El Buen Celo - Coumba Marmion

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EL BUEN CELO LA VIDA DE ORACIÓN Y DE ABANDONO EN DIOS ES FUENTE DEL BUEN CELO Uno de los mejores frutos de la unión con Dios es mantener en el alma el fuego del amor, no solamente hacia Él, sino también hacia el prójimo; porque por el frecuente contacto con el amor sustancial, el alma se abrasa de ardor por los intereses y la gloria del Señor y por la extensión del reino de Cristo en los corazones... También está devorada por el celo el alma que ama sinceramente a Dios, pero lo está de celo por la gloria de la casa del Señor: «El celo de tu casa me devora» (Ps 68, 10; Jn 2, 17). ¿Qué es, en efecto, el celo? Es un ardor que quema y se comunica; consume y se difunde; es la llama del amor o del odio manifestado en actos externos... Veamos, pues, las formas que debe adoptar el celo en el claustro, y primeramente el que debemos ejercitar con nuestros hermanos; porque, en efecto, si debemos ser celosos de la salvación del prójimo en general, hemos de reconocer en la «proximidad» espiritual cierta gradación... 1. SAN BENITO CONDENA PRIMERAMENTE EL CELO MALO Nuestro bienaventurado Padre comienza por declarar que hay «un celo malo que conduce al infierno»; es el celo de los agentes de Satanás, que acuden a todos los medios, para arrebatar a Jesucristo las almas rescatadas con su preciosa sangre... Hay otras formas de celo malo, que toman las apariencias del bueno; por ejemplo, el de los fariseos, rígidos observantes de la ley externa. Este celo «amargo», como lo califica el santo Legislador, tiene su origen, no en el amor de Dios y del prójimo, sino en 1

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EL BUEN CELO

LA VIDA DE ORACIÓN Y DE ABANDONO EN DIOS ES FUENTE DEL BUEN CELOUno de los mejores frutos de la unión con Dios es mantener en el

alma el fuego del amor, no solamente hacia Él, sino también hacia el prójimo; porque por el frecuente contacto con el amor sustancial, el alma se abrasa de ardor por los intereses y la gloria del Señor y por la extensión del reino de Cristo en los corazones... También está devorada por el celo el alma que ama sinceramente a Dios, pero lo está de celo por la gloria de la casa del Señor: «El celo de tu casa me devora» (Ps 68, 10; Jn 2, 17).

¿Qué es, en efecto, el celo? Es un ardor que quema y se comunica; consume y se difunde; es la llama del amor o del odio manifestado en actos externos...

Veamos, pues, las formas que debe adoptar el celo en el claustro, y primeramente el que debemos ejercitar con nuestros hermanos; porque, en efecto, si debemos ser celosos de la salvación del prójimo en general, hemos de reconocer en la «proximidad» espiritual cierta gradación...

1. SAN BENITO CONDENA PRIMERAMENTE EL CELO MALONuestro bienaventurado Padre comienza por declarar que hay «un

celo malo que conduce al infierno»; es el celo de los agentes de Satanás, que acuden a todos los medios, para arrebatar a Jesucristo las almas rescatadas con su preciosa sangre...

Hay otras formas de celo malo, que toman las apariencias del bueno; por ejemplo, el de los fariseos, rígidos observantes de la ley externa. Este celo «amargo», como lo califica el santo Legislador, tiene su origen, no en el amor de Dios y del prójimo, sino en el orgullo. Los infectados de él tienen una estima desordenada de su perfección; no conciben otro ideal que el suyo propio, y reprueban todo acto que no esté conforme con su modo de pensar; lo reducen todo a su manera de ver y de obrar, de lo cual provienen discusiones y odios...

Hay otro celo exagerado, siempre inquieto, turbulento, agitado: para este celo no hay nada perfecto. Nuestro bienaventurado Padre previene al abad contra este celo intempestivo. «No ha de ser turbulento ni inquieto; exagerado ni obstinado; no sea celoso, ni demasiado suspicaz, porque nunca tendría paz». «En la misma corrección adopte suma prudencia y no se exceda: no sea que rompa el vaso pretendiendo raer todo el orín... no pierda de vista nunca su propia fragilidad». En una palabra, que jamás, por falso celo, se deje arrastrar de la envidia o celotipia. Lo que dice del abad lo repite a los monjes el santo Legislador: «Eviten la animosidad y

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envidia». Esta prescripción es muy sabia; religiosos hay que critican siempre todo lo que se hace; se juzgan llenos de celo, pero es un celo amargo y de contienda, porque es impaciente, indiscreto y carente de unción. Es el celo que describe el Señor en la parábola del sembrador, cuando los criados piden al amo les permita arrancar la cizaña que sembró su enemigo, sin reparar en que así arrancarían el trigo con ella. «¿Queréis que vayamos?» (Mt 13, 28). De este mismo celo participaban los discípulos, indignados del mal recibimiento de los samaritanos a su divino Maestro...

2. ACTOS DE CELO QUE DESEA SEAN PRACTICADOS CON LOS HERMANOS DEL MONASTERIO: EL RESPETO

El celo verdadero no cae nunca en semejantes excesos; no se deriva del afán de imponer a los otros los conceptos personales de perfección, o de la seguridad de haber cumplido todo deber, ni de ímpetus inconsiderados y violentos, sino del amor de Dios, puro, humilde y manso. Veamos cómo debemos practicarlo según los deseos del gran Patriarca.

San Benito reduce a tres las formas del buen celo del monje con sus hermanos: respeto, paciencia y prontitud en servirlos.

Ante todo exige un mutuo respeto: «Dense muestras recíprocas de honor»; expresión tomada de san Pablo: «Anticipándoos unos a otros en señales de honor» (Rm 12, 10). Algunos se imaginan que el respeto se opone a la libre expansión del amor, siendo así que ambos sentimientos se concilian a maravilla: el respeto es la salvaguarda del amor... Empero, como la vocación al cristianismo y a la religión nos da, ante todo, a Dios y a Jesucristo, y como quiera que nuestras almas son templo del Espíritu Santo, síguele que debemos respetar a Dios en el prójimo. La caridad fraterna, por viva que sea, no debe degenerar nunca en amistades particulares; porque la familiaridad excesiva, lejos de reforzar los lazos del afecto, los destruye; en vez de conservar la caridad, la enfría. Debemos amarnos sobrenaturalmente, como indica nuestro Padre con estas palabras: «Amemos a los hermanos con amor casto». No permite que los monjes se llamen uno a otro meramente por su nombre, sino que se añada a éste un apelativo honorífico…

¿Querrá esto decir que no podemos amarnos, siquiera entre los miembros de la familia monástica? ¿Nos consideraremos como abstracciones unos a otros? No, en manera alguna; podemos amarnos real y profundamente, pero en Dios y por Dios; nuestro amor recíproco debe ser sobrenatural, y así será puro y de fuerza irresistible. Jesucristo, nuestro divino modelo, tenía sus amistades: amaba con afecto humano a su madre, a san Juan, a los amigos de Betania, Lázaro, Marta y María, a

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sus discípulos; ante la tumba de Lázaro no puede contener las lágrimas, tanto que, viéndolo los judíos, no pueden menos de exclamar: «Ved cuánto le amaba» (Jn 9, 36)…

También nosotros debemos amarnos sinceramente, con verdad, con ardor; pero ese amor debe provenir de Dios, depender de Dios y ordenarse a Dios.

3. LA PACIENCIALa segunda forma del buen celo es la paciencia recíproca: «Los

hermanes tolerarán pacientemente sus flaquezas físicas y morales». Nadie está exento de defectos; aun las almas que más sinceramente buscan a Dios, los más cercanos a Él, que son objeto de gracias particularísimas, tienen sus imperfecciones. «Dios les deja estas flaquezas –dice san Gregorio– para mantenerlas en la humildad»... Nuestros defectos pueden acaso agravarse por la educación, por hábitos viciosos, por las enfermedades que son el cortejo de la vejez; pueden dar lugar a naturales antipatías; a veces la sola vista de una persona es causa de aversión, de desagrado.

¿Cómo echar un velo sobre estas cosas? ¿Cómo impedir que se enfríe el corazón y aparezca el disgusto exteriormente? Sólo una caridad ardiente puede realizar el milagro de hacernos vencer a la naturaleza y amar a nuestros hermanos como son, hombres de carne y hueso.

¿No es así como Dios se porta con nosotros?... ¡De qué misericordiosa paciencia no dio muestras cuando éramos todavía sus enemigos «hijos de ira»! (Ef 2, 3)… Y ¡cuántas veces nos ha perdonado! ¡Con qué magnanimidad enteramente divina nos ha esperado, como el padre, del hijo pródigo, iluminándonos en las tinieblas, tolerando nuestras resistencias, abriéndonos los brazos en cuanto hemos vuelto a Él!

Nuestro Padre san Benito… El ideal más grato a su corazón y presentado como modelo al abad es el del buen Pastor. No siempre el abad se cuida de almas heroicas. Como el buen pastor... debe «odiar los vicios, pero amando a los hermanos» con un amor lleno de dulzura; porque «debe anteponer la misericordia a la justicia»… ¡Y qué condescendencia no muestra el Santo con los delincuentes! No se escandaliza ni se altera jamás..., acude a todos los medios para salvarlos, «para consolar al culpable, inquieto y turbado, para sostenerlo y que no sucumba por la excesiva tristeza»…; quiere que se franquee la puerta al fugitivo hasta tres veces, con tal que muestre sincero arrepentimiento… Podríamos decir que ninguna otra regla monástica exige a los que la practican una paciencia tan perfecta.

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¿De dónde proviene tanta paciencia del Corazón de Cristo? De su amor: ama a sus discípulos porque ve en ellos el núcleo de aquella Iglesia por la que venía a dar su sangre: «Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25); y porque los ama, los tolera en su compañía con infinita mansedumbre.

He aquí nuestro modelo: tengamos siempre los ojos fijos en Él, y, a su ejemplo, aprenderemos a ser mansos y humildes de corazón. En vez de escandalizarnos por los defectos del prójimo, veremos en cada uno de los hermanos todo cuanto de bueno y de noble puso Dios en él, y soportaremos de buen grado, con gran paciencia, todas sus imperfecciones de carácter, todas sus miserias físicas. Sabremos convivir con los hermanos; en la recreación, por ejemplo, por gravoso que se nos haga este ejercicio de la vida común, no nos dispensaremos de él con pretextos inútiles, antes bien, aportaremos a él un espíritu de cordialidad, que alegre a nuestros hermanos; es ésta una magnífica ocasión para que la caridad fraterna se exteriorice en todas sus formas. No consideraremos tampoco severamente las excepciones concedidas a otros; si nosotros no necesitamos esas dispensas, no por eso las juzgaremos como concesiones a la molicie, ni censuraremos a los superiores que las conceden en la mesa, en el trabajo, en las recreaciones.

«Tened –diremos con san Pablo– entrañas de misericordia, como elegidos de Dios que aspiran a la caridad y son amados del Señor; revestíos de benignidad, humildad, modestia, paciencia, tolerándoos recíprocamente» (Col 3, 12-13)... El que es humilde no se tiene a sí mismo por perfecto; no es exigente con los demás; no descubre las debilidades del prójimo para criticarlas con malignidad y dureza; no tiene aquel «celo amargo» que, naciendo en el alma del sentimiento de la propia perfección, se mantiene fácilmente imperioso e intransigente para con los demás. La paciencia es hija de la humildad, como el orgullo es frecuentemente causa de la impaciencia.

… «Esta caridad» humilde y paciente, que es «vínculo de perfección, será para nosotros fuente de dones celestiales, porque nos aporta con abundancia el «don por excelencia de nuestra común vocación, la paz de Cristo Jesús»...

4. PRONTITUD EN PRESTAR SERVICIOSAl respeto y a la paciencia, san Benito añade «la prontitud en

prestarse mutuos servicios», y desea que esto se haga hasta «con emulación...

Por supuesto, no se trata ahí de órdenes propiamente dichas, ni de peticiones contrarias a las prescripciones de los superiores; sino de

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aquellos pequeños servicios que se puedan necesitar; y en esto debemos obrar muy generosamente. Dios mira con complacencia al que se olvida de sí mismo por darse al prójimo, que es lo que desea san Benito: «Nadie busque su propia conveniencia, sino más bien la de los demás»... Pensar primeramente en el prójimo, en sus intereses, en su utilidad, en sus goces, más que en nosotros mismos, es una señal inequívoca de caridad, porque para obrar así, no una vez, sino diez veces y siempre, en todas las circunstancias y sin distinción de personas, es menester amar verdaderamente a Dios. Tal amor al prójimo exige un grado de abnegación que no es posible obtener confiando en nosotros mismos; tiene que venir de Dios… Una sola señal dejó el Señor para reconocer a los suyos: si nos tenemos amor unos a otros»…

La vida de los santos (benedictinos) está llena de detalles que comprueban esta doctrina…

Todos estos ejemplos de caridad demuestran lo importante que es ayudar a los hermanos, en la medida que lo permitan la obediencia a la Regla y a las órdenes de los superiores. Sirvámonos mutuamente de buen grado y gozosamente, pues «Dios ama al que da con alegría» (2Co 9, 7)...

Jesucristo no dejará, por otra parte, sin recompensa esta generosidad. ¿No dijo Él mismo que es origen de toda gracia y verdad: «Dad y se os dará»? (Lc 6, 38). El que da al prójimo recibe a su vez de Dios. Hay afinas que no progresan en el amor de Dios porque Dios se muestra avaro con ellas; y eso porque obran egoístamente, no queriendo darse a Jesucristo en sus miembros. No es siempre la falta de mortificación aflictiva lo que retarda el progreso interior de tantas almas; la verdadera causa es frecuentemente el egoísmo con que tratan a sus hermanos, el hacerse indiferentes ante sus necesidades y la aspereza que les muestran: «Seréis medidos con la misma medida que emplearéis para los otros» (Lc 6, 38).

Este es el secreto de la esterilidad espiritual de muchos: Dios deja aislados a aquellos que se rodean de preocupaciones para salvar su tranquilidad egoísta; los tales cerrándose al prójimo se cierran a Dios.

… Dios se compadece de nuestras miserias, a condición de que hagamos nosotros lo mismo con las necesidades y flaquezas de nuestros hermanos.

5. DIVERSAS FALTAS CONTRARIAS A LA CARIDADLas faltas de caridad son de dos clases.Las hay de debilidad, completamente involuntarias: malhumor o

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impaciencia, palabras desagradables, discusiones demasiado vivas. El santo Patriarca las llama «espinas de escándalos». Estos ligeros rozamientos «son frecuentes» (XIII), añade él, especialmente en comunidades algo numerosas. Tales faltas no son graves, porque generalmente son impremeditadas.

En tales ocasiones, cuando nos toque soportar estas actitudes molestas, no seamos susceptibles juzgando que se comete con nosotros un delito de lesa majestad, Si damos importancia a estos pequeños agravios, si pensamos continuamente en ellos, viviremos en continua turbación; mucho es ya tenerlos en consideración un solo instante. … perdonemos fácilmente estas pequeñas ofensas (recordarlo al rezar el Padrenuestro.

Las otras faltas contra la virtud de la caridad, que pueden, con el tiempo, llegar a convertirse en graves por tratarse de faltas deliberadas, son las frialdades consentidas, los resentimientos conservados en el corazón, una prolongada indiferencia, y otros aspectos del mal, que san Benito enumera, para combatirlos, entre los instrumentos de las buenas obras: «No dejarse llevar de la ira; no guardar rencor; no tener dolo en el corazón; no dar paz fingida». No es necesario insistir para mostrar el peligro de culpas tan contrarias al espíritu de Jesús. Recordemos solamente que paralizan al alma e impiden el progreso espiritual. ¿Y de dónde proviene la magnitud del daño que con ellas se infiere a sí mismo? De que el objeto de nuestra frialdad de nuestro resentimiento, es el mismo Jesucristo…

Cuando un alma falta de este modo a la caridad, al recibir en la comunión a Jesús, no puede decirle: «Jesús mío, os amo con todo el corazón»; sería mentira; porque no abraza en el mismo afecto a Jesucristo y a sus miembros; no acepta completamente el misterio de la Encarnación; se queda en la humanidad individual de Cristo y rechaza la prolongación espiritual de la Encarnación, que es el cuerpo místico de Jesús...

Por esto es tan agradable al Señor el alma que se acerca a Él en la comunión, dispuesta a amar generosamente a sus prójimos; la colma de magníficos dones, y le perdona las faltas y negligencias que comete contra las otras virtudes, por el ferviente amor que siente por los miembros de Cristo.

También nuestro bienaventurado Padre, al terminar la Regla, nos deja como testamento magníficas enseñanzas sobre el celo. Después de reglamentar detalladamente nuestra vida, resume toda su doctrina en este

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breve capítulo. Y ¿qué nos dice? ¿Nos recomendará acaso la oración, la contemplación, la mortificación? Sabemos que de ninguna de estas cosas se ha olvidado el santo Patriarca; pero antes de terminar su larga vida llena de experiencia, en el momento de finalizar el código monástico que contiene el secreto de la perfección, nos habla especialísimamente del amor mutuo. Animado del mismo ardiente deseo de Jesús en su último día, quiere vernos «sobresalir en el amor fraternal». Digno coronamiento de una Regla, que es un exacto reflejo del Evangelio.

6. EL CELO DEBE EXTENDERSE A TODA LA COMUNIDAD COLECTIVAMENTENuestro celo no debe limitarse a ejercerse con cada uno de los

hermanos personalmente, porque vivimos en una sociedad cenobítica y por tanto es necesario que se extienda a toda la comunidad corporativamente tomada. Debemos amar a esta comunidad, a la cual estamos ligados por el voto de estabilidad. Pero amar es querer el bien. Debemos, pues, desear y, en lo que de nosotros depende, promover el bien espiritual y también el material del monasterio, según los designios de la Providencia.

Podemos tener deberes especiales, por algún cargo confiado... Para ejercer este celo no hay límites, y puede exigir innumerables actos de abnegación, paciencia y sacrificio. Al cumplir exactamente dicha función debemos consagrarnos por entero, aunque absorba nuestra actividad y sea causa de muchas fatigas. No nos ilusionemos con el falso misticismo de dedicar a la oración el tiempo que reclaman las ocupaciones del cargo… No pensemos que sólo por la oración nos acercamos a Dios; vamos en su busca y lo encontramos cuando cumplimos bien las obras que nos impone la obediencia en favor de nuestros hermanos.

Pero, aun cuando de oficio no tuviéramos nada que hacer, no nos faltarían infinitos modos de ejercitar el celo con la comunidad. ¿Cómo manifestar este celo?

Ante todo debemos amar a nuestro monasterio con un amor ardiente y constante, tanto que no nos permitamos nunca proyectar sobre él, especialmente fuera de casa, la más pequeña sombra, descubriendo ciertas imperfecciones que son patrimonio obligado de la miseria humana…

Debemos, sobre todo, en el interior… evitar cuanto pueda ni remotamente, disminuir su fervor, amenguar su vigor espiritual y disminuir su irradiación sobrenatural; en una palabra, debemos guardar escrupulosamente cuanto se contiene en el código monástico…

Conviene ser severos en este punto; no nos permitamos jamás infringir la menor observancia, por insignificante que parezca. Guardemos

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cuidadosamente y por amor, las tradiciones, las costumbres que dan al monasterio fisonomía propia. Es la mejor forma de celo que podemos ejercer dentro del monasterio, y es también principio de nuestra perfección…

7. DIVERSOS ACTOS DE CELO PARA CON LAS ALMAS QUE VIVEN EN EL MUNDOPor naturaleza el celo es ardiente y tiende a difundirse. Del claustro

se propaga al exterior, en múltiples manifestaciones, que no podemos pasar en silencio, pues pertenecen a nuestra historia y son parte intangible e inalienable de nuestras más puras tradiciones.

8. ESTE SANTO CELO TIENE SU PRINCIPIO EN EL AMOR DE JESUCRISTO: «QUE EN MODO ALGUNO ANTEPONGAN NADA A CRISTO»

Es el mismo san Benito quien nos inculca esta doctrina fundamental, de que el verdadero celo nace del amor de Dios y de Cristo.

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