El Buscavidas - Walter Tevis

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El buscavidas es la historia de EddieFelson el Rápido, un joven jugadorde billar que se gana la vida conpequeños timos, viajando de ciudaden ciudad, birlándoles sus ahorrostanto a tipos corrientes que tienenla imprudencia de desafiarlo a unapartida, como a héroes locales quese consideran a su altura. ParaEddie el Rápido, no hay hombrevivo que pueda ganarle en sujuego. Hasta que se encuentra conMinnesota Fats, el legendario reydel billar, y la apuesta subevertiginosamente…

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Trasladada a la gran pantalla en lapelícula del mismo títuloprotagonizada por Paul Newman, Elbuscavidas es un magnífico relatode fanfarrones, de leyendas y, enúltima instancia, de la lucha de unhombre por averiguar su auténticovalor.Según Time: «Si Hemingwayhubiera sentido por el billar lamisma pasión que por las corridasde toros, Eddie Felson podría habersido su héroe».

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Título original: The hustlerWalter Tevis, 1959Traducción: Rafael Marín Trechera

Editor digital: AblewhiteePub base r1.2

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Para Jamie,que lo soportó conmigo

después…

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Ni blanco ni rojo jamás se vioTan hermoso como este verde

encantador…

ANDREW MARVELL

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Una vez vi a un jugador de billar gordocon un tic en la cara. Una vez vi a otrojugador que era físicamente agraciado.Ambos eran buscavidas de poca monta,por lo que pude ver. Ambos parecíanestentóreos y vanidosos, con pocadignidad y gracia, al contrario que mijugador gordo. Después de que sepublicara El buscavidas, uno de ellosdijo «ser» Minnesota Fats.

Eso es ridículo. Yo inventé aMinnesota Fats, con nombre y todo,igual que Disney inventó al Pato Donald.

También inventé a Eddie el Rápido.Sarah podría ser yo, en cierto modo;pero eso fue en otro país, y además lazorra está muerta.

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Walter TevisUniversidad de Ohio

Athens, Ohio1976

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Capítulo uno

Henry, negro y encorvado, abrió lapuerta con una llave que llevaba en unagran anilla de metal. Acababa de salirdel ascensor. Eran las nueve de lamañana. La puerta era enorme, una granlámina ornada de roble, barnizada en sustiempos para que pareciera caoba, y queahora aparentaba ser de ébano despuésde sesenta años de humo y suciedad.Empujó la puerta, colocó el calzo en susitio con el pie cojo, y entró renqueando.

No hizo falta encender las luces,pues por la mañana los tres grandesventanales de la pared lateral daban al

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sol naciente. Allá fuera asomaba la luzdel día, el centro de Chicago. Henry tiródel cordón que abría las pesadascortinas y estas se reunieron en sombríaelegancia en los bordes de las ventanas.Fuera había un panorama de edificiosgrises; entre ellos, parches de virginalcielo azul. Luego Henry abrió lasventanas, unos cuantos centímetros porabajo. El aire entró bruscamente ypequeños remolinos de polvo y losresiduos de cuatro horas de humo decigarrillos revolotearon y empezaron adisiparse. Por la tarde las cortinassiempre se corrían y las ventanas secerraban; solo por la mañana el airecargado de tabaco se cambiaba por otro

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nuevo.Un salón de billar por la mañana es

un lugar extraño. Tiene etapas; unametamorfosis diaria, la muda de pielesdiversas. Ahora, a las nueve de lamañana, podría haber sido una graniglesia, silenciosa, con el sol entrandopor las vidrieras, recogida en sí misma,la caoba maciza y atemporal de lasgrandes mesas, los tapetes verdesdiscretamente ocultos por cobertores dehule gris. Las recias escupideras delatón se alineaban a lo largo de ambasparedes entre las altas sillas conasientos de cuero honrado y duradero,pulidas para recuperar su antiguo brillo,y por encima de todo, el alto techo

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abovedado con sus cuatro grandeslámparas y su claraboya de muchospaneles, pues esto era la planta superiorde un edificio antiguo y venerable que,cuadrado y feo, alzaba susinsignificantes ocho plantas en el centrode Chicago. La enorme sala, con lassillas de respaldo alto de losespectadores agrupadas reverentementealrededor de cada una de las veintidósmesas, podría haber sido un santuario,una catedral desvencijada.

Pero más tarde, cuando llegaban losencargados de las mesas y el cajero,cuando se conectaban los ventiladoresdel techo y cuando Gordon, elencargado, ponía música en su radio,

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entonces la sala adoptaba la cualidadque es característica de la vida diaria deesos lugares que están verdaderamentevivos de noche; la cualidad que tienen amedia mañana los clubes nocturnos, olos bares, y los salones de billar de todoel mundo: la gran sala casi vacía donderesonaba el roce de unos pocos pies, elocasional tintineo del cristal o del metal,el sonido de las escobas, de las mopas,de muebles al ser movidos, y la músicacasi irreal que suena en las radios. Y,sobre todo, la sensación de que el lugarno estaba todavía vivo, pero se hallabaya en los comienzos de la resurrecciónvespertina.

Y luego, por la tarde, cuando

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empezaban a llegar en serio losjugadores, y empezaba el humo deltabaco y los sonidos de las bolas duras ybrillantes golpeando entre sí y elchirrido de la tiza contra las durasflechas de cuero de los tacos, entoncescomenzaba la fase final de lametamorfosis que ascendía hasta elmáximo cuando, ya bien entrada lanoche, los jugadores casuales y losborrachos se marchaban, dejando solo alos concentrados y los furtivos, queobservaban y apostaban, mientras otros(un grupo pequeño y diverso dehombres, vestidos de oscuro o decolores vivos, que se conocían todospero rara vez hablaban) jugaban partidas

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silenciosas de brillante e intenso billaren las mesas del fondo de la sala. Enesos momentos, este salón, elBennington, cobraba vida de una maneraclara.

Henry sacó una escoba grande de unarmario situado cerca de la puerta yempezó, cojeando, a barrer el suelo.Antes de que terminara llegó el cajero,encendió su pequeña radio de plástico yse puso a contar el dinero de la caja. Lacampanita de la caja sonó muy fuertecuando pulsó la tecla para abrirla. Unavoz en la radio deseó buenos días a todoel mundo.

Henry terminó de barrer el suelo,guardó la escoba, y empezó a retirar los

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cobertores de las mesas, descubriendoel brillante paño verde, ahora sucio convetas de tiza azul y, en las mesas dondela noche anterior habían jugadoviajantes y oficinistas, manchado deblanco polvo de talco. Después dedoblar el cobertor de cada mesa ycolocarlos en un estante del armario,cogió un cepillo y frotó las bandas demadera hasta que brillaron con un cálidotono marrón. Luego cepilló el tapetehasta que las marcas de tiza y de polvo yla suciedad desaparecieron y el verdequedó brillante.

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Capítulo dos

A primera hora de la tarde, un hombrealto y grueso que llevaba tirantes verdessobre su camisa deportiva practicaba enuna de las mesas delanteras. Fumaba unpuro. Lo hacía igual que practicaba,pensativamente y con contención.Paciente, se metía el puro en la bocamuy despacio, con el mordisqueoregular y tranquilo de una vaca,reduciendo el extremo poco a poco hastael estado de húmeda deformación que sele antojaba. Jugaba con paciencia,siempre a la misma velocidad, siempreen la misma tronera y (casi siempre)

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colando la bola en la buchacasuavemente y con firmeza. No parecía nicomplacerle ni disgustarle embocar labola; llevaba tirando así, como práctica,veinte años.

Un hombre más joven, de rostroafilado y ascético, lo observaba. Aunqueera verano, iba vestido con un trajenegro. Su expresión era de perpetuainquietud, y a menudo retorcía las manoscomo apenado, o se frotaba nervioso lanariz con el dedo índice. Algunas tardes,su expresión de ansiedad aumentaba conuna expresión forzada en los ojos y ladilatación de sus pupilas. Sin embargo,en esas ocasiones no se frotaba la narizsino que, de vez en cuando, se reía solo.

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Eran los momentos en que había tenidosuerte con las partidas de la nocheanterior y había podido comprarcocaína. No era jugador de billar, perose ganaba más o menos la vida haciendoapuestas cuando era posible. Loconocían como el Predicador.

Después de un rato, habló,frotándose la nariz para tranquilizar lavoz de su mono, el insistente susurro desu drogadicción, que empezaba alloriquear.

—Big John —le dijo al hombre quepracticaba—. Creo que tengo noticias.

El hombretón terminó de golpear labola, el firme movimiento de su brazocarnoso imperturbable por la

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distracción. Vio cómo la brillante bolatres se deslizaba por la mesa, chocabacontra la banda, y volvía atrás y entrabaen la tronera. Entonces se dio la vuelta,miró al Predicador, y dijo:

—¿Crees que tienes noticias? ¿Quésignifica eso de que crees que tienesnoticias?

Acobardado, el Predicador parecióconfuso.

—Me he enterado por ahí. Lodijeron anoche, en casa de Rudolph.Había un tío en la partida de póker, ydijo que acababa de venir de lascarreras de Hot Springs… —La voz delPredicador se había vuelto un hilillo.Incómodo por la presencia de Big John,

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el gemido de su mono se volvía unchillido. Se frotó con fuerza la nariz conel dedo índice—. Dijo que Eddie Felsonestaba allí, en Hot Springs, y que veníapara acá. Tal vez esté aquí mañana, BigJohn.

Big John había vuelto a meterse elpuro en la boca. Lo sacó una vez más yse lo quedó mirando. Estaba muyblando. Eso pareció gustarle, porquesonrió.

—¿Eddie el Rápido? —dijo,alzando sus enormes cejas.

—Eso es lo que dijo. Estaba dandolas cartas y dijo: «Vi a Eddie el Rápidoen Hot Springs y me dijo que lo mismovenía para acá. Después de las

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carreras». —El Predicador se frotó lanariz—. Dijo que a Eddie no le habíaido muy bien en Hot Springs.

—He oído decir que es bastantebueno.

—Dicen que es el mejor. Dicen quetiene auténtico talento. Los tíos que lohan visto jugar dicen que es el mejor quehay.

—He oído eso antes. Lo he oídodecir de un montón de buscavidas desegunda fila.

—Claro. —El Predicador dedicó suatención a su oreja, y empezó a tirar deella, especulativo, como si trataradébilmente de parecer inteligente—.Pero todo el mundo dice que le ganó a

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Johnny Vargas en Los Ángeles. Lo dejóaplastado. —Tiró de la oreja y, paradarse énfasis (Big John permanecía, denuevo, impasible), añadió—: Como unperro en la carretera. Aplastado.

—Puede que Johnny Vargasestuviera borracho. ¿Viste la partida?

—No, pero…—¿Quién lo hizo? —De repente Big

John pareció cobrar vida. Se sacó elpuro de la boca y se inclinó hacia elPredicador, mirándolo intensamente—.¿Has visto alguna vez a alguien queviera jugar al billar a Eddie el Rápido?

Los ojos del Predicador se movieronde un lado a otro, como buscando unagujero donde poder esconderse. Como

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no vio ninguno, contestó:—Bueno…—¿Bueno qué? —Big John

continuaba mirándole, intensamente, sinpestañear.

—Bueno, no.—No. Demonios, no. —Big John se

irguió, alzó los brazos al aire,invocando al Todopoderoso—. ¿Y quiénen nombre de Dios santo ha visto aunquesea una sola vez a ese tipo? Te lopregunto. Nadie. Esa es mi respuesta.Nadie.

Se volvió hacia la mesa y sacó labola tres de la buchaca y la colocósobre el tapete. Entonces empezó a dartiza lentamente a la punta de su taco,

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como si la conversación hubieraterminado y el asunto estuviera yazanjado.

El Predicador tardó un momento enrecuperar la compostura, en haceracopio de sus torturadas entendederas.

—Pero ya oíste a Abie Feinman,cuando dijo lo que se decía de Eddie elRápido en el oeste, sobre él y TexacoKid y Vargas y Billy Curtiss y todos losotros a los que les ganó —dijo por fin—. Y ese tipo de la casa de Rudolphdijo que no se habla de otra cosa en HotSprings hoy en día más que de EddieFelson el Rápido.

—¿Y? —Big John dejó la bola, sevolvió despectivo, se sacó el puro de la

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boca—. ¿Ese tipo de Hot Springs viojugar a Eddie?

—Bueno, verás… Parece que el tipolleva una especie de chanchullo con lascarreras… Creo que tal vez va detapado en una partida itinerante, y diceque estaba ocupado con los clientes.Pero dice…

—Vale, vale, me he enterado. Ya melo has dicho. —Big John se volvió haciala mesa, disparó. La bola se deslizó,rebotó, y cayó a la tronera. Volvió acolocarla. Plop. Otra vez.

El Predicador le observó ensilencio, preguntándose cuándo iba afallar. Big John siguió golpeando la bolatres, por toda la mesa, y metiéndola en

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la tronera. Cada vez que la bola entrabaen la buchaca, el Predicador se frotabala nariz. Luego, por fin, la bola sedeslizó por la mesa una imperceptiblefracción de centímetro más cerca de labanda de lo normal. Llegó al rincón dela tronera, osciló un momento, yentonces se quedó quieta. Big Johnrecogió la bola, la sostuvo en su gruesamano derecha y la miró, no condesprecio sino con desaprobación:había fallado el tiro muchas veces antes,en veinte años. Luego se la guardófirmemente en el bolsillo, se volvióhacia el Predicador, y dijo:

—¿Y quién es, ese Eddie el Rápido?¿Hace seis meses alguien había oído

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hablar de Eddie el Rápido?El Predicador se sobresaltó durante

un momento.—¿Qué quieres decir?—Que todo el mundo habla de Eddie

el Rápido. ¿Pero quién es?El Predicador se tiró de la oreja.—Bueno… El tío del que te hablo

dice que solía trapichear por la Costa.California. Dice que acaba de echarse ala carretera, hace dos, tal vez tresmeses. No ha jugado nunca en Chicagotodavía.

Big John se sacó el puro de la boca,lo miró con descontento, lo lanzó,suavemente, a la escupidera de latón quehabía en el suelo, bajo la polvera. Siseó

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al entrar, y ambos hombres miraron laescupidera un momento como siesperaran que sucediera algo. Como nosucedió nada, Big John se volvió a miraral Predicador. Sin el puro y la bola tres,su concentración era completa. ElPredicador pareció marchitarsevisiblemente bajo su intensidad.

—Hace treinta años —dijo Big John—. El que tenía reputación era yo. ComoEddie el Rápido. Tenía talento. Hacetreinta años llevaba botas de caña yvivía en Columbus, Ohio, e iba a lossalones de billar en taxi, en taxi, yjugaba con los chicos que venían de lasfábricas y apostaba con los que secreían algo y, por Dios, fumaba puros de

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veinticinco centavos. Y, por Dios, mevine a Chicago.

Se detuvo un momento para tomaraire, pero no redujo la intensidad de sumirada.

—Vine a esta maldita gran ciudad yme hice famoso. Susurraron sobre mí laprimera vez que puse el pie en esta salade billar y señalaron diciendo que eraBig John de Columbus y me condujeronante el mismísimo viejo Bennington, elhombre cuyo nombre estaba en el cartelde la puerta de esta sala perdida de lamano de Dios igual que está ahora,excepto que era de madera y no de neón.Y fui importante, santo Dios, fui unjugador de billar de primera fila de

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Columbus, Ohio, un gran hombre defuera. ¿Y sabes lo que me pasó cuandojugué contra Bennington, el hombre enpersona, en la mesa número tres? —Señaló a una recia mesa de caoba—.¿Esa mesa de allí, a veinte dólares lapartida? ¿Sabes lo que pasó?

El Predicador se agitó, incómodo.—Bueno. Puede que sí. Eso creo…Big John alzó las manos al aire. Era

como un coloso.—Eso crees. Dios santo, tío, ¿es que

no sabes nada?De algún modo, el Predicador se

permitió mostrar una pizca deresentimiento en el centro de toda lafuria que se concentraba en él.

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—Muy bien —dijo—. Perdiste.Supongo que te dio una paliza.

Big John pareció aprobar suspalabras. Bajó sus manos enormes, lasapoyó firmemente en sus caderas y seinclinó hacia adelante.

—Predicador —dijo en voz baja—.Me dio una paliza de las que hacenépoca. Me dejó planchado.

Guardó silencio un momento. ElPredicador miró al suelo. Entonces BigJohn volvió a la mesa, se sacó la bolatres del bolsillo y la sostuvo en la mano,especulativo.

Finalmente, el Predicador alzó lacabeza y dijo:

—Pero sigues siendo un buen

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jugador. Demonios, eres uno de losmejores de la ciudad, Big John. Yademás, eso no significa que Eddie elRápido…

—Pues claro que sí. Desde que entrépor esa puerta hace treinta años no heoído más que hablar de grandes tiposque llegan de fuera. He visto a chicosimportantes venir de Hot Springs yAtlantic City y me han dejado sinblanca. Pero nunca fui un jugador deprimera y nunca lo seré. Y ellos novienen, no vienen nunca de Mississipi oTexas o California y se enfrentan con unjugador de primera de Chicago y salencon más pasta en el bolsillo de la queentraron. Eso no sucede. No sucede

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nunca.El Predicador arrugó la nariz.—Demonios, Big John, tal vez de

vez en cuando haya alguien que…Demonios, ya sabes cómo es el billar.

Big John sacó un puro nuevo delbolsillo de su camisa.

—¿Que si sé cómo es el billar?¿Que si sé cómo es el billar? —Arrancóel envoltorio del puro, hizo una pelotacon el celofán—. Dios mío, es lo queintento decirte. Intento decirte queconozco este juego y nadie, nadie, llegajamás y derrota a George el Duende o aJackie French o a Minnesota Fats. No defrente, no cuando coge el taco y elloscogen el suyo y Woody o Gordon

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colocan las bolas y juegan una partidaque ni tú ni yo ni Willie Hoppe, nisiquiera con la ayuda de Dios, podemosimaginar o inventar siquiera. Si alguienjuega en desventaja, o si George elDuende o Jackie French empiezan aperder bolas tal vez sea un juegoentretenido. Pero ninguna lumbrera deColumbus, Ohio, o de California va aderrotar a un jugador de primera deChicago.

Se metió el puro en la boca, sindetenerse siquiera a humedecerlo antes.

—¿Y ahora me vienes con ese EddieFelson el Rápido de California?

El Predicador arrugó la nariz.—Muy bien —dijo—, muy bien.

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Esperaré hasta que llegue. —Y entonces,de forma casi inaudible, añadió—: Perole ganó a Johnny Vargas. Tal vez fuera enHot Springs, pero lo dejó aplastado.

Big John pareció no oírlo. Habíatenido todo el tiempo la bola tres en lamano y la colocó ahora, en su lugar.Colocó la bola blanca detrás. Empezó afrotar de tiza su taco. Entonces dijo, envoz baja ahora:

—Veremos cómo le va conMinnesota Fats.

Lanzó la bola tres, suavemente, yesta siguió su pequeña pauta demovimiento, su órbita, por el tapete,hasta la tronera de la esquina. EntoncesBig John se metió la mano en el bolsillo,

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sacó un arrugado billete de un dólar, y lodepositó sobre la banda.

—Ve a buscarte algo de farlopa —dijo—. Estoy harto de ver cómo te frotasesa maldita nariz.

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Capítulo tres

Aproximadamente a la misma hora doshombres entraban en El Fumador: Salónde Billar, Bar y Grill, en Watkins,Illinois. Parecían cansados por el viaje;ambos sudaban aunque llevaban camisasdeportivas con el cuello desabrochado.Se sentaron a la barra y el más joven delos dos (un tipo guapo y moreno) pidiówhisky para ambos. Su voz y susmodales eran muy agradables. Pidióbourbon. El lugar era tranquilo, y estabavacío a excepción del camarero tras labarra y un joven negro de vaquerosceñidos que barría el suelo.

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Cuando recibieron sus bebidas eljoven le pagó al hombre tras la barracon un billete de veinte dólares y lesonrió.

—Hace calor, ¿eh? —dijo. Susonrisa era extraordinaria. No parecíaadecuado que sonriera así, pues, aunqueagradable, era un hombre de aspectotenso, de los que parecen muyférreamente contenidos, y sus ojososcuros eran brillantes y serios, de unmodo casi infantil. Pero la sonrisa eraamplia y relajada y, paradójicamente,natural.

—Sí —respondió el camarero—.Algún día pondré aire acondicionado.—Le dio al hombre su cambio y añadió

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—. Van ustedes de paso, supongo.El joven volvió a mostrar la sonrisa

extraordinaria, por encima del borde desu vaso.

—Así es.No parecía tener más de veinticinco

años. Un chico de aspecto atractivo,vestido sin estridencias, agradable, conojos brillantes y serios.

—¿Chicago?—Sí. —Dejó el vaso, solo medio

vacío, y empezó a beber el vaso deagua, mirando con interés aparente elgrupo de cuatro o cinco mesas de billarque llenaban dos terceras partes de lasala.

El camarero no era un hombre

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conversador, pero le cayó bien el joven.Parecía avispado, pero había algo muyabierto en él.

—¿Van o vienen? —preguntó elcamarero.

—Vamos. Tenemos que estar allímañana. —El joven volvió a sonreír—.Convención de ventas.

—Así es —intervino el otro hombre,que había estado callado hasta ahora—.Convención de ventas.

—Bueno, tienen ustedes tiempo desobra. Podrán estar allí en dos, tal veztres horas.

—Eso es —dijo el joven, consimpatía. Entonces miró a su compañero—. Venga, Charlie, vamos a echar unas

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partidas al billar. Nos ayudará a sofocarel calor.

Charlie, un tipo regordete y algocalvo con el aspecto de un cómico delos de cara seria, negó con la cabeza.

—Demonios, Eddie, sabes que nopuedes derrotarme.

El joven se echó a reír.—Vale —dijo—. Aquí tengo diez

dólares que dicen que te puedo dar parael pelo.

Sacó un billete del fajo de cambioque tenía delante en la barra, y lo alzó,desafiante, sonriente.

El otro hombre negó con la cabeza,como con tristeza.

—Eddie —dijo, bajándose del

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taburete—, te va a costar el dinero. Tepasa siempre.

Sacó una pitillera de cuero delbolsillo y la abrió con un pulgar gruesoy ágil. Entonces le guiñó gravemente alcamarero.

—Menos mal que puedepermitírselo —dijo, la voz rasposa, seca—. El mes pasado ganó diecisiete mildólares vendiendo artículos dedroguería. El chico más rápido denuestro territorio. Van a darle un premioen la convención, mañana a primerahora.

El joven, Eddie, se había acercado ala primera de las cuatro mesas y cogía eltriángulo de madera para colocar las

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bolas de colores.—Coge un taco, Charlie —dijo, con

tono alegre—. Deja de perder el tiempo.Charlie se acercó, su rostro

completamente carente de expresión, ycogió un taco del bastidor. Era, como elde Eddie, un taco ligero, diecisietelibras. El camarero, que jugaba un poco,se dio cuenta de este detalle. Losjugadores de billar que entendían deltema usaban tacos pesados,invariablemente.

Eddie sacó. Al tirar agarró el tacofirmemente por la culata con la manoderecha. El círculo del índice y elpulgar que componían su puente eratenso y torpe. Su golpe fue irregular, y se

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lanzó contra la bola blanca ferozmente,como si intentara apuñalarla. La bolagolpeó mal el triángulo de las demásbolas, gran parte de la energía del saquese disipó, y las bolas no se esparcierondemasiado. Miró cómo había quedado,le sonrió a Charlie, y dijo:

—Tira.Charlie no jugaba mucho mejor.

Mostraba todos los signos de ser unjugador mediano, pero tenía la mismatorpeza que Eddie con el puente, yparecía no saber qué hacer con los piescuando se inclinaba para tirar. Nodejaba de ajustarlos, como si fueraninestables. Golpeaba también condemasiada fuerza, pero hizo unos

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cuantos tiros decentes. El camarero sefijó en todo esto. Charlie también queríacobrar el dinero después de cadapartida. Ganó tres veces seguidas, ydespués de cada partida los dos volvíana tomar una copa y Eddie le daba aCharlie un billete de diez dólares de unacartera que abultaba.

Jugaban al billar de rotación,también llamado sesenta y uno. Tambiénllamado Boston. También, erróneamente,billar del once. El juego de billar máspopular de todos, el gran favorito de losuniversitarios y los viajantes. Casiexclusivamente un juego de aficionados.Hay unos pocos hombres que lo jueganprofesionalmente, pero son solo unos

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pocos. Bola nueve, banca, billar directo,una tronera son los juegos delbuscavidas. Cualquiera de ellos es unatrampa mortal para un buscavidas listo,mientras que en el rotación haydemasiada pura suerte. Excepto cuandolo juegan los mejores buscavidas.

Pero esto estaba más allá de laexperiencia del camarero. Conocía eljuego solo como otra distracciónfavorita para aficionados. Los jugadoresserios de por aquí jugaban al billar denueve bolas. Vaya, había visto a uno delos jugadores del pueblo ganar cuatropartidas seguidas de bola nueve, unavez, sin fallar ni un tiro.

El camarero siguió mirando,

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interesado en la partida, pues en el salónde billar de un pueblo pequeño unaapuesta de diez dólares es una apuestagrande, y al cabo de un rato unos cuantosclientes habituales empezaron a llegar.Poco después los dos hombres jugabanpor veinte dólares y se hacía tarde yseguían bebiendo después de cadapartida y el joven empezaba aemborracharse. Y a tener suerte. Oempezaba a acalorarse. Empezó a ganar,y estaba animado y tartamudeaba, y seburlaba del otro hombre. Alrededor dela mesa se había formado una multitudpara mirar.

Y entonces, al final de una partida,la bola catorce quedó en una posición

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difícil de la mesa. A ocho o nuevecentímetros de la banda, entre dostroneras, con la bola blanca casienfrente y a unos dos palmos dedistancia. Eddie midió, se echó atrás, ytiró. Lo que tendría que haber hechoobviamente era golpear la bola catorcecontra la banda, hacerla cruzar a mesa yentrar en la tronera de la esquina. Peroen cambio su bola blanca golpeóprimero la banda, y, con suficientefuerza para deslizarse tras la bolarayada, le dio de pleno a la catorce y laembocó en la tronera.

Eddie golpeó el suelo con su taco,exultante, se volvió hacia Charlie y dijo:

—Págame, capullo.

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—Deberías aprender a jugar albillar, Eddie —le dijo Charlie cuando letendió los veinte dólares.

Eddie sonrió.—¿Qué quieres decir con eso?—Ya sabes lo que quiero decir.

Intentabas tirar por la banda y tienestanta potra que conseguiste embocarla.

La sonrisa de Eddie desapareció. Sucara adquirió una mueca alcoholizada.

—Espera un momento, Charlie —dijo, la irritación se notaba en su voz—.Espera un momento.

El camarero se apoyó en la barra,absorto.

—¿Qué espere qué? Coloca lasbolas.

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Charlie empezó a sacar las bolas delas buchacas, haciéndolas girar alponerlas al pie de la mesa.

Eddie, de repente, lo cogió por elbrazo y lo detuvo. Empezó a meter denuevo las bolas en las buchacas.Entonces cogió la bola catorce y la bolablanca y las colocó en la mesa delantede Charlie.

—Muy bien —dijo—. Muy bien,Charlie. Colócalas tal como estaban.

Charlie lo miró, parpadeando.—¿Por qué?—Colócalas —dijo Eddie—. Ponlas

como estaban. Te apuesto veinte pavos aque puedo hacer una jugada igual queantes.

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Charlie volvió a parpadear.—No seas estúpido, Eddie —dijo,

gravemente—. Estás borracho. Nadiepuede volver a hacer esa jugada y losabes. Juguemos otra partida.

Eddie lo miró con frialdad. Empezóa colocar las bolas en la mesaaproximadamente en la misma posiciónque antes. Entonces miró a la multitudque le rodeaba atentamente.

—¿Qué les parece? —dijo, con vozmuy seria y el rostro mostrandopreocupación de borracho—. ¿Estábien?

Todos se encogieron de hombros.Entonces hubo un par de comentarios de«eso parece» sin comprometerse. Eddie

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miró a Charlie.—¿Qué te parece a ti? ¿Está bien,

Charlie?La voz de Charlie sonó

completamente seca.—Claro, está bien.—¿Vas a apostarte conmigo veinte

dólares?Charlie se encogió de hombros.—Es tu dinero.—¿Vas a apostar?—Sí. Tira.Eddie pareció enormemente

satisfecho.—De acuerdo —dijo—. Mira.Empezó a dar tiza a su taco, con

muchísimo cuidado. Luego se acercó al

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dispensador de talco y ruidosamente seespolvoreó una enorme cantidad en lasmanos. Levantó una nube de polvo, selimpió las manos en el fondillo de lospantalones, regresó a la mesa, cogió sutaco, calibró, preparó el tiro, se inclinó,apuntó, se levantó, miró a lo largo deltaco, volvió a inclinarse, apuntó, golpeóla bola, y falló.

—Hija de puta —dijo.Alguien en la multitud se rio.—Muy bien —dijo Eddie—. Vuelve

a colocarlas.Sacó un billete de veinte de la

cartera y, ostentosamente, colocó lacartera aún abultada en la banda de lamesa.

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—Venga, Charlie, colócalas.Charlie se acercó al bastidor y

guardó su taco.—Eddie, estás borracho —dijo

entonces—. No voy a seguir apostandocontigo.

Empezó a bajarse las mangas de lacamisa, a abotonarse los puños.

—Volvamos al coche. Tenemos queestar en la convención por la mañana.

—Le pueden dar por el culo a laconvención. Voy a volver a apostarcontigo. Mi dinero está todavía sobre lamesa.

Charlie ni siquiera lo miró.—No lo quiero —dijo.En ese momento intervino otra voz.

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Era el camarero, desde detrás de labarra.

—Yo apostaré contra usted —dijo,con voz calma.

Eddie giró sobre sus talones, losojos muy abiertos. Entonces sonrió,salvajemente.

—Vaya —dijo—. Vaya, vaya.—No seas cretino —dijo Charlie—.

No apuestes más dinero a esa malditajugada, Eddie. Nadie puede conseguirlo.

Eddie seguía mirando al camarero.—Bueno, ¿quiere participar? De

acuerdo. Es solo una pequeña apuestaentre amigos, ¿pero quiere participar?

—Así es —dijo el camarero.—Así que se piensa que estoy

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borracho y que como estoy forradoquiere participar, de manera amistosa,mientras el dinero sigue flotando. —Eddie miró a la multitud y vio, alinstante, que estaban de su parte. Eso eramuy importante—. De acuerdo, le dejaréparticipar. Así que coloque primero lajugada. —Puso las dos bolas sobre lamesa—. Vamos. Colóquelas.

—Muy bien.El camarero salió de detrás de la

barra y colocó las dos bolas sobre lamesa, con cierto cuidado. La posiciónera, si acaso, más difícil que antes.

La cartera de Eddie seguía sobre labanda. La recogió.

—Muy bien, quería conseguir dinero

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fácil —dijo. Empezó a contar billetes dediez y de veinte, depositándolos en elcentro de la mesa—. Mire, aquí haydoscientos dólares. Es una semana decomisiones y gastos. —Miró alcamarero, sonriendo—. Apuestedoscientos dólares y tendrá suoportunidad de conseguir dinero fácil.¿Qué le parece?

El camarero trató de parecertranquilo. Miró a la multitud. Todos loestaban mirando. Entonces pensó en lascopas que le había servido a Eddie.Debían de haber sido al menos cinco.Esta idea lo reconfortó. Pensó tambiénen las partidas que había visto jugar alos dos hombres. Esto lo reafirmó.

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Y el joven tenía cara de honrado.—Los cogeré de la caja —dijo el

camarero.Un minuto más tarde había

cuatrocientos dólares en billetes sobrela mesa, en un rincón, donde noafectaran a la jugada. Eddie se dirigióotra vez al dispensador de talco.Entonces se inclinó, enfiló, apuntótorpemente y golpeó la bola tacadora.Solo hubo una mínima diferencia entreese golpe y el golpe que había usadotoda la velada: una suavidad liviana eimperceptible en la regularidad delmovimiento. Pero solo un hombrepresente lo advirtió. Ese hombre eraCharlie; y cuando todos los demás pares

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de ojos de la sala de billar estabanconcentrados en silenciosa atención enla bola blanca, algo sorprendentesucedió en los rasgos fijos de su cararedonda. Sonrió, amable y levemente,como podría sonreír un padre al ver a unhijo con talento.

La bola blanca chocó en la banda ygolpeó la catorce con un pequeño click.La bola catorce se deslizó por la mesa ycayó suavemente en la tronera de laesquina…

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Capítulo cuatro

Cuando subieron al coche Eddie silbabaentre dientes. Arrojó la chaquetaalegremente al asiento trasero, se pusoal volante, y empezó a sacar de losbolsillos de su pantalón los billetesarrugados, casi todos de cinco y de diez.Los alisó contra su rodilla, uno a uno,contándolos en voz alta al hacerlo.

El rostro y la voz de Charlieestaban, como siempre, inexpresivos.

—Mira —dijo—, son doscientos debeneficio y lo sabes. Así quepongámonos en marcha.

Eddie le dirigió una sonrisa

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especialmente amplia. Disfrutabahaciendo esto, sabiendo que el encantono tenía ningún efecto medible sobreCharlie.

—¿Qué prisa hay? —dijo,disfrutando del simple placer de lavictoria—. Así es como me divierto.Contando la pasta.

El coche era un sedán Packard demediana edad increíblemente sucio.Después de contar el dinero Eddiedobló los billetes con presteza, se metióel rollo en el bolsillo, y puso el motoren marcha.

—Ese pobre camarero —dijo,sonriendo—. Las va a pasar moradasexplicándole al jefe adónde ha ido el

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dinero.—Él se lo buscó —dijo Charlie.—Claro. Todos nos lo buscamos,

todos. Deberíamos alegrarnos de noconseguirlo.

—Le pudo la avaricia —dijoCharlie—. Cuando entramos, me dicuenta de que era de los ansiosos.

Condujeron durante una hora, ensilencio a excepción del silbidito entredientes de Eddie. Puso un rato la radio,escuchó música muy mala, leaconsejaron que bebiera vino MogenDavid, condujera con precaución el finde semana, bebiera Royal Crown Cola(la mejor según la prueba del sabor) ycomprara bonos. Después de este último

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anuncio Eddie apagó la radio.—¿Cómo vamos? —preguntó.Charlie echó mano a su pitillera y

automáticamente sacó un cigarrillo paraEddie antes de encender el suyo propio.

—Ahora tienes unos seis mil.Eddie pareció contento con esto,

aunque, naturalmente, ya sabían cómoiban.

—Eso está muy bien para unprincipiante —dijo—. Cuatro mesesfuera de Oakland, seis mil. Y los gastos.—Rio—. Demonios —encendió sucigarrillo con una mano, sujetando conla otra el volante—, si no hubiera sidoun maldito idiota y hubiera dejadoescapar esos ochocientos en Hot Springs

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tendríamos siete mil. Tendría que haberdejado renunciar a ese tipo, Charlie,como me dijiste. No puedo regalar atodo el mundo con el que me encuentredos bolas en una partida.

—Así es. —Charlie encendió supropio cigarrillo.

Eddie se echó a reír.—Bueno, vive y aprende —dijo—.

Soy muy bueno, pero no tan bueno.Pisó bruscamente el acelerador, dio

un volantazo y empezó a adelantar a unafila de coches que llevaban siguiendodesde hacía unos diez minutos. Aladelantar al cuarto coche divisó uncamión que venía de frente y frenó paravolver al carril.

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—Tampoco al volante eres tan bueno—dijo Charlie, y Eddie volvió a reírse.

—Este coche está bien —dijo,sonriendo—. Pero juega un juego duro.¿Y sabes una cosa, Charlie? Cuantoterminemos, después de conseguir,digamos, quince mil dólares y suficientedinero para volver en avión a casa, voya regalarte este coche.

—Gracias —dijo Charlie,seriamente—. Y el diez por ciento.

—Y el diez por ciento.Eddie se echó a reír y pasó al carril

de la izquierda. El viejo Packard, consorprendente determinación, adelantó alresto del tráfico. De vuelta al carrilderecho, Eddie redujo la velocidad a

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unos firmes cien kilómetros por hora.Un minuto después Charlie volvió a

hablar.—¿A qué viene tanta prisa?—Quiero llegar. Al Bennington. —

Hizo una pausa—. Esto va a ser lo quecuenta. Llevo mucho tiempo queriendover el Bennington.

Charlie pareció pensárselo unmomento.

—Mira, Eddie —dijo entonces—.¿Recuerdas que te dije que temantuvieras lejos de Chicago? Siempre.

Eddie trató de no mostrar sumalestar. Dejó que las palabras calaranun momento, y luego dijo:

—¿Por qué?

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La voz de Charlie sonó tan átonacomo siempre.

—Podrían derrotarte.Eddie mantuvo los ojos fijos en la

carretera.—Así que no debería apostar en

primer lugar, porque podríanderrotarme. Tal vez debería servendedor. Artículos de droguería, talvez.

Charlie arrojó por la ventanilla lacolilla de su cigarrillo.

—Tal vez deberías. Significa queeres el tipo de jugador de billar que dagato por liebre. El tipo de timador conclase del que todo timado se haceamigo. La primera vez que entraste en

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mi local tenías dieciséis años y vendíasel paquete completo.

Eddie sonrió.—Sé buscarme la vida, ¿y qué? ¿Es

malo?—Mira, Eddie, ¿quieres jugar con

uno de los tipos importantes delBennington? ¿Quieres dejar estos timosde poca monta y llevarte una buenatajada?

—¿Quién más va a dejarme ganardiez mil dólares en una sola noche?

—Mira, Eddie. —Charlie se volvióhacia él, el rostro todavía impasible—.No vas a dársela con queso a esos tiposde Chicago. Será como en Hot Springs,solo que peor. Vas a jugar con gente que

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sabe lo que pasa en una mesa de billar.—En Hot Springs hice una mala

apuesta. Aprendí algo. No volveré ahacer malas apuestas en Chicago.

—Oí a gente decir que cuandoentraras en el Bennington, harías unamala apuesta.

Eddie, bruscamente, se echó a reír.—Charlie, si no fueras mi mejor

amigo, te echaría del coche y tendríasque seguir a pie.

Continuaron en silencio durante unrato. Se hacía tarde, el aire empezaba arefrescar y había más sombras. Dejaronatrás amasijos de edificios, internándoseen un territorio más densamentepoblados. El tráfico en la dirección

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contraria empezaba a volverse másintenso también, el principio del éxododel fin de semana en la gran ciudad. Loscarteles anunciando cerveza y gasolinase hicieron frecuentes.

Finalmente, Charlie habló. Eddie loestaba esperando, preguntándose qué eraexactamente lo que tenía en mente.

—Eddie, no tienes que ir alBennington. ¿Por qué arriesgar lo quetenemos? Puedes apañártelas en lossalones pequeños y ganar al menos milpavos, sin riesgo de perder. Luegovolvemos a casa por una ruta distinta yconseguirás tus quince de los grandesigual que has ganado lo que ya tenemos.

Eddie dejó que todo aquello calara.

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Luego dijo, casi suplicante:—Charlie, estás intentando socavar

mi confianza. Sabes que tengo que jugaren el Bennington. Sabes que he sido undon nadie toda la vida, una minucia deloeste. Sabes que cuando derroté aJohnny Vargas (y estamos hablando deJohnny Vargas, Charlie, el tipo queinventó el billar de una tronera), dijoque era el mejor que había visto. Y alláen casa había gente que decía que era elmejor del país. El mejor del país,Charlie.

—Así es —dijo Charlie—, y dejasteque un pintamonas llamado WoodyFleming te limpiara ochocientos dólaresen Hot Springs.

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—Charlie —dijo Eddie—. Le regalédos bolas de ocho. Por el amor de Dios,es el primer dinero que pierdo desdeque dejamos Oakland, California.

—Vale. Lo retiro. Quería recordarteque, a veces, la gente pierde.

La voz de Eddie todavía mostraba sudolor.

—Mira, Charlie. ¿Has visto algunavez un jugador de billar mejor que yo?¿Has visto alguna vez, en veinte años enun salón de billar, alguien a quien nopudiera derrotar, sin despeinarme,cualquier día de la semana, en cualquiertipo de billar que quisiera?

—De acuerdo. De acuerdo. —Unasombra de irritación se insinuó en la voz

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de Charlie—. Nadie puede derrotarte.Atravesaron un barrio periférico,

luego otro. Eddie siguió empalmando uncigarrillo con otro, y empezaba a sentircon intensidad algo que había sentidomuchas veces antes, pero nunca tanfuerte: una especie de autoconscienciaeléctrica, una tensión fina y alerta. Y unasensación de ansiedad, también, y deexpectación. Se sentía bien. Nervioso, elestómago tenso, pero bien.

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Capítulo cinco

Eddie estaba sentado en el borde de lacama, vestido solamente con sus caroscalzoncillos, con los que había dormido.Su cama estaba junto a la ventana de lahabitación y a través de ella Eddiecontemplaba el sol de la tarde y elpuñado de edificios cercanos. Tras él,Charlie seguía durmiendo, su cara,incluso en sueños, cómica e impasible.

Eddie encendió un cigarrillo, de unmodo más relajado de lo que solíahacerlo. Se sentía bien. Acababa dedespertar de un largo sueño levementealcohólico; pero su mente se había

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despejado al instante, comprendido elsignificado del tiempo y el lugar.

Contempló la habitación del hotel.Era muy limpia, de aspecto moderno,con muebles de color claro y paredespastel; eso le gustaba. Empezó a silbarentre dientes.

Luego se dirigió al cuarto de baño yse dio una ducha caliente, se lavó elpelo, se frotó las uñas de los dedos conun cepillo de nailon rosa que llevaba ensu bolsa de útiles de afeitar, se rasuró,se sentó en el filo de la bañera y empezóa limpiarse los zapatos.

Charlie entró en el cuarto de baño,en pijama, y se sentó en la taza. Miróparpadeando a Eddie durante un

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momento, y al cabo de un rato habló.—Por el amor de Dios… ¿quién es

capaz de sentarse por la mañana en labañera, desnudo como un pecado ymostrando las costillas, y ponerse asacarle brillo a los malditos zapatos?

Entonces asumió la clásica posecontemplativa, los codos en las rodillas.

Eddie terminó con el cepillo.—Yo. Y es por la tarde. Las dos de

la tarde.—Vale —dijo Charlie—. Vale, es

por la tarde y eso hace que esté muybien que muestres tu anatomía y tepongas a sacarle brillo a los zapatos enla bañera. Vale. Ahora lárgate. Quierointimidad.

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Eddie recogió sus zapatos y saliódel cuarto de baño, dejando la puertaabierta adrede. Charlie no dijo nada,pero consiguió estirar un grueso piedesde el trono para cerrarla de golpe.

Eddie se puso un par de calzoncilloslimpios y se sentó en la cama. Entonces,con el mismo tono casual y tanburlonamente como pudo, preguntó:

—¿Cuánto dinero voy a ganar hoy,Charlie?

Sabía que el otro no iba acontestarle, pero esperó la respuesta.Entonces dijo, aún más alto:

—¿Quién me va a ganar?Tampoco obtuvo respuesta esta vez.

No del Buda sentado. Pero se sentía

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animado, y le apetecía hablar, pinchar aCharlie. Sabía que ya había habladodemasiado, pero quería seguirhaciéndolo, quería que Charlie tratarade pinchar más su ego, quería reírse deCharlie y saber, también, que todo loque Charlie decía de él era verdad.

—¿Qué crees que harán los tipos delBennington cuando me vean? —Setumbó en la cama, sonriendo; pero susonrisa era un poco tensa, forzada.

Charlie abrió la puerta, entró en lahabitación, y empezó a buscar en sumaleta.

—Ya te he dicho lo que pienso delBennington.

—Claro. ¿Pero y los tipos del

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Bennington? ¿George el Duende? ¿Fats?Tienen que haber oído hablar de mí. Yalguien me señalará con el dedo si nome reconocen cuando me vean. ¿Qué vaa pasar?

Charlie encontró su cepillo dedientes en la bolsa y lo alzó,arrancándole una pelusa.

—Mira —dijo—, sabes tanto comoyo del tema. Y sabes más de engañar albillar que yo.

—Cierto, pero…—Mira, Eddie. —Charlie se

levantó, con el cepillo de dientes en lamano. La combinación de pijama ycepillo de dientes le hacía parecerridículo, como un niño gordo en un

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anuncio—. Todo esto es idea tuya. Dijeque te sacaría a la carretera, porque yomismo he estado en la carretera. Y teenseñé todo lo que sabía sobre ganartela vida en salones pequeños… y notardé ni una semana en hacerlo. Pero nodije que pudiera guiarte en esta ciudad.Llevo quince años oyendo hablar deMinnesota Fats. Llevo quince añosescuchando decir que es el mejorjugador de billar directo del país, perono lo reconocería por la calle si loviera. Y no sé lo bueno que es: todo loque conozco es su reputación. Por elamor de Dios —se dirigió al cuarto debaño—, ni siquiera sé lo bueno que erestú.

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Eddie lo vio dirigirse a la puerta.Entonces dijo, en voz baja:

—Bueno, yo tampoco, Charlie.

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Capítulo seis

Tuvieron que coger el ascensor hasta laoctava planta, un ascensor que seestremecía y tenía puertas de bronce ycapacidad para cinco personas. Noparecía muy adecuado entrar en un salónde billar en ascensor; y Eddie nuncahabía imaginado así el Bennington.Nadie le había hablado del ascensor.Cuando salieron había un pasillo muyalto y muy amplio ante ellos. Sobre lapuerta estaba escrito, con débiles letrasde neón, SALÓN DE BILLARBENNINGTON. Miró a Charlie y luegoentraron.

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Eddie llevaba consigo una pequeñafunda de cuero cilíndrica. Tenía eldiámetro aproximado de su antebrazo yunos dos palmos y medio de longitud.Dentro había un taco de billarmagníficamente hecho, grabado, conpunta de marfil y flecha de cuerofrancés, delicadamente equilibrado.Tenía dos partes; podían enroscarse conun resorte de bronce de dos piezas,unido al extremo de cada sección.

El lugar era grande, más aún de loque había imaginado. Era familiar,porque el olor y el aspecto de un salónde billar son iguales en todas partes;pero también era muy distinto.Victoriano, con grandes sillones de

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cuero, grandes lámparas de latónornado, tres altos ventanales con tupidascortinas, una sensación de espacio, deelegancia.

Estaba prácticamente vacío. Nadiejuega al billar por la tarde; pocaspersonas vienen a esa hora excepto abeber al bar, hacer apuestas en lascarreras o jugar a las tragaperras, yBennington no tenía nada de eso.También en esto era único: su negocioera el billar, nada más.

Había un hombre practicando en lamesa de delante, un hombre grande quefumaba un puro. Otra mesa más allá doschicos altos con chaquetas y vaquerosjugaban a bola nueve. Uno de ellos tenía

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largas patillas. En el centro de la sala unhombre muy grande con pesadas gafasde pasta negra (como un ejecutivo depublicidad) estaba sentado en una sillagiratoria de roble junto a la cajaregistradora, leyendo un periódico. Losmiró un momento cuando entraron ycuando vio la funda de cuero en la manode Eddie lo miró un instante a la caraantes de volver al periódico. Más allá,al fondo de la sala, un negro jorobadocon ropa amorfa empujaba una escoba,cojeando.

Escogieron una mesa hacia el fondo,varias mesas más allá de los quejugaban a bola nueve, y empezaron apracticar. Eddie cogió un taco de la

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casa, dejando a un lado la funda decuero, sin abrir, junto a la pared.

Jugaron tranquilamente durante unoscuarenta y cinco minutos. Eddie tratabade sentir el aspecto de la mesa,acostumbrarse al gran tamaño de cientoveinte por doscientos setentacentímetros (desde la guerra todas lasmesas de billar eran ciento veinte pordoscientos cuarenta) y aprender cómo serebotaba en las bandas. Eran un pocoblandas y el roce del tapete era suave,haciendo que las bolas tomaran largosángulos y dificultando golpear a lainglesa, con efecto. Pero la mesa erabuena, nivelada, regular, con tronerasdespejadas, y le gustaba su tacto.

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El hombre grande del puro seacercó, cogió una silla, y se puso amirarlos. Después de que terminaran lapartida se sacó el puro de la boca, miróa Eddie intensamente, miró la funda decuero apoyada contra la pared, miró denuevo a Eddie y dijo, pensativo:

—¿Está buscando acción?Eddie le sonrió.—Tal vez. ¿Quiere jugar?El hombre grande frunció el ceño.—No. Demonios, no —respondió, y

entonces añadió—: ¿Es usted EddieFelson?

Eddie sonrió.—¿Quién es ese? —Sacó un

cigarrillo del bolsillo de su camisa.

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El hombre volvió a meterse el puroen la boca.

—¿A qué juega? ¿Qué tipo prefiere?Eddie encendió el cigarrillo.—A lo que usted quiera, amigo.

Juguemos.El hombre se sacó el puro de la

boca.—Mire, amigo —dijo—, no intento

timarlo. Nunca me enfrento a gente queentra en los salones de billar con fundasde cuero. —Su voz era fuerte,imperiosa, y sin embargo parecíacansado, como si estuviera muydesanimado—. Le hago una preguntaeducada y usted se hace el listo. Vengo ylo miro y pienso que tal vez pueda

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ayudarlo, y usted quiere hacerse el listo.—De acuerdo —Eddie sonrió—, sin

resentimientos. Juego al billar directo.¿Conoce algún jugador de directo eneste salón?

—¿Qué tipo de billar directo legusta?

Eddie lo miró un momento,advirtiendo la forma en queparpadeaban los ojos del hombre.

—Me gusta el caro —respondió.El hombre masticó su puro un

momento. Luego se inclinó haciaadelante en su asiento y dijo:

—¿Viene a jugar al billar directocon Minnesota Fats?

A Eddie le cayó bien este tipo.

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Parecía muy extraño, como si estuvieraa punto de estallar.

—Sí —dijo.El hombre se le quedó mirando,

masticando el puro.—No. Váyase a casa.—¿Por qué?—Le diré por qué, y será mejor que

lo crea. Fats no necesita su dinero. Y esimposible que pueda vencerlo. Es elmejor del país. —Se acomodó en elasiento, exhalando humo.

Eddie siguió sonriendo.—Me lo pensaré —dijo—. ¿Dónde

está?El hombretón cobró vida

violentamente.

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—Por el amor de Dios —dijo en vozalta, desesperado—. Habla como unbuscavidas de altos vuelos. ¿Quién secree que es, Humphrey Bogart? Tal vezlleva una pipa y lleva gabardina y es untipo importante al billar allá enCalifornia o en Idaho o donde sea.Apuesto a que ya ha derrotado a todoslos granjeros que juegan al bola nuevede aquí a la Costa Oeste. Muy bien. Lehe dicho lo que quería decirle deMinnesota Fats. Siga adelante y jueguecon él, amigo.

Eddie se echó a reír. No con desdén,sino con diversión: diversión por el otrohombre y por él mismo.

—De acuerdo —dijo, riendo—.

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Solo dígame dónde puedo encontrarlo.El hombretón se levantó de la silla

con considerable esfuerzo.—Quédese donde está —dijo—.

Viene cada noche, a eso de las ocho.Se metió el puro en la boca y

regresó a la mesa de delante.—Gracias —le dijo Eddie. El

hombre no respondió. Empezó apracticar de nuevo, una larga tirada porla banda con la bola tres.

Eddie y Charlie regresaron a supartida. La charla con el hombretón lehabía molestado un poco, pero, de algúnmodo, tuvo el efecto de que se sintieramejor por la noche. Empezó aconcentrarse en la partida, afinando sus

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golpes, embocando pequeños grupos debolas y luego fallando adrede, más porla costumbre que por miedo a seridentificado. Siguieron jugando, y unrato después, las otras mesas empezarona llenarse de hombres y de humo y elchasquido de las bolas y él empezó amirar hacia la enorme puerta de entrada,observando.

Y entonces, después de terminar deembocar un grupo de bolas, alzó lacabeza y vio, apoyado contra la mesa deal lado, a un hombre enormemente gordocon el pelo negro y rizado que leobservaba jugar, un hombre con ojosnegros y pequeños.

Cogió la tiza y empezó a frotar con

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ella la punta de su taco, lentamente,mirando al hombre. No podía tratarse deotro, no con todo aquel peso, no con elaspecto de autoridad, no con aquellosojitos agudos.

Llevaba una camisa de seda,amarillo verdoso, abierta por el cuello ycerrada sobre su amplio vientre deblando aspecto. Su rostro era comopasta, como la cara de la luna llena enun calendario gratis, hinchada como lade un esquimal, orejas pequeñaspegadas a la cabeza, el pelo brillante,rizado, y cuidadosamente recortado, latez clara, rosácea. Tenía las manoscruzadas sobre el enorme vientre, sobreun pequeño cinturón enjoyado, y había

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brillantes anillos con gemas en cuatro desus dedos. Las uñas estabanmanicuradas y pulidas.

Cada diez segundos hacía un súbitoy convulsivo movimiento con la cabezaque forzaba su barbilla hacia laclavícula izquierda. Era un movimientomuy súbito, y causaba una muecaautomática en el lado de la boca queparecía afectado por el tic. Aparte deeso, no había ninguna otra expresión ensu cara.

El hombre se le quedó mirando.—Tira muy bien —dijo. Su voz no

tenía ningún tono. Era muy grave.A Eddie, de algún modo, no le

apeteció sonreír.

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—Gracias —dijo.Volvió a la mesa y terminó de

recoger las bolas. Entonces, cuando elcajero, el hombre de las gafas demontura negra, las estaba colocando,Eddie se volvió hacia el gordo y dijo,sonriendo esta vez:

—¿Juega usted al billar directo,amigo?

La barbilla del hombre se sacudió,bruscamente.

—De vez en cuando —contestó—.Ya sabe cómo es.

Su voz sonaba como si estuvierahablando desde el fondo de un pozo.

Eddie continuó frotando su taco contiza.

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—Usted es Minnesota Fats, ¿verdad,amigo?

El hombre no dijo nada, pero susojos parecieron aletear, como si sesintiera divertido, o tratara de serlo.

Eddie siguió sonriendo, pero notóque las yemas de sus dedos temblaban yse metió una mano en el bolsillo,sujetando el taco con la otra.

—De donde vengo, dicen queMinnesota Fats es el mejor del país.

—¿Eso dicen? —La cara del hombrevolvió a sacudirse.

—Así es —contestó Eddie—. Dedonde yo vengo dicen que MinnesotaFats no falla una bola.

El otro hombre guardó silencio

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durante un momento.—Es usted de California, ¿verdad?

—dijo por fin.—Así es.—¿Se llama Felson, Eddie Felson?

—Pronunció las palabras con cuidado,claramente, sin calor ni malicia en ellas.

—Así es, en efecto.Parecía no haber nada más que

decir. Eddie volvió a su partida conCharlie. Sabiendo que Minnesota Fats loestaba observando, midiéndolo,calculando los riesgos de jugar con él,se sintió nervioso; pero sus manosfueron firmes con el taco y elnerviosismo fue suficiente para hacerlesentir alerta, ágil, para agudizar su

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sentido de la partida que estaba jugando,su sensación de las bolas y del deslizarde las bolas y del efecto del taco. Jugócon atención, descartando su prácticahabitual de parecer débil, haciendo tirosprecisos y bien controlados, hasta quelas quince bolas de coloresdesaparecieron de la mesa.

Entonces se dio la vuelta y miró aFats. Este no parecía verlo. Su barbillase sacudió, y entonces se volvió haciaun hombre pequeño que estaba a su lado,observando.

—Juega al directo —dijo—. ¿Creesque será un buscavidas?

Entonces se volvió hacia Eddie, lacara inexpresiva pero los ojillos agudos,

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observadores.—¿Es usted jugador, Eddie? ¿Le

gusta apostar dinero al billar?Eddie lo miró a la cara y,

bruscamente, sonrió.—Fats —dijo, sonriendo,

sintiéndose bien, de maravilla—,juguemos usted y yo una partida.

Fats lo miró un instante.—¿Cincuenta dólares?Eddie se echó a reír, miró a Charlie

y luego se volvió hacia Minnesota Fats.—Demonios, Fats, usted juega a lo

grande. Todo el mundo dice que juega alo grande. No seamos gallinas.

Miró a los hombres que estabanjunto a Fats. Ambos estaban

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anonadados. Probablemente, pensó,nadie le ha hablado así antes a su grandios de latón. Sonrió.

—Que sean cien, Fats.Fats se le quedó mirando, sin

cambiar de expresión. Entonces, depronto, con un gran movimiento decarnes, sonrió.

—Le llaman Eddie el Rápido, ¿no?—Así es. —Eddie seguía sonriendo.—Bien, Eddie el Rápido. Habla

usted mi idioma. Lance una moneda aver quién saca.

Eddie cogió su funda de cuero dedonde estaba apoyada.

Alguien lanzó al aire medio dólar.Eddie perdió y tuvo que sacar. Hizo el

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saque estándar: dos bolas fuera delgrupo y de vuelta otra vez, tres rebotesde la bola blanca hasta el cojín final, ydetuvo la bola blanca en la banda conapenas el filo de una bola esquineraasomando desde detrás del grupo parapoder golpear. Entonces Fats se acercómuy despacio, reflexivo, hasta la partedelantera del salón, donde había un granarmario de metal. Lo abrió y sacó untaco, unido por el centro por unaabrazadera de bronce, como el deEddie. Cogió un cubo de tiza de la mesay frotó el taco mientras regresaba. Nisiquiera pareció mirar la disposición delas bolas sobre la mesa, y tan solo dijo:

—Bola cinco. Tronera de la esquina.

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Y ocupó la posición tras la bolatacadora para tirar.

Eddie lo observó con atención. Seacercó a la mesa con pasitos cortos yrápidos, abordándola de lado ycolocando el taco en posición mientraslo hacía, de modo que quedó sujetandoel taco, de perfil respecto a la mesa,sobre su gran estómago, el puente de lamano ya formado, la mano derechasujetando con delicadeza la culata deltaco, igual que un violinista sostiene suinstrumento: con gracia pero conseguridad. Y entonces, como si fuera unaparte integral y continua de suacercamiento a la mesa, su mano puentese había asentado sobre el tapete y casi

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inmediatamente hubo un suavemovimiento del taco, sin esfuerzo, a ras,y la bola blanca corrió por la mesa ygolpeó la esquina de la bola cinco y labola cinco corrió por la mesa y entró enla tronera de la esquina. La bola blancachocó contra el grupo, desperdigandolas demás bolas.

Y entonces Fats empezó a moversepor la mesa, embocando bolas,desaparecida ahora toda su antiguagravedad, sus movimientos como unballet, los pasos ligeros, y ensayados; elpuente de la mano caía inevitablementeen el lugar adecuado; la mano en la parteposterior del taco con sus dedos gruesosy enjoyados empujaban la fina vara

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contra la bola blanca. Nunca se paraba amirar la disposición de las bolas, nuncaparecía pensar o prepararse para el tiro.Cada cinco tiros se detenía para frotarsuavemente con tiza la punta de su taco,pero ni siquiera miraba la mesa alhacerlo; simplemente miraba lo quehacía en el momento.

Embocó catorce de las quince bolasde la mesa muy rápidamente, dejando labola restante en posición excelente parael saque.

Eddie colocó las bolas. Fats hizo elsaque, golpeando sin esfuerzo pero conpotencia la bola blanca de modo queesparció todas las bolas sobre la mesa.Empezó a embocarlas.

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Era bueno. Era fantásticamentebueno. Coló ochenta bolas antes dedarlo por bueno y ponerse a seguro.Eddie había visto y hecho tacadas másgrandes, mucho más grandes, pero nuncahabía visto a nadie tirar con la facilidad,con la certeza, de ese hombre grueso ydelicado.

Eddie miró a Charlie, sentado ahoraen una de las grandes sillas altas. Elrostro de Charlie no mostró nada, perose encogió de hombros. Entonces Eddiemiró la jugada con atención. Era un buenseguro, pero pudo devolverlo,colocando la bola blanca al fondo, sindejar nada a lo que tirar. El juego seconvirtió en un toma y daca, sobre

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seguro, sin dejar aberturas para el otro,hasta que Eddie cometió un pequeñoerror y dejó que Fats se soltara el pelo.Fats se acercó a la mesa y empezó atirar. Eddie se sentó. Miró alrededor; ungrupito de diez o quince personas sehabía formado ya alrededor de la mesa.Un hombre elegante de mejillassonrosadas y gafas se movía entre elgrupo, haciendo apuestas. Eddie sepreguntó cómo iba. Miró al reloj de lapared sobre la puerta. Las ocho y media.Tomó aire y lo dejó escapar lentamente.

Sabía que empezaría perdiendo. Esoera natural; jugaba contra un granjugador en su propia mesa, en su propiosalón de billar, y pensaba perder durante

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unas cuantas horas. Pero no tanto. Fats leganó dos partidas por ciento veinticincoa nada y en la tercera partida Eddiefinalmente pudo sacar y marcarcincuenta. No era agradable perder y sinembargo, de algún modo, no se sentíaprofundamente inquieto, no sentía queperdía ante la brillantez del juego delotro hombre, no se sentía nervioso niconfuso. Se pasaba la mayor parte decada partida sentado y cada vez que Fatsganaba una mano Fats le sonreía y ledaba cien dólares. Fats no tenía nadaque decir.

A las once, después de que perdierala sexta partida, Charlie se le acercó, lomiró, y dijo:

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—Déjalo.Eddie miró a Charlie, que parecía

estar sudando.—Le ganaré. Espera.—No estés tan seguro. —Charlie

volvió a su asiento, al otro lado de lamesa.

Entonces Eddie empezó a ganar. Losintió arrancar en mitad de una partida,empezó a notar la sensación que tenía aveces de ser parte de la mesa y de lasbolas y del taco. El golpe de su brazoparecía viajar sobre vías engrasadas; ycada músculo de su cuerpo estaba alerta,sensible al juego y el movimiento de lasbolas, agudamente consciente de cómorodaría cada bola, de cómo,

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exactamente, había que hacer cada tiro.Fats le ganó esa partida, pero lo notóvenir y ganó la siguiente.

Y la partida siguiente a esa, y lasiguiente, y luego otra. Entonces alguienapagó todas las luces excepto las de lamesa en la que estaban jugando y elfondo del Bennington desapareció,dejando solo los rostros del grupo dehombres alrededor de la mesa, el verdedel paño y las bolas ahora bruscamentemarcadas, limpias, de sombras negras,brillantes contra el verde. Las bolastenían bordes nítidos y enjoyados; labola tacadora misma era una joya decolor blanco de leche y era magníficoverlas rodar y saber de antemano

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adónde iban a rodar. Nadie podía ser tanclaro o tan simple o tan excelente. Y nohabía límites al tiro que podía hacerse.

El juego de Fats no cambió. Erabrillante, fantásticamente bueno, peroEddie le estaba ganando ahora, jugandouna partida increíble: una partidapreciosa, hechizante, una partida quesentía que había sabido toda la vida quejugaría cuando llegara el momento. Nohabía mejor momento que este.

Y entonces, cuando terminó lapartida, hubo ruido al frente y Eddie sevolvió y vio que el reloj indicaba lamedianoche y que alguien cerraba conllave la gran puerta de roble, y miró Fatsy Fats dijo:

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—No se preocupe, Eddie el Rápido.No vamos a ir a ninguna parte.

Entonces sacó del bolsillo un billetede diez dólares, se lo tendió a un jovennervioso vestido de negro que estabamirando la partida, y dijo:

—Predicador, quiero whisky WhiteHorse. Y hielo. Y un vaso. Y cómpratealgo de droga con el cambio, pero hazlodespués de volver con mi whisky.

Eddie sonrió, y le gustó estasensación de prepararse para la acción.

—Bourbon J. T. S. Brown —le dijoal hombre delgado. Entonces apoyó eltaco en la mesa, se desabrochó lasmangas de la camisa, y empezó asubírselas. Estiró los brazos,

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flexionando los músculos, disfrutandode la buena sensación de su firmeza, desu control.

—Muy bien, Fats. Usted saca.Eddie le ganó. El placer era

exquisito; y cuando el hombre trajo elwhisky y lo mezcló con agua de lanevera y lo bebió, todo su cuerpo y sucerebro parecieron inundarse de placer,de alerta y vida. Miró a Fats. Había unaoscura línea de sudor en su nuca. Susuñas manicuradas estaban sucias. Sucara seguía sin mostrar ningunaexpresión. También él tenía en la manoun vaso de whisky y lo bebía ensilencio.

De repente, Eddie le sonrió.

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—Juguemos a mil la partida, Fats —dijo.

Hubo un murmullo en el grupo deespectadores.

Fats dio un sorbo a su whisky, lopaladeó cuidadosamente en su boca, lotragó. Sus agudos ojos negros estabanclavados en Eddie, sin pasión,estudiando. Pareció ver algo que loreafirmó. Entonces miró, durante unmomento, al hombre de las gafas, elhombre que había estado tomando lasapuestas. El hombre asintió, arrugandolos labios.

—De acuerdo.Eddie lo sabía, podía sentir que

nadie había jugado jamás al billar

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directo de esta forma. El juego de Fats,en sí mismo, era sorprendente, un juegoconsistentemente hermoso y preciso, unjuego diestro y rápido casi sin ningúnerror. Y ganaba las partidas; ningúnpoder en la tierra podría haber impedidoque ganara alguna de ellas, pues el billares un juego que no da al hombre que estásentado ningún modo terrenal de afectarlos tiros del hombre a quien intentaderrotar. Pero Eddie le ganó,firmemente, haciendo tiros que nadiehabía hecho antes, colando bolas,jugando al extremo, embocando grupotras grupo de bolas sin que su tacadoratocara un cojín, lanzando bola tras bolatras bola al centro, el corazón de cada

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tronera. Su brazo era algo consciente, yel taco formaba parte de él. Habíanervios en la madera, y podía sentir elgolpeteo de la punta de cuero con losnervios, podía sentir rodar las bolas; yel exquisito sonido que hacían algolpear los fondos de las buchacas eraun sonido que estaba a la vez aquí, en lamesa, y en el centro de su misma alma.

Jugaron durante largo, largo rato yentonces Eddie advirtió que las sombrasde las bolas sobre el paño se habíanvuelto más suaves, habían perdido sunitidez. Alzó la cabeza y vio una pálidaluz que entraba a través de las cortinasde la ventana y luego miró el reloj. Eranlas siete y media. Miró a su alrededor,

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aturdido. La multitud se había reducido,pero aún quedaban algunos de losmismos hombres. Todo el mundo parecíanecesitar un afeitado. Se palpó la cara.Papel de lija. Se miró. Su camisa estabasucia, cubierta de manchas de tiza, losfondillos por fuera, y la parte delanteraarrugada como si hubiera dormido conella puesta. Miró a Fats, que parecía, siacaso, peor.

Charlie se acercó. También tenía unaspecto infernal. Parpadeó ante Eddie.

—¿Desayuno?Eddie se sentó en una de las sillas

ahora vacías junto a la mesa.—Sí —dijo—. Claro.Rebuscó en su bolsillo y sacó un

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billete de cinco dólares.—Gracias —dijo Charlie—. No lo

necesito. He estado guardando el dinero,¿recuerdas?

Eddie sonrió, débilmente.—Así es. ¿Cuánto va ya?Charlie se lo quedó mirando.—¿No lo sabes?—Se me ha olvidado. —Se sacó del

bolsillo un cigarrillo arrugado, loencendió. Advirtió que sus manostemblaban levemente, pero vio todo estocomo si estuviera mirando a otrapersona—. ¿Cuánto es?

Se echó hacia atrás, fumando elcigarrillo, mirando las bolas que ahorareposaban quietas sobre la mesa. El

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cigarrillo no sabía a nada.—Has ganado once mil

cuatrocientos dólares —dijo Charlie—.En metálico. Lo tengo en el bolsillo.

Eddie lo miró.—¡Bien! —dijo, y añadió—: Ahora,

ve a traer el desayuno. Quiero unsandwich de huevo y café.

—Espera un momento —replicóCharlie—. Te vas a venir conmigo.Vamos a desayunar en el hotel. Lapartida se ha acabado.

Eddie lo miró un instante, sonriendo,preguntándose, también, por qué Charlieno podía verlo, nunca lo había visto. Seinclinó hacia adelante, lo miró, y dijo:

—No, no ha terminado, Charlie.

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—Eddie…—Esta partida de billar se termina

cuando Minnesota Fats diga que haterminado.

—Viniste a por diez mil. Ya tienesdiez mil.

Eddie volvió a inclinarse haciaadelante. Ahora no sonreía. Quería queCharlie lo viera, lo comprendiera,capturara parte de lo que estabasintiendo, parte del compromiso quehacía.

—Charlie —dijo—. He venido aquía por Minnesota Fats. Y voy a ganarle.Voy a quedarme hasta el final.

Fats estaba también sentado,descansando. Se levantó. Su barbilla se

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sacudió, se hundió en la suave carne desu cuello.

—Eddie el Rápido —dijo, sinemoción—, vamos a jugar al billar.

—Haga el saque —dijo Eddie.En mitad de la partida llegó la

comida y Eddie se comió su sandwichentre tiradas, dejándolo en el borde dela mesa mientras tiraba, y engulléndolocon café, que sabía muy amargo. Fatshabía enviado a alguien y comía un platode muchos pequeños sandwiches yembutidos. En vez de café tenía tresbotellas de cerveza Dutch en otro plato ylas bebió en un vaso de pilsner, quesostuvo en su gruesa mano,delicadamente. Se limpiaba los labios

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con una servilleta entre bocados a lossandwiches y, al parecer, no prestabaninguna atención a las bolas que Eddieembocaba metódicamente en la partidade mil dólares en la que él, sentado en lasilla y tomando su desayuno de gourmet,participaba.

Eddie ganó la partida; pero Fatsganó la siguiente, por estrecho margen.Y a las nueve las puertas del salón seabrieron de nuevo y un anciano de colorentró cojeando y empezó a barrer elsuelo y abrió las ventanas, retirando lascortinas. Fuera, el cielo eraabsurdamente azul. Entró el sol.

Fats volvió la cabeza hacia elconserje y dijo, con voz fuerte y átona,

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desde el otro lado de la sala:—Aparta ese maldito sol.El negro regresó a las ventanas y

corrió las cortinas. Luego volvió a suescoba.

Jugaron, y Eddie siguió ganando. Ensus hombros, ahora, y en su espalda y enla parte trasera de sus piernas había unaespecie de dolor sordo; pero el dolorparecía de otra persona y apenas losentía, apenas sabía que estaba allí.Simplemente siguió tirando y las bolassiguieron entrando y el hombre grueso ygrotesco con el que estaba jugando (elhombre que era el Mejor Jugador deBillar Directo del país) seguía dándolea Charlie grandes cantidades de dinero.

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Una vez, advirtió que, mientras él tirabay el otro hombre estaba sentado, Fatshablaba con el hombre de las mejillassonrosadas y con Gordon, el encargado.El hombre de las mejillas sonrosadastenía la billetera en la mano. Después deesa partida, Fats le pagó a Charlie conun billete de mil dólares. Ver el billeteque acababa de ganar no le hizo sentirnada. Solo deseó que el hombre queponía las bolas en la mesa se diera prisay acabara de colocarlas.

El dolor y el entumecimientoaumentaron gradualmente, pero noafectaron a la manera en que su cuerpojugaba al billar. Había una extrañasensación abrumadora de que en

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realidad estaba en otro lugar en la sala,sobre la mesa, flotando, posiblemente,con la pesada e informe masa de humode cigarrillos que colgaba bajo la luz,viendo su propio cuerpo allá abajo,lanzando pequeñas bolas de colores aagujeros impulsándolas con un largopalo de madera pulida. Y en algún otrolugar de la sala, quizás en todas partes,había un hombre increíblemente gordo,silencioso, siempre en movimiento,impertérrito, un hombre cuyos agudosojillos veían no solo las bolas decolores sobre el rectángulo verde, sinotambién el millón de rincones de la sala,estuvieran o no iluminados por el conode luz que se circunscribía al brillante

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rectángulo de la mesa de billar.A las nueve de la noche Charlie le

dijo que había ganado dieciocho mildólares.

Algo sucedió, de pronto, en suestómago cuando Charlie le dijo esto.Una fina cuchilla de acero rozó unnervio en su estómago. Trató de mirar aFats, pero, durante un momento, nopudo.

A las diez y media, después de ganaruna partida y luego perder otra,Minnesota Fats fue al cuarto de baño yEddie se encontró sentado y entonces, enun momento, tuvo la cabeza entre susmanos y miraba el suelo, a un grupito decolillas aplastadas a sus pies. Y

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entonces Charlie apareció a su lado, oescuchó su voz; pero parecía procederde muy lejos y cuando intentó alzar lacabeza no pudo. Charlie le estabadiciendo que lo dejara: lo supo sinpoder captar las palabras. Y entonceslas colillas empezaron a cambiar deposición y a oscilar, con un movimientosuave pero confuso, y hubo un zumbidoen sus orejas como el zumbido de unaradio barata y, de pronto, se dio cuentade que estaba perdiendo la consciencia,y sacudió la cabeza, débilmente alprincipio y luego con violencia, ycuando dejó de hacer esto pudo ver y oírmejor. Pero algo su mente gritaba. Algodentro de él temblaba, asustado,

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cortando su estómago desde dentro,como una navaja pequeña.

Charlie seguía hablando, pero lointerrumpió.

—Dame un trago, Charlie.No miró a Charlie, sino que mantuvo

los ojos clavados en las colillas,mirándolas fijamente.

—No necesitas un trago.Entonces lo miró, miró la cara

redonda y cómica ensuciada por labarba, y dijo, sorprendido por lasuavidad de su propia voz:

—Cállate, Charlie. Dame un trago.Charlie le tendió la botella.La cogió y dejó que el whisky le

corriera por la garganta. Se atragantó,

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pero no sintió que le quemara, apenas lonotó en el estómago excepto como unsuave calor, suavizando los filos de lanavaja. Entonces miró a su alrededor ydescubrió que su visión estaba bien, quepodía ver con claridad las cosas quetenía directamente delante, aunque losbordes estaban un poco borrosos.

Fats estaba de pie junto a la mesa,limpiándose las uñas. Volvía a tener lasmanos limpias: se las había lavado. Yaunque su pelo estaba todavía grasientoy con aspecto sucio, se había peinado.No parecía más cansado (excepto por lacamisa manchada y una ligera bizqueraen los ojos) que la primera vez queEddie lo vio. Apartó la mirada,

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buscando la mesa de billar. Las bolasestaban colocadas en su triángulo. Labola blanca en la cabecera de la mesa,junto a la banda, en posición para elsaque.

Fats se hallaba al borde de suvisión, en la parte brumosa, y parecíasonreír plácidamente.

—Juguemos al billar, Eddie elRápido —dijo.

De repente, Eddie se volvió hacia ély se le quedó mirando. La barbilla deFats se sacudió hacia su hombro, la bocatorcida por el movimiento. Eddie lo vioy ahora le pareció que aquello teníaalgún tipo de significado; pero no sabíacuál era.

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Y entonces se acomodó en su silla ydijo, las palabras surgieron casi sinquerer:

—Le derrotaré, Fats.Fats tan solo lo miró.Eddie no estaba seguro de si le

estaba sonriendo o no al gordo, alenorme, ridículo, afeminado jugador debillar enjoyado que más parecía unbailarín de ballet, pero le pareció comosi algo estuviera a punto de hacerle reíren voz alta de un momento a otro.

—Le derrotaré, Fats —dijo—. Lederrotaré todo el día y le derrotaré todala noche.

—Juguemos al billar, Eddie elRápido.

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Y entonces llegó, la risa. Solo quefue como si se riera otra persona, no él,de modo que se oyó a sí mismo como siestuviera al otro lado de la sala. Yentonces hubo lágrimas en sus ojos quedifuminaron la sala de billar, el puñadode gente que los rodeaba, y el gordo, enun borrón de colores, teñidos de unverde oscuro y dominante que ahoraparecía irradiar desde la superficie dela mesa. Y entonces la risa cesó y miróparpadeando a Fats.

Lo dijo muy despacio, saboreandolas palabras mientras surgían de suboca.

—Soy el mejor que ha visto nunca,Fats.

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Así lo dijo. Así de simple.—Soy el mejor que hay.Lo sabía, por supuesto, desde

siempre. Pero ahora estaba tan claro, yera tan sencillo, que nadie, ni siquieraCharlie, podía equivocarse.

—Soy el mejor. Aunque me derrote,soy el mejor.

La bruma de sus ojos volvía aaclararse y podía ver a Fats de ladojunto a la mesa, dirigiendo la manohacia el paño, sin apuntar siquiera.Aunque me derrote…

En algún lugar dentro de Eddie, enlo más profundo, se aliviaba un peso. Y,aún más hondo, había una voz diminuta ylejana, un gritito de angustia que le

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decía, suspirando: No tienes que ganar.Durante horas el peso había estado allí,acuciándolo, intentando romperlo, yahora estas palabras, esta hermosa yprofunda y auténtica revelación, habíavenido y le quitaba aquel peso. El pesode la responsabilidad. Y la pequeñanavaja acerada de miedo.

Miró de nuevo al hombretón gordo.—Soy el mejor —dijo—. No

importa quién gane.—Ya veremos —dijo Fats, e hizo el

saque.

Cuando Eddie volvió a mirar el relojera poco más de la medianoche. Perdió

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dos partidas seguidas. Luego ganó una,perdió otra, ganó otra; todas ellas porpoca diferencia. El dolor en suantebrazo derecho parecía irradiar haciaafuera desde el hueso y su hombro eraun bulto de calor con venas hinchadasalrededor y el taco parecía fundirse conla bola blanca cuando la golpeaba. Lasbolas ya no chasqueaban cuandogolpeaban entre sí, sino que parecíansonar como si estuvieran hechas demadera de balsa. Pero seguía sin fallar;era ridículo que alguien fallara; y susojos veían las bolas con detalles nítidosy brillantes, aunque ya no parecía haberuna gama de sensibilidad en su visión.Le parecía poder ver en la oscuridad o

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podía incluso mirar al sol, el sol másbrillante, el de mediodía, y borrarlo delcielo.

No fallaba; pero cuando jugaba aseguro, ahora, la bola blanca no siemprese detenía junto a la banda o contra ungrupo de otras bolas como quería. Unavez, en un momento crítico de la partida,cuando tenía que jugar a seguro, la bolablanca rodó tres centímetros demasiadolejos y dejó a Fats una apertura y Fatsembocó sesenta y bolas y ganó. Y mástarde, durante lo que debería haber sidouna gran tacada, calculó mal una sencillaposición contra la banda y tuvo quejugar a la defensiva. Fats ganó tambiénesa partida. Cuando lo hizo, Eddie dijo:

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—Gordo hijo de puta, haces pagarcaros los errores.

Pero siguió cometiéndolos. Seguíapudiendo embocar gran número de bolaspero algo salía mal y perdía la ventaja.Y Fats no cometía errores. Nunca.

Y entonces Charlie se acercódespués de una partida.

—Eddie, todavía tienes diez mil —dijo—. Pero eso es todo. Dejémoslo yvayamos a casa. Vámonos a dormir.

Eddie no lo miró.—No.—Mira, Eddie —insistió Charlie, la

voz suave, cansada—. ¿Qué quiereshacer? Le ganaste. Le has ganado unmontón de veces. ¿Quieres matarte?

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Eddie lo miró.—¿Qué ocurre, Charlie? —dijo,

tratando de sonreírle—. ¿Eres ungallina?

Charlie lo miró durante un momentoantes de responder.

—Sí, tal vez sea eso. Soy un gallina.—Muy bien, entonces vete a casa.

Dame el dinero.—Vete al infierno.Eddie extendió la mano.—Dame el dinero, Charlie. Es mío.Charlie tan solo se le quedó

mirando. Entonces se metió la mano enel bolsillo y sacó un enorme fajo debilletes, arrugados y sujetos con una tirade goma.

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—Toma —dijo—. Sé un malditoidiota.

Eddie se metió el fajo en el bolsillo.Cuando se levantó para jugar, se miró.Parecía obscenamente divertido; unbolsillo abultaba con la botella dewhisky, el otro con los billetes.

Tuvo que hacer un pequeño esfuerzopara recoger el taco y empezar a jugarde nuevo; pero después de empezar, eljuego no parecía parar. Ni siquieraparecía consciente de las veces que sesentaba y Fats tiraba, siempre parecíaestar en la mesa, tirando con su brazomagullado y dolorido, viendo lasbrillantes bolas rodar y girar ydeslizarse por la mesa. Pero, aunque

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apenas era consciente de que Fats tiraba,sabía que estaba perdiendo, que Fatsganaba más partidas que él. Y cuando elconserje llegó para abrir el salón debillar y barrer el suelo y tuvieron quedejar de jugar unos minutos mientrasbarría las colillas de alrededor de lamesa, Eddie se sentó a contar su dinero.No pudo contarlo, no podía seguir elhilo de lo que contaba: pero pudo verque el fajo era mucho más pequeño quecuando Charlie se lo dio. Miró a Fats.

—Gordo hijo de puta —dijo—.Gordo hijo de puta afortunado.

Pero Fats no dijo nada.Y entonces, después de una partida,

Eddie le entregó mil dólares a Fats,

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colocando el dinero sobre la mesa, bajola luz, y cuando descontó los mil vio quesolo le quedaban unos cuantos billetes.Esto no parecía bien, y tuvo que mirarun momento antes de darse cuenta de loque significaba. Entonces contó eldinero otra vez. Había un billete de ciendólares, dos de cincuenta, media docenade veinte y algunos de diez y de uno.

Algo sucedió en su estómago. Unpuño había atenazado algo allí dentro ylo estaba retorciendo.

—Muy bien —dijo—. Muy bien,Fats. No hemos acabado todavía.Jugaremos por doscientos. Doscientosdólares la partida.

Miró a Fats, parpadeando ahora,

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tratando de enfocar sus ojos en elhombretón que tenía al otro lado de lamesa.

—Doscientos dólares. Así es comolos buscavidas juegan al billar.

Fats estaba desenroscando su taco,soltando la anilla de bronce de sucentro. Miró a Eddie.

—El juego ha terminado —dijo.Eddie se inclinó sobre la mesa,

dejando que su mano cayera sobre labola blanca.

—No puedes irte —dijo.Fats ni siquiera lo miró.—Observa cómo lo hago —dijo.Eddie miró a su alrededor. Los

espectadores empezaban a dejar la

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mesa, los hombres se alejaban,disolviéndose en pequeños grupitos,charlando. Charlie caminaba hacia él,las manos en los bolsillos. La distanciaentre ellos parecía muy grande, como simirara por un largo pasillo.

Bruscamente, Eddie se separó de lamesa, agarrando la bola blanca. Notóque se tambaleaba.

—¡Espera! —dijo. De algún modo,no podía ver, y los sonidos se fundíanunos con otros—. ¡Espera!

Apenas podía oír su propia voz. Dealgún modo, movió el brazo, el ardientee hinchado brazo derecho, y oyó la bolablanca chocar contra el suelo y entoncesél también estuvo en el suelo y no pudo

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ver más que el movimiento que seprecipitaba a su alrededor, pautas pococlara de luz girando alrededor de sucabeza, y empezó a vomitar, en el sueloy sobre su camisa…

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Capítulo siete

Despertó a las cuatro de la madrugada.Despertó con la cara pegajosa de sudory con un regusto a ácido y vómito en laboca, despertó del largo sueño de unaluz brillante y un millar de bolas decolores que giraban, despertó peromantuvo su mente, durante un rato, en elfilo del recuerdo de lo que habíasucedido antes de volver al hotel y caeren la cama.

Y entonces trató de sentarse, sinpermitirse recordar todavía, y lasorpresa del dolor en sus brazos y suespalda, junto con la irrealidad de

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despertar a las cuatro de la madrugadaen una ciudad extraña, sudando, con loszapatos puestos en la cama, la sorpresade estas cosas liberó su memoria y seapoderó de él, ardiendo. Se desplomó ycontempló la oscuridad, cada escena desu estupidez y arrogancia ante él, connítidos detalles, vistas tan claramente,tan circunscritas por su propia voluntady decisión de ser un necio, como elcírculo de luz sobre la mesa delBennington había abarcado el terrenodonde él había elegido (deliberadamentey sin nadie más a quien echar la culpa)hacer el tonto y hacerlo bien.

Pero este tipo de visión no duramucho. Tal vez la luz es demasiado

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brillante, y lastima los ojos. EddieFelson se incorporó dolorosamente en lacama y se sentó en el filo, la menteahora en blanco, esperando que el densoy flemático dolor en la base del cráneo yla punzada que ardía a lo largo de subrazo derecho desaparecieran. Pero nolo hicieron y tuvo que obligarse aerguirse. No le pareció que fuera apoder soportar la luz y arrastró los piesy fue dando tumbos por la habitaciónhasta llegar al cuarto de baño. Sentía lospies como si los hubieran envuelto engruesos vendajes y los hubieran metidodentro de sus zapatos. Consiguió abrir elgrifo y metió la cabeza debajo. El aguaestaba caliente, y jugueteó con los

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grifos, ajustándola. Luego retiró lacabeza, empapado, y buscó a tientas unatoalla. Encendió la luz y, después de unminuto de entornar los ojos, se miró enel espejo.

Era la cara de otra persona. Los ojosgrotescamente hinchados, el pelogoteante, pegado a la frente, el cuellosucio, la frente manchada de tiza, loslabios agrietados, llenos de ampollas.De algún modo, consiguió forzar unaleve sonrisa.

—Hijo de puta —dijo—, tienes unaspecto penoso.

Entonces cogió una toalla de mano,una blanca, de la barra junto al lavabo,la metió en el lavabo, la empapó de agua

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humeante, la frotó contra una pastilla dejabón y empezó a restregarse la cara.Luego se lavó la nuca, manteniendo lacabeza sobre el lavabo, y la zonasudorosa bajo la barbilla. Esto leempapó el cuello de la camisa, haciendoque le pareciera pegajoso, y se inclinólo suficiente para quitarse la camisa y lacamiseta. Se lavó entonces el pecho ylos brazos, manteniendo la toallacaliente alrededor del hombro derechohasta que el dolor remitió un poco.Después sacó una manopla del hotel desu funda de celofán y empezó a lavarsela cara con más cuidado, con mayordetalle, frotando con fuerza las zonasdonde estaban las marcas de tiza, usando

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más jabón, eliminando de su piel losvestigios del polvillo verde.

Cuando quedó satisfecho con esto, lacara brillante y el torso helado, goteante,pero purificado, llenó el lavabo y metiódentro la cabeza, mojándose el pelo conel líquido caliente y jabonoso. Retiró lacabeza, sintiendo el picor en los ojos, sesonó el agua de la nariz, y empezó afrotarse el pelo, rascándoloviolentamente con las uñas, sabiendoque lo limpiaba también de la suciedady el polvo de talco y la tiza verde y lavergüenza que había debajo.

Tras retirarse del lavabo, quedesaguaba con ruido, cogió una toallaseca, se sentó en el borde de la bañera,

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y empezó a secarse. La toalla olíalevemente a Clorex, un olor fuerte ylimpio.

Entonces se afeitó, despacio y concuidado, y empapó después su cara conuna fuerte loción con alcohol. Se cepillólos dientes con agua helada, violencia, yuna pasta de menta de un tubo gastado.Se peinó y, cuando terminó, volvió amirarse en el espejo.

—Muy bien, ahora sí que eres unguapo hijo de puta.

Luego guardó los útiles de aseo ensu bolsita, entró en el dormitorio, abrióla maleta, la guardó dentro, y sacó unacamisa limpia y una camiseta, ambasblancas, pantalones claros y calcetines.

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Se los puso, anduvo descalzo y guardólas cosas sucias en la maleta y la cerró.

Miró a Charlie. Seguía durmiendocomo un tronco.

Luego sacó su cartera. Dentro habíadoscientos ochenta y tres dólares. Contóciento cincuenta y luego se guardó elresto en el bolsillo. Se acercó a la camadonde Charlie dormía, su rostro conaspecto sucio, cansado, impasible. Juntoa la cama había una mesita de noche,con una lámpara barata de esasmodernas. Eddie colocó los cientocincuenta dólares en billetes en lamesita, dejando un fajo de dinero bienordenado. Luego rebuscó en su bolsillo,sacó las llaves del coche, y las dejó

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encima de los billetes. Miró un instanteal hombre dormido.

—Muy bien, Charlie —dijo en vozbaja—. Ya nos veremos.

En el suelo junto a su cama sehallaba la funda de cuero con el taco debillar. La cogió por el asa, y luegobruscamente se dio la vuelta haciaCharlie.

—Charlie, lo siento…Entonces cogió la maleta y salió de

la habitación.Fuera, el cielo clareaba, y en algún

lugar cantaba un pájaro, lejano y débil.De una ventana llegaba el sonido demúsica de baile, de charla. El aire eraagradable y fresco. Un perro corría

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aullando por el centro de la calle, y susladridos resonaron incluso después deque doblara una esquina y se perdiera devista. Eddie se sintió mejor caminando,pero su mente estaba todavía embotada,las imágenes confusas y difusas.

Trató de no pensar en nada exceptoen el simple hecho de que tenía hambre.Había muchas más cosas en las quepensar, pero este no era el momento.Después de recorrer unas cuantasmanzanas llegó a una estación deautobuses. En el vestíbulo había unpuñado de gente muy desgreñada ycansada: una mujer con un bebé feo ycolorado, algunos hombres de manosgrandes y ojos sombríos, un grupo de

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viejas apartadas que parecíanacurrucadas contra la luz de la salamisma. No le gustó siquiera tener quemirar a esa gente.

A lo largo de una pared estaban lastaquillas públicas: el ubicuo armario deljugador. Guardó su maleta y la funda enuna de ellas. Comprobó su reloj. Lascinco menos diez.

La cafetería de la estación aún noestaba abierta del todo. Gran parteestaba todavía sin preparar y soloquedaban cinco taburetes en la barra ycuatro mesas junto a una pared. Lasmesas estaban todas ocupadas: un par deconductores de autobús a un lado, treshombres con arrugados trajes de

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negocios en el otro. Las luces eran muybrillantes, y la charla de los hombresparecía distante, aunque muy articulada:extraños sonidos madrugadores, comolas chirriantes conversaciones de lospájaros que pronto comenzarían fuera.

En una de las mesas solo habíasentada una persona. Una chica,pequeña, no muy bonita, que bebía café,sola. Eddie vaciló un momento, y luegose sentó en la mesa frente a ella. Ellatenía la vista fija su café y no lo miró.Había una camarera, una mujer apuraday flaca de uniforme, y él trató de llamarsu atención.

Después de un momento, Eddie sevolvió y miró a la chica. Junto a su codo

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había un cenicero pequeño, lleno decolillas. Mientras él se fijaba en estoella sacó una pitillera de plata delbolsillo del abrigo marrón que llevaba,extrajo un cigarrillo y se lo puso en loslabios. Hubo destreza en el movimiento,ese tipo de cosa que Eddie siempreadvertía cuando aparecía, y ellaencendió el cigarrillo con unmovimiento fluido y cómodo. Lo hizosin levantar la cabeza de la taza de caféque estaba mirando.

Esto pareció ser una apertura. Eddiesonrió y dijo:

—¿Lleva mucho esperando elautobús?

Ella alzó los ojos de la taza un

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momento. Él indicó el cenicero con lacabeza.

—Sí —respondió. Su voz eracansada; el tono, final. Regresó a sucafé.

La luz era muy fuerte y resultabadifícil decir si la dureza de sus rasgosera consecuencia de la brillante luz y delas sombras… o de otras luces y otrassombras. Su piel era muy clara, y habíasombras bajo sus ojos. Sin embargo losojos, aunque cansados, no eransombríos: había en ellos el atisbo dealgo alerta.

Tenía el pelo oscuro, corto,prácticamente liso. Podría haber sidobonita, pero no lo era. Sus labios eran

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demasiado pálidos, incluso con el levelápiz labial que usaba, y no eran lobastante carnosos. Había cierto tono dechiquillo en su semblante; no teníapecho discernible; y la estructura óseade su cara, aunque fina y delicada,quedaba demasiado evidente. O tal vezera a causa de la luz. Sin embargo, notenía aspecto enfermizo; había en ellauna sugerencia de cansado insomnio, deautosuficiencia.

A él no se le ocurrió nada más quedecir y esperó en silencio durante lo quepareció largo rato hasta que vino lacamarera y depositó el universal vasode agua sin hielo en la mesa de plástico.Eddie pidió huevos revueltos,

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salchichas, y café.Y entonces, por impulso, dijo:—Espere un momento.Se volvió hacia la chica.—¿Quiere otra taza de café? —Hizo

que su voz sonara casual, lo másamistosa posible.

Ella volvió a alzar la cabeza y él lesonrió con lo que sabía que era susonrisa más directa y amigable. Era lasonrisa a la que, junto con su rostrohonesto, recurría cuando iba a dar untimo.

Ella vaciló un instante, pero luego seencogió levemente de hombros.

—Muy bien —dijo, y cuando lacamarera se marchó, añadió—: Gracias.

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Le miró a la cara, inquisitiva. Nohabía nada en su expresión que indicaraflirteo ni lo contrario. Era como sisimplemente sintiera curiosidad porsaber qué tipo de hombre intentaríaabordarla en la estación de autobuses.De algún modo, esto le hizo gracia aEddie.

Dejó que su sonrisa se relajara ydijo:

—¿Cuándo sale el autobús?—¿Qué autobús?—El suyo.—Oh. —Una sonrisa privada

apareció en su rostro y luego sedesvaneció—. A las seis.

Él miró su reloj.

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—Tiene casi una hora.Ella asintió, y entonces se terminó la

taza de café que estaba bebiendo.—¿Cuánto tiempo lleva esperando?Ella volvió de nuevo los ojos hacia

él. A Eddie le gustó el gesto; había vistoa una chica en una película hacerlo así yle había gustado entonces.

—Desde las cuatro.No parecía haber nada más que

decir, y guardaron silencio. Él se sintióun poco confundido por la chica; nosabía si se había mostrado amistosa ono. Lo dejaría correr, dejaría que ellainiciara de nuevo la conversación siquería. De todas formas, si iba amarcharse de la ciudad a las seis, no

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tenía sentido.La camarera trajo su desayuno y el

café. Él comió despacio y en silencio:su estómago parecía agudamenteconsciente de la comida. Ella removióel café durante un largo rato antes deempezar a beberlo.

Cuando Eddie terminó el desayunoempezó a sentirse más vivo. Todavíanotaba una sensación de dolor en algunaparte, las cicatrices de la navaja en suestómago; pero ahora se sentía másatento, más consciente de lo quesucedía. Sin embargo, el dolor de suhombro derecho permanecía: unrecordatorio de lo que había sido eltrabajo de la noche.

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Decidió intentarlo de nuevo con lachica, por si acaso.

—¿Puedo pedirle un cigarrillo?—Claro. —Ella le tendió la pitillera

—. Pulse el botoncito de atrás.La pitillera era pesada y sencilla; al

girarla en su mano vio la palabra«Sterling» grabada en el fondo.

—Qué bonita —dijo, abriéndola ysacando un cigarrillo. Se la devolvió.

Cuando encendió el cigarrilloadvirtió con sorpresa que sus dedosseguían temblando. Sus cerillas decíanSALÓN DE BILLAR BENNINGTON enletras verdes.

El cigarrillo sabía a alquitrán. Tosió,y luego lo miró con más atención. La

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marca era GITANES.—¿Qué me ha dado, marihuana?Ella volvió a mostrar aquella leve

sonrisa.—Son franceses.—¿Y eso?Ella pareció pensárselo un momento.—No lo sé —dijo—, para

impresionar a mis amigos,probablemente.

Era una respuesta peculiar, perosuficiente. Él continuó fumando,torpemente. No sabía tan mal cuandoinhalaba poco a poco.

Cuando aplastó el cigarrillo y miróel reloj, eran las seis y cuarto. Miró a lachica; volvía a estar absorta estudiando

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su café, meneando los restos con lacucharilla. Esto le irritó un poco ypensó: Qué demonios. Se levantó.

—Que tenga un buen viaje.Ella lo miró.—Gracias, lo haré. Gracias por el

café —dijo mientras él pagaba la cuenta.Fuera esperaba la sucia y plateada

luz del día y los sonidos del tráfico. Elaire se volvía ya cálido y húmedo.Eddie no sentía sueño ni hambre niestaba del todo plenamente despierto, yno supo qué hacer. Empezó a caminar, ya una manzana de la estación deautobuses encontró un cartel pintado quedecía HOTEL PARA HOMBRES.Dentro, una negra gorda le entregó la

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llave de un cubículo en la séptimaplanta. La habitación estabasorprendentemente limpia. Se sentó en lacama durante más de una hora y trató deno pensar en Minnesota Fats. No lesirvió de nada. No le apetecía dormir,así que al final se levantó y volvió asalir. Había más luz, más tráfico, másgente que caminaba rápido. Podíapensar en Minnesota Fats (en el gordo,la partida de billar, y todo lo quesignificaba) más tarde. Tal vez dentro deunos cuantos días, cuando le apetecieramás pensar en ello.

Había un bar al otro lado de la calle,frente a la estación de autobuses,cerrado antes. Probablemente ahora

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estaría abierto.Estaba abierto, y había un cliente. Al

fondo del local, en una mesa, la chica dela estación de autobuses. Las luces eranmás suaves, pero era la misma escena,excepto que esta vez estaba bebiendo unwhisky con soda.

Le pareció muy extraño, y por unmomento se sintió aturdido. Entonces seacercó a ella. Ella le vio venir al alzarla cabeza.

—Hola —dijo él, sonriendo—. ¿Hatenido un buen viaje?

Ella tenía mucho mejor aspecto conla luz más suave sobre el rostro.

—Bastante.—¿Puedo sentarme?

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Ella no sonrió, pero su cara noparecía demasiado severa.

—¿Por qué no? Ya conocemosnuestros secretos.

Él ocupó el asiento, preguntándosequé había querido decir. Entonces pidióal camarero un bourbon y agua. Volvió amirarla, advirtió que casi habíaconsumido su bebida.

—Mire, la invito a una copa si medice por qué no cogió ese autobús.

Ella lo miró un momento, y porprimera vez sonrió tristemente.

—Puede invitarme a una copa, perose lo diré de todas formas.

Eddie llamó al camarero.—Otro para la señora. —Volvió a

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mirarla—. Muy bien, ¿por qué no cogióel autobús?

Ella se acomodó contra el respaldode plástico del asiento. El respaldo eramuy alto, y contra él parecía una niña enun sofá grande. Extendió una manita yagitó su bebida.

—No estaba esperando ningúnautobús.

El hombre les trajo sus bebidas yEddie sorbió la suya. Sabía deliciosa: elbourbon frío y limpio, como unantiséptico suave.

—¿Entonces por qué fue a laestación de autobuses?

—Por el mismo motivo que fueusted, probablemente. A las cinco de la

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mañana no hay muchas opciones.Era o bien el licor o las luces o el

hecho de que ella parecía haberaceptado su presencia: su rostro sehabía vuelto más relajado, aunque aúnno había ningún indicio, ningunaasunción de ninguna relación concreta.Eddie se preguntó, brevemente, quépasaría si se levantaba y se sentabajunto a ella, si le daba una palmadita enel culo o algo. Probablemente nada.Parecía que ella era capaz de cuidar desí misma.

—Además —dijo—, solo vivo atres manzanas de aquí.

¿Era eso una invitación de algúntipo? La miró con atención. No era

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probable.—¿Y le gustan las estaciones de

autobús?—No. Las odio. —Hizo un pequeño

gesto con la mano—. A veces medespierto y no puedo volver a conciliarel sueño; no sin una copa. Y este bar noabre hasta las seis.

Le gustaba la forma en que hablaba.Su voz era suave, y sin embargo laspalabras eran precisas y bienenunciadas. Había algo en el sonido desu voz que, como la sencilla pitillera deplata, hablaba de clase natural, unacualidad que a Eddie le agradabamucho.

—¿Siempre bebe de madrugada?

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—No. Solo cuando estoy sin blancay tengo que esperar a que los baresabran para poder beber. Suelo tener unabotella en casa. En ese caso duermo muybien.

Parecía ridículo que a ella le gustarahablar de ese modo sobre sí misma. Sifuera realmente una borracha no hablaríade ello.

Volvió a mirarla y le pareció, depronto, que era bonita. ¿Por qué nohacer un intento rápido, el timo veloz?

—Mire, puedo comprarnos unabotella…

La expresión de ella apenas cambió;pero su voz fue como un muro.

—No —dijo.

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—Digamos, una botella de escocés.Ella se inclinó hacia adelante.—Mire, lo estábamos haciendo bien.

No meta la pata —dio una calada a sucigarrillo—. Además, no soy su tipo.

Lo que había dicho era cierto y élsonrió.

—De acuerdo. Usted gana. Lamentohaberlo mencionado.

—No importa —dijo ella,echándose de nuevo hacia atrás—. Sesupone que una propuesta debe serhalagadora, incluso si viene de un tipoque te encuentra en una estación deautobuses. Y me gusta el escocés: haceusted los ofrecimientos adecuados.

—Me alegro de oírlo —respondió

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él. Acabó su bebida—. ¿Otra más?—No —dijo ella—, ahora tengo

sueño.Se levantó de su asiento. Él se

levantó también y vio lo bajita que eraella, más pequeña aún de lo que parecíasentada.

—La acompañaré a casa.—Si quiere. Pero no ganará nada

con ello.Eso le irritó un poco.—Tal vez no intentaba ganar nada.Ella se adelantó cuando Eddie se

detuvo a pagar la cuenta y entoncesadvirtió que tenía una ligera cojera, elpie izquierdo vacilaba un poco al dar unpaso. Mantenía las manos en los

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bolsillos. Caminaron en silencio, ycuando llegaron a su casa (un edificiosin características llamativas en unalarga fila de edificios sin característicasllamativas) ella dijo «gracias» y entróantes de que él tuviera la oportunidad deponer un pie en la puerta.

Tardó media hora en encontrar unalicorería. Antes de encontrarla pasó anteuna sala de billar, cerrada. Compró unabotella de escocés, se la llevó al hotel y,antes de irse a la cama, la depositó, sinabrir, en la vestidora verde de metal.

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Capítulo ocho

Despertó, sudando por el calor de lahabitación, a las siete y media de latarde. Después de vestirse, bajó lasescaleras, fue a la estación de autobuses,sacó la maleta de la taquilla pero metióotra moneda y dejó dentro el taco debillar. No lo necesitaría durante untiempo. Podrían pasar varias semanasantes de que quisiera volver aanunciarse.

Antes de marcharse echó una ojeada,por si acaso, a la cafetería. La chica noestaba allí. Luego volvió a suhabitación, se afeitó, y se cambió de

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ropa. Al salir dejó un puñado decamisas sucias a la mujer del vestíbulo,diciéndole que las mandara lavar de suparte. Tomó nota mental para comprarsecalcetines nuevos y ropa interior. Nohabía traído suficiente.

Luego fue a buscar un salón debillar.

Encontró uno en una calle llamadaParmenter, un agujero en la paredllamado Salón Recreativo Wilson, eltipo de garito con pintura verde en lasventanas. Había tres cascadas mesas debillar, lámparas incandescentes depantalla verde, y un viejo para colocar

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las bolas. Había un bar y una habitaciónal fondo para hacer apuestas a lascarreras o echar una partida a las cartas.La puerta estaba abierta y pudo ver unamesa redonda y varias sillas, pero nohabía nadie dentro. En la parte delanterahabía un hombrecillo indecentementearrugado tras una antigua cajaregistradora que había en la barra,decorada con falso rococó. Alzó lacabeza cuando Eddie entró.

Era un lugar de poca monta, un sitiosucio de mala muerte, pero Eddie sesintió en él como en casa. Habíaprobablemente diez mil salones de billaren el país, idénticos, hasta la habitacióndel fondo y el viejo de rostro arrugado,

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al Salón Recreativo Wilson en la calleParmenter en Chicago, y a Eddie leparecía haber jugado al menos en lamitad de ellos.

Había una partida en marcha. En lamesa delantera dos hombres jugaban auna tronera, un juego aburrido para lasprimeras horas de la tarde. Eddie sesentó y los vio jugar durante casi unahora hasta que un hombre se rindió, yEddie, mostrando su mejor sonrisa,invitó al hombre restante a jugar un pococon él. Tal vez por medio dólar lapartida, solo para pasar el rato…

Y así, fácilmente, sin apenas pensárselo

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dos veces, Eddie Felson cerró el círculocompleto, empezando donde habíacomenzado, rebajándose, haciéndose elsimpático en una partida por cincuentacentavos. Ganó siete dólares. Trabajópor ello, invirtiendo tres horas, con laesperanza de que el hombre aumentarala apuesta, tratando de pincharlo paraque jugara por un dólar o, con suerte,por dos dólares. Pero el hombre serindió y lo dejó con siete dólares y enuna sala vacía. Eddie se encogió dehombros. Hay que empezar en algunaparte…

Encontró un restaurante y comió un

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filete. Luego fue en busca de otro salónde billar. Lo encontró al reconocer elestrépito familiar de las bolas del saquecuando paseaba por la calle. El salónestaba en la segunda planta de unedificio, sobre un almacén; habríapasado por alto el pequeño cartelBILLARES de no haber sido por elsonido de las bolas.

No tuvo que esperar mucho antes deempezar a jugar al snooker con trestipos de aspecto recio, a cinco centavosel punto. El snooker se juega con bolaspequeñas y en una mesa con tronerasmuy tensas y cerradas; es imposiblejugar con estilo suelto y rápido (el estilode Eddie): las bolas no se quedan en las

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troneras a menos que se tire con cuidadoy precisión. No era el tipo de juego deEddie, pero los otros jugadores eran tanmalos que a pesar de todo tuvo quecontenerse.

Los otros hombres se sentían bien yEddie se relacionó con ellos, los invitóa unas cuantas rondas de bebidas y contóalgún que otro chiste. Ellos parecíanpensar que era un gran tipo. Lo que élsentía hacia ellos no era exactamentedesdén, aunque sabía que le habríanrobado de tener la oportunidad, pero nosintió ningún remordimiento allimpiarles cuarenta dólares. Habría sidomás si el billar no hubiera cerrado a lasdos de la mañana.

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Calculó sus beneficios, después delas bebidas, en unos treinta y dosdólares. Eso pagaría el hotel, pero no lepreocupaba el hotel.

Lo que le preocupaba eran al menosmil dólares, que necesitaba conurgencia. Necesitaba mil dólares parapoder sacar su funda de cuero de lataquilla de la estación de autobuses yencaminarse (no, mejor iría en taxi) alSalón de Billar Bennington y jugar albillar directo con Minnesota Fats. Nocon Jackie French ni con George elDuende, sino con Minnesota Fats, elgordo que tenía la barbilla temblorosa,los ojitos pequeños, los anillos, lospasos de ballet, el pelo rizado, y seis

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mil dólares que pertenecían a EddieFelson. Y todo el orgullo de EddieFelson.

Eddie dejó el taco en el bastidor.—Vuelva cuando quiera, amigo —

dijo el propietario cuando se marchaba,pero él no le contestó. Sin embargo,imaginó que volvería.

No estaba acostumbrado apermanecer despierto toda la noche,pero tenía el horario cambiado. Tendríaque decirle a la recepcionista del hotelque lo despertara más temprano lapróxima vez; tal vez dentro de tres ocuatro días podría conseguir uncalendario razonable. Podría empezar abuscarse la vida por los billares a

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mediodía, y tratar de meterse en la camaa las tres de la mañana.

También tendría que hacer algunoscontactos, tratar de encontrar formas deconseguir un buen dinero: no iría aninguna parte mendigandoindefinidamente. Y una vez que seganara fama de ganador, en el circuitode las pequeñas salas locales, ganarincluso treinta o cuarenta dólares seríadifícil. No podía volver al Bennington,no sin capital. Probablemente allí nohabría nadie que quisiera jugar con él detodas formas, nadie excepto Fats. Ya lohabían visto jugar con su mejor estilo,sabían lo que era capaz de hacer en unamesa de billar. No estaba seguro de lo

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que había hecho ya, en la primerapartida vacilante en el Bennington, pero,fuera lo que fuese, tendría que sacardinero. Y no solo eso, tendría queencontrar algo de acción, acciónimportante, de la que da buen dinero.Era algo que necesitaba, en muchosaspectos.

Para esta noche, ahora que lossalones de billar estaban cerrados y notenía otra cosa que hacer, ya habíaesbozado un plan que implicaba otracosa que le interesaba: la chica. Alpensar en ella se había dado cuenta delas posibilidades. Necesitaba a unachica y estaba empezando a pensar quenecesitaba a esta.

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Poner en marcha el plan requeríaprimero que fuera a su habitación, selavara y se cambiara de ropa. Lo hizo, ytambién arregló un poco la habitación,alisando la cama a medio hacer yguardando algunas cosas en un cajón delburó. Le gustaba tener su habitaciónordenada. Luego, dejando la botella,salió, compró media botella de escocés,y se la guardó en el bolsillo del pechode su chaqueta deportiva. Había unespejo en la licorería y se examinó enél. Tenía buen aspecto: vestido demanera elegante y poco llamativa. Alcontrario que muchos buenos jugadores,a Eddie le gustaban los colores oscuros,y llevaba una chaqueta gris oscuro,

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pantalones grises, y zapatos negrossencillos. Lo único en él que podríahaber anunciado a un buscavidas era lacamisa deportiva de seda gris,abotonada al cuello. No le gustaba laidea de llevar una botella en el bolsillo(increíblemente, nunca había llevadouna botella a una sala de billar en lavida), y ajustó su peso para que no senotara.

Fuera empezaba a hacer frío.Caminó con paso vivo, las manos en losbolsillos, hasta que llegó a la estaciónde autobuses. Eran las tres. Elrestaurante estaba medio cerrado comoantes; había dos mesas vacías esta vez.La chica no estaba allí. Se sentó, pidió

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huevos revueltos y café. Inmediatamenteempezó a sentirse como un bobo.¿Cuáles eran las probabilidades de quela chica viniera? Era algo demasiadoremoto. Tal vez debería pasarse por sucasa: sabía dónde estaba. ¿Pero quéharía cuando llegara allí? Ni siquierasabía en qué apartamento vivía ella, y nole parecía que fuera a hacerle muchagracia aunque supiera a qué puertallamar. Pero esperar en la estación deautobuses la posibilidad lejana de queella pudiera venir era una apuestaestúpida.

Sin embargo, no se marchó. Secomió los huevos, y cuando terminópidió otra taza de café. Empezó a fumar

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un cigarrillo.A las cuatro y media alzó la cabeza y

la vio entrar por la puerta. Llevaba ungrueso jersey azul de lana, con un grancuello que le llegaba hasta las orejas.Tenía las manos metidas en losbolsillos; parecía tener sueño. Pero él síse fijó en una cosa: llevaba más lápiz delabios, y su pelo estaba cuidadosamentepeinado. De algún modo, se sintiónervioso; ella tenía muy buen aspecto.

Durante un momento sintió unretortijón de pánico. Ella se sentaría enotro lugar y él se quedaría allísintiéndose como un idiota. Pero no lohizo. Se acercó a él cojeando, y sesentó.

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—Hola —dijo.—Hola —respondió él, y luego

sonrió. La sonrisa, esta vez, no era partede la estrategia. La sentía—. ¿Esperandoun autobús?

—Así es —dijo ella, acomodándoseen el asiento, las manos todavía en losbolsillos, como si tuviera mucho frío—.Sale a las seis.

—¿No podía dormir?—Dios, no. —Ella se volvía más

locuaz—. ¿Se ha despertado alguna vezen un apartamento vacío a las cuatro dela madrugada y ha escuchado un autobúsGreyhound cambiando de marchas antesu ventana? ¿Ha estado alguna vez tandespierto que le pareció que nunca

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podría volver a dormir? ¿Hasta tenerque levantarse de la cama, y sentir queiba a desmayarse?

Él le sonrió.—No.Ella se encogió de hombros.—Mi nombre… puede que no lo

crea, es Sarah.—Eddie. ¿Cómo te ganas la vida,

Sarah?Ella soltó una risita.—Bebo. También soy estudiante, en

la universidad. Empresariales. Seishoras a la semana, martes y jueves.

Eso no parecía encajar del todo.«Estudiante universitario» significabadescapotables y chicas con gafas. No

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pensaba en universitarios sentados solosde noche en lugares como este. Sesuponía que venían en grupos, cantando,bebiendo cerveza; cosas así.

—¿Por qué empresariales? —preguntó.

Ella sonrió.—¿Quién sabe? Para conseguir un

máster, tal vez.Él no estaba seguro de qué era un

máster; pero parecía bastanteimpresionante. La chica era obviamenteuna empollona, cosa que le parecía muybien. Le gustaban los cerebritos, yadmiraba a la gente que leía libros. Élmismo había leído unos cuantos.

—No pareces una universitaria —

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dijo.—Gracias. Las universitarias nunca

lo parecen. Somos del tipo emancipado.Realmente emancipado.

—No me refiero a eso… sea lo quesea: quiero decir que no pareces lobastante joven.

—No lo soy. Tengo veintiséis años.Tuve la polio, y me perdí cinco años deescuela primaria.

Inmediatamente él la vio como unaniñita con mala cara en un cartel, deltipo de esos de cartón que ponen junto aun bote de colecta en el mostrador de unsalón de billar, junto a las cuchillas deafeitar.

—¿Quieres decir aparatos y muletas

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y sillas de ruedas, todo eso? —Su vozno era particularmente compasiva, solointeresada. Verla de esa forma era comoechar un vistazo a un mundo extraño delque había oído hablar pero no habíavisto jamás, un mundo que apenasexistía excepto en los carteles de losalmacenes y los salones de billar. Y unavez vio el avance de una película, dondeencendieron las luces y trataron delimpiarle el dinero suelto. Recordó queentonces llegó a preguntarse si losniñitos enfermos de la película sabíanque los estaban utilizando para sacarpasta cuando el hombre vino a rodarlos.

—Sí —dijo ella—, todo eso. Ylibros.

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Guardó silencio un instante, yentonces dijo:

—Mira, tomemos otro café. Todavíafalta una hora hasta las seis.

Allí estaba, su apertura. De repentevolvió a sentirse nervioso, y se maldijoen silencio por ello.

—No tiene por qué ser así.Ella lo miró, intrigada.—Creo que sé lo que significa eso

—dijo—. Solo que no voy a ir.Él trató de sonreír.—No esperaba que fueras.

Quedemos a medio camino. Tengo mediabotella de escocés en el bolsillo.

La voz de ella inmediatamente sevolvió fría.

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—¿Y quieres que salga al callejón,es eso?

—No. Demonios, no. Sabes que no.Aquí mismo.

Ella lo miró un instante, entonces seencogió de hombros, indiferente.

—¿Se puede hacer? ¿Legalmente?—Creía que eras una experta.Eddie se sacó la botella del bolsillo,

bajo la chaqueta, y la colocó en elasiento a su lado.

—Esto se hace todo el tiempo. —Sonrió—. Lo hacen los profesionales.

Empezó a cortar el tapón con la uñadel pulgar.

Con la botella abierta junto a él yoculta por la chaqueta, le dijo a la

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camarera que les trajera dos coca-colas.Sarah hizo un gesto agrio y, cuando lacamarera se fue, preguntó:

—¿Escocés y Coca-Cola?—Tú espera y verás.Cuando llegaron las coca-colas, en

vasos, le dijo que se bebiera la suya.—Detesto la Coca-Cola.—Bébela.Las bebieron. Entonces él cogió su

vaso, vacío a excepción del hielo, y lepreguntó si podía beber sin agua.

—Si tengo que hacerlo…Le llenó el vaso de escocés casi

hasta arriba, y luego sirvió un poco deagua del otro vaso.

—Toma —dijo, deslizándolo por la

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mesa. Entonces empezó a llenar el suyo.Había hecho este tipo de cosas

antes, con los tipos de los billares; perosiempre había parecido algo cutre, comolos mangantes que se beben mediasbotellas en los asientos traseros de loscoches y luego salen a dar pellizcos enel culo a las chicas. Pero aquí, conSarah, no parecía igual.

Al primer sorbo, ella le sonrió.—Eres un gran hombre, Eddie.

Sabes cómo derrotar al sistema.Estaban tomándose la tercera copa y

la botella estaba vacía en sus dosterceras partes cuando, bruscamente, lacamarera se abalanzó hacia ellos.

Su voz era aguda y cascada; hablaba

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y actuaba como si se tratara de un graveinsulto personal.

—No se puede hacer eso aquí,señor. —También como si ella fueratoda la compañía Greyhound—. Este noes ese tipo de sitio.

Él la miró, tratando de poner caraseria e inocente.

—¿Cómo es eso?—He dicho que no se puede estar

aquí bebiendo whisky como lo estánhaciendo. —Le miró nerviosa ahora—.Nunca he visto una cosa igual.

—Muy bien —respondió él—. Losiento.

La voz de la mujer asumió una ciertaferocidad herida.

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—Va a tener que marcharse, señor.Los dos.

A Eddie le pareció que tenía acentorústico. Divertido.

—O voy a llamar a la policía.Él se levantó, terminando su bebida.—Claro. Lo siento.Salieron y se detuvieron en la acera,

bajo la débil luz y el aire frío. Habíavuelto a guardarse la botella en elbolsillo y se sentía ligeramente borrachoy con sueño.

—Bueno, ¿y ahora qué?Ella estaba encogida en su jersey,

muy cerca de él. El viento que soplabano era muy veraniego, sino frío.

—¿Qué hora es? —dijo en voz baja.

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Eran las cinco y media, pero élmintió.

—Las cinco.Su mente trabajó rápido. Había

varias formas de hacer esto; no estabaseguro de cuál sería la mejor. Tal vez untiro largo…

Con suavidad, deslizó la botella enel bolsillo de ella. Su mano rozó la suyay sintió el roce hasta el estómago.

—Mira, será mejor que te llevesesto y te vayas a casa a la cama. Pillarásfrío aquí fuera.

Ella lo miró con ojos muy abiertos.Entonces apartó la mirada.

—Gracias —dijo, en voz muy baja.Se dio la vuelta y empezó a caminar

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calle abajo, alejándose. Él la observó,contempló la leve cojera y la forma enque su cabeza quedaba casi oculta por elgran cuello de su jersey. Todavía teníalas manos en los bolsillos, ahoraprotegiendo la botella. Entonces, derepente, se dio media vuelta y empezó aregresar, despacio. Durante un momentoél sintió que no podía respirar.

Cuando lo alcanzó se detuvo ante él,sólida y pequeña, y lo miró con firmeza.Tenía los pies plantados en el suelo,levemente separados. Sus ojos eran muyserios y examinaron su cara conatención.

—Acabas de ganar, Eddie —dijoentonces—. Vamos.

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Capítulo nueve

El apartamento estaba en la terceraplanta; tuvieron que subir las escaleras.Lo hicieron en silencio, y él no dijonada cuando entraron, pero se sentó enel sofá. Ella empezó a quitarse el jersey.

—Traeré un par de vasos —dijo.Entró en la cocina. La blusa que llevabaera blanca, de seda, y le quedaba sueltapor la espalda.

El apartamento era algodestartalado, pero había algunos detallesagradables, y él se fijaba en esas cosas.Todas las habitaciones de hotel en lasque había vivido durante diez años

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buscándose la vida con el billar lehabían hecho interesarse, más quemenos, en la forma en que se decora unahabitación. Delante tenía una largamesita de café, la superficie de mármolblanco, las patas de elaboradasfiligranas de bronce. Las paredes erande yeso gris resquebrajado, pero en unade ellas, sobre una chimenea de ladrillopintada con ladrillos rotos, colgaba uncuadro enorme en un marco blanco. Laimagen mostraba a un payaso de aspectotriste con un brillante traje naranja,sujetando un bastón. Eddie lo miró conatención, sin entender lo que significaba,aunque le gustaba. El payaso parecíamalvado como una serpiente.

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Había una gran ventana con cortinasblancas con reborde dorado; y unaestantería barata y pintada con losmismos colores. Había libros por todaspartes, con cubiertas brillantes: en lamesita de café, en el asiento de unsillón, en lo alto de lo que debía ser lamesa donde se cenaba. Alrededor de losbordes de la alfombra el suelo estabapintado con la fea pintura marrón con laque la gente pinta los suelos. Eso lerecordó a la casa de su madre enOakland: linóleo y madera pintada, y elfrigorífico en el porche trasero.

Al parecer, había tres habitaciones.El gran salón, la diminuta cocina dondeSarah manejaba ahora los cubitos de

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hielo y lo que obviamente era undormitorio, la puerta medio abierta, yque daba a la habitación en la que Eddieestaba.

Cuando ella le ofreció la bebida, lomiró y dijo:

—Eddie, no lo intentes.Él no contestó, sino que aceptó la

copa y empezó a beberla. De repente, semaldijo a sí mismo en silencio; se habíaolvidado de la botella de litro que teníaen su hotel. La necesitaría: el mediolitro se acabaría pronto.

Ella estaba ahora sentada, mirándolocon expresión neutra, sujetándose larodilla y frotando abstraída el borde delvaso contra un lado de su cuello. La luz

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de la habitación parecía gris y susbrazos eran blancos. Había una delicaday fina línea de una vena azul en sumuñeca, que se extendía suavemente porla piel blanca del interior de suantebrazo. La piel de alrededor de susrodillas era blanca también, lisa como sila hubieran estirado, como si fueraresistente al contacto. Por encima de surodilla, bajo el borde de la falda, habíauna fina línea de encaje blanco.

Bien, allá vamos, pensó él, rápido ytranquilo. Se levantó despacio y soltósu bebida.

—No, Eddie —dijo ella—. Ahorano.

El sillón en el que ella estaba

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sentada tenía brazos amplios. Eddie sesentó en uno de ellos, dejando que subrazo cayera por el respaldo. Colocó lamano libre sobre el hombro de ella, consuavidad. Ella agachó la cabeza y laapartó de él.

—Eddie, no pretendía esto cuando tepedí que subieras.

—Claro, yo tampoco.Entonces colocó la palma de la

mano libre contra un lado de su rostro, yse inclinó y la besó en la boca. Notó sumejilla cálida contra su mano y su pelorozó contra su frente, oliendo a whisky.Sus labios eran duros. No le devolvió elbeso. Eddie se apartó torpemente,furioso de inmediato. Entonces se

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levantó y se quedó allí de pie uninstante, mirando la cocina, y acabó subebida. Soltó el vaso, y se volvió amirarla. Ella contemplaba su vaso dewhisky. Eddie no pudo decir quésignificaba su expresión.

Solo había una forma de jugar apartir de aquí… y era una posibilidadarriesgada. No volvió a mirarla, sinoque salió por la puerta, vaciló, y empezóa bajar las escaleras.

Y entonces, cuando llegó al rellano,oyó su voz, llamándolo en voz baja.

—Eddie.Se dio la vuelta y subió lentamente

los escalones. Ella lo recibió dentro dela puerta, de pie, la boca entreabierta,

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las manos a los costados. Su voz erasuave, nerviosa.

—Vuelves a ganar, Eddie.Él cerró la puerta. Entonces colocó

una mano tras la espalda de ella,presionando suavemente contra la blusade seda, y las yemas de sus dedostemblaron levemente contra las tirastensas e invisibles. Con la otra mano, leacarició el pecho. Entonces se inclinólentamente hacia adelante, la bocaabierta, hacia su respiración cálida,rápida y entrecortada. Su boca contra lasuya fue como una corriente eléctrica.Había pasado mucho tiempo…

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Capítulo diez

—No tenemos huevos.La voz de ella lo despertó. Eddie

miró a su alrededor, aturdido. Por laventana entraba una luz de neón rojo, sinbrillo. El cielo estaba negro, teñido porlas luces. Pudo oler a café. Se dio mediavuelta y vio que Sarah se habíalevantado de la cama. Y un momentodespués la vio venir desde la cocina,con una bata blanca de franela yzapatillas de felpa, los ojos hinchadosde sueño. Se detuvo un momento en lapuerta, luego entró y se sentó junto a élen la cama.

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—No tenemos huevos —dijo—.¿Tienes dinero?

Él extendió una mano y la apoyó ensu brazo.

—Ven a la cama —dijo.Ella lo miró con gravedad.—Quiero desayunar. ¿Dónde está tu

dinero?Él se dio la vuelta.—En el bolsillo de mi pantalón.

Compra lo que quieras. Compra unatarta de café, de las que tienen piñaencima.

—Muy bien —dijo ella. Eddiesiguió durmiendo…

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Ella lo sacó de la cama cuando regresócon la bolsa de la compra; Eddie sevistió mientras ella freía los huevos.Estaba sentado en el filo de la cama,poniéndose los zapatos, sintiéndosebien, cuando ella le habló desde la otrahabitación.

—¿A qué te dedicas, Eddie? ¿Paraganarte la vida?

Él no le respondió durante unmomento.

—¿Importa algo? —contestóentonces.

Ella no dijo nada más, pero unminuto después apareció en la puerta,

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mirándolo.—No —dijo, y luego, de vuelta a la

cocina, se rio con amargura—. Tendríaque alegrarme de tener un hombre.

Los huevos estaban pobrementecocinados y el café era peor que el caféde restaurante. La tarta de café estababuena. Eddie tenía hambre y se lo comiótodo. Cuando terminó, la miró.

—Tengo que salir. ¿Y si comproalgo de embutido y vuelvo dentro decuatro o cinco horas?

—Claro. Trae algo de queso.Él decidió, de pronto, que no tenía

sentido seguir dándole más vueltas.—Tengo una maleta…Ella lo miró un instante y luego se

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encogió de hombros.—Tráela. Esperaba que lo hicieras.Fue tan sencillo que resultó una

sorpresa.—No estaba seguro…—Mira. —Ella sonrió—. Sin

ataduras, ¿de acuerdo?Él vaciló un momento, y entonces le

sonrió.—De acuerdo.

Por la mañana ella tuvo que ir a clase, alas diez de la mañana. Después deprepararse un sandwich, Eddie volvió ala cama y se quedó allí pensando,primero en sí mismo y luego,

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gradualmente, en el motivo por el queestaba en Chicago.

Pensó en lo que era buscarse la vidacon el billar, y los hombres que había enla profesión, sintiendo que de algúnmodo tenía que organizar lo que sabía,debía encontrar su posición en elsistema, ahora que estaba solo y casi sinblanca, en Chicago, en verano…

Como Charlie le había dicho y él mismohabía aprendido, entre los vividores(siempre, antes, y con diferencia) haydos tipos de buscavidas, dos tipos dejugador: el grande y el pequeño. Susfuentes de ingresos son enormemente

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diferentes. Los ingresos del jugador a logrande son limitados en su gama, aunquenunca en su cantidad. Y sus gastos soncaros. Los pequeños (tahúres, buscones,los que están a la cuarta pregunta) seceban en las migajas: en borrachosinconscientes pero casi nuncaadinerados; estudiantes que aspiran a loque haga falta para sentirse adultos;hombres de mediana edad que aspiran alo que haga falta para sentirse jóvenes; yen los tahúres, buscones y los que estána la cuarta pregunta menores. Viven lavida frustrante y obsequiosa que entiempos caracterizaba al pequeñocortesano, ahora visto en su forma máspura en el escamoteador de dos dólares

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y el embaucador profesional deborrachos. Esos hombresocasionalmente se dedican a pequeñostimos (aunque rara vez: todos lostimadores juegan, pero pocos jugadorestiman), o intentan subirse al gran carrodel dinero: el sexo; normalmente lointentan de manera sibilina, la venta dediversos artefactos obscenos, inclusohacen de chulo o de gigoló, profesionestodas muy mal pagadas.

Parte de este dinero de poca monta(el dinero grasiento) llega a losjugadores a lo grande, los auténticosprofesionales: pero solo rara vez, comoEddie empezaba a descubrir, y ademásen pequeñas cantidades. Las principales

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fuentes de los grandes (como MinnesotaFats) son solo tres: el deportistaadinerado, el gran timador, y los otrosgrandes. El deportista adinerado tienedos tipos: el filósofo que viste de tweedy tiene dinero y colecciona armas, y elindustrial de Miami Beach, con amigosen el Senado y dinero. El gran timadores difícil de reconocer, aunque essiempre simpático e inteligente; perocuando tiene dinero lo tiene a espuertas,y le gusta perderlo. Y el otro grande esalguien a quien no buscas cuando loúnico que necesitas es dinero. Losjuegos entre jugadores profesionales agran escala siempre implican cosas queno son fácilmente negociables ni

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reconocibles como dinero. Se dice quecuando las ballenas luchan contra lasballenas nunca es simplemente porqueuna tiene hambre. Y eso tiene sentido: elmar está lleno de peces más pequeños.

Pero estos factores actuaban encontra de Eddie, quien, por naturaleza,por ambición, por todo excepto poringresos y experiencia era uno de losgrandes; y que estaba empezando aconsiderar que necesitaba mil dólaresantes que nada. En primer lugar, eraverano. Los deportistas adinerados raravez están en las ciudades del norte enverano; están tomando el sol o la sombraen lugares creados especialmente paralos deportistas adinerados. Y los

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timadores están con los deportistasadinerados, normalmente invitándolos abebidas. La mayoría de los grandesbuscavidas siguen las carreras(caballos, regatas, automóviles) o aldeportista y el gran timador. (Esto creauna especie de procesión: deportista,timador, jugador, con el dinero pordelante, como es lógico y adecuado).Cierto, algunos grandes jugadores sequedan en casa, como Minnesota Fats. Obien tienen conexiones comerciales, ono consideran necesario salir de laciudad para encontrar acción. Unhombre como Minnesota Fats nonecesita ningún agente: atrae a su propiaclientela, como bien sabía Eddie.

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El verano iba en su contra, enChicago. También en su contra estaba elhecho de que ahora había anunciado supresencia en la ciudad y sus grandestalentos tan claramente, en una granpartida, que le resultaría imposibleentrar en ningún salón de billarimportante, allá donde juegan losgrandes, sin ser identificado. Volvería alBennington, pero no hasta que tuvieradinero. Y había dependido de unconsejero, Charlie, durante demasiadotiempo. Sin Charlie su única posibilidadera hablar él mismo, meterse en unapartida y sacar tajada de lo que pudiera.Era bueno hablando (de hecho, erafenomenal), pero sacar tajada le

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resultaba difícil. Había perdido parte dela habilidad, y el entusiasmo, parahacerlo…

Después de que Sarah volviera de clasey se lo llevara a la cama, hablaron,acostados, sin apenas tocarse. Él nohabló mucho de sí mismo, no le parecíaque tuviera que hacerlo. Le contó que supadre era electricista, su madre estabamuerta, y que durante mucho tiempo sehabía ganado la vida «de un modo uotro». Ella le preguntó qué significabaeso, pero él no le respondió. No quisodecirle: «Me busco la vida jugando albillar. Pretendo ser el mejor jugador del

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puñetero negocio», así que no dijo nada.Los padres de ella llevaban

divorciados mucho tiempo. Su padre, unhombre moderadamente adinerado,vendedor de coches o algo por el estilo,había vuelto a casarse y vivía en St.Louis, donde ella había sido educada ydonde había asistido al colegio. Aprimeros de cada mes recibía un chequede trescientos dólares de su parte.

Su madre vivía en Toledo; no seveían desde hacía cinco años. Ella hablóvarias veces de sí mismaconsiderándose alcohólica y como siambos, Eddie y ella, tuvieran unaespecie de contrato de depravaciónconjunto. A Eddie no le gustó esto: era

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falso y un poco embarazoso. Pero si aella le gustaba pensar en esos términos,considerándose más encallecida ydisoluta de lo que realmente era, enrealidad no importaba demasiado. Talvez lo superaría. Tal vez el tipo detratamiento que él le estaba dando laimpulsaría a un cambio.

Cuando Eddie salió del apartamentocaminó durante un rato, sin dirigirse aningún sitio concreto, pero quería paseary pensar.

Finalmente llegó al salón de billardonde había ganado los cuarenta dólaresjugando al snooker. No le gustaba esesitio: sus paredes eran demasiadobrillantes, con deslumbrantes losas

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blancas como una estación de metro ylámparas incandescentes; pero le habíaido bien allí antes.

No le fue bien esta vez. No sucediónada. Pero al menos tenía algo por loque volver a casa…

No pensaba a menudo en Minnesota Fatsni en la partida que habían jugado, noexplícitamente; pero sorteaba el tema:las cuarenta horas de partida estabanahora comprimidas en su mente como unúnico hecho, como si todo hubierasucedido en un instante, de modo que elrecuerdo era una imagen calidoscópicadel gordo con los anillos en los dedos y

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el momento en que el alto techo delBennington empezó a dar vueltas, sedeslizó, y le cayó encima, y de él mismotendido en el suelo con el sonido de labola tacadora resonando en sus oídosaturdidos y su dinero y su victoriadesaparecidos. Y, sin detallar los hechosen secuencia, su mente podía sorteartodo el asunto, lamiendo los bordes,sondeándolo, con ganas de retorcerlo,picarlo, tirar de él, como la lenguainquieta hurga un trocito de comida quequeda entre los dientes; o los dedos,trabajando con voluntad propia,juguetean con la postilla que recubre uncorte.

Y empezaba a experimentar una

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sensación de inquietud, el conocimientono formulado de que tenía que empezar amoverse en lo suyo, que había cosas quetenía que hacer. Había dinero que ganar,capital que conseguir. Y la necesidad depracticar…

Varios días más tarde se metió en unapartida de póker, se metió porque estabadesesperado por entrar en acción.Parecía imposible localizar una partidade billar que tuviera ningunaoportunidad de merecer la pena.

Era media tarde. Estaba en elpequeño salón de billar cerca delcentro, en la calle Parmenter, tratando de

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encontrar una partida, la que fuera. Nohabía nada que hacer, absolutamentenada. Solo había cuatro hombresjugando, y todos lo conocían. Se ofrecióa jugar con ellos un juego en desventajadonde él tiraría con una mano en elbolsillo, estilo jack-up[1], mientras elotro hombre tiraba a la manera habitual.El hombre se rio amablemente y negócon la cabeza.

—Está usted por encima de mi liga,amigo.

La puerta de la habitación del fondoestaba abierta y Eddie se retiró, sinpensar en nada concreto, sintiéndosedisgustado consigo mismo, irritado.Pensó, durante un momento, en dar el día

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por terminado y regresar al apartamentode Sarah para beber con ella. Pero habíaalgo en esa idea que le hacía sentirseincómodo. Contempló la sala en la queestaba: era la primera vez que volvíaaquí. Había cinco hombres sentadosalrededor de una mesa circular cubiertacon un gastado paño verde, jugandotranquilamente a las cartas. No habíamás sillas en la habitación. Eddie semetió las manos en los bolsillos y seapoyó contra la pared.

Los otros hombres apenasparecieron advertir su presencia, y éllos observó ociosamente. No parecíauna partida muy interesante. El límiteeran cincuenta centavos; y las apuestas

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no eran muy altas ni muy rápidas. Perouno de los hombres de la partida llamóla atención de Eddie. Había algovagamente familiar en su cara, aunqueera una cara totalmente corriente, y laforma en que jugaba al póker parecíainteresante. Un hombre de la partidabebía whisky en vaso alto; dos teníandelante tazas de café, pero este hombretenía un vaso de leche, sobre la mesa, yla bebía a sorbitos cuidadosos despuésde cada mano. También, aunque no hacíanada sensacional, parecía estar ganandotranquilamente; y los otros hombres, muylacónicos unos con otros, le hablabancon respeto. Le llamaban Bert.

Estaba sentado en su silla, muy

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derecho, un hombre pequeño deconstitución normal, tal vez un pocogrueso de cintura, aunque ese aspectopodía deberse a que estaba sentado. Susrasgos eran regulares, levementefemeninos si acaso, pues su piel eraclara, y sus mejillas ligeramentesonrosadas. Tenía el pelo castaño, muyliso, recién cortado. Llevaba gafas demontura de acero. Había en él algoremilgado, en la mueca que adoptaba suboca pálida y fina y la maneracuidadosa, casi delicada, con querepartía las cartas. Y, aunque su cara eracorriente, había algo curioso en ella quemantuvo intrigado a Eddie hasta que sedio cuenta de que el pelo de Bert era tan

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fino que no parecía tener cejas.No tenía ninguna intención de entrar

en la partida (entendía muy poco depóker), pero cuando uno de losjugadores lo dejó, quejándose de quetenía que ir con su esposa, Eddie seencontró ocupando la silla vacía ypidiendo tranquilamente fichas.Inmediatamente se halló en posesión delas dos primeras manos ganadoras: dosparejas menores seguidas de unaescalera de color. Durante un instantesospechó de un timazo; pero sabía losuficiente del póker para poderdescartar esa idea después de unosminutos de observar con atención.Rápidamente se implicó en la partida,

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disfrutando de su primera acción envarios días. Pero jugó a lo loco, perdióunas cuantas manos críticas, y cuando eljuego se interrumpió a la hora de la cena(parecía una partida extraordinariamentecasual comparada con el póker quehabía conocido antes), había perdidoveinte dólares que no podía permitirse.Bert, que se había comportado demanera tranquila y meticulosa, habíaganado cuarenta o cincuenta desde elinicio de la partida, por lo que Eddiepudo calcular.

Los otros hombres se marcharon delsalón de billar, pero Bert se sentó a labarra, y cuando Eddie se disponía amarcharse (las mesas estaban ahora

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vacías), dijo afablemente:—¿Le apetece una copa?Eddie sintió un poco de irritación en

su voz.—Creí que solo bebía leche.Bert arrugó los labios. Entonces

sonrió.—Solo cuando trabajo.Hizo lo que pareció ser un gesto

ambicioso, adoptando un tono amigable.—Siéntese. Le debo una copa de

todas formas.Eddie se sentó en un taburete a su

lado.—¿Y por qué me debe una copa?Bert lo miró a través de sus gafas,

inquisitivo. Eddie pensó que

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probablemente era miope.—Se lo diré en alguna ocasión —

dijo.Irritado de nuevo, Eddie cambió de

tema.—¿Entonces por qué bebe leche?Bert le pidió al camarero dos

whiskys, especificando la marca, el tipode vaso, y el número de cubitos de hielosin consultar con Eddie. Entonces sevolvió a mirarlo de nuevo, al parecerprestando atención a su pregunta, ahoraque se había encargado de aquello.

—Me gusta la leche. Es buena.El camarero depositó los vasos

delante de ellos en la barra y sirvió loscubitos de hielo.

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—Además, si te ganas la vidajugando, te mantiene la cabezadespejada. —Miró a Eddie conintensidad—. Empezar a beber whiskymientras juegas te da una excusa paraperder. Es algo que no hace falta, unaexcusa para perder.

Había algo extraño, fanático, en laforma tan seria con la que Bert hablaba,frunciendo los labios, y Eddie se sintióincómodo. Sabía que las palabras ibandirigidas a él; pero no le gustó el sonidoy no se permitió intentar descifrar susignificado. El camarero habíaterminado de servir las bebidas y Bertlas pagó, dando el cambio exacto.

Eddie alzó su copa.

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—Salud —dijo.Bert no dijo nada y ambos bebieron

en silencio durante unos minutos. Elcamarero (el tipo viejo y arrugado quetambién colocaba las bolas en lasmesas, y hacía de contable y encargado)volvió a su silla y sus meditaciones,fueran las que fuesen. No había nadiemás en el lugar. Algunas vaharadas deaire caliente entraban por la puertaabierta, pero poco más: en la calle noparecía suceder nada. Un policía pasópor delante, perdido en suspensamientos. Eddie miró su reloj depulsera. Las siete. ¿Le apetecería aSarah comer ya? Probablemente no.

Miró a Bert y, bruscamente, recordó

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la pregunta que había estado flotando ensu mente, perezosamente, toda la tarde.

—¿Dónde le he visto antes? —preguntó.

Bert continuó bebiendo su copa, sinmirarlo.

—En el Bennington. La vez quehiciste que Minnesota Fats picara yluego lo dejaste escapar.

Eso era, naturalmente. Debía ser unade las caras de la multitud.

—¿Es amigo de Minnesota Fats? —dijo Eddie, con algo de desdén.

—En cierto modo. —Bert respondiódébilmente, como satisfecho consigomismo por alguna oscura razón—.Podríamos decir que fuimos juntos al

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colegio.—¿También él juega al póker?—No exactamente. —Bert lo miró,

todavía sonriendo—. Pero sabe ganar.Es un auténtico ganador.

—Mire —dijo Eddie, enfadado derepente—, así que yo soy un perdedor,¿es eso? Puede dejar de hablar comoCharlie Chan; si se quiere reír de mí, escosa suya. Adelante, ríase.

No le gustaba este tipo de charladonde no se mencionaba el tema a tratar.¿Pero no había estado pensando lomismo toda la semana y más, sinnombrar el tema? ¿Pero cuál era el tema,el que no quería nombrar? Terminórápidamente su copa y pidió otra.

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—No quería decir eso —dijo Bert—. Me refería a que es la primera vezen diez años que Minnesota Fats pica elanzuelo. Lo pica a fondo.

La idea tranquilizóconsiderablemente a Eddie. Lecomplació; tal vez había arrancadoalgún tipo de victoria después de todo.

—¿Es eso cierto?—Es cierto. —Bert parecía estar

relajándose. Había pedido otro whisky yempezaba a beberlo—. Lo pescaste.Pero perdiste la cabeza.

—Me emborraché.Bert pareció incrédulo. Entonces se

echó a reír, en voz baja.—Claro, te emborrachaste. Buscaste

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la mejor excusa del mundo para perder.No es ningún problema, perder. Cuandotienes una buena excusa.

Eddie lo miró a la cara.—Eso es una tontería.Bert lo ignoró.—Perdiste la cabeza y buscaste la

salida fácil. Apuesto a que te divertiste,perdiendo la cabeza. Siempre esagradable sentir que los riesgos vancayendo de tu espalda. Y ganar: esopuede pesarte también a la espalda,como un mono. Dejaste caer también esacarga cuando encontraste una excusa.Luego, después, todo lo que hay quehacer es sentir lástima de ti mismo… ymontones de gente aprenden a encontrar

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satisfacción de ese modo. Es uno de losmejores deportes de interior, laautocompasión. —El rostro de Bertmostró una amplia sonrisa—. Undeporte que le gusta a todo el mundo.Especialmente a los perdedores.

No tenía mucho sentido, pero sí elsuficiente para hacer que Eddie volvieraa sentirse enfadado, aunque el whisky sefiltraba ahora por su estómago vacío,aplacándolo, resolviendo susproblemas: los antiguos y los queestaban todavía por venir.

—Cometí un error. Me emborraché.—Hiciste más que emborracharte.

Perdiste la cabeza. —Bert empujabaahora, de una forma delicada y

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controlada—. Hay gente que pierde lacabeza cuando está sobria. Las cartas,los dados, el billar; no hay ningunadiferencia. Si quieres ganarte la vidacon eso, si quieres ser un ganador, hayque conservar la cabeza. Y hay querecordar que hay un perdedor en tuinterior, gimiendo, y tienes que aprendera cortarle las alas. Si no, búscate untrabajo estable.

—Muy bien —dijo Eddie—. Muybien. Usted gana. Me lo pensaré.

No tenía ninguna intención depensárselo; quería hacer que Bert secallara, vagamente consciente de que elhombre, normalmente reservado, seestaba liberando de alguna especie de

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tensión, algún tipo de lucha personalpropia, y le estaba pinchando a él,Eddie, para expulsar a su propiodemonio privado. Y ya se lo habíapensado lo suficiente.

Bert terminó su segunda copa.—Bien, ¿qué es lo que quieres

saber?—¿Usted qué cree? Necesito

conseguir suficiente capital para poderjugar de nuevo contra él. Y esta vezdejaré la botella y me concentraré en loque esté haciendo.

Bert lo miró, sin sonreír esta vez.—Hay muchas otras formas de

perder. Puedes encontrar una fácil.—¿Y si no busco?

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—Lo harás. Probablemente. —Bertllamó al camarero con un gestoincompleto, altanero, pidiendo otra copa—. No creo que estés preparado paravolver a jugar contra Fats en diez años.—Su voz sonó despectiva, remilgada, aldecirlo.

Eddie lo miró, sorprendido.—¿Qué quiere decir, diez años? Ha

dicho que me vio pescarlo antes.—Y también te vi dejarlo escapar.—Claro. Y aprendí algo. La próxima

vez habré aprendido la lección.—Probablemente no. ¿Y crees que

Fats no aprendió algo también?De alguna manera, no se le había

ocurrido eso antes.

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—De acuerdo. Tal vez lo hizo.El camarero servía otra copa. Eddie

sacó un cigarrillo, le ofreció uno a Bert,que negó con la cabeza.

—Y tal vez aprendió las cosasequivocadas. Tal vez piensa que lapróxima vez que me enfrente a él mevolveré a emborrachar y lo echaré todoa perder. Tal vez quise que creyera eso.

Era una mentira fantástica, y élmismo se dio cuenta.

La expresión de Bert se volviólevemente despectiva.

—Si crees eso nunca aprenderásnada. ¿Cuántas veces tengo que decirque no fue el whisky el que te derrotó?Yo lo sé, tú lo sabes, Fats lo sabe.

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Eddie supo ahora lo que queríadecir, pero insistió en no comprenderlo.

—¿Cree que juega mejor que yo, noes eso? Tiene derecho a pensarlo.

Bert había cogido un paquete depatatas fritas de un expositor delmostrador. Comió una de ellas,mordisqueándola pensativo, como unratón cuidadoso y acomplejado. Eddieadvirtió que sus dientes eran muyiguales, brillantes, como los de unaestrella de cine.

—Eddie, no creo que haya unjugador de billar vivo que juegue mejoral billar directo que como te vi hacerlola semana pasada en el Bennington. —Empujó el resto de la patata frita más

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allá de sus finos labios, hacia losdientes diminutos—. Tienes talento.

Fue agradable oír eso, incluso en sucontexto. Eddie apenas había advertidolo en baja forma que estaba su vanidad.Pero trató de hacer que su tono de vozpareciera irónico.

—Así que tengo talento —dijo—.¿Entonces qué me derrotó?

Bert sacó otra patata frita delpaquete, le ofreció una, y luego dijo, contono casual.

—El carácter.Eddie se rio sin ganas.—Seguro —dijo—. Seguro.La voz de Bert regresó de pronto a

su tono relamido, como de maestro de

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escuela.—Pues claro que estoy seguro. Todo

el mundo tiene talento. Yo tengo talento.¿Pero crees que se puede ganar dinerojugando al billar, o al póker, durantecuarenta horas seguidas solamente abase de talento? —Se inclinó haciaEddie y lo miró de nuevo, miope, através de las gruesas gafas de monturade acero—. ¿Crees que dicen queMinnesota Fats es el mejor del país soloporque tiene talento? ¿O porque puedehacer carambolas sorprendentes?

Se apartó de Eddie y sostuvo sucopa en la mano. Ahora parecía muypomposo.

—Minnesota Fats tiene más carácter

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en un dedo que tú en todo tu malditocuerpo flacucho. —Bert apartó lamirada—. Bebió tanto whisky como tú.

La verdad de lo que Bert estabadiciendo era tan evidente que Eddietardó un momento en apartarlo de sumente, en descartar su significado. Peroincluso esto resultó difícil, pues Eddietenía una especie de duro núcleo centralde sinceridad con el que a veces leresultaba difícil tratar, una especie deconsciencia embarazosa con la que solopocas personas se ven afligidas. Peroconsiguió evitar el hecho, evitarcapitular ante lo que Bert decía: que él,Eddie, no era, simplemente, lo bastantehombre para derrotar a un tipo como

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Fats. Pero, sin saber qué otra cosa másdecir, consciente de que era unarespuesta débil, dijo:

—Tal vez Fats sepa beber.Bert no podía dejarlo correr ahora,

sabía que lo tenía. Eddie fuebruscamente consciente de que Berthablaba como jugaba al póker, con unaespecie de presión tranquila, fuerte, muyfuerte.

—En efecto, sabe hacerlo y tienestoda la razón —dijo Bert en voz baja—.¿Y crees que eso es un talento también?¿Saber beber whisky? ¿Crees queMinnesota Fats nació sabiendo beber?

—De acuerdo, de acuerdo.¿Qué quería Bert que hiciera?

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¿Postrarse en el suelo?—¿Qué he de hacer ahora? ¿Irme a

casa?Y Bert pareció relajarse, sabiendo

que había anotado un tanto, se habíaabierto paso a través de la conscienciade Eddie y a través de sus defensas;aunque Eddie solo comprendía en partetodo lo que Bert había dicho, y sepreparaba ya para racionalizar la verdadde lo que no comprendía. Pero Bert depronto dejó de presionar, y ahorapareció simplemente relajarse con subebida.

—Ese es tu problema —dijo.—Entonces me quedaré aquí.Por primera vez en varias horas

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Eddie sonrió. La conversación parecióhaberse vuelto ahora normal, el tipo deconversación comprensible, donde losretos están tan profundamente ocultos oenterrados que solo los aceptas cuandote apetece correr el riesgo, y solo hastael grado que quieres. A Eddie le gustabaque las cosas fueran así.

—Me quedaré hasta que saque losuficiente para volver a jugar conMinnesota Fats. Tal vez entoncesdesarrolle algo de carácter.

La voz de Bert sonó divertida, perono tensa.

—Tal vez para entonces te hayasmuerto de viejo. —Hizo una pausa—.¿Cuánto crees que vas a necesitar?

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—Mil. Tal vez más.Bert soltó su bebida.—No. Tres mil al menos. Empezará

a quinientos la partida. —Su tono eraahora analítico, despegado yespeculativo—. Y va a hacerte pedazosal principio, porque así es como juegacuando se enfrenta a un hombre que yasabe cómo es el juego. Te derrotará deplano, cinco o seis partidas. Tal vezmás, dependiendo de lo firmes que seantus nervios. —Vaciló—. Y podría, solopodría, tenerte un poco de miedo. Y esopodría cambiar las cosas. Pero yo nocontaría con ello.

Empezó a morder otra patata frita.—Y, sea como sea, te hará pedazos

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al principio.—¿Cómo lo sabe? Nadie sabe tanto.Había algo ridículo en este

diosecillo remilgado que tenía sentadoal lado juzgándolo, ahora de maneraamable y desapasionada.

—Yo podría ganarle las primerascinco partidas.

—Claro que sí. Pero no lo harás. ¿Ycómo lo sé? —Bert alzósignificativamente un dedo y señalóhacia la puerta. Eddie se volvió a mirar—. ¿Ves ese Imperial de ahí fuera? Esmío.

Aparcado al otro lado de la callehabía un coche negro, largo y de aspectoflamante, con grandes neumáticos

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blancos.—Me gusta ese coche y me compro

uno nuevo cada año porque mi negocioes saber lo que hace gente comoMinnesota Fats, o como tú. —Entoncessonrió, antes de añadir—: Y si no lohubiera pagado ya, podría hacerlo con eldinero que gané llevando apuestas.Cuando los dos jugasteis la semanapasada.

Durante un momento Eddie se sintióairado, al recordar ahora por primeravez al hombrecito que aceptaba lasapuestas mientras empezaban laspartidas. Entonces hizo una mueca ysorbió su bebida.

—Supongo que me debe estas copas

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después de todo.—Ya te lo dije.Bert mostró de nuevo su rara

sonrisa. Y, con el whisky, Eddie empezóa experimentar una agradable sensaciónhacia Bert. Bert era listo, conocía lasrespuestas.

—Tal vez pueda ayudarte —dijoahora, casi como si al mismo tiempohubiera empezado a sentirse amistoso—.Con esos tres mil.

Pero Eddie vaciló. Tal vez habíaalguna pega.

—¿Por qué?—Diez motivos. Tal vez quince. —

Sonrió—. Además, hay algo ahí para mí.Eddie le devolvió la sonrisa.

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—Es lo que me figuraba. Adelante.—Bien —dijo Bert—. He estado

pensando en un juego para ti. Unapartida de billar, con un tipo llamadoFindlay…

Eddie hizo que el camarero le trajerados huevos duros en un plato conalgunos refrescos. Peló los huevos, hizouna montañita de sal en el plato yempezó a comer, mientras Bert lehablaba de James Findlay con detallescuidadosamente expresados. Findlayvivía en Kentucky, en Lexington, y sufama empezaba a extenderse en loscírculos del juego. Antes fue un jugador

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de póker conocido por su habilidad paraperder, y hacía poco que se dedicaba albillar, donde era todavía más perdedornato. Parecía que James era muy rico:poseía el veinte por ciento de unacompañía de tabaco, por mediación dela gracia de Dios y de una tía muerta.También poseía una gran mansión, y enel sótano de esta mansión tenía una mesade billar. Parecía disfrutarconsiderándose un jugador, unaristócrata pintoresco que llevaba atodos los buscavidas de paso a latranquilidad de su sótano, mientrasfumaba puros con punta de corcho ybebía bourbon de ocho años einvariablemente perdía hasta la camisa.

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Afortunadamente, parecía que nuncallevaba las cuentas. Y afortunadamentepara él también, rara vez se permitíaperder más de unos pocos miles.También era un jugador razonablementebueno: hacía falta cierta habilidad paraderrotarlo, más habilidad que la delbuscavidas medio de segunda fila. Y nojugaba con nadie más que con losmejores. A Eddie todo esto le parecióinteresante; Bert lo contó bien y con elevidente deleite de un negociador nato,un casamentero.

Después de que Bert terminara yEddie se comiera los huevos, preguntó:

—¿Cómo vamos a Lexington?—En mi coche.

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—Muy bien.Desde luego sería una mejora

respecto al viejo Packard, aunque Eddiehabría preferido viajar con Charlie.

—¿Cuál es su porcentaje?Bert lo miró, parpadeando.—El setenta y cinco.Eddie soltó la servilleta con la que

se había estado limpiando la boca.—¿Cómo ha dicho?—El setenta y cinco. Me llevo el

setenta y cinco por ciento. Tú te llevasel veinticinco.

Eso era imposible. Al cincuenta, talvez, como máximo…

—¿Que se…? ¿Quién se cree que es,la General Motors? Es una tajada muy

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grande.La sonrisa de Bert desapareció

bruscamente.—¿Qué quieres decir, con una tajada

grande? ¿Qué clase de probabilidadescrees que tienes a tu favor hoy en día?Te estoy avisando de esa partida, esomerece al menos el diez por ciento encualquier parte. Voy a poner el dinero.Voy a suministrar el transporte. Y voy ainvertir mi tiempo, que no esexactamente poca cosa. Por eso mellevo el setenta y cinco por ciento. Siganas.

Eddie lo miró con desdén.—¿Cree que puedo perder?La voz de Bert sonó tranquila.

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—Nunca te he visto hacer otra cosa.—Me vio derrotar a Minnesota Fats

por dieciocho mil dólares.—Mira —dijo Bert, y la irritación

asomó de nuevo en su voz—. Quieresganarte la vida con el billar, ¿no? Estejuego no es el fútbol. Nadie te paga porllegar a una yarda. Cuando te dedicas albillar las cosas son muy simples.Cuando termina la partida, cuentas eldinero. Así se sabe quién fue el mejor.Es la única manera.

—Muy bien —dijo Eddie—.¿Entonces por qué apoyarme? Inviertaen usted mismo. Búsquese una buenapartida de póker y hágase rico. Conocetodos los ángulos.

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Bert volvió a sonreír.—Ya soy rico, te lo he dicho. Y el

póker va un poco lento hoy día.—Probablemente ha ganado

cincuenta esta tarde.—Eso es negocio. Quiero acción. Y

pienso que eres bueno para esa acción.Además, como digo, tienes talento.

—Gracias.—¿Entonces nos vamos a Lexington?Eddie lo miró. Se le ocurrió que

Bert probablemente había estadotrabajándose esto desde que se ofreció ainvitarlo a una copa.

—No.Bert se encogió de hombros.—Como quieras.

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—Eso haré. Tal vez si reduce esatajada un poco, podríamos seguirhablando.

—Entonces no hablaremos. No hagomalas apuestas.

Eddie empezó a levantarse.—Gracias por las copas —dijo.—Espera un momento. —Bert lo

miró, y se puso en pie—. ¿Qué vas ahacer para conseguir ese dinero?

—Me las apañaré. Alguien me hahablado de los billares de un tal Arthurdonde hay acción.

Bert pareció preocupado.—Aléjate de ese lugar —dijo—. No

es tu tipo de salón. Te comerán vivo.Eddie le sonrió. Bert parecía muy

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pequeño en comparación.—¿Cuándo me ha adoptado? —dijo.Bert lo miró de nuevo con atención a

través de las gruesas gafas.—No sé cuándo fue —dijo en voz

baja.

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Capítulo once

No fue al apartamento de Sarah, sino aotro bar, un sitio donde había muchoruido y una especie de incomprensiblejuego de apuestas, un juego donde unachica sentada en una silla alta tiraba losdados con un cubilete mientras un grupode hombres alrededor hacían apuestasde bebidas y perdían ruidosamente, todobajo el agudo soniquete de una insistentey chirriante máquina de discos. Yentonces, en su segunda copa, Eddieadvirtió bruscamente que esto no servíade nada, que nunca lo había hecho ynunca lo haría, no para él. Tendría que

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encontrar otra cosa, algo que lo sacarade la trampa que la ciudad de Chicago lehabía preparado, la trampa que yaretorcía (no mataba, pero retorcía) suconfianza, y que ya lo estabaconvirtiendo en un llorica de los queembaucaban por dos dólares. O que loconvertiría en un empleado, a lasórdenes de otro hombre. Pagó su bebiday se marchó. Pareció tardar muchotiempo en dejar atrás el sonido de lamáquina de discos; e incluso cuando yano podía oírla, su fuerte insistenciaseguía resonando en su cabeza, unamelodía machacona e imbécil.

Se encaminó a la estación deautobuses donde había dejado su taco.

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No lo había pensado, pero parecía lomejor, el único paso que podía dar en ladirección que quería.

Tenía la llave en el bolsillo, buscóla taquilla y sacó la funda redonda. Y alinstante se sintió como un tonto, allí depie en la estación de autobuses con untaco de billar en una bolsa. ¿Qué iba ahacer? ¿Ir al Bennington, golpear en lamesa, gritar llamando a Minnesota Fats,encontrarlo, y empezar una partida debillar? ¿Con doscientos dólares?

El whisky le había afectado más delo que creía. Tropezó con una ancianacuando salía por la puerta, una mujerencogida y mal vestida que llevaba unejemplar de Photoplay bajo el brazo.

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Ella lo miró con mala cara. Eddiefrunció el ceño, la sorteó y salió por lapuerta.

Caminó las tres manzanas hasta elapartamento de Sarah, las manos en losbolsillos de la chaqueta, el taco bajo elbrazo, el cuello de la camisa de sedaabierto, escuchando el sonido de sustacones de cuero contra el asfalto,dejando que golpearan fuerte, como siintentara expulsar algo de sí mismo. Nose trataba de Bert, era consciente de eso,aunque Bert formaba parte de ello, partedel gato y el ratón. Pero Bert no era ungato sediento de sangre, sino un gatorazonable y razonablemente avaricioso.Ni siquiera era Minnesota Fats, no del

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todo, pues Fats era solo un accesorio, untestigo de su humillación. Pero habíaganado mucho dinero, había llegado muyalto, y nunca había tocado a Fats. Nuncalo había sacudido, lo había movido, lohabía empujado, nunca había alterado latranquila y rápida expresión de susojillos, casi ocultos por el enormerostro. Y algo le había sucedido a él, aEddie, algo profundo y vergonzoso yoculto. ¿Entonces qué? ¿Por qué noquería pensar en Minnesota Fats, en lanoche en el Bennington, por qué nopensar en eso? Se suponía que pensar enesas cosas debía ayudarle, se suponíaque eso impedía que cometieras dosveces los mismos errores.

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Pensaría en Bert. Bert era un hombreinteresante. Bert había dicho algo sobreel modo en que el jugador quiere perder.Eso no tenía sentido. Además, no queríapensar en eso. Ya había anochecido,pero el aire seguía siendo caluroso.Advirtió que estaba sudando, se obligó areducir el paso. Algunos niños jugabancon una pelota, en la calle, golpeandocon ella un edificio. Quiso ver a Sarah.

Cuando entró en el apartamento, ellaestaba leyendo un libro, con un vaso dewhisky oscuro a su lado en la mesa. Nopareció reparar en él y Eddie se sentóantes de hablar, mirándola y, alprincipio, sin apenas verla. Hacía caloren la habitación: ella había abierto las

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ventanas, pero no se movía ni una hoja.Los ruidos de la calle parecían estardentro de la habitación con ellos, comosi los cambios de marchas se hicieran enel armario, y los niños estuvieranjugando en el cuarto de baño. La únicaluz de la habitación era la de la lámparasobre el sofá donde ella estaba leyendo.

La miró a la cara. Ella estaba muyborracha. Sus ojos estaban hinchados,sonrosados por las comisuras.

—¿De qué es el libro? —preguntó,intentando entablar conversación. Perosu voz sonó fuerte en la habitación, ydura.

Ella parpadeó, sonrió adormilada, yno dijo nada.

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—Oh —dijo por fin—. EsKierkegaard. Soren Kierkegaard.

Extendió las piernas en el sofá,estirando los pies. Su falda se retiróunos centímetros de sus rodillas. Eddieapartó la mirada.

—¿De qué va? —preguntó.—Bueno, la verdad es que no lo sé

exactamente. —Su voz era suave ypastosa.

Él apartó de nuevo la mirada, sinsaber por qué estaba enfadado.

—¿Qué quieres decir con que no losabes?

Ella parpadeó.—Quiere decir, Eddie, que no sé

exactamente de qué va el libro. Alguien

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me dijo que lo leyera, una vez, y es loque estoy haciendo. Leyéndolo.

Eddie la miró, trató de sonreírle (lavieja sonrisa automática sin significado,la sonrisa que hacía que le cayera bien atodo el mundo), pero no pudo.

—Qué bien —dijo, y las palabrassonaron más irritadas de lo que habíapretendido.

Ella cerró el libro y lo colocó a sulado en el sofá. Se cruzó de brazos,sonriéndole.

—Parece que esta no es tu noche,Eddie. ¿Por qué no tomamos una copa?

—No.A él no le gustó eso, no quería que

ella fuera amable con él, que lo

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compadeciera. Tampoco quería unacopa.

Su sonrisa, su sonrisa ebria ydivertida, no cambió.

—Entonces hablemos de otra cosa—dijo—. ¿Qué es esa funda que llevas?¿Qué hay dentro? —Su voz no eraentrometida, solo amistosa—. ¿Lápices?

—Eso es —contestó él—. Lápices.Ella alzó levemente las cejas. Su voz

parecía pastosa.—¿Qué hay dentro, Eddie?—Descúbrelo tú misma.Eddie arrojó la funda sobre el sofá.

Ella la recogió, la tanteó y luego abrióla parte superior. Por fin sacó el extremodel taco envuelto en seda.

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—Interesante —dijo, y sacó la otrapieza, más fina—. ¿Cómo se monta?

—Va enroscado.Ella miró el taco con el ceño

fruncido, concentrándose un momento, yluego, a pesar de su borrachera, uniócon destreza las dos piezas y lasenroscó. Pasó la mano por el suaveextremo, sosteniendo el taco en suregazo. De pronto, dijo, alzando losojos, sorprendida:

—¡Es un taco de billar!—Así es.—Es como un bastón de lujo. Todas

esas incrustaciones… —Entoncespareció darse cuenta—. ¿Eres un tiburóndel billar, Eddie?

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A él nunca le había gustado esetérmino, y no le gustó tampoco su tonode voz.

—Juego al billar por dinero.Ella dio un sorbo a su copa, se

estremeció, y luego se rio tímidamente.—Creí que eras viajante. O tal vez

un timador… —Le sonrió—. No sé.Parece extraño…

Él la miró atentamente, un momento,antes de hablar.

—¿Por qué?Ella miró el taco que tenía en el

regazo.—Nunca había conocido a un

tiburón del billar antes. Creía que todosvestían chaquetas cruzadas y camisas de

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rayas…Él empezó a contestar, pero decidió

callarse. Ella se mordió la uña unmomento.

—¿Por qué juegas al billar?Él había oído esta pregunta antes,

varias veces. Y siempre por parte demujeres.

—¿Por qué no?Ella intentaba parecer seria, pero su

voz seguía mostrando su borrachera.—Ya sabes lo que quiero decir. ¿Te

ganas la vida con eso?—A veces. Me irá mejor.Esto pareció exasperarla.—¿Pero por qué el billar? ¿No

podrías hacer otra cosa?

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—¿Como qué? —Eddie advirtió porprimera vez que ella tenía pequitas enlos codos, y este descubrimiento loirritó vagamente.

—No te hagas el tonto. Sabes lo quequiero decir. Podrías… vender seguros,algo así.

Él la miró un instante, preguntándosesi debería llevársela a la cama, iniciarun poco de acción.

—No —contestó—. Lo que hago megusta.

Decidió que no merecería la pena elesfuerzo. Se levantó del sofá, sedesperezó, y luego se dirigió aldormitorio, se miró en el espejo yempezó a peinarse. El espejo, como el

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payaso del salón, tenía un marco blanco.Se peinó con cuidado, aplanando el peloen la parte izquierda y luego retocandola leve onda. Necesitaba un corte depelo. Cosa que siempre era una lata.

Sarah le habló desde el sillón delsalón.

—He oído decir que el billar puedeser un juego sucio —dijo.

Él se guardó el peine en el bolsillo.—Eso dice la gente. Yo mismo lo he

oído.—Estás de broma —dijo ella,

intentando que su voz pareciera seria—.¿Es sucio de verdad?

Él regresó al salón y, sin mirar aSarah, miró en cambio al payaso. El

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payaso le devolvió la mirada, serio ymalo, empuñando el bastón de madera.Sus dedos tan solo habían sidoesbozados, pero eran gráciles y segurosde sí mismos. El payaso era, al parecer,infeliz, pero no estaba dispuesto adejarse avasallar: un payaso bueno ysólido, una figura a respetar. Eddievolvió a desperezarse, de espaldas aSarah, todavía mirando el cuadro.

—Sí. Es sucio. —Se palpó la cara,que necesitaba un afeitado—. Lo mirescomo lo mires, es sucio.

Entró en el cuarto de baño y empezóa desnudarse y colgó la ropa del bordede la bañera. Detrás del inodoro Sarahtenía una tortuga en un cuenco de cristal.

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Ahora estaba dormida. Eddie no loinvestigó, pero pensó en la tortuga: unacriatura retirada, cauta, contenida en símisma. Sólida y fiable, como Bert;retirada ahora en sus dos casas, la dadapor Dios, la del bazar. La tortuga nohacía preguntas, y no se le exigíanrespuestas.

Eddie se puso el pijama y se fue a lacama. Antes de apagar las luces deldormitorio, vio que Sarah estaba todavíaen el salón, mirando la pared. Se dio lavuelta y se quedó dormido al instante.

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Capítulo doce

El trayecto fue largo. El taxi lo llevó porun distrito de almacenes, de niños suciosy ruidosos en las calles, de oculistas ylicorerías y echadoras de cartas. Eledificio de madera con el ajado cartelque decía ARTHUR’S estaba en mitadde una manzana, con un almacén medioderruido a un lado y un solar vacío en elotro. Era sábado por la noche, temprano,y a través de la ventanilla abierta deltaxi Eddie podía oír charlas a voces ymúsica country procedente del bar. Unhombre viejo y muy encorvadocaminaba calle abajo, cerca de la acera,

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murmurando para sí.Eddie casi le dijo al conductor que

diera media vuelta: no conocía este tipode sitio y se sentía incómodo. Peronecesitaba dinero y necesitaba acción ybajó del taxi. No corría ni pizca de airey el aire mismo era muy cálido, teñidolevemente con el olor a basura. Lapuerta del salón de billar estaba abierta,y los sonidos chasqueantes de las bolasparecían más fuerte, aquí en la calle, delo que estaba acostumbrado a oír dentro.

El salón era muy pequeño, caluroso,olía a creosota y, levemente, a orinarancia. En mitad de la sala había un granventilador en el techo con aspas negras yplanas. Del centro colgaba un gallardete

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enroscado de matamoscas, salpicado depuntos negros. Había una escupiderajunto a cada pared, en el suelo demadera, y junto a cada uno de ellos unpuñado de botellas vacías: whisky, Coca-Cola y 7-Up.

Cinco hombres jugaban a bola nueveen la mesa de delante. Junto alencargado de colocar las bolas, quetenía el triángulo colgado del hueco delbrazo, había un solo espectador, unhombre grueso y porcino con unsombrero de fieltro aplastado, el alavuelta hacia arriba y sujeta en su sitiopor un imperdible. Sobre dos bombillasincandescentes colgaban de cablesgastados. Temblaban con la vibración

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del ventilador. Entre los cables colgabaun cartel que decía PARTIDAABIERTA, y debajo alguien habíaescrito a lápiz: JUEGUE A SU PROPIORIESGO.

Los hombres llevaban monos conpantalones caqui y camisetas blancas olas camisetas deportivas de superficielisa que dejan entrever la ropa interiorde debajo. Había un joven de rostroafilado, un hombre de la edad de Eddie,que tenía la cara pálida y que, a pesar delos pantalones caqui y la camisetadeportiva, tenía una expresión másaguda, más vivaz; la versión de serie Bdel buscavidas: el tiburón del billar.

Se apoyó contra la pared y vio

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varias partidas. Nadie pareció repararen su presencia (los hombres estabanmuy concentrados en el juego), y sealegró de haberse acordado de no traerchaqueta. El joven pálido parecía ganarcasi siempre. Su estilo era bueno, y teníauna buena forma de sacar dinero con lasbolas, algo que hacía tan bien que losotros jugadores lo llamaban«afortunado», lo que para un buenbuscavidas es el mejor de loscumplidos. Una vez, cuando el chicohizo lo que parecía una bancadacombinada demasiado obvia a la nueve,Eddie miró con atención la cara delhombretón del sombrero con imperdible(los demás le habían llamado Tortuga),

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pero el ancho rostro no mostró ningunasorpresa o conocimiento cuando uno delos otros tipos le dijo al chico:

—Cabrón afortunado.Jugaban a dos dólares a la nueve y a

dólar a la cinco. Un juego respetable;podías ganar doce dólares en dos o tresminutos. La mesa era pequeña (unaciento veinte por doscientos cuarenta), ytenía troneras abiertas, de las que seabren para que las bolas caigan másfácilmente. Habría sido una mesa difícilpara cualquier jugador de bola nueve deprimera fila, una mesa en la que un buenjugador tendría que esforzarse parafallar. Los dedos de Eddie empezaron aanhelar un taco.

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Pero ni siquiera tuvo que ofrecerse.Después de unos veinte minutos unjugador lo dejó y el chico miró a Eddiede modo insolente y dijo:

—¿Quiere participar, amigo?Eddie lo miró. Siempre había

odiado a los de este tipo: el buscavidasde poca monta, despectivo y agudo.

—Bueno, tal vez intente un par detiradas por divertirme —dijo Eddie,sonriéndole.

—Pues claro, amigo. —Un lado dela boca del muchacho adoptó unaexpresión de indiferencia calculada, laque se consigue imitando las fotos de loscantantes de country, prácticamente unamueca—. Pero cuidado a quién le da.

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El hombretón, que no era el únicoque miraba la partida, soltó unarisotada.

Eddie no perdió la sonrisa.—Siempre miro a quién le doy. Me

ayuda.El hombretón no se rio con esto.Eddie cogió un taco del bastidor y

empezó a jugar, usando el estilo torpeque Charlie le había hecho practicaraños antes, jugando de maneraespecialmente cuidadosa esta vez. Teníaque engañar al chico, porque era elúnico que tenía dinero. Y engañar a otrobuscavidas no era siempre fácil. Así quejugó mal, pero consiguió hacer el tiroadecuado en el momento adecuado de

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vez en cuando, lo suficiente parapermanecer a la par en el juego. Noquitó ojo al chico, que no parecíasospechar nada.

Y entonces, después deaproximadamente una hora, empezó ahacer como si se estuviera acalorando, asudar un poco, a actuar de maneranerviosa y a tartamudear (otra cosa quele había enseñado Charlie), lanzandosuficientes tiros a lo loco para empezara ganar, pero fallando lo suficiente paraque pareciera convincente. Y el chicohizo lo que Eddie esperaba, buenostiros, embocando bolas sin tratar deparecer afortunado, embolsándose lapasta con malicia y habilidad. Siempre

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parecía mirar con mala cara la bolanueve antes de embocarla, como paraconvencerse a sí mismo de su podersobre ella. Una hora después habíanexpulsado de la partida a los otroshombres, que se marcharon aregañadientes. Eddie iba unos sesentadólares por delante; el chico debía dehaber ganado más, pues llevaba mástiempo en la partida. Una vez, cuandoEddie perdió y le pagó al chico, este lemiró con aspecto burlón y dijo:

—La vida es dura, amigo.Y Eddie pensó, sonriéndole: Espera

y verás, hijo de puta.Cuando el último jugador se rindió y

se quedaron junto al hombretón que los

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observaba a ambos, el chico le dirigióla misma mirada y dijo:

—Ahora somos tú y yo, amigo.—Eso parece. —Eddie trató de

hablar con tono amistoso—. ¿Crees quedeberíamos subir la apuesta?

El chico no vaciló.—Cinco a la bola nueve. Dos a la

cinco.—De acuerdo —dijo Eddie.Dejó que el chico ganara a la nueve

dos veces seguidas, solo para avivar laapuesta, y perdió la última partidaactuando como si ahora estuviera, porfin, en una partida seria de billar. Lohizo embocando cuidadosamente lasbolas de la una a la siete, y luego

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haciéndose el nervioso y fallando a laocho, asegurándose de dejar un tirosencillo. Era una forma rutinaria dehacer que el otro hombre cogieraconfianza, abrirse paso por los difícilespreliminares y luego atascarse,dejándole una victoria fácil. A Eddie lecomplació ver que el chico daba de ladopor completo a su juego amateur y tirabacon estilo cuando embocaba la ocho y lanueve.

—Vaya, chico —dijo Eddie—, eresuno de los mejores.

El otro jugador no dijo nada duranteun momento, solo se quedó allí con susonrisita, una mano en el bolsillo de lacadera, sujetando ligeramente con la

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otra el taco, el dedo índice extendidodelicadamente.

—¿Te rindes, amigo? —dijo.Eddie lo miró. Cuando habló, le

sorprendió la ira en su voz. No sonrió.—No, chico —dijo, con tono frío—.

No me rindo. —Y entonces añadió—:Supongamos que jugamos a cien dólaresla bolsa. Diez partidas a diez el juego,el ganador se lo lleva todo. Entoncesveremos quién se rinde.

El chico lo miró fríamente. Eso es,pensó Eddie, ahora me tienes, chaval.Hijo de puta despectivo.

—De acuerdo, amigo —dijo elchico—. Adelante.

Lo echaron a suertes y Eddie ganó el

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saque. Y entonces, mientras elencargado colocaba las bolas, pensó:Cuando gane esta se rendirá de todasformas, y apoyó el taco contra la paredy empezó a enrollarse las mangas, concuidado, echando un vistazo al sitiosucio y de poca monta en el que sehallaba, y luego a la mesa. Recogió eltaco, le dio tiza.

—Muy bien, escoria —dijo en vozbaja—, allá vamos.

Se acercó a la mesa, adoptófácilmente la fiera y tranquila poseautomática, lanzó con potencia ysuavidad, y arrastró la bola nueve en elsaque, lanzándola a la tronera del rincónen un tiro de tres.

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—Una —dijo, tratando de sonreír,pero su voz sonó extrañamente dura,rechinante, incluso para él mismo. Elsonido de su voz le sorprendió. Sesuponía que no debía sentirse así, no enla partida. Y no era aconsejable (nuncaera aconsejable) parecer tan bueno, noen un sitio como este. Miró al grupo quelos observaba. Sus rostros no parecíantener ninguna expresión. Será mejor queme acuerde de perder un par de veces.

Sería aconsejable no intentarembocar más veces la nueve en elsaque: el tiro era demasiado difícil yespectacular. En cambio, esta vezjugaría a esparcir ampliamente las bolasy lograrlo en el segundo tiro. Lo

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consiguió, colando dos bolas en elsaque; y luego despejó las otras siete dela mesa sin detenerse entre tiradas oapartar los ojos de la partida.

—Ya van dos —dijo. Hubo unpequeño murmullo en el grupo dehombres que estaban apoyados contra lapared.

Mientras colocaban las bolas, miróal chico, que estaba apoyado contra lamesa de al lado ahora, con un cigarrillocolgando de la boca.

Ganó la siguiente partida haciendouna combinación fácil de la nueve en susegundo tiro. Embocó las bolas, de launa a la nueve, en la cuarta partida. Ycuando lo hizo algo le dijo que no

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debería haberlo hecho, que no deberíahaber parecido tan bueno. Fallaría unabola la siguiente partida.

Y entonces, cuando empezaba elsaque, como hace siempre el ganador enbola nueve, mientras echaba atrás eltaco, oyó la voz insolente, casiarrastrando las palabras.

—Será mejor que no falles, amigo.Eddie interrumpió el tiro, miró al

chico y entonces se rio, fríamente.—Yo no hablo por hablar —dijo—.

Y, por eso, creo que te voy a dejarplanchado.

Fue simple. Fue sorprendentementesimple. Y rápido. Con las tronerasabiertas y la mesa pequeña y la

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silenciosa furia que sentía incluso en eltaco ganó las siguientes seis partidas sindespeinarse siquiera, haciendo cada tiroa la perfección. Las lanzaba y las colabay las terciaba con mortífera precisión.

Cuando se acabó, la sonrisita delchico había desaparecido y había unzumbido (un zumbido exaltado,agradable) en los oídos de Eddie.Cuando el chico arrojó los billetesenrollados sobre la mesa, Eddie losmiró, sin recogerlos.

—¿Te rindes ahora, amigo? —dijo.El chico se dio media vuelta y

colocó su taco en el bastidor.—Demonios, sí, me rindo —

respondió, tratando débilmente de no

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darle importancia. Entonces se marchódel salón de billar, y Eddie recordó depronto lo sucedido apenas unas semanasantes, cuando se marchó él mismo de unbillar, derrotado y tambaleándose y conlas tripas retorcidas; y supo por quéhabía despreciado, y odiado, a aquelbuscavidas arrogante y de mala muerteque parecía tener su misma edad.

Y entonces alzó la mirada de la mesay vio a los cinco hombres que habíanestado contemplando la partida y supo,al instante, que había cometido un error.

Estaba de pie, con la mesa tras él ylos hombres delante. Pareció que todosellos se acercaban, y uno de ellos, elmás cercano a la puerta, cambió su

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posición, de modo que resultabaimposible sortearlo. Todos lo mirabancon atención. A la luz directa de las dostemblorosas bombillas peladas sus ojosparecían brillar.

Durante largo rato nadie habló.Parecían estar manteniendo la posiciónen un cuadro viviente. Entonces, sinsaber qué hacer, Eddie reaccionó y sacóun cigarrillo del bolsillo y se lo metióen la boca: un gesto débil, pero el únicoque supo hacer. En algún lugar se decíaa sí mismo, en silencio: Maldito idiota.Pero también eso era débil y sinsignificado. Algo estaba a punto desuceder, y solo eso tenía algúnsignificado. No podía oír el ventilador

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girando, estremeciendo sus aspas concada revolución, haciendo temblar lasbombillas que colgaban de sus cablesnegros.

Entonces uno de ellos, un viejo deojos claros, dijo con voz borboteante yobscena:

—Eres un tiburón del billar,¿verdad, chico? Un verdadero tiburóndel billar.

Eddie no dijo nada. Dejó que susojos se dirigieran hacia el hombregrueso, Tortuga, que hacía un pucherocon sus gruesos labios y cuyos ojoscomo de cerdo parecían ahoramaliciosos, mirándolo con desdén.

—Ahí está tu dinero —dijo entonces

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Tortuga, en voz baja, indicando la mesacon la cabeza.

Durante un momento Eddie vaciló,preguntándose si esto, el desdénmalicioso y abierto, era lo único queestaban considerando aquellos ojos decerdo. Vaciló, y Tortuga volvió a decir:

—Ahí está tu dinero, chico.Y entonces Eddie se dio la vuelta y

extendió la mano para coger los billetesy antes de tenerlos en la mano, tanrápidamente que no pudo verlo suceder,los dedos gruesos y calientes sujetaronsu muñeca y el rostro grande y feoapareció ante el suyo y la frase que elhombre apenas había iniciado terminócon:

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—Tiburón hijo de puta.Un murmullo privado, dicho en el

fondo de la garganta y que llegaba a sucara con el olor de un aliento caliente yávido y el denso énfasis del odio.

No tuvo tiempo de asustarse antes deque alguien le sujetara el otro brazo ytirara de él. Tortuga dijo, ahora con vozpública:

—Espera un momento. Vamos adarle su dinero a este hijo de perra.

Y entonces Tortuga,incongruentemente, empezó a meterle losbilletes en el bolsillo de la camisa.

—Aquí pagamos lo que perdemos,muchacho —dijo, y lo miró entre lo queparecía haberse convertido un panorama

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de rostros que dominaba en fealdad ypoder—. Pero no nos gustan lostiburones —dijo de nuevo con su vozprivada, confidencial, el rostro muycerca, metiendo los billetes en elbolsillo de la camisa, aplastándolos consus dedos, como si fueran a perderse,como si Eddie pudiera de algún modoexpulsarlos del bolsillo de vuelta a lamesa—. Aquí no queremos a ningúntiburón. —En voz baja, queriendodejarlo perfectamente claro.

Entonces lo arrastraron hasta elcuarto de baño de madera situado en laparte trasera de la sala y otros doshombres lo sujetaron mientras Tortuga lerompía meticulosamente los pulgares.

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Primero el izquierdo y luego el derecho,agarrándolos con firmeza a cada ladodel nudillo y volviéndolos hacia atráshasta que los huesos se rompieron.

Detrás de Eddie había un estante demadera clavado a la pared y encimahabía una fila de botellas vacías. Variascayeron al suelo por los movimientosespasmódicos del cuerpo de Eddie,apretujado contra la pared. Cuando lasbotellas cayeron tintinearonruidosamente, pero Eddie no las oyó porla fuerza (distante, apartada, alejada) desus propios gritos.

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Capítulo trece

Estaba sentado en un escalón, las manoscolgando a los lados. El escalón estabafrío, húmedo, y él lo miraba, el oscurotriángulo de hormigón entre sus piernas.En realidad, no podía verlo muy bien,pues la luz de la farola de la esquina eradébil. Pero esto no creaba ningunadiferencia. Alguien le había golpeado enun lado de la cara, muy fuerte, y ahoraestaba mareado. Tenía la cara hinchada,pero sus manos no parecían sentir nada,ningún dolor, nada.

Bruscamente, se oyó hablar en vozalta. Lo que dijo fue: Da igual, no eran

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mis muñecas. Se sorprendió, puesparecía que había estado llorando.Recordó ahora, pero no alzó las manospara mirarlas. Continuó sentado en elescalón, delante del salón de billar Arthur’s. Había golpeado la puerta concodos y rodillas, con los hombros: esolo recordaba. Y unos hombres habíansalido, de pronto, y le habíangolpeado…

Un rato después oyó a alguiencaminando por la calle, pero no alzó lacabeza. Y entonces, un momentodespués, una voz, grave y resonante.

—Puedes irte a casa, muchacho. Hancerrado.

Alzó la cabeza. El hombre era un

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negro joven, sudoroso y vestido con unelegante traje azul, que lo mirabaextrañamente. Eddie no dijo nada.

—Muchacho, estás herido. Serámejor que te vea un médico.

El hombre parecía oscilarlevemente, y había una expresiónpreocupada en su cara oscura ybrillante.

—Toma, tal vez deberías beber untrago.

Hubo algo ridículamente profesionalen la forma en que sacó una botellapequeña del bolsillo de su pecho. Laabrió y la sostuvo mientras Eddie dabaun largo sorbo. Eddie se secó la bocacon la manga, cuidando de no mirarse

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las manos mientras lo hacía.—Mira, amigo —decía el otro

hombre, con voz tranquila—. Será mejorque me dejes llevarte a un médico. Hasfrecuentado malas compañías.

La bebida le hizo sentirse mejor. Notenía claro cómo levantarse: no queríaapoyarse en las manos.

—Ayúdame a levantarme, por favor.El negro le ayudó a levantarse, en

silencio.—Estoy bien —dijo Eddie—.

Gracias.El hombre lo miró, pero no protestó.—Será mejor que vayas al médico,

¿me oyes?—Claro —respondió Eddie. Echó a

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andar.Antes de que encontrara un taxi

pareció pasar mucho tiempo. Tras subir,tuvo que pensar un momento antes dedecirle al conductor dónde llevarlo.Entonces le dio la dirección de Sarah.El conductor era un hombre joven, nomuy conversador.

Fue un trayecto largo, y cuandollegaron a la parte más iluminada de laciudad se detuvieron unos momentosmás, en un cruce. A la débil luz de lafarola, Eddie alzó las manos hasta suregazo para mirárselas.

Extrañamente, la sorpresa de verlasfue leve. Estaban retorcidasgrotescamente, y los pulgares doblados.

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Por encima del nudillo del pulgarderecho asomaba un pedazo roto dehueso, blanco, teñido de marrón oscuroen el borde. Había unas pocas manchasde sangre marrón en la manga de sucamisa y había sangre, como pegamentoseco y resquebrajado, en su muñeca.

Pero parecían las manos de otrapersona, no las suyas. Como si fuerancarne estropeada. Y no había ningúndolor en ellas…

Al principio pensó que Sarah iba aecharse a llorar cuando lo viera. Estabaleyendo cuando entró, con las gafaspuestas y el ceño fruncido,

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probablemente muy borracha; perocuando lo vio sus ojos se abrieron depar en par.

—Dios mío —dijo.Él se sentó. Y de repente sintió una

tensión en el estómago: estabaempezando. El dolor en las manos.

—Dame una copa —dijo.—Claro.Ella se levantó rápidamente, sin

ningún rastro de embriaguez en sumovimiento, sirvió medio vaso debourbon y se lo trajo. Él no tuvo quedecirle que se lo sostuviera. Bebió lamitad y le dijo que era suficiente.

—¿Cómo… te sientes? —preguntóella.

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—No lo sé.Sus ojos tenían una expresión

perpleja, y estudiaba su rostro conextrañeza.

—¿Qué te ha pasado?—Un montón de cosas. —Él

empezaba a sentirse mareado ahora, ysin cuerpo. Y, de algún modo, estabatranquilo, más tranquilo incluso de loque recordaba haber estado. Nada eramuy real—. Me dieron una paliza. —Incluso su propia voz sonaba como sihubiera sido imaginario—. Merompieron los pulgares.

Una expresión de incredulidadasomó en el pequeño rostro de ella, unaexpresión torcida y dolorida, y

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bruscamente Eddie se dio cuenta de queella debía saber bastante sobre este tipode cosas. Su polio, y los dolores de lapierna que había producido, las extrañasformas en que la habían retorcido.

—Vamos —dijo—. Te llevaré a unhospital.

Las luces de la sala de urgencias erandemasiado brillantes. El doctor era muyviejo y tenía manos de mujer, suaves yhúmedas. Un interno le puso a Eddie unainyección en el brazo antes de que elmédico empezara a trabajar. Había algoindecentemente amable en el doctor yEddie no se fio de él, lo odió cuando

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empezó a palpar con insistencia y luegoa tirar de los pulgares. Pero entonces lasala empezó a hacerse más pequeña yoscura y se desmayó.

Después vio que estaba sentado enuna silla junto a la pared, el cuerpoenvarado y pegajoso, los brazosentumecidos, sin peso. Le picaba lanuca. Bajó la mirada y vio dosescayolas blancas rodeando los lados desus manos.

Sarah y el doctor estaban hablando.—… al menos cuatro semanas.

Probablemente más —decía el médico,y Sarah preguntaba por cómo ejercitarlas manos y el médico decía que habíaque hacer radiografías primero, para

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averiguar el grado de las suturas. Eddieno lo comprendía, ni quería hacerlo,pero observó a Sarah, que contemplabaal médico con su mirada firme y triste,aclarando todos los hechos. Sarah eneste entorno de paredes de azulejosblancos y sillas de roble y agujas deacero y vidrio y los olores de alcohol yéter; uno de esos extraños mundos de lamedianoche.

Finalmente, se levantó, tembloroso.—Vámonos.Ella lo cogió por el brazo,

amablemente, y lo condujo al exterior…

Tuvo que llevar dos semanas las

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escayolas. Eran irritantes, lastrabantodos los movimientos sencillos,haciendo que el hecho de alimentarsefuera algo estúpido y torpe, lo obligabana hacer el papel de la mujer en la cama.Y aún más, eran una castración,destruían toda su antigua sensación depoder y reserva, la sensación quederivaba más que nada de una ridículahabilidad para manipular un palo demadera pulida en una mesa con bolas decolores. Tal vez era eso lo que Tortugahabía querido: humillarlo, hacerle pagarpor aquella brillante y salvaje actuaciónen la partida de bola nueve, hacerlepagar lo que siempre se extrae deltalento y la habilidad cuando se

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convierten, como deben hacer a veces,en algo enfurecido y beligerante. No erael hombre a quien había derrotado quiense había vengado, sino el hombre quepresidía la partida…

Durante los primeros días no saliódel apartamento. Estuvo callado lamayor parte del tiempo, y pensó mucho.A veces Sarah le hablaba (aunque lohacía más de lo que él habría querido), yle contaba cosas de su familia o dealguno de los libros que leía. Él losoportaba, porque no había otra cosaque hacer.

Ella escribía mucho. Se sentaba aescribir en la máquina portátil ante lamesa de la cocina, con las gafas puestas,

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durante horas, mientras él se sentaba enel salón, bebiendo o leyendo. Una vez,ella intentó leerle algo de lo que habíaescrito, pero no tenía ningún sentido. Leexplicó que era parte de su tesis, algosobre un tipo llamado Keynes.

Eddie se sentía inquieto y se quejabade la inactividad, pero no se volviómorboso ni realmente incómodo. Unavez, ella alquiló un coche y le llevó adar un largo paseo y, por fin, a unpicnic, llamándolo una «sorpresa». Élse sintió adecuadamente sorprendido.Ella había traído sandwiches y un termode ginebra y zumo de pomelo. Los dosse emborracharon con la ginebra, de esaforma rápida, extraña e insatisfactoria

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en que uno se emborracha a la luz delsol, y la tarde fue simplemente confusa.Acabaron peleándose por lo lento queella condujo de vuelta a casa.

Después de una semana, Eddieempezó a salir. Fue a unos cuantosbillares, buscando vagamente a Bert,pero no lo vio. Luego empezó a ir alcine por la tarde, y eso, aunque leayudaba a pasar el tiempo, eradesagradable, pues le producía dolor decabeza. Abordó a una puta una tarde y lainvitó a unas copas, pero no le interesócuando ella le propuso buscar unahabitación. Probablemente habría sidodivertido (era joven y tenía unos pechosescandalosamente obscenos), pero

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quería más dinero de lo que él podíapermitirse. Además, probablemente ledebía algo a Sarah, no estaba seguro dequé.

Esa noche se emborracharon másque de costumbre, para celebrarlo, y éltrató, cuidadosa e insistentemente, deformar un puente con la mano (el círculodel índice curvado y el pulgar que guíael fino extremo del taco), pero fueimposible. Esto le enfureció durante unrato. Sarah no dijo nada, pero observócon curiosidad mientras él lo intentaba.Entonces, cuando Eddie hizo una muecaante una súbita puñalada de dolor, dijo:

—Será mejor que lo dejes estar untiempo. Duele demasiado.

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—¿Cómo sabes cuánto duele? —preguntó él, y advirtió inmediatamenteque ella tenía una respuesta para esapregunta.

Pero no la utilizó. Lo que dijo fue:—Se te nota.

Después de unos cuantos días, descubrióque podía más o menos sostener ymanejar el taco, al menos en la mesa dela cocina de Sarah. Tenía que usar elpuente de la mano abierta, con la palmade plano sobre la mesa, el pulgarlevemente levantado, y el extremo deltaco deslizándose en el hueco entre elpulgar y el índice, y sostener el extremo

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grande del taco por detrás del punto deequilibrio con solo los dedos de la manoderecha, sin que el pulgar sostuvierapeso alguno. Era incómodo, pero lepareció que de esa forma podíaconseguir algo.

Una mañana se puso a practicarsobre la mesa, tratando de que lamuñeca se acostumbrara a la acción,para ganar flexibilidad en el tiro, algoque todavía era muy doloroso. Llevabahaciéndolo más de una hora cuandoSarah entró, con un libro en la mano,marcando con el pulgar el sitio dondehabía dejado de leer.

Se sentó y lo observó en silenciodurante varios minutos, y él no le prestó

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ninguna atención.—Parece que sabes lo que estás

haciendo con ese… palo —dijo por fin.—Así es.Ella lo observó un rato más.—¿Cuánto tiempo llevas jugando al

billar, Eddie?—Desde que tenía unos catorce

años.—¿Siempre fuiste bueno?—Empecé a ganar dinero cuando

tenía quince. Dos, tres dólares al día. Aveces más. —Sonrió—. A vecestambién perdía.

—Pero no a menudo.—No. —Él golpeó hábilmente con

el taco a una imaginaria bola blanca—.

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No a menudo…

En el Wilson practicó durante tres horasantes de que el dolor en las manos lehiciera parar. Era torpe y burdo, eincluso el golpe, el movimiento enpéndulo de su mano derecha, habíasufrido; pero podía embocar bolas.Seguía enfilándolas y lanzándolas, unatras otra.

No volvió al apartamento de Sarah,sino que fue a un restaurante y luego alcine. La película trataba de un buzo, y lavio distraído, incapaz de dejar, a pesardel dolor, de flexionar los dedos, concautela, moviendo cuidadosamente los

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pulgares, adelante y atrás.Después de la película recorrió

viejas avenidas residenciales, y llegó auna ruidosa zona llena de bares, salonesde tatuaje y una galería de máquinastragaperras, y calles perpendicularesdonde no parecía haber nada más quetiendas donde las mujeres comprabanropa. Se le ocurrió comprar algo paraSarah, un camisón de seda o algo, peroluego se lo pensó mejor. Apenas teníacuarenta dólares, y nadie había dichonada todavía de las facturas del médico.

Cuando volvió al apartamento, Sarahya había terminado de cenar: sus platosestaban apilados, sucios, en elfregadero. Estaba en el salón,

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escribiendo, la máquina de escribirsobre su regazo.

Él se dirigió a la cocina, sacó unasartén, y se frio un filete congelado. Lopuso en un plato de café (uno de lospocos platos limpios que quedaban en laalacena), se sirvió un vaso de leche,cogió dos rebanadas de pan, duro, de lapanera que había sobre el hornillo, entróen el salón y se sentó junto a Sarah en elsofá. Hizo un bocadillo con el pan y lacarne y empezó a comer.

Cuando terminó, miró a Sarah,sonrió.

—Según me han dicho, las mujeresson muy buenas fregando los platos.

Ella no lo miró.

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—¿Ah, sí?—Así es. Y cocinando también.Soltó el plato, extendió una mano y

le dio una palmada en el culo.—Bueno, no esta mujer —dijo ella

—. Y desearía que dejaras de darmepalmaditas en el trasero. No me excitalo más mínimo.

—Se supone que ha de hacerlo —respondió él—. Tal vez eres diferente.Eres curiosa, Sarah. ¿Todas las mujeresde Chicago son como tú?

—¿Cómo voy a saberlo? Noconozco a todas las mujeres de Chicago.

Terminó de escribir una línea en lamáquina, y luego lo miró por encima desus gafas, los brazos cruzados sobre el

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regazo.—Probablemente soy diferente,

supongo. «Un horrible ejemplo depensamiento libre».

—Eso suena mal.—Lo es. Prepárame una copa.Eddie se levantó y se sirvió un vaso

de escocés con agua. No se preparó unopara él.

—Ya nos veremos —dijo trasentregárselo, y se dirigió a la puerta.

—¡Eh! —llamó ella. Eddie sevolvió. Seguía mirándolo por encima delas gafas. Su piel, con la luz, parecíamuy blanca, transparente. Su blusa erafina, y bajo ella podía ver el contorno desus pequeños pechos, moviéndose

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suavemente con su respiración.—¿Qué pasa?Ella le dio un sorbo a la bebida.—Has estado fuera toda la tarde.Inmediatamente él sintió un leve tono

de irritación en su voz.—Así es.—¿Entonces por qué sales ahora?Eddie vaciló un momento.—¿Y por qué no?Ella lo miró pensativa, con cierta

frialdad: sus ojos eran capaces demostrar cierta dureza.

—No hay ningún motivo —dijoentonces, en voz baja—. Ninguno.Buenas noches.

Volvió al texto que estaba

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escribiendo.—No me esperes despierta —dijo

él, dirigiéndose a la puerta.

Ya era tarde cuando entró en el Wilson,y solo había unos cuantos hombres allí.En la mesa del fondo había un hombremuy alto, mayor, de espalda recta y peloblanco con un traje gris cruzado. Estabapracticando y Eddie, de pie en elmostrador, lo observó durante variosminutos. El hombre tiraba algo envarado(parecía tener al menos sesenta años),pero era bueno. Practicaba billardirecto, y conocía el juego: Eddie lonotó en la forma que controlaba la bola

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tacadora, haciéndola detenerse dondequería sin ninguna filigrana a la inglesani ningún largo giro al azar. No parecíatener la capacidad de un auténticojugador de primera fila, pues carecía dela lisura y la suave y precisa acción demuñeca; normalmente habría estado muypor debajo de la liga de Eddie.

Eddie le pidió al consumido tipo quehabía tras la barra un paquete decigarrillos, y cuando lo recibió preguntótranquilamente quién era el hombre de lamesa del fondo.

El viejo sonrió como un conspiradory susurró, con esa voz obscena quetienen algunos viejos:

—Ese tipo es un auténtico

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buscavidas. Es Bill Davis de DesMoines. Probablemente viene delBennington. Es uno de los grandes.

Eddie había oído hablar de él enalguna parte: se suponía que era, por loque podía recordar, un buscavidas desegunda.

—¿A qué juega? —preguntó.—¿Cómo dice?—¿Cuál es su mejor estilo? ¿A qué

juega?—Oh. —El hombre tras el

mostrador se inclinó hacia él—.Directo. Billar directo.

Eso está bien, pensó Eddie,acercándose al lugar donde el hombrepracticaba. Pero hay que ser firme para

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poder jugar bien al directo. No estabaseguro de poder confiar tanto en susmanos todavía. Tal vez sería másinteligente tratar de enzarzarlo en unjuego de una tronera. En ese juego sedepende más del cerebro y de lapaciencia, cualidades para las que notienes que confiar en las manos. Todojugador de directo juega a una tronera:el viejo seguro que conocía el juego. Yentonces eso le hizo preguntarse, depronto, si el hombre alto lo conocería, aEddie Felson el Rápido, por sureputación, o si lo habría visto jugar enalguna parte. La idea de perder suprimera oportunidad de una buenapartida factible desde hacía semanas

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hizo que de repente se sintiera tenso,incluso nervioso. Pero un momentodespués se rio de sí mismo; estabapensando tal como Bert debía pensar,analizando, planeando los ángulos,calculando las probabilidades. Ledivirtió pensar en el pequeño y tensoBert, sentado en uno de aquellostaburetes del fondo, los labios fruncidos,comiendo patatas fritas y diciéndolecómo lo había calculado todo. Peroclaro, Bert conducía un coche nuevo.Cada año.

Se apoyó contra la mesa cercana yvio a Bill Davis hacer un saque. CuandoDavis terminó de embocar las catorcebolas, colocó las catorce en el triángulo

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e intentó un saque directo a la quince,enviando a la banda la bola rayada ytratando de hacer que se deslizara haciala tronera cercana. La bola golpeó labanda a unos centímetros de la tronera.David se esforzó con el tiro,inclinándose sombríamente sobre labola tacadora, y luego se cernió sobreella como un halcón. Cuando falló, dejóescapar el aire con un gran suspiro, yempezó a secarse la frente.

Eddie trató de parecer simpático.—Esa sí que era difícil —dijo.El hombre se volvió, lo miró un

momento, y luego sonrió. Sus dienteseran grandes, blancos y regulares. Eddiese preguntó si serían falsos.

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—Tiene toda la razón —dijo elhombre. Su voz prácticamente resonaba,y hablaba con fuerte acento—. Ese tiroes complicado.

Su voz era potente y hablaba con loque parecía gran convicción, conseriedad.

Eddie lo miró.—No se puede conseguir todo.—Así es. No se puede conseguir

todo. —La voz y la sonrisa eranenormes, y Eddie se sintió un pocoaturdido—. Ojalá se pudiera. Llevoquince años jugando a este malditojuego y no conozco a un hombre que nofalle nunca, desde luego.

La voz del hombre se hizo ahora más

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suave, y Eddie se sintió aliviado, aunqueseguía sin estar seguro de cómointerpretarlo. Se le ocurrió que tal vezDavis fuera un timador de algún tipo;parecía ser uno de los tipos más dignosde confianza que había visto jamás: suvoz vibraba de honestidad y seriedad.

Eddie le vio recoger las bolas yentonces dijo:

—¿Le apetece echar una partida odos?

—Claro. Me gusta jugar. ¿A quéjuego? —Colocó el triángulo sobre lamesa y empezó a meter ferozmente lasbolas dentro. Sus manos eran grandes,de aspecto fuerte, y ásperas, y manejabalas bolas como si fueran pelotas de golf.

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—¿Le parece bien a una tronera?—Bien.El hombre rebuscó vigorosamente en

su bolsillo y sacó medio dólar. Lo lanzóal aire, sobre la mesa.

—¿Qué prefiere?—Cruz.Fue cara: sacaría Davis. Al

contrario que en el billar directo, en elbillar de una tronera el saque es unaventaja: con él puedes enviar un buenmontón de bolas al lado de la mesadonde está la tronera en la que embocas,y si sabes hacerlo bien invariablementedejas al otro hombre perfectamenteseguro… sin posibilidad de tirar.

El hombre empezó a darle tiza a su

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taco.—¿Quiere jugar por dinero? Unos

pocos dólares.Eddie sonrió.—¿Diez?El viejo alzó las cejas, que eran

grises y tupidas.—Bien.Cuando llegó a la cabeza de la mesa

para hacer el saque se inclinó envarado,bombeó con el taco vigorosamentevarias veces, se detuvo, apuntó, volvió abombear y entonces tiró. Suconcentración era tan grande que unagran vena blanda, purpúrea, se marcó ensu frente. El saque fue muy bueno,aunque no perfecto.

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Eddie decidió que, desde elprincipio, no tendría sentido rebajar sujuego. No estaba seguro, de todasformas, de poder ganar incluso jugandoal máximo. No tendría sentido entregarlo que podría perder.

Así que jugó con cuidado, usando supuente con la mano abierta y su torpesujeción del taco, y tiró lo mejor quepudo. Le vendría bien cualquier billetede diez dólares que pudiera pillar. Jugócon cautela, tirando casi siempre a ladefensiva, apuntando a la bola solocuando estaba seguro de poderembocarla, y derrotó al otro hombre porpoca diferencia: ocho a seis.

Jugaron otra partida y Eddie la ganó.

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El hombre era bueno, pero jugaba a loloco, y no era lo bastante listo. Perdió latercera partida, pero ganó la siguiente.Cuando terminaron esa partida, Davis lesonrió y dijo:

—¿Cómo es que tiras con la mano enplano? Eres demasiado bueno para tirarasí todo el tiempo.

—Me lastimé las manos. En unaccidente.

Siguieron jugando y después de unascuantas horas Eddie había ganadonoventa dólares. Pero las manos leempezaban a doler, y empezó a tirar demanera envarada, temeroso de meterpresión a uno de sus pulgares y reavivarel dolor. El vigor del viejo no menguó:

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era uno de los profesionales comoMinnesota Fats, aunque no tan bueno, ensu incansable y consistente buen juego.Y era divertido. Una vez, en mitad deuna partida, Davis estaba inclinadorígido sobre la bola tacadora al fondode la mesa, concentrado en un tirodifícil, la vena de la frente púrpura,cuando de repente se retiró y se irguió,sus grandes manos en las caderas, ymiró al centro de la mesa. Eddie miró yvio un pequeño insecto negro quecruzaba despreocupadamente el tapete,en la línea de tiro del viejo. El bichotenía el tamaño de un mosquito, sin alas.

Davis lo estaba mirando, los ojoshinchados, enfurecidos. Finalmente, el

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bicho se detuvo, se dio la vuelta, yempezó a volver por donde habíavenido.

Davis hizo una mueca.—Pequeño hijo de puta —dijo—.

Tuviste tu oportunidad.Entonces, de pronto, se inclinó hacia

adelante, y con la punta del taco realizóuna serie muy rápida de golpes cortos,como si intentara clavar al bicho en lamesa. Luego se inclinó y, condeterminación, expulsó el cadáver de lamesa, usando unos enormes pulgar eíndice.

—Esto te enseñará la lección, hijode puta.

Jugando con él, Eddie fue lentamente

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consciente de algo que no habíaadvertido en sí mismo desde hacíamucho tiempo: cuánto le gustaba jugar albillar. Ese tipo de cosas, tan sencillas,pueden olvidarse fácilmente, sobre todoen medio de todas las cuestiones dedinero y apuestas, talento y carácter,ganador nato y perdedor nato, y seconvierten en una sorpresa. A Eddie leencantaba jugar al billar. Había unaespecie de poder, una especie debrillante coordinación de mente yhabilidad, que podía producirle másplacer, más deleite en sí mismo y en lascosas que hacía, que ninguna otra cosaen el mundo. Algunos hombres nunca sesienten así con nada; pero Eddie lo

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había sentido con el billar, desde quepodía recordar. Le encantaban lossonidos duros que hacían las bolas, leencantaba el contacto del tapete verdebajo su mano, la otra mano sujetandosuavemente la culata del taco, golpeandocuero contra marfil.

Y entonces, después de ganar trespartidas seguidas, el hombretón sonrióde oreja a oreja, mostrando los dientes,y dijo:

—Lo dejo. Eres demasiado bueno.—Claro —respondió Eddie,

sonriendo. Cogió los últimos diezdólares y, al guardarlos en la cartera,apenas advirtió el picotazo de agudodolor en sus manos. Parecía que todo

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había sido perfecto en esta partida:incluso la habían dejado en el momentoadecuado. No estaba seguro, perocalculaba que había ganado al menosciento cincuenta dólares. Le vendríanbien.

—¿Quiere una copa? —le dijoamablemente al otro hombre. No habíanbebido más que café durante la partida.

—Claro. —Su voz resonó de nuevo,como había hecho al principio—. ¿Meinvitas a un martini?

—Con mucho gusto.Fueron a la habitación del fondo y se

lavaron las manos, limpiando lasuciedad y la tiza. El hombretón se lavócomo hacía todo lo demás, con gran

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énfasis.—¿Cómo te llamas, por cierto? —

preguntó—. Juegas tan condenadamentebien que tendría que conocer tu nombre.Para la próxima vez.

Eddie se echó a reír.—Felson —dijo—. Eddie Felson.—¿Eddie Felson? —El hombretón

lo pensó un instante—. Claro.En el pequeño cuarto de baño su voz

podría haber roto los espejos,resquebrajado la porcelana.

—Alguien me ha hablado de ti.Eddie el Rápido, ¿no es así?

—Así es.—Vaya. —Extendió una mano

enorme—. Me llamo Bill Davis. De Des

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Moines, Iowa.Eddie tomó la mano con aprensión,

temeroso de que el hombre la aplastara.Pero la estrechó amablemente,consciente, al parecer, de su dolor.

—Eres un jugador magnífico.Cuando te cures las manos serás uno delos mejores.

—Gracias —dijo Eddie.—Tal vez soy yo quien debería

invitarte a una copa.—No importa, puedo permitírmelo

—dijo Eddie, sonriendo.El vaso de martini pareció perderse

en la mano de Davis. Lo engulló y lodejó sobre el mostrador. Durante unmomento Eddie temió que lo depositara

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de golpe como había hecho con eltriángulo de billar, rociando cristal portodas partes.

—¿Sabes? —dijo—. Si hubieratenido una oportunidad para aprender ajugar al billar cuando era niño, sería unjugador magnífico yo también.

—Juega bastante bien de todasformas —dijo Eddie.

—Claro. Sí, juego bien. Derroto a lamayoría de la gente con la que juego.Pero soy un viejo. Era ya viejo laprimera vez que vi una mesa de billar.Hace quince años. El primer año quevine a vivir a América.

—¿Quiere decir que no hay mesasde billar de donde es usted?

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—No lo sé. Tal vez haya algunas.Pero en Albania (vine de Albania hacequince malditos años), siempre fuiobrero. Mecánico. Ahorré dinero y mevine aquí a establecer un negocio. Mecompré un garaje. No sirvió de nada:nadie gana dinero con un garaje. Así quecompré un salón de billar, barato, enDes Moines, Iowa. Ahora tengo sesentay ocho años y estoy aprendiendo a jugara este maldito juego del billar. —Entonces sonrió, y sus grandes dientesde caballo destellaron—. Pero me gusta.Es el mejor juego que hay.

Parecía imposible que el hombrepudiera tener sesenta y ocho años. Si lofuera, debería estar cansado, o ser

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impreciso. Pero las profundas arrugasde su cara, como surcos, y los miles dediminutas líneas finas entre las másgrandes eran de las que tardan años encrecer. El hombre era imposible, unaespecie de fenómeno natural.

Se levantó bruscamente y le dio aEddie una palmada en la espalda.

—Eres un jugador magnífico, EddieFelson.

Entonces salió por la puerta, dandograndes zancadas, la espalda recta,erguida, los brazos oscilando, rectos, alos costados…

Cuando llegó a casa Eddie se sentía

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maravillosamente. Se había detenido enuna tienda a comprar una caja debombones para Sarah, y cuando llegó ladespertó y le tendió la caja.

—¿Qué demonios es esto? —dijoella, la voz pastosa de sueño y licor.

—Bombones. Una caja llena. Para ti.Se sentó en la cama, encogida, el

pelo sobre la frente y los ojos pegados.Parpadeó.

—¿Cuál es la idea?—Un presente. Un regalo.Ella lanzó la caja a los pies de la

cama, y se tendió de costado,apartándose de él.

—Justo lo que necesito —dijo, yentonces añadió—: ¿Dónde has estado?

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¿Jugando al billar?Él no pudo decir si era sueño o

amargura lo que había en su voz, pero eltono era apagado.

—Así es.Bruscamente, ella se dio la vuelta y

lo miró con tristeza.—Eddie… —Se dio de nuevo la

vuelta—. No importa. No sabrías de loque hablo.

La voz de Eddie se volvió muy fría.—Probablemente no —dijo.

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Capítulo catorce

Practicó durante varios días,esforzándose obstinadamente hasta queel dolor de sus manos se hacíademasiado grande para poder continuar.No le hacía sentirse bien, pero había unaespecie de efecto catártico. Y era comolos viejos tiempos en Oakland, aquellosaños en que había practicadodiariamente con concentración eintensidad, cuando convertirse en ungran jugador de billar era, para él, lomejor que quería de la vida. No teníaahora tanta convicción (aunque pensaren sí mismo como vendedor de seguros

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o empleado de una zapatería habría sidosimplemente absurdo), pero el juego, yla práctica dura, absorbente y casireligiosa eran para él un recordatorio delo que era, de lo que había sido e iba aser. Y le impedía pensar, le impedíairritarse con todos los vagos temas quele acosaban desde el día que entró en elBennington, e incluso antes.

Una tarde estaba tirando en la mesadel fondo del Wilson, enfilando lasbolas en el centro de la mesa yembocándolas en las troneras laterales,cuando entró Bert.

Bert llevaba un traje de chaquetamarrón conservador, o cauto. Cuandovio a Eddie sus labios se contrajeron en

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una fina sonrisa.—Hola —dijo.Eddie embocó la bola a la que

estaba apuntando. Entonces se apoyólevemente en su taco y respondió:

—Hola. ¿Dónde has estado?Bert tomó asiento, ajustando las

perneras de sus pantalones al hacerlo.—Aquí y allá —dijo, sin ningún

tono de voz particular.—¿Cómo va el negocio?Bert frunció los labios.—El negocio va lento.No hubo nada más que decir. Eddie

volvió a tirar, consciente de que Bert loobservaba y, con toda probabilidad, loestaba juzgando.

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Cuando terminó de embocar, Berthabló.

—¿Por qué el puente con la manoabierta? ¿Te pasa algo en las manos?

Eddie le sonrió.—Un accidente. En el Arthur’s.Esperaba que Bert dijera algo al

estilo de «te lo dije», pero Bert no lohizo.

—¿Sí? —preguntó, alzando susclaras cejas—. Parece que te va bien.

—Bien. —Eddie empezó a colocarlas bolas—. Diría que mi juego haperdido un veinte por ciento. Tal vezmás.

—Si es así, no estás en demasiadamala forma. ¿Qué pasó? ¿Te pisaron las

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manos?—Los pulgares —dijo Eddie

mientras tiraba—. Un hijo de putagrandote me los rompió.

Bert pareció interesado.—¿Un tipo llamado Tortuga Baker?Eddie no pudo dejar de

sorprenderse.—Conoces a todo el mundo, ¿eh?Bert pareció complacido por eso.—A todo el mundo que puede

hacerme daño —dijo, arrugando denuevo los labios—, y a todo el mundoque puede ayudarme. Merece la pena.

Eddie empezó a dedicarse a lastroneras de las esquinas, al fino toquedonde hay que dar a la bola tacadora un

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giro natural.—Deberías darme lecciones —dijo

por fin.Bert lo miró, pensativo.—Firma.Eddie no respondió y siguió tirando,

empujando las bolas de colores hacia labanda con la bola blanca, haciéndolascolarse suavemente en la tronera,mientras la bola blanca giraba por lamesa. Era un tipo de tiro agradable:posiblemente por la combinación develocidad y lentitud, y la inevitabilidadde los movimientos cuando se hacíabien. Luego, por fin, cuando terminó conlas quince bolas, miró de nuevo a Bert.

—¿Dónde firmo?

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Bert se ajustó las gafas de monturade acero sobre la nariz.

—¿Para Lexington?—Para donde tú digas. —Eddie

sonrió—. Jefe.Los ojos de Bert parecieron aún más

grandes bajo las gruesas gafas.—¿Qué te ha pasado?—Ya te lo he dicho. Los pulgares.—No me refiero a los pulgares. Ya

me has contado lo de los pulgares.Eddie reflexionó un momento.—Tal vez he estado pensando.—¿Pensando en qué?—En cómo tal vez no soy ahora

mismo una propiedad de primera fila. Yen cómo jugar por una tajada del

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veinticinco por ciento de algo grande esmejor que jugar por calderilla.

—Bien —dijo Bert, acomodándoseen su asiento, las manitas dobladasdelicadamente sobre su regazo—.Naturalmente, con tus manos en elestado en que se encuentran…

Eddie sonrió.—Puedes olvidar eso. Sabes

perfectamente bien que puedo derrotar atu Findlay, con pulgares o sin pulgares.Y no rompieron mi «carácter» en Arthur’s. Es lo que dijiste que tenía mal,¿recuerdas?

—Recuerdo —dijo Bert. Hizo unapausa unos minutos, aparentementeconcentrado, sus manitas sonrosadas con

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las uñas impecables retorciéndoseligeramente en el regazo—. Muy bien —dijo por fin—. Pasado mañana. A lassiete de la mañana.

Eddie parpadeó.—¿A las siete de la mañana? ¿Para

qué demonios? No me he levantado aesa hora desde que iba a la escueladominical.

Bert sonrió.—Nunca deberías dejar de ir a la

escuela dominical. Das el tipo. Pareceque tienes moral.

—Gracias. Tú pareces Santa Claus.—Oh, yo también tengo moral. Me

educaron bien. Solo que tú parece quetienes el tipo de moral buena. Sea como

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sea, te levantas y te reúnes conmigocomo si fueras a ir a la escueladominical, pasado mañana, aquí mismoa las siete. De esa forma podremosllegar a Lexington en el día. —Entoncessu voz se relajó un poco—. A mítampoco me gusta levantarme a las siete.

—Muy bien —dijo Eddie—.Llevaré mi taco.

—Y una cosa más. Yo voy a pagartodos los gastos y a correr todos losriesgos. Así que mientras estés conmigo,jugarás a mi manera.

—Eso pensaba —dijo Eddie, sinmirarlo. Se inclinó, concentrándose enun tiro largo a la bola cuatro, que estabaen medio de la mesa, una esfera

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silenciosa de color púrpura sin brillo.Apuntó con cuidado, golpeó con fuerza,y la coló en la tronera de la esquina. Labola tacadora se detuvo. Eddie miró aBert.

Bert se bajaba lentamente de la altasilla, su lisa cara de bebé mostraba unaexpresión complacida, la expresión deun hombre feliz con su pequeño ycómodo mundo.

—Vamos —le dijo a Eddie.—¿Adónde?—Te invito a una copa. Ahora que

hacemos negocios juntos.

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Capítulo quince

Practicó durante la mayor parte del díasiguiente, y cuando acabó temió haberseextralimitado: sus pulgares parecíanestar más tiesos y más doloridos. Peroya habría tiempo de relajarlos, al díasiguiente, durante el viaje.

No estaba seguro de cómo decirle aSarah que se marchaba (ni siquiera lehabía dicho nada del dinero que le habíaganado a Bill Davis), y no sabía quéesperar exactamente de ella.Obviamente, lo mejor era serdiplomático: emborracharlaadecuadamente y luego sacar el tema.

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Eran las cuatro de la tarde cuandoterminó de practicar, y fueinmediatamente del salón de billar alapartamento de Sarah. Ella estabaescribiendo, en la cocina, cuando élllegó. Entró en la habitación, encendióel quemador para calentar los restos delcafé del desayuno, y se sentó a la mesafrente a ella.

—¿Qué tipo de atuendo se puedecomprar por cincuenta dólares?

Ella lo miró por encima de las gafas,con la vieja expresión de asombro.Llevaba una camisa blanca con el faldónpor fuera, y una falda verde.

—¿Quieres decir vestido, zapatos,sombrero?

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—Eso es.—Uno bastante bueno. Es verano: la

ropa de verano siempre es más barata.¿Por qué?

Él sacó un cigarrillo y lo encendió.—¿Por setenta y cinco dólares?—Un buen vestido. Muy bueno.

¿Para qué? ¿Y para quién?—Para ti. Para cenar. Esta noche.Ella se quitó las gafas, frunciendo el

ceño.—No necesito ropa. ¿Y qué pasa

esta noche?—Lo que pasa esta noche es que

vamos a salir a cenar. En el mejor sitioque elijas. —Se levantó, apagó elquemador y empezó a buscar una taza

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limpia para el café—. Y puedes ponerteropa bonita.

—Espera un momento. ¿Cuál es elplan, Eddie? Primero son bombones, alas dos de la mañana. Ahora ropa. ¿Dedónde has sacado el dinero?

Él encontró una taza y empezó afregarla.

—Me lo dio un tipo.—Seguro. —Ella apartó la mirada

—. ¿Jugando al billar?—Así es.—Magnífico. Muy bien. ¿Dónde

encajo yo en esto? ¿Por qué me das unaparte? ¿Te remuerde la conciencia?

—Mira, tal vez debería olvidarlo.—Tal vez deberías. No tienes que

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comprarme nada. Ya me has seducido,¿recuerdas?

Él se bebió media taza de café.Estaba tibio y sabía a rayos.

—Recuerdo.Depositó la taza, sin terminar, en el

fregadero.—¿Quieres el vestido? Alguien me

dijo una vez que a las mujeres les gustanlos vestidos. Y los bombones.

—Tu lógica es aplastante —respondió ella, con dureza—. ¿Quién teha dicho que a mí me gustan los vestidosy los bombones? ¿Y salir a cenar?

—Nadie. Olvídalo.Entró en el salón, se sentó y cogió

una revista. Alguien libraba una guerra y

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leyó al respecto, aunque no erainteresante. La máquina de escribirsiguió tecleando durante varios minutosy luego se paró. Entonces oyó el tintineode hielo y vasos. Un momento despuésella entró y le tendió una copa.

Sonrió débilmente.—A veces soy una arpía —dijo.—Así es. —Eddie aceptó la bebida.Ella se sentó en el reposapiés que

había delante del sillón de él, y empezóa beber en silencio. Él hizo a un lado larevista y la miró. La camisa que llevabaera como una camisa de hombre, y teníadesabrochados los dos botonessuperiores. Tenía el sujetador suelto y almirar se podían ver sus pezones. Esto le

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divirtió al principio, pues la intenciónera obvia. Sabía muy bien que lasmujeres no hacen nada accidental consus pechos.

Finalmente, ella volvió a mirarlo,sonriendo con un poco de tristeza,tímidamente.

—¿Sigues queriendo llevarme acenar? —El aliento que tomó, despuésde decir esto, fue un poco exagerado, ysubió los pechos.

Él no pudo evitar echarse a reír.—De acuerdo —dijo, extendiendo la

mano y cogiéndola por debajo de losbrazos—. Tú ganas. Compraremos elvestido, después.

—Será mejor que nos demos prisa.

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Las tiendas van a cerrar.Él la cogió del brazo y la condujo al

dormitorio.Después, se quedó tendido de

espaldas en la cama, sudando. Se sentíamuy bien, muy relajado. Y había unabuena sensación en su estómago, lasensación de que algo estaba a punto deempezar. Habría nuevos sitios a los queir, nuevas partidas que jugar. Sarahfumaba un cigarrillo en la cama,pensativa y en calma, su pequeño cuerpocubierto por la sábana.

Se dio la vuelta y apagó elcigarrillo, inclinándose sobre él en lacama de modo que el pelo le cayó sobrela cara mientras aplastaba el cigarrillo

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en el cenicero. Entonces lo miró ysonrió.

—Vamos —dijo.

Ella trató de comportarse como si losvestidos no significaran nada, pero élnotó que estaba disfrutando. Actuaba demanera cínica ante cada prenda quemiraba, pero Eddie advirtió que teníamucho cuidado con lo que compraba. Ylo que finalmente compró le sentabaestupendamente: un vestido azul marino,estrecho y perfectamente ajustado, quele hacía un culo maravilloso, zapatosazul marino, sin adornos, un sombreroblanco y azul, y guantes blancos.

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Estuvo en el cuarto de baño durantecasi una hora. Él tardó veinte minutos enponerse una camisa limpia y calcetines yafeitarse, y se pasó el resto del tiempoleyendo sobre la guerra y sobre cómo unmontón de gente se suponía que erainteresante porque eran ricos o actores oambas cosas.

—¡Eh! —dijo, levantándose yacercándose a ella. Sarah olía bien:nunca la había visto usar perfume antes—. Eres lo mejor. Lo mejor que hay.

Él casi pudo sentir su esfuerzo pormantener la voz seria.

—Gracias. —Lo miró y dijo—: Y siquieres hacer esto bien, será mejor quete cambies ese traje. Está arrugado.

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Él se echó a reír.—Claro.Tenía una camisa de vestir y una

corbata y se las puso junto con el trajegris. Cuando salió, ella se echó a reír.

—Nunca te había visto antes decorbata. Pareces el presidente de unafraternidad.

—Y tú la novia. Vamos.Cuando salían por la puerta ella lo

detuvo un instante, lo miró y dijo:—Gracias, Eddie.

Ella escogió el sitio. Había oído hablarde él, pero nunca había estado allí. Eraexactamente el tipo de restaurante que

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Eddie tenía en mente: grande,tenuemente iluminado, tranquilo, condecoración elegante. Le gustó deinmediato y, decidido a jugar hasta elfinal, le dio al maître cinco dólares yescogió su propia mesa, junto a unapared. Los cinco les ganaron unareverencia y un camarero impecable ySarah empezó con una botella de jereztan viejo como ella. Una cosa rara: aEddie le sorprendió que a Sarah leimpusiera el lugar y estuviera un poconerviosa, a la defensiva, e incómoda;mientras que él se sentía a sus anchas,aunque apenas había estado en ese tipode restaurante en su vida. Pero despuésde dos vasos de vino y de que la banda

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empezara a tocar música tranquila yligera, ella empezó a relajarse. Él sesentía bien y empezó a hablar de símismo, algo que rara vez hacía. Pero nole habló de Minnesota Fats. Y cuandoterminaron de comer y estaban bebiendolos vasitos de Benedictine que ellahabía pedido (y que Eddie descubrióque no le gustaba), él se inclinó haciaadelante, los codos sobre la mesa, ydijo:

—Supongo que sabes que tengo unmotivo.

Un momento antes el rostro de ellaestaba vivo. Inmediatamente seendureció.

—Siempre hay un ángulo, ¿no?

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—No juego a los ángulos. Nocontigo.

—Claro.No había ninguna convicción en su

voz. Terminó su vaso de Benedictine, seacomodó en su silla y se cruzó debrazos.

—Muy bien, ¿qué pasa, Eddie?Él la miró fríamente.—Me marcho de la ciudad durante

un tiempo.Los ojos de ella corrieron a mirarlo

a la cara y luego, rápidamente, sedesviaron. No había ninguna expresiónen ellos, solo una especie de curiosidad.Sin embargo, él sabía que se trataba deuna pose, y lo sabía como cualquier

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jugador sabía que había un motivo paraello, en el juego que habían empezado ajugar: el juego en que él mismo, dehecho, la había metido mucho antes. Noobstante, no sabía qué pretendía ocultarla pose. Con Sarah, nunca estaba seguro.

Ella lo miró, firmemente.—¿Durante cuánto tiempo, Eddie?

—dijo. Podría haberle estadopreguntando si quería otra taza de café.

—No lo sé.—¿Una semana? ¿Un año?—Más bien una semana. Volveré.Ella empezó a ponerse los guantes.

Lo hizo como hacía muchas cosas, conmaestría, pero a la vez con cuidado.

—Claro —dijo ella. Se levantó—.

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Vámonos a casa.Caminaron en silencio por la calle.

La falda del vestido tenía bolsillos, y almeterse las manos en ellos Sarah pudopor arte de magia convertir lo que unmomento antes era una apariencia chicen ese tipo de triste falta de eleganciarenqueante que parecía ser su pose másnatural en el mundo exterior.

—¿No quieres saber adónde voy? —preguntó él, en voz baja, después devarios minutos.

—No. Sí, quiero saber adónde vas, ypara qué. Solo que no quieropreguntarlo.

—Voy a Kentucky. A Lexington. Conun amigo.

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Ella no dijo nada, pero siguiócaminando, las manos todavía en losbolsillos, la mirada al frente.

—Voy a intentar ganar algún dinero.Lo necesito, el dinero.

Y de pronto él maldijo para sí, ensilencio, por el tono de disculpa quehabía en su voz. No tenía nada de lo quedisculparse. Se obligó a adoptar un tonocuidadosamente indiferente.

—Me marcho por la mañanatemprano.

Ella lo miró un instante. Su voz fuecomo agua helada.

—Márchate ahora.Ella miró, con la rápida irritación

que ella podía hacerle sentir.

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—Crece —dijo.Ella no volvió a mirarlo.—Muy bien, tal vez debería crecer.

¿Pero por qué demonios no me lo dijisteantes? ¿Es lo que hacen los tiburones delbillar? ¿Hoy aquí, mañana allí, como losjugadores de las películas?

A él nunca le había gustado oír anadie decir «tiburón del billar», y no legustó oírla a ella.

—No lo supe antes —dijo.—Pues claro que no. Algo gordo se

cuece en Lexington, seguro. Todos losgrandes tiburones de las cartas, lostimadores. Tal vez incluso FrankCostello, Lucky Luciano, ¿es así?

Él no dijo nada durante un rato. Se

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acercaban al apartamento, y la llevó alinterior y se sentó antes de hablar.

—Voy a Kentucky a jugar al billarcon un tipo llamado Findlay. Necesito laacción y necesito el dinero. Y eso estodo. Si quieres puedes venir conmigo.

Bruscamente, ella empezó a reírse,de pie en medio del gran salóndestartalado.

—Justo lo que necesito —dijo. Laarrogancia y autocompasión de su poseavergonzaron e irritaron a Eddie.Desvió la mirada y contempló el grancuadro del payaso en la pared, que legustaba. Ella había dejado de reír, peroel sarcasmo de su voz le impedíamirarla—. No, Eddie —dijo—. Te

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esperaré. Tu fiel juguete sexual. ¿Qué teparece?

Esto último, lo falso que sonabatodo, cambió su furia en otra cosa.Eddie se volvió a mirarla, allí de pie,mirándolo ahora, las manitas metidas enlos bolsillos, los pies separados. Se leocurrió que era como un bichito en unfrasco, un insecto chirriante y aleteanteque podía hurgar con un palo, podíapinchar, cuando quisiera.

—Eso estaría bien —dijo, y supropia voz le sonó extraña, aunque eratranquila—. Eres un juguete sexual muybueno. Uno de los mejores.

Ella se le quedó mirando.—Eddie —dijo ella, la voz

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temblando—, probablemente eres unhampón de mala muerte. Se me acaba deocurrir.

—Al diablo. —Su voz era fría yátona—. Hace ya tiempo que se te haocurrido. Probablemente además te ponea cien: acostarte con un criminal.

—Muy bien. Tal vez es así. O era. Ytal vez estoy empezando a aprender quées un criminal.

Él la miró con claro desdén.—No tienes ni puñetera idea de lo

que es un criminal. No tienes ni puñeteraidea de lo que yo soy. No distinguirías aun hampón de un camarero. ¿Quiéndemonios te crees que eres, llamándomecriminal? ¿Qué sabes tú de lo que hago

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para ganarme la vida? —Dejó demirarla de nuevo—. Tráeme una copa.

No la oyó moverse ni respirardurante largo rato. Entonces ella entróen la cocina. La oyó preparar lasbebidas.

Cuando volvió no parecía que lahubiera derrotado, ni siquiera quehubieran acabado en tablas, pero élsabía que su fachada era una de lasmejores que había visto nunca. Empezóa preguntarse, con cierto interés, qué ibaa suceder a continuación. Estabaempezando a divertirse.

—Muy bien —dijo ella por fin—.Tú ganas de nuevo. Siempre ganas. Perola próxima vez házmelo saber con un

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poco de antelación, ¿quieres?—Claro. Si puedo.Lo que ella dijo a continuación fue

como si hablara consigo misma,meditando en voz alta.

—Si hay una próxima vez…Él no quiso dejarlo correr. Se sintió

un poco como debía sentirse Bert, leapeteció presionarla, acorralarla.

—¿Por qué no?Pero ella no respondió. En cambio,

lo miró, los ojos de nuevo ardiendo, derepente, y dijo:

—¿Sabes qué has sacado de mí…qué te he dado?

—¿Qué?—Entre otras cosas, a mí misma.

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De pronto, a él le apeteció echarse areír.

—¿Y crees que no deberías haberlodado? Tendrías que haberlo vendido, talvez.

Ella vaciló antes de hablar.—¿Cuánto daño puedes hacer,

Eddie?—Tal vez intentas desquitarte ahora,

tal vez sea eso. Pero nunca me distenada sin tomar, y lo sabes. Nunca te heengañado, ni siquiera cuando pensabaque lo hacía, y lo sabes. Lo que me dasestá por debajo de tu cintura, y eso estodo. Y es lo único que yo te doy. ¿Quémás quieres, por lo que ofreces?

Ella pareció buscar

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desesperadamente una palabra que leinterrumpiera. Optó por la salidacobarde.

—Amor —dijo, como si la palabrafuera importante de un modo abstracto.

Él se la quedó mirando y luegosonrió.

—Eso es otra cosa que noreconocerías si la vieras caminando porla calle. Y yo tampoco.

Sarah le dio un sorbo a su bebida.—¿Qué intentas hacerme? Te amo,

por el amor de Dios.Eddie la miró fijamente y ella

pareció todavía más un insecto, tratandode escapar de un frasco, un frasco conparedes resbaladizas de cristal

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transparente.—Eso es una maldita mentira.Durante más de un minuto ella

permaneció en silencio, mirándolo.—Muy bien, Eddie —dijo—. Has

ganado. Recoge tus bártulos. Siempreganas.

Él la miró.—Eso es otra chorrada —dijo. Pero

no lo dijo bien: ella había conseguidocolársela.

—La forma en que me miras —dijoSarah, los ojos muy abiertos, doloridosy furiosos, pero la voz tranquila—. ¿Esla forma en que miras al tipo al queacabas de vencer en una partida debillar? ¿Como si acabaras de quitarle el

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dinero y ahora lo que quieres es suorgullo?

—Todo lo que quiero es el dinero.—Claro. Claro, solo el dinero. Y el

placer aristocrático de verlo hechopedazos. —Lo miró ahora con máscalma—. Eres un romano, Eddie. Tienesque ganarlo todo.

Él volvió la cara hacia el payaso decolor naranja. No le gustó lo que elladecía.

—Nadie lo gana todo.—No. Supongo que no.Y de repente se volvió hacia ella y

vio por primera vez lo que parecía sertoda la verdad de Sarah, en un destellode asombro y desdén.

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—Eres una perdedora nata, Sarah —dijo.

—Así es —contestó ella, en vozbaja. Permaneció sentada en el sofá,recta, sosteniendo la bebida con ambasmanos, protectora, como si sostuviera aun niño o una muñeca. Tenía los codosen las rodillas, los labios apretados, yya no lo miraba. Eddie tardó un instanteen advertir lo que estaba haciendo.Lloraba.

No dijo nada, pues se le ocurrió algoextraño y ambivalente, algo que loretorcía, distorsionando su visión y sinembargo volviéndola tan nítida quepensó que podría ver cualquier cosa(sorteando las esquinas, atravesando

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paredes, el ojo mismo del sol), algo queentró en su mente con una especie deagradable desdén, las palabras que Berthabía usado con él: Autocompasión.Uno de los mejores deportes deinterior.

Entonces, de repente, ella lo miró ydijo:

—Y tú eres un ganador, Eddie. Unauténtico ganador…

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Capítulo dieciséis

Bert fue perfectamente puntual. Era unamañana cálida y agradable, una brillantemañana de finales de verano, pero Eddieapenas era consciente de ello. Estabadespierto; se había despertadobruscamente a las cuatro y media, con elsonido chirriante e infrecuente de lospájaros y con una especie de fríaturbulencia en la mente; pero apenasveía lo que la mañana tenía queenseñarle: la ciudad de Chicago,Illinois, en estado de gracia. Seacomodó en el gran asiento tapizado delcoche de Bert, con la pequeña funda de

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cuero en el regazo, e impidió que sumente pensara, o sintiera.

Bert conducía como jugaba al póker,sentado recto, los labios apretados, losojos fijos en la carretera, sin perdersenada. Era demasiado silencioso. Apenashablaron hasta el mediodía, aunque nohabía ninguna tensión entre ellos. Lo quepasaba por la mente de Bert erainsondable; Eddie tampoco habríaestado seguro de lo que había en la suya.

Se detuvieron por el camino paratomar unas hamburguesas y café, y Eddiese tomó una copa, aunque Bert rechazóhacerlo. Después, en el coche, miró aBert y dijo, porque ahora le apetecíahablar:

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—¿A qué juegan en Kentucky, cuáles el gran juego?

Bert, como siempre, se lo pensó unmomento antes de hablar.

—Juegan al billar de bandas, y a unatronera.

—Bien —dijo Eddie—. Me gusta lode una tronera. ¿A qué juega Findlay?

Bert hizo de nuevo una pausa.—No lo sé. Nunca lo he visto jugar.

Solo lo conozco por sus días de póker.Eddie sonrió.—Debes tener mucha confianza en

mí.—No la tengo.—¿Entonces cómo sabes que no me

derrotará? ¿Cómo sabes que no juega al

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billar mejor que yo?—No lo sé. Y no tengo mucha

confianza en ti. Pero tengo confianza enFindlay.

—¿Qué significa eso? —Eddie sesacó un cigarrillo del bolsillo y loencendió.

—Significa que tengo confianza enque Findlay es un perdedor, de cabo arabo. Y tú eres medio perdedor, medioganador.

—¿Cómo sabes eso?Bert se estiró tras el volante y se

permitió entonces relajarse un poco,aunque continuó mirando la carreteracon atención mientras hablaba.

—Ya te lo dije. Ya te he visto

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perder; perder ante un hombre a quiendeberías haber derrotado.

Bert empezaba con la vieja cantinelaotra vez, y a Eddie no le gustó.

—Mira. Ya te dije…—Sé lo que me dijiste —respondió

Bert—. Y no quiero volver a oírlo, noahora.

Y entonces, como Eddie norespondió, Bert tomó aliento y continuódiciendo:

—Estoy pensando en ti y en Findlaypersonalmente; no en la partida de billarque vais a jugar. Él juega lo bastantebien para derrotarle si quierespermitírselo y si tiene carácter parahacerlo. Pero no lo tiene, y ese es el

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tema.Bert condujo en silencio durante

unos minutos, manteniendo unavelocidad firme de ciento diezkilómetros por hora.

—A menos que estés jugando con uncretino o un borracho, cuando juegas pordinero a lo grande es más importante elhombre que el juego. Como en el póker,en una partida de póker que realmentemerezca la pena, todo el mundo sabecómo se juega, todo el mundo sabe cómoson las escaleras de color y las reales,calcular el bote y contar las cartas: yosabía todo eso cuando tenía quince años.Pero el hombre que gana las partidas esel hombre que está atento al dinero

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importante y cuadra los machos y tienesuficiente carácter para mirar a los otroscinco tíos y hacer la apuesta que a nadiemás se le ocurriría hacer y seguiradelante. No es suerte; probablemente lasuerte no existe, y si existe no puedesdepender de ella. Todo lo que puedeshacer es calcular los porcentajes, jugarcomo mejor sabes, y cuando llega esaapuesta crítica (en toda partida haysiempre una apuesta crítica), tensar elestómago y empujar. Eso es el pellizco.Y es ahí donde tu perdedor nato pierde.

Eddie reflexionó un momento.—Tal vez tienes razón.—Pero tienes que saber cuándo se

produce el pellizco en la partida —dijo

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Bert, con tono más insistente ahora—.Tienes que saberlo y tienes quesoportarlo, no importa qué tipo de voz teesté diciendo que te relajes. Comocuando estabas jugando con MinnesotaFats, cuando lo tenías derrotado yestabas tan cansado que los ojos tecolgaban de las órbitas, y cuandoalguien iba a tener que ceder: o tú oFats. —Bert se detuvo un instante, ycuando volvió a hablar su voz fue dura,directa y segura—. ¿Sabes cuándoocurrió eso? ¿Cuándo supo Fats que ibaa derrotarte?

—No.—Muy bien, te lo diré. Fue cuando

Fats fue al cuarto de baño y tú te

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desplomaste en una silla. Fats sabía quela partida estaba en el momento delpellizco, sabía que tenía que hacer algopara detenerlo, y jugó con inteligencia.Entró en el lavabo, se lavó la cara, selimpió las uñas, puso la mente enblanco, se peinó, y salió preparado. Túlo viste; viste su aspecto: limpio denuevo, dispuesto a empezar otra vez,dispuesto a aguantar el tipo y presionar.¿Y sabes qué estabas haciendo tú?

—Estaba esperando para jugar albillar.

—Eso es. Cierto. Estabas esperandoa que te diera una paliza. Estabashundido en la silla, nadando en gloria ywhisky. Y, probablemente, decidiendo

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cómo podías perder.Durante un momento Eddie no

respondió, sintiendo una ira irracional,una especie de salvaje irritación.

—¿Qué hace que sepas tanto? ¿Quéte hace saber lo que pienso cuando juegoal billar?

—Tan solo lo sé —dijo Bert—. Yomismo he estado allí, Eddie. Todoshemos estado allí…

Eddie no dijo nada, sino que se quedósentado, con la irritación todavía tensaen su estómago y el leve y molesto picoren las manos. Quería pelearse con algo,golpear algo, pero no sabía qué.

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Contempló la carretera que teníandelante, y después de un rato empezó asentirse más tranquilo.

Y luego, después de más de unahora, Bert dijo:

—Ese es todo el maldito asunto:tienes que comprometerte con la vidaque has elegido. Y la has elegido: lamayoría de la gente ni siquiera hace eso.Eres listo y joven y tienes talento, comote dije antes. Quieres vivir rápido ycómodo y ser un héroe.

—¿Ser un héroe? ¿Quién demoniosdice lo que yo quiero?

—Yo. Tú y cualquier malditojugador decente queréis ser héroes. Peropara ser un héroe hay que firmar un

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contrato contigo mismo. Si quieres lagloria y el dinero tienes que ser duro.No quiero decir que te desprendas de lacompasión, no eres un timador ni unladrón: esos son los que no pueden vivirsi sienten compasión. Yo mismo lasiento. Tengo momentos blandos. Perosoy duro conmigo mismo y sé cuándo nohay que ser débil. Como cuando tienesque entregarte a una mujer, hay que darlotodo, sin contenerte. Duda después. Oantes. Pero con una mujer haces uncontrato; no sé cuáles son todas laspalabras de ese contrato, pero están ahíy si no lo entiendes no eres humano, nome importa lo que digan todos esoscretinos y los hijos de puta y los que

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defienden el amor libre. Y cuando se lodas a una mujer o cuando haces elcontrato que dice: voy a darte la granpaliza en esta partida de billar, no tecontienes. No dejes que te convenza lavoz que dice: libérate, no tecomprometas. Haz callar esa voz. Nointentes matarla: la necesitas ahí. Perocuando empiece a decirte que no hayningún contrato, hazla callar. Y cuandollegues a ese momento determinado dela partida en que te diga: no arriesguesel cuello, sé listo, retírate, no porquequiera salvar tu dinero, sino porque noquiere perderte, no quiere ver que ponestu maldito corazón en el juego. Quiereque pierdas, quiere verte sentir lástima

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de ti mismo, quiere que busquescompasión.

Eddie lo miró.—¿Y si pierdes?—Entonces pierdes. Cuando eres un

ganador, perder te duele en el alma.Pero tu alma puede soportar el dolor.

Eddie no estaba seguro de lo quesignificaba todo aquello.

—Puede que tengas razón —dijodespués de un rato.

—Sé que tengo razón —contestóBert.

Atravesaron Cincinatti a última hora dela tarde, una ciudad abarrotada y gris, y

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cruzaron un puente en dirección aKentucky. Un rato después vieronmuchos campos de una planta alta dehojas anchas y, al pasar junto a ellos,Eddie preguntó:

—¿Qué son, coles?Bert se echó a reír.—Es tabaco.Eddie contempló las grandes plantas

un momento, el enorme campo lleno.—¿Y cómo iba a saberlo yo? —dijo.

Las hojas de las plantas eran brillantes,de aspecto pegajoso.

Más tarde empezaron a ver muchasverjas blancas de aspecto nuevo ygrandes graneros blancos. Los pradosalrededor de esos graneros, cercados,

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eran muy verdes y lisos. En varios habíacaballos.

—Esos son caballos de carreras,¿verdad?

—Así es —dijo Bert.—Pues parecen iguales que

cualquier otro caballo.Bert se echó a reír.—¿Qué otro tipo de caballos ve un

buscavidas, excepto los caballos decarreras?

El centro de Lexington podría habersido el centro de cualquier parte: todohombres y cristal y tráfico. El hotel sellamaba el Halcyon (había otros, peroBert dijo que este era el que tenía unsalón de billar), y aparcaron delante.

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Eddie salió al cálido aire de latarde, y estiró los brazos.

—Así que esto es Kentucky —dijo,mirando alrededor.

—Así es —respondió Bert, y entróen el vestíbulo del hotel. El vestíbuloera grande y elegante, y en la pared delfondo había una puerta con un cartel quedecía, con elegancia, SALA DEBILLAR. Desde la entrada, Eddie pudooír los sonidos que siempre reconocía:el choque de las bolas y el suavemurmullo de las voces de los hombres.

—Comprobaré las reservas y tetraeré una llave —dijo Bert—. Puedesadelantarte y comprobar el campo debatalla, si quieres.

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—Gracias —dijo Eddie. Se acercó ala puerta, llevando su pequeña funda decuero.

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Capítulo diecisiete

Pudo sentir la tensión, la excitación dellugar antes incluso de abrir la puerta,pudo oír la densa corriente de voces, elchasquido de muchas bolas, lasmaldiciones entre dientes y la risa seca,el golpeteo de los tacos contra el suelo.Y cuando entró casi pudo oler la accióny el dinero. Podía incluso sentirlos, depies a cabeza. Era como un prostíbulo elsábado por la noche y el día de cobro enlas minas; el día en que terminó laguerra y Navidad. Pudo sentir suspalmas sudando por el peso del taco.

Todas las mesas estaban en marcha:

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partidas a dos, cuatro e incluso seismanos. Y en casi todas las mesas habíaun buscavidas. Cerca de la partedelantera estaba Whetstone Kid, bajito,pelirrojo, y con pantalones de colorverde chillón; Eddie lo había visto jugara bola nueve en Las Vegas. En la mesade detrás había otro hombre pequeño,una persona increíblementedesharrapada que se especializaba enjugar al billar con borrachos y en vendercartas de juego que, en el dorso,ilustraban las cincuenta y dos posturasclásicas en tres colores. Lo conocíancomo Johnny Jumbo; Eddie lo habíavisto en Oakland. En mitad de la sala,rodeado de un grupito variopinto de

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jockeys y tipos con aspecto devendedores, Fred Marcum de NuevaOrleans, un hombre de pelo acharoladoy ojos oliváceos, hablaba con tranquilaagitación con un hombre a quien Eddieconocía solo como Frank, y que sesuponía era el amo indiscutido del billarjack-up, un juego que rara vez se jugaba.Y había otros: notaba por los estilos dejuego, por el aspecto de las partidas,aunque no conocía a los jugadores, quedebía haber docenas de ellos.

Era un muestrario, una galería. Berthabía dicho que seguían las carreras,pero Eddie no se esperaba una cosa así,esta reunión de los fieles, este encuentrode clanes.

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La sala rebosaba de gente. Habíaunos cuantos inocentes perdidos:universitarios con jersey, y en una mesaunos pocos hombres que solo podían serviajantes. Jugaban un juego torpe y tontode rotación, riendo estentóreamente cadavez que uno de ellos fallaba o lanzabauna de las bolas fuera de la mesa o ledaba por error a la bola equivocada.

Eddie entró en la sala, fue saludadopor Fred Marcum y Whetstone Kid, vioque unos cuantos lo mirabanfurtivamente (esto le hizo sentirse muybueno e importante) y se buscó un sitiojunto a la pared, donde podíacontemplar varias partidas a la vez.

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Después de unas cuantas horas, cuandola multitud se había reducido un poco,aunque el aire estaba lleno de humo ydinero, entró Bert. Todavía se le veíaacicalado, pero tenía el pelo algodespeinado, y en sus pantalones habíauna arruga horizontal. Atravesó la puertacon decisión, un broker de aspectosevero cruzando muy pagado de símismo el parqué de la bolsa.

Eddie lo miró.—¿Dónde has estado?—Viendo una partida de cartas.—¿Participaste?—Todavía no. No merecerá la pena

hasta dentro de un rato, de todas formas.

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Pero será buena. Hay tipos importantes.—Aquí también hay tipos

importantes. —Eddie indicó con lacabeza el salón de billar en general.

—Lo sé.—¿Es así siempre? ¿Es lo que hacen

en Kentucky?Bert sonrió levemente.—No, nunca lo he visto así antes.

Estos tipos siguen las carreras, comodecía; pero nunca había visto a tantosjugadores de billar antes. Ni de póker,tampoco. Es como una convención. —Miró a Eddie—. ¿Cómo van? ¿Cómo semueve el dinero?

Eddie le sonrió.—El dinero se mueve rápido.

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Bert frunció los labios, pensativo,satisfecho.

—Muy bien.—¿Qué hacemos entonces?—Bueno, primero… —dijo Bert,

despacio, como una mujer a punto dedecidirse por un sombrero—, primerovoy a meterte en una partida de billar.Una partida pequeña o mediana. Luegovolveré a ver qué pasa con el juego decartas.

—De acuerdo. ¿Y Findlay, el tipoque hemos venido a ver?

—Estará aquí. Tal vez más tarde. Talvez mañana.

—Quizá deberíamos ir a su casa.Sabes dónde es.

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Bert negó con la cabeza.—No. No se juega así. Findlay no es

de los que vas a llamar a su puerta y lepides por favor que eche una partidacontigo. Ya vendrá: espera. Tendráscosas que hacer mientras estásesperando.

Eddie se echó a reír.—De acuerdo, jefe. Búscame una

partida.—Es lo que he estado haciendo.

¿Ves a ese jockey de la mesa del fondo,el que está practicando? Se llamaBarney Pierce.

—Lo veo. No parece muy bueno.El jockey era un hombrecito

inmaculadamente vestido y locuaz.

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Disparaba nervioso y demasiadorápidamente.

—Bueno, es mejor de lo que parece.Juega a bola nueve, y deberíasderrotarle si te lo propones.

—Vale —dijo Eddie—. Muy bien.Pero una cosa.

—¿Sí?—Me gustaría jugarme mi propio

dinero. Necesito el beneficio.Bert empezó a contestar y entonces

guardó silencio. Pensó un momento,mordió suavemente su labio inferiorantes de decir:

—Muy bien. Pero no me vengas conesas cuando te enfrente a Findlay.

—No lo haré.

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—Adelante, pues. Probablemente nopasará de veinte la partida, en cualquiercaso. Puedes empezar con cinco.

—Gracias —dijo Eddie, y se dirigióa la mesa del fondo con su funda decuero bajo el brazo.

El jockey era considerablemente mejorde lo que parecía, y como había dichoBert no pasó de los veinte dólares porpartida. Sabía más de bola nueve queEddie, hizo algunos tiros seguros queEddie nunca había visto antes, y era muybueno tajando bolas; pero Eddie lederrotó tirando directo, concentrándoseen lo que hacía, y jugando con cuidado.

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Pudo ganar más de cien dólares antes deque el hombrecito lo dejara, soltara degolpe su taco en el bastidor, y semarchara. Eddie había empezado enLexington con una victoria, pequeña, yle gustaba la sensación. También legustaba la sensación del dinero en losbolsillos, aunque eso no era loimportante, todavía no.

Eran las once cuando terminó y,aunque todavía había acción en el salónde billar, era demasiado tarde paraempezar una nueva partida. Bert noestaba por allí; imposible saber si lapartida de póker iría mejor.

Inquieto, dejó el salón y empezó acaminar. Había estado lloviendo y las

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calles estaban mojadas y el aire erafresco, limpio y húmedo. No habíamucha gente en la calle: unos cuantosborrachos, algunos chicos repartiendoperiódicos, un policía. La ciudadparecía más agradable de noche quecuando llegaron, poco después de lacena. Continuó caminando, mirandoabstraído algunos escaparates, lasmanos en los bolsillos. Por su mentecirculaban, ligeramente desenfocadas,imágenes de Sarah, de Findlay (ya sehabía formado una imagen hipotética deFindlay, aunque Bert nunca lo habíadescrito), y de Minnesota Fats. De algúnmodo ninguna de esas personas eran muyimportantes en ese momento, y se

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encontró reflexionando acerca de ellascon desapego. Todo parecía habersevuelto muy sencillo, caminando allí,solo, entre calles limpias y una ciudadnueva a medianoche; lo que antes eranproblemas ya no parecían serlo. Findlaysería fácil: ganaría mucho dinero a sucosta y eso sería todo. Y Sarah no erarealmente un problema. No le debíanada. Ni siquiera volvería con ellacuando regresara a Chicago; no teníanada más que ofrecerle, ni él a ella.

Empezó a lloviznar, y las gotasdispersas que caían eransorprendentemente frías. Eddie agachóla cabeza y caminó rápido hasta queencontró una cafetería abierta.

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Tomó café y huevos revueltos yescuchó distraído la máquina de discosmientras comía. Los huevos estabanmejor de lo que Sarah podría haberloscocinado, y sonrió amargamente alrecordar los huevos tan mal preparadosde Sarah. Miró el reloj. Las doce menoscuarto. Probablemente estaría tomandocafé con ella ahora, si estuviera en casa.¿En casa? ¿Qué demonios significabaeso? Él no tenía ninguna casa. Desdeluego, no con Sarah. Pero la ideapermaneció con él durante variosminutos, la idea de una casa en algunaparte con Sarah, haciendo lo que lasmujeres se supone que hacen en lascasas. Él, leyendo el periódico,

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comprando un coche nuevo cada año.Niños; un patio trasero. Al principio fuedivertido, pero después de pensarlounos minutos se volvió desagradable.Había vivido en una casa demasiadosaños, con sus padres, y no quería sabernada más del tema. Una vez pensó quetoda la institución (el matrimonio, elhogar, la nómina) eran algo inventadopor las mujeres, algo que engordaba acosta de los hombres. ¿Qué había dichoBert sobre querer la gloria? Tal veztenía razón, tal vez eso era lo que teníade malo la casa y la nómina y la esposaguapa. Tal vez por eso todos loshombres casados hablaban de la guerraen la que una vez habían tenido la suerte

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de estar, mientras las mujeres podíancomponer una vida completa y estúpidacon la nueva cocina y lo que estabahaciendo el bebé. Pensó en su padre, elviejo cansado y confuso que nunca habíallegado a triunfar. Había dos cosas delas que su padre podía hablar con amor:lo que había hecho durante la PrimeraGuerra, y lo que iba a hacer cuandotuviera dinero. El pobre hijo de perraprobablemente tenía razón en lo de laguerra, pero nunca había hecho nada conel dinero. Eddie no lo veía desde hacíacuatro años, pero probablemente estaríallevando el mismo taller de electricidad,el We-Fix-It, en Oakland, y seguíadeseando tener un coche nuevo o una

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casa o lo que fuera que desean losviejos cansados, tal vez solo un buenpolvo.

Sonrió de nuevo para sí: también aél le vendría bien un buen polvo.Entonces, asaltado por una ideadesagradable, le preguntó al hombre trasel mostrador.

—¿A qué hora cierran laslicorerías?

—Dentro de diez minutos, señor. Alas doce en punto.

Pagó la cuenta rápidamente y semarchó. Por algún motivo que nocomprendía del todo pensaba que eranecesario comprar una botella. Encontróuna tienda a tiempo y compró un litro de

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bourbon, que le costó cuarenta centavosmás que la misma marca en Chicago.Era bourbon de Kentucky, y la etiquetadecía «Hecho en Bardstown, Kentucky».No tenía mucho sentido, pero este tipode jugarretas que se hacen en losnegocios rara vez lo tenían, puesto quelos caminos del dólar eran siempreinescrutables. O tal vez fueran losimpuestos.

Bert le había dado una llave de lahabitación del hotel, donde aún no habíaestado. Todavía inquieto, subió las tresplantas hasta la habitación y, con labotella bajo el brazo, abrió la puerta.

La habitación era el salón de unasuite: eso quedó inmediatamente claro

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por el largo y elegante sofá dorado, losgrandes y suaves sillones, el pequeñobar en un rincón, y la puerta queconducía al dormitorio.

En el sofá había dos chicas, ambasemperifolladas, ambas bebiendo.

Se detuvo en la puerta, sosteniendola funda del taco, la botella y la llave,pensando que tal vez había abierto lapuerta equivocada y había entrado en lahabitación equivocada. Pero una de laschicas, la más alta, una rubia, dijo,riendo levemente:

—Tú debes ser Eddie.Él se detuvo.—Así es —dijo. Entonces terminó

de entrar, dejó sus cosas en una silla

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vacía, y empezó a contemplar lahabitación. Pudo ver que había dosdormitorios. El salón era muy grande yde aspecto caro. La alfombra del sueloera gruesa.

—Me llamo Georgine —dijo larubia—. Siéntate.

—Toma una copa —dijo la otra.Tenía el pelo castaño y era más bonitaque la rubia.

—Ella es Carol —dijo la rubia—.Carol, te presento a Eddie.

—Hola —dijo Carol, sonriendo. Susdientes eran un poco irregulares yllevaba demasiado lápiz de labios, peroera bonita.

—Hola —dijo Eddie, sentándose en

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uno de los sillones. Se preguntó si lospechos de Carol eran reales.Probablemente no, pero eran bonitos.También los de la rubia, Georgine, quese acercó al bar y empezó a servirle unacopa. Llevaba un vestido de seda negroy parecía que su culo podía romperlo encualquier momento, pero no lo hizo. Sushombros, advirtió Eddie, eran redondosy muy lisos, de un bonito color. Sepreguntó si se los pintaba o los rociabacon algún polvillo, o si ese era suaspecto natural.

La rubia le dio la bebida y volvió asentarse en el sofá. Se puso un cigarrilloen la boca, y cuando Eddie no hizoningún amago de ir a encendérselo, se

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encogió de hombros y lo encendió ellamisma, con una cerilla.

Eddie probó su bebida, que estabamuy cargada. Entonces se acomodó ensu asiento.

—¿Las chicas de esta ciudad le daisla bienvenida a los forasteros de estaforma? —Miraba el pecho de la rubiamientras lo decía, especulando.

La morena pareció pensar que elcomentario era muy gracioso.

—Somos amigas de Bert —dijocuando dejó de reír—. ¿No te dijo quevendríamos? Quiero decir, a nosotrasnos dijo que vendrías.

También eso le pareció gracioso.—Es posible, cariño. No me enteré

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—respondió él—. Pero ahora que estoyaquí, me alegro de saberlo.

No estaba seguro de qué sentía alrespecto, y con Bert nunca se sabía. Detodas formas, era interesante.

—Se supone que soy tu cita —dijola rubia.

—También me alegro de saber eso—dijo él. Pensó que la rubia ya habíabebido demasiado.

Después de unos minutos Carolencendió la radio y puso música debaile y cuando Eddie terminó su copaGeorgine le preparó otra.

Y entonces entró Bert, con aspectomuy pulcro y tranquilo, pero con la caralevemente colorada.

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—Hola, Georgine —dijo—. Carol.—Entonces se dirigió a Eddie—. ¿Cómote fue?

—Bien. Tenías razón. ¿Cómo te fue ati?

—Bien. —Se quitó las gafas yempezó a limpiarlas con un pañuelo—.Prepárame una copa, Carol, ¿quieres?

Eddie advirtió una relajación pococomún en su voz. Entonces Bert lesonrió.

—De hecho, me fue muy bien. Lapartida continúa todavía.

Entonces, cuando la chica le trajo aBert su bebida, hizo algo sorprendente.Algo increíble. Atrajo a la chica haciaél, la cogió por la barbilla con una mano

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y dijo:—Cariño, estás magnífica esta

noche.Se echó a reír. Eddie nunca había

oído a Bert reírse así antes, y le resultóchocante.

Eddie lo observó mientras terminabasu bebida. Entonces Bert soltó su vaso,se levantó, y empezó a bailar con Carol.Bailaba con demasiada precisión, perobien.

—Vamos, Eddie, anímate —dijo.Por el amor de Dios, pensó Eddie.

Entonces se echó a reír.—Muy bien, Bert. Tú eres el jefe.Georgine se había sentado junto a él

en el brazo del sillón.

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—¿Quieres bailar? —preguntó.—Soy un bailarín nefasto.—Esos son los que me gustan a mí

—dijo ella. Entonces lo levantó delasiento y él la abrazó y empezó amoverse más o menos al compás de lamúsica. Sin embargo, ella estaba tanpegada a él que ni siquiera pudo hacerlomuy bien, y finalmente dejó de intentarmover los pies y simplemente la abrazóy se bamboleó. A ella pareció gustarle.Era todo protuberancias, todas muycálidas, todas en movimiento, y se frotómucho contra él. Después de un rato estotuvo el efecto pretendido, y él se vioobligado a sentarse, atrayéndola alasiento. Empezó a besarla, y entonces se

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detuvo. De algún modo, no estaba bien.—Tráeme una copa, ¿quieres?—¿Ahora…?Ella se la trajo y él se la bebió.

Entonces se inclinó hacia adelante y labesó.

Al instante la lengua de ella estuvodentro de su boca, buscándole lagarganta. Y al instante él encontró sumano dentro de su vestido. Ella olía awhisky y a perfume.

Se separó un poco de él.—¿Quieres venirte ahora a la cama,

cariño?—¿Tú qué crees?Eddie se levantó, cogiéndola por el

brazo. Descubrió que le costaba trabajo

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andar.Pero en el dormitorio ella empezó a

hacer algo que no le gustó. Se sentó enel borde de la cama y empezó adesnudarse metódicamente, mientrasterminaba su cigarrillo. Se quitó lasmedias con rapidez y habilidad, lascolocó junto a la cama, y se desabrochóel vestido. A Eddie no le gustó eso. Perono dijo nada y tan solo la observó…

Cuando terminaron, Eddie se vistió yvolvió al salón, que estaba vacío. Unavoz en la radio, cargada de acento rural,anunciaba una joyería a precios desaldo, «a noventa pasos de la calle

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Mayor». El hombre parecía idiota. Lapuerta de la otra habitación estabacerrada. Después de prepararse unacopa y sentarse pudo oírlos, a Bert y laotra chica. No podía imaginar cómosería Bert en la cama. Probablementecomo cualquier otra persona, unaespecie de torpe y sudoroso idiota. Sepreguntó si Bert se quitaría las gafas.Luego trató de escuchar la música, quehabían vuelto a emitir.

La rubia colocó una mano en suregazo, cálida.

—No —dijo él.—¿Más tarde, tal vez? —Intentaba

mirarlo de forma amorosa. Al parecer eltruco era que él la había ganado con su

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actuación en la cama. Un timo muycorriente, probablemente siempre buenopara una segunda ronda. Eddie sepreguntó si Bert les habría pagado portoda la noche, o solo por cada vez; nosabía cómo se hacían estos acuerdos.Esto era algo grande: una suite de hotely dos putas contratadas vestidas defiesta. O call girls: había leído esetérmino en algún lugar, en un periódico.Los tipos gordos tenían call girls.Hacías una llamada telefónica y acudían.Mujeres muy refinadas. Con clase. Miróa Georgine durante un momento, miróintrigado, borracho, la sonrisa que ellale devolvió de inmediato cuando vio quela estaba mirando. Georgine era

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probablemente una call girl de las quehablaban los periódicos. Y aquí estabaél, Eddie Felson de Oakland, California,con la puta importante y con clase, en lasuite de un hotel en mitad del país de lascarreras de caballos. Aquí estaba, enKentucky, embaucando a losembaucadores, ganando dinero a logrande… ¡Cristo! Había engañado a unviejo, una vez, a diez centavos lapartida, allá en Oakland, el año despuésde que dejara el instituto. Ahora bebíawhisky del caro y tenía a esta cara mujercon clase para él solo.

Miró de nuevo a Georgine y decidióque tomaría otra copa. La necesitaba.

Bert pareció tardar una eternidad.

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Finalmente volvió al salón, la caracolorada. Se sirvió una copa, miró aEddie, arrugó los labios pensativamente,y luego entró en el cuarto de baño,donde empezó a lavarse la cara y lasmanos.

Bruscamente Eddie se echó a reír,relajado.

—¿Como Minnesota Fats? —le dijoa Bert—. ¿Preparándote para elpellizco?

Bert salió del cuarto de baño,secándose la cara con una toalla.

—Podríamos decir que sí, pero enese juego —dijo, señalando eldormitorio.

—Dicen que es un buen juego.

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—Uno de los mejores. Pero tambiénlo son las cartas. Y siguen jugando allíarriba. —Empezó a peinarse el pelo,con cuidado.

Carol salió de la otra habitación,descalza. Tenía el pelo revuelto. Cogió aBert por el brazo y dijo:

—¿No te marcharás, cariño? Lanoche es joven.

—Así es —respondió Bert, y luegole dijo a Eddie—: Y tú será mejor queduermas. Tengo planes para ti mañana.

—Tenías planes para mí esta noche—dijo Eddie, advirtiendo con distanciaque su voz sonaba pastosa.

—Mucho trabajo y nada dediversión… —dijo Bert, y se marchó.

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Las chicas entraron en el cuarto debaño y empezaron a lavarse y Eddie sesirvió otra copa, aunque le parecía queno debería beber. Las luces de lahabitación eran demasiado brillantes.Advirtió que la botella de bourbon quehabía comprado todavía estaba allí, sinabrir, en la silla. Como la botella quehabía comprado en Chicago hacía másde un mes. Pasó una semana antes de quese la diera a Sarah. Pero claro, aquelloera una botella de escocés. Una bebidacon clase. Y esto era una botella debourbon. La contempló durante largorato, pero no hizo ningún intento porlevantarse del sofá y cogerla. Todavía laestaba mirando, embriagado y atontado,

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cuando las chicas se marcharon y él, sinénfasis, les dijo adiós.

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Capítulo dieciocho

Cuando despertó a la mañana siguiente,poco antes de mediodía, le dolían lasmanos y sentía un dolor sordo, como sihubiera algo húmedo y vivo en la basede su cerebro. Cuando entró en el cuartode baño se sintió mareado y solo, y tuvoque colocarse una toalla fría en la nucadurante un rato antes de sentir que lasangre volvía a circular. Luego se diouna ducha, trató de librarse de parte delmalestar en su cabeza y eliminar la duray dolorosa sensación en su estómago, ydespués despertó a Bert, que estaba enel otro dormitorio.

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Bert despertó con facilidad, pero nodijo nada. Como Eddie, se dirigióinmediatamente al cuarto de baño, dondepermaneció largo rato. Después devestirse, Eddie entró a cepillarse losdientes y encontró a Bert metido en labañera, un monarca carnoso y solemne,contemplando sus genitales. Eddieempezó a lavarse los dientes.

—Buenos días —dijo Bert.Eddie escupió espuma mentolada en

el lavabo.—Buenos días, rayo de sol.—¿Te sientes mejor?—¿Mejor que qué?—Mejor que ayer.—No. Peor. ¿Por qué debería

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sentirme mejor? —Empezó a enjuagarsela boca con agua fría.

—Por ningún motivo.—Qué risa. —Colgó el cepillo de

dientes y se volvió a mirar de nuevo aBert, que se estaba lavando los brazossonrosados, deliberadamente—.Siempre tienes un motivo.

Bert apretó los labios, pensativo.—Lo tenía, pero probablemente

estaba equivocado. Supuse que tu chicate lo estaba poniendo difícil allá enChicago, y que lo que necesitabas era loque te compré anoche.

Eddie lo miró. Entonces, de pronto,se echó a reír.

—Por el amor de Dios, lo supones

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todo, ¿no? Solo que esta vezdesperdiciaste tu dinero.

Bert, pensativo, salió de la bañera,goteando.

—¿No tienes una chica en Chicago?—La tenía. No sé si la tengo ahora.

De todas formas, gracias, pero Georgineno funcionó.

Bert se estaba secando, y nocontestó. Luego entró en el dormitorio,se sentó en la cama, y empezó a ponerselos calcetines. Eddie se puso a limpiarselos zapatos, todavía en el dormitorio.

—¿Estás enamorado de esa chica?—dijo entonces Bert, con voz calma.

Eddie miró a Bert un momento, ensilencio. Luego, de pronto, empezó a

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reírse…

Mientras esperaban el ascensor seofreció a compartir con Bert el preciode la habitación y las chicas, ahora quetenía más dinero, pero Bert no quisoconsentirlo. Había jugado al póker hastalas cuatro y, al parecer, había ganadobastante. Además, dijo que pensabasacar beneficios cuando lograran lapartida con Findlay.

—Muy bien —dijo Eddie—, ygracias.

Tomaron un buen almuerzo en elcomedor del hotel y Eddie se bebió dostazas de café bien cargado, lo que le

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hizo sentirse considerablemente mejor,aunque tenía todavía las manosenvaradas y doloridas. No le dijo nadade eso a Bert.

Se dirigieron al salón de billardespués de comer y había mucha gentepara ser esa hora del día, aunque pocosjugaban. Al fondo de la sala había ungrupo de cinco hombres que eranobviamente jockeys: hombrecitos deaspecto duro, rostro chupado y ojosbrillantes. Había otros grupos dehombres en la sala, pero Eddie noreconoció a la mayoría.

—¿Está aquí Findlay? —le preguntóa Bert.

—No. Iré a preguntar por él.

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Bert se acercó a un grupo de treshombres que estaban junto a la cajaregistradora. Uno de ellos lo saludó.

—Hola, Lucky.Bert no respondió. Parecía curioso

llamar así a Bert. Empezaron a hablar yEddie no pudo oír lo que decían.

Fue y tomó asiento cerca de losjockeys, que ahora escuchaban a unhombre delgado con una chaqueta azulde franela a quien Eddie no reconoció.

—Ignorancia —decía el hombre—.Es ignorancia.

Eddie no trató de seguir laconversación, pero parecía que elhombre trataba de explicar que lapresión atmosférica era lo que mantenía

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a las bolas de billar sobre la mesa (sinpresión atmosférica todas saldríanvolando al espacio) y, todavía más, elfenómeno tenía mucho que ver conmantener a los caballos en las pistas decarreras. Los jockeys parecíanescépticos, sentimiento que Eddiecompartía.

Un rato después Bert regresó.—Nadie ha visto a Findlay desde

hace un par de días.—¿Sí?—Puede que esté en las carreras.

¿Quieres ir?—Tú eres el jefe.—Así es —dijo Bert—. Soy el jefe.

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Nunca había estado en un hipódromoantes (aunque, naturalmente, habíaapostado a los caballos por probar unascuantas veces), y al principio fuebastante interesante y emocionante.Estaba la multitud, y las ventanitas, y elolor a caballo, y a mujeres, y a dinero…sobre todo a dinero, que parecía tener unolor claro y libre, como un juego dedados a techo descubierto.

Pero después de la quinta carrerasus pies se cansaron y se aburrió. Fue albar, que tenía un aspecto muy adecuadopara el lugar y estaba abarrotado, y sesentó. Pasaron diez minutos antes de quellegara una camarera, y durante este

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tiempo Eddie se dedicó a mirar a lagente que llenaba el bar, la mayoríavestidos con ropa cara y deportiva, y apreguntarse de dónde demonios eran ypor qué, exactamente, se lo estabanpasando tan bien. No podía imaginarlo.Apostar era algo que comprendía, peropara él apostar era hacerlo a su propiahabilidad, o al menos en una acción enla que estuviera implicadopersonalmente, incluso jugándose copaspor dinero. Este asunto de apostar encarreras amañadas al caballo de otro,que probablemente tenía el aspecto y secomportaba como cualquier otrocaballo, le parecía una estupidez… o almenos una simple diversión. Pero

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probablemente alguien ganaba, ademásde la empresa y los corredores deapuestas. Una vez conoció a un tipo quedecía ganarse la vida apostando a loscaballos. A Eddie no le parecía unaforma decente de ganarse la vida,aunque los beneficios fueran altos.

Se entretuvo un rato tratando deseparar a la gente del bar en dos grupos:los ricos de verdad y los falsos. Yparecía haber un tercer grupo: «Cámarade Comercio» o algo, medio real ymedio falso. Se notaba por la ropa quellevaban. Los ricos normalmente vestíanropas feas o grotescas; los falsos erandeslumbrantes, demasiado a la moda, ylos de la Cámara de Comercio vestían

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más o menos como lo hacía Eddie. Lasropas de los muy ricos parecíaninvariablemente feas, igual que lascorbatas pintadas a mano son siempremás feas que las de fábrica, sobre todocuando se llevan con un traje gris perlacon las costuras por fuera y camisablanca almidonada. Y luego estaban losrústicos, aunque solo unos pocos. Casitodas las mujeres tenían buena pinta,incluso las de mediana edad. Muchaseran del tipo emperifollado, manicuradoy prieto que Eddie siempre habíaencontrado perversamente atractivas,pero sobre las que no sabía nada,excepto que les gustaba lucirse enlugares públicos, como los hipódromos.

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Durante un momento pensó en lospequeños pechos de Sarah bajo su blusa,y se preguntó qué aspecto tendría cuandotuviera cuarenta años. Probablementesería una palurda de culo gordo.Probablemente seguiría viviendo en unapartamento y escribiendo libros. Talvez debería escribir uno sobre él. Unlibro finito, o un poema. Probablementela haría sentirse importante, inusitada,tener el culo gordo y estar casada con uncatedrático universitario y contarle a susamigas sobre el buscavidas, el criminal,con el que se acostó una vez. Pero talvez no sería así. No la había calado tanbien.

Una camarera lo descubrió por fin.

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Le pidió un escocés doble, y le miró laspiernas mientras regresaba a la barra.De pie ante el bar había un tipo deaspecto interesante y Eddie le dedicó suatención mientras la camarera transmitíasu pedido.

El hombre era alto y delgado, conese tipo de cara pálida, libertina yextrañamente juvenil que tienen algunoshombres de cuarenta años o más. Eraobviamente rico y posiblemente marica,o tal vez se trataba solo del aspectojuvenil y sensual, pues no parecíaafeminado. Llevaba un traje oscuro(Eddie notó por la forma en que se ceñíaa sus estrechos hombros que era muycaro), y colgando de su mano libre había

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una cámara muy bonita y con pinta cara.Hablaba con un rico ruidoso que teníaunos binoculares, y los dos se reían,solo que no había nada humorístico en larisa del hombre de aspecto juvenil.

La camarera regresó al cabo de unrato con la bebida de Eddie. Costó undólar y medio, y ella trató deengatusarlo para que le diera loscincuenta centavos de propina liándosecon el cambio y poniendo cara deapurada. Sin embargo, él no se la dejócolar y esperó su dinero.

La camarera acababa de marcharsecuando un timbre sonó con fuerza,indicando el final de las apuestas para lacarrera en curso, y la mayoría de la

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gente empezó a dejar el bar y aagruparse ante las ventanas para ver lapista. Pero el hombre de la cámara sequedó en el bar, apenas consciente, alparecer, de que la carrera empezaba.

Eddie escuchó el sonido del clarín, yluego el ruido de los caballos corriendo,que se produjo un minuto más tarde, ycon él los gritos y chillidos frenéticos,el orgasmo cada media hora. Entoncesterminó su copa.

Bert llegó, lo localizó, y se sentó.Eddie se desperezó y encendió un

cigarrillo.—¿Cómo te fue?—Bien.—¿Has ganado en esa?

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—Sí.Eddie sacudió la cabeza.—Siempre ganas, ¿eh?Bert parecía pensativo.—Por regla general, sí. —Miró

hacia el bar. Inmediatamente alzó lascejas—. Bueno —dijo, en voz baja—,¡mira quién viene!

Se refería al hombre delgado a quienEddie había estado mirando. Se acercó asu mesa y se sentó, perezosamente.Entonces le sonrió a Bert.

—Bueno, hola —dijo, la voz suave,empalagosa—. No te he visto desdehace mucho tiempo.

—Hola —dijo Bert, arrugando loslabios en una leve sonrisa—. Hace

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tiempo que no vengo por aquí. Megustaría presentarte a Eddie Felson.James Findlay.

Eddie no dejó traslucir nada en suexpresión.

—Encantado de conocerlo —dijo.—Igualmente. —Findlay depositó su

cámara sobre la mesa, y dijo—: Creoque he oído hablar de usted, señorFelson. Juega al billar, ¿no?

Eddie sonrió.—Así es. Aquí y allá. ¿Y usted?—Un poco. —Se echó a reír—.

Aunque me temo que suelo perder.—Eddie también —dijo Bert.—Oh, a veces gano —dijo Eddie,

mirando a Findlay. Advirtió que el

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aspecto juvenil que había visto en elrostro del hombre era como unamáscara, o como el rostro de una mujerde mediana edad que lleva demasiadomaquillaje, como si algo mantuviera lapiel tensa, impidiendo que sedesplomara, o se deteriorara.

Había algo en la voz de Findlay y ensus ojos claros, casi vacíos.

—Apuesto a que sí, señor Felson.Apuesto a que sí.

Eddie continuó sonriendo.—¿Cuánto?Findlay alzó las cejas en una parodia

de diversión. Se volvió hacia Bert.—Bert, creo que el señor Felson

está haciendo una… proposición.

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—Podría ser.Findlay volvió a mirarlo y sonrió, y

durante un momento Eddie se sintiódivertido por la situación, pues estabaclaro que Findlay conocía el propósitode esta visita, que Bert y Eddie noestarían hablando con él si no seestuviera planeando una partida. Findlayles seguía la corriente, y a Eddie se leocurrió que el hombre era un farsanteinstintivo, un timador.

—Bueno, señor Felson —decía—,tal vez le apetezca venir a mi casaalguna noche. Podríamos pasar eltiempo con unas cuantas carambolas enel noble deporte del billar.

A Eddie no le gustó el tono relamido

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con que hablaba. Pero le sonrió al otrohombre.

—¿Cuándo?Findlay sonrió fríamente.—Es usted muy directo, señor

Felson.—Así es —respondió Eddie,

sonriendo—. ¿Cuándo?—Bueno. —Findlay sacó un

cigarrillo con filtro de una cajetillanegra y le dio un golpecito contra eldorso de una mano—. ¿Le gustaría veniresta noche? ¿A las ocho?

Eddie se volvió hacia Bert.—¿Qué te parece?Bert se levantó, y colocó la silla

bajo el borde de la mesa.

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—Estaremos allí.

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Capítulo diecinueve

Por fuera, la casa de Findlay era comoun anuncio de Old Fitzgerald, el tipo depseudomansión que la palabra«aristócrata» significa para algunaspersonas. Había que alejarse de lacarretera un largo trecho antes de poderllegar hasta ella, un cuadrado de ladrillogrande y oscuro, con gigantescascolumnas blancas delante que nosujetaban nada, y matorrales por todaspartes. Junto al camino de accesoasfaltado de negro había una pequeña ypintoresca estatua de metal de un negro,con uniforme de jockey, extendiendo una

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anilla de hierro hacia un par de bancosde hierro blanco, forjados para aparecerligeros y elegantes y que no engañaban anadie, todo muy sugerente del Viejo Sur,al que Kentucky nunca habíapertenecido. La pintoresca estatua demetal era un adorno.

Por dentro, parecía más un anunciode Calvert’s Reserve, de esos donde unhombre con las sienes ya canosas estásentado en un sillón de cuero y tiene enla mano un vaso de whisky y se estápreparando para beberlo. Al dirigirsehacia el fondo, Eddie pudo ver unahabitación llena de libros y cuadros, convarios sillones de cuero que fácilmentepodrían haber convertido a Findlay en

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un hombre de distinción en cualquiercompañía. Empezó a preguntarse cómosería su anfitrión ante una mesa debillar. Era una idea interesante.

El sótano tenía las paredesrecubiertas de caoba, cosa que a Eddiele pareció terrible, aún peor que elbrillante pino lleno de nudos que era latónica hoy en día. Al fondo de la salahabía una caldera mal disimulada(parecía un enorme calamar de caobacon brazos metálicos) y al lado había unbar. Delante del bar se hallaba la mesade billar, su tapete oculto por uncobertor gris. Sobre la mesa colgabanuna fila de lámparas, pero no estabanencendidas todavía.

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Se sentaron ante la barra y Findlayles preparó a todos escoceses con soda.En el extremo de la barra, junto a Eddie,había una estatua de madera, de unosdos palmos de altura, donde un hombre yuna mujer practicaban uno de losdeportes de interior favoritos. Eddie lamiró con cierto interés, preguntándosebrevemente si de verdad se podía hacerde esa forma. Decidió que era posible,pero fatigoso. Tras la barra colgaba uncuadro, también obsceno, pero no tanimaginativo. Estaba enmarcado enblanco y parecía ser japonés. El escocésera muy bueno, el mejor. No era deextrañar.

Findlay había mantenido una

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conversación ligera, casi toda ella sinsentido. Se calló ahora, concentrado unmomento en su bebida, y Eddie empezóa abrir su funda de cuero. Sacó el taco ylo enroscó, comprobando su tensión.Luego palpó la punta, que parecía unpoco demasiado dura y resbaladiza, elcuero gastado por innumerables golpes.Miró a Findlay.

—¿Tiene papel de lija? ¿O unalima?

Findlay sonrió, casi ansioso porresultar de ayuda.

—Por supuesto. ¿Qué prefiere?—Una lima.Servicial, el otro hombre se dirigió

a un mueblecito en la pared, lo abrió, y

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sacó un taco desmontable propio y unalima, que entregó a Eddie.

Eddie la cogió y empezó a frotarlacon cuidado contra la punta de su taco,raspando un poco para restaurar suelasticidad y permitir que aceptaramejor la tiza. Miró a su anfitrión, quecomprobaba la rectitud y tensión de sutaco, apuntando con cuidado. Eradivertido, verlos a los dos. Como unapareja de caballeros que preparanamablemente sus armas para un duelo.Cosa que, en cierto sentido, era lo queestaba pasando.

—Vamos a jugar —dijo Eddiecuando Findlay terminó de ejecutar susritos, y se levantó.

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—Por supuesto.En el momento en que retiraron una

esquina del cobertor, Eddie vio algo quele sorprendió. No había troneras. Erauna mesa de brillar francés. Miróinmediatamente a Bert. Bert lo habíavisto también; fruncía los labios.

Eddie miró a Findlay.—Creí que jugaba al billar

americano.Findlay alzó las cejas con diversión.—Lo juego. Pero me temo que no

aquí.Eddie no contestó y continuó

ayudándolo, doblando el cobertor yluego lo guardó en un estante construidopara la ocasión junto a la pared. Sopesó

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rápidamente lo que estaba sucediendo.Sabía jugar al billar francés, un juegoparecido al americano de todas formas:ambos requerían un buen golpe más queninguna otra cosa, y el conocimiento delo que podía hacer la bola. Pero lasdiferencias eran grandes: las bolas sonalgo mayores y más pesadas; jugar aseguro requería una estrategiacompletamente diferente; lo másimportante, era principalmente un juegocon la bola tacadora: no te preocupabasmucho respecto adónde iba la bola quegolpeabas, sino qué hacía exactamentedespués tu bola tacadora. No era fácilacostumbrarse para un jugador de billaramericano. Y era un juego preciso, como

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el ajedrez, que dependía del cerebro ylos nervios y de conocer los trucos.

Miró de nuevo a Findlay.—¿A qué clase de billar francés

juega?—Oh. ¿A tres bandas?Eso estaba algo mejor. En el billar a

tres bandas había algunas cosas queEddie sabía. Y, en cualquier caso, no eraun juego perdido: no podría serderrotado sin saber qué le pasaba. Amenos que Findlay fuera muy bueno.

Miró a Bert, quien negaba con lacabeza.

—No.Eddie le mostró una leve sonrisa y

se encogió de hombros.

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Entonces miró a Findlay y dijo:—¿Y cuál piensa que es un buen

precio para una partida de billar a tresbandas? ¿Digamos, a veinticincopuntos?

Findlay sonrió, se pasó la mano porel pelo, que era muy fino.

—¿Cien dólares?Eddie miró a Bert.—¿Qué te parece?El rostro de Bert estaba tenso.—No muy bien. Creo que no

deberías jugar.—¿Por qué no?—¿Qué clase de jugador de billar

francés eres? Probablemente nunca hasjugado una partida en la vida.

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—Oh, vamos —dijo Findlay—.Estoy seguro de que el señor Felsonsabe lo que se hace, Bert. Y sin dudapodrás permitirte cien dólares paraaveriguarlo.

—Claro que puede —dijo Eddie.Empezó a colocar las bolas blancas paradecidir el saque y a colocar la bola rojaen la mosca situada en el otro extremode la mesa. Cuando terminó, miró aBert.

El rostro de Bert no dejó traslucirnada. Eddie untó de tiza la punta de sutaco.

—Bien —le dijo a Findlay—,juguemos.

Decidieron el golpe de arrime y

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Eddie perdió, por amplio margen. Lasbolas parecían grandes y pesadas, y sedio cuenta de que estaban hechas demarfil; eran más grandes que las bolasartificiales a las que estabaacostumbrado, y eran más difíciles demanejar. Podrían ser un problema alprincipio: tardaría un rato enacostumbrarse a ellas.

Y la mesa… la mesa era demasiadogrande. Había oído en alguna parte quellegaron a usar mesas de hasta cincometros, allá en Europa, cuando seinventó el juego. Esta tenía uno y mediopor tres, pero al mirarla parecía como situviera al menos cinco. Y las bandaseran extrañas, tensas; y el paño parecía

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distinto, un tejido más fino. No le gustó.Cuando le disparó a la bola blanca lepareció grande y pesada, como siresistiera el empuje del taco, como si laparte inferior de la bola estuvierapegada al tapete.

Al haber ganado el golpe de arrime,Findlay hizo el saque. Con la fina bocafruncida en elegante concentración, sepuso en pie, las manos en las caderas, yestudió la bola con mucho cuidado antesde inclinarse para tirar. Hizo el puenteelaboradamente, dejando que el dedomeñique de su mano izquierda aletearavarias veces antes de posarlo en elpaño. Sus golpes preparatoriosparecieron intentar ser elegantes, pero

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fueron simples sacudidas a lo loco, puessujetaba el taco demasiado alto por laculata y demasiado atrás, y elmovimiento de su brazo era irregular,tembloroso. Pero cuando finalmentegolpeó la bola tacadora, esta le dio a labola roja, rebotó en las tres bandasadecuadas, y golpeó limpiamente a laotra bola blanca. Un punto.

—Bien —dijo, sonriéndole a Eddie—, eso siempre es agradable, ¿no?

Eddie no respondió.Y Findlay se anotó el siguiente, un

cómodo tiro fácil a tres bandas, donde labola tacadora rebota las tres vecesrequeridas en la banda antes de golpeara las otras dos bolas. Tiró de la misma

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forma, con el dedo meñique aleteante, elgolpe a lo loco, el falso aire deconcentración. Era repugnante ver susmanierismos. Pero anotó dos puntos.

Cuando Eddie tiró, trató de jugar concalma, sin pasión, y consiguió hacer unbuen golpe y darle a la bola tacadora ungolpe limpio para que rodara. Perofalló.

Findlay anotó otro punto la siguientemano y luego se puso a seguro, dejandola bola blanca de Eddie en un extremode la mesa y las otras dos bolas en elotro. Esto fue, de inmediato, un nuevoproblema: Eddie no sabía exactamentecómo jugar seguro desde esa posición,e, irritado, lanzó un tiro loco que falló

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por varios centímetros. La bola tacadorarebotó en una de las esquinas y quedóinmóvil en una posición que facilitabaun sencillo tiro a tres bandas paraFindlay.

Continuaron jugando durante un ratoy de vez en cuando Eddie lograba algúnpunto ocasional. Pero parecía que nopodía pillarle el truco a las bolas, ni a lamesa y el juego; y Findlay le derrotó.Veinticinco a once. Cuando la partidaterminó, Bert le entregó a Findlay unbillete de cien dólares, sin decirpalabra.

—Gracias, Bert —dijo Findlay, y lesonrió a Eddie, la misma sonrisairritante y desdeñosa—. ¿Jugamos otra?

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Eddie trató de concentrarse en lostiros sencillos durante la siguientepartida, evitando el arriesgado inglés(los tipos de giros que añadían variablesextra a la forma en que las bolasrodaban y rebotaban), y tratando deamarrar los tiros que encontraba.Perdió, pero anotó quince puntos antesde que Findlay lo derrotara. No dijonada, trató de no enfadarse con la formaestúpida y afectada con la que jugabaFindlay, tratando de concentrarse enganar, solo ganar. Y a cada tiro quehacía podía sentir los ojos de Bert, consus gafas, observándole condesaprobación, evaluando su golpe, laforma en que rodaban las bolas. Pero él

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ya no miraba a Bert: miraba lo queestaba haciendo.

Y a la cuarta partida empezó por fina pillarle el truco a las bolas y la mesa,esa antigua y buena sensación quesiempre le llegaba, tarde o temprano, yle hacía saber que ya era hora deempezar a ganar. Empezó a relajarse, ausar más la muñeca en el golpe (aunquela muñeca le dolía al hacerlo), y ganó lapartida, por poca diferencia.

Ganó la siguiente, y luego Findlayles preparó unas copas, fuertes, y Eddieempezó a sentirse mejor, más tranquillo.Era hora de concentrarse ahora, hora deempezar a pensar en los beneficios. Y lapartida de billar pareció abrirse a él: las

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bolas empezaron a responder a su toque;y él empezó a disfrutar del juego, viendovolar las bolas por la mesa, disfrutandodel agradable chasquidito después decada tiro de éxito.

Ganó cuatro de las seis partidassiguientes y quedaron igualados denuevo. Miró el reloj. Las diez menoscuarto. La noche estaba empezando; ypor fin se sentía bien, de vuelta a suelemento. Ahora el exagerado estilo dejuego de Findlay parecía solo divertido,una oportunidad para despreciarlofácilmente.

Después de que Eddie ganara lapartida que los igualaba en dinero,Findlay fue tras la barra a mezclar las

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bebidas, y Eddie se acercó a Bert y ledijo, en voz baja:

—¿Cuándo subo la apuesta?Bert reflexionó un momento.—No lo sé —dijo.Findlay rompía hielo tras la barra.—Creo que lo tengo —dijo Eddie.—No tienes que creer nada.—Muy bien, jefe —le sonrió a Bert,

divertido—. Sé que lo tengo. A partir deahora lo derrotaré.

Bert lo miró con atención.—Te lo haré saber —dijo.Pero después de la siguiente partida,

que ganó Eddie, fue Findlay,sorprendentemente, quien subió laapuesta. Acercó su encendedor al

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cigarrillo de Eddie y entonces, trascerrarlo con gesto dramático, dijo:

—¿Le gustaría subir la apuesta,señor Felson?

Eddie lo miró un instante, y luego sevolvió hacia Bert.

—¿De acuerdo?La voz de Bert no mostró ninguna

emoción.—¿Crees que le ganarás?—Por supuesto —dijo Findlay,

sonriendo—. Por supuesto que cree quepuede derrotarme, Bert. No jugaríaconmigo si no lo hiciera. ¿Verdad,Felson?

—Imagino —respondió Eddie,sonriéndole.

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—No le he preguntado si puedederrotarte —dijo Bert—. Ya sé quepuede hacerlo. Lo que le he preguntadoes si lo hará. Con Eddie, son dos cosasdistintas.

Eddie miró a Bert un momento, ensilencio. Luego dijo, con voz átona:

—Le ganaré.Bert frunció los labios, nada

impresionado.—Ya veremos.Se volvió hacia Findlay.—¿Cuánto?—Oh… —Findlay se rascó la

barbilla, delicadamente—. ¿Qué talquinientos?

Al instante Eddie sintió una pequeña

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tensión en el estómago, no desagradable.Ahora iban a empezar a hacer negocios.

—Muy bien —dijo Bert.Eddie, al mirar las manos de

Findlay, advirtió que las uñas parecíanpulidas. Incluso después de jugar albillar estaban impecablemente limpias,perfectamente recortadas, y ligeramentebrillantes.

Findlay le derrotó. La diferencia fuecorta, y Findlay no pareció tirar mejor,ni Eddie peor; pero Findlay anotó máspuntos que él. Le costó a Bert quinientosdólares, y Bert los pagó en silencio.

Eddie perdió la siguiente partida dela misma forma. El juego de Findlayseguía siendo tan afectado y tan ridículo

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como siempre; pero ganó.Y fue en esa partida donde apareció

un tiro muy revelador que cambió paraél todo el aspecto del juego. Fue un tirode Findlay, y las bolas estabanseparadas en una posición muy difícil.Parecía una configuración sencilla, peroen realidad estaban situadas de modoque un beso de último minuto (unacolisión entre las dos bolasequivocadas) habría sido inevitable. Unjugador de billar americano no lo habríavisto, un jugador tan poca cosa comoFindlay tampoco.

Pero Findlay no hizo el tiro de laforma obvia y predecible. Hizo un graninverso inglés en la bola tacadora, la

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mandó a la banda lateral, la hizo cruzardos veces la mesa, y chocó en el centrode la tercera bola. El tiro no parecíagran cosa, pero Eddie lo reconocióinmediatamente por lo que era, y elreconocimiento le causó unapronunciada conmoción. Había sido untiro profesional, el tiro de un hombreque conocía muy bien el juego del billar.

—Bueno —dijo Eddietranquilamente—, tal vez deberíatomármelo en serio.

Findlay se rio en voz baja, pero nodijo nada.

Eddie empezó a observarlo conatención, y empezó a advertir algunascosas en su forma de tirar. Parecía torpe

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y temblorosa, pero en los tiros quecontaban había una leve habilidad queno estaba presente en los otros.

A Eddie le resultó difícil aceptarlo,tragarlo: le estaban engañando.

Después de la partida Findlay seofreció a prepararles otra copa.

—Creo que pasaré de esta —dijoEddie.

Sin embargo, se acercó a la barrajunto a Findlay, y se apoyó en ellacasualmente y lo observó mientras sepreparaba la bebida. Su mente empezó adarle vueltas a algo. Entonces, cuandoFindlay estaba agitando la bebida, lomiró con atención, a los ojos, y dijo:

—¿Juega usted mucho al billar,

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señor Findlay?—Oh… de vez en cuando.Cuando Findlay contestó con aquella

voz desdeñosa, Eddie vio en su cara loque esperaba poder ver. Vio arroganciay engaño. Y por encima de todo lasensación general de debilidad, dedeterioro.

Pero no derrotó a Findlay en lasiguiente partida. Empezó con confianzaen su superioridad, con calmadaconfianza; pero perdió. Y la siguiente.Esto le hizo ir dos mil dólares pordetrás, dinero de Bert.

No había hablado con Bert durantevarias partidas. Después de perder laúltima, vio a Findlay dirigirse de nuevo

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al bar y se volvió hacia Bert y dijo:—Le venceré esta vez.Bert lo miró fríamente.—¿Cómo van las manos?Eddie no había pensado en ellas, y

fue bruscamente consciente de que ledolían bastante.

—No demasiado bien —le dijo aBert.

Bert siguió mirándolo, y entonces seechó a reír, en voz baja. Pero no dijonada.

Y Eddie notó que de pronto seruborizaba.

—Espera un momento…—Calla —dijo Bert—. Nos vamos.Durante un instante la cabeza le dio

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vueltas.—Muy bien. Muy bien —dijo, y se

volvió hacia la mesa y empezó adesenroscar el taco, para separar las dospiezas.

Y entonces se detuvo. Esto no estababien.

Se volvió hacia Bert y lo miró.—No. No nos marchamos. Esta vez

te has confundido conmigo. Puedoganarle.

Bert no dijo nada.—Voy a ganarle. Me engañó. Me

engañó porque sabe engatusar y no creíque lo hiciera. Probablemente te haengañado también a ti, si eso esposible… si es posible que alguien

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pueda engañarte. Pero puedo ganarlejugando, y le ganaré. —Y entoncesañadió—: Es un perdedor, Bert.

Bert contestó con voz átona, pero sinmalicia.

—No te creo.De repente, Eddie se apartó, miró el

bar y las gruesas y obscenas figuras demadera que había.

—Muy bien —dijo—. Vete a casa.Jugaré con mi propio dinero.

Se dirigió a Findlay, en voz alta.—¿Dónde está el cuarto de baño?Findlay inclinó la cabeza hacia la

escalera.—Arriba, señor Felson. A la

derecha.

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Eddie subió la escalera, sintiendolos pies cansados y sin vida, y entró enel enorme vestíbulo, ahora vacío. Loatravesó, pisando la gruesa y silenciosaalfombra, y se dirigió al cuarto de baño,donde brillaba una luz.

Era pequeño, antiguo, con papel defranjas lavanda en las paredes. Seacercó a la taza y se sentó en el bordecon cuidado y durante varios minutos nopensó en nada. Entonces llenó el lavabocon agua caliente, cogió jabón y unatoalla y empezó a lavarse la cara y lasmanos, frotando todas las arrugas de sucara, quitando la suciedad verdosa desus muñecas. Había un cepillo en elborde del lavabo y se limpió las uñas

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con él. Entonces volvió a llenarlo conagua fría y se enjuagó la cara, las manos,y las muñecas. Tenía un peine en elbolsillo y lo usó para peinarse,pulcramente y con cuidado. Se enjuagóla boca con agua del grifo y la escupióen el lavabo.

Volvió a sentarse y empezó aflexionar los pulgares, suavemente alprincipio y luego con más fuerza. Ledolían, pero no mucho; no tanto comorecordaba que le dolían unos cuantosminutos antes. No le dolían tanto comopara no poder soportar el dolor, enabsoluto. Eso es una excusa, se dijo, envoz baja. Entonces se obligó a pensar enlas veces que había jugado a billar a tres

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bandas antes: había habido muchasocasiones, a lo largo de un periodo demuchos años. Y Findlay no era muybueno. Esa era la otra excusa. Se levantóy se miró en el espejo. Su cara eradespejada, juvenil. Y no estoy borracho.Y entonces, todavía contemplándose,dijo en voz alta, sin pasión:

—Vas a derrotar a ese hijo de putade ahí abajo. Porque eres Eddie Felson,uno de los mejores.

Salió del cuarto de baño y bajó alsótano.

Cuando volvió a entrar en lahabitación se sintió limpio, despejado.Y sintió algo más, algo muy liviano, unasensación casi indetectable, ligera,

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nerviosa, tensa. Una sensación de poder.Findlay estaba junto al bar,

elegantemente esbelto, con una copa enla mano; y su cara, iluminada por lasbrillantes lámparas sobre la mesa debillar, parecía como si fuera aresquebrajarse en cualquier momento,como si la fina sonrisa sobre sus labiosfuera a romperse primero y luego unagrieta larga e irregular fuera a aparecerbajo sus ojos, extendiéndose hacia abajohasta que partes de la cara, comoescayola, se descascarillarían y caeríanal suelo. Y Bert seguía sentado en susillón, sólidamente plantado, como unvegetal sabio, a su aire.

Eddie se acercó a la mesa y recogió

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su taco, lo sostuvo un momento y mirócon atención, con placer, la vara pulida,la culata envuelta en seda, la blancapunta de marfil y la flecha de cuero azul.Todo este tiempo, una vocecita en suinterior decía: Tienes quinientoscuarenta dólares. ¿Y si pierdes laprimera partida? Pero no prestóatención a la voz, ya que no tenía sentidohacerlo.

Miró a Findlay, y luego al cuadro, laimagen de un hombre y dos mujeres,sonrosados y desnudos, sobre la hierba.Entonces le sonrió a Findlay.

—Vamos a jugar —dijo.Findlay hizo el saque y consiguió la

carambola, pero falló la siguiente. Eddie

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se acercó a la mesa, se inclinó, apuntócon cuidado, tiró, y anotó. Y luego anotóotra vez, y otra. Jugó sobre seguro.

Antes de tirar, Findlay dijosecamente:

—Parece que ahora va en serio.—Así es —respondió Eddie.Cuando Findlay tiró, no hizo tantos

aspavientos, aunque siguió agitando eldedo meñique al hacer sus golpespreliminares. Pero consiguió unacarambola, y luego otra. Falló la tercerapor menos de dos centímetros.

Parecía que también él iba en serio yEddie pensó, exultante: Este es elpellizco. Yo tenía razón. Y tiró concuidado. Hizo una carambola, pero falló

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la siguiente, por un desazonador beso deúltimo minuto.

Jugaron sobre seguro y con granatención al detalle, y Eddie jugó lamejor partida de billar a tres bandas quehabía jugado en la vida. Pero cuandoterminó, Findlay había ganado. Habíaganado solo por dos puntos, pero cuandoEddie le tendió los quinientos dólaresque tenía tuvo que mirarlo y decir:

—Es todo lo que tengo. Estoy sinblanca.

Findlay alzó amablemente las cejas,y Eddie podría haberle dado una patadaen el estómago por ese gesto.

—Oh —dijo, cogiendo los billetes yalisándolos con los dedos—. Es una

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desgracia, señor Felson.Eddie lo miró fríamente.—¿Para quién, señor Findlay? —

Empezó a desenroscar su taco.Entonces Bert, que estaba sentado

tras él, intervino.—Adelante, sigue jugando, Eddie.

Por mil dólares la partida.Eddie se volvió lentamente, miró a

Bert a la cara buscando, durante unmomento, el rastro de una sonrisa. Nohabía ninguna, nada.

—¿Qué te ha devuelto a la vida?Bert arrugó los labios, miró a

Findlay, miró de nuevo a Eddie.—Creo que tal vez las

probabilidades han cambiado.

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—¿Qué soy, un caballo de carreras?—En cierto sentido, sí.—Bien, parece que sabes algo, Bert

—dijo Findlay—. Me estás haciendopensar que debería tener cuidado.

—Una subida en la apuesta sueletener ese efecto.

—¿Y sabes algo?Bert sonrió levemente.—Es como en el póker, Findlay. Hay

que pagar para averiguarlo.Findlay se le quedó mirando un

instante y luego hizo un gesto con lamano.

—Tal vez no tenga que pagar nada,Bert. Tal vez yo sé también algo.

Bert seguía sonriendo. Era

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exactamente como si estuviera sentadodetrás de una gran mesa redonda,sujetando cinco naipes en su manecitaregordeta.

—Vamos a averiguarlo —dijo.Eddie seguía mirando a Bert y,

durante un momento, pensó que deberíapalmearlo en la espalda, invitarlo a unacopa, o algo.

—Muy bien, Bert —dijo entoncesFindlay—, vamos a averiguarlo. Por mildólares la partida.

Y terminó su bebida y la depositó,cuidadosamente, en el borde de la barra,junto a la escultura.

Entonces Findlay apuntó con un finodedo al vientre del hombre en el grupito

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de gente enzarzada: un vientre pequeño yabultado con un ombligo profundamentetallado que captaba la brillante luz de lamesa de billar.

—¿Te has dado cuenta, Bert? Estetipo de aquí se parece muchísimo a ti.Casi parece que hubieras posado para elartista.

Bert arrugó los labios.—Es posible.Por primera vez en el día, Eddie se

rio. Se rio fuerte y largo rato.—Eres un comediante, Bert. Un

auténtico comediante.Findlay lo miró, divertido, mientras

reía.—Juguemos al billar, señor Felson

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—dijo cuando terminó.Desde el primer tiro Eddie supo que

lo tenía. Las tres bolas destacaban ahoraen el paño como joyas: gemas pulidas,afinadas y torneadas, y captaba porcompleto su tacto. Y la larga mesa…ahora le gustaba la mesa, le gustaban laslargas trayectorias de las pesadas bolas,la manera inexorable en que podíahacerlas correr, ominosamente, por lamesa y regresar, rebotando en las bandasy chocando luego con las otras bolas.Era un juego hermoso, un juego tranquilocomo el ajedrez, y lo vio ahora por loque era: un juego que podía comprendery controlar y que acabaría por ganar.

Ganó. Y ganó la partida siguiente. Y,

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después de esa, una partida muy ajustaday tensa, empezó a oír la vocecitarazonable que decía: Puedes aflojarahora, no es tan importante, y obligó acallarse a esa voz. Y al hacerlo,obligándose a presionar aún más, aconcentrarse todavía más, empezó aquedarle claro que lo que Bert habíadicho del carácter era solo una parte dela verdad. Había otra cosa que Bert solohabía visto en parte, y que solo le habíacomunicado en parte, y era elconocimiento inamovible del sentido deljuego: ganar. Derrotar al otro hombre.Derrotarlo de la manera más completa ytotal posible: este era el profundo ypermanente significado del juego del

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billar. Y, durante ese minuto depensamiento, a Eddie le pareció que erael significado de algo más que el juegodel billar, más que el microcosmos detres por uno y medio de ambición ydeseo. Le pareció que todos los hombrestenían que saberlo porque está en cadaencuentro y cada acción, en todo elgigantesco juego que es la vida.

La voz de la ardilla, la voz de supropio cauteloso y cobarde ego, le habíadicho que no era importante. Miró aFindlay, al rostro engreído y sensual, losastutos ojos homosexuales; y le pareciósorprendente ahora que no hubiera vistolo necesario que era derrotar a estehombre. Porque era importante. Era muy

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importante.Era importante quién ganaba y quién

no ganaba. Siempre. En todas partes.Para todo el mundo…

Después de que Eddie ganara la tercerapartida, la tercera partida por mildólares, empezó a ver algo extraño ymaravilloso: Findlay empezaba adesmoronarse.

Empezó a beber más y a sentarseentre turnos, y cuando se levantaba atirar había una especie de altivocansancio en sus movimientos. De vezen cuando se reía, irónicamente (el tipode risa de Sarah), y Eddie pudo oír en la

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risa de Findlay las palabras, casi comosi se las estuvieran diciendo: No hayninguna diferencia. No hay ningunadiferencia porque, no importa quiéngane, yo soy mejor que él. Y Eddie supoque estaba viendo ahora lo queMinnesota Fats había visto cuando élmismo se hizo pedazos bajo la presión yel amor propio. Era fascinante, algorepugnante, aterrador y desdeñable dever. Y Findlay no se rendía, y Eddiesupo ahora que era porque no podíahacerlo, que estaba siendo drogado, seestaba drogando a sí mismo partida traspartida, como si fuera a suceder algo,como si fuera a resultar que, de algúnmodo, todo fuera falso, y que él,

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Findlay, saldría sereno y feliz eimportante.

Findlay se desmoronó, huyó, cayó,rezumó, y se descolocó; se volvióinsignificante, vanidoso, y ridículo; perono se rindió en mucho tiempo. Cuando lohizo eran casi las nueve de la mañana yhabía perdido algo más de doce mildólares.

Mientras los conducía escalerasarriba, les sonrió débilmente y dijo:

—Ha sido una velada muyinteresante.

Parecía muy viejo, sobre todo surostro.

Eddie lo miró un momento, conintensidad. Parecía que había algo

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patético y a la vez ansioso en la levesonrisa que asomaba en los finos labiosde Findlay, ahora casi sin sangre.Entonces apartó la mirada.

—Sí que lo ha sido —dijo.Dejaron la casa y salieron,

aturdidos, a la luz del sol y el olor de lahierba húmeda.

Antes de poner el coche en marcha, Bertdescontó la parte del dinero de Eddie:tres mil dólares. Los billetes tenían elhermoso color mágico; y Eddie, cuyossentidos todavía parecían tan agudos queno había nada que no pudiera ver,respondió con sensibilidad y

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profundidad a las finas e impecableslíneas del grabado, la nitidez del detalle,y los excelentes y elegantes números delas esquinas de los billetes. Luego seguardó el dinero en el bolsillo.

Por la ventanilla, en el camino deacceso a la casa de Findlay, el aire eraclaro y fresco, con una ligera neblina. Elsol brillaba, pero bajo. Había pájaros,discordantes, que aumentaban lasensación de irrealidad. Eddie pudo vertonos anaranjados y amarillos en lashojas de los árboles, y pudo sentir unescalofrío en el aire. El verano estabaterminando. Era una mañana extraña yhermosa, llena de significado inminente.

—¿Bien? —dijo, mirando a Bert. Y

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se le ocurrió entonces, al mirarlo, queBert no tenía nada más que enseñarle;que había aprendido, en esta partida,que sus manos y brazos aún recordabancon dolor, una lección y un significadopor su cuenta, y que no había nada másque hacer con Bert excepto dejarloatrás, librarse de él.

Y como Bert no respondió, Eddiedijo, pinchándolo:

—¿Crees que ahora estoy preparadopara Fats?

—¿Cómo están los pulgares?—Los pulgares están bien.Llegaron a la carretera que llevaba a

la ciudad, y Bert condujo en silenciodurante varios minutos antes de

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responder.—Si no estás preparado ahora no lo

estarás nunca.Eddie encendió un cigarrillo,

protegiéndolo con las manos del viento.Su cuerpo parecía tenso y relajado almismo tiempo, pero el sol era cálido,agradable.

—Estoy preparado —dijo.

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Capítulo veinte

Durante las tres primeras horas de viajeal norte Eddie no dijo nada. Llegaron aOhio a media mañana. El tráfico era muyescaso. Resultaba extraño viajar en estecochazo en la mañana otoñal, el cuerpolevemente dolorido tras la larga nochede trabajo, los ojos hinchados y sinembargo alerta, y hacerlo en dirección aChicago. Dos meses antes había ido aChicago, con Charlie Fenniger. Ahoraparecía que había pasado mucho tiempo.¿Qué estaría haciendo Charlie ahora?¿Abriendo el salón de billar de Oakland,cepillando las mesas? Charlie había

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sido su amigo durante mucho tiempo.Una vez, años atrás, había admirado aCharlie, había pensado que Charlie eraun jugador de primera fila.

¿Y Bert, qué pasaba con Bert? ComoCharlie, Bert era un maestro y un guía;un guía no del billar, sino de lasapuestas. Bert conocía los engranajesque movían las apuestas y los engranajesdentro de los engranajes. Nunca sepuede calar a un hombre como Bert,hacerte con él, descubrir cuál esexactamente su significado. Pero Bertera necesario, aunque solo fuera por suinteligencia y su fuerza; como, de unmodo distinto, Sarah había sidonecesaria en su momento, cuando el

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mundo entero de Eddie estabatrastocado y confuso. Incluso Sarah (ladébil y perdedora Sarah, con algo másque la pierna torcida) era una personaenormemente necesaria. ¿Era Sarah unaperdedora, o solo una persona que noestaba en el juego porque no comprendíalas reglas? ¿Pero quién conocía lasreglas? Bert, si acaso.

Pero existía la regla (posiblementela única regla real) que él mismo habíatenido que aprender, la regla que Bert nole había contado, la que le llegó contotal claridad cuando jugaba contraFindlay, la regla que era una orden:Gana. Y sin embargo tal vez eso era loque Bert entendía por carácter, la

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necesidad de ganar. Amar el juego en símismo es buena cosa: es amar el artecon el que vives. Hay muchas cosas queamar en el arte (su excitación, sudificultad, el uso de la habilidad), peroamarlo solo por eso sería ser comoFindlay. Para jugar al billar hay quequerer ganar y quererlo sin excusas y sinautoengaños. Solo entonces teníasderecho a amar el juego. Y eso seextendía más allá. A Eddie le parecíaahora, sentado en el coche de Bert, elcuerpo dolorido y la mente terriblementedespierta, que la necesidad de ganarestaba en todas partes en la vida, encada acción, en cada conversación, encada encuentro entre personas. Y la idea

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se le había aparecido como una especiede piedra angular; o una clave para elsignificado de la experiencia en elmundo.

Pero a medida que se sentía cadavez más cansado, más hipnotizado por elfirme movimiento de la carreterailuminada por el sol que tenía delante, laconsciencia y la reflexión empezaron adesvanecerse, dejando, como hacensiempre estas cosas, unas cuantas nuevasideas, o prejuicios. Y, posiblemente, unpoco más de conocimiento de lo que erasu propia vida…

Al rato dormitó unos minutos, y luego

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quiso charlar. Había algo que queríapreguntarle a Bert.

—Dime —dijo, la voz pastosa ahora—. ¿De dónde saca Fats la pasta parajugar?

Durante un rato pensó que Bert noiba a contestarle, e iba a hacerle denuevo la pregunta cuando Bert habló.

—Le vi ganarle treinta y seis mildólares al dueño de una casa de putasllamado Tivey. El fulano había oídohablar de Fats y quiso ponerlo a prueba.Eso fue hace unos ocho meses. —Bertparecía pensativo—. Da un pelotazocomo ese una vez al año o cosa así.Siempre hay alguien a quien le gustajugar con el mejor. Y luego —Eddie

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pudo verle sonreír levemente—,siempre está la gente como tú. ¿Cuántote sacó?

—Unos seis mil.—No creí que fuera tanto.—Tal vez no lo fuera. Mi compañero

llevaba las cuentas. ¿Cuánto crees quesaca Fats al año?

—Es difícil de decir. Hay algo queprobablemente no sabes de él: tambiénjuega al bridge. Y es dueño depropiedades. Una vez fui socio suyo,como propietarios de un restaurantechino, y nos fue bien. —Bert guardósilencio durante un rato y siguióconduciendo, los ojos fijos en lacarretera—. Fats es listo. Se las apaña.

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—¿Como tú?—Tal vez. —Bert arrugó los labios

y siguió mirando al frente—. Le vamejor que a mí. Creo que tal vez tienealgo que yo no tengo.

—¿El qué?Bert pareció concentrarse con

enorme atención en la conducción,aunque no había nadie más en lacarretera.

—Fats es un hombre con muchotalento —dijo entonces—. Siempre lo hasido.

Durante largo rato, Eddie no dijonada. Se detuvieron y compraronbocadillos y cerveza y luego, de vueltaal coche, Bert dijo:

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—¿Por qué tantas preguntas sobreFats? ¿Estás pensando en sustituirlo?

Eddie sonrió levemente.—No en sustituirlo, exactamente.

Más bien en unirme a su club.—Es un club difícil. No hay

cincuenta jugadores de talla en todo elpaís que vivan de esto.

Cincuenta parecía un númeropequeño, pero adecuado.

—Tal vez —dijo Eddie—. Yaveremos.

—¿Dónde te dejo? —preguntó Bertcuando ya estaban llegando a Chicago.Eran las tres de la tarde.

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—¿Dónde te quedas tú? —preguntóEddie, después de tratar de pensar unmomento.

—En casa. En la avenida Sullivan.Asombrado por la palabra «casa»,

Eddie lo miró.—¿Estás casado?—Doce años. —Bert se ajustó las

gafas con una mano, la otra al volante—.Dos niñas en el colegio.

—¡Por el amor de Dios! —exclamóEddie—. Déjame en un hotel.Cualquiera, tal vez cerca del centro.

El hotel estaba en una parte de la ciudadque le resultaba desconocida.

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—¿Vas a ir al Bennington mañana?—preguntó cuando bajó del coche.

—¿A qué hora?—No lo sé. Después de almorzar,

supongo.—Muy bien —dijo Bert—. Te veré

aquí para almorzar a las dos. Luegoiremos juntos a ver a George.

—¿George?—Así es. George Hegerman.

Minnesota Fats.—Vaya, quién lo iba a decir. George

Hegerman. Muy bien. Nos vemos a lasdos.

Eddie cogió su maleta y la pequeñafunda redonda y entró en el hotel.

Normalmente, entrar en el vestíbulo

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de un hotel con tres mil dólares en elbolsillo le producía una buenasensación. Pero se sintió un pocoincómodo, y no pudo dejar depreguntarse si Sarah le estaríaesperando.

Después de registrarse y deshacer lamaleta no supo qué hacer. Se dio unaducha, y de inmediato se sorprendió aldescubrir lo bien que podía hacerlesentir aquello: agua caliente, jabón, yluego agua fría. Era tan agradable quedecidió afeitarse. Lo hizo, se roció lacara con loción para el afeitado, secepilló los dientes, se limpió las uñas,pulió los zapatos, se puso ropa interiorlimpia, y luego empezó a rebuscar en la

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maleta una camisa limpia y pantalones.No había ninguno, y se vio obligado aponerse lo que llevaba antes. Entoncesse le ocurrió que podría comprarse ropanueva, que, de hecho, debería hacerlo.Fue una idea muy agradable, y salió delhotel a buscar una tienda de ropa.

Compró con cuidado, disfrutándolo.Le gustaba el poder sobre todas las filasde trajes, las corbatas, la fina lana, seday algodón, que podía conseguirle tenermucho dinero. Compró una chaqueta grisoscuro, sin cruzar y estrecha dehombros, un par de pantalones grises, yotro par marrones. Luego compró mediadocena de camisas, otra media docenade calcetines, ropa interior y, finalmente,

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dos pares de zapatos. Todo de la mejorcalidad. Cuando terminó, el empleadosonreía y Eddie empezaba a sentirsealgo que se merecía, tras la extraña ysatisfactoria semana en Kentucky. Erauna especie de nirvana, como lasensación producida por un largo tragode whisky por la mañana, antes dealmorzar. Pero, al contrario que elwhisky, la sensación no presagiaba unadisolución en sordidez y malestar, sinomás bien en caída general hacia unatranquila placidez que, al día siguiente,sería seguida por algo mejor, pero de untipo distinto. Había placer y vida entodo esto; y habían llegado a élinesperadamente, después de darse una

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ducha y mientras compraba ropa cara ala hora de la cena.

Le costó casi trescientos dólares; yle dio al hombre cinco más, diciéndoleque se encargara de cogerle los bajos alos pantalones. El hombre dijo quetardaría media hora.

Eddie dejó las otras cosas en latienda y empezó a pasear por el barrio,mirando ociosamente los escaparates,sorprendido de lo bien y satisfecho quese sentía.

Entonces llegó a una joyería y en elescaparate había anillos de boda y decompromiso. Los miró durante variosminutos, casi hipnotizado por la formaen que las joyas brillaban a la luz

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azulina de las lámparas del escaparate.Podías comprar un anillo de bonitoaspecto por doscientos dólares. Dealgún modo, creía que costaban más.Doscientos dólares, ahora, no parecíamucho dinero.

Algo extraño en esta línea depensamiento era que no pensó realmenteen Sarah, ni en el absurdo de ofrecerleun anillo, ni que se le ocurriera decir,tendiendo una de esas cajitas deterciopelo donde vienen los anillos«casémonos», o lo que sea que se diceen esos casos. Tan solo se quedó allí,mirando los anillos. Luego entró en latienda.

Pero, a pesar del peculiar estado de

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su mente, Eddie no era estúpido.Compró un reloj de pulsera de señora dedos dólares y lo hizo envolver en unacajita blanca.

La ropa estaba preparada y se lallevó al hotel. Casi estuvo a punto dedarse otra ducha antes de vestirse, perose contentó con lavarse otra vez la cara,y luego mirarse al espejo. Tenía buenaspecto: sus ojos y su piel estabandespejados, el pelo brillante. Cuando sepuso la ropa limpia, elegante y oliendo anuevo, le pareció que podía ponerse acantar. ¿Qué le estaba pasando? Sesentía maravillosamente, como si el actode ponerse un traje nuevo fuera unbautismo y un orgasmo, como si se

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estuviera poniendo alas. Había jugado albillar toda la noche antes, con Findlay, yhabía dormido muy poco en el largotrayecto en coche. Su cuerpo estabacansado (podía sentir el cansanciohaciendo mella bajo el vigor), pero sesentía más vivo y consciente, másperceptivo y feliz de lo que recordabahaber estado jamás en la vida. Cuandose vistió tiró la ropa vieja, metiendo lacamisa arrugada y los pantalones en lapapelera.

Luego salió, llevando en el bolsillola cajita blanca con el reloj. Llamó a untaxi y le dio al conductor la dirección deSarah.

Y de repente, mientras subía las

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escaleras hasta el apartamento, se sintiónervioso. La puerta estaba cerrada.Vaciló un momento, y luego llamó.

Y entonces la puerta se abrió y ellase le quedó mirando. Tenía un libro enuna mano, la otra en el pomo de lapuerta. Tenía el pelo arregladoalrededor de la cara, y llevaba puestaslas gafas. Tenía una blusa nueva, oscura,metida pulcramente por la cintura.

—Hola, Eddie —dijo, contranquilidad. Entonces se apartó de lapuerta—. Pasa.

El apartamento estaba limpio, máslimpio que nunca. Incluso el marco delpayaso había sido cepillado de polvo, yno había libros ni vasos dispersos. Él se

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sentó en el sofá y miró alrededor. Lamiró, pero ella no lo estaba mirando.

—¿Quieres que te prepare una copa?—dijo entonces, todavía sin mirarlo a lacara.

—Claro. Gracias.Mientras estaba en la cocina,

abriendo la bandeja del hielo, ellapreguntó:

—¿Cómo te fue en Lexington?—Bien. Mejor de lo que esperaba.Ella regresó y le tendió la copa,

luego se volvió.—Qué bien —dijo. Se sentó en el

sillón, al otro lado de la habitación.Eddie seguía sintiéndose muy bien.

La habitación era agradable, su cuerpo y

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sus ropas estaban muy limpios, y dejóque el whisky frotara con sus cálidasmanos su estómago vacío.

Había previsto la frialdad de ella yle divirtió. Pero no parecía haber nadaque decir. Cuando terminó la copa, selevantó.

—¿Has cenado ya?Ella lo miró un momento.—No —contestó—. No he cenado.—¿Quieres salir? ¿Al sitio donde

fuimos la última vez?Ella tomó aire.—No lo sé.—Por favor.—Es extraño que digas eso.—Así es. ¿Quieres que lo diga otra

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vez?Ella se levantó.—No tienes por qué hacerlo.Dejó su copa, sin terminar, sobre la

mesita de café. Entonces se dirigió a sudormitorio, cerrando la puerta tras ella.

—Estaré lista en unos minutos.Terminó en quince minutos. El

vestido no tenía tan buen aspecto comola primera vez, porque no se habíavestido con tanto cuidado. Pero parecíamuy bonita, con clase. Eddie pensó en laputa de Lexington. Cuando salieron, hizoademán de cogerla por el brazo, pero selo pensó mejor.

Ella solo se tomó un martini antes decenar, y no lo terminó. Tampoco habló

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mucho.Él se tomó dos combinados, con

bourbon, y después del segundo empezóa recuperar su sensación de placer, quehabía estado mostrando síntomas deabatimiento, pero el placer era ahoradistinto: forzado, y no tan intenso.

—¿Cómo van las clases? —preguntó.

—Las clases han terminado. Hastaseptiembre.

Los dos tomaron roast beef, queestaba poco hecho y muy sabroso.Comieron en silencio el resto de la cena,y cuando acabaron él le dio un cigarrilloy se lo encendió antes de hablar.

—Te he comprado algo.

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Ella sonrió débilmente, pero no dijonada.

Eddie sacó el paquetito del bolsillode la chaqueta y se lo tendió.

Ella lo cogió, lo observó, y luego lomiró con curiosidad.

—¿Es una disculpa, tal vez?—No lo sé. Tal vez.Abrió la cajita y sacó el reloj para

mirarlo. Era un reloj de plata sencillo,con una fina correa negra. Eddie lohabía escogido porque tenía clase. Ellalo miró un momento, y luego se lo pusoen la muñeca.

—Es precioso —dijo.Él dio un sorbo a su taza de café.—Estuve a punto de comprarte un

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anillo.Ella apartó bruscamente los ojos del

reloj y lo miró con atención. Tenía losojos muy abiertos. Finalmente dijo, muydespacio:

—¿Qué clase de anillo?—¿De qué clase crees tú?Ella seguía mirándole a la cara, los

ojos penetrantes y sorprendidos.—¿Me estás diciendo la verdad? ¿O

me estás… embaucando?—Conmigo, a veces es lo mismo. —

Eddie encendió un cigarrillo—. Pero note miento. Estuve a punto de comprarteun anillo.

—Muy bien. ¿Entonces por qué no lohiciste?

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Él no estaba seguro de por qué, asíque no intentó responderle. En cambio,dijo:

—¿Y si lo hubiera hecho?Ella miró el reloj.—No lo sé. Tal vez hiciste lo más

adecuado. —Sonrió entonces, y laexpresión de asombro desapareció desus ojos—. De todas formas, es un relojmuy bonito. Me alegra que me lo hayasregalado.

Él la miró durante un instante, sucara, su cuello y sus hombros. Parecíamuy joven. Se levantó.

—Te llevaré a casa.

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Caminaron en silencio, y él fueescuchando el ritmo irregular de lostacones de ella, la cadencia desigual queproducía la cojera. Dejaron atrás laestación de autobuses, y él empezó adecir algo, pero se calló. La cogió delbrazo, para cruzar la calle, y sintióexcitación al hacerlo, el suave brazodesnudo, cálido y suave en su mano.Pero ella no lo miró, ni respondió a lapresión. Eddie pensó que algo iba mal,pero no sabía qué. Las copas agotabansu efecto, y el trabajo de los últimosdías empezaba a pasarle factura. Eltrayecto pareció muy largo.

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Subir las escaleras hasta suapartamento fue muy difícil. Le ardíanlos pies y había plomo en sus hombros y,cuando llegó a lo alto, sintió vértigo. Sedio cuenta, bruscamente, que hacíamucho tiempo que no descansaba. Enalgún lugar, su sentido del placer lehabía engañado. De repente, quisoregresar al hotel y dormir durantemuchas horas, acostarse y quedarinconsciente. Una cama en unahabitación tranquila estaría muy bien. Ledolía la cabeza.

Ella abrió la puerta, pero en vez depasar se quedó allí, mirándolo.

—Si quieres una copa tendrás quecomprar una botella, Eddie —dijo,

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despacio. Su voz sonaba cansada, perono desagradable—. Solo me queda unpoquito.

—El martes fue primero de mes —dijo él. Se le ocurrió que ninguno de losdos había reconocido el hecho de que nohabía traído su maleta consigo.

—Recibí mi cheque. —Ella sonriódébilmente, amargamente—. Tuve queusar el dinero del licor para lamatrícula. El semestre de otoño.

Apartó la mirada y se puso ainspeccionar el pomo de la puerta, segúnparecía.

—Puedes traer una botella deescocés, si quieres, y podemosbebérnosla.

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—¿En vasos de Coca-Cola?Ella no levantó la cabeza.—Si quieres.Él le miraba la cara, fascinado por

su piel que parecía brillar a la suave luzde la lámpara del salón. Pero se leantojó que estaba mirando al payaso decolor naranja de la pared, el del marcoblanco. El payaso que una vez pareció apunto de decir algo.

—No te acabaste el martini estanoche —dijo.

—Lo sé.—Tal vez sea buena señal —dijo él

amablemente, sintiendo como si fueraotra persona quien hablaba con ella,como si él estuviera ya en el hotel, en la

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cama, solo—. No eres una alcohólicamuy convincente.

—No —dijo ella, mirándolo ahora—. Supongo que no. ¿Vas a ir a por elescocés?

—No. Estoy cansado. Y tengo ungran día mañana.

—¿Vas a pasar? En mi botella quedaun poco.

Ella miró a la cara, a los ojos sabiosy duros y sorprendidos.

—Será mejor que vuelva al hotel —dijo.

Ella lo miró a los ojos, por primeravez esa noche. No parecía tratar deencontrar algo en ellos, solo miraba.

—Gracias de nuevo por el reloj.

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—Me alegra que te gustara.Eddie se dio la vuelta y empezó a

bajar lentamente las escaleras.—Buena suerte, Eddie —dijo ella,

llamándolo en voz baja—. Para mañana.—Gracias —respondió él. Continuó

bajando los escalones lentamente hastael rellano, prestando atención al sonidofinal de la puerta al cerrarse. No oyónada. Sarah estaba allí todavía,mirándolo. La luz de la puerta abiertatras ella le impedía verle la cara.

—Sarah —dijo con voz suave,extraña—. Estuve a punto de comprarese anillo…

Ella no respondió, y él se quedó allí,mirándola, durante lo que pareció un

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largo rato; pero no podía distinguir susrasgos. Entonces se dio la vuelta ycontinuó bajando las escaleras.

Cogió un taxi hasta el hotel, porqueno le apetecía caminar. Cuando se fue ala cama, no se quedó dormidoinmediatamente.

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Capítulo veintiuno

El salón de billar de Bennington nohabía cambiado. No era el tipo de lugarque cambiaba. Eran las dos de la tardecuando Eddie y Bert salieron delascensor, cruzaron el vestíbulo yatravesaron la enorme puerta. Dentro, lasala estaba muy silenciosa. No habíanadie jugando al billar y tampoco habíaprácticamente clientes, excepto ungrupito de ocho o diez hombres sentadosy de pie apoyados contra una pared.

La mayoría le resultaron familiares aEddie. A uno de ellos, un hombre grandey grueso con gafas, Eddie lo reconoció

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como el encargado del salón, Gordon.No conocía por su nombre a ninguno delos demás, excepto a uno de ellos. Enmitad del grupo, sentado, sin hablar connadie, estaba Minnesota Fats. Se estabalimpiando las uñas con una lima.

Gordon levantó la cabeza cuandoEddie y Bert entraron, y en un momentotodos habían dejado de hablar. Eddiepudo oír sonar una radio, débilmente,pero nada más. Miró a Fats. Fats no alzóla cabeza. Eddie notó una sensación muyextraña en el estómago; no habría sabidocómo llamarla. Una voz empalagosa enla radio anunció algo y entonces empezóa sonar música, una canción de amor.

Bert siguió caminando y encontró

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asiento en el borde del grupo. Varioshombres le saludaron con la cabeza y élles devolvió el saludo, pero nadie dijonada.

Eddie se había detenido junto a unamesa en mitad de la sala; se quedó allí yempezó a abrir su funda de cuero,cuidadosamente. Mientras lo hacía, miróa Minnesota Fats, sin apartar los ojosdel rostro redondo y pálido, el pelobrillante y rizado, y el vientre enorme,cubierto ahora de tensa seda azul, unacamisa celeste que le quedaba tan justaque parecía pegada, y se doblaba solodonde se doblaba la carne, bajo elestrecho cinturón. En los pies, pequeños,Fats llevaba unos inmaculados zapatos

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marrón y blanco, que reposabandelicadamente contra el reposapiés de lasilla que sostenía su magnífico y enormeculo.

Mientras Eddie lo miraba y sacabasu taco de la funda y empezaba aenroscar las dos partes, la cara de Fatshizo su sacudida regular, pero sus ojosno miraron a Eddie.

Entonces Fats terminó lo que estabahaciendo, se guardó la lima de uñas enel bolsillo del pecho, y le hizo un guiño.

—Hola, Eddie el Rápido —dijo,con aquella voz átona.

El taco estaba ya unido, y tenso.Eddie se acercó a Bert, le tendió lafunda, y luego, taco en mano, se

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encaminó hacia Fats, hasta detenersedelante de él.

—Bien, Fats. He venido a jugar.El rostro de Fats hizo aquel pesado y

ambiguo movimiento que parecía unasonrisa.

—Eso está bien —dijo.Sin decir nada más, Eddie se dio la

vuelta y empezó a colocar las bolas enla mesa vacía que había delante de loshombres sentados. Cuando terminó,empezó a dar tiza en silencio a su taco.

—¿Billar directo, Fats? ¿Doscientosla partida?

De algún lugar del pesado montón decarne envuelta en seda y cuero sentadaen la silla llegó una especie de sonido

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suave y explosivo, una breve imitaciónde la risa.

—Mil, Eddie el Rápido. Mil lapartida.

Era de esperar. Era de esperar, perofue una sorpresa. Fats lo conocía ahora.Fats conocía su juego, y no iba a tontearcon él, iba a intentar acabar rápido, connervio y con capital. Fue un buenmovimiento.

Sin responder, Eddie se inclinó yempezó a dar golpecitos a la bola blancacon el taco, empujándola suavemente deun lado a otro de la mesa. Mantuvo lasmanos ocupadas con el taco, paraimpedir que le temblaran los dedos.Siguió lanzando la bola blanca de un

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lado a otro, y pensó en los tres milquinientos dólares que tenía en elbolsillo, el tenue dolor de sus pulgares ysus muñecas. Y pensó en el dinero y elnervio y la experiencia y la habilidadque apoyaban al hombre enorme ygrotesco que estaba sentado ahora trasél, sacudiendo la barbilla, observando.

Si le ganaba, iría contra todopronóstico. Inmediatamente, volvió apensar en Bert. Bert nunca jugaría contrapronóstico. Lo miró. Bert estabasentado, tan tranquilo y seguro,mirándolo desde la silla, el rostroensombrecido, la miradadesaprobadora. No, Bert nunca jugaríacontra pronóstico.

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Eddie se apartó de la mesa y, sinmirar a nadie, dijo:

—Lanza la moneda, Fats. Veamosquién saca…

Fats sacó, y fue maravilloso. Su golpeera encantador; su dominio del juego,milagroso; y el grácil movimiento de sucuerpo gigantesco y repulsivo era unamezcla de imposibilidad y genio.Derrotó a Eddie. Fats le derrotó no unasola vez, sino tres veces seguidas.

El tanteo estuvo apretado, perosucedió tan rápido que Eddie sintió queno tenía ningún control de lo sucedido.Las bolas habían rebotado y resbalado y

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se habían deslizado y caído en lastroneras, y, como antes, Fats parecíaestar en todas partes, tirando rápido, sinmirar nunca, tocando su oscuroconcierto con el violín de su taco y susmanos de músico con esmeraldas en losdedos.

Durante los últimos veinte minutosde la última partida Eddie no hizo sinomirar mientras Fats lanzaba y tacaba ymimaba y convencía a las bolas paraque actuaran para él, logrando noventa ytres puntos. Cuando le entregó los mildólares, los últimos mil, las manos deEddie sudaban y todavía mirabafijamente a la mesa. Algo resonaba en sucabeza. Entonces, todavía apenas

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consciente de lo que le había sucedido,alzó la mirada.

Estaba en mitad de una multitud.Había gente sentada alrededor de lamesa, todos mirándolo. Nadie másjugaba al billar. Eran ya las últimashoras de la tarde. Una luz de otoñoentraba en la gran sala, y todo estaba ensilencio, a excepción de la radio, queparecía tintinear y zumbar.

No pudo distinguir muy bien rostrosindividuales en el grupo al principio,pero luego empezaron a enfocarse.Buscaba a Bert; no sabía exactamentepor qué. No debería querer ver a Bert,pero lo estaba buscando. Y entonces vioa Charlie.

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Parpadeó. Era Charlie, nada menos,sentado en una silla junto a la pared,grueso, calvo por las sienes, y sinninguna expresión en la cara. Echó aandar hacia Charlie, para preguntarle dedónde salía, qué estaba haciendo allí;pero se detuvo, golpeado por unareflexión.

Charlie había venido a burlarse deél, a ver cómo era derrotado de nuevo.Charlie, como Bert, uno de losintrovertidos y controlados, uno de loshombres cautos y sonrientes. Tal vezFats era así también, tal vez los tres eranhermanos bajo la piel, deliciosamenteencantados por la caída del hombrerápido y tranquilo, buscando el punto

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flaco (de repente a Eddie le pareció queera un Lázaro lleno de puntos doloridosy flacos), y luego, tras haber encontradoel lugar donde duele, hurgaban yempujaban y retorcían suavemente hastaque su enemigo mutuo, el hombre contodo el talento, quedaba tendido en elsuelo vomitándose encima.

Al mirar a Charlie pudo verse ahoracomo un hombre crucificado, y a Charliecomo su Judas. Podría haber llorado, ycerró las manos y apretó los puños hastaque le pareció que podía gritar de dolor.Y entonces la periferia de su visióncaptó a Bert, e inmediatamente recuperóel sentido y vio lo que estaba haciendo,jugando consigo mismo al juego del

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perdedor, el juego de la autocompasión,el favorito de todos los deportes deinterior…

Charlie se levantó de la silla y seacercó. Su rostro era serio, su voztranquila.

—Hola, Eddie —dijo—. Acabo deenterarme de que estabas jugando aquí.

—¿Por qué no estás en Oakland?Charlie trató de sonreír. El intento

fue un fracaso.—Lo estuve. La semana pasada

empecé a preocuparme por ti y vine enavión. Te he estado buscando. Por todoslos billares.

—¿Para qué? —Eddie lo miró:había algo forzado en la forma en que

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Charlie le hablaba—. ¿Para qué mequieres?

Sin responder al principio, Charlierebuscó en el bolsillo de su pantalón ysacó lo que parecía un talonario dobladoy se lo tendió.

—Esto es tuyo —dijo.Eddie cogió el talonario y lo abrió.

Estaba lleno de cheques de viajero, endenominaciones de doscientos cincuentadólares.

—¿Qué demonios…?La voz de Charlie volvió a su falta

de expresión acostumbrada, como sifuera una miniatura cómica deMinnesota Fats.

—Cuando te emborrachaste la otra

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vez y me pediste el dinero, te engañé.Esto es lo que no te di. Poco menos decinco mil dólares.

Y entonces, bruscamente, su cara sequebró en una de sus rarísimas sonrisas,que duró solo un instante.

—Menos mi diez por ciento, porsupuesto.

Eddie sacudió la cabeza, pasando elpulgar por el grueso borde de loscheques azules. Tenía sentido; teníasentido, pero era difícil de creer:acababa de regresar de la tumba.

—¿Por qué me los das ahora? ¿Parapoder verme perder?

—No —respondió Charlie con vozsuave—. He estado pensando. Tal vez

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estés preparado para derrotarlo ahora.Tal vez estabas preparado antes; no losé. De cualquier forma, deberíasaveriguarlo.

—Muy bien —dijo Eddie. Le sonrióa Charlie, la vieja sonrisa, la sonrisaencantadora, rápida y relajada—. Loaveriguaremos.

Miró a Fats, que solo parecía estaresperando, y entonces contó el dinero.Había cuatro mil quinientos dólares encheques de viaje, y tenía unossetecientos en metálico. Toda su fortuna.Bueno, allá vamos. Rápido y tranquilo.

—Fats —dijo, pensando gordo hijode puta—, vamos a jugar una partidapor cinco mil dólares.

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Fats lo miró, parpadeando. Subarbilla se sacudió, pero no dijo nada.

—Vamos, Fats, cinco mil. Eso es unapartida de verdad. Todo mi dinero, losahorros de mi vida.

Pasó de nuevo el pulgar por eltalonario de cheques, sin sentir el dolorque esto causaba, y entonces miró unmomento a Charlie. El rostro de Charlieno mostró nada, pero sus ojos estabanalerta, interesados, y Eddie pensó,asombrado: Está de acuerdo. Entoncesmiró a Bert y Bert sonreía levemente,pero aprobando: también esto fueasombroso y encantador.

—¿Qué pasa, Fats? —dijo—. Todolo que tienes que hacer es ganar una

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partida y yo volveré a California. Solouna partida. Acabas de derrotarme entres.

Fats parpadeó, el rostro ahora muypensativo, controlado, y los ojos comosiempre una especie de obscenomisterio.

—De acuerdo —dijo.Al cambiar la apuesta, echaron otra

vez a suertes el saque, y Fats volvió aperder. Le dio tiza a su tacocuidadosamente, se colocó de lado en lamesa, colocó las manos sobre el tapete,los anillos destellaron, y tiró.

El saque fue bueno, pero noperfecto. Una bola, la bola cinco, quedóa pocos centímetros del triángulo, sin

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proteger, casi al pie de la mesa. La bolablanca quedó inmóvil en la banda delfondo, al otro extremo. Era un tirodifícil, un tiro a ninguna parte; y laprimera reacción de Eddie fueautomática, jugar sobre seguro, nocorrer el riesgo de dejar al otro hombreen situación de poder anotar cien puntos.Lo adecuado sería hacer correr la bolablanca por la mesa, empujar una de lasbolas de la esquina, y devolverla a labanda del fondo, dejando que el otro selas apañara a partir de ahí. Esa sería laforma adecuada de jugar: sobre seguro.

Pero Eddie se detuvo antes de tirar ymiró a la bola y se le ocurrió que,aunque era un tiro muy difícil, podría

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lograrlo. Tajándola a lo justo, a talvelocidad y con el giro adecuado, y labola caería en la tronera. Y la bolablanca dispersaría el triángulo y el juegoquedaría abierto.

Sería más inteligente jugar sobreseguro. Pero jugar sobre seguro seríajugar al juego de Bert, al juego de Fats,jugar al porcentaje tranquilo ycuidadoso. Pero, como el propio Berthabía dicho en una ocasión: hay unmontón de jugadores al porcentaje quedescubren que tienen que trabajar paravivir.

Le dio tiza al taco, suavemente, contres diestros toques.

—Bola cinco a la esquina —dijo. Se

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inclinó, apuntó con cuidado y precisión,y tiró.

Y la bola blanca (durante unmomento una extensión de su propiavoluntad y consciencia) corrió veloz porla mesa y rozó el borde de la bola cinco,rebotó en la banda del fondo y chocócon firmeza contra el triángulo de bolas,esparciéndolas suavemente. Y mientrasesto sucedía, la pequeña bola naranjacon el número 5 en su centro rodóregularmente por la mesa, y entró en latronera de la esquina, golpeando elfondo con un sonido exquisito.

Las bolas se esparcieron, la bolablanca en su centro, y Eddie miró lahermosa y relajada mesa antes de tirar y

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pensó en lo agradable que iba a serembocarlas en las troneras.

Y fue un placer. Sintió como situviera la bola blanca cogida concuerdas y fuera su propia marionetablanca, corriendo aquí y allá sobre elpaño verde como le instruía el suavegolpecito de su taco. Ver actuar a la bolablanca, verla chocar con las otras bolas,acariciarlas, abofetearlas, y oír lossuaves y oscuros sonidos que hacían lasbolas al caer en las hondas buchacas decuero le producía un placer voluptuoso ysensible. Y al manejar la marionetablanca, al hacerle dar sus delicadospasos, era consciente de la sensación depoder y fuerza que se acumulaba en él y

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luego resonaba, como un tambor.Embocó una serie entera de bolas sinfallar, y luego otra y otra, y más, hastaque perdió la cuenta.

Y entonces, cuando terminó dedespejar la mesa y estaba esperando queel encargado colocara las catorce bolasdentro de su triángulo, se dio cuenta deque las bolas ya deberían estar puestaspero no era así y se le ocurrió una ideaabsurda: tal vez ya hubiera ganado lapartida. Fats tal vez no hubiera tenidosiquiera la oportunidad de tirar.

Se volvió a mirar a Bert. Fats estabaallí de pie, junto a Bert. Estaba contandodinero: un montón de billetes de ciendólares. Fats parecía estar sacando una

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enorme cantidad de dinero de subilletera. Eddie miró la cara de Bert yBert lo miró a través de sus gafas.Alguien del grupo de espectadores tosió,y la tos sonó muy fuerte en la sala.

Fats se acercó y colocó el dinero enel borde de la mesa, los anillosdestellando bajo las luces del techo.Entonces se dirigió a una silla y sesentó, pesadamente. Su barbilla sesacudió durante un momento.

—Es tu dinero, Eddie el Rápido —dijo. Estaba sudando.

Había ganado la partida. Habíacolado ciento veinticinco bolas sinmirar, y había embocado nueve series decatorce bolas cada una, conservando y

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rompiendo con la bola quince cada vez.Eddie se acercó al dinero, el

silencioso y abultado dinero. Porinstinto, se limpió parte del polvo de lamano en los pantalones antes de tocarlo.Luego lo cogió, enrolló los papelesverdes, y se los guardó en el bolsillo.Miró a Fats.

—He tenido suerte —dijo.La barbilla de Fats se sacudió

rápidamente.—Tal vez —dijo. Y entonces se

volvió al encargado—. Coloca lasbolas.

De las cuatro partidas siguientesEddie ganó tres, y perdió una solocuando Fats, en un súbito alarde de

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brillantez, consiguió embocar unamagnífica tacada de noventa bolas (unatacada peligrosa y peliaguda, una tacadaque mostró sabiduría y nervio), y pilló aEddie con menos de sesenta puntosanotados. Pero Fats no mantuvo estepico: parecía abrirse paso gracias a unesfuerzo de voluntad y luego cayó, demodo que en la siguiente partida tuvoaún menos fuerza que antes.

Y la única victoria de Fats no afectóa Eddie, pues Eddie estaba ahora en unlugar donde no podía ser afectado,donde sentía que nada de lo que pudierahacer Fats podía alcanzarlo. No a EddieFelson, rápido y tranquilo, y ahora listo,crítico, y rico. Eddie Felson, con los

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cojinetes en el codo, con los ojos parael tapete y las bolas de colores, para lasbolas brillantes, la púrpura, naranja,azul, y roja, las rayadas y las lisas, congiros geométricos y hermosos giros queterminaban en caída, con olores ychasquidos y taps-taps-taps, con el rocede la tiza, y los dedos abrazando la varapulida, los dedos sobre el fieltro, elcoso eterno y siempre preparado, ellargo, brillante rectángulo. El rectángulodel hermoso y místico verde, el colordel dinero.

Y entonces, cuando Eddie ganó unapartida más y estaba encendiendo uncigarrillo, Fats pronunció sombrío unaspalabras que Eddie pudo sentir en el

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estómago.—Me rindo, Eddie el Rápido —dijo

—. No puedo ganarte.Eddie lo miró desde el otro lado de

la mesa, y al grupo de hombres que teníadetrás. Allí estaba Minnesota Fats,George Hegerman, un hombreimposiblemente grande, un hombregrácil y afeminado. Uno de los mejoresjugadores de billar del país, GeorgeHegerman.

Entonces Fats rodeó la mesa,pesadamente, le dio a Eddie cincuentabilletes de cien dólares (nuevos, reciénsalidos del banco), llevó su taco al otrolado de la sala, y lo colocó con cuidadoen su taquilla de metal verde. Se volvió

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y miró a Bert, sin mirar a Eddie.—Tienes un buen jugador, Bert.Bajo los sobacos de su camisa había

grandes manchas oscuras, de sudor.Durante un instante, sus ojos sedirigieron a la cara de Eddie, condesdén. Entonces se dio la vuelta y semarchó.

Los hombres empezaron a levantarsede sus asientos y a desperezarse,empezaron a hablar, a disipar la tensiónque había reinado en la sala durantehoras. A Eddie le zumbaban los oídos, yel brazo y el hombro derechos, aunquele latían tenuemente, parecían ligeros,como si flotaran. Vagamente, se preguntóqué había querido decir Fats al hablarle

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así a Bert. Se volvió y miró a Bert,sonriendo para sí, los oídos aúnzumbando, la mano aún sosteniendo elgrueso fajo de dinero verde y nuevo.

Y Bert continuó sentado, pequeño ytenso. Bert el mentor, el guía en eldesierto, con el rostro engreído yremilgado, las gafas sin montura, lasmanos suaves y seguras y delicadas:Bert. Bert, con los ojos de apostador,reservados, casi neutros, pero que nopasaban por alto nada.

El Bennington estaba ya casi vacío.Debía ser muy tarde. Eddie hizo ungrueso cilindro con el fajo de billetes yse los guardó con cuidado en el bolsillo,todavía mirando a Bert. Por el rabillo

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del ojo pudo ver a Charlie, aún sentado;y en la parte delantera de la sala BigJohn, el hombre del puro, sacaba un tacodel bastidor e inspeccionaba su punta decuero, pensativo. Detrás de Bert,Gordon, el hombretón de las gafas, elhombre que siempre estaba en elBennington, estaba todavía sentado, lasmanos cruzadas sobre el regazo.

Eddie le sonrió a Bert, cansado. Sesentía muy feliz.

—Tomemos una copa —dijo—. Yoinvito.

Bert arrugó los labios.—Invito yo —dijo, y entonces

añadió—: Con el dinero que me debes.Eddie parpadeó.

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—¿Qué dinero?Bert lo miró un momento antes de

contestar.—El treinta por ciento. —Mostró

una sonrisa tensa, de labios finos—. Untotal de cuatro mil quinientos dólares.

Eddie se lo quedó mirando, lasonrisa congelada en la cara.

—¿Qué clase de maldita broma esesta?

—Ninguna broma. —Lo que apenashabía sido una sonrisa abandonó elrostro de Bert—. Soy tu mánager, Eddie.

—¿Desde cuándo?Bert parecía estar mirándolo con

gran intensidad, aunque era imposibledecir cómo eran exactamente sus ojos

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detrás de las pesadas gafas.—Desde que te adopté hace dos

meses, en el Wilson. Desde que empecéa apoyarte con mi dinero, desde que teenseñé a jugar al billar.

Eddie tomó aire, bruscamente.Resopló y con voz neutra y fría dijo:

—Hijo de puta remilgado. No mehas enseñado nada de jugar al billar.

Bert arrugó los labios.—Excepto cómo ganar.Eddie lo miró y entonces, de pronto,

se echó a reír.—Eso, hijo de puta, es cuestión de

opinión. —Se volvió y empezó adesenroscar su taco, sujetando confuerza la culata para impedir que sus

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dedos temblaran—. También es cuestiónde opinión si te debo o no un centavo.

Bert no contestó durante un minuto, ycuando Eddie terminó de desenroscar eltaco y se dio la vuelta, vio que ahoraGordon estaba de pie junto la silla deBert, los brazos a la espalda, mirando aEddie y sonriendo levemente, como unvendedor de artículos deportivos.

—Tal vez —dijo Bert—. Pero si nome pagas, Gordon va a romperte otravez los pulgares. Y los dedos. Y, siquiero, el brazo derecho. Por tres ocuatro sitios.

Durante un momento, Eddie apenasfue consciente de lo que estabahaciendo. Por instinto había retrocedido

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contra la mesa de billar, y blandía laculata forrada de seda de su taco en lamano derecha.

Bert seguía mirándolo.—Eddie —dijo tranquilamente—, si

me pones una mano encima estás muerto.Gordon tenía ahora sus enormes

manazas a los costados, y habíaavanzado un paso. Eddie no se movió;pero tampoco soltó el taco. Miróalrededor, rápidamente. Charlie seguíasentado, impasible. Big John, que no oíanada, seguía practicando en la mesa dedelante, lanzando una bola roja por todala banda. El reloj sobre la puertamarcaba la una y treinta y cinco. Eddiemiró la culata del taco que tenía en la

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mano.—Nunca lo conseguirás, Eddie —

dijo Bert—. Y Gordon no es el único.Tenemos más. Si Gordon no lo hace, unode ellos lo hará.

Eddie lo miró, la cabeza un zumbidode confusión.

—¿Tenemos? —dijo—. ¿Tenemos?Y entonces empezó a reírse. Dejó

que la culata del taco cayera sobre lamesa, y agarró las bandas, temblando, ysiguió riendo. Entonces dijo, y su voz lesonó extraña y sombría:

—¿Qué es esto? ¿Como en laspelículas? ¿El Sindicato, Bert… laOrganización? —El zumbido parecíafinalmente dejar sus oídos y su visión se

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despejaba, perdiendo su imprecisión—.¿Es eso lo que eres, Bert? ¿El hombredel Sindicato, como en las películas?

Bert tardó un momento en responder.—Soy un hombre de negocios,

Eddie.No parecía real. Era una especie de

sueño melodramático, de programa detelevisión, o un juego elaborado, undeporte de interior…

Y entonces Bert dijo, la voz suave,como podía hacer a veces, cuandopasaba el pellizco:

—Vamos a ganar un montón dedinero juntos, Eddie, a partir de ahora.Un montón de dinero.

Eddie no dijo nada, todavía apoyado

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contra la mesa, el cuerpo extrañamenterelajado ahora, la mente despejada conuna claridad casi propia de un sueño.

—Será mejor que le pagues, Eddie—dijo entonces Charlie.

Eddie no lo miró. Mantenía los ojosfijos en Gordon, sobre todo en susmanos.

—¿Tú no estás en esto, Charlie? —preguntó, con voz suave, controlada.

Charlie no contestó inmediatamente.—No —dijo—. Estoy fuera, por

completo. Pero ellos están dentro, y vasa tener que pagar.

Eddie dejó que sus ojos pasaran delas manos de Gordon a la cara de Bert.

—Tal vez —dijo.

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—No —respondió Bert—. Nada detal vez. —Arrugó los labios, y luego seajustó las gafas con la mano—. Pero notienes que pagar ahora. Puedespensártelo durante un par de días.

Eddie estaba todavía apoyado contrala mesa. Encendió un cigarrillo.

—¿Y si me marcho de la ciudad? —preguntó.

Bert volvió a ajustarse las gafas.—Podrías conseguirlo —dijo—. Si

te mantienes alejado de las grandesciudades. Y nunca vuelves a pisar unsalón de billar.

—¿Y si pago?—Tu próxima partida será dentro de

una semana… con Jackie French. Ya

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hemos hablado con él, y quiere probarte.Luego, el mes que viene o así, vendrágente de fuera de la ciudad. Tedesviaremos algunos.

Eddie se sentía tranquilo ahora, y elzumbido había desaparecido de susoídos, igual que el temblor de susmanos.

—Eso no vale el treinta por ciento,Bert.

Bert lo miró rápidamente.—¿Quién ha dicho que lo valga?

¿Quién ha dicho que tiene que ser así?La voz de Eddie sonó tranquila,

deliberada.—¿Por qué no vais Gordon y tú a

tumbar borrachos, si os dedicáis al

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negocio de la fuerza?Bert se rio en voz baja.—No se gana dinero tumbando

borrachos. ¿Y lo bonito que es elnegocio al que te dedicas?

Se levantó de la silla y se inclinópara alisar las arrugas de suspantalones.

—Ahora vamos a tomar esa copa.—Ve tú, Bert —dijo Eddie. Recogió

las piezas del taco de la mesa y empezóa guardarlo en la funda. Miró a Gordon—. Tú diriges este sitio, ¿verdad,Gordon? —Cerró la tapa de la funda yse la lanzó a Gordon, quien la cogió ensilencio—. Búscame una taquilla paraguardarlo.

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Se volvió hacia Bert.—Será mejor que te vayas a casa,

con tu mujer y tus hijas, Bert.—Claro —respondió Bert,

mirándolo intensamente, la voz átona—.Pero recuerda, Eddie. No puedesconseguir todo.

Eddie lo miró y luego sonrió, muytranquilo.

—No —dijo—. Pero tú tampoco,Bert.

Bert continuó mirándolo durante unrato. Luego, sin decir nada, se dio mediavuelta y se marchó, atravesando condecisión y lentitud la gran puerta deroble.

Unos veinte minutos después de que

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Eddie y Charlie se marcharan, Henry, elconserje de color, empezó a cubrir lasmesas con sus cobertores grises.Después cerró las ventanas y unió laspesadas cortinas, de modo que en laenorme sala todo quedó muy tranquilo,como una tumba. Entonces, antes deechar el cierre, se detuvo a ver a BigJohn lanzar su eterno tiro de práctica unaúltima vez esa noche.

Big John, listo para marcharse, listopara regresar a su oscura cama en algúnhotel desconocido, tiró con firmeza yresignación, y su brazo sonrosadogolpeó con tranquilidad y seguridad. Lapunta del taco golpeó la bola blanca, labola blanca golpeó la tres, y la bola tres,

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roja y silenciosa, rodó por la mesaverde, golpeó la banda, regresó rodandosuavemente, y entró en la tronera de laesquina.

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WALTER STONE TEVIS (28 de febrerode 1928 - 8 de agosto de 1984) fue unnovelista y escritor de relatos cortosestadounidense. Sus libros sirvieron deinspiración para muchas películas. Tevisescribió más de dos docenas de relatoscortos para varias revistas. The BigHustle, su historia sobre el billar para

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Collier’s (5 de agosto de 1955), fueilustrada por Denver Gillen. Tambiénpublicó cuentos en The AmericanMagazine, Bluebook, Cosmopolitan,Esquire, Galaxy Science Fiction,Playboy, Redbook y The SaturdayEvening Post.

Después de su primera novela, TheHustler (Harper & Row, 1959), escribióThe Man Who Fell to Earth, publicadaen 1963 por Gold Medal Books. Dioclases de literatura inglesa y de escrituracreativa en la Universidad de Ohio (enAthens, Ohio) entre 1965 y 1978, donderecibió un MFA. Mientras enseñaba enla Universidad de Ohio, Tevis se dio

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cuenta de que el nivel literario de losestudiantes estaba bajando de maneraalarmante. Esta observación le dio laidea para Mockingbird (1980),ambientada en una Nueva York lúgubredel siglo XXV y por la que fue nominadoal premio Nebula en la categoría demejor novela en 1980.

Tevis también escribió The Steps of theSun (1983) y The Queen’s Gambit(1983). Sus relatos cortos fueronpublicados en la colección Far fromHome (Doubleday, 1981). Tres de susseis novelas fueron la inspiración paralas películas homónimas. The Hustler yThe Color of Money (1984) mostraron

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las aventuras del buscavidas ficticio«Fast Eddie» Felson. The Man WhoFell to Earth fue llevada al cine en1976 por Nicolas Roeg y nuevamente en1987 como una película para TV.Miembro del Authors Guild, Tevis pasósus últimos años en la ciudad de NuevaYork dedicándose completamente a susactividades como escritor. Falleció allíde cáncer de pulmón en 1984 y susrestos descansan en Richmond,Kentucky. Sus libros han sido traducidosal francés, alemán, italiano, español,portugués, neerlandés, danés, sueco,noruego, finés, islandés, griego,eslovaco, serbocroata, hebreo, turco,japonés y tailandés. En 2003, Jamie

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Griggs Tevis publicó su autobiografía,My Life with the Hustler. Falleció el 4de agosto de 2006. Su segunda esposa,Eleanora Tevis, es la representante delos derechos de autor de Tevis.

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Notas

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[1] Técnica que consiste en elevar laparte posterior del taco muy por encimade lo normal antes de efectuar el tiro.(N. del T.). <<