El Buscon - Quevedo - Adaptacion Castellano Moderno

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Francisco de Quevedo

El Buscón

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Índice

Introducción

El BúsconCapítulo 1. En que cuenta quién es

el BuscónCapítulo 2. De cómo fue a la

escuela y lo que en ella lesucedió

Capítulo 3. De cómo fue a unpupilaje como criado de donDiego Coronel

Capítulo 4. De la convalecencia y

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salida hacia Alcalá de Henarespara estudiar

Capítulo 5. De la entrada en Alcaláy novatadas que le hicieron

Capítulo 6. De las crueldades delama y travesuras que Pabloshizo

Capítulo 7. De la despedida de donDiego, y noticias de la muertede los padres de Pablos

Capítulo 8. Del camino de Alcalápara Segovia, y de lo que lesucedió en él hasta Rejas, dondedurmió aquella noche

Capítulo 9. De lo que le sucedióhasta llegar a Madrid, con unpoeta

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Capítulo 10. De lo que hizo enMadrid, y lo que le sucedióhasta llegar a Cercedilla, dondedurmió

Capítulo 11. Del hospedaje de sutío, y visitas, la cobranza de suhacienda y vuelta a la Corte

Capítulo 12. De su huida, y lo quele sucedió hasta llegar a laCorte

Capítulo 13. De lo que le sucedióen la Corte cuando llegó

Capítulo 14. En que trata lossucesos de la cárcel

Capítulo 15. De cómo tomóposada, y la desgracia que lesucedió en ella

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Capítulo 16. De cómo buscócasamiento, y las desgracias quele sucedieron

Capítulo 17. De su cura y otrossucesos peregrinos

Capítulo 18. De lo que le sucedióen Sevilla hasta embarcarsepara las Indias

Apéndice

Créditos

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Pícaros hay con venturade los que conozco yo

y pícaros hay que no.

Pícaros y buscones

A don Francisco de Quevedo le bastabamirar a su alrededor para encontrartipos como Pablos, pues las plazas ycalles de Madrid, Toledo, Segovia oSevilla estaban llenas de buscones ybuscavidas. El pícaro fue, más que unainvención literaria, el reflejo de la

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sociedad española del Siglo de Oro.A comienzos del siglo XVII, España

se acercaba a los siete millones dehabitantes. Un cuarenta por ciento de lapoblación estaba constituida porcriados, pícaros, mendigos y pobres desolemnidad, es decir, por gente que sebuscaba la vida de forma lícita o ilícita.La pobreza y la picaresca iban unidas detal forma que muchos niños —analfabetos y desnutridos— eranentregados por sus padres a personasmayores sin escrúpulos que losmaltrataban. Estos jóvenes se vieronobligados a sobrevivir, desarrollando suingenio y su astucia hasta límitesinsospechados, como bien refleja la

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literatura picaresca de la época:Lazarillo de Tormes, Guzmán deAlfarache y El Buscón, entre otrasnovelas.

En el otro extremo se hallaban lanobleza y el clero, estamentosprivilegiados que despreciaban eltrabajo manual por considerarlo oficiovil y plebeyo. La principal preocupaciónde las clases altas era mantener el honory la honra, pilares fundamentales de unasociedad en decadencia. Mientras lospobres sufrían numerosas necesidades,la nobleza disfrutaba de los placeres dela Corte, con la mayor ostentación ylujo. No es de extrañar que los que sedecían pobres, pero honrados aspiraran

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a la vida ociosa de los nobles, ni quePablos tuviera desde chiquito«pensamientos de caballero».

¡Agua va!

Yo, señora, soy de Segovia, confiesaPablos al inicio de la novela. Lasciudades de España estabanescasamente pobladas comoconsecuencia de las guerras, de laexpulsión de los moriscos (unostrescientos mil entre 1609 y 1614) y delas epidemias de peste y hambre, quecausaron cerca de un millón de muertosa comienzos del siglo XVII. Segovia erauna ciudad casi desértica y su industria

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textil había desaparecido. Solo Madridy Sevilla pasaban de los cien milhabitantes y, en consecuencia, eranlugares propicios para la formación decofradías de maleantes. La Plaza Mayorde Madrid y las Gradas de la Catedralde Sevilla daban testimonio permanentedel mundo de la delincuencia.

El Buscón es un espejo de lasociedad española del XVII. Gran partede la vida del protagonista transcurre enMadrid, una ciudad con calles de tierra,sin aceras, polvorientas en verano yllenas de barro en invierno. El mal olorera insoportable, pues no existíaalcantarillado ni servicio de recogida debasuras, y las aguas sucias eran

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arrojadas por las ventanas al grito de«¡Agua va!». Que Pablos caiga delcaballo sobre un charco de inmundiciasno es ninguna exageración del autor.

La animación de la Corte se observaen las muchas personas que pasean, dedía, por sus calles: forasteros, soldados,artesanos, hidalgos, criados, mendigos,rufianes, nobles a caballo, damas encarruajes, etc. Pero la falta deiluminación nocturna convierte la capitalen lugar idóneo para los capeadores oladrones de capas, a pesar de lapresencia de alguaciles y corchetes; porello, la gente no sale después del toquede oración de las campanas o lo hacearmada y escoltada con criados.

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La sopa boba

El pícaro organiza su vida en función dela comida, de ahí que el tema delhambre sea consustancial a la novelapicaresca. Si no tiene qué comer, lopide, lo roba o se pega a alguien dequien pueda sacar tajada. Estos pícarosgorrones son, en palabras del propioQuevedo, «susto de los banquetes,polilla de los bodegones, cáncer de lasollas y convidados por fuerza».

Aunque el consumo de vino erahabitual entre los españoles, tomado conmoderación (salvo en casas de rufianescomo la del tío de Pablos), la bebida demoda entre todas las clases sociales erael chocolate, importado de América. El

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alimento básico era el pan, que lospobres acompañaban casiexclusivamente de ajo y cebolla. Losricos preferían la carne a las verduras(consideradas alimentos para animales ypobres), comían tres veces al día y, amenudo, organizaban banquetes,servidos en espléndidas vajillas comosigno de distinción. Las clasespopulares, en cambio, apenas tomabanpescado ni carne, y esta era de tan malacalidad que se sospechaba que loscarniceros vendían gato por liebre. Lamayor parte de los días se comía unguiso conocido como «olla podrida»; setrataba de un cocido con carne de cerdo,vaca o carnero, tocino, garbanzos,

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chorizo y cebollas como principalesingredientes. Los campesinos solohacían dos comidas: migas al amanecery olla por la noche. Finalmente, losmendigos tenían que conformarse con loque les daban en los conventos, lallamada «sopa boba», un caldocompuesto de mucha agua, poco vinoblanco, mendrugos de pan, hortalizas yalgunos huesos.

Esta es la España del Buscón, laEspaña barroca que se mueve entre lamiseria y los sueños de grandeza deunos tipos sociales retratadosmagistralmente por Quevedo paradeleite de los lectores de ayer y de hoy.

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Esta edición

Esta edición presenta una versiónadaptada de la novela de Quevedo,dirigida a aquellos lectores que estánpoco familiarizados con el castellanodel Siglo de Oro y que, precisamentepor eso, rehúyen la lectura de losclásicos o los abandonan, impotentes, enlas primeras páginas.

Tomando como base las edicionesmás conocidas de la obra (Lázaro,Cabo, Jauralde, Ynduráin y Rey, entreotras), la presente adaptación mantienelos episodios fundamentales de la vidadel Buscón, facilita su lectura alsustituir las expresiones en desuso porotras del español actual y se muestra

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respetuosa con el tono y el estilo deQuevedo.

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CAPÍTULO 1

En que cuenta quién es elBuscón

Yo, señora1, soy de Segovia. Mipadre se llamó Clemente Pablo, y habíanacido en este mismo lugar (¡Dios letenga en el cielo!). Según dicen, fuebarbero, aunque eran tan altos suspensamientos que se avergonzaba de que

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le llamasen así, diciendo que él era«sastre de barbas». Dicen que era demuy buena cepa2, y, por lo mucho quebebía, debe de ser verdad.

Estuvo casado con Aldonza de SanPedro, hija de Diego de San Juan y nietade Andrés de San Cristóbal. En elpueblo se sospechaba que no eracristiana vieja3, aun viéndola con canas,aunque ella, por los nombres y apellidosde sus antepasados, quiso demostrar quelo era. Fue mujer hermosa, persona devalor4 y muy conocida por su oficio.

Padeció muchas penalidades reciéncasada, y aun después, porque las malaslenguas iban diciendo que mi padre

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metía el dos de bastos para sacar el asde oros5. Y se demostró que a todos losque arreglaba la barba a navaja,mientras les levantaba la cara para ellavatorio, un hermanico mío de sieteaños les sacaba el dinero de lasfaltriqueras. Murió el angelico de losazotes que le dieron en la cárcel. Mipadre lo sintió mucho, porque el niñoera tan cariñoso que no solo les teníarobados los corazones, sino todo lodemás.

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Por estas y otras niñerías mi padreestuvo preso, y la justicia le paseó por

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las calles. Iba montado en un asno, conlas manos en las bridas y los piescolgando. Según me han dicho después,salió de la cárcel con tanta honra, que leacompañaron doscientos cardenales6,solo que a ninguno llamaban «señoría».

Y mi madre, ¿no pasó calamidades?Un día, hablándome bien de ella unavieja que me crió, decía que era tal suencanto, que hechizaba a cuantos latrataban.

Tenía fama de hacer pasar porvírgenes a las mujeres que no erandoncellas, resucitaba cabellosencubriendo canas, ponía pantorrillaspostizas en las piernas, colocabadientes; en definitiva, era remendona de

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cuerpos. Unos la llamaban «zurcidora degustos»; otros, «juntona»; otros,«tejedora de carnes» y, por mal nombre,«alcahueta». Ella oía esto de todos y sereía.

Hubo grandes diferencias entre mispadres sobre a quién había de imitar enel oficio, mas yo, que desde chiquitosiempre tuve pensamientos de caballero,nunca me esmeré en parecerme aninguno. Mi padre me decía: «Hijo, estode ser ladrón no es oficio de artesanos,sino de gente hábil». Y después desuspirar, añadía: «Quien no roba en elmundo, no vive. ¿Por qué piensas quelos alguaciles y jueces nos aborrecentanto? Unas veces nos destierran, otras

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nos azotan y otras nos cuelgan…; ¡no lopuedo decir sin lágrimas!» —llorabacomo un niño el buen viejo,acordándose de las veces que le habíanazotado las costillas—; «porque noquerrían que donde están hubiese otrosladrones sino ellos y sus ayudantes. Masde todo nos libró la buena astucia. En mimocedad siempre andaba por lasiglesias7, y no de puro buen cristiano.Nunca confesé sino cuando lo mandabala Santa Madre Iglesia. Preso estuve porpedigüeño en los caminos y a pique deque me colgaran en la soga. Mas de todome ha librado el tener la boca cerrada,el chitón y los nones. Y con esto y mioficio, he mantenido a tu madre lo más

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honradamente que he podido».—¿Cómo que me habéis mantenido?

—dijo ella con gran cólera—. Yo os hemantenido a vos y os he sacado de lascárceles con mi ingenio. Si noconfesabais, ¿era por vuestro ánimo opor las bebidas que yo os daba?¡Gracias a mis pócimas! Y si no temieraque me habían de oír en la calle, yodijera lo de cuando entré por lachimenea y os saqué por el tejado.

Puse paz entre ellos diciendo que yoestaba decidido a ser hombre virtuoso yseguir adelante con mis buenospensamientos, y que para esto mellevasen a la escuela, pues sin leer niescribir no se podía lograr nada. Les

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pareció bien lo que decía, aunque logruñeron un rato entre los dos. Mi madrese metió adentro y mi padre fue a rapar auno —así lo dijo él—, no sé si la barbao la bolsa: lo más frecuente era ambascosas a la vez. Yo me quedé solo, dandogracias a Dios porque me hizo hijo depadres tan celosos de mi bien.

1 Señora: siguiendo el modelo del Lazarillode Tormes, Pablos dirige su relato en forma decarta a un destinatario desconocido, al que datratamiento de señora y, más adelante, devuestra merced (V. Md.).

2 Cepa: dilogía o juego con el doblesignificado de la palabra, como «origen

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familiar» (padre de buen linaje) y como «raízde la vid» (padre de buen beber).

3 Cristiana vieja: la que desciende de familiacristiana, sin antepasados judíos o moriscos.

4 Persona de valor: quiere decir «persona quetiene precio», es decir, «prostituta».

5 As de oros: era ladrón, pues metía dos dedos(bastos) para robar monedas.

6 Cardenales: en el doble sentido, como:«prelados que forman parte del Sacro Colegioo Consejo del Papa, y reciben el tratamiento deseñorías», y «moratones».

7 Iglesias: porque los delincuentes solíanrefugiarse en las iglesias para evitar la acciónde la justicia.

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CAPÍTULO 2

De cómo fue a la escuela ylo que en ella le sucedió

Al día siguiente, ya tenía comprada lacartilla y habían hablado con el maestro.Fui, señora, a la escuela. Me recibiómuy alegre, diciendo que tenía cara dehombre agudo y de buen entendimiento.Yo, por no desmentirle, di muy bien la

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lección aquella mañana. El maestro mesentaba a su lado, ganaba la palmatoria1

casi todos los días por llegar el primeroy me iba el último por hacer algunosrecados a la «señora» (que asíllamábamos a la mujer del maestro).Con semejantes caricias, a todos me lostenía ganados; me favorecíandemasiado, y por esto creció la envidiaen los demás niños. Me acercaba, sobretodo, a los hijos de caballeros ypersonas principales, y particularmentea un hijo de don Alonso Coronel deZúñiga, con el cual compartíameriendas. Los días de fiesta me iba asu casa a jugar y le acompañaba cadadía. Los otros niños, o porque no les

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hablaba o porque les parecía demasiadoorgullo el mío, siempre andabanponiéndome nombres tocantes al oficiode mi padre. Unos me llamaban donNavaja, otros don Ventosa; uno decía,por disimular la envidia, que me queríamal porque mi madre le había chupadola sangre de noche a dos hermanitaspequeñas; otro decía que a mi padre lehabían llevado a su casa para que lalimpiase de ratones (por llamarle gato2).Unos me decían «zape» cuando pasaba,y otros «miz».

En fin, con todo lo que murmuraban,nunca me ofendieron, gracias a Dios. Yaunque yo me avergonzaba, disimulaba.Todo lo soportaba, hasta que un día un

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muchacho se atrevió a decirme a vocesque era hijo de una puta y hechicera; ycomo me lo dijo tan claro, agarré unapiedra y le descalabré. Salí corriendohacia mi madre y le pedí que meescondiese; le conté el caso y me dijo:

—Muy bien hiciste; bien muestrasquién eres; solo te faltó preguntarlequién se lo dijo.

Cuando yo oí esto, como siempretuve altos pensamientos, me volví haciaella y le rogué que me declarase laverdad: si me había concebido a escoteentre muchos o si era hijo de mi padre.Se rió y me dijo:

—¡Ah, en hora mala! ¿Eso sabesdecir? No serás bobo, pues gracia

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tienes. Muy bien hiciste en quebrarle lacabeza, que esas cosas, aunque seanverdad, no se han de decir.

Yo con esto quedé como muerto,dándome por novillo3 de legítimomatrimonio, y decidido a salir cuantoantes de la casa de mi padre: tanto pudoconmigo la vergüenza. Disimulé, fue mipadre, curó al muchacho, lo calmó y mellevó de nuevo a la escuela, adonde elmaestro me recibió con ira, hasta que,oyendo la causa de la riña, se le aplacóel enojo, considerando que había tenidorazón.

En todo esto, siempre me visitabaaquel hijo de don Alonso de Zúñiga, quese llamaba don Diego, porque me quería

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bien naturalmente: que yo le daba de mialmuerzo y no le pedía de lo que élcomía, le compraba estampas, leenseñaba a luchar, jugaba con él al toro,y le entretenía siempre. Así que muchosdías, los padres del caballerito, viendocuánto le contentaba mi compañía,rogaban a los míos que me dejasen conél a comer y cenar, y aun a dormir lamayoría de los días.

Sucedió, pues, que uno de losprimeros días de escuela por Navidad,viniendo por la calle un hombre que sellamaba Poncio de Aguirre, el cual teníafama de judío converso, me dijo el donDieguito:

—Anda, llámale Poncio Pilato y echa

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a correr.Yo, por darle gusto a mi amigo, le

llamé Poncio Pilato. Se ofendió tanto elhombre que empezó a correr tras de mícon un cuchillo desnudo para matarme,de suerte que fue necesario metermehuyendo en casa de mi maestro, dandogritos. Entró el hombre tras de mí,agradecida por mis servicios, y elmaestro me protegió para que no mematase, asegurándole que me castigaría.Y enseguida (aunque «señora» le rogópor mí, agradecida por mis servicios, denada me sirvió), me mandó desatar lascalzas, y azotándome, decía tras cadaazote: «¿Diréis más Poncio Pilato?». Yorespondía: «No, señor»; y veinte veces

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respondí así a otros tantos azotes que medio. Quedé tan escarmentado de decirPoncio Pilato, y con tal miedo, que,mandándome el día siguiente decir,como solía, las oraciones a los otros,llegando al Credo (advierta V. Md. lainocente malicia), al tiempo de decir«padeció bajo el poder de PoncioPilato», acordándome de que no habíade decir más Pilato, dije: «padeció bajoel poder de Poncio de Aguirre». Almaestro le dio tanta risa oír misimplicidad y ver el miedo que le habíatenido, que me abrazó y me prometióperdonar los azotes de las dos primerasveces que los mereciese. Con esto mefui yo muy contento.

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En estas niñeces pasé algún tiempoaprendiendo a leer y escribir. Llegó eltiempo de Carnaval, y, para divertirnos,ordenó el maestro que hubiese rey degallos4. Lo echamos a suerte entre doceseñalados por él, y me tocó a mí. Aviséa mis padres de que me buscasen ropade gala.

Llegó el día y salí en un caballo flacoy mustio, el cual, más por manco que poreducado, iba haciendo reverencias. Lasancas eran de mona, sin cola; elpescuezo, más largo que el de uncamello; tuerto de un ojo y ciego delotro; en cuanto a edad, no le faltaba sinocerrar los ojos; en fin, de tener unaguadaña, habría parecido la muerte de

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los rocines.Iban tras de mí los demás niños,

todos disfrazados. Pasamos por la plaza(aún tengo miedo al recordarlo), y,llegando cerca de las mesas de lasverduras (Dios nos libre), agarró micaballo un repollo, y ni fue visto ni oídocuando lo despachó a las tripas.

La verdulera —que siempre sondesvergonzadas— empezó a dar voces;se acercaron otras verduleras y, conellas, unos pícaros, y alzandozanahorias, nabos, tronchos y otraslegumbres, empezaron a lanzarlas contrael pobre rey. Yo, viendo que era batallanabal5, y que no se había de hacer acaballo, comencé a apearme; mas tal

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golpe le dieron a mi caballo en la cara,que, yendo a empinarse, cayó conmigoen una gran plasta de excrementos. Mepuse como V. Md. puede imaginar. Yamis muchachos se habían armado depiedras y las lanzaban contra lasverduleras, y descalabraron a dos.

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Vino la justicia, comenzó a pedirinformación, prendió a verduleras ymuchachos, quitándoles a todos lasarmas, porque algunos habían sacado lasdagas que traían de adorno y otros,espadas pequeñas. Llegó hasta mí, y,viendo que no tenía ninguna, porque melas habían quitado y las habían metidoen una casa a secar con la capa y elsombrero, me pidió, como digo, lasarmas, y le respondí, todo sucio, que sino eran ofensivas contra las narices, queyo no tenía otras.

El alguacil me quiso llevar a lacárcel, y no me llevó porque no hallabapor donde cogerme: así estaba de sucio.Unos se fueron por una parte y otros por

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otra, y yo me vine a mi casa desde laplaza, martirizando cuantas naricestopaba en el camino. Entré en ella, contéa mis padres el suceso, y tanto seavergonzaron al verme, que mequisieron pegar. Yo le echaba la culpa alas dos leguas de rocín6 exprimido queme dieron. Procuraba convencerlos, y,viendo que no bastaba, salí de casa y fuia ver a mi amigo don Diego, al cualhallé en la suya descalabrado, y a suspadres decididos a no enviarle más a laescuela. Allí tuve noticias de cómo mirocín, viéndose en aprieto, se esforzó entirar dos coces, y, de puro flaco, se ledesgajaron las dos patas, y se quedóhundido en los excrementos, bien cerca

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de expirar.Viéndome, pues, con una fiesta

revuelta, un pueblo escandalizado, lospadres humillados, mi amigodescalabrado y el caballo muerto, decidíno volver más a la escuela ni a casa demis padres, sino quedarme a servir adon Diego o, por decirlo mejor, en sucompañía, y esto con gran gusto de suspadres, que apreciaban mi amistad haciael niño. Escribí a mi casa que yo nonecesitaba ir más a la escuela, porque,aunque no sabía escribir bien, para miintento de ser caballero lo que serequería era escribir mal7, y que desdeese mismo momento renunciaba a laescuela por no darles gasto, y a vivir

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con ellos para ahorrarles disgustos.Avisé de dónde y cómo quedaba, y quehasta que me diesen permiso no losvería.

1 Palmatoria: el primero en llegar a la clasetenía el privilegio de guardar la palmatoria opalmeta y emplearla para los castigos físicosque el maestro imponía a los malos alumnos.

2 Gato: ladrón; zape y miz son onomatopeyaspara espantar y atraer a los gatos.

3 Novillo: en alusión a un padre cornudo.

4 Rey de gallos: jefe del juego de Carnavalconsistente en cortar la cabeza de un gallocolgado de una cuerda, al pasar a caballo pordebajo.

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5 Nabal: juego con las palabras homófonas:nabal (de nabos) y naval (de naves).

6 Rocín: caballo de mala raza, en este caso«exprimido» (seco) y exageradamente largo(una legua equivale a algo más de cincokilómetros y medio).

7 Mal: Quevedo no solo critica la conocidamala letra de los caballeros, sino también eldesprecio de la nobleza por la cultura engeneral.

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CAPÍTULO 3

De cómo fue a un pupilajecomo criado de don Diego

Coronel

Decidió, pues, don Alonso poner a suhijo en pupilaje1. Supo que había enSegovia un licenciado llamado Cabra,que tenía por oficio criar hijos decaballeros, y envió allá el suyo, y a mí

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para que le acompañase y sirviese.Era primer domingo después de

Cuaresma, y entramos en poder delhambre viva, porque tanta miseria noadmite decirlo de otro modo. Él era unclérigo cerbatana2, largo solo en eltalle; tenía la cabeza pequeña, pelobermejo3 (no hay más que decir paraquien sabe el refrán); los ojos le salíandel cogote, tan hundidos y oscuros queparecía que miraba desde el fondo de uncesto; la nariz, chata y llena de costraspor culpa de un resfriado; las barbas,descoloridas por miedo a la bocavecina, que de pura hambre parecía queamenazaba con comérselas; los dientes,le faltaban no sé cuántos, y pienso que

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por holgazanes y vagabundos se loshabían condenado al destierro; elgaznate, largo como de avestruz, con unanuez tan salida, que parecía que se iba aescapar buscando la comida; los brazos,secos; las manos, como un manojo denervios cada una. Mirado de cinturapara abajo, parecía un compás, con dospiernas largas y flacas; andaba muydespacio, y, si se alteraba, le sonabanlos huesos como tablillas de leprosos;tenía la voz débil; la barba grande, yaque nunca se la cortaba por no gastar, yél decía que era tanto el asco que ledaba ver la mano del barbero por sucara, que se dejaría matar antes quepermitir tal cosa: los cabellos se los

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cortaba un muchacho de nosotros. Traíaun bonete los días de sol, roído por losratones y con adornos de grasa. Lasotana, según decían algunos, eramilagrosa, porque no se sabía de quécolor era. Unos, viéndola tan sin pelo, lacreían hecha de cuero de rana; otrosdecían que era simple ilusión: desdecerca parecía negra, y desde lejos azulcielo. La llevaba sin cordón en lacintura; no traía cuello ni puños.Parecía, con los cabellos largos y lasotana miserable y corta, criado de lamuerte. Cada zapato podía ser tumba deun gigante. ¿Y qué decir de su aposento?Ni arañas había en él. Se habíaconjurado con los ratones por temor de

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que le royeran algunos mendrugos queguardaba. La cama la tenía en el suelo, ydormía siempre de un lado por no gastarlas sábanas. En fin, él era archipobre yprotomiseria4.

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En poder de este miserable caí y bajosu poder estuve con don Diego, y lanoche que llegamos nos indicó nuestroaposento y nos dio una charla corta, quepor no gastar tiempo no tardó más. Nosdijo lo que teníamos que hacer.Estuvimos ocupados en esto hasta lahora de comer. Fuimos allá. Comían losamos primero, y servíamos los criados.

El comedor era un aposentominúsculo. Se sentaban a una mesa hastacinco caballeros. Yo lo primero que hicefue buscar los gatos, y como no los vi,pregunté a un criado antiguo que cómono los había, el cual, de flaco, mostrabaya la marca del pupilaje. Comenzó aemocionarse, y dijo:

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—¿Cómo gatos? ¿Pues quién os hadicho a vos que los gatos son amigos deayunos y penitencias? En lo gordo se osecha de ver que sois nuevo.

Yo, al oír esto, me empecé apreocupar, y me asusté más cuandoadvertí que todos los que vivían desdehacía tiempo en el pupilaje estabancomo agujas, y tenían unas carasblanquecinas. El licenciado Cabra sesentó y echó la bendición. Comieron unacomida eterna, sin principio ni fin. Enunas escudillas de madera sirvieron uncaldo tan claro, que de haber comidoNarciso5 en una de ellas habría corridomás peligro que en la fuente. Observé elansia con que los flacos dedos se

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echaban a nado tras un garbanzohuérfano y solo que estaba en el fondo.Cabra decía a cada sorbo:

—Digan lo que digan, no hay mejorcomida que la olla; todo lo demás esvicio y gula.

Y, sacando la lengua, la paseaba porlos bigotes, lamiéndoselos, y se dejabala barba bien teñida de caldo. Acabandode decirlo, se echó a pechos su escudilladiciendo:

—Todo esto es salud y, además,ingenio.

—¡Mal ingenio te mate! —decía yopara mí, cuando vi un mozo medioespíritu y tan flaco, con un plato decarne en las manos, que parecía que se

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la había quitado de sí mismo. Venía unnabo aventurero en medio de la carne, ydijo el maestro al verlo:

—¿Nabo hay? Para mí no hay perdizque se le iguale. Coman, que me alegrode verlos comer.

Y tomando el cuchillo por el mango,pinchó el nabo con la punta, yacercándoselo a las narices y pasándoloen procesión por su cara, meció dosveces la cabeza y dijo:

—Conforta realmente, y son muybuenos para el corazón, —porque era ungran adulador de las legumbres.

Repartió a cada uno tan poco carneroque, entre lo que se les pegó en las uñasy se les quedó entre los dientes, pienso

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que se consumió todo, dejando las tripascastigadas a no comer. Cabra los mirabay decía:

—Coman, que mozos son y me alegrode ver sus buenas ganas.

¡Mire V. Md. qué ocurrencia para losque bostezaban de hambre!

Acabaron de comer y quedaron unosmendrugos en la mesa y, en el plato, dospellejos y unos huesos; y dijo Cabra:

—Quede esto para los criados, quetambién han de comer. No lo queramostodo.

—«¡Mal daño te haga Dios y lo quehas comido, miserable» —decía yo—,«que así amenazas a mis tripas!».

Echó la bendición y dijo:

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—Ea, dejemos a los criados que seharten, y váyanse hasta las dos a hacerejercicio, no vaya a ser que les sientemal lo que han comido.

Entonces yo no pude contener la risa,abriendo toda la boca. Se enfadó muchoy me dijo que aprendiese modales, y treso cuatro refranes antiguos, y se marchó.

Nos sentamos nosotros, y yo, que vipeligrar el negocio y que mis tripaspedían justicia, como estaba más sano ymás fuerte que los otros, arremetí contrael plato, como arremetieron todos, y memetí en la boca dos de los tresmendrugos, y también un pellejo.Comenzaron los otros a gruñir; al ruidoentró Cabra, diciendo:

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—Coman como hermanos, pues Diosles ofrece estos alimentos. No riñan, quepara todos hay.

Se salió de nuevo al sol y nos dejósolos. Juro a V. Md. que vi a uno deellos, que se llamaba Jurre y eravizcaíno, tan olvidado ya de cómo y pordónde se comía, que una cortecilla depan que le tocó se la llevó dos veces alos ojos, y entre tres no acertaban adirigirle las manos a la boca. Pedí yo debeber, que los otros, por estar casi enayunas, no lo necesitaban, y me dieronun vaso con agua; y apenas lo habíaacercado a mi boca, cuando me loarrebató el mozo este que parecía unespíritu. Me levanté con gran dolor de

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mi alma, viendo que en esta casa lastripas no brindaban ni con agua. Y,aunque no había comido, me entró ganasde descomer, quiero decir, de hacer misnecesidades, y pregunté a un mozoantiguo por las necesarias6, y este medijo:

—Como no son necesarias en estacasa, no las hay. Para una vez que lasvais a necesitar mientras aquí estéis, lopodéis hacer donde queráis; porque yollevo aquí dos meses y no he hecho talcosa sino el día que entré, como ahoravos, y fue de lo que cené en mi casa lanoche antes.

¿Con qué palabras podría yoexpresar mi tristeza y mi pena? Fue

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tanta, que pensando la poca comida quehabía de entrar en mi cuerpo, no meatreví a echar nada de él, aunque teníagana.

Descansamos hasta la noche. DonDiego me preguntaba que qué podíahacer él para convencer a las tripas deque habían comido, porque no lo queríancreer.

Llegó la hora de cenar (la meriendase pasó en blanco) y cenamos muchomenos, y no carnero, sino un poco delnombre del maestro: cabra asada. MireV. Md. si el diablo habría sido capaz deimaginar otra idea peor.

—Cenar poco —decía—, para tenerel estómago desocupado, es bueno para

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la salud.Y citaba una retahíla de médicos

infernales. Elogiaba la dieta y decía queevitaba tener sueños pesados, aunsabiendo él que en su casa no se podíasoñar otra cosa sino que se comía.Cenaron y cenamos todos, y no cenóninguno.

Nos fuimos a acostar y en toda lanoche pudimos dormir don Diego ni yo,él tramando cómo quejarse a su padre ypedirle que le sacase de allí, y yoaconsejándole que lo hiciese; aunquepor último le dije:

—Señor, ¿estáis seguro de queestamos vivos? Porque yo me imaginoque, en la pelea de las verduleras, nos

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mataron, y que somos ánimas queestamos en el purgatorio. Y si es así,está de más pedir que nos saque vuestropadre; mejor será que alguno nos rece unrosario y pida en la misa por las almasen pena.

Cabra siguió viviendo de aquelmismo modo que he contado; soloañadió en la comida tocino en la olla,por no sé qué que le dijeron un día en lacalle sobre los hidalgos7. Y por eso,tenía una jaula de hierro, todaagujereada como un colador; la abría ymetía en ella un pedazo de tocino, lavolvía a cerrar y la metía en la ollacolgando de una cuerda para que saliesealgún jugo por los agujeros y quedase el

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tocino para el día siguiente. Perodespués le pareció que en esto segastaba mucho y decidió solo asomar eltocino a la olla. La olla se daba porenterada de la presencia del tocino, ynosotros comíamos una fantasmal carnede cerdo.

Con estas cosas lo pasábamos comose puede imaginar. Don Diego y yo nosvimos tan en las últimas al cabo de unmes, que, ya que no hallábamos remediopara comer, lo buscamos para nolevantarnos por las mañanas; y así,planeamos decir que teníamos algúnmal. No nos atrevimos a decir calentura,porque no teniéndola, era fácil descubrirla mentira. Dolor de cabeza o de muelas

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era poco mal para quedarse en la cama.Dijimos, al fin, que nos dolían las tripasy que estábamos muy malos por no haberhecho nuestras necesidades en tres días,confiados en que como no iba a gastarsedos cuartos en una lavativa, no buscaríael remedio. Pero el diablo lo dispuso deotra manera, porque Cabra tenía unajeringa que había heredado de su padre,que fue boticario. Supo el mal y preparóla lavativa, y, mandando llamar a unavieja de setenta años, tía suya, que leservía de enfermera, le ordenó que nosechase una a cada uno. Empezaron pordon Diego. Le dio vergüenza al infeliz, yla vieja, en vez de echársela dentro, sela disparó por entre la espalda y la

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camisa y le llegó con ella hasta elcogote. Quedó el mozo dando gritos;vino Cabra y, viéndolo, dijo que meechasen a mí la otra, que de inmediatovolverían a don Diego. Yo me resistía,pero no me valió, porque, sujetándomeCabra con la ayuda de otros, me la echóla vieja, aunque la expulsé y le di conella en toda la cara. Cabra se enfadóconmigo y me dijo que terminaríaechándome de su casa, porque todohabía sido una bellaquería. Yo rogaba aDios que se enfadase tanto que medespidiese, mas no lo quiso mi suerte.

Nosotros nos quejábamos a donAlonso, y Cabra le hacía creer que lohacíamos por no asistir al estudio. Con

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esto nuestras súplicas no nos servían denada.

Metió a la vieja en casa como ama,para que guisase y sirviese a lospupilos, y despidió al criado porque lehalló un viernes por la mañana con unasmigajas de pan en la ropa. Lo quesufrimos con la vieja, Dios lo sabe. Eratan sorda, que no oía nada: entendía porseñas; ciega y tan gran rezadora que undía se le soltaron las cuentas del rosariosobre la olla y nos la trajo con el caldomás devoto que he comido. Unos decían:«¡Garbanzos negros! Sin duda son deEtiopía». Otros decían: «¡Garbanzos conluto! ¿Quién se les habrá muerto?». Miamo fue el primero en coger una cuenta

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y, al mascarla, se quebró un diente. Losviernes solía poner huevos con barbas,pues venían con pelos y canas de lavieja. Acostumbraba a meter la paletadel brasero en la olla en vez delcucharón y nos traía un plato de caldolleno de cenizas. Mil veces me encontréen la olla con insectos, palos e hilos. Ytodo lo metía para aumentar el caldo yque las tripas se enteraran.

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Pasando estas penalidades estuvimoshasta la Cuaresma. En ese tiempo, cayómalo un compañero. Cabra, por nogastar, no quiso llamar al médico hasta

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que ya el enfermo pedía confesión másque otra cosa. Llamó entonces a unpracticante, el cual le tomó el pulso ydijo que el hambre se le habíaanticipado en matar a aquel hombre. Ledieron la Extremaunción, y el pobre —aunque hacía ya un día que no hablaba—dijo al advertirlo:

—Señor mío Jesucristo, necesario hasido el veros entrar en esta casa paraconvencerme de que no es el infierno.

Se me quedaron grabadas estaspalabras en el corazón. Murió el pobremozo, le enterramos y quedamos todosespantados. El cruel caso llegó a oídosde don Alonso Coronel y, como no teníaotro hijo, se desengañó de los embustes

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de Cabra y comenzó a dar más crédito alas razones de dos sombras, tal era elmiserable estado en que nosencontrábamos. Vino a sacarnos delpupilaje y, teniéndonos delante, nospreguntaba por nosotros. Y tan débilesnos vio, que, sin esperar a más, comenzóa insultar al licenciado Vigilia y ordenóque nos llevaran a casa en dos sillas.Nos despedimos de los compañeros, quenos seguían con los deseos y con losojos llenos de lágrimas.

1 Pupilaje: régimen de internado en el que elestudiante quedaba bajo la tutela de un bachillero licenciado.

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2 Cerbatana: pieza de artillería en forma decanuto; aquí toma el sentido de «hueco,estrecho y largo»; Cabra era «largo» como unacerbatana, pero solo de cuerpo, no engenerosidad.

3 Bermejo: rojizo. Según la tradición, Judashabía sido pelirrojo, de ahí que el refrán «nigato ni perro de aquella color» invitase adesconfiar de quienes tenían este color depelo.

4 Archipobre y protomiseria: palabrasinventadas por Quevedo, sobre la base de losprefijos griegos archi- «el más [mayor]» yproto- «el primero».

5 Narciso: personaje mitológico que, pordespreciar el amor de la ninfa Eco, fuecastigado por Némesis. Al ir a beber a unafuente y contemplar su rostro reflejado en elagua, se enamoró de sí mismo, intentó

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abrazarse y murió ahogado.

6 Necesarias: letrinas, retretes. Es un ejemplomás de palabra con doble sentido.

7 Hidalgos: comer carne de cerdo era unademostración de no ser judío ni converso, sinocristiano viejo.

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CAPÍTULO 4

De la convalecencia y salidahacia Alcalá de Henares

para estudiar

Entramos en casa de don Alonso, y nosecharon sobre dos camas con muchocuidado, para que no se nosdesparramasen los huesos, roídos comoestaban por el hambre. Trajeron

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exploradores para que nos buscasen losojos por toda la cara, y a mí, que habíasido tratado como criado y pasado unhambre infinita, no me los hallaron enbuen rato. Trajeron médicos y ordenaronque nos limpiasen el polvo de las bocas,y que nos diesen un sustancioso caldo.¿Quién podrá contar la alegría quesintieron las tripas al recibir la primerataza de leche y la primera carne de ave?Todo les parecía novedad. Ordenaronlos doctores que, durante nueve días,nadie levantase la voz en nuestroaposento, porque, como estaban huecoslos estómagos, sonaba en ellos el eco decada palabra.

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Con estas y otras atenciones,comenzamos a recuperar el aliento. Alcabo de cuarenta días, nos poníamos depie y nos tambaleábamos, y aúnparecíamos sombras de otros hombres.Nos pasábamos todo el día dandogracias a Dios por habernos rescatadodel cautiverio del fierísimo Cabra, yrogábamos al Señor que ningún cristianocayese en sus manos crueles. Si porcasualidad, mientras comíamos, nosacordábamos alguna vez de las mesasdel malvado pupilero, nos crecía elhambre tanto, que aumentábamos elgasto aquel día. Don Alonso se reíamucho cuando le contábamos que en el

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mandamiento de No matarás metíaperdices, pollos, gallinas y todas lascosas que no quería darnos, y, porconsiguiente, el hambre, pues parecíaque tenía por pecado el matarla, y hastael herirla, según escatimaba la comida.

Al cabo de tres meses, don Alonsodecidió enviar a su hijo a Alcalá, aestudiar lo que le faltaba de laGramática. Me preguntó a mí si queríair, y yo, que no deseaba otra cosa sinosalir de allí donde se oyese el nombrede aquel malvado perseguidor deestómagos, me ofrecí para servir a suhijo. Y, además, le puso otro criadocomo mayordomo (Baranda se llamaba),para que le administrase la casa y el

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dinero. Pusimos las ropas en el carro deun tal Diego Monje, cinco colchones,ocho sábanas, ocho almohadas, cuatrotapices, un cofre con ropa blanca, y lasdemás zarandajas de casa. Nosotros nosmetimos en un coche, salimos a latardecica, una hora antes de anochecer, yllegamos a la media noche, poco más, ala siempre maldita venta de Viveros1.

El ventero era morisco y ladrón. Nosrecibió con gran alegría y, como él y losayudantes del carretero ya estabancompinchados, se arrimó al coche, medio a mí la mano para salir del estribo, yme preguntó si iba a estudiar. Yo lerespondí que sí. Me metió adentro, yestaban dos rufianes con unas

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mujerzuelas, un cura mirándolas yrezando, y un viejo mercader avarientoprocurando olvidarse de cenar,obligando a sus ojos a que se durmiesenen ayunas y diciendo entre bostezos:«Más me engorda un poco de sueño quetodos los faisanes que hay en el mundo».Dos estudiantes gorrones andabantambién por la venta con sus panzaslistas para engullir. Mi amo, pues, comoaún era muchacho y novato en la venta,dijo:

—Señor ventero, deme lo quehubiere de comer para mí y mis criados.

—Todos somos criados de V. Md. —dijeron al momento los rufianes— yestamos dispuestos a servirle. ¡Vamos,

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ventero! Este caballero os agradecerá loque hiciereis. Vaciad la despensa. Y,diciendo esto, se acercó uno, le quitó lacapa y dijo:

—Descanse V. Md., señor mío —y lapuso en un poyo.

Estaba yo orgulloso con el trato ysintiéndome el dueño de la venta. Dijouna de las mujeres:

—¡Qué buen talle de caballero! ¿Yva a estudiar? ¿Es V. Md. su criado?

Yo respondí que tanto el otro comoyo éramos criados suyos. Mepreguntaron su nombre, y en cuanto lodije, uno de los estudiantes se acercó aél medio llorando y, dándole un abrazoapretadísimo, dijo:

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—Oh, mi señor don Diego, ¿quién meiba a decir a mí, hace diez años, quehabía de ver yo a V. Md. de estamanera? ¡Desdichado de mí, que coneste aspecto no me reconocerá V. Md.!

Él se quedó asombrado, y yotambién, que juráramos los dos nohaberle visto en nuestra vida. El otroestudiante andaba mirando a don Diegoa la cara y dijo a su amigo:

—¿Es este el señor de cuyo padre medijisteis vos tantas cosas? ¡Gran suertehemos tenido en reconocerle según estáde crecido! ¡Que Dios le proteja! —yempezó a santiguarse.

¿Quién no creyera que se habíancriado con nosotros? Don Diego se

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interesó mucho, y, al preguntarle sunombre, salió el ventero y puso losmanteles y, oliendo el engaño, dijo:

—Dejen eso, que después de cenarse hablará, que se enfría.

Llegó un rufián y puso asientos paratodos y una silla para don Diego, y elotro rufián trajo un plato. Losestudiantes dijeron:

—Cene V. Md., que, mientras anosotros nos preparan lo que hubiere, leserviremos la mesa.

—¡Jesús! —dijo don Diego—;siéntense V. Mds., pues son misinvitados.

Y a esto respondieron los rufianes(aunque don Diego no se había dirigido

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a ellos):—Al instante, mi señor, aunque aún

no está todo a punto.Yo, cuando vi a los estudiantes

convidados y a los rufianes que seconvidaban, me inquieté y temí lo quesucedió. Porque los estudiantes tomaronla ensalada, que era un razonable plato,y mirando a mi amo, dijeron:

—No es cortesía que, donde se sientaun caballero tan importante, se quedenestas damas sin comer. Mande V. Md.que tomen algo.

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Él, comportándose como un galán,las convidó. Se sentaron y, entre los dosestudiantes y ellas, en cuatro bocados,no dejaron sino un cogollo, el cual secomió don Diego. Y al darle el bocado,aquel maldito estudiante le dijo:

—Un abuelo tuvo V. Md., tío de mi

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padre, que jamás comió lechugas,porque son malas para la memoria, ymás de noche.

Y, diciendo esto, escondió unpanecillo, y el otro, otro. ¿Pues lasmujeres? Ya se zampaban un pan, y elque más comía era el cura, aunque solocon los ojos. Los rufianes se sentaroncon medio cabrito asado y dos tiras detocino y un par de palomas cocidas, ydijeron:

—Pues, padre, ¿qué hace ahí?Acérquese, que mi señor don Diego nosconvida a todos. ¡Por Dios, la Iglesia hade ser la primera!

Y aún no habían acabado de decirlo,cuando ya estaba sentado.

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Cuando vio mi amo que todos se lehabían encajado, comenzó aentristecerse. Lo repartieron todo y adon Diego le dieron no sé qué huesos yalones, diciéndole que «del cabrito elhuesecito y del ave el aloncito», comodice el refrán. Con lo cual nosotroscomimos refranes y ellos aves. Lodemás se lo engulleron el cura y losotros. Decían los rufianes:

—No cene mucho, señor, que lesentará mal.

Y replicaba el maldito estudiante:—Y además, que es necesario

acostumbrarse a comer poco para lavida que os espera en Alcalá.

El otro criado y yo estábamos

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rogando a Dios que se acordasen denosotros y nos dejasen algo. Y cuandoya se lo habían comido todo, y el curarebañaba los huesos de los otros, volvióuno de los rufianes y dijo:

—¡Oh, pecador de mí! No hemosdejado nada a los criados. Vengan aquíV. Mds. ¡Ah, señor ventero!, deles todolo que hubiere; aquí tiene un doblón2.

De inmediato saltó el descomulgadopariente de mi amo (digo el estudiantón)y le dijo al rufián:

—V. Md. me perdone, señor hidalgo,pero debe de saber poco de cortesía.¿Conoce, por suerte, a mi señor primo?Él dará de comer a sus criados, y aun alos nuestros si los tuviéramos, como nos

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ha dado a nosotros.Y volviéndose a don Diego, que

estaba pasmado, dijo:—No se enfade V. Md., puesto que no

le conocía.Tantas maldiciones le eché cuando vi

el engaño, que no habría acabado nunca.Recogieron las mesas y todos dijeron

a don Diego que se acostase. Él queríapagar la cena, y le replicaron que no lohiciese, que ya tendría ocasión por lamañana.

Llegó la hora de la salida. Losrufianes hicieron la cuenta, y solo lacena sumaba treinta reales3, aunque nohabía manera de entender la suma.Decían los estudiantes:

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—No pide ni un ochavo4 de más.Y respondió uno de los rufianes:—Ciertamente, no consentiríamos

que nadie engañara a este caballerodelante de nosotros; aunque es ventero,sabe lo que ha de hacer. Déjese guiar V.Md., que está en buenas manos. Y,tosiendo, cogió el dinero, lo contó y,mirando los cuatro reales que sobrabandel dinero que sacó mi amo, dijo:

—Estos servirán para pagar laposada, que a estos pícaros con cuatroreales se les tapa la boca.

Quedamos asustados con el gasto.Los rufianes, las mujeres y el viejo sesubieron en un carro. Los estudiantes yel cura se montaron en dos borricos, y

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nosotros nos subimos en el coche; yapenas comenzó a caminar cuando unosy otros empezaron a burlarse denosotros, descubriendo el engaño. Elventero decía:

—Señor nuevo, con pocas novatadascomo esta, madurará.

El cura decía:—Sacerdote soy; allá se lo pagaré

con misas.Y el estudiante maldito voceaba:—Señor primo, otra vez rásquese

cuando le piquen y no después.Nosotros hicimos como que no les

oíamos, pero Dios sabe la vergüenzaque pasamos.

Con estas y otras cosas, llegamos a

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Alcalá; nos detuvimos en un mesón, y entodo el día, aunque llegamos a lasnueve, acabamos de contar la cenapasada, y nunca pudimos poner en claroel gasto.

1 Viveros: venta situada en el camino deMadrid a Alcalá de Henares; era famosa por lagente de mal vivir que la frecuentaba.

2 Doblón: moneda de dos escudos de oro. Elescudo valía 440 maravedís.

3 Real: moneda de plata con un valor de 34maravedís. Treinta reales era una cantidad muyelevada para lo que se ganaba en esta época.

4 Ochavo: moneda de cobre de escaso valor

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(dos maravedís).

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CAPÍTULO 5

De la entrada en Alcalá ynovatadas que le hicieron

Antes de que anocheciese, salimos delmesón hacia la casa que nos teníanalquilada, que estaba más allá de lapuerta de Santiago; era una casa de esascon patio donde suelen vivir muchosestudiantes juntos, aunque esta la

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compartíamos solo tres inquilinosdiferentes.

El dueño era de los que creen enDios por cortesía o en falso —moriscos1 los llaman en el pueblo— yme recibió con peor cara que si yo fuerael Santísimo Sacramento de laExtremaunción. No sé si lo hizo paraque le respetásemos o porque ellostienen esa condición, que no puede tenerotra quien no es de buena ley.

Soltamos nuestro hatillo, preparamoslas camas y dormimos aquella noche.

Amaneció, y al momento sepresentaron en camisón todos losestudiantes de la posada a pedir lapatente2 a mi amo. Él, que no sabía lo

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que era, me preguntó que qué querían, yyo, entre tanto, por lo que podía suceder,me escondí entre dos colchones y solotenía media cabeza fuera, que parecíauna tortuga. Pidieron dos docenas dereales; se los dieron y, viéndose contanto dinero, comenzaron un griterío deldiablo, diciendo:

—¡Viva el compañero, y seaadmitido en nuestra amistad! ¡Goce delos privilegios de los veteranos! ¡Quepueda tener sarna, andar manchado ypadecer la misma hambre que todos!

Y diciendo esto (¡mire V. Md. quéprivilegios!) volaron por la escalera, yal momento nos vestimos nosotros ytomamos el camino para las escuelas.

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A mi amo le apadrinaron unoscolegiales conocidos de su padre, yentró en su aula; pero yo, que había deentrar en otra diferente y fui solo,comencé a temblar. Entré en el patio, yapenas había metido un pie, cuando seencararon conmigo y comenzaron adecir: «¡Nuevo!». Yo, por disimular, meeché a reír, como si no pasara nada; masno bastó, porque se me acercaron ocho onueve y comenzaron a reírse. Me pusecolorado, ¡ojalá nunca lo hubierapermitido Dios!, pues, al instante, unoque estaba a mi lado se puso las manosen las narices y, apartándose, dijo:

—Este huele peor que Lázaro antesde resucitar.

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Y dicho esto, todos se apartarontapándose las narices. Yo, que penséescaparme, también me puse las manosen las narices y dije:

—V. Mds. tienen razón, que ese huelemuy mal.

Les entró mucha risa y, apartándose,se juntaron casi cien; comenzaron acarraspear y a toser, y en un abrir ycerrar de bocas, me lanzaronescupitajos. Seguidamente, unmanchegazo acatarrado quiso alardearde uno terrible, diciendo:

—¡Vean lo que hago!Yo entonces, viéndome perdido, dije:—¡Juro a Dios que ma...!Iba a decir te, pero fue tal la batería

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y la lluvia que cayó sobre mí, que nopude acabar la frase. Yo me habíacubierto el rostro con la capa, y estabablanco de pies a cabeza, pero unbellaco, viéndome la cara cubierta,arrancó hacia mí diciendo con grancólera:

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—¡Basta, no le deis con el palo! —que yo, según me trataban, creí que meiban a golpear.

Me destapé por ver qué pasaba, y, almismo tiempo, el que daba las voces meclavó un salivazo entre los dos ojos. Lagente gritaba tanto que me quedéaturdido.

Tras esto, quisieron darmepescozones, pero no había sitio en minegra capa, ya blanca por mis pecados,donde las manos no se mancharan. Medejaron y me fui para mi casa, con tantasaliva encima que parecía unaescupidera de viejo.

Entré en casa, y en buscar por dóndecoger la sotana y la capa para

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quitármelas, se pasó mucho rato. Al fin,me las quité y me eché en la cama.

Vino mi amo y, como me hallódurmiendo y no conocía la asquerosaaventura, se enfadó y comenzó a darmetirones de pelo con tanta prisa, que, condos más, despierto calvo. Me levantédando voces y quejándome, y él, conmás cólera, dijo:

—¿Pablos, es ese buen modo deservir? Esta ya es otra vida.

Yo, cuando oí decir «otra vida»,entendí que ya estaba muerto, y dije:

—Bien me anima V. Md. en misdesgracias. Vea cómo está la sotana y lacapa, que ha servido de pañuelo a lasmayores narices que se han visto jamás

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en la tierra.Y empecé a llorar. Él, viendo mi

llanto, me creyó, y, al ver la sotana, secompadeció de mí, y dijo:

—Pablos, abre el ojo y te ahorrarásenojos. Mira por ti, que aquí no tienesotro padre ni madre.

Le conté todo lo que había pasado, ymandó que me desnudaran y llevaran ami aposento, que era el mismo dondedormían cuatro criados de los dueños dela casa.

Me acosté y me dormí. Pero, cuandocomienzan las desgracias en uno, pareceque nunca se han de acabar, que andanencadenadas y unas traen a las otras.Llegaron los criados para acostarse y,

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saludándome todos, me preguntaron siestaba malo y por qué estaba en la cama.Yo les conté el caso y, de inmediato, seempezaron a santiguar, diciendo:

—¡Cuánta maldad! El rector tiene laculpa por no poner remedio. ¿Podráreconocer a los que eran?

Yo respondí que no, y les agradecí elinterés que me mostraban. Entonces, seacabaron de desnudar, se acostaron,apagaron la luz, y yo me dormí, que meparecía que estaba con mi padre y mishermanos.

Debían de ser las doce cuando unode ellos me despertó a puros gritos,diciendo:

—¡Ay, que me matan! ¡Ladrones!

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Sonaban en su cama, entre estasvoces, unos golpes de látigo. Yo levantéla cabeza y dije:

—¿Qué es eso?Y apenas la asomé, cuando me

asestaron un tremendo latigazo en todaslas espaldas. Comencé a quejarme; mequise levantar; el otro también sequejaba, pero solo me daban a mí. Yocomencé a decir:

—¡Justicia de Dios!Pero eran tantos los azotes que caían

sobre mí, que ya no me quedó otroremedio (porque me habían tirado alsuelo las mantas) sino el de metermedebajo de la cama. Así lo hice, y, alinstante, los tres que dormían empezaron

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a dar gritos también. Y como sonabanlos azotes, yo creí que quien nos pegabaa todos era algún extraño.

Mientras tanto, aquel maldito queestaba junto a mí se pasó a mi cama,defecó en ella, la cubrió y se volvió a la

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suya. Cesaron los azotes, y los cuatro selevantaron dando voces, diciendo: «Estagran bellaquería no ha de quedar así».Yo seguía debajo de la cama,quejándome como perro cogido entredos puertas, tan encogido que parecía ungalgo con calambre. Hicieron los otroscomo que cerraban la puerta, y yoentonces salí de donde estaba y me subía mi cama, preguntándoles si seencontraban heridos, porque todos sequejaban de muerte.

Me acosté, me tapé y volví adormirme; y como, entre sueños, memoví mucho de un lado para otro,cuando desperté estaba sucio hasta lastrencas3. Se levantaron todos, y yo puse

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los azotes como excusa para novestirme. No había diablos que memoviesen. Estaba confuso, pensando sipor casualidad, con el miedo, sin darmecuenta, me había hecho en la camaaquella cosa tan indigna, o si había sidoentre sueños. En definitiva, yo mehallaba inocente y culpado, y no sabíacómo disculparme.

Los compañeros se acercaron a mí,quejándose y disimulando, apreguntarme cómo estaba. Yo les dijeque muy malo, porque me habían dadomuchos azotes. Y queriendo ver siestaba herido, fueron a levantar la ropacon deseo de humillarme. En esemomento, entró mi amo diciendo:

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—¿Cómo es posible, Pablos, que aúnestés en la cama, y son las ocho?¡Levántate enhoramala!

Los criados pusieron a don Diego altanto de la burla, le contaron todo elcaso y le pidieron que me dejase dormir.Y decía uno:

—Y si V. Md. no lo cree, levantaos,amigo.

Y tiraba de la ropa. Yo la teníaagarrada con los dientes por no mostrarla caca. Y cuando ellos vieron que nohabía forma de destaparme, dijo uno:

—¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede!Don Diego dijo lo mismo, porque era

verdad, y de inmediato, tras él, todoscomenzaron a mirar si había en el

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aposento algún orinal. Decían que no sepodía estar allí. Miraron las camas, ylas quitaron para ver debajo, y dijeron:

—Sin duda debajo de la de Pabloshay algo; pasémosle a una de lasnuestras, y miremos debajo de ella.

Yo, viendo que no tenía escapatoria,fingí que me desmayaba. Entonces, entrelos cinco me levantaron, y al alzar lassábanas, fue tanta la risa de todos,viendo los recientes, no ya palominos,sino palomos grandes, que se hundía elaposento.

—¡Pobre de él! —decían losbellacos.

Y me pusieron en la cama, despuésde haberme lavado, y se fueron.

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Yo no hacía más que pensar que casiera peor lo que me había pasado enAlcalá en un día, que todo lo que mesucedió con Cabra. A mediodía mevestí, limpié la sotana lo mejor quepude, y aguardé a mi amo que, al llegar,me preguntó cómo estaba. Comierontodos los de la casa y yo también comí,aunque poco y de mala gana. Y después,cuando nos juntamos todos a charlar enel corredor, los otros criados contaronla burla. Se rieron mucho todos, y fuetanta la vergüenza que pasé, que medije: «Alerta, Pablos, alerta». Mepropuse comenzar una nueva vida, noshicimos amigos, y desde ese momentotodos los de la casa vivimos como

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hermanos, y en las escuelas y patiosnadie me molestó más.

1 Moriscos: moros bautizados quepermanecieron en España tras la Reconquista.Los cristianos viejos dudaban de la sinceridadde la conversión de los llamados cristianosnuevos o conversos.

2 Patente: tributo que los estudiantes reciénllegados debían pagar a los veteranos.

3 Hasta las trencas: literalmente, «hasta elpecho».

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CAPÍTULO 6

De las crueldades del ama ytravesuras que Pablos hizo

«Donde fueres, haz lo que vieres»dice el refrán, y dice bien. Tantopensaba en este refrán, que tomé ladecisión de ser bellaco con los bellacos,y el más bellaco de todos, si pudiese.No sé si lo conseguí, pero yo le aseguro

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a V. Md. que hice todo lo posible.Para empezar, yo impuse la pena de

muerte a todos los cochinos que secolasen en casa y a los pollos del amaque pasasen del corral a mi aposento.Sucedió que un día entraron dos puercosde los mejores que vi en mi vida. Yoestaba jugando con los otros criados, ylos oí gruñir, y dije a uno: «Vaya y veaquién gruñe en nuestra casa». Fue y dijoque dos marranos. Yo, cuando lo oí, meenfadé tanto, que salí para allá diciendoque era mucha bellaquería yatrevimiento venir a gruñir a casa ajena.Y, diciendo esto, le hundí a cada uno laespada en el pecho, y rápidamente losapuntillamos. Y, para que no se oyese el

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ruido que hacían, todos a la pardábamos grandísimos gritos como sicantáramos, y así expiraron en nuestrasmanos.

Sacamos las tripas, recogimos lasangre y, en sacos rellenos de paja, losmedio chamuscamos en el corral, desuerte que, cuando vinieron los amos, yaestaba todo hecho, aunque mal, porqueaún no estaban acabadas de hacer lasmorcillas, y nos las comimos como elcochino las traía hechas en la barriga.

Don Diego se enteró del caso y seenfadó conmigo de manera que obligó alos huéspedes (que de risa no se podíantener en pie) a salir en mi defensa. DonDiego me preguntaba que qué había de

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decir si me acusaban y me prendía laJusticia, a lo cual respondí yo quepondría como excusa el hambre, que esel refugio de los estudiantes1; y que siesto no me servía, diría que como loscochinos entraron sin llamar a la puertacomo si estuvieran en su casa, queentendí que eran nuestros. Todos serieron de las disculpas, y dijo donDiego: «Ciertamente, Pablos, vaisespabilando». Llamaba la atención ver ami amo tan formal y religioso y a mí tantravieso; él era ejemplo de virtud, y yodel vicio.

El ama no podía estar más contentaconmigo, porque los dos nos habíamosconjurado contra la despensa2. La carne

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no era nada carnal; al contrario, parecíaque hacía penitencia, porque estaba enlos huesos. Y cuando podía echar cabrau oveja, no echaba carnero, y si habíahuesos, no entraba carne magra. Hurtabalas porciones como las monedas, y asíhacía unos caldos que, de cuajarse, sehabrían podido hacer con ellos collaresde cristal. En Pascuas, por diferenciar,para que estuviese gorda la olla, solíaechar cabos de vela de sebo. Y eraverdad porque un día yo masqué unpabilo.

Ella decía, cuando yo estaba delante:—Mi amo, cierto es que no hay

servicio como el de Pablicos, si él nofuese travieso. Consérvele V. Md., que

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bien se le puede tolerar el serbellaquillo por su fidelidad; lo mejor dela plaza trae.

Yo, por corresponder, decía de ellalo mismo, y así teníamos engañada lacasa. Si se compraba aceite, carbón otocino, escondíamos la mitad, y cuandonos parecía, decíamos el ama y yo:

—Modérense Vs. Mds. en el gasto,que en verdad que, si gastan tan deprisa,no bastará ni la hacienda del Rey.

Así los tuvimos engañados,chupándoles la sangre comosanguijuelas. Yo estoy seguro de que V.Md. se asombra de la suma de dineroque hurtamos al cabo del año. Debió deser mucho, pero al ama no debía

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remorderle la conciencia, porqueconfesaba y comulgaba continuamente ynunca la vi con intenciones de devolvernada, siendo, como digo, una santa.

Traía siempre un rosario al cuello;tan grande, que era más barato llevar unhaz de leña a cuestas. De él colgabanmuchos manojos de imágenes, cruces ycuentas del rosario que hacían el ruidode un sonajero. Bendecía las ollas y, alsacar la espuma, hacía cruces con elcucharón. Yo pienso que lo haría porsacar a los espíritus, ya que carne nohabía. Decía que con todas las imágenesrezaba cada noche por sus protectores, yque sus muchos santos la protegían, y,ciertamente, debía necesitar todas estas

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ayudas para desquitarse de lo quepecaba. Tenía otras habilidades: erahechicera y alcahueta; pero sedisculpaba conmigo diciéndome que lashabía heredado de su familia.

¿Pensará V. Md. que siempre nosllevamos bien? Pues ¿quién ignora quedos amigos, como sean codiciosos, siestán juntos, intentarán engañar el uno alotro? «Si esta es miserable con su amo,también lo será conmigo», decía yo paramí. Ella debía de pensar lo mismo,porque fuimos embusteros el uno con elotro y por poco se descubre todo elengaño. Pasamos a ser enemigos comogatos y gatos, que, en asuntos dedespensa, es peor que gatos y perros.

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Yo, viendo que ya me llevaba malcon el ama y que no la podía engañar,busqué nuevas maneras de entretenermey di en lo que llaman los estudiantescorrer 3 o arrebatar. En esto mesucedieron cosas graciosísimas, porque,yendo una noche a las nueve (que andapoca gente) por la Calle Mayor, vi unaconfitería y, en ella, una canasta depasas sobre el mostrador, y de un salto,la cogí y eché a correr. El confiterosalió tras de mí, y otros criados yvecinos. Yo, como iba cargado, vi que,aunque les llevaba ventaja, me habían dealcanzar y, al volver una esquina, mesenté sobre la canasta y rápidamente melié la capa sobre la pierna y,

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cogiéndome la pierna con las manos,como si fuera un mendigo, empecé adecir:

—¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que meha pisado! ¡Virgen Santísima!

Me oyeron decir esto y se acercaron,y me preguntaron:

—¿Ha pasado por aquí un hombre,hermano?

—Ahí va adelante, que aquí me pisó,alabado sea el Señor.

Echaron a correr y se fueron. Quedésolo, me llevé la canasta a casa, conté laburla, y no quisieron creer que habíasucedido así, aunque lo celebraronmucho. Por lo cual, los invité a vermecorrer cajas la noche siguiente.

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Vinieron conmigo y, cuando ellosvieron que las cajas estaban dentro de latienda y que no las podía alcanzar con lamano, lo dieron por imposible; y máspor estar el confitero alerta, por lo quele pasó al otro de las pasas. Llegué,pues, y echando mano a mi espada, queera un estoque recio, salí corriendodesde doce pasos atrás, y entrando en latienda, dije: «¡Muera!», y tiré unaestocada por delante del confitero. Él sedejó caer pidiendo confesión, y yo di laestocada en una caja, y la atravesé y lasaqué clavada en la espada, y me fui conella. Se quedaron asombrados de ver miingenio y muertos de risa con elconfitero, que decía que le mirasen, que

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sin duda le había herido, y que era unenemigo suyo. Pero, mirando las cajasdesbaratadas que había alrededor,comprendió la burla y empezó asantiguarse sin parar. Confieso quenunca me divertí tanto.

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Decían los compañeros que yo solopodía mantener la casa con lo quecorría, que es lo mismo que hurtar, en lajerga de los estudiantes. Yo, como era

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joven y oía que me alababan el ingeniocon que salía de estas travesuras, meanimaba a hacer muchas más.

Y por no ser largo, dejo de contarcómo corría en la plaza del pueblo,pues con los cajones de los artesanos yde los plateros, y con las mesas de lasfruteras (que nunca se me olvidará lahumillación que sufrí cuando fui rey degallos) mantenía la chimenea de casatodo el año. Callo los beneficios queconseguía en los campos, viñas yhuertos de alrededor. Con estas y otrascosas, comencé a ganar fama de traviesoe ingenioso.

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1 Estudiantes: igual que los delincuentes serefugiaban en las iglesias para protegerse de lajusticia, Pablos pretende ampararse en elhambre para justificar su acción.

2 Despensa: Pablos y el ama se habían puestode acuerdo para quedarse con dinero oalimentos de la compra diaria.

3 Correr: robar algo y salir corriendo.

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CAPÍTULO 7

De la despedida de donDiego, y noticias de la

muerte de los padres dePablos

En este tiempo recibió don Diego unacarta de su padre, y con ella venía otrade un tío mío llamado Alonso Ramplón,

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hombre muy conocido en Segovia por surelación con la justicia, pues cuantasejecuciones se habían hecho allí, decuarenta años hasta hoy, han pasado porsus manos. Verdugo era, a decir verdad,pero un águila en el oficio; verletrabajar daba gana a uno de dejarseahorcar. Este, pues, me escribió unacarta a Alcalá, desde Segovia, en la quedecía:

«Hijo Pablos —que por el muchoamor que me tenía me llamaba así:

»Las grandes ocupaciones de estaplaza en que me tiene ocupado SuMajestad no me han dejado tiempo paraescribiros, que si algo malo tiene elservir al Rey es el trabajo, aunque se

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compensa con esta negra honrilla1 deser sus criados.

»Mucho me pesa daros noticias depoco gusto. Vuestro padre murió haceocho días con el mayor valor que hamuerto nadie en el mundo; lo digoporque yo fui quien lo colgó en la horca.Subió en el asno sin poner el pie en elestribo; el sayo baquero2 le quedaba queparecía haberse hecho para él. Y, comotenía aquella figura, nadie que le viesecamino de la horca, podría tomarle porcondenado. Iba con gran desenfado,mirando a las ventanas y saludando concortesía a los que dejaban sus oficiospor mirarle. Dos veces se peinó losbigotes. Mandaba descansar a los

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confesores y les alababa lo que decíande bueno.

»Llegó a la N de palo3, puso un pieen la escalera, no subió a gatas nidespacio y, viendo un escalón roto, sevolvió a la justicia y dijo que mandasearreglarlo para el siguiente condenado,que no todos tenían su ánimo. No sécómo deciros lo bien que les pareció atodos.

»Se sentó en el palo de arriba, se tiróde la ropa hacia atrás para quitarle lasarrugas, tomó la soga y se la puso en lanuez. Y viendo que el fraile teatino lequería dar un sermón, se volvió hacia ély le dijo: “Padre, yo me doy porsermoneado; rece un poco del Credo, y

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acabemos pronto, que no querría parecerpesado”.

»Así se hizo. Me pidió que le pusiesela caperuza de lado y que le limpiase lasbarbas. Yo lo hice así. Cayó sin encogerlas piernas ni hacer gesto; quedó con unagravedad que no había más que pedir. Lehice cuartos4 y le di por sepultura loscaminos. Dios sabe lo que a mí me dueleverle en ellos, sirviendo de alimento alos grajos.

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»De vuestra madre, aunque está vivatodavía, casi os puedo decir lo mismo,porque está presa en la Inquisición deToledo, por hechicera. Dicen que el día

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de la Trinidad será la protagonista en unauto5, con cuatrocientos azotes demuerte. Siento que nos deshonre a todos,y a mí principalmente, que, al fin, soyayudante del Rey, y me perjudican estosparentescos.

»Hijo, aquí ha quedado no sé quéhacienda escondida de vuestros padres;serán en total cuatrocientos ducados6.Vuestro tío soy y lo que tengo ha de serpara vos. Os podéis venir aquí, que, conlo que vos sabéis de latín y retórica,seréis único en el arte de verdugo.Respondedme pronto, y, entre tanto,Dios os guarde».

No puedo negar que sentí mucho lanueva humillación. Me fui corriendo

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para don Diego, que estaba leyendo lacarta de su padre, en la que le mandabaque se fuese y que no me llevase en sucompañía, movido por lo que había oídode mis travesuras. Me dijo que sedespedía de mí y todo lo que le mandabasu padre; que a él le pesaba dejarme —ya mí más—. Me dijo que me acomodaríacon otro caballero amigo suyo para quele sirviese. Yo, entonces, riéndome, ledije:

—Señor, ya soy otro, y otros mispensamientos; oficio más alto pretendotener, y más autoridad.

Le conté cómo había muerto mipadre, tan honradamente como el másestirado, cómo me había escrito mi

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señor tío, el verdugo, y la prisioncillade mamá, porque a él, como me conocíabien, se lo pude contar todo sinavergonzarme. Se entristeció mucho yme preguntó que qué pensaba hacer. Leconté mis determinaciones. Y así, al díasiguiente, él se fue para Segovia muytriste, y yo me quedé en la casadisimulando mi desgracia.

Quemé la carta, por si acaso seperdía y alguien la leía, y comencé apreparar mi partida para Segovia, con elfin de cobrar mi hacienda y conocer amis parientes, para huir de ellos.

1 Honrilla: es evidente la ironía de Quevedo,

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pues el oficio de verdugo, como el depregonero, tenía muy mala reputación.

2 Sayo baquero: vestido largo, cerrado pordetrás, que llevaban los condenados.

3 N de palo: la horca, en la jerga de losdelincuentes, por estar formada por dos palosverticales y uno horizontal.

4 Cuartos: Como castigo para el delincuente,algunos condenados a muerte erandescuartizados y las partes de su cuerpo eranexpuestas en los caminos.

5 Auto: los autos de fe eran ceremoniaspúblicas en las que se castigaba a loscondenados por la Inquisición por diversosdelitos contra la fe o la religión, entre ellos elde la brujería.

6 Ducados: moneda equivalente a once reales

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de plata, es decir, a 374 maravedís.

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CAPÍTULO 8

Del camino de Alcalá paraSegovia, y de lo que le

sucedió en él hasta Rejas,donde durmió aquella noche

Llegó el día de apartarme de la mejorvida que he pasado. Dios sabe lo quesentí el dejar tantos amigos y tan buenos.

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Para ponerme en camino, vendísecretamente lo poco que tenía y, conayuda de unos embustes, conseguí hastaseiscientos reales. Alquilé una mula yme fui de la posada, donde ya no teníamás que sacar que mi sombra. ¿Quiénpodría contar las penas del zapatero porlo que me había fiado, las reclamacionesdel ama por el salario, las voces deldueño de la casa por el arrendamiento?Uno decía: «¡Siempre me lo dijo elcorazón!»; otro: «¡Bien me decían a míque este era un timador!». Al fin, yo salítan querido del pueblo, que dejé con miausencia a la mitad de él llorando, y a laotra mitad riéndose de los que lloraban.

Yo me iba entreteniendo por el

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camino, pensando en estas cosas,cuando, pasado el arroyo Torote, meencontré con un hombre montado en unmulo, el cual iba hablando solo tandeprisa y ensimismado que, aun estandoa su lado, no me veía. Le saludé y mesaludó; le pregunté dónde iba, y, despuésque nos respondimos, comenzamospronto a tratar de las amenazas delturco1 y de las fuerzas del Rey.Comenzó a decir de qué manera sepodía conquistar la Tierra Santa y cómose ganaría Argel2, y con estos discursosme di cuenta de que era un loco deremate.

Proseguimos en la conversación,propia de pícaros, y vinimos a dar, de

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una cosa en otra, en Flandes3. Y he aquíque empezó a suspirar y a decir:

—Más me cuestan a mí esos estadosque al Rey, porque hace catorce añosque ando con una ocurrencia que, sicomo es imposible no lo fuera, ya sehubiera arreglado todo.

—¿Qué cosa puede ser —le dije yo— que, conviniendo tanto, sea imposibley no se pueda hacer?

—¿Quién le dice a V. Md. —dijoinmediatamente— que no se puedehacer? Hacerse puede, que serimposible es otra cosa. Y si no fueraporque no deseo apenarle, le contaría aV. Md. lo que es; pero más adelante sesabrá, porque ahora lo pienso imprimir

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con otros trabajillos, entre los cuales ledoy al Rey la solución para conquistarOstende4 por dos caminos.

Le rogué que me los dijese; y almomento, sacando de las faltriqueras ungran papel, me mostró pintado el fuertedel enemigo y el nuestro, y dijo:

—Bien ve V. Md. que la dificultad detodo está en este pedazo de mar; pues yodoy orden de chuparlo entero conesponjas y quitarlo de allí.

Di yo con este disparate una grancarcajada, y él entonces, mirándome a lacara, me dijo:

—No se lo he dicho a nadie que nohaya hecho lo mismo, porque a todos lesda mucha alegría.

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—Ciertamente, eso mismo me haocurrido a mí —le dije—, al oír cosatan nueva y tan bien fundamentada. Peroadvierta V. Md. que una vez que chupe elagua que hubiera entonces, volverápronto la mar a echar más.

—La mar no hará tal cosa, que lotengo yo eso muy estudiado —merespondió—, y no hay ni que dudarlo;además, yo tengo pensado un inventopara hundir la mar muchos metros poraquella parte.

No me atreví a replicarle por miedoa que me dijese que había inventado lamanera de tirar el cielo acá abajo. No vien mi vida mayor loco que este. Me dijotambién que él estaba ideando ahora un

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artefacto para subir toda el agua delTajo hasta Toledo de la manera másfácil. Y al preguntarle el procedimiento,me respondió que por arte de magia:¡mire V. Md. si hay otro loco igual en elmundo! Y, al fin, me dijo:

—Y no lo pienso poner en práctica siantes el Rey no me concede un título,que lo puedo tener muy bien por mihidalguía.

Con estas charlas y disparates,llegamos a Torrejón, donde se quedó,puesto que venía a ver a una parientasuya. Yo seguí adelante, muriéndome derisa de los inventos en que ocupaba eltiempo, cuando desde lejos vi una mulasuelta y un hombre junto a ella a pie,

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que, mirando un libro, hacía unas rayasque medía con un compás. Daba vueltasy saltos a un lado y a otro, y de vez encuando, poniendo un dedo encima deotro, hacía con ellos mil cosas saltando.Yo confieso que durante un gran rato(que me paré a verlo desde lejos) creíque era un brujo, y casi no me atrevía apasar. Al fin, me decidí, y sintiendo queme acercaba, cerró el libro, y al ponerel pie en el estribo, se resbaló y se cayó.Yo le levanté, y él me dijo:

—No calculé bien la distancia parahacer la circunferencia al subir.

Yo no le entendí lo que me dijo ypronto temí lo que era, porque hombremás loco no ha nacido de las mujeres.

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Me preguntó si iba a Madrid por línearecta o si iba por camino circunflejo.Yo, aunque no lo entendí, le dije quecircunflejo. Me preguntó que de quiénera la espada que llevaba conmigo. Lerespondí que era mía, y, mirándola, dijo:

—Esos gavilanes5 tendrían que sermás largos, para mayor protección enlas estocadas.

Y empezó una charla tan sin sentido,que me forzó a preguntarle qué materiaprofesaba. Me dijo que él era unverdadero maestro de esgrima y que lodemostraría en cualquier parte. Yo, entrerisas, le dije:

—Pues, en verdad, que por lo que levi hacer a V. Md. en el campo hace un

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rato, que más le tenía por brujo, viendolos círculos que hacía.

—Eso era —me dijo— que se meocurrió cómo lanzar una estocada a laaltura del círculo del pecho, de un salto,para matar sin confesión al contrario,para que no pueda decir quién se la dio,y estaba poniéndolo en términosmatemáticos.

—¿Es posible —le dije yo— quehaya matemática en eso?

—No solamente matemática —dijo—, sino teología, filosofía, música ymedicina.

—Esa última no lo dudo, pues lamedicina no es sino el arte de matar.

En estas charlas llegamos a Rejas6.

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Nos apeamos en una posada, y, alapearnos, me advirtió con grandes vocesque hiciese un ángulo obtuso con laspiernas y que, reduciéndolas a líneasparalelas, me pusiese perpendicular enel suelo. El posadero, que me vio reír yle vio, me preguntó que si aquelcaballero que hablaba de aquellamanera venía de las Indias. Pensé conesto perder el juicio. Al instante, seacercó al posadero y le dijo:

—Señor, deme dos asadores parados o tres ángulos7, que al momento selos devolveré.

—¡Jesús! —dijo el posadero—,deme V. Md. acá los ángulos, que mimujer los asará; aunque estas aves no las

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he oído nombrar.—¡Que no son aves! —dijo

volviéndose hacia mí—. Mire V. Md. loque es no saber. Deme los asadores, queno los quiero sino para practicar laesgrima; que quizá le valdrá más lo queme verá hacer hoy, que todo lo que haganado en su vida.

En fin, como los asadores estabanocupados, tuvimos que coger doscucharones. No se ha visto cosa tandigna de risa en el mundo. Daba un saltoy decía:

—Con este salto alcanzo mejor alcontrario y le gano la posición. Estegolpe había de ser cuchillada; y este,tajo.

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Apaciguamos al buen hombre y lellevamos a su aposento. Cenamos y nos

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acostamos todos los de la casa. Y a lasdos de la mañana, se levantó en camisóny empezó a andar a oscuras por lahabitación, dando saltos y diciendo enlengua matemática mil disparates. Medespertó a mí y, no contento con esto,bajó al aposento del posadero para quele diese luz, diciendo que habíadescubierto el modo de asestar unaestocada mortal. El posadero seenfureció tanto que le llamó loco. Y aloírlo, se subió y me dijo que, si mequería levantar, vería el invento quehabía ideado para luchar contra lasespadas turcas. Y decía que deinmediato se lo quería ir a enseñar alRey, por ser en beneficio de los

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católicos.En esto, amaneció, nos vestimos

todos y pagamos la posada.

1 Turco: las amenazas del imperio turco contraEuropa fueron constantes en los siglos XVI yXVII, por lo que se convirtieron en tema deconversación habitual.

2 Argel: ciudad portuaria del norte de África,que en el siglo XVI era base de la pirateríacontra los barcos españoles.

3 Flandes: región de Bélgica que, en estaépoca pertenecía a la corona española.

4 Ostende: ciudad marítima de Flandes, quefue cercada durante tres años por las tropasespañolas y finalmente conquistada en 1604.

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5 Gavilanes: hierros en forma de cruz quesalen de la empuñadura de la espada y sirvenpara proteger las manos y la cabeza de losgolpes del contrario.

6 Rejas: lugar próximo a Madrid.

7 Ángulos: en la esgrima, los que forman elbrazo con la espada o con el cuerpo.

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CAPÍTULO 9

De lo que le sucedió hastallegar a Madrid, con un

poeta

Yo tomé mi camino para Madrid, y élse despidió de mí porque iba para otrositio. Caminé más de una legua sincruzarme con nadie. Iba yo pensando enlas muchas dificultades que tenía para

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presentarme como un hombre honrado yvirtuoso, pues, primero, era necesarioocultar la poca honra de mis padres y,luego, tener tanta que no mereconociesen. Y estaba tan orgulloso deestos pensamientos honrados, que yo melos agradecía a mí mismo. Decía asolas: «Más se me debe a mí, que no hetenido de quien aprender la virtud, ni aquien parecerme en ella, que al que lahereda de sus antepasados».

En estos razonamientos estaba,cuando me encontré con un clérigo muyviejo, que iba en una mula camino deMadrid. Comenzamos a hablar, y deinmediato me preguntó que de dóndevenía. Yo le dije que de Alcalá.

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—Maldiga Dios —dijo él— tan malagente como hay en ese pueblo, puesentre todos no existe un solo hombreinteligente.

Le pregunté que cómo o por qué sepodía decir eso de un lugar dondeacudían tantos hombres sabios. Y él,muy enojado, dijo:

—¿Sabios? Yo le diré a V. Md. losabios que son; que hace más de catorceaños que en Majadahonda, donde hesido sacristán, escribo los cantarcillosal Corpus y a la Navidad, y nunca melos han premiado; y porque vea V. Md.la torpeza, se los he de leer, que yo séque se alegrará.

Y, dicho y hecho, desenvainó una

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retahíla de coplas pestilentes; y por laprimera, que comenzaba así, seconocerán las demás:

Pastores, ¿no es lindo chiste,que es hoy el señor San Corpus

Christe?

—Mire —me dijo— qué misteriosencierra esa palabra pastores: ¡me costómás de un mes de estudio!

Yo no pude contener la risa, que aborbotones se me salía por los ojos y lasnarices, y, dando una gran carcajada,dije:

—¡Copla admirable! Pero observoque dice V. Md. señor San Corpus

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Christe. Y Corpus Christi no es unsanto, sino el día de la institución delSacramento.

—¿Ah, sí? —me respondió, haciendoburla—; pues yo le encontraré en elcalendario, y me apuesto la cabeza a queeste santo está canonizado.

No pude porfiar, muerto de risa dever su enorme ignorancia. Al contrario,le dije que yo estaba seguro de que suscoplas eran dignas de cualquier premioy que no había oído en mi vida una cosatan graciosa.

—¿No? —dijo al instante—; puesoiga V. Md. un pedacito de un librilloque tengo hecho a las once mil vírgenes,adonde a cada una he compuesto

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cincuenta octavas1, cosa rica.Yo, por excusarme de oír tanto millón

de octavas, le supliqué que no merecitase poemas religiosos. Y entonces,me comenzó a recitar una comedia quetenía más jornadas2 que el camino deJerusalén. Me decía: «La hice en dosdías, y este es el borrador». Y tendríamás de tres mil hojas. El título era Elarca de Noé. Se hacía toda entre gallosy ratones, burros, zorras, lobos yjabalíes, como si fueran fábulas deEsopo. Yo le alabé la idea, a lo cual merespondió:

—Mía es, y no se ha hecho cosa igualen el mundo, ni más original; y, si yoconsigo hacerla representar, será cosa

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famosa.—¿Cómo se podrá representar —le

dije yo—, si han de entrar los animalesmismos, y ellos no hablan?

—Esa es la dificultad. Pero yo tengopensado hacerla toda de papagayos,tordos y urracas, que son animales quehablan, y meter las monas en elentremés.

—Ciertamente, es una idea genial.—Cosas más geniales he hecho yo —

dijo— por una mujer a quien amo. Y veaaquí novecientos un sonetos y doceredondillas hechos a las piernas de midama.

Yo le pregunté que si se las habíavisto él; y me dijo que no había hecho

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tal cosa por ser sacristán, pero que selas imaginaba.

Yo confieso la verdad: que, aunqueme divertía oírle, tuve miedo a tantosversos malos y así comencé a cambiarde conversación. Le decía que veíaliebres, y él saltaba: «Pues empezarépor un poema donde la comparo a eseanimal»; y empezaba al momento. Y yo,por distraerle, decía: «¿No ve V. Md.aquella estrella que se ve de día?». A locual, dijo: «En cuanto acabe este, le diréel soneto treinta, donde la llamo estrella;que no parece sino que V. Md. conocelas intenciones de mis versos».

Me desanimé tanto al ver que nopodía nombrar cosa a la que él no le

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hubiese hecho algún disparatado poema,que, cuando vi que llegábamos aMadrid, no cabía en mí de contento,creyendo que por vergüenza callaría;pero fue al revés, porque, por demostrarque era poeta, alzó la voz apenasentramos por la calle. Yo le supliquéque se callase, advirtiéndole que, si losniños olían poeta, no quedaría tronchoque no se viniese por sus pies trasnosotros, por estar declarados locos enuna ordenanza que había salido contraellos. Nos fuimos a una posada, dondeél solía hospedarse, y hallamos a lapuerta más de doce ciegos. Unos leconocieron por el olor, y otros por lavoz. Le dieron una ruidosa bienvenida;

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él los abrazó a todos, y de inmediatoempezaron a pedirle oraciones en versotan grave y sonoro, que provocase lalimosna. Y por aquí discurrió,recibiendo ocho reales de señal de cadaciego. Los despidió, y me dijo:

—Más de trescientos reales he deganar con los ciegos, y por eso, conlicencia de V. Md., me recogeré ahora unrato para hacer algunas oraciones y,después de comer, oiremos esaordenanza contra los poetas.

¡Oh vida miserable! Pues ninguna loes más que la de los locos que ganan susustento con otros locos.

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1 Octavas: estrofas de ocho versos; el«librillo» supera, pues, los cuatro millones deversos.

2 Jornadas: en el doble sentido de «actos deuna obra teatral» y «días de viaje».

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CAPÍTULO 10

De lo que hizo en Madrid, ylo que le sucedió hasta

llegar a Cercedilla, dondedurmió

Se retiró un rato a componer falsasoraciones para los ciegos. Entre tanto,se hizo hora de comer. Comimos, y al

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momento me pidió que le leyese laordenanza. Yo la saqué y empecé por eltítulo, que decía así: «Ordenanza contralos malos poetas». Al oírlo, le dio alsacristán la mayor risa del mundo y dijo:

—¡Haberlo dicho antes! Por Dios,que creía que iba contra mí, y es solocontra los malos poetas.

Me hizo a mí mucha gracia oírledecir esto, como si él no lo fuera. Laordenanza seguía: «Atendiendo a queesta clase de sabandijas que llamanpoetas son hermanos nuestros ycristianos, aunque malos; viendo quedurante todo el año se dedican a adorarlas cejas, los dientes y las ropas de laamada, ordenamos que en Semana Santa

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queden recogidos en sus casas igual quelas malas mujeres, y que asistan alsermón y besen el crucifijo en señal dearrepentimiento». Con estas y otrascosas que leí, el sacristanejo pensó queera sátira contra él y empezó a decir quehabía comido con Espinel, que habíaestado tan cerca de Lope de Vega comolo estaba de mí, que tenía en su casa unretrato del divino Figueroa y que habíacomprado los calzones que dejó Padillacuando se metió a fraile, y que hoy lostraía puestos. Los enseñó, y les dio atodos tanta risa, que no querían salir dela posada.

Ya eran las dos cuando salimos deMadrid. Yo me despedí de él y comencé

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a caminar. Quiso Dios que meencontrase con un soldado que llevabaencima toda su hacienda: el cuello en elsombrero, los calzones y el camisón enla espada, la espada al hombro, loszapatos en la faltriquera, y lasalpargatas, las medias, los frascos depólvora y los papeles en el cinturón.Pronto nos pusimos a charlar. Mepreguntó si venía de la Corte. Dije quehabía estado en ella de paso.

—No está para más tiempo —dijo alinstante—, que es lugar para gente ruin.Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en unsitio con la nieve hasta la cintura,comiendo madera, que sufriendo losatropellos que se hacen contra los

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hombres de bien. Pues, en llegando a eselugarcito del diablo, nos mandan a lasopa1 y al coche de los pobres en SanFelipe, donde cada día, en corrillos, sehace Consejo de Estado con discusionesy peleas.

Yo le respondí que advirtiese que enla Corte había de todo, y que estimabanmucho a cualquier hombre de bien.

—¿Qué van a estimar? —dijo muyenojado—, si he estado yo ahí seismeses pretendiendo el puesto de capitán,tras veinte años de servicios y haberperdido mi sangre en servicio del Rey,como lo dicen estas heridas.

Y me enseñó dos cicatrices, y dijoque eran de balas; y yo saqué por otras

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dos mías que tengo, que habían sidosabañones. Se quitó el sombrero y memostró el rostro: tenía tantos puntos ylíneas, que parecía un mapa.

—Estas cuchilladas me dieron —dijo— defendiendo París, en servicio deDios y del Rey; y no he recibido sinobuenas palabras. Lea estos papeles —me dijo—; verá que no ha salido deninguna batalla, ¡voto a Cristo!, ¡viveDios!, nadie tan señalado2.

Y decía la verdad, porque lo estabade puros golpes. Comenzó a sacar y aenseñarme papeles, que debían de ser deotro por quien se hacía pasar. Yo los leíy dije mil cosas en su alabanza y que niel Cid había hecho lo que él.

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—Pregunte V. Md. en Flandes —medijo— por la hazaña del Mellado, yverá lo que le dicen.

—¿Es V. Md., acaso? —le dije yo.Y él respondió:—¿Pues qué otro puede ser? ¿No me

ve la mella que tengo en los dientes?Pero no hablemos de esto, que no estábien que el hombre se alabe a sí mismo.

Yendo en estas conversaciones,alcanzamos a un ermitaño, que iba en unborrico, con una barba tan larga, quearrastraba por el suelo. Lo saludamoscon el Deo gracias acostumbrado, yempezó a alabar los trigos y, en ellos, lamisericordia del Señor.

A poco, llegamos a la falda del

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puerto, el ermitaño rezando el rosariocon uno de enormes bolas de madera, yel soldado comparando las peñas conlos castillos que había visto, y mirandoen qué lugar se habría de colocar laartillería. Yo los iba mirando; y tantotemía el rosario del ermitaño, con susenormes cuentas, como las mentiras delsoldado.

Entretenidos con estas cosas,llegamos a Cercedilla. Ya era de nochecuando entramos en la posada los tresjuntos; mandamos preparar la cena —era viernes— y, entre tanto, el ermitañodijo:

—Entretengámonos un rato, que laociosidad es madre de los vicios;

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juguemos avemarías 3.

Y dejó caer de la manga la baraja decartas. Yo me reí mucho al ver aquellodespués de ver el rosario. El soldadodijo:

—No, juguemos en serio hasta cienreales que yo traigo.

Yo, codicioso, dije que jugaría otrostantos; y el ermitaño aceptó y dijo queallí llevaba el dinero de los fieles, quealcanzaba los doscientos reales.

Empezó la partida, y lo bueno fue quedijo que no conocía el juego e hizo quese lo enseñásemos. El bendito ermitañonos dejó ganar dos manos y a la terceranos la dio tal, que no dejó blanca en lamesa. Nos heredó en vida. El soldado

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echaba doce maldiciones en cada lance.Yo me comí las uñas, y el fraile ocupabalas suyas en rapiñar mis monedas.Invocaba a todos los santos; en cambio,nuestras cartas eran como el Mesías, quenunca venían y las esperábamossiempre.

Acabó de pelarnos. Quisimos jugarapostando prendas, pero él, trashaberme ganado seiscientos reales, queera lo que llevaba, y al soldado los cien,dijo que aquello era entretenimiento yque no jugaríamos más «No juren» —decía—, «que yo, porque me heencomendado a Dios, he ganado». Y,como nosotros no sabíamos su habilidaden hacer trampas, lo creímos.

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Él se reía a todo esto y volvió asacar el rosario para rezar. Yo, queestaba ya sin blanca, le pedí que meinvitase a cenar y que pagase la posadapor los dos, pues nos había dejadoarruinados. Prometió hacerlo. Se comiósesenta huevos; ¡no había visto cosaigual en mi vida! Dijo que se iba aacostar.

Dormimos todos en una sala con otragente que estaba allí, porque losaposentos estaban reservados paraotros. Yo me acosté con mucha tristeza,y estuve desvelado pensando cómoquitarle el dinero. El soldado hablabaentre sueños de los cien reales, como sino estuvieran perdidos sin remedio.

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Llegó la hora de levantarnos. Elermitaño, receloso, se quedó en la cama,diciendo que se encontraba mal. Pagópor nosotros, y salimos del pueblo,enfadados de ver que no le habíamospodido quitar el dinero.

Cuando vimos los muros de Segovia,a mí se me alegraron los ojos, a pesar

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del mal recuerdo de los sucesos deCabra. Llegué al pueblo, dejé lacompañía del soldado y me acerqué amucha gente a preguntar por AlonsoRamplón, pero nadie me daba razón demi tío, diciendo que no le conocían. Mealegré mucho de ver tantos hombres debien en mi pueblo, cuando, estando enesto, oí el canto del pregonero y losazotes de mi tío. Venía una procesión dehombres desnudos, todosdescaperuzados, delante de mi tío, y él,con un azote en la mano, tocando unpasacalles en las costillas públicas decinco laúdes4, solo que tenían sogas envez de cuerdas. Yo, que estaba viendoesto con un hombre a quien le había

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dicho, al preguntarle por él, que era youn gran caballero, veo a mi buen tío que,poniendo los ojos en mí —por pasarcerca—, se lanza a abrazarme,llamándome sobrino. Pensé morirme devergüenza, y no volví para despedirmede aquel con quien estaba. Me fui con mitío, y me dijo:

—En este caballo podrás venirte,mientras cumplo con esta gente; que yavamos de vuelta, y hoy comerásconmigo.

Yo, que me vi a caballo y que enaquella procesión parecería otroazotado más, dije que le aguardaría allí.Y así, me aparté tan avergonzado, que sino hubiera dependido de mi tío la

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cobranza de mi hacienda, no le habríahablado más en mi vida ni aparecido enel pueblo.

Acabó de repasarles las espaldas,volvió y me llevó a su casa, donde meapeé y comimos.

1 Sopa: la sopa boba era la comida que se dabaa los mendigos en los conventos. Las gradas deSan Felipe —en la actual Puerta del Sol— eranlugar de reuniones y de habladurías. El soldadose queja de que se les trate en la Corte como amendigos.

2 Señalado: en el doble sentido de«destacado» y «lleno de heridas».

3 Avemarías: con las cuentas del rosario, sin

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apostar dinero.

4 Laúdes: se refiere a los cinco reos quereciben los azotes, cuyos gemidos suenancomo las cuerdas del laúd.

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CAPÍTULO 11

Del hospedaje de su tío, yvisitas, la cobranza de su

hacienda y vuelta a la Corte

Tenía mi buen tío su alojamiento juntoal matadero, en casa de un aguador.Entramos en ella, y me dijo: «Mi casano es un palacio, pero yo os aseguro,sobrino, que es muy apropiada para mis

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negocios». Subimos por una escalera,tan parecida a la de la horca, que soloesperaba llegar arriba para ver si mesucedía algo.

Entramos en un aposento tan bajo,que andábamos por él como quienrecibe bendiciones, con las cabezasbajas. Colgó el azote en un clavo, queestaba con otros de los que colgabancordeles, lazos, cuchillos y otrasherramientas de su oficio. Me dijo quepor qué no me quitaba la capa y mesentaba; yo le dije que no lo tenía porcostumbre. Dios sabe cuán avergonzadoestaba yo de ver el oficio tan infame demi tío, el cual me dijo que había tenidosuerte en encontrarlo en tan buena

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ocasión, porque comería bien, ya quetenía convidados a unos amigos.

En esto, entró por la puerta, con unaropa morada, larga hasta los pies, unode los que piden para las ánimas; y,haciendo sonar la cajita, dijo: «Tantoprovecho he sacado yo de las ánimashoy, como tú de los azotados:¡chócala!». Se saludaron los dos y elmalvado animero se arremangó la ropa,y empezó a bailar y a preguntar que sihabía llegado Clemente. Dijo mi tío queno, cuando, en ese mismo momento,reliado en un trapo y con unos zuecos,entró un chirimía de la bellota1, quierodecir, un porquero. Le conocí por el(hablando con perdón) cuerno que traía

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en la mano.Nos saludó a su manera, y tras él

entró un corchete2 mulato, zurdo y bizco,con espada y sombrero de alas másgrandes que un monte y más copa que unnogal. Traía la cara de punto, porque latenía toda hilvanada de cicatrices. Entróy se sentó, saludando a los de casa; y ami tío le dijo:

—Alonso, buen dinero han pagado elRomo y el Garroso.

Saltó el de las ánimas y dijo:—Cuatro ducados pagué yo a

Flechilla, el verdugo de Ocaña, para queacelerase el paso del burro y para queno me golpease con el azote de tressuelas3.

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—¡Vive Dios! —dijo el corchete—,que de nada me sirvió lo que le pagué yoa Juanazo en Murcia, porque iba elborrico más lento que un pato y elbellaco me asentó tales azotes, quequedaron mis espaldas como ronchas.

—De eso puedo presumir yo —dijomi buen tío— entre cuantos manejan elazote, que, al que se pone en mis manos,hago lo que debo. Sesenta ducados medieron los de hoy y recibieron unosazotes de amigo.

Yo, al ver qué honrada era la genteque hablaba con mi tío, confieso que mepuse colorado, de suerte que no pudedisimular la vergüenza. Me lo notó elcorchete, y preguntó:

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—¿Es este el clérigo a quien el otrodía acariciaron las espaldas con elazote?

Yo respondí que no era hombre quepadecía como ellos. Entonces, selevantó mi tío y dijo:

—Es mi sobrino, maestro en Alcalá,un hombre ilustre.

Me pidieron perdón y me halagarontodo lo que pudieron. Yo rabiaba ya porcomer y por cobrar mi hacienda y huirde mi tío. Pusieron la mesa y se sentarona comer, presidiendo el de las ánimas.Dijo mi tío: «¡La Iglesia en el mejorlugar! Siéntese, padre» y echó labendición, y, como estaba acostumbradoa santiguar espaldas, sus bendiciones

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parecían más amagos de azotes que decruces. Y los demás nos sentamos sinorden. No quiero decir lo que comimos;solo, que no había cosa que no invitara abeber más. El corchete se sorbió tresjarros de tinto. El porquero brindabaconmigo y se los bebía antes de que yopudiera corresponderle. No había aguaen la mesa, y menos aún deseos de ella.

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Trajeron caldo, y el de las ánimascogió con las dos manos una escudilla,mientras decía: «Dios bendijo lalimpieza»; y alzándola para bebérsela,quiso llevársela a la boca, pero se lapuso en el carrillo y, como la volcó, sequemó con el caldo y se puso todo dearriba abajo que daba vergüenza.Cuando él se vio así, se fue a levantar,pero como la cabeza le daba vueltas,quiso apoyarse sobre la mesa, que erade estas que se mueven; la tiró y manchóa los demás; y tras esto decía que elporquero le había empujado. Elporquero, que vio que el otro se le caíaencima, se levantó y, alzando el cuerno,

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le dio con él una trompetada. Seagarraron y pelearon; el de las ánimas letenía dado un mordisco en un carrillo y,con los revolcones, el porquero vomitóen las barbas del otro todo lo que habíacomido. Mi tío, que estaba más en sujuicio, decía que quién había traído a sucasa tantos clérigos. Yo, que los vicompletamente borrachos, puse paz en lapelea, separé a los dos y levanté delsuelo al corchete, que estaba llorandocon gran tristeza. Eché a mi tío en lacama, el cual hizo reverencia a uncandelero de palo que tenía, pensandoque era otro invitado. Le quité el cuernoal porquero, que lo quería tocar cuandoya dormían los otros, y no había manera

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de hacerle callar, diciendo que le diesensu cuerno, porque no había habido jamásquien supiese tocar más canciones conél. En definitiva, que yo no me aparté deellos hasta que vi que dormían.

Salí de casa, me entretuve toda latarde en ver mi tierra, pasé por la casade Cabra, tuve conocimiento de que yahabía muerto y no me preocupé enpreguntar de qué, sabiendo que hayhambre en el mundo.

Volví a casa al anochecer, habiendopasado cuatro horas, y hallé a unodespierto que andaba a gatas por elaposento buscando la puerta y diciendoque se les había perdido la casa. Lelevanté y dejé dormir a los demás hasta

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las once de la noche, que despertaron.Uno por uno los despaché a todos lomejor que pude; acosté a mi tío, que aúnseguía con la borrachera, y yo me echésobre mis vestidos y algunas ropas delos que Dios tenga en la Gloria4, queestaban por allí.

De esta manera pasamos la noche.Por la mañana mi tío se despertódiciendo que estaba molido y que nosabía de qué. El aposento parecía unataberna de vinos devueltos. Al fin,conseguí que me diera noticia de mihacienda, aunque no de toda, y así me ladio de unos trescientos ducados que mibuen padre había ganado gracias a susmanos.

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Por no cansar a V. Md., concluyodiciéndole que cobré y me embolsé midinero, el que mi tío no se había bebidoni gastado, que fue mucho para ser unhombre tan poco honrado, porque élpensaba que era suficiente paragraduarme y que, estudiando, podría sercardenal porque, como estaba en sumano hacerlos, no le parecía que fueradifícil. Cuando vio que lo tenía, me dijo:«Hijo Pablos, tendrás mucha culpa si noprosperas y eres bueno, pues tienes aquién parecerte. Dinero llevas; yo no tehe de fallar, que todo lo que soy y lo quetengo, lo quiero para ti». Le agradecímucho su ofrecimiento. Dedicamos eldía a devolver las visitas al porquer o,

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al corchete y al de las ánimas.Vino la noche; nos acostamos, y,

antes de que él despertase, yo melevanté y me fui a una posada, sin queme sintiese; cerré la puerta por fuera yle eché la llave por una gatera. En elaposento le dejé una carta cerrada en laque le explicaba las causas de mi huida,advirtiéndole que no me buscase, porquenunca más lo había de ver.

1 Bellota: la chirimía es un instrumentomusical. Quevedo lo llama así porque losporqueros tocaban el cuerno para llamar a losanimales que comen bellotas, los cerdos.

2 Corchete: ayudante de la justicia encargado

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de llevar a los presos a la cárcel.

3 De tres suelas: los condenados sobornaban alos verdugos para que aplicaran el castigo conbenevolencia y no los azotaran fuerte.

4 Gloria: se refiere a los ahorcados. Losverdugos tenían derecho a quedarse con susropas.

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CAPÍTULO 12

De su huida, y lo que lesucedió hasta llegar a la

Corte

Aquella mañana partía del mesónhacia la Corte un arriero. Llevaba unasno; me lo alquiló, y salí a la puerta aesperarle. Salió y empecé mi camino.Iba diciendo para mí: «Ahí te quedes,

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bellaco, deshonrabuenos, jinete degaznates1».

Lo que más me consolaba era pensarque iba a la Corte, adonde nadie meconocía, y que allí tendría que valermede mi astucia. Me propuse cambiar, encuanto llegara, los hábitos de estudiantepor vestidos nuevos y cortos, como seusan en la Corte. Pero volvamos a lascosas de mi tío, ofendido con la carta,que decía así:

«Señor Alonso Ramplón:»Tras haberme concedido Dios la

gracia de quitarme de delante a mi buenpadre y de tener a mi madre en Toledo,donde, por lo menos, sé que hará humo2,no me queda sino ver que hacen con V.

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Md. lo que V. Md. hace con los demás.Yo pretendo ser único entre los de milinaje; porque dos es imposible, si esque no caigo en sus manos y me hacecuartos, como hace con otros. Nopregunte por mí ni me nombre, porquenegaré que tenemos la misma sangre.Sirva al Rey, y adiós».

Bien se puede imaginar los insultosque echaría contra mí. Pero volvamos ami camino. Yo iba en el asno de laMancha como un caballero, deseando notoparme con nadie, cuando a lo lejos vivenir a buen paso a un hidalgo, con sucapa puesta, la espada ceñida, lascalzas3 atadas y las botas, el cuelloabierto y el sombrero de lado. Sospeché

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que era algún caballero que dejaba atrássu coche; y así, al emparejarnos, lesaludé. Me miró y me dijo:

—Señor licenciado, V. Md. irá en eseborrico mucho más descansado que yocon todo mi aparato.

Yo, que entendí que lo decía por elcoche y los criados que dejaba atrás,dije:

—Es cierto, señor, que es másagradable caminar en borrico que encoche, porque, aunque V. Md. vendrá enel que trae detrás, aquellos vuelcos queda no permiten el descanso.

—¿Qué coche detrás? —dijo él muyalborotado.

Y al volverse para atrás, se le

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cayeron las calzas, porque se le rompióla única agujeta que las sujetaba, y alverme muerto de risa, me pidió unaprestada. Yo, que vi que le faltaba granparte de la camisa, y que se le veíamedio culo, le dije:

—Por Dios, señor, si V. Md. noaguarda a sus criados, yo no puedosocorrerle, porque también las traigoatadas con una sola agujeta.

—Si V. Md. se burla de mí —dijo él,con las calzas en la mano—, siga sucamino, porque no entiendo eso de loscriados.

Y en media legua que anduvimos, meconfesó que era pobre, y que si no ledejaba subir en el borrico un rato, no

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podría seguir adelante por ir cansado decaminar con las calzas en los puños; y,movido a compasión, me apeé y, comoél no podía soltar las calzas, tuve yo quesubirle. Y me sorprendió lo quedescubrí en el tocamiento, porque, porla parte de atrás de las calzas, quecubría la capa, no había otro forro quesus mismísimas nalgas. Él, que sintió loque le había visto, como hombrediscreto, se justificó diciendo:

—Señor licenciado, no es oro todolo que reluce. Debió creer V. Md.,viendo mi figura, que yo era un conde deIrlos4. ¡Cuántos hombres hay en elmundo que aparentan lo que no son! Sepuede ver en mí todo lo que tengo

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porque no cubro nada. En mí ve V. Md. aun hidalgo hecho y derecho, de sangrenoble, que tiene que pedir el pan y lacarne, y no puede ser hijo de algo el queno tiene nada. ¿De qué me valen mistítulos si, hallándome en ayunas un día,no me quisieron dar en un bodegón dostajadas? He vendido hasta mi sepultura,por no tener sobre qué caer muerto, quela hacienda de mi padre ToribioRodríguez Vallejo Gómez de Ampuero,que todos estos nombres tenía, se perdióen una fianza. Solo el don me haquedado por vender, y soy tandesgraciado que no hallo a nadie connecesidad de él, pues quien no lo tienepor delante lo tiene por detrás, como el

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remendón, azadón, pendón, blandón,bordón y otros así.

Confieso que, aunque iban mezcladascon risa, las calamidades del dichohidalgo me enternecieron. Le preguntécómo se llamaba y adónde iba y a qué.Dijo que tenía todos los nombres de supadre: don Toribio Rodríguez VallejoGómez de Ampuero y Jordán. No se viojamás nombre tan campanudo, porqueacababa en dan y empezaba en doncomo sonido de badajo de campana.Tras esto dijo que iba a la Corte, porqueun noble arruinado, como él, en unpueblo pequeño, era despreciado a losdos días y no se podía mantener, y poreso iba a la patria común, adonde caben

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todos y adonde hay mesas libres paraestómagos aventureros5.

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—Y nunca, cuando entro en ella, mefaltan cien reales en la bolsa, cama,comida y disfrute de lo prohibido,porque el ingenio en la Corte es lapiedra filosofal, que convierte en orotodo lo que toca.

Yo vi el cielo abierto y, paraentretenimiento del camino, le rogué queme contase cómo y con quiénes y de quémanera viven en la Corte los que notenían nada, como él.

—De esos hay muchos —dijo—. Loprimero que ha de saber es que en laCorte se encuentran siempre el másnecio y el más sabio, el más rico y elmás pobre, y los extremos de todas las

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cosas; que disimula los malos y escondelos buenos, y que en ella hay gentescomo yo, que no se les conoce su origen.Es nuestra abogada la astucia. Somossusto de los banquetes, polilla de losbodegones, cáncer de las ollas yconvidados por fuerza. Si nos comemosun puerro, aparentamos haber comido uncapón. Si alguien viniera a visitarnos anuestras casas, hallaría nuestrosaposentos llenos de huesos de carnero yde aves, de mondaduras de frutas, lapuerta llena de plumas y despojos deconejos; todo esto lo cogemos de nochepor el pueblo para presumir dealimentos durante el día. Decimos:«Perdone V. Md., que han comido aquí

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unos amigos, y estos criados, etc.».Quien no nos conoce cree que es así, ypasa por convite.

¿Pues qué diré del modo de comer encasas ajenas? En cuanto hablamos conalguien, averiguamos dónde vive, vamosa verle, y siempre a la hora de mascar,sabiendo que está a la mesa. Decimosque lo apreciamos mucho, etc. Si nospreguntan si hemos comido, si ellos nohan empezado, decimos que no. Si nosconvidan, aceptamos de inmediato, nosea que perdamos la ocasión y nosquedemos en ayunas. Si han empezado,decimos que sí; y, aunque parta muy bienel ave, el pan o la carne el que fuere,para poder engullir un bocado, decimos:

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«Ahora deje V. Md. que le sirva yo, quemi señor, que Dios le tenga en el cielo(y nombramos un señor muerto, duque oconde), se alegraba más de verme a mípartir los alimentos, que de comer».Diciendo esto, cogemos el cuchillo ypartimos bocaditos, y al cabo decimos:«¡Oh, qué bien huele! Cierto queofendería a la cocinera si no lo probara.¡Qué buena mano tiene!». Y dicho yhecho, probando y probando noszampamos medio plato: el nabo por sernabo, el tocino por ser tocino, y todo porlo que es. Cuando esto nos falta, yatenemos asegurada la sopa de algúnconvento. No la tomamos en público,sino a escondidas, haciendo creer a los

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frailes que lo hacemos más pordevoción que por necesidad.

Es admirable ver a uno de nosotrosen una casa de juego, con el cuidado quesirve y está pendiente de las velas, traeorinales, cómo baraja los naipes ycelebra las cosas del que gana, todo porun triste real de propina.

Remendamos la ropa vieja y, comotenemos por enemigo declarado al sol,por cuanto nos descubre los remiendos,puntadas y trapos, nos ponemos por lamañana a su luz, con las piernasabiertas, y en la sombra del suelo vemoslas que hacen los andrajos e hilachas delas entrepiernas. Es digno de ver cómoquitamos alguna tela de la parte de atrás

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para cubrir lo de adelante; y, como latrasera se queda al aire —bien lo sabela capa—, evitamos los días de vientosubir por escaleras o montar a caballo.

¿Pues qué contar del modo con quede noche nos apartamos de las luces,para que no se nos vean las ropillaspeladas?; que no hay más pelo en ellasque en una piedra, porque Dios haquerido dárnoslo en la barba yquitárnoslo de la capa. Pero, por nogastar en barberos, esperamos a que otrode los nuestros tenga también pelambrey entonces nos la quitamos el uno alotro, cumpliendo lo que dice elEvangelio: «Ayudaos como buenoshermanos».

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Estamos obligados a andar a caballouna vez cada mes, aunque sea en pollinopor las calles públicas6; y obligados a iren coche una vez en el año, aunque seaen la trasera. Pero, si alguna vez vamosdentro del coche, es de considerar quesiempre es en el estribo, con todo elpescuezo por fuera, haciendo cortesías,para que nos vean todos, y hablando alos amigos y conocidos, aunque miren aotra parte.

¿Qué diré del mentir? Jamás se hallaverdad en nuestra boca. Encajamosduques y condes en las conversaciones,unos por amigos, otros por parientes; yadvertimos que los tales señores, o estánmuertos o muy lejos.

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Y lo que más es de notar es quenunca nos enamoramos sino por purointerés, que nuestra orden nos prohíbe elgalanteo con damas melindrosas, porlindas que sean. Y así, siempre andamoscortejando: a la bodegonera, por lacomida; a la posadera, por la posada. Yaunque, comiendo tan poco y bebiendotan mal, no se puede cumplir con tantas,todas están contentas con su ración.

Quien vea estas botas mías, ¿cómo vaa pensar que mis piernas andandesnudas, sin media, ni otra cosa? Yquien vea este cuello, ¿por qué ha depensar que no tengo camisa? Pues todoesto le puede faltar a un caballero, señorlicenciado, pero cuello abierto y

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almidonado, no. Primero, porque es eladorno más elegante de la persona; ydespués, porque, chupando el almidón,cualquiera puede cenar.

Y al fin, señor licenciado, uncaballero de nosotros ha de tener másfaltas7 que una preñada de nueve meses,y así vive en la Corte; y lo mismo se veen la prosperidad y con dineros, que enel asilo. Pero, en fin, se vive, y el que sesabe bandear es rey con poco que tenga.

Tanto me gustaron las extrañasmaneras de vivir del hidalgo y tanto medistrajeron, que llegué a pie hasta LasRozas, adonde nos quedamos aquellanoche. Cenó conmigo el hidalgo y, enpago de sus consejos, le invité, porque

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estaba sin blanca. Yo le confesé misdeseos de entrar en su cofradía, y él seofreció para introducirme en la Cortecon los demás cofrades del estafón, yalojarme en la posada en compañía detodos. Lo acepté, pero no le dije quetenía los escudos que llevaba, sino cienreales solo, los cuales bastaron paraafirmar nuestra amistad.

Le compré tres agujetas, se lascolocó, dormimos aquella noche,madrugamos y dimos con nuestroscuerpos en Madrid.

1 Gaznates: los verdugos solían montarsesobre los hombros de los ahorcados para

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acelerar la muerte.

2 Humo: será condenada a morir en la hoguera.

3 Calza: prenda antigua que cubría las piernas ymuslos, y se unía a la cintura con unas cintasllamadas agujetas.

4 Irlos: el conde Dirlos, noble rico de la cortede Carlomagno, es un personaje delRomancero.

5 Aventureros: Gorrones.

6 Públicas: aunque sea para dar el paseo comocondenado.

7 Faltas: con el doble significado de«carencias, necesidades» y «ausencia demenstruación».

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CAPÍTULO 13

De lo que le sucedió en laCorte cuando llegó

Entramos en la Corte a las diez de lamañana y nos fuimos hacia la casa delos amigos de don Toribio. Llegó a lapuerta y llamó. Le abrió una viejezuelamuy pobremente abrigada, el rostrocomo cáscara de nuez, cargada de

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espaldas y de años. Preguntó por losamigos, y ella respondió, con undesagradable chillido, que habían salidoa buscarse la vida. Estuvimos soloshasta que dieron las doce, pasando eltiempo él en animarme a la profesión dela vida barata, y yo en enterarme detodo.

A las doce y media, entró por lapuerta un espantajo vestido de luto hastalos pies. Hablaron los dos en su jerga, yacabaron dándome un abrazo. Hablamosun rato y, viendo que no se quitaba lacapa, le pregunté la causa de estarsiempre envuelto en ella, a lo cualrespondió:

—Hijo, tengo en la espalda un

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agujero, acompañado de un remiendo delanilla y de tal mancha de aceite, que sicaminarais por mis ropas, nuncasaldríais de la Mancha. Este pedazo decapa lo disimula todo.

Se quitó la capa, y noté que debajode la sotana tenía un gran bulto. Yopensé que eran las calzas, pero cuandose arremangó, vi que eran dos rodajasde cartón que traía atadas a la cintura yencajadas en los muslos. Tampoco traíacamisas ni calzones; iba casi desnudo.

—Yo —dijo mi buen amigo— vengodel camino con las calzas enfermas y,por eso, tengo necesidad de recogermepara remendarlas.

Preguntó si había algunos retazos,

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porque la vieja recogía trapos por lascalles dos días a la semana, para sanarjubones incurables y otras ropillasenfermas de los caballeros. Ella dijoque no y que por falta de harapos conque remendar sus calzones llevabaquince días en la cama don LorenzoÍñiguez del Pedroso.

En esto estábamos, cuando entró unoque traía, debajo de la capa, la ropilla1

delantera de paño oscuro, y la trasera delienzo blanco, con el fondo amarillentopor el sudor. No me pude contener larisa, y él, afectado, dijo:

—Cuando se acostumbre, ya no sereirá.

Y, al momento, sacó más de veinte

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cartas, diciendo que no las había podidoentregar. Él mismo las escribía. Ponía lafirma de quien le parecía, escribíanoticias que inventaba a las personasmás nobles y se las daba cobrándoleslos portes. Y esto lo hacía todos losmeses.

Entraron luego otros dos, uno con sucapa de paño y una ropilla de lo mismo,larga hasta los calzones, con el cuellolevantado para que no se viese queestaba roto. Este venía dando voces conel otro, que por no tener capa, vestíacomo si fuera soldado, y, por no tenermás de una calza, traía una muleta conuna pierna liada en trapajos y pellejos.

—La mitad me debéis —dijo el de la

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ropilla—, y si no me la dais, ¡juro aDios...!

—No jure a Dios —dijo el otro—que, estando en la casa, no soy cojo, yos daré con esta muleta mil palos.

Y, diciendo esto, arremetió el unocontra el otro, se agarraron y, a losprimeros estirones, se quedaron con lospedazos de los vestidos en las manos.

Al llegar la noche, nos acostamos endos camas, tan juntos que parecíamosherramienta en estuche. La cena se pasóde claro en claro. Casi nadie sedesnudó, porque, con acostarse comoandaban de día, cumplieron con elprecepto de dormir en cueros.

Quiso Dios que amaneciera, y nos

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preparamos todos para el trabajo. Yaestaba yo tan a gusto con ellos como sitodos fuéramos hermanos (que estafacilidad y dulzura se halla siempre enlas cosas malas). Había que ver a unoponerse la camisa remendada doceveces y dividida en doce trapos. A otrose le perdía una pierna en los callejonesde las calzas y la venía a encontrarasomada adonde menos convenía. Otropedía un guía para ponerse el jubón y nolo lograba en media hora.

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Acabado esto, todos empuñaronaguja e hilo para hacer sus remiendoscon los materiales que la vieja les dabay, cuando acabó la hora del remedio(que así la llamaban ellos), fueronmirándose unos a otros lo que lesquedaba mal remendado. Decidieron

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salir a la calle, y yo dije que antesdiseñasen mi vestido, porque queríagastar los cien reales en uno y quitarmela sotana2.

—Eso no —dijeron ellos—. Quedeel dinero en nuestro depósito, yvistámosle de lo que tenemos enreserva. Luego señalémosle el distritoadonde él solo se busque la vida.

Me pareció bien. Deposité el dineroy, en un instante, de la sotanilla mehicieron una ropilla de paño negro, y medejaron la capa más corta. El paño quesobró lo cambiaron por un sombreroviejo reteñido. Me quitaron los calzonesy en su lugar me pusieron unas calzasabiertas solo por delante, que por los

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lados y la trasera eran unas gamuzas.Las medias calzas de seda no eran nimedias, porque no llegaban a la rodilla,y los cuatro dedos que faltaban loscubría una bota ajustada sobre la mediacolorada que yo traía. El cuello eracomo el que usan los caballeros: estabatodo abierto, mas de puro roto. Me lopusieron y me dijeron:

—El cuello está deteriorado pordetrás y por los lados. Cuando alguienmire a V. Md., ha de ir volviéndose conél, como el girasol con el sol; si fuerandos y lo miraran por los lados, échesehacia atrás; y para los de atrás, traigasiempre el sombrero caído sobre elcogote, de suerte que el ala cubra el

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cuello y descubra toda la frente. Y alque le pregunte que por qué anda así,respóndale que porque puede andar conla cara descubierta por todo el mundo.

Para que me buscara la vida, measignaron el barrio de San Luis3; y así,empecé mi jornada, saliendo de casacon los otros, aunque por ser nuevo medieron para empezar la estafa, como aprimerizo, por padrino a quien me trajo.

Salimos de casa con paso lento, losrosarios en la mano; tomamos el caminohacia mi barrio. Saludábamos a todos:ante los hombres, nos quitábamos elsombrero (aunque lo que deseábamosera quitarles sus capas); a las mujereshacíamos reverencias, porque se alegran

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con ellas. Andábamos haciendo culebrade una acera a otra para no topar concasas de acreedores. Ya le pedía uno elalquiler de la casa, otro el de la espaday otro el de las sábanas y camisas, demanera que eché de ver que eracaballero de alquiler, como mula. Luegocada uno se fue a sus aventuras.

Fue a eso del mediodía cuando lleguéa la esquina de la calle de San Luis,adonde vivía un pastelero. El olorcilloque salía del horno, me dio en lasnarices, y al instante me quedé como elperro perdiguero cuando huele la presa.Con tanto ahínco miré un pastel de ochomaravedís que asomaba, que el pastel sequedó tan seco como si le hubieran

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echado un mal de ojo. Había que ver lascosas que se me ocurrieron pararobarlo, pero tomé la determinación depagarlo al día siguiente.

Tanta hambre tenía, que decidímeterme en un bodegón de los que estánpor allí. Ya le había echado el ojo a uno,cuando quiso Dios que me encontraracon el licenciado Flechilla, amigo mío,que venía por la calle abajo con la capallena de barro y tantos flecos queparecía un pulpo graduado. Al verme, sevino para mí. Yo le abracé. Me preguntócómo estaba; le respondí de inmediato:

—¡Ah, señor licenciado, cuántascosas tengo que contarle! Solo lamentoque he de partir esta noche y no habrá

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lugar.—También lo lamento yo —replicó

—, y, si no fuera porque es tarde, y llevoprisa, me detendría más, porque meaguardan para comer una hermanacasada y su marido.

—¿Que aquí está mi señora Ana?Aunque lo deje todo, vamos, que quierocumplir con mi obligación.

Cuando oí que no había comido, medispuse a sacar provecho. Me fui con ély empecé a contarle que yo sabía dóndevivía una mujercilla a la que él habíaquerido mucho en Alcalá, y que le podíafacilitar la entrada en su casa. Hablarlede las cosas del placer fue lo mejor quese me pudo ocurrir, pues conversando

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sobre ellas llegamos a su casa.Entramos. Yo me puse a la enteradisposición de su cuñado y de suhermana, y ellos, creyendo, por la horaque era, que yo venía invitado,comenzaron a decir que, de haber sabidoque iban a recibir a un huésped tanimportante, que hubieran tenido algopreparado. Yo aproveché la ocasión yme invité, diciendo que yo era un viejoamigo de la casa, y que me sentiríaofendido si me trataran con cumplidos.

Se sentaron y me senté. Y, para que elotro lo llevase mejor, que ni me habíainvitado ni se le había pasado por laimaginación, de vez en cuando le atizabayo con la mozuela, diciendo que me

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había preguntado por él y que le tenía enel alma y otras mentiras así; con lo cualllevaba mejor el verme engullir todoslos entremeses. Vino la olla, y en dosbocados me la comí casi toda, conmucha prisa, porque me parecía que nientre los dientes la tenía bien segura.Dios es testigo de la rapidez con que yodespaché la comida. Ellos bien quenotaron mis feroces tragos de caldo y elmodo de agotar la escudilla, lapersecución de los huesos y el destrozode la carne. Y, para decir toda la verdad,entre burla y juego, me llené lafaltriquera de mendrugos.

Recogieron la mesa, y el licenciado yyo nos apartamos para hablar de la

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manera como iría a la casa de lamozuela. Yo se lo puse muy fácil. Yestando hablando con él junto a unaventana, hice como que me llamaban dela calle y dije:

—¿A mí, señor? Ya bajo.Le pedí permiso, diciendo que al

momento volvía. Me apliqué el refrán de«el pan comido y alzada la mesa, lacompañía deshecha», porque aún hoy mesigue esperando.

Me fui por las calles de Dios, lleguéa la puerta de Guadalajara4 y me sentéen un banco de los que los mercaderesponen a sus puertas. Quiso Dios que seacercaran a la tienda dos damas de lasque llevan media cara tapada y van

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acompañadas de su vieja y supajecillo5. Preguntaron si habíaterciopelo del mejor y yo, que no iba aperder nada, les ofrecí que cogieran loque quisieran. Se negaron, diciendo queellas no tomaban nada de quien noconocían. Entonces les rogué quetuvieran la merced de aceptar unas telasque me habían traído de Milán, que a lanoche les llevaría mi paje (y señaléhacia uno que estaba enfr ente esperandoa su amo, que había entrado en otratienda). Y para que me tuviesen porhombre honrado y conocido, ibaquitándome el sombrero ante todos loscaballeros que pasaban. Ellas secegaron con esto y con unos cien

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escudos de oro que saqué con elpretexto de darle una limosna a un pobreque me la pidió.

Solicitaron permiso para marcharse,porque ya era tarde, y me advirtieronque el paje debía ir a su casa en secreto.Yo le pedí a una de ellas, la más bonita,un rosario de oro que llevaba, en prendade las telas que recibirían al díasiguiente. Se negaron. Yo les ofrecí enprenda los cien escudos, y me dijerondónde vivían con la intención deestafarme. Se fiaron de mí y mepreguntaron dónde vivía. Yo las llevépor la calle Mayor y, al entrar por la deCarretas, escogí la casa que me pareciómás grande y mejor; tenía un coche sin

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caballos a la puerta; les dije que eraaquella y que allí estaba el coche y eldueño para servirlas. Me llamé donÁlvaro de Córdoba y entré por la puertadelante de sus ojos.

Llegó la noche oscura, y todosregresamos a casa. Entré y hallé alsoldado de los trapos en la pierna conun cirio que le dieron para acompañar aun difunto, y se vino con él. Se llamabaMagazo, era natural de Olías6 y habíasido capitán en una comedia ycombatido contra moros en una danza. Alos de Flandes decía que había estado enla China, y a los de la China en Flandes.Y como del mar no sabía nada, porquede naval no tenía sino el comer nabos,

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dijo, contando la victoria del señor donJuan en Lepanto, que aquel Lepanto fueun moro muy bravo, porque elpobrecillo no sabía que era el nombrede un mar. Pasábamos con él ratos muydivertidos.

Entró luego mi compañero donToribio, con las narices rotas y toda lacabeza vendada, lleno de sangre y muysucio. Le preguntamos la causa, y dijoque había ido a la sopa de San Jerónimoy que pidió doble ración, diciendo queera para llevársela a unas personashonradas y pobres. Se lo quitaron de lode los otros mendigos para dárselo, yellos, con el enojo, lo siguieron y vieronque, en un rincón detrás de la puerta,

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estaba tomándosela. Se levantaronvoces; y tras ellas, palos; y tras lospalos, chichones y más chichones en supobre cabeza. Le embistieron con losjarros, y el daño de las narices se lohizo uno con una escudilla de maderaque se la dio a oler con más prisa de laque convenía. Le quitaron la espada,salió a las voces el portero delconvento, y no había forma de ponerlosen paz. En fin, se vio en tanto peligro elpobre hermano, que decía: «¡Yodevolveré lo que he comido!»; pero nisiquiera eso fue suficiente.

Entró Merlo Díaz con el cinturónlleno de jarras que, pidiendo de beberen los tornos de las monjas, las había

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hurtado sin temor a Dios. Más ingeniosofue lo de don Lorenzo del Pedroso, elcual entró con una capa muy buena, quehabía cambiado por la suya en una mesade juegos. Este se quitaba la capahaciendo como que quería jugar, y laponía con las otras, y al momento, comono queriendo participar, iba por su capa,cogía la que mejor le parecía y se iba.

Mas nada de esto se puede compararcon lo de don Cosme, que se habíahecho curandero y se dedicaba a venderoraciones que había aprendido de unavieja. Iba rodeado de muchachos concáncer y lepra, heridos y mancos.Ganaba por todos, porque si el quevenía a curarse no traía dinero o algunos

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capones, no le atendía. Hacía que lagente creyera todo lo que él decía,porque no ha nacido otro hombre tanmentiroso; tanto, que ni por descuidodecía algo verdadero.

Todas estas ingeniosas maneras dehurtar conocí en un mes. Volvamos ahoraa lo mío. Les enseñé el rosario y lesconté mi negocio con las damas.Celebraron mucho mi ingenio, y la viejalo cogió para venderlo. Esta se iba porlas casas diciendo que era de unadoncella pobre y que se deshacía de élpara comer. Para cada cosa teníapreparado un embuste. Lloraba, dabasuspiros de pena y a todos llamabahijos. La vieja gobernaba la casa,

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aconsejaba y encubría.Y así, quiso el diablo que, un día que

la vieja fue a una casa a vender no séqué ropa y otras cosillas, alguienreconoció no sé qué prenda suya. Trajoa un alguacil y prendieron a mi vieja,que se llamaba la madre Labruscas7. Almomento lo confesó todo y contó cómovivíamos todos y que éramos caballerosde rapiña. El alguacil la dejó en lacárcel, y vino a la casa, y halló en ella atodos mis compañeros, y a mí con ellos.Traía media docena de corchetes, y diocon todo el colegio buscón en la cárcel.

1 Ropilla: especie de chaleco corto que se

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ponía encima del jubón, una camisa ceñidadesde los hombros hasta la cintura.

2 Sotana: Pablos viste aún la ropa de losclérigos y los estudiantes: sotana y capalarga.Pero pretende vestir como los hombresde la Corte, con ropa corta y negra.

3 San Luis: zona cercana a la Puerta del Sol,donde abundaban los pícaros.

4 Guadalajara: la puerta de Guadalajara estabasituada sobre la actual calle Mayor de Madrid.

5 Pajecillo: las damas son dos prostitutasacompañadas de alcahueta y mensajero.

6 Olías: pueblo de Toledo traído a colaciónpara hacer un chiste sobre el mal olor delsoldado. Por otro lado, Magazo es nombrederivado de «mago»: el que hace ver lo que noes.

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7 Labruscas: la labrusca es un tipo de uva, porlo que el nombre remarca la afición de la viejaa beber.

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CAPÍTULO 14

En que trata los sucesos dela cárcel

Al entrar, nos pusieron a cada uno dospares de grilletes y nos echaron en uncalabozo. Yo, aprovechándome deldinero que traía conmigo, saqué undoblón y le dije al carcelero:

—Señor, óigame V. Md. en secreto.

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Y para que lo hiciese, le mostré lamoneda. Al verla, me apartó.

—Suplico a V. Md. —le dije— quese apiade de un hombre de bien.

Le busqué las manos, y, como suspalmas estaban acostumbradas a cogersemejantes dátiles, las cerró con eldoblón, y disimulando, me dejó fuera, ya los demás los echaron en el calabozo.

Llegada la noche, yo fui a dormir a lasala de los nobles. Me dieron micamilla. Y, al rato, se apagó la luz. Eradigno de ver a los que no tenían camallegar y coger por los pies al acostado, ysacarlo arrastrando hasta el centro de lasala y encajarse en la cama, y a aquelcoger a otro para acomodarse.

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Estaba el servicio a mi cabecera.Mis narices me suplicaron que les dijeraque mudasen el orinal a otra parte. Yempezamos a discutir. Yo me adelanté yle metí a uno con el cinturón en la cara.Él, por levantarse deprisa, lo derramó, yal ruido comenzó la batalla. Noslanzábamos correazos a oscuras; y eratanto el mal olor, que tuvieron quelevantarse todos.

Arreciaron los gritos. El alcaide1,sospechando que se le escapabanalgunos vasallos, subió corriendo,armado, con toda su cuadrilla. Abrió lasala, alumbró y se informó de lo queocurría: todos me echaron la culpa. Yome disculpaba diciendo que en toda la

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noche me habían dejado cerrar los ojos.El carcelero, creyendo que yo le daríaotro doblón por no caer en el calabozo,aprovechó la ocasión y me mandó bajarallá. Decidí que era mejor obedecerantes que pellizcar el talego más de loque lo estaba. Fui llevado abajo, y allíme recibieron los amigos con voces yalegría.

Dormí aquella noche algodesabrigado. Amaneció y salimos delcalabozo. Nos vimos las caras, y loprimero que nos pidieron fue el dineropara la limpieza2, como si en una nochelo hubiera yo ensuciado todo, so pena delatigazo fino. Yo di inmediatamente seisreales; mis compañeros no tenían qué

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dar, y por eso, quedaron emplazadospara la noche.

Había en el calabozo un mozo tuerto,alto, con bigotes, mala cara, cargado deespaldas y de azotes en ellas. Lellamaban el Jayán3. Este era amigo deotro que llamaban Robledo, alias elTrepado, al que faltaban las orejas ytenía la cara llena de cuchilladas. Aestos se arrimaban otros cuatro hombres,fieros como leones en escudos de armas.

Todos estos, furiosos al ver que miscompañeros no contribuían, ordenaronaplicarles por la noche la culebra decáñamo.

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Vino la noche. Nos empujaron hastael último rincón de la casa. Apagaron laluz. Yo me escondí de inmediato debajode una tarima. Empezaron a silbar dosde ellos, y otro a dar latigazos. Losbuenos caballeros, que notaron elpeligro, se apretaron todos en unresquicio de la tarima. Estaban comoliendres en cabellos o chinches en unacama. Sonaban los golpes en la tabla;ellos callaban. Los bellacos, al ver queno se quejaban, dejaron de dar azotes yempezaron a tirar ladrillos, piedras ycascotes que tenían recogidos. Y allí fueella, porque uno alcanzó el cogote dedon Toribio y le hizo un chichón de dosdedos. Comenzó a gritar que le mataban.

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Los bellacos, para que no se oyesen susaullidos, cantaban todos juntos y hacíanruido con los grilletes. Él, poresconderse, se agarró a los otros parameterse debajo. Y así acabaron su vidalas ropillas. Menudeaban tanto laspiedras y cascotes, que el dicho donToribio, viéndose cerca de morir comoSan Esteban, sin ser él un santo, dijo quele dejasen salir, que él pagaríainmediatamente y daría sus vestidos enprendas. Se lo consintieron y,descalabrado y como pudo, se levantó ypasó a mi lado.

Los otros, por pronto que acordaronhacer lo mismo, ya tenían las chollascon más chichones que pelos.

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Ofrecieron en prendas sus vestidos,considerando que era mejor quedarse enla cama por estar desnudos antes quepor heridos. Y así, aquella noche losdejaron, y a la mañana siguiente lespidieron que se desnudasen, y seencontraron con que todos sus vestidosjuntos no alcanzaban ni para hacer lamecha de un candil.

Se quedaron en la cama envueltos enuna manta, la cual tenía unos piojos tancaninos, que pensaron que aquellamañana serían almorzados por ellos.

Yo me salí del calabozo, diciéndolesque me perdonasen si no les hacíamucha compañía, porque me importabano hacérsela. Volví a repasarle las

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manos al carcelero con tres escudos y,sabiendo quién era el escribano de lacausa, le mandé llamar con un mozo.Vino, le hice pasar a un aposento y leempecé a contar (después de habertratado de la causa) que yo tenía no sécuánto dinero. Le supliqué que me loguardase y que, en lo que estuviese en sumano, favoreciese la causa de unhidalgo desgraciado que, por engaño,había incurrido en tal delito.

—Fíese V. Md. de mí —dijo,después de haber cogido el dinero—, ycrea que le sacaré en paz y a salvo.

Se fue con esto y se volvió desde lapuerta a pedirme algo para el buenDiego García, el alguacil, que importaba

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taparle la boca con alguna moneda deplata, y me apuntó no sé qué del relator,como ayuda para que no leyese toda lacausa.

Me di por enterado y añadí otroscincuenta reales. Y en pago me dijo dosremedios para el catarro que tenía de lafrialdad del calabozo; y finalmente medijo, al verme con los grilletes:

—Ahórrese de pesadumbre, que conocho reales que dé al alcaide, lealiviará; que esta es gente que no hace elbien si no es por interés.

Me hizo gracia la advertencia. Al fin,él se fue. Yo di al carcelero un escudo, yél me quitó los grilletes.

El alcaide llamó al escribano y este,

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sobornado con el dinero, lo hizo tanbien, que sacaron a la vieja delante detodos montada en un asno, con unmúsico de culpas4 delante. El pregoneroiba cantando: «¡A esta mujer, porladrona!». Y el verdugo le llevaba elcompás azotándole las costillas, segúnlo que le habían recetado los señores dela Justicia. Tras la vieja iban todos miscompañeros, en asnos de aguadores, sinsombreros y las caras descubiertas. Lossacaban a la vergüenza pública y cadauno, de puro roto, llevaba su vergüenzafuera.

Los desterraron por seis años. Yosalí en libertad bajo fianza, por labondad del escribano. Y el relator

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también me favoreció, porque leyó lacausa en voz baja y ronca, ocultóalgunos hechos y se comió frasesenteras.

1 Alcaide: gobernador de la cárcel. En la EdadMedia era el gobernador de un castillo, de ahíla identificación de los presos con los«vasallos».

2 Limpieza: el dinero que los presos novatosdebían pagar a los veteranos.

3 Jayán: gigante, y en germanía, rufiánrespetado por todos los demás.

4 Músico de culpas: irónicamente, elpregonero que iba «cantando» los delitos de loscondenados.

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CAPÍTULO 15

De cómo tomó posada, y ladesgracia que le sucedió en

ella

Salí de la cárcel. Me encontré solo ysin los amigos. Decidí ir a una posada,donde hallé a una moza rubia y blanca,alegre, a veces entremetida y a vecesentresacada y salida. Ceceaba1 un poco.

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Tenía miedo a los ratones. Estabaorgullosa de sus manos y, porenseñarlas, siempre partía la comida enla mesa, o hacía que bostezaba, adrede,sin tener gana, por llevarlas a la boca; y,si se jugaba a algún juego, era siempreel de pizpirigaña2, por ser cosa demostrar las manos. Al fin, toda la casatenía ya tan manoseada, que hasta susmismos padres se enfadaban con ella.

Me alquilaron la casa con otros dosmoradores: un portugués y un catalán,que me dieron muy buena acogida.

A mí no me pareció mal la moza parael deleite, además de la comodidad detenerla en casa, así que puse mis ojos enella. A las dueñas de la casa les contaba

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cuentos que yo tenía estudiados paraentretenerlas; les dije que sabíaencantamientos y que era nigromante3,que podía hacer que pareciese que sehundía la casa y que se incendiaba, yotras cosas que ellas se tragaron. Megané el agradecimiento de todos, perono el amor, porque, como no estaba tanbien vestido como requería la ocasión,no hacían de mí el caso que yo deseaba.

Decidí hacerme pasar por un rico quedisimulaba serlo, y así envié a mi casa aunos amigos para buscarme cuando yono estaba en ella. Entró uno, el primero,preguntando por el señor don Ramiro deGuzmán, que así había dicho yo que mellamaba (porque los amigos me habían

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dicho que no costaba nada mudarse denombre y que era útil). Al fin, preguntópor don Ramiro, «un hombre denegocios rico, que hoy ha firmado trescontratos con el Rey». Las dueñas lerespondieron que allí no vivía sino undon Ramiro de Guzmán, más roto querico, pequeño de cuerpo, feo de cara ypobre.

—Ese es el que yo busco —replicó—, y tiene una renta mayor de dos milducados.

Les contó otros embustes, sequedaron llenas de asombro, y él lesmostró una cédula falsa de nueve milescudos que venía a cobrarme. Se ladejó para que me la diesen, y se fue.

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La niña y la madre creyeron que yoera rico y pronto pensaron en mí comomarido. Cuando entré, me dieron lacédula, diciendo:

—Dineros y amor mal se encubren,señor don Ramiro. ¿Cómo nos puedeocultar V. Md. quién es, con el amor quenos tiene?

Yo hice como que me habíadisgustado por el hecho de que ledejaran la cédula y me retiré a miaposento. Era de ver cómo, porquecreían que yo tenía dinero, me decíanque todo me estaba bien, celebraban mispalabras, no había gracia como la mía.Yo, que las vi tan embobadas, le confesémi amor a la muchacha, y ella me oyó

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contentísima, diciéndome mil elogios.Una noche, para confirmarlas más en

mi riqueza, me encerré en mi aposento,que estaba separado del suyo solo porun tabique muy delgado, y, sacandocincuenta escudos, estuve contándolosen la mesa tantas veces, que oyeroncontar seis mil escudos. Viéndome contanto dinero al contado, se desvelabanpor halagarme y servirme.

La moza me hablaba y respondía amis cartas. Yo las empezaba como escostumbre: «Este atrevimiento, su muchahermosura de V. Md...»; le decía lo de«me abraso», me ofrecía a ser suesclavo, firmaba con un corazón y unaflecha... Al fin, llegamos a tutearnos, y

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yo, para alimentar más el crédito de minobleza, salí de casa y alquilé una mulay, cubriéndome con la capa y mudandola voz, volví a la posada y pregunté pormí mismo, diciendo si vivía allí sumerced el señor don Ramiro de Guzmán,señor de Valcerrado y Vellorete. «Aquívive —respondió la niña— un caballerode ese nombre, pequeño de cuerpo». Y,por las señas, dije yo que era él, y lesupliqué que le dijese que Diego deSolórzana, su mayordomo,aprovechando que pasaba a cobrar lasrentas, había venido a besarle lasmanos. Con esto me fui, y volví a casa alcabo de un rato.

Me recibieron con la mayor alegría

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del mundo, diciendo que por qué leshabía ocultado que era señor deValcerrado y Villorete. Me dieron elrecado. Con esto, la muchacha perdiócompletamente el juicio, codiciosa demarido tan rico, y me propuso que fuesea hablar con ella a la una de la noche,por un corredor que daba a un tejadodonde estaba la ventana de su aposento.

Yo estaba deseoso de gozar laocasión y, al llegar la noche, me mandael diablo pasar desde el corredor altejado, se me van los pies y doy talgolpe en el tejado de un vecinoescribano, que rompí todas las tejas y seme quedaron estampadas en lascostillas. Al ruido, despertó media casa,

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y pensando que eran ladrones (porquelos escribanos siempre están pensandoen ellos), subieron al tejado. Yo, que viesto, me quise esconder detrás de unachimenea, y fue aumentar la sospecha,porque el escribano y dos criados y unhermano me molieron a palos y meataron a la vista de mi dama, sin quesirvieran mis explicaciones. Mas ella sereía mucho, porque, como yo le habíadicho que sabía hacer burlas yencantamientos, pensó que había caídopor hacer gracia y practicar lanigromancia y no hacía sino decirme quesubiese, que bastaba ya. Con esto, y conlos palos y puñetazos que me dieron,daba aullidos; y lo bueno era que ella

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pensaba que todo era una broma y noparaba de reír.

De inmediato, el escribano comenzóa escribir los hechos y, porque mesonaron unas llaves en la faltriquera,dijo y escribió que eran ganzúas y,aunque vio que eran llaves, no huboforma de que lo fuesen. Le dije que eradon Ramiro de Guzmán, y se rió mucho.Yo, triste, que me había visto moler apalos delante de mi dama y me vi llevarpreso sin razón y con el mal nombre deladrón, no sabía qué hacer. Me hincabade rodillas, y ni por esas se compadecíael escribano.

Todo esto pasaba en el tejado.Dieron orden de bajarme abajo, y lo

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hicieron por una ventana que daba a unasala que servía de cocina.

No cerré los ojos en toda la noche,considerando mi desgracia, que no fuecaer en el tejado sino en las manos delescribano. Mil veces me quise desatar,pero enseguida me sentía y se levantabapara mirarme los nudos. Madrugó alamanecer y se vistió cuando aún no sehabía levantado nadie en toda la casa.Agarró la correa y volvió a repasarmelas costillas, reprendiéndome el malvicio de hurtar, que él conocía bien.

En esto estábamos, él dándome y yocasi decidido a darle a él dineros,cuando forzados por los ruegos de miquerida, que me había visto caer y

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apalear, desengañada de que no eraencanto sino desdicha, entraron elportugués y el catalán; y en cuanto vio elescribano que me hablaban,desenvainando la pluma, los quisoincluir, por cómplices, en el proceso.

El portugués se enfadó y le contestócon malas palabras, diciendo que él eraun caballero «fidalgo de casa du Rey» yque yo era un «home muito fidalgo» yque era bellaquería tenerme atado.Comenzó a desatarme y, al instante, elescribano clamó: «¡Resistencia!»; y doscriados suyos empezaron a pedir ayuda.Los dos, al fin, me desataron, y viendoel escribano que no había quien leayudase, dijo:

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—¡Voto a Dios que esto no se puedehacer conmigo y que, si Vs. Mds. nofueran quienes son, les podría costarcaro! Manden contentar a estos testigosy adviertan que les sirvo sin interés.

Yo comprendí inmediatamente lo quequería decir. Saqué ocho reales y se losdi, y aun estuve por devolverle los palosque me había dado; pero, por noconfesar que los había recibido, lo dejéy me fui con ellos, dándoles las graciaspor mi libertad y rescate.

Entré en casa con la cara magulladapor los puñetazos y las espaldas algotristes por los varapalos. El catalán sereía mucho y le decía a la niña que secasase conmigo, para darle la vuelta al

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refrán, y que no fuese tras cornudoapaleado, sino tras apaleado cornudo.

Yo, que me sentí ofendido, y queademás advertí que se estaban oliendolo de mi riqueza, comencé a tramarcómo salir de la casa y sacar mi ropa; y,para no pagar comida, ni cama niposada, porque la deuda montaba yaalgunos reales, acordé con un tallicenciado Brandalagas, natural deHornillos, y con otros dos amigos suyos,que viniesen una noche a prenderme.Llegó la noche señalada y le hicieronsaber a la dueña que venían de parte delSanto Oficio y que debían guardar elsecreto. Temblaron todas, por lo de misjuegos de nigromancia con ellas. Al

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sacarme a mí callaron; pero, al ver quesacaban mi ropa, pidieron el embargopara cobrarse la deuda, y ellosrespondieron que eran bienes de laInquisición4. Con esto no chistó almaterrena.

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1 Ceceaba: el hablar suave con un poco dececeo se consideró rasgo atractivo en lasmujeres.

2 Pizpirigaña: juego infantil en el que uno delos participantes pellizca las manos a losdemás.

3 Nigromante: el que practica la magia negra odiabólica.

4 Inquisición: El Tribunal del Santo Oficio dela Inquisición fue una institución judicialencargada de procesar y ejecutar a las personascondenadas por herejes (principalmente, judíosconversos y protestantes.) Existió en Españadesde 1478 hasta 1843.

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CAPÍTULO 16

De cómo buscó casamiento,y las desgracias que le

sucedieron

Deseoso de pescar mujer, decidímudar de hábito y ponerme calzaslujosas y vestidos al uso, con cuellosgrandes y lazos de adorno. Supe dóndese alquilaban caballos y me monté en

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uno el primer día, y no hallé lacayo.Salí a la calle Mayor y me detuve

delante de una tienda de jaeces1, comosi quisiera comprar alguno. Seacercaron dos caballeros, cada cual consu lacayo. Me preguntaron si estabainteresado en uno de plata que tenía enlas manos. Yo empecé a darle a lalengua y, con mil cortesías, los entretuveun rato. Al fin, dijeron que se querían iral Prado2 a divertirse un poco, y yo lesdije, que si no lo tomaban a mal, que losacompañaría. Dejé dicho al mercaderque si aparecían por allí mis pajes conun lacayo, que los encaminase al Prado.Di señas de ellos y me puse entre losdos caballeros y cabalgamos. Yo iba

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pensando que nadie que nos viera podíasaber de quiénes eran los lacayos ni cuálde los tres era el que no llevabaninguno.

Llegamos al Prado y, al entrar, saquéel pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba lacapa echada sobre el hombro y elsombrero en la mano. Todos memiraban; uno decía: «Este le he visto yoa pie»; otro: «¡Anda!, presumido va elbuscón». Yo hacía como que no oía naday paseaba.

Los dos caballeros se acercaron a uncoche de damas y me pidieron quegalanteara un rato. Les dejé la parte delas mozas y me acerqué a la de la madre

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y la tía. Las viejezuelas eran alegres,una tenía cincuenta años y la otra pocomenos. Les dije mil lindezas y me oíanatentamente, que no hay mujer, por viejaque sea, que no sea presumida. Lesprometí regalos y les pregunté el estadode aquellas damas, y respondieron queeran doncellas. Me preguntaron luegoque en qué me entretenía en la Corte. Yoles dije que en huir de un padre y unamadre, que me querían casar contra mivoluntad con una mujer fea y necia y malnacida, por su mucho dinero.

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—Y yo, señoras, antes prefiero unamujer limpia en cueros, que una judíapoderosa, que, por la bondad de Dios,mi mayorazgo vale cerca de cuatro milducados de renta.

De inmediato saltó la tía:—¡Ay, señor, y cómo le quiero bien!

No se case si no es a su gusto y con unamujer de casta, que le prometo que,aunque yo no soy muy rica, no hequerido casar a mi sobrina, y eso que lehan salido ricos casamientos, por no ser

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estos de calidad. Ella es pobre, porqueno tiene sino seis mil ducados de dote,pero, en lo tocante al linaje, nada tieneque envidiar a nadie.

En esto, las doncellicas terminaron laconversación pidiéndoles de merendar amis amigos. Se miraban el uno al otro, yninguno decía nada. Yo, que vi laocasión, dije que echaba de menos a mispajes, porque los había mandado a casapor unas cajas que tenía. Ellas me loagradecieron y yo les supliqué quefuesen a la Casa de Campo al díasiguiente, que yo las invitaba amerendar. Aceptaron de inmediato; medieron las señas de su casa ypreguntaron por la mía. El coche se

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alejó, y yo y los compañeros nosdirigimos a casa.

Ellos, que me vieron tan generoso enlo de la merienda, me suplicaron quecenase con ellos aquella noche. Yo mehice de rogar, aunque poco, y cené conellos, haciendo como que bajaba abuscar a mis criados y jurando echarlosde casa. Dieron las diez, y yo dije queera la hora en que tenía cierta citaamorosa y que, por tanto, me diesenlicencia. Acordamos vernos por la tardeen la Casa de Campo, y salí de la casa.

Fui a devolverle el caballo alalquilador, y desde allí, a mi casa. Halléa los compañeros jugando a las cartas.Les conté el caso y decidimos enviar la

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merienda sin falta, y gastar doscientosreales en ella. Yo confieso que no pudedormir en toda la noche con lapreocupación de decidir lo que haríacon la dote: si me compraría una casa ola cedería a otro a cambio de una renta.

Amaneció, y nos despertamostramando buscar criados que sirvieran lamerienda. En fin, como el dinero lopuede todo y no hay quien le pierda elrespeto, le pagué al repostero de unseñor, y me dio vajilla de plata y trescriados.

Pasamos la mañana en lospreparativos, y a la tarde ya yo teníaalquilado mi caballito. A la horaseñalada, tomé el camino hacia la Casa

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de Campo. Llegué, y ya estaban allá lasseñoras y los caballeros. Ellas merecibieron con mucho amor, y ellosllamándome de vos, en señal defamiliaridad. Les había dicho que mellamaba don Felipe Tristán, y se pasaronel día que si don Felipe acá y don Felipeallá. Yo comencé a decir que me habíavisto tan ocupado con negocios de SuMajestad y con las cuentas de mimayorazgo, que había temido el nopoder cumplir; y que, por ello, lasprevenía para una meriendaimprovisada.

En esto, llegó el repostero con lavajilla y los criados; los otros y ellas nohacían más que mirarme y callar. Le

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mandé que fuese al cenador y que allípreparase la merienda, que entre tantonos íbamos a pasear por los estanques.Se me acercaron las viejas con granafecto, y me alegré mucho de ver a lasniñas con las caras descubiertas, porqueno he visto, desde que Dios me creó,cosa tan linda como aquella con quienyo tenía pensado contraer matrimonio:blanca, rubia, colorada, boca pequeña,dientes menudos y juntos, buena nariz,ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo,lindas manazas y ceceosa. La otra noestaba mal, pero tenía más desenvoltura,y sospechaba yo que estaba másbesuqueada.

Fuimos a los estanques, lo vimos

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todo y, en la conversación, me di cuentade que mi prometida habría corridopeligro en tiempo de Herodes, porinocente. Era necia, pero como yo noquiero a las mujeres para consejeras,sino para acostarme con ellas, y si sonfeas y discretas es lo mismo queacostarse con Aristóteles o Séneca o conun libro, procuro buscármelas biendotadas para el arte de amar.

Estaba todo cumplidísimo; muchoque merendar, caliente y fiambre, frutasy dulces. Levantaron los manteles y,estando en esto, veo venir a un caballerocon dos criados por la huerta adelante y,cuando me voy a dar cuenta, resulta quees mi buen don Diego Coronel. Se

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acercó a mí, y como yo estaba vestidode aquella manera, no hacía sinomirarme. Habló a las mujeres y lasllamó primas; y, a todo esto, no hacíasino volverse y mirarme. Yo estabahablando con el repostero, y los otrosdos, que eran amigos suyos, estabanconversando animadamente con él.

Les preguntó mi nombre, y ellosdijeron: «Don Felipe Tristán, uncaballero muy honrado y muy rico». Yoveía que se santiguaba. Al fin, delantede ellas y de todos, se acercó a mí y medijo:

—V. Md. me perdone, que por Diosque le tenía, hasta que he sabido sunombre, por persona distinta de la que

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es; que no he visto cosa tan parecida aun criado que yo tuve en Segovia, que sellamaba Pablillos, hijo de un barberodel mismo lugar.

Todos se rieron mucho, y yo meesforcé para que el color de mi cara nome delatara, y le dije que tenía deseosde conocer a aquel hombre, porque todoel mundo me había dicho que me parecíamuchísimo.

—¡Jesús! —decía don Diego—,¿cómo parecido? El talle, el habla, losmeneos, hasta en esa señal de la frente,que en V. Md. debe de ser herida y en élfue un palo que le dieron cuando entró arobar unas gallinas. ¡No he visto cosaigual! Y luego añadió:

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—No lo creerá V. Md.: su madre erahechicera y un poco puta; y su padre,ladrón; y su tío, verdugo; y él, el hombremás ruin y más bellaco del mundo.

Yo decía con unos empujoncillos derisa: «¡Qué pícaro más hijoputa!» Y, pordentro, considere el piadoso lector loque yo sentía.

Nos despedimos y don Diego semetió con ellas en el coche. Lespreguntó el motivo de la merienda y deestar conmigo, y la madre y la tía ledijeron que yo tenía un mayorazgo demuchos ducados de renta y que mequería casar con Anica, que seinformase y vería si era cosa, no soloacertada, sino de mucha honra para todo

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su linaje.En esto pasaron camino de su casa,

que estaba en la calle del Arenal haciaSan Felipe. Nosotros nos fuimos a casajuntos, como la otra noche. Me pidieronque jugase, codiciosos de pelarme. Yome olí la trampa y me senté. Sacaronnaipes: estaban marcados. Perdí unamano. En las siguientes, les gané comotrescientos reales; y, con tanto, medespedí y me fui para casa.

Topé con mis compañeros, ellicenciado Brandalagas y Pero López, yles conté lo que me había sucedido condon Diego. Me consolaron,aconsejándome que disimulase y nodesistiese de mi pretensión de ninguna

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manera.En esto, supimos que se jugaba a las

cartas en casa de un vecino boticario, ydecidimos ir. Ellos trampeaban bien.Iban tres al mohíno3, pero quedaronmohínos los tres, porque yo, que sabíamás que ellos, les di tal gatada que, enel espacio de tres horas, me llevé másde mil trescientos reales.

Repartimos la ganancia y nosacostamos. Por la mañana, me levanté abuscar un caballo y no hallé ningunopara alquilar, en lo cual conocí quehabía otros muchos como yo. Me fui aSan Felipe y me topé con el lacayo de unletrado, que sujetaba un caballo yaguardaba que su amo acabara de oír

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misa. Le puse cuatro reales en la manopara que, mientras su amo estaba en laiglesia, me dejase dar dos vueltas en elcaballo por la calle del Arenal, que erala de mi señora.

Consintió, subí en el caballo y di dosvueltas calle arriba y calle abajo sin vernada; y, al dar la tercera, se asomó doñaAna. Cuando la vi, yo, que no sabía lasmañas del caballo ni era buen jinete,quise presumir delante de ella: le di dosvarazos y le tiré de la rienda; el caballose empinó y, tirando dos coces, echó acorrer y caí de cabeza en un charco.

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Al verme así, y rodeado de niños quese habían acercado, y delante de miseñora, y de don Diego, que se habíaasomado al oír el ruido, empecé ainsultar al caballo, que ya volvía sujetopor el lacayo. Me monté de nuevo, y ellacayo me daba prisa por si acaso salía

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su amo y nos veía, porque tenía que ir apalacio.

Y soy tan desgraciado que, estandodiciéndome el lacayo que nos fuésemos,llega por detrás el letradillo y,conociendo su rocín, arremete contra ellacayo y empieza a darle puñetazos,diciendo en altas voces que québellaquería era dar su caballo a nadie. Ylo peor fue que, volviéndose hacia mí,me dijo, muy enfadado, que me apease.Todo esto pasaba a la vista de mi damay de don Diego: nunca pasó tantavergüenza ningún azotado. Finalmente,me hube de apear; montó el letrado y sefue. Y yo, por disimular, me quedéhablando desde la calle con don Diego y

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dije: «En mi vida monté en una bestiapeor. Ahí en San Felipe tengo micaballo, que es muy bueno corriendo ytrotando». Y les pedí licencia para ir arecogerlo y marcharme a casa.

La muchacha quedó satisfecha,aunque triste por mi caída, pero donDiego empezó a sospechar, y esa fue lacausa principal de mi desdicha, ademásde otras muchas que me sucedieron.Pues, al llegar a casa, fui a ver un arca,adonde tenía una maleta con todo eldinero que había quedado de miherencia y lo que había ganado, menoscien reales que yo traía conmigo, ydescubrí que el buen licenciadoBrandalagas y Pero López me lo habían

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robado, y los dos habían desaparecido.Quedé como muerto. No sabía si irme abuscarlos, o dar parte a la justicia. Estono me parecía bien, porque si losprendían, confesarían, y acabaríamos enla horca. Y seguirlos, no sabía pordónde. Al final, por no perder tambiénel casamiento, que ya yo me considerabasalvado con el dinero de la dote, decidíquedarme y resolverlo cuanto antes.

Don Diego se puso a investigar quiénera yo y de qué vivía, y me espiaba. Alfin, descubrió la verdad; porque un díase encontró con el licenciado Flechilla,que fue el que me convidó a comercuando yo estaba con los caballeros, yeste, enfadado porque lo había dejado

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plantado, le dijo todo lo que sabía demí.

No esperó más don Diego y,volviéndose para su casa, se encontrócon los dos caballeros de la profesiónamigos míos, junto a la Puerta del Sol, yles contó lo que pasaba, y les dijo que,cuando me vieran, de noche, en la calle,que me magullasen los cascos.

A las doce, que era a la hora quesolía hablar con Anica, me acerqué a supuerta; y uno de los que me aguardabansiguiendo las órdenes de don Diego, mecierra el paso con un garrote, me da dospalos en las piernas y me tira al suelo; yllega el otro y me da un trasquilón deoreja a oreja y me quitan la capa, y me

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dejan en el suelo, diciendo: «¡Así paganlos pícaros embusteros y mal nacidos!»

Comencé a dar gritos y a pedirconfesión. Gritaba: «¡A los ladrones!».A mis voces vino la justicia; melevantaron y, viendo mi cara con unazanja de un palmo y sin capa y sin saberlo que pasaba, me cogieron parallevarme a curar. Me metieron en casade un barbero, que me curó, mepreguntaron dónde vivía y me llevaron acasa.

Me acostaron, y quedé aquella nochedesconcertado, viendo mi cara rota endos pedazos y tan lisiadas las piernaspor culpa de los palos, que no me podíasostener en ellas ni las sentía; así, y

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robado, ni podía perseguir a los amigos,ni tratar del casamiento, ni permaneceren la Corte, ni salir de casa.

1 Jaeces: adornos que se ponen a los caballos.

2 Prado: famoso paseo madrileño que seextendía desde Cibeles hasta Atocha.

3 Mohíno: estaban compinchados paraganarme, pero quedaron mohínos, es decir,tristes porque yo les gané.

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CAPÍTULO 17

De su cura y otros sucesosperegrinos

Estuve en la casa curándome ochodías, y apenas podía salir; me dierondoce puntos en la cara, y hube deponerme muletas. No tenía dinero,porque los cien reales se consumieronen la cura, comida y posada; y así, para

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no hacer más gasto, que no podía pagar,decidí salir de la casa con dos muletas,y vender mi vestido, cuellos y jubones,que era todo muy bueno. Y con lo queme dieron, me compré jubón y chalecoviejos, un gabán de pobre, remendado ylargo, mis polainas y zapatos grandes.Me puse la capucha del gabán en lacabeza, un Cristo de bronce colgandodel cuello, y un rosario. Me cosí en eljubón los sesenta reales que mesobraron, y con e so me metí a pobre,confiado en mi buena labia. Anduveocho días por las calles, aullando deesta forma, con voz dolorida: «¡Dadle,buen cristiano, siervo del Señor, unalimosna a este pobre lisiado, al que un

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mal aire así lo dejó mientras trabajabaen una viña!». Y con esto, venían losochavos trompicando, y ganaba muchodinero.

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Dormía en el portal de un cirujano,con un pobre de los que piden en lasesquinas, uno de los mayores bellacosque Dios creó. Era muy rico, el que másganaba de todos; y vine a tener tantaamistad con él, que me descubrió elsecreto más ingenioso que pudo inventarun mendigo. En dos días estuvimosricos, porque hurtábamos entre los dos,cada día, cuatro o cinco niños; loanunciaba el pregonero, y salíamosnosotros a preguntar las señas, ydecíamos: «Por cierto, señor, que me loencontré a tal hora, y que si no acudo ensu ayuda, que le mata un carro; en casalo tengo». Nos daban la recompensa, y

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llegamos a enriquecernos de tal manera,que me encontré con cincuenta escudos,y sano de las piernas, aunque las tuvieraenvueltas en trapajos.

Decidí dejar la Corte y tomar micamino para Toledo, donde nadie meconocía ni yo conocía a nadie.

Topé en un mesón con una compañíade comediantes que iban a Toledo.Llevaban tres carros, y quiso Dios que,entre ellos, fuese uno que había sidocompañero mío de estudio en Alcalá. Ledije que me importaba mucho ir allá ysalir de la Corte; y apenas el hombre mereconocía con la cuchillada, y no hacíasino santiguarse de mi per signumcrucis1. Al final, me prometió, por mi

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dinero, interceder ante los demás paraque yo fuese con ellos.

Íbamos juntos hombres y mujeres, yuna de ellas, la bailarina, que tambiénhacía en las comedias el papel de reinay otros importantes, me parecióextremadamente atractiva. Me preguntóque adónde iba y algo de mi vida.Hablamos y, al fin, tras muchaspalabras, dejamos concertadas paraToledo las obras.

Yo comencé a representar un pedazode una comedia que recordaba decuando era muchacho, y lo representé detal suerte que se asombraron. El directorme dijo que si quería entrar en la danzacon ellos, elogiando mucho la vida de la

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farándula, y yo, que tenía necesidad dearrimo y me había parecido bien lamoza, concerté seguir con ellos por dosaños. Y con estas cosas, llegamos aToledo.

Presentaba las obras y hacía papelesde barba2, poniendo la voz adecuada.Representamos una comedia de un actornuestro; que yo me asombré de que losactores fuesen poetas, porque pensabaque el serlo era natural de hombres muysabios, y no de gente tan ignorante. Elprimer día que hicimos la comedia, nola entendió nadie; al segundo, laempezamos, y quiso Dios que empezabapor una guerra y yo salía armado y conescudo que, si no, los membrillos,

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tronchos y melones acaban conmigo.Tratamos todos muy mal al

compañero poeta, y yo el primero,diciéndole que mirase cómo habíamosescapado de esta y que escarmentase. Élme juró por Dios que no era suya lacomedia, sino que, copiando de unos yotros, había hecho aquella capa depobre, de remiendo, y que el dañoestaba en que lo había zurcido mal. Yme confesó que todos actuaban de lamisma manera por el interés de sacartrescientos o cuatrocientos reales. Nome pareció mal invento, y yo confiesoque me decidí a hacerlo también, porquesentía inclinación a la poesía, conocía aalgunos poetas y había leído a

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Garcilaso. Y con esto de componer y derepresentar, pasaba la vida, y hasta eraconocido en Toledo con el nombre deAlonsete, porque yo había dicho que mellamaba Alonso.

Al fin, animado por la fama, mebauticé como poeta en un romancico yluego hice un entremés y una comedia, yno pareció mal. No paraba de trabajar,porque acudían a mí los enamorados,solicitándome coplas de cejas, de ojos,sonetos de manos y romances decabellos3. Para cada cosa tenía suprecio, aunque, como había otrastiendas, para que acudiesen a la mía,cobraba más barato. Y, además de esto,los ciegos me pagaban ocho reales por

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cada oración que les escribía.Estaba viento en popa con estas

cosas, tan rico y próspero, que casiaspiraba ya a tener mi propia compañía,cuando sucedió que a mi director(siempre terminan así), sabiendo que enToledo le había ido bien, le embargaronno sé por qué deudas y le pusieron en lacárcel, con lo cual se deshizo lacompañía y cada uno siguió su camino.

Me despedí de todos y pensé enconvertirme en galán de monjas. Tuveocasión de ello porque una, a la quehabía hecho muchos villancicos, seenamoró de mí en un auto del Corpus alverme representar a San JuanEvangelista. La monja me daba un trato

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exquisito y me había dicho que sololamentaba que fuera un hombre deteatro, porque había fingido ser hijo deun gran caballero, y le daba pena. Al fin,me decidí a escribirle la siguiente carta:

CARTA«Más por agradar a V.Md. que por

hacer lo que me convenía, he dejado lacompañía; que, para mí, cualquiera sinla suya, es soledad. Desde ahora, serétanto más suyo cuanto más mío sea.Avíseme cuándo habrá locutorio y sabréasimismo cuándo tendré gusto», etc.

Le llevó la carta una recadera. Nadiepodrá creer lo contenta que se puso labuena monja al conocer mi nuevo

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estado, y me respondió de esta manera:

RESPUESTA«Sobre sus buenas noticias, antes

espero recibir su enhorabuena, quedársela yo, y no me pesa decírselosabiendo que mi voluntad y su provechoes todo uno. Podemos decir que harecuperado el buen sentido. No quedaahora sino que su perseverancia seatanta como la mía. Dudo que hayalocutorio hoy, pero no deje de venir V.Md. a vísperas4, que allí nos veremos, yluego por las ventanas, que quizás puedayo hacerle alguna trampilla a la abadesa.Y adiós», etc.

Me agradó mucho la carta, porque es

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verdad que la monja era inteligente yhermosa.

Y así comencé a ir a la iglesia. Nosabe las vísperas que oí. De tantoestirarme para ver, estaba con dosvaras5 de gaznate más del que teníacuando entré en amores. Me hice grancompañero del sacristán y delmonaguillo, y era muy bien recibido porel vicario.

Al fin, yo llamaba ya «señora» a laabadesa, «padre» al vicario y«hermano» al sacristán, cosas todas que,con el tiempo, llega a conseguir un galándesesperado. Empecé a enfadarme conlas torneras6 porque me despedían, ycon las monjas porque me pedían. Veía

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que me condenaba cada vez más y queme iba al infierno únicamente por elsentido del tacto. Y decidí dejar a lamonja, aunque perdiese mi sustento, ytomar camino para Sevilla.

1 Per signum crucis: en el sentido literal de«por la señal de la cruz» (palabras que se dicenal persignarse), y en el metafórico de«cuchillada».

2 Barba: los que representan al rey, al padre oa otros personajes de importancia.

3 Cabellos: se refiere a la popular demanda depoemas amorosos en alabanza de las partes delcuerpo de la mujer amada.

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4 Vísperas: una de las horas canónicas, que sereza al atardecer.

5 Vara: medida de longitud que oscilaba entrelos 768 y los 912 mm.

6 Torneras: las monjas que, en clausura,pasaban y recibían recados y objetos a travésdel torno (artilugio giratorio que se ajusta alhueco de una pared).

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CAPÍTULO 18

De lo que le sucedió enSevilla hasta embarcarse

para las Indias

En el camino de Toledo a Sevilla hicefortuna, porque como yo ya conocía lasartes de la fullería y llevaba dadostrucados y cartas marcadas, siempreganaba. Con el dinero de los camaradas,

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gané el alquiler de las mulas; y lacomida y mucho dinero, a los huéspedesde las posadas. Llegué a Sevilla y me fuia alojar al mesón del Moro1, donde meencontré con un condiscípulo mío deAlcalá, que se llamaba Mata, y comoese nombre le parecía poco sonoro,ahora decía que se llamaba Matorral. Seganaba la vida vendiendo cuchilladas, y,por las que mostraba en su cara,contrataba el tamaño y la hondura de lasque había de dar. Me dijo que me teníaque ir a cenar con él y con sus otroscamaradas, y que ellos meacompañarían de vuelta al mesón.

Fui; llegamos a su casa, y dijo:—Ea, quítese la capa vuacé2, y

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vístase como un hombre, que esta nocheva a conocer a todos los buenos hijos deJevilla3. Y para que no lo tengan pormaricón, arrugue ese cuello y saque lasespaldas; póngase la capa caída, quesiempre nosotros andamos de capacaída; esa boca, torcida; gestos a unlado y a otro; y haga vucé de las j, h, yde las h, j. Diga conmigo: jerida,mojino, jumo, pahería, mohar, habalí, yharro de vino. Y bébase esta jarra devino puro, que si no le huele el aliento,no parecerá un valiente.

Estando en esto (y yo atolondradocon lo que había bebido), entraroncuatro rufianes, con cuatro zapatones,andando a lo columpio, con las capas

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caídas y los sombreros empinados sobrela frente; un par de herrerías enterascomo adorno de dagas y espadas; losojos caídos; la vista fuerte, los bigotesafilados, como cuernos, y sus barbas,largas, como colas de caballos; traían laespada descansando en el talón derecho.

Nos hicieron un gesto con la boca. Sesentaron. Y para preguntar quién era yo,no hablaron palabra, sino que uno miró aMatorrales y, abriendo la boca yempujando hacia mí el labio de abajo,me señaló. A lo cual, mi compañero lesrespondió empuñando la barba ymirando hacia abajo. Y con este gesto,se levantaron todos y me abrazaron, y yoa ellos, que fue lo mismo que si hubiera

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probado cuatro vinos diferentes.Llegó la hora de cenar. Nos sentamos

a la mesa y, por darme la bienvenida,empezaron a beber a mi honra, que yo,hasta ver lo que bebían, no sabía quetenía tanta. Al segundo brindis, ya nohabía quien conociera a nadie.

Empezaron a hacer juramentos. Lerecetaron al Asistente4 mil puñaladas.Brindaron a la buena memoria deTiznado, de Escamilla y de AlonsoÁlvarez, el Tuerto. Y a mi compañero,con tantos brindis, se le desconcertó elreloj de la cabeza y dijo, algo ronco,tomando un pan con las dos manos ymirando a la luz:

—Por este pan, que es la cara de

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Dios, y por aquella luz que salió por laboca del ángel, que si vucedes quieren,que esta noche hemos de darescarmiento al corchete que detuvo alpobre Tuerto.

Ellos lo celebraron con gran alaridoy, desnudando las dagas, lo juraron,diciendo:

—Así como bebemos este vino,hemos de beberle la sangre a todos esossoplones.

Con esto, salimos a la caza decorchetes. Yo, como iba entregado alvino y mis sentidos estaban en su poder,no era consciente del riesgo en que meponía. Llegamos a la calle de la Mar,donde limpiamos dos cuerpos de

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corchetes de sus malditas almas. Elalguacil salió huyendo por la callearriba dando voces. No lo pudimosseguir, porque habíamos bebido endemasía. Y, finalmente, nos refugiamosen la Catedral, donde nos protegimosdel rigor de la justicia y dormimos lonecesario para espumar el vino quehervía en los cascos. Recuperado ya elsentido, me asombraba yo de ver que lajusticia hubiese perdido dos corchetes yque el alguacil hubiese huido de racimode uvas, que eso éramos nosotrosentonces.

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En la iglesia lo pasábamos muy bien,porque se acercaron unas ninfas paradarnos compañía. Allí conocí a laGrajales, a la que juré amar hasta lamuerte.

La justicia no se descuidaba debuscarnos. Vigilaba la puerta, pero, así ytodo, a partir de media noche, salíamosa la calle disfrazados. Yo, que vi queduraba mucho este asunto y que lafortuna seguía acompañándome, decidí,consultándolo primero con la Grajales,pasarme a las Indias con ella, a ver si,cambiando de mundo y de tierra,mejoraba mi suerte. Pero me fue peor,como V. Md. verá en la segunda parte5,

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pues nunca mejora su estado quien mudasolamente de lugar, y no de vida ycostumbres.

1 Mesón del Moro: estaba situado en el barriode Santa Cruz, a la entrada de la judería.

2 Vuacé: vuacé y vucé son formas vulgares de‘vuestra merced’, usadas por pícaros y rufianes.

3 Jevilla: Sevilla. Quevedo caracteriza el hablade la picaresca sevillana con la aspiración delas consonantes s, h, j.

4 Asistente: principal representante de lajusticia en la ciudad.

5 Segunda parte: Quevedo no publicó ningunasegunda parte del Buscón.

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La España de Quevedo

Durante el reinado de Carlos V (1517-1556), España llegó a ser la primerapotencia mundial: conquistaba nuevosterritorios, dominaba gran parte deEuropa, los galeones traían oro deAmérica, marcaba las tendencias de lamoda y florecían el arte y la literatura.Pocos años más tarde, en tiempos deQuevedo (1580-1645), asistimos a ladecadencia económica y moral de unaEspaña que, gobernada sucesivamente

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por Felipe II, Felipe III y Felipe IV, seencamina hacia la ruina total, provocadapor múltiples hechos: la derrota de laArmada Invencible a manos de losingleses (1588); la separación de losPaíses Bajos (1597); las sucesivasbancarrotas económicas causadas porlas malas cosechas, por el abandono dela agricultura y por la disminución deoro y plata procedentes de América; eldescenso demográfico, vertiginoso entre1600 y 1652, provocado por lasepidemias de peste, por la altísimamortalidad infantil, por las guerras en elexterior y por la marcha de los jóvenes aAmérica (el propio Pablos lo hace alfinal de la novela). A todo esto se une la

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dejadez de los reyes que delegaban elpoder en mano de validos que se movíanpor intereses personales (duque deLerma, duque de Uceda, el conde-duquede Olivares). Así pues, en los añossiguientes a la muerte del autor, Españahabía perdido su posición de primerapotencia de Europa.

En cuanto a las clases sociales,Quevedo asiste al encumbramiento de lanobleza y a la pérdida de poder de lasclases productivas, especialmente de laburguesía. La riqueza del país estabaconcentrada en muy pocas manos y elresto tenía que sobrevivir comobuenamente podía, alistándose en elejército, ingresando en la Iglesia,

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sirviendo en la Justicia o tratando desubir de categoría mediante elmatrimonio o algún golpe de fortuna. Laactitud de Quevedo al respecto esconservadora, y uno de los temascentrales de su novela es laridiculización constante de los aires degrandeza del protagonista y de susintentos de ascensión social.

El fanatismo religioso y el desprecioal trabajo trajeron incultura y miseria.Los españoles estaban obsesionados conla defensa del honor y la pureza desangre, lo que les llevó alenfrentamiento entre cristianos viejos ycristianos nuevos (procedentes de judíosy moros conversos) y al temor a la

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Inquisición. Esta situación deinseguridad, que obligó a mucha genteincluso a cambiar de nombre y afalsificar ascendencias, fue fomentadapor el gobierno, que acabó expulsando alos moriscos en 1609. También ElBuscón refleja esta situación de formamuy expresiva, mostrando la fobia deQuevedo hacia judíos y moriscos.

Por otra parte, en un paísprincipalmente agrícola, los camposestaban abandonados. La vida seencareció notablemente y hubo queimportar productos del norte de Europa.La fijación por el alimento e incluso porel vestido, tema fundamental de lanovela picaresca, no fue una

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exageración literaria sino una de lasmayores preocupaciones del pueblo.

En definitiva, Quevedo vivió en unpaís marcado por los desequilibrios ycontrastes: tensiones económicas ysociales, cristianos viejos y cristianosnuevos, religiosidad y falsa devoción,obsesión pública por la honra y lainmoralidad privada más absoluta, lamayor opulencia y la miseria másextrema. Este ambiente era el másadecuado para que apareciesen pícarosy buscones como Pablos.

Quevedo, genio y figura

Quevedo fue un personaje complejo,

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como el país en el que le tocó vivir.Tanto su vida, llena de anécdotas realeso inventadas, como su obra, que sedebate entre lo satírico y lo moral,constituyen una contradicción que hanenvuelto a la figura del escritor con unhalo casi legendario. Se cuenta deQuevedo que un día apostó con algunosamigos que él tenía el valor suficientecomo para llamarle «coja» a la reina.Ante la incredulidad de estos, sepresentó ante la reina con unas flores yle dijo: Entre esta rosa blanca y estaroja, Su Majestad escoja.

Nació el 17 de septiembre de 1580,en Madrid. Sus padres, funcionarios depalacio de mediana posición social y

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económica, murieron pronto, al igualque su hermano mayor, lo que provocóque se sintiera bastante desprotegido.Esta sensación de hombre solitario sevio agravada por una serie de defectosfísicos —era miope, cojo y algo cargadode espaldas— que lo convirtieron enuna persona de carácter tímido, violentoy amargado.

Estudió Humanidades en Alcalá deHenares y Teología en Valladolid, porentonces capital del reino (1601-1606),adonde se había trasladado por consejodel duque de Lerma. En esta ciudadadquirió una sólida formación, escribiósus primeros poemas y empezó suenconada rivalidad con Góngora, que

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duró hasta la muerte del poeta cordobésen 1627.

En 1606 se trasladó de nuevo laCorte a Madrid y allí se instalóQuevedo, manteniéndosefundamentalmente de unas rentasheredadas de la Torre de Juan Abad(villa manchega de la que se empeñó entener el título de «Señor» para satisfacersu orgullo de clase, pero que noconsiguió hasta 1630, tras unos pleitosinterminables). En esta época, de granactividad literaria, compuso numerosospoemas, cuatro Sueños y diversassátiras breves.

De 1613 a 1619 se dedicó a la vidapolítica y marchó a Italia como

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consejero y secretario del duque deOsuna. Recibió el hábito de Caballerode la Orden de Santiago, en un intentomás de obtener nobleza, y, a su regresode Italia, y tras perder el duque el favordel Rey, sufrió varios destierros a laTorre de Juan Abad. Allí escribióalgunas de sus mejores poesías yredactó su Política de Dios, obra decarácter político, moral y religioso, quededicó al conde-duque de Olivares, porcuya protección y la del joven reyFelipe IV volvió de nuevo a la Corte en1623.

Por estas fechas, llevaba una vidabastante desordenada (don Francisco deQuebebo le llama Góngora en un poema

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satírico) y se hizo público elamancebamiento del escritor con laLedesma, lo que nos recuerda lasituación de Pablos al final del Buscón.A pesar de su conducta, fue nombradosecretario del monarca en 1632, lo quesupuso alcanzar la cumbre en su carreracortesana. En 1634 contrajo matrimoniode conveniencia con doña Esperanza deMendoza, señora de Cetina, de la que seseparó dos años más tarde. Estosacontecimientos parecen demostrar lamisoginia profunda y radical queprofesaba el autor y que prueban lospersonajes femeninos de sus obras:mujeres grotescas, embusteras yalcahuetas. Paradójicamente, junto a este

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menosprecio, Quevedo escribió tambiénlos sonetos amorosos más pasionalesdel barroco, en los que muestra a lamujer como el ideal de perfección.

A los años treinta corresponden eltratado moral titulado La cuna y lasepultura y su libro satírico La hora detodos, así como su edición de laspoesías de fray Luis de León.

En 1639 tuvo lugar el episodio másoscuro de su vida: el 7 de diciembre fuedetenido en Madrid, en casa de su amigoel duque de Medinaceli, y encarceladoen un calabozo subterráneo del conventode San Marcos de León comosospechoso de ciertas actividadespolíticas internacionales. En esa prisión

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permaneció cuatro años, hasta 1643 enque el conde-duque de Olivares perdióel favor del rey. De la prisión salió muyenfermo a causa del frío y de lahumedad.

A mediados de 1644 se trasladó a laTorre de Juan Abad, y de allí pasó,enfermo, al pueblo vecino de Villanuevade los Infantes, donde murió el 8 deseptiembre de 1645.

Hombre de vida turbulenta yatormentada, la figura de Quevedorepresenta al hombre barroco porexcelencia. El sentimiento pesimista ydesengañado que brota de sus obras esuna muestra de su visión del mundo. Sualma sensible, su cultura y su

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inteligencia hicieron de él un escritorcrítico y satírico, que, además, expresócomo nadie la angustia existencial delhombre barroco asediado por el pasodel tiempo y por la eterna presencia dela muerte.

El Buscón y la novela picaresca

El Buscón es un relato de la vida delpícaro Pablos desde su infancia hasta sufuga a América, formado por una seriede aventuras en las que el protagonistafracasa constantemente en su objetivo dellegar a pertenecer a la nobleza.Literariamente, se sitúa en la línea de lanovela picaresca, continuando las pautas

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del Lazarillo de Tormes (anónimo) y delGuzmán de Alfarache, de MateoAlemán. No obstante, El Buscón, dentrodel género picaresco, presenta algunasparticularidades:

a) Forma autobiográficaQuevedo, siguiendo el modelo del

Lazarillo, escribe una narraciónautobiográfica epistolar destinada a unremitente al que llama «señora» y«vuestra merced»; sin embargo, no haycaso final que justifique dicha narracióny, por lo tanto, queda abierta. Además,en los últimos capítulos olvida a veces a«vuestra merced» y se dirigedirectamente a los lectores.

En cuanto a lo autobiográfico, Pablos

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es un mero espectador de losacontecimientos, manejado por el autorpara criticar situaciones y personajes, eincluso él mismo es motivo de burla porparte de Quevedo. Se produce, así, unadeshumanización caricaturesca delnarrador-protagonista.

b) Espacio y tiempoTampoco se sabe desde qué

situación, en el presente, está contandoPablos su vida. El final abierto deja ensuspense este tema, ya que la prometidasegunda parte de la obra no llegó aescribirse nunca. Sí se aprecia en laobra el momento histórico en el quetranscurren los hechos (últimos años delsiglo XVI y primeros del XVII) y los

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lugares en los que acontece la vida delpersonaje: Segovia, Alcalá, Madrid,Toledo y Sevilla. El espacio es bastantemás amplio que el del Lazarillo, aunquesorprende que no haya descripcionespaisajísticas.

c) EstructuraEl Buscón rompe el molde

estructural de la novela picaresca poresa ausencia de caso final y porque laestructura en episodios no guarda larelación causa-efecto que se presenta,por ejemplo, en el Lazarillo. Losepisodios podrían alterar su orden sinque la novela mostrase incoherencias.

d) Protagonista

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Pablos es un pícaro desde pequeño,desde la cuna, no va creándose a lolargo de la narración y siempre andamovido por el engaño y el robo, por suobstinación en vivir sin trabajar y no porel hambre, como ocurre en el Lazarillo.Además, Pablos solo tendrá un amo, donDiego Coronel, y nunca le sirve deverdad, sino que se limita aacompañarlo.

Características del Buscón

La Historia de la vida del Buscón,llamado don Pablos; exemplo devagamundos y espejo de tacaños, únicanovela de Quevedo, se publicó en 1626,

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en una imprenta de Zaragoza, aunque yaantes había circulado en forma demanuscrito. Su éxito fue impresionante:en vida del autor volvió a imprimirsenueve veces más.

Tres son las versiones manuscritasque se conservan:

— El manuscrito S, depositado en laBiblioteca Menéndez Pelayo deSantander.

— El manuscrito B, denominado asíporque perteneció a Juan José Bueno,bibliotecario de la Universidad deSevilla. Se conserva en el Museo LázaroGaldiano de Madrid.

— El manuscrito C, procedente de lacatedral de Córdoba. Permanece en la

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Real Academia Española.

En la actualidad, no hay acuerdo sobrela fecha en que Quevedo escribió laobra. Unos estudiosos la consideranobra de juventud (escrita sobre 1603-1605), mientras que para otra parte de lacrítica es fruto de madurez, redactada entorno a 1620, después de volver deItalia. Tampoco hay consenso sobre elsentido final del libro: si se trata de unaobra cargada de contenidos moralescontra la hipocresía que domina lasociedad, o es una simple demostraciónde ingenio verbal, una obra de arte en símisma.

Lo cierto es que en El Buscón

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encontramos una fuerte crítica social,tema frecuente de la literatura barroca.El aristócrata Quevedo arremete contrala ascensión social de los judíosconversos, contra los falsos hidalgos y,en general, contra el mundo de lasapariencias. Tampoco escapan de susátira temas como la prostitución, lacorrupción de la justicia, el temor a laInquisición, etc.

Todo este contenido temático apareceindividualizado en sus personajes, tiposhabituales también en la época:maestros, hechiceras, pícaros, mulatos,verduleras, corchetes, estudiantes,verdugos, poetas, y toda una galería depersonajes caricaturizados para ofrecer

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una visión deformada de la realidad.Estos personajes reflejan un mundo delocos, inmorales y corrompidos,tratados por su autor como simplesmarionetas, sin atisbo de rasgospsicológicos que puedanindividualizarlos como personas. Eldistanciamiento entre el autor y suspersonajes es tal, que sorprende elgrado de crueldad con el que los retrata,sin encontrar muestra alguna de ternura,de amistad o de compasión. Pablos nosiente afecto por nadie, ni por suspadres, ni por su tío verdugo, ni siquierapor la cofradía de buscones de los quese desentiende en la cárcel.

Pero El Buscón es, además, «una

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prodigiosa voluntad de estilo» (segúnZamora Vicente), un alarde constante deefectos estilísticos y de riqueza verbalencaminados a acentuar los rasgosridículos de personajes y situaciones.Los recursos expresivos más frecuentesestán en función de ese propósitoburlesco y deformante que, además,están en la base del conceptismo quecultivó el autor: equívocos, dilogías,metáforas, hipérboles, retruécanos. Loscontinuos juegos de ingenio llevan de laironía al sarcasmo y de la burla alhumor negro más actual. En este sentido,Quevedo será siempre un clásicocontemporáneo.