba labarra del timón, abordó al barcoenemigo por la popa, enredando elbauprés en los obenques del artimón, entanto que los gavieros de proa hacíanesfuerzos para atenuar el choque.

La sacudida, sin embargo, fue tal,que las dos naves se inclinaron de unamanera espantosa, la una a babor y aestribor la otra.

La voz del hijo del Corsario Rojovibró como el eco de un clarín.

—¡A mí los bucaneros!… ¡Al puentelos hombres de baterías!…

Precipitóse hacia el castillo de proa,

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seguido del gascón que hacía con suacero terribles molinetes, de Mendoza,que esgrimía un hacha, y de losbucaneros, que habían vuelto a cargarsus arcabuces.

Treinta o cuarenta españolesinvadieron el alcázar para cerrar el pasoa los invasores, gritando con toda lafuerza de sus pulmones:

—¡Mueran los corsarios!… ¡Al aguacon ellos!…

El conde de Ventimiglia, el gascón yMendoza fueron los primeros, corriendopor el bauprés, en caer sobre la naveespañola, descargando las pistolas, y enasaltar el alcázar.

Precisamente en aquel instante la

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fragata que no estaba sujetada todavía algaleón con los garfios, retrocediódejando a los tres valientes.

El momento era trágico, porque losbucaneros no podían lanzarse alabordaje; hubieran tenido que salvar, deun salto media docena de metros, cosaabsolutamente imposible aun paraaquellos intrépidos cazadores, porágiles que fuesen.

Un grito resonó a borda de lafragata.

—¡Salvemos al conde!…Los españoles, armados con

espadas, hachas y alabardas, arrojáronsesobre los tres audaces invasores,seguros de vencerlos con facilidad.

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Tenían, sin embargo, que habérselas contiradores formidables.

El señor de Ventimiglia, sinaterrarse ante lo crítico de la situación,trabó resueltamente la lucha, esperandoa que bucaneros y filibusteros corriesenen su auxilio.

Digno sobrino del Corsario Negro,el tirador más famoso del Golfo deMéxico, lanzóse sobre los enemigos conímpetu feroz, trabando un combatehomérico.

El gascón, como si quisierademostrar que si los hijos de su tierraeran fanfarrones, poseían brazosrobustos y corazones intrépidos, leseguía, asestando golpes furiosos y

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gritando como un energúmeno:—¡Paso a los gascones!…Mendoza, por su parte, descargaba

hachazos tremendos, dividiendo yelmosy corazas y rompiendo espadas yalabardas.

Parecían tres diablosdesencadenados.

Silbaba la espada del conde ychocaban de una manera formidable elacero del gascón y el hacha delvizcaíno.

Sin embargo, la lucha de tres contraciento, porque las escotillas del galeónno dejaban de vomitar hombres, nopodía durar mucho tiempo sin auxilio delos bucaneros.

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Viendo al conde en peligro, aquellosmaravillosos tiradores abrieron untiroteo vivísimo, que los gavieros, desdelas cofas, dejaban caer cogiendo decostado a los españoles, en tantolanzaban granadas de las que entoncesse utilizaban para ser lanzadas con lamano, sin preocuparse del peligro deque estallasen bajo sus ojos.

Entre tanto los marineros de lafragata no permanecían ociosos. Conincreíble rapidez arrojaron los garfiosde abordaje, para unir a los dos barcosen estrecho y peligroso abrazo.

Ya el conde y sus compañeros iban aceder ante los españoles, que losrodeaban por todas partes, cuando los

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bucaneros saltaron sobre el alcázar delgaleón, sin esperar a que estuviesenunidos los dos grandes barcos.

Una descarga terrible, que produjoverdaderos estragos, obligó a replegarsea los invasores entre el trinquete y elmástil del artimón, donde rápidamentehabían levantado una barricada confardos, toneles, palos de recambio ycañones fuera de uso, que ya soloservían como lastre.

Toda la defensa del galeón debíaconcentrarse en aquel lugar.

El hijo del Corsario Rojo, que habíaescapado incólume del primerencuentro, reorganizó rápidamente a susbucaneros, que abandonaron los

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arcabuces para empuñar los cortos ypesados sables de abordaje, yemprendieron con ímpetu el ataque, entanto que los filibusteros asaltaban elalcázar del galeón, en medio de ferozgritería.

En seguida dirigióse el conde haciala barricada, pero tuvo que retrocederante la encarnizada resistencia de losespañoles, que se defendían con lasalabardas.

No se desanimó sin embargo, poreste primer fracaso.

Aguardó a que los filibusteros sereconcentrasen, y por segunda vez selanzó al asalto, mientras que las dospiezas de artillería disparaban metralla

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sobre el castillo de proa del galeón,donde se habían reunido veintearcabuceros que sostenían un fuegovivísimo y mortal.

Entre tanto, los artilleros de las dosnaves cambiaban desde las bateríaspistoletazos y algunos tiros de cañón,produciendo gigantescas llamaradas quepodían originar un terrible incendio.

Ante la barricada combatíase conciego furor.

Los españoles oponían resistenciadesesperadamente y no cedían el campo,aunque los bucaneros, que habían vueltoa empuñar los arcabuces —mucho másútiles que los sables en aquel momento—, los fusilaban casi a quemaropa y los

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gavieros continuaban lanzando granadas.El hijo del Corsario Rojo, seguido

del gascón, subió tres veces a labarricada, y otras tantas tuvo que bajar,para no caer bajo los golpes de las picasy de las alabardas.

—¡Amigos! —gritó, volviéndose uninstante hacia los filibusteros, queparecían vacilar—. ¡Un último esfuerzoy el galeón es nuestro!…

Por cuarta vez la tripulación de lafragata intentó el asalto con rabia feroz;después de un sangriento combatecuerpo a cuerpo, logró apoderarse de labarricada, no sin sufrir pérdidasconsiderables.

Los españoles, que no pudieron

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resistir aquel choque tan tremendo,replegáronse en masa hacia el castillode proa, tal vez con el propósito deintentar la última resistencia.

El señor de Ventimiglia, de pie en loalto de la barricada, levantó el acerotinto en sangre, gritando:

—¡La rendición o la muerte!…¡Elegid!…

Los españoles permanecieronsilenciosos, empuñando siempre lasarmas. De seguro que aquellos valientessentían el deseo de reanudar la lucha;pero después de contarse y decomprobar que sus pérdidas eranenormes y sus fuerzas escasas parareconquistar el terreno perdido,

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decidieron arrojar sus aceros sobre elpuente.

El capitán del galeón, un anciano deluenga barba blanca, que se había batidoheroicamente en primera fila, bajó laescala del castillo de proa y avanzó solohacia la barricada tras la cual estabanlos bucaneros con los arcabucescargados.

—¿Qué intentáis hacer ahora connosotros? —preguntó mirando al condecon ira—. ¿Arrojarnos al mar acaso?

El señor de Ventimiglia hizo con lacabeza un signo negativo; luego,avanzando unos pasos, con el sombreroen la mano, contestó:

—El hijo del Corsario Rojo, conde

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Ventimiglia y señor de Roccabruna y deValpenta, sabe estimar el valordesgraciado, señor.

—¡El hijo del Corsario Rojo! —exclamó el capitán del galeón—. ¡Elsobrino del famoso Corsario Negro! Lostripulantes de mi barco nada tienen quetemer de un caballero. Señor conde, ossaludo, ¿qué deseáis?

—Que me sea entregada una personaque se encuentra a bordo de vuestranave —contestó el señor de Ventimiglia.

—¿Quién es?—El secretario del marqués de

Montelimar.Un grito se dejó oír en medio de la

tripulación; luego, un hombre que

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representaba cuarenta años, de medianaestatura, con barba y bigote negro y ojospenetrantes, abrióse paso entre losmarineros y bajó rápidamente la escala.

—¿Me buscáis? —preguntó,avanzando hacia el conde.

—Sí, señor Robles —contestó elcorsario.

—¿Qué deseáis?—Que paséis a mi fragata.—¿Prisionero?—¿Suponéis que he asaltado el

galeón por el capricho de saquearlo o decausar estragos en sus tripulantes? Soyun filibustero muy distinto de los demás.

—Y del resto de la tripulación, ¿quéharéis?

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—Dejarla en libertad —contestó elseñor de Ventimiglia.

—¿Qué decís?—Que queda en libertad, repito.—Y entonces, ¿este furioso combate

no tenía más objeto que el de hacermeprisionero? —preguntó el secretario delmarqués de Montelimar, estupefacto.

—Precisamente.—Pero ¿qué es lo que de mí

deseáis?—No puedo decíroslo ahora mismo.

Pasad a mi fragata y que el galeóncontinúe su viaje.

—¿Sin saquearlo? —preguntó elcapitán, adelantándose.

El conde le contempló algunos

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instantes, sonriendo de su sorpresa;luego dijo:

—¿En cuánto estimáis las riquezasque contiene vuestro barco capitán?

—En diez mil doblones.—¿No lleváis barras de oro?—Ninguna.—Pagaré a mi gente los doblones

que hubiera podido saquear en vuestranave —contestó el conde.

—¿Y la bandera de España?—Continuará ondeando en el asta de

popa —respondió el conde—. Elpabellón español no se humilla ante elhijo del Corsario Rojo, mejor dicho,ante el conde de Ventimiglia. Vaya,todos sois libres, con excepción del

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secretario del marqués de Montelimar.El capitán del galeón, que

conservaba en la mano la espada, tintaen la sangre de los filibusteros, hizoademán de arrojarla a tierra, pero elconde le detuvo con un gesto rápido,diciéndole:

—Conservadla, señor, para otrasbatallas más afortunadas; yo no soy,como la mayoría de los filibusterosenemigo jurado de vuestra raza. Mebasta con cumplir mi misión.

—¿Cuál es?—Constituye un secreto que no

puedo confiaros. Señor de Robles,¿queréis seguirme, o no? De vuestrarespuesta depende la salvación de este

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barco. Si os negáis, juro que no quedarádel galeón ni una tabla flotante, que daréa mi gente la orden de saqueo y mandaréarriar la bandera española. Os concedoun solo minuto, nada más.

El secretario del marqués deMontelimar vaciló breves instantes;luego dijo:

—Antes que ver humillada a labandera de mi patria, me entrego, señorconde. Confío mi vida a vuestralealtad…

El señor de Ventimiglia no contestó.Entonces el secretario avanzó

algunos pasos.—Aquí me tenéis conde —dijo.—A bordo, amigos míos —ordenó

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el corsario.Filibusteros y bucaneros

abandonaron la barricada y se dirigieronlentamente hacia la fragata, sin dejar deapuntar con los arcabuces a losespañoles, por miedo a una sorpresa.

El secretario del marqués deMontelimar, intensamente pálido, losseguía.

Cuando el hijo del Corsario Rojolos vio atravesar el bauprés y poner elpie en el castillo de proa del «Rayo»,gritó con voz tonante.

—Retirad los garfios de abordaje ydesplegad las velas.

La maniobra fue ejecutada por losmarineros de servicio, en tanto que los

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artilleros, temerosos de una sorpresa,permanecían inmóviles en las baterías.

El conde, de pie en la elevada proade la fragata, quitóse el sombrero, ydespués de levantar la espada, la bajó,gritando a sus subordinados:

—¡Saludad la insignia de la viejaEspaña! ¡Os lo ordena el sobrino delCorsario Negro y del Verde! ¡Saludad alos valientes!

En tanto que la fragata, libre de losgarfios de abordaje, retrocedíalentamente, los bucaneros hicieron unadescarga con los arcabuces, apuntandohacia arriba, con no poco asombro delos españoles, que continuabanagrupados en el castillo de proa del

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galeón.Los hijos de la hidalga tierra

española no quisieron ser menos que losfilibusteros y disparaban también alaire, gritando:

—¡Buen viaje!La fragata emprendió de nuevo su

ruta hacia el poniente, mientras elgaleón, que había salido mal parado dela refriega, ponía la proa hacia la costadominicana para buscar refugio encualquier puerto.

—¡Mil truenos! —exclamó elgascón, cuando los dos barcos sehallaron distanciados trescientos ocuatrocientos metros—. ¡Estos soncombates!… Pero el caso es que

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después de tantas fatigas, no he sacadoun maravedí. Si hubiese estado en elpuesto del señor de Ventimiglia, deseguro que no dejo un doblón siquieraen aquel maldito buque. ¡Veinte muertospor apoderarse de un mísero secretario!¡Esto no valía una pipa de tabaco!

Volvióse hacia Mendoza, que nomenos avaro que él, contaba el dineroque el conde, como hombre de palabra,había hecho distribuir en compensaciónde los diez mil doblones que llevaba abordo el barco español.

—¡Hola, compadre! —exclamó—.Por lo visto os han pagado.

—El conde es un perfecto caballero—dijo Mendoza—. Tiene palabra de

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rey.—Pues no os olvidéis de aquel

doblón que apostamos en la bodega dela marquesa. ¿Era Jerez o Alicante?

—Jerez.—Los vizcaínos son menos atentos

que los gascones. ¡Vive Dios!… EraAlicante. De vinos españoles entiendomucho.

—Los vizcaínos son muy atentos —contestó gravemente Mendoza—.Reconozco mi error; mas por ahora,amigo Barrejo, no cobraréis vuestrodoblón, porque habiéndolo apostado enuna bodega, en otra bodega debemosbeberlo. ¿Qué os parece?

—En mi vida he visto una persona

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más astuta —refunfuñó Barrejo. Yocreía que los gascones eran los másastutos del orbe, pero ahora descubro,que los vizcaínos son…

—¿Qué?… —preguntó Mendozariendo.

—La flor de la truhanería.—¿Queréis provocarme, amigo

Barrejo? Ya sabía que los gascones sonespadachines y además camorristas.

—¿Y los vizcaínos?—Testarudos.—Una palabra muy sonora que nada

dice —replicó el gascón.—¡Caracoles!… Quiere decir que

cuando un vizcaíno afirma una cosa,vivo o muerto será siempre aquello.

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—¡Ah!… ¡Ya comprendo!… Aludísa lo de beber el doblón —dijo elaventurero, riendo.

—Veo que sois perspicaz.—¡Que el diablo os lleve!—Tened por seguro que nos

beberemos el dinero en cualquiertaberna de la América Central —replicóMendoza.

En tanto que los dos camaradasdiscutían acerca del doblón y la fragataproseguía su rumbo hacia poniente,reparando lo mejor posible los dañossufridos en el encarnizado combate, elseñor de Ventimiglia rogó cortésmente alsecretario del marqués de Montelimarque le siguiese a su camarote.

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—Sentaos, caballero —dijo elconde, después de cerrar la puerta,indicándole una silla—. Tenemos muchoque hablar.

—Me asombra extraordinariamente—contestó el señor Robles, queaparecía pálido y muy agitado—. Creo,señor, que nos vemos por vez primera.

—No es así, porque desde hacealgunos meses me encuentro en aguasdel golfo de México.

—¿Con qué objeto?—Ante todo con el de encontraros

—contestó el conde, tomando asientofrente al secretario.

—¿Sois, pues, un hombre notable?—Ahora lo sabréis. Por teneros

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entre mis manos, he puesto en peligro mifragata, mi vida y la de mis valientessubordinados. ¿Sabéis quién soy?

—El hijo del Corsario Rojo…—¿Habéis conocido a mi padre?El secretario del marqués de

Montelimar se puso lívido, pero norespondió.

—Caballero —observó el conde conacento áspero—, no olvidéis que oshalláis completamente a merced mía yque si soy noble, llevo también en lasvenas sangre de los formidablescorsarios que devastaron las coloniasespañolas del golfo mexicano.Responded a mi pregunta.

—Pues bien, sí lo he conocido —

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contestó el señor de Robles.—¿Dónde?—En Maracaibo.—¿Cuándo?—El día anterior a su suplicio.Esta vez fue el conde quien se puso

intensamente pálido, en tanto que unrelámpago de ira le iluminaba los ojos.

—¿Sabían que ahorcaban a unnoble? —preguntó con voz sorda,apretando los dientes.

—Creo que sí.—¿Quién pronunció la sentencia de

muerte de mi padre y de todos losmarineros que se salvaron delnaufragio?

—No lo sé.

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—Es inútil que tratéis de engañarme—exclamó el señor de Ventimiglia,poniéndose en pie—. Fue el marqués deMontelimar.

—¿Por qué me lo preguntáisentonces?

—Porque deseaba adquirir completaseguridad.

El conde avanzó algunos pasos;luego, deteniéndose bruscamente ante elsecretario del marqués de Montelimar,le dijo:

—Mi padre y mis dos tíos, elcorsario Negro y el Verde, habíanvenido a América para vengar a unhermano mayor, muerto a traición por elduque de Wan Guld y no para robar y

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saquear como los filibusteros de laTortuga.

—Ya lo sabía por vuestro embajadoracreditado en la corte del duque deSaboya —contestó el señor de Robles.

El conde hizo un ademán con ladiestra, como para alejar algún lejanorecuerdo; luego dijo:

—Volvamos a nuestro tema, señor.Mi padre, antes de partir para Américaen compañía de sus hermanos elCorsario Negro y el Verde, casó con unaprincesa del Brabante, que murió aldarme a luz. No sé en qué épocacontrajo aquí segundas nupcias con lahija del gran cacique Hara, rey deDarién, de la cual tuvo una hija. ¿No

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habéis oído hablar de esto?—Sí, vagamente.—Cuando el buque de mi padre

naufragó en las costas de Maracaibo, laniña pudo salvarse, ¿no es verdad?

—¿Quién os lo ha dicho?—Cierto día, revolviendo las cartas

de mi padre, supe que tenía unahermanita en América. Morgan, que enla actualidad es gobernador de Jamaicay está casado con Yolanda, la hija delCorsario Negro, me ha confirmadorecientemente la exactitud de la noticia.¿Qué hizo el marqués de Montelimar conaquella niña? ¡Hablad, vive Dios!Porque si cometió alguna infamia, ¡aydel marqués!… ¡Un Ventimiglia no

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perdona!…El hijo del Corsario Rojo, al

expresarse de esta manera, aparecíaterrible.

Su rostro, alterado, tomaba unaspecto salvaje y sus ojos despedíanrelámpagos siniestros.

—¿Me habéis comprendido? —gritócon furia—. ¿Qué ha sido de mihermana? He venido expresamente aAmérica para buscarla, y estoy resueltoa asolar el Continente entero. Os repitoque llevo en las venas sangre de gentede guerra y de corsarios, y haré ver avuestros compatriotas de lo que es capazun Ventimiglia.

—Calmaos, señor conde —dijo el

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secretario.—¿Vive mi hermana, o ha muerto?—Vive.—¿Me lo juráis?—Por mi honor.—Con esta afirmación habéis

salvado la vida del marqués.—¿Pensabais matarlo?—Sí, con una buena estocada —

repuso el conde—. Un noble no rehúsabatirse cuando otro noble lo desafía.¿Dónde está mi hermana?

—¡Oh!… No lo sé, señor conde; oslo juro por mi honor.

—¿Habrá que poner vuestro honoren duda? —preguntó el señor deVentimiglia con un gesto de amenaza—.

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¿Tendré necesidad de ir en busca delmarqués para pedirle noticias de mihermana? Contestadme.

El secretario palideció, luegoenrojeció vivamente.

—Señor conde —dijo con voztemblorosa—, cuando un español jurapor su honor, no hay noble en Europacapaz de desmentirle. Si dudáis, estoydispuesto a cruzar mi espada con lavuestra.

El señor de Ventimiglia locontemplaba con profunda sorpresa.Durante algunos segundos oprimió laempuñadura de su acero; luego dijo:

—No, señor; no hay motivo para quenos matemos. Os he ofendido

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injustamente, y como caballero, os pidomil perdones. ¿Ignoráis, pues, dónde seencuentra mi hermana?

—Oí decir una noche al marqués deMontelimar que la había confiado a unmayoral de la costa del Pacífico.

—¿De Panamá, o de dónde?—Esto no lo sé, os aseguro

solemnemente, señor de Ventimiglia.—¿A un mayoral? ¿Qué es? No

conozco a fondo vuestra lengua.—Es una especie de mayordomo —

contestó el señor de Robles.—¿No lo conocéis?—No.—Entonces será preciso que yo vaya

a buscar al marqués.

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—En el supuesto de que logréisaveriguar dónde se encuentra.

—Ya lo sé —repuso el conde.—¡Imposible!…—En ese caso os diré que el

marqués se halla actualmente en PuebloViejo.

El señor de Robles dio un brinco ehizo un gesto de ira.

—¿Quién os lo ha dicho? —preguntócon los dientes apretados—. Lamarquesa de Montelimar, ¿no es cierto?¡Oh!… sé que siempre ha odiado a sucuñado, como sé también que hafavorecido vuestra fuga de Santiago.

—Os engañáis, señor —repuso elconde—. Lo sabía con anterioridad por

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mi primo Morgan.—¿El hombre funesto que saqueó a

Panamá y que se ha casado con Yolanda,la hija del Corsario Negro?

—Precisamente señor de Robles.El secretario del marqués de

Montelimar se mordió los labios hastahacerse sangre.

—¿Y vais a ver al marqués?—Ya os he dicho que he venido a

América, ante todo, para buscar a mihermana.

—¿Y luego?—¡Ah!… Lo demás no os interesa,

señor.—Pero se adivina: habéis

emprendido el viaje para vengar a

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vuestro padre.—Yo no he dicho tal cosa.

¿Conocéis el lugar donde se encuentra lasobrina del gran cacique del Darién?

—Os repito que no. Fue confiada aun mayoral, he aquí todo cuanto sé.

—Me lo dirá el marqués —replicóel conde, levantándose impetuosamente—. Entretanto, os advierto que sois miprisionero hasta que haya cumplido mimisión, y que dos hombres os vigilaránnoche y día. No contéis, pues, con unatentativa imposible de fuga, porque misfilibusteros son de una fidelidad a todaprueba y no vacilarán un solo instante enmataros. Además, haré cuanto está a mialcance para que os resulte menos dura

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la prisión, porque comeréis en mi mesay seréis tratado con todas lasconsideraciones que se merece uncaballero español. Y hasta la vista;podéis retiraros a descansar a vuestrocamarote, que está enfrente; sois mihuésped.

Dicho esto, salió el conde y subió acubierta, donde le aguardaban con vivaimpaciencia su lugarteniente, Mendoza yel terrible gascón.

—¿Sabéis algo? —le preguntóVerra.

—He adquirido al fin la certeza deque mi hermana vive —contestó el señorde Ventimiglia—. No podéis imaginar eldeseo que tengo de ver a esa niña de

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color obscuro. Será muy celebrada en lacorte del duque de Saboya, donde no seignora la historia de los tres formidablescorsarios.

Luego, volviéndose hacia Mendoza,le preguntó:

—Tú que eres uno de los más viejosfilibusteros y que combatiste con mipadre y con mis tíos, ¿crees que mebastaré solo para llevar mi empresahasta el fin?

—No, señor conde —contestó elmarinero—. No se repite dos veces lafortuna de Morgan, y los españoles sonmuy fuertes en la América Central.¿Quién negará auxilio al hijo delCorsario Rojo y al sobrino de los

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corsarios Verde y Negro? ¿Acaso nooperan los más famosos filibusteros alotro lado del istmo? David, Pusley yGrogner están allá. Vamos en su busca yninguno de ellos rehusará poner susnaves, su gente, sus espadas y sus piezasde artillería a la disposición de unconde de Ventimiglia.

—¿Lograremos encontrarlos?—Sé positivamente que después de

la desastrosa expedición hacia elestrecho de Magallanes han conquistadola isla de San Juan, y allí meditan algúngolpe audaz contra los españoles.

—¿San Juan has dicho?—Sí, un islote que no dista más que

cinco leguas del continente. Vamos en

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busca de esos bravos, señor conde, ycogeremos al marqués de Montelimar, ala vez que saqueamos de nuevo Panamá.Los filibusteros no conocen el miedo,siempre los encontraréis dispuestos aacometer cualquier empresa.

—Son los modernos gascones —dijo Barrejo—. ¡Qué gente tanmaravillosa!

El conde permaneció un instantesumergido en su pensamiento; luegoexclamó:

—Creo también que no es posibleobrar de otra manera. El auxilio de esosterribles filibusteros me esindispensable para combatir con elmarqués de Montelimar. ¿Será cierto,

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Mendoza, que se encuentran en lascostas del Pacífico? Morgan me aseguróque habían partido hacia el Sur paradoblar la Tierra de Fuego y volver algolfo.

—Exacto, señor conde, pero laempresa les salió mal y la mayoría delos expedicionarios volvió hacia elSeptentrión. Se dice que suman más deochocientos hombres y que se proponensaquear toda la América Central.

—¡Oh!… Con semejante fuerza nome asombraría. Sé bien cuánto valenesos hombres. ¿Y dónde dejaremos lafragata?

—En la isla Tortuga, señor —contestó el lugarteniente—. Ya sabéis

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que los españoles no se atreven a atacarla roca de los filibusteros. ¿Queréisconfiarme el encargo? Dejadme treintahombres y de mi cuenta corre burlar alas carabelas y a los galeonesespañoles.

—Además, ¿no contáis con vuestroprimo? —dijo Mendoza—. La Jamaicatiene puertos seguros y el señor Morganes hombre capaz de defender vuestrafragata de todos los ataques de losespañoles y de cubrirla con la banderainglesa.

—Mejor será —replicó el señor deVentimiglia—. Verra, indicad la ruta alos pilotos y vamos, ante todo, a PuebloViejo, en busca del marqués de

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Montelimar. ¡Ay de él si no me reveladónde se encuentra mi hermana!… ¡Seréimplacable como mi tío, el CorsarioNegro!…

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SEGUNDAPARTE

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—¿Y

CAPÍTULO I

DOS FILIBUSTEROSFANFARRONES

esto es Jerez, oAlicante?

—Os juro pormi vida que ya no

lo distingo, compadre.—¿Habéis bebido demasiado?—¡Un gascón! ¿Qué estáis diciendo,

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amigo Mendoza?… ¿Queréisofenderme?

—No, por cierto, camarada.—Los gascones no toleran ofensas.—De sobra lo sé, amigo Barrejo —

contestó el compañero—. ¿Acaso nosomos del mar de Vizcaya?

—Vos sois de la otra orilla.—Pero en cambio, vos no sois

marinero, y por tanto no sabéisorientaros.

—¡Un gascón!…—Lo dicho… No sabéis orientaros

en cuestiones de vinos. ¿Deseáis unaprueba? Pues ignoráis si en estemomento bebemos Jerez o Alicante.

El aventurero rascóse la cabeza,

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haciendo algunas muecas, luego cogió elvaso que tenía delante y con gransolemnidad bebió el líquido quecontenía.

—Os advierto, compadre, que nopago lo que estáis consumiendo, porqueel famoso doblón que apostamos en labodega de la marquesa de Montelimarnos lo hemos ya bebido.

—¿Todo el doblón? —gritó Barrejo.—Acaba de decírmelo el tabernero.—Ese individuo es un ladronzuelo…

¡Qué nos hemos bebido un doblón! ¿Acuánto cobra la botella?

—¡Qué sé yo! La aritmética nunca hasido mi fuerte.

—Os repito que es un ladronzuelo.

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—Es probable; sin embargo, no iré adecírselo en su cara.

—Porque no sois gascón.—¿Tenéis ganas de pendencia? Ya

sabéis que el señor conde nos harecomendado gran prudencia,advirtiendo que nos encontramos enmedio de enemigos.

—Un gascón no siente nunca miedo.Voy a romper la cabeza a ese truhan, quecobra por cualquier botella variosdoblones.

—Uno… uno solo, compadre —dijoMendoza.

—En Gascuña, con un solo doblón,se bebe un año entero.

—Aquí estamos en América.

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El gascón, que había bebidodemasiado se puso en pie de un salto.

—¡Ladrones taberneros! —gritó,rompiendo el vaso que acababan deservirle—. ¡Eso es vaciar los bolsillos!…

Esta escena cómica, que según todaslas probabilidades podía convertirse entrágica de un momento a otro, ocurría enuna de las numerosas tabernas de PuebloViejo, ciudad española, distante a losumo diez leguas de la costa del OcéanoPacífico, bien defendida por fuertes yartillería, y que comenzaba en aquellaépoca a adquirir cierta importancia apesar de la vecindad de Nueva Granada.

La taberna era una de las más

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respetables de la ciudad, frecuentadaasiduamente por los vecinos del Golfode México, cargados de oro y dispuestossiempre a promover alborotos; y todoello, porque el tabernero ofrecía a sudistinguida clientela Jerez y Alicanteauténticos, que habían atravesado elAtlántico.

Ante la injuria del gascón, de entrelos treinta o cuarenta bebedores queocupaban en aquel momento la sala de lataberna vaciando sus vasos y charlandoamistosamente de mesa a mesa, elevóseun grito de indignación:

—¿Quién nos ofende?—¡Arrojad a ese borrachón!—¡Acogotad a ese mamarracho!…

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—¡Fuera!… ¡Fuera!…El gascón púsose en pie, rojo como

un cangrejo cocido, apoyada la siniestrafieramente en su terrible acero.

—Parece que se grita contra mí —dijo, clavando en los concurrentes susojillos negros.

—¡Fuera, mentecato! —voceó unhombre muy barbudo, que llevaba alcinto una espada no menos larga que ladel gascón.

Barrejo volvióse hacia el vizcaíno,que seguía bebiendo tranquilamente,como si la cuestión no le interesase.

—Compadre, ¿habéis visto quégente más descarada? —le preguntó.

—Cuando paladeo vino bueno, me

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vuelvo sordo —contestó el vizcaíno,que se mordía los labios para no reír.

—Yo hago una tortilla con todosestos papagayos…

—Cuidado con esos papagayos quetienen pico y garras y son capaces dedespedazar a un gascón —repusoMendoza—. Pican fuerte y no les faltavalor cuando llega el caso, yo os loaseguro.

Los aventureros se habían agrupadoen un ángulo de la sala, gritando sincesar:

—¡Fuera!… ¡Fuera!…—¿A quién decís fuera? —rugió el

gascón, con voz de trueno.—A ti, que eres un borracho —

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respondió el hombre de las barbas.—¡A un gascón!…En aquel momento apareció el

tabernero, armado con una pesadacacerola y seguido de cuatro pinchesque se habían provisto de asadores tanapresuradamente que uno de ellosllevaba ensartado un ánade mediotostado.

—¿Qué quiere esta gente? —preguntó Barrejo.

Luego, al ver el ánade clavado en elasador, exclamó con voz ronca:

—¡Ese muerto para mí, taberneroladrón!… Nos servirá de cena, yo pagoahora; ¿os conviene Mendoza?

—¡Te rompo las narices, idiota! —

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chilló el tabernero—. Y después teabriré la cabeza con la cacerola.

Una carcajada estrepitosa resonó aloír la respuesta del tabernero; pero elterrible gascón no se rio.

—¡Mil truenos! —gritó—. ¿Desdecuándo se ataca a los gascones acacerolazos?… Tabernero bribón, dejaal menos el puesto de sus ayudantes.Estos tienen asadores, y los asadoresson armas en todos los países delmundo.

Todos riéronse de la respuesta deBarrejo; pero acaso con más ganas quenadie, rio el vizcaíno, aunque ledesagradaba aquel tumulto tancomprometedor, después de las

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recomendaciones del hijo del CorsarioRojo.

—Este hombre es peligroso —repetía el bravo marinero—. Mi doblónse le ha subido al cerebro y no sé lo queacabará haciendo este pariente próximodel diablo. Es probable que nuestramisión termine aquí.

El tabernero, irritado por la risaburlona de los concurrentes, levantabala cacerola vociferando furiosamente:

—¡Fuera de aquí borrachón, o terompo los hocicos! ¡Ea… pronto!… ¡Noquiero escándalos en mi casa!…

Barrejo, de rojo que estaba, se pusopálido.

—¡Miserable! —exclamó—. Los

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animales como tú son los que tienenhocico. Te sacaré la sangre y la daré abeber a esta digna compañía.

Un grito de indignación se alzó entrelos presentes.

—¡Bébela tú!…—¡Vive Dios! —gritó el gascón—.

Entonces la beberá mi espada.—Si tiene sed —dijo Mendoza, que

no cesaba de reír.El tabernero avanzó algunos pasos

más, empuñando siempre la terriblecacerola.

Era un hombre alto y muy grueso,capaz de dar una lección solemne alaventurero, si en las manos hubiesetenido algo mejor que una vasija de

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cocina.Seguro del eficaz auxilio de sus

ayudantes y de los clientes, dirigiósecon aire resuelto hacia el gascón,exclamando:

—¿Sales o no, borracho? A mitaberna viene gente honrada, poco amigade que la molesten.

—Y que se deja robar a mansalva —contestó Barrejo—, porque eres elladrón mayor que he conocido.

—¡Yo ladrón! —chilló el taberneroenfurecido—. ¡Ahora verás!…

Y avanzó algunos pasos,amenazando hacer uso de la cacerola.

El aventurero, perturbado por elexceso de bebida, sacó con aire

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majestuoso la espada y se pusoarrogantemente en guardia, diciendo aMendoza:

—¡Adelante los gascones!El lobo de mar permaneció

tranquilamente sentado ante su vaso,todavía casi lleno, diciendo:

—¡Dejaos de camorras, compadre!Barrejo hizo una mueca, luego

lanzóse como un toro furioso contra eltabernero, vociferando igual que unloco:

—¡Paso a los gascones!…Su acero cayó con estrépito

ensordecedor sobre la cacerola,haciéndola volar al otro lado de la sala;luego se dirigió contra el ayudante, que

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aún tenía ensartado el ánade en el asado.Pinchar al ave con una estocada

maravillosa y arrojarla sobre la mesa,precisamente ante Mendoza, fue obra deun segundo.

—Para la cena, compadre —dijo—.El Jerez me ha despertado un apetitoasombroso. Nos comeremos ese animaldespués que reparta unos cuantoscintarazos entre esta gente. ¡He aquí loque saben hacer los gascones!…

Los pinches y el tabernero,asustados por el terrible aspecto delvalentón, echaron a correr hacia lacocina, tirando los asadores; pero nohuyó el hombre barbudo, verdadero tipodel aventurero recién llegado de México

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o del Perú.—Señor —dijo adelantándose y

desenvainando a su vez la espada—.Contra los pinches del tabernero lucháismaravillosamente y hasta hacéis volar alas cacerolas. ¿Y a las espadas? Querríaver si sois capaz de otro tanto. Noshicisteis reír al principio, y ahoraempezáis a fastidiarnos. O salís de aquíu os atravieso de parte a parte.

Mendoza, que hasta entonces habíareído, alzóse, desenvainandorápidamente su acero.

Barrejo volvióse hacia él,diciéndole:

—Compadre, dejad a los gascones,que no necesitan auxilio.

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—Habéis bebido demasiado y unaestocada nadie puede evitarla.

—Yo os daré, camarada, un solemnementís…

El hombre de las barbas golpeó elsuelo con la espada y dijo con ira:

—Me parece que habláisdemasiado. Voy creyendo que soispapagayos.

—Si no soy sordo, habéis llamado aun gascón papagayo —gritó Barrejo.

—Gascón o no gascón, os digo quesi no sois un papagayo, seréisseguramente una mona roja —aulló elaventurero, cada vez más furioso.

—Compadre, ¿habéis oído? —preguntó el gascón, volviéndose hacia

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Mendoza, que a duras penas podíacontener la risa—. Nos ha llamadomonas rojas.

—A vos solo —contestó elfilibustero.

—También lo digo a vos —replicóel aventurero, irritado.

—¿Qué contestáis a esto, compadre?—preguntó el gascón.

Mendoza dejó la espada sobre lamesa y abrió una navaja, que sacó delbolsillo.

En medio del profundo silencio quereinaba en la sala, dijo con voz grave:

—Si mi camarada no acaba con vos,este acero, que equivale a un tercio devuestra espada, os atravesará la

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garganta.—¡Uf! ¡Qué par de fanfarrones! —

exclamó el aventurero.—Compadre, aguardad un poco a

que le haga la barba —dijo el gascón—.Podría desviarse la hoja.

—Antes te tragarás mi espada.—No me agradan esos bocados —

contestó Barrejo.—¡Acércate, bribón!—¿Bribón yo?—¡Mentecato!… ¡Cobarde!…—¡Un gascón!—¡Avanzad, tunantes!—¡Te corto las orejas!El gascón dio algunos pasos, con la

espada extendida, amenazando atravesar

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al aventurero.Este saltó bruscamente hacia atrás y

se puso en guardia.—No sabes tirar —dijo el gascón—.

Crees que tienes delante a un indio y noa un maestro de armas. Saca un poco lapierna izquierda, ¡por Baco!… Así sepondría en guardia un principiante.

—¿Sí?… ¡Pues toma!… —rugió elaventurero, asestándole un golpefurioso.

El gascón lo paró con rapidez.—No es así como se ataca —dijo el

soldado—. Tu maestro no valía nada;era un verdadero asno.

—¿Pretendes enseñarme la esgrima?—rugió el adversario, resoplando con

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fuerza.—Un gascón es capaz de dar

lecciones de esgrima a todos lostiradores del mundo, salvo a lositalianos… ¡Ah!… Estos sonverdaderamente terribles y hacen sudar.

—¡Atacad en vez de charlar tanto,mona roja!…

Los bebedores, que se habíanpegado a las paredes por temor derecibir alguna estocada, por tercera vezdejaron escapar una carcajadaestrepitosa.

El gascón los miró de reojo.—Silencio o después me las

entenderé con vosotros —advirtió—.Las monas rojas, en ocasiones, son

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peligrosísimas.—Basta ya, charlatán —gritó el

aventurero—. Tira o mando que tetraigan de beber.

—Has lo que quieras, pero teadvierto que vaciaré la copa después dehacerte la barba y una ligera sangría.Esa pierna continúa fuera de su sitio…Sácala un poco más…

—Ya está bien.—Aún es poco; levanta la mano

izquierda. ¡Qué diablo! Tu maestro novalía un higo seco.

La respuesta fue una terribleestocada, que habría indudablementeatravesado al gascón de parte a parte sino hubiese estado listo en pararla.

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—¡Muy bien! —exclamó Barrejo—.Vuestro maestro no era muy asno.

—Era del Brabante —dijo elaventurero.

—Escuela flamenca… ¿Habéisestado en Brabante?

—Sí.—¡Oh!… ¡Y yo que os había tomado

por un español auténtico!—No, soy flamenco.—Me complace saberlo —contestó

Barrejo, siempre tranquilo—. Noconocía esa escuela hasta ahora.Tiradme otra estocada.

—¿Creéis estar en una sala deesgrima? Os advierto que tengo elpropósito de mataros.

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—Pues a ello, y no os preocupéispor mi persona —dijo Barrejo.

—Entonces parad esta…El gascón dio un salto atrás, mirando

con cierto estupor a su adversario.—Estos son golpes maestros —

murmuró—. El asunto comienza aponerse un poco serio. ¡Cuidado,gascón!

El aventurero volvió a la carga,deseoso de acabar cuanto antes conaquel endiablado charlatán.

Le asestó, una tras otra, cuatro ocinco estocadas con rapidez vertiginosa;luego, al ver que no lograba su intento,pasóse la espada de la mano derecha ala izquierda, diciendo al gascón, que

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siempre había parado los golpes conhabilidad extraordinaria:

—Ahora te obsequiaré con laestocada secreta que me enseñó aquelasno, como tú has llamado a mi maestro.

—Y, volviéndose hacia el taberneroy los pinches, que permanecían comoclavados en la puerta de la cocina,añadió:

—Preparad las velas para estehombre; antes de medio minuto serácadáver…

El gascón no pudo contener unmovimiento de cólera.

—¡Tonnerre! —exclamó—.¿Quieres asustarme? Si no fuese gascón,te confieso que tus lúgubres palabras me

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habrían impresionado siniestramente.Luego, mirando al tabernero, que ya

había vuelto llevando en la mano dosvelas, dijo:

—Deja por ahora las luces en lacocina; ¡rayos del infierno!, aún estoyvivo y no es muy probable que medividan por mitad. No soy de merengue,y aquí dentro tengo huesos, y huesosgascones.

—¡Fanfarrón! —exclamaron losconcurrentes.

Mendoza empuñó la espada ydirigiéndose hacia ellos, dijo con vozgrave:

—¡Silencio!… Aquí se juega la vidade dos hombres y no debéis hablar.

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Amigo Barrejo, en guardia.—Dejadme a mí, compadre —

contestó el gascón—. Siento curiosidadgrandísima por conocer esa famosaestocada secreta de los maestrosflamencos. Cuando vuelva a mi patria,se la enseñaré a los amigos.

La calma asombrosa de aquelterrible espadachín impresionaba a losbebedores.

En la taberna reinó profundosilencio. Habríase dicho que todosretenían el aliento para no turbar a losdos adversarios.

El hombre de las barbas púsose enguardia, doblando una rodilla yreplegándose sobre sí mismo, acaso

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para no ofrecer demasiado blanco algascón.

Su acero permanecía extendido enlínea recta sin la más ligera oscilación.Seguramente estudiaba su golpemisterioso.

Barrejo le contemplaba atentamente,como si tratase de leer en sus ojos laestocada que estaba meditando.

Habíase descubierto por completo.—Debe de estar muy seguro de sí

mismo —murmuró Mendoza, que eratambién diestro en la esgrima—, paraexponerse de tal modo.

El flamenco seguía inclinándosecada vez más; apoyó la mano izquierdaen el entarimado y avanzó, teniendo

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siempre la espada en línea.Barrejo observaba todos aquellos

movimientos misteriosos,preguntándose, no sin cierta inquietud,qué meditaría su adversario.

Seguramente habría preferido unataque furioso, acompañado de gritos yde estocadas aparatosas. A pesar detodo, el hombre conservaba una calmaadmirable y no apartaba un solo instantesus ojos de los del flamenco. Parecíaque trataba de fascinarlo como lasserpientes fascinan a los pajarillos.

En la sala seguía reinando silencioabsoluto. Todos esperaban con ansiedadaquella terrible estocada, queprobablemente enviaría al otro mundo a

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uno de los dos adversarios.De pronto el flamenco, que no había

cesado de inclinarse cada vez más,arrastrándose como una serpiente, saltócon ímpetu terrible.

Su acero centelleó un solo instante, yla punta se dirigió, no hacia el corazón,sino hacia el bajo vientre deladversario.

Oyóse un golpe seco, y con inmensoestupor de todos, la espada delflamenco, en vez de desgarrar losintestinos de Barrejo saltó hacia elfondo de la sala, rompiendo algunasbotellas que se encontraban sobre unamesa.

El aventurero levantóse en el acto,

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mirando con espanto al gascón, que sedesternillaba de risa, en tanto que losespectadores prorrumpían en un aplausofragoroso, gritando:

—¡Bien parada!…—¡Admirablemente!…—¡Sois un maestro!…—¡Ofrezcámosle de beber, diantre!

…El hombre de las barbas, rojo de

cólera, acercóse al gascón, diciéndole:—Me has vencido… ¡mátame!—¡Yo!… Soy incapaz de matar ni a

los mosquitos, y eso que algunas vecesno me dejan dormir. ¿Qué voy a hacercon tu piel? Si fuese de un tigre o de unapantera, valdría alguna cosa, pero la de

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un hombre solo podría aprovechar a losantropófagos del Darién, y esos estánmuy lejos.

—¿Eres una plaza inexpugnable?—Soy una roca gascona —contestó

Barrejo.—¿Qué debo hacer ahora? ¿Coger la

espada y comenzar de nuevo el duelo?—Poco a poco —dijo el tabernero

adelantándose—. No os devolveré laespada si antes no me paga ese señor lascuatro botellas de aguardiente y las dosde Málaga auténtico que ha hechopedazos.

—¿Quién las ha roto?—Vos.—¿Y pretendéis que pague?…

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—Diez piastras.—¡Miserable!… —rugió Barrejo—.

Antes me has robado un doblóndándome a beber veneno y ahora quieresrobarme diez piastras.

—¡Basta! —vociferó el tabernero—.¡Fuera de aquí, tunante!

—¡Cuerpo de Satanás! —exclamó elflamenco—. El tabernero se ha vueltoloco. Dame la espada o echo a rodartodas las botellas que hay en la tienda.

—Págame las diez piastras —vociferó el tabernero.

El gascón hizo con su acero unterrible molinete, gritando:

—¡Adelante los gascones, losvizcaínos y los flamencos!… ¡Acabemos

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con este idiota!…El idiota, sin embargo, aunque no

era hombre de espada, no carecía devalor, porque arrojó sobre los dosfilibusteros y el flamenco, que se habíaunido a ellos, una cacerola, en tanto quesus ayudantes, no menos enfurecidos queél, hacían volar platos y botellas,produciendo un estrépito infernal.

Los bebedores, espantados,temiendo volver a sus casas con lacabeza rota, echaron la puerta abajo yhuyeron precipitadamente.

Barrejo, Mendoza y el flamencohacían cara con denuedo al ataque deltabernero y de sus cuatro criados,arrojando sillas y escabeles en todas

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direcciones y rompiendo frascos ybotellas.

Jerez, Málaga, Alicante, Oporto yaguardiente corrían por los bancos y lasmesas, en tanto que platos, botellas,cacerolas, asadores y espumaderasseguían volando por la sala en todasdirecciones, aumentando los daños.

—¡Acabemos con esos pillos! —gritaba el gascón, que se revolvíafuriosamente entre la granizada deproyectiles, asestando terriblesestocadas.

El flamenco derribó una mesa y separapetó tras ella, empezando a tirarvasos y botellas con rapidez prodigiosa,en tanto que el vizcaíno no cesaba de

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lanzar escabeles.Aquella batalla duraba ya algunos

minutos, cuando uno de los bebedores,que acababa de salir, volvió a entrar,gritando:

—¡La ronda!… ¡Escapad!…Barrejo cogió la mesa tras la cual se

parapetaba el flamenco y la arrojó sobreel tabernero y sus ayudantes, haciendoañicos más de cincuenta botellasalineadas en el mostrador.

Los cinco hombres, asustados delestrépito producido por los vidrios,enfilaron a la puerta, gritando con todala fuerza de sus pulmones:

—¡A nosotros, guardias!… ¡Que nosmatan!…

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—Escapemos —dijo el flamenco—.Hay otra salida por la cocina.

—Guiadnos —repuso el gascón.—¿Y mi espada?—Se la ha llevado ese tabernero del

diablo.—¡Tunante!—Ya os dije que era un solemne

ladronzuelo —aseguró Barrejo—. Nosha robado un doblón.

—¡Huyamos! —gritó Mendoza.Los tres aventureros precipitáronse

hacia la cocina, saltando por encima delas mesas y banquetas que cubrían elsuelo.

—¡Cuernos de Satanás! —exclamóel hombre barbudo—. Han cerrado la

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puerta.—Nos escabulliremos por las

ventanas —dijo el gascón—. Hay dos, sino me engaño. Señor vizcaíno, abrid unade ellas.

—Dejadme a mí el encargo —respondió el flamenco—. Soy fuertecomo un toro.

—En efecto, tenéis buenas espaldas,mucha carne y mucho hueso —asintióBarrejo.

El flamenco, viendo colgada de lapared una maza de madera, queseguramente servía a los pinches deltabernero para golpear las chuletas, lacogió y la descargó con furia sobre laventana, hasta que la hizo caer a la calle,

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con formidable estrépito.Cuatro o cinco voces se dejaron oír

en seguida:—¡Hola!… ¿Queréis acabar con

todo el mundo?—¿Qué sucede en esta taberna?—¿Ha estallado una revolución?Barrejo trepó hasta el alféizar y se

dejó caer a la calle, en medio de ungrupo de curiosos.

—¿Quién sois? —gritaron a coro.—¡Escapad! —dijo el gascón—. Un

jaguar ha roto los barrotes de la jaula yestá devorando al tabernero.

Los curiosos, al oír aquellaspalabras, echaron a correr velozmente através de las callejuelas de la

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población.—Sois un hombre de genio —dijo el

flamenco, que a su vez había saltado a lacalle—. ¡Cualquiera entra ahí, sabiendoque hay un jaguar! ¡Oh!… ¡Excelenteidea!…

El vizcaíno saltó también.—Dejaos de jaguares y moved los

pies —murmuró—. ¿Queréis que noscoja la ronda?

—¡Viento en popa! —gritó elgascón, estirando sus largas yflaquísimas piernas—. Hagamos correra la ronda. Señor flamenco, tenedpresente que los gascones son tan ágilescomo ciervos.

—Lo sé —contestó el hombre

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barbudo.Echaron los tres a correr, siguiendo

la orilla de un riachuelo que dividía endos mitades a Pueblo Viejo.

Llevaban andados doscientos otrescientos pasos, cuando desembocaronen una calle transversal, que estaba llenade gente.

Confusa gritería se dejó oír alaparecer los tres fugitivos.

—¡Esos son los ladrones!…—¡Detenedlos!… ¡Detenedlos!…—¡Llamad a la ronda!…—¡Maldito tabernero! —exclamó el

gascón, desenvainando la espada—.¡Siempre se interpone en mi camino!Ahora le retuerzo el pescuezo como a un

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pollo.—¡Abridnos paso! —gritó el

flamenco, que se encontraba inerme.El gascón se lanzó sobre un grupo de

curiosos, dando puntapiés a derecha y aizquierda, en tanto que Mendozapinchaba con su espada a los queestaban más próximos, vociferando:

—¡Paso!… ¡Paso!… Nos persigueun jaguar rabioso.

La huida fue general. Pero eltabernero, que sabía que en su tienda nohabía ningún animal carnicero, se apartóa un lado y siguió gritando:

—¡Auxilio!… ¡Ladrones!… ¡Llamada la ronda!…

El gascón y sus compañeros echaron

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a correr de nuevo, en tanto que de lataberna próxima salían cuatro soldados.

—¡Cogedlos! —gritó el tabernero—. Son filibusteros.

No hacía falta más para poner alasen los pies a los que formaban la ronda.

Los filibusteros eran enemigosdemasiado temibles para dejarlosescapar impunes; por eso los cuatromilitares lanzáronse tras los fugitivos,gritando:

—¡Alto!… ¡Alto!… ¡A las armas!…—¡Tonnerre! —exclamó el gascón

—. El asunto se pone cada vez peor.Camaradas, hay que apretar el paso.

—Yo no tengo las piernas de losgascones ni de los vizcaínos —murmuró

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el flamenco, que resoplaba como unfuelle—. Mis compatriotas no sonperros de caza.

Bien o mal, tropezando y jadeando,tuvo que huir al sentir los pasos de losenemigos.

Aquella segunda carrera no durómucho, porque el gascón, que ibadelante, se detuvo de pronto y retrocedióunos cuantos pasos.

—¿Qué ocurre? —preguntóMendoza, que marchaba tras él.

—La calle no tiene salida.—¿No hay por dónde escapar?—No, compadre.—Escalad la casa que cierra el

paso. Para los gascones no hay cosa

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imposible.—No soy gato.—Entonces estamos cogidos.

Tenemos la ronda a la espalda —dijo elflamenco—. Dadme una espada.

—¿Qué queréis hacer? —preguntó elvizcaíno.

—Atacar a los que nos persiguen.—¿Y hacer que nos fusilen? Contra

los arcabuces no valen las armasblancas.

—Creo —dijo Barrejo, envainandosu acero—, que la divertidísima escenaacaba precisamente en el fondo de estacalle sin salida. La culpa es vuestra —añadió dirigiéndose al flamenco—. Sios hubieseis callado, habría dado unos

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cuantos cintarazos al ladrón deltabernero, sin más consecuencias.

—Si lo sé antes, me corto la lengua—contestó el flamenco.

—Aquí está la ronda —dijoMendoza, envainando también la espada—. Nos atraparon.

—Todavía no, compadre —respondió el gascón—. Dejadme hacer yya veréis cómo doy un golpe maestro enPueblo Viejo. Estoy seguro de matar dospájaros de un tiro. Señor flamenco,¿tenéis cigarros?

—Cubanos y de los mejores.—Dejadme uno y encended vos otro.

Bien podemos fumar un rato a la luz dela luna.

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En aquel momento los cuatrosoldados entraron en la calle sin salida,gritando con voz amenazadora:

—¡Rendíos o hacemos fuego!…

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N

CAPÍTULO II

EL CONDE DEALCALÁ

i Barrejo ni suscompañeros contestaron ala intimación.

Encendieron suscigarros y comenzaron a fumartranquilamente, como si fuesen trespacíficos burgueses que esperasen el

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toque de queda para irse a dormir.—¡Rendíos o hacemos fuego! —

gritó por segunda vez el que hacía dejefe de la ronda.

El gascón se volvió, lanzando al aireuna bocanada de humo.

—Señores —dijo—, ¿os dirigís anosotros?

—¿No sois los ladrones que hansaqueado la taberna del Moro? —preguntó el jefe de la ronda.

—¿Qué estáis diciendo? —contestóel gascón, fingiéndose indignado—.¿Suponerme ladrón? ¿No sabéis que soydon Alonso Rodríguez Osorio yAlburquerque?…

—Entonces hemos perdido la huella

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de esos bribones —dijo el jefe de laronda, confuso—. ¿No habéis vistopasar a las personas que corrían?

—Hemos sentido pasos precipitadosen el extremo opuesto de esta calle —contestó Mendoza.

—¿Vivís aquí?—En la casa de enfrente —dijo el

flamenco.—Camaradas, sigamos nuestra ronda

—ordenó el jefe, volviéndose hacia lossoldados. Buenas noches, señores.

Fue un verdadero milagro que lostres aventureros no soltasen unaestrepitosa carcajada.

—Sois un hombre de ingenio —repitió el flamenco, contemplando con

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profunda admiración a Barrejo—. Antesfue un jaguar que hacía huir a la gente yahora un nombre sonoro ha hecho que laronda se vaya por otro lado, señor donAlonso Rodríguez Osorio yAlburquerque…

—Y conde de Alcalá —añadió elgascón, riendo con todas sus ganas.

—Y grande de España —observóMendoza.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntóel flamenco—. ¿Es cierto que habitáisahí?

—Eso lo habéis dicho vos, que noyo —repuso el gascón.

—Exacto: ya no me acordaba. Sinembargo, supongo que tendréis

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domicilio.—Y yo imagino que vos no

pensaréis dormir en medio de la calle—observó Mendoza—. En alguna parteviviréis.

—He llegado esta mañana y contabacon alojarme en la taberna del Moro.

—Lo malo es que nuestra casa sehalla un poco lejana —dijo el gascón.

—Tengo buenas piernas.—Se encuentra fuera de la ciudad,

hacia la costa del Pacífico…El flamenco miró a Mendoza y al

gascón con cierto recelo.—Gente de tantas agallas —dijo—

no puede menos de ser…—¿Qué queréis dar a entender? —

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preguntó el gascón frunciendo elentrecejo.

—Gente aventurera como yo. Noejerzo otro oficio que el de mover lasmanos cuando se presenta la ocasión.

—Entonces… ¿tendréis muchodinero?

—¡Bah!… He hecho alguna fortunaen las minas de oro de Costa Rica.

El gascón miró a Mendoza.—Una buena adquisición —contestó

el vizcaíno.—¿Queréis venir con nosotros? —

preguntó Barrejo.—Estoy siempre dispuesto a seguir a

la gente de espada, amiga de aventurasarriesgadas —repuso el flamenco.

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—¿Aunque se tratase de…filibusteros, por ejemplo?

—Mi sueño dorado ha sido el deunirme a esos terribles corredores delmar. Wan-Horn era del Brabante.

—Y yo he combatido a las órdenesde Wan-Horn —dijo Mendoza.

—¡Vos!…—En Veracruz.—¡Qué fortuna!… Proyectaba

dirigirme a la isla de Tortuga yalistarme.

—No es preciso que emprendáis tanlargo y peligroso viaje —dijo elvizcaíno—. Los filibusteros están máscerca de lo que suponéis. Dentro dealgunos días los veréis vaciar botellas y

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toneles en la taberna del Moro.—¿Y los españoles?—Confío en que no lo sabrán por

conducto vuestro.—Un flamenco es incapaz de

traicionar.—Entonces, seguidme —dijo el

gascón—. Procuraremos salir de laciudad antes de que apunte el sol.Nuestra misión ha terminado y el condeestará impaciente.

—Mucho cuidado con caer de nuevoen manos de la ronda —advirtióMendoza—. Si se ha esparcido la vozde que somos filibusteros, el marqués deMontelimar habrá puesto sobre nuestrashuellas a sus mejores soldados.

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—Eso me temo —contestó el gascón—. Sin embargo, no podemospermanecer aquí toda la noche, delantede esta casa que no es la nuestra,mirando la luna y fumando cigarrillos.

—En marcha —dijo Mendozaresueltamente—. Tratemos de ganar laselva.

—El caso es —observó el gascón—, que no encontraremos a otro Barrejode guardia en la puerta de poniente.

—Descenderemos por los bastiones,camarada.

Permanecieron algunos instantes enacecho, y no oyendo rumor alguno,emprendieron la marcha, temerosos dedejarse coger en aquella especie de

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ratonera que estuvo a punto de serlesfatal.

Ya habían recorrido casi toda lacalle, cuando el gascón, que marchabadelante de todos, se detuvo de pronto alvolver la última esquina, y echó mano ala espada.

—Amigos —dijo—, parece que lafortuna no se nos muestra esta noche muypropicia.

—¿La ronda? —preguntaron almismo tiempo Mendoza y el flamenco,con inquietud.

—Se acercan personas provistas deantorchas y veo centellear cascos,corazas y arcabuces.

—¡Diantre! —exclamó Mendoza.

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—¿Nos prenderán?Avanzó algunos pasos hasta llegar a

la última casa de la derecha.El gascón no se engañaba.

Acercábanse siete u ocho personas,iluminando la calle con antorchas. Erantodos soldados, pero tras ellos elvizcaíno descubrió a un hombre vestidode blanco, que llevaba una linterna.

—No me olvidaré de añadir a todosmis apellidos el título de conde deAlcalá —dijo el gascón—. Acaso laronda no nos deje escapar por segundavez.

—¡Si va el tabernero con la guardia!—Hemos cometido una imprudencia

grave al no despanzurrarle cuando

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quería robarnos las diez piastras.—Es verdad —afirmó el flamenco.—Paguémosle y que nos deje en paz

—insinuó Mendoza.—Veremos si es posible arreglar

este negocio —contestó Barrejo—.Volvamos ante la casa que debe figurarcomo nuestra y reanudemos laconversación de buenos burgueses quetienen poco deseo de irse a dormirmientras brilla la luna.

Recorrieron apresuradamente lacalle y se detuvieron en el extremoopuesto, fumando y charlandotranquilamente.

En aquel mismo momento aparecióla ronda, reforzada por otros dos

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arcabuceros y seguida siempre por elmaldito tabernero. Al ver a los treshombres, el jefe gritó:

—¡Ahí están!… ¡Veremos si sonellos!…

—¡Estoy seguro de no engañarme!—dijo el tabernero en alta voz. Nopueden haber escapado tan pronto. Misayudantes vigilan todas las calles. Sonfilibusteros; yo os lo aseguro.

—Que el diablo te lleve al infierno—murmuró Barrejo haciendo una mueca—. Este bribón nos va a fastidiar. Sipudiera cogerte, ya liquidaríamosnuestras cuentas; palabra de gascón.

El jefe de la ronda se detuvo, con elacero desenvainado en la diestra y una

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antorcha en la siniestra.—¡Cómo! —exclamó—. ¿Aún estáis

aquí, señor Rodríguez Osorio?—Y conde de Alcalá —añadió el

gascón, volviéndose con aire de granseñor ofendido—. ¿Os desagrada?

—¿Por qué no os habéis retirado adormir?

—Porque estábamos discutiendoacerca de la luna. ¿Sabríais decirnos siestá habitada o no?

—¿Qué queréis que sepa yo, señor?—Conde de Alcalá, ¡por Baco!—¡Conde del cuerno! —exclamó el

tabernero, que llegaba en aquelmomento, enjugándose el sudor que leinundaba el rostro con la servilleta

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destinada a secar tazas y vasos—. Estees…

El gascón volvióse hacia el villano,y le preguntó con rabia reconcentrada:

—¿Quién sois vos?—El tabernero. No disimuléis, señor

mío. Os he reconocido a vos, lo mismoque a vuestros compañeros.

—¿No existe en esta poblaciónalgún asilo para los locos? —preguntóel gascón, fingiendo asombro ydirigiéndose al jefe de la ronda—. Si lohay, llevaos a este imbécil y ponedlecamisa de fuerza.

—Os repito que es él —gritó eltabernero—. Quería abrir en canal a esehombre de las barbas que ahora se ha

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convertido en amigo suyo. Sonfilibusteros. No os quepa duda.

—¡Por Satanás! —exclamóMendoza, avanzando, espada en mano—. ¿Quién eres tú, mamarracho, que teatreves a insultar al señor conde deAlcalá? ¿De dónde has salido tú?

—Sí, este hombre está loco deremate —confirmó el flamenco.

—¡Tramposos! Habéis bebidocuanto os ha dado la gana y no queréispagar —chilló el tabernero.

El jefe de la ronda no sabía quépartido tomar. ¿Debía dar crédito aaquel personaje que ostentaba talestítulos o al tabernero?

—Señor conde —dijo—. Seguidme

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a la cárcel. Hay que poner en claro esteasunto. Conozco al tabernero del Moro ysé que siempre ha sido un hombrehonrado.

—¿Y qué? —gritó el gascón—.¿Intentáis aprisionar al señor donAlonso Rodríguez Osorio yAlburquerque, conde de Alcalá? Mequejaré a mi amigo el marqués deMontelimar, que os impondrá uncorrectivo.

—Mi deber es no dejaros enlibertad, al menos por el momento —contestó el soldado—. Aquí hay unhombre, conocido en toda la población,que os acusa.

—Y además, mis cuatro

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dependientes —dijo el tabernero.El gascón cambió una rápida mirada

con sus compañeros, luego,comprendiendo perfectamente que unalucha sería muy peligrosa, sobre todocon un hombre inerme como elflamenco, dijo con acento desdeñoso.

—Un conde de Alcalá no consienteque se le lleve a la cárcel. Si queréisdetenerme, conducidme al palacio delgobernador. Supongo que habrá algunahabitación para encerrar, aunque sea contreinta barras de hierro, a las personashonradas. Mañana sabrás, tabernerobribón, quién soy yo y quiénes son losque me acompañan. Cuidado con tucabeza.

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—No beberéis más vino de mistoneles —respondió el tabernero,siempre colérico.

—Ya veremos —replicó el conde.Y dirigiéndose al jefe de la ronda,

añadió:—Estamos a vuestras órdenes. Os

advierto, sin embargo, que si tratáis dellevarnos a la cárcel, apelaremos anuestras espadas.

—Puesto que según afirmáis soisamigo del gobernador de la ciudad, osacompañaré hasta el palacio —repuso elsoldado—. No tengo deseos demezclarme en este asunto.

—Amigo —dijo el gascónvolviéndose hacia el flamenco—,

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¿habéis hecho, como os ordené,abundantes provisiones de cigarros?

—Sí, señor conde —contestó elhombre barbudo—. Ya sabéis que nuncame olvido de vuestras órdenes.

—Dad cigarros a la ronda.El flamenco sacó del bolsillo un

puñado de habanos legítimos y losrepartió a los soldados, los cuales no sehicieron rogar para aceptar elofrecimiento.

—No deis al tabernero —dijo elfalso conde—. Lo que merece es unacuerda al cuello. Y ahora, señores míos,vamos a dormir a casa del gobernador.Mañana se habrá resuelto este asunto yese tunante me ofrecerá sus excusas. En

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marcha.—Retiraos a vuestra morada —

ordenó el jefe de la ronda al tabernero—. Por el momento no necesitamosvuestro auxilio.

—No les quitéis la vista de encima,porque esos tres señores son capaces dejugaros una mala pasada. Os repito unavez más que son aventureros de malaespecie.

—Cierra el pico, papagayo —murmuró el conde, con acentoamenazador—. Vete en seguida o teenseñaré, aunque sea en presencia deestos bravos militares, lo que puedecostar una ofensa inferida al conde deAlcalá.

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—Vaya, vaya, hasta mañana —hablóel jefe de la ronda, cogiendo altabernero por el brazo y empujándolocon violencia—. Por ahora maldita lafalta que hacéis. Podéis haberosengañado.

—¿Yo?… ¡Son ladrones!…—¡Basta, diantre! Marchaos u os

detengo también a vos.—Y entonces yo me encargaré de

acogotarlo —interrumpió el flamenco—.¡Esto es ya demasiado!…

—Señores —exclamó el jefe de laronda, que saboreaba el cigarroregalado por el aventurero—, os ruegoque me sigáis. Confío en que el asuntose resolverá a gusto de todos vosotros.

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Tres soldados se colocaron delantede los aventureros, otros tres sepusieron detrás y emprendieron lamarcha, en tanto que el tabernero, pocosatisfecho, se retiraba refunfuñando.

Mendoza tocó al gascón con el codo.—¿Y ahora? —le preguntó en voz

baja.—No os inquietéis compadre —

contestó Barrejo—. Son ya las doce dela noche y Su Excelencia el gobernadorno tomará el chocolate antes de lasnueve o de las diez de la mañana. Ennueve horas un gascón valiente puede, sise le antoja, revolver el mundo.

El marinero movió la cabeza, comohombre poco convencido de semejante

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fanfarronada, pero se guardó muy biende responder, para no infundir sospechasa los militares de la ronda, aunque todosmarchaban distraídos fumando loscigarros, excelentes en realidad, delhombre barbudo.

Después de recorrer cuatro o cincocalles, el pelotón desembocó en unaanchurosa plaza, en medio de la cual seelevaba una magnífica iglesia deenormes dimensiones: la iglesia que mástarde había de hacer pasar un momentoterrible a los habitantes de la pequeñaciudad.

Enfrente levantábase un palacio,coronado de almenas y de minúsculastorrecillas y con amplio portal que

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conducía a un espacioso patio: era lamorada del marqués de Montelimar,gobernador de Pueblo Viejo.

Una gran lámpara encerrada en unenorme globo de vidrio amarillo,iluminaba la entrada que guardaban dosalabarderos.

—Su Excelencia duerme —dijo eljefe de la ronda después de mirar a lasventanas que aparecían cerradas.

—No siento prisa —respondió elgascón—. Mañana, cuando se levante,me ofrecerá el desayuno. ¡Oh! Somosantiguos conocidos.

—Pediré para vos y vuestroscompañeros una habitación buena ycamas…

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—Y botellas de vino y cena —interrumpió Barrejo—. Dispongo deexcelentes doblones que no saben quéhacer en el fondo de mi bolsillo.Probablemente se aburrirán como sudueño. Aquí tenéis uno para que nos dende comer y de beber. Estoy de muy malhumor para dormir.

—Haré lo posible por complaceros—respondió el jefe de la ronda, que enel fondo debía ser un buen hombre—. SuExcelencia tiene una cocina magnífica yun cocinero superior, según dicen; voy abuscar todo lo que haya quedado de lacena…

Cambió algunas palabras con losalabarderos de guardia y condujo a los

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prisioneros a una habitación del primerpiso, cuya puerta estaba abierta de paren par.

—Aguardadme aquí en tanto que voya avisar al mayordomo de SuExcelencia.

El gascón y sus compañerosentraron; la ronda se quedó de guardiaen la parte exterior.

Aunque era ya más de media noche,aquella estancia aparecía iluminada pordos lámparas.

Era una sala, amueblada, sin lujo,porque no contenía más que una largamesa cubierta con tapete verde, unadocena de sillas y dos estantes llenos delibros polvorientos.

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—¿Estamos en la biblioteca de SuExcelencia? —preguntó el gascón.

—Eso parece —contestó Mendoza,que miraba atentamente a todos losrincones, esperando encontrar algunasalida ignorada por el jefe de la ronda.

—¿Tienen rejas de hierro lasventanas? —interrogó el gascón.

El flamenco levantó la pesadacortina e hizo una mueca.

—Señores míos, esto es una prisión—dijo—. Ese jefe de la ronda, a pesarde su aspecto inocente, debe de ser unbribón redomado.

—¿Cómo os arreglaréis ahora,amigo Barrejo? —preguntó Mendoza,que inspeccionaba inútilmente la

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habitación—. ¿Os reconocerá vuestroamigo el gobernador?…

—¿Mi amigo?… En la vida he vistoal marqués. Pero no os preocupéisdemasiado compadre. La comedia no haterminado aún.

El flamenco le contempló conestupor.

—¿Sois el diablo? —le preguntó.El gascón volvió la cabeza y se miró

la espalda.—No tengo cola —respondió luego

—. ¿Cómo puedo ser el diablo sin eseapéndice negro o rojo? Si no lo tengo, esindudable que soy un hombre lo mismoque vos, señor flamenco.

—Ya que no Belcebú en persona,

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sois de seguro algún pariente muypróximo —insinuó Mendoza, riendo.

En aquel momento abrióse la puertay entró el jefe de la ronda, seguido dedos esclavos africanos que llevabancestos cubiertos con servilletas.

—Señor conde de Alcalá —dijovolviéndose hacia el gascón—, sientomucho tener que participaros que no haymás estancias disponibles en el palaciode Su Excelencia, y que tendréis quepasar aquí la noche. Si lo deseáis, ostraerán camas.

—Es inútil —contestó Barrejo—.Tengo más hambre que sueño, más sedque ganas de descansar y me bastará conuna silla. Soy hombre de guerra, y mis

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criados están acostumbrados a dormir enel suelo cuando se hallan en campaña.

—Debo advertiros también, señorconde que he recibido la orden depermanecer aquí.

—¡Eh! —exclamó el gascónfrunciendo el entrecejo—. ¿No habéisdicho que soy el conde de Alcalá?

—Y he añadido todos vuestrosapellidos, que aún conservo en lamemoria, porque son muy sonoros…

El jefe de la ronda pronunció estaspalabras con ligero acento de ironía, queno pasó inadvertido para el terribleaventurero.

—Me desagrada —observófinalmente el gascón, después de dar

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algunos pasos—. Es una prueba de pocaconfianza.

—Yo, señor conde, no soy más queun pobre soldado, y tengo que obedecer.

—¿Habréis traído al menos algo quecomer y qué beber?

—Todo lo que he encontrado en lacocina de Su Excelencia.

—Debisteis añadir una baraja ydados.

—Un soldado lleva siempre en elbolsillo una y otros para matar eltiempo, cuando no está de guardia.

—Bueno, bueno —replicó el gascón—. Cenaréis con nosotros. Despedid aesos dos negros. Cuando como no meagrada ver a mi alrededor caras negras.

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El jefe de la ronda cogió los dosgrandes cestos y los colocó sobre lamesa; después hizo una seña a los dosesclavos, los cuales salieron en seguida,haciendo una profunda reverencia.

Mendoza y el flamenco, que debíande pasar a los ojos del soldado porcriados del conde, vaciaron en el actolos cestos, colocando sobre la mesacarne fría, dos ánades, queso salado ydulce, aparte de una docena de botellasde vino de Francia, a juzgar por losdorados marbetes.

—Cenemos —dijo el gascón concierta aspereza—. Con un doblón parael cocinero de Su Excelencia podíanhabernos dado algo mejor.

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—Las comidas no se improvisan,señor conde —contestó el jefe de laronda—. Ya han sonado las doce y todaslas tiendas están cerradas.

—Perfectamente; comamos.Los tres aventureros, que tenían

apetito a cualquier hora del día,comenzaron a devorar los restos de lacena del gobernador, restos sobradoabundantes para cuatro hombres.

El jefe de la ronda, que acaso no sehabía encontrado nunca en presencia dedos ánades tan bien asados, hizo todo loposible por competir con el conde deAlcalá, y atacó con el mismo ímpetu alas botellas que el vizcaíno ibadescorchando.

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Cuando todas las provisionesdesaparecieron, el jefe de la ronda, quemostraba excelente humor bajo lainfluencia de los vinos de Francia y deEspaña, sacó la baraja, y los cuatrohombres empezaron una partida demonte, apostando buen número dedoblones.

Los tres prisioneros, sobre todo,revelaban una calma maravillosa, másaparente que real sin embargo, porqueentre jugada y jugada no cesaban demirar hacia las dos ventanas, temiendola salida del sol.

Acaso el que menos inquietuddemostraba era el gascón.Probablemente aquel diablo de hombre

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tenía proyectado algo extraordinariopara librarse y librar a sus compañerosde la ratonera en que estaban metidos, yen el fondo de la cual podían ocultarsetres buenas cuerdas para ahorcarlos.

Los españoles no eran muycompasivos, y con razón, con losfilibusteros; rara vez los dejabanescapar cuando se presentaba ocasiónde apretar el cuello a alguno de aquellosformidables corredores de los maresamericanos.

La mañana llegó y la luz comenzó afiltrarse a través de las cortinas.Mendoza y el flamenco miraban conansiedad al gascón, que seguía jugandocon el jefe de la ronda.

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Barrejo no parecía preocupado. Unaarruga profunda que le surcaba la frenteera el único indicio que revelaba suinquietud.

Terminó la partida, embolsándose eldinero que había ganado, se levantó,diciendo:

—Ha llegado el momento de ir atomar el chocolate con Su Excelencia elmarqués de Montelimar. ¿Se levantatemprano?

—Madruga mucho, porque siempreha sido aficionado a la caza —repuso eljefe de la ronda.

—Entonces estará ya en pie.—Eso creo.—¿Tenéis la bondad de participarle

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que el conde de Alcalá desea tener elgusto de saludarle?

—Tendré que explicarle también elmotivo de vuestro arresto, para evitarmeun castigo.

—Id, pues.Iba a levantarse el jefe de la ronda,

cuando la puerta se abrió para dar pasoa un caballero de edad madura,correctamente vestido.

—El señor intendente de SuExcelencia —dijo el soldadoinclinándose.

—¿Quién es el conde de Alcalá? —preguntó el recién llegado.

—Yo, señor —contestó el gascón,haciendo un ligero saludo con la diestra.

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—Su Excelencia os espera.—¿Sabe por qué me han detenido?—Le he contado vuestro

desgraciado caso, señor conde, y creoque todo se arreglará.

—Estoy dispuesto a seguiros.—¿Y nosotros, señor conde? —

preguntaron Mendoza y el flamenco.—Me esperaréis aquí. No tengo la

mala costumbre de conducir a miscriados a la presencia de las personasilustres. Señor intendente, a vuestrasórdenes.

—Este demonio de hombre hará quenos pongan en libertad o que noscuelguen —murmuró el vizcaíno.

El fingido conde salió, siguiendo al

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intendente; el jefe de la ronda quedosedando guardia al flamenco y a Mendoza.

Después de atravesar varioscorredores, que en vez de ventanastenían troneras, porque los palacios delos gobernadores en las coloniasespañolas debían servir de fortaleza encaso de peligro, el gascón fueintroducido en un elegante gabinete,amueblado con divanes y butacas deseda amarilla.

Un hombre que representabacuarenta años, de aspecto distinguido,con barba y bigote entrecanos, ojosnegrísimos y muy vivos, hallábasesentado ante un lindo bufete de caobacubierto con tapete de rica seda azul.

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—¡Oh!… ¡Excelencia!… Sientograndísima satisfacción al volver averos después de tantos años —dijo elgascón, avanzando audazmente, con ladiestra extendida.

El gobernador de Pueblo Viejo nopudo menos de levantarse, mirandofijamente al aventurero.

—Me recordaréis sin gran esfuerzo—dijo el gascón, que se jugabadesesperadamente la última carta.

—¿Dónde me habéis visto, señorconde?

—En el palacio de vuestra cuñada,la bellísima marquesa de Montelimar.Hemos tomado juntos chocolate.Excelencia, en una mesa de juego o en el

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salón; ahora no lo recuerdo bien porquehan pasado muchos años.

—Puede ser —replicó elgobernador—. He habitado, en efecto,durante algún tiempo en el palacio de midifunto hermano.

—Me acuerdo como si fuese ayer —prosiguió el gascón—. Celebrábase unconcierto aquella noche en la mansiónde la marquesa. ¡Ah!… ¡Qué velada tandeliciosa!

—¿Conocéis, pues, a mi cuñada?—¿A la marquesa de Montelimar?…

Es la más bella de las españolas…—¿Y cómo, señor conde, os

encontráis aquí, en clase de prisionero?—Hace dos meses que salí con

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dirección a Panamá, donde tengo querecoger una pequeña herencia de cienmil doblones que me ha dejado mi tíomaterno el duque de Barraquez.

—¿Y a eso llamáis una pequeñaherencia?

—¡Bah!… ¡Una miseria!… —contestó el falso conde.

—¿Y por qué habéis interrumpidovuestro viaje y dado ocasión a que osdetenga una ronda nocturna? Me hanasegurado que habéis promovido fuerteescándalo en una taberna de la ciudad.

—En el camino, Excelencia, a pocasleguas de aquí, me asaltó una turba deindios, los cuales asesinaron a la mitadde mi escolta, me mataron los caballos y

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se llevaron todas las armas de fuego.Por un verdadero milagro pude salvar laespada y librar de la muerte a dos demis criados. Los demás, ¡pobresdiablos!, ¡habrán sido ya devorados!

—¡Estos indios comienzan acrecerse demasiado! —exclamó elmarqués—. Será preciso darles unabuena lección.

—Eso mismo pensaba yo cuandoentré en esta ciudad a pie como unmendigo y sin arcabuz —dijo el gascón.

—Y ahora, ¿qué pensáis hacer?—Dirigirme cuanto antes a Panamá

para recoger esos míseros doblones —contestó Barrejo.

—¿Habéis adquirido ya caballos y

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armas?—No, Excelencia, y esto me

preocupa bastante, porque no me quedanmás que algunos ducados. Los indios sellevaron todo cuanto poseía, incluso dosmil doblones destinados a los gastos delviaje.

El gascón pronunció estas palabrascon acento tan conmovido que elgobernador se sintió profundamenteemocionado.

—Señor conde —dijo—, entrenobles es cosa corriente prestarse mutuoauxilio. En la cuadra tengo excelentescaballos de pura raza española y en laspanoplias arcabuces y pistolas en grancantidad. Podéis, sin reparo,

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aprovecharos de cuanto os haga falta;cuando lleguéis a Panamá devolvedmelos caballos.

—¿Y qué puedo hacer por vos,Excelencia? —preguntó el gascón, queparecía vivamente conmovido.

—Saludaréis en mi nombre algobernador de Panamá.

—Haré algo más, Excelencia. Unhombre que hereda cien mil doblones endinero contante…

—No habléis de eso, señor conde.¡Ah!… ¿Y vuestro asunto?

—¿Cuál?—Explicadme por qué os detuvo la

ronda.El gascón se echó a reír.

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—Por causa de una aventura cómica,Excelencia —contestó—. Noconociendo la ciudad, me refugié, conmis dos criados, en una taberna, paratomar un bocadillo y reponerme de laemoción experimentada. El dueño,enterado no sé cómo de que yo eraconde, quiso cobrarme por un ánade ypor una miserable botella de vino labagatela de un doblón. Protesté; aquelvillano protestó también, lanzó sobre mía cuatro pinches armados de asadores, yentonces desenvainé la espada y puse atodos en dispersión. Creo que cualquiercaballero, en mi lugar, habría hecho otrotanto.

—Tal vez más —dijo el marqués

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riendo—. Seguramente habría ensartadoa alguno.

—Yo no los ensarté, porqueescaparon todos como liebres.

—Mejor es que la aventura hayaterminado sin derramamiento de sangre,conde. ¿Cuándo pensáis partir?

—En seguida, si fuese posible —contestó el gascón, que temía, no sinrazón, que de un momento a otrollegasen el tabernero del Moro y susayudantes.

El gobernador tocó una campanilla,y en el acto se presentó el intendente,seguido de dos esclavos negros, quellevaban en bandejas de plata jícaras dechocolate y pastas.

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El marqués cambió con el intendentealgunas palabras a media voz; luego,volviéndose hacia el gascón, le dijoamablemente:

—Espero, señor conde, que norehusaréis una jícara de chocolate. EnAmérica, como sabéis, lo usamosmucho.

—Yo lo tomo siempre al acostarmey al levantarme —contestó el gascón,cogiendo una taza y sorbiéndolaapresuradamente.

—Excelencia —prosiguió luego—,a mi regreso, si no lo lleváis a mal,vendré a saludaros.

—Mi casa está siempre abierta atodos los nobles del otro lado del

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Atlántico —repuso cortésmente elgobernador alargando la diestra al falsoconde.

Barrejo la estrechó calurosamente,saludó por tres veces y salió delgabinete, haciendo antes de trasponer elumbral, otros tres saludos másprofundos.

En la antesala le aguardaba elintendente.

—Ya tenéis preparados caballos yarmas —le dijo.

—El marqués es una excelentepersona —contestó Barrejo—. Cuandoperciba la herencia me acordaré de él yde vos.

Bajó la escalera, sin apresurarse

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demasiado, aun cuando sentía deseos derecorrer de un salto la distancia que leseparaba de la muralla, temiendo que deun momento a otro llegase el malditotabernero y echase a perder un asuntoque tan bien marchaba.

En la puerta, sujetos por dos negrospiafaban tres soberbios corceles de purasangre española.

El gascón los examinó largo rato,como hombre inteligente; luego se frotócon alegría las manos, diciendo:

—¡Diantre!… El señor marqués deMontelimar posee caballos magníficos.Cuando haga efectivos los cien mildoblones le rogaré que me vendaalgunos. Nada falta: cabalgadura

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excelente, arcabuz colgado de la silla ypistolas en su funda. El gobernador esmuy bondadoso.

Estas palabras las pronunció en vozalta, para que las oyesen los criados quesujetabanlos caballos y los dosalabarderos que estaban de guardia a laentrada del palacio.

En aquel momento aparecieronMendoza y el flamenco, acompañadosdel jefe de la ronda, que no podíaocultar su turbación por la plancha quehabía hecho.

—A caballo —ordenó el gascón,montando de un brinco—. Os adviertoque tengo prisa y que marcharemos buenrato al trote.

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El flamenco y el vizcaíno sequedaron inmóviles, como si soñasen,mirando con profundo estupor a aqueldiablo de hombre.

Hacían ya cuenta de verseconducidos a una prisión menos cómodaque la del palacio del gobernador,probablemente para ser ahorcados, y seencontraban en cambio con armas y conmagníficos caballos.

—¿Me comprendéis? —gritóBarrejo, haciendo un gesto deimpaciencia—. Su Excelencia hareconocido el error cometido por laronda y me ha puesto en libertad.¡Diantre!… No podía mantener elarresto de un conde de Alcalá…

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Luego, volviéndose hacia el jefe dela ronda, le advirtió con voz severa:

—Y otra vez mirad bien lo quehacéis…

—Mil perdones, señor conde —contestó el pobre soldado.

—¡En marcha! —ordenó el gascón.Aflojó la brida al caballo y se alejó,

seguido del flamenco y de Mendoza, entanto que los alabarderos de guardiapresentaban armas y los esclavos negrosse inclinaban hasta el suelo.

El gascón, que tenía un miedoterrible al tabernero, atravesó la ciudadal trote largo, cruzó el puente levadizo ylanzó el caballo al galope, murmurando:

—Tampoco ahora han tenido tiempo

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de tejer la cuerda con qué ahorcarme…

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D

CAPÍTULO III

LA PERSECUCIÓN

urante una hora los tresjinetes galoparon a riendasuelta en dirección a lacosta del Pacífico,

volviendo con frecuencia la cabeza,temerosos de ver aparecer a lossoldados; después se lanzaron a travésde las selvas que cubrían las ásperas

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colinas del istmo y que debíanextenderse hasta el Chagres.

—Ahora podemos conceder algúndescanso a estos nobles brutos —dijo elgascón, que fumaba el último cigarroregalado por el flamenco—. No esprudente abusar demasiado de susfuerzas.

—¿Teméis que nos persigan? —preguntó Mendoza.

—En este momento ese tabernerobribón estará hablando lo que no debe, ymi amigo el gobernador lanzará tras denosotros una escolta de honor, con elencargo de cogernos por el pescuezo yde conducirnos otra vez a Pueblo Viejo.

—¿Le llamáis todavía vuestro

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amigo? —preguntó el flamenco. Si caéisde nuevo en sus manos, seguramente noos perdonará que le hayáis engañadocon tanta habilidad. Ya decía yo que soispariente del diablo.

—La idea ha sido magnífica —afirmó Mendoza riendo.

—Yo hacía cuenta ya debalancearme bajo la rama de un árbolcon una corbata de cáñamo al cuello.

—Y en cambio nos ha dado caballosy armas.

—Que, por supuesto, norestituiremos al señor gobernador —observó el flamenco.

—Los hombres honrados escaseanen América —sentenció gravemente

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Barrejo—. La gratitud es aquí un mito, ySu Excelencia podría recompensarnuestra buena fe con la cuerda, de la queno quiero tener noticias, porque siempreme ha inspirado un profundo disgusto.

—¡Burlón!…—Hablo en serio, amigo Mendoza.—El hecho es que hemos tenido una

fortuna extraordinaria.—¡Ay de los aventureros si no

tuvieran siempre una buena estrella queles protegiese!

—El conde se alegrará mucho devernos volver al campamento, bienarmados y llevando un recluta.

—Y sobre todo le satisfarán lasnoticias que le llevamos —añadió el

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gascón.—Ahora ya sabe dónde se encuentra

el marqués, y no tardará en ir a buscarlo.No dudo que atacará a Pueblo Viejo,aunque no disponga de muchos hombres.

—Sé que ha enviado un correo a laisla de San Juan para que le mandenrefuerzos. Es probable que a esta horahaya llegado al campamento algunapartida de filibusteros. Nadie puedenegar auxilios al hijo del Corsario Rojo.

—Y además, ¿no estamos aquínosotros? —dijo el gascón—. Los tressomos capaces de tomar por asalto uncastillo defendido por piezas deartillería.

—Sin apearnos de los caballos —

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añadió el flamenco.—Precisamente…Habían puesto las cabalgaduras al

paso y trepaban por una colina cubiertapor algunas palmeras y por matorrales;tras ella debía de correr el Chagres, elúnico río de alguna importancia quesurca el istmo de Panamá.

Iban ya a alcanzar la cima paradescender luego por un amplio valle,cuando detuvieron bruscamente loscaballos, mirándose unos a otros concierta ansiedad.

—¿Será el río la causa de ese ruido?—preguntó el gascón, después de haberescuchado algunos instantes.

—A mí me parece el galope de

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varios caballos —respondió Mendoza.—¿Qué decís, vos, señor flamenco?—Que nos persiguen —contestó el

aventurero.—¿Habrán ya descubierto nuestras

huellas? —se preguntó Barrejo—.Pronto, subamos a la cumbre y veamosquién tiene razón.

Aflojaron la brida a los caballos ylos talonearon con violencia, porque notenían espuelas. Los tres corcelespartieron al trote largo, aunque la colinaera bastante escarpada. En pocosminutos llegaron a la cumbre y sedetuvieron ante un anchuroso vallecubierto de matorrales, que descendíahasta el Chagres.

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Desde allí los tres aventurerospodían dominar una extensión inmensade terreno y descubrir con facilidad alos perseguidores.

—No veo más que el río —dijo elgascón.

—Y esto, ¿lo oís? —preguntó elvizcaíno bajando rápidamente la cabeza.

Retumbó un arcabuzazo y una balapasó sobre los aventureros, silbandosiniestramente.

—¡Que nos matan a traición! —gritóBarrejo.

En aquel momento media docena dehombres, montados en magníficoscaballos, salieron de un grupo depalmeras.

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Eran soldados españoles, enviadosseguramente tras de los audacesaventureros por el marqués deMontelimar.

—¡Al galope! —gritó el gascón; entanto que resonaba una segundadescarga.

—No aguardaba semejante sorpresa—refunfuñó Mendoza—. Han debidoesperar siquiera a que hubiésemos dadoaviso al campamento.

Los tres caballos lanzáronse algalope tendido, saltando ágilmentebrezos y matorrales, sin que los jinetestuvieran necesidad de hostigarlos.

El terreno no era muy a propósitopara una carrera abierta, porque estaba

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lleno de obstáculos, pero losaventureros, seguros de la resistencia yde la agilidad de sus corceles, confiabanen mantener a los perseguidores a grandistancia.

Los españoles, llegados a la cumbre,lanzáronse a su vez hacia el valle,gritando y disparando para intimidar alos fugitivos.

Si sudaban los corceles de los tresaventureros, no se fatigaban menos losde los enemigos.

La carrera era cada vez más veloz ycada vez más peligrosa. El vizcaíno, elgascón y el flamenco, buenos jinetes,porque Mendoza, antes de alistarsecomo filibustero, sirvió en un regimiento

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de caballería, tenían que hacer grandesesfuerzos para evitar los obstáculos.

Cada diez o doce pasos veíanseobligados a detener bruscamente lascabalgaduras y a ceñirle las piernaspara obligarlas a saltar profundosbarrancos.

—¡Recoged las bridas! —gritaba devez en cuando Barrejo, que marchabadelante siempre—. ¡El que caiga eshombre perdido!

Los españoles hacían esfuerzosprodigiosos por colocarse a tiro dearcabuz.

Espoleaban sin piedad a loscaballos y gritaban hasta desgañitarsepara animarlos, pero no lograban ganar

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un palmo de terreno a los fugitivos.La carrera duraba ya más de media

hora, siempre a través de aquel áspero ysalvaje valle que parecía no tener fin,cuando el gascón lanzó un grito de rabia.

—¿Qué ocurre? —le preguntóMendoza asustado—. ¿Se rinde vuestrocaballo?

—Que el camino está cortado —respondió el gascón.

—¡No es posible!… Hace seis osiete días que pasamos por aquí.

—¡Pues ahora no se puede seguir,sangre de Belcebú!… ¡Alto, amigos!…Refrenad las cabalgaduras antes de quenos deshagan el cráneo.

Habían llegado a un repliegue del

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valle y ante ellos se erguía una rocacolosal, que obstruía completamente elpaso. Detrás amontonábase una cantidadenorme de tierra y de piedras, formandouna especie de colina.

—Estamos presos —dijo elflamenco.

—No, señor —contestó el gascón,que no perdía nunca su presencia deánimo—. Lleváis un arcabuz pendientede la silla y pistolas en sus fundas.Tomemos posiciones e intentemosdefendernos.

—¿Y por dónde pasamos? —preguntó Mendoza—. ¿No veis que laroca está cortada a pico?

—Hagamos que los caballos se

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tiendan y ocultémonos tras ellos.¡Cuidado con levantar la cabeza!Pronto… Los españoles llegan…

Apeáronse en un instante, cogieronlos arcabuces y las pistolas y obligarona los animales que se echasen.

Los seis jinetes llegaban a galopetendido, rojos de cólera, espada enmano.

Al ver a los tres caballos tendidos,detuviéronse, envainando las espadas yempuñaron los arcabuces.

Se hallaban a menos de doscientospasos de los fugitivos; en seguidacomprendieron la causa de aquellaparada repentina.

El jefe de la tropa avanzó solo, para

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ver dónde se ocultaban los tresaventureros, que se guardaban bien demostrarse.

—¡Hola! —gritó, al observar elbrillo del cañón de un arcabuz detrás deuno de los caballos—. Estáis cogidos.Espero que no sentiréis el menor deseode empeñar una lucha con nosotros, quesomos más numerosos y que estamosresueltos a conduciros de nuevo apresencia del gobernador de PuebloViejo. ¿Os rendís o no?

—El conde de Alcalá no se rinde, ysiempre está dispuesto a batirse —contestó el gascón, dejándose ver.

—¡Ah!… ¿Sois vos quien se hizopasar por amigo de Su Excelencia?

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—En persona.—No lo dudaba. ¿Os rendís, pues?—El conde de Alcalá no ha

respondido jamás afirmativamente a esapregunta. Sin embargo, podríamosentendernos sin malgastar pólvora ybalas y sin hacernos daño unos a otros.

—¿Qué queréis decir, señor?—Que con algunos doblones se

podría arreglar este asunto.El jefe de la tropa hizo un gesto de

cólera.—Los soldados españoles no se

venden, miserable —gritó—. Y además,el gobernador pagaría vuestra captura aprecio más elevado.

—Me figuro que no os han dicho que

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me dirijo a Panamá, donde voy arecoger una herencia de cien mildoblones. En vez de arremeter contranosotros, tened la bondad de escoltarnosy os pagaré regiamente todos vuestrosservicios —dijo el gascón.

—Prefiero fusilaros.—Entonces os haré otra

proposición.—Parece que tenéis muchas ganas

de charlar, bandido.—No; soy título de Castilla.—Y grande de España, ya lo

sabíamos —añadió el jefe de la tropa,irónicamente.

—Sí, grande de España —replicó elgascón, siempre con calma.

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—¡Acabad!…—Os propongo un duelo.—¿A quién?—A vos.—¿Estáis loco?—Nada de eso, porque os ofrezco

excelentes condiciones. Si me matáis, osdoy palabra de honor de que mis doscompañeros se rendirán; en cambio, siyo tengo la fortuna de agujeraros la piel,nos dejaréis marchar tranquilamente.

—¿Después de muerto?—Nos dejarán marchar vuestros

compañeros.—Prefiero fusilaros si no os

entregáis.—Haced la prueba. Os advierto que

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me acompaña un terrible filibustero queno yerra jamás un tiro. Figuraos que adoscientos metros atraviesa una nuez yapaga con la bala una luz.

—¡Fanfarrón!… Contádselo avuestra abuela si vive todavía.

—Murió hace ya veinte años.El jefe de la tropa, harto de tanta

conversación, le volvió la espalda y sereunió a los soldados, que habíanechado pie a tierra y permanecíanocultos tras de los caballos.

—Compadre —dijo el gascónvolviéndose hacia Mendoza—, yo nosoy mal tirador y confío además en queel flamenco no malgastará el plomo;pero confío especialmente en vos. Me

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habéis asegurado que fuisteis bucaneroantes de filibustero.

—He derribado más de un millar debúfalos en las selvas de Cuba y de SantoDomingo.

—Entonces desmontad a esossoldados. Cuando no tengan caballos sealejarán seguramente. Disparad elprimero.

Mendoza, que se había tendidocompletamente para ponerse a cubiertode las balas, arrodillóse, resguardadosiempre tras el caballo, y apuntó.

En aquel momento los soldadosespañoles montaban de nuevo paraintentar una carga desesperada.

Mendoza encañonó a la cabalgadura

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del jefe del escuadrón, un soberbiopotro blanco, e hizo fuego.

Un rugido de cólera, seguido de uncoro de blasfemia, acompañó al disparo.

El noble corcel cayó. Herido en elcorazón, alzóse sobre las patas duranteun segundo y en seguida rodó por tierra,arrastrando al jinete en la caída.

Los cinco soldados, al ver en elsuelo a su jefe, cargaron furiosamente,aun cuando el terreno se hallabacubierto de fragmentos enormes derocas, caídos de lo alto.

—¡A nosotros, compañero! —gritóel gascón, dirigiéndose al flamenco.

Dos disparos resonaron casisimultáneamente; en seguida dejáronse

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oír sonoros relinchos y maldiciones.Otros dos caballos habían caído en

medio de las rocas, arrastrando a losjinetes.

Los tres que aún quedaban sedetuvieron; luego echaron a correr haciael lugar donde había caído el jefe.

—Si somos terribles espada enmano, somos también formidables con elarcabuz —dijo el gascón—. Señorflamenco, sois un hombre que no tieneprecio, a pesar de vuestra inmensabarba.

—¿Acaso no soy del Brabante? —dijo el flamenco, con solemne gravedad.

—¡Cuernos del diablo!… Hasta hoyno sabía yo que los naturales del

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Brabante fuesen habilísimosarcabuceros.

—¡Y esto no es nada!—Entonces estamos seguros de

desmontar a todos.Los dos soldados que habían caído

al suelo, ocultándose tras las rocas y losmatorrales, se alejaron rápidamente,arrastrándose como culebras yabandonando sus caballos moribundos.

Sus compañeros, imposibilitados devolver a la carga y temerosos de correrla misma suerte, se atrincheraron trasuna peña, disparando algunosarcabuzazos.

No debían de ser malos tiradores,porque a la tercer descarga, el caballo

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del flamenco se levantó de pronto,lanzando un agudo relincho, dio algunossaltos y cayó de costado.

—Es una verdadera desgracia —dijo el gascón—. Este animal valíamuchos doblones y no podré devolverloal marqués de Montelimar. Ciertamenteque no abrigaba tal propósito. Suscaballerizas están mejor provistas quelas mías. ¡Eh, amigo Mendoza! ¿Osdormís sobre los laureles?

—Esperad un poco y ya veréis loque saben hacer los filibusteros. Voy aver si derribo a un hombre y a uncaballo al mismo tiempo.

—Aquel jinete tiene el propósito deagujerarme la cabeza —dijo el gascón,

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arrojándose precipitadamente a tierra,en tanto que su sombrero, atravesadopor una bala, iba a parar a algunos pasosde distancia. Esto es una verdaderabatalla.

—Los gascones han sido siempregente batalladora, por eso no osdesagradará la refriega.

—Prefiero sin embargo, un combatecuerpo a cuerpo, a estocada limpia.

—Pues por ahora contentaos concambiar balas.

—Son demasiado traidoras, porquematan sin decir siquiera: ¡eh, cuidado,que te envío a visitar el otro mundo!

—Sí, es un mal negocio.Un disparo de arcabuz interrumpió

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el diálogo. El filibustero había hechofuego, y cumpliendo lo prometido, matóotro caballo y al hombre que estabadetrás.

—Amigo Mendoza —dijo elincorregible charlatán—, sois un tiradorverdaderamente tremendo.

—Soy filibustero —contestóMendoza.

—¿Tenéis aún municiones?—Solo para tres disparos. Su

Excelencia el gobernador no se hamostrado espléndido en surtirnos depólvora y balas.

—Acaso presentía que las íbamos aemplear contra su gente —replicó elgascón.

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En aquel momento resonó unadescarga, y otro caballo, después de darun bote, cayó como herido por unachispa eléctrica.

—Es el mío —dijo el gascón,lanzando una blasfemia—. No valía lapena de que el gobernador nos regalasecaballos tan magníficos para que luegolos mataran sus subordinados. Lo mismosería que nos hubiesen dado mulosviejos y flacos. Señor flamenco,reserváis demasiado vuestro arcabuz…¿Son tan lentos vuestros paisanoscuando tienen que disparar?

—Espero que llegue la ocasión —contestó el aventurero.

—Tiremos al mismo tiempo; apuesto

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un doblón, que nos beberemos en lataberna del Moro, a que derribo unhombre y dos caballos.

—¡Hum! —exclamó Mendoza—. Nique fuerais bucanero.

—Aceptado —respondió elflamenco.

Dispararon simultáneamente y elflamenco derribó otro caballo.

—¡Por cien mil diablos! —exclamóBarrejo—. Se ve que los gascones nosaben tirar más que estocadas.

—Señor flamenco, guardaré eldoblón para beberlo a vuestra salud.¡Cuerpo de Belcebú!… El asuntocomienza a ponerse serio…

Los españoles, furiosos de verse

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tenidos a raya por aquellos tres terriblesaventureros, disparaban sin tregua,ocultos tras los salientes del terreno.

No tenían, sin embargo, gran fortuna.Ya porque el pánico cundiese entreellos, ya porque el alcance de susarcabuces fuera menor, sus balas nocausaban daño alguno a los aventureros.

El gascón y sus camaradas,protegidos siempre por los caballos, dosde los cuales no daban ya señal de vida,resistían con tenacidad admirable.

Pero al cabo de un cuarto de horaencontráronse sin municiones. Nodisponían más que de las espadas y laspistolas.

—¡Miserable gobernador! —

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murmuró Barrejo—. Ya podía habersido más generoso. Nos ha dadocaballos de gran valor y en cambio haescatimado las municiones.

Luego, volviéndose hacia sus doscompañeros, añadió:

—No utilicéis las pistolas hasta elúltimo momento y atacad con la espada.

Los españoles, en tanto, no sedetenían en su movimiento de avance.Resueltos a apoderarse de los tresaventureros, tomaban sin embargo susprecauciones, sabiendo que tenían quehabérselas con personas decididas aarrostrar toda clase de peligros.

Así recorrieron una distancia deveinte metros, cuando oyeron dos

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silbidos agudos.Todos levantaron la cabeza.—Son flechas —exclamó el gascón

—. ¡Perfectamente!… Tenemos delante alos españoles y encima a los indios.

Siete u ocho hombres de pielcobriza, casi desnudos, adornada lacabeza con plumas de varios colores yarmados con grandes arcos, habíanaparecido en lo alto de las rocas quelimitaban el valle.

No acudían en auxilio de losespañoles ni de los aventureros, porquelanzaban sus peligrosos dardos lomismo sobre unos que sobre los otros.

Para ellos el hombre blancorepresentaba al enemigo, fuera de la

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nación que fuese.—¿Qué hacemos, amigo Barrejo? —

preguntó Mendoza, que enseguida serefugió tras un saliente de la enormeroca, en compañía del flamenco.

—Ataquemos a los españoles, queson por ahora los más peligrosos —contestó el gascón.

Los soldados, expuestos a la lluviade dardos, no avanzaban un paso;corrían a derecha y a izquierda paraevitar que los hiriesen.

—Aprovechemos la ocasión, amigos—dijo Barrejo.

Y los tres aventureros seadelantaron, haciendo un disparo depistola cada uno; después, el gascón y el

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vizcaíno echaron mano a las espadas.Los españoles aterrados con la

lluvia de flechas que sobre ellos caía ypor la muerte de otro compañero heridoen mitad del pecho de un pistoletazo,huyeron precipitadamente por el valle,llevándose a los caballos que aúnquedaban con vida.

—Espero no volverlos a ver —gruñó el gascón, refugiándose enseguidatras la roca, para evitar que leatravesase alguna flecha.

—Pero será fácil dispersarlos.Tendríamos necesidad de dar la vueltaal valle.

—Me parece que se han dividido —indicó Mendoza—. Algunos de ellos

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persiguen a los españoles; desde aquíveo los dardos que les arrojan.

—Así se alejarán más de prisa,compadre.

—Y los otros nos sitiarán,camarada.

—Aguardemos la noche.—Y mientras nos matarán el último

caballo —observó el flamenco.En efecto, el corcel que quedaba,

herido por cinco o seis flechas, cayójunto a los otros dos, lanzando unrelincho lastimero.

—¡Ah, bribones! —gritó Barrejo—.¿No teníais bastante carne aquí, sinnecesidad de matar esta pobre bestia?

—Nos cortan la retirada —observó

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Mendoza.—¡Cuánto dinero perdido!…—Algunos doblones, amigo Barrejo.—Ya nos desquitaremos en el

saqueo de Pueblo Viejo… ¡Por Baco! Seme ocurre una buena idea.

—Decid.—Hacer que pague estos tres

caballos el truhan del tabernero. Silogro dar con él, le obligaré a chillar unrato.

Mientras cambiaban estas palabrastranquilamente como si se hallasen enuna fortaleza, los indios no cesaban dedisparar flechas y de lanzar de vez encuando, sus agudos gritos de guerra.

Pero derrochaban inútilmente los

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dardos, porque los tres aventureros seguardaban bien de abandonar el ángulode la roca.

—Supongo que no dispondrán demillares de flechas —dijo el gascón,después de un breve silencio—. Yahabrán gastado algunas docenas.

—¡Ah, si tuviésemos un poco depólvora!…

—No nos queda más que para tresdisparos —dijo Mendoza.

—Y de pistola.—Un tiro de corto alcance.—Lo sé, compadre. Estoy

atormentándome el cerebro porencontrar algún medio que nos permitaescapar, y no se me ocurre nada. Esto

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me inquieta.—Aquí no nos amenaza ningún

peligro —interrumpió el flamenco.—No me preocupan los indios —

contestó el gascón.—¿El sol, acaso?—Tampoco; los españoles.—Si han huido…—Pero volverán con refuerzos y nos

encontrarán aquí.—¡Bah! —exclamó Mendoza—.

Afortunadamente, Pueblo Viejo no estámuy cerca y la mayor parte de nuestrosenemigos se encuentran desmontados.

—Pero los que disponen decabalgaduras pueden correr y regresar ala cabeza de un escuadrón.

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—¡Ah, diablo! —refunfuñóMendoza, rascándose furiosamente lacabeza—. Tenéis razón. Hay que tomaruna resolución heroica. ¿Creéis que estaroca es inaccesible?

—No la he examinado aúnatentamente —contestó el gascón—.Veamos.

—¿No corremos el peligro de quenos atraviesen las flechas de los indios?—preguntó el flamenco.

—Creo que no, porque el ángulo dela roca se prolonga.

—Problemas —dijo Mendozaresueltamente—. Cuidado con lasflechas…

Cogieron los arcabuces, armas

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demasiado preciosas, aunque por elmomento se hallasen descargadas, paradejarlas en manos de los enemigos,empuñaron las tres pistolas y sedeslizaron a lo largo de la enorme roca.

Los indios no podían observaraquella retirada desde la altura en quese hallaban. Marchando cautelosamentey en medio del más profundo silencio,los fugitivos llegaron al fin al ánguloopuesto.

Por un caso verdaderamenteextraordinario, la gigantesca roca, alprecipitarse desde la altura, se habíadesmoronado por la base, dejando unaabertura entre el ángulo y la paredcortada a pico.

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—Siempre he dicho yo que a losaventureros acompaña una buenaestrella —exclamó el gascón con aire detriunfo—. Un caballo no podría pasarpor aquí, pero un hombre sí.

—En efecto, tenemos una fortunarealmente asombrosa —dijo Mendoza—. ¿Quién habría podido suponer queexistiese este paso?

—Adelante, amigo —ordenóBarrejo—. Démonos prisa, ya que losindios no se han enterado aún de nuestradesaparición. Sigo oyendo el silbido delas flechas.

Inclinóse y se deslizó bajo la roca,acompañado de Mendoza y delflamenco.

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Aquella especie de galería seprolongaba más de quince metros.

Los tres aventureros la atravesaronrápidamente y se hallaron en la parteopuesta.

—Hacia allí muge el Chagres —dijoel gascón—. ¿Debemos atacar por laespalda a los indios o huimos?Verdaderamente a los gascones lesdesagrada apelar a la fuga.

—Yo opino que debemos hacerlescara —observó Mendoza—. Si se dancuenta de nuestra huida no dejarán deperseguirnos. Yo sé lo testarudos queson esos malditos indios.

—Merecéis que os nombren general.—¿Por qué amigo Barrejo?

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A los hombres se les conoce en losmomentos difíciles. ¿Escaparán esossalvajes cuando huelan la pólvora?

—Lo mismo que conejos.—Entonces tratemos de

sorprenderlos. ¿Qué decís vos, señorflamenco?

—Que también conozco a esa gentede piel cobriza, y aseguro que espreferible atacarlos.

—¿Lograremos cogerlosdesprevenidos?

—Basta trepar a la roca —replicóMendoza—. Por aquí es más accesibleque por ningún otro lado.

—Tenemos una suerte loca —murmuró el gascón—. Si los indios no

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descubren nuestras intenciones, daremosuna carga magnífica. CompadreMendoza, enseñadnos el camino.Ciertamente que no sois ya joven, peropodéis competir con un gato salvaje.Estos filibusteros son verdaderamentemaravillosos.

—Ahora os probaré de lo que soncapaces los moradores de la isla deTortuga —respondió el vizcaíno—. Queme devore un jaguar si no pongo enprecipitada fuga a los indios.

—Mala apuesta —dijo el gascón,moviendo la cabeza.

El filibustero observó atentamente laenorme roca; luego, descubriendo unaespecie de escalerilla, comenzó a

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subirla.Los peldaños no resultaban muy

cómodos, pero el viejo lobo de marlanzóse resueltamente al asalto, ansiosode sorprender por la espalda a losindios, los cuales no cesaban dedisparar flechas hacia el valle, paraimpedir la fuga a los sitiados.

Barrejo y el flamenco quedáronseatrás, dispuestos a ayudarle en sutemeraria empresa.

Apoyando los pies en los salientesde la roca y agarrándose a los musgos ellobo de mar llegó sin gran fatiga a lacumbre y se deslizó sin que lo viesen,tras los árboles que crecían en aquelsitio.

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—Ha llegado el momento dedemostrar a ese terrible gascón quetambién los vizcaínos valen algo —murmuró—. Ya empieza a fastidiarmecon sus fanfarronadas. ¡Diantre!También nosotros sabemos mover lasmanos y manejar la navaja.

Barrejo y el flemático flamencollegaron sin que los indios losdescubriesen.

—Amigo Mendoza —dijo el gascón—. ¿Es ya hora de que mostréis vuestrashabilidades?

—¿Qué queréis decir? —preguntó elfilibustero.

—Los indios se hallan a veintepasos de distancia y nos vuelven la

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espalda; he oído hacer grandes elogiosde la destreza de los vizcaínos.

—¿Con la espada?—Con las armas que gustéis —

contestó Barrejo—. Lo importante esahorrar una carga de pólvora.

—Perfectamente —dijo el vizcaíno,sonriendo.

—¿Lleváis navaja?—Por supuesto.—Pues empleadla ahora. Veremos si

la piel de los indios es más dura que lade los hombres de raza blanca. Siarrojándola desde aquí lográis clavarlaen alguno, produciríais un efectoextraordinario.

—Procuraré complaceros —

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contestó Mendoza—. Ahorraremos unabala. Deteneos aquí y no hagáis ruido.

Los indios se encontraban a treinta ocuarenta pasos de distancia, ocultos traslas enormes rocas del precipicio. En lacreencia de que los aventureros semantenían aún amparados por el ángulode la peña colosal, no cesaban de lanzarflechas, sin guardar las espaldas.

—¡Pronto, Mendoza! —exclamó elgascón.

—Dejadme a mí —contestó elvizcaíno—. Disponeos a emplear laespada, si no queréis consumir nuestrasúltimas municiones. ¡Silencio!

Echóse al suelo y arrastrándose,después de haberse desembarazado del

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arcabuz, que no podía prestarle utilidadalguna.

En la diestra empuñaba una navaja,vuelta la punta hacia arriba.

Deslizóse como una serpiente, sinproducir el rumor más leve.

El gascón y el flamenco le seguían acorta distancia, montadas las pistolas,dispuestos a prestarle auxilio en casonecesario.

De repente Mendoza se detuvo trasel tronco de una gruesa palmera.

Los indios no distaban más que diezo doce pasos y le volvían la espalda,ocupados en lanzar sin interrupciónflechas.

Oyóse un ligero silbido y algo

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centelleó en el espacio.La navaja del vizcaíno cayó sobre la

espalda de uno de los salvajes, y contanta violencia que le rompió la columnavertebral.

Sus compañeros, al verle caer,dieron varios saltos hacia adelante,gritando de una manera espantosa.

El gascón disparó un pistoletazo,luego atacó con su terrible espada.

Fue una carga inútil, porque loshijos de la selva, aterrados al verse enpresencia de tres hombres blancos,precipitáronse en la espesura, huyendocomo liebres.

Casi en el mismo instante oyéronseretumbar en el valle algunos

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arcabuzazos.—¡Los españoles! —gritó el gascón,

en tanto que el vizcaíno volvía aguardarse la navaja—. ¡Corramos,amigos!…

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A

CAPÍTULO IV

EL ATAQUE APUEBLO VIEJO

lgunos minutos de retrasoy la estrella benéfica quehasta entonces parecíaproteger a los terribles

filibusteros, se habría ocultado yprobablemente para siempre, porque deseguro que el marqués de Montelimar no

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los perdonaría después de la jugarretadel gascón.

Los arcabuzazos que retumbaron enel valle habrían sido disparados por losespañoles, para desembarazarse dealguna pequeña partida de indios.

Probablemente el jefe de la tropa ysus compañeros encontraron a no muchadistancia algún pelotón de soldados,enviados para explorar los alrededores,y unidos todos, corrían con la esperanzade encontrar aún ante la enorme roca alos tres aventureros, con intención deobligarles a que aceptasen un nuevocombate o se rindiesen.

—Creo que Belcebú siente gransimpatía por nosotros —dijo el gascón,

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que corría como un gamo por alcanzar laorilla del Chagres y buscar refugio enmedio de las inmensas selvas quecubrían las márgenes del río.

—O algún santo nos protege deseguro —contestó el vizcaíno—. Silograse saber cuál es, palabra de honorque le ofrecía dos velas de diez libras.

Cambiando algunas palabras,marchaban velozmente a través delvalle, que parecía acabar allí.

En efecto, hasta sus oídos llegabaclara y distintamente el fragor producidopor las aguas del río, que se estrellabancontra las peñas que cubrían su lecho.

A lo lejos seguían resonando losarcabuzazos de los españoles. Parecía

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que los indios, acaso ahora en númeromayor, les hacían resueltamente cara.

Después de veinte minutos demarcha, los tres aventureros seinternaron en las selvas que bordeabanal Chagres.

El sol comenzaba a declinar enaquel momento y la obscuridad ibaextendiéndose bajo las majestuosaspalmeras.

—Descansemos un poco —propusoel gascón—. No somos caballos decarrera. Ya no nos alcanzarán losespañoles.

—¿Nos hallamos todavía muy lejosdel campamento? —preguntó elflamenco.

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—Dentro de tres o cuatro horasllegaremos —contestó Mendoza.

—¿Nos extraviaremos en estasselvas?

—No tenemos más que seguir lacorriente del Chagres.

—Siento impaciencia por ver al hijodel Corsario Rojo. También yo he oídohablar muchísimo de los tres hermanosfilibusteros.

—Basta de conversación —interrumpió Barrejo—. En marcha,amigos. Me han asegurado que lasselvas del Chagres están pobladas deanimales feroces, y no tengo deseo deencontrarme con ellos. He preferidosiempre a los hombres, porque al menos

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no saltan como los gatos rabiosos.Pusiéronse de nuevo en marcha,

siguiendo a corta distancia la orilla delrío.

Mil rumores extraños se alzaban dela tenebrosa selva.

El vizcaíno, práctico en aquelloslugares, porque había seguido a Morgana Panamá, púsose a la cabeza de suscompañeros, espada en mano.

Barrejo marchaba detrás con sularga tizona desenvainada; el flamencoempuñaba una pistola.

Los tres procuraban hacer el menorruido posible; no ya por miedo uencontrarse con los españoles, sino paraevitar a las bestias feroces que vagaban

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por la selva.En aquella época eran

numerosísimos los jaguares en el istmo,y no vacilaban en arrojarse sobre laspersonas que osaban atravesar losbosques.

Hacía dos horas que los aventurerosmarchaban sin descanso, siguiendosiempre la orilla del Chagres, cuyasaguas mugían sordamente en su lechorocoso, cuando Mendoza, se detuvo depronto, extendiendo la espada yempuñando la pistola cargada.

—¿Otra vez los indios? —preguntóel gascón, levantando su acero.

—En mi vida he visto indios conojos fosforescentes —contestó el

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vizcaíno.—Entonces será algún gato montés.—Pero un gatazo terrible.—Vaya, compadre, echad mano de la

navaja.—¡Qué ojos tiene el bicho!—Yo creo que es un jaguar

hambriento —indicó el flamenco.—No sé lo que es un jaguar

hambriento, porque en Gascuña no hevisto más que gatos y lobos.

En medio de la tenebrosa espesuraveíanse centellear dos puntos luminosos,que tenían extraños resplandoresverdosos y amarillentos.

Era indudablemente un jaguar enacecho de su presa.

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—¿En qué quedamos, camarada? —preguntó el gascón, al observar que elvizcaíno no se movía—. Sería ridículoque un gato, aunque fuese tan grandecomo un toro, tuviera a raya a tresaventureros famosos.

—¿No veis que nos cierra el paso,amigo Barrejo? —contestó Mendoza.

—Dadle un puntapié. Los gatosgascones, cuando ven una piernalevantada, echan a correr.

—En seguida, pero dadme unapistola cargada, porque la mía estávacía… ¡Qué diantres! No va a detenerese animalucho a tres hombres comonosotros.

—Dejadme a mí —replicó el

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gascón, resueltamente.—Mucho cuidado con el gato, como

os obstináis en llamarle —observó elvizcaíno—. Podría sacaros los ojos.

—¡Hum!… No recuerdo que esosanimales hicieran tal cosa en Gascuña,cuando yo era niño.

—Aquellos gatos eran distintos delos que por aquí se crían.

—Ahora lo veremos…El aventurero empuñó la pistola y la

espada y avanzó con loca temeridadhacia los dos puntos fosforescentes, queno cesaban de brillar en las tinieblas.

Mendoza y el flamenco marchabandetrás, dispuestos a prestarle auxilio enaquella empresa peligrosa.

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No había recorrido diez pasos elgascón, cuando se dejó oír un maullidoterrible y un mugido ahogado.

—El gato resopla —dijo Barrejo—.Estará rabioso… Ahora lo amansaré.

No se trataba de un gato. Era unverdadero jaguar, uno de los máspeligrosos animales que se encuentranen las selvas americanas, y que en fuerzay en ferocidad no ceden a los ososgrises.

Llámanse los tigres de América ypueden rivalizar con los tigres reales dela India, aunque no son tan corpulentos.Poseen, sin embargo, tal fuerza, quearrastran sin dificultad a un toro.

El gascón, un tanto impresionado por

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los maullidos de la fiera, se detuvo.—¿Qué hacemos? —preguntó

Mendoza, que se reía entre dientes—.¿No es un gato, gascón?

—Me parece que resopla algo másfuerte —contestó el aventurero.

—¡Dadle un puntapié!…—¡Eh, diantre!… Se me figura que

es un tanto difícil.—Disparadle un pistoletazo.—O atravesadlo con la espada.—Espero a que me ataque.Aguardó con la pistola en una mano

y la espada en la otra.El animal seguía resoplando y

rugiendo sordamente, sin moverse.Barrejo entonces, avanzó algunos

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pasos, gritando:—¡Eh, animalucho, acércate!…El jaguar se replegó, dispuesto a

saltar.Mendoza colocóse al lado del

gascón, temiendo que le ocurriesealguna grave desgracia, en tanto que elflamenco empuñaba la pistola.

—El gato tiene miedo —dijoBarrejo—. ¡Diablo!… se huele a unmatagatos.

Apenas había pronunciado estaspalabras, cuando el jaguar se arrojósobre él con tal ímpetu, que lo hizo caercon las piernas por alto.

Mendoza, que estaba al lado,extendió el brazo y hundió la espada en

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las carnes del animal, en tanto que elflamenco, disparaba a quemarropa.

—¡Mil truenos! —exclamó elgascón, levantándose en seguida, y porfortuna suya, incólume. ¿Qué gatos haypor estas tierras? No eran así los que yoperseguía cuando muchacho. ¿Le habéisdado muerte, Mendoza?

—No lo sé —contestó el vizcaíno—. Sin embargo, mi acero estáensangrentado.

—Y mi bala debe habérsele alojadoen el cuerpo —añadió el flamenco—.Apostaría a que lo he dejado ciego.

—He aquí un hombre maravilloso—dijo Barrejo—. Yo apenas he visto algato y él le ha saltado los ojos.

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—Es flamenco —observó Mendoza.—¿Y qué queréis decir con eso? —

preguntó.—Que es medio gascón, ya que no lo

sea del todo.Barrejo y el flamenco soltaron una

estrepitosa carcajada.—Y Mendoza es vizcaíno —dijo el

primero.—Sí, vizcaíno —repitió el segundo

con voz grave.—Que trabaja con las piernas para

no dejarse sorprender nuevamente por elgato ciego —contestó Mendoza,reanudando la carrera.

Sus dos camaradas le siguieron sinvacilar, porque no estaban

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completamente seguros de que el jaguarhubiera quedado ciego.

Aquella segunda marcha duró cercade veinte minutos; luego, Mendoza, queobservaba atentamente la orilla delChagres, se detuvo, señalando a suscompañeros algunas hogueras, quebrillaban bajo los árboles.

—¿Otra vez los indios? —preguntóel gascón.

—Es el campamento del conde —contestó el vizcaíno—. Estoy seguro deque no me engaño.

En aquel instante una voz ronca gritócon tono amenazador:

—¿Quién vive? ¡Responded o hagofuego!

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—Mendoza —contestó el vizcaíno.—¡Adelante!…Cuatro hombres armados de

arcabuces y de pistolas salieron de laespesura, seguidos de otro que llevabauna antorcha.

—¡El lobo de mar! —exclamó unode los centinelas—. Mucho habéistardado en dar señales de vida,compañero. ¿Hay buen vino en PuebloViejo?

—Superior —contestó el gascón. Yaos haremos probar cierto Alicante quehemos descubierto; mejor no se bebe nien España.

—¿Cuándo?—Cuando tomemos la ciudad por

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asalto —replicó Barrejo.—¿Es cierto eso, camarada? —

preguntó el filibustero a Mendoza.—Ya lo veréis —se limitó a

contestar el vizcaíno, alejándoserápidamente en busca del conde deVentimiglia.

Al atravesar el campamento observóque los filibusteros eran numerosísimos.Grupos de hombres que hasta entoncesno había visto, charlaban o fumabanalrededor de las hogueras, teniendo losarcabuces entre las piernas.

—El señor conde ha recibidoauxilios —murmuró—. Tomar a PuebloViejo resultará para nosotros un juego.

La tienda del conde levantábase en

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mitad del campamento.Mendoza entró sin vacilar, diciendo:—Aquí estoy, mi capitán.—¡Al fin! —exclamó el señor de

Ventimiglia, que sentado en el viejotronco de un árbol examinaba, a la luzde una antorcha, una especie de cartageográfica de los alrededores—.Comenzaba a temer que te hubiesencogido preso o ahorcado.

—Nada de eso, señor conde —contestó el lobo de mar—. Cuando meacompaña ese diablo de gascón no corropeligro alguno.

—¿Habéis estado, pues…?—Sí, el marqués de Montelimar se

encuentra en Pueblo Viejo. Barrejo ha

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hablado con él y hasta tomado elchocolate. Él mismo os lo explicará mástarde.

—Y mi hermana, ¿está allí?—Eso nos ha sido imposible

averiguarlo. Hemos sabido, sinembargo, que hasta hace poco tiempovivía con el marqués una bellísimamestiza, llegada no se sabe de dónde;después desapareció misteriosamente…

El conde levantó la cabeza; en surostro se reflejaba emoción profunda.

—¿Será mi hermana?—Es probable.—Necesito que el marqués caiga en

mis manos.—Lo mismo creo, señor conde.

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—¿Sabéis cuántos soldados hay enla ciudad?

—Doscientos o trescientos jinetes yuna compañía de arcabuceros.

—¿Y artillería?—Pocas piezas.—La tomaremos por asalto antes de

medianoche —contestó el conderesueltamente. ¿Sabes que he recibidorefuerzos?

—He observado la presencia dehombres que no conocía.

—Los correos que envié a las playasdel Pacífico para pedir auxilios aGrogner y a Tusley, encontraron unapartida de filibusteros, compuesta desetenta y cinco hombres, mandada por un

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caballero francés, el señor Raveneau deLussan[1].

—Y cincuenta que tenéis a vuestrasórdenes, hacen un buen total —dijoMendoza.

—¿Conocéis ya el camino?—Sí, señor conde.—¿Podemos llegar a Pueblo Viejo al

amanecer?—Y aún antes.El conde salió de la tienda y disparó

al aire un pistoletazo.Aquella era la señal de reunión.Los hombres que se hallaban

sentados en torno de las hogueras o decentinelas en los cuatro ángulos delcampamento, se levantaron al punto y se

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dirigieron en masa hacia la tienda,precedidos de un caballero de bajaestatura, que llevaba una coraza deacero en medio de la cual brillaba unescudo dorado: era Raveneau de Lussan.

—¿Partimos, conde? —preguntó convoz nasal.

—Sí, señor de Lussan —contestó elhijo del Corsario Rojo—. Se trata detomar por asalto a Pueblo Viejo.

—Y lo tomaremos —contestótranquilamente el filibustero—. Mi genteempezaba ya a aburrirse.

—Apagad las hogueras y en marcha,sin perder tiempo. Mi propósito essorprender al marqués en su palacio.

Diez minutos después los

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filibusteros abandonaban al campamentoy se internaban en la espesura de laselva, precedidos por Mendoza, elgascón y el flamenco.

El conde de Ventimiglia marchabainmediatamente detrás de los tresaventureros, con Raveneau de Lussan.

La tropa llegó felizmente a la orilladel Chagres y a las dos de la mañanapuso el pie en el valle donde habíatenido lugar el encuentro entre losaventureros y los soldados españoles.

Temiendo una sorpresa, el condemandó que se destacase una numerosavanguardia. Si los enemigos se hubiesenencontrado todavía allí, de seguro que,ocupando las dos faldas del valle,

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habrían dado mucho que hacer a losfilibusteros.

Afortunadamente, después dederrotar a los indios, regresaron aPueblo Viejo, sin sospechar siquiera laproximidad de tan gran número deadversarios.

Media hora antes de que apuntase elsol, los filibusteros, sin tropezar conninguna de las cincuentenas encargadasde recorrer durante toda la noche lasselvas próximas a la ciudad, se hallabaa pocos tiros de arcabuz de PuebloViejo.

Como la mayor parte de laspequeñas ciudades levantadas en elistmo de Panamá, esta, no muy populosa

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y distante de los dos océanos, no teníamás que algunas viejas murallas y unfoso facilísimo de saltar con auxilio dehaces de leña.

Para los filibusteros, acostumbradosa escalar altísimos fuertes defendidospor formidables piezas de artillería,aquello resultaba un juego.

El hijo del Corsario Rojo dividió asus hombres en dos columnas, confiandoel mando de la menos numerosa alcaballero francés, y apenas despuntó elprimer rayo del sol, lanzóseresueltamente al ataque.

Los centinelas españoles, quevigilaban desde la muralla, al descubriraquellos grupos de hombres que

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avanzaban a través de las plantacionesde azúcar y café, no vacilaron en dar lavoz de alarma y disparar algunosarcabuzazos.

No se cuidaron de responder losfilibusteros. Dirigidos por el conde, porMendoza y por el gascón, atravesaronrápidamente el foso, llenándolo de leña;en seguida rompieron el fuego contra lasprimeras casas, haciendo escapar a losmoradores medio desnudos.

Tan repentino fue el ataque, quenadie opuso resistencia. Los filibusterosinvadieron las calles de la ciudad a pasode carga, en tanto que Raveneau deLussan se apoderaba, con no menorfortuna, del viejo bastión, haciendo

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clavar en seguida los pocos cañones quelo guarnecían, más a propósito paraespantar a los tica-tica que saqueabanlas plantaciones, que a hombres tanresueltos y formidables como eran loscorsarios del Golfo de México y delOcéano Pacífico.

Los habitantes despertáronsesobresaltados al oír aquellas descargas,y corrieron hacia la plaza mayor, dondese levantaba la iglesia, que podía servirde fortaleza, y al palacio delgobernador.

Hombres, mujeres y niñosatropellábanse al huir, cargados con losobjetos preciosos que encontraban amano.

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Ya creían los filibusteros ser dueñosde la ciudad, cuando descubrieron antela iglesia dos escuadrones de caballería,espada en mano.

Eran cerca de ciento cincuentahombres, bien montados y mejorarmados; mucho habrían dado que hacera los invasores si estos no hubiesen sidoconsiderados como invencibles, porsuponérseles hijos del infierno.

El conde de Ventimiglia avanzóresueltamente hacia la iglesia, gritando:

—¡Fuego, valientes!…Los filibusteros, que ya contaban con

el terror que su presencia infundía,después de las ruidosas victoriasconseguidas en el istmo, hicieron una

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carga cerrada.Los jinetes intentaron defenderse.Algunos, arrojados de la silla,

yacían muertos o moribundos ante lasgradas de la iglesia.

—Ahora me las entenderé con aquelmaldito tabernero —dijo el gascón—.¡Ay de él si lo encuentro!

El conde de Ventimiglia eligió unadocena de hombres y se dirigió alpalacio del gobernador, de cuyasventanas no había partido un solodisparo de arcabuz, en tanto que otros,provistos de vigas, intentaban echarabajo la puerta de la iglesia para hacersalir a los habitantes de la ciudad, quese habían refugiado en ella.

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El gascón, Mendoza y el flamencoacompañaban al conde, prontos asacrificarse por defenderlo.

—¡Por cien mil demonios! —exclamó Barrejo, cuando subió laescalinata—. Las palomas han escapadoen compañía del halcón. Señor conde,no será aquí donde encontraréis almarqués de Montelimar, mi queridísimoamigo. Apuesto cualquier cosa a que notenéis el honor de probar su exquisitochocolate…

El conde y sus compañerosprecipitáronse hacia las habitaciones,derribando puertas y muebles.

Solo encontraron a siete u ochoalabarderos ocultos en un zaquizamí,

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bajo un montón de cañas de azúcar.Entre ellos había un hombre conocido deMendoza y del gascón.

—¡Mil bombas! —exclamó Barrejo—. ¡El jefe de la tropa! ¡Eh, camarada!El conde Alcalá os ruega que dejéis oírvuestra voz armoniosa. Ya os dije, si norecuerdo mal, que muy pronto mevolveríais a ver…

El jefe de la tropa, desconcertado alencontrarse en presencia delexprisionero, salió del zaquizamí,murmurando y oprimiendoamenazadoramente la espada.

—Interroguemos a este hombre —dijo el gascón—. Es un antiguoconocido nuestro.

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—¿Dónde está el marqués? —preguntó el señor de Ventimiglia, queparecía desesperado.

—Desde anoche, señores, galopapor el camino que conduce a NuevaGranada —contestó el soldado—.Vuestros compañeros, que se hacíanpasar por condes y grandes de España,no han sido muy astutos.

—¡Burlón! —exclamó Barrejo.—¿Cuándo partió? —preguntó el

conde.—Antes de medianoche. Su

Excelencia no es hombre que caefácilmente en la trampa y se puso atiempo en salvo. Nueva Granada no esPueblo Viejo; de seguro que no lo

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tomaréis con unos cuantos arcabuzazos,señor mío.

—¿Quién le acompaña? Hablad siqueréis salvar la piel. Ya sabéis que losfilibusteros no son muy generosos.

—Una escolta de ocho hombres.—¿Y una joven?—Sí, señor.—Una mestiza, ¿no es cierto?—¿Cómo lo sabéis?—Contestad y no interroguéis —

repuso el señor de Ventimiglia, conacento amenazador.

—Sí, una mestiza —respondió elsoldado.

—¿Qué lugar ocupaba esa mestizaen la casa del gobernador?

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—Era tratada como de la familia deSu Excelencia.

—¿Cuántos años podrá tener?—Quince o dieciséis.El conde hizo mentalmente un

cálculo rápido.Luego, alzando la voz, prosiguió:—No puede ser más que ella —

murmuró.—¿Está muy fortificada Nueva

Granada?—Eso cuentan.—¿No habéis estado allí?—Nunca, señor.El hijo del Corsario Rojo hizo un

gesto de despecho.—Si me hubiese adelantado algunas

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horas, uno y otra habrían caído en mismanos —dijo.

Después, volviéndose hacia uno desus oficiales, añadió:

—Encargaos de la custodia de estoshombres. Pueden sernos muy útiles mástarde.

Abandonó la sala y volvió a laplaza, seguido de Mendoza, del gascón,del flamenco y de media docena defilibusteros.

Los corsarios de Lussan no habíanlogrado aún penetrar a la iglesia.

Los habitantes que estaban dentrodefendían con furia las riquezas quehabían recogido apresuradamente, y acada intimación respondían con una

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descarga de arcabuces.—Señor de Ventimiglia —dijo el

caballero francés, al verle aparecer—,esta gente no tiene intención de salir.¿Queréis que vuele la iglesia con mediadocena de barriles de pólvora?

—Sería una matanza inútil —contestó el conde.

—Pero si se quedan dentro, notendremos ni un doblón.

—Yo renuncio a mi parte.—Mas no renunciarán a la suya ni

mis hombres ni los vuestros.—¿Habéis cogido prisioneros?—Dos docenas escasas.—Enviad uno a la iglesia para que

anuncie a los que en ella se han

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refugiado que si no capitulandegollaremos a los que están en nuestrasmanos.

En tanto que Lussan cumplía laorden, Mendoza acercóse al gascón y alflamenco.

—Amigos —exclamó—, mientrasesta gente se las entiende con los queestán encerrados en la iglesia, vámonosa dar un tiento al vino de aquel pícarotabernero. Si empieza el saqueo generalde la ciudad, no encontraremos más quetoneles vacíos. Yo conozco bien la sedinsaciable de los filibusteros. Además,nuestra presencia aquí no es necesaria.El conde y el caballero francés disponende hombres suficientes para obligar a

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que se rindan los sitiados.—¡Tonnerre! —exclamó Barrejo—.

Me había olvidado de ese amigo…¿Dónde se habrá metido?

—Tengo la esperanza de encontrarloen medio de sus toneles —contestóMendoza.

—En marcha, camarada —concluyóel gascón.

Aprovechando la confusión quereinaba en la plaza, los tres aventureros,sin que los viesen, se internaron en unacallejuela que debía conducirlos enpocos minutos a la taberna del Moro.

Como habían supuesto, la puertaestaba cerrada, y en el interior no sepercibía el ruido más ligero.

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—¿Se habrá refugiado en la iglesianuestro amigo con sus ayudantes? —sepreguntó el gascón, después de apoyarun oído en la cerradura—. Ni siquieraoigo maullar al gato negro.

—Echemos la puerta abajo —dijo elflamenco, que habiendo descubierto acorta distancia un montón de maderasdestinadas a la construcción de unedificio, se apoderó de una viga.

—He aquí el hombre fuerte de lapartida —afirmó Barrejo, al ver que elflamenco no se inclinaba bajo el peso dela carga—. Y desde ahora, ya que no haquerido decirnos su nombre, lellamaremos Don Hércules.

El flamenco tomó carrera, y con un

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solo golpe derribó la puerta de lataberna, con tal estrépito, que dentroresonó como si hubiesen disparado uncañonazo.

—Don Hércules, sois el héroe de lajornada, el rey de la taberna —dijo elgascón—. ¡Diantre! ¡Qué músculos!Seríais capaz de derribar una fortaleza.

—Soy flamenco —contestó muyserio el aventurero.

Desenvainaron las espadas,temerosos de un ataque con asadores ocacerolas, y entraron.

Solo vieron al negro gato que huía.El pobre animal, espantado al escucharaquel golpe formidable, saltaba porbancos y mesas, como si se hubiera

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vuelto loco, derribando vasos y botellas.—Ese bicho debe poseer el alma de

aquel gatazo que encontramos en lasorillas del Chagres —dijo el gascón.

—¿Sabéis dónde se halla la bodega?—preguntó Mendoza al flamenco.

—La puerta está debajo de esebanco.

—Encendamos antes una antorcha —observó Barrejo.

—No hace falta —contestóMendoza.

—Subió a una mesa y descolgó unfarol que servía para iluminar la sala.Lo encendió, no sin alguna dificultad, yse dirigió hacia la puerta de la cueva.

Bastó un puntapié para que las tablas

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cedieran y cayeran rodando por laescalerilla.

—¡Aquí está!… —exclamóMendoza, levantando el farol.

—¿Quién? —preguntó Barrejo.—He oído un grito en la bodega.—¡Qué fortuna!… ¡Ah, pobre

tabernero! ¡En qué manos va a caer!…—exclamó el gascón—. Alumbrad,Mendoza.

Bajaron la escalera con precaución yllegaron a un amplio sótano, en cuyosmuros se apoyaban doce o catorcetoneles respetables y muy panzudos.

—¿Dónde se habrá escondido esebribón? —preguntó Barrejo.

Una voz se dejó oír tras la fila de

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toneles de la derecha, gritando:—¿Quién se atreve a llamarme

bribón?—¡Tonnerre!… ¡El tabernero!…—¡Ah, tunante! —chilló el dueño de

la taberna—. ¡Me voy a beber tu sangre!—¡Camaradas, fuera las pistolas! —

ordenó el gascón.El tabernero, salió de su escondrijo,

blandiendo amenazadoramente unasador, y tras él aparecieron, uno a uno,los cuatro pinches, armados de la mismamanera.

—¿Otra vez aquí, bribón? —gritó eldueño, furioso.

—Adonde se bebe buen vino, sevuelve siempre —dijo el gascón

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amenazándole con la espada y la pistola.—Ya había yo imaginado que

debíais ser filibusteros —dijo eltabernero, que no se atrevía a dar unpaso al ver que le apuntaban tres bocasde fuego.

—Hemos venido además paraadvertiros que la ciudad ha caído ennuestras manos y que toda resistencia esinútil. Somos más de mil.

—¿Y qué queréis de mí?—Catar de nuevo vuestro Alicante y

vuestro Jerez.—¡Mis vinos!—¿Deseáis que os mate primero? —

preguntó el gascón, cambiando de tono—. En ese caso nos quedaremos por

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dueños absolutos de la taberna y no nosfastidiarán vuestras protestas. ¿Queréisun consejo de amigo? Id a sentaros enaquellos travesaños, en compañía devuestros pinches; dejad en paz losasadores, buenos para ensartar ánades, ypollos, pero no a los hombres comonosotros, y no nos molestéis más porqueos meteremos una onza de plomo en lacabeza.

—¿Os proponéis arruinarme?—Ya hemos arruinado a la ciudad

entera; de modo que podéis consolaros.—No os daré un real.—¡Qué reales!… Vuestro vino es lo

que queremos. ¿Nos tomáis porladrones? Vaya, arrojad los asadores y

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retiraos al fondo. Tenemos sed,¡tonnerre!…

El pobre tabernero y los pinches,espantados del acento terrible delgascón y juzgando inútil todaresistencia, arrojaron al suelo losasadores y fueron a sentarse en la vigaindicada, que se encontraba en elextremo opuesto de la bodega.

Mendoza dejó en tierra el farol, entanto que Barrejo y el flamenco seapoderaban de grandes jarros.

—Probemos primero el Jerez —dijoel vizcaíno—. Aquel del famoso doblón.

—Y, además, cataremos todos losotros —añadió el flamenco.

—Cuidad de no emborracharos —

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advirtió el gascón—. No nosencontramos solos, y esos gatitos queestán en el fondo podrían saltarnos a lacara.

En tanto que trasegaban Jerez,Oporto y Alicante, el desgraciadotabernero, se arrancaba los cabellos,chillando:

—¡Esos canallas me arruinan!Ni Barrejo ni sus compañeros

prestaron atención a los lamentos ni alas injurias que les dirigían.Continuaban bebiendo tranquilamente,paladeando el contenido de todos lostoneles.

De repente, el gascón, que acasosentía vacilar la cabeza y flaquearle las

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piernas, arrojó el jarro que tenía en lamano, casi lleno de Oporto, diciendo:

—¡Basta, camaradas!… No somoscubas. Ahora llega el castigo solemnedel tabernero.

—¿Qué os proponéis? —gritó eldueño, más furioso que nunca—. ¿Noestáis contentos todavía?

—Os dejamos los doblones cuandodebéis tener una hucha bien repleta, yaún os lamentáis. ¿No sabéis que cuandolos filibusteros caen sobre una ciudad loarrasan todo? Debéis mostrarosagradecido a nuestra generosidad.

—¿Pensáis darme muerte?—Nada de eso. Los toneles pagarán

vuestra pérfida conducta. Mendoza,

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¿cuáles creéis que son los mejorestoneles? ¿Habéis probado el contenidode ellos?

—De todos —contestó el vizcaíno.—¿Y vos, Don Hércules?—También —afirmó el flamenco.—¿Cuáles son?Los dos aventureros, después de

maduro examen, indicaron dosrecipientes enormes que contenían, eluno Jerez y el otro Málaga añejo.

El gascón empuñó dos pistolas ydijo con gran seriedad:

—Yo, en clase de Presidente delConsejo de Guerra, decreto la muerte deestos dos toneles.

Y, diciendo esto, disparó las pistolas

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sobre las barricas atravesándolas.En el acto surgieron dos chorros de

vino, que corrieron por el pavimento.El tabernero lanzó un grito como si

le hubiesen herido en mitad del corazóny dio un salto con intención de arrojarsesobre aquellos tres demoniosdesencadenados. Pero en el acto elgascón puso un pie sobre los asadores yextendió su terrible acero, gritando:

—¡Alto, buen hombre! Esta espadatiene siempre sed de sangre humana ybebe cuando encuentra ocasión.

—¡Miserables, bebéis hasta hartarosde mis toneles y además derramáis elcontenido de los mejores!…

—Nos agrada ofrecer siempre a la

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tierra vino de primera calidad para queproduzca de lo más exquisito. Tambiénla tierra bebe a veces con gusto.

Mendoza y el flamenco sedestornillaban de risa, sin que lesimpresionase la desesperación deltabernero.

Barrejo dejó que el Jerez y elMálaga corriesen durante algunosminutos; luego dijo a sus compañeros:

—Y ahora, vámonos. Si continuamosaquí un cuarto de hora, saldremos másborrachos que cubas. ¡Tabernero, adiós!

En tanto que el pobre dueño chillabacomo si le desollasen vivo y los cuatropinches proferían una sarta demaldiciones, los tres aventureros

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recogieron el farol y subieron laescalera, sin cuidarse de responder.

—Vamos a ver lo que ha ocurrido enla iglesia —dijo el gascón, cuando sehallaron fuera de la taberna.

Llegaban tarde. Los habitantes sehabían rendido y los filibusteros,después de saquear la ciudad y dellevarse cuanto encontraron, sedisponían a partir.

—¡Cómo!… ¿En marcha ya, señorconde? —preguntó Mendoza, que habíalogrado encontrar al señor deVentimiglia.

—Vamos a reunirnos con losfilibusteros que se hallan en la isla deSan Juan —contestó el hijo del Corsario

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Rojo—. Sin Grogner y Tusley nopodríamos atacar una plaza fuerte comoNueva Granada. Es necesario que elmarqués caiga ahora en mis manos. Hayque reunir a nuestra gente y marcharhacia el Océano Pacífico.

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L

CAPÍTULO V

AUDACESEMPRESAS DE LOS

FILIBUSTEROS

a paz firmada en losúltimos días delsiglo XVIII entre lasdiversas naciones

marítimas, especialmente entre España,Francia, Inglaterra y Holanda, puso en

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grave aprieto a los filibusterosestablecidos en la isla Tortuga.

Abandonados a sí mismos, faltos deprotección de las naciones enemigas deEspaña, privados de las patentes decorso que les concedían el derecho debeligerantes, gran número de ellosdecidieron llevar la guerra al OcéanoPacífico, recordando la famosaconquista de Panamá realizada algunosaños antes por Morgan.

En las costas del Golfo de Méxicohabían arrasado todas las ciudadesespañolas más importantes y reducido ala miseria a sus moradores. En cambio,sobre las costas del Pacífico, Panamásurgía más floreciente que nunca, y

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numerosas poblaciones vivían de losríos de oro que las inagotables minas deMéxico y del Perú arrojaban a laAmérica Central.

Conocían ya el Océano Pacífico ysabían, por la experiencia adquirida enalgunas expediciones, que los españolesallí no vivían muy prevenidos y que noeran muchas las fuerzas que defendían alas ciudades de la costa.

Y así, al comenzar el año de 1684,los filibusteros de la Tortugacomenzaron a abandonar el Golfo deMéxico, impacientes por echar mano alos galeones procedentes de Chile, delPerú y de California.

La primera partida componíase de

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ochocientos ingleses, luego otra dedoscientos franceses, y más tarde otraspequeñas, que acaso no lograron ver lasolas del océano, porque jamás se volvióa oír hablar de estas últimas.

Aquellos filibusteros, como se hadicho, eran ingleses, daneses, francesesy no faltaban entre ellos, aventureros deGénova y de Venecia.

Los primeros tripulaban nuevebarcos y los franceses y los demás unosolo y marchaban bajo la dirección deun famoso corsario inglés llamadoDavis.

Cuando leemos la historia de losnavegantes en 1700 —Cook,Bougainville, La Perouse, Krusenster y

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tantos otros— y las grandes dificultadescon que tropezaban al dirigirse delAtlántico al Pacífico, no es posibledejar de sentir la más profundaadmiración ante la audacia de aquelloscorsarios que, con escasísimas noticiasgeográficas, con pocos medios, conbarcos tan miserables que un marinoprudente de nuestros días, por muyosado que fuese, no se atrevería aintentar una navegación de doscientasleguas, llevaban a la práctica elproyecto de doblar el cabo de Hornospara penetrar en el Pacífico.

Y, sin embargo, es la historiaverdadera. Después de inmensastribulaciones, después de tempestades

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espantosas, en marzo de 1685, aquellapequeña escuadra doblaba la Tierra delFuego y ponía audazmente la proa hacialas costas del Perú, ansiosa deabordajes y de presas españolas.

El primer encuentro de aquellos milcien hombres, que tripulaban dosfragatas, una de treinta y seis cañones, yla otra de dieciséis, cincoembarcaciones menores sin artilleríagruesa y tres miserables barcas, fue conun velero español, echado pronto apique.

Enterados por algunos buquesprisioneros que todos los buquesmercantes habían recibido del virrey delPerú la orden de no abandonar los

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puertos hasta tanto que una escuadralimpiase de filibusteros el océano —orden que revelaba que era ya conocidosu propósito de trasladarse a las costasoccidentales— dirigieron su flota haciael septentrión, haciendo de tarde entarde algunas presas.

Terror, pánico cundió entre todos loshabitantes de la América Central cuandovieron aparecer de improviso a losbarcos corsarios frente a Panamá, yareedificada y más floreciente después dela destrucción de Morgan.

La presencia de aquellos hombresdespertó en seguida el recuerdo de losdesastres sufridos años atrás. Davis nose atrevió a ordenar el ataque a la

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ciudad y fue a echar el ancla en la islade Taroga, después de recorrer la bahíadurante cuatro semanas, aguardando aque los barcos saliesen.

El virrey pidió auxilio al Perú y aMéxico, formó una escuadra y la envió ala isla para exterminar a aquellosterribles bandidos.

Componíase de siete buques deguerra, dos de ellos armados con setentacañones cada uno.

No existía proporción entre lasfuerzas. Además, los filibusteros noconocían los mares en que navegaban nidisponían de la artillería necesaria parahacer frente a la de los españoles.

Sin embargo, no debían estos

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últimos forjarse la ilusión de aniquilaren un solo encuentro a tan terriblespiratas.

Ya habían rodeado a una de lasfragatas y hacían sobre ella un fuegoterrible cuando los otros barcoscorsarios, que marchaban delante,volvieron la proa y corrieron en auxiliode su compañero.

El peligro parecía comunicar a losfilibusteros de Davis una fuerzasobrehumana.

Embistieron con ímpetu a lasfragatas y a los galeones españoles, yaun cuando por la superioridad de lasfuerzas enemigas, no pudieron en aquelcombate encarnizado y sangriento

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obtener la victoria, la disputaron con talintrepidez que por el valor merecían lapalma.

Lo más asombroso es que en larefriega no perdieron más que unabarcaza de prisioneros españoles.

Aquella barca estaba tan acribilladapor las balas españolas, queencontrándose los filibusteros a punto deahogarse, la abandonaron con losprisioneros que contenía.

Estos últimos, al verse libres,empuñaron los remos y se dirigieronhacia sus compatriotas.

Pero el almirante español,tomándolos por enemigos, les salió alencuentro y echó la embarcación a

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pique; y así resultó, sin saberlo, elexterminador de aquellos desgraciados.

Habiendo aumentado durante elcombate la furia del viento y de las olas,dispersóse en pocos minutos la flotillade los filibusteros.

Varios barcos desaparecieron y nose volvió a saber de ellos. Los demás,reunidos al fin, refugiáronse en la isla deSan Juan, separada solo cinco leguas delcontinente.

Pero la discordia, después de aqueldesastre, no tardó en nacer, sobre todoentre los ingleses y franceses, por serlos primeros protestantes y los segundoscatólicos.

Resulta muy extraño y, sin embargo,

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aquellos ladrones de mar tenían sureligión, singularmente los ingleses,cuyo país estaba entonces dividido porel furor de las distintas sectas. Llevabanmuy a mal que sus camaradas salvasenen los saqueos, los símbolos de laiglesia romana.

En la isla de San Juanestableciéronse ciento treinta franceses,número que aumentó más tarde con otrosdoscientos que mandaba un capitánllamado Grogner, el cual había dobladotambién el cabo de Hornos; los ingleses,en cambio cruzaron en dirección opuestaal estrecho para volver al Golfo deMéxico.

Eran pocos, pero resueltos y más

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audaces que nunca. Desde la islalanzaban sus barcos en todasdirecciones, apoderándose de cuantosveleros encontraban; luego llevaron laguerra al istmo.

Tomaron por asalto la pequeñaciudad de León y quemaron a Relejo,sembrando por todas partes terrorinmenso.

Como en aquellos parajes no sehabían visto nunca ladrones de talespecie, los moradores huíanespantados, creyendo de buena fe queeran demonios en carne humana.

En vez de combatirlos, lossacerdotes lanzaban contra ellosexorcismos, como si se tratase de luchar

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con el infierno.Los españoles, víctimas de tantos

desastres, trataron de poner remedio,enviando a Grogner una carta delvicario general de Costa Rica, en la cualle notificaban la paz celebrada entreEspaña, Francia e Inglaterra y leadvertían que el virrey de Panamá poníaa su disposición varias naves para quelos piratas volvieran a Europa.

Por toda respuesta, los filibusteros—que no eran tan ingenuos queaceptasen una proposición que lesentregaba atados de pies y manos alenemigo—, tomaron por asalto la ciudadde Nicoya, la saquearon y laincendiaron, sin que se salvasen de la

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destrucción más que la iglesia y losobjetos de culto católico.

***

A tal extremo habían llegado lascosas, cuando una mañana, en tanto quelos filibusteros armaban algunas barcasviejas para emprender otras audacesaventuras, atacaron a la isla que se habíaconvertido en una pequeña Tortuga, sietechalupas tripuladas con ciento cincuentahombres.

Eran los corsarios del conde deVentimiglia y de Raveneau de Lussan.

Estos valientes, después de haber

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conquistado y saqueado a Pueblo Viejo,emprendieron una marcha rapidísimahacia el Océano Pacífico para llegar a laisla donde seguramente habían deencontrar socorros.

Evitando con cuidado ciudades yaldeas, atravesando selvas para notropezar con las columnas españolas queel virrey de Panamá, alarmado por loscontinuos ataques había enviado entodas direcciones para acabar con tanpeligrosos enemigos, llegaron felizmentea las playas del Grande Océano, y seapoderaron por sorpresa de un númeroconsiderable de embarcacionesdestinadas a la pesca.

No llegaron, sin embargo, a San Juan

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en momento muy oportuno. Pocos díasantes, una flota, compuesta de quincebarcos españoles, había hecho suaparición en aquellas aguas, obligando aGrogner y a su gente a quemar más quede prisa la fragata y los esquifes queposeían, para que no cayesen en manosde sus enemigos.

Afortunadamente, los españolescontentáronse con destruir lo que de losbarcos quedaba, pero no se atrevieron ainternarse en la isla.

La noticia de la llegada del hijo delCorsario Rojo con Raveneau de Lussan,después de la toma de Pueblo Viejo, nodejó de producir impresión profundaaparte de levantar el espíritu de los

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filibusteros, los cuales, una vezdestruida su flotilla, no se encontrabanen disposición de reanudar las correríaspor el continente.

Grogner, enterado del arribo delsobrino del famoso Corsario Negro, seapresuró a salir a su encuentro. Lanoticia de que un pariente de uno de losfilibusteros más célebres del Golfo deMéxico recorría aquellas aguas, llegóhasta la isla.

Grogner no era noble comoRaveneau de Lussan; pero gozaba famade ser uno de los corsarios más audacesde su época. Como la mayoría de losfilibusteros, alistóse cuando era mozo;combatió en Francia, en Inglaterra y en

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Holanda; luego deseoso de hacer unafortuna rápida pasó a América.

Sin embargo, llegó demasiado tarde,porque las ciudades del Golfo deMéxico habían sido completamentedestruidas por el Olonés, Montbar, lostres corsarios, Grammont, Wan-Horn,Morgan y tantos otros no menosfamosos.

Entonces siguió las huellas deDavis, doblando el cabo de Hornos, yaún tuvo tiempo de arrasar algunaspoblaciones de la América Central,auxiliado por trescientos desesperadosque no sentían miedo de los arcabuces nide los cañones españoles ni de susmismas escuadras.

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Refieren las crónicas de aqueltiempo, que se parecía bastante aMorgan, y aunque de estatura mediana,poseía una fuerza muscularextraordinaria y era de un valor a todaprueba.

Como queda dicho, al saber que eljefe de los filibusteros que habíadesembarcado en San Juan era el hijodel Corsario Rojo, salió en el acto a suencuentro, diciéndole:

—Os esperábamos, señor conde.Todos los viejos filibusteros hancombatido a las órdenes de los trescorsarios que asestaron, sea por unavenganza privada, o por la causa quefuese, un golpe terrible a la soberanía

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española en el Golfo de México. Heaquí mi mano y he aquí mis hombresdispuestos a seguiros donde queráis.

—Es precisamente lo que necesito—contestó el corsario—. He venidoaquí para proponeros una empresaterrible.

—Ya sabéis, señor conde, que nohay empresa que asuste a los Hermanosde la Costa, como nos han llamadodurante tantos lustros. ¿Qué queréis denosotros?

—La conquista de Nueva Granada—repuso el señor de Ventimiglia.

—¡Diantre! —exclamó Grogner—.Es lo mismo que pedir la cabeza delgobernador de Panamá o la toma de

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México o de Cuzco. Nueva Granada esuna de las ciudades mejor fortificadasde Nicaragua, señor conde.

—¿Sentís miedo? La tomaremos elseñor de Lussan y yo.

—¡Mil rayos! No corráis tanto,señor conde. Allí hay tesoros inmensosque coger…

—Y que estoy dispuesto a renunciaren beneficio de vuestros hombres y delos que manda Raveneau de Lussan.

—Se sabe que los tres famososcorsarios eran riquísimos —replicóGrogner—. ¿Qué exigís por vuestraparte?

—Un hombre.—¿Un prisionero? —preguntó

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estupefacto Grogner.—Nada más.—¡Qué diablo!… Un hombre que

vale mucho, sin duda.—El marqués de Montelimar.—¿El gobernador de Pueblo Viejo?—Precisamente.—¿Se os ha escapado? Me han

dicho que habéis tomado por asaltoaquella ciudad, señor conde.

—Tuve la desgracia de llegardemasiado tarde.

—¿De cuántos hombres disponéis?—De ciento cincuenta, contando con

los de Raveneau de Lussan.—Y yo de otros tantos —replicó

Grogner—. Si Pedro el Olonés, con la

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tercera parte de nuestras fuerzas haatacado a Maracaibo y luego aGibraltar, no me sorprenderá quetomemos por asalto a Nueva Granada,que nos apoderemos del marqués y deotros muchos españoles y que cojamosalgunos millares de doblones. Me hanasegurado que tenéis siete esquifes.

—Ciertamente.—¿Estáis seguro de que el marqués

se halla en aquella ciudad?—Segurísimo.—¡Bien! —exclamó el filibustero

después de algunos instantes de silencio—. Vamos a ver si los cañones quedefienden a Nueva Granada estáncargados con fierro o con azucarillos.

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Un filibustero que se estima en algo nopuede negar nada al hijo del CorsarioRojo. Señor conde, os ofrezcohospitalidad en mi pobre tienda ymañana marcharemos.

—He aquí un hombre —dijo elgascón, que había asistido al coloquio,tendido en la playa, volviéndose haciasus dos amigos inseparables: elflamenco y Mendoza.

—Un filibustero completo —contestó el vizcaíno.

—¿No habéis estado nunca en NuevaGranada, compadre?

—Como no he sentido jamás prisapor tomar el pasaporte para el otromundo, me he guardado siempre bien de

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poner los pies en ciudad defendida pormuchos cañones.

—Yo espero que encontraremostabernas…

—De seguro que los granadinos nobeben agua —añadió el flamenco.

—Tampoco yo, compadre —agregóMendoza—. Tal vez allí encontremostoneles mejores que los que hemoscatado en Pueblo Viejo. Nueva Granadasurte de vinos a Panamá, y así como enPanamá se encuentran un virrey yelevados funcionarios, es más queseguro que encontraremos bodegasmaravillosamente provistas.

—Pero me asombra una cosa,camarada.

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—¿Cuál? —preguntó Barrejo.—Diríase que os habéis hecho

filibustero más por el deseo de probarlos vinos españoles, que por el dinero.Sin embargo, me parece que losdoblones no os desagradan.

—Esos vendrán más tarde —replicóel gascón. Busquemos un lugar donde sepueda comer y beber. Todavía se mepasea algún doblón por los bolsillos, ynada mejor que comerlos y beberlos.¡Diantre!… Los gascones son siempregenerosos.

No era difícil en la isla de San Juangastar dinero, porque los corsariosrefugiados en ella la habían convertido,como hemos dicho, en una pequeña

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Tortuga.A pesar de las continuas amenazas

de los españoles, aquellos formidablescorredores del mar se divertíanalegremente, derrochando las riquezascogidas en los saqueos con unaprodigalidad de príncipes.

Los mulatos, llegados del Continentecon víveres y sobre todo con vinos ylicores, levantaron barracas, dondeexpendían sus géneros a preciosexorbitantes.

Los filibusteros, como verdaderosladrones, no regateaban. ¿Qué lesimportaba el dinero?

Barrejo y sus camaradas penetraronen una inmensa tienda donde muchos

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hombres bebían alegremente y jugaban obailaban con algunas prisionerasespañolas al son de guitarras rasgueadaspor negros.

—Este país es la tierra de Jauja —dijo el gascón, sentándose al extremo deuna mesa larguísima—. Apuestocualquier cosa a que las mujeresespañolas no se divierten nunca más quecuando tropiezan con estos truhanes.

—Poco a poco, compadre —contestó el vizcaíno—. A veces estasdiversiones cuestan caras a prisionerasy a prisioneros.

—¿Por qué? ¿No los respetan?—Sí los respetan, y desgraciado del

corsario que se atreviera a cometer una

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villanía con los prisioneros. A veces,sin embargo, llegan días tristísimos, ylas sonrisas de esos infelices se truecanen lágrimas de sangre.

—¿Qué queréis decir?—Que cuando sus parientes o los

gobernadores no los rescatan, losfilibusteros, sin titubear, sacan a suerte alos prisioneros, sean hombres o mujeres.

—¿Y luego?—Aquel que ha tenido la desgracia

de que le toque una bola negra, esdecapitado, y la cabeza se envía algobernador para obligarle a que pague.

—Eso es una crueldad.—¡Qué queréis! Así es la guerra.

Por su parte, los españoles no son más

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generosos, y cuando cogen a alguno delos nuestros lo ahorcan sin misericordia.

—Cuidemos, pues, de que no nosechen el guante —dijo el flamenco.

Pidieron dos botellas de vino, jamónsalado, y empezaron a comer y a beber.

Apenas habían vaciado algunascopas, cuando un estampidoensordecedor les hizo ponerse en pie deun salto.

—¡El cañón! —gritó Barrejo.Todos los filibusteros que se

encontraban en la barraca salieronprecipitadamente, empuñando losarcabuces, en tanto que las mujereschillaban y los guitarristas huían,arrojando al suelo los instrumentos.

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—¿Qué sucede? —preguntó elgascón, desnudando el acero.

—Que truena el cañón español —contestó Mendoza.

También ellos echaron a correr,dirigiéndose hacia la pequeña bahíadonde estaba anclada la flotillafilibustera, que se componía de un buquey de media docena de barcazas.

Confusión espantosa reinaba en laplaya, donde se habían reunido todos lospiratas de la isla. Entre ellos estaban elconde de Ventimiglia, Grogner y Lussan.

El cañón seguía tronando enlontananza.

Quince buques, dispuestos en doscolumnas, dirigíanse lentamente hacia la

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isla. Era la escuadra española delPacífico, encargada de cortar el paso alos corsarios procedentes del Cabo deHornos y del estrecho de Magallanes,escuadra imponente que habría podidopurgar para siempre aquellos mares delos audaces ladrones, si hubieraquerido.

—Señor conde —dijo Grogner alhijo del Corsario Rojo, con voz un tantoalterada—. Habéis llegado en malahora.

—Creo que no —contestó el señorde Ventimiglia—, porque traigorefuerzos.

—No podemos resistir a unaescuadra tan poderosa. Solo dispongo

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de un buque y de las barcazas.—Sacad a tierra las barcas y los

esquifes y ocultadlos en la selva.—¿Y el buque?—Incendiadlo para que no caiga en

poder de los españoles. Daos prisa, yluego retirémonos al interior de la isla.Si nos atacan, ya sabremos defendernos.

En el acto se dieron las órdenesnecesarias. En tanto que algunoscorsarios subían a bordo del buque yprendían fuego al alquitrán depositadoen la cala, los demás se afanaban porponer a salvo las embarcacionesmenores, para no quedar privados enabsoluto de medios de transporte que lespermitieran más tarde llegar al

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continente.La escuadra española, segura de su

fuerza, había entretanto comenzado adisparar con furia, especialmente sobreel buque, al cual desarboló en seguida.

—¡Diantre! —exclamó el gascón—.Esta vez los españoles dan de firme.Compadre, ya que nuestros camaradascorren, trabajemos también nosotros conlas piernas. Con mucho gusto reciboestocadas, pero no siento el menorcariño hacia las balas de grueso calibreque dividen por medio a una persona sindecirle siquiera: ¡que te mato, imbécil!

Los filibusteros, en efecto, una vez asalvo las embarcaciones huían por todaspartes, mientras que los dueños de las

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barracas, auxiliados por los criadosnegros, cargaban con las mercancías demás valor, para que no fuesen a poder delos españoles.

El cañoneo, entretanto, no cesaba.Las balas caían como espesa granizadasobre la plaza y sobre el buque, queardía rápidamente, vomitando por lasabiertas escotillas nubarrones de humo.

Era una escuadra imponente enrealidad, compuesta de galeones, defragatas y de grandes carabelas ytripuladas por dos mil hombres.

Los filibusteros, dirigidos por elseñor de Ventimiglia, por Grogner y porRaveneau de Lussan, apresuráronse aponerse a salvo en una colina que se

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levantaba casi en medio de la isla, y portanto, fuera del alcance de la artilleríaque, como ya se ha dicho, hallábasereducida en aquellos tiempos a uncampo de acción muy limitado.

Sin embargo, sentían gran inquietud,temiendo un vigoroso asalto de lostripulantes.

Por fortuna, nada grave ocurrió. Laescuadra, después de cañonear lasbarracas, desembarcó un centenar dehombres para recoger algunos restos delbuque corsario destruido por elincendio, y pocas horas despuésemprendía de nuevo la marcha conrumbo a Panamá.

—¡Mil truenos! —exclamó el

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gascón, que observaba a aquellasmajestuosas naves desde lo alto de lacolina—. Han podido destruirnos, y envez de hacerlo, se marchan.

—Buen viaje, señores, y que Diosos libre de tempestades.

Quitóse el sombrero y saludó a laescuadra, haciendo al mismo tiempo unainclinación tan profunda, que nosolamente el vizcaíno, sino el conde deVentimiglia y Grogner tuvieron quesoltar la carcajada.

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A

CAPÍTULO VI

LA CAPTURA DELMARQUÉS

quella misma noche, antesde las doce, losfilibusteros, temiendo quevolviese la escuadra

española, abandonaban la isla de SanJuan y se refugiaban en el continente,tomando tierra en la bahía de Caldeira.

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Desembarcaron, sin embargo,reforzados por el famoso filibusteroTusley, que navegaba con Davis y que sehabían separado de los franceses, porcuestiones religiosas, en compañía deciento veinte ingleses.

Estos últimos fueron encontrados apocas leguas del continente, a bordo deun buque que se hallaba en buen estado.A pesar de que los reconocieron comocorsarios, los filibusteros del conde deVentimiglia y de Grogner los atacaronfuriosamente para darle una lección a sujefe, y aunque tripulaban simplesesquifes y barcas desprovistas deartillería, lanzáronse llenos de audaciaal abordaje y se apoderaron con gran

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facilidad del navío.Es cierto que los ingleses de Tusley,

reconociendo en los que atacaban a susantiguos compañeros, opusieron unaresistencia muy débil.

Los filibusteros del conde, deGrogner y de Lussan, después detenerlos prisioneros durante algunashoras en el fondo de la cala y deregañarles un poco, no tardaron enponerlos en libertad; impresionados poraquel rasgo generoso, los inglesesuniéronse a la partida, prometiendohacer causa común y no separarse nuncade sus antiguos compañeros, con loscuales habían realizado la travesía delEstrecho de Magallanes.

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Después de veinticuatro horas dereposo, los filibusteros, resueltos aauxiliar al conde de Ventimiglia en suempresa, dejaban la bahía de Caldeira,ansiosos de tomar por asalto a NuevaGranada y de sorprender al marqués deMontelimar antes de que tuviese tiempode huir.

Nueva Granada era una de lasmejores ciudades que los españolesposeían en la América Central, y gozabafama de encerrar tesoros inmensos,porque absorbía los riquísimosproductos de las minas de oro deNicaragua.

Elevábase en las orillas del lago delmismo nombre, a veinte leguas del

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Océano Pacífico, y se hallaba defendidaen el centro por un fuerte de formacuadrada, situado sobre una altura yprovisto de la artillería suficiente pararechazar a un ejército.

En sus alrededores levantábansemultitud de fábricas de azúcar, queformaban grandes arrabales.

Además, estaba rodeada de murallasy de bastiones bien provistos deartillería; uno solo tenía veinte piezas.

De la defensa de la plaza cuidabanseis escuadrones de caballería y otrastantas compañías de artillería.

El 17 de abril de 1687 losfilibusteros, después de atravesarpantanos y bosques, tan antiguos casi

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como la creación del mundo,aparecieron en las inmediaciones de laformidable plaza.

No sumaban más que trescientoscuarenta y cinco, entre los corsarios delconde de Ventimiglia y los hombres deTusley, Grogner y Raveneau de Lussan.

En el camino averiguaron que losespañoles, informados por algunosespías, se apercibían a la defensa, y queel marqués de Montelimar asumía elmando del fuerte central; pero aquellosterribles combatientes no seamedrentaron y prosiguieron la marcha,seguros de tomar por asalto la ciudad, apesar de la formidable artillería.

La primera hazaña de los

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filibusteros fue el incendio de losarrabales. Las inmensas fábricas deazúcar ardieron como yesca ante la vistade moradores y de soldados, los cualesno osaban exponerse a un combate encampo abierto contra aquellos hombresa quienes creían, de buena fe, salidosdel infierno.

Al mediar el día, después de comer,los asaltantes, divididos en cuatrocolumnas, mandada cada una de ellaspor su jefe, emprendieron el ataque a laciudad, sin asustarse de los cañonazosque desde todas partes disparaban,principalmente del fuerte defendido porel marqués de Montelimar.

Los Hermanos de la Costa —como

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seguían llamándose aquellos terriblescorsarios—, parecían furias infernales;a pesar de la formidable artilleríaespañola, lanzáronse intrépidamente a lamuralla, valiéndose de toscas escalasque habían construido en la selva.

Inútiles resultaron los esfuerzos delos habitantes que se habían unido a lossoldados para defender el muro, y quecombatían con gran denuedo, resueltos ahacerse matar antes que rendirse.

A las tres, los filibusteros erandueños de la ciudad.

Solo habían perdido doce hombres,y en cambio, causaron horrible estragoentre los defensores. Además cayó ensus manos una batería de veinte piezas.

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Pero si la ciudad había sidoconquistada, el fuerte, defendido por elmarqués de Montelimar, seguíaresistiendo.

Como ya se ha dicho era unaconstrucción solidísima, protegida conexcelente artillería y bien provista dearcabuceros.

A cada intimación para que serindiese contestaba con una descarga,que destruía algunas casas de la ciudad.

El conde de Ventimiglia, que habíacombatido siempre en primera fila encompañía de Mendoza, del gascón y delflamenco, reuniéronse a los tres jefescorsarios detrás de uno de los bastiones,en tanto que los viejos bucaneros se

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esforzaban, sin resultado alguno, pordiezmar a los artilleros de la fortaleza,que permanecían ocultos tras lasrobustas almenas, confiando ametrallar alos invasores.

—Señor conde —dijo Grogner, queparecía preocupado—, ¿es grandevuestro empeño en coger prisionero almarqués?

—Nada me importan las riquezas deNueva Granada —contestó el hijo delCorsario Rojo—. Lo que deseo es teneren mis manos a ese hombre, y esa serámi parte del botín.

—Del mismo modo obraba vuestropadre —observó Tusley—. Vosotroshabéis sido siempre corsarios por

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afición, ¡pero!, ¡qué aficionados tanterribles!

—Entonces tomemos por asalto lafortaleza —propuso Raveneau deLussan, que nunca vacilaba—. Caerá ennuestras manos lo mismo que ha caído laciudad.

—Os aconsejo que aguardemos a lanoche —replicó Grogner—. Recuerdoque en una ocasión los filibusterosemplearon, con gran éxito, balas dealgodón ensartadas en las baquetas delos arcabuces.

—Y yo —dijo una voz—, tengopresente que en cierta ocasión algunoshombres audaces hicieron saltar unfortín con varios barriles de pólvora.

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Todos se volvieron. Era Barrejoquien había pronunciado aquellaspalabras.

—Si os agrada dejaros ametrallar,sois muy dueño de hacerlo —dijoGrogner con cierta ironía.

—Soy gascón.—Y yo bordelés.—Tengo mucho gusto en saberlo,

pero debo advertiros que los bordelesesno valen tanto como los gascones.

Dicho esto, el espadachín volvió laespalda, y se dirigió en busca deMendoza y del flamenco.

La batalla, entretanto, continuabacada vez más encarnizada entre losfilibusteros y la fortaleza.

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Todos los viejos bucaneros, famosospor la exactitud de sus disparos, sehabían agrupado para diezmar a losartilleros españoles, y al principio noconsiguieron otro resultado que el deprovocar un formidable y peligrosísimocañoneo.

Parecía que el marqués había juradohacerse sepultar bajo las ruinas de lafortaleza, antes que rendir la banderaespañola, que ondeaba orgullosamentesobre la batería central.

El gascón, sin cuidarse de las balasque llovían de todas partes, arrasandolas casas de la ciudad, acabó porencontrar a sus dos camaradas, loscuales, esperando la decisión que

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adoptasen los cuatro jefes, se habíansentado en el borde de un foso,empinando tranquilamente una gran botade vino descubierta entre las ruinas deuna casa.

—¡Cómo! —exclamó Barrejo,aparentando indignación—. ¿Bebéis sincontar conmigo?

—Os suponíamos durmiendo enalguna bodega, lleno el cuerpo de Jerez—contestó Mendoza—. ¿No habéisdescubierto ninguna taberna?

—Con esta granizada de bombas quelanzan los artilleros del marqués deMontelimar, resulta un poco expuesto.Esperad siquiera a que acaben.

—Ya acabarán —dijo el flamenco.

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—Y nosotros, ¿qué hacemos aquí?—preguntó el gascón, después de dar unlargo beso a la bota—. ¿Somos o nohombres de guerra? Nos estánesperando, porque los jefes no sabenhacer que callen esos bronces.

—¿Qué queréis decir, amigoBarrejo? —preguntó Mendoza.

—Que tres hombres de nuestrosbríos no debieran detenerse ante unafortaleza. ¡Qué diantre!… ¿Servimos ono servimos para el oficio? Yo no hesolicitado el honor de convertirme enfilibustero solo para fumar y pasearmepor el mar o bajo los bosques.

—Este camarada tiene de seguroalguna idea magnífica —murmuró el

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flamenco, que a cada cañonazo seechaba un trago larguísimo de vino.

—Soberbia, amigos —replicó elgascón—. Os propongo nada más quevolar el fuerte.

—¿Y nosotros al mismo tiempo? —preguntó Mendoza.

—Nada de eso, camarada. No tengotodavía el menor deseo de tomar mipasaporte para el otro mundo.

—Explicaos mejor, compadre —demandó Mendoza.

—Puesto que el fuerte no se rinde, loharemos saltar.

—¿Todo de un golpe?—No tengo esa pretensión; bastará

un ángulo.

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—Y por ese ángulo subiremos alataque —dijo el flamenco.

—Exactamente, don Hércules —repuso el gascón.

—¿Cuándo damos el golpe? —preguntó Mendoza.

—Esta noche, y tengo la seguridadde que nos veremos favorecidos por unbuen huracán. En el horizonte seamontonan densas nubes, y de fijo caeráun furioso aguacero.

—¿Y pólvora? —preguntó elmarinero.

—He aquí quien nos la puedeproporcionar —replicó Barrejo.

Un hombre avanzaba a lo largo delborde del foso, silbando tranquilamente,

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a pesar del gran número de balas quecaían de la muralla. Era Raveneau deLussan.

Al ver a los tres hombres sentadosalrededor de la bota, se detuvo,diciendo:

—¿Es así como combatís?—Señor de Lussan —dijo el gascón

—, buscamos en el fondo de esta bota lasolución de un gran problema. El deponeros en las manos la fortaleza.

Raveneau de Lussan miró fijamenteal aventurero, luego exclamó riendo:

—¡Ah!… ¡El famoso gascón!… Creíque estarías ya dentro de los muros delfuerte.

—Poco a poco, mi querido señor —

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contestó Barrejo, algo amostazado—.Yo no os he dicho que vaya a capitularen diez minutos. ¿De dónde sois?

—De Turena.—Yo de Gascuña; dos

departamentos que han dado siemprebravos soldados.

—No digo lo contrario, señor de…—Para vos soy Gastón de Lussac,

para los demás, Barrejo.—¡Un caballero de la Gascuña! —

exclamó Raveneau, algo sorprendido,tendiéndole la diestra.

—Ya sabéis que en la costa del marde Vizcaya abunda la sangre azul —contestó el aventurero—. ¿Puedoofreceros un sorbo?…

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—El buen vino nunca hace daño, ysé que los gascones beben excelente.

Cogió la bota que Barrejo lealargaba y bebió algunos tragos.

—Ahora, señor de Lussan, debéisponer a nuestra disposición dos barrilesde pólvora —dijo el gascón.

—¿Qué pensáis hacer?—¿No os lo he dicho?… Queremos,

esta noche, volar siquiera una parte dela fortaleza.

—¿Estáis locos?—Nada de eso, señor de Lussan —

replicó Mendoza—. Otras empresassemejantes hemos realizado los tresjuntos.

—Y os aseguro que mañana el

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marqués estará en las manos del condede Ventimiglia —añadió Barrejo—.Sabéis bien que lo necesita.

—Sois brava gente —afirmó elcaballero turenés—. Antes de que el solse ponga, si la fortaleza no se harendido, tendréis los barriles depólvora. Hasta muy pronto, señor deLussac, y tened cuidado, porque lasbalas no respetan ni a los gascones, yoos lo aseguro.

Dicho esto, se alejó, en tanto que lostres camaradas volvían a sus libaciones,sin ocuparse de la batalla que se librabaen el centro de la ciudad.

Mientras una gruesa partida decorsarios, elegida de entre los antiguos

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bucaneros distraía a la guarnición delfuerte, los demás, después de arrojar dela ciudad a los moradores, porque nonecesitaban hacer prisioneros quepodían originarles graves dificultades,entregábanse al saqueo.

Sin embargo, en su mayoría viéronsedefraudados, porque los habitantes,advertidos de la proximidad de aquellostemibles ladrones, tuvieron tiempo deenterrar casi todos los objetospreciosos.

Durante el día, el cañón no cesó detronar, derribando gran número de casasy poniendo a dura prueba el valor y laobstinación de los bucaneros.

El marqués de Montelimar, enterado

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acaso de la presencia del hijo delCorsario Rojo entre los filibusteros,defendía tenazmente el fuerte, sincuidarse de responder a las continuasintimaciones de rendición.

Ni las terribles amenazas deGrogner de pasar a cuchillo a toda laguarnición en el caso de que losfilibusteros lograsen apoderarse de lafortaleza, le hicieron cambiar deparecer.

Cuando el sol se ocultó, la artilleríaespañola tronaba con más furia quedurante la mañana, alternando balasrasas con disparos de metralla.

El cielo aparecía oscurísimo yenormes nubarrones corrían impulsados

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por un viento muy fuerte de poniente.A lo lejos relampagueaba y sentíase

el fragor del trueno.Los tres aventureros, que durante

muchas horas habían permanecido en elborde del foso, se levantaron.

Raveneau de Lussan cumpliófielmente su palabra, enviándoles dosbarriles de pólvora de treinta librascada uno.

—Camaradas —dijo el gascón—, hallegado el momento de dar el golpe.¿Tenéis mechas, Mendoza?

—Me han entregado media docena—contestó el vizcaíno.

—Don Hércules, ¿sentís miedo?—¡Un flamenco!… ¿Qué decís,

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señor mío?—Perfectamente. Vamos a ver si

logramos derribar un trozo de esamaldita roca.

—Y si además podemos coger almarqués.

—¡Oh, don Hércules! Camináis muyde prisa. Dentro de la fortaleza haydoscientos hombres, y no será cosa fácilacabar con ellos, aunque seamosgascones, vizcaínos o flamencos. Si losespañoles no tiran como los filibusteros,saben manejar perfectamente la espada yla alabarda, señor mío.

—¿Quién se encarga de los barriles?—Yo —contestó en el acto el

flamenco.

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—Don Hércules debe ser siempre unHércules —dijo Mendoza gravemente.

Comenzaba a llover cuandoabandonaron el foso de la muralla.

Gotas enormes caían con rumorextraño.

Los filibusteros apresuráronse abuscar refugio en una casa, mientras losveinte cañones de la fortaleza nocesaban de tronar, como si quisiesencompetir con los rayos que de vez encuando desgarraban las tempestuosasnubes.

Después de atravesar el bastión, lostres aventureros se encaminaron alfuerte, siguiendo callejuelas tortuosaspara librarse de algún disparo de

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metralla.Un cuarto de hora más tarde,

llegaron a la explanada.Llovía a cántaros y los filibusteros

tuvieron que suspender el fuego. Losespañoles tampoco disparaban más quede tarde en tarde, seguros de que losenemigos no se atreverían a intentar unataque en una noche tan mala.

Hacían fuego alguna vez paraadvertir que velaban y que no estabandispuestos a dejarse sorprender.

—Seamos prudentes —dijo elgascón a sus dos compañeros—.Colocaremos los barriles en el ánguloponiente de la fortaleza, que me parecemenos robusto que los otros. Os

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recomiendo que no hagáis ruido.—Los españoles están fumando tras

las almenas —murmuró el flamenco—.Solamente locos como nosotros seatreverían a salir con este aguaceroendiablado.

—¿Os molesta?—No por cierto, es un baño

delicioso. El día ha sido calurosísimo.Protegidos por las tinieblas,

atravesaron felizmente la explanada ycomenzaron a trepar por la pendiente,casi arrastrándose.

Cada cuatro o cinco minutos, elcañón retumbaba sobre sus cabezas;momentos después percibíase elestrépito de una casa que se

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desplomaba.Los tres aventureros se encontraron

al fin en lugar seguro. Solamente podíanalcanzarles allí las balas de arcabuz,pero los españoles, ocultos tras lasgrandes almenas, no los habíandescubierto aún.

Trepando como cabras, el gascón ysus compañeros lograron llegar alángulo del fuerte y ocultarse bajo unaespecie de arcada que servía de puntode apoyo a una terraza armada con doscañones.

—He aquí un lugar a propósito —dijo el gascón en voz baja—. Estaarcada no podrá resistir la explosión desesenta libras de pólvora. La terraza

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caerá, a la vez que los cañones. Despuésserá posible el asalto, al menos por estaparte. Amigo Mendoza, preparad lasmechas.

—¿No nos delatará su brillo? —preguntó el marinero.

Barrejo, sin pensar en que una balade arcabuz podía atravesarle el cráneo,abandonó la arcada y se puso a observarlas almenas que protegían a la terraza.

—¡Bah! —exclamó—. ¿Quién seocupa de nosotros? Cuando llueve, gustamás estar bajo techado. Terminaremosnuestros asuntos sin que nadie venga amolestarnos.

Volvió a la arcada, donde Mendoza yel flamenco estaban preparando las

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mechas.—Pongámonos a cubierto —les dijo

—, hasta que los barriles haganexplosión. ¿Estáis bien seguro de lasmechas, compadre?

—¿Y se lo preguntáis a un viejofilibustero?

—Pues prended fuego yescapemos…

El vizcaíno encendió yesca y laacercó a dos cuerdecillas embreadas ycubiertas de pólvora.

Barrejo, después de asegurarse deque todo estaba bien dispuesto, se retiró,diciendo:

—¡Alejémonos!… No vayamos avolar a la vez que la fortaleza.

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Abandonaron la arcada y echaron acorrer por la pendiente.

Apenas habían andado algunosmetros, oyóse a una voz gritar:

—¡A las armas!… ¡Los filibusteros!En seguida resonó un arcabuzazo.—Pies, ¿para qué os quiero? —gritó

el gascón, que daba saltosextraordinarios.

Se escucharon siete u ochodetonaciones. Los españoles de segurodisparaban a bulto, porque laobscuridad era siempre profundísima.

En un instante los tres aventurerosbajaron la pendiente, atravesaron laexplanada y se precipitaron por laprimera callejuela que encontraron al

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paso, refugiándose en una casadeshabitada.

Los españoles, creyendo que losfilibusteros intentaban una sorpresa,disparaban furiosamente en todasdirecciones.

Artilleros y arcabuceros hacíanfuego al mismo tiempo, bombardeandolos barrios de la ciudad.

Relámpagos vivísimos iluminaban lanoche, en tanto que una inmensa nuberojiza se elevaba sobre la fortaleza.

Los demás corsarios, que a laclaridad de los disparos habían visto alos tres aventureros bajar la pendiente,salieron de los lugares que les servíande refugio, empeñando resueltamente la

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lucha a arcabuzazos, hasta que llegase elmomento de lanzarse al asalto.

Reuniéronse tras la catedral, que sealzaba en la plaza mayor, preparadospara formar las columnas de ataque a lasórdenes de sus respectivos jefes.

El gascón, desde una ventana de lacasa, miraba atentamente dos puntitosluminosos que brillaban bajo la arcada.

Eran las mechas de los dos barriles.—Medio minuto más y volará la

terraza —dijo el vizcaíno, que estabatras él—. La arcada protege a lasmechas de la lluvia…

La batería central seguía el cañoneo,cada vez con más furia. Los filibusteros,sin cuidarse de la lluvia que azotaba con

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gran violencia a la ciudad, formaron lascolumnas de ataque y avanzaron por lasestrechas callejuelas, empuñando lossables de abordaje y tratando deresguardar las pistolas de aquel diluvio.

De repente, un relámpago vivísimobrilló en el ángulo de la fortaleza y enseguida se dejó oír un estampidoformidable.

Los dos barriles de pólvora,explotando casi simultáneamente,lanzaron al aire la arcada e hicieron quela terraza entera se desplomase.

Un grito fragoroso, proferido porcentenares de bocas, repercutió enmedio de las tinieblas.

—¡Al asalto!…

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Las cuatro columnas, mandadas porRaveneau de Lussan, Grogner, Tusley yel señor de Ventimiglia, treparon por elescape, vociferando ferozmente.

En seguida los tres aventureros seunieron a su capitán para ser losprimeros en el asalto.

La fortaleza tronaba con estrépitohorrendo.

La columna del hijo del CorsarioRojo, formada por sesenta hombres dela fragata y por los tres aventureros, fuela primera en llegar ante las ruinas de laterraza.

Tusley y Raveneau de Lussanemprendieron el ataque por el ladoopuesto, para distraer una parte de las

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fuerzas españolas, y, según costumbre,comenzaron a arrojar bombas a lasalmenas, con poco éxito sin embargo, acausa de la lluvia, que seguía cayendocon gran violencia.

El conde, que marchaba a la cabezade su columna, lanzóse sobre las ruinasde la terraza, gritando con voz tonante:

—¡Al asalto, muchachos!Iba a poner el pie en la fortaleza,

cuando un hombre se colocó delante,diciéndole:

—Permitidme que os sirva deescudo, señor conde.

Era el gascón.—Gracias —contestó el señor de

Ventimiglia—, pero primero debo ser

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yo. Vos entraréis después…Separó con la mano izquierda al

intrépido aventurero, y penetró en elfuerte, disparando dos pistoletazos yempuñando en seguida la espada.

Barrejo, Mendoza, el flamenco y loscorsarios del «Rayo» le siguieron,empujados por los filibusteros deGrogner.

Media compañía de alabarderosdefendía el ángulo del fuerte.

El conde se metió entre lasalabardas y se abrió paso a estocadas,apoyado vigorosamente por sushombres.

Con gran dificultad combatíanespañoles y filibusteros en aquel lugar

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tan estrecho además, ni unos ni otrospodían hacer uso de los arcabuces,porque la lluvia, que seguía cayendo,había empapado la pólvora.

El conde, que luchabadesesperadamente en medio de unamultitud de alabardas, logró al fin abrirpaso a los corsarios.

Aunque desanimados, los españoles,resistieron aún algunos minutos,disputando el terreno palmo a palmoluego, aplastados por el número, porquetambién los filibusteros de Grognerhabían seguido al conde, replegáronsehacia la amplia plaza del fuerte,intentando detener aquel torrentehumano, a cañonazos.

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También los soldados que defendíanlas almenas de poniente contra losinfructuosos ataques de Tusley y deRaveneau de Lussan, corrieron paratomar parte en la refriega, animados porla presencia del marqués de Montelimar.

Una lucha sangrienta empeñósedelante del castillo central, con pérdidasmuy grandes para ambas partes, luchaque solo duró breves instantes, porquelos filibusteros de las otras doscolumnas supieron aprovechar el tiempopara escalar las almenas e invadir laplaza.

Cogidos de frente y por la espalda,los españoles, juzgando ya inútil todaresistencia, arrojaron las armas al suelo.

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Los filibusteros, enfurecidos portanta resistencia, iban a precipitarsesobre, aquellos desgraciados parapasarlos a cuchillo, cuando el conde deVentimiglia intervino.

—¡Envainad las espadas y lossables de abordaje! —gritó con voztonante—. Donde combate unVentimiglia no se asesina a gente inerme.¡Abajo las armas!… ¡El hijo delCorsario Rojo os lo ordena!…

—¡Obedeced! —gritó Raveneau deLussan a sus subordinados.

Un español cuyo traje aparecíacubierto todo de sangre, abrióse pasoentre los soldados y avanzó hacia elconde, seguido de otro que llevaba una

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linterna.—Me habéis cogido, señor de

Ventimiglia —dijo con tono áspero—.¿Qué queréis ahora de mí?

—¿Quién sois? —preguntó el hijodel Corsario Rojo.

—El marqués de Montelimar.El conde lanzó un grito y se quedó

mirando fijamente al caballero.—¿Qué queréis ahora de mí? —

repitió el marqués, cruzándose de brazos—. He sabido que me buscáis.

—No son estos lugares ni momentosoportunos —contestó el conde.

—¿Tenéis la bondad de pasar a migabinete?

—Estoy dispuesto a seguiros.

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Grogner se acercó al conde,diciéndole:

—No os fieis de esta gente.—Soy un caballero —respondió el

marqués con orgullo.—Y además, nosotros lo

acompañaremos —dijo el gascón.—Ocupaos de los prisioneros —

dijo el conde, dirigiéndose a Grogner—,y saquead cuanto creáis que puede serútil a vuestra gente.

—Como ordenéis, señor conde —contestó el filibustero.

—Estoy a vuestra disposición,marqués —dijo el señor de Ventimiglia.

El caballero español sonriótristemente; luego, precedido del

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soldado que llevaba la linterna, entró enel torreón central, seguido del hijo delCorsario Rojo y de los tres aventureros.

Después de atravesar variasestancias llenas de barriles de pólvora yde pirámides de balas, el marqués abrióuna puerta, diciendo:

—Entrad, señor conde, aquí notenéis nada que temer.

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N

CAPÍTULO VII

LA VUELTA ALOCÉANO PACÍFICO

o vaciló el señor deVentimiglia en aceptar lainvitación; aquellacortesía, demasiado

espontánea en un enemigo sin dudaacérrimo, porque podía poner en riesgosu existencia, hizo fruncir el entrecejo al

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suspicaz gascón y también a Mendoza.El gabinete del marqués era una

pequeña estancia amueblada consencillez e iluminada por doscandelabros colocados en una gran mesacubierta con un tapete verde sobre elcual se amontonaba una multitud decartas.

El marqués de Montelimar ofrecióuna silla al conde; luego, sentándosefrente a él, le dijo:

—Ahora sabré lo que queréis de mí.Me habéis buscado en Pueblo Viejo,acaso también en Santo Domingo, y mecogéis al fin en Nueva Granada.

—Preguntaros, lo primero, si ante mívuestra conciencia está completamente

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tranquila —contestó el señor deVentimiglia.

El marqués entornó los ojos, luego,tras breve silencio, repuso:

—Vuestra pregunta me asombra.—¡Ah! —exclamó el conde—. Me

diréis entonces quién era, haceaproximadamente quince años,gobernador de Maracaibo.

—Yo —replicó el marqués.—En ese caso vos ordenasteis la

muerte de mi padre —gritó el conde,poniéndose en pie de un brinco.

—No puedo negarlo.—¿Sabíais que era noble?—Sí.—¿Que no combatía por la idea de

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lucro, porque los Ventimiglia poseentantas tierras y castillo como los duquesde Saboya?

—Estaba enterado de que eranriquísimos.

—¿Sabéis por qué motivo mi padrey mis tíos, el Corsario Negro y el Verde,vinieron a América?

—Para vengarse del duque de WanGuld, según me han contado —contestóel marqués, siempre tranquilo.

—¿Sabéis lo que había hecho elduque?

—No, señor. La América Centralestá muy lejos de Europa, y ciertasinformaciones se pierden durante latravesía del Atlántico.

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El conde sintióse presa de vivísimaagitación.

—Francia y el Piamonte combatíancontra España en los canales deHolanda y en el Escalda —dijo—. Elgeneral de las tropas italianas era unflamenco: el duque de Wan Guld.

—He oído hablar de esto, perovagamente —interrumpió el marqués.

—Los condes de Ventimiglia erancuatro hermanos, bravos jefes, quegozaban de la absoluta confianza delduque de Saboya. Encerrados en unafortaleza con dos regimientos,defendíanse heroicamente, cuando ciertanoche el enemigo entró por una puertaque un traidor le abrió, a cambio de una

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suma enorme de dinero. El primogénitode los Ventimiglia murió, mejor dicho,fue asesinado a traición, por un sicariodel duque cuando intentó oponerse aaquella invasión. Era Wan Guld, que sehabía vendido al enemigo para ser, pocodespués, gobernador de una de lascolonias españolas del Golfo deMéxico.

—En efecto, lo recuerdo —afirmó elmarqués de Montelimar—. Los trescondes de Ventimiglia atravesaronentonces el Atlántico para matar altraidor, y bajo el nombre del CorsarioRojo, el Negro y el Verde, con el auxiliode Pedro el Olonés, de Wan Horn, deLaurent, de Grammont y de otros

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célebres filibusteros, arruinaron nuestrascolonias y saquearon todas las ciudadesmarítimas del Golfo de México.

—Y los españoles ahorcaron a mipadre, ¿es cierto?

El marqués palideció intensamente yno pudo dominar un estremecimiento.

—¿Es cierto? —repitió el conde.—No puedo negarlo.—Si vuestro padre hubiese muerto

en la horca, y vos un día lograseis teneren las manos al que pronunció la terriblesentencia, ¿qué haríais?

—Mi padre era un noble español, yno un filibustero —contestó el marquésde Montelimar.

—Y el mío no era un ladrón de los

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mares —interrumpió el conde—. LosVentimiglia no se han llevado deAmérica ni un doblón.

—Pero no hacían lo mismo losfilibusteros que le acompañaban —replicó el marqués con violencia—.Para nosotros, vuestro padre no era másque un corsario peligrosísimo quearruinaba nuestras colonias y arrasabanuestras ciudades. Teníamos, pues,derecho a castigarlo.

—Como a un ladrón vulgar,¿verdad? —dijo el conde, irónicamente.

El marqués no respondió.El señor de Ventimiglia dio tres o

cuatro vueltas por el gabinete; luego,deteniéndose bruscamente ante el

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exgobernador de Maracaibo, que leseguía con mirada inquieta, dijo:

—De este asunto hablaremos mástarde, señor marqués. Me interesateneros en mi poder para otra cosa.

—Hablad.—Mi padre, que había quedado

viudo antes de embarcar para Américaen unión de sus hermanos, casó aquí conla hija de Hara, el gran Cacique delDarién. Cuando mi padre, segunda vezviudo, fue preso por vuestroscompatriotas y conducido a Maracaibo,llevaba consigo a su hija. ¿Qué ha sidode ella? Vos lo sabéis seguramente.

—¿Yo?…—¡Oh, señor marqués, no tratéis de

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engañarme! Aquella pequeñuela, que eshermana mía, ha sido recogida por vos,lo sé. Además, en Pueblo Viejo meconfirmaron la noticia y vuestrosecretario, el señor Robles, estrechadopor mí, no ha podido negarlo.

—¿Mi secretario está en vuestrasmanos? —gritó el marqués.

—Estuvo; como ya no me servía denada, lo dejé en libertad. Me fastidianmucho los prisioneros.

—¡Y reveló el secreto!…—O hablar o morir, señor marqués

—dijo el conde—. Ante tal dilemaprefirió abrir la boca.

El marqués hizo un gesto de cólera yse levantó impetuosamente, dirigiendo al

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hijo del Corsario Rojo una mirada feroz.—Entonces ¿qué es lo que queréis?

—le preguntó con los dientes apretados.—Que me entreguéis a mi hermana.—¿Y para esto habéis venido hasta

América?—Sí.—¿Y si me negara a devolvérosla?—¡Vive Dios! —gritó el conde—.

No tendré consideración alguna con elhombre que pronunció la sentencia quecondenó a mi padre a morir en lahorca…

—Vuestra hermana no está aquí.—¿Que no está aquí?—No.—¿Dónde la habéis enviado?

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—A Panamá.—¡Rayos y centellas! —gritó el

conde desesperado.—Aquí no estaba segura.—Entonces, ¿sabíais que la

buscaba?—Sabía que una partida de

filibusteros se acercaba a esta ciudad, ytemiendo que en el asalto matasen a esaniña, me apresuré a enviarla a Panamá.

—¿Por qué tantos miramientos conla hija de un filibustero?

—La he educado como si fuera mía—respondió el marqués—. Ya que losdemás han hablado, os habrán dicho quevuestra hermana, aunque mestiza, fuetratada siempre en mi casa como una

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señorita, y no como una esclava.—En efecto, eso me han referido. ¿Y

ahora?—Espero, señor de Ventimiglia, que

vayáis a buscarla.—¿A Panamá? ¿Os burláis,

marqués? Ya han pasado los tiempos deMorgan, y hoy nadie se atrevería, ni aúnmi tío, el Corsario Negro, si viviese, aintentar semejante empresa.

Una sonrisa irónica se dibujó en loslabios del marqués de Montelimar.

—No sé qué aconsejaros, señorconde —dijo luego.

—¿A quién la confiasteis?—A don Juan de Zabala, mi amigo y

consejero del virreinato.

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—Me han asegurado que vivía conun mayoral.

—Mientras fue pequeña, estuvoencargado de ella. Ahora tiene ya quinceaños y no debe tratarse más que confamilias distinguidas.

—¿Y no podré recobrarla de ningúnmodo?

—Sí, trasladándome con vos aPanamá, porque he dado orden al señorde Zabala de que no la entregue a nadie.

—Habéis tomado excesivasprecauciones.

—La considero ya como si fuesehija mía, señor conde.

—Sin embargo, yo no me marcharéde América sin ella —dijo el conde de

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Ventimiglia—. Es mi hermana.—Nadie os discutirá tal derecho,

señor conde —dijo el marqués. Yañadió con acento un tanto irónico—.Temo, sin embargo, que en Panamá nosoplen vientos muy favorables para vos.

—Ya lo veremos. Entretanto, sois miprisionero.

—Los prisioneros puedenrescatarse, fijad el precio.

—Un Ventimiglia no tiene necesidadde cincuenta ni de cien mil doblones,señor de Montelimar. Para vos no existeprecio.

Luego, volviéndose hacia los tresaventureros que habían asistido aldiálogo inmóviles y mudos como

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estatuas, pero espada en mano,dispuestos a evitar cualquier sorpresa,les dijo:

—Os encargo la vigilancia de estecaballero.

Tocóse el ala del amplio fieltro ysalió, bajando rápidamente la escala delcastillo.

Comenzaba a clarear y la lluviahabía cesado. La explanada del fuerteestaba llena de filibusteros ocupados enelevar los cañones y en recoger toda lapólvora que encontraban.

Tusley, Grogner y Raveneau deLussan, sentados en una balaustrada delfuerte, fumaban y charlaban.

Al ver al conde pusiéronse todos en

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pie.—¿Qué novedades hay? —le

preguntó el caballero francés, no sincierta ansiedad.

—Otra carta mal jugada —contestóel señor de Ventimiglia—. He apresadoal águila, pero no he podido coger a laalondrita.

—¿Vuestra hermana?…—Ya no está aquí.—¡Voto a cien mil legiones de

diablos! —gritó Raveneau de Lussan—.¿Es acaso brujo el marqués paraadivinar siempre vuestros proyectos?

—Así parece —contestó el conde.—¿Y cogeremos la alondrita?—En Panamá, si queremos

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intentarlo.—Asunto muy serio —dijo Grogner

haciendo una mueca—. Panamá no esPueblo Viejo ni Nueva Granada. Sifuésemos mil el asunto no resultaría muydifícil. Con las fuerzas de quedisponemos, ningún filibustero, ni elmismo Morgan, intentaría semejanteaventura.

—Vamos a la isla Tortuga —interrumpió Tusley, que hasta entonceshabía permanecido silencioso—. Tengonoticias de que una partida defilibusteros, tripulando dos fragatas,debe llegar de un momento a otro parabloquear a Panamá. Si logramosencontrarla, haremos temblar una vez

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más a los moradores de la ciudad. Máspor el momento me preocupa una cosa.

—Hablad, Tusley —dijo el conde.—Un prisionero me ha confesado

que numerosas columnas españolas sehan puesto en movimiento para cortarnosla retirada hacia el Océano Pacífico. Osaconsejo, pues, en interés común, queabandonemos cuanto antes a NuevaGranada y nos dirijamos a la playa.Todo lo que nos era dado tomar, hacaído en nuestras manos.

—Poca cosa en realidad —dijoRaveneau de Lussan—. El saqueo no haproducido más que ochenta mildoblones.

—Algo más cogeremos durante la

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retirada —insinuó Grogner—. Ennuestro camino incendiaremos ciudades,villas y aldeas.

—Estoy dispuesto a marchar —dijoel conde—. Por mi parte, soloconservaré un prisionero: el marqués deMontelimar.

—Nosotros guardamos a treintapeces gordos de la población que nosvaldrán a su tiempo un buen rescate —repuso Grogner—. Nos serán utilísimosen el caso de que intentemos hacer unademostración naval contra Panamá.Señor de Lussan, dad la orden deretirada. Debemos llegar a las selvasantes de que las cincuentenas españolas,que ya estarán en marcha, caigan sobre

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nosotros.No había transcurrido media hora

cuando los filibusteros, que en medio detantos combates solo perdieron docehombres, e hicieron verdaderos estragosentre los habitantes, hallábansedispuestos a abandonar la ciudad.

Aparte de los prisioneros, habíanseapoderado de un cañón, para defendersede los ataques que esperaban durante suretirada al Océano Pacífico.

Con el objeto de engañar mejor a lastropas lanzadas tras sus huellas,decidieron marchar hacia el septentrión,país más fértil y que podía ofrecerlesmayores recursos.

A las ocho de la mañana, los cuatro

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minúsculos cuerpos de ejército, despuésde volar otra ala de la fortaleza, salieronde la ciudad, refugiándose bajo lasinmensas selvas que entonces cubríangran parte de la América Central y quese hallaban ocupadas por algunas tribusde indios, libres milagrosamente de ladura esclavitud.

Hombres acostumbrados a guerrearcontinuamente, presentían al enemigo.

En efecto, a diez millas de NuevaGranada, una columna compuesta de dosmil quinientos soldados, procedente dePanamá, les asaltó en campo raso,tratando de rodearlos.

Algunos cañonazos bastaron paraque los españoles se retirasen.

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Dos horas más tarde, cerca delpueblecillo de León, distante pocasleguas de Nueva Granada, intentarondetenerlos quinientos lanceros; unataque furioso, dirigido por el conde deVentimiglia y por Raveneau de Lussan,los dispersó.

No acabaron aquí los contratiemposde los filibusteros. Los indios, por ordendel gobernador de Panamá, incendiaronbosques y plantaciones, para hacerlesmorir de hambre; además les atacaban aflechazos.

Cerca de Ginandejo, los españoles,ocultos en un desfiladero, enviaron aunos cuantos habitantes con el encargode que invitasen a los filibusteros a

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descansar en sus factorías, ofreciéndolesvíveres y vino en abundancia.

La estratagema no dio resultado. Losfilibusteros, furiosos, causaron grandesestragos en las cincuentenas, saquearonel pueblo y luego lo incendiaron, paracastigar a los moradores por sucomplicidad en la asechanza.

Después de catorce días de marchascontinuas, de combates incesantes,llegaron al fin los filibusteros,hambrientos y medio desnudos, a lasplayas del Océano Pacífico, frente a laisla de Taroga, en la cual esperabanencontrar a otros compañeros llegadosdel Atlántico.

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F

CAPÍTULO VIII

TERRIBLEBATALLA NAVAL

uerza es reconocer queuna fortuna extraordinariaprotegía a aquellosaudaces ladrones de mar y

que un triste destino perseguía conobstinación increíble a losdescendientes de los famosos

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conquistadores que, con pocosarcabuces, pero con mucho valor, habíanderribado los imperios más poderososde la América del Norte, del Sur y delCentro.

Tomar por asalto una ciudadreputada como una de las plazas másfuertes de Nicaragua, burlar a dos milquinientos soldados, evitar numerosasasechanzas y llegar al fin sanos y salvos,a través de un país infestado de indioshostiles, resulta una cosa estupenda, casiinverosímil; y sin embargo, el relato deaquella expedición, trazado por mano delos hombres consérvase aún para probarla exactitud de un hecho tanextraordinario.

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La fortuna no parecía dispuesta adesamparar a aquellos formidablesladrones del mar, porque veinticuatrohoras después de su llegada a las costasdel Pacífico, encontrábanse seguros enla isla de Taroga, en medio de los demásfilibusteros, que habían llegado a losmares del sur en dos buenos buques decombate.

Las cuatro columnas, que durante laexpedición habían sufrido algunaspérdidas sensibles, encontrábanse enseguida reforzadas con otros doscientoshombres, entre ingleses y franceses,resueltos a mover las manos y sedientostambién más que de conquistas, del oroespañol.

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Poseyendo, como hemos dicho, dosbuques de guerra, los cuatro jefesdecidieron, en consejo celebradoalgunos días después, intentarprimeramente una expedición a Villia,población que apenas distaba veinteleguas de Panamá, para proveerse devíveres, porque el islote, con pocosárboles, y en su mayoría infructíferos,era incapaz de mantener a tanta gente.

Los dos barcos, llegados de losmares del sur, habían consumido todassus provisiones, y los filibusteros quetomaron por asalto a Nueva Granada,solo se llevaron doblones, tan inútilespor el momento como los granos dearena amontonados alrededor del

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desierto islote.Antes de intentar un golpe de mano

sobre Panamá, querían estar bienprovistos de municiones de boca y deguerra.

Tusley se encargó de la empresa.Embarcóse con doscientos hombres enlas dos naves, y fondeó no muy lejos dela ciudad; luego emprendióresueltamente el ataque, y en pocashoras se hizo dueño de la plaza, a pesarde la fiera resistencia de los españoles.

Apoderóse de trescientosprisioneros, de quince mil doblones enmetálico y más de cien mil en géneros, yno satisfecho aún con tanta riqueza,envió un mensaje al alcalde de la

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ciudad, que se había refugiado en losbosques, para proponerle el rescate delos prisioneros en la suma de cincuentamil doblones.

El alcalde contestó que no podíaofrecer a semejantes ladrones más quepólvora y balas, que tenía dispuestas unay otras, y que en cuanto a losprisioneros, los abandonaba a su suerte;finalmente, advertía a los filibusterosque estaba reclutando hombres, paraarrojarlos del Océano Pacífico.

Al oír tal respuesta, Tusley incendióla ciudad, cargó el botín en doschalupas, que encontró en el próximo ríoy ordenó la retirada.

Pero entonces comenzaron los

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primeros desastres.Trescientos españoles, emboscados

en una curva del río, se apoderaron delas dos chalupas y mataron a lostripulantes.

Los filibusteros, que se retiraban porlos bosques, al saber la noticia,enviaron nuevos mensajes al alcalde,amenazando con asesinar a losprisioneros si no les restituía el botín yles pagaba el rescate.

Como la respuesta tardase en llegar,Tusley mandó fusilar a unos cincuentaespañoles y envió sus cabezas a Villia.

El alcalde, aterrado, devolvió elbotín y las dos barcas y añadió diez mildoblones para salvar la vida a los

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demás desgraciados que se encontrabanen poder de los corsarios.

No debían, sin embargo, losespañoles tardar mucho tiempo en tomarsoberbios desquites.

Sorprendieron una partida defilibusteros, compuesta de treinta y sietehombres, que se dirigía a Bocachicapara pasar a las costas orientales delcontinente, y la aniquilaron, a excepciónde un solo individuo, que fue conducidoprisionero a Panamá.

Casi al mismo tiempo, coparon aotras dos pequeñas columnas decorsarios ingleses, formadas porcuarenta hombres cada una y lasdestrozaron completamente en medio de

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las enmarañadas selvas del istmo.Tusley, aunque perseguido por todas

partes, condujo a su tropa hasta lascostas del océano y llegó felizmente aTaroga, con sus veinticuatro mildoblones intactos, sus mercaderías, susvíveres y sus dos buques.

Aquella expedición no duró más quequince días, durante los cuales tuvieronque mantenerse con tortugas de mar ycon algunas frutas, para martirio delgascón y de sus dos compañeros, que nocesaban de lamentarse de las malascualidades del agua y de la ausenciacompleta de Jerez.

Bien provistos de víveres y sobretodo de municiones, los filibusteros, tras

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nuevo consejo, decidieron el bloqueo dePanamá, para exigir del virrey el canjede la hermana del señor de Ventimiglia yde algunos prisioneros.

A los cuatro días del retorno deTusley, los filibusteros embarcaron.

No eran tan numerosos como antes,porque ciento cuarenta y ocho francesesse habían separado de sus compañeros,a causa de las consabidas cuestionesreligiosas, y se dirigieron hacia elseptentrión, con el propósito de saquearlas costas de California[2].

Todavía, sin embargo, les quedabanfuerzas suficientes para hacerse temerpor los españoles, tanto más cuando queles mandaban cuatro jefes

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valerosísimos.Enterados por un prisionero de que

en Panamá aguardaban a dos grandesveleros españoles, procedentes de Lima,con cargamento de harina y con dinero,los corsarios decidieron abordarlosantes de que llegasen al puerto dedestino.

La falta de víveres constituíasiempre la preocupación más grave deaquellos hombres, puesto que, aparte delos saqueos, no tenían medio deproporcionárselos, toda vez que lascostas estaban bien guardadas y lasplantaciones habían sido destruidas enmuchas leguas de extensión.

Guiaban el primer barco el señor de

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Ventimiglia y Raveneau de Lussan; elotro, Tusley y Grogner.

Huelga decir que los tres terriblesaventureros habían embarcado en lanave del conde, ansiosos de tenerocasión de esgrimir los formidablesaceros.

—Taroga es una isla de tortugas —afirmó Barrejo al poner el pie en elpuente del buque—. No he venido aAmérica para probar el filo de la espadaen la concha de esos animaluchos.

—¡Ni yo he venido para mirar lasarenas y escuchar el rumor de lasmareas! —añadió Mendoza.

—Ni yo he dejado al Brabante paraestar con los brazos cruzados —agregó

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el flamenco.Y los tres se prometían realizar

maravillosas empresas y no perder devista un solo instante al marqués deMontelimar, de cuya custodia estabanencargados.

El primer día transcurrió sinincidentes. Las dos naves, que no eranmuy grandes, ni estaban muy armadas,navegaron a la vista del islote, con laesperanza de sorprender a los dosveleros procedentes de Lima.

Al segundo día pusieron la proahacia Panamá, pero no se atrevieron aacercarse mucho al puerto, porqueestaban seguros de que el virrey podía,en pocas horas, reunir una escuadra

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considerable.En la mañana del tercer día, los

gavieros de guardia en las cofaslanzaron el primer grito de alarma:

—¡Velas hacia levante!El señor de Ventimiglia y Raveneau

de Lussan fueron los primeros en correral castillo de proa.

Aquel grito de «velas hacia levante»no dejó de producir en aquellos ciertasorpresa, porque no era de allí de dondeaguardaban a los dos buquesprocedentes de los mares del sur.

—¿Serán barcos de Panamá? —sepreguntó el conde.

—Mucho lo temo —contestóRaveneau de Lussan—. Los españoles

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estarán ya cansados de nosotros yhabrán organizado alguna flotilla.

—Que tomaremos por asalto yecharemos a pique —dijo Mendoza, quese había unido al jefe, con sus otros doscompañeros.

—Señor de Lussan, preparémonospara el combate —dijo el señor deVentimiglia—. Contamos con hombresdecididos a todo y con artillería enregular estado. Mostraremos una vezmás a los españoles cómo saben luchary morir los valientes Hermanos de laCosta.

Sonaron las bocinas.—¡Todo el mundo a cubierta!…Los filibusteros, siempre dispuestos

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a afrontar el peligro, corrieron a suspuestos de combate, los viejosbucaneros a las bandas, los corsarios alas baterías.

La nave de Tusley y de Grognerunióse en seguida a la del señor deVentimiglia, que se dirigía audazmenteal encuentro de las velas señaladas.

—Amigo Barrejo —dijo el vizcaíno,que probaba el filo de su espada—,temo que esta vez el asunto sea másgrave que en Pueblo Viejo y en NuevaGranada. Esos barcos vienen dePanamá; os lo asegura un marino viejoque conoce los vientos mejor que elpropio Eolo.

—¿Sabéis si los capitanes de fragata

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llevan buen surtido de botellas de vino?—preguntó el gascón, examinandotambién su espada.

—¿Qué diablos de cosas decís? —interrogó el vizcaíno, con cierto estupor.

—El señor gascón habla muy bien—aseguró el flamenco, con suacostumbrada gravedad—. Responded asu pregunta.

—Yo creo que encontraremos másbalas que botellas —dijo el vizcaíno—.No niego, sin embargo, que lleven vinoen la bodega.

—Me basta con saber eso —contestó el gascón—. Cataremos eselíquido, y veremos si es mejor el quesirven en las tabernas o el que navega…

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Un grito que resonó en aquelmomento en la cofa del palo mayor,interrumpió la conversación.

—¡Fragata a la vista!…—¿No os lo aseguraba yo? —dijo

Mendoza—. En vez de las navescargadas de harina procedentes de Lima,encontraremos hierro y plomo.

—Pero también una bodega.Por tercera vez dejóse oír la voz del

gaviero de guardia:—¡Y dos barcos grandes de

refuerzo!…—Esos seguramente no llevan

botellas —dijo el vizcaíno—, pero envez de eso, conducirán buen número decuerdas para ahorcarnos.

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—¡Ahorcarnos! —gritó el gascónesgrimiendo la espada—. ¡Oh!… ¡Comosi no hubiera más que colgar a gente denuestros bríos!

Los filibusteros se preparabananimosamente para la batalla, tratandode alcanzar a la fragata antes que losbarcos auxiliares, pésimos veleros,pudiesen correr en su ayuda.

El conde de Ventimiglia, desde elalcázar, comunicaba órdenes con vozvibrante, en tanto que Grogner, a bordodel segundo barco, hacía lo mismo.

La fragata de gran tonelaje, y armadacon treinta cañones, avanzaba tambiénresueltamente sobre los corsarios,segura de aniquilarlos con unas cuantas

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andanadas.El señor de Ventimiglia,

comprendiendo que los españoles selanzaban con ánimo decidido alabordaje, ordenó que los dos buques seseparasen, para coger en medio a lafragata, antes de que llegasen las barcas,que llevaban a bordo numerososcombatientes y algunas piezas deartillería gruesa.

A mil pasos de distancia empeñóseel combate, con gran fragor por ambaspartes.

La fragata tronaba y avanzaba,intentando desarbolar a los dos buquescorsarios; estos que solo disponían dealgunos cañones, contestaban lo mejor

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posible.A quinientos pasos, los españoles,

segurísimos de acabar con aquella turbade ladrones de mar, recogieron parte delas velas para maniobrar con másfacilidad y abordar al barco máspróximo, que era el que mandaba elconde de Ventimiglia.

Los tambores resonaban con fragoren los altísimos puentes y el pabellónespañol ondeaba al viento.

Arcabuceros y alabarderos estabanpreparados para lanzarse al abordaje, entanto que de las dos barcazas partíandescargas furiosas pero casi ineficaces,a causa de la distancia.

—Dentro de un rato se sentirá aquí

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calor —dijo Mendoza, que no perdía devista a la fragata—. Si los españoles sedirigen hacia nosotros tan decididos, esseñal de que están resueltos aexterminarnos. Compadre Barrejo, seme figura que os va a costar un poco detrabajo coger las botellas del capitán.

—Tengo por costumbre respetartodas las opiniones, pero os aseguro queel conde trepará al abordaje antes quelos españoles. Tengo sed, ¿por qué no hede beber?

—Muy bien hablado —dijo elflamenco—. Beberemos vino dePanamá…

Los dos buques corsariosmaniobraban con rapidez extraordinaria,

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respondiendo vigorosamente con suartillería. Sufrían graves daños conaquel continuo cañoneo, pero nodesesperaban de dar al enemigo unadura lección.

La fragata, que precedía algunasbrazas a los dos barcos auxiliares,arrojóse de improviso entre los buquescorsarios, alternando los disparos demetralla con los de bala rasa.

Era aquel el momento aguardado porlos cuatro jefes filibusteros para intentarun ataque desesperado.

Los dos veleros, en pocos instantes,cayeron sobre el buque enemigo, y,según costumbre, arrojaron sobre lospuentes un número tan enorme de

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granadas, que en breves segundopusieron fuera de combate a la mayorparte de los arcabuceros y alabarderos;en seguida, aprovechando la confusiónproducida por las explosiones, selanzaron resueltamente al abordaje, congriterío ensordecedor.

El conde de Ventimiglia y Raveneaude Lussan, en unión de los tresaventureros, fueron los primeros ensubir a la fragata.

Empeñóse un combate homérico.También los hombres de Tusley y de

Grogner abordaron la nave y seesparcieron, con ímpetu irresistible, porlos puentes, luchando como leonesdesencadenados.

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Los españoles, replegados a proa,cruzaron a la carrera la toldilla y serefugiaron en el alcázar, pero la lluviade bombas lanzadas por los filibusterosy gavieros desde las cofas de los dosbuques, llegó hasta allí causando pánicoindescriptible.

Nada pudo el valor de los españolescontra aquel diluvio de fuego y contra elchoque formidable de los corsariosfamiliarizados con las victoriasestrepitosas; la bandera fue arriada entrelas aclamaciones de los filibusteros, aquienes la fortuna sonreía una vez más.

De ciento veinte hombres quetripulaban la fragata, ochenta habíancaído muertos o gravemente heridos.

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Una vez desembarazados delenemigo más peligroso, los filibusteros,después de dejar algunos centinelas enla fragata, volvieron a sus buques, loscuales, durante aquel formidablecañoneo, solo habían sufrido pequeñosdaños, y emprendieron la caza de losdos barcos auxiliares, tripulados pornumerosos adversarios.

Con un ataque repentino,apoderáronse del barco mayor, a pesarde la encarnizada resistencia de latripulación, compuesta de setentahombres, de los cuales solo diecinueveescaparon a la muerte; el otro barco,viéndose perdido, desplegó todas lasvelas y trató de ganar la costa; pero

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chocó con un arrecife y se partió pormitad, perdiendo la mayor parte de sugente.

La estrella que protegía a aquellosformidables corredores de los mares, nose habían eclipsado aún.

Apenas lograron desembarazar a lafragata de los muertos que la cubrían, yreparar los daños causados en susbuques por la artillería enemiga, cuandootros dos barcos tripulados porespañoles, aparecieron en el horizonte.

Los filibusteros, inquietos,interrogaron a los supervivientes de lafragata, y con amenazas de muerteconsiguieron averiguar que aquellosbarcos habían recibido la orden de

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acudir lo más pronto posible en auxiliode la flotilla.

Aunque agotados por tantas horas decombate, los corsarios no sedesanimaron. Comprendiendo que enPanamá se ignoraba aún la derrotasufrida, embarcaron en la fragata, y en laotra navecilla capturada, izaron elpabellón español y se dirigieron enbusca de los otros enemigos, queconfiadamente los dejaron que seacercaran, suponiéndolos compañeros.

—Amigo Barrejo —dijo Mendoza,que como uno de los mejores artilleros,estaba encargado del cañón del alcázar—, creo que no os quejaréis ahora de nomover bastante las manos.

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—¡Diantre! —exclamó el gascónarreglándose la casaca, desgarrada porla punta de una alabarda—. Nosospechaba que iba a tener tanto trabajo.Mi espada se ha convertido en unasierra, a fuerza de golpear yelmos ycorazas. Tendré que buscar a un afilador,o acabará por no cortar siquiera elcuello de una botella.

—Cambiadla por otra; hay muchasde sobra en la fragata.

—¡Cómo!… ¡Dejar yo la espada demi padre!… ¿No sabéis que este aceroha tomado parte en más de ciencombates? Es una tizona histórica en lafamilia de los Lussac.

—Siento que corte ahora poco.

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—¿Por qué?—Me han dicho que esos barcos que

se acercan están tripulados por lo másselecto de la marinería española.

—No importa.—Cuidad que trabaje bien, porque

aseguran que traen buena provisión decuerdas.

—¿Para qué están destinadas?—Para colgarnos, si nos cogen

vivos.—¿Habláis en serio?—Lo han confirmado los prisioneros

de la fragata —respondió Mendoza.—¡Ah!… ¡Bribones!…—El virrey de Panamá está cansado

de nosotros, y ha jurado hacernos bailar

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la última danza, suspendidos en lasantenas.

—Mal baile —dijo el flamenco, quese encontraba presente.

—En efecto, no debe de ser muyagradable —respondió el gascón—. Meencomendaré a mi espada.

—¿Sabéis lo que los filibusteros handecidido?

—¿Colgar a los prisioneros como sifuesen chorizos?

—Nada de eso; hacer que bailen enlas vergas[3], mejor dicho, bajo lasvergas, los tripulantes de esos dosbarcos.

—Aún no los hemos cogido.—¡Oh!… ¡Aguardad un poco!…

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La fragata hallábase entonces a tirode los dos barcos, que engañados por elpabellón que ondeaba en el asta delartimón, no habían cesado de avanzar.

Una orden breve, seca, se dejó oíren el puente de la nave tripulada por loscorsarios.

—¡Fuego!En un instante la bandera española

fue arriada y substituida por losestandartes de Francia y de Inglaterra;una tempestad de balas cayó sobre losdos barcos, desarbolándolos yarrasándolos como si fueran dospontones.

Uno de ellos incendióse lo mismoque un trozo de leña seca; las cajas de

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pólvora estallaron con horribleestrépito, volando la cubierta,destrozando la popa y haciendo astillaslas bandas de babor y de estribor.

El otro hizo frente al ataque,disparando con los dos únicos cañonesque llevaba a bordo.

Sin embargo, la lucha no duró másque algunos minutos, porque en auxiliode los filibusteros corrieron las otrasdos navecillas, que abrieron un fuegoinfernal sobre el desgraciado barco.

El que se incendió, fuese a pique, sinque pudiera salvarse ninguno de lostripulantes; el otro quedó en poder delenemigo, tras breve combate.

Veintidós filibusteros cayeron

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gravemente heridos, entre ellos Tusley,que murió algunos días después porhaber recibido una bala envenenada.

Furiosos por las graves pérdidasexperimentadas y por haber encontradomultitud de cuerdas destinadas acolgarlos, los filibusteros, a pesar de lasprotestas del conde de Ventimiglia, nodejaron vivo ni a uno solo de lostripulantes del segundo barco.

Envanecidos con tantos triunfos, elmismo día se retiraron a Taroga paradeliberar, noticiosos de que cincocompañeros se encontraban presos enPanamá, sujetos a durísima esclavitud.

Sus propósitos eran dirigirseinmediatamente a la rica ciudad e

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intentar el asalto. Pero enterados de queuna escuadra poderosa había dejado lospuertos del Perú y se dirigía en busca deellos para asestarles un golpe mortal,decidieron enviar un mensajero aPanamá e intimar al Presidente de laReal Audiencia la pronta restitución delos cinco prisioneros y de la hija delCorsario Rojo, amenazando, en caso deque se negase, a matar, por cada uno deellos, a cuatro españoles de los muchosque tenían en su poder.

El Presidente envió a los filibusterosun oficio para decirles que nada podíahacer, y al mismo tiempo acudió alobispo de Panamá para ver si algoconseguía, al menos de los franceses que

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se jactaban a toda hora de ser católicos.El obispo escribió, en efecto,

diciendo que la negativa del Presidenteno reconocía otra causa que laobediencia debida a la orden de sussoberanos, los cuales le prohibían talgénero de canjes; a la par les advertíaque cuatro prisioneros ingleses sehabían convertido al catolicismo y queestaban decididos a quedarse entre losespañoles.

La respuesta, como puedecomprenderse, no logró persuadir aaquellos formidables corsarios.

En nuevo consejo decidieron enviarotro prisionero a Panamá para quenotificase de palabra al Presidente que

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estaban decididos a dar muerte a lostrescientos españoles que tenían en susmanos, con objeto de vengarse ademásde las balas envenenadas usadas por losarcabuceros de la fragata, las cualeshabían costado la vida de Tusley y aveintidós heridos.

Para causar mayor impresión,decapitaron a veinte prisioneros sacadosa la suerte y enviaron las cabezas aPanamá.

Semejante atrocidad obligó alPresidente a poner en libertad a losprisioneros y a pagar diez mil doblones.

En el número de aquellos faltaba, sinembargo, la hija del Corsario Rojo.

El hecho originó una explosión de

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cólera terrible, porque los filibusteros,que consideraban ya al conde deVentimiglia como a uno de susverdaderos jefes, deseaban rescatar a lajoven a todo trance.

Por el momento triunfó el proyectode asesinar a todos los prisionerosespañoles, incluso al marqués deMontelimar.

—Enviemos la cabeza delexgobernador de Maracaibo alPresidente de la Real Audiencia dePanamá —dijeron Grogner y Raveneaude Lussan, que parecían los másenfurecidos—. Demos una lecciónterrible a esos hombres que empleancontra nosotros balas envenenadas, cosa

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contraria a todas las leyes de la guerra.—No —contestó el conde con

firmeza—. Os dejo en libertad e iré abuscar a mi hermana a Panamá. Si tengonecesidad de vosotros, no dudo quecorreréis todos en mi auxilio. Poned ami disposición una barca para que puedaacercarme a la costa y un esquife paraentrar en el puerto. La cabeza delmarqués de Montelimar responderá demi vida…

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L

CAPÍTULO IX

LA REINA DELOCÉANO PACÍFICO

as tinieblas descendíanrápidamente sobre elOcéano Pacífico ymillones de estrellas

brillaban como diamantes en el purísimocielo.

Un esquife deslizábase lentamente,

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con pequeños golpes de remo, hacia elamplio puerto de Panamá.

Cuatro hombres lo tripulaban: elconde de Ventimiglia, que empuñaba labarra del timón, Mendoza, Barrejo yDon Hércules, que manejaban los remos.

El esquife, ligero como unaballenera moderna, corría dulcementesobre las negras aguas, dejando a popa,de vez en cuando, una estelafosforescente.

—¡Alto!El conde de Ventimiglia se puso en

pie.—¿Qué ocurre? —preguntó.—Una carabela nos sigue y trata de

adelantársenos.

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—Ocultémonos tras los galeones.—Eso mismo iba a proponeros,

señor conde.—Dad fuerte a los remos.—Preferiría dar a la espada —

refunfuñó Barrejo, que nunca sintió granafición a remar.

El esquife deslizóse rápidamenteentre los grandes galeones y se acercó ala orilla.

Una gran sombra proyectóse enaquel momento sobre la bahía: era unade las carabelas encargadas de vigilar laentrada del puerto.

Seguramente había descubierto alesquife y lo buscaba. No pudiendo, sinembargo, pasar por medio de las naves

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ancladas, acechaba el momento desorprenderlo.

—Demasiado tarde, amigos míos —murmuró el conde—. Cuando lleguéis,encontraréis la chalupa vacía.

Con un golpe de barra dirigió elesquife a la orilla, en tanto que los tresaventureros abandonabansilenciosamente los remos.

—¡Pronto! —dijo el conde—. Unaembarcación se ha separado de lacarabela, y probablemente nosencontraremos con los tripulantes.

El gascón dejó pasar al señor deVentimiglia, luego saltó a tierra, seguidodel vizcaíno y del silencioso flamenco.

—Apretemos el paso —dijo el

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conde—. Si nos cogen, pagaremos conla vida esta aventura.

—¿Y a dónde vamos? —preguntó elgascón.

—Dejadme a mí —contestóMendoza—. Conozco bastante bien laciudad, y os conduciré, si el diablo no loenreda, a una taberna que vende vino deOporto.

—Cualquiera se atrevería aasegurar, compadre, que sabéis dóndeestán todas las tabernas de la Américadescubierta y por descubrir —dijo elgascón—. Sois verdaderamente unhombre maravilloso.

—Callad y estirad las piernas —ordenó el conde—. Tengo por seguro

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que nos siguen.—¿Los hombres de la carabela? —

preguntó el gascón.—Sí, amigo Barrejo.—Pero estos españoles poseen un

olfato extraordinario. Ventean a unfilibustero a cualquier distancia.¿Estarán impregnadas nuestras carnes dealgún olor especial?

—Sí, de pólvora —respondióMendoza riendo—. ¿Es verdad, señorconde?

—No bromees, Mendoza —contestóel señor de Ventimiglia, deteniéndosebruscamente—. El momento es pocooportuno. ¡Silencio todos!…

Hicieron alto en un ángulo de la

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estrecha calle, formada por casuchas demiserable aspecto, y se pusieron enacecho.

En el profundo silencio de la noche,interrumpido de vez en cuando poralgunos ladridos, oíanse distintamente, ano mucha distancia, los pesados pasosde una ronda.

—Ya os aseguré que nos perseguían—dijo el conde—. Vaya, Mendoza,condúcenos lo más pronto posible a lataberna que conoces. ¿Dista mucho deaquí?

—Menos de lo que suponéis, señorconde.

—Pues afuera las espadas, ydejemos en paz a las pistolas.

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Los cuatro corsarios, corriendovelozmente, se internaron en un dédalode callejuelas estrechas, fangosas y,sobre todo, oscurísimas.

Mendoza marchaba delante y noparecía titubear respecto al camino quedebía seguir.

Al cabo de veinte minutos se detuvoante una casa de modesta apariencia,flanqueada a derecha y a izquierda porjardines.

—He aquí la posada de Panchita —dijo—. Lleva un nombre fúnebre, peroel vino, al menos en otro tiempo, erasuperior.

—¿Cómo se llama? —preguntó elgascón.

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—La posada del muerto.—¡Tonnerre!… Confiemos en no

encontrarlo ahí dentro…—Manda que abran —dijo el conde

—. Se me figura oír siempre los pasosde la ronda detrás de nosotros.

El vizcaíno golpeó la puerta con elpomo de la espada.

Momentos después abriósediscretamente una ventana, y una vozfresca y bien timbrada, dijo:

—La posada no se abre de noche,buscad otro albergue.

—Os traigo a un conde que pagarágenerosamente la hospitalidad, Panchita.

—¿Quién sois vos que me conocéisde nombre?

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—Un viejo aventurero. Abridpronto, o echo la puerta abajo.

—Aguardad un momento.—Si se tarda un poco, la ronda nos

coge por la espalda —dijo el gascón—.Señor conde, ¿queréis que vaya con elflamenco a detenerla? Si nos ven entraraquí, mañana vendrán a buscarnos lacincuentena…

El señor de Ventimiglia vaciló uninstante.

—¿Estás bien seguro de vuestraespada? —preguntó.

—Respondo también de la de DonHércules.

—Si no lográis poner en dispersióna la ronda, replegaos y correremos en

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vuestro auxilio.—Venid, Don Hércules —dijo el

gascón—. Detendremos a esos curiososque no quieren dejar en paz a honradosburgueses como nosotros.

En tanto que Mendoza golpeaba lapuerta, los dos espadachines echaron acorrer, dirigiéndose hacia el extremo dela calle.

Oíanse en aquella dirección pasosprecipitados y chocar de espadas.

Podían ser noctámbulos quevolvieran a sus casas algo alegres, peropodía ser también que se tratase enrealidad de aquella patrulla que habíaintentado sorprender a los corsariosantes de que desembarcasen.

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—Si son en efecto los guardias,procuremos distraerlos hasta queestemos seguros de que el conde yMendoza se han puesto a salvo; luegoarremeteremos contra ellos y lesharemos huir.

Doblaron la esquina de la calle ydescubrieron a tres hombres, quemarchaban apresuradamente, espada enmano.

No costó gran trabajo a los dosaventureros reconocer a los tressoldados de la Capitanía encargados dela vigilancia del puerto.

—¡Buen golpe! —exclamó elgascón. Encargaos vos del de laderecha, yo me las entenderé con el de

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la izquierda y con el que va en medio.Pero no nos apresuremos, Don Hércules.Aún no han abierto la puerta de laposada. Es indudable que la tabernera seestá componiendo para recibirdignamente al conde.

—¡Aquí están! —gritó en aquelmomento uno de los tres guardias.

El gascón dio un salto atrás y secolocó bajo la ventana de una casa, enseguida comenzó a cantar a media vozuna canción amorosa.

—¿Qué hacéis? —le preguntó elflamenco, estupefacto.

—Dejadme —contestó el gascón,riendo.

Los tres guardias de la Capitanía

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cayeron sobre los aventureros,levantadas las espadas, gritando:

—¡Rendíos, o sois muertos!…El gascón volvióse tranquilamente

hacia ellos, en tanto que Don Hérculesse recostaba en la pared, para que no lesorprendiesen por la espalda.

—Buenas noches, señores —dijocon voz meliflua.

—¿Qué hacéis aquí? —le preguntóuno de los tres guardias.

—Dar una serenata a mi novia —contestó Barrejo—. Una mujer preciosa,con dos ojos que brillan como estrellas,y una boquita, mis queridos señores,capaz de volver loco al lucero del alba.

—¿Quién sois?

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—Alto allá, señor guardia. No hayque mostrar mucha curiosidad cuando setrata de una mujer tan guapa como minovia. ¡Si vieseis los cabellos queadornan sus linda cabecita!… De seguroque si Velázquez resucitara, seenamoraría ciertamente y pintaría algúncuadro inmortal. ¡Y la tez de mi dama!…¡Ya quisieran parecérsele las criollascubanas! ¡Y sus manos! ¡Y susdientecillos!… Son tan pequeños comogranos de arroz, os lo juro por elespadón enmohecido de mi difuntopadre…

Mientras el flamenco hacía esfuerzosdesesperados para no soltar lacarcajada, los tres soldados de la

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Capitanía miraban estupefactos algascón, que no daba señales de acabarcon los elogios a la maravillosa bellezade su dama.

—Pero… —empezó a decir al fin elguardia más anciano, que iba yaperdiendo la paciencia.

—¿Pero qué?… ¿queréis poner enduda la belleza de mi dama? Muchocuidado, porque cuando se trata dedefender a mi dama, no tengo miedo nide las cincuentenas.

—No intento contradeciros, aunqueme parece imposible que tanmaravillosa belleza habite en estacasucha.

—¡Oh!… ¡No ofendáis el palacio de

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mi amada! —exclamó el gascón con vozamenazadora.

—¡Este hombre está loco! —interrumpió otro soldado.

Barrejo dirigió una mirada rápida alfondo de la calle, y no descubriendo yaal conde ni a Mendoza en la puerta de laposada, retrocedió dos pasos, gritandocolérico:

—¡Loco yo!… ¡Ahora me laspagaréis, bribones!…

Desenvainó la espada y cayó sobrelos tres guardias, en tanto que elflamenco hacía lo mismo.

Los tres soldados retrocedieronhasta la esquina de la calle, y allí,amenazándolos con las espadas, les

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gritaron:—¡Rendíos a la fuerza!…—¡He aquí la fuerza! —contestó

Barrejo—. Para vos el más flaco, DonHércules… Yo enseñaré a esta gente arespetar a la dama de mispensamientos…

No bromeaba aquel diablo degascón. Asestaba tajos con furiaincreíble, eficazmente apoyado por elflamenco, que hablaba poco y hacíamucho.

Durante algunos minutos resonaronen la calle golpes fragorosos, porque silos aventureros daban de firme, lossoldados de la Capitanía no se quedabanatrás. Al fin, estos últimos, incapaces de

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hacer frente a aquella serie de rabiosasestocadas, temerosos de que losensartasen, estimaron lo más oportunovolver las espaldas y escapar a lacarrera.

El gascón y el flamenco lespersiguieron doscientos o trescientospasos, amenazando causar verdaderosestragos en aquellos guardias tanimportunos para los enamorados; luego,al ver que continuaban corriendo comosi llevaran detrás una jauría,retrocedieron rápidamente pararefugiarse en la posada.

La puerta estaba cerrada, pero por elquicio se filtraba un hilo de luz.

A los primeros aldabonazos del

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gascón, abrióse de par en par, y los dosespadachines se encontraron en unaanchurosa estancia, baja de techo, conmuros algo ennegrecidos por el humo eiluminada por un gran farol.

Ante una mesa cubierta de fiambresy de buen número de botellaspolvorientas, estaban sentadostranquilamente el conde, Mendoza, y unaarrogante mujer que contaría treintaaños, de cabellos negrísimos, adornadoscon flores, y ojos centelleantes.

El gascón, al verla, quitóse elsombrero y se inclinó galantemente, conun ¡tonnerre! formidable; en seguidaañadió:

—Buenas noches, señora… Os

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asemejáis a la dama de mispensamientos, bajo cuya ventanaentonaba hace poco una canción deamor.

—¿De veras? —preguntó elflamenco, soltando una carcajadaestrepitosa—. Vos cantabais bajo laventana de una miserable casucha dondeprobablemente habitará alguna negrahorrorosa.

—Callad, Don Hércules —contestómuy serio el gascón—. Vos no conocéismis secretos.

—¿Y los soldados? —preguntó elconde.

—Huyeron, señor. Ahora podemoscenar tranquilamente.

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—¿Eran muchos?—¡Oh! Nada más que tres —

contestó con indiferencia el aventurero—. ¡Qué lástima que la dama de mispensamientos no haya presenciado losactos de valor de su adorador!

—Estáis loco, amigo Barrejo —dijoel conde.

—Eso mismo aseguraban lossoldados. Sin embargo, yo no creo quemi cerebro ande descompuesto. He dadoen firme, señor conde, y les he hechocorrer. En Gascuña no hay locos, ni aunen los manicomios.

—¡Qué país tan maravilloso! —exclamó Mendoza—. Si volviera anacer, querría ver allí la luz.

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—Y haríais bien; mas por ahora creopreferible mostrar a esa linda posaderacómo saben trabajar con los dientes losgascones y los flamencos, ¿verdad, DonHércules? Por supuesto, si el conde lopermite…

—Podéis empezar cuanto antes —contestó el señor de Ventimiglia.

—Siento que falte aquí un aperitivo.¡Ah! ¡Cómo devoraría en su lugar losojos de esa bellísima catalana!

—No, sevillana —dijo Mendoza.—Es lo mismo —contestó el gascón,

lanzando un suspiro, mientras secolocaba delante dos platos bien llenosde pescado frito y empinaba el vaso.

—Don Hércules, dignaos imitarme.

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Y vos, señora, si no habéis cenado conel conde.

La linda tabernera dejó escapar unacarcajada argentina.

—Yo no soy señora —dijo,mostrando dos magníficas hileras dedientes—. Soy la dueña de una pobreposada.

—Para los gascones, una mujer essiempre una señora —replicó Barrejo,que a pesar de la charla devoraba comoun lobo y trasegaba vasos de exquisitoOporto, secundado vigorosamente por eltaciturno flamenco—. Además, porvuestros divinos ojos, se dejaría matarcualquier compatriota mío.

—¿Qué son los gascones? —

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preguntó la hermosa castellana.—Parientes próximos del diablo —

respondió Mendoza, haciendo guiños ala graciosa tabernera.

—¡Misericordia! —exclamóPanchita, haciendo la señal de la cruz.

—Compadre —dijo el gascón,mirando con algún enojo al vizcaíno—,también en mi tierra aseguran quevuestros paisanos son hijos o sobrinosde Belcebú. ¿Estaréis celoso?

—Amigo Barrejo —dijo el conde,¿no tenéis sueño?

—No, señor; en este momentoprefiero entendérmelas con las botellasde esta linda tabernera. ¡Tonnerre!…Huelen a ámbar, ¿verdad Don Hércules?

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—A gloria —contestó el flamenco.—Señora, espero que tendréis

muchas más de esta clase en la cueva.—Mi marido, antes de morir, la dejó

bien surtida.—¡Ah!… ¿Vuestro marido ha

muerto?—En una reyerta que tuvo cierta

noche con un filibustero.—Mala clase de gente —dijo el

gascón—. Matan por cualquier cosa…Esos sí que son verdaderos hijos deBelcebú… ¡Oh!… Ya la pagarán…Señora, otra botella de Oporto. Labeberé a vuestra salud, palabra decaballero.

—Vos, amigo Barrejo, sois una

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esponja —dijo el conde.—Don Hércules y yo hemos luchado

contra los guardias de la Capitanía delpuerto, señor de Ventimiglia, y cuandose combate, se siente sed; así al menosle ocurre a los gascones.

—Y también a los flamencos, por lovisto —observó Mendoza.

Don Hércules, en vez de responder,contentóse con empinar el último vasoque quedaba en la mesa.

La tabernera llegaba en aquelmomento con un cesto de botellas. Elconde, antes de que entrasen los dosaventureros, había dejado en el extremode la mesa un puñado de piastras, con elfin de que les diese de beber

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abundantemente, y al mismo tiempotuviera buena ganancia.

—Y ahora, Panchita, hablemos —dijo el señor de Ventimiglia, en tantoque Mendoza y el gascón continuabandescorchando botellas—. He venidoaquí para haceros algunas preguntas.

—¿A mí, señor conde? —exclamó latabernera estupefacta.

—¿Conocéis a mucha gente en laciudad?

—A casi todos los vecinos.—¿Habéis oído nombrar a don Juan

de Zabala, consejero de la RealAudiencia de Panamá?

La dueña de la posada meditó unmomento, luego respondió:

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—Sí, algunas veces he despachadovino para ese señor.

—Debe de tener paladar delicado—interrumpió el gascón—. Sabe dóndevenden buen vino.

—Entonces, Panchita, conoceréis lacasa en que vive —prosiguió el conde.

—En la calle de Merinas.—¿Estáis segura de no engañaros?—Segurísima, señor conde. Estuve,

con dos criados míos, a llevarle uncentenar de botellas.

—¡Tonnerre!… ¡Y cómo beben losconsejeros de la Real Audiencia dePanamá! —murmuró Barrejo—. ¡Queme llamen a mí esponja!…

—¿Está lejos su casa? —siguió

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diciendo el señor de Ventimiglia.—Frente al palacio del Virrey.—¿Sabes tú dónde es, Mendoza?—La encontraré.—¿Qué clase de hombre es don Juan

de Zabala? —preguntó el corsario a latabernera.

—Goza fama de valiente. El rey,según cuentan, le distingue mucho.

—¿Podéis decirme algo más?—Nada, señor conde.—Cobraréis cincuenta piastras por

vuestros servicios.—Sois muy generoso. ¿Qué más

puedo hacer por vos?—Darme una habitación o dos para

descansar algunas horas —contestó el

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señor de Ventimiglia.—No tengo más que una con seis

camas vacías todas en este momento.—No necesito más.El conde se puso en pie. Los tres

aventureros, que habían dado fin a otrascuantas botellas, levantáronse también.

La dueña del mesón encendió unavela y acompañó a sus huéspedes a unahabitación muy espaciosa, ocupada porgran número de lechos vacíos.

Apenas entraron, sintieron un ruidoextraño en la parte exterior.

—¿Qué es eso? —preguntó el conde.—El río que pasa junto a la posada

—contestó la dueña.—Y que nos cantará la nana —

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añadió el gascón—. Así nos dormiremosmás pronto.

—Cuidad de no dormir con los dosojos cerrados —dijo el conde.

—¿Qué teméis, señor?—¿Quién me asegura que los

hombres que formaban la ronda novolverán a buscarnos?

—Tanto peor para ellos, señorconde. Don Hércules y yo nos hemoscontentado con hacerlos huir; si sepresentan otra vez, los mataremos, ¿noes cierto, señor flamenco?

—Seguramente.—¿Y si viniesen muchos? —

preguntó Mendoza.—¿Acaso no están aquí reunidas las

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cuatro espadas filibusteras másformidables? —replicó Barrejo.

—Acostémonos —dijo el conde—.Dormiremos con un ojo abierto.

—Buenas noches, señores —dijo lalinda sevillana.

El gascón se inclinó galantemente yreplicó:

—Otro tanto os deseo, bella señora,y procuraré soñar con vuestros divinosojos. Tratad vos de soñar siquiera conmis bigotes.

La dueña de la posada escapó,riendo, en tanto que los cuatroaventureros se echaban en la camavestidos; pero seguros de no pasar lanoche tranquilamente, colocáronse a la

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cabecera la espada y las pistolas.Llevaban durmiendo un par de horas,

cuando fueron bruscamente despertadospor algunos golpes que sonaban en lapuerta de la posada.

El conde y el gascón fueron losprimeros en arrojarse del lecho.

—¡Tonnerre! —exclamó el último,empuñando la espada—. ¿No seráposible dormir cinco minutos seguidosen Panamá?

—Esos son los soldados —aseguróel conde, frunciendo el entrecejo.

En aquel momento abrióse la puertade la habitación y apareció la dueña dela taberna, a medio vestir, presa delmayor espanto.

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—Señores —dijo con vozentrecortada—, ahí están diez o docesoldados del puerto, que se empeñan enregistrar la casa.

—¿Es profundo el río? —preguntóel conde.

—Profundísimo, señor.—¿Podréis entretener a esos

hombres durante algunos minutos?—Les pediré que siquiera me dejen

tiempo para vestirme.—¿Cae esta ventana al río?—Sí, señor.—Escaparemos por ella. ¿Podré

volver a veros?—Mi posada está siempre abierta

para vos, señor conde.

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—Vendremos mañana por la noche.Sacó un bolsillo bien repleto y se lo

puso en las manos, diciendo:—Adiós, linda tabernera; cuento con

vuestra astucia.Los golpes resonaban cada vez más

fuertes. Los soldados aporreabanfuriosamente la puerta con la culata delos arcabuces y con la empuñadura delas espadas, gritando:

—¡Abrid o echamos la puerta abajo!… ¡Orden del virrey!

Mientras la tabernera salíacorriendo para responder, el gascónabrió de par en par la ventana que dabaal río.

Una corriente impetuosa lamía los

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muros de la taberna.El conde se asomó y dirigió una

mirada rápida.—Lo que siento —dijo—, es que se

mojen las pistolas. ¡Bah!… Nos quedanlas espadas, ¿verdad Barrejo?

—En ocasiones son preferibles a lasarmas de fuego, porque al menosresultan más seguras —contestó elgascón.

—¿Sabéis nadar todos?—¡Todos! —contestaron al mismo

tiempo los tres aventureros.—Saltemos, antes de que los

soldados echen la puerta abajo.—Yo primero, señor conde —dijo el

gascón.

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Subió al alféizar, se aseguró bien laespada y saltó resueltamente al río, quese deslizaba cuatro metros más abajo.

—¿Tiene mucha profundidad? —preguntó el conde, cuando lo vio salir aflote.

—Se nada perfectamente —replicóel gascón.

—Pues allá vamos…Uno tras otro, saltaron todos, y en

seguida, sin tocar el lecho del río,salieron a la superficie.

La corriente, velocísima, losarrastró muy lejos. Eran hábilesnadadores, y aunque los remolinos losenvolvían de vez en cuando en sus girosvertiginosos, tomaron tierra sin novedad

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a trescientos o cuatrocientos metros dedistancia.

—En realidad, no sienta mal un bañoen noche tan calurosa —dijo Mendoza.

—Sobre todo cuando se salva la piel—añadió el gascón, estrujándose lasropas.

Encontrábanse en la orilla de unplantío de azúcar; las altísimas cañaspodían servirles de refugio seguro.

Era muy difícil que los soldadosfuesen a buscarlos hasta allí; nada, pues,tenían que temer por el momento.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el gascón—. Por aquí no veotaberna ni cosa que se le parezca.

—¿Tenéis aún ganas de beber,

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Barrejo? —preguntó el conde.—¡Eh!… Si fuera posible,

desocuparía una botella de Jerez parasecarme más pronto —contestó elgascón.

—Chupad una caña de azúcar. Aquílas tenéis por millares.

—Las dejo a los chiquillos, señorconde.

—Entonces esperad a que el sol osenjugue. No podemos entrar en la ciudadempapados como sopas. Y además, noos olvidéis de que hoy por la mañana opor la tarde tenemos que hacer unavisita.

—¿A alguna taberna?—A don Juan de Zabala.

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—¿Tenéis empeño en verle?—Si el marqués de Montelimar no

me ha engañado, mi hermana seencuentra en la casa de ese señorconsejero.

—Pues entonces vamos a cogerlospor el cuello, y si resiste, apretaremoscon fuerza. Pero, entretanto, ¿quéhacemos?

—Procurad imitarme —dijoMendoza.

Tiró de la espada y comenzó aderribar cañas hasta formar un montón.

—Señor conde —dijo luego—,ahora podéis acostaros y terminar elsueño interrumpido por los soldados.Seguramente nadie vendrá a

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importunaros.El gascón y el flamenco no tardaron

en imitarle, y en pocos minutos seprepararon un lecho, si no muy cómodo,por lo menos seco.

—Durmamos hasta que el sol sequenuestros vestidos y los deje máspresentables.

Tumbáronse en la cama de cañas,uno junto a otro, y aunque con los trajesempapados, no tardaron en dormirse.

Cuando despertaron, sus ropasestaban completamente secas y el solmuy alto.

El plantío de cañas seguía desierto,porque no había llegado aún el momentode empezar la recolección.

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—Vamos, ante todo, a explorar laciudad —dijo el conde—. Quieroasegurarme de que el consejero habitaen la casa indicada por la lindatabernera. Seamos prudentes y nocometamos ningún disparate; lo digoespecialmente por vos, amigo Barrejo.

—Prometo ser más tranquilo que unborrego.

—No, que un carnero —dijoMendoza.

—Bueno, pues como un carnero.

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D

CAPÍTULO X

EL CONSEJERO DELA REAL

AUDIENCIA

espués de arreglarse unpoco, para que no lostomasen por mendigos, elconde y los tres

aventureros dejaron la plantación decaña de azúcar, siguiendo la orilla

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derecha del impetuoso riachuelo que leshabía servido para huir de los soldadosde la Capitanía.

Panamá extendíase ante ellos hastaperderse de vista, con sus soberbiasiglesias y sus suntuosos palaciosformando gigantesco semicírculo entorno de la maravillosa bahía.

Destruida por Morgan, la ciudad notardó mucho en surgir de entre susruinas, más bella y más espaciosa queantes. Fue reconstruida algunas leguasmás al sur, en una llanura infinitamentemás saludable y espaciosa; su puertoadquirió en poco tiempo talprosperidad, que todas las poblacionesde Centro América, del Perú, de Bolivia

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y de Chile, lo envidiaban.Aunque amenazada continuamente

por los filibusteros, siempre en acechoen el Océano Pacífico, escuadras develeros y de galeones llegaban de lospuertos del sur, llevando riquezasincalculables, y sobre todo, losproductos de las riquísimas minas delPerú, de México y de California.

Los tres aventureros y el conde,después de comer en una posada, sedirigieron al barrio aristocrático de lapoblación, como pacíficos burguesesque salen de paseo.

Mendoza, conocedor de la ciudad,los guiaba como siempre.

Al obscurecer, no atreviéndose a

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acercarse aún a la posada de la bellacastellana, porque podían encontrar aalgunos soldados, marcharon hacia laanchurosa plaza donde se elevaban lamansión del virrey, la catedral y lospalacios de los consejeros de laAudiencia.

—Señor conde —dijo el gascón,mientras se acercaban a la casa de donJuan de Zabala—, ¿nos recibirá esecaballero? Un funcionario de sucategoría, será muy ceremonioso.

—Lo mismo pensaba en estemomento —contestó el hijo del CorsarioRojo.

Supongo que no se os ocurriráhaceros anunciar con los títulos de

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conde Ventimiglia, señor de Roccabrunay de Valpenta.

—Sería como ponerme la cuerda alcuello.

—Es necesario encontrar algunaexcusa.

—Veo que sois gascón y queencontráis salidas para todo, buscadahora una.

—Ya la tengo —contestó Barrejo.—Explicaos.El gascón quedose un momento

mirando al conde. Luego le dijo:—¿Y por qué no hemos de

anunciarnos como enviados delIlustrísimo señor Presidente de la RealAudiencia, encargados de hacer a los

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consejeros gravísimas revelaciones?—¿Sobre qué?—Sobre proyectos de los

filibusteros, por ejemplo.—Tenéis una fantasía maravillosa.—Eso mismo decía mi padre,

asegurándome que haría gran fortuna.Creo, sin embargo, que hasta hoy hedado más estocadas que ganadodoblones.

—Aún no habéis terminado vuestracarrera —observó Mendoza—. En vezde poner vuestra espada al servicio delos españoles en Santo Domingo,debisteis correr el mar con losfilibusteros del Golfo de México.

—Tenéis razón, compadre. He sido

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un imbécil, pero prometo enmendarme.Llegaron a la inmensa plaza de la

catedral. En uno de los lados veíase elmarmóreo palacio del virrey; en el otroelevábase una larga serie de suntuososedificios, habitados por altosfuncionarios; ante las puertas, guardadaspor alabarderos negros, brillabangrandes faroles.

El gascón sujetó por un brazo alprimer soldado que atravesó la plaza yle preguntó dónde vivía el consejero donJuan de Zabala.

—Allí frente —contestó el español—. ¿De dónde venís que ignoráis la casaque habita un personaje tan importante?

—Venimos de México —contestó el

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gascón.El militar encogióse de hombros y

prosiguió su camino, murmurando:—Estos aventureros son idiotas;

beben mucho mezcal…Afortunadamente, el terrible gascón

no lo oyó.El conde y sus compañeros

dirigiéronse al palacio indicado.—¿Está vuestro amo en casa? —

preguntó el conde a los dos negros quepaseaban ante la puerta.

—Se encuentra en su despachotrabajando —contestó uno de loscentinelas.

—Pues ve a decirle que tengo quehacerle una revelación importante, de

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parte del Ilustrísimo señor Presidente dela Real Audiencia. Diez piastras sidesempeñas pronto la comisión.

El negro subió los escalones decuatro en cuatro, espoleado por laganancia de aquella recompensa.

No había pasado un minuto, cuandobajaba corriendo, con peligro deromperse la cabeza.

—Seguidme, señor —dijo—. Miamo os espera…

El conde le entregó la suma ofreciday subió los escalones, seguido siemprede los aventureros.

Después de atravesar varios salones,fueron introducidos en un gabineteiluminado por dos gigantescos

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candelabros de plata y amueblado consevera elegancia.

Un hombre de aspecto distinguido,que frisaba en los cuarenta años, conbarba negrísima, que formaba vivocontraste con el blanco coleto usado enaquella época, paseaba por el gabinete,golpeando nerviosamente el suelo con lavaina de la espada.

El conde quitóse el sombrero e hizoal mismo tiempo una ligera inclinación.Los tres espadachines le imitaron ydespués se apoyaron en la puerta paraevitar que entrasen importunos.

—¿Sois don Juan de Zabala? —preguntó el conde.

—En persona —respondió el

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consejero—. Me han dicho que teníaisque comunicarme noticias preciosas departe del Presidente de la RealAudiencia.

—Es verdad, señor.—Hablad; pero… —dijo señalando

a los tres aventureros.—Luego os enteraré de quiénes son

—repuso el conde—. Pueden asistir anuestra conferencia.

—Empezad, pues.—¿Sabéis que el marqués de

Montelimar ha sido hecho prisioneropor los corsarios del Pacífico?

—¿Qué decís? —gritó el consejero,palideciendo.

—Que lo han cogido prisionero en

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Nueva Granada.—¿Ha sido tomada por asalto la

ciudad?—Después de seis horas de

combate.—¿A pesar de sus robustas

fortificaciones?—Ya sabéis que nada resiste a los

filibusteros.—Sí, son en realidad hijos del

infierno —dijo el consejero, con cólera.—Otro tanto creo, señor de Zabala.—¿Y ahora?—He venido a advertiros para que

pongáis en lugar seguro a la nieta delgran cacique del Darién.

—¿Por orden de quién?

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—Del marqués, señor de Zabala —replicó el conde.

—¿Habéis visto a mi desgraciadoamigo? —preguntó el consejero, presade vivísima emoción.

—Me he separado de él haceveinticuatro horas…

—¿Dónde?—En la isla Taroga.—¿Caísteis vos también entre las

garras de esos ladrones?—Sí, señor consejero.—¿Y habéis logrado huir?—He tenido esa fortuna, y estos tres

hombres me han prestado su valiosoauxilio. Sin ellos, no estaría aquí.

—¿Cayeron también prisioneros?

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—Sí señor, son tres nobles de NuevaGranada.

—¿Y cómo el marqués no ha podidoseguiros?

—Está cuidadosamente vigilado.—Pudo ofrecer dinero. Yo habría

pagado a esos miserables hastacincuenta mil piastras, si lo hubieranexigido.

—Y habrían aceptadoindudablemente si un hombre no sehubiese opuesto.

—¿Quién?—El hijo del Corsario Rojo, el

conde Ventimiglia.Don Juan de Zabala lanzó un grito.—¿El hijo del famoso corsario ha

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llegado a América?—Sí, señor consejero.—¿Qué viene a hacer aquí?—A buscar a su hermana, la nieta

del gran cacique, que os ha sidoconfiada.

—¿Cómo lo sabéis vos?—Me lo ha dicho el marqués.—¿Y qué exige el conde por

devolver la libertad a mi infortunadoamigo?

—La restitución de su hermana.—¿Y si no se encontrase a mi lado?El señor de Ventimiglia palideció

intensamente.—¿Es posible? —dijo luego—. El

marqués me aseguró que se encontraba

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aquí.—En efecto, estaba.—¿Y ahora?En vez de contestar, el consejero

preguntó:—¿Creéis posible, señor, la

liberación del marqués?—¿Y cómo?—Vos conocéis la isla Taroga,

puesto que acabáis de decirme quehabéis estado prisionero.

—Exacto —contestó el conde, quepermanecía en guardia, ignorando dóndeiba a parar el consejero.

—¿No podríais contratar, por micuenta, una docena de aventureros,personas que abundan en Panamá, e

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intentar devolver la libertad al marqués?—Lo que me proponéis, señor, es

asunto muy serio. Los filibusterosvigilan, y si nos sorprenden, noescaparemos con vida.

—Me importa poco la cantidad.—No me atrevo a deciros que sí, ni

que no, señor consejero —repuso elcorsario—. Ahora bien, tratándose desemejante aventura, desearía que meconcedieseis al menos veinticuatrohoras para reflexionar.

—Aunque sean cuarenta y ocho —replicó don Juan de Zabala.

—Volveré, si os place, mañana porla noche, y os daré una respuestaafirmativa o negativa. En el caso de que

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aceptase y lograse la libertad delmarqués, ¿qué debo decir de la jovenque tenéis a vuestro cargo?

—Que se halla en lugar seguro.—Pero ¿dónde? —insistió el conde.—No se lo comunicaré sino al

marqués.A duras penas logró el señor de

Ventimiglia refrenar un gesto de cólera.—Nos veremos de nuevo mañana

por la noche —dijo después.—¿Dónde habitáis?—En una modesta posada de los

suburbios; no sé siquiera cómo se llama.—¿Necesitáis dinero?—Por el momento no, señor. Ya me

lo daréis si acepto vuestra proposición.

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Don Juan de Zabala púsose en pie,lo que quería significar que la audienciahabía terminado.

El conde hizo una profundareverencia y salió con los tresespadachines, no muy satisfecho deldiálogo.

Aún no había puesto el pie en lacalle, cuando un esclavo entró en elgabinete, diciendo:

—Señor ahí está un caballero quedesea veros.

—¿Quién es?—El señor marqués de Montelimar.El consejero dio un salto.—Seguramente has oído mal.—No, señor —contestó el negro.

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—Es imposible que sea mi amigo.—Ha dicho que es el marqués de

Montelimar.El esclavo salió, y un momento

después penetraba de nuevo en laestancia acompañado del marqués.

—¡Vos! —exclamó el consejero,corriendo a su encuentro y abrazándole.

—¿No sueño?—No, amigo —contestó el

exgobernador de Maracaibo—. Tambiénes posible a veces escapar de entre lasmanos de los filibusteros.

—¿Y habéis llegado solo de la islaTaroga?

—En compañía de una docena deprisioneros.

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—¡Y yo que me había puesto deacuerdo con un aventurero paralibertaros!

—¿Quién es?—El que me enviasteis para adquirir

noticias de la nieta del gran cacique delDarién.

—¡Yo! —exclamó el marqués—.¿Qué me contáis, don Juan?

—¡Cómo!… ¿No lo habéis enviadovos?

—Yo no he dado a nadie semejanteencargo —replicó el marqués.

—¿Quién será entonces eseaventurero?

—Solo hay un hombre a quieninterese saber dónde se oculta la nieta

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del gran cacique del Darién. ¿Laconserváis siempre a vuestro lado?

—No —contestó el consejero.—¿A dónde la habéis enviado?—Hace algunas semanas corrió por

aquí la voz de que los filibusterospreparaban un audaz golpe de manosobre la ciudad, y sabiendo yo, que meencontré en Panamá cuando lo tomaronpor asalto, de lo que son capaces esosterribles ladrones del mar, la hiceconducir, con buena escolta, aGuayaquil, población no muy fácil deconquistar.

—Y habéis obrado cuerdamente —respondió el marqués—, porque esajoven tendrá algún día millones de

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piastras que pasarán a mi poder. Si elhijo del Corsario Rojo la ve, se lallevará aunque no tenga fortuna.

—¿Qué me contáis, amigo mío?—Es la única heredera de las

fabulosas riquezas del gran cacique, ycuando el anciano muera, será dueña demontañas de oro que, según afirman, seencuentra oculto en una cavernaconocida únicamente por los íntimos delmonarca salvaje.

—¿Vive aún el gran cacique?—Y goza de excelente salud a pesar

de sus ochenta o noventa años.—¿Entonces vos creéis que el

aventurero…?—No es otro que el señor de

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Ventimiglia —respondió el marqués—.Un hombre joven aún, verdadero tipo,italiano, con cabello y bigote negros, tezligeramente bronceada.

—¡Sí, él es! —exclamó elconsejero.

—¿Venía acompañado de treshombres?

—Sí, los tres con aspecto deespadachines.

—¿Volverá aquí?—Mañana por la noche.—¿Qué haríais en mi lugar, don

Juan?—Prenderlo y ahorcarlo cuanto

antes.El marqués movió la cabeza.

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—No —dijo luego—. Seaveriguaría que la bella india a quien yohe adoptado es hija del Corsario Rojo;se sabría también que tengo un motivopara conservarla a mi lado y seconocerían otras muchas cosas. No, hayque terminar este asunto sin ruido.

—¿Qué queréis decir, amigo mío?—¿No tenéis a vuestras órdenes

algún espadachín notable? Algunofamoso, porque se dice que el conde esun tirador terrible. Una asechanza, unadisputa, una buena estocada, y nosveremos libres de ese importuno.

El consejero meditó un momento;luego dijo:

—Ya lo he encontrado.

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—¿Quién es?—Un individuo apodado el Valiente.

Creo que es un aventurero de la Europacentral, porque destroza nuestro idiomade un modo horrible. Me he servido deél una vez, y no puedo quejarme de suhabilidad.

—¿Espada selecta?—Terrible.—¿Costosa?—Unas cincuenta piastras.—Daría mil con tal que arrancase la

vida al hijo del Corsario Rojo.—Os olvidáis de una cosa.—¿Cuál?—¿Y los tres aventureros que

acompañan al conde?

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—Ya encontraremos algún pretextopara detenerlos aquí. ¿Es posible ver alValiente?

—¿Ahora mismo?—Cuanto antes, mejor.—Sé dónde vive; enviaré un hombre

a caballo para avisarle que venga enseguida.

Miró el reloj de pared, uno deaquellos relojes altísimos, encerrado enuna caja de madera, y dijo:

—No son más que las nueve. Dentrode diez minutos puede estar aquí;esperad…

El consejero salió para dar lasórdenes necesarias; muy pronto volvió,diciendo:

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—Ya ha partido a galope elmensajero; entre tanto cenaremos,porque imagino que tendréis hambre, miquerido amigo.

—Desde anoche no he probadoalimento —contestó el marqués.

Pasaron a un saloncito próximo,amueblado con mucho gusto; la mesaestaba servida con riquísima vajilla deplata finamente cincelada.

Cuando llegaban a los postres, entróun esclavo negro, que dijo al consejero:

—Señor, ahí está el Valiente.—¿Dónde lo has encontrado?—En una taberna próxima a la

casucha que habita.—Que pase en seguida.

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El negro salió, y un momentodespués, el Valiente encontrábase enpresencia del marqués y del consejerode la Real Audiencia.

Era el tipo perfecto del aventurero ydel espadachín: alto, grueso, fuertecomo un toro, cabellos rubios, barbarojiza, nariz semejante al pico de un loroy ojos grises que despedían reflejosmetálicos.

En el cinto llevaba espada francesa,larga y sutil, y un puñal.

—¿Me habéis llamado, Excelencia?—preguntó, haciendo una inclinacióngrotesca y quitándose el sombreroadornado con una larga pluma deavestruz, ya deslucida por la acción del

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tiempo.—Sí, porque os necesito —contestó

el consejero.—¿Hay alguna otra persona que os

molesta?—Precisamente.—Pues se la envía al infierno —dijo

el aventurero—. Allí sobra sitio paratodos.

—Y también para vos —insinuó elmarqués.

—Puede ser, Excelencia, pero creoque todavía tardaré en ir.

—Sin embargo, tened cuidado,porque el hombre con quien habéis deentenderos es una buena espada.

Una sonrisa de desprecio contrajo

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los labios del asesino.—He enviado al otro mundo a no

pocos caballeros, Excelencia, y con másfacilidad de lo que suponéis. Todosellos alardeaban de tiradores famosos, yno eran sino malos aficionados,incapaces de dar una estocada en regla ode parar el golpe de las cien pistolas.

—Un golpe notable, según cuentan—dijo el marqués.

—Terrible, Excelencia. Si no separa, y es muy difícil de parar, se vaderecho al otro barrio, sin perder unminuto. ¿Dónde está el hombre que hayque quitar de en medio?

—Corréis demasiado, Valiente —dijo el consejero.

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—Cuando se trata de dar estocadassiempre tengo prisa —repuso elbandido.

—No mataréis hasta mañana por lanoche —dijo el marqués.

—Tendré paciencia durante veintehoras; así podré ejercitarme en el golpede las cien pistolas.

—¿Dará resultado?—Pocos lo conocen, Excelencia.

Únicamente saben algo de él lostiradores notables.

—Se trata de uno de los buenos.El bandido encogióse de hombros.—¡Bah!… Yo le daré quehacer.—¿Cuál es el precio?—Cincuenta piastras por alma; es mi

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tarifa. No trabajo por menos. Lostiempos están muy malos y se gana pocomatando personas —replicó el Valiente.

—Os ofrezco mil, con tal que elcaballero muera mañana.

El Valiente frunció el entrecejo,como si presintiese un peligro terrible.

—¿Me traerá la desgracia estecaballero? —se preguntó—. Parapagarme mil piastras, de seguro quetendré que entendérmelas con un tiradorformidable.

—Ya os dije antes que no se tratabade un aficionado —replicó el marqués.

—He matado a veinte. No creo queel vigésimo primero me envíe a hacerlecompañía al diablo. ¿Cuándo debo venir

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aquí?—Mañana por la noche, antes del

Ave María. Os daré las instruccionesnecesarias.

—Está bien —dijo el bandido.Hizo un nuevo saludo, tan grotesco

como el primero, echóse al hombro unavieja manta que hasta entonces habíatenido en el brazo izquierdo, y semarchó tranquilamente, como si acabasede hacer una sencilla operación decomercio.

—¿Cuándo lo mandaréis ahorcar?—preguntó el marqués a don Juan deZabala—. Ese bribón merece veintecuerdas y muy sólidas.

—Cuando no necesite de él lo

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enviaré a que haga compañía a losmuchos infelices a quienes hadespachado para el otro mundo —contestó el consejero.

—A veces estos miserables sonnecesarios.

—Amigo mío, podemos retirarnos adescansar.

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L

CAPÍTULO XI

LA EMBOSCADA DEL«VALIENTE»

os veintisiete campanariosde Panamá tocaban el AveMaría, cuando el conde deVentimiglia, seguido de

los tres espadachines, se presentó en elpalacio del Consejero de la RealAudiencia.

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Asegurar que el corsario aparecíatranquilo fuera faltar a la verdad.Habríase dicho que por instintopresentía una asechanza.

Resuelto, sin embargo, a conocer asu hermana y seguro de tener a laespalda tres famosas espadas, capacesde luchar sin pavor con una cincuentenade alabarderos, no vaciló en acudir a lapeligrosa cita.

Antes de entrar en el palacio delconsejero, detúvose para interrogar aMendoza.

—¿Qué haríais en mi puesto? —lepreguntó.

—Yo no pondría los pies ahí dentro—contestó el viejo marino.

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—¿Y si don Juan de Zabala fuese uncaballero?

—¡Hum! —exclamó el gascón—.Temo, señor conde, que bajo todo estose oculte una emboscada.

—Llevamos espadas —replicó elseñor de Ventimiglia—. Entremos…

Los dos negros que guardaban lapuerta, armados de alabardas, lesdejaron libre el paso, después de haberllamado a una especie de mayordomoque se hallaba al pie de la escalera.

El conde y sus amigos fueronintroducidos en el acto en el gabinete detrabajo del Consejero.

Don Juan de Zabala estaba sentadoante la mesa escribiendo, aparentando

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examinar algunos pergaminos.—¡Ah!… ¿sois vos, caballero? —

dijo, alzando la cabeza y fijando en elconde una mirada penetrante—.¿Habéis, pues, tomado una resolución?

—Sí, señor Consejero —contestó elcorsario.

—¿Aceptáis mi propuesta de intentarla liberación del marqués deMontelimar?

—Cuando queráis, partiré pero conuna condición.

—¿Cuál?—Algunos amigos míos me han

asegurado que la nieta del gran caciquedel Darién continúa en Panamá.

—Seguid…

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—No partiré sin haberla visto.—¿Por qué os interesa tanto esa

joven?—Tengo que decirle algo de parte

del marqués.—No me hablasteis de eso anoche.

En otro caso, no os habría contestadocon evasivas.

—¿Es cierto, pues, que la joven estáaquí?

—No lo niego —respondió elconsejero.

—¿Podré verla antes de embarcar?—No hay dificultad; sin embargo,

teniendo esa joven, no sé por quémotivo, numerosos enemigos que más deuna vez han intentado raptarla, debéis

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emplear las mayores precauciones. Lahe ocultado en una casita aislada que seencuentra cerca de Punta Blanca. Asípues, no concederé permiso más que avos.

—Mis compañeros son fieles ydiscretos, señor.

—No me fío más que de vos —contestó el consejero con firme acento—. Os daré, como guía, a un hombrehonrado y de puños sólidos que velarápor vos.

—¿Y estos compañeros?—Irán mientras a preparar la

chalupa. ¿Tenéis más auxiliares para laempresa?

—No, señor —contestó el corsario

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—. He pensado que para semejanteaventura, valen más pocos y resueltos,que muchos. Los filibusteros vigilanatentamente, y una barca grande nopodría pasar inadvertida.

—Tenéis razón y estimo muchovuestra prudencia. ¿Cuándo partiréis?

—A media noche, si es posible.—¿Habéis alquilado la chalupa?—Aún no.—Junto al faro de Granada hay un

hombre que posee muchas. Con algunaspiastras, diciendo además que vais ennombre mío, os dará lo que creáis mejorpara vuestra empresa. Allí mismopodrán esperaros vuestros compañeros.

El conde se volvió hacia Mendoza.

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—¿Conocéis el sitio?—Sí, señor —contestó el vizcaíno.—Pues allí nos reuniremos lo más

pronto posible.El consejero sacó de uno de los

cajones una bolsa bien repleta y ladepositó sobre el escritorio, diciendo:

—Os anticipo cuarenta doblonespara los primeros gastos. El resto locobraréis cuando hayáis libertado almarqués.

El gascón en el acto se apoderó delpequeño tesoro.

—Y ahora, marchaos a esperar avuestro jefe —dijo el consejero.

—Permaneced en guardia, señorconde —murmuró el gascón al oído del

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corsario.El señor de Ventimiglia encogióse

ligeramente de hombros y dijo en vozalta:

—Me habéis comprendido: en elfaro de Granada, a las doce en punto.Que la chalupa esté lista.

Los tres aventureros, algo mástranquilos ante la serenidad que el conderevelaba, salieron, acompañados por unesclavo que les aguardaba en la estanciainmediata.

El consejero esperó a que cesase elrumor de los pasos, fingiendo examinarun pergamino; luego tocó unacampanilla.

Entró otro esclavo.

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—Di a mi escudero que venga enseguida y que no se olvide de armarse.

Medio minuto después, el Valientehacía su aparición, saludando como decostumbre.

—Manuel —dijo el consejero,señalando al conde—, acompaña a estecaballero a mi casa de Punta Blanca, ylo dejarás hablar con la señorita.Velarás por su vida.

—Perfectamente, Excelencia —respondió el bandido, que observaba dereojo al conde.

—Me responderás con tu cabeza dela existencia de este señor.

—Sabré defenderlo, Excelencia.—Podéis marchar —dijo el

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consejero al conde—. Os deseo felizéxito en vuestra empresa y esperovolveros a ver pronto en compañía delmarqués de Montelimar.

—Dentro de tres o cuatro días creoque regresaré con él —contestó el señorde Ventimiglia.

Saludó y salió, seguido del Valiente,que hizo un guiño al señor de Zabala,como para decirle:

—Contad a este hombre entre losdifuntos.

Bajaron la escalera, atravesaron laamplia plaza y se encaminaron hacia elmar.

Ninguno de los dos hablaba, yambos parecían preocupados. El conde

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no mostraba desconfianza alguna haciael supuesto escudero.

Al llegar a los suburbios, que seextendían en torno de la bahía, el señorde Ventimiglia preguntó al bandido:

—¿Hay que andar mucho aún?—Ya se ve que sois poco práctico

en Panamá, señor.—He desembarcado hace pocos

días.—¡Ah! ¿Sois marino?—Lo habéis adivinado.—¿Qué hacen ahora esos perros

filibusteros?—No lo sé.—Se asegura que proyectan un golpe

de mano sobre la ciudad.

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—Puede ser.—No sois muy locuaz, señor.—La gente de mar habla poco.—Y además desconfiáis un poco de

mí.—¡Yo!—Creo que sí.—No por cierto.Siguieron caminando a través de las

obscuras y tortuosas callejuelas de lossuburbios y llegaron a la playa deponiente, una playa arenosa, abierta atodos los vientos y a las olas, destinadaa la demolición de las viejas carabelasque no podían prestar servicio.

—¿Dónde está la casa? —preguntóel conde, después de bordear durante un

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rato las dunas, contra las cuales seestrechaban, rugiendo sordamente, lasolas del Pacífico—. Aquí no veo másque cascos de buques medio destruidos.

—Más allá —contestó el bandido—.¿Dudáis de mí, señor?

—Ya os he dicho que no, aunque mehabéis traído a un lugar completamentedesierto y muy a propósito para unaemboscada.

—¡Mil truenos! —gritó el bandido—. ¿Queréis ofenderme? Muchocuidado, que aunque hoy no sea más queun simple escudero, llevo en las venassangre hidalga.

—Cosa que no me interesa —contestó el conde.

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—¿Que no os interesa? —gritó elmiserable deteniéndose frente a unaelevada duna, con la siniestra apoyadaen el puño de la espada—. Por lo vistobuscáis cuestión conmigo.

—¿No la tenéis ya preparada? —preguntó el corsario, haciendo ademánde desnudar la espada.

—¡Rayos y centellas! ¡Sois muyinsolente, señor mío!

—Tomadlo como queráis, no meimporta, señor bandido.

—¡Bandido yo!—Sí, porque me habéis traído aquí,

no para llevarme a la casita habitada porla joven mestiza, sino para asesinarme.¿Cuánto os ha pagado don Juan de

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Zabala?—Os lo diré así que os atreviese

con mi espada.—¿Estáis muy seguro de

conseguirlo? —preguntó el conde, concalma.

—Nadie se ha atrevido jamás ahacer cara al Valiente.

—¿Es vuestro nombre de guerra?—Sí señor mío.—Entonces os enseñaré una cosa

extraordinaria.—¿Cuál?—Ver al Valiente arrodillado ante

mí pidiéndome perdón.El bandido soltó una estrepitosa

carcajada, mientras el conde, que

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comenzaba a impacientarse y a temerque otros asesinos acudiesen en auxiliodel miserable, desenvainaba el acero.

—¡Mil bombas!… Sois valiente,señor mío. Otro en vuestro lugar,arrojaría en seguida la espada y meentregaría la bolsa.

—Yo no tengo esas malascostumbres —replicó el señor deVentimiglia—. Así, pues, acabemoscuanto antes, canalla. Os daré la lecciónque merecéis.

El bandido se quitó la manta nuevaque llevaba, comprada seguramente conel dinero de don Juan de Zabala, y se laechó al brazo izquierdo, para estar máslibre en sus movimientos; dio dos saltos

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hacia la duna para no exponerse alpeligro de caer al mar en el caso detener que retroceder, y sacó la espada,diciendo:

—Me bastará una estocada paraacabar con vos.

—¿Alguna estocada secreta?—La más famosa de todas.—Es inútil, bribón, que tratéis de

asustarme. También yo entiendo deestocadas secretas.

—La mía no podéis conocerla.—Basta ya, charlatán —pasemos a

los hechos.El conde se puso rápidamente en

guardia y avanzó un paso, fingiendoatacar. Ante todo quería asegurarse de la

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fuerza del adversario.Sabiendo que era muy diestro en las

armas, contaba como seguro que no lehabrían enviado a un mediano tirador.En efecto, el Valiente paró sindescomponerse.

—Ya veo que sois fuerte —dijo elconde.

—Esto no es nada todavía —contestó el bandido—. Ya os iréisenterando. Querría daros un consejopara que no os marchéis al otro mundocomo un musulmán.

—¿Qué intentáis dar a entender?—Que en vuestro lugar, para no

perder el tiempo, aprovecharía estosbreves instantes para rezar un Padre

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Nuestro.—Comenzad vos —contestó el

conde, que atacaba vivamente.—No tengo necesidad.—Pronto os arrepentiréis.—Ciertamente que sois duro de

pelar, señor mío —dijo el bandido, quecontinuaba retrocediendo y acercándosecada vez más a la duna—. Sin embargo,confío en acabar con vos cuando vuestrobrazo comience a dar señales decansancio.

—Entonces tendréis que aguardaralgunas horas.

—¡Ah! ¡Mil truenos!…El conde le tiró una estocada en

mitad del pecho, desgarrándole el jubón.

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El bandido salvóse por milagro,parando en tercia y dando un salto atrás.

—He aquí una estocada magníficaque no aguardaba —dijo el Valiente—.No vale, sin embargo, lo que la de lascien pistolas. ¿Quién puede habérselaenseñado?

—Un famoso maestro italiano.—Los italianos son formidables

espadachines. ¡Oh, los conozco bien!…—En ese caso, parad esta…El conde parecía olvidado del

peligro y comenzaba a divertirse conaquella terrible partida.

Asestó otra estocada al Valiente, queapenas tuvo tiempo de pararla.

—¡Mil bombas! —murmuró—. El

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asunto no marcha como yo creía. Estehombre es más duro de lo queimaginaba. Permanezcamos en guardia.

El conde volvió a la carga,impaciente por consolarlo antes deintentar un golpe decisivo. El bandidoseguía retrocediendo hacia la duna.

—Os escapáis —gritó el condeencolerizado—. Mostradme vuestravalentía permaneciendo en vuestropuesto.

El Valiente no respondió. Parecíaque con la mano izquierda, tendida haciaatrás, buscaba alguna cosa.

Durante algunos instantes, el señorde Ventimiglia descargó sobre suadversario una granizada de golpes; el

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bandido, dando un nuevo salto atrás,llegó hasta la duna.

—Ahora no escaparéis —gritó elconde—. Rezad el Padre Nuestro.

—¡Así! —contestó el Valiente.Volvióse con la velocidad del rayo,

cogió un puñado de arena y lo lanzó alrostro del corsario, con el propósito decegarle.

—¡Bandido! —rugió el conde, queadivinando la intención del miserable sehabía tapado los ojos con el ampliofieltro—. No tendré compasión de ti.

Y atacó de nuevo con más furia.El Valiente logró evitar los golpes,

saltando de costado; luego se agachó,replegándose sobre sí mismo.

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—El golpe de las cien pistolas —dijo el conde, poniéndose en guardia—.Lo conozco, miserable, y no será tuespada la que me atraviese el pecho.

El Valiente lanzó un verdaderorugido.

—Y sin embargo, es preciso que osmate —dijo luego, con ronco acento—.Lo he prometido a don Juan de Zabala yal marqués de Montelimar. Si nocumpliese mi palabra, serían capaces deahorcarme.

—¡El marqués de Montelimar! —gritó el conde—. ¿Tú lo has visto?

—Como os veo ahora.—¿Dónde?—En casa del consejero.

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—¡Mientes!—Seré un bribón pero no soy

embustero. El marqués está aquí porqueha escapado de Taroga. ¡Tened cuidado!…

Y a su vez atacó furiosamente,asestando cuatro estocadas, unas trasotras. Iba a tirar la quinta, cuando cayó,lanzando un grito.

La espada del conde le habíapenetrado algunos centímetros en lagarganta. Permaneció un momento depie, con los brazos abiertos; luego sedesplomó pesadamente sobre la arena,murmurando:

—Esto se acabó…El conde retiró en el acto la espada.

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—Tú lo has querido —le dijo.—Soy… muerto —murmuró el

miserable—. Levantadme… la cabeza…la sangre… me ahoga… ¡por favor!…

El conde se inclinó sobre elmoribundo para librarle de sufrimiento,pero en aquel momento sintióse sujetocon gran fuerza por una mano y herido.El bandido, con el puñal, le habíaasestado un golpe al corazón,desgarrándole la casaca e hiriéndole enel pecho.

—¡Canalla! —gritó el conde, alverse algunas gotas de sangre en lamano.

Empuñó la espada y la clavó por dosveces en el pecho del Valiente.

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Fueron estocadas inútiles, porque elbandido había muerto.

—¡Traidor! —murmuró el conde—.Marqués de Montelimar y también vos,don Juan de Zabala, ¡me las pagaréis!

Abrióse el jubón, desgarró la camisay miróse la herida. Como la lunabrillaba espléndida en el firmamento,pudo ver, sin necesidad de antorcha, laherida causada por el miserable asesino.

—¡Bah! —exclamó—. No creo quesea cosa grave. Trataré de reunirme alos tres compañeros, si es que no hansido también atacados. Sé dónde seencuentra el faro, veremos si estánallí…

Anudóse un pañuelo en la herida

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para detener la sangre, se abrochó eljubón, armó las pistolas que llevabaocultas en la faja, y después deorientarse, se alejó bordeando la duna,sin dirigir siquiera una mirada albandido.

La noche era magnífica. El océanocentelleaba, reflejando los dulcísimosrayos del astro nocturno; la resaca mugíasordamente y una brisa suave yvivificadora refrescaba el ambiente.

El corsario, temeroso de que elbandido tuviese cómplices ocultos trasla duna, apresuraba el paso, espada enmano, dispuesto a rechazar cualquierrepentino ataque. El faro de Granada,destinado a indicar a los navegantes la

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entrada del puerto, despedía vivosreflejos; el conde no podía equivocarseen la dirección que había de seguir.

Inquietábale, sin embargo,profundamente, la duda de que tambiénsus compañeros hubieran sido atacadospor alguna banda de asesinos.

Caminó durante media hora a lolargo de la duna, y llegó finalmente auna elevada construcción, semejante auna torre, coronada por el gran fanal.

Vio en seguida tres sombras de pieen la playa, ocupados, al parecer, enrecoger mariscos.

—¡Mendoza! —exclamó levantandola voz.

Un triple grito respondió.

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—¡El señor conde!—¿No habéis sido atacados? —

preguntó el conde, con gran asombro.—No, señor —contestó el gascón.—¡Me parece imposible!—Hemos pasado el rato devorando

mariscos, sin que nadie nos moleste.¿Habéis encontrado a vuestra hermana?

—Sí, bajo la forma de una puñaladaque por poco me parte el corazón.¡Mirad!

Desabrochóse el jubón y mostró elpañuelo empapado en sangre.

—¡Voto al infierno! —gritó elgascón—. Ya imaginaba yo que ospreparaban una emboscada.

—Señor conde —dijo Mendoza, con

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voz entrecortada—, ¿es grave la herida?—Creo que no.—Pero hay que curaros en seguida

—dijo el gascón.—La posada está demasiado lejos

—observó el flamenco.—Pero aquí tenemos el faro —

replicó Barrejo—. Vamos a pedirhospitalidad al torrero. Si se niega, loechamos de su casa. Venid, donHércules…

En tanto que Mendoza se desgarrabauna manga de la camisa para detener lasangre de la herida, que no cesaba demanar, los dos aventureros corrieronhacia la puerta de la torre y la golpearonestrepitosamente con la empuñadura de

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las espadas.Una voz ronca resonó en la parte

alta.—¿Quién sois y qué queréis?—Abrid en seguida —contestó el

gascón—. Hemos recogido a unnáufrago, moribundo al parecer.

—Llevadlo a Panamá. Aquí no haymédicos.

—Yo haré de médico. Abrid al puntoo echamos la puerta abajo.

—Aguardad un momento.Medio minuto después apareció el

torrero, llevando en la mano unaantorcha. Era un viejo marino, muyrobusto a pesar de los años, con luengabarba blanca y rostro casi ennegrecido

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por los vientos del mar y los grandescalores ecuatoriales.

—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó con acento brusco.

—Vuestro lecho —contestó elgascón.

—¿Y yo?—Os vais a dormir al infierno. En

cambio, pagaremos espléndidamente.Al oír hablar de dinero, la frente

contraída del torrero se serenó.El conde llegó en aquel instante,

apoyado en el brazo de Mendoza.—¿Dónde está el náufrago? —

preguntó el guardián del faro.—Aquí lo tenéis —contestó Barrejo

señalando al conde.

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—¡Pero si sus vestidos están mássecos que los míos!

—Debajo, sin embargo, se hallanempañados en sangre.

—Entonces se trata de un herido.—Basta, encended lumbre y

guiadnos a vuestro dormitorio.El guardián subió la escalera,

refunfuñando, y se detuvo en el segundopiso; después penetró en una pequeñaestancia que no contenía más que unlecho y dos cómodas viejas.

—Dejad esa antorcha y volved avuestro faro —dijo el gascón—. Ya osllamaré si hacéis falta; vos, donHércules, id con él.

Mendoza y Barrejo quitaron al

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conde la casaca, el jubón y la camisa yobservaron atentamente la herida.

En aquella época tan fecunda enguerras, todos los espadachinesentendían algo de medicina y sabíanvendar y curar perfectamente lasheridas.

Una simple ojeada bastó al gascón yal vizcaíno para comprender que el dañocausado por el puñal no era muy grande.La punta, sin embargo, había desgarradolas carnes en una longitud de cinco o deseis centímetros cerca del corazón.

El golpe iba bien dirigido; si lamano del bandido hubiese estado másfirme, es seguro que habría arrancado lavida al conde.

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—Es cosa leve, ¿verdad, amigo? —preguntó el señor de Ventimiglia—.Mucha sangre, pero nada más.

—Ciertamente, señor —contestóMendoza—. Pero esto es una puñalada.

—Sí, me la dio el asesino cuandocayó al suelo herido.

—¿Quién suponéis que ha preparadola emboscada?

—El marqués de Montelimar, deacuerdo con el consejero.

—Pero si el marqués está en Taroga—observó el gascón.

—Estaba, queréis decir, porqueahora se encuentra aquí.

—¡Tonnerre!—Se ha escapado.

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—¿Quién os lo ha dicho?—El asesino, antes de morir.—¿No os habrá engañado? —

preguntó Mendoza, mientras vendaba laherida con un trozo de lienzo encontradoen una de las cómodas.

—No lo creo, porque no teníamotivo alguno para engañarme.

—Entonces hay que volver a cogerlo—indicó el gascón.

—Sin él no podré averiguar jamásdónde esos malditos han ocultado a mihermana. Es necesario que el marqués oel consejero caigan en nuestras manos.Me han preparado una emboscada ynosotros les prepararemos otra a ellos.

—Por nuestra parte siempre estamos

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dispuestos, ¿verdad, Mendoza? —dijoel gascón.

—Aunque sea a prender fuego aPanamá —contestó el vizcaíno,anudando el vendaje.

—Hay que obrar, sin embargo, conla mayor cautela —dijo el conde—.Mañana, puesto que mi herida no ofrecepeligro alguno, volveremos a la posadade Panchita y discutiremos lo que sedebe hacer. Cuento especialmente convoz, amigo Barrejo, que poseéis unaimaginación tan fértil en recursos.

—Ya pensaré en esto, señor conde.—Entretanto, ocupémonos de algo

más urgente —dijo el flamenco.—¿Qué ocurre? —preguntó el

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conde.—Siento, señores, tener que daros

una mala noticia —contestó el flamenco.—¿Se ha caído el torrero de lo alto

del faro? —preguntó el gascón.—Un grupo numeroso de soldados

se acerca a través de las dunas.—¡Tonnerre! —exclamó Barrejo.—Esos vienen en busca vuestra —

dijo el conde—. Me parecía imposibleque el marqués de Montelimar y elconsejero os dejasen tranquilos. Para míel asesino, para vosotros los soldados.

—Huyamos —dijo Mendoza.—No podemos —contestó don

Hércules—. El pelotón se ha dividido yavanza en direcciones opuestas para

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cogernos en medio.—Además, el señor conde está débil

y no podrá resistir una carrera larga —añadió el gascón—. Pero se me ocurreuna idea. Don Hércules, ¿están lejostodavía?

—A un millar de pasos, y creo queno sienten gran prisa por adelantar.

—¡Diantre!… ¡Qué ojos tienen losflamencos! —exclamó Barrejo—. Casime atrevería a asegurar que mejores quelos de los gascones.

—Veamos vuestra idea, amigo —dijo el conde—. No tenemos tiempo queperder.

—Vos, Mendoza, id a ver si lapuerta está bien cerrada; vos, señor

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conde, permaneced aquí acostado unrato, y vos, don Hércules, acompañadmeal faro. Yo respondo de todo.

Subieron la escalera que en forma deespiral daba vuelta a la alta torre por laparte exterior y llegaron a lo más altodonde brillaba un gran fanal.

El torrero hallábase sentado en unángulo de la terraza, fumando.

—¿Dónde están? —preguntó elgascón a don Hércules.

—Allá a lo lejos se ve el primerpelotón.

Barrejo miró a ochocientos pasosdel faro una pequeña columnacompuesta por unos veinticuatrohombres.

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Marchaba por la playa, a lo largo delas dunas.

No era posible engañarse, porque ala claridad de la luna, los cascos, lascorazas, los arcabuces y las alabardaschispeaban vivamente.

—Siguen la duna del septentrión.—Se proponen cogernos en medio.

¡Ah!… ¡Lo veremos! Cuando se tiene unpoco de astucia, es fácil escapar de lospeligros.

Montó una pistola, sacó del bolsilloun puñado de monedas y se acercó altorrero, que, entretenido en chupar unapipa, no se dignó siquiera volver lacabeza, aunque los sintió aproximarse.

—Amigo mío, elegid —le dijo el

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gascón, mostrándole el arma de fuego yel dinero—. ¿Queréis plomo, o plata?

—¿Qué intentáis? —preguntó elanciano poniéndose en pie y dejandocaer la pipa—. ¿Asesinarme acaso?

—Nada de eso; os ofrezco unoscuantos doblones; pero tenéis queobedecerme sin perder un instante. Sirehusáis, no respondo de vuestra vida.

—Hablad —dijo el pobre hombre,asustado.

—Ante todo, despojaos de vuestrotraje, que me es absolutamentenecesario.

—¿Y luego?—Dejadme que os ate bajo vuestra

cama.

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—¿Queréis destrozar el faro, ollevároslo?

—No sabríamos qué hacer con esefarol tan grande. Decidid pronto: laspiastras o una bala en el cráneo.

—Opto por las piastras —contestóel torrero, después de meditarlo algunosmomentos.

—Sois un hombre razonable —replicó Barrejo—. He aquí las piastras;venga el vestido.

El torrero, que estimaba más la plataque el plomo, obedeció al punto.

Barrejo se puso los calzones, luegola gruesa casaca de paño gris conbotones de metal dorado y cubrióse lacabeza con la gorra de hule.

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—¿Parezco un torrero? —preguntó adon Hércules, que estaba atando yamordazando al infeliz guardián.

—Podéis dejar la espada por lalinterna —contestó el flamenco,sonriendo.

—Cuando sea viejo, camarada.Ahora acompañad, o mejor dicho,llevad a este hombre a la habitación delconde y dejadlo bajo la cama.

—Prefiero llevarlo.—Y ahora nosotros, señores

soldados —murmuró el gascón, cuandose quedó solo.

Recogió la pipa del torrero,humeante aún, y se sentó en uno de lospeldaños de la escalera interior,

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poniéndose a su vez en observación.

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L

CAPÍTULO XII

OTRA IDEA DELGASCÓN

as dos pequeñascolumnas, enviadasseguramente por don Juande Zabala para capturar a

los tres compañeros del conde, sehallaban ya a pocos centenares de pasosy procuraban ocultarse tras las dunas.

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Probablemente sabían que losenemigos eran zorros viejos, capaces dehacer frente a una cincuentena dealabarderos.

El gascón las miraba atentamente,fingiendo observar el Océano, y de vezen cuando alzaba la cabeza para decir aMendoza, que se encontraba oculto trasel faro, siempre encendido:

—Se acercan… no distan más quetrescientos pasos… doscientoscincuenta… van a encontrarse.

Como hemos dicho, las doscolumnas marchaban en sentidocontrario, para coger en medio a losaventureros e impedirles la fuga.

Avanzaban, sin embargo,

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cautelosamente, con los arcabucesmontados y las alabardas en ristre.

No tardaron en encontrarse; unadiscusión vivísima pareció seguirseentre los jefes de las columnas, porquehasta el gascón, que poseía un oídofinísimo, llegaron algunas maldiciones.

—¡Mendoza! —llamó.—¿Qué deseáis?—Encended una antorcha. Tengo

empeño en que esa gente vea bien quesoy el torrero.

—¿Y si alguno conoce al viejo aquien hemos atacado y amordazado?

—¡Bah!… Encended y no os ocupéisde otra cosa.

Subió lentamente la escalera,

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siempre con la pipa en la boca, y secolocó en la terraza, junto al faro.

Los soldados, mientras, habíanformado un amplio semicírculo,alternando en una sola fila arcabuceros yalabarderos, y avanzaban hacia la playa,con la esperanza de sorprender a losenemigos ocupados en preparar lachalupa.

Algunos gritos de rabia llegaronhasta el gascón.

—Deben de estar furiosos —murmuró Mendoza.

—Se desacreditan —contestóBarrejo riendo—. Blasfeman comopaganos.

—¡Hola, torrero! —gritaron.

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El gascón cogió la antorcha y desdela terraza contestó con voz robusta:

—¿Quién me llama?—Un capitán de arcabuceros.—¿En qué puedo seros útil?—¿No habéis visto aquí, hace poco

a tres hombres?—No, señor.—¿Habéis vigilado constantemente?—No debo dejar que se apague la

luz. Mi guardia dura doce horas.—Y sin embargo, habrán llegado

aquí con una chalupa.—Os repito, señor capitán, que no

he visto hombres ni embarcaciones.Desde aquí no podían pasarinadvertidos, porque el faro mide

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veintidós metros de altura.—¿Estáis solo?—Completamente solo. No me

relevarán hasta las ocho de la mañana.El capitán dejó escapar una

blasfemia; luego, volviéndose hacia lossoldados, les dijo:

—Se han burlado de nosotros. Esosbribones se han olido algo y habránembarcado en otro lugar.

Hemos cumplido con nuestro deber.Buenas noches, torrero.

—Buenas noches, señor capitán.Los soldados formaron una sola

columna y se alejaron, por medio de lasdunas con dirección a Panamá.

—¿Qué os parece, compadre? —

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preguntó el gascón, volviéndose haciaMendoza.

—Vos habéis hecho algún pacto conel diablo —repuso el vizcaíno, riendo.

—Vamos en busca del conde yhuyamos antes de que surja alguna dudaen el cerebro del capitán. No sabemoslo que puede ocurrir.

—El señor de Ventimiglia estará unpoco débil.

—Don Hércules es robusto como elHércules de la antigüedad, y si hacefalta, lo cargará a cuestas.

Bajaron a la estancia donde seencontraba el conde, quien charlabatranquilamente con el torrero auténtico,al que había quitado la mordaza.

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—Señor —le dijo el gascón—,cuando queráis podemos reanudarnuestra marcha. Los pícaros queintentaban prenderos, se han alejado.

—¿Podéis andar bien, señor conde?—preguntó Mendoza.

—Me bastará con un brazo en quéapoyarme —contestó el conde.

—Entonces será mejor queapresuremos la partida —dijo el gascón,que ya se había despojado de susinsignias de torrero.

—Pues en marcha.—¡Eh!… Ahora que lo pienso, este

guardián del faro debe poseer algunachalupa, ¿es verdad, buen hombre?

—Sí —contestó el torrero—, pero

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no soy dueño de ella. Pertenece a laCapitanía.

—Diréis que el mar se la ha llevadoy os embolsaréis otro puñado depiastras. Así podremos volver a Panamásin tropezar con esos malvados que sedisponían a echarnos el guante. ¿Porcuánto la cedéis?

—Os advierto que en estos días elmar ha estado constantemente tranquilo.

—Pues le contáis a vuestros jefesque hacía agua y que se fue a pique —replicó el gascón—. Ya sabéis que estoyacostumbrado a ofrecer plomo o plata.

—Ciertamente.—¿Os parece mal la proposición?—Tendré que sufrir algunas

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molestias.—Os ofrezco veinte piastras por la

chalupa. Es un simple botecillo. ¡Bah!…Nosotros somos muy generosos.

Luego, mientras contaba las piastras,murmuró entre dientes:

—Para algo habían de servir losdineros del ilustrísimo señor don Juande Zabala, consejero de la RealAudiencia de Panamá.

Cuando acabó de contar el montoescrupulosamente, porque, en el fondo,el gascón era muy avaro como todos suscompañeros, dijo:

—Y ahora, señor torrero,acompañadnos.

Los cinco hombres abandonaron el

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faro y se dirigieron hacia una elevadaescollera que servía para proteger a latorre del ímpetu de las olas.

Suspendido por dos fortísimas grúasde hierro encontraron un botecillo,suficiente para seis u ocho hombres, yprovisto de remos y de un pequeñomástil con vela triangular.

El torrero, que parecía muysatisfecho de la generosidad de aquellosmisteriosos personajes, auxiliado pordon Hércules, lo botó al agua.

Mostrándose el viento propicio,Mendoza izó el mástil y desplegó lavela, en tanto que el conde, sentándose apopa, empuñaba la barra del timón.

—¡Adiós, torrero! —gritó el gascón,

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cogiendo un remo—. Bebeos a nuestrasalud esas piastras.

El botecillo se alejó de la escollera,mientras el guardián del faro, quitándosela gorra, gritaba:

—¡Buen viaje, señores!…El Pacífico aparecía tranquilo.Únicamente la resaca mugía con

sordo rumor en torno de la escollera.Mendoza encargóse de la vela, don

Hércules y el gascón colocáronse aproa.

La brisa un tanto fresca, impulsabavelozmente al barquichuelo, que seguíabordeando la playa a la distancia de uncentenar de metros, con rumbo hacia elpuerto.

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Comenzaba a alborear cuando loscuatro corsarios doblaron el faro dePunta Blanca.

Panamá, la opulenta ciudad delOcéano Pacífico, el emporio de todaslas riquezas de México, de Perú y deChile, presentábase ante sus ojos.

Podían entrar libremente en la bahía,sin correr peligro alguno, porque lascarabelas españolas no vigilaban másque desde la puesta del sol hasta el alba,para evitar una sorpresa nocturna de losfilibusteros de la isla Taroga.

El bote deslizóse sobre lastranquilas aguas de la bahía, entre grannúmero de naves, y tomó tierra en laextremidad meridional.

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—¿Qué hacemos ahora con esapequeña embarcación? —preguntóBarrejo, poniendo el pie en la arena.

—¿Queréis llevarla a la posada dela linda sevillana? —interrogó Mendoza—. Si esto os agrada, echáosla acuestas.

—Vale veinte piastras.—¡Avaricioso!—Soy gascón.—Cargad entonces con ella.—Si don Hércules se la pusiese en

la cabeza.—Resulta un sombrero algo molesto.

Os lo cedo —contestó el flamenco—.Os lo cedo.

No pudiendo llevársela sin llamar la

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atención de los numerosos mercaderes ycargadores que llenaban el muelle, laabandonaron.

Mendoza ofreció el brazo al conde,y los cuatro corsarios se dirigieron a laposada de la bella castellana,caminando lentamente y charlando congran animación como ricos hacendados.

Media hora después llegaban ante elfigón, que en aquel momento estabavacío.

Panchita, la graciosa viuda,enjuagaba vasos y botellas.

Al ver al conde y a sus compañeros,estuvo a punto de dejar caer una fuentellena de copas que iba a colocar en unamesa.

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—¡Vos, señor conde! —exclamó.—No gritéis así, Panchita —dijo

Mendoza—. ¿Queréis perdernos?—Estamos solos.—¿No han vuelto los soldados del

puerto? —preguntó el corsario.—No los he visto, señor conde,

desde aquella noche.—¿Ha venido por estos alrededores

alguna persona sospechosa?—Solo han venido bebedores —

contestó la bella sevillana.—Señora —dijo el gascón—,

¿tendríais la bondad de obsequiarnoscon un buen almuerzo en la habitaciónalta? Sobre todo, cuidad de que no faltenbotellas excelentes.

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—Os ofrezco lo mejor que poseo.Sois gente honrada y generosa.

—Si alguien viene a espiar,advertidnos…

—Estad tranquilo…Subieron a la habitación que servía

de dormitorio, y, en tanto que Mendozarenovaba el vendaje al conde, Barrejo ydon Hércules preparaban la mesa, paraque no se fatigara la bella viuda.

La tabernera no tardó en llegar,llevando en los robustos brazos cestosllenos de viandas y sobre todo debotellas elegidas entre las mejores quetenía en la cueva.

—Esta sevillana es verdaderamenteuna tabernera modelo —dijo el gascón

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—. En pocas horas que hemos estadoaquí, ha adivinado nuestros gustos, ¿esverdad, compadre? Esta posada hará,dentro de pocos años, la fortuna de estaseñora.

—¡Oh!… Llamadme simplementePanchita —replicó la viuda.

—Nunca, señora; soy caballero, ypara mí, una mujer, de cualquiercondición que sea, es siempre unaseñora.

—Compadre, ¿os habéis enamoradode esta linda posadera? —preguntóMendoza, burlonamente.

—Sí, de sus botellas —contestó muyserio el gascón.

El conde dio la señal de ataque al

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almuerzo; todos sentían la necesidad delastrar el estómago en previsión degraves acontecimientos posibles.

—Ahora, señor de Ventimiglia —dijo el gascón, después de calmar elhambre—, hablemos de nuestrosasuntos. Cuando como y bebo se meaguza extraordinariamente laimaginación, y las ideas másmaravillosas brotan en ella comohongos.

—Confiemos en que brote un hongomuy grande —contestó el conde, que apesar de la herida, que le producíabastantes molestias, hacía los honores ala comida.

—Eso depende de vos, señor conde

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—replicó, el gascón, después deempinar un vaso de excelente Burdeos—. Ante todo deseo preguntaros si seríamejor capturar al marqués deMontelimar, a don Juan de Zabala o aalguno de sus criados. Sorprender a esosdos peces gordos se me antoja empresaalgo difícil, porque viven en el centro dela ciudad.

—¿Entonces?… —preguntó el señorde Ventimiglia.

—¿Y si Hércules y yo os trajésemosun criado de esos señores? Los esclavosgeneralmente conocen los secretos desus amos. Creo que el asunto resultaríaasí más fácil.

—Os dejo entera libertad de acción

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—contestó el señor de Ventimiglia—.Ya me habéis dado pruebas suficientesde ser astuto como pocos, capaz dehacer prisionero al propio virrey dePanamá.

—Si pudiera sorprenderlo yconducirlo a Taroga, es seguro queencontraríais a vuestra hermana antes deveinticuatro horas —repuso el gascón.Don Hércules, ¿queréis acompañarme?

—Estoy siempre a vuestradisposición —contestó el flamenco, quebebía como una cuba.

—Vos, Mendoza, quedaos aquíhaciendo compañía al señor conde. Sitardamos, no os preocupéis. La empresano será fácil; sin embargo, no desespero

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de lograr mi intento. Una cabeza gasconavale más que cualquiera otra; al menosasí lo afirma en mi país un viejoproverbio.

Vació otro vaso; luego, después desaludar al señor de Ventimiglia, queauxiliado por Mendoza iba a acostarseen una de las camas de la estancia, salióen compañía del flamenco, queresoplaba como un fuelle.

La bella castellana seguía poniendoen orden la taberna.

—Señora —dijo el gascónretorciéndose los bigotes—, confío enque esta tarde encontraremos alguna otrabotella de ese famoso Burdeos. ¿No serála última de vuestra bodega?

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—Buscaré lo que deseáis, caballero—contestó la viuda.

Quitóse pausadamente el sombrerocon pluma, como si se encontrase enpresencia de una gran dama, le envió enla punta de los dedos un beso y semarchó seguido del silencioso flamenco.

—Amigo —dijo el gascón—, vamosa dar un paseo por la calle de Merinas.En realidad no sé hacia dónde cae; peroya la encontraremos. Debe estar a laespalda del palacio que habita esetunante consejero. En la plaza mayorpodemos tropezar con don Juan deZabala o con el marqués, y entonces lahacemos buena. Busquemos unatravesía.

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—¿Qué os proponéis?—Llevarme al menos algún criado

del marqués.—¿En pleno día?El gascón se detuvo, mirando con

cierto estupor a don Hércules.—¡Tonnerre! —exclamó—.

¿Tendrán los flamencos el cerebroobtuso? El de los gascones está siempredespejado.

—Vuestro lenguaje es obscuro.—Acaso tengáis razón, don

Hércules; más tarde me explicaré mejor.Encendieron sendos cigarros que les

había proporcionado la posadera, ycontinuaron su camino, preguntando devez en cuando a los transeúntes dónde se

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encontraba la calle de Merinas.Eran las doce del día cuando los dos

aventureros llegaban a espaldas delpalacio de don Juan de Zabala.

Echáronse por precaución lossombreros a la cara y se acercaron a unapuertecilla, ante la cual paseabagravemente un joven mestizo armado dealabarda.

—He aquí mi hombre —dijo elgascón—. Prefiero un medio blanco a unnegro completo. Los mulatos son másinteligentes y menos astutos que lossalvajes hijos del África. Don Hércules,aguardadme aquí. Este asunto loarreglaré yo solo.

Dirigióse resueltamente hacia el

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mulato, y después de tocarse elsombrero, le preguntó con voz casiplañidera:

—¿Está por ventura en su casa elilustrísimo señor don Juan de Zabala?

El mulato se detuvo, cuadrósemilitarmente y, después de apoyar lapesada alabarda en el quicio de lapuerta, colocadas las manos en lascaderas, preguntó con altivez:

—¿Quién sois?—Un desgraciado aventurero que

llega de México, pobre hasta ciertopunto, porque llevo en el bolsillo unascuantas piastras que podrían pasar alvuestro.

El mestizo, al oír hablar de piastras

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que podía ganar y acaso sin gran trabajo,mostróse menos altivo.

—¿Qué queréis del señor consejerode la Real Audiencia de Panamá?

—Dirigirle una súplica para que mehaga justicia. Vengo de México con talobjeto, y estoy dispuesto a entregar misúltimos recursos a quien me ayude en laempresa.

—No me habéis dicho de qué setrata.

—¡Ah!… La historia es larga decontar y no os la he de referir aquí, enmedio de la calle. Si queréis seguirme ala posada donde vivo, podremos beberalgunas botellas de lo bueno.

El mulato, que veía brillar ya ante

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sus ojos buen número de piastras,llamaba al negro que fumaba al pie de laescalera y le entregó la alabarda,diciéndole:

—Colócate en mi puesto, y estatarde te convidaré aguardiente. Tengonecesidad de acompañar a estosseñores.

Luego volviéndose hacia el gascón yel flamenco, añadió:

—Estoy a vuestras órdenes.—Venid y pasaremos la tarde

alegremente —contestó Bermejo.Los tres se pusieron en marcha. El

gascón miraba atentamente a derecha y aizquierda buscando una taberna; porprecaución no quería llevar al mulato a

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la posada de la bella castellana.Después de recorrer algunas calles,

encontró al fin una especie de hostería,frecuentada por personas sospechosas.

—He aquí un buen sitio —dijo elgascón—. Sirven en esta taberna vinoslegítimos de España.

Entraron pisando fuerte, comopersonas de confianza, y se sentaron enuna mesa situada en el ángulo másobscuro de la tienda.

El tabernero, hombre alto, grueso,moreno y muy barbudo, acudiópresuroso a la estrepitosa llamada delgascón.

—¿Qué deseáis, señores? —preguntó.

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—Cuatro botellas de lo mejor quetengáis en vuestra bodega —contestóBarrejo—. Cuidado, que si no es vinode España o de Francia, os corto lasorejas.

El hotelero, habituado a lasfanfarronadas de los aventurerosprocedentes de Panamá, de México y delPerú, echó a correr riendo y volvió enseguida con unas botellas de venerableantigüedad, a juzgar por el polvo que lascubría.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó elgascón al mulato.

—Alonso.—Pues bien, mi querido Alonso,

bebed libremente, porque yo pago.

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Luego veréis las piastras.—Sois generoso —respondió el

mestizo—; más que mi amo.Llenaron los vasos, los vaciaron de

un trago y así siguieron hasta que dieronfin a dos botellas.

—Ahora que hemos remojado unpoco la lengua, hablemos —dijo elgascón, el cual parecía que había bebidoagua, en tanto que el mulato, pocoacostumbrado a los vinos generosos,comenzaba a sentir que la cabeza ledaba vueltas.

—Debéis saber, pues, mi queridoAlonso… permitidme que os llameasí…

—Como gustéis —contestó el

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mulato, que poco seguro en el escabel,habíase recostado en el muro.

—Os decía —prosiguió el gascóndescorchando una tercera botella—, quehe combatido en México contra losindios rebeldes. Creo que he dadomuerte por lo menos a quinientos oseiscientos y que habré quemado sesentacaciques paganos.

—Os aseguro que es un terribleguerrero —confirmó el flamenco, que aduras penas podía contener la risa.

—¡Misericordia! —exclamó elmulato, aterrado.

—Silencio y dejadme hablar, amigoAlonso. El virrey de México meprometió, por tan heroicas empresas, la

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bagatela de mil quinientos doblones.Pues bien, el tunante, en vez de pagarme,ordenó que me cogieran preso, y luegome expulsó de México.

—Mal hecho —dijo el mestizo.—Sin duda alguna… Ya

comprenderéis, mi pobre amigo, que nome resigno a perder mis doblones, y poreso he venido a Panamá para que se mehaga justicia.

—Bien pensado.—He escrito una solicitud para

presentarla al ilustrísimo consejero donJuan de Zabala, vuestro amo, para que laentregue al Presidente de la RealAudiencia.

—De eso me encargo yo —

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interrumpió el mestizo—. ¿Queréisdármela?

—No tengáis tanta prisa, amigo.Todavía tenemos que beber…¡Tonnerre!… ¡Ah! ¿Es cierto quevuestro amo hospeda al marqués deMontelimar?

—Sí, señor. ¿Lo conocéis?—Alguna vez en México hemos

bebido juntos y comido alegremente.¡Qué buena persona es el marqués! Leconsidero el primer soldado de laAmérica Central.

—Eso aseguran todos —repuso elmulato.

—Me contaron que había caído enlas manos de los filibusteros del

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Pacífico.—Es cierto, pero ha logrado

escapar.—¡Ah! Decidme querido amigo,

¿sabéis si el marqués tiene alguna hija?En México se murmuraba que estabacasado secretamente con una indiana deregia estirpe, pero a mí no me lo haconfesado nunca.

—En efecto, tiene una hija.—¿Es bella?—Bellísima.—¿Y dónde la oculta que nunca la he

visto?—Últimamente la había confiado a

mi amo.—¿Sigue en su compañía?

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—No, señor, la envió a Guayaquil,porque corrió la voz de que se proponíaraptarla un famoso corsario.

—¿No estaba segura en Panamá?—Se decía que los filibusteros

proyectaban un golpe de mano sobre laciudad y, por precaución, mi amo laenvió fuera. Yo formé parte de laescolta.

—¿Es plaza fuerte Guayaquil?—Muy fuerte —repuso el mulato.—Otro vaso, amigo. Sois un mal

bebedor. ¡Eh, tabernero condenado!…Traed más botellas y peces salados.Tenemos hambre y sed, ¿verdad, amigoAlonso?

El mulato no podía responder.

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Recostado en la pared, contemplaba aBarrejo con ojos entreabiertos y sinexpresión.

—Esto acabó —murmuró donHércules al oído del gascón.

—Lo mismo creo.—¿Y la instancia?—Aguardad a que cierre los ojos;

por ahora sé cuanto necesito.El hostelero sirvió los peces salados

y nuevas botellas.Alonso comió, bebió otro vaso y en

seguida se dejó caer contra la pared,roncando.

El gascón y el flamenco, terminarontranquilamente su segunda comida,apuraron las botellas y, después de

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pagar el gasto, se marcharon, no sinrecomendar al hostelero que dejase alpobre mulato digerir el vino.

Hasta las ocho de la noche abrió losojos el esclavo de don Juan de Zabala.

Miró a su alrededor y quedóaturdido al encontrarse solo.

—¡Eh, tabernero! —gritó—. ¿Adónde se han ido esos señores que meacompañaban?

—Salieron hace ya cinco o seishoras —contestó el dueño de la taberna.

—¿Sin dejaros ninguna carta?—Ninguna.—¿Y un puñado de piastras para mí?—Han pagado el consumo, pero

nada más.

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Aunque anublado su cerebro aún porlos vapores del vino, el infeliz tuvo unmomento de lucidez.

—¡Qué es lo que he hecho,desgraciado de mí! —exclamó—. Esosindividuos eran seguramente dosenemigos de mi amo y me han traídoaquí para que les facilite noticias queles interesaban. ¡Y yo, estúpido, hecaído en la trampa! Correré y le contarétodo a mi amo. Aún recuerdo lo que mehan preguntado, a pesar del vino que hebebido ¡Canallas!… Me habéisescamoteado las piastras ofrecidas, peroya me la pagaréis.

Salió de la hostería como loco ydiez minutos después don Juan de

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Zabala, enterábase de todo lo ocurridoal infeliz mestizo. El marqués deMontelimar se halló presente durante elrelato.

—¡Eres un miserable! —gritó elconsejero, cuando el mulato acabó dereferir la conversación tenida en lahostería—. ¡Mereces morir a latigazos,infame!

—Matadme —contestó el esclavo,que se arrancaba puñados de los lanudoscabellos—. Sí, soy un miserable.

—¡Un asno!… ¡Un buey!…—Sí, un asno señor.—Este hombre nos ha traicionado —

dijo el consejero, volviéndose hacia elmarqués de Montelimar, que fumaba

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tranquilamente un cigarro, tendido enmullida poltrona de cuero de Córdoba.

—Poco a poco, amigo —contestó elexgobernador de Maracaibo—. Estehecho puede resultar favorable.

—¿Vos imagináis?…—Veamos, Alonso —siguió

diciendo el marqués, sin contestar alconsejero—. Uno de esos hombres eraalto, flaco, muy moreno, con bigotesnegros y rizados hacia arriba y ojospequeños y chispeantes, ¿verdad?

—Sí Excelencia.—Y lleva un espadón formidable.—Exactísimo.—¿Lo conocéis? —preguntó el

consejero.

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—Es el brazo derecho del conde deVentimiglia —respondió el marqués—.Son muy audaces estos bribones. Nadase ha perdido, y creo que lascircunstancias se nos muestranpropicias. Ya que ese imbécil apodadoel Valiente, con toda su fanfarronería seha dejado matar de un modo tanestúpido, organizaremos una verdaderacampaña contra el conde de Ventimiglia.

—Es más fácil cogerlo en campoabierto que en Panamá, donde puedeencontrar mil refugios. Poned a midisposición cincuenta jinetes escogidos,y ya veréis si atrapo a esos corsariosantes de que vean los muros deGuayaquil.

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—Y también ciento si queréis.—No muchos; prefiero pocos y

animosos; los filibusteros no son másque cuatro, y por valerosos que sean, nopodrán hacer frente a medio escuadrónbien montado y bien armado.

—¿Quién mandará la expedición?—Yo —contestó el marqués—.

Quiero acabar de una vez con ese conde,que turba constantemente mis sueños.Como no sea el diablo en persona, yo osaseguro que no escapará.

—¿Creéis que van ya camino deGuayaquil?

—Seguramente.—¿Cuándo pensáis partir?—Antes de medianoche. Mandad

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que se armen los hombres que me sonnecesarios y cuidad sobre todo que loscaballos sean buenos y esténdescansados.

—Antes de media hora formaré elmedio escuadrón a la puerta de estepalacio —replicó el consejero,levantándose.

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C

CAPÍTULO XIII

LA CAZA DELCONDE DE

VENTIMIGLIA

omenzaba a obscurecercuando cuatro filibusteros,que montaban magníficospotros andaluces de corta

alzada, pero robustos y nerviosos, salíanpor la puerta de Sevilla, la más bella de

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las seis que entonces tenía Panamá.Eran el conde y sus tres compañeros,

los cuales, después de proveerse decaballos, y de armas de fuego,abandonaron precipitadamente la posadade la linda Panchita y se lanzaron por elcamino de Guayaquil, antes de que elmarqués y don Juan de Zabala lespreparasen alguna nueva emboscada.

Atravesaron el puente levadizo sindespertar sospechas en los centinelas,aflojaron las bridas a las cabalgaduras ygaloparon a través de la silenciosacampiña.

Mendoza, que conocía perfectamentecasi todo el istmo de Panamá porhaberlo atravesado con Morgan algunos

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años antes, colocóse a la cabeza de losexpedicionarios, que ignoraban elcamino de Guayaquil.

—Señor conde —dijo el gascón, queno podía permanecer callado cincominutos—, ¿lograremos al fin nuestropropósito? Vuestra hermana nos hahecho correr un poco.

—Espero no volver a tropezar en elcamino con el marqués de Montelimar nicon don Juan de Zabala —contestó elseñor de Ventimiglia, que a pesar de lasmolestias que le proporcionaba suherida, se mantenía perfectamente en lasilla.

—En cambio, os agradaría tropezarcon la linda marquesa —dijo el gascón.

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—¡Ah!, con mucho gusto —repuso elconde—. No la he olvidado.

—¿La volveréis a ver antes de partirde América?

—No me embarcaré para Europa sinsaludarla.

—Y sin exponeros a un nuevopeligro.

—¿A cuál, amigo Barrejo?—Al del matrimonio.—¡Diablo de hombre! —exclamó el

conde riendo—. Cazáis muy largo.—Sería un partido magnífico.—Dejadme en paz y ocupaos por

ahora del marqués. En este momentoconstituye el mayor de los peligros.Sabed que una duda me atormenta desde

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que hemos montado a caballo.—¿Que me engañase el mulato? No

lo creo, señor conde; hablabaseriamente, y además, ya se sabe que elvino hace decir siempre la verdad.

—No es esa la duda que meatormenta, estoy segurísimo de que mihermana se encuentra en Guayaquil.Como Grogner y Raveneau de Lussanamenazan a Panamá, creo firmementeque han enviado a mi hermana lejos parasustraerla a los peligros del saqueo.

—¿Qué teméis entonces?—Que el mulato, para vengarse de

la jugada, haya contado lo ocurrido almarqués y al consejero.

—¡Tonnerre!… Me ponéis sobre

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ascuas, señor conde. No había pensadoen esto.

—En tal caso, es probable que nospersigan.

—Sin embargo, les llevamos buenaventaja y disponemos de magníficoscaballos, cuidadosamente elegidos. Noes posible que aquel estúpido, con lacantidad de vino que ha bebido, sedespierte muy pronto. Tal vez duermeaún, en tanto que nosotros galopamos.

—Y correremos más. Debemos estaren Guayaquil antes que el marqués.

—¿Cuándo llegaremos?—Mañana por la noche, según

asegura Mendoza.—Y acaso antes, señor conde —

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observó el vizcaíno, que marchabasiempre delante, mientras don Hérculescaminaba a la retaguardia.

—Pues apresurad el paso.—Y vuestra herida, ¿no os

molestará?—No pienses en eso —repuso el

conde—. Ya nos ocuparemos de elladespués.

Los cuatro jinetes corrían a riendasuelta; el camino era bueno y muyamplio.

A derecha y a izquierda elevábansepalmeras gigantescas, y de vez encuando veíanse soberbias plantacionesde índigo o de caña de azúcar.

Al mediar la noche, el conde ordenó

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que pusieran las cabalgaduras al paso,para no cansarlas demasiado; luegocontinuaron al galope corto, en tanto quela luna aparecía tras los árboles quecoronaban una colina.

Así llevaban recorridas dos leguas,sin encontrar alma viviente, cuandoMendoza, que tenía el oído más fino quesus compañeros, se detuvo bruscamente,diciendo:

—¡Alto!—¿Habéis visto algún gatazo? —

preguntó el gascón.—No hay que bromear, compadre; el

momento es poco oportuno.Prestaron todos atención y hasta sus

oídos llegó un ruido lejano.

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—¿Galopar de caballos? —interrogó el conde, con cierta inquietud.

—O el estrépito de una cascada —insinuó Barrejo.

—Yo creo que son caballos —dijoMendoza.

—¿Nos dará caza el marqués? —preguntó el conde.

—¿Tan pronto? —dijo el gascón—.Ya podían aguardar a que amaneciese.

Volvieron a escuchar y muy prontose convencieron de que el ruido loproducía, no una cascada, sino unpelotón de jinetes que galopaba por elcamino de Guayaquil.

—¿Hay que luchar, señor conde? —preguntó el gascón, dispuesto siempre a

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mover las manos y disparararcabuzazos.

—Preferiría buscar un refugio ydejar que se alejase el marqués —contestó el señor de Ventimiglia.

—¿Y luego? Si entra en Guayaquilantes que nosotros, no es fácil quepodamos hacer otro tanto. Os aconsejoque preparemos una emboscada y quefusilemos a nuestros perseguidores.

—Es la manera de que nos cojan —observó Mendoza—. Seguramente, elmarqués no traerá solo cuatro o cincohombres de escolta. Cualquiera diría, ajuzgar por el estrépito que llega hastanosotros, que se acerca un escuadrónentero al galope.

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—Ocultémonos en medio de lasplantaciones de caña —propuso DonHércules.

—No son los cañaverales lobastante altos para cubrirnos, y además,la luna se eleva en el firmamento —dijoel conde—. Si hubiese matorrales…

—¡Ah!… ¡El puente del diablo! —exclamó en aquel momento Mendoza—.Señor conde, corramos.

Sin pedir explicación alguna alvizcaíno, los jinetes lanzaron loscaballos al galope tendido, devorando elespacio con fantástica rapidez.

Aquella carrera furiosa duró cercade media hora; luego Mendoza recogiólas bridas a su cabalgadura, diciendo:

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—¡Hemos llegado!Cincuenta pasos más allá veíase un

puente de piedra, de regular anchura,tendido sobre un río de escasísimacorriente.

Mendoza saltó a tierra, cogió alcaballo de las riendas, y se encaminóhacia la orilla, diciendo:

—Seguidme, señor conde.—¿Pero qué quieres hacer en el río?

—preguntó el corsario—. Al menos enla otra ribera hay matorrales dondepodríamos ocultarnos.

—¿No contáis con la bóveda delpuente? Los jinetes pasarán sobrenosotros sin sospechar que aquellos aquienes buscan están debajo.

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—¡Eh, compadre! También vos, porlo visto, sois astuto —dijo el gascón.

—Es que he nacido junto al mar deVizcaya. Apresurémonos, que losespañoles habrán oído el galope denuestros caballos.

Bajaron al río llevando a lascabalgaduras de la brida, y se metieronen agua hasta las rodillas.

A cada momento se escuchaban conmás claridad el galope de los caballosde los perseguidores.

Seguramente los españoles habíanoído a los fugitivos y se lanzaban trasellos a rienda suelta.

El conde y Mendoza ocultáronse traslos pilares del puente; el gascón y el

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flamenco sujetaban con mano sólida alos cuatro corceles.

—Ahora distarán a lo sumo mediamilla —dijo el señor de Ventimiglia alfiel vizcaíno. ¿Crees tú que sea elmarqués de Montelimar quien nospersigue?

—Apostaría diez doblones contrauna piastra, señor. Barrejo ha hecho malen dejar al mulato en libertad.

—¿Querías que le retorciese elpescuezo en pleno día?

—Pudo aguardar a la noche yllevárselo preso…

—No es posible pensar en todo…¡Aquí están ya!… Cuidado con dejartever.

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El medio escuadrón del marqués deMontelimar llegaba a carreradesenfrenada, con estrépito infernal.

El señor de Ventimiglia oyóclaramente gritar al marqués:

—¡Espolead con fuerza! ¡No debende estar lejos!

Los cincuenta jinetes cruzaron elpuente como un huracán ydesaparecieron en medio de una espesanube de polvo.

—Gracias, Mendoza —dijo elconde, golpeando suavemente la espaldadel vizcaíno—. Nos has salvado.

—Pero sin dar siquiera una estocadani disparar un pistoletazo —murmuró elfilibustero—. Algunos esfuerzos he

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tenido que hacer para contenerme.—Mas sin tu idea, a esta hora

estaríamos en las manos del marqués, yprobablemente me habría condenado ala misma pena que sufrió mi padre. Pormucho valor que se posea, no es posiblehacer frente a medio escuadrón.

—Señor conde —interrumpióBarrejo, acercándose con los caballos—, ¿montamos?

—Prefiero continuar aquí un rato,así nuestras cabalgaduras descansarán.Dejemos al marqués que corra tras denuestras sombras.

—¿Teméis que vuelvan?—¿Quién puede asegurarlo? No

encontrándonos en el camino, es fácil

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que ordene a unos cuantos jinetes queretrocedan y exploren los plantíos.

—Pues yo no perderé el tiempoinútilmente, señor. ¿Os gustan loscangrejos?

—¿Estáis loco, amigo Barrejo?—No, por cierto, señor conde. He

cogido uno que se me había agarrado alos calzones; preguntadle a DonHércules que se lo ha comido vivo, sinpartirlo conmigo.

El flamenco soltó una carcajada.—Aquí veréis que hasta los

taciturnos hijos de los Países Bajos sevuelven en nuestra compañía alegres yburlones —añadió el gascón.

—Pero ¿qué es lo que corre por

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vuestras venas? —preguntó el conde—.Apenas hemos escapado de un peligrogravísimo y bromeáis.

—¿Qué queréis, señor conde? Lasangre gascona es así. Don Hércules,atad los caballos y preparémonos undelicioso desayuno para mañana. Yoadoro a los cangrejos… pero cuandoestán en mi estómago.

A las dos de la mañana, el conde nooyendo rumor alguno, dio la señal demarcha.

Subieron al camino no sin trabajo, ypusieron los caballos al galope corto,temerosos siempre de ver aparecer deun momento a otro la tropa mandada porel marqués.

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La noche era espléndida; la lunabrillaba en el cielo, iluminando lasplantaciones de caña y permitiendo a losaventureros descubrir desde lejos a susenemigos.

A las cuatro de la mañanacomenzaron a subir algunas colinascubiertas de vegetación, tras las cuales,a tres o cuatro leguas de distancia,debían de encontrarse las fortificacionesde Guayaquil.

Poco después llegaron a la cumbrede la primera colina e hicieron alto.

Base del desayuno, huelga decirlo,fueron los cangrejos cogidos por elgascón y el flamenco; aunque malasados, a los fugitivos les parecieron

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excelentes.Disponíanse a ir en busca de un

arroyo para calmar la sed, cuando loscuatro caballos lanzaron sonorosrelinchos y comenzaron a piafar.

—¡Amigos, en guardia! —gritó elconde, corriendo hacia su corcel ydescolgando el arcabuz—. Nuestrascabalgaduras han venteado algo.

—Los caballos españoles olfateancomo los perros de caza —observó elgascón.

—¡Montemos en seguida! —ordenóen aquel momento el vizcaíno.

—Saltaron a las sillas y echaron acorrer a galope tendido.

—¿Qué has visto, Mendoza, para

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aconsejarnos que escapemos? —preguntó el conde, cuando estuvieronlejos del bosquecillo que les habíaservido de refugio.

—He visto a varios hombres quetrepaban sigilosamente por la colina. Nohay duda de que se proponíansorprendernos.

—¿Eran muchos?—No he tenido tiempo de contarlos.

He visto yelmos y cañones de arcabuz,pero nada más.

—Amigos —dijo el conde—,preparémonos.

—¿Nos habrán traído la desgracialos cangrejos? —se preguntó el gascón—. Si es así, prometo no volverlos a

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comer en mi vida.De repente sintióse un arcabuzazo a

la derecha del camino. El caballo deMendoza se encabritó, luego rodó portierra.

En el mismo instante una descargacerrada que partió del lado opuesto delcamino derribó las cabalgaduras delconde y de Don Hércules.

La del gascón salvósemilagrosamente de aquella tempestad debalas.

—¡Amigo Barrejo, escapad! —gritóel conde, que se puso en seguida en pieempuñando las pistolas—. Yo os loordeno… Nos han cogido.

El gascón revolvió al caballo sobre

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las piernas, y aunque disgustado por nopoder prestar auxilio a sus compañeros,huyó a galope tendido hacia Panamá,pensando cuerdamente que más útil lessería en libertad que prisionero.

En un segundo formó su proyecto elaudaz Barrejo. Correr a Panamá,dirigirse a Taroga y avisar a Grogner y aRaveneau de Lussan.

El conde esperaba a pie firme a losespañoles, Mendoza y Don Hércules secolocaron a su lado, espada en mano.

Un hombre se dejó ver a la derechadel camino, en tanto que a la izquierdaaparecían treinta jinetes con losarcabuces montados.

—Por lo visto estáis preso, señor

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conde —dijo el recién llegado conironía—. La resistencia, además deresultar inútil, podría costaros la vida.

—¡Ah!… ¿Sois vos, señor marqués?… —contestó el corsario, con voz untanto alterada.

—Se han trocado los papeles; antesfui yo vuestro prisionero; ahora estáis enmi poder. Arrojad la espada y laspistolas.

El conde vacilaba. Si su corcel nohubiera muerto, de seguro se habríaarrojado con furia sobre los jinetesespañoles, secundado vigorosamentepor el vizcaíno y el flamenco.

—Antes de rendirme —dijo—,quiero saber, marqués, lo que pensáis

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hacer conmigo y con mis compañeros. Sitenéis el propósito de ahorcarnos comoahorcasteis a mi padre, os advierto quenos defenderemos, y que el primerhombre que caerá seréis vos, porqueestáis al alcance de mis pistolas.

—No abrigo la intención decausaros daño alguno, conde —repusoel marqués, que temía a aquellosterribles corsarios—. Os conduciréprisionero a Guayaquil y aguardaré ladecisión de la Real Audiencia.

—Que será indudablemente mimuerte y la de mis compañeros —interrumpió con burlón acento el señorde Ventimiglia.

—No, porque mi autoridad pesa

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sobre las resoluciones de la Audiencia,y será posible lograr para vos undecreto de expulsión de las coloniasespañolas de la América Central.

—Pero os olvidáis del motivo queme ha traído a este país. No por sed deriquezas he abandonado en mi patriatierras y castillos. He atravesado elAtlántico para buscar a mi hermana, lahija del Corsario Rojo.

La frente del marqués de Montelimarse nubló.

—¿Sabéis dónde se encuentra? —preguntó, después de algunos momentosde vacilación.

—Sí, en Guayaquil.—¿Por qué os interesa tanto esa

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joven mestiza?—¡Por Baco!… ¡Es mi hermana! —

gritó el conde.—¿Ignoráis que yo la he

considerado siempre como una hija yque ella me ama como si fuese su padre?

—Porque no sabe que su padre eraun conde de Ventimiglia y que tiene unhermano.

—Es cierto —repuso el marqués.—¿Qué decís?—Prefiero que no la veáis.—Entonces lucharemos y os mataré

—replicó el conde, con tono resuelto.—No tengáis tanta prisa, señor

conde. Creo que lograremos entendernosen este asunto.

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—Dejemos a la joven que decidaentre vos y yo.

—¿Empeñáis vuestra palabra decaballero?

—Lo juro por el honor de losMontelimar.

—Eso me basta —dijo el conde.Arrojó al suelo la espada y las

pistolas. Don Hércules y Mendoza leimitaron en el acto.

El marqués volvióse hacia sussubordinados.

—Dad tres caballos a estos señores—ordenó.

Los soldados se apresuraron aobedecer. El conde y sus camaradasmontaron, en tanto que por el lado

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opuesto aparecían veinte jinetesperfectamente armados.

—Señor conde —dijo el marqués,poniendo el pie en el estribo—, tened labondad de seguirme.

—Cuento con vuestra palabra —repuso el señor de Ventimiglia.

—Os probaré la lealtad de loscaballeros españoles. Además, no sientoodio alguno hacia vos.

—Lo que no ha sido obstáculo paraque intentaseis asesinarme —replicó elconde, con ironía.

—Entonces tenía mis motivos paraobrar así.

—¿Habéis cambiado ahora de idea?—No puedo decirlo. Habéis tratado

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como se merecía a aquel espadachín quese vanagloriaba de ser invulnerable. Esverdad que los Ventimiglia han gozadosiempre fama de ser maestros en lasarmas.

En aquel momento oyéronse enlontananza algunos arcabuzazos.

—¿Quién dispara? —preguntó elcorsario, algo preocupado.

—Serán cazadores —respondió elmarqués.

Mentía. Era una partida de jinetesque daba caza al bravo gascón.

El marqués espoleó su caballo hastacolocarse en el centro del escuadrón,disminuido en media docena desoldados, y continuó al trote corto hacia

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Guayaquil, vigilando atentamente a losprisioneros.

Al cabo de cuatro horas la tropallegó a la ciudad y fue a detenerse anteun lindo palacio rodeado de pintorescosjardines; palmeras altísimas y plátanosgigantescos proyectaban fresca ydeliciosa sombra.

Guayaquil se situaba a unas diezleguas del Océano Pacífico y era famosapor la singularidad de susconstrucciones, ya que sus casas eran enmayor parte construidas sobre unaespecie de puente para salvarlas de lasfrecuentes inundaciones. Se estimabaque su riqueza era una de las másgrandes de América Central, ya que

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estaba a la cabeza de un vasto distritoque poseía preciosas minas de oro, platay especialmente de esmeraldas.

No contaba más que con unas pocasdecenas de miles de habitantes, sinembargo, era defendida por tres fuertesjuzgados impenetrables, con unaguarnición de cincuenta hombres cadauno.

El marqués, cuando llegó al palacio,echó pie a tierra e invitó al conde a quele imitase, luego entró en el jardín.

—¿Adónde me lleváis? —preguntóel conde.

—A ver a vuestra hermana —replicóel marqués—, ya que deseáis conocerla.Seguramente se hallará en el jardín,

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porque le agrada mucho el aire libre.Los dulcísimos ecos de una

mandolina llegaban en aquel momento asus oídos.

—Debe de ser Neala —dijo elmarqués.

—¿Es ese el nombre de mi hermana?—preguntó el señor de Ventimiglia.

—Sí, conde.El marqués se dirigió hacia un

pabelloncito de estilo árabe, levantadoen un ángulo del jardín, y mostró alconde una joven de dieciséis odiecisiete años, que tocaba unamandolina.

Era una linda criatura, alta, esbelta,de tez algo bronceada, ojos negros de

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mirada profunda y salvaje, cabelloslarguísimos y también negros,entrelazados graciosamente con floresrojas.

Al ver al marqués dejó a un lado lamandolina y entreabrió los labios congraciosa sonrisa.

—Hija mía —dijo el marqués—,seguramente no esperabas verme tanpronto…

—No —contestó la joven, mirandocon gran fijeza al hijo del CorsarioRojo.

—Te traigo aquí a un señor quepretende ser tu hermano y que…

El conde le interrumpióbruscamente.

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—No digáis que pretendo, marqués,porque de sobra os consta que mi padrecasó con la hija del gran cacique delDarién y que esta joven es realmente mihermana. Yo he nacido de madre y depadre blancos; pero la segunda mujer demi padre fue una india de regia estirpe.

La joven mestiza seguíacontemplando al corsario con crecienteansiedad y avanzó un paso, como atraídapor fuerza irresistible.

Era de seguro la sangre, quesecretamente hablaba.

—Hija mía —dijo el marqués—,este señor, que es el conde deVentimiglia, quiere arrancarte de milado y conducirte muy lejos de aquí a

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Europa.—A mis castillos, a un mar aún más

azul que el Océano Pacífico, donde elaire es más puro —interrumpió elcorsario—. Yo soy blanco y túbronceada y, sin embargo, eres mihermana, porque hemos, tenido el mismopadre: el Corsario Rojo, conde deVentimiglia señor de Roccabruna y deValpenta. ¿Qué dice tu corazón, Neala?¿Qué dice tu sangre? ¿Qué piensa tucerebro? He abandonado Europa paravenir a buscarte, he desafiado milpeligros, he combatido a un lado y a otrodel istmo de Panamá para encontrarte ydecirte que eres mi hermana. ¿A quiénprefieres, al marqués de Montelimar,

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que te considera como a una hija, o a tuhermano? Elige…

Neala permaneció algunos instantessilenciosa; luego, con arranqueimpetuoso se dirigió hacia el corsario yle echó los brazos al cuello, diciendo:

—El corazón y la sangre hanhablado; ¡soy tu hermana y tú eres mihermano!…

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E

CAPÍTULO XIV

LA TOMA DEGUAYAQUIL

n tanto que el marqués deMontelimar conducíaprisioneros a Guayaquil alconde de Ventimiglia, al

vizcaíno y al flamenco, Barrejo huía agalope tendido hacia Panamá,perseguido por media docena de jinetes

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españoles.El gascón, que observó en seguida

que corrían tras él, metióse entre losplantíos de caña con el propósito dealcanzar otro grupo de colinas que seelevaban hacia la parte septentrional,donde esperaba encontrar refugiomomentáneo.

Había tenido la fortuna de elegir uncaballo robusto al par que agilísimo, ycontaba con cansar muy pronto a susperseguidores.

Salvóse milagrosamente de tres ocuatro arcabuzazos y logró alcanzar lafalda de la colina, llevándoles a susperseguidores más de cuatrocientosmetros de ventaja.

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—¡Ánimo, caballo mío! —gritó elgascón—. Cuando llegue el momentooportuno, fusilaremos a los que te hacensudar. No te pido más que un esfuerzosupremo para salvar esta colina; luegovolveremos al camino llano.

El noble alazán, como si locomprendiese, relinchó y lanzóseresueltamente hacia la altura, en tantoque los jinetes españoles gritaban hastadesgañitarse:

—¡Alto!… ¡Alto!…—Sí, esperad un poco —respondió

el gascón, que animaba sin cesar a sucabalgadura—. Confío en haceros correrinútilmente…

El potro andaluz que era sin duda un

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corredor extraordinario, subió al galopela colina, atravesó la pequeña explanadade la cumbre y descendió por la opuestavertiente.

Los jinetes españoles, que contabantambién con briosos corceles, no sedetuvieron ante el obstáculo y subieron asu vez al galope tendido la colina,gritando siempre:

—¡Ríndete, bribón!…—Si no fueseis tantos, ya os

mostraría quién soy —murmurabaBarrejo, rojo de cólera—. Este insultoos costará caro. Aguardad a que toqueen la llanura y veréis el fuego que abrosobre vosotros…

El alazán refrenado por el gascón

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bajaba la pendiente, en tanto que losespañoles, una vez que cruzaron lapequeña meseta, se disponían aperseguirlo sin descanso.

De repente Barrejo dejó escapar unablasfemia.

Había descubierto una anchísimahendidura que medía más de cuatrometros y que cortaba la colina de unextremo a otro.

—¡Tonnerre!… —gritó. ¿La lograrásaltar mi caballo negro?Afortunadamente no está completamentecansado.

Refrenó la marcha; luego, cuandollegó al borde de la grieta, recogió lasbridas y encogió las piernas, gritando:

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—¡Ay, caballito mío!…El animal se levantó sobre el cuarto

trasero, lanzó un sonoro relincho y dioun salto verdaderamente prodigioso.

Había salvado la hendidura.El gascón acarició al noble bruto

echó pie a tierra y lo condujo tras ungrupo de árboles que crecían algunosmetros más allá; en seguida descolgó elarcabuz de la silla y del arzón las dospistolas, diciendo:

—¡Ahora veremos!…Los seis jinetes, rojos de cólera,

bajaban también a escape la colina,espada en mano, dispuestos a saltar lahendidura lo mismo que el fugitivo.

Barrejo echóse al suelo, y oculto

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tras un matorral, montó el arcabuz.Un jinete que precedía a sus

compañeros, al llegar ante el obstáculolanzó un grito.

Barrejo había hecho fuego a veintepasos de distancia.

La detonación fue seguida de unrelincho y de un grito de angustia.

Caballo y caballero cayeron en lasima y ambos quedaron muertos.

El gascón arrojó el arcabuz,humeante todavía, y se puso en pieempuñando dos pistolas de gruesocalibre.

Una bala le silbó en el oídoizquierdo, hiriéndole en la oreja. Mediomilímetro más y las hazañas del gascón

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habrían terminado allí.Otro jinete llegaba al galope,

dispuesto a salvar el obstáculo.El gascón disparó dos pistoletazos, y

caballo y jinete se precipitaron en lahendidura, estrellándose contra el fondode piedra.

Los otros cuatro españoles,aterrados, volvieron las espaldas ysubieron de nuevo la colina a riendasuelta creyendo de buena fe tener quehabérselas con uno de aquellos terriblesfilibusteros invencibles por laprotección del diablo.

El gascón aguardó a que llegasen ala cumbre de la colina; después montó acaballo y emprendió la marcha al trote

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corto, a través de los plantíos de caña,prometiéndose alcanzar más tarde elcamino que conducía a Panamá.

—Por ahora me dejarán tranquilo —se dijo—. Si se arrepienten y quierenperseguirme otra vez, llegarándemasiado tarde. Vamos a buscar cuantoantes a Grogner y Raveneau de Lussan.Les tentará la conquista de Guayaquil;además, se trata de salvar al hijo delCorsario Rojo, y todos los filibusterostomarán las armas. Marqués deMontelimar, aún no has vencido,¡cuernos del diablo!

Forzó a su cabalgadura a queavivase el paso y después de cargar lasarmas de fuego, encendió un cigarro, el

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último que le quedaba, seguro de quenadie le molestaría.

El sol iba a desaparecer cuando elfugitivo entraba en Panamá y se dirigía ala posada de la linda castellana.

Aquella tarde había granconcurrencia en la taberna, barqueros ycargadores, en su mayoría.

Barrejo hizo una seña a la hosteleray fue a sentarse en un gabinetito queestaba vacío.

La dueña, después de servir aalgunos aventureros, corrió en busca delgascón, llevándole dos botellas.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntóla linda viuda sin ocultar su asombro—.¿Dónde están vuestros compañeros?

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—Han caído prisioneros —contestóBarrejo, descorchando rápidamente unabotella—. He corrido seis leguas algalope y me muero de sed.

—¡Prisioneros! —exclamó latabernera, con dolor—. ¿También elconde?

—Sí, señora —respondió el gascón,descargando sobre la mesa un puñetazoformidable—. Pero aún queda el rabopor desollar. Necesito una chalupa,cueste lo que cueste.

—Aquí hay marineros que podránproporcionárosla.

—Buscadme una, provista de vela,Panchita, y os quedaré muy agradecido.Se trata de salvar al conde.

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—Aguardad mi respuesta —contestóla tabernera.

El gascón devoró los fiambres quele había llevado a la vez que las botellasmurmurando y renegando tras cada vasode vino que vaciaba.

Al fin se presentó la tabernera.—¿Qué noticias me traes? —

preguntó el gascón.—La chalupa es vuestra —repuso

Panchita—. Un pescador ha consentidoen venderla.

—¿Dónde está?—A la entrada del puerto.—¿Cuánto?…—No os ocupéis de eso, caballero

—interrumpió Panchita con cara

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sonriente.—Sois una mujer incomparable —

dijo Barrejo, cogiéndole un pellizco—.Si escapo de la muerte, palabra degascón, os hago la señora de Lussac, siaceptáis mi mano.

—¿Y por qué no? —repuso la bellaviuda—. Un de vale tanto como un títulode nobleza.

—Y los de Lussac son de la noblezarancia de Gascuña… Abur, lindasevillana, tengo prisa en este momento,pero que Dios me confunda si no vuelvoa buscaros. ¿Dónde está el pescador?

—Venid caballero —contestó ladueña de la taberna.

En la puerta de la calle encontraron

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a un marinero.—He aquí al señor que ha adquirido

vuestra barca —dijo Panchita—. Ya estásatisfecho su importe.

El pescador miró atentamente algascón; luego, satisfecho del examen,encasquetóse el sombrero de paja,diciendo:

—Seguidme, señor; encontraréis lachalupa lista…

Barrejo cambió con la tabernera unamirada rápida y salió tras el pescador.

De la parte del mar soplaba fuerteviento y a lo lejos resonaba el trueno.Sin embargo, no había otros indicios detemporal, aunque esto no es cosa rara enaquellos ardientes climas.

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El pescador se detuvo a la entradadel puerto, diciendo:

—Ahí tenéis la chalupa, caballero.Está completamente armada.

El aventurero le puso en las manosalgunas monedas, saltó a laembarcación, izó la vela y despidiósedel pescador.

Al salir de Panamá no había quetemer molestia alguna de las carabelasencargadas del servicio de vigilancia.

Eran los barcos que llegaban desdeel exterior los que podían detenerlo, yaque siempre temían una irrupciónrepentina de filibusteros que desde hacíatiempo amenazaban.

El gascón no era un mal marinero, ya

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que había nacido en las orillas del Marde Vizcaya, izó la vela a favor delviento, ató la escota y se sentó al timón,enfilando hacia la isla de Taroga, a lacual confiaba llegar antes del alba.

A pesar de que soplaba un vientofresco el océano, afortunadamente, semantuvo tranquilo.

La chalupa, hábilmente guiada, sedeslizaba ligera y veloz, siguiendo lascostas del istmo a menos de cincuentapasos.

A la medianoche el gascón puso laproa resueltamente al largo, segurísimode encontrarse a la altura de la isla deTaroga.

Durante toda la noche luchó con las

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olas, que poco a poco se habían hechograndes y a la primera luz del alba,como había previsto, entró en lapequeña bahía donde se hallaba ancladala flotilla de los filibusteros, compuestade dos docenas de embarcaciones,habiendo perdido el navío de líneadurante una noche de tormenta.

Pero eso bastaba para transportar alcontinente a trescientos cincuentahombres que todavía permanecían bajolas órdenes de Raveneau de Lussan yGrogner.

El gascón, conocidísimo entreaquellos formidables ladrones del mar,fue recibido como un viejo camarada, einmediatamente entró en la tienda que

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ocupaban los dos jefes de la filibustería.—Aquí tenemos al señor de Lussac,

un gascón auténtico, al cual debemos latoma de Nueva Granada —exclamóRaveneau al verle entrar—. ¿De dóndevenís, mi querido señor?

—Del mar —contestó Barrejo—, ytraigo malas noticias.

—¿Del conde acaso? —preguntóGrogner, poniéndose en pie.

—Ha caído prisionero, señores.—¿En poder de quién está? ¡Hablad

pronto! —exclamaron al mismo tiempolos dos filibusteros.

—Del marqués de Montelimar, alcual dejasteis huir.

—¡Ya lo imaginaba! —gritó

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Raveneau de Lussan, dando un puntapiéa la silla que tenía delante. Cuando mecontaron que aprovechando una nocheoscurísima había huido, en seguidapensé en el conde de Ventimiglia, ¿no escierto, Grogner?

—Sí, me lo habéis dicho. ¿A dóndelo han conducido, señor de Lussac?Donde quiera que esté, palabra defilibustero, iremos a liberarlo. Losespañoles no le colgarán como colgarona su padre, aunque tengamos que quemarPanamá hasta la última casa.

—Le han llevado a Guayaquil —dijo el gascón.

—¡A Guayaquil! —exclamóRaveneau de Lussan—. Precisamente

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planeábamos ayer por la noche haceruna incursión en esa ciudad que se dicecontiene riquezas incalculables… ¡Estaes una verdadera fortuna, señor deLussac!… Todos nuestros hombres yahabían aprobado esta empresa.

Grogner sacó de su bolsillo unhermoso reloj de oro, sin duda elresultado de algún saqueo, y luego dijo:

—Aún no son las siete; a las nuevepodemos estar en el continente, y antesde que obscurezca nos hallaremosdelante de Guayaquil. Diez leguas sonpara nosotros un simple paseo. Voy aavisar a mi gente para que se ponga encamino sin un segundo de retraso.

No habían transcurrido cinco

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minutos cuando los filibusteros habíanabandonado la isla, montados en suflotilla de piraguas y de chalupas.

A las nueve, como había previstoGrogner, los trescientos cincuentafilibusteros, ya que no eran más,desembarcaron en la playa del istmo dePanamá, a solo diez millas de estaúltima ciudad.

Sumergieron las embarcaciones a finde que los españoles no advirtieran sunueva empresa, e iniciaron la caminatabajo los grandes bosques, dirigidos porun prisionero nativo del país, al cualhabían prometido la libertad, o la muertesi los traicionaba.

A pesar de que los filibusteros eran

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hombres de mar eran también muybuenos caminantes, habiendo sido en sumayor parte bucaneros. Diez largasleguas, por lo tanto, no era distancia queles asustase.

En efecto, antes de que el sol seocultase, se hallaban a pocas millas dela ciudad.

Su marcha, sin embargo, no pasóinadvertida. Los indios que habitabanlas inmensas selvas del istmo notardaron en descubrir el paso de aquellafuerte columna y se apresuraron a avisaral gobernador de la ciudad de latempestad que se avecinaba.

Un cuerpo de setecientos hombressalió apresuradamente para dar la

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batalla a aquellos terribles corredoresdel Océano Pacífico; pero, comosiempre, el miedo que inspiraban losfilibusteros causó más efecto que lasarmas.

Cambiados algunos arcabuzazos, losespañoles volvieron la espalda, y fuerona encerrarse en los tres fortines quedefendían a la ciudad, y que, comohemos dicho, se considerabaninexpugnables.

Las estrellas comenzaban a apareceren el cielo cuando los filibusteros,divididos en dos columnas, seencontraban frente a la ciudad, resueltosno solo a expugnarla, sino también asaquearla, a sabiendas de que contenía

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grandes riquezas.La toma de la ciudad, sin embargo,

no era tarea fácil debido a que ladefendían tres fuertes, cada uno con unaguarnición de cincuenta hombres, yarmados con un buen número decañones, mientras que los filibusteros notenían ni siquiera una espingarda.

Pero esto no desanimó a losasaltantes en lo absoluto y, mientras quelos habitantes salvaban buena parte desu riqueza cargando unos esquifes quemantenían en el río, intentaronvalientemente el asalto a los fuertes.

Para evitar que las guarniciones seprestasen mutua ayuda, dividiéronse entres columnas: una la mandaba Grogner,

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la segunda Raveneau de Lussan y latercera el gascón.

Defendiéronse los fuertesgallardamente, respondiendo concañonazos a los disparos de arcabuz delos filibusteros. Parecía que losespañoles estaban decididos asepultarse entre las ruinas antes querendirse a aquellos odiados ladrones delmar.

Toda la noche fue una batallafuriosa. En vano los filibusteros sehabían lanzado al asalto varias veces yen vano habían apoyado las escaleraspara superar las almenas.

A cada intimación, los españolessiempre habían respondido con un fuego

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infernal, aunque no muy eficaz.Por la mañana los tres fuertes aún no

habían caído, mientras que la población,aprovechando la oscuridad, habíaevacuado la ciudad, refugiándose en losbosques de las colinas cercanas juntocon las riquezas que no habían sidocapaces de salvar en los esquifes.

Ya los filibusteros comenzaban adudar del buen éxito de la empresa,cuando a las ocho de la mañana corrióla voz de que Grogner había sido heridomortalmente y estaba a punto deexpirar[4].

Ante aquel anuncio salió un grito delos pechos de los filibusteros:

—¡Venguemos a nuestro jefe!…

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Llevaban ya diez horas luchandofuriosamente. El hambre y la sed lesatormentaba; sin embargo, duros comoel acero, sin cuidarse de los cañonazosdel enemigo, aquellos valientesintentaron, acaso por décima vez elasalto de los fuertes.

Arrojadas las escalas, a pesar delfuego incesante de los españoles,subieron con ímpetu irrefrenable,llegaron a las almenas, clavaron laspiezas de artillería y empeñaron unalucha desesperada con las guarniciones.

Dieron el ataque únicamente a dosfuertes, reservándose hacerse dueñosmás tarde del tercero, que era el mejorarmado y defendido por el marqués de

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Montelimar, hombre que, comorepetidas veces hemos dicho, gozaba degran fama como guerrero.

Si la historia de la filibustería nohubiese sido narrada por Raveneau deLussan y otros corsarios británicos yfranceses que estuvieron allí paraexperimentar el heroísmo de aquellosterribles ladrones del Océano Pacífico,se podría poner en duda el éxito deaquella empresa formidable.

Trescientos eran los filibusteros, yaque en diez horas de combate habíanperdido cincuenta hombres, sin embargolos españoles habían perdido mil ymucho de su artillería pesada, auncuando aventajaban en gran número a

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los primeros.Tras un combate feroz, las dos

guarniciones fueron aniquiladas ysolamente lograron salvarse algunosespañoles que se refugiaron en la selva.

Continuaba resistiendo el fuertedefendido por el marqués deMontelimar, donde estaban encerradosel conde de Ventimiglia, Mendoza, elflamenco y la nieta del gran cacique delDarién.

Los artilleros, furiosos, disparabansobre las dos fortalezas ya conquistadasy sobre las casas de la ciudad; losarcabuceros, en tanto, no permanecíanociosos; los invasores se veíanenvueltos en una verdadera lluvia de

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balas.A las once, a pesar de las continuas

tentativas de los filibusteros, el fuerteseguía defendiéndose.

Raveneau de Lussan, que asumió elmando de la columna de Grogner al vera este moribundo, hizo llamar al gascón.

—Señor de Lussac —le dijo—,seguramente acabaremos por triunfar enesta dura empresa, porque mis soldadosno retrocederán un paso. Pero como sonpocos y no tenemos medio alguno desustituir a los que caen, quería hacerosuna proposición.

—Hablad, señor de Lussan —contestó Barrejo—. ¿Queréis que vaya aminar algún ángulo del fuerte?

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—Sentiría mucho perder a unvaliente como vos. El conde deVentimiglia no me perdonaría nunca queos hubiese sacrificado.

—Entonces, ¿qué puedo hacer?—Ir en busca del marqués de

Montelimar e intimarle a que se rinda,prometiéndole la vida a él y a suguarnición.

—No creo que acepte; es testarudo yhombre de guerra…

Un destello de ira se vio en los ojosdel caballero.

—Si se niega no dejaremos con vidaa uno solo —dijo.

—Vamos a ver si se puede combinaresta oferta sin necesidad de enviar a

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tanta gente a hacer compañía a Belcebú—respondió el gascón, después depensar un momento—. Recuperamos alconde, a la hija del gran cacique deDarién, a mis dos amigos y, despuésvamos derecho a hacerle compañía a suexcelencia el consejero de la AudienciaReal de Panamá.

Dio la orden a los filibusteros ybucaneros de cesar el fuego, ató a unapica una camisa blanca que encontró enuna casa y se dirigió resueltamente haciala fortaleza.

Los españoles, que no tenían ningúndeseo de irritar a estos formidablesasaltantes del Pacífico, habían cesado elfuego y habían hecho retirar a los

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arcabuceros de las almenas.Barrejo, que portaba la pica, se

detuvo ante el foso del fuerte, plantandoel asta en una masa de tierra.

Un oficial apareció entre dosalmenas, gritando:

—¿Qué queréis? Sed breves, porquesolo os concedemos una tregua de cincominutos.

—Quiero hablar al marqués deMontelimar —contestó el gascón—. Almismo tiempo os advierto que si algunode vosotros hace fuego sobre mí,pasaremos a cuchillo a la guarniciónentera.

Un instante después el marqués deMontelimar aparecía en una terraza, con

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la espada desnuda bajo el brazo.—¿Quién os envía? —preguntó

dirigiéndose al gascón, que continuabajunto a la extraña y ridícula bandera.

—Raveneau de Lussan, capitán delos filibusteros del Océano Pacífico —dijo Barrejo.

—¿Y Grogner?El señor Grogner en este momento

está ocupado fumando su pipa y, por lotanto, ha renunciado al comando hastaesta tarde.

El marqués frunció el ceño y,después de haber miradocuidadosamente al gascón, dijo:

—¡Ah! Eres uno de los tresespadachines del conde de Ventimiglia.

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—No os engañáis, Excelencia. Dehecho también estoy aquí para preguntaracerca de ese valiente caballero.

—Está bajo mi protección. ¿Quéqueréis entonces? Daos prisa: mishombres están dispuestos a luchar.

—Vengo a proponer la rendición.—¿A quién?—A vos.—¿Acaso no sabéis que cuento con

quinientos hombres, veintidós piezas deartillería, y suficientes municiones comopara arrasar toda la ciudad?

—¿Y acaso no habéis visto que yahemos conquistado dos de los tresfuertes que estaban bien defendidos porquinientos hombres y cuarenta cañones

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cada uno? Todos lo hemos visto. ¿Osrendís, sí o no? Raveneau de Lussan ospromete respetar vuestras vidas, acondición de que sean inmediatamenteentregados el conde de Ventimiglia, susaventureros y la hija del gran cacique deDarién. Os damos cinco minutos paratener vuestra respuesta: después de esonos lanzaremos al asalto y os aseguroque de la misma forma en que hemosconquistado los otros dos fuertes,también conquistaremos este.

—Dejadme que celebre consejo conmis oficiales —respondió el marqués.

El gascón sacó un cigarro, loencendió con una pajuela que humeabaen el borde del foso y sentóse junto a la

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bandera blanca.Mientras tanto los filibusteros, no

muy seguros de que el Marqués deMontelimar decidiera rendirse, sepreparaban bajo la dirección deRaveneau de Lussan para un furiosoasalto.

Habían puesto en primera filacincuenta hombres con granadas y detrásun centenar de bucaneros paraexterminar en primer lugar a todos losartilleros.

Otros mantenían listas las escalas,tomadas de las iglesias, para montar elasalto.

La respuesta del marqués deMontelimar no se hizo esperar.

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—Decid al señor de Lussan quemientras me quede un hombre y una onzade plomo, defenderé la fortaleza.Marchaos si no queréis que os fusilen.

—Recordaré tan grato ofrecimiento—dijo el gascón, cogiendo la pica—.Espero que pronto nos volveremos aver.

Atravesó la explanada sin granprisa, a pesar de la amenaza delcomandante español, y transmitió aRaveneau de Lussan la contestaciónrecibida.

—Como nos hemos apoderado deestos dos fuertes, nos apoderaremostambién del tercero —afirmó elcaballero francés.

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Y dio la orden de emprender elataque.

Los filibusteros, impacientes porhacerse dueños al fin de la fortaleza ypor saquear la ciudad antes de que losmoradores acabasen de llevarse todoslos objetos preciosos, lanzáronse alasalto, a pesar del terrible cañoneo delos españoles.

En un instante llegaron al pie de losmuros y se vieron libres de lasdescargas de la artillería; entonceslanzaron una granizada de bombas porencima de las almenas, en tanto que losbucaneros fusilaban a los arcabucerosenemigos que se hallaban en losreductos y en las terrazas.

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Derrotados los soldados que servíanlas baterías, que en vano intentabanresistir aquel diluvio de granadas, losfilibusteros comenzaron a trepar por lasescalas.

En un instante subieron a las almenasy, empuñando las pistolas y los sablesde abordaje, se lanzaron sobre losalabarderos.

El gascón, uno de los primeros queentraron, arrojóse sobre el marqués,esgrimiendo la espada y gritando:

—¡Rendíos u os mato!El marqués, en el acto, hizo cara al

gascón. Defendióse desesperadamente,oponiendo una resistencia que llenó deasombro al terrible espadachín.

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Los filibusteros, en tanto, con rabiaextrema, mataban a los que se oponían aentregar las armas.

—Señor marqués —dijo el gascóndespués de asestar dos docenas deestocadas hábilmente paradas por elcomandante español—, esto no puededurar mucho. Soy más joven que vos;rendíos o me veré obligado a mataros,cosa que, francamente, me desagradaría.La fortaleza ya es nuestra y resulta inútiltoda resistencia. Arrojad la espada ydevolvedme al conde, a mis compañerosy a la hija del gran cacique del Darién.

El marqués retrocedió un paso,limpiándose con la mano izquierda elsudor que le cubría la frente, y dirigió a

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su alrededor una mirada rápida.Sus soldados, después de haber

opuesto una defensa encarnizada,entregábanse en grupos; los filibusteros,en tanto, elevaban los cañones y losarrojaban a los fosos.

—¡Esto se acabó! —exclamó convoz triste.

Luego, animándose un pocomurmuró:

—Aún puedo tomar el desquite…Arrojó al suelo la espada en el

momento en que Raveneau de Lussan,seguido de media docena de filibusteros,corría en auxilio del gascón.

—El señor marqués se rinde —dijoBarrejo—, y se rinde a un de Lussac.

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Señor de Lussan, nada tenéis que haceraquí; este caballero está bajo miprotección.

Raveneau se quitó el sombrero ysaludó cortésmente al defensor delfuerte, diciéndole:

—El señor de Lussac, un perfectocaballero, os perdona la vida, y no seráyo quien os la quite, porque losfilibusteros saben apreciar el valor, yvos habéis demostrado que poseéismucho. Pero nos diréis en seguida dóndese encuentra el conde de Ventimiglia.

—Venid —contestó en seguida,sacando una llave del bolsillo.

Penetró en la torre central del fuerte,abrió la puerta y exclamó:

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—¡Entrad, aquí están todos!Un instante después, el conde se

hallaba en los brazos de Raveneau deLussan, en tanto que el gascóndescargaba cuatro golpes formidablessobre las espaldas de Mendoza y de DonHércules.

La hija del gran cacique del Dariénsiguió al punto a su hermano, sindignarse dirigir una mirada al marquésde Montelimar.

—Señor conde —dijo el jefe de losfilibusteros, porque como tal fueaclamado a la muerte de Grogner—, alfin sois libre y habéis encontrado avuestra hermana. ¿Qué más podemoshacer por vos?

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—Dadme un guía para atravesar elistmo. Mi fragata se halla en aguas delGolfo de México y solo tengo un deseo.Llegar a Cuba lo antes posible.

—¿Y luego?—Volver a Europa, a mi Liguria. Mi

misión está cumplida, señor de Lussan.—¿Y qué hacemos con el marqués

de Montelimar? —preguntó el nuevojefe filibustero.

—Proporcionadle un caballo ydejadle que vuelva a Panamá.

De Lussan lo miró con asombro.—¿Qué habéis dicho? —le dijo.El hijo del Corsario Rojo se le

acercó y murmuró algo en sus oídos.—Entiendo —dijo el caballero

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francés, sonriendo—. No se hable más.Señor conde, cuento con desayunar convos, vuestra hermana y el señormarqués. Nos lo hemos ganado, os loaseguro.

Mientras Raveneau y suscompañeros buscaban asilo en una casaabandonada, los filibusteros seapoderaban del último fuerte y seentregaban a un saqueo furioso.

Pero no podemos pasar por alto laextraña peculiaridad de que, en aquellaempresa, los filibusteros francesesdieron espectáculo, lo cual muestramejor que cualquier cosa la extrañanaturaleza de aquella raza de ladrones.

Mientras que sus compañeros

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ingleses corrían detrás de los habitantesque se habían refugiado en los bosquescon sus riquezas, logrando setecientosprisioneros, los franceses entraban en lacatedral para cantar el Te Deum, en lacreencia de que así cumplían su partecomo buenos católicos y respetaban detal modo la religión.

Inmenso fue el botín recogido,consistente en cantidad extraordinaria deperlas y de esmeraldas, en barras deplata y en setenta mil piastras.

Agréguese a esto un cañón de platamacizo, valorado en veintidós milpiastras, y un águila de oro y esmeraldasque pesaba setenta y ocho libras,destinada a las poblaciones en la iglesia

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mayor de la ciudad y descubierta en losesquifes que descendían por el río.

Además cogieron setecientosprisioneros, aparte del gobernador de laciudad, y no juzgando prudente llevarsetal número de personas, tanto más cuantoque supieron que de Panamá habíansalido tropas escogidas con el propósitode exterminarlos antes de que regresasenal Océano Pacífico, enviaron un mensajeal Presidente de la Real Audiencia, a finde que rescatase a todos a cambio de unmillón de piastras y de cuatrocientossacos de maíz.

Iniciadas las negociaciones,hallábanse seguros de recibir el preciodel rescate, cuando la tercera noche

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después de la toma de los fuertes,prodújose un terrible incendio próximoal lugar donde los filibusteros habíanacumulado las riquezas procedentes delsaqueo.

Pero, afrontando el peligro, lograronsalvar todos los objetos; despuésdirigieron sus esfuerzos a extinguir elincendio en la ciudad; una tercera partede ella quedó destruida y perecieronentre sus ruinas muchísimos habitantes.

Infestado el aire por los numerososcadáveres insepultos, las enfermedadeshicieron terribles estragos. Entoncesaquellos formidables ladrones del mar,después de clavar los cañones que aúnquedaban útiles en las fortalezas,

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emprendieron la marcha hacia el OcéanoPacífico, llevándose cincuentaprisioneros de ambos sexos para querespondiesen del rescate, y se dirigieronhacia la isla de Puna, dondepermanecieron un mes.

Fue un mes de fiestas y era una cosaincreíble ver a aquellos aventureros,convertidos en improvisados caballeros,organizar bailes y banquetes que notenían fin. Había entre los prisionerosmuchos músicos, que tocaban guitarras ymandolinas, y las mujeres más bellas deGuayaquil, las cuales no veían en suscaptores a los saqueadores de su ciudady de las riquezas de sus familias, sinomás bien a hombres corteses y

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respetuosos, compensando así por loshorrores sufridos ya que podían disfrutarde la libertad que en su hogar, en virtudde maridos celosos, el orgullo y laseveridad españolas, no se le permitía alas mujeres.

La belleza de la isla, además, le dioa aquello más aires de aventura que deprisión, especialmente para losprisioneros, los cuales se divertían.

Hacia el final del mes, sin embargo,la alegría se vio gravemente perturbada,debido a la falta de pago del rescate.

El Presidente de la Real Audienciade Panamá continuaba dando largas alasunto; los filibusteros, sospechando quela tardanza obedecía, no a la dificultad

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de encontrar dinero, sino al secretopropósito de defraudarlos y de ganartiempo para reunir fuerzas suficientes ycombatirlos, adoptaron una resoluciónextrema, a pesar de las protestas deRaveneau de Lussan, quien, lo mismoque Grogner, aborrecía las crueldades.

Llamaron a los prisioneros y lesobligaron a sacar a la suerte cuatronombres; tenían resuelto enviar lascabezas de aquellos cuatro infelices aloficial español que había llegado parapedir una demora en el pago.

Los desgraciados tuvieron quesometerse a tan dura prueba y las cuatrocabezas fueron entregadas al oficial, conla advertencia de que si antes de cuatro

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días no satisfacían totalmente el rescate,enviarían nuevos recordatorios deaquella especie al Presidente de la RealAudiencia de Panamá.

No carecían de fundamento lassospechas de los filibusteros, porque aldía siguiente detuvieron a un correo quese dirigía de Guayaquil a Lima y lecogieron cartas en las cuales se decíaclaramente que mientras llegaban lossocorros esperados, se enviaríanalgunas cantidades a Puna paraentretener a los corsarios, añadiendoque el exterminio de estos importabamucho más que la muerte de cincuentaprisioneros.

Entre estos se encontraba el

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gobernador de Guayaquil, que bienhallado con su cabeza, encargó a unfraile que se dirigiese al continente conplenos poderes y reuniese todo lonecesario para satisfacer el rescate.

En el momento de partir el fraile,arribaba a la isla un esquife que llevabaa los filibusteros cien mil doblones yveinte sacos de harina. El oficial que lotripulaba solicitó al mismo tiempo unnuevo plazo de tres días para pagar elresto.

Accedieron los filibusteros,declarando sin embargo, que si losespañoles faltaban a lo prometido,harían una nueva visita a Guayaquil y nodejarían piedra sobre piedra.

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La contestación que recibieron nopodía ser más terminante.

Un nuevo mensaje del sustituto delgobernador de Guayaquil llegó algunosdías después, diciendo que por todo loque quedaba a deber, ofrecía solamenteveintidós mil piastras, y que si losfilibusteros querían atacar otra vez laciudad, se encontrarían con cinco milhombres aguerridos, dispuestos arecibirlos.

Al enterarse de tal mensaje, algunoscorsarios de Raveneau de Lussanpropusieron cortar la cabeza a todos losprisioneros, incluso a las mujeres; sinembargo, desaprobaron la ideasosteniendo que semejante crueldad

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sería completamente inútil; aceptadaslas veintidós mil piastras y puestos enlibertad los desgraciados a quienesconservaban de rehenes, lanzáronse otravez al mar para acometer nuevas yasombrosas empresas.

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D

CONCLUSIÓN

os días después de la tomade Guayaquil, el conde deVentimiglia, su hermana ylos tres espadachines,

abandonaron la ciudad con una escoltade treinta corsarios y diez filibusteros,los cuales habían decidido volver aEuropa, por tener reunidas riquezassuficientes para vivir con holgura en susrespectivos países.

El marqués de Montelimar habíapartido el día antes, no sin pronunciarpalabras de venganza contra la jovenmestiza y contra el conde.

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La travesía del istmo de Panamá fuerealizada en jornadas cortas, para nocansar demasiado a la hermana delconde, y doce días después, la pequeñacaravana llegaba felizmente alminúsculo puerto de Riva, donde seencontraba anclada desde hacía tresmeses, la fragata, enarbolando elpabellón español, para hacer creer a lospocos habitantes de la costa que era unbuque encargado de ahuyentar a losfilibusteros procedentes de la Tortuga.

Una chalupa hallábase amarrada a laorilla, y ya se disponía a embarcar,cuando el gascón, que durante todo elviaje parecía haber perdido su buenhumor, llamó aparte al conde y a

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Mendoza y les dijo:—Señores, debo declararos que no

siento el menor deseo de regresar aEuropa. Para mí esto supone un grangolpe; sin embargo, con el tiempo creoque me consolaré. A pesar de todo, noos olvidéis, señor conde, de que miespada estará a vuestra disposición en elmomento en que la necesitéis.

—¡Qué decís, señor de Lussac! —exclamó el hijo del Corsario Rojo,vivamente sorprendido—. Ya sois lobastante rico para reedificar vuestrocastillejo de Gascuña y cultivar en pazvuestras vides.

—¡Qué queréis, señor conde! Cuentocuarenta años y siento deseos

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irresistibles de constituir una familia.—¡Ah, bribón!… —gritó Mendoza,

en tanto que Don Hércules, que se habíaacercado al grupo, soltaba una carcajada—. Se ha enamorado de la bellasevillana.

—Lo habéis adivinado, compadre—repuso Barrejo—. De esa graciosaviuda haré la señora de Lussac yvenderemos vinos de España y deFrancia en una taberna que se llamará«La Espada Gascona».

A la mañana siguiente, en tanto queBarrejo, mejor dicho, el señor deLussac, tras conmovedora despedidaemprendía de nuevo el camino dePanamá para unirse a su prometida, la

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fragata desplegaba las velas paradirigirse al cabo Tiburón.

También el hijo del Corsario Rojohabía dejado, lo mismo que Barrejo, unaparte de su corazón en América, peroquería llevárselo a Europa en compañíade otro que desde larga fecha palpitabaa la par que el suyo: el de la marquesade Montelimar.

Y así lo hizo, en efecto.Veinte días después la magnífica

fragata del conde abandonaba, duranteuna noche oscurísima, para evitarencuentros con los barcos españoles, laisla de Santo Domingo, llevando abordo a una mujer más y a tres hombresmenos.

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La bellísima marquesa dio sin penaun adiós a la isla, después de confiar susinmensas propiedades a Botafuego, aMendoza y al flamenco, tres amigos que,como el gascón, no se habríanencontrado a gusto en medio de lacivilización europea.

¿Volveremos algún día aencontrarnos con estos valientes? Esprobable, porque la historia de losfilibusteros no ha terminado aún.

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EMILIO CARLO GIUSEPPE MARIASALGÀRI (Verona, Italia, 21 de agostode 1862 - Turín, Italia, 25 de abril de1911). Nacido en una familia depequeños comerciantes, Salgarimanifestó pronto su pasión por el mar:en 1878 se inscribe en el Regio IstitutoTecnico e Nautico de Venecia, aunque

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nunca llegó a licenciarse. De vuelta enVerona, se dedica por entero a escribiry, en 1883, comienza a publicar porentregas su primera novela: Tay-See. Apartir de aquí, y hasta su muerte en 1911,Salgari se convirtió en un escritorfrenético, acuciado por un estadopermanente de necesidad económica.Antes de cumplir cincuenta años, Salgaripuso fin a su vida complicada, triste yllena de desgracias familiares a lamanera tradicional japonesa,cometiendo sepuku.

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Notas

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[1] Raveneau de Lussan fue uno de losmejores historiadores de las empresasrealizadas por los filibusteros. <<

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[2] De estos filibusteros no se volvió atener noticia. Probablemente seahogaron todos, porque no contaban másque con dos malas barcas. <<

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[3] Cruceta de dos palos mayores en losbarcos de vela. <<

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[4] Raveneau de Lussan refiere en susmemorias que Grogner era uno de loscapitanes más hábiles de aquel tiempo yque fue justamente celebrado no tantopor su talento, por su previsión y por elgolpe de vista certero siempre, cuantopor la moderación en su conducta queevitó que sus subordinados realizasenactos de crueldad con los españoles. <<