El Baul de La Tia Berta

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El baúl de la tía Berta

Catalina Gómez Parrado

El baúl de la tía Berta

Copyright © Catalina Gómez Parrado, Gandía, 2005Copyright Edición revisada © Catalina Gómez Parrado, Gandía, 2010

Autor, diseño y maquetación: Catalina Gómez Parrado

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Portada: fotomontaje de la autora, con la imagen titulada Chest full of Gold del autor urbandevill (Christophe Villedieu) –adquirida en iStockphoto– sobre fragmento del cuadro Dunes de Antonio Cazorla, con el permiso de ambos autores. Mil gracias a los dos por su ayuda y su generosidad.

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I.S.B.N.: 978-84-92580-57-6

Editor: Bubok Publishing, S.L.

Esta obra ha sido publicada por su autor mediante el sistema de publicación de BUBOK PUBLISHING, S.L. para su distribución y puesta a disposición del público bajo el sello editorial de BUBOK en la plataforma on line de esta editorial, www.bubok.es. BUBOK PUBLISHING, S.L. no se responsabiliza de los contenidos de esta obra, ni de su distribución fuera de su plataforma on line.

A mis chicos, Salva y Jorge: con ellos a mi lado no hay nada imposible.

A mi pequeño Pablo, que ha venido al mundo para completar el mío.

Todos los personajes, lugares y nombres de nego-cios y establecimientos aparecidos en esta novela y en sus cuentos y relatos breves, son ficticios. Cual-quier parecido con la realidad es –o al menos debe-ría ser– pura coincidencia.

En cambio, la anécdota contada por el personaje de Javier sobre La leyenda de la cita en Samarra, es real. A pesar de haber transcurrido tanto tiempo, nunca he podido olvidarla. No sé si fue la leyenda o la forma de contarla, pero fue en esa ocasión cuando descubrí la intensidad que puede llegar a tener un relato breve. Deseo enviar desde aquí mi más sincero agradecimiento al creador de esta leyenda, quienquiera que fuese. Sí, ya sé... Pero... ¿quién sabe?, tal vez esté leyendo esta novela en su desván...

C. G. P.

Í N D I C E 11. Conjuros, hechizos y filtros de amor .........................132. Revolviendo en el fango ............................................453. La llegada de Ana .....................................................594. La Nit Màgica ............................................................755. Entre risas y pucheros .............................................996. Noche de miedo ......................................................1237. Enfrentándose a los temores ..................................1778. La conspiración ......................................................1979. A la deriva ..............................................................227

10. Limpieza general ....................................................25111. Viento del norte ......................................................28512. Revelaciones ...........................................................29913. Emergiendo de las profundidades ...........................32314. El día que Prudencia olvidó su nombre ..................34115. La cosecha del viento ..............................................365

Í N D I C E 2Cuentos del baúl

-El secreto de la familia Lee .............................................111-En el pantano ...............................................................128-Presa fácil ....................................................................143-Medianoche en la casa de la viuda negra (Cuento gótico) . . .147-El romance de Francisco Ortega ......................................237-Un trabajo limpio ..........................................................264-Cuentos de sirenas (Cuentos encadenados):

-Por qué el mar es azul (La primera sirena) .................288-El secreto que conocen las sirenas ............................289-La playa de las sirenas (Cómo las islas consiguen su nombre) ........................290-La leyenda de Taína y Guamá ...................................291

-Alicia en el país de las pesadillas .....................................300-Y Malena se deshizo cantando un tango ...........................323-Cuento para Berta ........................................................326

1. Conjuros, hechizos y filtros de amor

Todavía no eran las diez. Berta desayunaba en casa de su amigo Pablo, aunque no fuera eso lo habitual. A pesar de ser vecinos del mismo viejo barrio en aquella pequeña ciudad mediterránea, no acostumbraban a verse tan pronto. Todos los días a las doce de la mañana hacían una escapada de sus respectivos negocios para tomarse un tentempié en el café La Salle –al que todos llamaban café La Sal–, pero aquel día Berta estaba demasiado impaciente para esperar al mediodía. Creía haber descu-bierto la solución a todos sus problemas en una revista femenina y necesitaba el consejo de su amigo para hallar la fórmula correcta. Pablo, que además de ser el mejor amigo de Berta era copropietario de su librería, se había tomado el asunto con jocosa paciencia y había dejado que ella le leyese el absurdo artículo de esa trivial revista desde las nueve de aquella mañana, aunque sin tomarse en serio sus cavilaciones y dando por supuesto que ella tampoco lo hacía. Acabado su desayuno, entraron en la trastienda de la herboristería de Pablo –situada bajo la vivienda– por la puerta que comunicaba la escalera con la planta baja y Pablo tomó algunas cajas para comenzar su rutina diaria. Berta entró tras él en la tienda sin dejar de leerle fragmentos de la revista. Un liviano sol matinal se filtraba ya por los escaparates de la herboristería. El verano recién estrenado se hacía notar a pesar de la hora temprana y el ambiente en la tienda era ya sofocante. Pablo dejó la puerta abierta y comenzó a reponer en las

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estanterías los artículos que faltaban.–Hierba de San Juan... ¿o será sagitaria? No... no...,

hierba de San Juan... sí, seguro... seguramente... –decía Berta–. Espera... espera que lo vuelva a consultar...

Pablo recorría los pasillos de su herboristería cargado de cajas y de paciencia, seguido de cerca por su amiga y socia, que no quitaba los ojos de la revista que iba consultando al tiempo que caminaba tras los pasos de su amigo, tirando sin querer algunos de los artículos que éste iba reponiendo en las estanterías.

–Mira por dónde andas, Berta, que me vas a destrozar la tienda –la regañó él con desgana, seguro de que no le iba a hacer el menor caso.

–¿Qué? ¡Oh, sí! Perdona... –repuso distraída al tiempo que recogía las cajas de sobres para infusión que había derribado–. Esto está un poco confuso, creo que se han equivocado.

–A ver... No, no, la equinácea está en su lugar y... ¡Ah, la revista! Pero Berta, ¿quieres hacerme el favor de levantar la vista de eso, al menos mientras caminas?

–Ya... ya... –repuso ella distraída mientras dejaba en su lugar la última caja de infusión que aún llevaba en la mano sin mirar dónde lo hacía, dejándola caer de nuevo al suelo.

–Anda, déjame a mí, que tú estás muy ocupada –su-girió Pablo con una ironía que Berta no apreció.

Berta se dirigió a la zona de cosmética natural, frente al mostrador, dejó en el suelo el enorme bolso que siem-pre llevaba consigo a todas partes y se sentó en la butaca reclinable, en donde las magistrales manos de Marta, la empleada de Pablo, solían aplicar tratamientos de belleza a las clientas. Un biombo de bambú la ocultaba parcial-mente de la vista, así que se inclinó hacia delante para seguir hablando con Pablo.

–A ver qué te parece a ti: Conjuro para atraer al hombre de tu vida: la noche anterior a la luna llena, coloca un cuenco de agua en el alféizar de tu ventana y deja que 14

el poderoso influjo de la luna actúe sobre ella hasta el amanecer. La noche siguiente, plenilunio, añade el agua a la bañera, enciende dos velas rojas junto a ella, y date un mágico baño mientras repites el nombre de la persona que deseas atraer, tantas veces como años tenga. Al terminar, apaga las velas de un solo soplido y guárdalas envueltas en el cajón con tu ropa interior hasta la siguiente luna llena. ¡Infalible!

Pablo, entre divertido y atónito, se había detenido para escuchar a su amiga. Entretanto, una clienta habitual de Pablo entró en la tienda y se dirigió al mostrador, sin que ninguno de los dos se percatara de su presencia.

–¿Pero tú te estás escuchando? ¡Berta, por favor! Tú eres una mujer inteligente, ¿cómo puedes creer en semejantes patrañas? Y tienes una respetable librería... Caótica, pero respetable. ¡Y te paseas por ahí leyendo... ¿cómo era?... “Chicas guays”!

–“Chicas de hoy” –corrigió ella, recostándose en la butaca, sin darle importancia–. ¡Ay!, no te pongas en plan profesor que no te va nada. Y no te metas con mi librería que en parte también es tuya... ¿Quién ha dicho que yo me lo crea? Lo que pasa es que, bueno, no se pierde nada con probar, ¿no? Y hasta puede ser divertido. Oye, ¿y tú qué pruebas tienes de que no funcione? ¿Acaso lo has probado y no te ha salido bien?

–Pues mira, sí –se burló Pablo–, pero como no sabía su edad le eché dieciocho a ver si colaba... ¿O será porque envolví las velas con los calzoncillos sucios...?

–¿Guardas los calzoncillos sucios en el cajón de la ropa interior? –interrumpió Berta con sorna.

Pablo estuvo a punto de responderle un disparate en el mismo tono, pero se detuvo a tiempo.

–Mira... no me hagas decir barbaridades a estas horas de la mañana...

La clienta, que había mantenido silencio hasta el momento con la esperanza de descubrir la verdad sobre

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el rumor que corría en el barrio acerca de aquéllos dos, carraspeó ante el cariz que tomaba la conversación. Pablo, azarado, se dirigió de inmediato hacia ella murmurando:

–De todas las herboristerías del mundo, ella tuvo que venir precisamente a la mía... No, no es a usted, doña Leonor, buenos días... Esto..., bueno, usted viene a por lo suyo, ¿verdad?

–Buenos días; sí, hijo, pero no hay prisa, no te molestes, tú sigue a lo tuyo y cuando puedas ya me atiendes –respondió la mujer, ladina.

Pablo suspiró y mantuvo su sonrisa más seductora. En una pequeña ciudad como aquélla y en un barrio antiguo –el de pescadores– donde muchas de las casas ahora pertenecían a extranjeros jubilados –la mayoría de los cuales, aunque encantadores, apenas hablaba español–, era comprensible que los viejos vecinos del barrio se aburriesen como ostras y se dedicasen a investigar con ahínco las vidas privadas de sus vecinos más jóvenes. Y en esa categoría no entraban los respec-tivos nietos, porque a ésos no había quien les siguiera la pista. Así que Pablo era consciente de que el honor les correspondía a Berta y a él, pues aunque ninguno de los dos fuera precisamente un niño, ambos habían estado en el punto de mira del barrio desde que Berta llegara a él hacía ya más de veinte años. No había buena vecina que se preciara de serlo que no tratara de averiguar si entre ellos había algo o no.

–No es molestia, doña Leonor, es mi trabajo –res-pondió Pablo con la mayor cortesía. Ya hacía tiempo que había decidido tomarse aquel “espionaje” con buen hu-mor–. Y para una buena clienta como usted, un placer además –añadió, zalamero–. Ahora mismo se lo traigo.

Berta, que seguía sin levantar los ojos de su revista, continuó hablando con Pablo, recostada en la butaca, como si nada les hubiese interrumpido:

–El problema es que hay otro que quizá sea mejor, 16

bueno, que se ajusta más a lo que yo... Vaya, te lo leo y me ayudas a decidirme.

Pablo, que salía de la trastienda con unas bolsas en la mano, le hizo gestos tratando de detenerla, pero Berta, ignorando la situación, comenzó a leer:

–Filtro para recuperar un amor perdido: coloca en una cazuela de barro un puñado de flores de la hierba de San Juan en medio litro de agua de lluvia.

–Berta...–Déjalo macerar durante toda la noche –aquí no

especifica si en noche de luna llena o no– y realiza después una cocción a fuego lento durante nueve minutos, a la que añadirás nueve gotas de agua de rosas. Cuela el contenido en un vaso en el que habrás metido algún objeto de la persona amada y otro tuyo, y vuelve a dejarlo reposar otra noche más. A la mañana siguiente mójate con unas gotas de la infusión a modo de perfume y sal en busca de tu amor. ¡Él no podrá resistirse a tus encantos! ¿Qué te parece éste? Un poco ingenuo, ¿verdad?

–Berta...–Después hay otro en el que tendría que hacerme un

saquito de tela roja y llenarlo con hojas de sagitaria y llevarlo en mi ropa interior, pero creo que no me apetece llevar hierbajos en las...

–¡Berta, para ya! No, no, doña Leonor, no se marche por favor que la atiendo de inmediato...

–No pasa nada, hijo, ya volveré después, que ahora estás ocupado –respondió la mujer encaminándose a la salida, mientras miraba a Berta con aprensión.

Al oír cerrarse la puerta, Berta dijo a su amigo:–Creo que ha entrado alguien. Atiéndele y luego

seguimos hablando.Pablo dejó caer las bolsas al suelo, crispado. Se llevó

las manos a las sienes, justo donde el cabello comenzaba a escasear, y reprendió a su amiga:

–Lo has vuelto a hacer. ¡No puedo creer que me hayas espantado otro cliente! Como sigas viniendo por aquí con

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tus locuras me vas a arruinar el negocio. Yo no voy a tu librería a espantarte a los clientes, ¿a que no?

Berta, sinceramente desconcertada, asomó la cabeza tras el biombo buscando con la mirada algún “cliente espantado”, pero no vio a nadie.

–¿De qué me estás hablando? ¿No había entrado alguien? Yo he oído abrirse la puerta claramente...

–La has oído cerrarse claramente cuando mi clienta se ha marchado –respondió él, fatigado.

–Ah, pero, ¿ya habías abierto? ¿Qué hora es?–Son las diez y cinco... ¿no deberías abrir tú

también? –sugirió Pablo con intención.–No, hoy abre Rubén. Oye, ¿y por qué se ha

marchado tu clienta? ¿Porque no la atendías? ¿Has puesto ya el aire acondicionado? Hace ya un calor a estas horas...

Pablo suspiró sonriendo y negando con la cabeza, y decidió dejarla por imposible y tomarse el asunto con ironía. Cayendo en la cuenta del tema de su conversación inicial, se acercó a su amiga para sonsacarla.

–¿Se puede saber a qué viene ese repentino interés por «conquistar amores imposibles»? –citó Pablo con mofa. Berta se puso a la defensiva con tanta brusquedad que alertó a su amigo.

–¿Qué?... No, si yo no tengo ningún interés. Es... un juego, eso, un juego... ¿Tú no has jugado nunca a los hechizos para hacer que alguien te quisiera y esas cosas?

–No, que yo recuerde. Como mucho al “me quiere, no me quiere” con una margarita. Y si lo he hecho, no tendría más de diez años. Yo era más de futbolín.

–Ya, pues es divertido y ya está, tampoco hay que darle más vueltas.

–¿No será...? ¿No habrás conocido a alguien...? –in-quirió él tratando de disimular su creciente inquietud.

–Yo conozco a mucha gente todos los días –respon-dió su amiga, enigmática

–Sí, pero, yo me refiero a alguien... que te guste –in-18

sistió Pablo bromeando, pero temiendo la respuestaBerta le miró un momento sin responder, mante-

niendo a su amigo en suspenso.–No digas tonterías –respondió al fin. Pablo respiró

ruidosamente y Berta le miró como si acabara de darse cuenta del color de sus ojos–. ¿Y a ti por qué te interesa tanto si alguien me gusta o no?

–Pues porque somos amigos, ¿no? –se apresuró él en responder–. ¿Por qué va a ser si no?

–Ya, bueno... De todas formas no me va a servir ninguno de estos hechizos o conjuros, o lo que sean. A mí no me interesa atraer al hombre de mi vida, ni recuperar un amor perdido, sino... ¡Claro! ¡Una mezcla de los dos...! –Berta se interrumpió al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta, pero ya era tarde.

–¿Cómo dices? –exclamó Pablo poniéndose serio de repente. Y comprendiendo por fin–: ¡Vamos, Berta, por favor! ¿No estarás pensando lo que creo que estás pen-sando? ¡Tú quieres... recuperar al hombre de tu vida...! ¿Es eso?

–Te vuelvo a repetir que esto es un juego –replicó ella con apatía, como si tratase de explicar por enésima vez algo muy sencillo a un niño pequeño.

Berta volvía a repasar la revista en busca del artículo que le interesaba aparentando desgana sin conseguirlo. Pablo realmente comenzaba a preocuparse. Cuando le habló de nuevo lo hizo con sumo tacto, como si temiese despertar a un sonámbulo.

–Berta, ¿tú te das cuenta de lo que estás haciendo? ¿Realmente te das cuenta de que él... de que Javier está...?

Berta le interrumpió como si no quisiera escuchar el resto de la frase.

–Pablo, me sorprendes, de verdad. Te estás tomando esto demasiado en serio, ¿no crees? Mira, aquí está lo que buscaba. Me tienes que preparar... Vamos a ver... Sí, hierba de San Juan... Flores, flores de la hierba de San

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Juan. Y agua de rosas. ¿Tendrás, no? Y hoy es perfecto, porque mañana hay luna llena, creo.

Pero Pablo la miraba circunspecto, sin responder.–Enséñame el bolso –le espetó.–¿Cómo dices?–Aún lo llevas ahí, ¿verdad? Tenía que haber hecho

esto mucho antes.–No sé de qué me estás hablando –replicó Berta

fingiendo sorpresa.–Sé que lo has llevado mucho tiempo después de que

él... pero ya han pasado casi dos años, Berta, ¡esto no es normal!

–¡Esto es increíble! ¿Ahora crees que estoy loca? Pues te aseguro que no soy la única que lee estas revistas...

Pablo seguía mirándola con gravedad y Berta rompió a reír y, para tranquilizar a su amigo, cogió su enorme bolso y se lo tendió.

–Anda, bobo, regístrame si así te quedas más tranquilo.

Pablo lo tomó, reacio, pero lo abrió y observó su inte-rior. Algo más relajado, se lo devolvió a su amiga. Ella le sonreía cuando lo recuperó.

–Bueno, ¿las tienes o no?–¿El qué?–¿El qué va a ser, hombre? ¡Las hierbas ésas!–No lo sé.–Mira que eres cabezota –Berta volvió a reír y añadió

enfatizando cada palabra–: ¡Pablo – sólo – es – un – juego! Si llego a saber que te lo ibas a tomar así, me voy a otra herboristería.

–Sí, como que en otra herboristería te iban a aguantar lo que yo te aguanto –se rió él a su vez–. Además, te lo voy a dar porque no te vendrá mal para los nervios... Cuando hagas esa infusión de hipérico, en vez de ponerla en la ventana, te la tomas y verás qué bien te sienta.

–Lo que quiero es hierba de San Juan –corrigió Berta.20

–Es lo mismo. –Bueno, como se llame. Ahora sí que tengo prisa, que

no me gusta dejar solo a Rubén demasiado rato. Se pone a leer novelas rosa y pierde la noción del espacio y del tiempo. Me lo traes luego, ¿vale?

–¿A la librería?–No, no, a la librería no. Mejor a casa. Sí, a casa, y

así te invito a un café.Berta se había apresurado tanto en corregirle que

Pablo sospechó de nuevo que algo no andaba bien, pero un cliente entró en la tienda antes de poder interrogar de nuevo a su amiga y ésta se marchó apresuradamente, tal vez –o eso le pareció a él– aprovechando la ocasión. Salió a la plazoleta y al llegar junto a la fuente se volvió para asegurarse de que su amigo no la observaba desde la puerta de su tienda. Abrió su bolso y lo vio allí, en el fondo, envuelto en un pañuelo del mismo color que el forro, y sonrió.

–Si no son capaces de ver un elefante en un arma-rio...

Ana se encontraba de pie en la cocina de su casa, retorciéndose los dedos nerviosamente, mientras murmu-raba el abecedario y abría una tras otra las puertas de los armarios, incapaz de encontrar lo que le habían mandado a buscar.

–Pero bueno, ¿lo encuentras o no? –le gritó su madre desde el comedor–. ¿Por qué habrá tenido Martina que tomarse el día libre precisamente hoy? Ana trató de apresurarse y, prescindiendo del abecedario, comenzó a revolver frenéticamente en los armarios, derribando sin querer el azucarero.

–¿Se puede saber qué estás haciendo? No, si aún tendré que ir yo... –la oyó gritar, y por el tono de su voz se le estaba acabando el tiempo.

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Cuando ya oía arrastrar la silla de su madre en el comedor, Ana encontró la caja de palillos, inexplica-blemente detrás de los tarros nuevos de mermelada. Exhaló el aire que había estado reteniendo en los pulmones y gritó hacia la puerta de la cocina:

–¡Lo encontré! No hace falta que vengas, ya lo he encontrado...

–¿Y a qué estás esperando? –oyó decir a su hermano Carlos–. ¿A que te den una medalla? Cada día está más embobada.

–Cada día que pasa se parece más a su padre –con-firmó su madre con desprecio, sin hacer ningún esfuerzo por evitar que la oyera.

Ana, ignorando sus insultos, se apresuró en recoger el azúcar derramado esforzándose por dejar la cocina impoluta, y corrió al comedor, en donde su madre y sus hermanos terminaban ya de desayunar. Ana dejó la caja de palillos sobre la mesa, delante de su hermano Carlos, y se sentó en su sitio esperando que el asunto quedase así zanjado, pero su madre no dejaba escapar ni una ocasión para amonestarla.

–A ver, ¿dónde lo estabas buscando?Ana tragó el bocado de magdalena que estaba masti-

cando y respondió en un susurro:–En la “p” de palillos...–En la “p” de pava –se burló su hermano Carlos.–Pues no, señorita: mondadientes –aleccionó su

madre recalcando mucho las palabras–. Su nombre correcto es mondadientes...

–Con “m” de mema –interrumpió de nuevo Carlos con sarcasmo, mientras se hurgaba los dientes.

Su madre le reprendió con la mirada, aunque no por la broma, sino por la interrupción.

–Que no se te olvide. Y ahora termina rapidito, que tu hermano y yo tenemos mucho que hacer esta mañana y no te quiero ver zanganeando por aquí. ¿Te han puesto tareas de verano o algo así en el colegio? Pues recoges la 22

mesa, te vas a tu habitación y las haces –y cambiando radicalmente el tono para dirigirse a Carlos–: Hijo, has terminado ya, ¿verdad? Anda, vamos al despacho y estaremos más tranquilos.

Aunque su hermano Juan se encontraba también sentado a la mesa del comedor, no había confusión posible: el tono de voz más cariñoso y el apelativo de “hijo” eran propiedad exclusiva de Carlos; siempre había sido así y era algo que todos tenían asumido, especial-mente el propio Carlos. Por algo había sido el pequeño de la casa durante años, aunque sólo hubiese nacido cinco minutos después que su hermano gemelo, Juan. Hasta que llegó Ana, sin que nadie la hubiese invitado, a usurparle el lugar que le correspondía. Y eso era algo que Carlos no iba a dejar que olvidase.

–Mala suerte, chica –le dijo su hermano Juan levantándose ya de la mesa.

Ésa era la respuesta de Juan para cada una de las ocasiones en que Carlos le había hecho la vida imposible a su hermana. Ana nunca había sabido si con eso se refería a las malas pasadas que tenía que aguantarle a su hermano o al hecho de haber nacido tarde. O tal vez a ambas cosas. Lo cierto era que la intervención de Juan, a pesar de ser su hermano mayor, se había limitado siempre a esa falsa compasión. Como si con esas pala-bras quedase todo explicado.

–La próxima vez irás tú a por los pa... a por los mondadientes –replicó Ana, pero Juan ya había salido del comedor.

A pesar de ser gemelos, costaba creer que aquéllos dos fuesen hermanos. Carlos era todo un ejecutivo: cabello rubio claro, casi albino, siempre impecablemente peinado hacia atrás; traje sastre intachable, sin una sola arruga; corbata incluso los domingos; gimnasio y sauna cada semana, el mismo día a la misma hora. Siempre perfecto, siempre ocupado, sus ojos azul sombrío –idén-ticos a los de su madre– siempre clavados en facturas y

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pedidos de la fábrica familiar, en la que trabajaba como gerente. Juan, por el contrario, jamás hacía hoy lo que podía dejar para mañana. Llevaba el cabello largo, siem-pre recogido en una cola de caballo, pero tan engominado que era difícil saber su color. Vestía siempre de negro, con pantalones estrechos y camiseta muy ceñida, incluso para ir al trabajo... al cual no solía acudir antes de las doce del mediodía. No había terminado sus estudios porque, según él, «no le llevaban a ninguna parte», así que había empezado su vida laboral con apenas diecinue-ve años y ya como director de personal de la empresa de su difunto abuelo, de la que su madre era la única heredera. Tenía siempre la cartera llena y una cita cada noche de la semana, normalmente con distintos nombres femeninos de su agenda del personal. Y todo eso antes de cumplir los veinticinco. Pero, aunque tan distintos en apariencia, ambos eran dignos herederos del espíritu Vilanova: «Para qué conseguir con esfuerzo aquello que puedes lograr fácilmente». No en vano, se decía que su difunto bisabuelo y antiguo propietario de la empresa familiar, Confecciones Vilanova, en realidad no era su fundador. Decían las malas lenguas que le robó la fábrica a su mejor amigo y socio después de la guerra, tras denunciarle a las autoridades por ser republicano. Pero aquello, como su nieta no se cansaba de repetir, tan sólo era un rumor malintencionado...

Carlos y su madre se encontraban en aquel momento en la habitación contigua, el despacho, ocupados con el asunto de los preparativos para la boda de éste, para la que faltaban tan sólo dos meses y medio. El chico se había tomado unos días libres con ese fin, aunque las cosas no estaban saliendo tan bien como él y su madre habían planeado. Para empezar, las invitaciones habían llegado con retraso y además con una terrible errata de imprenta:

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Las familias Berzosa-Vilanova y Arnau-Semper:Doña María Vilanova (viuda de Don Francisco Berzosa)

yDon Llorenç Arnau y Doña Roser Semper

se complacen en invitarles al enlace de sus hijos

y aquí venía el imperdonable error...

Carlos y Frígida

...en lugar de Brígida, y evidentemente la chica se negaba a aparecer como tal en su invitación de boda. Cuando se lo comunicaron por teléfono, el berrinche fue mayúsculo. La chica repetía entre sollozos que no dejaba de oír en su cabeza al sacerdote diciendo: «Carlos, ¿quieres a Frígida como esposa?...», cosa que espantaba igualmente a su futuro esposo, así que él y su madre debían devolver las quinientas sesenta y siete invitaciones a la imprenta y presionarles para que corrigiesen su error con la suficien-te antelación para ser enviadas, a ser posible, antes de la boda.

El ambiente en el despacho era, pues, un tanto tenso y no sólo por las invitaciones. Aquella boda era tan importante para Carlos como para su madre. Más aún, era crucial para los Vilanova en pleno, pues con su unión nacería un vínculo que convertiría el negocio familiar en un imperio: la fusión de Confecciones Vilanova con Industrias Arnau-Semper, uno de los fabricantes textiles más poderosos del norte de Cataluña. Por ello estaban tan obsesionados en que todo debía ser perfecto. Para impresionar a los Arnau y aunque la costumbre era que la familia de la novia organizase la boda, María se había ofrecido a encargarse ella de todo el evento, permitiendo a su futuro consuegro ocuparse tan sólo de sufragar el viaje de novios de los chicos. Y ahora nada podía fallar. María no lo iba a permitir.

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A pesar de aquella atmósfera de tensión, Ana fue testigo, una vez más, del poder de convicción de su hermano mayor incluso en las circunstancias más adversas. Ana oyó entrar a Juan en el despacho para pedirle dinero a su madre –como solía hacer antes de marcharse a trabajar– y a ésta reprocharle sin mucho entusiasmo –también como de costumbre– el que fuera incapaz de administrar su sueldo para que le llegase al menos a mediados de mes, ya que en casa no se le exigía contribución alguna. Pero al momento Juan la hizo reír con zalamerías, la cremallera del bolso de su madre se abrió y Ana supo de inmediato que su hermano había ganado la contienda, una vez más. Debía reconocer que Juan era un seductor irresistible, un verdadero encantador de serpientes. Tal vez debería aprender más de él. Al fin y al cabo no le iba nada mal en la vida. No, no estaría mal parecerse un poco a Juan. El mayor inconveniente era que Ana no era muy hábil en eso de la adulación, aunque tal vez sólo fuese cuestión de prác-tica... –¿Puedo ayudar? –preguntó Ana tímidamente a su madre y a su hermano Carlos. Aguardó la respuesta durante un minuto interminable, sintiéndose cada vez más insignificante.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó su madre al fin sin levantar la vista de la agenda telefónica, en donde buscaba el número de la imprenta–. ¿No te he dicho que te fueras a tu habitación?

Ana obedeció sin rechistar, escabulléndose del despacho sin hacer ruido. Cuando el ambiente era hostil sabía por experiencia que lo mejor era destacar lo menos posible. En eso Ana había llegado a ser una experta, hasta el punto de mimetizarse con el entorno como un verdadero camaleón. Había llegado a hacerlo tan bien que en caso de mudanza habría corrido serio peligro de ser confundida con el mobiliario. Al menos había aprendido una lección. Para dar coba hacen falta dos: uno que sepa 26

y otro que se deje. Y Ana se había dado cuenta de que ni servía para eso ni le apetecía lo más mínimo aprender. Que se quedase Juan con el papel de gorrón, a él le iba como anillo al dedo.

Entró finalmente en su habitación y, sin muchas ganas, sacó sus libros de repaso para el verano. Tres libros de lectura para literatura... ya los empezaría más adelante, le resultaba imposible concentrarse en la lectura en ese momento y debía prepararlos bien, pues el curso siguiente tendría sin duda a Jack el Destripador. Según le habían contado a Ana, le llamaban así porque se parecía más a un forense que a un profesor de literatura. «Diseccionemos este ejemplar...», acostumbraba a decir al analizar un texto, y era literalmente eso lo que hacía con él. Para cuando terminaba de despiezarlo, ni el mismo autor habría sido capaz de reconocerlo. Gramática... no estaría mal. Matemáticas... no, no se encontraba con fuerzas. Empezaría por gramática, pues. No tenía escritorio en su habitación y no se atrevía a bajar a estudiar a la cocina, como solía hacer, así que se sentó en la cama con la espalda apoyada en la almohada y abrió el libro de repaso sobre sus piernas. Al hacerlo, encontró una hoja doblada en la primera página. No recordaba haberla guardado allí, pero al desdoblarla su cara se iluminó con una sonrisa, por primera vez desde que comenzaran las vacaciones de verano. Eran las bases para un concurso del que les habían informado el último día de clase: un certamen literario que se celebraría en septiembre, al reanudarse el colegio. Debían escribir a máquina un relato de veinte folios a doble espacio por una sola cara en prosa, o de cinco folios en verso, de tema libre. Eso sí que le apetecía, escribir era algo que le gustaba mucho, aunque en casa debía hacerlo con cautela. Cerró el libro y lo utilizó como pupitre para apoyar los folios en blanco y comenzó a pensar en su relato. «Érase una vez una niña triste que vivía en una casa gris...», comenzó a escribir, pero lo rompió de

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inmediato. Demasiado arriesgado. Oyó sonar el teléfono en la habitación de su madre, al fondo del pasillo, y se quedó inmóvil, dudando si debía acudir o no a responder. Finalmente dejó de sonar –debían de haberlo cogido en el despacho– y Ana se volvió a concentrar en su historia. Una playa... Una playa vacía. No, una niña sentada en la playa. Tal vez una sirena en el mar. Sí, perfecto, una historia de sirenas...

Cuando más abstraída estaba componiendo el esbozo de su cuento, la puerta de su habitación se abrió de golpe y María entró como una exhalación, seguida de cerca por Carlos. Estaba aún más alterada que antes, sin duda a causa de la llamada telefónica.

–Empieza a hacer la maleta –ordenó a Ana sin más explicaciones mientras abría su armario y los cajones de sus mesitas–. Te vas fuera este verano.

Carlos se fijó en el papel que su hermana tenía sobre las rodillas. Ana estaba tan sorprendida que no pudo reaccionar a tiempo y antes de que lograra esconderlo, su hermano se lo había arrebatado de las manos. Lo leyó rápidamente y una sonrisa cruel se dibujó en su cara.

–Mira esto, mamá –dijo reprimiendo la risa.–¿El qué? –respondió ésta sin mucho humor,

comenzando a sacar ya la ropa de Ana de su armario.–Ésta, que nos ha salido escritora –se burló Carlos.Su madre tomó el folio que su hijo le tendía, lo leyó

también y preguntó con desprecio:–¿Qué es esto?Ana deseó que se la tragase la tierra. O mejor, que se

tragase a su hermano.–Un cuento. Es para el colegio –se apresuró a añadir,

por si eso servía de atenuante.–Ah, pero ¿tú tienes imaginación? –preguntó su

madre con crueldad.–Son deberes –respondió Ana con un hilo de voz

sintiendo cómo enrojecía hasta la raíz del pelo.–De eso nada –se apresuró Carlos en corregir al

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encontrar la hoja con las bases del concurso y mostrándosela a su madre. Ésta arqueó las cejas y entrecerró los ojos, como si la idea de ver a su hija participando en un concurso de literatura le resultase demasiado absurda para tenerla en cuenta siquiera.

–Berzosa tenía que ser –murmuró con desprecio–. La cabeza llena de pájaros.

–¿Y cuál es el premio? –se interesó repentinamente Carlos–. ¿Es en metálico?

Ana supo que no debería responder a eso, pero no le quedaba otro remedio.

–Una enciclopedia, diccionarios y una suscripción a la “Revista del lector”.

–¿Y todo eso para qué lo quieres?–Me vendría bien para estudiar –susurró Ana la-

mentando inmediatamente haberlo hecho.–¡Y dale! Ya tienes suficientes libros con los tuyos del

colegio y los de tus hermanos –su madre se refería a los maltratados libros de texto que en su día utilizaron sus hermanos para hacer caricaturas–. ¿Para qué necesitas más si no vas a seguir estudiando? No, mejor que no me respondas, esto ya está más que discutido y hoy no tengo la cabeza para tus delirios de grandeza. ¿Pero quién te habrás creído tú que eres más que tus hermanos? –excla-mó una vez más comenzando a elevar el tono–. Ninguno de los dos ha estudiado una carrera y los dos se ganan muy bien la vida, ¿no? Tu familia se ha molestado en crear un negocio para todos, ¿qué más necesitas? No, de eso nada, en cuanto acabes la enseñanza obligatoria te vas de cabeza a la fábrica. Allí aprenderás un oficio de provecho y así dejarás de perder el tiempo y empezarás a traer dinero a casa. Además, todo eso tú ya lo sabes de sobra, no sé por qué tienes que seguir insistiendo.

–No te alteres, mamá. Es una desagradecida. Pero la cuestión ahora es que espabile en hacer la maleta y deje libre la habitación para esta tarde. Los Arnau llegarán esta noche y los otros –Carlos pronunció “otros” de modo

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que sonara deliberadamente a “intrusos”– se presentarán aquí después de comer, a más tardar.

–Sí hijo, ya lo sé, pero tú no te preocupes por nada. Ya tienes bastantes nervios encima.

–¿A qué vendrá tu amiga ahora? ¡Y con su hijo! Ya sé que viene todos los veranos pero, ¿es que no sabe que este año tenemos invitados?

–¡Claro que lo sabe, pero si ya se lo he dicho!–Además, en agosto nos vamos a Gerona, no se

querrá venir también detrás, ¿verdad?–¡Ay, hijo, claro que no, eso ni hablar! Venga, deja ya

de preocuparte que de Pruden me encargo yo. Sé muy bien cómo manejarla.

–Lo que me preocupa es saber a qué viene tanto interés en que le presentes a los Arnau. Ya sabes que nunca me ha gustado demasiado tu amiga, mamá. Es una interesada.

–Vale, hijo, vale –le interrumpió su madre mirando de reojo a Ana, que no levantaba la vista de sus deberes–. Mejor seguimos hablando en el despacho. Además, me he dejado allí la agenda y habrá que buscar dónde colocar a ésta todo el verano.

Ambos salieron de la habitación y se dirigieron de nuevo al despacho mientras seguían hablando del tema. Ana se levantó de la cama de un salto y se asomó a la puerta con sigilo. La idea de marcharse de allí todo el verano la entusiasmaba, pero le inquietaba imaginar dónde pensaba enviarla su madre. No tenían más familia que su tía, con la que su madre no se había hablado desde el día de su boda, al menos que Ana supiera. Al pensar en su tía, Ana recordó de pronto la fotografía que encontró una vez revolviendo en los cajones del comedor. Abrió el pequeño armario empotrado en donde guardaba todo su material escolar, lugar asiduamente registrado por sus hermanos –por ese motivo nunca tuvo un diario–, y la encontró entre las páginas del viejo diccionario de francés, el guardián de sus secretos, junto a la carta que 30

jamás envió a Ricardo, su compañero de clase y amor platónico, al que ella llamaba Leonardo porque se parecía a su actor favorito. En la fotografía, tomada el día de la boda de sus padres, aparecían en primer plano su madre y su tía Berta. Su madre llevaba un recargado vestido de novia de un blanco deslumbrante y un velo también blanco cubriendo su cabello suelto. Estaba muy ma-quillada y lucía una sonrisa extraña, tan amplia que casi se convertía en una mueca. La tía Berta, en cambio, estaba tensa, casi daba la impresión de querer salir del encuadre. Se la veía muy jovencita y estaba realmente guapa. Llevaba un vestido azul oscuro que hacía resaltar su cabello rubio, pero en su rostro no había felicidad alguna. Su sonrisa era breve, con los labios apretados, y no se reflejaba en sus ojos azules, más claros que los de su hermana, y los más tristes que Ana había visto nunca. Lo que más destacaba en la fotografía era ese contraste entre la aplastante felicidad de su madre y la tristeza de su tía. Tal vez era tan sólo una mala fotografía tomada en un momento poco oportuno, o tal vez su tía estaba emocionada por la boda de su única hermana, pero Ana siempre presentía al mirarla que aquella fotografía contaba una historia mucho más profunda. Ella sabía, por las pocas veces que su madre la mencionaba y por el tono que empleaba al hacerlo, que su tía no era bien recibida en su casa. De hecho Ana nunca la había visto por allí, ni en cumpleaños ni en navidades. Ni siquiera vino a casa cuando el marido de su hermana murió. Claro que eso Ana no podía saberlo con seguridad, ya que su padre falleció meses antes de que ella naciese. Aunque en eso su madre se había tomado la revancha, pues tampoco fue junto a su hermana cuando murió el tío Javier, el marido de su tía, hacía unos dos años. Con esos antecedentes era más que improbable que su madre se rebajase a pedirle un favor a su hermana. Segura-mente la mandaría con alguna de sus amigas y eso era algo alarmante, pues ninguna de ellas era muy diferente

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a su madre. Sólo le quedaba esperar y ver qué le deparaba el destino. Mientras tanto, más le valdría que comenzase a hacer la maleta antes de que su madre o su hermano volviesen a su habitación.

Aquélla había sido una tarde tal vez excesivamente tranquila en la librería de Berta, pero ésta tenía otras cosas en qué pensar para inquietarse por ello. Al fin y al cabo estaban a mediados de junio, la oleada de turistas solía llegar en los meses siguientes; ya se preocuparía más adelante. Ahora era mejor aprovechar la situación y dejar que aquel día Rubén cerrase solo y así ella podría llegar antes a casa para elaborar su hechicería. Y de paso vería qué tal se las arreglaba el chico con un poco más de responsabilidad. Perfecto, decidido pues.

–¿Cerrar yo? Bueno... No sé... Vale, pero... En fin, que... –balbuceó Rubén turbado ante la propuesta de Berta, mientras se rascaba distraídamente el acné de la frente.

–¡Claro, si es muy fácil! Pero si me has visto hacerlo todos los días, hombre.

–Ya, sí, supongo que sí...–Mira –continuó explicando Berta a toda velocidad–,

pones ya el cartel de cerrado en la puerta y la dejas abierta todavía un rato. Yo acabo de anotar estos pedidos mientras tú das un vistazo a las librerías y pones un poco de orden. Luego cierras la puerta y vienes a ver cómo hago caja, y mañana la haces tú. No pongas esa cara, que es muy fácil. Además, mañana es miércoles y le toca venir a Pablo a pasar la contabilidad, así que si hay algún problema le preguntas a él. Luego yo me iré y tú das un último vistazo, echas el cierre y te vas. Así de sencillo. ¡Pero deja ya de rascarte la frente, hijo, que te estás haciendo una carnicería! Mañana mismo le pido algo a Pablo para tus granos...32

–Vale, si sólo es eso –aceptó Rubén algo más animado.

–¡Así me gusta, con decisión! A tu edad hay que lanzarse más en la vida, Rubén, comerse el mundo...

–Sí, eso, el mundo –replicó Rubén con toda la osadía de la que era capaz.

Veinte minutos más tarde Berta salió de la librería. Cruzó la calle, llena a esas horas de gente que deam-bulaba por el paseo marítimo deteniéndose parsimoniosa frente a los puestos de venta ambulante que empezaban a montarse, y se dirigió hacia el puerto. Allí se detuvo un momento, acariciando de forma inconsciente su bolso allí donde parecía más abultado.

–¿Vamos a casa o a la tienda de Pablo? –dudó Berta murmurando para sí–. Mejor a la tienda ¿verdad?, así recogemos el encargo y yo tendré más tranquilidad para preparar las cosas, sin Pablo metiendo las narices en mis asuntos.

Adoraba a Pablo, pero a veces era demasiado protector. Comprendía que se había acostumbrado a cuidar de ella, cosa que por otro lado no le había molestado en absoluto cuando se marchó de casa de sus padres siendo tan joven –¿Cuánto hacía de eso? ¿Más de veinte años ya?– pero no encontraba lógico que siguiera con la misma actitud cuando ella ya pasaba de los cuarenta. Sí, sin duda sería mejor continuar hacia el barrio de pescadores para dirigirse a la herboristería de Pablo. Tampoco tenía ganas de continuar con su conver-sación de esa mañana, pues mucho se temía que si volvían a hacerlo llegarían a discutir. Y lo último que quería Berta era distanciarse de Pablo. No le gustaba que husmease tanto en sus asuntos, pero reconocía que era una suerte tenerle a su lado, siempre animoso, siempre optimista. Se había acostumbrado tanto a él que para ella era su tabla de salvación, su punto de apoyo. De alguna manera, aunque pareciese una contradicción, no se sentiría tan independiente si no dependiera tanto de

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él. ¿O tal vez sí? Pero de cualquier modo no tenía ninguna intención de reflexionar sobre ello en ese mo-mento. Ya lo haría en otra ocasión. Pero sí, quizá había llegado el momento de ser independiente de verdad, aunque tampoco había ninguna prisa...

–¡Hola, Marta! –saludó entrando en la herboristería–. ¿Y el jefe?

–¿Qué jefe? ¡Ah! ¿Pablo? En la trastienda –respondió afable la empleada de su amigo–. ¿Quieres que le llame?

–No, no, no vengo a verle a él. Venía a recoger mi encargo. ¿Tú sabes si...?

–Lo tienes preparado. Aquí está. Para hacer la infusión, son dos cucharadas de postre en una taza de agua. Lo dejas hervir dos o tres minutos y luego reposar unos cinco minutos más. Lo cuelas y ya está. –Con un ademán detuvo a Berta, que ya abría su bolso–. No, no, ya sabes que aquí tu dinero no vale. En todo caso, ya arreglas tú eso con Pablo.

Berta se lo agradeció y se marchó apresuradamente, excusándose por no poder quedarse a charlar un ratito con ella, como solía hacer. Ya en la calle, Berta se sintió aliviada por haber podido cumplir su cometido sin la intromisión de Pablo. De camino a su casa, unas cuatro calles hacia el este, hacia la playa de las dunas, Berta reflexionaba sobre la envidia que le daba el que su amigo tuviese una empleada como Marta. Siempre que hablaba con ella no podía evitar compararla con Rubén, y el resultado era demoledor. Marta era algo mayor que Rubén, pero la diferencia no era de edad, sino de actitud. El carácter abierto y resuelto de la chica contrastaba con la acusada timidez de su empleado. No es que se quejase de Rubén, en realidad era un cielo de chico y sólo necesitaba un poco más de experiencia para ser un ayudante perfecto, pero le faltaba iniciativa. Cumplía las instrucciones al pie de la letra; no sólo eso, sino que so-lía tomar nota de las indicaciones de Berta –cosa que a ésta la sacaba de quicio–, y luego el resultado era siempre 34

impecable. Pero no tomaba decisiones por sí mismo y eso era lo que Berta echaba en falta y lo que Marta hacía constantemente; casi con demasiada frecuencia, se podría decir. A veces podría parecer que era ella la dueña del negocio y Pablo su empleado, a juzgar por las regañinas que solía dedicarle a su jefe cuando éste se dejaba artículos por guardar, o cuando no realizaba un pedido suficiente de algún producto, especialmente de la sección de belleza natural. Berta había presenciado alguna que otra vez una escena similar y le había sor-prendido la paciencia con que su amigo había aguantado el temporal. Casi daba en qué pensar la autoridad que Pablo le había concedido a la chica en tan poco tiempo, pues no haría más de seis o siete meses que había comenzado a trabajar en la herboristería. De no ser por lo bien que conocía a su amigo, diría que se había encaprichado de una veinteañera guapa y emprendedora. O casi mejor, ambiciosa, pues no parecía el tipo de persona que trabaja para otro el resto de su vida. O sería porque a Berta le pareció sospechoso que rompiese con su novio de toda la vida a las pocas semanas de empezar a trabajar para Pablo. Porque Pablo, la verdad, seguía tan guapo como cuando eran jóvenes... Vaya, que cualquier jovencita le podía encontrar atractivo... Sí, habría que vigilar a Marta más de cerca.

Hacia las ocho de la tarde, Ana se encontraba sentada en el sofá, viendo su concurso favorito con el volumen del televisor muy bajito para no molestar y para que no le impidiese escuchar la conversación entre su madre y Carlos en el despacho, contiguo al comedor. A esas horas todavía no habían encontrado a nadie con quien enviarla a pasar el verano y los nervios de su madre se encontraban en el nivel tres. Ana había logrado quitarse de en medio durante todo el día con gran habilidad, pero

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a esas alturas mucho se temía que acabaría pagando el pato si la operación Librarse de Ana no concluía con éxito. Después de todo, ella tenía tantas ganas de que eso fuera así como su familia, pero eso era algo que, por supuesto, no podía confesar o el castigo habría sido mucho peor que la “ley del silencio”. El que dejasen de hablarle y de mirarla, ignorándola durante días como si no existiese –período que variaba en proporción a la falta cometida–, no era lo peor que podía pasarle aquel verano, dadas las circunstancias; que la obligasen a quedarse con su familia al borde del delirio, más la futura familia política de Carlos, más la arpía de Prudencia, la amiga más íntima y odiada de su madre, eso sí que sería una condena. Ana tenía los dedos cruzados tratando de invocar a la diosa Fortuna, a su hada madrina o al ratoncito Pérez para que le diesen un poco de suerte, cuando sonó el timbre de la puerta y su madre le ordenó que fuese a abrir.

–¡Hola, hola, ya estamos aquí! –saludó Prudencia, tan melosa como siempre–. ¿Qué? ¿Estabais ya impacientes? Hija, había una cantidad de tráfico terrible en dirección a la costa. ¡Odio viajar en verano! ¡Pero qué mayor estás, niña! ¿Qué vas a cumplir? Doce, ¿no?

–Catorce –comenzó a responder Ana, pero Prudencia ya había entrado en su casa llamando a su amiga.

–Hola –saludó tímidamente Luis, el hijo mayor de Prudencia, que venía tras ella cargado con tantas maletas que parecía un porteador.

Ana se apresuró a ayudarle y entre los dos transportaron todo el equipaje al salón, donde su madre y su querida amiga ya se saludaban, besando cada una el aire que flotaba junto a las mejillas de la otra.

–¡Pero qué bien estás! –saludó Prudencia–. ¡Mejor que el verano pasado! Ya puedes cumplir años y años, que casi no los aparentas.

–¡Y tú menudo tipazo tienes, nena! ¡Por lo menos has perdido veinte quilos! ¿A que sí?36

–Bueno, mujer, no me sobraban tantos, pero sí que me cuido, sí. Si quieres te cuento el régimen que hago, que veo que te vendrá muy bien...

La hora siguiente continuó en el mismo tono de afecto corrosivo que siempre caracterizaba los encuentros entre las dos amigas. Mientras su madre se ocupaba de Prudencia, tratando de dar las mínimas respuestas posibles a la sospechosa curiosidad de su amiga sobre sus futuros consuegros, Carlos se devanaba los sesos en la habitación contigua buscando alojamiento estival para su hermana, sin conseguirlo. Pasadas las nueve de la noche se asomó a la puerta del despacho e hizo señas a su madre, dándose por vencido. Ésta se libró rápida-mente de su amiga sugiriéndole un baño en la piscina antes de cenar y acudió presurosa junto a su abatido hijo.

–Misión imposible. El que no está de vacaciones, está a punto de marcharse.

–Los buenos amigos siempre están ahí cuando más los necesitas –ironizó su madre.

–¡Pero necesitamos su habitación, mamá! ¿Dónde vamos a meter a “la Pruden” si no?

–Hijo mío, los nervios no justifican nunca la falta de educación –reprendió su madre con suavidad–. No te alteres, ya lo hemos previsto todo, ¿no?: los Arnau dormirán en mi habitación, tú y tu hermano en la habitación de Juan, las chicas Arnau en la tuya, yo dormiré en la de invitados, y Prudencia en la de Ana. Y el chico... no me acuerdo ahora de su nombre, tendrá que dormir en el sofá o en una colchoneta, ¡ya no me queda más sitio! –Y tomando una difícil determinación, añadió–: No te preocupes, tendremos esa habitación libre mañana mismo. Esta noche que duerma Ana conmigo, qué se le va a hacer. Pásame la agenda. Voy a llamar a Berta.

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–Vamos a ver, entonces hago la infusión... con agua del grifo, no me voy a esperar a que llueva. Luego la pongo en la ventana... no, le meto primero el objeto de él y el mío y esta noche la pongo en la ventana... eso es...

Berta consultaba la revista femenina, abierta sobre el mármol de la cocina por el artículo “Amor mágico: hechizos infalibles para recuperar a tu chico o encontrar al hombre de tu vida”, justo entre “Mascarilla de belleza instantánea” y “Test: 100 preguntas para averiguar si te es infiel”, pero ella recorría las líneas con un dedo impaciente, tratando de mezclar los dos hechizos que le habían parecido más adecuados –uno para atraer al hombre de su vida y otro para recuperar un amor perdido– y hallar el que ella necesitaba, el que le devolvería al amor de su vida, mientras las palabras de Pablo se enredaban con las frases del texto haciendo que éstas perdieran sentido. Leía y releía una y otra vez el artículo tratando de concentrarse, tratando de apartar de su cabeza las objeciones de su amigo y, sobre todo, tratando de acallar la pesada vocecita de su subconsciente que no cesaba de decirle que aquello era una pérdida de tiempo. Abandonó por un momento la revista y dio otro sorbo a su café helado, pero los cubitos de hielo se habían derretido por completo dejándolo menos frío y más aguado, así que lo dejó en el fregadero. A través de los visillos se colaban los retazos de la blanca luz que bañaba aún aquella tarde de mediados de junio y Berta dejó por un momento sus hechizos y se dedicó a mirar por la ventana de la cocina, que estaba situada en la planta baja y orientada hacia el este, de modo que desde allí se veía parte de la calle que pasaba frente a su puerta y un trocito del mar que bañaba la playa de las dunas, su favorita... y también la de Javier. Sus ojos se perdieron por un momento en aquel mar y su mente navegó por recuerdos de arena fresca, al anochecer, paseando descalza por la orilla de la playa, de la mano de Javier; y de esa misma arena envolviendo su cuerpo desnudo del 38

mismo modo que la envolvían las caricias de su amante, ocultos ambos entre las dunas salvajes de aquella playa poco frecuentada por los turistas. La añoranza de aquellas noches la sacudió como un escalofrío que penetró en su cuerpo hasta lo más profundo; pero antes de que le helase el corazón, Berta sacudió la cabeza para alejar aquellos pájaros negros y se obligó a huir de ellos con furia, a llenar su mente con cualquier otra cosa que ocupase aquel espantoso vacío que se negaba a sentir. Volvió ansiosa junto a la revista y rebuscó en los armarios de la cocina en busca de algún cazo –que nunca sabía dónde había guardado– tratando de llenar tanto su mente con pensamientos triviales que no cupiese nada más.

–Una taza de agua... o mejor dos, eso es. Y luego dos cucharadas de hierbas... no, cuatro. Claro, si son dos tazas serán cuatro cucharadas, pero... ¿con qué cuchara? Bueno, la sopera, mejor que sobre que no que falte...

Berta volvió la mirada hacia la mesa de la cocina, sobre la cual reposaba su bolso, y al fin logró concentrarse en lo que se traía entre manos. Al menos estaba haciendo algo útil. Ya estaba cansada de esperar a que él encontrase la manera de volver junto a ella. Ella lucharía por los dos, fuese como fuese... Porque, por más que le había asegurado a Pablo que sólo era un juego, Berta tenía la firme convicción de que aquello iba a funcionar, lo había presentido en cuanto había leído aquel artículo por casualidad y eso que ella nunca solía hojear ese tipo de revistas. Había sido el destino, no cabía duda. Y no lo iba a dejar pasar. El agua comenzaba a hervir. Berta echó las cucharadas de hipérico y aguardó nueve minutos sin dejar de mirar el reloj. No solía ser tan cuidadosa, pero aquello iba a hacerlo bien. Apagó el fuego y cuando se disponía a colar la infusión, sonó el timbre de la puerta, haciendo que se le derramase el líquido sobre el mármol.

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–¡Mierda!... ¡Ya voy, ya voy! ¿Pero quién...? ¿A que es Pablo? Como sea él, lo mato...

–¡Hola, vecina! –saludó alegremente Pablo al entrar en la cocina, volviendo a sobresaltar a Berta–. Adivina: te has vuelto a dejar la llave en la puerta. Toma. ¿Qué, ya has terminado tus hechizos?

–Éste sí, ahora voy a probar otro para hacer desaparecer a los intrusos.

–Oye, que a mí me invitaste tú a un café, ¿no te acuerdas? Ya veo que no, pero me da igual. ¿Nos lo tomamos en la terraza? Se está muy bien allí a estas horas.

–Igual de bien que en la tuya –respondió Berta con sorna, pero Pablo ya había salido de la cocina.

Berta sonrió y comenzó a preparar los cafés. Aquella misma noche terminaría la pócima y al día siguiente se daría un baño mágico con ella. Podía tomarse un respiro. Después de todo, tomar un refresco con Pablo después del trabajo era ya una tradición que no quería romper. Aunque hoy había decidido mandarle a su casa prontito y quedarse un rato a solas con... bueno, a solas. Cuando la cafetera escupió la última gota, Berta sirvió los cafés en dos vasos con hielo, se colgó su bolso al hombro y subió con cuidado la escalera que conducía al primer piso. Pablo la esperaba ya sentado a la mesa de la terraza. Estaba más callado de lo habitual, mirando hacia la playa, como ausente. Berta puso un vaso delante de su amigo, otro a su izquierda, donde ella solía sentarse y colocó el bolso, como de costumbre, en la tercera silla, a la derecha de Pablo. Él bajó despacio la mirada y dio un trago a su café helado sin perder de vista el enorme bolso de su amiga. Luego se acercó el cenicero que Berta dejaba sobre la mesa sólo para él, encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo antes de hablar.

–Añoro los domingos, cuando comíamos los tres en la playa y luego veníamos a echar una partida de cartas aquí, en esta terraza. ¿Tú no?40

Berta fingió no haberle oído y siguió tomando su café, impasible, aunque aquella confidencia y la sincera nostalgia en la voz de Pablo, la habían cogido por sorpresa.

–Alguna vez tendrás que empezar a hablar de él.–Y tú alguna vez tendrás que dejar ese cochino vicio

definitivamente –respondió Berta señalando con la cabeza su cigarrillo.

–Sí, pero yo al menos lo intento. Berta suspiró y le respondió como si cada palabra le

pesara en la garganta.–Pablo, ¿de verdad te apetece volver a discutir otra

vez sobre el mismo tema? –Claro que no, disculpa. Oye, sobre ese hechizo, o

conjuro, o como se llame lo que piensas hacer...–¿Qué, Pablo? –preguntó Berta con desgana,

poniéndose a la defensiva.–Si sale bien dile a Javi que se pase a hacerme una

visita.Berta, que en ese momento se llevaba el vaso a los

labios, detuvo en seco el ademán, boquiabierta.–No me mires así. Tú no eres la única que le echa de

menos –replicó Pablo con el mismo tono melancólico de antes.

En ese momento sonó el teléfono en el salón y Berta acudió a la llamada, no sin antes hacerle un gesto a su amigo que quería decir: «No te muevas de ahí». Pablo volvió de nuevo la mirada hacia el bolso de Berta, levantó su vaso en alto y murmuró:

–Por ti, amigo mío.Berta pasó de la terraza al salón y descolgó el

auricular:–¿Dígame?–Muy bien, lo has conseguido. Te ha costado trece

años, pero te vas a salir con la tuya –le respondió una voz áspera desde el otro lado de la línea.

–¿Quién...? ¡María!...41

–La misma. No tengo tiempo para saludos, así que escucha con atención...

Pablo seguía en la terraza apurando su cigarrillo y contemplando la playa, salpicada aún de bañistas rezagados que se negaban a admitir que el sol estaba a punto de retirarse y con él otro día más de sus vacaciones. Ya había terminado su café cuando Berta regresó del salón, ensimismada. Se dejó caer en su silla, con la mirada perdida en el infinito.

–Berta, ¿qué te pasa, te encuentras bien? ¿Quién era?

–No te lo vas a creer... –respondió ella, aún abstraída.–Pero, ¿quién era? ¿Qué te ha dicho? –Es que no te lo vas a creer, de verdad.–¡Berta, deja ya de repetir lo mismo, que me estás

poniendo nervioso!Berta cerró los ojos, respiró hondo y miró fijamente a

su amigo antes de responder rápidamente, de un tirón.–Era María. Va a venir aquí, mañana. Y me va a

traer a Ana para que se quede conmigo todo el verano. ¿Qué, contento?

Ahora era Pablo el que se había quedado boquiabierto. Instintivamente encendió otro cigarrillo.

–Imposible –exclamó aturdido.–Ya te dije que no te lo ibas a creer.–¿Y qué le has dicho?–Yo nada, a mí no me ha dejado hablar, como

siempre. Se ha limitado a comunicarme su decisión y a dejar claras sus condiciones.

–¿Qué condiciones?–No pensarás que me iba a traer a mi sobrina sin

más después de tantos años negándose a dejar que la conociera, ¿verdad? Estoy a prueba. Me ha prohibido terminantemente mencionarle cualquier cosa relacionada con su padre. Y eso también va por ti, así me lo ha dicho. Si lo hacemos, no volveremos a verla jamás.

–Suena como el rescate por un secuestro.42

–Desde luego no suena como alguien que está pidiendo un favor –Pablo la interrogó con la mirada–. Necesita cualquier sitio donde Ana pueda quedarse durante el verano; no me ha dicho el motivo, pero sí ha dejado muy claro que yo era su última opción.

Pablo, aún impresionado, le preguntó:–Esa infusión que estabas haciendo antes, ya estará

fría, ¿verdad?–Sí, ¿por qué?–Porque nos vendría bien a los dos. Para los nervios,

ya sabes. Si te hace falta para tus hechizos, luego haces más.

Berta resopló. En aquel momento no tenía el ánimo para hechizos. Aunque para enfrentarse a María no le vendría nada mal un poco de magia negra.

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2. Revolviendo en el fango

Ningún pensamiento. Fuera emociones. Tan sólo dejar que el agua se deslizase desde su cabeza hasta sus pies, llevándose toda inquietud por el desagüe. Pero aquel día no funcionaba. No después de la llamada de María. Así que Berta cerró la ducha, se puso un pijama corto y salió del baño. Recordó de pronto que los vasos en donde Pablo y ella se habían tomado los cafés debían de seguir en la mesa de la terraza, así que se dirigió hacia allí para recogerlos y bajarlos a la cocina. Pobre Pablo, se había marchado realmente preocupado. Le había costado mucho convencerle de que se encontraba bien y podía dejarla sola. Si en algún momento había pensado “independizarse” de él, debía de estar loca. Era estupendo tenerle siempre a su lado, en los momentos buenos y en los malos, y así quería que continuase. Realmente Berta ya no se imaginaba su vida sin él... Pero al salir a la terraza se quedó tan asombrada por lo que vio allí que sus pensamientos se interrumpieron súbitamente: había dejado olvidado a Javier en la silla de la terraza. Jamás le había ocurrido algo así desde que él... desde hacía un año y diez meses... ¿o eran once? Daba igual. Siempre había llevado el bolso con ella fuera adonde fuese. Bueno, había una explicación. La llamada de María la había trastornado un poco y la conversación con Pablo... tantos recuerdos agolpándose en su mente al mismo tiempo. En fin, no le volvería a pasar. Se colgó su bolso del hombro, cogió los vasos y el cenicero y bajó a la cocina. Ya eran más de las diez y, aunque no tenía mucho apetito, se

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preparó una bandeja con un sándwich, algo de fruta y agua fresca y la llevó al comedor unido a la cocina. Se sentó en el sofá y encendió el televisor en busca de alguna película, lo único que le gustaba ver mientras comía. Estupendo, hacían Horizontes de grandeza, una de sus favoritas. Pero al cabo de media hora se dio cuenta de que no prestaba atención a la pantalla y tampoco a la bandeja con su cena, que seguía intacta. Lo único que ocupaba su mente eran todas las escenas de su vida pasada que había despertado aquella llamada de su hermana, como si hubiera sido la señal para abrir la caja de Pandora.

El silencio presidía la mesa aquella noche, como en cada cena en casa de los Vilanova. Berta sabía que estaba prohibido pronunciar palabra alguna hasta llegar a los postres, momento en que, de forma ritual, el señor Vilanova pedía por turno a sus hijas el informe del día, pero estaba tan nerviosa que le costaba trabajo mantener la compostura. Era consciente de estar comiendo dema-siado deprisa, aunque era un impulso incontrolado, tal vez por su deseo de acelerar aquella interminable cena para poder hacer a sus padres la petición más difícil de su vida. Y también era consciente de las duras miradas que le había dirigido su madre de reojo desde el inicio de la cena, momento en que Berta, desafortunadamente, se había precipitado a coger el pan antes de que su padre hubiese terminado de murmurar sus gracias al Señor, mientras todos menos ella permanecían con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. Pero había sido especialmente inoportuna cuando, sin saber qué hacer con el pan que tenía en la mano, había hecho ademán de cortarlo con el cuchillo en lugar de con la mano, falta que había sido inmediatamente amonestada en voz baja por su madre, con el mismo tono de desprecio que habría 46

empleado si Berta hubiese escupido sobre el crucifijo que presidía la pared sobre el aparador.

–No irás a clavar un cuchillo en el cuerpo de Nuestro Señor, ¿verdad, Berta?

Ésta había rectificado de inmediato sin añadir palabra –nunca había comprendido la diferencia moral entre cortarlo de una manera o de otra, si de todas formas iba a ser troceado y mojado en salsa–, aunque sabiendo que aquello contaría en su contra en el momento de hablar con su padre. Llegado el fin de la cena, Berta aguardó a que Serafina se hubiese retirado tras haber servido los postres y trató de serenarse antes de hablar, pues no quería que su voz sonase demasiado ansiosa. Pero antes de que tuviese tiempo de abrir la boca, se le heló la sangre en las venas al oír decir a su hermana con un tono falsamente casual:

–¿Sabíais que Berta tiene novio?–¿Cómo? –inquirió su padre, extrañado.Berta fulminó a su hermana con la mirada y trató de

sobreponerse antes de responder a su padre, pues era precisamente de eso de lo que quería hablar a sus padres aquella noche, pero María se le volvió a adelantar.

–¡Huy! Pero si son novios formales, ya hace meses que sale con él. Pensé que ya os lo habría dicho –res-pondió María fingiendo sorpresa.

–¿Cómo que novios formales? ¡Y desde hace meses! –exclamó su madre, sobresaltada.

–Berta, ¿no tienes nada que decir? –ordenó su padre.–Claro, supongo que no se habrá atrevido a deciros

nada, porque su novio es mucho mayor que ella –añadió María cruelmente.

–Sólo es cinco años mayor que yo –replicó Berta, comprendiendo de inmediato su error.

El rostro de su madre, habitualmente pálida, se había vuelto ceniciento.

–¿Estás saliendo con un hombre, Berta? –interrogó su madre, tan escandalizada que apenas podía pronunciar

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una palabra.A Berta se le aceleró el corazón y se le hizo un nudo

en el estómago. La conversación que tanto había ensayado a solas en su habitación se había ido al traste gracias a su hermana, y ahora no veía el modo de volver las aguas a su cauce. Si tan sólo aceptasen conocerle, si supieran cómo es, verían que la situación no era tan terrible...

–Responde a tu madre –advirtió su padre con severidad.

–Él... no es tan mayor... No es para tanto... no veo por qué os tenéis que poner así... –balbuceó Berta, empeorando las cosas.

–¡Pero tú la oyes, Sebastián! ¿Que no sabes por qué nos ponemos así, descarada?

–Pero, no, escuchad... mamá, papá... Él es un buen chico... Os gustará enseguida, de verdad...

–¿Cómo nos va a gustar un sinvergüenza que se está aprovechando de ti? Dime... ¡A saber las cosas que habréis estado haciendo los dos por ahí... como animales en celo!... No, si esto ya me lo veía yo venir. ¿Qué se puede esperar de... una hija del pecado? –espetó su madre pasando del gris al púrpura.

–¡No, no, si no ha habido pecado ni nada de eso!... Veréis, en realidad yo... esta noche yo quería pediros si él... si podía venir a cenar la semana que viene, en Nochebuena y así nos conocemos... le conocéis, quiero decir y...

–¡Sólo faltaría eso! –estalló horrorizada su madre–. Ese abusador en esta casa... ¡Y el día del Nacimiento de Nuestro Señor!

El padre de Berta la miraba sin pestañear, con sus ojos azul profundo fríos como el mar del Norte –al menos Berta siempre se lo había imaginado tan frío como esos ojos–, y cuando le habló lo hizo en un tono tan firme que no necesitó alzar la voz para que todos en la mesa quedasen en silencio.48

–Ese pederasta jamás entrará en esta casa, ni la semana que viene ni nunca. Y tú mañana mismo romperás con él y no volverás a verle más, ni volverás a mencionarle en nuestra presencia. ¿Lo has entendido?

–¡Pero él no es nada de eso! –protestó Berta al borde de las lágrimas–. Él me quiere y yo le quiero a él, y vamos en serio...

–¡Indecentes! ¡Fornicadores! –exclamó su madre casi al borde del paroxismo mientras retorcía su servilleta.

–¡Tú eres una menor y él un hombre con experiencia! –atajó su padre–. Lo que ese individuo es tiene otro nombre, que no diré delante de tu madre y de tu hermana. ¡Suerte tiene de que no le denuncie a la policía!

–¡Pero si me faltan pocos meses para ser mayor de edad!

–¡Obedecerás a tu padre y a tu madre! –estalló su padre, alzando la voz por primera vez esa noche–. Por muy mayor que seas, mientras vivas en esta casa harás lo que se te mande. Escúchame bien y no me hagas repetirlo más: no volverás a ver a ese hombre. Y ahora vete a tu habitación y coge tu rosario. Tu madre subirá enseguida para rezar contigo. Y mañana te acompañarán tu madre y tu hermana a la iglesia para que confieses... todo lo que hayas hecho.

–Sí, pero antes me lo contarás todo a mí –ordenó su madre, ya carmesí, secándose la frente con la servilleta–. Todo, sin dejar detalle.

La mente de Berta volvió por un momento a la pantalla del televisor, en donde Gregory Peck y Charlton Heston ya habían llegado a las manos. Apagó el televisor y bajó la mirada hacia su regazo, en donde descansaba la bandeja con la cena, que aún no había probado. Se obligó a comer una manzana y después llevó el resto de nuevo a la cocina. Ya era tarde y el día siguiente iba a ser

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agotador. Se había propuesto recoger un poco la casa antes de acostarse y preparar la habitación de Ana para darle una buena impresión, al menos el primer día, pero estaba demasiado cansada para ponerse a limpiar, así que decidió irse a la cama y dejarlo para la mañana siguiente. Después de todo no esperaba que llegasen hasta el mediodía, así que tendría tiempo de sobra para arreglar la casa y hasta para ir a la compra. Subió a su habitación, colgó su bolso en el perchero y se metió en la cama. Y aunque estaba tan cansada que su cuerpo le suplicaba reposo, su mente se empeñaba en llenarse de nuevo de voces y de imágenes pasadas, obligándola a dar vueltas y más vueltas en la cama, perseguida de cerca por sus fantasmas.

–¿Estás segura de que quieres hacerlo? Creo que nos estamos precipitando –le preguntó él visiblemente nervioso, dando otro trago a su bebida.

–Estoy muy segura. No hay otra forma.–Pero es que yo preferiría hacer las cosas bien, Berta.

Yo te quiero, no quiero meter la pata. ¿Por qué no me dejas ir a hablar con tu familia? Estoy seguro de que razonando con ellos entenderán que nos queremos y nos dejarán seguir juntos.

–No, ya lo hemos hablado. No quieren ni oír hablar de eso. Incluso tengo prohibido hablar de ti delante de ellos. Ni siquiera te abrirían la puerta. No, esto es lo que tenemos que hacer, lo sé. Son unos fanáticos religiosos. Si me quedo embarazada no tendrán más remedio que dejar que nos casemos. Y a ti te aceptarán como el padre de su nieto. Bueno, puede que no al principio, pero acabarán por aceptarlo.

–A mí siempre me verán como al tío que dejó embarazada a su niña.

Berta, insegura, dio también un largo sorbo a su 50

bebida, aunque ya empezaba a estar mareada.–¿Es que no quieres que nos casemos? ¿O te asusta

tener un hijo conmigo?–Berta, no... bueno, sí. ¡Claro que me asusta tener un

hijo! ¿A ti no? Pero estoy muy seguro de querer pasar contigo el resto de mi vida, Berta. Lo supe en cuanto te vi la primera vez.

–Cariño...–Es sólo que me gustaría hacer las cosas despacio,

paso a paso. Pero si tú crees que es la única manera de estar juntos, así lo haremos –cogió la mano de su novia, que temblaba–. Todo saldrá bien. Sólo quiero que sepas que si cambias de idea y no quieres llegar hasta el final, no pasa nada, podemos esperar. Puedo esperar.

–Te quiero.Berta y su novio continuaron bebiendo hasta apurar

sus vasos. Aunque ambos habían sobrepasado su límite, decidieron que necesitaban una copa más, así que el chico fue a la cocina a buscar refuerzos. Berta le esperó sentada en el único sofá que no estaba ocupado por parejas cariñosas y se dedicó a observar a su alrededor. El dueño de la casa era al parecer un aficionado a la taxidermia y a la dueña debían de encantarle las labores, pues por todas partes había animales disecados sobre tapetitos de ganchillo. Sin duda la casa de los padres de Prudencia, la mejor amiga de María, no era el lugar más romántico del mundo, desde luego no era el lugar que Berta habría elegido para su primera vez, pero tampoco había mucho donde elegir. Tras la prohibición de sus padres de volver a ver a su novio, Berta había estado más vigilada que un furgón blindado y las pocas veces que la habían dejado salir de casa, siempre había ido acompañada de su querida hermana, que disfrutaba de cada minuto que la veía sufrir. El único respiro que le habían concedido había sido acudir a la fiesta de Nochevieja que Prudencia iba a dar en su casa y eso sólo porque iba a estar bajo la custodia de María. Lo cual le

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llevaba a preguntarse por qué su hermanita se había mostrado tan repentinamente amable como para sugerir ella misma la idea a sus padres –y por cierto, no quería ni imaginar la cara que pondrían éstos si supieran que la fiesta iba a estar llena de chicos–; no tenía ni idea de qué era lo que maquinaba María, pero estaba segura de que no sería nada bueno para ella. Especialmente le inquietaba el motivo que podría tener para haber insistido tanto en que Berta trajese en secreto a su novio, cuando había sido ella la culpable de todo el desastre. «Para que veas que no lo hice con mala intención», le había dicho, y aunque Berta no la creyera había decidido aprovechar la ocasión para llevar a cabo su plan. En aquel momento en el centro del salón, despejado de los pesados muebles de la madre de Prudencia, las parejas bailaban la última balada de Mecano y Berta se preguntaba por qué su novio tardaba tanto. La respuesta le llegó al instante, pues le vio salir de la cocina cargado con dos vasos de plástico y una botella de cava y tratando de librarse de María, que le sujetaba por la camisa intentando... –no, no, eso no era posible– ¡besarle! El chico logró zafarse de ella y se dirigió hacia su novia, que le miraba boquiabierta.

–Creo que tu hermana se ha vuelto majareta. ¡Pero si me odia!

–Lo sé, lo he visto –respondió Berta, aún atónita.–No la he besado, te lo juro. No estoy tan borracho. Abrieron la botella y decidieron no dar más impor-

tancia al asunto, aunque Berta comenzaba a sospechar las intenciones de María y eso le ponía los pelos de punta. No sabía si se estaba volviendo paranoica, pero le pareció que su hermana y su amiga Pruden miraban en su dirección mientras se reían y cuchicheaban en el pasillo. Incluso creyó oír decir a su hermana: «De esta noche no pasa».

Terminada la botella hasta la última gota había llegado el momento de la verdad. El plan era que Berta se 52

encerrase unos minutos en el baño del pasillo mientras él se metía en una de las habitaciones –la de Pruden era la mejor, pues estaba al fondo de la casa, libre de miradas indiscretas– y la aguardase allí con la luz apagada para que nadie sospechase nada. Sí, un plan perfecto. Al menos lo era antes de que se hubiesen bebido la mitad del mueble-bar ellos solitos. Berta respiró hondo para darse ánimos y se levantó del sofá, pero sus piernas no la sostuvieron y volvió a caer sentada.

–¿Ya has vuelto? –preguntó el chico, extrañado, pro-nunciando con mucha dificultad.

–No me he ido, la habitación está girando.–A lo mejor es una “disco-móvil”.Ambos rompieron a reír de forma absurda. Cuando

lograron parar, el chico dijo en un arranque de caballe-rosidad:

–No temas, amor mío, yo iré primero.–¡Bravo, mi noble caballero!Pero el chico logró tan sólo inclinarse hacia delante lo

suficiente para apoyar las manos en el suelo y elevar el trasero unos centímetros del sofá.

–¿No te ibas a levantar tú primero? –dijo Berta.–¿Por qué? ¿No estoy de pie? –preguntó él a su vez.Su novia le agarró por la camisa y le sentó de nuevo

en el sofá. Luego miró a su alrededor, a las parejas que bailaban, a las que se magreaban en los sofás, a los que yacían borrachos por los rincones, y dijo:

–Oye, cariño, ¿de verdad crees que a todos estos les importa un pepino lo que hagamos tú y yo en la habita-ción?

–Pues, ahora que lo dices, no parecen muy preocu-pados, no.

–Ayúdame a levantarme y vamos a dejarnos de tonterías ya, ¿de acuerdo?

–Mejor yo te ayudo a ti y tú me ayudas a mí –pro-puso su novio.

–Vale. A la de tres.53

Al tercer intento lograron ponerse en pie y apoyán-dose el uno en el otro llegaron hasta el pasillo.

–No está la bruja Maruja –observó el chico.–Bueno, tampoco pensaba invitarla –respondió ella y

a los dos les volvió a entrar la risa floja.Avanzaban a trompicones por el pasillo, riéndose de

su incapacidad para caminar en línea recta, cuando una bocanada agria advirtió a Berta que el contenido de su estómago se empeñaba en desafiar a la ley de la gravedad.

–Pollo asado –murmuró ella a través de la mano con que tapaba su boca–. No recordaba lo que había cenado.

–¿Tienes hambre?Sólo oír mencionar la posibilidad de tomar más

alimentos le provocó otra arcada a Berta, que con dificultad pudo susurrar:

–Baño. Ahora.–¿Qué? ¡Oh!, sí... tranquila... está por aquí, creo...

aguanta, ya llegamos.En cuanto llegaron a la puerta, la chica se soltó de su

novio y se lanzó al interior del baño cerrando tras de sí, pues no le apetecía nada que el chico al que iba a entregar su virginidad en un acto de verdadero amor la viese con la cabeza metida en el retrete. No era precisa-mente ése el recuerdo que quería que él conservase de aquella noche.

–¿Estás bien, nena? –preguntó él ante la puerta cerrada al oír unos violentos estertores, sin obtener respuesta–. ¿Necesitas ayuda?

–¡No, no! –respondió ella en un breve respiro entre náuseas–. Sigue tú, yo iré en cuanto pueda.

–Como quieras –respondió el chico emprendiendo de nuevo la marcha, apoyándose en las paredes de aquel pasillo que se empeñaba en balancearse–. Intentaré llegar al camarote. ¡Narices, cómo se mueve este barco!

Berta agradeció quedarse sola en el baño sin tener que esforzarse por hablar, esperando tan sólo que en el 54

volcán de su estómago cesasen las erupciones. Al cabo de un momento, sin saber cuánto tiempo había pasado, Berta se encontró mirando al interior del inodoro, sujetando su cabello con una mano y con la otra apoyándose en la pared, y sintiendo cómo volvía poco a poco la calma. Sin atreverse a salir aún del baño, se sentó en el borde de la bañera y aguardó otro embate de su estómago que no llegó, así que se decidió a lavarse las manos y la boca y el primer sorbo de agua le supo a rayos. Abrió el armario del baño en busca de algún colutorio y lo encontró sobre una cenefa de ganchillo. Tomó un trago y se enjuagó la boca con él, fijándose sin querer en los objetos que la rodeaban. Una funda de ganchillo contenía los rollos de papel higiénico; una muñequita de ganchillo sujetaba entre sus manitas rosadas los cepillos de dientes; incluso la caja de pañuelos de papel había sido forrada de ganchillo. Berta se preguntó si el padre de Prudencia utilizaría condones de ganchillo y rompió a reír tragándose parte del colutorio. Escupió el resto y cerró el armario, enfrentándose al espejo de la puerta.

–¡Madre mía, los zombis existen!Se arregló el pelo con las manos y se palpó las ojeras,

planteándose buscar un poco de maquillaje de Prudencia, pero al momento desechó la idea. Al fin y al cabo, su novio iba a tener las luces apagadas, así que esperaba que no se diese cuenta de su cadavérico aspecto. Lo que sí le preocupaba era que el sabor de su boca fuese tan repugnante como ella notaba. Se puso un poco de pasta de dientes sobre el dedo índice y lo utilizó a modo de cepillo. Cuando hubo terminado se miró de nuevo en el espejo, directamente a los ojos, y respiró hondo.

–Bueno, ya está. Has llegado hasta aquí y no vas a echarte atrás. Ahora ve con él, ya le has hecho esperar demasiado. Y que la fuerza te acompañe.

Rió un poquito y luego volvió a suspirar. Se encontraba ya serena y después de aquella noche se

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prometió no volver a emborracharse jamás, aunque no estaba segura de poder cumplir esa promesa. Pero ahora, borracha o no, iba a cruzar esa puerta y entregarse al hombre de su vida, a su primer y definitivo amor. Y nada ni nadie podría interponerse ya entre ellos. ¿O tal vez sí? Por el momento, era la puerta la que se interponía, pues se negaba a abrirse. Berta la empujó con el hombro por si se había atascado, pero no cedió ni un milímetro. Volvió a probar girando al máximo el picaporte sin lograr ningún cambio. Trató de tranquilizarse y de pronto recordó un programa de televisión que había visto hacía mil años, en el que un gurú –o algo así– daba un extraño consejo de yoga, que funcionaba al menos para abrir los botes de conserva rebeldes: el truco consistía en respirar muy hondo tres veces seguidas, tratando de vaciar la mente de todo pensamiento y sintiendo cómo la fuerza de todo el cuerpo se trasladaba a la mano. Berta siguió todo el ritual esforzándose sinceramente en vaciar su mente del pánico que empezaba a sentir, y tras la tercera respiración, asió el tirador confiando en que éste cedería bajo el poder conjugado de todas las fuerzas cósmicas del universo catalizadas en su mente. Lo giró un poco más..., lo giró un poco más..., un poco más..., un poco mááááááás..., pero de nada sirvió.

–¡A la mierda el yoga! –exclamó.Y en ese momento dejó que todo su miedo y su rabia

se desahogasen con la puñetera puerta, aporreándola con manos y pies y pidiendo auxilio a gritos. Oía al otro lado el barullo de música y voces, incluso oyó a un idiota por el pasillo deseando «feliz Navidad para todos», pero nadie la escucho a ella. Desesperada, se dejó caer al suelo y se resignó a esperar a que alguien necesitase entrar en el baño, aunque sabía que había otros dos en la casa. Estaba segura de que más tarde, cuando todo hubiese pasado, su novio y ella se reirían de aquel incidente. Pero ahora, después de tanta indecisión, de tanto planear el momento, a las mismas puertas de conseguir su libertad, 56

maldita la gracia que le hacía. A las puertas. Quién le iba a decir que una puerta iba a tener más poder que toda su familia junta. Ni hablar. No iba a rendirse por una puerta, por muy atascada que estuviera.

–Te voy a hacer astillas –le dijo con resentimiento.Se levantó del suelo con determinación asesina, se

arrimó a la bañera todo lo que pudo y echó a correr con furia dispuesta a derribar la puerta de un empujón, al mejor estilo de Starsky y Hutch. Y cuál sería su sorpresa al notar, demasiado tarde, que la puerta se abría con docilidad y que la velocidad adquirida y no gastada en su objetivo la llevaba a caer de bruces en mitad del pasillo. Prudencia, apartándose para no ser arrollada, estalló en una risita impertinente y entró en el baño sin ayudarla. Berta, despeinada y sudorosa, se levantó del suelo, se compuso la ropa y lo que quedaba de su peinado y se marchó apresuradamente hacia el final del pasillo en busca de la habitación en la que su novio la esperaba, sin preocuparle ya si la miraban o no.

–No te vas a creer lo que me ha pasado –dijo en cuanto entró en la habitación.

–Tú sí que no vas a creer lo que me ha pasado a mí –respondió la voz soñolienta de María–. ¡Menudo semental este Francisco, quién lo iba a decir! Se nota que le hacías pasar hambre. Pero ahora que ha probado a una mujer ya no le apetecerá una cría.

Berta encendió la luz y entonces les vio. Ambos estaban desnudos en la cama de Prudencia. Él se despertó en ese momento y con voz pastosa le preguntó:

–¿Ya has llegado?–Tarde, por lo que veo –respondió Berta con un hilo

de voz.–¿Tarde? No, cariño, no es tarde, ven aquí...Berta quiso insultarle, quiso insultarles a los dos,

pero las palabras se le habían secado en la garganta. Se dio la vuelta y echó a correr. Tan sólo quería salir de aquella habitación y alejarse todo cuanto pudiera de

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ellos. En mitad del pasillo volvió a tropezar con Prudencia, que soltó de nuevo una risita.

–¡Cuidado, niña! Si no sabes beber, déjalo para los mayores.

Berta, sin pensar lo que hacía, le descargó una so-nora bofetada y echó a correr hacia la puerta de la calle. Salió a la oscuridad de la noche deseando no encontrarse con nadie, pero eso era difícil tratándose de una noche como aquélla. Comenzó a caminar sin saber adónde iba, cruzándose con borrachos con el pelo lleno de confeti que gritaban «¡feliz Año Nuevo!» a los cuatro vientos, y las lágrimas más amargas de su vida comenzaron a resbalar por sus mejillas.

Las tres de la madrugada. Berta se incorporó en la cama. Ya había renunciado a dormir aquella noche; en realidad no era eso lo que necesitaba. Quería sentirle cerca, notar su presencia y sólo había un lugar en la casa donde eso era posible cuando todo lo demás fallaba, cuando la realidad amenazaba con abrirse paso a dentelladas a través de sus sólidas fantasías. Él estaba en el desván, real y completo, estaba por todas partes allí donde Berta mirase, podía notar incluso su olor en el aire. Y era allí donde ella quería estar en aquel momento. Cogió su bolso y subió al desván. Estaba un poco descuidado, hacía días, tal vez semanas, que no había estado allí. Se sentó en la silla del escritorio, sacó del bolso la caja con filigranas de plata que llevaba siempre envuelta en un pañuelo del mismo color que el forro, y la colocó sobre la mesa.

–¡Hola, mi amor! Adivina quién viene a pasar el verano. Nuestra Ana. Sí, por fin la vamos a conocer...

Berta siguió hablándole a Javier hasta el alba, hasta que se quedó dormida con la cabeza apoyada en el escritorio, junto a él. Unos cuantos folios cayeron sobre la caja de plata, ocultándola parcialmente. 58

3. La llegada de Ana

–Levántate. Son las ocho –ordenó su madre con frialdad desde la puerta.

Aquel cálido despertar era el acostumbrado, pero a Ana aquel día no le importó. Con suerte pasarían meses antes de volver a escucharlo. Se levantó de un salto, se duchó y se vistió sin demora. No quería darle a su madre aquel día ningún motivo de queja. Mejor no tentar a la suerte. Incluso había hecho la cama de la habitación de invitados, en donde había dormido con su madre aquella noche, antes de acudir a la cocina. Le sorprendió encontrar allí a Martina preparando los desayunos para todos, pues aquél no era su trabajo. Sin duda su madre quería dar una buena impresión a los Arnau presentando a Martina como una doncella para todo en vez de una empleada de hogar por horas. Ana compadeció a la mujer, le esperaba un verano muy largo. Martina le caía muy bien. Era muy mayor, llevaba trabajando en la limpieza de la casa desde que Ana era un bebé. Hablaba poco, como ella, y existía una espontánea complicidad entre las dos que hacía que Ana sintiera que tenía a alguien de su parte, aunque sólo fuera durante cuatro horas al día. No era extraño que encontrase bajo su almohada magdalenas o pastelitos cuando la castigaban a no salir de su habitación. En aquel momento Martina se encontraba agobiada entre la tarea de preparar desa-yunos variados para diez personas, las constantes correc-ciones de doña María sobre su forma de cocinar, o sus

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instrucciones sobre el esmero con que debía servir la mesa a los señores, cosa que la mujer no había tenido que hacer en su vida. Ana se compadeció de ella y comenzó a ayudarla en la cocina, hasta que volvió a entrar su madre y la mandó al comedor, donde ya comenzaban a acudir los invitados más madrugadores.

–Martina, antes que nada me arregla usted el desastre que me ha hecho en el tendedero esta mañana. ¡Casi me da algo! ¡Y con la casa llena de invitados!

–Señora, hay dos lavadoras tendidas, no sé cuál es...–¡Que no sabe! ¿No le he dicho mil veces que quiero

con cada prenda las dos pinzas del mismo color? Con ese desorden no parece que la ropa esté limpia. Y cuando lo tenga todo dispuesto ya puede empezar a servir los desayunos en el comedor. Y traiga los palillos.

Antes de salir de la cocina tras los pasos de su madre, Ana se acercó a Martina con disimulo y le su-surró:

–Están en la “m”.La mujer se lo agradeció con una leve sonrisa, salió

de la cocina tras ellas y comenzó a realizar su trabajo con la mayor paciencia posible, aunque no fuera fácil contentar a tantas personas acostumbradas a que otros hicieran siempre el trabajo pesado por ellos. Ana intuyó a su pesar que probablemente Martina no se encontraría ya en la casa cuando ella volviese. Por otra parte, el desayuno fue de lo más entretenido. Los Arnau eran encantadores y no cesaban de elogiar a su futura familia política. Brígida, la novia de Carlos, a la que Ana ya conocía, se quejaba continuamente de todo cuanto había a su alrededor; para ella todo estaba “demasiado”: dema-siado frío, demasiado caliente, demasiado quemado, de-masiado crudo... Por otro lado, su hermana Margarida, sentada entre Carlos y Juan, parecía más ocupada en lo que ocurría debajo de la mesa, a juzgar por los gestos comprometidos de Juan y las miradas entre ambos. Lo que más sorprendió a Ana fue ver los mismos gestos en la 60

cara de su hermano Carlos... Prudencia, la adorable Prudencia, alababa a su madre «por haber sido capaz de alojar a tanta gente en una casa tan pequeña», mientras que su hijo Luis, sentado junto a Ana, dibujaba sin cesar en un pequeño cuaderno, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor. Ana curioseó lo que hacía y se sorprendió al ver los esbozos de un personaje de cómic dibujado con gran riqueza de detalles. Parecía un héroe futurista, un hombre musculoso embutido en un traje espacial tre-mendamente ajustado, que lucía una hermosa melena mecida por el viento, muy parecida a la de su autor. Ana susurró al chico que le gustaba mucho y éste se lo agradeció con una tímida sonrisa. Prudencia, al reparar en la ocupación de su hijo, le reprendió con un codazo y le mandó un mensaje mudo con un gesto de cabeza que parecía dirigirse a Margarida, sentada justo frente a él. El chico se encogió de hombros y enrojeció hasta las orejas.

–Vamos, hijo –musitó su madre–. Habla con ella. ¿Es que no te gusta?

–No sé, mamá. Bueno, lleva una ropa divina.Su madre puso los ojos en blanco y continuó desa-

yunando. María, dejando su servilleta sobre la mesa, se dirigió a sus invitados.

–Nos vais a perdonar, pero es que Ana y yo ya tenemos que marcharnos.

–¿Cómo? ¿Tan pronto? –preguntó Llorenç Arnau.–Sí, sí, tenemos un largo camino y no quiero pillar

ningún atasco. Ya sabéis cómo está el tráfico en verano. Pero no os preocupéis, mi hijo se ocupará estupenda-mente de vosotros y yo volveré hacia la hora de comer. Tenemos encargada una paella en el restaurante donde mejor la hacen de todo Alicante. Ya veréis, os vais a chupar los dedos.

–¿Es donde fuimos a comer el verano pasado? –se interesó Prudencia–. ¡Ay, sí, sí! Estaba buenísima. Mujer, aunque no estemos en el mismo Alicante, para ser un bar de pueblo no estaba nada mal. Pero para paellas de

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categoría, las que hacen en un restaurante que hay muy cerquita de mi casa. Yo no tengo nada contra los pueblos, pero a los locales de capital se les nota otro aire, otra clase. Si acaso tenéis tiempo este verano, estáis invitados a comer allí y a pasar unos días en mi chalet. Está en una urbanización en las afueras de Valencia, pero de lujo y es mucho más grande que éste, allí no estaríamos apretados. Sin compromiso, ¿eh? Os lo pensáis...

María tuvo que hacer un gran esfuerzo de autocontrol para no estrangular a su amiga al despedirse de ella. Ana se despidió también de todos hasta principios de septiembre, cuando volvería a casa para la boda de su hermano. Carlos las ayudó a cargar las maletas en el coche, momento que aprovechó su madre para encargarle que vigilase muy de cerca a Prudencia, pues cada vez le inquietaba más el motivo de su visita.

Berta entreabrió los ojos pesadamente durante cinco segundos antes de volverlos a cerrar. Aún sin salir del sueño se preguntó qué había sido ese ruido lejano que la había despertado. De alguna forma sabía que debería reconocerlo, pero ya no lo escuchaba y no lograba iden-tificar lo que había oído. Era como tratar de recordar una canción o el nombre del actor que salía en alguna película. Ahí estaba otra vez. ¿Por qué le sonaba tan familiar y, sobre todo, por qué intuía que era tan necesario que supiera de qué se trataba? Su mente se despejó un poco más al escucharlo por tercera vez, más insistente en esta ocasión, y se incorporó ligeramente levantando de nuevo los párpados. La bocina de un coche. Alguien en un coche tocando la bocina. Alguien en un coche tocando la bocina debajo de su casa. Estupendo. Algún imbécil tocando la bocina debajo de su casa a las... –miró su reloj– ¡doce de la mañana!

–¡Ay, mi madre! ¡Me he dormido! –exclamó levan-62

tándose de un brinco y asomándose a la buhardilla del desván–. No es posible. ¡Ay, mi madre, pero si ya están aquí!

Aturdida, miró a su alrededor buscando su bolso y lo halló a sus pies. Lo agarró y sin ponerse siquiera las zapatillas, echó a correr escaleras abajo sin dejar de repetir:

–¿Por qué hoy? Si yo nunca me duermo, ¿por qué precisamente hoy?

Mientras tanto, en la calle, María ya sacaba la maleta y los bultos del coche y los dejaba, sin muchos miramientos, junto a la puerta de la casa. Ana custodiaba el maletero abierto, como le habían ordenado, dudando entre permanecer en su puesto o ayudar a su madre a cargar paquetes, pero finalmente decidió no desobedecer una orden directa. Al fin y al cabo, a su madre le parecería mal tanto lo uno como lo otro... Sacó, eso sí, los últimos trastos y los puso en la acera, junto al coche, tropezando con su madre al agacharse.

–¡Pero mira que eres torpe! ¿No te he dicho que te quedaras ahí? Y esta mujer, ¿dónde se habrá metido? No ha cambiado nada, sigue siendo una irresponsable. Le dije bien claro que estaríamos aquí al mediodía y aquí estamos, puntuales. Pero, ¿y ella? Ya sabía yo que me iba a arrepentir de esto.

–Creo que ya baja. La he visto arriba, en una ventana –informó Ana con cautela.

–¿Ah, sí? Bueno, pues a ver si se digna a bajar, la marquesa...

María terminó de llevar las cosas junto a la puerta justo en el momento en que ésta se abrió y las dos her-manas se miraron un instante sin decir palabra. Ana permanecía aún junto al coche, un tanto cohibida. Se había sentido tan emocionada por la oportunidad de escapar de su casa, que no había sido consciente del he-cho de que iba a pasar varios meses en compañía de una completa desconocida.

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–No te quedes ahí como un pasmarote. Cierra el maletero y ven aquí de una vez –le reprendió su madre. Y añadió, asegurándose de que su hermana lo oía bien–: ¡Qué Berzosa eres!

Berta reaccionó como si la hubiesen despertado de una bofetada y sintió deseos de hacer lo propio con su hermana, pero todo el resentimiento se esfumó cuando observó a la muchacha que se acercaba despacio hacia ella. Era tal el parecido con su padre que por un momento le hizo recordar la primera vez que le vio, la primavera en que cumplió los diecisiete, cuando él la ayudó a entrar en la discoteca Roxana a pesar de no tener la edad, fingiendo ser su acompañante. La voz de María la sacó de sus pensamientos.

–Bueno, no voy a perder el tiempo en presentaciones. Ésta es tu tía Berta. Pasaré a buscarte en septiembre, ya te avisaré. Pórtate como es debido y no me hagas venir a por ti antes de hora, ¿entendido? –Y añadió dirigiéndose a su hermana y entregándole una hoja escrita–: Y tú, aquí tienes las instrucciones que te di por teléfono más una explicación de lo que Ana tiene permitido y lo que no. Es un recordatorio, para que ninguna de las dos olvide cómo comportarse. Y ahora me voy, que tengo prisa.

Subió al coche sin más y bajando la ventanilla le dijo a Ana con severidad:

–¿No te olvidas de algo?Durante unos angustiosos segundos Ana trató de

repasar mentalmente las cosas que había metido en la maleta, intentando averiguar qué era aquello tan importante que había olvidado, hasta que súbitamente comprendió su error. Se acercó a la ventanilla y depositó un beso en la fría mejilla de su madre. Ésta le dio una última advertencia:

–Que no tenga que arrepentirme de haberte traído.Ana negó con la cabeza y su madre arrancó el coche

y salió a toda prisa sin saludar siquiera con la mano. En 64

un instante dobló la esquina y se perdió de vista. Berta acudió junto a su sobrina y las dos se quedaron un mo-mento en silencio observando el lugar por donde había desaparecido el coche de María, como si temieran que cambiase de idea y apareciese de nuevo. Aunque estaban solas sentían una incómoda presencia a su alrededor, pero en un solo gesto y ante los atónitos ojos de Ana, Berta la iba a eliminar como quien disipa con la mano el humo de un cigarrillo: sin dejar de mirar hacia el final de la calle, rasgó el papel que llevaba en la mano hasta reducirlo a trocitos diminutos y los tiró después al contenedor de reciclado que había delante de su casa. Luego le sonrió y dijo:

–Vamos, tienes que conocer a Pablo.Ana no se movió del sitio y miró apurada a su tía, en

pijama en plena calle.–No tengas vergüenza, cariño, te va a caer fenomenal.–No es eso. Tu ropa...–¡Ah! Es verdad –reconoció Berta mirándose los pies–.

No llevo zapatillas. Vamos adentro y de paso me cambiaré. ¡Huy! Nos dejábamos las maletas...

Entre las dos subieron los bultos al primer piso y los dejaron en la que iba a ser la habitación de Ana. La encontró acogedora y luminosa aunque no tuvo tiempo de disfrutarla, pues su tía tiró de ella hacia su habitación para que pudiesen charlar mientras ella se vestía.

–Luego te ayudaré a deshacer tu maleta, ¿quieres?Ana asintió y se sentó en la cama mientras su tía

revolvía en su armario sin dejar de hablar. Ella la escuchaba en silencio, riendo un poquito algunas veces, tímida aún, aunque cada vez se sentía más a gusto. Miró a su alrededor y se alegró al comprobar que a su tía no le gustaban los muebles oscuros y clásicos, como a su madre. Allá donde miraba había luz. El suelo de toda la casa era de madera y Ana se preguntó si a su tía le importaría que caminase descalza. En la mesita de noche, junto a la cama, vio una fotografía enmarcada de

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su tía Berta acompañada por dos hombres. No parecía muy antigua, desde luego menos que la única foto que Ana había visto de ella, pero tampoco reciente, pues en ésta tenía un aire distinto, con el cabello más corto y oscuro que ahora. Pero la mayor diferencia no estaba en su aspecto, sino en su actitud. Se encontraba en el centro de la foto, flanqueada por aquellos dos hombres; ellos rodeaban sus hombros con un brazo mientras que ella les cogía a ambos por la cintura. Los tres sonreían y ella parecía la mujer más feliz del mundo. El hombre que estaba a su derecha era bastante guapo, con el cabello castaño ondulado y un poco largo. Estaba muy bronceado y tenía ojos pícaros y sonrisa contagiosa. Pero a Ana le llamó más la atención el otro hombre, le resultó extrañamente familiar. También era guapo, pero de una forma distinta, más sosegada. Su cabello era oscuro y sus ojos castaños, casi negros. «De color barro –habría dicho su madre–, como los tuyos». Y estaban llenos de ternura. Estaba claro que su tía tenía buen gusto.

Berta había terminado ya de cambiarse. Después de mucho rebuscar, había elegido un vestido ancho y largo con el que se sentía muy cómoda. Se dio la vuelta y disimuló bien su sobresalto al ver a Ana mirando aquella vieja foto y cayó en la cuenta de que no se le había ocurrido retirar ni una sola de las fotografías que llenaban la casa. Tal vez por la noche, cuando Ana durmiese. O tal vez podría dejarlas donde estaban y dejar que la niña descubriese las cosas por sí misma. No, si quería volver a verla sería mejor cumplir las normas de su hermana, por mucho que le repatease las entrañas. Aunque eso podría esperar un par de días...

–Bueno, lista. ¿Nos vamos?Su tía se colgó del hombro el bolso más grande que

Ana había visto nunca y las dos salieron de la casa y se dirigieron hacia la herboristería de Pablo, que estaba en el mismo barrio de pescadores a sólo cuatro calles hacia el oeste, según le explicó su tía. Por el camino se 66

cruzaron con multitud de veraneantes con bañador y colchoneta, que iban y venían de la playa. Ana miró un par de veces hacia atrás por encima de su hombro y su tía se dio cuenta de que miraba el mar.

–No te preocupes, tenemos todo el verano. Vas a ir a la playa hasta que te salgan escamas.

Ana rió un poquito y explicó tímidamente:–Ya. Es que hacía mucho que no lo veía. Como

vivimos tan lejos del mar...–¿Pues sabes qué podemos hacer? Después de ver a

Pablo tenemos que pasar por mi librería, a ver si todo va bien y todo eso, pero luego, si quieres, nos vamos a pasear por el puerto, que está enfrente de la tienda y comemos algo por allí. ¿Qué te parece?

–¡Genial! –exclamó Ana, a la que cada vez le costaba menos hablar–. ¿Tienes una librería?

–Sí, ¿no lo sabías?–Yo no sé nada de nada.–Pues no te preocupes, ya te irás enterando.Y charlando, sin darse cuenta, habían llegado a la

plazoleta de la fuente, en donde se encontraba la herboristería de Pablo. La tienda estaba situada en el bajo de una vieja casa un tanto destartalada, en donde, según le dijo Berta, vivía el mejor amigo que nadie podía tener. Berta se moría de ganas por presentarle a Pablo.

–Los dos teníamos tantas ganas de conocerte desde que naciste... Bueno, los tres. Javier sobre todo.

Y esto sorprendió mucho a Ana, pues que ella supiera nunca nadie había estado ansioso por conocerla. Y esto le hizo recordar que nunca le había dado las condolencias a su tía por la muerte del tío Javier, pero en aquel momento no supo cómo hacerlo y prefirió callar.

–¡Hola, Marta! –saludó Berta, eufórica–. ¿Y Pablo?–¿Pablo? –respondió Marta sonriendo también,

aunque a Ana le pareció que no estaba de muy buen hu-mor–. Pues no sé, parece que en tu tienda. Como aquí no hay bastante trabajo...

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–¿En la librería? ¡Ah, claro! Hoy es miércoles –excla-mó Berta recordando que los miércoles Pablo repasaba la contabilidad–. Sólo venía para presentarle a mi sobrina. Ésta es Ana –anunció su tía, orgullosa.

–Hola –saludó Ana tímidamente.–Hola. Qué mona –saludó Marta a su vez con poco

entusiasmo.–Bueno, pues nos vamos a la librería. ¿Quieres que te

lo mande para que te ayude a cerrar? –preguntó Berta comenzando a notar el malhumor de la chica.

–¿Ayudarme? No, gracias, yo no necesito ninguna ayuda. Pero si no te importa le recuerdas que hoy había inventario y que desde luego no lo pienso hacer yo sola.

–Vale, vale. No te preocupes, se lo diré.Y se marcharon en dirección a la librería comentando

la actitud de la chica. La librería de la tía Berta estaba en una zona más bulliciosa. Aun sin ser el centro comercial de la ciudad, era el punto más concurrido, pues por fuerza los transeúntes debían cruzar por esa calle para ir al paseo marítimo y a los restaurantes del puerto. A Ana le encantó el lugar, pues desde el mismo escaparate de la librería se podían ver las barcas de pesca que acudían a la lonja. Y olía a mar.

–¡Ya estamos aquí, no sufráis más! –anunció Berta al entrar.

Rubén y un par de viejos clientes de la tienda les sonrieron y desde el fondo de la librería llegó el saludo más efusivo.

–¡Ya están aquí las chicas más guapas! Ya podemos cerrar, Rubén... –bromeó Pablo.

Y Ana vio acercarse al mismo hombre que aparecía en la fotografía de la habitación de su tía. La misma sonrisa franca, los mismos ojos chispeantes, el mismo cabello ondulado y rebelde, aunque algo más escaso. Se detuvo ante ella sin dejar de sonreír, pero con los ojos llenos de nostalgia.

–Cómo te pareces a tu padre, puñetera. Yo soy Pablo 68

y no sabes el tiempo que hace que tenía ganas de hacer esto –dijo el hombre dándole un beso en cada mejilla.

–Hola, Pablo –saludó Ana ruborizada.–A ti si que hay alguien que tiene ganas de verte, pero

a cachitos.–¿A mí? ¿Quién?–Marta. Hemos pasado por la herboristería y está que

echa chispas porque le toca hacer el inventario y tú no estás.

–¡Me c…! ¡El inventario! ¿Era hoy? ¡Se me había olvidado por completo! –exclamó Pablo comenzando a inquietarse–. Será mejor que vaya enseguida...

–¿Cómo que te vas? ¡Si acabamos de llegar! –protestó su amiga.

–Sí, ya... pero es que... es preciso, tengo que ir –se excusó Pablo, nervioso.

–¿Y no puedes hacer inventario la semana que viene?–No, no, es que le dije a Marta que lo haríamos hoy...–¿Y qué? Oye, ya hace un tiempo que vengo notando

algo raro en esa chica. ¿Tienes algo que contarme?–¿Raro? ¿Contarte yo? ¿El qué?–Pues que se da unos aires un pelín intransigentes

contigo, ¿no te parece? Como si tuviera alguna autoridad sobre ti. Vamos, que no se sabe quién es el jefe y quién no.

–¿Marta? ¡Qué va, mujer, te lo imaginas! Lo que pasa es que es muy seria para el trabajo. Bueno, me voy ya. Nos veremos esta tarde, ¿no? Vale, entonces, hasta luego –dijo despidiéndose ya desde la puerta.

–Hasta la tarde. Y date prisa, a ver si te van a despedir –se burló su amiga, algo molesta. Y luego, llamando a Rubén–: Rubén, cariño, ven aquí que te presente a mi sobrina Ana. Se va a quedar con nosotros todo el verano.

–Hola, Ana –saludó el chico besándola levemente en las mejillas.

–A todo esto, ¿qué hora es?69

–La una y cuarto –anunció el chico.–Hale, pues empezamos a cerrar y nos vamos a

comer. ¿Te vienes, Rubén?–¿Yo? No, no, gracias. Mi madre ya tendrá la comida

hecha y se pone de los nervios si no la aviso con tiempo –se excusó el chico–. Pero gracias, ¿eh?

–De nada, hombre. Pero otro día te vienes con nosotras.

–Bien, vale –aceptó tímidamente.

Después de comer reposadamente en un restaurante del puerto, volvieron a la tienda. Hubo bastante trabajo aquella tarde y les vino muy bien la ayuda de Ana, que no se desenvolvía nada mal a pesar de ser su primer día. Jamás en su vida se había sentido integrada en ningún lugar, hasta ese momento. En aquel ambiente, rodeada de libros y de gente que los leía con calma y los manejaba como una mercancía frágil y valiosa, se encontraba a sus anchas. Nunca había estado en un lugar donde la gente apreciase la lectura tanto como ella y en aquel momento se dio cuenta de que ése era su lugar. Por primera vez supo lo que le hubiera gustado hacer en su vida de no haber nacido en la familia Vilanova. Pero su sino estaba marcado y sabía que eso era algo inamovible, aunque aún no se hubiera resignado a ello.

Al acabar la jornada, volvieron a casa, aunque antes pasaron por la tienda de Pablo para saludarle. La puerta estaba cerrada, excusándose por ello con un cartel que decía: «Cerrado por inventario. Disculpen las molestias». Berta le hizo señas a Marta para que les abriera, pero la chica se negó encogiéndose de hombros.

–¡Será...! ¡La muy...! –se indignó Berta–. Ahora sí que no tengo ninguna duda: ¡esa chica es una trepa!

Ya en casa, Ana y Berta se prepararon unos refrescos y subieron a la terraza, a tomarse un merecido descanso. 70

Aunque le esperaban, Pablo no apareció y la tía Berta comentó, visiblemente molesta, que seguramente Marta no le habría dejado ir. Después recordaron que la maleta de Ana seguía intacta sobre la cama y su tía la ayudó a deshacerla. Conforme iba sacando la ropa, y en vez de colgarla en el armario, Berta la miraba con el gesto fruncido, sin hablar. Pantalones gastados. Camisetas masculinas. Casi toda era ropa usada.

–¿Te gusta llevar ropa de chico?–La odio. Es la ropa usada de mis hermanos. Las

únicas prendas que he estrenado yo son las de los muestrarios pasados de la fábrica. Mi madre dice que teniendo todo eso que aún se puede llevar, para qué se va a gastar el dinero.

–¿Tus hermanos llevan ropa usada? –preguntó su tía muy seria.

–¿Carlos y Juan? ¡Ni locos! Nunca llevan nada dos temporadas seguidas. Por eso lo que me dan está bastante nuevo.

Berta no pidió más explicaciones. Salvo la ropa interior, guardó todo lo demás, sin doblar, de nuevo en la maleta.

–¿Qué haces? –preguntó Ana sobresaltada.–Mañana es jueves, ¿verdad? Pues nos vamos de

mercadillo. Y si ahí no encontramos nada, nos iremos de tiendas. Tú aquí no vas a llevar nada que no sea tuyo. Ni un pijama. Bueno, luego te presto yo uno mío, pero mañana me lo devuelves.

–No, tía, no hace falta, de verdad. Si no me importa –mintió Ana, arrepentida de haber criticado su ropa.

–Pues a mí sí, cariño. Aquí no vas a estar a la sombra de nadie. Y si yo pudiera... Bueno, vamos a preparar la cena.

Después de cenar, Ana se fue pronto a la cama. Estaba 71

exhausta después de un día tan completo. Pero se detuvo sobresaltada en la puerta de su habitación al captar el movimiento furtivo de una silueta al final del pasillo. Espió al intruso, que ahora permanecía inmóvil, sin atreverse a mover ella tampoco ni un solo músculo, hasta que reconoció su propia figura en la superficie de un espejo de cuerpo entero y se le escapó una risita de alivio. Miró hacia la puerta del salón, pero la tía Berta no había escuchado nada. Se acercó al final del pasillo y se preguntó por qué su tía habría puesto un espejo tan grande precisamente allí. Tenía un marco del mismo color que las puertas de la casa y parecía clavado a la pared, pues no cedió ni un centímetro cuando Ana trató de moverlo. Después de mirarlo un rato, decidió dejar para otro día el misterio del espejo y entró por fin en su cuarto. Tenía la extraña sensación de que algo no encajaba, pero estaba tan cansada que habría podido dormirse de pie. A pesar de estar en una habitación tan distinta y distante de la suya, no se sintió extraña en absoluto y se durmió enseguida. Estaba en casa.

Berta, en cambio, estaba demasiado emocionada para dormir. Aún no podía creer que Ana estuviese en la casa, durmiendo en la habitación de al lado. Se sentía confusa respecto a sus sentimientos. Era feliz porque al fin María le había permitido no sólo conocer a su sobrina, sino tenerla con ella todo el verano. Pero no estaba segura de que esa situación se fuese a repetir más. A pesar de sus promesas por teléfono, no confiaba en que María cumpliese su palabra si ella cumplía la suya respecto a sus normas. Y era precisamente eso, esas malditas normas, las que hacían que se le revolviese el estómago de rabia. Le había permitido conocer a Ana precisamente ahora que Javier no estaba. Antes no les había enviado ni una fotografía de la niña, ni había aceptado ni un solo regalo de todos los que ellos le habían enviado. Devolvía sin abrir cada carta que Javier le enviaba a Ana, incluso cambió de dirección para hacer 72

que le perdiesen la pista. Y ahora Ana estaba allí. Y Javier se lo estaba perdiendo.

–De eso nada –dijo Berta con decisión.Cogió su bolso y bajó las escaleras. La revista

femenina continuaba sobre el mármol de la cocina, donde ella la había dejado el día anterior. Volvió a releer los conjuros que había subrayado y preparó más infusión siguiendo al pie de la letra las instrucciones de la revista. Luego subió a su habitación y la colocó en el alféizar de su ventana, bajo el influjo de la luna llena. Colgó el bolso en el perchero y acariciándolo con ternura, le dijo:

–Mañana conocerás a tu hija. Te lo prometo.

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4. La Nit Màgica

–Despierta, dormilona, que ya es de día. Venga, perezosa, abre ya esos ojazos –le decía su tía, juguetona, haciéndole cosquillas.

–Buenos días –saludó Ana, sonriendo soñolienta.–Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz... –canturreó su

tía sentándose en la cama.–¿Hoy es mi cumpleaños? –preguntó la niña, confusa

aún.–Sí, señorita. Hoy es veintitrés de junio, ¿no?–¿Y tú... lo sabías?–Pues claro, eres mi sobrina favorita.–No tienes otra –bromeó Ana.–Pues por eso. Anda, levántate ya que hoy tenemos

mucho que hacer. El mercadillo lo han montado a las ocho; a ver si podemos estar allí a las diez, que es la mejor hora. Los turistas están en la playa y a esa hora aún no hace demasiado calor. Si vamos a partir de las doce, nos achicharraremos. ¡Ah! Y esta noche es la Nit Màgica. Iremos a la playa a ver las hogueras, ¿vale? Ya verás qué bonito lo hacen aquí. Bueno, me voy a la cocina a seguir preparando el desayuno. ¿Prefieres leche o zumo?

–Leche.–Vale. Estoy haciendo tostadas. No tardes, que frías

no valen nada.Berta salió de la habitación y Ana se quedó un

momento más en la cama, asimilando el comienzo tan 75

distinto de aquel nuevo día. Llena de energía, se levantó y comenzó a bajar las escaleras. Cuando se encontraba en mitad del segundo tramo, algo encajó en su mente como la pieza de un puzzle. Escaleras. ¡Claro! Eso era lo que le había extrañado el primer día. Cuando llegó con su madre vio a su tía asomada a una buhardilla, en el piso superior. Entonces, ¿dónde estaba esa habitación? ¿Y dónde estaba la escalera que conducía a ella? Entró en la cocina con la intención de preguntárselo a su tía pero cambió de opinión. En aquella casa parecía haber un misterio y Ana no podía imaginarse nada más emocio-nante para comenzar ese extraño verano que investigarlo en secreto. Al menos, hasta ese momento...

Cuando estaban terminando de desayunar sonó el teléfono en el piso superior y Berta se levantó de un salto.

–Seguro que es Pablo. Tengo que acordarme de poner un supletorio en este comedor –dijo corriendo escaleras arriba.

–O de comprarte un móvil –sugirió Ana.–¡Ni hablar! Los odio –le respondió su tía desde el

final de la escalera.Ana recogió la mesa y llevó las cosas a la cocina,

separada del comedor tan sólo por una estantería abierta que dejaba pasar la luz de la ventana. Fregó los vasos y guardó los paquetes de pan y magdalenas en los armarios de la cocina. Al abrirlos no pudo evitar sonreír aliviada al ver todo el abecedario mezclado en un delicioso caos. Definitivamente, adoraba esa casa.

–¿Ya lo has recogido todo? No tenías que hacerlo, cariño, ése es mi trabajo –protestó su tía al entrar en la cocina.

–No me importa, estoy acostumbrada.–Eres un sol –dijo su tía dándole un inesperado beso

en la mejilla–. Era Pablo. Sabía que llamaría. Se siente culpable por lo de ayer y para compensarnos se le ha ocurrido una idea fantástica: él irá por las mañanas a la librería y yo por las tardes, salvo los sábados, que hay 76

más trabajo. Así tendremos más tiempo para nosotras. Podríamos ir todos los días a la playa, si te apetece.

–¡Eso sería guay!–De acuerdo, pues. ¿Aún se dice guay? En mi época

se decía a todas horas. ¡Ah!, que no se me olvide. Pablo dice que pasemos esta mañana por la librería, que tiene una sorpresa para ti.

–¿Para mí? –preguntó Ana, extrañada–. ¿Qué sorpre-sa?

–No me lo ha querido decir. Pasamos ahora y luego nos vamos al mercadillo, ¿vale?

Pablo y Rubén las vieron llegar a través del escaparate y se prepararon. En cuanto Berta y Ana cruzaron la puerta, comenzaron a desafinar el “cumpleaños feliz” para Ana, Pablo con las manos a la espalda. Ana estaba emocionada, aunque cerró los ojos instintivamente cuando los dos cantantes llegaron a las notas más altas. Al terminar, todos los que estaban en la librería aplaudieron y Pablo y Rubén le dieron un par de besos cada uno, los del chico más leves. Pablo le entregó a Ana el paquete que escondía tras él.

–De parte de los dos –le dijo, incluyendo con un gesto a Rubén.

–Yo te lo he envuelto –añadió el chico, orgulloso de su trabajo.

Ana se fijó en la cinta de regalo de color rosa que envolvía el paquete. El chico había hecho una pequeña flor de la que colgaban tirabuzones de cinta, y se temió lo peor.

–Está precioso. Casi me da pena abrirlo.–Ni hablar. Arranca esa cursilada. Lo bueno está

dentro. Es broma, hombre –dijo Pablo dando al mucha-cho una palmada en la espalda que le hizo tambalear.

Ana destapó el regalo y se encontró con un libro 77

encuadernado en piel de color crema. En letras de oro se leía: “Alicia en el país de las maravillas” y “A través del espejo”. Lo abrió y se encontró a los personajes de Lewis Carrol correteando en unas deliciosas ilustraciones que acompañaban al texto. Ana acariciaba las páginas en silencio.

–¿Te gusta? –Yo quería regalarte uno de Belinda Casanova, pero a

Pablo le gustó más ése –protestó Rubén, refiriéndose a su autora favorita de novelas rosa.

–¡Sí, hombre, menuda mariconada! –exclamó Pablo y Rubén recibió el comentario encogiéndose de hombros.

–Éste es perfecto –dijo Ana sinceramente–. Gracias a los dos.

–¡Es una preciosidad! ¿Lo teníamos aquí?–Lo encontró Rubén ayer por la mañana ordenando

las estanterías del fondo. Enseguida pensamos en Ana.–Gracias a los dos –repitió Berta, conmovida.–Bueno, se acabó el recreo –bromeó Pablo–. Ahora a

volver al trabajo.–Nosotras nos vamos también, que tenemos que ir de

compras. Salimos esta noche, ¿no? A ver las hogueras y eso, ya sabes –y añadió con picardía–: ¿O tienes que pedir permiso?

–¿Permiso, yo? ¿A quién? –preguntó Pablo extrañado, acompañándolas hasta la puerta.

–Nada, nada. Cosas mías. Hasta la noche pues. ¿Pasas tú por casa?

–Claro.Antes de salir, Berta se detuvo y se volvió hacia

Pablo.–Gracias otra vez –le dijo mirándole a los ojos más

intensamente de lo que había pretendido.–De nada –respondió Pablo respondiendo a su mirada

y besándola de improviso en la mejilla.Se quedó un momento en la puerta, viéndolas

alejarse hacia la calle principal, y después entró en la 78

tienda de muy buen humor.

–Éste te quedaría genial –decía Berta poniéndole a Ana un vestido playero sobre los hombros–. Y éste también. Éste no estoy segura de que sea de tu talla... Da igual, pruébatelos todos.

–No sé... es que a mí no me sientan bien los vestidos ni las faldas. Estoy mejor con pantalones.

–¿Y eso quién te lo ha dicho? –Berta vio que su sobrina se encogía de hombros y bajaba la mirada–. Ya. No me lo digas. Déjame adivinarlo...

–Bueno, pero es la verdad.–Pruébatelos. Y si no te gustan, buscaremos sólo

pantalones. Pero de aquí no te vas sin haberte probado todos los vestidos y faldas que te apetezcan.

Ana le hizo caso a regañadientes y las dos entraron en el improvisado probador de aquel puesto del mercadillo. Estaba hecho con lona de toldo de color naranja y verde, y dentro la temperatura ascendía por lo menos cinco grados, pero tenía un espejo lo bastante grande para poder verse desde la cabeza a las rodillas. Ana se desvistió y su tía la ayudó a ponerse el primer vestido. Ana se horrorizó.

–Es verdad, es verdad. Éste no era de tu talla. Es igual, pruébate el segundo –dijo pasándole el vestido playero que le había enseñado antes.

Esta vez Ana sí que se sorprendió. El vestido le sentaba de maravilla. Le encantaban los colores y el estampado era muy divertido.

–¿Qué, te convences ahora? Conque no te sentaban bien, ¿eh?

Ana estuvo a punto de no probarse el último vestido, uno de punto muy ajustado de color blanco con unos tirantes muy finos que se cruzaban en la espalda, porque le parecía demasiado corto, pero su tía insistió. La chica

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obedeció finalmente y se quedó boquiabierta al ver su imagen en el espejo. Hasta ese momento no había descubierto su propio cuerpo, oculto siempre bajo enor-mes camisetas y pantalones masculinos. Le costaba creer que fuese suya aquella imagen que le devolvía una mirada atónita. Era como verse con ojos nuevos y por primera vez en su vida se gustó a sí misma. Su tía la miraba con la mano apoyada en los labios. Cuando habló, lo hizo muy seria.

–Cariño, a partir de hoy olvídate de todos los complejos y de todas las manías que te hayan metido en la cabeza y mírate con tus propios ojos. Verás qué distinta te ves.

Las dos se sonrieron a través del espejo y se pusieron de acuerdo con una sola mirada. Salieron corriendo del probador y comenzaron a rebuscar en todos los percheros, riendo como niñas. Al cabo de media hora, Berta le había comprado cinco vestidos, dos faldas, tres camisetas y un pantalón.

–Ahora te toca a ti –dijo Ana a su tía.–¿Yo? No, no, esto es tu regalo de cumpleaños. Yo me

arreglo muy bien con lo que tengo.–De eso nada. Si no te compras algo para ti, dejo toda

esta ropa donde estaba –advirtió Ana, obstinada.–Está bien, está bien, me compraré un par de

playeros, que me vendrán bien para ir y venir a la tienda –dijo escogiendo dos vestidos anchos y largos hasta los tobillos.

Pero Ana ya le había escogido dos vestidos ajustados, uno estampado con tirantes y otro de color negro y escote cubano.

–¡Eso no es para mí, cariño! Yo soy muy vieja para vestir así.

–Olvídate de todos los complejos y de todas las manías y pruébatelos –ordenó Ana.

–Vale, vale. Pero seguro que me vienen pequeños.Volvieron a entrar en el mismo probador, pero esta

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vez fue Berta la que se descubrió a sí misma. Llevaba casi dos años sin ponerse nada que la hiciera sentir femenina, ocultándose deliberadamente bajo ropa de mujer mayor, porque así era como se había sentido hasta entonces. Pero, a su pesar, desde hacía un tiempo había ido notando que algo cambiaba en su interior. Y ahora le gustaba aquella mujer del espejo y eso la aterraba. Recorrió con las manos desde su pecho a sus caderas y se sintió atractiva, aunque no estaba segura de querer sentirse así. Pero, pese a todo, decidió complacer a Ana y se compró aquellos vestidos con el firme propósito de no volver a ponérselos nunca.

Al terminar la jornada, Berta y Ana volvieron directa-mente a casa para descansar un rato y arreglarse para la fiesta de aquella noche. Se prepararon un bocado y se sentaron un rato en la terraza. Berta decidió aprovechar el momento para preparar su baño mágico, pues seguramente al volver a casa esa noche estaría demasiado cansada para hacerlo y no pensaba esperar a la siguiente luna llena, así que aprovechó que Ana estaba distraída para encerrarse en el cuarto de baño.

–Algo se me olvida... sé que me olvido de algo, pero no sé qué es –repetía Berta para sí mientras vertía el filtro mágico en la bañera–. ¿Velas? Sí, en la revista hablaban de encender velas, pero no tengo y no creo que tenga tanta importancia. No, no, es otra cosa... ¡Claro! ¡Pero seré...! Se me olvidaba lo más importante. ¡Cómo no! Cabeza hueca... Vamos a ver, hay que añadir los objetos personales, el suyo y el mío... Aquí está la chapa de Javier, siempre se la deja en el baño. Pero yo no llevo nada. ¿El reloj? No, no sé si es sumergible y mejor no lo compruebo, por si acaso. Bueno, pues habrá que buscar algo...

Berta salió sigilosamente hacia su habitación en 81

busca de cualquier cosa que pudiese meter en la bañera. Mientras tanto Ana, aún en la terraza, sintió de improviso la necesidad de eliminar los dos vasos de zumo de piña que se había tomado en la merienda, así que acudió a toda prisa al cuarto de baño. Al parecer su tía iba a bañarse antes de vestirse para la cena. Buena idea, después ella también se ducharía y puede que le pidiera a su tía un poco de su perfume. Le encantaba cómo olía a azahar. Justo antes de salir, le pareció ver un destello en el fondo de la bañera. Se asomó a ella y vio un colgante de oro. Seguramente se le habría caído a su tía. Sería mejor que lo sacara de allí antes de que ella quitase el tapón y se fuese por el desagüe. Ya había notado que era un poco despistada. Se sentó en el borde de la bañera y se agachó para cogerlo. Era una de esas chapas con el grupo sanguíneo y las iniciales grabadas, aunque Ana no las distinguía bien. Cuando casi lo tenía, se le resbaló entre los dedos y se agachó un poco más para alcanzarlo. Sólo un poco más. Ya casi estaba. ¡Ya era suyo! Y precisamente cuando iba a sacarlo, se le resbalaron las manos y cayó de cabeza. Su tía entró justo a tiempo para verla medio sumergida en la bañera con los pies pataleando fuera del agua y se llevó un susto mayúsculo.

–¡¡ANA!! ¡Cariño! ¿Estás bien? Pero, ¿qué haces ahí dentro, criatura? –dijo tirando de ella para sacarla de la bañera.

Ana escupió una bocanada de agua y tosió un poco antes de responder.

–Nada. Es que me apetecía bucear un rato –dijo absurdamente y las dos se echaron a reír.

–Anda, boquerón, menudo susto me has dado –rió secándola con una toalla.

–Lo siento, te he estropeado el baño –se disculpó Ana comenzando a sentirse ridícula–. Ahora te lo lleno otra vez.

Berta miró hacia la bañera por encima de su hombro. ¿Pero qué narices estaba haciendo? ¿Un baño mágico 82

para traerle de vuelta a casa? De pronto comprendió lo absurdas que habían sido sus pretensiones y hasta qué punto había sido extraño su comportamiento en los últimos días. Ahora no le extrañaba nada que Pablo se hubiese preocupado tanto. Ella también se habría preocupado de haber estado en su lugar.

–No, cariño, no te molestes. No era una buena idea. Mejor me ducho y termino antes. Aunque será mejor que empieces tú que estás empapada. –Y cambiando de tema, añadió–: ¿Ya sabes lo que te vas a poner esta noche?

–Creo que el vestido rojo. ¿Y tú?–¿Yo? Pues no sé, no lo había pensado. Algo cómodo.–De eso nada. Te pones el negro, que estás guapísima

con él.–¡No, ése es demasiado para esta noche! Mejor para

otra ocasión.–Pues el estampado. Mira que si no, me pongo la

camiseta de Spíderman de mi hermano...–¡No, ésa no, por favor! –bromeó Berta–. Está bien,

pesada, me pondré el vestido estampado. Quítate esa ropa mojada y te traigo el tuyo.

–¡Ah! Espera, tía. Toma, me he encontrado esto en la bañera.

Y le entregó el colgante que aún guardaba en su mano. Al tendérselo vio con claridad las iniciales que había grabadas en la chapa de oro: FJ. Su tía se lo guardó, algo incómoda, sin darle más explicaciones. Luego quitó el tapón de la bañera y sus aguas mágicas desaparecieron por el desagüe.

Ana acudió a abrir la puerta cuando Pablo llamó al timbre. Llevaba un vaquero y una camisa de lino blanco que resaltaba su bronceado, y su cabello ondulado, aun recién lavado, seguía sin dejarse dominar.

–¡Hola, Ana! ¡Pero qué guapísima estás! –dijo 83

besándola en las mejillas–. ¿Y tu tía? ¿Aún no está lista? Vamos, Berta, que tenemos mesa reser... –advirtió alzando la voz hacia el piso superior, pero se quedó sin habla al ver bajar a Berta por la escalera con su vestido nuevo.

Ana percibió que su tía parecía mucho más joven que esa mañana y advirtió que se había maquillado un poco, aunque no comprendía por qué tenía que llevar siempre con ella su enorme bolso. Luego miró a Pablo y sonrió al ver el efecto que le había producido el nuevo aspecto de su amiga.

–¡Ya voy, ya voy! Tampoco he tardado tanto, ¿no? –dijo Berta al llegar a la entrada, donde Pablo y Ana la esperaban. Pablo la miraba boquiabierto–. ¿Y a ti qué te pasa?

–Nada, nada –respondió Pablo sin salir de su asombro–. Que hacía mucho que no te veía tan... Estás preciosa.

–Gracias. Parece que te sorprenda –dijo ella algo molesta.

–No, no, mujer... Lo que pasa... Es que...–Deja ya de tartamudear, bobo, que era broma. Y

bien, ¿dónde nos llevas a cenar?–A una bocatería. Hacen unos bocadillos de jamón

que están de vicio.–¿Cómo que a una bocatería? ¡Vamos a celebrar el

cumpleaños de Ana en una bocatería!–Ahora has picado tú –rió Pablo, satisfecho por

haberle devuelto la broma.–Rencoroso. Ya te pillaré, ya... Pablo y Berta salían ya bromeando por la puerta,

pero Ana se detuvo indecisa.–Tía, antes de irme, ¿crees que debería llamar a

casa?–¿Quieres llamar? ¡Claro, cariño! Puedes llamar

cuando quieras y adonde tú quieras, no tengas ningún reparo.84

–No, no es por eso. Ya sabes, como es mi cum-pleaños...

Berta y Pablo cayeron en la cuenta del dilema de Ana y dejaron de bromear.

–No me digas que no te han felicitado –preguntó Pablo, perplejo.

–Bueno, estarán muy liados con los invitados y todo eso –justificó Ana, aunque no creía su propia excusa.

–Sí..., bueno... se les habrá pasado la fecha. Seguro que mañana te llaman –la ayudó su tía, dudando tanto como Ana–. Y si no, que dejen el mensaje en el contestador. Después de todo, tú no tienes por qué llamar para pedir que te feliciten. Tú no te preocupes por nada. Y ahora, a divertirnos, que la noche acaba de empezar.

Al terminar la cena en un estupendo restaurante italiano, Berta propuso que fuesen a la playa a tomar un helado, pero Pablo rechazó la idea argumentando que aún les faltaba el postre. Ana, que se había comido entera su deliciosa pizza de trucha ahumada con nata al aroma de eneldo, dudaba mucho que en su estómago quedase un solo centímetro cuadrado para postres ni helados, pero Pablo insistió poniéndose algo misterioso. Apagó su cigarrillo de la sobremesa, les hizo un guiño enigmático y luego una señal con la cabeza a uno de los camareros. Al instante, las luces se apagaron y el restaurante entero se quedó en silencio y el camarero cómplice de Pablo salió de la cocina con una tarta de chocolate iluminada con catorce velas. La tarta llegó flotando en la oscuridad hasta su mesa y todo el mundo se puso a cantar espontáneamente. Ana, enrojecida hasta las orejas, agradeció que no hubiese luz y apagó las velas tras pedir un deseo. El restaurante se volvió a iluminar y todos aplaudieron. Tras unos instantes embarazosos, Ana,

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aliviada, dejó de ser el centro de atención de cuarenta desconocidos, que volvieron a centrarse en sus respec-tivos platos. Devolvió la sonrisa a su tía y a Pablo y les dio las gracias por la sorpresa. Aún se sentía un poco abrumada; en su casa, su cumpleaños no dejaba de ser un mero trámite que solía solventarse con unos calcetines o un frasco de colonia y, como mucho, una tarta del supermercado. Eran muchos cambios en muy pocos días y, aunque fuesen fantásticos, no podía evitar tener la sensación de que todo aquello era efímero y no debía acostumbrarse a ello. Se sentía como una especie de cenicienta: podía disfrutar de un maravilloso baile pero sin acostumbrarse demasiado a los lujos, pues al tocar las doce campanadas todo volvería a ser como antes. A no ser que existiese la magia y se cumpliese su deseo...

Comieron tarta hasta no poder más y brindaron con cava y gaseosa. Cuando sólo faltaba media hora para la medianoche, decidieron ir hacia la playa para no perderse el comienzo de la fiesta. Ana consultó su reloj y descubrió la esfera empañada. Sin duda le había entrado agua en su accidente de aquella tarde, pero le dio vergüenza hablar de ello delante de Pablo y decidió ocultarlo. No habían hecho más que salir del restaurante, cuando uno de los camareros les siguió hasta la calle llamando a voces su atención. Se detuvieron, alarmados, y dejaron que el camarero les alcanzase.

–¿Nos hemos ido sin pagar? –preguntó Berta a Pablo en un susurro.

–Claro que no, mujer. Os habría dicho que echarais a correr –bromeó él en el mismo tono.

–¡Señora, espere! –decía el camarero casi sin aliento–. Se ha dejado esto.

Y entregó a Berta el bolso que había dejado olvidado en el restaurante. Berta estaba tan desconcertada que no acertó ni a dar las gracias al muchacho. Era la segunda vez que se olvidaba de Javier en dos días. ¿Qué le estaba 86

pasando? Pablo se aseguró de que Berta no le viera sonreír. Si estaba interpretando bien todas las señales, tal vez al fin había llegado su oportunidad.

Había un gran bullicio en el paseo marítimo. Hacía una noche fantástica que invitaba a salir de casa y disfrutar de la fiesta en la calle. Una inmensa luna, casi llena, hacía resplandecer la arena por la que multitud de gente de todas las edades caminaba descalza, algunos corriendo y alborotando en un delicioso ambiente festivo. Ana vio grupos de gente que formaban corros alrededor de unos montones de leña dispersos por la playa y su tía les propuso que se acercasen a uno de ellos, antes de que les dejasen sin sitio. Se descalzaron y caminaron por la arena fresca hacia el lugar menos concurrido. Luego su tía rebuscó en su bolso y entregó a cada uno un pedazo de papel y un bolígrafo.

–Empezaremos por los ritos de fuego. Hay que pre-parar el conjuro antes de que prendan las hogueras –les advirtió.

–¿Más conjuros, Berta? –preguntó Pablo, inquieto.–Eso está olvidado. Ya te contaré –le respondió Berta,

tratando de evitar que Ana la oyese y cambiando rápidamente de tema–. Hay que escribir en el papel tres cosas negativas que queréis que desaparezcan de vuestra vida. Luego lo tiráis al fuego y, si se convierte en cenizas, se cumplirán vuestros deseos.

–¿En serio? –preguntó Ana, esperanzada–. ¿Funciona de verdad?

–Bueno, son ritos muy antiguos para celebrar el solsticio de verano. Nuestros antepasados creían que esta noche el fuego y el mar les purificaban, llevándose todo lo negativo y cargándoles de energía positiva. ¿Quién sabe...?

–Si tu tía lo dice, es que funciona –se mofó Pablo–. Es 87

medio bruja.Berta le pellizcó en el costado y escribió rápidamente

en su papel, cubriéndolo con el brazo para que su amigo no pudiese espiar lo que decía. Pablo continuaba burlándose de ella, pero le siguió la corriente y garabateó algo en el suyo. Ana, en cambio, se lo había tomado muy en serio y, tras reflexionar profundamente, escribió sus tres deseos con mucho cuidado para que los hados no los pudiesen malinterpretar. Luego dobló el papel y lo guardó en su mano cerrada. Había llegado más gente al lugar donde se encontraban y comenzaban ya a formar un corro apretado alrededor del montón de leña, así que se unieron a ellos para no perder su puesto, Berta con su bolso en bandolera. A falta de un par de minutos para la medianoche, los empleados del Ayuntamiento comen-zaron a llegar a la playa y a encender, una tras otra, todas las hogueras. Después se retiraron hacia el paseo marítimo para vigilar los posibles contratiempos sin entrometerse en la fiesta. La leña fue prendiendo más y más en cada hoguera y pronto toda la playa estaba salpicada de luces ardientes, con llamas cada vez más altas que se retorcían en frenéticas danzas ancestrales, mil veces bailadas ante sus antepasados en aquellas mismas arenas. El corro que formaban Ana y los demás comenzó a girar alrededor de su hoguera cogidos de las manos y Ana observó fascinada cómo la luz de la fogata les embrujaba los rostros. Cuando las llamas comenza-ban a menguar, las manos del corro se soltaron y Berta y Pablo se dejaron caer en la arena entre risas. Ana se sentó a su lado, disfrutando del contraste entre el frescor de la arena bajo sus piernas y el calor del fuego inundando su cara.

–Es el momento –avisó su tía sacando su papel y arrojándolo al fuego.

Ana la imitó y vigiló el suyo con atención para no confundirlo con los de otras personas que seguían también el ritual. Aliviada, vio cómo las llamas lo 88

envolvían en un abrazo feroz hasta reducirlo a cenizas. Su tía, en cambio, estaba contrariada porque el suyo no se había quemado por completo.

–Me alegro –se burló Pablo encendiendo un cigarrillo– porque sé lo que habías pedido...

–¿Tú qué sabes? A lo mejor te sorprenderías.–Ojalá –murmuró Pablo girando la cabeza hacia

Ana–. ¿A que adivino también lo que has pedido tú?Ana se sobresaltó con la idea de que sus deseos

fuesen tan obvios, pero sobre todo con la posibilidad de que su madre pudiese enterarse de cuáles eran. Eso sí que la habría metido en líos.

–Me parece que yo también lo sé. Pero no te preocupes, cariño, tu secreto está a salvo con nosotros. Palabra.

–Palabra –corroboró Pablo poniendo la mano en el corazón.

–Bueno, ¿y tú, don Listo? ¿Qué tres cosas quieres que desaparezcan de tu vida para siempre?

–¡Ay, mejor no te lo digo! No sé si te gustaría –bro-meó Pablo–. Además, si se cuenta no se cumple, ¿no?

Cuando su tía iba a responderle con otra broma les interrumpió una figura que se interpuso, tal vez deliberadamente, entre ellos.

–¡Hola, Pablo! ¿Qué haces ahí sentado, con la noche tan bonita que hace?

–¿Eh? ¡Ah, hola, Marta! No te había visto. ¿Tú también has venido a purificarte en las hogueras?

–¡Qué va! Yo no hago esas tonterías. Eso son cosas de niños y de personas inmaduras. Pero si te apetece compañía, ahora me iba a dar un baño. ¿Te vienes?

–Ya está acompañado, bonita –replicó Berta ocultando su indignación tras una sonrisa forzada.

–Estoy muy bien acompañado, pero gracias, Marta. Quizá otro día –respondió Pablo con amabilidad.

–Bueno, tú mismo. Si prefieres aburrirte... Adiós.–Hasta mañana.

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–¡Adiós, Martita! –exclamó Berta, irritada–. ¿Pero tú la has visto? ¿Tú la has oído? Conque eran imaginaciones mías, ¿eh? ¡Menuda lagartona, la niña! –Ana asintió con la cabeza sin decir palabra–. Y tú, ya podrías haberle dado un corte. Parecías encantado de la vida...

–Mujer, no todos los días me quiere ligar un bomboncito como ése –respondió Pablo, provocando deli-beradamente a Berta.

Su amiga le miró boquiabierta, desorbitando los ojos, y Pablo se echó sobre la arena riendo a carcajadas.

–¡Qué cara se te ha puesto!–¡Vaya tontería! –replicó Berta tratando de disi-

mular–. Estaba bromeando, bobo. Ni que a mí me importase con quién sales y con quién no.

–Eso digo yo. Ni que a ti te importase –respondió él con picardía, sin disimular en absoluto lo mucho que estaba disfrutando.

La hoguera ya se había transformado en brasas y los más temerarios comenzaban ya a saltar por encima de ellas.

–Mejor será que nos retiremos un poco, no nos vayan a caer encima –aconsejó Pablo tirando la colilla a las cenizas.

–Le podrías decir a tu amiga que viniese a saltar sobre las brasas, a ver si con un poco de suerte...

–¡Qué mala eres! –volvió a reír Pablo, que realmente estaba disfrutando con los celos de Berta–. Con lo buena chica que es Marta y la manía que le estás cogiendo.

–Ésa no ha sido buena ni cuando llevaba pañales, que era anteayer, por cierto. ¿O no te has fijado en la diferencia de edad?

–Bueno, pues habrá que seguir con los rituales, ¿no? –dijo Pablo cambiando deliberadamente de tema–. ¿Te atreves a saltar conmigo, Ana?

–¿Yo? No, no, qué va. Yo no sé. Si soy muy torpe.–No vuelvas a decir eso, cariño, tú no eres torpe. Eres

una Berzosa y no hay Berzosa torpe ni cobarde. ¿Y si te 90

cogemos uno de cada mano? ¿Te atreverías así? –la animó su tía.

–Venga. Vale –aceptó Ana no muy convencida, por no ser una aguafiestas. El comentario de su tía le había dado fuerza. Era la primera vez en su vida que alguien la llamaba por su apellido sin referirse a él como un insulto.

Aguardaron su turno tras un par de gigantescos extranjeros, con los rostros del color de la sangría, que saltaron a la vez tras lanzar un alarido al mejor estilo vikingo y aterrizaron al otro lado con bastante gracia. Olaf el Terrible habría estado orgulloso de ellos. Llegado su turno y sin dejar tiempo para pensárselo dos veces, Pablo y Berta, cogido cada uno de un brazo de Ana, echaron a correr y saltaron por encima de las brasas mientras gritaban: «¡Mamá, pupa!», desparramándose por el suelo al llegar al otro lado, muertos de risa. Entre carcajadas, Ana vio que Marta les miraba desde la orilla del mar con los ojos llenos de resentimiento y por un momento le dio lástima. Luego la chica se mofó de su tía imitándola con gestos cargados de desprecio y la compasión de Ana desapareció.

–Ahora que las llamas nos han purificado, cumpliremos con los ritos de agua, para que el mar nos traiga la buena suerte –dijo Berta sentándose cerca de la orilla. Sacó más papelitos de su bolso y dejó éste sobre la arena–. Escribid aquí tres cosas positivas que queréis conseguir y después tirad el papel al mar. Si las olas se lo llevan, se cumplirá. Pero si el mar lo devuelve, no.

–Y después saltaremos nueve olas seguidas cogiditos de la mano mientras cantamos: «Aserrín, aserrán, las olitas de San Juan, unas vienen y otras van...» –bromeó Pablo.

–Por supuesto.Pablo la miró a los ojos un instante para evaluar

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hasta qué punto su amiga hablaba en serio. Luego soltó una carcajada y exclamó:

–¡Cómo estás disfrutando esta noche! Vale, vale, si hay que saltar, se salta. Pero lo que es cantar, cantáis vosotras, ¿eh?

Esta vez a Ana le costó más trabajo cumplir con el ritual. Había algo que quería desde que tenía uso de ra-zón, algo imposible que siempre le había sido negado. Apenas se atrevía a desearlo y mucho menos a escribirlo en un papel, pero hizo un esfuerzo. Cuando terminó se quedó un momento mirando el papel, sin acabar de creer que por fin se hubiese atrevido a formular su deseo. Pablo y su tía, sentados uno a cada lado de Ana, jugaban a espiar con disimulo por encima de su hombro para enterarse de qué había escrito cada cuál. Al leer el papel de Ana sus sonrisas se esfumaron. Se miraron a los ojos y los de Berta se llenaron de lágrimas. De inmediato miró hacia otro lado para serenarse sin que su sobrina se percatase. Pablo estaba lleno de rabia.

–Venga –dijo disimulando su enojo–. A tirarlos al agua.

Ana caminó hasta que el mar le llegó a las rodillas, arrugó su papel y lo arrojó con toda su fuerza, pero la marea ya estaba subiendo y el papel pronto fue devuelto a la orilla. Ana lo recogió un poco triste, aunque no sorprendida, pero Pablo se lo quitó de las manos.

–Déjame a mí, cariño, que tú no tienes fuerza –le dijo y lo arrojó con furia tan lejos como pudo–. Ahora sí que se va a cumplir, ya lo verás.

Dejó a Ana en el agua, bajo la luz de esa enorme luna, mirando esperanzada cómo su papelito se perdía de vista, y volvió a la orilla a sentarse junto a Berta, que de nuevo se secaba las lágrimas con el brazo. Ana había comenzado a juguetear saltando las olas. Al llegar junto a su amiga, Pablo le pasó un brazo sobre los hombros y los dos miraron a Ana en silencio. Berta sentía el estómago como si hubiese tragado agua salada. Se acabó. A partir 92

de ese momento el pacto que había hecho con su hermana tenía tanta consistencia como un castillo de arena. La única persona en el mundo a quien incumbía directamente ese trato acababa de invalidarlo con un trocito de papel. Pablo pareció leerle el pensamiento cuando dijo:

–A la mierda María.–A la mierda –aprobó Berta y una chispa maliciosa

brotó en sus ojos–. Me hizo prometer que no le diría nada sobre Francisco y así lo haré. Pero desde mañana mismo le contaré todo sobre Javier.

Ana les llamó y los dos acudieron para saltar las olas junto a ella. Volvieron a reír y a bromear, salpicándose unos a otros hasta acabar empujándose de cabeza al agua. Nadaron vestidos bajo la luz de la luna, Pablo y Berta muy cerca el uno del otro, y Ana sintió que allí se encontraba su centro del mundo. No importaba que todo fuese a terminar en unos meses, los disfrutaría al máximo. Aquel verano siempre sería su refugio en los días de tormenta.

El papel de Ana navegó mar adentro y nunca más volvió. Se fue deshaciendo poco a poco así como sus palabras: «Conocer a mi padre. Conocer a mi padre. Conocer a mi padre.».

Berta rebuscaba en su bolso junto a la puerta de su casa, calada hasta los huesos y tiritando de frío bajo la brisa nocturna. Pablo abrazaba a Ana, que temblaba también.

–¿Encuentras las llaves o no? Mira que te estamos dejando un charco en la puerta... –advirtió Pablo.

–¡Ya! Aquí están, tranquilos. Vamos, pasad. Ana, tú quítate enseguida esa ropa mojada, no te vayas a resfriar –susurró Berta acompañando a Ana al piso superior.

–Bueno, yo me voy a casa. Hasta mañana.–¿Cómo te vas a ir así, hombre? Sube y cámbiate

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también, que estás empapado. Luego meteremos tu ropa en la secadora. Y habla en voz baja, que son las dos de la mañana.

–Perdón –musitó Pablo siguiéndolas por las escaleras.Berta y Ana entraron en el baño y Pablo se detuvo en

la puerta, indeciso.–¿Dónde...?–Entra en mi habitación y ponte cualquier cosa.

Nosotras acabamos enseguida.–¿En tu habitación?–O eso o el cuarto de la plancha. Pero no te lo

aconsejo, es una leonera.Las chicas se cambiaron rápidamente. Berta se

envolvió en su albornoz y Ana se puso el pijama que le había dejado su tía y comenzó a secarse el pelo con el secador. Al cabo de diez minutos Pablo estaba llamando a la puerta del baño con los nudillos.

–¿Ya estáis, chicas? Necesito entrar.Ana apagó el secador de pelo y su tía abrió la puerta

para responderle. Al ver a Pablo con la bata de conejitos de Berta, las dos se echaron a reír.

–¿Qué pasa? ¿No os gusta mi nueva imagen? –dijo Pablo posando para ellas como una top-model–. Pues yo me encuentro guapo.

–Estás precioso –dijo Ana riendo.–Te cambio la bata por el albornoz –pidió él.–Ni hablar, estás monísimo así.–Bueno, ¿qué? ¿Me dejáis entrar?–Ve al baño de abajo, aún nos falta un poquito. Pero

hombre, si todavía estás mojado... –añadió Berta acariciándole el cabello en un gesto tal vez demasiado prolongado. Pero retiró la mano al darse cuenta del efecto que su caricia había provocado en Pablo. Y en ella misma–. Anda, ve. Ahora te bajo toallas limpias.

–No tardes –respondió él, ya sin bromear.Berta cerró la puerta del baño y se dio cuenta de que

Ana les había estado observando con curiosidad. Luego 94

vio su imagen en el espejo y se encontró sofocada.–¡Qué calor hace esta noche! ¿No?Ana, que aún sentía en la piel el frescor de su baño

nocturno, se encogió de hombros y su tía se refrescó la cara en el lavabo. Luego sacó toallas del armario del baño y le dijo:

–Te vas a acostar ya, ¿verdad? Yo voy a... Tengo que... Voy a bajarle estas toallas a Pablo antes de que coja una pulmonía. Hasta mañana, cariño.

–Hasta mañana.Y Ana sofocó una risita al ver cómo su tía se

apresuraba en bajar las escaleras. Luego se dirigió a su habitación y se metió directamente en la cama. Cuando ya iba a apagar la luz vio que su tía le había dejado en su mesita de noche el libro que le habían regalado Pablo y Rubén aquella mañana. Lo cogió y decidió hojearlo un rato antes de dormir. Leyó algunos pasajes sueltos y después pasó rápidamente las páginas para disfrutar de las cuidadas ilustraciones que aderezaban el libro. Se detuvo especialmente en una ilustración de la segunda aventura de Alicia, en la que ésta se encontraba por primera vez cara a cara con el espejo que iba a ser su segundo portal a un mundo mágico, y una idea despertó en su mente. La buhardilla. La escalera. El espejo. ¿Y si...? ¿Sería posible que...? Era una idea absurda, pero no iba a esperar hasta el día siguiente para investigarla. Después de todo, si no lo hacía le iba a estar rondando por la cabeza toda la noche... Se levantó de la cama de un salto y se asomó al pasillo con sigilo. No había señal de su tía, seguramente seguiría abajo. Vía libre. Aun así caminó a oscuras y de puntillas hasta el final del pasillo, sintiéndose como un agente secreto en medio de una misión suicida. Al enfrentarse al espejo, a las tres de la mañana, con su pijama grande de corazones y descalza, pensó que por muy comprensiva que fuese su tía sería mejor que se le ocurriese una buena excusa si la pillaba tratando de arrancar su espejo de la pared. Bueno, ya

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pensaría en algo si llegaba el caso. Ahora sólo le preocupaba una cosa: cómo atravesar ese dichoso espejo. Tiró de él, lo empujó, pero el espejo ni se inmutó. Se apoyó con fuerza sobre él y a punto estuvo de caer al suelo cuando sus manos resbalaron hacia un lado. Y entonces ocurrió: el espejo se había separado un centímetro del marco. Alentada, Ana volvió a apoyar las manos en él y esta vez lo desplazó a propósito hacia la izquierda. Lo había conseguido. El espejo se había convertido en una puerta corredera que daba acceso a una parte oculta del pasillo. Ana encontró un interruptor, encendió la luz y volvió a cerrar la puerta-espejo tras de sí. Al volverse se encontró ante una escalera de caracol que conducía al piso superior. Comenzó a ascender por ella, entusiasmada, ahogando una risita nerviosa. ¡Estaba en un pasadizo secreto y lo había encontrado sin ayuda! Tal vez su tía tenía razón y al final resultaba no ser tan torpe como le habían hecho creer hasta entonces... La escalera terminaba en un desván apenas iluminado por la luz que llegaba del piso bajo. Con el suelo crujiendo bajo sus pies, Ana tanteó las paredes buscando de nuevo un interruptor. Lo primero que vio al iluminar la habitación fue la buhardilla por la que su tía se había asomado el día de su llegada –otro misterio resuelto– y bajo ella, un escritorio abarrotado de libros y de papeles. La habitación entera estaba llena de libros en desorden que parecían brotar de las estanterías que cubrían sus paredes. La fauna editorial era inmensamente variada. Novelas, libros de consulta, enciclopedias..., libros nuevos de orgullosas páginas crujientes, ancianos tomos amarilleando dignamente bajo sus tapas... Todo un ecosistema de emoción y conocimiento recogido en el lugar más cálido, acogedor y... desordenado que Ana había visto nunca. No se parecía en nada a una biblioteca. O quizás a una biblioteca tras un terremoto. Ana apartó unos volúmenes de Historia de la América Precolombina y otros de 96

Fotografía a su alcance que cubrían una mesita junto al escritorio y descubrió que ésta era en realidad un baúl. Intrigada, se arrodilló en el descuidado suelo de madera, descorrió el cerrojo y lo abrió. Su cara se iluminó al encontrar el mayor tesoro que podía haber imaginado: una máquina de escribir. Ana retiró sin miramientos los libros que invadían el escritorio y colocó sobre él la pesada y vieja máquina. La cinta. Tenía que comprobar si la cinta estaba seca. Se sentó ante el escritorio, cogió un folio de un montón que había sobre la mesa y tiró al suelo sin querer un objeto metálico. El ruido que produjo al estrellarse le pareció a Ana ensordecedor y se quedó inmóvil unos segundos esperando ver aparecer a su tía por la escalera para pedirle explicaciones por invadir aquel lugar sagrado sin su permiso. Pero nadie apareció por ningún lugar y Ana se agachó para recoger lo que había tirado, temiendo haber roto algún objeto valioso. Al verlo suspiró aliviada. No era más que un cenicero, aunque la caja le pareció demasiado bonita para utilizarlo como tal. Parecía de plata, pero seguramente no lo sería. No, sin duda su tía no le permitiría a Pablo apagar sus cigarrillos en una caja de plata. De todos modos, Ana recogió la caja y le dio un vistazo por si la había abollado. Luego trató de recoger con ella las cenizas del suelo pero vio que la mayor parte se había colado por las rendijas de la madera. Sopló para esparcir el resto y éstas se mezclaron con el polvo que inundaba la habitación. Nadie notaría la diferencia. Tal vez al día siguiente podría dar una pasada de escoba a aquel lugar. Ahora le interesaba más comprobar el estado de la vieja máquina de escribir. Colocó al fin el papel y tecleó unas letras al azar. Impecable, salvo por la “t” mayúscula, que debería completar a mano. Pero eso no le importaba en absoluto. ¡Por fin iba a tener una máquina de escribir! Buscó en su mente una forma adecuada de inaugurar ese solemne momento y recordó el relato que había comenzado a escribir en casa de su madre, antes de que

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ella y Carlos la interrumpieran.

CUENTO DE SIRENAS

Por qué el mar es azul(La primera sirena)

Hace muchos, muchos años, cuando aún no existían las sirenas y el mar no tenía color, vivía una hermosa muchacha llamada Nereida en una pequeña isla del Mediterráneo. Nereida era tan pobre que ni siquiera tenía casa. Dormía en la playa, sobre la arena y subsistía vendiendo a los viajeros las conchas y caracolas que recogía en la orilla.

Ana dejó de escribir cayendo en la cuenta de lo tarde que debía de ser y decidió dejar el resto del cuento para otro día. Al fin y al cabo, tenía todo el verano por delante. Apagó la luz y salió del desván. La silla se deslizó hacia atrás unos centímetros, pero Ana no lo vio.

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5. Entre risas y pucheros

Ana se despertó con la sensación de haber dormido mil años. Estaba aturdida y presentía que debía de ser tar-dísimo. Consultó su reloj, tendido sobre la mesita, y se encontró de nuevo ante la esfera empañada. Se levantó, soñolienta, convencida de que su tía estaría ya desayu-nando en la cocina. Pero al salir al pasillo notó que en la casa dominaba un pesado silencio, roto tan sólo por unos enormes... ¡ronquidos! Ana miró sorprendida hacia la puerta de la habitación de su tía, pues hasta ese momento no había advertido que roncase. Ahogando una risita, caminó de puntillas hasta el piso bajo para no despertarla y entró en la cocina. El reloj del microondas, si no estaba atrasado, indicaba que eran las nueve y cinco de la mañana. Estaba de un humor excelente. Decidió que quería empezar el día con algo especial, así que se dispuso a preparar su desayuno favorito, el que en su casa se reservaba al cumpleaños de sus hermanos: haría torrijas. Aunque no estaba muy segura de que fuera capaz de hacerlas... Rebuscó en los armarios de la cocina tratando de recordar bien todos los ingredientes y la preparación. Cuando ya tenía la leche con azúcar y canela en rama calentando en un cazo, una aparición inesperada la sobresaltó.

–¡Buenísimos días, preciosa! –dijo Pablo acercándose a ella y dándole un apretujón.

–¡Ho... hola! ¿Has dormido con...? Digo... ¿has dormido aquí?

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–Toda la noche –confirmó Pablo, que más que de buen humor estaba eufórico–. ¡Qué bien huele aquí! ¿Qué haces?

–Iba a preparar torrijas. ¿Me ayudas?–¡Torrijas! ¡Qué idea tan buena! A ver, maestra

cocinera, dime, ¿qué tengo que hacer?–¿Maestra, yo? ¡Qué va! Seguro que no me salen

bien.–Seguro que sí –afirmó Pablo–. Todos somos capaces

de hacer mucho más de lo que pensamos. ¡Y más con mi ayuda! Tú me vas dirigiendo y ya verás qué ricas nos salen.

Ana recobró la confianza y Pablo siguió sus indicaciones como un buen aprendiz. Cortó el pan del día anterior en rebanadas, la ayudó a mojarlas en la leche preparada y a rebozarlas en huevo batido y se ocupó de la parte menos favorita de Ana: freírlas en aceite caliente. Pablo no cesaba de canturrear mientras que Ana le miraba de reojo, todavía sin salir de su asombro, aunque encantada con la idea de ver a su tía y a Pablo juntos. Berta entró en la cocina en el momento en que Ana espolvoreaba las torrijas ya hechas con una mezcla de azúcar y canela en polvo.

–¡Buenos días, dormilona! ¿A que te ha despertado el olorcito? –la saludó Pablo acercándose a ella para besarla, pero Berta se escabulló con disimulo eludiendo el beso.

–Buenos... días –respondió Berta algo cohibida–. ¿Aún... estás aquí?

–¡Claro! No me iba a ir sin desayunar y menos con el desayuno que hay hoy. Mira qué sorpresa más buena te hemos preparado. Los dos, ¿eh? Ana era la “chefa” pero yo la he ayudado, ¿a que sí, Ana?

Ana se limitó a asentir con la cabeza y llevó las torrijas a la mesa. El ambiente se había puesto un poco tenso y prefirió quitarse de en medio. Aunque siguió espiándoles a través de la estantería abierta que 100

separaba la cocina del comedor.–Bueno, voy a hacer el café –anunció Pablo sin desa-

nimarse–. ¿Tú quieres cacao, Ana? Y para ti, cariño, café con leche, ¿verdad?

Berta dio un respingo al oír el apelativo y respondió, cada vez más tensa:

–Sí, gracias. ¡Vaya, qué cariñoso estás hoy!–Mujer, después de lo de anoche para qué nos vamos

a andar con zarandajas.–¿Lo de anoche? ¿El qué de anoche? ¡Ah! Bueno, lo

de anoche fue... Vamos, que no ocurrió nada anoche... Un arrebato, un impulso irreflexivo...

–¿Las tres veces? –preguntó Pablo con sorna.–Está bien, Pablo. Sí, ocurrió. Somos adultos y es

una tontería fingir que no ha pasado nada porque ha pasado, ¿no? Pero porque haya pasado una vez...

–Tres –interrumpió Pablo en el mismo tono de antes.–...porque haya pasado tres veces eso no quiere decir

que tenga que volver a pasar. Así que lo pasado, pasado. No hay que darle más importancia a una cosa que no va a pasar más...

Pablo se acercó a ella y sin previo aviso la besó de forma apasionada. Berta se sobresaltó en el primer con-tacto, pero pronto se abandonó a la ternura y respondió al beso de su amante. Ana les miraba encandilada y boquiabierta.

–Esto no quiere decir nada –se defendió casi sin aliento–. Me has pillado desprevenida.

–Tú me quieres.–¡Qué te voy a querer, tonto! Anda, ve a sentarte que

se van a enfriar las torrijas, con lo que os han costado de hacer.

Pablo llevó los desayunos a la mesa y se sentó junto a Ana.

–Me quiere –afirmó haciéndole un guiño.–Ya –respondió la niña con el mismo tono de

complicidad.101

–Vosotros dos, a callar y a desayunar, que se hace tarde.

Pablo y Ana sofocaron la risa con la boca llena y Berta les regañó sin ganas. Cada vez se sentía menos molesta con Pablo, aunque no pensaba dar su brazo a torcer. Había tantos sentimientos luchando en su inte-rior que sintió ganas de gritar. Pero en el fondo recono-cía, aunque a regañadientes, que no se había sentido tan viva desde hacía mucho tiempo. Pablo terminó su desa-yuno y se levantó apresuradamente para ir al trabajo.

–Hasta luego, mi amor –dijo besando a Berta en la mejilla.

–¡Vete a la porra! –respondió ella.–Hasta luego, Ana.–Adiós, tío Pablo –respondió la niña entre risas.–¿Cómo que “tío” Pablo? –saltó Berta, menos enfa-

dada de lo que fingía estar–. ¿Qué pasa, os habéis confabulado los dos?

–Me quieres –repitió Pablo desde la puerta–. Y si no, ya lo verás. Y ahora me voy, que tengo que pasar antes por la herboristería.

–Eso, vete corriendo, no se vaya a enfadar tu jefa.–¿Ves como me quieres?–¡Anda, vete ya, pesado!Ana seguía riendo cuando Pablo se marchó.–Y tú, termina de desayunar, traidora –dijo su tía

escondiendo una sonrisa en su taza de café.

–¿Qué preparamos hoy para comer? –preguntó Berta a su sobrina cuando volvían de la playa–. A mí hoy me apetece pasta. ¿Vale?

–¡Me encanta la pasta!–Y a mí. Vamos a hacer “spaghetti alla Berta”. –¿Cómo son?–Improvisando con lo primero que encuentres. Me

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gustan con nata, ¿y a ti?–También. Con nata y con cebolla.–Perfecto pues. Comencemos por ahí y luego ya

veremos.Entraron en la cocina y comenzaron a preparar la

comida. Para empezar, cortaron fina una cebolla pequeña. Cada una se burló del llanto que la tarea le producía a la otra, hasta que Berta recordó un truco que había oído en alguna parte y decidió probarlo. Se colocó sobre la cabeza la parte superior de la cebolla sin quitarle la capa exterior y continuó cortando el resto, como si así quedase protegida bajo un campo de fuerza “anticebollil”. Al verla con semejante sombrero las risas de Ana se convirtieron en carcajadas y quiso imitarla poniendo sobre su cabeza la parte inferior de la cebolla.

–Llorar, lloraremos igual –advirtió su tía riendo–, pero estamos monísimas.

Picada la cebolla, Berta la puso a sofreír en una cazuela con un poco de aceite de oliva. Mientras, Ana colocó sobre el fogón una olla con agua, sal y laurel para cocer los espaguetis.

–¿Te acostaste muy tarde anoche? –preguntó Berta a su sobrina.

–Nnno... No muy tarde –mintió Ana, temerosa de que su tía pudiese estar molesta por su excursión nocturna–. ¿Por qué?

–Por nada, por si extrañas la cama o la habitación. O por si oíste algo raro...

–¡Qué va! Me encanta la habitación. Anoche dormí de maravilla. ¿Y tú? –preguntó dando un empujoncito a su tía con el hombro.

–¿Yo? Pues... también –respondió su tía devolvién-dole el gesto–. ¡Menuda picarona me estás resultando tú! Anda, busca por ahí una lata de champiñones y los cortas a trocitos.

–¿En la “l” o en la “c”?–¿Qué “l” y qué “c”?

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–¡Ay! Nada, nada. Es que en casa se guarda todo por orden alfabético.

–¿QUÉ?–Sí. Mi madre dice que el orden es una forma de

pulcritud.–Sí, eso me suena de algo: «Un lugar para cada cosa y

cada cosa en su lugar». Mi madre lo decía a todas horas. Parece que María se aprendió la lección de memoria. ¿En la nevera también lo guarda todo así?

–Bueno, no por orden de nombres pero sí de estantes. Quiero decir que en cada estante se guarda un tipo de alimentos: postres, carnes, verduras y cosas así, y no puedes mezclar los de un lugar con los de otro.

–¡Menuda forma de complicarse la vida!–¡Dímelo a mí! El otro día casi me vuelvo loca

buscando los palillos de dientes y resulta que estaban en la “m”.

–¿Los habían cambiado de sitio?–No. Es que se llaman mondadientes, ¿sabes?–El orden es una cosa... y lo de María, otra muy

distinta. Pues aquí no te preocupes, puedes revolver todo lo que quieras que a mí no me molesta. De todas formas, nunca guardo las cosas dos veces en el mismo sitio... «Donde una cosa cabe, allí está su lugar», ése es mi lema.

Ana rebuscó en los armarios y confirmó las palabras de su tía. Era divertido encontrar las patatas fritas junto a las galletas. Vio al fin lo que buscaba, detrás de los macarrones.

–Muy bien. Cuando los tengas listos los puedes añadir a la cazuela, que la cebolla está casi hecha. A ver, qué más les podríamos poner... ¿Qué tal un poco de fiambre? Eso es, voy a ir cortando unas lonchas de bacon y de jamón cocido.

–¡Qué rico! Improvisas muy bien ¿Y luego?–Cuando esté todo sofrito, añadiremos... ¿qué po-

dríamos añadir? ¿Almendras picadas? No, no tengo. Pues piñones, entonces. Eso, un puñado de piñones, que 104

deben de estar con las especias, digo yo, y luego un vaso de nata para cocinar. Un poco de sal y de pimienta, un hervor y ¡listo! ¿Ves qué fácil es inventarse un plato? Y si no tienes tiempo de sofreír tanto, pones en la picadora unas lonchas de jamón y de bacon o de salchichón o lo que tengas a mano, lo pones a cocer con nata y ya tienes una salsa en cinco minutos. Pon ya los espaguetis, que el agua ya ha empezado a hervir. Dentro de un cuarto de hora estamos comiendo.

–Genial, porque se me ha despertado ya un gusanillo... Y hablando de despertar, hoy me han despertado unos ronquidos enormes. Pensaba que eras tú –comentó Ana sonriendo.

–No, mujer, yo no ronco, que yo sepa. Pero Pablo, como fuma tanto, se le reseca la garganta, ¿sabes?

–¿Y siempre ronca así?–Pues no lo sé, es la primera vez que duermo con él.

Oye, bichito, ¿no estarás sacando otra vez el tema de lo que ha pasado esta noche?

–¿Entonces ha sido la primera vez que...? Ya sabes...–¡Sí, señorita! La primera y la última. No sé qué nos

pasó, no me lo explico.–La primera vez... –suspiró Ana– ¡Qué bonito!–¡Pero qué bonito ni qué ocho cuartos! De bonito,

nada. Fue un impulso... algo físico, ¿me entiendes? ¿Pero qué hago yo contándote a ti estas cosas? Como se entere tu madre, me mata.

–No se va a enterar, no te preocupes –se apresuró Ana en tranquilizarla–. Y no soy una niña pequeña, tía Berta, entiendo lo que quieres decir. Pero no me lo creo.

–¿Ah, no, experta en amores? ¿Y se puede saber por qué no te lo crees?

–Por la manera en que te brillaban los ojos esta mañana cuando has entrado en la cocina. Y porque los has cerrado cuando has besado a Pablo...

–¡Me ha besado él! –¿Y por qué no le has apartado?

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–Por... cortesía. Me pareció feo darle un empujón. ¡Y no te rías!

–¡Es que no entiendo por qué te da tanta vergüenza reconocer que estás enamorada! Y además, hay otra prueba.

–¿Ah sí? ¿Y qué prueba es ésa? –preguntó Berta poniéndose a la defensiva.

–Marta.–¡No me nombres a esa... esa...!–¡Lo ves! Te pones de los nervios con sólo oír su

nombre. Estás celosa.–¡Cómo! ¿Celosa, yo? ¿Yo, celosa? –Berta rió

fingiendo aplomo, ante la mirada impasible de Ana–. No, no, cariño. Te has formado una idea equivocada, eso es todo. ¿Celosa, yo? ¿Y de esa niñata? ¿Cómo voy a estar celosa de ella? Si no es más que una... una buscona, una trepa que se está aprovechando de que Pablo es una buena persona para sacar todo lo que pueda de él. ¿Y por qué motivo iba a estar celosa? Si no tiene nada de qué presumir, si ni siquiera es mona. Si no sé cómo puede tener a Pablo tan dominado. ¿Celosa? Ni hablar, lo que estoy es preocupada, eso sí.

–Pero, ¿a ti te gusta Pablo?–¡Claro que no! ¡Claro que sí! Bueno, sí, pero no como

tú piensas. Es mi amigo y me gusta como amigo. Llevamos mucho tiempo juntos... pero juntos como amigos, y siempre ha estado a mi lado en los momentos buenos y en los malos. He pasado por situaciones muy difíciles y él ha hecho que todo fuera llevadero. Cuando peor me he sentido, él ha sido mi razón para levantarme cada mañana y para seguir adelante. ¡Tiene tanta ener-gía y tanta bondad dentro! Creo que a su lado podría sobreponerme a cualquier cosa. Con él me siento segura y capaz de todo. Me llena de vida. Por eso me gusta, por cómo me hace sentir cuando estoy a su lado, por cómo me veo a mí misma a través de sus ojos... Pero eso no es amor, cariño.106

–¿Ah, no?–¡Claro que no! Tú eres muy joven y por eso todo te

parece romántico. Pero sólo porque te sientas bien con una persona...

–Y porque sea guapo –interrumpió Ana.–...y porque sea tan guapo...–Y porque tenga ese pelo tan bonito.–...y porque tenga un pelo precioso...–Y esos ojos tan seductores.–...y unos ojos seductores y una sonrisa

encantadora...–Y porque bese tan bien.–...y porque bese de maravilla... ¡Bueno, ya basta,

manipuladora! Yo no... no era nada de eso lo que iba a decir...

–Pero es verdad, ¿no?–Yo no digo que no sea verdad, no digo que no lo

piense... Bueno, tampoco es que lo piense continua-mente, pero... –Berta se dio por vencida–. Mira, ¿sabes qué te digo? Vamos a comer, que los espaguetis ya están cocidos.

Berta mezcló la pasta con la salsa y llevó la cazuela a la mesa. Ana apagó el fogón que su tía había dejado encendido y la siguió con los platos, sonriendo triunfal-mente.

En la sobremesa, Ana trató de seguir sonsacando a su tía más información sobre su “romance” con Pablo, pero ésta no estaba por la labor. Faltaban más de dos horas para abrir la librería y ambas se habían apoltronado en los sofás tras recoger la mesa. Hacía calor y Berta se estaba dejando engatusar por la modorra estival que solía vencerla después de comer. Cuando ya se le habían cerrado los párpados, Ana le preguntó:

–¿Hace mucho que conoces a Pablo?107

–¡Oh, cariño, otra vez no! –protestó Berta sin fuerzas.–¡No, no! Te prometo que no voy a insistir más en el

tema. Además, te tienes que dar cuenta tú sola. Sólo lo preguntaba por curiosidad.

–Pues, sí... hace muchos años. En realidad le conocí al mismo tiempo que a Javier.

–¿Ellos también se conocían?–Eran amigos. Muy buenos amigos. Se conocían

desde el colegio.–¿Tú ibas al colegio con ellos?–No, no –respondió Berta, renunciando ya al

descanso–. Yo iba a un colegio de monjas. Sólo para chicas, claro. A Javier y a Pablo los conocí una Pascua, en la discoteca. Yo no tenía la edad y no me dejaban pasar. Entonces Javier se acercó al portero y le dijo que era mi acompañante. Javier y Pablo eran bastante mayores que yo, ¿sabes? Luego Pablo distrajo al portero y Javier y yo entramos corriendo. Nos separamos en la entrada, pero a los diez minutos vino a buscarme y me dijo que me había echado de menos. Estuvimos hablando toda la tarde y quedamos para vernos la semana siguiente. Pablo también venía con nosotros, para evitar habladurías, y los tres nos hicimos inseparables. Vivíamos en una ciudad agobiante, de ésas en las que todo el mundo habla de todo el mundo. Al poco tiempo empezamos a salir solos, a escondidas. Pero a los pocos meses mis padres se enteraron y me prohibieron volver a verle.

–¿Y qué hicisteis?–Seguir saliendo juntos, por supuesto. Ahora que me

doy cuenta, ¿has visto mi bolso?–Te lo dejaste anoche en el baño de arriba, colgado

detrás de la puerta.Ana sintió deseos de preguntarle por qué llevaba ese

bolso a todas partes, incluso dentro de la casa, pero por alguna razón presintió que era mejor no hacerlo. Berta se había sentado en el sofá y parecía pensativa.108

–Se me ha ocurrido una idea –anunció–. ¿Quieres saber más sobre Javier? Pues sígueme.

Las dos se levantaron y subieron la escalera hacia el piso superior. Berta cogió su bolso del baño y luego las dos recorrieron el pasillo hasta el final. Se detuvieron al llegar al espejo.

–¿Has estado alguna vez en un pasadizo secreto? –preguntó Berta a su sobrina, con voz misteriosa.

Ana sintió una punzada en el estómago. Sabía que debería haberle contado a su tía su excursión al desván, es más, era consciente de que no debería haber entrado allí sin su permiso, pero ahora su tía parecía tan ilusionada por mostrarle su secreto que no tuvo valor para desilusionarla, y negó con la cabeza. Berta deslizó la puerta-espejo diciendo: «Ábrete, sésamo», y Ana fingió sorprenderse. Subieron por la escalera de caracol. Ana, cabizbaja, seguía a su tía temiendo que ésta descubriese en cualquier momento el engaño. Le preocupaba más verla decepcionada que enfadada y se preparó para disculparse. Entraron en el desván y Berta se dirigió directamente al baúl. Le sorprendió ver la máquina de escribir sobre la mesa.

–¿Qué es esto? ¿Quién ha estado escribiendo?–He... he sido yo tía, lo siento. Es que me preguntaba

para qué estaba ahí el espejo... y luego subí... y como tenía tantas ganas de tener una máquina de escribir... así es más fácil y... Te lo tenía que haber dicho esta mañana, lo siento mucho...

–¿Que lo sientes por qué, cariño? ¡Así que has descubierto la entrada tú sola! –Ana asintió con la cabeza, aliviada–. ¡Eres increíble!

–Entonces, ¿no estás enfadada?–¿Enfadada? ¿Por qué iba a estarlo? Éste era nuestro

rincón favorito. A Javier y a mí nos pareció divertido poner un pasadizo secreto para llegar hasta aquí cuando hicimos la reforma de la casa. Y tú eres la primera persona que lo ha encontrado sin ayuda. ¿Y esto? ¿Cómo

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ha llegado esto hasta aquí? –dijo estupefacta cogiendo la caja de plata que había sobre el escritorio–. ¡Pero... si debería estar en mi bolso!

–¿El cenicero? Ya estaba aquí anoche cuando subí.Ana estuvo a punto de añadir que se le había caído al

suelo, pero se detuvo al ver el cariño con que su tía lo acariciaba y lo envolvía en un pañuelo oscuro para meterlo en su bolso. Luego le dio la sensación de que su tía dudaba antes de responder, pero al fin le dijo:

–No es un cenicero, cariño. Es una urna.–¿Una urna? –preguntó Ana, sin comprender.–Sí –se detuvo, dudando de nuevo–. En ella están las

cenizas de Javier. Así siempre está conmigo, allá donde vaya –Ana dio un respingo al enterarse de cuál era el contenido de la caja y su tía interpretó mal su gesto–. Ya sé que suena muy raro. Debes de creer que estoy loca.

–No, para nada –se apresuró Ana en desmentir–. Creo que debías de quererle mucho.

–Muchísimo. Fue mi primer amor. –Tía Berta...–¿Qué, cariño?–¿Estás arrepentida de lo que pasó anoche... porque

pensabas en el tío Javier?–Porque no pensaba en él. Y ahora hablemos de otra

cosa, ¿quieres?Las dos se quedaron en silencio. Berta parecía

sumida en sus recuerdos y Ana se recuperaba del sobresalto de saber que había tirado por el suelo las cenizas de su tío. Descartó inmediatamente la idea de confesar su delito, pues ya no había forma de enmendarlo. La única solución era ocultárselo a su tía para siempre y dejar que aquel momento de torpeza quedase entre su tío Javier y ella. De todos modos, si aquél era su lugar favorito, seguro que su tío la habría perdonado. En cuanto al contenido de la caja, se le había ocurrido una solución, aunque sería arriesgada...

–¿Y este folio? –preguntó Berta acercándose a la 110

máquina de escribir– ¡Es un cuento! ¿Lo has escrito tú?–Sí, anoche –confesó algo avergonzada–. Sólo es el

principio.Berta lo leyó y sonrió. Miró a su sobrina llena de

orgullo.–A Javier también le gustaba mucho escribir.

Escribía cuentos y relatos cortos sin parar. Por eso te he traído aquí. Puedes subir cuando quieras a escribir tus historias y a leer las suyas. Así le conocerás mejor. Anda, coge una silla y te leeré uno de mis favoritos, el primero que escribió.

El secreto de la familia LeeEl primer miércoles de cada mes era el día de pago del Little Shanghai. Los demás días se reunían en el Ristorante di Romano, pero la noche del primer miércoles la dedicaban a humillar al viejo chino y a su familia. El señor Lee se había negado a pagar su “protección” durante demasiado tiempo, pero al final había tenido que ceder. Y ahora debían dejarle bien claro a quién le pertenecían él, su negocio y todo cuanto contenía. «Cuando un árbol ha caído, ocúpate de hacerlo astillas para que nunca más se vuelva a levantar». Ésa era la filosofía de Nino Corelli. Cada primer miércoles de mes, Nino y sus hombres se presentaban en el pequeño restaurante familiar del señor Lee, cerrado esa noche para el resto de la clientela, para celebrar el día en que el pobre hombre había “decidido” aceptar sus servicios. Se mofaban de la cena, del local, de las camareras y al terminar, por supuesto, recogían su sobre y se marchaban. Así venía ocurriendo desde hacía casi un año, un mes tras otro, siempre del mismo modo, hasta que el primer miércoles de septiembre se alteró la rutina.

Nino se había empeñado en que su chica les acompañase y por eso aquella noche en el restaurante conocieron por primera vez a Sighs Lily. Y el primero en verla entrar fue

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Johnny, el hijo mayor del señor Lee. Johnny no solía trabajar en el restaurante. Estaba estudiando economía, pues tenía grandes planes para ampliar los beneficios del negocio familiar. Pero el éxito de la deliciosa salsa agridulce, receta secreta en la familia Lee desde sus antepasados, hacía que el pequeño restaurante estuviese siempre lleno –de ahí el interés de Corelli por el negocio–; por eso, de vez en cuando, Johnny tenía que ayudar a su padre. En el momento en que Nino y sus acompañantes entraron en el restaurante, Johnny se encontraba arreglando la vajilla para el servicio de la noche, colocada siempre sobre una pequeña mesa a un extremo del mostrador, justo frente a la puerta principal. Se dio la vuelta al oír entrar a los clientes y entonces la vio, caminando hacia él. Era una rubia platino con el pelo “a lo garçon”, embutida en un vestido plateado a la última moda de París, envuelta en un grueso abrigo de piel blanca –a pesar del calor estival–, con el rostro cubierto de maquillaje y una pequeña fortuna colgando de cada oreja. Resultaba tan excesiva en conjunto que Johnny tuvo que darse la vuelta para que Nino y sus hombres no le viesen contener la risa. Su padre le reprendió con la mirada y le ordenó colocar un servicio más en la mesa del señor Corelli y atenderles personalmente con la mayor diligencia. Johnny sabía que su padre no era un hombre servil y aunque no comprendía sus motivos para ser tan solícito con aquellos gángsters, ayudó cortésmente a la señorita a quitarse el pesado abrigo y a acomodarse a la mesa. Una vez sentada, Lily, como el mejor de los prestidigitadores, sacó de su diminuto bolso una gigantesca boa de marabú y la colocó alrededor de su cuello de un manotazo y el chico tuvo que correr hacia la cocina para estallar allí en una carcajada que, afortunadamente para él, no se escuchó afuera.

Al volver al comedor, su padre ya les había entregado la carta con el menú del restaurante –otra de las innovaciones de Johnny– y él se encargó de tomarles nota, aunque Corelli y su banda siempre pedían los mismos platos y nunca los terminaban. Se limitaban a escupir la comida y a despreciar

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todo cuanto veían y probaban. De no ser porque el negocio parecía irle muy bien al viejo chino, Nino nunca se habría fijado en él. Detestaba los restaurantes chinos y Sighs Lily todavía más que él, aunque ella por otros motivos. Corelli casi había tenido que llevarla a rastras hasta allí, porque la chica sabía muy bien cuál iba a ser el espectáculo de la noche y no le gustaba nada ver a su jefe “en acción”. En especial porque sabía que cuando se cansaran de ridiculizar a los chinos, ella sería el blanco de las burlas. Y aquella noche estaban especialmente “graciosos”. Nino ordenó que le retirasen los cubiertos a Lily y la obligó a utilizar los palillos chinos durante toda la cena y aunque ella se negó en principio, no le quedó más remedio que participar en la humillación. Johnny –al que los hombres de Corelli habían empezado a llamar Long John por su estatura– la había estado observando defenderse con la mayor dignidad posible, a pesar de su poca habilidad con los palillos y de que Nino y los suyos festejaban con risotadas cada torpeza de la chica, y su opinión sobre ella empezó a cambiar. Y así, entre el wan tun y el chopsuei, comenzó a enamorarse de ella.

Johnny se dirigía de nuevo al comedor cuando tropezó en el pasillo con Lily. Ella salía del tocador, adonde había tenido que acudir precipitadamente cuando uno de los hombres de Corelli, el patán de Freddie, le había tirado los tallarines sobre la cabeza. Johnny se quedó perplejo al ver que el cabello de la chica era ahora castaño. Ella se arregló el pelo instintivamente con las manos y dijo simplemente: «Morena». Johnny asintió con la cabeza, se fijó en su rostro y adivinó el rastro de las lágrimas. Sintió una punzada de rabia que no comprendió y le ofreció a la chica su pañuelo. Ella lo rechazó y bajó la mirada, avergonzada, pero él insistió.

–No permita que la vean llorar –le dijo–. No les dé esa satisfacción.

Lily le miró a los ojos por primera vez y le sonrió. Aceptó su pañuelo y lo cogió de su mano y Johnny no la retiró. Y estuvieron largo rato, tal vez demasiado, mirándose a los ojos, tomando ambos el pañuelo de Johnny entre sus manos.

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Finalmente él lo soltó y la chica se dirigió hacia el comedor. Una pregunta la detuvo.

–¿Cuál es su nombre?–¿El que él me puso? Él me llama Sighs Lily –respondió

ella sin volverse, con amarga ironía en la voz–. Por favor, no me pregunte la razón.

–Ése no. El auténtico.Lily estuvo a punto de no responder, pero al final del

pasillo se volvió a medias y dijo:–Alice.Y continuó sin detenerse hasta llegar a la mesa de Corelli.

Johnny la vio alejarse y se quedó un momento en el pasillo, pensativo. Luego cogió unas cuantas rosas, de las que su madre colocaba siempre bajo el espejo junto a la puerta del tocador, y se dirigió a la cocina. Su madre y sus hermanas se encontraban muy ocupadas y más nerviosas que de costumbre. Allison Lee, aunque muy atareada entre ollas y sartenes, vio a su hijo mayor deshojar la flor para prepararla y comprendió de inmediato. Ambos se miraron y ella le dedicó una sonrisa de complicidad y volvió de nuevo a sus quehaceres. Johnny se dispuso a preparar el postre exclu-sivamente para Alice.

Sorbete de rosas

(para cuatro personas)

Ingredientes: –cuatro rosas

–1 l de agua

–hielo picado

–licor de rosas

–azúcar, al gusto

Preparación: Deshojar las flores. Limpiar bien los pétalos de las rosas y

ponerlos unos minutos en remojo. Después, machacarlos ligeramente y

ponerlos a cocer a fuego lento en un litro de agua. Colar la infusión y

añadir el azúcar. Dejar enfriar. Poner el hielo picado en copas anchas,

verter sobre él la infusión y añadir unas gotas de licor de rosas en cada

copa.

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El señor Lee entró en la cocina en el momento en que Johnny picaba el hielo. Corelli y los suyos ya se habían cansado de la cena y querían alcohol. Siempre pedían “licor de lagarto”. Lo llamaban así por el pequeño reptil que reposaba en el fondo de la botella. Como en el comedor no quedaba ninguna, el señor Lee fue a buscarla a la cocina. Y al llegar vio a su hijo preparando una copa con excesivo esmero e intuyó al momento que sin duda iba dedicada a la chica de Corelli. Se llevó las manos a la cabeza y comenzó a lanzar maldiciones en su idioma natal, pero su esposa le apaciguó.

–Déjale tranquilo. Nuestro hijo se ha enamorado.El señor Lee se marchó de la cocina negando con la

cabeza y maldiciendo aún por lo bajo. Sus hijas se reían entre cuchicheos.

–No te preocupes. Al final lo comprenderá –dijo Allison Lee a su hijo.

–Lo sé –respondió Johnny y los dos se echaron a reír.Mientras su padre terminaba de servir copas a Corelli y a

sus hombres, Johnny llevó el sorbete de rosas a Alice y se apartó de la mesa sin dejar de observarla, para estudiar su reacción. Los hombres vociferaban y lanzaban risotadas, retándose unos a otros a tragarse el lagarto de la botella, cosa que, por otra parte, ninguno estaba dispuesto a hacer. Alice, ajena al bullicio, se llevó la copa a los labios y tomó un sorbo con los ojos cerrados. Jamás había probado algo tan exquisito. Jamás nadie había hecho algo así por ella. Dejó que la delicadeza de las rosas le llenase los sentidos y después abrió los ojos lentamente. Miró a Johnny, apoyado en el mostrador, frente a ella, y una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla. Esta vez no era de tristeza y ambos lo sabían, aunque también sabían que aquello era algo imposible. Ella bajó la mirada y Johnny volvió a la cocina, junto a su madre. Alice vio entonces algo escrito en el posavasos de papel, bajo su copa. Decía: «Sighs and Roses». Nino Corelli, hastiado ya de aquel lugar, decidió que era hora de largarse y cogió su sobre y a su chica y se marcharon todos de allí.

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Días más tarde, Alice se presentó una mañana en el restaurante, horas antes de abrir. Venía a devolverle a Johnny su pañuelo. Él la invitó a entrar y pasaron los dos a la cocina. Corelli iba a dedicar la jornada a su esposa y a sus hijos, así que Alice era libre por un día. Johnny estaba experimentando con recetas nuevas para ampliar el menú del restaurante e invitó a la chica a que le ayudase a cocinar. Alice, aunque nunca antes había tocado una sartén, pronto se vio envuelta en sabores y olores nuevos que la cautivaron. Prepararon juntos platos exquisitos con nombres exóticos y luego Johnny la invitó a probarlos. Ese día sus padres y sus hermanas pasarían toda la mañana en el mercado y el restaurante no iba a abrir hasta el mediodía, así que tenían mucho tiempo para estar a solas. Alice aceptó y así fue como aprendió a utilizar los palillos chinos. Y aquello fue sólo el principio. Las visitas al restaurante se convirtieron en una costumbre. Johnny le hablaba de sus proyectos para modernizar el negocio y para sacar más beneficio de la ya famosa salsa agridulce de su padre, la más deliciosa de todo el barrio chino. Alice se contagiaba de su entusiasmo y le daba consejos para renovar los uniformes y la decoración, imaginando por un momento que formaba parte de aquel futuro, intuyendo que podría ser feliz en aquella cocina el resto de su vida, junto a aquel hombre y sus sueños. Y sabiendo que esa vida era algo que nunca podría tener. Era la chica de Corelli y éste nunca la dejaría marchar. Pero seguía acudiendo a sus citas porque al menos, aunque fuera durante unas horas, Johnny la hacía feliz.

Alice se sumó a las visitas de los miércoles de Corelli y su banda, cosa que éste celebró en un principio. Pero pronto le pareció sospechosa la destreza con que la chica manejaba los palillos y conocía los nombres de todos los platos que les servían. Hasta que una noche descubrió con recelo las miradas entre los jóvenes y ordenó a sus hombres que vigilasen a la chica en sus escapadas. No tardaron en descubrir las citas de Alice y Johnny y pusieron a su jefe sobre aviso. Nino Corelli no era un hombre famoso por su

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comprensión y descargó su ira sobre Lily. Las citas con Johnny se interrumpieron de improviso y él se sintió herido y traicionado. Y una visita inesperada de los hombres de Corelli resultó esclarecedora: el jefe no iba a tomar represalias contra el viejo ni contra su hijo, Long John, por el momento. La buena marcha del restaurante le preocupaba más que los devaneos de su chica, pero sí iba a darle una lección. A partir de ese momento le duplicaría el pago por su “protección”. Y si el asunto volvía a repetirse una sola vez, le cerraría el negocio para siempre.

–De Lily no tienen que preocuparse –añadieron con sorna–. El jefe le dio a elegir entre ser una muerta de hambre en el barrio chino o seguir llevando sus abrigos de visón, y la chica no tardó ni un segundo en decidirse.

A Johnny podrían haberle dado una paliza en el callejón, pero no le habrían hecho tanto daño. Las carcajadas de aquellos individuos seguían resonando en sus oídos cuando abandonaron el local. El señor Lee no dijo una palabra. Sabía muy bien lo que debía hacer.

Aquella noche, en casa de los Lee, Allison se despertó al notar que su esposo no estaba a su lado. Le encontró en el salón, sentado en el suelo, con una botella de “licor de la-garto” en las manos. A su lado, un sobre como los que solía entregar a Corelli, con unos diminutos signos caligrafiados meticulosamente en mandarín, que la mujer reconoció de inmediato. Se sentó también en el suelo, junto a su marido, en absoluto silencio. Él llevaba al cuello el medallón de jade de sus antepasados. Tenía los ojos cerrados y en el rostro el aire solemne y misterioso que siempre la fascinaba. Y entonces él pronunció en voz baja las palabras, las mismas que aparecían en el sobre, y las repitió lentamente por tres veces, como un mantra hipnótico. Y después abrió los ojos, sonrió a su esposa y le hizo un guiño. Ella le devolvió la sonrisa. Con su cabello, del color del fuego en otros tiempos, revuelto sobre los hombros y los ojos soñolientos, se parecía mucho a la muchacha irlandesa del barrio alto que le enamoró y a la que, para escándalo de sus respectivas

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familias, convirtió en su esposa. A veces se preguntaba si sabía expresarle cuánto la amaba. Aquella noche se esforzaría en demostrárselo.

A la mañana siguiente Johnny se encontraba solo en el restaurante. Su madre y sus hermanas acababan de salir hacia el mercado y su padre había salido de casa temprano sin decir adónde iba. Sentado en la cocina, trataba de estudiar sus libros de economía. Había decidido centrarse en el trabajo y en los estudios y olvidarse de Alice, pero ella ocupaba todos sus pensamientos y no dejaba espacio para nada más. Alguien golpeteó el cristal de la puerta de la cocina. A través de los visillos, Johnny reconoció de inmediato la silueta de Alice. Dudó por un momento, pero finalmente le abrió.

–Hola. ¿Qué quieres? –le dijo con sequedad.–¿Puedo pasar? –preguntó ella tímidamente.–Estoy muy ocupado.–Sólo he venido para despedirme.Johnny se fijó entonces en una pequeña maleta que ella

llevaba en la mano y se quedó perplejo. La invitó a entrar y se sentaron los dos a la mesa de la cocina, como tantas otras veces. Alice levantó el velo que cubría su tocado y entonces Johnny vio las magulladuras en su rostro, mal disimuladas con maquillaje, y comprendió al fin el motivo del abandono de la chica. Su orgullo herido se desvaneció y dejó paso a una explosión de sentimientos de amor y deseo mezclados con ira y con miedo. Trató de dejarlos salir todos a un tiempo, hablando atropelladamente, pero no importaba porque ella sentía lo mismo. Se abrazaron por primera vez y mezclaron sus lágrimas con besos. Ella dejó que él la condujera hasta un cuartito al fondo del almacén y allí se expresaron su amor de un modo más elocuente que las palabras. Cada uno conoció el olor y el sabor del otro y los mezclaron de tal modo que ya ni todos los Corelli del mundo podrían separarles. Cuando apaciguaron su pasión, volvieron a preguntarse cuál sería su destino. Johnny no podía huir con ella. Los hombres de Corelli tomarían represalias contra su familia y él les adoraba. Alice

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no podía quedarse ni un día más en aquella ciudad. De hecho, ya la estarían buscando. Ninguno de los dos conocía la respuesta, sólo sabían que ya no podían apartarse el uno del otro y que juntos afrontarían su suerte, fuese cual fuese. Se durmieron abrazados, con la certeza de que Nino Corelli les encontraría en cualquier momento y sólo podría quitarles la vida.

Por primera vez en su vida, el señor Lee se adentró en el barrio italiano. Allí el ritmo era diferente, la vida parecía transcurrir más deprisa. Los sonidos... los olores... incluso la luz, todo era distinto. Hubo de preguntar varias veces hasta encontrar la dirección que buscaba, pero sabía muy bien adónde iba. Era miércoles y el miércoles era día de cobro. Sabía que Corelli y ese gigantón que era su mano derecha pasaban la mañana en el Ristorante di Romano controlando los ingresos mientras sus hombres iban haciendo la recaudación por el barrio. Aquél era el cuartel general de Corelli, era cosa sabida. Una vez llegó ante la puerta, el señor Lee se preparó. Sacó el sobre para Corelli de su bolsillo y lo sostuvo en la mano. En la otra llevaba una abultada bolsa de papel. Abrió la puerta del local y entró con la cabeza gacha. A aquellos patanes les gustaba que los hombres de su raza se mostrasen sumisos. Interpretó bien su papel y caminó despacio hacia el interior. Dos tipos con cara de pocos ami-gos le hicieron detenerse y le preguntaron «adónde pensaba que iba». El señor Lee les explicó que traía un regalo para el señor Corelli. Le hicieron vaciar el contenido de la bolsa de papel y vieron que era una botella de licor. Dijeron que se la entregase a ellos y se marchase de allí, pero el señor Lee, alzando la voz, insistió en que era un regalo para el señor Corelli y quería dárselo en persona. Éste ordenó a Luca y a Marco que le dejasen pasar. Marco le cacheó y ambos le condujeron hasta Corelli. Nino se encontraba al fondo del restaurante, sentado a una mesa con mantel a cuadros, con-tando junto con Freddie el dinero que sus hombres iban re-caudando. Al ver acercarse al señor Lee una gran sonrisa de lobo le inundó la cara. Le satisfacía enormemente ver humi-

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llado al viejo chino que tanto tiempo se le había resistido. Ahora se arrastraba hasta allí para llevarle regalos y eso demostraba su derrota. Respeto. Sumisión. Eso era poder. Y a Nino Corelli le encantaba el poder. Mandó que le entregase el sobre que traía en la mano. En su interior se encontraba la mitad de la nueva paga que le había impuesto.

–La otra mitad se la daré esta noche, con la recaudación de hoy –explicó el hombre con el temor en la voz.

Magnanimidad. Privilegio de los poderosos.–Está bien. Ahora trae cuatro copas y sírvenos de ese li-

cor que me traes.Luca y Marco se sentaron también a la mesa y el señor

Lee obedeció la orden de Corelli con diligencia. Uno tras otro, iban vaciando los vasos y el hombre los volvía a llenar de inmediato. Lo que ninguno advirtió fue que, al tiempo que servía las copas, el señor Lee iba recitando unas palabras en su idioma natal, legado de sus ancestros:

Dolor ajeno: Dolor ajeno: Dolor ajeno:dolor propio... dolor propio... dolor propio...

...murmuraba tres veces seguidas con cada copa servida. Tampoco habían visto el antiguo medallón de jade que el hombre llevaba al cuello, un círculo de piedra verde con la inscripción de un signo en su centro, el equivalente a la empatía en su forma más pura, mil veces multiplicada al unirse a las palabras pronunciadas por el señor Lee...

Dolor ajeno: Dolor ajeno: Dolor ajeno:dolor propio... dolor propio... dolor propio...

...repetía sin cesar. Corelli y sus hombres comenzaban a sentir que aquel licor les producía un efecto extraño. Lejos de la euforia que el alcohol les solía producir, ahora sentían que les apagaba el ánimo. Si en un principio habían celebrado con jolgorio el regalo del viejo chino, ahora se habían quedado en silencio, taciturnos, inmerso cada uno en sus propios pensamientos. A cada trago aumentaba su inquietud hasta transformarse en angustia. Otra copa y la angustia les llevaba a la zozobra. Un sorbo más y la zozobra se hacía deses-peración. Sobre cada uno de ellos iba pesando el sufrimiento

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infligido a los demás a lo largo de los años. La amargura de las viudas. El desamparo de los huérfanos. El miedo y el dolor de las víctimas. Apurada la botella, el remordimiento era ya infinito. Tantos años de palizas y asesinatos les estaban pasando factura en un solo momento. Luca y Marco lloraban abrazados como niños. Freddie repetía una y otra vez entre lágrimas: «¿Cómo he podido?... ¿Cómo he podido?...». Y Nino Corelli, desgarrado por la culpa, gritaba y lloraba llevándose las manos a la cabeza, arrancándose los cabellos a puñados. El señor Lee dejó de recitar al ver que el trabajo estaba hecho. Sacó un frasquito de cristal de su bolsillo y lo acercó a las mejillas de Corelli. Después, recogió su botella y su sobre y se marchó de allí con la cabeza bien alta.

Johnny se despertó sobresaltado al notar una mano tapándole la boca. Palpó con la suya en el vacío tratando de asir cualquier objeto con que golpear al intruso. Éste acercó su rostro al suyo y de este modo reconoció los rasgos de su padre. Johnny lanzó un suspiro de alivio. Su padre se llevó un dedo a los labios y le hizo un ademán para que le siguiera. Johnny se levantó con mucho cuidado para no despertar a Alice y obedeció a su padre, que le aguardaba ya sentado a la mesa de la cocina. Por su rostro sombrío, Johnny pensó que le iba a reprender por estar con Alice y cuando comenzó a explicarse, su padre le interrumpió:

–Hijo, ha llegado el momento de que recibas el legado de tus antepasados: el secreto de la salsa agridulce de la familia.

Con los hombres de Corelli a punto de caer sobre ellos... con la chica de un “gángster” en su cama... con sus vidas pendientes de un hilo... ¡su padre quería darle una receta de cocina! Johnny no pudo evitar echarse a reír a carcajadas. Su padre aguardó pacientemente a que cesara la risa y continuó hablando. Le dio el medallón de jade y le explicó su poder. Después le desveló el secreto de las palabras que podían desgarrar el alma de cualquier hombre, incluso del más despiadado. Y por último, le entregó el frasquito con el ingrediente secreto que convertía la salsa agridulce en la más exquisita jamás probada: las lágrimas de su enemigo.

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El nuevo matrimonio Lee, Alice y Johnny, convirtieron el negocio familiar en la próspera cadena de restaurantes Little Shanghai. Y comercializaron la salsa agridulce –hoy mundial-mente conocida– con la marca Long Sigh. Los padres de Johnny continúan dirigiendo el viejo restaurante, pero ahora van al mercado en limusina.

Luca, uno de los hombres de Corelli, volvió a Sicilia con sus padres para ayudarles en el negocio de la familia: su granja de pollos.

Marco se casó con la chica que le adoraba, la hija del panadero, y reconoció por fin al hijo que siempre había negado. Ahora trabaja con sus suegros.

Freddie, la mano derecha de Corelli, perdió la cabeza y se aficionó en exceso al “licor de lagarto”, apurando botella tras botella hasta el fondo... incluido el animal...

En cuanto a Nino Corelli, el restaurante del señor Lee continúa bajo su “protección”, pero de un modo muy distinto. Los miércoles siguen siendo su día de visita... pero ahora el padre Corelli, calvo como el culito de un bebé, siempre es bien recibido.

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6. Noche de miedo

Calma. Sosiego. Era delicioso estar tumbada sobre la toalla, recibiendo un cálido baño de sol sobre todo su cuerpo –cubierta de protector solar de la cabeza a los pies por orden de su tía–, sin prisas, sin ruidos molestos, tan sólo el murmullo de las olas lamiendo la orilla. Esa mañana se habían levantado pronto y habían conseguido el mejor sitio de la playa, lo bastante cerca del mar para que les llegase la brisa, pero no lo suficiente para que les molestasen los escasos turistas que paseaban por la orilla. Berta había tenido la feliz idea de ir a la playa de las dunas, mucho menos concurrida que la otra y más tranquila aún a esa hora temprana. Y ahora les quedaba tiempo de sobra para estar un buen rato allí antes de ir a la librería –los sábados había más trabajo– y aún se marcharían antes de que llegase la multitud. A su lado, su tía Berta parecía dormitar. Ana también disfrutaba de una deliciosa somnolencia. Con la luz del sol filtrada a través de sus párpados cerrados, Ana se abandonó a una modorra que la hacía flotar de un pensamiento a otro y la llevaba a la deriva a través de las palabras ya rescatadas y de otras que ondulaban formando frases nuevas que deseaban ser escritas. Se incorporó hasta quedar sentada y contempló el mar. Era relajante observar cómo las olas acariciaban la orilla y se volvían a marchar muy despacio, repitiendo el gesto una y otra vez. Parecía un amante temeroso de despertar a su amada. Sí, tal vez eso podría utilizarlo en un cuento. A su lado, su tía seguía

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tumbada en la toalla, rozando suavemente con una mano la arena fina y dorada. Ana se burló de sus diminutas gafas solares, que cubrían apenas sus párpados y le daban aspecto de insecto y su tía bromeó sacándole la lengua sin inmutarse. El sol todavía no quemaba. El mar estaba azul turquesa, perezoso y transparente, como a Ana le gustaba.

–Me voy al agua. ¿Te vienes?Recibió un leve gesto negativo con la mano y se fue

sola hacia la orilla. Entró en el agua muy despacio y la encontró helada. Un ligero escalofrío le recorrió la espalda. Ana sonrió al ver el vello erizado en sus brazos. Caminó un poco más, hasta que el agua le llegó a las rodillas y comenzó a mojarse con cuidado todo el cuerpo, especialmente las muñecas, el vientre y la nuca. El agua estaba allí tan limpia que podía verse los dedos de los pies e incluso unos diminutos pececillos que huían despavoridos al paso de aquel gigante que invadía su territorio. Ana se puso en su lugar por un momento y comprendió su terror. Continuó entrando en el agua muy despacio hasta que le llegó al estómago y luego se zambulló y comenzó a nadar lo mejor que sabía. Así, sin dejar de moverse, se fue adaptando poco a poco a la temperatura hasta notarla agradablemente fresca. Le habría gustado saber nadar, sumergirse sin miedo y desplazarse con agilidad, como si el agua fuese su elemento. Como una sirena. Por el momento sólo podía dar brazadas cortas apoyando inmediatamente los pies en el fondo. Si trataba de ir adonde más cubría, el miedo tiraba de ella hacia abajo como un lastre. Pero aun así, le encantaba chapotear y hacerse la ilusión de que nadaba. Se sentía libre. Imaginó que esa sensación de libertad la experimentarían por igual las personas que sabían montar en bicicleta. No sabía por qué razón siempre asociaba ambas cosas, tal vez porque ella no podía hacer ninguna de las dos, nadie le había enseñado en su momento y ahora presentía que ya era tarde. Pero se 124

conformaba con el sucedáneo de natación que la mantenía a flote unos segundos cada vez, porque al menos durante esos segundos no se sentía torpe. Comenzaron a llegar una serie de olas inesperadas que echaron al traste su frágil destreza y Ana volvió a salir del agua. Su tía ya había empezado a recoger las toallas; Ana la ayudó a sacudirles la arena y las dos se marcharon hacia las duchas. Al subir al paseo marítimo vieron las carteleras del cine de verano. Doble sesión: comedia familiar más “peli” de terror, de las de mucho miedo. A las dos les apeteció mucho la propuesta.

–Luego se lo decimos a Pablo, a ver si se apunta.Y así, fresquitas y relajadas, se dirigieron a la libre-

ría.

–¿Dónde se habrá metido este hombre? Ya sé que hoy le toca estar todo el día en su tienda, pero ni siquiera se ha acercado para almorzar. Le he esperado más de media hora en el café La Sal y no ha aparecido. Ni una llamada ni nada en toda la mañana. Seguro que quien yo me sé le ha tenido bien atado. No es que a mí me importe. Que haga lo que quiera, que ya es mayorcito. Pero por lo menos podría haber llamado para saludar, digo yo.

Ana comía en silencio, sonriendo con disimulo al ver lo ansiosa que estaba su tía por ver a Pablo aunque no lo quisiera reconocer.

–Pues si está esperando que le llame yo, ya puede esperar sentado –añadió revolviendo la comida, que apenas había probado–. ¿Qué estará haciendo?

–Comer, digo yo. Y tú, ¿no comes?–Sí, sí, claro. Pero si ya estoy comiendo –respondió

Berta removiendo de nuevo el tenedor en su ensalada de atún.

–¿Por qué estás tan nerviosa?–¿Nerviosa? ¡Qué va! ¿Por qué iba a estarlo?

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El timbre de la puerta la sobresaltó tanto que se levantó de un salto y corrió a abrir. Era Pablo. Traía en la mano dos docenas de rosas rojas. Aunque esperaba verle, Berta se quedó tan sorprendida que no acertó a decir palabra. Pablo la miraba con ternura.

–¿Te gustan?–¿El qué? ¡Ah, las flores, claro!... Son preciosas.

Esto... ¿Quieres...? ¿Pasas?–No, aún no he comido. Hemos tenido mucho trabajo

esta mañana. Luego nos vemos.–Claro. Hasta luego.–Hasta luego. Adiós, Ana.–Espera, Pablo –dijo Ana viendo que su tía no bajaba

de las nubes–. ¿Te vienes esta noche con nosotras al cine de verano?

–¡Genial! Claro que sí. Paso a recogeros. Hasta la noche.

Berta se quedó en la puerta viendo cómo se alejaba Pablo. Ana miró a su tía, se rió bajito y siguió comiendo.

Ana miraba la televisión sentada en el sofá del comedor, pero no le apetecía nada ver las noticias, así que la apagó y subió las escaleras. Pasó despacio frente a la habitación de su tía, que dormía la siesta, y se dirigió al desván. Escribiría un ratito antes de ir a la librería. Se sentó ante el escritorio y leyó lo que tenía hasta el momento.

...Dormía en la playa, sobre la arena, y subsistía vendiendo a los viajeros las conchas y caracolas que recogía en la orilla. Pero Nereida era feliz.

¡Qué curioso! No recordaba haber escrito esa última frase. Claro que, había comenzado a escribir de madrugada y estaba muy cansada. Sí, seguro que por eso la había olvidado...126

Aunque faltaba hora y media para que comenzase el cine, ya estaban duchadas y vestidas –ambas se habían puesto vaqueros y camiseta de manga corta–, habían preparado los bocadillos y los habían guardado en una bolsa junto con un paquete gigante de pipas y un par de chaquetas, por si refrescaba.

–¿Qué hacemos hasta que llegue Pablo?–¿Me lees otro cuento del tío Javier?–¡Buena idea! Pero hoy te toca leer a ti. Ya que vamos

a ver una película de terror, ¿qué tal si buscamos alguno de miedo? –propuso Berta, y añadió con voz lúgubre–: ¿Te atreves a entrar en el desván de los horrores?

Ana siguió la broma fingiendo estar asustada. «Y que lo digas –pensó–. ¡Como que hay un muerto bajo las tablas del suelo!». Siguió a su tía escaleras arriba. Berta simuló gemidos de fantasma y risas malévolas hasta llegar al desván. Al entrar, Ana encendió la luz.

–¡Espera, espera! Se me ha ocurrido una idea mejor –dijo su tía rebuscando en las cajas polvorientas–. ¡Aquí están! Apaga la luz. Yo bajaré la persiana.

Ana obedeció y su tía encendió una linterna y la enfocó bajo su barbilla. Entregó otra a Ana, que la imitó, y colocó una tercera sobre una de las estanterías enfocando al techo.

–Ahora abriré el baúl maldito y liberaré a los fantasmas. ¿Estás preparada?

Ana se estaba contagiando del ambiente. Asintió emocionada disfrutando del cosquilleo que comenzaba a recorrer su espalda. Cuando se estaba concentrando para comenzar a leer, un libro cayó de la estantería que estaba junto a ella y no pudo evitar soltar un gritito.

–Lo ves. Ya están aquí...

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En el pantanoNadie iba a salir de allí. No consentiría que se salieran con la suya. No habían ganado una guerra para esto. Esa pandilla de malditos rojos amigos de los maquis había costado demasiada sangre patriota para consentir que ahora se fueran “de rositas”. El gobernador estaba de acuerdo con él en que aquel pueblo merecía un castigo ejemplar y ambos contaban con el beneplácito de las más altas autoridades... ¡pero no para esto! ¡El muy cobarde, traidor, después de todo lo que había hecho por él! Al fin y al cabo, ¿quién le había recomendado para el cargo? ¿Quién había movido sus influencias en la capital para colocar a su amigo en el poder? Y ahora ese maldito desagradecido quería dar carpetazo al asunto lo más rápido posible. Tenía miedo de que aquello le salpicara. ¡Pues vaya si le iba a salpicar! Le iba a sepultar en lodo hasta las cejas. Le había dado la solución perfecta, le había dado los nombres de todos los que habían empuñado armas contra el ejército nacional y de todos los canallas que habían escondido a los rebeldes que tanto daño habían causado. ¡Pero no! Hacía seis años que la guerra había terminado, ahora había finalizado la de Europa, y necesitaban dar sensación de “normalidad”. ¡Como si eso fuera a consolar a los muertos! No eran tiempos ya para un castigo público ni para una detención en masa, pero sí para un escarmiento. Por eso se les había ocurrido la feliz solución de modificar el trazado del nuevo pantano. En lugar de inundar tierra baldía, sepultarían el pueblo. ¡Su pueblo, porque aquel condenado lugar le pertenecía piedra por piedra! Habían prometido a los lugareños construir un pueblo nuevo en lo alto del valle, pero él sabía de buena tinta que no era cierto. Pensaban repartirlos entre las poblaciones de la comarca y borrar para siempre el nombre de aquel lugar. Ése iba a ser su escarmiento. Y a él pensaban relegarle a la capital de provincia con la promesa de ser compensado con creces con algún cargucho de poca monta. Si pensaban que Ernesto Guzmán iba a conformarse con eso, es que no le conocían. De allí no se iba a mover, ni él

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ni nadie. Antes todos muertos que abandonar el pueblo.Aquélla era la noche. Don Ernesto esperaba sentado en la

butaca de su salón a que sonara el teléfono, el único del pueblo. El gobernador iba a llamar para confirmarle que el plan seguía adelante. Afuera sonaba la música de la banda y por la ventana abierta le llegaba el jolgorio de aquellos ilusos que festejaban las fiestas patronales, las mejores que habían tenido en muchos años. Don Ernesto se había asegurado de ello. Les había contratado una banda, les había pagado cenas, concursos, procesiones y bailes que durarían tres días y tres noches. No había reparado en gastos. ¡Que disfrutasen aquellos malditos de sus últimas horas! Él disfrutaría después. El teléfono sonó y don Ernesto recibió la confirmación: dos noches más tarde se abrirían las compuertas del antiguo embalse y se inundaría el lugar. No le había costado trabajo convencer a su antiguo amigo de que no era necesario enviar a las autoridades para desalojar el pueblo. Él se encargaría de todo, le aseguró que no quedaría ni un alma para cuando se cumpliese el plazo. Incluso avisaría al encargado del embalse cuando todo hubiese quedado vacío. Y el gobernador se había mostrado encantado de no tener que preocuparse más por aquel problema. Don Ernesto colgó el teléfono, satisfecho, y nadie supo más sobre el asunto hasta dos noches más tarde.

Las aguas llegaron de madrugada. Tras la despedida de las fabulosas fiestas de aquel año, todo el mundo dormía plácidamente cuando el pantano llegó con violencia, arrasando todo a su paso. Muy pocos fueron conscientes de estar siendo sepultados en vida bajo toneladas de agua. Para los que despertaron, ya era tarde. Don Ernesto había avisado al encargado del embalse, sí. Pero lo había hecho en nombre del gobernador. Si él tenía que hundirse, todos se hundirían con él, del primero al último. Sólo se lamentó durante un segundo de no haber sacado de allí a su hija, pero enseguida se retractó: él era su única familia y no iba a consentir que anduviese por el mundo sola y sin patrimonio. Don Ernesto aguardó las aguas sentado en la butaca de su salón, con su traje de los domingos, y las recibió sin una mueca de temor.

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Ahora sería el señor de aquel lugar para siempre...

Daniel había permanecido taciturno durante todo el viaje. Escondido tras sus auriculares, recostado en su asiento con la cabeza apoyada en el respaldo, fingía mirar por la ventanilla aunque en realidad no prestaba atención a nada de cuanto veía. Así habían sido las cosas en los últimos tres años. Gustavo había intentado varias veces entablar conversación, por trivial que ésta fuera, desde que salieron de casa aquella tarde, aunque sólo sirviese para tratar de aparentar que aquél era un viaje de placer, decidido y aceptado por ambos con el mismo ánimo, pero la apatía de Daniel le había devuelto a la realidad en cada ocasión. Las cosas ya no eran como antes. Al tercer intento, Daniel se había puesto los auriculares con parsimonia, como si en realidad no hubiese oído hablar a su padre. Gustavo odiaba que hiciera eso. Finalmente había desistido. Miró de nuevo a Daniel y reconoció en él los rasgos de su madre, que tantas veces había ocupado aquel asiento en otros viajes tan distintos. Recordaba su entusiasmo. Viajando disfrutaba como una niña. Y su risa. Ahora sólo había silencio. Ni siquiera el zumbido del motor lograba llenar ese silencio que se había instalado en sus vidas como un pasajero molesto. Y el silencio le hacía pensar, le mostraba lo solo que se encontraba y el dolor se hacía más fuerte, le agarraba el pecho y la boca del estómago y le oprimía hasta no dejarle respirar, hasta hacerle desear gritar para poder hacerlo. Gustavo encendió la radio del coche, la sintonizó en una emisora cualquiera y dejó que la canción del verano ahogase el silencio y le llenase los oídos y la mente con pensamientos triviales. Ansiados pensamientos. No, definitivamente las cosas ya no eran como antes.

Veinte años atrás, durante otras vacaciones de verano, Gustavo había conocido a Isabel. Hasta entonces había sido un “bala perdida”, pero una noche todo cambió. La vio al fondo de la discoteca, sentada con sus amigas y no necesitó pensarlo más. Fue hacia ella, le preguntó si quería bailar y sintió el vínculo que les unía con sólo cogerla de la mano. Ella

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lo sintió también y ya nunca volvió a separarse de él, a pesar de las advertencias de cuantos la conocían y, sobre todo, de cuantos le conocían a él. Pero Isabel le hizo cambiar, o mejor, Gustavo deseó cambiar nada más conocerla. Estar a su lado le hacía desear ser mejor y eso ya era un buen comienzo para alguien como él. Superaron dos años de obstáculos y se casaron por lo civil, para disgusto de sus padres. Y todo les fue bien desde ese momento. Dos años después tuvieron a Daniel y sus vidas, aunque antes no estuvieran vacías, terminaron de llenarse. Fue como colocar la pieza que completa un puzzle. Eran la familia perfecta. El trabajo les iba viento en popa. Sus vidas estaban completas. Hasta que un maldito día la arrancaron de su lado. De golpe, sin previo aviso. Dijo «hasta luego» y Gustavo nunca más volvió a ver su sonrisa. Cuando el timbre de la puerta volvió a sonar a los diez minutos de su marcha, incluso bromeó con la idea de los despistes de su mujer. «¿Qué te has dejado esta vez?», había dicho al abrir la puerta. Pero era un vecino con la brutal noticia de que Isabel había sido atropellada a la puerta de su propia casa. Si al menos hubiese enfermado habría tenido tiempo para hacerse a la idea. Eso no habría mitigado el dolor, pero no habría sido como arrancarle de cuajo el corazón.

Decírselo a Daniel fue lo más duro que había hecho en su vida. Pero lo peor fue la reacción del muchacho, sin una sola lágrima. Se encerró en su mundo y se cargó de resentimiento contra todo y contra todos. Apenas decía cuatro palabras al día y pocas de ellas dirigidas a su padre. Casi nunca le miraba a los ojos y cuando lo hacía le hacía sentir tanto frío por dentro que era Gustavo quien finalmente desviaba la mirada. Daniel cambió radicalmente su forma de peinarse y de vestir, aunque Gustavo quiso pensar que eso era propio de la adolescencia. Dejó de salir con sus amigos de siempre, los chavales que habían crecido con él, y pasaba cada vez más tiempo solo, encerrado en su cuarto, con la música haciendo retumbar los cristales de las ventanas. Comenzó a interesarse por el ocultismo y a Gustavo no le pareció mal; pero cuando

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apareció por casa con un tatuaje en el brazo que decía «Satán es mi padre», Gustavo decidió que era el momento para un cambio de ambiente. Pidió un adelanto de las vacaciones y emprendió el viaje con Daniel hacia la casa de los abuelos. Sus suegros siempre les habían recibido con cariño, Daniel les adoraba y las temporadas en el pueblo siempre le habían sentado bien. Sin embargo, Daniel había acatado la decisión de su padre sin ninguna muestra de entusiasmo. Sencillamente había entrado en su cuarto y había metido cuatro pantalones y cuatro camisetas en su bolsa de deporte. Sin palabras. Si al menos se rebelase, si discutiese alguna vez, para Gustavo sería menos angustioso. Cualquier cosa sería mejor que aquel silencio.

La decisión de partir había sido tan precipitada que Gustavo no había tenido tiempo de planear el trayecto, como acostumbraba a hacer. Desde su último viaje, antes de la muerte de Isabel, las carreteras habían mejorado bastante pero ya no conformaban la ruta que Gustavo conocía. Empezó a ponerse nervioso cuando le obligaron a tomar un desvío que le apartaba del camino conocido y le llevaba hacia una nueva autovía. La noche se les había echado encima y la iluminación era algo que todavía no había llegado al presupuesto del ministerio. El desvío les hacía pasar junto a un pantano. Al verlo, Daniel se dio cuenta del cambio de dirección, apagó su radio y sin quitarse aún los auriculares se incorporó en su asiento.

–Éste no es el camino –dijo y su voz sobresaltó a Gustavo, aunque le alivió profundamente oírle hablar al fin tras tantas horas de viaje.

–Nos hacen tomar un desvío, pero no pasa nada. Enseguida cogeremos la autovía y llegaremos mucho antes.

La explicación de su padre pareció tranquilizar a Daniel, pero justo cuando iba a conectar de nuevo su radio, vio pasar junto a su ventanilla la entrada a la autovía.

–¡Que te la has pasado! –le reprendió.Gustavo dio un giro brusco de volante, pero en vez de

tomar el desvío se adentró por un camino vecinal mal

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asfaltado y sin ninguna iluminación.–¿Sabes dónde estamos? –preguntó Daniel y su voz sonó

asustada.–No pasa nada, busca una señal y volveremos a salir a la

carretera.Gustavo trataba de parecer confiado, pero Daniel estaba

muy nervioso.–¿Qué señal? ¡Aquí no hay ninguna señal, te has metido

en un camino de cabras!–Tranquilo, Daniel, tranquilo... –le dijo Gustavo

quitándose el cinturón de seguridad para sentirse más cómodo–. Busca el mapa en la guantera y a ver si averiguas dónde estamos.

Daniel abrió la guantera pero el coche no dejaba de dar saltos y le cayeron varios objetos a los pies.

–¡Joder, cuánta mierda llevas aquí! –se quejó mientras se quitaba también el cinturón y se agachaba para buscarlos a tientas.

Gustavo, distraído, no vio la señal que indicaba el final del camino. Luego todo fue muy rápido. Y muy confuso... Más tarde, Gustavo recordaría vagamente haber oído gritar a Daniel al golpearse contra el suelo cuando el coche comenzó a dar sacudidas. Él mismo se había golpeado el pecho contra el volante, pero el dolor no le dejaba gritar. Trató de llamar a su hijo sin conseguirlo y la oscuridad no le dejaba ver si se encontraba bien. El coche parecía estar cayendo por un terraplén y la inclinación hacía que el volante se le clavase más aún en las costillas. El dolor era ya insoportable. Gustavo trataba de respirar pero el aire le abrasaba la garganta. Comenzó a ver puntitos de una luz blanca que acabó cegándole y escuchó un silbido cada vez mayor en los oídos y supo que iba a perder el conocimiento. Y así lo hizo justo en el momento en que el coche terminó de caer.

Cuando unos zarandeos en su brazo le hicieron despertar, Gustavo no sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. En realidad, no sabía dónde se encontraba ni por qué. Oyó a su hijo llamándole varias veces por su nombre y estuvo a

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punto de echarse a reír y decirle: «¡Hombre, pero si te acuerdas de cómo me llamo!», pero en lugar de eso sólo le salió una risita extraña. Cuando al fin se le despejó un poco la mente, se encontró con la mirada asustada de Daniel, que le preguntaba si se encontraba bien. Gustavo también se asustó al ver resbalar la sangre desde la frente del muchacho, pero éste le aseguró que no era nada importante y su padre se tranquilizó un poco. Le sorprendió comprobar que el dolor del pecho había disminuido hasta convertirse en una vaga molestia una vez había dejado de estar aprisionado por el volante. Lo que sí sentía con intensidad era mucho frío, pero pensó que era normal.

–Por eso será que abrigan a los heridos –pensó, sin darse cuenta de que lo decía también en voz alta.

–¿Seguro que te encuentras bien? –le preguntó de nuevo Daniel y Gustavo comprobó que también el chico temblaba de frío.

–Será mejor que salgamos de aquí.Daniel le explicó que ya había intentado abrir las puertas

cuando él estaba inconsciente, pero que parecían estar atascadas. Decidieron intentarlo juntos, quizá entre los dos tendrían más fuerza. Gustavo no se había dado cuenta de que el interior del coche estaba iluminado hasta que vio a Daniel dirigir una linterna hacia el tirador de la puerta. Empujaron con todas sus fuerzas, pero la puerta no cedía. Antes de que volviesen a intentarlo, se abrió de golpe por sí sola y un rostro apareció de improviso haciéndoles gritar a la vez. Era una mujer de unos treinta y tantos, el cabello rubio recogido sobre la nuca, la tez pálida, los rasgos delicados. La mujer se disculpó por el sobresalto y Gustavo sintió de nuevo una sensación de hormigueo en la boca del estómago, desconocida desde hacía tiempo. Carraspeó y se disculpó a su vez por haber gritado. La mujer le sonrió y Gustavo acabó de enamorarse. Por segunda vez en su vida, de un solo vistazo, supo que había encontrado un alma gemela. Ambos se miraron a los ojos sin hablar y Daniel, incómodo, dijo:

–¿Podemos salir ya?

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Una vez fuera del vehículo, comprobaron que habían chocado contra el muro de una casa medio derruida. Preguntaron si ellos habían provocado el derrumbe y la mujer, que dijo llamarse Amelia, les tranquilizó diciendo que la casa llevaba años en ruinas. Alumbrándose con la linterna de Daniel, comprobaron que el resto del pueblo no tenía mejor aspecto.

–¿Sabe dónde podríamos telefonear para llamar a la grúa? –preguntó Gustavo y Amelia pareció dudar.

–El único teléfono del pueblo está en mi casa –respondió la mujer.

Y les invitó a que la acompañasen, aunque a Daniel le pareció que lo hacía de mala gana. El pueblo entero estaba sumido en la oscuridad más absoluta, ni siquiera las calles estaban iluminadas. Cuando el muchacho preguntó el motivo, Amelia se encogió de hombros.

–Todo el mundo duerme... –dijo simplemente.Al pasar junto a un callejón sin salida, a Daniel le pareció

ver un coche abandonado y oxidado por el paso del tiempo. Preguntó por qué no lo habían retirado de la calle, pero la mujer no respondió y su padre estaba demasiado encandilado con ella para prestarle atención. Daniel sintió una punzada de celos y no dijo nada más durante un buen rato.

La mujer les contó que vivía con su padre en la casa más grande del pueblo. En realidad, su padre era el propietario de todos los terrenos que ocupaban las casas y de todo cuanto rodeaba al pueblo en varios cientos de hectáreas a la redonda. Todo el que quería construirse una casa debía pagarle el valor de la tierra. Como no podían hacerlo, su padre les cobraba un arrendamiento, casi siempre a cambio de su trabajo o de buena parte de su jornal. Y por ese motivo casi todo el mundo trabajaba para él en sus campos de trigo o en sus viñedos, salvo, por supuesto, el cura y el alcalde. Aunque las malas lenguas decían que incluso ellos estaban a su servicio. Gustavo le preguntó por qué nadie arreglaba las casas, que se encontraban en franco deterioro. Amelia le explicó que todos pensaban marcharse de allí cuando se

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construyese el pantano.–¡Pero si ya está construido! Nosotros hemos pasado

junto a él hace un rato... –protestó Daniel.–Será otro al que se refiere Amelia, hijo. ¡Y no

interrumpas más, hombre, que es de mala educación! –le reprendió su padre.

La mujer continuó hablando, haciendo caso omiso a las palabras de sus invitados. Las aguas del pantano iban a inundar el pueblo por completo y todos se verían obligados a abandonarlo. El Gobernador Civil había prometido construir un pueblo nuevo en la parte más alta del valle, con casas para todos los habitantes. Pero su padre no estaba de acuerdo en absoluto con esta solución. El pantano no sólo anegaría todos los solares de las casas, que eran de su propiedad, sino también sus campos de trigo y sus viñedos. Y su orgullo con ellos. Además, la gente conseguiría un hogar propio sin tener que pagarle a él arrendamiento alguno y eso no podía consentirlo. Por eso estaba en pleitos con el Gobernador que, por cierto, en otros tiempos había sido un buen amigo de la familia, aunque quizás más de su difunta madre que de su padre, don Ernesto Guzmán. Y don Ernesto había jurado que antes todos muertos que abandonar el pueblo. Y así estaban las cosas...

–Y a usted, ¿le gustaría marcharse? –le preguntó Gustavo, esperanzado.

–Lo más lejos posible. Pero no puedo –se lamentó Amelia.

–¿Por qué no? –insistió Gustavo.–Mi padre no me lo permitirá nunca.Amelia no quiso seguir hablando del tema y Gustavo no

quiso ahondar en él. Se dio cuenta de que para ella era como hurgar en una herida abierta. Además, una casa junto a la que acababan de pasar, le había llamado poderosamente la atención. Cinco niños de diferentes edades jugaban en la entrada a pesar de lo avanzado de la noche y del intenso frío, que seguía calándole los huesos en pleno mes de julio. Los niños eran, indudablemente, de la misma familia, pues todos

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eran idénticos salvo en la estatura. «Las mismas cabezas a diferentes alturas –pensó–, como los hermanos Dalton». Este pensamiento le provocó una risita que trató de sofocar, pero el pensamiento siguió adelante. «Las mismas caras, las mismas cuencas vacías... ¡Miradas! ¡Las mismas miradas vacías!... ¿Cuencas? ¿En qué estaría yo pensando?». Sacudió la cabeza para alejar el escalofrío que había comenzado a sentir, aunque prefirió atribuirlo al frío. Sin embargo, no volvió la cabeza para mirar de nuevo a los niños. Aunque ellos sí habían dejado de jugar y les veían alejarse. Miradas vacías...

Al volver la esquina, Daniel vio otro coche abandonado y esta vez no iba a quedarse sin una respuesta. Gustavo tam-bién lo vio y le pidió una explicación a Amelia. Ésta les miró a ambos a los ojos. Por primera vez Daniel se fijó en su rostro y también le pareció una mujer hermosa, aunque muy cansada, como si hubiese envejecido en el tiempo que llevaba junto a ellos. Quizá era por lo tarde que era, supuso que en el pueblo acostumbrarían a acostarse temprano. O quizá por otra razón. Daniel intuía que contar la historia de su pueblo –y más aún, de su padre–, la dejaba exhausta. Que no congeniaba con su padre era algo evidente. Y que le temía, también. Daniel comenzó a sentir simpatía por ella, mezclada con algo de compasión. Amelia no había dicho ni una palabra en ese tiempo de reflexión del muchacho, como si respetase sus pensamientos. O como si hubiese necesitado juntar valor para tomar una determinación.

–Vengan conmigo –les dijo– y por favor no miren atrás.Y dando media vuelta comenzó a caminar cada vez más

deprisa de nuevo hacia la entrada del pueblo. Gustavo y Daniel oyeron el lamento de las campanas de la iglesia, lejano y extrañamente amortiguado, y no necesitaron ninguna señal más para seguir a la mujer. Ambos tenían la piel de gallina y esta vez no era por el frío. El presentimiento de que aquel doblar de campanas era por ellos les perseguía mientras seguían de cerca a la mujer, que ya casi corría, advirtiéndoles:

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–¡Deprisa, por favor, se acaba el tiempo!Sin poder evitarlo, Daniel miró hacia las ventanas de las

casas que iban dejando atrás y vio muchos rostros observándoles con gesto sorprendido. Rostros anormalmente pálidos. Le pareció ver que movían la boca. Incluso creyó oír lo que decían –«Quédate con nosotros...»–, pero lo achacó al miedo. Mejor así.

Llegaron al final de su loca carrera al alcanzar de nuevo su coche accidentado. Daniel y su padre estaban agotados. Gustavo, tratando de respirar a bocanadas, descubrió que estaba volviendo a sentir el dolor en su pecho cada vez con mayor intensidad. Amelia hablaba muy deprisa, intuyendo que el tiempo se les agotaba.

–Debéis salir antes de que mi padre os encuentre –les decía angustiada–. Él no os dejará marchar como no dejó marchar a los demás.

–Ven conmigo –le propuso Gustavo cogiendo sus pequeñas y frías manos.

–No puedo –aseguró la mujer comenzando a llorar.–Venga con nosotros –le pidió también Daniel, conmo-

vido.Amelia les sonrió entre lágrimas y su voz se hizo más

débil hasta hablar en un susurro.–Yo ya nunca podré salir de aquí...Daniel sintió un escalofrío sacudiendo su cuerpo con

violencia al comprender al fin la verdad.–Déjala ir, papá. Ella no puede irse de aquí –le rogó

Daniel con cariño.Pero Gustavo se negaba a dejar marchar a la mujer que

le había hecho sentir vivo de nuevo.–Tu padre no puede dominarte, Amelia, eres libre para ir

adonde quieras... –argumentó tratando desesperadamente de convencerla.

–Ya no –la oyó decir.Y Gustavo se detuvo bruscamente al comprender al fin.

Soltó sus frías manos y vio cómo la imagen de la mujer comenzaba a desvanecerse ante sus ojos, como todo lo

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demás. En su lugar, volvió a cegarle de nuevo esa luz blanquecina y el zumbido ensordecedor volvió a sus oídos. Y después, durante largo rato, nada más salvo sentirse flotar. A lo lejos, muy a lo lejos, la voz de Daniel llamándole. Otro espejismo, tal vez.

A un lado del camino, un camionero se encontraba tomando un bocado, cuando vio pasar un coche a demasiada velocidad. Él había hecho un alto en el camino y pensaba echar una cabezada antes de continuar su ruta, quizá al amanecer. Le sorprendió ver otro vehículo en aquel lugar que él sabía por otras veces que no llevaba a ninguna parte. Y poco después, lo oyó caer. Rápidamente pidió ayuda por radio y saltó de la cabina. Se asomó al terraplén y llegó a ver tan sólo la parte trasera del coche hundiéndose en las negras aguas del pantano. Se tiró al agua y trató de abrir las puertas del coche, pero estaban atascadas. Tuvo que emerger para tomar aire y volvió a intentarlo de nuevo. Había demasiada oscuridad para ver cuántas personas había dentro y si podían salir por sí solas. Era evidente que él solo no podría hacerlo. Volvió a salir a la orilla y corrió hacia la carretera para hacer parar a alguien que le ayudase, pero a esas horas de la madrugada no pasaba nadie por allí. Tampoco había noticia aún de policía ni ambulancia. Volvió a la cabina del camión para hacer una segunda llamada de auxilio. Le aseguraron que la ayuda iba en camino. Cuando llegó de nuevo junto a la orilla del pantano, vio a un muchacho malherido que trataba de sacar a rastras el cuerpo de un hombre, aunque parecía al borde del desmayo. El camionero, un hombre robusto acostumbrado a cargar grandes pesos día tras día, agarró al hombre por la camisa y al muchacho por la cintura y los sacó a ambos del agua. Francamente, el hombre le pareció un cadáver, sin embargo el chico comenzó a hacerle el boca a boca, mientras le gritaba para que despertase.

–¡Papá, despierta por favor! ¡No me dejes tú también! ¡DESPIERTA!

El camionero, conmovido, trató de agarrar al muchacho

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para que dejase descansar en paz a su padre, pero éste se revolvió como un animal salvaje y continuó tratando frenéticamente de reanimarle.

–¡¡Papá, despierta de una puta vez!! –gritaba entre lágrimas.

De improviso el hombre expulsó una bocanada de agua y después otra y otra más por boca y nariz y comenzó a toser hasta ponerse morado y a tragar aire a bocanadas feroces. El chico se echó a llorar con más fuerza y se abrazó a su padre, que le acariciaba el pelo y trataba de tranquilizarle y de seguir respirando a un tiempo. El camionero, el hombre recio, se secó las lágrimas con el brazo y se apartó un poco para dejar intimidad al hombre y a su hijo.

Gustavo y Daniel recibieron el alta al mismo tiempo. Se encontraban a casi cien kilómetros del lugar del accidente, en el hospital que atendía a todos los pueblos de la comarca. Allí su caso no les había resultado extraño. Llevaban más de sesenta años atendiendo a los accidentados que procedían de aquel mismo lugar, de aquel pantano maldito, aunque confiaban en que esto terminase cuando quedasen acabadas las obras de la autovía. Aunque ninguno de los dos había mencionado a Amelia, tal vez otro accidentado antes que ellos sí lo hiciera, porque el día de su marcha recibieron la visita del psicólogo del hospital. Quería tranquilizarles por si habían visto “algo” fuera de lo normal durante su accidente, pues al parecer era algo habitual en aquellos casos. Bien por la orografía del terreno, bien por la conmoción sufrida en el percance, algunos accidentados afirmaban haber visto a los antiguos habitantes del pueblo que se encontraba bajo las aguas del pantano, pero no debían preocuparse por ello ni darle mayor importancia. A no ser que las alucinaciones continuasen, en cuyo caso y como precaución les entregó su tarjeta por si necesitaban su consejo. Gustavo le agradeció el gesto pero rompió la tarjeta en cuanto el médico salió de la habitación. Ni él ni su hijo tenían ninguna intención de hablar con nadie sobre lo que habían vivido aquella noche. Y ambos

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sabían muy bien que no habían sido alucinaciones. Cuando se marchaban, una enfermera de su misma planta entró con ellos en el ascensor. Comenzó a hablar sin tapujos.

–¿Saben quién les sacó del agua?–Un camionero. Nos dio su nombre y su dirección en la

ambulancia, por si necesitábamos algo. Vamos a ir a su casa a darle las gracias en persona.

–Antes tienen que ver a alguien. Se llama Damián y es el encargado del cementerio de Castroviejo. Es el pueblo más cercano al que... se hundió en el pantano. Por decirlo así.

–Disculpe, pero no veo por qué...–La han visto, ¿verdad? Y a los demás –interrumpió la

mujer–. Mi hijo y mi nuera también la vieron. Ella les sacó del agua, a ellos y a mi nieta, que entonces tenía ocho meses. Se les había atascado el cinturón y se estaban ahogando. Mi hijo había perdido el conocimiento en el accidente. Díganme, ¿cómo salieron?

–La verdad, no tenemos ganas de volver a oír hablar de este asunto. Perdóneme.

–Su nombre es Amelia, ¿a que sí? –la mujer sonrió al ver la reacción de Gustavo al oír aquel nombre–. Dígame, ¿cómo es que todos los que salen de allí conocen su nombre? Los que son de por aquí pueden haberlo oído, es cierto. Pero, ¿y los forasteros, como ustedes? ¿Y los extranjeros? Y todos coinciden en su descripción. Una mujer joven, bonita, con el pelo...

–...rubio recogido en la nuca –interrumpió Daniel–. Papá, ella nos salvó la vida. Y tú lo sabes.

–Pasen por el cementerio. Por lo menos, le deben una visita.

El cementerio de Castroviejo era relativamente moderno. La casa del encargado, una vivienda de dos plantas bien acondicionada, se encontraba fuera de los muros. Daniel llevaba un ramo de margaritas. Gustavo llamó a la puerta y un hombre alto de pelo cano les abrió al momento. Gustavo comenzó a explicarle con torpeza el motivo de su visita pero

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el hombre le interrumpió con una sonrisa y les hizo pasar. Dolores, la enfermera con la que habían hablado en el hospital, ya le había puesto al corriente, como las otras veces. Les condujo a una salita muy acogedora y les ofreció café. Ambos rehusaron, algo cohibidos por la extraña situación, y el hombre les mostró entonces un álbum lleno de cartas y de recortes de prensa. Habría más de cien cartas, algunas amarillentas por el paso del tiempo. El hombre les leyó algunas líneas y la procedencia de algunas de ellas. Unas venían de diferentes partes del país y otras de países extranjeros. Y todos le encargaban ramos de flores para Amelia. Les leyó un breve recorte de prensa que apareció en un periódico local. En él, un periodista narraba su propio accidente y su extraño rescate.

–La mayoría de las cartas llegaron a raíz de esta noticia –les explicó Damián–. Antes, muchos de ellos no se habían atrevido a hablar sobre el tema. Y uno de ellos me decía que había encargado una placa de bronce para grabar una nota de agradecimiento y colocarla en la tumba de Amelia Guzmán. Se corrió la voz y la placa acabó siendo un panel de bronce que cubre la pared tras su tumba. Creo que deberían verla. Acompáñenme, por favor.

–Ella... ¿está aquí? –preguntó Gustavo. No estaba seguro de si quería enfrentarse de nuevo a la tumba de una mujer a la que había llegado a amar.

El hombre asintió y les condujo a la parte más alejada del cementerio. Allí el entorno cambiaba radicalmente. La refor-ma del cementerio parecía haberlo pasado por alto. Nadie visitaba aquel lugar y aunque Damián se ocupaba de mantenerlo limpio, el abandono y la soledad oprimían el ambiente.

–Pocos vienen por aquí. A nadie le gusta visitar una tumba vacía y aquí todas lo están.

Había un centenar de nichos, más pequeños de lo habitual, además de cuatro tumbas. En ninguno de ellos había rastro de flores, salvo en la tumba de Amelia, repleta de ramos secos. Gustavo y Daniel se sobrecogieron al ver la

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enorme placa de bronce que cubría la pared. Estaba repleta de nombres y de fechas, algunas se remontaban varias décadas en el tiempo. Leyeron en silencio las frases de agradecimiento que procedían de lugares tan lejanos y tan distintos. Daniel dejó el ramo de flores sobre la tumba de Amelia y, en voz baja, le dio las gracias. Gustavo escribió en una nota sus nombres y una frase y se la entregó a Damián. El hombre la leyó y asintió sin hablar. La nota decía: «Nunca sabrás hasta qué punto nos salvaste la vida».

–¡Mira, mira, tengo la piel de gallina! La has leído muy bien, se nota que eres escritora como tu... como Javier.

–Bueno, pero ahora te toca leer a ti. Tengo la garganta seca.

–¡Ah!, ¿Aún no has tenido bastante? Pues ahora sí que vas a saber lo que es temblar...

–¡Las dos vais a temblar de miedo! –gritó una voz que irrumpió en el desván y Ana y Berta se pusieron en pie, gritando. Pablo se moría de risa.

–¡Serás gamberro! ¿Qué haces aquí? Pero, ¿cómo has entrado?

–Adivina quién se ha dejado las llaves en la puerta, otra vez...

–No me digas...–Ten cuidado a ver si la próxima vez os dan un susto

de verdad. Hablando de sustos, ¿por qué está esto tan oscuro? ¿Qué estabais haciendo con tanto misterio?

–Leer historias de miedo del tío Javier –explicó Ana–. ¿Te apuntas? Pues te toca leer.

–¡Vale! Pero voy a buscar mi favorita... Aquí está.

Presa fácilPor el momento la noche no había sido demasiado productiva.

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Un par de carteras medio vacías y un reloj chapado en oro. No le darían demasiado por él, no lo que necesitaba. Cualquiera con dos dedos de frente se habría marchado a su agujero en vez de quedarse más tiempo en aquel sucio callejón helándose el culo. Pero la semana había sido floja y ahora tendría que hacer “horas extra” si quería cumplir su cupo, es decir, si no quería que el Coyote le rompiera las costillas. Ya le había dado un aviso y no era un tipo con mucha paciencia. A esas horas solía darse un garbeo por “El Trébol” para afanarse a los clientes que llevaban la cartera llena antes de entrar en el club. A las fulanas era mejor no tocarlas, estaban demasiado protegidas, no le fueran a hacer un tatuaje a puñaladas como le pasó al Charly. Pero la pasma no paraba de dar vueltas por el barrio y había tenido que cambiar de planes. ¡Cómo echaba de menos el verano! Más calor, menos ropa. Las carteras en el bolsillo del pantalón en vez de en el interior de las chaquetas. Más escotes para lucir joyas. Más horas en la calle, repleta siempre de “guiris” confiados. Y en las fiestas... ¡Eso sí que era un lujazo! Apretujarse contra la gente distraída con tanta lucecita y tanto niño en los caballitos. Y él a llenarse los bolsillos. Entonces sí que le recibía el Coyote enseñando las muelas de oro con su sonrisa de lobo. Pero todo eso se olvida pronto cuando vienen las vacas flacas. Y ahora le tocaba congelarse por la calle hasta las tantas para conseguir una miseria. ¡En fin! Peor estaban los que trabajaban cincuenta horas por cuatro perras.

Un ruido a la entrada del callejón le puso alerta. Pegado a la pared en aquel rincón oscuro no era visible para el que llegaba hasta que no le tuviese encima. Y allí no tenían escapatoria. El callejón desembocaba en otro y éste en otro más y así hasta conformar un verdadero laberinto para el que no conociese el lugar. Y él lo conocía como la palma de su mano. Y el último callejón terminaba en un solar abandonado, sin salida. Aunque le gustaba más trabajar en campo abierto –entre la gente se movía como pez en el agua– si eso no era posible aquél era su lugar de trabajo favorito. Prefería no

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tener que recurrir a la violencia, pero tampoco era manco con la navaja. Y si la cosa se ponía fea, en aquel lugar podrían tardar semanas en encontrar un fiambre. El ruido se aproximaba a él. Eran pasos, sin duda tacones de mujer. Cuando se estaba preparando para abalanzarse sobre ella, una rata del tamaño de un gato se montó en su pie. Reprimiendo un taco, lo sacudió con violencia, lanzando al repulsivo animal contra unas cajas amontonadas en la pared de enfrente. Había hecho más ruido del deseado y los pasos se aceleraron alejándose de él, estropeando así el factor sorpresa. No importaba. La mujer se estaba adentrando en el callejón.

Él había aprendido a distinguir el miedo por la forma en que la gente caminaba, igual que un animal lo distinguía por el olfato. Y se notaba que ella estaba nerviosa. El taconeo de sus zapatos retumbaba en las paredes como un tambor de guerra. Y de no ser por eso también habría sido fácil seguirla. Dejaba atrás una estela de perfume denso, almizclado, de esos que le dejaban a uno mareado. El callejón estaba demasiado oscuro para distinguirla, pero él comenzó a hacerse una idea de cómo era por su silueta bajo la luz de la luna. Era menuda, no le daría problemas. Y ágil, a juzgar por su forma de caminar. Debía de ser joven. De haber sido una noche más fructífera, tal vez se tomaría su tiempo con ella. Pero ese día le convenía dar unos cuantos golpes más antes de irse a dormir. ¡Lástima! Tal vez otro día. Ahora lo que le interesaba era arrancarle el bolso que llevaba colgado del hombro y salir zumbando. Lo distinguía por el brillo y el tintineo de la cadenita de la que colgaba. Al doblar la siguiente esquina la alcanzaría. Iba a ser pan comido.

Llegó al siguiente callejón esperando encontrarla unos pasos por delante, pero la mujer sin duda había notado su presencia pues había echado a correr. Sus tacones resonaban en la noche como una ametralladora. Bueno, no importaba demasiado, una carrera le quitaría de encima ese condenado frío. Además, ella no tenía escapatoria a no ser que pudiera escalar las paredes. Aceleró el paso hasta el final del callejón

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y dobló bruscamente la esquina. Justo en ese momento comenzaron a caer unas gruesas gotas de lluvia. Miró al cielo y vio destellos entre los nubarrones que ocultaban las estrellas. Un relámpago iluminó el callejón y por un instante pudo verla claramente corriendo sin parar y lanzando miraditas nerviosas por encima de su hombro, tratando de ver a su perseguidor. Sí, sin duda era joven. Tenía una melena larga y espesa que se sacudía a un lado y a otro en su loca carrera. Él se detuvo antes de llegar a la última esquina y sonrió satisfecho. Se estaba excitando con aquella perse-cución. Le encantaba jugar al ratón y al gato. Tal vez sí podría trabajarse a esa ratita después de todo. El Coyote podía irse al carajo. La chica había llegado ya al final del último callejón y había entrado en el solar. No había salida. Ella solita se había metido en la boca del lobo. Perfecto. Allí nadie la oiría gritar.

La lluvia caía ya con fuerza cuando él entró en el solar abandonado. La tormenta estaba sobre la ciudad y los relámpagos destellaban en el cielo a cada instante, iluminando aquel lugar inmundo de forma intermitente. Le sorprendió comprobar que la chica no se había escondido. La vio al fondo del solar, de pie junto a unos montones de chatarra. Con el siguiente relámpago la vio caminar lentamente hacia él. Estupendo. Al parecer la ratita también quería jugar. La noche no iba a ser tan mala, después de todo. El solar volvió a quedar sumido en la oscuridad durante unos segundos y él se inquietó por si la chica aprovechaba el momento para escapar, a pesar de que tenía cubierta la única salida. Pero la tormenta arreció y una serie de relámpagos encadenados le alumbraron lo suficiente para no perder detalle de lo que ocurrió a continuación. La chica estaba ya muy cerca, sólo a unos pasos de él. Y fue en ese momento cuando se quedó petrificado, cuando el miedo y la sorpresa no le dejaron huir. Ella se acercaba, sí, pero sus pies no tocaban el suelo. Se deslizaba hacia él flotando unos centímetros por encima del pavimento. Un poderoso relámpago iluminó su rostro cuando ya la tenía muy cerca. El

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brillo salvaje de sus ojos contrastaba con su piel cetrina, pero no era eso lo peor. Su boca abierta en una mueca animal, su fétido aliento inundándole hasta las náuseas, y sus largos y afilados colmillos acercándose a su garganta. Él lo compren-dió unos segundos antes de morir. El cazador cazado. Habría tenido su gracia de no ser por el líquido caliente que comenzaba a deslizarse desde su entrepierna hasta sus pies. Él tenía razón, nadie le oyó gritar cuando aquella criatura le desgarró la carótida y se alimentó de él. Y si le oyeron, a nadie le importó un comino.

–Y ahora, señoritas, preparaos para ser devoradas. ¡Tengo hambre! –dijo Pablo abalanzándose sobre ellas con la boca abierta.

–Anda, payaso –dijo Berta entre risas–, si tienes hambre te comes el bocadillo que te hemos preparado...

–¿Me habéis hecho el bocata?–El que a ti te gusta. De jamón serrano con tomate. Pablo les dio las gracias a ambas con sendos besos, a

Ana en la mejilla y a Berta en el cuello, continuando con la broma del vampiro.

–Venga, venga –dijo Berta zafándose de él–. Será mejor que nos demos prisa si queremos coger mesa en el cine.

–¿No hay tiempo para uno más? –preguntó Ana–. Ahora te toca a ti...

–Está bien, está bien. Pero éste será el último, que no llegaremos a tiempo...

Medianoche en la casa de la viuda negra(Cuento gótico)

«No nos siguen. No nos siguen, aún», informaba Javier cada cinco minutos, vigilando nerviosamente por el cristal trasero

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del automóvil en espera de ver aparecer en cualquier momento a la policía para darles caza. A los otros dos hombres, en especial a Ramón, comenzaba a irritarles su angustia. A Ramón el muchacho le sacaba de quicio. No comprendía por qué Lucas se había traído a su hermanito para hacer un trabajo de hombres. Lucas miró a su hermano a través del retrovisor. Le vio recostarse en su asiento tratando de tranquilizarse. Estaba muy pálido. Empezaba a arrepentirse de haberle llevado consigo en ese trabajo, aunque tarde o temprano debía iniciarse en el negocio. Al fin y al cabo, él era más joven que Javi cuando dio su primer golpe. El chico estaba muy verde, pero tenía madera. Esa mañana se había portado como un tío, no se había rajado en ningún momento, ni siquiera cuando el gilipollas del nuevo le había disparado al guardia de seguridad. Javi había estado rápido dándole un empujón al guardia cuando trataba de levantarse de nuevo. Aquel tipo no tenía ni idea de que su hermano le había salvado la vida. De no haberlo hecho, gracias a Ramón, a esas horas les estarían buscando por algo más que por asalto a un banco. Ese tío no era de fiar. Demasiado violento, disfrutaba metiendo ruido. A Lucas le gustaban los trabajos rápidos y limpios. Violencia, la justa. Entrar, limpiar y salir. Por culpa de tipos como Ramón, se jodían las cosas. A él ya le habían enganchado más de una vez por ser demasiado confiado, las referencias de un amigo de la trena le bastaban. Debería haberse informado más sobre Ramón antes de aceptar dar un golpe con él. Esta vez había salido bien, habían pillado una buena cantidad, pero eso no sirve de nada si te cogen. Pero eso no le volvería a pasar. En aquel momento iban rumbo a las montañas. Lucas se había preparado bien el golpe, se había estudiado a fondo el mapa de la zona y conocía bien los caminos secundarios, bien alejados de la carretera principal, que se perdían en los bosques de la comarca. Había un sinfín de lugares donde esconderse en caso de que las cosas se pusieran feas, como de hecho se habían puesto.

–¿Nos hemos perdido? –preguntó Ramón con sarcas-

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mo–. ¿Quieres que baje a preguntar?–Vamos a buscar un lugar tranquilo y a repartir. Y cada

cual por su lado –le informó Lucas escuetamente.–¿Ah, sí? ¿Y me dejas aquí tirado? ¿Cómo quieres que me

largue, a dedo?–Eres un hombre de recursos, ¿no? ¿O quieres que te

llame un taxi? –preguntó Lucas, en el mismo tono–. Pilla un coche. Con lo que has sacado hoy, ya te podrías comprar uno...

–Vale, vale –repicó Ramón, sombrío–. Se hacen las partes... y tan amigos.

Se recostó en su asiento con esa sonrisa aviesa que tanto enojaba a Lucas y metió la mano en el bolsillo de su cazadora. Lucas sabía muy bien lo que guardaba allí. A partir de ese momento procuraría no darle la espalda. Ni dejarle solo con Javi.

Cuando llegaron al primer monte el camino se volvió sinuoso. La vegetación se fue espesando hasta convertirse en un tupido bosque. A medida que avanzaban, la pendiente se iba haciendo más pronunciada y las curvas más cerradas, y Javier comenzó a marearse. Bajó la ventanilla, como su hermano le indicó, y sacó la cabeza por ella para recibir el viento en la cara, pero las náuseas iban en aumento. El cielo se iba inundando de nubes conforme ascendían, hasta cubrirse por completo. La llovizna alivió un poco a Javier, pero aun así rogó a su hermano que parase. Lucas se desvió por un camino sin asfaltar y detuvo el vehículo. Dudó por un momento sobre lo que haría a continuación. No estaba dispuesto a dejar a Ramón solo con el dinero en el maletero. Pero dejar el coche abandonado tampoco era una opción. Ramón adivinó su vacilación.

–¿Quieres que le acompañe yo? –se ofreció, socarrón.Lucas no le respondió. Javi ya se cubría la boca con las

manos, conteniendo las arcadas como podía. Lucas quitó la llave del contacto y bajó del coche. Sacó primero las dos bolsas de deporte del maletero y a continuación ayudó a salir a su hermano, que corrió delante de él, conteniéndose

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apenas. Ramón soltó una risita burlona al verles alejarse precipitadamente hacia el bosque. Encendió la radio del coche buscando las noticias y no tardó en encontrar el parte con el informe del atraco. Tal como Lucas había previsto, la búsqueda se centraba en la autovía a la capital. Un tío listo ese Lucas. Pero demasiado tocapelotas para su gusto. Él estaba acostumbrado a trabajar solo y no a tragarse las órdenes de nadie. Al fin y al cabo, no era tan mala la idea de irse cada uno por su lado. En cuanto a repartir, bueno... él tenía otros planes. El tipo parecía haberse olido algo. Tendría que ser más cauto. Mientras volvían los dos hermanitos se dedicó a estudiar el mapa. Cuando les vio regresar, se lo guardó en la cazadora y apagó la radio. Los otros volvieron a entrar en el coche. Estaban empapados. La lluvia había comenzado a arreciar y el cielo a oscurecerse.

–Hay un camino más adelante. Vamos a alejarnos de la carretera –informó Lucas.

A Ramón le pareció un plan perfecto; aunque dudaba mucho que aquel camino de cabras condujese a algún lugar, no protestó en absoluto. El bosque podría tragarse dos cuerpos sin problemas. Javier no tenía fuerzas para opinar. El vehículo avanzaba a saltos por aquel terreno abrupto, invadido a trechos por la maleza. Cuando Lucas ya empezaba a plantearse la posibilidad de dar media vuelta, a través de la lluvia distinguió una casa a lo lejos. El motor del coche comenzó a carraspear cuando la lluvia se transformó en tormenta, y dio sus últimos estertores a escasos metros de la casa. Lucas trató de arrancar de nuevo sin conseguirlo. De todos modos el camino terminaba allí, a las puertas de aquel enorme y destartalado caserón, que parecía abandonado. El lugar era perfecto, aislado y apartado de la carretera, pero quedarse sin vehículo no entraba en sus planes. Deberían buscar una alternativa. Se preparó para soportar los sarcasmos de Ramón, pero éste se encontraba sorpren-dentemente silencioso, la mirada absorta en las lindes del camino.

–Algo se ha movido por ahí –advirtió.

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–Yo también lo he visto –corroboró Javier.Lucas escrutó a su vez la vegetación que les flanqueaba,

aunque la lluvia no dejaba mucho campo de visión.–Yo no veo nada...Un enorme perro se plantó de patas contra su ventanilla,

ladrando hasta quedar afónico. Los tres se sobresaltaron y Javier gritó.

–Tranquilo, Javi. Sólo es un perro abandonado.–¿Ah, sí? Pues ahí vienen sus colegas a buscarle –objetó

Ramón.Varios perros más, todos de gran tamaño, se dirigían

hacia el coche, renqueando. Se acercaron olfateando el aire y comenzaron a rodear el coche entre gruñidos. Era difícil determinar su número bajo la intensa lluvia, pero en un primer vistazo superaban la docena. Lucas y Ramón comenzaron a discutir. Lucas proponía permanecer en el coche hasta que los animales se cansasen de merodear, pero Ramón prefería abrirse paso a patadas o a tiros, si era necesario. Javier, aunque asustado, mantuvo la calma.

–Callaos los dos –les ordenó–. Hay alguien en la casa.Los dos hombres dejaron de vociferar al adivinar una si-

lueta tras los visillos de una de las ventanas. Al momento, la puerta de la casa se abrió y los dos echaron mano instinti-vamente a sus armas, hasta que les pareció ver una figura vestida de negro y escucharon la voz de una anciana invitándoles a entrar. A una orden de ésta, los perros dejaron de ladrar al instante. Otra orden y se apartaron todos del coche, aunque sin alejarse demasiado.

–¿No preferiríais refugiaros dentro de la casa hasta que pase la tormenta? No tenéis nada que temer...

Todos acordaron aceptar su hospitalidad. Con el motor averiado, tampoco les quedaban más opciones. Con un poco de suerte estaría sola y quizá tuviese algún coche que tomar prestado. Pero eso sería más tarde, cuando cesara la tormenta. Lucas cogió las bolsas del dinero, escondió su arma en una de ellas y todos salieron despacio del coche y avanzaron hacia la casa con cautela. Los perros les escoltaron

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hasta la escalinata que conducía a la puerta de aquella enorme casona tragada por el bosque. Lucas dio un último vistazo al exterior en aquella desapacible mañana de primavera, antes de cerrar tras de sí. Le sobresaltó el sonoro eco que se produjo al cerrar la puerta, retumbando en las paredes como en un enorme mausoleo. En alguna parte, un reloj de péndulo anunció las diez. Los tres se habían detenido en la entrada, recelosos, esperando escuchar alguna otra voz. Nada. Todas las ventanas estaban cerradas, sumiendo la casa en la penumbra y les costó unos minutos acostumbrarse a esa media luz. Lucas apretaba contra sí las bolsas mientras aguardaba a que su vista se aclarase. Ya comenzaba a reconocer las formas que le rodeaban cuando escuchó de nuevo la voz de la mujer, tan cercana que le sobresaltó:

–¿Os apetece un café? Venid conmigo a la cocina, se está más cómodo allí. Tendréis que seguir mi voz, el corredor está muy oscuro, las bombillas llevan años fundidas. Pero pasad, no os quedéis ahí de pie. ¿Acaso tenéis miedo de una anciana?

Los tres obedecieron siguiendo la voz de la mujer. Lucas tenía la extraña sensación de estar caminando cuesta abajo. Al final del largo corredor llegaron a una gran cocina apenas iluminada. Allí vieron por primera vez a su anfitriona. Era una anciana vestida de luto, encorvada sobre un andador que la ayudaba a moverse con dificultad. Los tres se sentaron a una mesa y la mujer les sirvió trabajosamente un café sucio y maloliente.

–Disculpad mi torpeza –les dijo–. Desde que tengo que usar este trasto, me cuesta moverme más que antes. Parece mentira que teniendo más piernas vaya más despacio –bro-meó.

–¿No se enfadará el jefe si viene y nos ve aquí? –pre-guntó Ramón, rascándose distraídamente el cuello.

–No te entiendo, hijo.–Quiere decir su marido –terció Lucas–. Quizá no le guste

que haya desconocidos en su casa. O a sus hijos...–¿Mi...? ¡Ah!... No, no hay marido. El último se me murió

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hace años. Y nunca he tenido hijos. Estoy solita aquí, con mis fieles compañeros –dijo señalando hacia fuera con un gesto de cabeza–. Y no necesito a nadie más, yo me basto y me sobro. Bueno, agradezco infinitamente una visita de vez en cuando –les sonrió exageradamente–. Sobre todo de gente joven como vosotros... ¡Me dais la vida!

–¿Y el médico? –interrogó Ramón. Quería asegurarse de que nadie se iba a presentar de improviso.

–¿Lo dices por este trasto? No, no, esto es sólo temporal. Mi salud es excelente, sólo estoy un poco débil... Bueno, y ahora a desayunar, que los jóvenes tenéis que comer mucho.

Les sirvió bollos rancios con el café y se sentó trabajosamente junto a sus invitados. El reloj anunció las siete.

–El reloj está estropeado, ¿no? Hace un momento eran las diez...

–No, no, en absoluto. Lleva conmigo muchos años y jamás se ha retrasado ni un minuto.

Ramón y Lucas se miraron con incredulidad, pero no hicieron más comentarios. La anciana se percató de que faltaba el azúcar y le pidió al muchacho que entrase en la despensa a buscarlo. Los otros dos comenzaron a engullir su desayuno sin esperar a nadie. Se encontraban más cansados y hambrientos de lo que esperaban.

–Voy a asegurarme de que lo encuentra –dijo la anciana–. Esa despensa es tan grande que podría perderse en ella.

Aprovechando su ausencia, Ramón planteó a Lucas una idea que le había estado rondando desde que llegaron a la casa: la mujer estaba sola, eso era evidente, y si no había mentido no esperaba ninguna visita. Aquella casa debía de ser como una enorme tienda de antigüedades, sin duda de-bía de estar llena de cuadros, cubiertos de plata... y joyas... cosas fáciles de colocar. Él tenía contactos. A la vieja nadie la iba a echar en falta, al menos durante el tiempo suficiente para vaciar la casa y largarse con un buen botín. Con eso y lo del atraco les daría para vivir como reyes una buena

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temporada. Lucas le pidió que bajara la voz, pero no le hizo callar. Nunca había tenido que matar a nadie, aunque eso po-día dejárselo a Ramón. A él parecía no importarle demasiado. En cuanto a Javi, sabía que estaría en contra, pero también sabía cómo manejarle. Reconoció que la idea le seducía; después del atraco, aquél sería un golpe redondo. Podría retirarse, al menos durante un tiempo. Quizá montar algún negocio... Claro que Lucas no conocía a fondo los planes de Ramón, ni sabía hasta qué punto llegaba su avaricia. En una cosa había acertado de pleno: no le importaba un comino quitar de en medio a cuantos hiciera falta.

El reloj dio las cuatro. Definitivamente, aquel cacharro estaba estropeado. Un trasto menos que cargar... La anciana y Javier tardaban en volver. Ramón comenzó a hacer comentarios obscenos sobre la causa de la demora.

–¡No seas bestia! –replicó Lucas, asqueado.–¿Que no? A saber el tiempo que lleva la vieja sin darle

una alegría al cuerpo... ¡Con lo tierno y mono que es tu hermanito!

Cuando al fin aparecieron, la anciana fue la primera en entrar en la cocina. Caminaba con menos dificultad y se apoyaba ahora sobre dos bastones. Era evidente que sus mejillas estaban más sonrosadas y a Ramón le pareció que había aumentado de estatura, probablemente al no tener que encorvarse sobre el pesado andador. Le hizo un guiño a Lucas seguido de un gesto obsceno, continuando con la broma, pero éste le ignoró y observó en cambio a su hermano, que venía siguiendo a la mujer, llevando en las manos el azúcar y más dulces para ellos. Lucas se fijó en su rostro. Bajo aquella luz mortecina parecía de un color enfermizo y pensó que habría vuelto a sentirse indispuesto.

–Me he vuelto a marear, pero ya estoy mejor.Lucas no quiso insistir. Quizá sólo necesitaba comer algo.

En ningún momento se percató de las marcas incisivas que Javier traía en sus hombros y en sus brazos, aunque sí advirtió que el chico no cesaba de rascarse. Lucas había visto hacer lo mismo a Ramón y él mismo sentía también una

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molesta picazón. Aquel lugar estaba realmente sucio, no sería de extrañar que les estuviesen devorando las pulgas. El polvo lo cubría todo, era evidente que la anciana llevaba sola mucho tiempo. La casa tampoco estaba bien ventilada. Todas las ventanas estaban cerradas, en aquella cocina no había ninguna, en realidad, y olía intensamente a humedad y a algo más que no supo identificar. El café sabía a barro y los dulces no tenían mejor sabor, pero aun así Lucas y Ramón devoraban cualquier cosa que la anciana les ofrecía, como si llevasen semanas sin probar bocado. Javier, en cambio, no quiso tomar nada. Volvió a sentir náuseas aunque trató de contenerse para no preocupar a su hermano. Comenzaba a hacer frío y la mujer encendió un brasero. Sentados en aquella cocina, a media luz, el tiempo parecía transcurrir a otro ritmo. El calor del brasero y la penumbra les envolvieron en un sopor pegajoso. Sin darse cuenta, los tres dormitaron en sus sillas, perdiendo la noción del tiempo. Despertaron, sobresaltados, al oír la voz de la anciana, que parecía venir de muy lejos:

–Esto me recuerda mucho a mi niñez, hace ya mil años –bromeó–. Reunidos al amor del fuego, contábamos historias...

–¿Cotilleos de familia, abuela? –se mofó Ramón, somnoliento aún, rascándose ávidamente la nuca.

–Cuentos, fábulas, historias de miedo, a veces... Legados de familia, sí, relatos que pasaban de generación en generación. Auténticos tesoros para mí.

–Hablando de tesoros –interrumpió de nuevo Ramón–. ¿No le da miedo vivir sola en esta casa tan grande, rodeada de cosas valiosas? Podría venir un ladrón y darle un buen susto...

–No me asustan los ladrones –afirmó la mujer, desa-fiante–. Tan sólo podrían llevarse unas cuantas baratijas. No me importa. Que se las lleven. –Observó detenidamente a Ramón y añadió–: Hay un tesoro mucho más valioso en esta casa, pero ése no serían capaces de verlo...

–¿Cómo de valioso? –preguntó Lucas. Aunque interesado, todavía se sentía adormilado y el sueño y la picazón le ponían

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de mal humor.–De un valor incalculable –respondió la mujer sopesando

las palabras.–Si está en esta casa, digo yo que no será tan difícil de

encontrar –sugirió Ramón con su sonrisa más cínica.–¿De qué estáis hablando? –comenzó a replicar Javier

con voz asustada, pero Lucas le hizo callar.Sin ningún temor, la anciana respondió a Ramón:–En una casa tan grande como ésta hay mil escondites

posibles. Ni en toda una vida podríais encontrarlo...Lucas y Ramón cruzaron una mirada codiciosa y

cómplice, por primera vez desde que se conocieron. La mujer advirtió de inmediato su intención.

–Sólo yo sé dónde está... Y tal vez podría confiárselo a unos buenos amigos... con una sola condición...

–¿Quiere decir que les regalaría una fortuna a unos desconocidos? –interrumpió Ramón, incrédulo.

–¿Y por qué no? No tengo herederos, puedo hacer lo que me plazca. Y yo no he dicho que os lo vaya a regalar sin más. Antes deberéis cumplir un requisito.

–Que es...–Resolver un acertijo...–¿Y eso es todo? –inquirió Ramón, todavía incrédulo.–¿Y si no lo resolvemos? –preguntó Lucas con tono

sombrío. La mujer se encogió de hombros.–¡Vámonos de aquí, Lucas! –suplicó su hermano, cada

vez más enfermo. Aunque no sabía bien por qué, Javier sentía la necesidad

de huir de aquel lugar. Y en su memoria había una laguna acerca del tiempo pasado con la anciana en la despensa... Pero su hermano le ignoró. Una comezón codiciosa ocupaba toda su mente, la misma que le había hecho volver a delinquir tantas veces, cuando se había propuesto tantas otras dejarlo todo y empezar de nuevo. Cruzó un gesto con Ramón y éste aceptó el reto en nombre de todos. Sin más demora, la anciana comenzó su relato. Su voz sonaba extraña:

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–En lo más recóndito del bosque más profundo, habitaba una araña anciana y astuta. Eran malos tiempos, la sequía obligaba a los animales a vagar en busca de agua y la comida escaseaba. La araña se encontraba débil y los esfuerzos por encontrar alimento la tenían exhausta. Con sus últimas fuerzas, excavó en la tierra una madriguera que le sirviera de trampa para cazar y allí permaneció, moribunda. Cuando ya quedaba poco para su fin, tres ratas irrumpieron en su guarida, también en busca de alimento. Una era una rata joven, apenas una cría; otra era de mediana edad y la tercera era una enorme rata casi tan anciana como la araña. Ella fingió alegrarse de su presencia y las invitó a entrar en su morada, aunque de sobra conocía sus intenciones. «Venid conmigo –les decía–. Nada malo habéis de temer», y se adentraba con ellas cada vez más en aquel laberinto de galerías que con tanto esfuerzo había creado, hasta conducirlas a las mismas entrañas de la Tierra. Una vez allí, les propuso: «Sé que estáis hambrientas y sé que pretendéis comerme, pero si lo hacéis jamás encontraréis la salida. Tengo una despensa con alimento suficiente para pasar el invierno. Yo podría compartirlo, si a cambio una de vosotras se sacrifica por las demás. Las otras dos podréis comer hasta saciar vuestra hambre y después os acompañaré al exterior. De lo contrario, las tres moriréis aquí de hambre y de sed». Las ratas, confusas y desorientadas, discutían entre ellas por ver quién debía ofrecerse para salvar a las otras dos. «Yo soy muy joven para morir –decía una–, tengo toda la vida por delante. Cómete a otra mayor que yo». «Yo tengo una familia a la que alimentar –decía la de mediana edad–. No podrán sobrevivir si yo no vuelvo. Cómete a la más vieja». «Yo he pasado demasiadas dificultades en mi vida para morir de esta forma –argumentaba la más anciana–. Además, mi carne es dura y seca. Cómete a una más joven que yo». La discusión se fue acalorando y comenzaron a pelear entre ellas. La araña las observaba, satisfecha, pues sabía que de haberse unido las tres para atacarla, tal vez la habrían vencido. O tal vez no. La anciana y astuta araña, sencillamente, esperó...

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Y tras hacer una pausa, añadió:–Ahora debéis adivinar quién vive y quién muere en esta

historia. Tenéis hasta la medianoche.El reloj anunció las dos en punto. Definitivamente, estaba

tan oxidado como la mente de aquella anciana. Lucas y Ramón discutieron largo rato sobre la respuesta, aunque sin demasiado entusiasmo. Ambos querían seguirle la corriente a la vieja para ver si así le sonsacaban más información acerca del tesoro.

–Está bien claro. Las ratas se cansan de pelear entre ellas y se zampan a la araña –decía Ramón.

–Nada de eso –argumentaba Lucas–. Está claro que si la araña ha excavado una madriguera tan grande, debe de ser por lo menos tres veces mayor que una rata. Yo creo que se come a la vieja, que es la más grande de todas.

Sólo Javier permanecía en silencio. Su estado era ya lamentable, las picaduras eran ya visibles incluso en su rostro, pero su hermano estaba demasiado distraído en sus asuntos para prestarle atención. Al fin no pudo contener más las náuseas y vomitó abundantemente un líquido amarillento, similar a la bilis. Todos se sobresaltaron, en especial la mujer, quien se apresuró a traer un cubo de tierra para cubrir el vómito, y Ramón se admiró de nuevo al ver la agilidad con que caminaba ahora esa mujer que hacía un momento nada más –¿cuánto tiempo, en realidad?– se apoyaba trabajosa-mente sobre su andador. Ahora se movía con un solo bastón como si en realidad no lo necesitase. Toda ella parecía haber rejuvenecido y de nuevo le pareció de mayor estatura, quizá por caminar ahora completamente erguida. «Me dais la vida», recordó de improviso haberle oído decir, pero no comprendió ese mensaje de su subconsciente y pronto lo olvidó ante la explosión del niñato:

–¿Pero es que estáis locos? –gritó, repentinamente lúcido–. ¿Por qué le seguís el juego? ¿No veis que os cuenta la verdad? ¡Y nosotros somos las ratas! Mirad vuestras picaduras... ¡nos ha estado envenenando! ¡¡Miradla a ella!! ¿Es que no lo veis?

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–¡Tú estás mal de la azotea, niño! –se burló Ramón entre carcajadas–. ¡Y nos llama locos a nosotros...!

Javier no pudo responder. Tanto esfuerzo acabó de extenuarle y cayó desmayado. Lucas se disculpó con la mujer y le explicó la indisposición de su hermano cuando venían de camino, pero ella no parecía enojada, sino sorprendida. Le quitó importancia al incidente y se ofreció a acompañar al chico a una de las habitaciones de invitados, para que se tumbara un rato hasta recuperarse. Lucas ayudó a su hermano a levantarse y quiso llevarle él mismo, pero Ramón, con un guiño, insistió en que le dejase en manos de su anfitriona. Lucas comprendió su intención y aunque dudó por un instante, finalmente accedió a dejar que ella se lo llevase, desdeñando el mal presentimiento que comenzaba a asaltarle. Al verles alejarse, también a él le pareció que la mujer era ahora más corpulenta que cuando la vieron por primera vez, tan frágil, invitándoles a entrar en su morada. «Venid conmigo –le parecía oírle decir–. Nada malo habéis de temer... ».

Lucas y Ramón comenzaron la búsqueda en cuanto el muchacho y la mujer desaparecieron. Cinco campanadas sonaron a lo lejos. Lucas cogió un par de linternas que llevaba en las bolsas del dinero y dejó de nuevo éstas en el suelo de la cocina. Seguido de Ramón, salió al pasillo con intención de registrar primero las habitaciones de esa planta, pero aquel extraño corredor parecía interminable y, curiosamente, no seguía una línea recta, describía un trazado confuso, ascendente unas veces, mientras que otras parecía querer hundirse en lo más profundo. Aunque trataban de realizar una búsqueda ordenada, aquello parecía imposible en aquel lugar y recorrían una y otra vez los mismos lugares vacíos.

–Puertas... ¿Te das cuenta de que no hay puertas en ninguna habitación? –observó Lucas.

El polvo crujía bajo sus pies y la atmósfera cargada comenzaba a afectarles. Se sentían pesados y torpes y de nuevo perdieron la noción del tiempo. Con las sienes latiendo en su cabeza, llegaron a una habitación distinta. A la luz de

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las linternas distinguieron bultos amontonados en desorden por toda la estancia. Bolsas, mochilas, neveras de camping, prendas de vestir sucias y desgarradas, zapatos..., montones de zapatos de todos los tamaños... Lucas no quiso seguir buscando en aquel lugar. Parecían los restos del saqueo tras una batalla. El botín del vencedor.

–¿Qué coño significa todo esto? –preguntó Ramón y por primera vez desde que Lucas le había conocido, tal vez por primera vez en su vida, no había ni rastro de sarcasmo en su voz.

–Volvamos a la cocina.–¿Por qué?–¿Recuerdas cuando mi hermano entró en la despensa?

La vieja le siguió como si no quisiera que Javi encontrase algo que no debía. Tiene que estar allí, seguro.

Ramón estuvo de acuerdo en volver al punto de partida. Aquella búsqueda ya había dejado de interesarle: prefería el “pájaro en mano” que la posibilidad de acabar pudriéndose en la casa de aquella chiflada. Y para eso ya no necesitaba a Lucas, aunque decidió aguardar hasta haber regresado a la cocina para deshacerse de él. No le seducía la idea de vagar solo por aquel laberinto hasta perder la razón. Ambos trataban de desandar el camino con calma, pero les atrapó la confusión en medio de aquel trazado caótico. El transcurrir del tiempo ya no se les antojaba calmoso sino desenfrenado, avanzando a galope en su contra. Sonaron diez campanadas y Ramón, angustiado, comprobó que la hora coincidía con la que indicaba su reloj. «Tenéis hasta la medianoche», había dicho la vieja. Pero, ¿por qué hasta la medianoche? ¿Qué pasaría después?

Agotados, llegaron al fin a la cocina. Lucas se dejó caer sobre una de las sillas, exhausto. Palpó bajo su asiento y halló las bolsas del atraco allí donde las había dejado. Era curioso, desde que salieron del banco –parecían haber transcurrido mil años– no se había separado de ellas ni un segundo y en cambio en aquella casa las había olvidado por completo. Las abrió para comprobar que todo seguía en orden, pero echó

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algo en falta.–¿Buscas esto? –preguntó Ramón, apuntándole con su

pistola.–Debí imaginármelo. Nunca has pretendido compartir

nada.–Las matemáticas nunca se me han dado bien –se excusó

Ramón con sarcasmo–. Y ahora en pie y tranquilito... Vamos a ir muy despacito hacia la maldita despensa, a ver si aún va a resultar que tenías razón.

Lucas no tuvo más opción que obedecer. El olor a rancio que inundaba la casa se hacía más fuerte a medida que se acercaban allí. Ramón encendió la linterna al entrar, pero lo que vio allí sin duda no era lo que esperaba encontrar. La llamada “despensa” carecía de armarios o estantes así como de cualquier tipo de alimento que se hubiera podido encontrar en cualquier otra cocina. A un lado, en cambio, se amontonaban algunas bolsas y mochilas –como las que habían visto en una de las habitaciones– con su contenido putrefacto esparcido por el suelo y mordisqueado en parte. Pero el olor a podredumbre no provenía de allí. Al fondo estaba el verdadero almacén... Esparcidos por el suelo se encontraban los restos de multitud de esqueletos humanos, la mayoría incompletos, algunos de ellos aún a medio devorar, sus mandíbulas abiertas en un grito interrumpido. Los dos hombres se habían quedado petrificados ante aquel horror. Por suerte para él, Lucas fue el primero en reaccionar. Se abalanzó sobre Ramón, que dejó caer la linterna y ambos lucharon por la pistola. La pelea era desigual, Ramón le superaba en corpulencia y en rudeza, aunque ambos se encontraban más cansados de lo que imaginaban. Aun así, Lucas logró arrebatarle el arma por un instante. En medio del forcejeo se oyó un disparo y los dos hombres dejaron de luchar, como si aquello anunciase el final de un asalto. Durante unos segundos, Lucas tan sólo sintió un golpe seco en su costado izquierdo. De inmediato vio la sangre formando una mancha cada vez mayor sobre su camisa, pero aun así no fue consciente de estar herido hasta que de repente llegó el

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dolor perforándole las entrañas. Trató de mantenerse en pie pero sus piernas parecían no pertenecerle. Se apoyó en Ramón, que se hizo a un lado y dejó que cayera de golpe contra el suelo. El dolor le inundó a oleadas cada vez más fuertes hasta alcanzar el ocho en la escala Richter. Sus ojos se llenaron de una luz blanquecina y comenzó a perder el sentido al tiempo que zumbaba en sus oídos la odiosa risa de Ramón.

–Esa chiflada antropófaga tendrá comida para un par de meses contigo y con tu hermanito. Me gustaría quedarme a la fiesta, pero tengo un poco de prisa. Voy a estar muy ocupado gastando nuestro dinero. Ha sido un placer trabajar contigo.

Con el arma en la mano, Ramón salió de la despensa con la intención de encerrar a Lucas con llave, por si acaso recuperaba las fuerzas. Pero, para su sorpresa, no encontró puerta alguna. Recordó entonces las palabras de su socio cuando recorrían el pasillo. Puertas. Desde que cerraron la puerta de entrada –con el eco de un mausoleo– no había vuelto a ver ninguna otra. Parecía increíble que no se hubiera dado cuenta antes de algo tan obvio, pero desde que llegara a aquella casa, su percepción de la realidad parecía haberse distorsionado constantemente. En efecto, al salir de la despensa aquella cocina se le presentó como realmente era, como siempre había sido: un agujero inmundo excavado bajo tierra. Ramón no tenía la menor idea de qué drogas había empleado esa vieja psicópata para confundirles hasta tal punto, ni qué motivo podía tener para excavar bajo su propia casa, pero tras el descubrimiento de la “despensa” no tenía ninguna intención de quedarse para averiguar nada más. Cogió una de las linternas –la otra se había perdido en la pelea–, se colgó al hombro las bolsas del atraco y descubrió algo que le revolvió el estómago: en el suelo se encontraban aún los restos de la comida con que la anciana les había estado cebando. No era otra cosa que los restos mohosos sacados de las pertenencias de los desgraciados que yacían en aquella cocina del infierno. Ramón no quiso saber más, salió de la estancia cargado con el botín y recorrió el corredor

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en dirección opuesta a la que antes había tomado con Lucas, caminando cada vez más deprisa hasta que su marcha desembocó en una carrera desenfrenada cuesta arriba. Ya veía el final de la galería, pero tuvo que detenerse para recuperar el aliento. La pendiente se hacía más pronunciada a medida que el camino se acercaba a su fin, y Ramón estaba más extenuado de lo que esperaba. Respiraba a bocanadas, llenando sus pulmones con aquel aire insano, tratando de recuperar las fuerzas que le faltaban. No comprendía por qué se sentía tan débil. No había flaqueado aquella mañana, durante el atraco, ni en la huida, y sin embargo ahora había perdido el resuello por una simple carrera. Ramón hizo acopio de fuerzas y, apoyándose con manos y pies en el suelo terroso, salió al exterior del túnel, pues todo ese tiempo se habían encontrado –tal como sospechaba– bajo la casa. Dirigió la luz de la linterna a su alrededor para orientarse hacia la puerta. Le sobresaltaron las once campanadas que sonaron a su espalda, pero no tanto como la figura humana que descubrió a tan sólo un metro de distancia. De inmediato sacó el arma y volvió a dirigir la luz hacia aquel hombre que le devolvía una mirada espantada y a quien en un principio no reconoció. Y fue este reconocimiento el que le llenó de un pánico creciente que le nacía en el cerebro y le recorría la espina dorsal, sacudiéndole el cuerpo con escalofríos tan violentos que le hacían temblar de pies a cabeza. Con los ojos desorbitados observaba aquella figura apenas humana y después se miraba a sí mismo enfocándose con la linterna, no reconociendo como propias sus manos llenas de picaduras, sus uñas largas como garras, sus ropas andrajosas... Miraba de nuevo a aquel hombre y el hombre del espejo le devolvía una mirada enturbiada por lágrimas de desesperación y miedo, el rostro oculto en parte por un cabello sucio que le cubría los hombros y una espesa barba descuidada. El hombre del espejo abrió la boca y dejó escapar un grito profundo y seco que nacía en sus entrañas y subía por su pecho hasta romperse en su garganta. Ramón disparó al espejo y lo hizo pedazos para obligarle a callar, o el sonido de

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aquella voz le volvería loco. La angustia por salir de aquel lugar le espoleó y le hizo despertar de su conmoción. Presa del pánico, buscó con ansia la puerta de la casa temiendo por un momento que pudiese estar cerrada con llave. Tiró de ella con fuerza y ésta se abrió con un enorme crujido, y un viento helado le azotó el rostro. Ya en el exterior, Ramón estalló en una risa histérica que pronto se quebró. Frío... Nieve... Durante unos minutos Ramón sólo pudo preguntarse de dónde había salido tanta nieve. Era noche cerrada y el haz de luz de su linterna se reflejaba por doquier en una superficie blanca y espesa que invadía ahora aquel bosque salvaje. Un golpe de viento cerró de improviso la puerta tras de sí y le arrancó de su abstracción. Bajó con tiento la escalinata de entrada, ahora más corta. Al llegar al cuarto escalón sus pies se hundieron en la nieve; al sexto le llegó a las rodillas y en el último escalón la nieve le cubría las caderas. Aquello no tenía buena pinta, el frío le calaba los huesos y pronto se le entumecieron los pies bajo la nieve. El coche no podía andar muy lejos, lo habían dejado frente a la escalera, pero Ramón era incapaz de encontrarlo. Recordó con ironía que aquel puñetero coche era blanco. Caminaba con gran esfuerzo y pronto se sintió agotado. Se detuvo un momento, jadeando, y entonces escuchó un gruñido a su espalda. Había olvidado a los malditos perros. Ramón se dio la vuelta muy despacio y vio un par de ojos brillantes en la oscuridad. A su derecha aparecieron otros dos y a su izquierda algunos más. Pronto la noche se llenó de pares de ojos encendidos que se acercaban lentamente. Ramón alumbró con la linterna hacia el bosque, buscando con ansia el camino que les había llevado hasta allí pero, si alguna vez había existido, ya no quedaba rastro de él. El haz de luz iluminó a uno de los animales, el que se encontraba frente a él, y un terror ancestral se apoderó de Ramón al descubrir que no se trataba de un perro, sino de un enorme lobo negro. Iluminó a los demás y les reconoció de igual modo. El animal más grande, que parecía liderar la manada, comenzó a avanzar más deprisa hacia él y los demás le imitaron como si hubieran estado esperando una orden

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suya para atacar. Ramón se quedó paralizado por el miedo. Sintió un líquido caliente descender por sus piernas y a punto estuvo de echarse a llorar, pero de pronto recordó las armas que llevaba encima. Lanzó con furia las bolsas del atraco contra los lobos esperando ganar tiempo, pero sólo golpeó a uno de ellos sin herirle. Otros dos se lanzaron contra la segunda bolsa, despedazándola, pero pronto la desdeñaron. Ramón sacó la pistola de Lucas y buscó la suya, la que siempre escondía en el bolsillo de su cazadora, pero no la encontró. Debía de haberla perdido en la pelea. Lanzando maldiciones trató de correr sobre la nieve hacia la escalinata de la casa, pero se hundía en ella y el esfuerzo por sacar una pierna tras otra era extenuante. Los lobos, en cambio, acortaban la distancia sin esfuerzo. En su frenética huida, Ramón se golpeó la rodilla contra un objeto metálico y pronto comprendió que se trataba del coche. Palpó con las manos hasta encontrar el techo del vehículo y se subió sobre él. Sentir suelo firme bajo sus pies le llenó de seguridad.

–¡Venid, hijos de perra! –gritaba a los lobos–. ¡Venid y os meteré una bala en las tripas!

Pero los lobos no se amedrentaron. Cuando los tuvo a tiro, Ramón comenzó a disparar. Alcanzó mortalmente a uno de ellos y aquello le hizo creer que los demás saldrían huyendo, pero no fue así. Al cuarto disparo se quedó sin balas y entonces recordó al hombre del espejo y supo que iba a morir. Los lobos continuaron acercándose hasta llegar junto al vehículo. Ramón le lanzó el arma al que se encontraba más cerca, el mayor de ellos, pero el animal la esquivó. El lobo gruñía mostrando los dientes y clavando en su presa la mirada impasible del que se sabe vencedor. Ramón, entre lágrimas furiosas, comenzó a gritar retando a los lobos a que le atacasen. El primero en hacerlo fue el enorme lobo negro. Saltó sobre él derribándole contra el techo del coche y de un solo bocado le desgarró la garganta. La nieve se tiñó de sangre. A su alrededor, los demás aguardaban su turno con impaciencia, peleando algunos por ver quién tendría la mejor parte. Otros aullaban, victoriosos. El viento se llevó los

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billetes esparcidos sobre la nieve, dispersándolos hacia lo más recóndito del bosque. Pronto no serían más que papel mojado.

En el interior de la despensa, Lucas entreabrió los ojos con gran esfuerzo. Estaba muy aturdido y un sabor acre le llenaba la boca. No recordaba dónde se encontraba y, por unos segundos, tampoco recordó estar herido. En alguna parte sonaron once campanadas. Se movió con brusquedad y entonces el dolor se despertó con una intensidad cruel, llenando toda su mente. Se encontraba envuelto en la más espesa oscuridad, pero podía percibir una luz blanquecina en sus ojos y el dolor transmitiéndose a oleadas por todo su cuerpo. Tuvo la certeza de que iba a desmayarse de nuevo y por un momento pensó que no sería tan malo. Dejaría de sentir, descansaría. Cualquier cosa mejor que aquel dolor. Escuchó golpes secos a lo lejos, tal vez martillazos, aunque eso no tenía ningún sentido. O quizá no habían sido golpes. Habían sonado más bien a disparos. Tal vez fuese Ramón, que volvía para rematarle. O quizá se había encontrado con Javi. Aquel pensamiento le hizo reaccionar. Alargó el brazo derecho –cualquier movimiento con el izquierdo le hacía gritar de dolor– y palpó a su alrededor. Se dio cuenta de que estaba sobre un charco de sangre demasiado grande y eso no podía ser bueno. Pero también comprobó algo más siniestro. Tierra. No se encontraba sobre un suelo de baldosas sino sobre un lecho de tierra. Aquel descubrimiento le llenó de pánico y pensó que tal vez Ramón, no contento con abandonarle malherido, le había enterrado vivo. Muy propio de Ramón... El miedo no le dejaba pensar. Trataba desesperadamente de asir algo, cualquier cosa que le sirviera de ayuda para salir de allí, pero sólo alcanzó un hueso medio roído. Era una tibia, aunque ese detalle en aquel momento a Lucas le importaba bien poco. Lo que sí le interesó fue descubrir que era demasiado grande para ser de un animal. Lo arrojó lejos de sí con repugnancia y continuó buscando. Tocó un objeto metálico con la punta de los dedos y tuvo que estirarse, apretando los dientes, para llegar hasta él. Era su linterna. La

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encendió de inmediato y la enfocó frenéticamente a su alrededor, tratando de calcular las dimensiones de aquel agujero. Con un suspiro de alivio comprobó que aquello no era una fosa, aunque tampoco reconoció el lugar donde se encontraba. Estaba en un subterráneo, de eso no cabía duda, el suelo y las paredes eran de tierra, pero el techo estaba a una altura considerable y las dimensiones de aquel lugar no eran angostas. El aire estaba muy cargado, pero le resultaba extrañamente familiar. Lucas estaba débil y confuso, todavía no había reunido fuerzas para ponerse en pie. El haz de luz iluminó el rostro de una calavera a tan sólo diez centímetros de su cara. Con su mandíbula abierta en una mueca, parecía estar haciéndole confidencias al oído. Sobresaltado, comprobó que se encontraba en compañía de docenas de otros restos humanos. Vio a su lado, amontonadas, las mochilas y demás despojos de aquellos infelices y recordó con horror el descubrimiento del “pequeño secreto” de la ancianita, recordó de pronto dónde se encontraba y, sobre todo, con quién. Sujetó la linterna entre los dientes y, clavando las uñas en el suelo terroso, se arrastró fuera de aquel dantesco lugar. Lucas seguía desconcertado, el dolor no le dejaba pensar y el picor en todo su cuerpo continuaba enervándole. ¿Dónde estaba la cocina, por qué se encontraba ahora en aquel agujero inmundo? Se rascó la barba, pensativo... ¿Barba?

–¿Pero qué significa...? –comenzó a exclamar, palpándose la cara hasta arañarse.

De modo instintivo dirigió la luz a sus manos y las vio agrietadas, con las uñas largas y sucias. Vio después sus ropas harapientas. Se palpó el cabello, ahora largo y pegajoso, y gritó. No era posible que hubiese permanecido tanto tiempo sin conocimiento... ¿Cuál era la explicación? Lucas comenzaba a intuir la respuesta, aunque se negaba a aceptarla. Las palabras exaltadas de Javier volvieron a su mente: «Todo es real». ¿Qué habría querido decir? Lo único que Lucas acertaba a comprender era que aquel lugar estaba lleno de cadáveres y que su hermano y él estaban solos con una asesina. Un eco lejano le trajo el estruendo de una puerta

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al cerrarse, algo que Lucas recordó haber escuchado ya con la misma sensación de encontrarse en el lugar equivocado. No era momento para reflexiones, debía encontrar a Javi y salir de allí. Continuó arrastrándose hasta llegar a la entrada de aquel agujero que, inexplicablemente, hasta ese momento había estado identificando como una cocina. Arrastraba su cuerpo apoyándose en los antebrazos, con la linterna en una mano, respirando a bocanadas por el intenso y doloroso esfuerzo. El polvo que tragaba le hacía toser y el dolor le obligaba a detenerse. Iba dejando una estela de sangre a su paso como las babas de un caracol y decidió que debía ponerse en pie si quería conservar la poca sangre que le quedaba. Necesitó varios intentos para lograr arrodillarse y al hacerlo su pierna tropezó con un objeto. Lo enfocó con la linterna y no pudo creer lo que vio. Era la pistola de Ramón. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse, pues los nervios acumulados parecían querer descargarse en un ataque de risa que le habrían dejado sin fuerzas. Comprobó el cargador y su euforia se desvaneció al ver que sólo quedaban cuatro balas. Aun así se sintió mucho más seguro al guar-darse el arma en la cintura. Iluminó la estancia en todas direcciones, pero no halló lo que buscaba: no había ni rastro de las bolsas del atraco, y él no estaba dispuesto a dejar que el mal nacido de Ramón se largase con su dinero. «Después volveré a por Javi», pensó, aunque sin mucha convicción. Lucas salió al corredor y se dirigió a la salida. Pronto notó que comenzaba a caminar cuesta arriba hasta llegar a una gran pendiente. Con gran esfuerzo logró ascender por ella hasta desembocar en un lugar totalmente distinto. A Lucas le costó unos segundos comprender que ahora se encontraba realmente en la casa en donde creía haber estado todo aquel tiempo. Observó asqueado el agujero en el suelo por donde había salido, el que conducía al infierno particular de aquella psicópata de la tercera edad, y no pudo evitar sentir un escalofrío. Sin perder tiempo se dirigió a la puerta. Pedazos de cristales rotos crujieron bajo sus pies, pero Lucas no les prestó atención. Lo único que quería en ese momento era

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salir de aquel lugar. De lo que no estaba tan seguro era de si sería capaz de volver para buscar a su hermano. Sin saber de dónde venía, una idea se instaló en su mente: Javier estaba muerto y él tenía la oportunidad de sobrevivir, no tenía sen-tido que muriesen los dos en aquel agujero inmundo. Aquel pensamiento le hizo detenerse. Le horrorizaba comprobar lo fácil que le resultaba convencerse de ello.

–¡No! –gritó y le sobresaltó el sonido de su propia voz–. Volveré... ¿Me oyes, vieja chiflada? Volveré a por mi hermano. ¡Y más te valdrá que no le hayas puesto la mano encima!

Abrió la puerta y salió al exterior, pero lo que allí vio no era en absoluto la salvación. La noche más oscura... El suelo cubierto de nieve... Y sobre ella, frente a la casa, una manada de lobos devorando unos restos humanos que Lucas reconoció por sus ropas ensangrentadas. Tan horrorizado estaba que no se percató de que un enorme lobo negro, flanqueado por otro dos, se dirigía lentamente hacia él. Lucas sintió clavarse en él una mirada depredadora y se apresuró a entrar de nuevo en la casa. Atravesó el vestíbulo y comenzó a subir trabajo-samente unas escaleras. Ya no podía pensar con serenidad, su mente estaba llena de imágenes atroces... de cadáveres abandonados... de lobos –¡Ramón devorado por lobos!–... de nieve –¿de dónde había salido tanta nieve?–... y de algo todavía más siniestro, más oscuro... Lucas no quería dar crédito a sus presentimientos, pero recordaba una y otra vez aquella maldita historia que les contó la vieja y lo que Javi había dicho después. La única salida era enfrentarse a ella y tratar de rescatar a su hermano, si no era demasiado tarde. De otro modo jamás volvería a ser el mismo. Jamás aban-donaría aquel lugar por muy lejos que estuviese. Luego aguardarían al amanecer para tratar de huir o de pedir ayuda de algún modo. Alguien acabaría por encontrarles... aunque lo mismo debieron de pensar los desgraciados que yacían en la “despensa”. Lucas subía despacio, apoyado contra la pared, agarrando el arma con fuerza, pues las manos le sudaban tanto que temía perderla. En cuanto aquella vieja asomase su maldita cabeza le vaciaría el cargador. Pero llegó al final de la

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escalera y no halló a nadie en el corredor. Sólo vacío y oscuridad, salvo por un leve resplandor que se colaba por la rendija de la puerta de la habitación más alejada. Había llegado al punto sin retorno. Caminó hacia la luz, con el corazón golpeando su pecho, sus sucias ropas pegadas al cuerpo, empapadas de sangre y sudor, y se detuvo frente a la puerta entreabierta. La empujó con recelo y ésta se abrió con un crujido. Lucas se encontró en una inmensa estancia apenas iluminada por una vieja lámpara de aceite. La habitación estaba aparentemente vacía, pero Lucas percibió una forma extraña en el techo, un bulto que pendía de una cuerda y que él no supo identificar en la distancia. Se acercó más a él adentrándose en la habitación y todavía necesitó un instante para comprender que aquello era el cuerpo de Javier, aprisionado en un capullo de seda y suspendido sobre el suelo. Le reconoció por lo que quedaba de su cabeza, paralizada en un grito de angustia que nadie escuchó jamás. A Lucas el grito se le partió en la garganta cuando percibió un movimiento en el rincón más oscuro de la habitación. Quien-quiera que fuese se dirigía hacia él lentamente. Antes de poder verla, escuchó su voz, más repulsiva que nunca:

–Las ratas, heridas y extenuadas, todavía peleaban entre ellas cuando la araña comenzó a devorarlas una tras otra, sin prisas, saboreando su triunfo. Ni siquiera en su final las ratas comprendían cómo ellas que se creían tan poderosas habían sido vencidas por una vieja araña...

–Su error fue no lanzarse sobre ella la primera vez que la vieron...

–Su error fue creer que alguna vez tuvieron alguna posibilidad.

–Deberíamos habernos largado de aquí hace tiempo...–De haber logrado llegar al exterior, mis fieles compa-

ñeros se habrían ocupado de vosotros.–¿Los lobos?–Yo me ocupo de los que entran; ellos, de los que tratan

de huir. Así ha sido siempre. Una simbiosis perfecta.Lucas no aguardó más y orientándose por el sonido de

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aquella voz le disparó tres veces, pero ella no se detuvo. Al salir de las sombras, Lucas pudo verla al fin en su forma original, y se oyó gritar a sí mismo. Se había estado prepa-rando para enfrentarse a una psicópata asesina, pero lo que veía ante él no tenía nada de humano. Era un ser monstruoso de dimensiones descomunales. Y él iba a ser su siguiente víctima.

–Se acabó tu tiempo.–Nunca hubo ningún tesoro, ¿verdad? –preguntó Lucas,

derrotado.–Por supuesto que sí: jamás hubo en mi morada un

tesoro tan valioso como vuestras vidas...La oyó decir, y con mano temblorosa dirigió hacia sí

mismo la pistola con la última bala que le quedaba. Antes de que pudiese apretar el gatillo, la criatura le alcanzó. Desde el piso inferior se escuchó el reloj de péndulo anunciando las campanadas de la medianoche.

Pasaba la una de la madrugada cuando volvieron a casa. Pablo las acompañó hasta la puerta y se quedó remoloneando un momento, esperando que Berta le invitase a entrar de nuevo, pero ella le dio las buenas noches y cerró tras de sí. Ana había visto a su tía tontear con Pablo en el cine, cogiéndole de la mano unas veces y soltándole otras, como si no acabara de decidirse. Lo mismo le había pasado con su bolso. Lo había abandonado en la silla y agarrado de nuevo tantas veces que por poco lo desgasta. Ana comprendía la encrucijada en la que se encontraba su tía, sin embargo pensaba que debía decidirse de una vez. Tal vez necesitase un empujoncito... ¿Para qué estaban las sobrinas, si no?

Las dos subieron a sus habitaciones, pero Berta estaba demasiado nerviosa para dormir. Estaba tan inquieta como si llevase arena en la ropa interior. Se sentó un rato en la terraza mientras Ana entraba en el

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baño. Ana también estaba desvelada, aunque por otro motivo. Le encantaban las películas de terror, sentía un placer morboso si lograban hacerle sentir miedo, y ésta lo había logrado. Decidió aprovechar el insomnio y subir un rato al desván. Además, recordó que tenía pendiente una misión ineludible: solucionar el “problemilla” de las cenizas del tío Javier. De alguna manera debía sacar la caja de plata del interior del bolso, llenarla de cenizas y volverla a dejar en su sitio sin que su tía se percatase. ¡Casi nada! Salió del baño y se dirigió a la terraza para tratar de distraer a su tía. Pero al llegar allí vio que ya no estaba. Se habría ido a la cama... Sin embargo, se había dejado el bolso olvidado en una de las sillas. Ana agradeció su mala memoria y aprovechó el momento para coger la urna. La escondió bajo la camiseta de su pijama y bajó a la cocina. Ni rastro de su tía. En la cocina, sobre la encimera, encontró el cenicero que solía usar Pablo. Estupendo, todavía no lo habían vaciado. Un ruido en la escalera la alarmó. Sin dejar de mirar hacia la puerta, volcó el contenido del cenicero en la caja y volvió a esconderla a su espalda, bajo su ropa.

–¡Ah! ¿Estás aquí, cariño? –exclamó su tía, que también parecía sobresaltada. Todavía no se había cambiado de ropa. Y llevaba el bolso.

–Sí... Yo... Tenía hambre –mintió Ana, que todavía sentía en el estómago el peso de su bocadillo, la ensalada, el helado y las pipas.

–Yo... también. Bajaba a comer algo –mintió también su tía.

Berta dejó el bolso sobre la encimera, junto al cenicero vacío. Y las dos se tomaron un vaso de leche sin ganas. Ana se lo tragó todo lo deprisa que pudo sin dejar de mirar el bolso de su tía.

–Bueno –dijo–, me voy arriba.–Yo... iré enseguida. Hasta mañana.–Hasta mañana.Ana entró apresuradamente en su habitación y espió

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a través de la puerta entreabierta con la luz apagada. Sería mejor esconder la cajita, por el momento. Tal vez durante la noche, mientras su tía dormía, podría entrar con sigilo en su habitación y devolverla a su lugar. Su tía entró al cabo de unos minutos en su cuarto y apagó también la luz. Ana esperó un momento y salió sigilo-samente al pasillo. Caminó de puntillas hacia el espejo y lo abrió con sumo cuidado. Muy despacio, comenzó a subir las escaleras que conducían al desván. Berta se asomó con cautela al pasillo, escudriñando la puerta de la habitación de Ana. No escuchó ningún ruido y supuso que ya se habría dormido. Luego salió discretamente y bajó descalza las escaleras. Se volvió a poner los zapatos, cogió las llaves y salió a la calle, cerrando la puerta muy despacio. El corazón le latía con fuerza cuando caminaba hacia la casa de Pablo. Cuando llegó, vio la luz de su habitación encendida y el vientre le ardió de deseo. La sobresaltó un poco ver una figura asomada al balcón de la casa de enfrente, pero al momento la figura desa-pareció. Era doña Leonor, la vecina de Pablo. «¿Esta gente no duerme nunca?», se preguntó Berta. Decidió ignorar los comentarios de las vecinas, como hacía siempre, y llamó a la puerta de Pablo. Éste le abrió al momento, agradablemente sorprendido.

–Esto no significa nada –le dijo Berta al tiempo que le empujaba hacia el interior y cerraba la puerta tras ella.

Pablo comenzó a besarla apasionadamente, tumbán-dola en las escaleras.

–¡No, en la escalera no! Aún tengo los escalones de mi casa marcados en el culo.

Pablo la sentó a horcajadas sobre sus caderas y, sin dejar de besarla, la subió a su habitación.

Ana se detuvo en mitad de las escaleras que conducían al desván. Estaba oyendo un extraño tableteo. Tal vez el

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viento entrase por la ventana haciendo que algo golpetease la pared. Pero aquella noche no había viento. Y habían dejado la ventana cerrada antes de salir. Continuó subiendo lentamente, escalón por escalón, hasta llegar al desván. Al entrar, el ruido había cesado. Ana buscó ansiosa el interruptor e iluminó la estancia. Miró a su alrededor buscando el causante del tableteo, pero no vio nada fuera de lugar. Se rió de sí misma pensando que se estaba dejando influir por una simple película de miedo. Se acercó al escritorio y se sentó en la butaca dispuesta a escribir unas líneas antes de acostarse y lo que vio la dejó helada. El texto de su cuento había crecido dos o tres líneas más que la última vez. Y en esta ocasión estaba completamente segura de no haberlas escrito ella. Tal vez su tía... Era poco probable, pero tal vez quería ayudarla a escribir el cuento... Al menos eso pensó durante unos segundos, antes de que la máquina comenzase a escribir de nuevo por sí sola. Ana se había quedado petrificada. Absurdamente revisó la vieja máquina por si se trataba de una de ésas eléctricas que pueden escribir una línea entera con sólo pulsar una tecla. Pero se detuvo, horrorizada, al leer la frase que acababa de crearse por sí sola:

«Hola, Ana, soy Javier. Siento haberte asustado.»Ana se cayó de la silla y comenzó a gritar mientras la

máquina de escribir empezaba a tabletear de nuevo. Se arrastró por el suelo tratando desesperadamente de ponerse en pie. Quería salir de allí lo más rápido posible, pero sus piernas parecían empeñadas en enredarse y hacerla tropezar. Mientras corría escaleras abajo seguía oyendo el martilleo de las teclas en el desván.

Ana no logró pegar ojo en toda la noche. Había cerrado la puerta y había colocado la mesita de noche apoyada 174

contra ella, por si alguien intentaba entrar... Tapada con la sábana por encima de su cabeza, había dado vueltas y más vueltas, creyendo oír crujidos por todas partes, temiendo sentir una mano helada rozando su nuca en cualquier momento. La claridad del día ya entraba por su ventana cuando decidió levantarse. Colocó la mesita de nuevo en su sitio y, sobresaltada, vio en ella la cajita de plata, olvidada allí antes de su “aventura” en el desván. La escondió con aprensión bajo su ropa y salió con cautela al pasillo. Oyó ruido en la cocina y echó a correr hacia la escalera creyendo percibir un ente siguiendo de cerca sus pasos. Bajó los escalones de dos en dos y se plantó en la cocina, sofocada. Su tía Berta, que acababa de llegar de la calle, se asustó al verla entrar tan de repente.

–¡Oh...! ¡Hola, cariño! –saludó tratando de disimular su sobresalto–. ¿Ya te has levantado?

–Sí. No tenía sueño –dijo Ana, jadeando aún–. ¿Y tú?–Yo... tampoco. ¿Te pasa algo?–No –mintió–. ¡Qué va!–¿Y por qué corrías?–No, si no corría. Venía deprisa. ¿Qué buscas?–Mi bolso. ¿Lo has visto, por casualidad? –respondió

su tía dirigiéndose a la mesa de la cocina.Ana lo vio de inmediato sobre la encimera, allí donde

su tía lo había dejado la noche anterior, y aprovechó el descuido de su tía para devolver, aliviada, la caja de plata.

–Aquí lo tienes. Oye, tía... el tío Javier... ¿tú sabes que está... ahí arriba? –le preguntó temerosa, señalando con el dedo índice hacia el techo.

–¿Cómo? No te entiendo, Ana.–Sí, ahí, ahí arriba –insistió Ana, señalando con más

énfasis.Su tía malinterpretó sus palabras y negó con la

cabeza.–Verás, cariño. Yo soy atea y no creo en esas

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fantasías del cielo y todo eso, ¿sabes? Pero tú eres libre de creerlo así, si tú quieres. Si eso te consuela...

–¡No! ¡No me entiendes! –exclamó Ana angustiada tratando de hacerse entender–. Quiero decir arriba, en el desván...

Berta asintió y le sonrió. Le hacía feliz que Ana también le percibiese, como ella.

–Tú también le sientes, ¿verdad? Yo noto que está conmigo cada vez que estoy allí. Subo muchas veces al desván sólo para sentir su presencia. A él le encantaba, se pasaba horas escribiendo y leyendo. Sí, yo creo que está en sus relatos, en el ambiente... ¿A eso te referías, verdad?

–Sí... Sí, sí, claro. A eso –mintió Ana. Al parecer su tío nunca se le había revelado como lo

había hecho ante ella la noche pasada. Pensó que era mejor no contarle a su tía nada de lo ocurrido. Bastante trabajo le estaba costando ya rehacer su vida como para tener que cargar, además, con un fantasma.

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7. Enfrentándose a los temores

Ana se encontraba sola en la casa aquella tarde. Su tía estaba en la librería. Aunque le encantaba que la acompañase, no quería que su sobrina se sintiera obligada a ayudarla todas las tardes; al fin y al cabo, ella estaba de vacaciones y debía disfrutarlas. Pero Ana no estaba disfrutando en absoluto de sus tardes libres. Se aburría delante del televisor, cambiando de canal una y otra vez. Echaba de menos el desván. Ya había pasado una semana desde el incidente con la máquina de escribir “automática”, pero aún no se había atrevido a volver. Apagó el televisor y reflexionó un momento. ¿Qué sabía del tío Javier? Debía de haber sido una buena persona por lo mucho que le habían querido su tía y Pablo. Ella sólo le conocía por sus relatos. Antes de llegar allí ni siquiera sabía cuál era su aspecto, nunca había visto fotografías suyas. De hecho, en casa de su madre apenas había visto fotografías de ninguna clase, salvo el álbum de su hermano Carlos que su madre completaba pun-tualmente todos los años. En cambio, su tía Berta tenía la casa llena de ellas. De todas las que había visto, su favorita era la que había encontrado el primer día, en la habitación de su tía Berta. El hombre que estaba con ella y con Pablo debía de ser sin duda su tío Javier. Ana subió a la habitación y volvió a mirar la fotografía que su tía tenía en su mesita. La imagen de aquel hombre volvió a llamar su atención. Se sintió arropada por la ternura de sus ojos, oscuros como la noche, y su sonrisa acogedora.

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Parecía un hombre feliz, no como el que siempre lo ha encontrado todo hecho, sino como aquél que ha sufrido antes de lograr sus sueños. El náufrago que al fin alcanza tierra firme. Ana se sintió extrañamente compe-netrada con él y deseó saber más. El hombre que había tras esa sonrisa no podía ser malo. Al fin y al cabo era parte de su familia, aunque Ana sabía muy bien que eso no llevaba implícito el cariño, necesariamente. Sus únicas referencias sobre sus tíos, hasta ese verano, habían sido pocas y siempre negativas. Pero ahora se encontraba en la otra cara de la luna y la historia había cambiado radicalmente. ¿A quién creer? Ana no tardó ni dos segundos en decidirse. Ante dos versiones tan distintas, Ana prefería guiarse por el instinto y el suyo la llevaba directamente hacia el único lugar en el mundo en donde se había sentido querida. Así pues, por muy escalofriante, por muy irracional que fuera aquella situación, se le había presentado la ocasión de conocer a su tío en persona –o en espíritu... o en ente... o en lo que fuera– y no podía desaprovecharla. ¡A la porra el miedo! No iba a consentir que el miedo fuera un obstáculo. Dejó la fotografía de nuevo sobre la mesita y salió al pasillo con el firme propósito de no marcharse de aquella casa sin saber más que cuando llegó. La pregunta era: ¿recordaría todos esos argumentos cuando volviese a ver la máquina escribiendo sola?

Berta estaba más distraída que de costumbre. Deambu-laba por la librería como subida en una nube. Rubén le dirigía miradas comprensivas y sonreía.

–¡Qué bonito es el amor! ¿Verdad? –le dijo tímida-mente, acercándose a ella.

–¿Eh?–El amor, digo. Que es bonito enamorarse... Bueno,

supongo que lo será.178

–¿Nunca te has enamorado, Rubén?–¡Qué va, ya me gustaría! De momento me conformo

con leerlo y ver cómo lo hacen los demás. ¿Y tú, cuántas veces te has enamorado?

–Una o dos.–Pero, ¿enamorada de verdad de verdad?–Una... o dos –repitió Berta, enigmática.–Ya. Pues yo cuando me enamore lo haré hasta los

huesos y para siempre.–Te creo. Y esa persona tendrá mucha suerte.El chico sonrió ruborizado y volvió a su trabajo. Berta

se quedó de nuevo pensativa. Estaba orgullosa de la forma en que se había enamorado por primera vez, de un modo visceral, sin ninguna duda. En un solo momento había tenido la absoluta certeza de que aquél era el hombre de su vida. Y él la había correspondido del mismo modo. Así era como Berta pensaba que debía ser el amor, fuerte y tajante, sin vacilaciones. Su duda era: ¿estaba enamorada ahora de Pablo? Con él se sentía viva de nuevo, pero de un modo muy distinto a como se había sentido con Javier. Con Pablo había sido quizá algo más paulatino, pequeños detalles cada día tal vez. Pero no había forma de estar segura de si eso era amor o una fuerte amistad. ¿Habría más de una forma de enamo-rarse? Pablo parecía estar muy seguro de sus senti-mientos y lo cierto era que la hacía feliz, pero tal vez eso no sería suficiente para consolidar una relación. Había química entre ellos, de eso no cabía duda, pero Berta no podía saber si lo suyo era amor o sólo era deseo, lo cual tampoco tendría nada de malo... ¿Nada de malo? ¡El sexo con Pablo era fantástico, era algo increíble! Y sería genial si fuera eso lo que ella buscaba... Hasta entonces no había existido para ella ningún hombre ni antes ni después de Javier, ni siquiera en la época en la que él no estuvo a su lado. Tal vez su atracción por Pablo fuese tan sólo pura necesidad fisiológica. Pero entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en él? ¿Por qué se sentía como

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una chiquilla cuando él le dedicaba una de sus sonrisas embaucadoras? ¿Por qué le sacaba de quicio pensar lo que podía estar maquinando Martita en ese mismo momento? Y, sobre todo, ¿por qué narices no había un libro de instrucciones para aclarar ese tipo de situa-ciones? Había amado profundamente a Javier, le había sido fiel incluso cuando nadie le podía reprochar que no lo fuera. Tal vez había llegado el momento de soltar amarras y empezar de nuevo en otro puerto. Miró su bolso, guardado bajo el mostrador de la caja registradora, y sintió una punzadita de remordimiento, aunque menos fuerte de lo que habría esperado.

–¡Ho... hola! Saludó Ana, atemorizada, en cuanto asomó la cabeza

en el desván, pero no obtuvo respuesta. Fue entrando lentamente, caminando paso a paso sin dejar de mirar a su alrededor, mentalizándose para no echar a correr de nuevo ante el menor signo extraño. Se sentó ante el escritorio con cautela, temiendo que la silla se apartase de su trasero o que los objetos comenzasen a volar por la habitación como solía ocurrir en las películas de fantasmas. Todo en calma. Acercó el dedo índice a la máquina y pulsó una tecla, retirándolo a toda prisa. Pero la máquina no respondió. Pulsó otras dos teclas, aún con aprensión, sin obtener respuesta. Se fijó entonces en el nuevo texto, el que había sido escrito mientras ella huía despavorida:

«Lo siento, pequeña. Estaba tan ansioso por conocerte que no pensé en lo inquietante que te resultaría ver la máquina de escribir moviéndose por sí sola. Perdóname, por favor, llevaba tanto tiempo sin hablar con nadie que me precipité. Espero que no te haya molestado que te ayudase a escribir tu cuento. Tiene un buen principio. Me gustaría que hablases conmigo, pero si te da miedo dímelo 180

y no volveré a molestarte nunca más. ¿Qué me dices?»Ana procuró controlar sus nervios. Al fin y al cabo

había subido al desván con un propósito y ahora no iba a echarse atrás. Respiró hondo y escribió:

«Hola, tío Javier.»Esperó durante un minuto interminable a que se

produjera una respuesta y al fin llegó. Ana hizo un gran esfuerzo por no levantarse de un brinco cuando la máquina comenzó a escribir. No dejaba de pensar que en aquel momento había un espectro a su lado, o tal vez tras ella, alargando sus huesudos brazos por encima de sus hombros...

«Me alegro de que te hayas decidido. Eres muy valiente.»

Ana sonrió sin fuerzas. Se sentía de cualquier modo menos valiente.

«¿Lo dices por la forma en que grité o por cómo me faltaban piernas para correr?»

«Porque has vuelto. El valiente no es el que no tiene miedo sino el que lo tiene y se enfrenta a él.»

«Yo pensaba que el valiente era el que no veía el peligro.»

«Ése es el miope.» Ana soltó una risita nerviosa y sus temores comen-

zaron a desvanecerse, aunque todavía le inquietaba un poco la visión de esas teclas pulsadas por una mano invisible.

«¡Estoy tan contento de que estés aquí! Aún no puedo creer que después de tanto tiempo deseando conocerte, esté hablando contigo.»

«¡Dímelo a mí! Yo sí que no puedo creerlo. ¡¡Estoy hablando con una máquina de escribir!!»

«Cariño, no quiero que te sientas obligada a nada. Te repito que si te resulta demasiado... raro todo esto, sólo tienes que ignorarme. Puedo ser muy discreto. Después de todo, me he pasado dos años sin hablar con nadie.»

«¡No, no! No me molestas en absoluto. Me gusta que 181

estés aquí. Sí, todo esto es... ¡pero que muy raro! Pero me gusta, así puedo conocerte. Me hubiera gustado cono-certe antes, cuando era pequeña. Pero en casa, bueno mi madre, no quería... ya sabes. Nunca me habló... nunca me contó... Y cuando tú... bueno, cuando pasó... Siento mucho no haber venido a tu entierro. De verdad que lo siento.»

«No te preocupes, lo entiendo. Y Berta también. Además, no te perdiste nada, no hubo entierro. María se habría aburrido mucho.»

Ana, se detuvo, algo incómoda. Se arrepentía de ha-ber mencionado aquel asunto. Seguramente al tío Javier no le apetecería nada que le recordasen que estaba... en fin, que no estaba. Decidió cambiar de tema.

«¿De verdad te gusta mi cuento? A mí los tuyos me encantan. Hemos leído algunos, ¿sabes? La tía Berta, Pablo y yo.»

«Sí, lo sé. Me gusta que lo hagáis. La vanidad no muere, supongo.»

«¡Ah! Entonces, ¿tú estabas aquí...?»«Siempre me ha gustado este lugar y desde aquí no

interfiero en la vida de Berta. No quiero que sienta que ando por la casa, al menos cuando ella está, ya sabes. Es muy sensitiva. Y no sería bueno para ella. No la ayudaría a seguir adelante.»

«Aún la quieres...»«Para siempre. Es mi gran amor. El único de verdad.»«¿El de verdad? ¿Entonces hubo otro?»«No. Hubo un compromiso... Sólo eso.»«Pero, ¿tú quieres que te olvide?»«Sinceramente, no del todo. Pero sí quiero que sea feliz

de nuevo. Al principio sólo quería estar a su lado a todas horas, no soportaba la idea de separarme de ella. Pero me di cuenta de que le estaba haciendo daño, porque ella me presentía. Es muy duro verla triste y no poder abrazarla. O que me hable y no poder responder. Echo muchísimo de menos hablar con ella. Pero es más duro aún ver cómo se 182

empeña en negar la realidad. Tú ya te habrás dado cuenta.»

«Te refieres a las cenizas, ¿no? Las lleva a todas partes... Bueno... ahora ya no.»

«¡Lo sé! ¡Menudo susto te llevaste! Deberías haberte visto la cara cuando Berta te dijo lo que había en la caja...»

«¡Ja, ja! Muy gracioso...»«Para morirse.»«¿Tú crees que debería contárselo?»«¿Lo que pasó? No, creo que no. Son sólo cenizas. Eso

no solucionaría el problema.»«¿Entonces tú estás aquí... por eso? Quiero decir...

¿por mi culpa?»«Lo que quieres saber es si tú convocaste mi espíritu al

tirar las cenizas al suelo, obligándome a venir desde el más allá, interrumpiendo mi descanso eterno... y todas esas cosas, ¿verdad?»

«No sé si quiero saber la respuesta...»«¡Estás volviendo a poner esa cara!»«¡Ja, ja, otra vez! Bueno, ¿es así?»«Como ya te he dicho, llevo aquí dos años...»«Es verdad. ¡Pues me quitas un peso de encima!

Ahora que lo pienso... si estabas aquí la noche que leímos tus cuentos de miedo, ¿no serías tú el que tiraba cosas, verdad?»

«Sólo quería poner un poco de ambiente...»«¡Menudo gamberro! ¿Y te vas a quedar en el

desván...?»«Hasta que me echéis. No tengo nada mejor que

hacer...»–¡Qué bien! –exclamó Ana en voz alta.«Gracias. Oye, ¿qué te parece si me cuentas algunas

cosas sobre ti?»«¿Sobre mí? Pues no hay gran cosa que contar.

¿Como qué?»«Cualquier cosa. Me lo he perdido todo. Por ejemplo,

qué te gusta, qué no te gusta, qué estudias, cuál es tu libro 183

favorito, cuándo te salió tu primer diente, a qué edad empezaste a andar... cosas así.»

«¡Casi nada! Vale, pero luego te toca a ti.»Ana y Javier pasaron la tarde contándose anécdotas

de sus vidas, charlando como viejos amigos. Luego ha-blaron del cuento de Ana, intercambiando ideas sobre sirenas y playas lejanas, y escribieron juntos el resto de la tarde. La impresión que le había causado la fotografía era correcta: habían congeniado enseguida.

–Hola, escritora. ¿Cómo va eso? –dijo una voz a su espalda.

Era Berta. Ana estaba tan absorta en la escritura que no la había oído entrar. Ni siquiera se había dado cuenta de que su tía llevaba más de un minuto mirando por encima de su hombro.

–¡Ah! ¡Hola!... Hola, tía... no te había oído –saludó Ana, sobresaltada–. ¡Jolín, qué susto me has dado!

–¡Ya! –rió Berta–. ¡Ya has terminado el cuento! ¿Me dejas leerlo? Anda, por favor...

Ana sacó el folio de la máquina y ya iba a entregárselo a su tía cuando recordó que había comen-zado a escribir en el mismo papel en el que había estado “conversando” con Javier. Le dio la vuelta precipita-damente para ocultar la parte escrita y lo dejó sobre el escritorio, apoyando la mano sobre él.

–¡No! ¡No... no puedo! Es que... es un borrador y está... desordenado aún. Cuando lo pase a limpio serás la primera en leerlo, palabra.

–Vale, como quieras. ¿Has merendado ya?–¿Merendado? No, qué va.Berta se quedó mirándola, sonriendo y negando con

la cabeza.–¡Igual que Javier! Seguro que podrías pasarte días

escribiendo sin probar bocado. Anda, vamos a la cocina a 184

ver qué nos apetece hoy y merendamos en la terraza. Además, quiero enseñarte algo.

–¿El qué?–Ven y lo sabrás –respondió su tía comenzando a

bajar las escaleras del desván.Ana se demoró a propósito fingiendo que ordenaba

los papeles sobre el escritorio. Se guardó los folios de su charla en el bolsillo, puso uno nuevo en la máquina y se levantó.

–Adiós, tío Javier. Hasta mañana –susurró.«Por poco...»–Sí, habrá que tener más cuidado.Ana bajó a la cocina a tiempo para ayudar a su tía

con la bandeja de la merienda. Había comprado rosquillas de anís al salir de la librería y su dulce aroma flotaba tras ellas a medida que subían las escaleras. Sobre la mesa de la terraza había una gran caja de hojalata medio descolorida. Ana se sentó junto al bolso de su tía, sin dejar de mirar la caja.

–¿Es ésta la sorpresa? ¿La puedo abrir?–Antes respóndeme a una cosa: ¿Hasta qué punto

quieres conocer tu pasado? –preguntó Berta de impro-viso. Parecía preocupada.

–Hasta el infinito –respondió Ana sin dudar.–¿Aunque no te guste todo lo que encuentres?Ana no esperaba esa pregunta. Nunca había sospe-

chado que en su familia pudiese haber algún tipo de misterio que justificase el haberla mantenido en la ignorancia toda su vida. Aun así, estaba decidida.

–Quiero saberlo todo. ¡Estoy harta de no enterarme de nada! Me siento boba. ¿Sabes que ni siquiera me han contado nada sobre mi padre? Sé que se llamaba Francisco y que murió antes de que yo naciera. ¡Y eso es todo! Ni siquiera he visto nunca una foto suya... ni siquiera sabía que me parezco a él hasta que Pablo y tú me lo dijisteis. Y lo mismo del tío Javier y de ti. Hasta que he llegado aquí ni siquiera había oído hablar de vosotros.

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Bueno, hablar sí, pero nada bueno. Olvida esto último...–Tarde. Pero no te preocupes, lo que María piensa de

nosotros no es nada nuevo. Si de verdad quieres, yo puedo contarte todo lo que sé. Yo también creo que deberías saberlo, porque son cosas que te atañen. No se puede ignorar el pasado, ¿sabes? Siempre te alcanza... Pero vamos poco a poco, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. ¿Puedo abrir ya la caja? –su tía asintió–. ¡Fotos! ¡Por fin!

Berta vio cómo su sobrina vaciaba emocionada el contenido de la caja, desparramando su pasado sobre la mesa. Le sonrió con dulzura y le acarició la cabeza. El tacto de aquel oscuro cabello le resultó tan dolorosa-mente familiar que al instante retiró la mano para no emocionarse. Se inclinó sobre su bolso, sacó la caja de plata y la colocó sobre la mesa. Javier no iba a perderse ese momento. Ana la vio y recordó la conversación con su tío en el desván. «Poco a poco», pensó. Su tía acercó su silla a la de Ana, tomó al azar una fotografía del montón y comenzó a explicarle el significado de cada uno de aquellos fragmentos de su vida, aunque aquello no le resultara nada gratificante.

–Ésta ya la había visto en casa –dijo Ana tomando la fotografía de boda de sus abuelos. Era una imagen en blanco y negro, tan austera como el vestido de su abuela, cerrado en puños y cuello y carente de adornos–. ¡Qué serios están! ¿Verdad?

–Así es como ellos entendían el matrimonio. Un estricto compromiso. No creas que en su vida sonrieron mucho más. A mi madre sólo la vi sonreír cuando criticaba a alguien. A mi padre, nunca. ¿Sabes cómo me llamaban a mí? “Hija del pecado”. ¿Sabes por qué? Porque fui el fruto de la única noche de pasión que mis padres se permitieron en todo su matrimonio.

–¿Sólo lo hicieron... una vez?–No, claro que no. Pero siempre de un modo casto,

sin deseo, porque el deseo era lujuria y la lujuria era 186

pecado. Ellos cumplían estrictamente lo que llamaban “deberes matrimoniales”. Y así durante más de treinta años.

–¡Qué aburrido! ¿No? –dijo Ana con una risita pícara–. ¿De qué color tenía los ojos el abuelo?

–Azules, oscuros y fríos como el fondo del mar.–Ya... en la familia todos tenéis el pelo y los ojos de

un color más o menos parecido... Menos yo. Carlos dice que cuando me hicieron a mí sólo quedaban residuos y por eso nací así.

–Carlos es idiota. A mí me encantan tu pelo y tus ojos. Tu mirada es terciopelo negro, niña. Mi pelo, por ejemplo, no creas que es así como lo ves. Cuando era jovencita lo tenía más claro, pero ahora es teñido.

–Vi una foto tuya en casa de mi madre. Bueno, es la única que tiene en la que sales tú. Es de la boda de mis padres, pero mi padre no está. Sólo mi madre y tú... Estabas muy triste, o eso me pareció...

–No fue un buen día para mí. Me marché mientras todos estaban en el banquete, ¿sabes? Y nunca más volví.

–¿Y adónde fuiste?–A Ibiza.–¿En serio? ¡Qué guay! ¿Y qué hacías allí?–Unos amigos tenían un puesto en un mercadillo.

Estuve cuatro meses haciendo collares y trencitas de colores, si quieres luego te hago unas cuantas. Pero luego se marcharon a la India y me quedé sola. No podía volver a casa, así que llamé a Pablo para pedirle ayuda. Sabía que él había venido aquí para hacerse cargo de la herboristería cuando enfermó su padre. A las dos horas de haber colgado el teléfono se presentó en Ibiza y me trajo con él.

–¡Pablo es fantástico!–Sí, desde luego que lo es. Mira qué guapo está en

esta foto.–¿Y los abuelos? ¿No te buscaron?

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–¿Buscarme? No les hacía falta, les dije dónde estaba en todo momento. Y eso que podrían haberme obligado a volver, yo todavía era menor de edad. Recibí una carta, una sola carta desde que me fui de su casa. Al día siguiente de mi marcha mi padre había ido al notario. La carta era de la notaría, para comunicarme que estaba excluida del testamento de mis padres y ya no poseía ningún vínculo con la fábrica familiar. Supongo que quisieron castigarme, pero la verdad es que me sentí liberada. Siempre odié trabajar en esa maldita fábrica.

–Pues a mí me toca entrar en cuanto acabe los estudios obligatorios –dijo Ana, apesadumbrada.

–¿Cómo? Eso ya lo veremos. Ya hablaremos más adelante.

–Como quieras, pero no hay remedio.Berta pareció ignorar su respuesta y continuó

revolviendo en el montón de fotos que aún les quedaban por ver. Seleccionó sus fotografías favoritas de Javier y se las enseñó a Ana. Le emocionó ver con qué cariño las miraba su sobrina.

–Me habría gustado mucho conocerle –dijo la niña.–Os estáis conociendo.–Sí –convino Ana, aunque no por el mismo motivo–.

¿Sabes qué me gustaría ver? Tus fotos de cuando eras niña. Mira, aquí hay una. ¿Eres tú? ¡Qué rubita y qué mona!

–Sí, como un merengue –se burló Berta de sí misma–. A mí sí que me habría gustado verte de pequeñita...

–No te has perdido nada. Siempre he sido muy flacucha. Me llamaban “escurrida”.

–¿Ah, sí? Pues mejor “escurrida” que “albondiguilla” –le dijo su tía mostrándole una fotografía de su hermana a la edad de diez años.

–¡¿Ésa es mi madre?! –exclamó Ana al ver la imagen de una niña tan hinchada que sus ojos quedaban ocultos bajo sus abultados mofletes–. ¡Qué pena no poder utilizarla! No le digas que he dicho esto...188

–Descuida. Y tú no le digas que te la he enseñado.–¿Sabes? Cuando era pequeña pensaba que mi

madre se llamaba Doña María, así, todo junto, como si fuera un nombre compuesto, porque todo el mundo la llamaba así y ella parecía encantada. Ahora todavía firma de ese modo. Incluso los recibos de la tarjeta de crédito.

–Sí, mi hermana debería haber nacido en la realeza –respondió su tía y Ana se echó a reír.

–¿No adivinas por qué llamó Juan y Carlos a mis hermanos? Le encanta llamarles en voz alta a los dos cuando hay gente delante...

–¿Por qué a los dos? ¡Ah! ¡Ya caigo! –rió–. Lo que yo decía...

–Tía Berta, ¿por qué mi madre está tan enfadada con vosotros?

–Ésa es una buena pregunta, pero lo suyo no es enfado, es odio. A mí también me gustaría saberlo. Aun-que conociéndola no es difícil de adivinar. Supongo que será porque al final no se salió con la suya... Pero eso ya te lo contaré más adelante.

A Ana le fastidiaba que su tía quisiera dejar tantas cosas “para más adelante”. Ella quería saberlo todo y quería saberlo ya. Pero no protestó.

–¿Qué pasó después de que vinieras aquí con Pablo? ¿Vivisteis juntos?

–No vivimos juntos, bichito, compartimos casa. Su casa, en realidad, y sólo durante un tiempo. Además, él tenía una novia entonces, aunque duraron poco. Pablo me ayudó a encontrar trabajo y cuando las cosas me fueron mejor, compré esta casa. No estaba como ahora, no vayas a creer. Era una auténtica ruina, pero me gustó en cuanto la vi, no sabría explicarte el motivo. Además siempre me ha gustado este barrio. Y aquí estaba cerca de Pablo.

–¿Y el tío Javier? ¿Por qué no vino él a buscarte?–Vino, pero más tarde.–¿Cuándo?

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–Diez años después.–¡¡Diez años!! ¡Caray, sí que se le hizo tarde! ¿No

sabía dónde estabas?–Sí, Pablo se lo había dicho. Me escribió muchas

cartas. Pero yo no le respondía, no quería verle. Estaba enfadada con él.

–¿Porque... tenía otra novia?–¿Cómo sabes tú eso? –preguntó Berta, alarmada.–No sé... lo habré oído en casa –mintió.–Pues... sí, por eso. Y dime, ¿sabes quién era?–No. ¿Tú sí?–Sí. La conocía muy bien. –¡Caray! Les odiarías muchísimo...–Sí –reconoció Berta–. Durante mucho tiempo.–Y luego le perdonaste y él vino aquí y se casó

contigo.–Más o menos. Nunca nos casamos. No nos hacía

falta.–¿Y sobre mi padre? ¿Le conociste bien? ¿Puedes

decirme cómo era?Berta meditó mucho la respuesta y midió bien sus

palabras. Había mucho en juego.–Eso le corresponde a tu madre, Ana. Yo sólo puedo

repetirte que eres su viva imagen. Y ahora que te conozco bien, puedo añadir que lo eres en todos los sentidos.

–Sí, mi madre y mis hermanos están de acuerdo con eso. Según ellos soy tan boba y tan torpe como él. El peor insulto que se les ocurre es llamarme por mi apellido.

Berta sintió cómo le hervía la sangre y hubo de hacer un grandioso esfuerzo por no demostrarlo en sus palabras.

–Él no era así y tú tampoco. Y si ellos no son capaces de ver todo lo bueno que hay en ti, entonces ya sabemos quiénes son los tontos –Berta se esforzó en sonreír–. Mira, Ana, tienes todo el derecho del mundo a preguntar...

–Pero ella no va a querer contarme nada –interrum-190

pió Ana.–Cariño, yo estoy en una posición delicada. No me

llevo bien con mi hermana, bueno, no me llevo de ninguna forma con ella, y de ningún modo quiero incitarte a que te enfrentes a tu madre. Pero piensa que ya no eres una niña. No puedes tenerle miedo toda tu vida.

–No. Ya lo sé. Tía Berta... ¿cómo murió el tío Javier?Berta prefirió ignorar aquella pregunta. Aún no

estaba preparada para responderla. Tal vez nunca lo es-taría. Tomó una fotografía en la que ella y Javier aparecían abrazados y felices.

–Quédate con ésta. Para que tengas un recuerdo nuestro.

Ana comprendió que por el momento no debía insistir en el tema. Cogió la fotografía y se lo agradeció sincera-mente. Guardaría para siempre aquel recuerdo, todos ellos, como un auténtico tesoro. Por fin su pasado comenzaba a llenarse. Había pasado toda su vida en el universo incompleto que su madre había creado a su alrededor y había llegado el momento de llenar ese vacío. En el cosmos de doña María no había lugar para nadie que transgrediera sus reglas, pero ahora se encontraba a años luz de allí y sus leyes perdían poder. El destino le había dado la oportunidad de conocer a personas que hasta ese momento no habían existido para ella y la estaba aprovechando. Ya nunca más viviría sin saber y sin entender. No quería seguir pasando por la vida de puntillas, sin hacer ruido, porque llamar la atención podía suponer sufrir las consecuencias. Tenía tanto derecho a estar en el mundo como cualquier otro. Y tenía derecho a tener un pasado. No entendía muy bien qué era lo que estaba cambiando en su interior, tal vez era eso lo que ocurría a los catorce, pero ya no iba a ser más un conejo asustado. Nunca más.

Berta seguía buceando en sus recuerdos. En una mano sostenía una fotografía de Javier, mientras con la

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otra acariciaba la caja de plata.

Apenas hablaron durante la cena. Ana recomponía en su mente la historia de sus tíos con los datos que había ido recopilando hasta el momento. Ahora sabía cómo se conocieron, que su tía se marchó a causa de otra mujer, y que volvieron a estar juntos al cabo de diez años hasta la muerte del tío Javier. Pero algo le faltaba. Su tía le había contado su pasado y con ello había aclarado algunas dudas, pero seguía sin saber nada sobre su propia historia. Necesitaba saber qué clase de persona había sido su padre. Durante toda su vida se había formado de él una imagen “a medida” –muy por encima del menosprecio con el que le recordaban su madre y sus hermanos–, dotándole de todas las bondades de las que carecían los que estaban a su alrededor. Ignoraba si esa ilusión se acercaba al hombre que realmente fue, pero a ella le bastaba. Lo único que necesitaba era ponerle rostro a su fantasía. Ansiaba ver una fotografía suya, una sola, para poder mirarle a los ojos y reconocerse en sus rasgos. Pero su tía tenía razón, aquella misión debería llevarla a cabo en su propia casa. Le pesara a quien le pesara. Sólo esperaba que toda esa audacia no se desmoronara cuando se encontrase de nuevo sola ante doña María.

Berta, por el contrario, se ahogaba por el peso del remordimiento. Hacía sólo unas horas había estado convencida de querer dar un paso adelante y romper el vínculo que la mantenía amarrada a Javier. ¿Cómo había sido capaz? Ahora se sentía sucia, mezquina... adúltera. Se había dejado cegar por un espejismo. Fuese el deseo o el amor, o ambas cosas lo que la habían llevado hasta Pablo, había sido un terrible error. Ella no era libre. Era mujer de un solo hombre y no iba a permitir que la pasión la hiciese renunciar a sus convicciones. Debía 192

terminar con aquella situación enseguida, antes de hacerle más daño a un hombre tan maravilloso como Pablo. Dejó a Ana distraída frente al televisor y subió al salón. Descolgó el teléfono y marcó rápidamente el número de su amigo, antes de que tuviera tiempo de arrepentirse.

–Necesito verte... ¡No, no es por eso! ¿Puedes venir ahora? Es importante, no puedo esperar a mañana. Tenemos que hablar.

Ana se extrañó al ver a su tía tan ensimismada cuando volvió a sentarse junto a ella en el sofá. Estaba tan inquieta como el tapón de una botella de sidra agitada. No cesaba de consultar su reloj y de dirigir miradas nerviosas por encima de su hombro hacia la puerta de la calle.

–¿Va a venir alguien? –preguntó Ana, intrigada.–No, ¿por qué?En ese instante sonó el timbre de la puerta y Berta se

levantó como si hubiera un resorte en el sofá. Pablo entró. Parecía alarmado. Saludó a Ana y subió con Berta al piso superior. Ana fingió ver la televisión durante un minuto y luego se levantó apresuradamente y subió las escaleras de puntillas. Se sentó en los escalones del último tramo, ocultándose tras el ficus, y se mantuvo lo bastante cerca del salón para escuchar la conversación sin ser vista.

–¿Qué ha pasado, cariño? Por teléfono te he notado preocupada –dijo Pablo acercándose a ella para abrazarla–. ¿Es por Ana?

–No, no es por Ana –respondió Berta separándose de su abrazo–. Es por nosotros.

–¡Ah! ¿Por fin reconoces que hay un nosotros? –dijo él con una amplia sonrisa.

–¡No hay ningún nosotros! ¡O no debería haberlo! ¡Esto es una locura y tiene que terminar!

–Tranquilízate, mi amor. Si hemos ido demasiado deprisa, no pasa nada, iremos más despacio si tú

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quieres. –¿Demasiado deprisa? ¡Hemos ido en fórmula uno!–Vale –reconoció Pablo riendo–. Sí, los dos estábamos

ansiosos y tal vez nos hemos precipitado...–¿Los dos? No, nada de los dos. Tú estabas ansioso y

tú te has precipitado.–Bueno, no creo que esperar veinticinco años sea

precisamente precipitarse. Creo que me he ganado el premio gordo a la paciencia...

–¿Qué quieres decir?–¡Que te amo, Berta! ¡Que te he querido desde el

primer día que te vi!–¡No digas tonterías! Tú... tú has sido siempre el

mejor amigo de Javier... y el mío... Y aún lo eres.–Sí, lo sé. Javier era más que mi mejor amigo, era un

hermano para mí y estuve siempre a su lado. A vuestro lado. Os apoyé y esperé mi momento. Y ahora ha llegado, Berta. Quise mucho a Javier, no sé si tanto como tú, pero habría dado un brazo por él sin dudarlo. Y le echo de menos. Muchísimo. Pero ya no está, mi amor...

–¡No digas esas cosas! Me das miedo...–¿Qué te da miedo, Berta? Dime, ¿qué es lo que te

asusta? ¿Que te diga que te quiero o que te diga que Javier está muerto?

–¡¡Cállate!!–¿Tú le echas de menos, Berta? –ella le dirigió una

mirada feroz, pero Pablo estaba dispuesto a llegar hasta el final–. Perdóname, pero a veces parece... que no tengas necesidad de echarle de menos, como si él siguiera aquí. ¿Es eso, Berta, sigues sin aceptar que ya no está?

–¡¡Que te calles!! Tú... tú eres un... ¡traidor! –estalló Berta, comenzando a llorar–. Los dos pensamos siempre que eras nuestro mejor amigo y sólo estabas esperando el momento en que él...

–¡Dilo, Berta, dilo de una vez!–¡Vete de aquí, sucio traidor!–Te equivocas –respondió él, hablándole con más

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ternura aun–. Yo no esperaba... no quería que a Javier le ocurriese nada malo. ¿Sabes qué es lo más gracioso? Sólo he intentado enamorarme una vez desde el día en que te conocí y no funcionó. No podía funcionar, porque yo sólo te amaba a ti, aunque tú estuvieras enamorada de otro hombre. ¿Y, sabes? Habría permanecido a tu lado aunque Javier no hubiese muerto. Me habría quedado aquí, como un buen amigo, conformándome con estar cerca de ti aunque no pudiese tenerte nunca...

–Pablo... yo... yo nunca...–No, no. Fui yo. Fue mi decisión. Tú eras mi Everest.

Y eso que me mareo en las alturas... Pero ahora te toca decidir a ti, Berta. ¿Tú me quieres?

–Yo... no lo sé... no puedo...–¿Por qué no puedes? –Berta miró hacia la terraza,

hacia la silla en donde estaba su bolso–. Ya. Comprendo. Le has hecho inmortal. Y yo no puedo competir con eso. Supongo que no tengo tanta paciencia como yo pensaba –añadió Pablo tratando de sonreír–. Adiós, Berta. Espero que tus recuerdos te hagan tan feliz como te habría hecho yo...

Ana bajó los escalones de dos en dos al ver acercarse a Pablo. En principio había planeado volver a sentarse en el sofá, fingiendo ver la televisión, pero la conversación que acababa de presenciar la había dejado tan impresio-nada que se quedó al pie de las escaleras, incapaz de moverse. Pablo le sonrió al llegar junto a ella, aunque a Ana le pareció abatido.

–Adiós, Ana. Ven a verme cuando quieras, ¿de acuerdo?

–Claro... Hasta... pronto, Pablo.Ana vio marcharse a Pablo y se quedó inmóvil,

mirando la puerta cerrada. Unas absurdas risas enlatadas salían del televisor. Ana lo apagó y el silencio se apoderó de la casa. Tan sólo se escuchaban los sollozos de su tía en el piso superior. Ana subió las escaleras, insegura. Se sentía sobrepasada, no tenía

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experiencia en ese tipo de emociones. Nunca las había presenciado antes –para su madre eran una debilidad imperdonable–, ella había aprendido a guardarlas hasta el final del día para sofocarlas contra la almohada y ahora no sabía qué debía hacer para consolar a alguien. Entró en la habitación de su tía y la encontró llorando tendida sobre la cama. Ana se sentó a su lado, le acarició torpemente el cabello hasta que su tía se quedó dormida y permaneció junto a ella mucho tiempo sin saber qué más podía hacer.

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8. La conspiración

El verano transcurría sin pausa. Julio avanzaba hacia su fin casi sin hacerse notar. Ana habría deseado detener el tiempo para que no llegase nunca el momento de volver a casa –sentía una punzada en el estómago sólo con pensarlo–, pero comprendía que aquello era como tratar de retener en la mano un puñado de arena y ya había decidido que lo mejor era no pensar en ello para no consumir en amarguras los días que le quedaban. Era mucho mejor sumergirse en la vida cotidiana, acostum-brándose a la deliciosa rutina en casa de su tía Berta hasta casi llegar a olvidar que aquel verano se acabaría algún día. Desde hacía unas cuantas semanas había retomado por las tardes –esta vez en serio– las tareas de repaso estival de aquellas asignaturas que más se iban a endurecer durante el curso próximo. El repaso de literatura no le supuso ningún esfuerzo. Tenía tres novelas de lectura obligatoria que devoró en unas cuantas tardes en el desván. Su tía resultó ser de gran ayuda en gramática –siempre había sido su asignatura favorita–, pero ambas flojeaban en matemáticas. Ana vio en ello la oportunidad de lograr que su tía y Pablo volviesen a hablarse. Echaba de menos verlos juntos de nuevo y sabía que su tía también. Desde que discutió con él a principios de mes, Ana la había visto apagarse poco a poco, encerrándose cada vez más en su relación imagi-naria con Javier. Si antes había comenzado a prescindir de su bolso –y de su contenido–, ahora no lo dejaba

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jamás en el perchero, lo llevaba colgado al hombro todas las horas del día, desde que ponía un pie en el suelo hasta que se acostaba por la noche. Incluso lo metía con ella en la cama. Ana se había sentido tentada de confesar su delito, de revelarle el verdadero contenido de la urna por ver si así lograba hacerla reaccionar. Pero Javier insistía en que aquélla no era la solución y Ana estaba de acuerdo. El que sus cenizas estuvieran o no en la caja de plata era lo de menos; el problema era que Berta las llevaba metidas en el alma y de allí nadie, salvo ella misma, podría sacarlas.

Una tarde en que Ana estaba especialmente atascada en un ejercicio en el que un tren salía de no se sabía dónde y se iba a estrellar contra otro que iba vete a saber a qué velocidad y ella debía evitar el desastre en maldita sea si sabía el lugar, se atrevió a romper la barrera imaginaria de silencio que su tía había levantado sobre todo aquello que le recordase a Pablo.

–¡Aaaaaaj! ¡No puedo más! ¡Necesito ayuda! ¿Quién es el retorcido que se pasa los días inventando estos problemas y ecuaciones y... ¡puñetas! para que los demás nos licuemos los sesos mientras ellos se divierten y...? ¡Por favor, tía, o me ayudas o voy a provocar una catástrofe!

–A ver, a ver, no será para tanto. Déjame ver... ¡Ah! ¡Uno de trenes! Esos me agobiaban muchísimo cuando estudiaba. Me sentía responsable de todas las vidas que iban allí dentro y cuanto más me esforzaba en resolverlo más incapaz me sentía. Y para colmo la hermana Angustias –y ahora que lo pienso, le iba muy bien el nombre– nos iba diciendo: «Vamos, señoritas, que a esas personas les quedan tres minutos de vida... dos minutos... un minuto...». Tienes toda la razón, ¡es espantoso!

–A Pablo... se le dan bien las “mates”... ¿verdad que sí?

–Pues... sí... sí, claro. Él lleva la contabilidad de su 198

negocio y del nues... quiero decir de su tienda y de la de... en fin, de las dos tiendas.

Ana se contuvo para no sonreír ante los malabarismos que hacía su tía para evitar la palabra “nuestro”.

–Claro, no me acordaba de que los dos compartís algo... vamos, que tenéis algo juntos, que os une una relación... –insistió Ana.

–Tenemos... una relación de negocios, si te refieres a eso. Estrictamente profesional –corrigió su tía–. Nada más.

–¿Ya no sois amigos... ni nada?–Bueno... hemos mantenido una amistad durante

muchos años y... tal vez hayamos estado demasiado apegados el uno al otro. Digamos que... no nos vendrá mal independizarnos un poco... ¿Y a qué viene hablar ahora de Pablo?

–Bueno, es que había pensado que él podría venir a ayudarme con las matemáticas. Como van a ser mucho más fuertes el curso que viene y a él se le dan tan bien... Y como ya no tenéis ninguna relación ni nada, pues no te importará verle. Como ya no sientes nada por él... ¿no?

–No... no... ya no siento... nada por él. Nada de nada. Pero tampoco hace falta que venga aquí todas las tardes. También podrías ir tú a su casa.

–Ya... pero es que ir yo sola... me da un poco de corte –mintió de nuevo.

–¡Qué bobada! ¿Cómo vas a tener vergüenza ahora de Pablo? Si te quiere como si fueras su hija. Vamos, que es una tontería, quiero decir. Además, su casa está muy cerca de aquí y tú conoces el camino de sobra. Vas cuando quieras y no se hable más del asunto, por favor.

Ana asintió disimulando su satisfacción. Por el momento, llevar a Pablo a casa iba a ser difícil pero al menos tenía el permiso de su tía para verle a menudo. Así podría allanar el terreno en ambos bandos. Estaba empezando a gustarle eso del espionaje...

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Marta no pensaba esperar más tiempo para implantar su sello personal en la herboristería. No en vano había aguantado durante meses al pardillo de Pablo, desper-diciando su juventud y su talento entre inciensos y hierbajos. Pero había valido la pena, su intuición le decía que Pablo estaba a punto de caer en sus redes y pocas veces le fallaba. El tonto de Iván le había servido durante años para no ir sola de copas, pero no era una buena inversión. No había estado mal como novio, pero ¿qué se podía esperar de un chico cuya máxima aspiración en la vida era llegar a ser encargado de sección de una fábrica de helados? Pablo, en cambio, era una apuesta segura. Propietario de una vieja casa –cuyo solar ya valdría una fortuna– y con negocio propio, bastante próspero además. No iba a dejar que se le escapase. Después de todo era bastante simpático, sobre todo cuando estaba calladito, y no estaba mal del todo para ser un viejo cuarentón. Al menos no tenía barriga, como casi todos a su edad, aunque sí empezaba a escasearle el pelo y eso a ella le daba bastante grima. Al principio había sospechado que pudiera ser gay... ¿Quién iba a pensar otra cosa de un hombre de su edad que seguía soltero, vivía solo en la casa de sus padres y no aprovechaba la situación para tener un ligue cada noche? Pero pronto se había dado cuenta de que andaba babeando tras la pelmaza de su amiga. ¡Menudo idiota, perder tantos años de su vida por una rubia teñida, más lisa que una tabla de planchar! Pero ahora que Berta le había dado con la puerta en las narices, ya nada se interponía entre ella y la posibilidad de colocarse de por vida. A alguien que había estado tantos años “pasando hambre” iba a ser muy fácil comérselo vivo. Si le daba lo que no le había dado su amiguita en todo ese tiempo, antes de que terminase el verano se lo había llevado al huerto, o al altar, que para 200

el caso sería lo mismo. Y cuando ya le diese demasiado asco, se divorciaría y le sacaría hasta la última gota de sangre. Claro, que podría sacarle mucho más si le daba un hijo, aunque la sola idea le revolvía el estómago. Pero no tenía que ser de Pablo, necesariamente. Iván le podría servir. Cuando se lo encontraba los fines de semana se hacía el duro, pero aún se la comía con los ojos. Sí, aquellos dos tontos iban a tener su utilidad, después de todo. Pero mejor sería no adelantar acontecimientos, no le fuera a pasar lo que a “la lechera”. Y no se refería a la del cuento, sino a ésa que se iba a casar con uno de los Luján, los dueños de la fábrica de leche, y ya andaba por ahí viviendo a todo lujo como si el asunto estuviera hecho y lo fastidió todo poniéndole los cuernos a su futuro marido antes de la boda... ¡Menuda estúpida! Había que saber esperar. Y ella sabía, aunque tampoco había que pasarse. Para empezar, ya había comenzado a ordenar la herboristería a su gusto. En ese mismo momento estaba ocupada retirando parte del género que ocupaba las estanterías contiguas a la zona de cosmética. Había demasiados hierbajos que nadie compraba nunca y que le quitaban espacio para su sección. Y con el nuevo pedido que había hecho y que llegaría a la mañana siguiente, la tienda comenzaría a estar como debía. De todos modos debería ir poco a poco, Pablo le tenía demasiado apego a sus cosas, pero si sabía manejarle bien –y vaya si sabía–, en poco tiempo se haría la dueña. Ya había conseguido ser tan imprescindible que aquel bobo no hacía nada sin consultarle; para cuando acabase con él, no sabría ni subirse solo los pantalones. Aunque tampoco los iba a llevar puestos mucho tiempo...

–¡Hola, preciosa! ¡Cuánto te he echado de menos! Ven aquí y dame un abrazo –saludó Pablo efusivamente a Ana cuando la vio entrar aquella mañana en la librería–.

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Dime, ¿cómo estás? ¿Va todo bien?–Sí, muy bien. Pero tenía ganas de verte.–Y yo a ti, princesa. ¿Has venido... sola?–No. La tía me está esperando en la playa. Es que

quería pedirte un favor.–Uno y todos los que quieras. Dime.–He empezado a repasar para el curso que viene y

necesito un poco de ayuda con las matemáticas. Bueno, un poco no, muchísima. Y quería saber si tú...

–¡Pues claro que te puedo ayudar! –interrumpió Pablo entusiasmado–. Las matemáticas son fascinantes, ya verás como en poco tiempo te encantan.

–Bueno, bueno, no hace falta que me gusten. Me conformo con enterarme de algo. ¿Te parece bien que vaya a tu casa por las tardes cuando acabes de trabajar? Le pregunté a la tía si podías venir a casa, pero me dijo que mejor sería que estudiásemos en la tuya.

–¿Ah, sí? ¿Eso dijo? Bien, sí, será mejor que vayamos a la mía. Si tanto le molesta verme...

–¡No, no, si no le molesta! Yo creo... que es más bien lo contrario. Me parece que no se atreve a verte. Por si tú estás enfadado con ella, o algo así.

–¿Enfadado? No... no, yo no estoy enfadado. En absoluto. Pero de todos modos creo que tiene razón, será mejor que no nos veamos por un tiempo. Entonces, ¿qué, empezamos esta tarde?

Las tardes de julio estaban siendo muy ajetreadas en la librería. Por la mañana el ritmo era más sosegado, la gente estaba en su mayoría paseando o tostándose en la playa, pero al llegar la tarde, saciada ya su sed de sol, acudían a la librería como si todos los socios de un club de lectores hubiesen tomado vacaciones al mismo tiempo. En cualquier otra época aquello habría sido fantástico para Berta, pero ahora estaba atravesando un mal 202

momento y su mente no siempre se encontraba en el mismo lugar que su cuerpo. Ana les ayudaba cuanto podía, pero su tía prefería que pasara casi todas las tardes en casa terminando sus trabajos de repaso para el colegio. Rubén, en cambio, estaba magnífico. En poco tiempo parecía haber madurado, incluso su acné estaba desapareciendo. Se desenvolvía entre los clientes sin ese apocamiento con el que se había manejado hasta hacía muy poco. Incluso charlaba animadamente con algunos de ellos sin enrojecer hasta la raíz del pelo, como le ocurría antes cuando alguien le preguntaba su opinión sobre algún libro antes de comprarlo. Berta se sentía muy orgullosa de él al verle tan resuelto. Y en aquellos días había resultado ser un gran apoyo para ella. El muchacho había intuido muy bien la causa de su tristeza y se había comportado como un amigo, más que como un empleado. Se mostraba muy atento con ella, trataba de hacerla reír cuando la veía pensativa y le quitaba de encima a los clientes cuando ella daba muestras de estar agobiada. Y, sin que Berta lo supiera, cuidaba del mismo modo de Pablo por las mañanas. Su socio ya no se mostraba tan extrovertido como de costumbre y Rubén se esforzaba por animarle, contándole a diario el argumento de su telenovela favorita. Y dejando caer noticias sobre Berta como de un modo casual. Y aunque Pablo jamás preguntaba por ella, no perdía detalle de cuanto Rubén le contaba.

Una tarde especialmente fructífera en la librería, Berta se encontraba más taciturna que nunca. Ana se había quedado estudiando y Berta había llegado con los ojos enrojecidos, con aspecto de no haber dormido en varios días y con muy pocas ganas de hablar. Nada más llegar, se vio acosada por una clienta especialmente indecisa.

–¿Podría ayudarme, por favor? Estoy buscando una novela romántica pero con final feliz, no me gustan los dramas. He encontrado éstas dos, pero no soy capaz de

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decidirme. ¿Cuál escogería usted?–Ésta es muy romántica. El argumento es muy

inteligente, seguro que le gustará.–¿Pero acaba bien?–Mujer, ¿no querrá que le cuente el final...?–No, no, claro. Pero dígame ¿acaban juntos o no?–Digamos que el final es inevitable.–Ya. O sea, que no acaban juntos. Pues no, no me

interesa. ¿Y ésta otra?–Ésa es menos interesante pero el final le gustará

más.–Ya. Pero es que a mí me gusta que los personajes

sufran, ¿sabe usted? Que vivan amores apasionados e imposibles, que la novela esté llena de calamidades pero que al final todo acabe bien...

–Si algo es imposible es muy poco probable que al final acabe bien, ¿no le parece? –respondió Berta, sombría.

–Lo que usted necesita es algo de Belinda Casanova –intervino Rubén muy a tiempo–. Si me acompaña, le voy a enseñar las novelas más apasionadas y apasionantes que haya leído usted nunca.

–¿Pero con final feliz?–Todas ellas. Dicen que es descendiente del

mismísimo Casanova, ¿sabe? ¿Quién podría saber más de amor?

Rubén se llevó a la mujer a la sección de novela romántica, de la que era un auténtico erudito, y no sólo logró venderle una novela sino la mitad de la colección de su ídolo literario. La mujer se marchó muy satisfecha y Berta se acercó a Rubén para agradecerle la ayuda.

–No es nada. Es mi trabajo –respondió el muchacho tímidamente encogiéndose de hombros.

–Nada de eso. Aquí eres mucho más que un empleado, Rubén. Eres un buen amigo. Y yo te debo una disculpa.

–¿A mí? ¿Por qué?204

–Porque hace muy poco tiempo fui tan burguesa y tan estúpida como para compararte con la bruja de Marta... y pensé que ella te superaba. Ahora veo lo equivocada que estaba y lo injusta que fui. Esa niña no te llegaría a la suela de los zapatos ni subiéndose a una escalera. ¿Podrás perdonarme?

–Claro, mujer. ¡Qué tontería! Es que Marta, la verdad, impresiona...

–Sí. Sobre todo si la ves de cerca. Más que impresionar, asusta. Es todo fachada, Rubén. Pero dentro no hay nada bueno, te lo digo yo.

–¿Ha sido por ella... por lo que te has peleado con Pablo? Perdona, perdona. No es asunto mío. Bueno, sí lo es, pero si no me lo quieres decir no pasa nada...

–No me importa. No, no ha sido por ella. Ha sido por mí. He metido la pata y he perdido a mi mejor amigo. A la persona que más me importa en el mundo, además de Ana y de Javier. Y de ti.

–Sí, claro... –dudó Rubén, ruborizándose–. ¿Y has perdido sólo un amigo...?

–Mira, allí te están haciendo señas. El hombre de la camiseta amarilla. Tiene en la mano una novela de la Casanova, creo que te quiere preguntar algo...

–Me voy a buscar a Pablo –anunció Ana a su tía en cuanto la vio entrar en casa.

–¿Y eso? ¡Ah, sí! Ya no me acordaba de que vas a es-tudiar a su casa.

–Sí. Le encantó la idea. Por lo menos se alegró, el pobre. Me pareció que estaba triste.

–¿Ah, sí? ¿Y... por qué?–No lo sé. Pero cuando me vio entrar en la tienda esta

mañana se emocionó mucho. Hasta se le escaparon las lágrimas... –mintió.

–¿En serio? Vaya. Sí que parece que lo está pasando 205

mal. Bueno, pues, no le hagas esperar más.Ana salió a la calle con una maquiavélica sonrisa

inundando su rostro. Su plan comenzaba a funcionar a la perfección. El sol ya no brillaba con tanta fuerza, pero aun así buscó la acera cobijada por la sombra y se dirigió hacia la plazoleta de la fuente. Cuando ya se acercaba a la herboristería vio a pocos metros por delante de ella un corro de mujeres sentadas a la puerta de una casa, charlando y haciendo labores. Inexplicablemente, todas miraron en su dirección y a Ana le pareció que bajaban la voz a medida que ella se acercaba, hasta quedar en silencio cuando llegó a su altura. Ana les dio la espalda para cruzar la calle y las oyó cuchichear, aunque distinguió claramente algunas frases.

–¿Es ésta la chica, Leonor? ¿De quién dices que es hija, del herbolario o de la librera?

–Vete a saber. Lo mismo es de los dos.–¿Pero al final están liados o no?–Hace poco lo estaban, que a ella la vi yo subir. De

noche. Pero ya hace tiempo que no la veo por aquí.–Pues qué pena. Hacían buena pareja, ¿no?Ana las dejó con sus chismorreos y entró en la

herboristería. Pablo se alegró de verla, pero Marta fingió estar muy ocupada y evitó saludarla. Parecía sorprendida de verla allí. Pablo terminó de atender a un cliente y se acercó a ella, mordisqueando un regaliz.

–¿Quieres uno?–No, gracias. Debe de estar muy bueno por los mor-

discos que le das.–No mucho. Es sin azúcar. Pero necesito tener algo

en la boca. He dejado de fumar, ¿sabes? Definitivamente. Desde hace seis horas y cuarenta y tres minutos. Estoy un poco ansioso, pero ya se me pasará. ¿Seguro que no quieres uno? Refresca el aliento y la garganta... ¡Uf! Prométeme que nunca vas a fumar, ni aunque lo hagan tus amigos.

–Prometido –afirmó Ana compadeciéndose de su 206

sufrimiento.–Bueno, voy a dar un vistazo a las estanterías y a

reponer lo que falte para mañana y cerramos ya. Tú puedes sentarte o curiosear todo lo que quieras. Estás en tu casa.

Marta terminó de recoger su sección apresura-damente.

–Pablo, voy un momentito a la farmacia antes de que cierren. Vengo enseguida.

–Vale, vale. Pero no hace falta que vuelvas a la hora que es ya, mujer. Vete a casa y ya cierro yo, no te preocupes.

–¡No!... Quiero decir que no... que no hace falta que cierres tú solo... si es un momento nada más, me da tiempo de sobra... Además, sabes que no me gusta marcharme antes de hora.

–Bueno, bueno, como quieras. A veces eres más seria para el trabajo que yo mismo.

Marta le sonrió aunque Ana la vio borrar la sonrisa de su cara en cuanto Pablo dejó de mirarla. Se agachó bajo el mostrador para coger su bolso, demorándose en exceso. Luego salió de la tienda y, nada más llegar a la calle, echó a correr.

Pablo bajaba hasta la mitad la persiana metálica que protegía el escaparate en el momento en que Marta entraba en la plazoleta. Le impresionó ver llegar a la chica tan sofocada. Le gustaba que fuera responsable, pero algunas veces le parecía excesivo el celo que ponía en el trabajo. Tanto como si el negocio fuera suyo.

–Tranquila, mujer, si no hacía falta que volvieras...–No, no, si he ido dando un paseo –mintió, casi sin

aliento.Marta siguió a Pablo al interior de la tienda. Ya

estaban apagadas la mitad de las luces, quedando sólo 207

las que iluminaban el mostrador. Pablo rebuscaba en sus bolsillos y en los cajones, comenzando a ponerse nervioso. A Ana le pareció que Marta le miraba con recelo.

–¿Has visto las llaves de mi casa, Marta?–¿Y yo por qué las voy a ver? –replicó poniéndose

excesivamente a la defensiva.–No, mujer, si no digo que las hayas cogido tú. Es

que llevo diez minutos buscándolas y no las veo por ninguna parte.

–Estarán donde siempre –respondió ella con fingida amabilidad–. Es que a veces eres muy despistado. Seguro que están en el cajón de la derecha.

–No, si es el primer sitio donde he buscado...Marta se agachó bajo el mostrador y, prodigio-

samente, se alzó con las llaves en la mano.–¿Lo ves? Estaban aquí. Se habían caído... por detrás

del cajón. Por eso no las encontrabas.–¡Ah! ¡Qué raro! Bueno, pues, estupendo. Ya

podemos entrar. ¿Cierras tú, Marta?–Claro. Vosotros id a lo vuestro. Aquí ya está todo

hecho.Pablo y Ana entraron por la puerta que comunicaba

la trastienda con la escalera y subieron a la casa. Marta apagó las luces, salió a la calle y terminó de bajar la persiana metálica, dejando bien cerrada la herboristería que algún día, no muy lejano, sería suya. Caminó hacia su casa con el paso firme de los vencedores. La mano en su bolsillo apretaba con fuerza la copia de las llaves de la casa de Pablo que acababa de sacar en la ferretería. Al parecer aún no se había librado del todo de Berta y de la pesada de su niña, pero no le importaba. No tardaría en hacerlo.

–¡Esto es demasiado complicado para mí! No voy a ser 208

capaz de entenderlo ni en mil años... –se quejaba Ana ante un problema matemático que le parecía irresoluble.

–No digas eso, tú eres muy inteligente. Lo único que tienes que hacer es perder el miedo a las matemáticas. Y terminarte el vaso de leche con cacao, que no se puede pensar con el estómago vacío. El cerebro también necesita combustible.

Y Ana comenzó su actuación.–Ya... es que me cuesta concentrarme. Estoy muy

preocupada por mi tía. No se encuentra bien y no quiere ir al médico.

–¡¿Al médico?! ¿Está enferma? –interrogó Pablo disimulando mal su inquietud.

–Bueno, no es que esté enferma. Come poco, prácticamente sólo toma café, pero el problema no es ése. Apenas duerme y cuando lo hace tiene pesadillas.

–¿Cómo lo sabes?–Porque... habla. No deja de hablar... de ti. Te llama.–¿A mí? ¿Y... qué dice?–Tu nombre. Y otras cosas, pero creo que no debería

decírtelo. Me parece que no está bien que escuche lo que dice la tía Berta. Eso es privado, ¿no?

–Bueno, sí, claro. Pero en este caso... bueno, es por su bien. Para ayudarla. ¿Qué dice de mí?

–Dice: «Por favor, no me dejes tú también». Creo que recuerda la noche en que discutisteis. Supongo que se siente culpable por haber reñido contigo y te echa de menos –dijo Ana observando la reacción de Pablo ante sus palabras.

–Bueno, yo también la echo de menos. Pero no debería sentirse culpable. Todo ha sido culpa mía. Yo la quie... la quería y ella a mí no. Simplemente eso.

–No, no tan simple –replicó Ana, arriesgándose a dar un paso más allá–. Si eso fuera verdad, ¿por qué te llama también amor mío?

Ana sostuvo la intensa mirada de Pablo, aunque la había cogido por sorpresa. Pablo guardó silencio durante

209

un instante, pero luego cerró los ojos, negando con la cabeza.

–Está confundida, eso es todo. Por mi culpa. Nunca debí enamorarme de ella, debí evitarlo. O tal vez debí marcharme hace mucho tiempo. Pero fui un egoísta. Preferí verla todos los días aunque no estuviera a mi alcance, que no verla nunca más. Ella no tiene la culpa de nada.

–Pero tú te enamoraste de ella el mismo día que el tío Javier, ¿verdad?

–Sí... ¿cómo sabes tú eso?–Aquella noche... os escuché –confesó Ana cabizbaja.–Eres una chica peligrosa, ¿sabes? –le sonrió Pablo–.

Mejor, me alegro de que lo sepas todo. Sí, me enamoré de Berta al mismo tiempo que Javier. Pero ella le eligió a él. Lo suyo fue lo que se llama un flechazo, se amaron desde el primer momento. Y eso es algo sagrado. ¿Sabes lo difícil que es encontrar a la persona que has estado buscando toda tu vida y que esa persona te corresponda en el mismo momento? Intenté luchar contra mis sentimientos, pero estaba vencido. Entonces debí apartarme de sus vidas, pero no lo hice. Y ahora debo rectificar mi error. Si vuelvo con ella le volveré a hacer daño y eso nunca. Ya ha sufrido bastante en su vida.

–¿Odiabas al tío Javier?–¡¿A Javier?! –Pablo se echó a reír–. ¡Eso era

imposible! No, jamás. Si le hubieras conocido, lo entenderías. Era un hombre realmente bueno. El mejor de todos nosotros. Él no me quitó nada que fuera mío, Ana. Sencillamente, estábamos tan compenetrados que incluso nos enamoramos de la misma mujer al mismo tiempo. Todo lo contrario. Si odiaba a alguien, era a mí mismo. Me sentía un traidor. Berta tiene razón. Tal vez lo sea.

–Ya. O sea, que te has rendido... La has querido toda tu vida y la primera vez que te rechaza, sales corriendo.

–¿Cómo que me he rendido? ¿Qué otra cosa puedo 210

hacer?–Pelear por ella. Tú no has traicionado a nadie. Les

has sido fiel a los dos toda la vida. ¿Y a ti cuándo te toca ser feliz?

–Oye, tú no eres peligrosa... ¡Eres diabólica!–Lo que le pasa a la tía Berta es que no la has con-

quistado. Tú la has querido desde que la conociste y has pensado que sólo con decírselo ella iba a caer rendida a tus pies. Pues si no se ha enamorado de ti de repente, que lo haga poco a poco. Haz que se enamore de ti.

–¿Ah, sí? ¿Y se puede saber cuál es la fórmula mágica?

–No creo que haya ninguna. Pero puedes conquis-tarla. Escríbele poemas. Mándale flores. O ponla celosa. No sé cómo. Pero alejándote de ella le estás haciendo daño. Porque sí que siente algo por ti y no es sólo amistad, aunque ella no lo quiera reconocer.

–Lo de ponerla celosa no es una buena idea, eso sólo trae problemas. A mí la poesía no se me da bien, el escritor era Javier. En cuanto a las flores, eso ya lo intenté y no funcionó, ¿recuerdas? Además, no creo que ahora sea un buen momento. Berta no quiere verme cerca, ya te lo dijo ella misma. Y yo, la verdad, también estoy dolido...

–Entonces los dos vais a echarlo todo a perder por orgullo. Aunque sólo sea una buena amistad de tantos años –Pablo se quedó pensativo–. Mira, no hace falta que vayas a su casa si no quieres. Podríais encontraros en cualquier otro sitio, por casualidad... –Ana pensó con rapidez–. Por ejemplo, mañana por la mañana la tía Berta me va a llevar... a la biblioteca, para que pueda consultar libros para estudiar y eso. Y tú podrías acercarte para buscar un libro de plantas o de terapia natural, o algo así. Las casualidades existen, ¿no? Y así por lo menos, podríais volver a hablaros. Echo de menos veros juntos. Y me gustaría poder llamarte tío Pablo. Me gusta cómo suena.

211

–Y a mí –admitió Pablo.Decidieron dar la clase por terminada y Pablo acom-

pañó a Ana hasta su casa, sin acercarse a la puerta. De nuevo en la suya, la soledad le pesó más que nunca. El silencio llenaba cada rincón, aunque en la calle reinase el ajetreo veraniego. Pablo cerró el balcón y los sonidos se amortiguaron. Necesitaba tranquilidad para aclarar sus ideas. La conversación con Ana le había alterado más de lo que hubiera esperado. ¿A quién pretendía engañar? Seguía enamorado de Berta, más que nunca. Durante unos días había llegado a pensar que al fin iba a conseguir lo que más deseaba en el mundo y todo lo pasado, todo lo vivido, había cobrado sentido. El universo recuperaba su orden. Y luego había despertado de su sueño de repente, dejándole más desesperado aún que antes, porque ahora conocía el dolor de perder lo que tanto le había costado alcanzar. Pero no pensaba rendirse. Ana tenía razón, al primer contratiempo había tirado la toalla y se había retirado a su rincón, a lamerse las heridas. Si quería que Berta le amase, debía luchar por ella. Berta merecía una cruzada. Por una mujer como ella habría valido la pena arriesgar un imperio. Recordó entonces las sugerencias de Ana para conquistar a Berta y lamentó no tener la habilidad de Javier para escribirle un poema o una historia de amor que le aclarase al fin sus dudas y le despertase las ganas de volver a enamorarse. Necesitaba la ayuda de un poeta. ¡Claro! ¡El libro de Berta! Pablo buscó entre los suyos el libro de poemas de Neruda que su amiga le había prestado hacía tiempo y se sentó en la vieja mecedora de su madre, tratando de contagiarse de él. Tomó entonces papel y bolígrafo, escribió el primer verso que se le ocurrió y se quedó atascado en él buscándole una rima.

–¡Qué tontería! Como si yo supiera escribir... No, no, vamos, piensa. No puede ser tan difícil. Si este hombre escribió veinte poemas de amor en un solo libro, ¿por qué no voy a ser yo capaz de escribir uno sólo, aunque sea 212

cortito?Se exprimió el cerebro durante mucho tiempo y no

logró nada, aparte de un principio de jaqueca y de llenar el suelo con papeles arrugados. Cuando se iba a dar por vencido, algo surgió en su mente. Pensaba sólo en Berta. No en impresionarla, ni en fascinarla con poesía. Tan sólo en su cabello, en su sonrisa, en la calidez de su mirada... Y escribió sin proponérselo. En realidad no era un poema, más bien unas frases sin rima, pero le salió del corazón. De inmediato se avergonzó de lo que había escrito y arrojó al suelo el papel, junto a sus hermanos. Pero lo pensó mejor, lo recogió y lo guardó entre las páginas del libro de poesía. A la mañana siguiente se lo devolvería a Berta. Tal vez esa noche se le ocurriese algo mejor.

–¿A la biblioteca? Bien, me parece una idea estupenda, sí. Mañana es sábado y sólo abren por la mañana, pero si quieres nos acercamos un ratito y así te sacas el carné. Sí, sí que es una buena idea –aceptó Berta mientras cenaban en la terraza–. Y dime... ¿ha ido todo bien?

–Sí. Pero Pablo estaba un poco distraído, como si pensara en otra cosa, ¿sabes? –informó Ana, que cada vez mentía mejor–. Y suspiraba continuamente.

–¿Suspiraba?–Sí. Muy hondo. No sé, igual tenía hambre. Como

últimamente come tan poco...–¡Caramba! Pues... eso no está bien. Debería cuidarse

más, ya no es un niño para hacer esas tonterías.–Y ha dejado de fumar.–¿En serio? ¡Vaya! Eso sí que no me lo esperaba. ¡Por

fin! Le ha costado muchos años decidirse, estaba realmente enganchado. Me alegro, me alegro mucho... por él, claro.

–Supongo que lo habrá hecho por la tos...213

–¿La tos? ¿Está enfermo?–No sé, pero dice que no para de toser. Pero ahora le

está cuidando Marta. Le ha hecho un ungüento con no sé qué hierbas y se lo pone por la noche. Dice que le va muy bien.

–¡Ah, bueno! ¡Si está en manos de Martita no hay de qué preocuparse! –exclamó sin poder contenerse–. ¿Pero quién se lo pone por la noche, él solito o con ayuda de Marta?

–Eso ya no lo sé... Pero ahora, cuando me ha acompañado a casa, me ha dicho que tenía mucha prisa por volver a la suya. No sé, igual tenía algo que hacer...

–Ya, ya. Bueno, terminemos de cenar –dijo Berta, aún irritada–. Si mañana queremos ir a la biblioteca, habrá que levantarse pronto.

–¿Es la primera vez que vienes? No me suena tu cara... Verás, aquí en la planta baja está la poesía. Narrativa y libros de consulta están arriba. Sube a la primera planta y mi compañero te ayudará –le explicaba a Pablo la funcionaria de recepción con una amplia sonrisa.

–¿En la primera planta?–Sí, si no está en su mostrador, pregunta por Pepe.–Gracias, muy amable.A Pablo pronto se le borró la sonrisa al llegar a la

primera planta de la biblioteca. El empleado, en efecto, estaba tras su mostrador, pero Pablo no podía creer que pudiese tener tan mala suerte: se trataba nada menos que de Pepe Muñoz, “el Pelota”, el tipo con el que peor se había llevado en todos sus años de instituto. Tenía me-nos pelo y más barriga, pero indudablemente era él.

–Necesita un carné de lector para poder sacar libros –le explicó a Pablo el empleado, con indiferencia.

–Esto... me has reconocido, ¿no? Soy Pablo García. –Por supuesto. Pero aun así, necesita usted el carné.

214

–Ya, pero es que yo sólo he venido a consultar unos libros, no me los voy a llevar. O a lo mejor sí, aún no lo sé... Tal vez así sería más creíble...

–De cualquier modo, son las normas –continuó el otro en el mismo tono apático–. Sin carné, no hay libros. Es muy sencillo, sólo tiene que rellenar este impreso, me trae una fotografía y con el resguardo que le doy ya puede retirar cualquier libro de nuestras instalaciones, con un máximo de tres. Y dentro de dos o tres días ya podrá recoger su carné.

–Está bien, está bien, me sacaré el carné –claudicó Pablo–. ¿Y dónde me hago yo ahora unas fotos?

–A dos calles de aquí, en la plaza de Correos, hay un fotomatón. Casi todo el mundo va allí.

–¿Y no te puedes saltar las normas, por una vez? Es que, verás, estoy esperando a una persona y si me voy ahora para hacerme las fotos, igual no la veo. Y es muy importante que nos veamos hoy...

–¿Pero usted no venía a consultar unos libros?–Sí, claro. A eso también. Bueno, está bien. Adelan-

taremos más si me hago las fotos, ¿verdad? Vale, hasta luego.

–¡Espere!–¿Qué pasa ahora?–El impreso. No me lo ha rellenado.–Bueno, lo haré cuando traiga las fotos...–Si lo hace ahora yo voy tramitando la solicitud y así

cuando venga le doy ya el resguardo. Como tiene tanta prisa...

–Vale, vale. Como quieras –dijo Pablo comenzando a escribir sus datos rápidamente.

–No.–¿No, qué?–En mayúsculas, por favor. Con letra de imprenta,

clara y legible.–Clara y legible –repitió Pablo arrugando el primer

impreso y arrojándolo a la papelera. 215

Tal como se temía, Pepe pensaba dejar caer sobre él todo el peso de la burocracia como venganza por antiguos rencores, de los cuales Pablo ni siquiera recordaba el origen.

–Si es tan amable de echarlo en el reciclado de papel... –rogó el funcionario señalando con la cabeza una papelera de cartón situada a la derecha del mostrador.

Pablo se agachó sobre la papelera, recogió el impreso y lo echó en la de reciclado, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no depositarla en la boca de su antiguo compañero de instituto, cosa que habría hecho sin dudar en otros tiempos. Tomó otro impreso del montón y comenzó de nuevo a cumplimentarlo.

–¿Mi fecha de nacimiento la quieres en números romanos?

–No es necesario.–Estupendo.–Pero ha escrito el código postal en el apartado de la

localidad.–¿Y no da igual? Es el código de la localidad...–No, señor. Cada dato en su apartado

correspondiente, por favor.Pablo le sonrió sin ganas, respiró hondo e hizo acopio

de toda su diplomacia para terminar aquel trámite cuanto antes sin cometer un delito. Dobló el nuevo im-preso incorrecto, lo depositó con cuidado en la papelera de reciclaje y tomó otro más del montón correspondiente. Comenzó, una vez más, a cumplimentarlo, poniendo tanto cuidado como si se tratase del examen de fin de carrera y se lo entregó al funcionario, el cual lo examinó con tanto detenimiento como si, en efecto, lo fuese a calificar.

–Es correcto –dijo simplemente.Pablo exhaló el aire ruidosamente y salió corriendo

hacia la puerta.–¡Por favor! –le llamó.–¿Qué más, hombre, qué más quieres de mí?

216

–Nada más. Pero aquí no se puede correr.–Bien, disculpa –se excusó Pablo tan tenso que casi

no le salía la voz.Caminó de puntillas hasta llegar a la escalera y bajó

del mismo modo hasta la puerta de la biblioteca y, una vez en la calle, echó a correr hacia la plaza de Correos. Por suerte para él, el fotomatón estaba vacío. Se sentó en el taburete y leyó rápidamente las instrucciones. El taburete no se encontraba a la altura adecuada, pero decidió que ya había perdido bastante tiempo con aquel maldito carné y se limitó a agacharse. Depositó las monedas en la ranura y aguardó a que se disparase el flash. De reojo vio a Ana y a Berta cruzando la plaza y, sin pensar, volvió la cabeza para llamarlas en el mismo instante en que la cabina se llenaba de luz.

–Sus fotos estarán listas en dos minutos. No olvide retirarlas del compartimento. Gracias.

Pablo maldijo en voz alta el momento en que se le había ocurrido la idea de ir a la puñetera biblioteca de los co...

–¡Qué maleducado! Vamos, niños. Os haré las fotos en el fotógrafo.

–Perdone, señora, no la había visto –se disculpó en vano.

Pablo salió de la cabina pensando que lo mejor sería que se tranquilizase. Aguardó a que salieran las foto-grafías y, al verlas, se echó a reír a carcajadas. Ana y Berta ya habían desaparecido de la vista, seguramente habrían llegado ya a la biblioteca. Pablo se dirigió hacia allí a paso ligero y entró en el edificio. Sintió envidia del público que estaba siendo atendido por la jovial funcio-naria de recepción, mientras que él se las tenía que ver con “el Pelota”. Subió a la primera planta y le entregó las fotografías a Pepe Muñoz, que le miró, incrédulo.

–Soy yo. Mira –dijo encogiendo los hombros, volvien-do la cabeza hacia la izquierda y abriendo mucho la boca, tal como aparecía en las imágenes.

217

–Bueno. Usted verá. El carné es suyo. Buenos días.–Buenos, hombre, buenos. Por cierto, ¿y tu herma-

na? –se interesó Pablo recordando a la muchacha que estudiaba un curso posterior en el mismo instituto.

–¿Me pregunta por su salud o por su paradero?–Por... ambas cosas, supongo.–Perfectamente, gracias. Y está ahí dentro. Es la

bibliotecaria.–¡Ah! ¡Qué bien! –exclamó Pablo sin ningún entu-

siasmo. Por lo que recordaba, Pepe era el simpático de la familia.

Pablo tomó el resguardo y entró en el recinto buscando a las chicas con la mirada. Las vio sentadas ante un pupitre, consultando un libro del que Ana tomaba notas en un papel. Pablo recordó su plan y reprimió el impulso de dirigirse directamente hacia ellas. Necesitaba una coartada. Se acercó a una estantería situada a dos pasillos de la mesa que ocupaban las chicas y desde allí las espió, aguardando el momento adecuado para abordarlas. Se alarmó al ver que Ana cerraba el libro y lo dejaba sobre la mesa. Si se marchaban ahora, adiós al factor sorpresa. Echar a correr detrás de ellas no parecería un encuentro casual... Ya trataba de pensar en una nueva estrategia cuando vio que Berta se disponía a buscar un nuevo libro... ¡precisamente en el pasillo en donde él se encontraba! Tomó precipitadamente dos libros al azar para que ella no le encontrase husmeando con las manos vacías y al volverse se encontró frente a frente con su amiga.

–Hola... ¿Qué... qué haces tú aquí? –preguntó Berta, recelosa.

–¡Hola! ¡Qué casualidad! ¿Verdad? Encontrarnos aquí, los tres, casualmente en el mismo sitio...

–Sí, es lo curioso que tienen las casualidades, que son muy casuales –respondió Berta, ya totalmente en guardia–. No sabía que tuvieras carné de biblioteca.

–Pues, sí... sí que lo tengo. Y he venido porque 218

necesitaba consultar unos libros. ¿Vosotras también?–Sí, éste es el lugar más indicado para eso. Como

está lleno de libros...–Pues, por eso estoy aquí. Porque necesitaba consul-

tar unos... libros –repitió Pablo sintiendo que su estrata-gema se venía abajo.

–Ya –dijo Berta, incrédula, fijándose en los títulos de los ejemplares que Pablo sostenía con mano tensa–. ¿Perros de caza y Preparación al parto?

–Sí... sí... es que... no son para mí. En realidad son para... el perro de Matías, que está a punto de parir...

–¿Matías, el del café La Sal? No sabía que estuviera embarazado...

–¡No! No, bueno él no, su perro... ¡su perra, quiero decir! Eso. Su perra, que va a tener cachorros, y... Matías me ha pedido que le coja estos libros para... bueno, para tener una idea. Como él está muy liado con la cafetería y eso... y yo me he escapado un momentito de la tienda... Y así el día que lleguen los cachorros le puedo echar una manita para...

–¿Para poner agua a hervir?–Bueno... para lo que sea...–Vale, vale –interrumpió Berta–. Me voy con Ana, que

me está esperando. Hasta otra.–Sí... un beso... ¡para Ana, claro!–De tu parte. ¡Ah! Y que os vaya bien a Matías y a ti

en el parto. Por cierto, ¿ya se ha recuperado Matías de su alergia? Lo digo porque su mujer me comentó que tu-vieron que regalar un pequinés que les había costado una fortuna porque Matías no podía ni estar a su lado sin estornudar.

–Pues... parece ser que sí. Digo yo que se habrá recuperado ya –respondió Pablo sintiéndose completa-mente estúpido.

–Sí. Sería una alergia pequinesa. Bueno, adiós.–Adiós... ¡Espera, Berta! –la llamó Pablo recordando

el libro que quería devolverle y sacándolo de su bolsillo–. 219

Éste me lo dejaste tú, ¿te acuerdas?–¡Ah! ¿Lo tenías tú? –exclamó Berta alegrándose al

verlo y bajando la guardia–. No... no recordaba dónde lo había puesto. Creí que lo había perdido. Gracias.

–De nada –respondió Pablo reteniendo aún el libro en su mano–. Dentro hay algo para ti.

–¿Para mí?–¡Disculpen! –exclamó una voz susurrante a sus

espaldas. Ambos se volvieron para ver quién les amonestaba–. Aquí no se viene a charlar, señores. Esto es una biblioteca. Si quieren hablar, vayan a la plaza... ¿Qué es eso que esconde usted, señor mío? ¿No se estará guardando un libro, verdad?

–No, no –se defendió Pablo, azarado, sin darse cuenta de que instintivamente había vuelto a guardar el libro de Berta en su bolsillo–. Éste no es de la biblioteca, se lo aseguro.

–A ver, enséñemelo –susurró Belén Muñoz y a Berta le recordó el tono de voz bajo y firme con que siempre hablaba su padre–. Bien, no lleva nuestro sello, pero de todas formas aquí no se pueden traer libros de la calle, para evitar malentendidos, ¿me comprenden?

–Sí, sí, claro. No volverá a pasar.–En realidad es mío –intervino Berta en su defensa.–Me da igual de quién sea. Aquí no pueden entrar

libros que no sean de la biblioteca. De momento me lo llevo a mi mesa. Cuando se marchen pueden pasar a recogerlo. Y les ruego que no se vuelva a repetir.

Ambos se quedaron en silencio viendo cómo se aleja-ba la bibliotecaria. Berta parecía realmente avergonzada. Odiaba que le llamasen la atención.

–¿Estamos castigados? –preguntó Pablo a su amiga en tono de burla.

–Tú deberías estarlo –le susurró ella con severidad–. Mira en qué lío nos has metido. ¿Cómo se te ocurre traerme aquí el libro? ¿No se lo podías haber dado a Ana?

Sin más, dio media vuelta y volvió a sentarse junto a 220

su sobrina, dejando a Pablo con una disculpa en los labios. Pablo decidió dar por fracasada la misión, dejó de nuevo los libros en su lugar correspondiente y salió de la biblioteca pensando que, desde luego, había días en los que era mejor no levantarse de la cama.

Ana sugirió que se marcharan a continuación, pero su tía la retuvo unos minutos hojeando una revista sin ningún interés, calculando mentalmente el tiempo que necesitaría Pablo para perderse de vista. Luego ambas se acercaron a la mesa de la bibliotecaria para recoger el libro de Berta. La mujer lo estaba consultando con verdadero interés.

–Esto no es de Neruda –anunció al verlas acercarse.–¿Cómo que no es de Neruda? ¿Qué quiere decir, que

es una falsificación? –replicó Berta.–El libro no, por supuesto. Me refiero a esto:

Cuando miro el mar en un día radianteveo tus ojos cuando sonríes.

Cuando me miran tus ojos, henchidos de luz,palidece el brillo de mil mares.

–¡Qué bonito! ¿No? –dijo Ana estudiando la reacción de su tía.

–Eso, desde luego, no es de Neruda –insistió la bibliotecaria con sorna.

–No –convino Berta–. Es de García.–No le conozco...–Yo sí –respondió Berta, sonriendo ampliamente por

primera vez en muchos días.

–¡Menudo desastre! No debería haberte hecho caso. He pasado el peor fin de semana de mi vida. ¿Qué ha dicho Berta? ¿Estaba muy enfadada? ¿Ha dicho algo de mí?

221

Necesito un cigarrillo...–¡Tranquilízate! No ha podido salir mejor. ¡Ha sido

perfecto! ¿Me enseñas otra vez la foto del carné...?–¿Perfecto? ¡En mi vida me había sentido tan ridículo

y jamás había tenido que decir tantas mentiras juntas! Berta se dio cuenta del engaño desde el principio. Es muy inteligente y muy intuitiva.

–Funcionó, créeme. El poema. Tu poema lo arregló todo.

–No es ningún poema. Sólo es... una tontería que se me ocurrió. Ni siquiera fui capaz de escribirle algo que rimara.

–Eso no importa. No ha dejado de leerlo en todo el fin de semana. Lo llevaba con ella arriba y abajo. Hasta se olvidó otra vez el bolso en la terraza –explicó Ana, esta vez sin mentir.

–¿En serio? –preguntó Pablo, esperanzado–. ¿Y qué más ha dicho?

–No ha dicho gran cosa. Pero me ha dado esta fiambrera con arroz del que hemos comido hoy. Le ha salido muy bueno.

–¿Una fiambrera? Bueno, desde luego no es lo que me esperaba, pero al menos es una reacción. Un poco extraña, eso sí. ¿Sabes qué? Te voy a dar una mezcla de hierbas para que Berta se las tome después de la cena, a ver si le ayudan con su problema de insomnio.

–¿Valeriana, pasiflora y qué más dices que tiene esto? ¿Y para qué sirve? –preguntó Berta, extrañada.

–Pablo dice que relajan la tensión o algo así.–Bueno, pues... no sé. Supongo que está bien –dijo

Berta aún confundida por el regalo de Pablo. Después se detuvo, pensativa–. En fin, supongo que... tendré que llamarle para darle las gracias, ¿no?

–¡Sí!... Bueno, sería lo correcto, digo yo –respondió 222

Ana conteniendo su entusiasmo. ¡Su plan había funcionado! Con sólo unos días de

tejemanejes había logrado acercarles de nuevo el uno al otro. Ahora sólo debería seguir inventando situaciones en las que ambos no tuvieran más remedio que coincidir y dejar que sus sentimientos hicieran el resto. Por el momento, se limitaría a sentarse junto a su tía mientras ésta hablaba por teléfono con Pablo, para disfrutar un poquito de su triunfo.

–Pon el “manos-libres”. Anda, venga, sí, por favor...–Vale, vale, pesada. Pero calla, que ya ha descol-

gado... ¡Hola! ¿Pablo? Soy Berta. ¿Cómo... cómo estás?–Bien... Muy bien. Sorprendido. ¿Y tú, cómo estás?–¿Yo? Estupendamente, sí. Oye... te llamaba para...

en fin...–Yo también quería llamarte, para disculparme. Por

lo del otro día, ya sabes, en la biblioteca. No sé qué me pasó. Tenía tantas ganas de verte que no me salían ni las palabras. Espero no haberte metido en un lío con la bibliotecaria...

–No, qué va. Ningún problema. Yo también estaba un poquito tensa, como no esperaba encontrarte allí...

–Ni yo, ni yo. Fue una sorpresa. Ahora me da tanta vergüenza que no sé si volveré algún día...

–Tendrás que ir para devolver los libros, ¿no?–¿Qué libros? ¡Ah! Sí, sí, claro, los libros... No sé

cómo lo haré. Igual me disfrazo...–Por cierto, ¿cómo está la perra de Matías? ¿Ha

tenido ya los cachorros?–¿La perra? Nnnno, todavía no. Un día de estos

supongo yo que los tendrá.–Bueno. Yo en realidad te llamaba para darte las

gracias por las hierbas que me has mandado, aunque no sé muy bien para qué las necesito...

–Mujer, he pensado que así podrías dormir mejor.–¿Dormir mejor? Pero si duermo de maravilla,

muchas gracias. ¿Por qué no iba a dormir bien?223

–Pues no sé. A lo mejor te acuestas un poquito nerviosa o te pones a pensar y te desvelas. Eso suele pasar cuando alguien lo está pasando mal.

–¡¿Qué?! Oye, oye, vamos a aclarar esto. ¿Tú te has creído que yo me paso las noches en vela pensando... en qué? ¿En ti?

–Bueno, mujer, no pasa nada. Como discutimos y eso, pues a lo mejor te sientes culpable... ¡Yo qué sé!

–¡Pero serás engreído! Yo duermo de maravilla y no estoy nada nerviosa –dijo Berta comenzando a elevar el tono–. Tú sí que deberías cuidarte y comer más... O que te cuide tu amiguita, que parece que lo hace muy bien.

–¿Cuidarme yo? ¿De qué estás hablando? Me en-cuentro mejor que nunca, para que lo sepas. Hasta he dejado de fumar. Y ahora que lo pienso, ¿por qué me envías comida? ¿Qué crees, que estoy tan deprimido y me siento tan solo que me quedo en un rincón sin comer y sin dormir? A lo mejor eres tú la que hace eso...

–¡Eso es lo que tú te crees! Tú sí que estás deses-perado, que incluso me andas siguiendo por ahí. ¿O piensas que me he creído que fue una casualidad que estuvieras el otro día en la biblioteca?

–¡Pues claro que fue una casualidad!–¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué llevabas casualmente mi

libro de Neruda? ¿O es que lo llevas siempre en el bolsillo para acordarte de mí?

–¡Yo no necesito un libro para acordarme de ti!... No, lo que quiero decir es que me acuerdo de ti aunque no lleve nada tuyo... No, tampoco es eso. ¡Bueno, da igual! Llevaba el libro porque te lo iba a dar... en la librería, eso. Pero me alegro de haberte encontrado antes, ¡casual-mente, sí!, porque no quiero tener cerca nada que me recuerde a ti...

–¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Pues sabes qué te digo? ¡Que yo tampoco quiero tener nada que ver contigo nunca más! Así que, si tanto te molesto, podríamos... disolver la sociedad y que cada uno se vaya por su lado –dijo Berta 224

sin pensar bien lo que decía.–¡¿Qué?! –exclamaron Ana y Pablo a un tiempo.–Eso... que... bueno... no quiero obligarte a tener

nada que te recuerde a mí, así que, si quieres...–No... –gimió Ana.–¿Estás segura de que es eso lo que quieres? No

digas ahora cosas de las que luego te vayas a arrepentir...–¿Arrepentirme, yo? ¿De qué? ¿De poder ser una

mujer adulta y libre de una vez, sin tener que aguantar a nadie que esté siempre encima de mí mangoneando mi vida?

–Tía Berta... Pablo... esperad, todo esto es culpa mía, yo lo empecé. Sólo quería veros juntos de nuevo y lo he estropeado todo –comenzó a explicar Ana, pero nadie la escuchaba.

–¡Vaya, vaya, VAYA! Muy bien. Estupendo. ¡Bien! No te preocupes, no te voy a molestar más. ¿Quieres tu libertad? Pues vas a tener toda la que quieras. ¡Vas a desayunar, comer y cenar libertad! Y yo también, ¡qué carajo! Todos libres y todos contentos, ¿no? ¿Quieres que dejemos de ser socios? Pues mañana mismo arreglamos los papeles y se acabó. Pero tendrás que comprarme mi parte... si es que puedes.

–Espera Pablo... –rogó Ana en vano.–¿Que si puedo? ¿Pero tú qué te has creído? ¡Que si

puedo! En cuanto tengas los papeles vamos al banco y vas a ver tú si puedo o no. ¡Ya estoy impaciente!

–¡Pues yo más impaciente que tú!–¡Y yo feliz de librarme al fin de ti!–¡Y yo más feliz aún!–¡Muy bien!–¡Más que bien!–¡Adiós!–¡Adiós para siempre!–¡No, adiós no! Pablo... tía... esperad...Pero Berta salió del salón como un huracán y se

encerró en su habitación con un airado portazo. Esta vez 225

no la oyó llorar, pero en cambio escuchó los insultos más violentos que jamás había oído.

–Pablo, escúchame. No podéis terminar así. Todo es culpa mía. Por favor, no... ¿Pablo? ¿Estás ahí?... ¡Pero qué he hecho!... Ya sé cuál es mi vocación. Cuando sea mayor montaré una agencia matrimonial... ¡pero que esté muy cerquita del Juzgado...!

226

9. A la deriva

Julio se marchó airado entre trámites de ruptura, ensom-brecido por vanos rencores construidos sobre cobardías y malentendidos. Pablo y Berta clausuraron su amistad, la dividieron en dos y cada uno tomó su parte y siguió su camino prometiéndose a sí mismo no mirar atrás, a pesar de que el otro se había llevado una parte de su ser. Ambos siguieron con sus vidas evitando en lo posible coincidir en cualquier lugar del pequeño barrio de su pequeña ciudad y, si fracasaban, se limitaban a ignorarse, relegando cada uno a la nada absoluta al que en otro tiempo fuera su amigo inseparable. Procuraban, sobre todo, controlar cada uno su propia mente, adies-trando sus pensamientos para dirigirlos sólo hacia el presente, evitando que pudieran escapar a hurtadillas hacia la región de su memoria en donde el otro se encontraba, porque esto les habría roto el corazón. Y cuando sus pensamientos lograban saltarse todos los controles, se esforzaban en envenenarlos rebuscando en el saco podrido del resentimiento cualquier detalle que pudiera ensombrecerlos, tratando de recordar hasta el más mínimo defecto que corrompiera el recuerdo que guardaban del otro. Cosa que a Pablo se le daba especial-mente mal.

Berta, por su parte, se había convertido en una experta del escapismo emocional. No sólo no mencionaba a Pablo –ni siquiera mentalmente– sino que había logrado correr un velo amnésico sobre sus recuerdos que cubría

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cualquier cosa que no fuera Ana, su librería y todo lo relacionado con ella y, por supuesto, con Javier. Él era de nuevo y más que nunca su único pasado, su presente y su futuro, y se había convencido a sí misma de que no necesitaba nada más y de que nunca lo necesitaría. Había comenzado el mes de agosto sacándole el jugo a su tan ansiada libertad y volcando toda su energía en su negocio y, aunque ella misma hubiera dudado algunas veces de poder arreglárselas sola, lo cierto era que la librería nunca había funcionado tan bien. Aunque ya no compartía con nadie los gastos ni los impuestos, tampoco debía hacerlo con los beneficios, que se habían multi-plicado en poco tiempo. Rubén era ya tan competente como ella misma, entre los dos mantenían el negocio siempre al día de las últimas novedades editoriales sin perder de vista los gustos de su clientela habitual. Ha-bían estructurado perfectamente la librería en diferentes secciones y la mantenían siempre organizada. Incluso habían cambiado el mobiliario, convirtiéndola en un lugar realmente acogedor. Berta había aceptado la idea de Ana de crear un rincón de cuentacuentos en la sección infantil y todos los viernes por la tarde se leían cuentos a los niños. El negocio iba tan bien que incluso le andaba dando vueltas en la cabeza a la sugerencia de Rubén de comprar el local contiguo a la librería para poder ampliarla. En cuanto a la contabilidad, Berta había contratado los servicios de una gestoría, aunque a veces, cuando su autocontrol bajaba la guardia, echaba una breve mirada nostálgica a los viejos libros de cuentas de Pablo.

En casa, las cosas no eran muy distintas a como eran antes de que Berta rompiese su relación con Pablo, salvo que ahora no se podía mencionar su nombre. Ana ya había terminado sus trabajos de repaso estival, aunque todavía acudía por las tardes a casa de Pablo con la excusa de rehacer algunos ejercicios de matemáticas que fingía no comprender, aunque inevitablemente llegó a 228

la última de las tareas.–¿Por qué has borrado ese resultado? Era correcto.–No, no. Me había equivocado al sumar los deci-

males.–No. Lo he repasado mientras lo hacías y estaba todo

bien.–Ah, bueno. Entonces, ya está... Se acabó el último –

dijo Ana apesadumbrada.–Vaya, quién lo iba a decir, sí que te han acabado

gustando las matemáticas –bromeó Pablo.–No, si no me gustan. Pero voy a echar de menos

pasar las tardes contigo...–Ana, cariño, no necesitas ninguna excusa para venir

aquí. Con deberes o sin ellos, puedes venir cuando quieras. Me gusta verte.

–Y a mí.–¿Tu tía... te pone alguna pega para dejarte venir?–No, ninguna.–Entonces deja los libros en casa, ya hemos estu-

diado bastante. Aquí eres bien recibida siempre que quieras venir. Ésta es tu casa, ya lo sabes. Bueno, al menos mientras siga siendo mía.

–¿Por qué dices eso?Pablo señaló con la cabeza un cartel de color verde

brillante apoyado en un rincón, junto a la ventana. Ana se fijó en él y se sobresaltó.

–¿Vendes la casa?–Todo el solar, en realidad, la casa y la tienda. No ha

sido idea mía. Esta casa es muy vieja, estaba pensando reformarla pero no vale la pena. El otro día me llamaron de una agencia y me informaron de lo que podía sacar por todo y es como para pensárselo, la verdad. Así que lo hice, bueno, lo voy a hacer. Esta noche pondré el cartel, aunque los de la agencia ya tienen un par de posibles compradores.

–¿Te vas a marchar de aquí? ¿Dónde vas a ir?–No lo sé, aún no he tenido tiempo para decidirlo.

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Había pensado marcharme lejos, pero es que me gusta vivir aquí, ¿sabes? Aunque, no sé, tal vez fuera una buena idea irme a otro lugar donde todo lo que vea no me recuerde a... Con lo que me pagó por mi parte de la sociedad y lo que saque de aquí, tendré suficiente para comprarme una casa nueva en algún sitio cerca del mar, en algún lugar con mucha luz. Esta plazoleta es bastante oscura. Y quizá me tome un año sabático y haga algún viaje por ahí, al Caribe, o qué sé yo. Ya lo pensaré con más calma. Pero no me pongas esa cara tan triste, que aún no hay nada decidido.

–Ya, pero es que me da pena que te vayas.–Yo no he dicho que me vaya a ir, he dicho que lo

estoy pensando. Cuando lo decida ya te lo diré, ¿vale? Y ahora alegra esa cara. ¿Has merendado? ¿Te apetece que bajemos y nos tomemos un helado?

Llegó la ola de calor. Berta y Ana iban a la playa casi todas las mañanas antes de ir a la librería, mucho antes de que el sol hubiese acumulado la fuerza suficiente para ensañarse con ellas. Berta había renovado los aparatos de aire acondicionado de la tienda y ahora el mediodía era, casualmente, la hora a la que acudían más clientes. Rubén había sugerido la excelente idea de poner una máquina de refrescos al fondo de la librería y de ese modo a los que entraban les costaba mucho más aban-donar aquel oasis. Y así, frescos y relajados, les apetecía más pasear entre los libros y dejarse aconsejar. Berta estaba casi decidida a seguir el consejo de Rubén y comprar el local contiguo para ampliar la librería. Incluso podría aprovechar el mes de vacaciones que ya estaba cerca para realizar las obras. Pero alguien se le había adelantado...

–¿Sabes qué, Rubén? Te voy a hacer caso y voy a comprar el local de al lado. Esto se nos está quedando 230

pequeño.–Ah, pero ¿no has sido tú? Pensaba que ya lo habías

hecho...–No, lo estaba decidiendo. ¿Por qué preguntas si he

sido yo?–¿No te has fijado? Esta mañana han quitado el

cartel del escaparate. Parece que ya lo han vendido.–¡No me fastidies! ¡Ahora que me había decidido! Si

hasta había planeado poner un altillo en el otro local con una pequeña barra con taburetes y una máquina de café o una cafetera pequeña, para que los clientes pudieran tomar algo tranquilamente... Y también iba a ampliar la sección infantil con un pequeño teatro de guiñol para los viernes por la tarde... ¡No es justo! Esto me pasa por pensarme tanto las cosas, ¡si me hubiera decidido antes!... Pero, espera, ¿tú sabes qué agencia lo tenía en venta? ¿Sabes el teléfono?

–Sí. Te lo había apuntado por aquí... Por si te decidías...

–¿En serio? Eres un sol. Te iba a subir el sueldo, ¿sabes?

–Ya lo has hecho.–Sí, pero si ampliaba el negocio tenía pensado

contratar a alguien más y nombrarte a ti encargado y volver a subírtelo. Como tendríamos más trabajo...

–¡Llama ya! ¿A qué esperas?–Ya lo he encontrado. Pásame el teléfono... ¡Hola,

buenos días! Mira, quería informarme sobre un local comercial que tenéis a la venta aquí, en la zona del puerto... Sí, sí, el que está al lado de una librería... ¡Ah! ¿Que ya está vendido? Sí, bueno, pero ¿no sería posible mejorar la oferta? Es que estoy muy interesada, ¿sabes? ¡Ah! Que han pagado al contado y ya habéis firmado los papeles. Bien, pues entonces, nada... No, no me interesa otro local, quería ése. Muchas gracias. Adiós.

Rubén apoyó la cabeza contra el mostrador, derrotado. Berta le consoló dándole palmaditas en la

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espalda.–Lo siento, Rubén. Se me han adelantado. Tendrás

que esperar tu oportunidad para saborear el poder.–Ya, bueno, da igual. De todas formas, yo no estoy

hecho para mandar. Si me daría corte...–Bueno, no nos desanimemos. Esto va mucho mejor

que antes, ¿no? La librería habría quedado muy bonita, eso sí, pero en fin, qué se le va a hacer...

–Ahora también está muy bonita. Me gusta el color de las estanterías nuevas, así, de madera clarita. Le dan mucha más luz a la tienda... –trató de animarla Rubén.

–Sí, es verdad. Cuando cerremos por vacaciones había pensado pintar las paredes de algún color alegre y poner madera también en el suelo. ¿Qué te parece?

–¡Eso quedaría genial! La librería está muy cuca, Berta. Mejor que nunca.

–Sí, es verdad.Los dos suspiraron a la vez.–¿Y te han dicho qué van a montar aquí al lado?–Pues, no, no les he preguntado –de pronto a Berta

se le ocurrió una idea inquietante–. Espero que no monten otra librería...

–¡No digas eso! –exclamó Rubén devolviéndole una mirada asustada– No vamos a tener tan mala suerte...

Las tardes eran más apacibles que nunca en casa de Berta. Al llegar la hora de cerrar la librería, Berta y Ana huían del calor que a esas horas parecía emanar de las mismas entrañas de la tierra y se refugiaban en casa, amparándose en el frescor artificial del aire acondicio-nado. Ana dividía su tiempo entre Berta y Pablo, esfor-zándose por no soltar los lazos que la unían a cada uno de ellos, pues intuía que si lo hacía se separarían el uno del otro irremediablemente, como dos barcos a la deriva. Las tardes que dedicaba a su tía las pasaban ambas 232

tiradas en el sofá, leyendo o charlando de cosas insus-tanciales, dejando pasar perezosamente el tiempo hasta que el sol desaparecía por completo en el horizonte. Las noches en que la brisa lograba sofocar aquel asfixiante calor llegado del mismo desierto, cenaban en los restaurantes del puerto y deambulaban por el paseo marítimo y por las calles de la ciudad, repletas de gente que, al igual que ellas, había permanecido refugiada en sus casas durante todo el día y salía a esas horas en busca de un respiro. Berta solía pasear cogida de la mano de Ana, acariciando con la otra la parte más abultada de su bolso, gesto que se había convertido en una obsesión en las últimas semanas. Una noche en que la zona portuaria estaba especialmente abarrotada, Ana propuso a su tía pasear por otras calles menos con-curridas. La distrajo con una charla trivial y procuró dirigir sus pasos como de un modo casual desde la calle principal hacia la plazoleta de la fuente, reprimiéndose para no acelerar el paso. Berta se dejó llevar y sólo se percató de su rumbo cuando se encontraban a unos pasos de la herboristería.

–No, cariño. Será mejor que demos la vuelta. Iremos a casa por la playa de las dunas.

–Pero... si por aquí estamos más cerca. No te preocupes. Las luces están apagadas, ¿ves? Seguro que ya está durmiendo.

–Aun así, Ana, sería mejor...–Pero mira, tía –insistió Ana, señalando hacia la

vivienda de Pablo–. Si no hay luz...–Da igual, Ana. No me apetece pasar por aquí.–Pero... Mira, tía, en la ventana, ¿qué será ese cartel?

No lo veo bien desde aquí...–No me interesa... –comenzó a decir Berta mirando

involuntariamente hacia la casa, pero se quedó sin habla al ver el frío cartel de venta amarrado a la ventana de la casa de su antiguo amigo.

–Él me lo dijo... Pero como tú no querías que te 233

hablase de él... Por eso no te lo conté antes... Está pensando marcharse.

–Se va... –susurró Berta, ensimismada.Ana observó preocupada la reacción de su tía. A

pesar de haber asegurado durante semanas que su rup-tura con Pablo no le había afectado en lo más mínimo, en aquel momento, enfrentada a la posibilidad de no volver a verle nunca más, parecía desolada.

–Vamos a casa, tía. Es tarde –sugirió Ana tímida-mente.

–Sí. Ya es tarde... –repitió Berta, aún ausente.

–¡Hola... tío Javier! Soy yo... Perdona que te haya dejado solo tantos días. Han pasado demasiadas cosas y he estado un poco liada –saludó Ana al entrar en el desván sin obtener respuesta. Se sentía un poco culpable–. ¿No te habrás marchado tú también? ¿Hola?

Ana se acercó al escritorio, vigilando ansiosamente la máquina de escribir, pero ésta permanecía inerte. Se dejó caer en la silla, puso papel nuevo en la máquina y comenzó a escribir su cuarto cuento. Éste no era de sirenas, pero sí del mar y de un amor imposible. Se le había ocurrido hacía poco, durante una mañana en la playa. Había salido del agua después de darse un chapuzón y había encontrado a su tía sentada en la toalla, contemplando el mar con la mirada triste, perdida en el horizonte, como si esperase ver llegar un barco que jamás volvería a puerto. Su estado de ánimo era ahora similar al de su tía aquella mañana. Ana comenzó a escribir su cuento y éste se vertió en el papel de un modo sencillo y fluido, como si hubiese estado todo ese tiempo en otra dimensión esperando la ocasión de ser revelado a través de su máquina de escribir. Cuando hubo termi-nado, lo leyó en voz alta lápiz en mano, buscando alguna parte que precisara modificaciones.234

«No cambies ni una coma. Me gusta tal como está.»–¡Hola, tío Javier! ¡Qué ganas tenía de hablar contigo!«Y yo, cariño, pero será mejor que no hables en voz al-

ta, no quiero que tu tía te oiga. Ahora menos que nunca.»«Sí, tienes razón. Está abajo durmiendo la siesta.»«Lo sé. Estaba cuidando de ella. Me tiene preocupado.»«A mí también. Desde que rompió con Pablo está muy

triste. Y más aún ahora que se va. ¿Sabes que Pablo se va a marchar?»

«Ella me lo ha contado. Por eso estoy tan preocupado. ¡Menudo par de cabezotas! ¿Por qué se empeñan en complicarlo todo? He intentado ayudarles de mil formas. He probado a esconderle la caja, de vez en cuando cambio el bolso de sitio, incluso le puse a Pablo en el bolsillo el libro favorito de Berta la última vez que estuvo en el desván, pero ni aun así.»

«¿Entonces fuiste tú? Era una buena jugada, lástima que no haya salido bien. Las mías han sido desastrosas... ¿Tú sabías que Pablo estaba enamorado de la tía Berta desde siempre?»

«No, no lo he sabido hasta ahora. Creo que fui bas-tante egoísta, nunca me imaginé que Pablo lo estuviera pasando mal. Por eso me alegré cuando les vi juntos. Berta estaba empezando a despertar de nuevo, ¿te diste cuenta?»

«Pero ella dice que no le quiere. No sé, tal vez no deberíamos entrometernos, si es su decisión...»

«¿Que no le quiere? Mentira cochina, te lo digo yo.»«Sí, pero, ¿no te pone todo esto un poquito... celoso?»«Eso sería muy egoísta por mi parte. Claro que aún la

quiero y que me gustaría estar con ella, pero eso no es posible. Berta fue lo mejor que me pasó en mi vida, Ana. Y el tiempo que pasé con ella... digamos que valió la pena todo lo demás con tal de poder estar junto a ella. Pero llevo dos años viendo cómo huye de la realidad, cómo habla conmigo fingiendo que nada ha cambiado, y me duele. No puedo dejar que continúe así, la quiero demasiado. Y a

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Pablo también. Es lo mejor que podría haber pasado, no creo que nadie pueda hacerla tan feliz como él. ¡Tenemos que hacer algo!»

«¿Pero qué? Está muy enfadada con Pablo, ni siquie-ra puedo mencionarle delante de ella. Sólo se distrae con la librería, pero ahora va a cerrar por vacaciones y tendrá más tiempo aún para pensar... Y yo no sé cómo ayudarla. Ya lo intenté y bien que metí la pata. ¿Tú no podrías hablar con ella? Tal vez a ti te haría caso.»

«No creo que fuera buena idea. Si se ha aferrado a una caja con cenizas imagínate lo que haría si supiera que estoy aquí...»

«Ya, pero a mí ya no se me ocurre qué más podría hacer. Y se me acaban las vacaciones y me estoy empe-zando a agobiar con la idea de volver a casa.»

«Y yo, no sabes cuánto. Me ha faltado tiempo, Ana, necesito decirte tantas cosas... ¿Quieres que hablemos de eso?»

«No, no quiero pensarlo ahora. Me gustaría distraer-me.»

«Como quieras, pero tenemos que hablar. Más adelante, entonces. ¿Ya has terminado tus deberes?»

«Sí, todos. Y los libros de lectura también. La tía me ha prestado un par de novelas, pero me las he dejado abajo.»

«¿Quieres que te cuente un cuento...?»«¡Me encantaría!»«Uno de mis cuentos favoritos es uno que escuché hace

mucho tiempo y nunca he podido olvidarlo. Creo que es un cuento popular, era algo así como “La leyenda de la cita en Samarra”, aunque nunca lo encontré en ningún libro, salvo como cita. Búscalo tú, si quieres, porque vale la pena. El cuento decía más o menos así: “Hace muchos, muchos años vivía en Bagdad un hombre rico y justo. Una mañana, como de costumbre, envió a su viejo criado al mercado de la ciudad para abastecer su despensa. El hombre volvió al poco tiempo y se presentó ante su señor, 236

horrorizado, temblando de miedo y desesperación: «¡Señor –le dijo–, he visto a la Muerte! ¡Me ha mirado a los ojos y me ha amenazado con un gesto estremecedor! Mi señor, todavía no ha llegado mi hora, yo os he sido fiel durante toda mi vida, ¡os suplico que me ayudéis!». El hombre de inmediato se apiadó de él, le entregó una bolsa con monedas y otra con víveres, mandó ensillar el mejor de sus caballos y le envió a refugiarse a su casa de Samarra. El criado, agradecido, partió de inmediato. No contento con esto, el hombre salió a la calle en busca de la Muerte, para pedirle una explicación. No tardó mucho en encontrarla, junto a la casa de un moribundo. «¿Por qué has amena-zado a mi criado? –le preguntó–. Él es un buen hombre, siempre me ha servido bien y nunca le hizo daño a nadie.». «Yo no amenacé a tu criado –le respondió la Muerte–. Mi gesto no fue de amenaza, sino de sorpresa. Me sorprendió verle aquí, en Bagdad, ya que hoy, precisamente hoy, ten-go una cita con él en Samarra...»”. ¿Te ha gustado? »

«¿Gustarme? He sentido escalofríos... ¡Me encanta!»«Después de escucharlo se me ocurrió un poema y de

ahí salió un relato. Si te apetece leerlo, está en el baúl.

El romance de Francisco OrtegaLas campanas de La Candelaria acababan de anunciar las cinco de la tarde cuando Francisco Ortega llegó a la calle Real. Podría haber atravesado por Los Capuchinos para evitar la calle principal, pero quería lucir su camisa nueva, ceñida a la cintura por su fajín «de un modo indecente», habría dicho sin duda doña Gertrudis. Francisco llevaba la chaquetilla de terciopelo –la única que poseía– sobre el brazo, a pesar de que la tarde comenzaba a caer y se hacía notar el frío de diciembre. En todo el pueblo no había un hombre más vanidoso, pero tampoco más bien plantado. Saludaba con gesto insolente a las mujeres con las que se cruzaba en el camino. Las solteras, azoradas, ocultaban una sonrisa tras

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sus abanicos; las casadas bajaban la mirada y fingían no haberle visto cuando sus esposos las increpaban. Y los maridos le dirigían furiosas miradas que Francisco toreaba con una sonrisa cortés del tipo: «No se ponga así, hombre, sólo envidio su suerte...» En más de una ocasión se había librado de un buen escarmiento ganándose con lisonjas al marido... al igual que unas horas antes había camelado con sus encantos a la mujer. Pero sólo en alguna ocasión. La cicatriz de su boca así lo delataba. Pero aquella tarde no buscaba problemas ni distracciones, tenía prisa por llegar a la calle del Carmen. Ya habían dado las cinco y Francisco sabía que Clara estaría bordando junto a la ventana hasta las cinco y media. Su tata, doña Gertrudis, sin duda estaría con ella, más dor-mida que despierta, y eso les dejaría tiempo a los amantes para hacerse arrumacos a través de la reja.

Clarita, la hija de don Manuel Marchena, había sido todo un hallazgo para un rufián como Francisco. Su padre poseía la mayoría de los olivares de la comarca, así como una casa en la vecina Córdoba y un cortijo en Granada. Y Clara era su única hija y también su única heredera. Francisco, acostum-brado a sacar provecho de sus conquistas y préstamo de sus camaradas, ni en sus mejores sueños habría esperado encon-trar un filón como aquél. Y aunque en principio sólo había planeado seducir a la muchacha y sacarle cuantos “regalos” pudiera, cambió de idea en cuanto conoció a Clarita. La primera vez que la vio, Francisco pensó que nunca había visto a nadie brillar de aquel modo. Fue en el paseo de las Acacias, la primavera pasada, al poco tiempo de llegar al pueblo. Clara llevaba un vestido blanco que resplandecía bajo el sol. Su tata se afanaba en cubrirle los hombros con un chal y su rubia cabecita con su sombrilla, para evitar que la niña tomara “color de campesina”, pero ella la retiraba con disimulo y alza-ba el rostro para recibir el calor en su cara. Y así la vio Fran-cisco, radiante bajo el sol de abril, y un cosquilleo desco-nocido se le enredó en el estómago. Al pasar junto a las mujeres les susurró un requiebro. Doña Gertrudis ni se inmutó, pero Clara volvió hacia él el rostro con gesto sutil y

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dos caricias verdes asomaron bajo su sombrilla. En aquel mismo momento, Francisco Ortega supo que había cambiado su suerte. Había encontrado su mejor presa y, si jugaba bien sus cartas, la definitiva. A partir de ese momento debería mudar de actitud y de costumbres. Ganarse a la hija no le parecía empresa difícil. Una niña que acababa de abrirse al mundo y esperaba encontrar su gran amor... Nada para un viejo lobo... Vencer el recelo del padre, eso ya sería otra cosa. Pero Francisco confiaba firmemente en su poder de persua-sión. Además, ningún padre desea perder el cariño de una hija, ni siquiera para librarse de tener a un granuja por yerno. Tiempo al tiempo.

Los faroleros comenzaban ya a encender las luces de las calles cuando Francisco, perdido en sus pensamientos, con la seguridad de aquél que se cree dueño de su destino, se adentró confiado en el callejón del Mirlo. Una sombra furtiva al final de la calle le hizo detenerse. Aun antes de saber quién era, su instinto –aguzado por las constantes persecuciones de maridos celosos– le advirtió del peligro. Avanzó un par de pasos y reconoció sin duda y para su desgracia la figura que se encontraba frente a él al fondo del callejón. Era Antonio Beltrán, el Dos Reales. En las tabernas y mancebías que frecuentaba –las mismas que Francisco– la gente le llamaba así porque, según decían, había matado a más de uno por menos de eso. Aunque si alguien quería un “trabajo fino” llamaba a su hermano, Esteban el Plata, cuyo mal nombre venía de la navaja con cachas de plata que siempre llevaba al cinto. Allá en su Málaga natal, los Beltranes eran la joya del barrio las Cruces. Y no sólo allí. Eran respetados en los bajos fondos de media Andalucía. Nadie se atrevía a chistar a ninguno de ellos y mucho menos cuando estaban juntos. Y Francisco había hecho mucho más que eso. No sólo debía dinero a los dos hermanos sino que, un par de años atrás, vendió a Esteban a las autoridades por un buen precio. Al parecer el bandido logró escapar y desde entonces, según se rumoreaba, se escondía en la serranía de Ronda. Los herma-nos habían jurado vengarse aunque empleasen en ello toda

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su vida. Nadie le jugaba una mala pasada a un Beltrán y menos un rufián de poca monta como él. Por eso Francisco había tenido que huir de su tierra y llevaba todo ese tiempo dando tumbos de un lugar a otro, procurando mantenerse lejos de los arrabales. Y ahora su perseguidor había dado con él. Nunca la gente de su calaña se había atrevido a asomarse a los barrios altos, a excepción de Francisco y del viejo Juan el Tuerto, que pedía limosna y afanaba algún que otro reloj en la plaza de la Macarena, pero allí estaba Antonio, en pleno centro del pueblo, a las cinco de la tarde. Y no estaba solo. Pocas veces andaba sin la compañía de dos o tres de sus compadres. Francisco se quedó helado como un conejo frente al arma del cazador, porque sin duda Antonio Beltrán se había adentrado en el pueblo en pleno día para darle caza. Sin embargo el malhechor se mantenía impasible al abrigo de las sombras, sus secuaces alerta, esperando una orden suya para agarrar al desgraciado y arrastrarle hasta él. Y, de improviso, Antonio les hizo un gesto de cabeza y los tres se pusieron en movimiento. Francisco, de haber llevado armas –y de haber sido otro hombre– tal vez les habría hecho frente... pero en vez de eso, dio media vuelta y echó a correr sin mirar atrás, sintiendo la presencia de sus perseguidores a sus espaldas acortando la distancia. De haber mirado sobre su hombro una sola vez, habría comprobado que nadie le seguía. Pero el miedo le dominaba. En su desordenada carrera iba de una calleja a otra sin saber muy bien dónde se encontraba. Busca-ba afanosamente un refugio en donde esconderse de la ira de Antonio Beltrán, pero ningún lugar le parecía lo bastante seguro. Salvo la casa de Clarita. Si lograba llegar, sin duda la muchacha le daría cobijo sin preguntar. Si lograba llegar. Exhausto y aterrado, acertó a encontrar un rincón lo bastante oscuro junto a la basura del mesón los Reyes y allí se mantuvo agazapado, perdiendo la noción del tiempo junto con la poca dignidad que le quedaba.

Pasaban de las nueve y ya era noche cerrada. En el patio de su casa, junto a la cancela, se encontraba Clarita Marche-na, escudriñando ansiosa la calle en todas direcciones.

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–¡Venga, a la cama, niña! ¿Qué horas son éstas de estar aquí a la intemperie? –la reprendía doña Gertrudis, preocu-pada.

–Un poquito más, doña Gertru, sólo un poco más... –le rogaba Clara, acongojada.

Doña Gertrudis, gata vieja, llena el alma de cicatrices de antiguos amores, sufría al ver a su querida niña padeciendo por los engaños de ese malange.

–Ése ya no viene, mi niña –le advertía con dulzura, pero Clara no atendía a razones.

–Vendrá, doña Gertru, me lo dice el alma –repetía una y otra vez y ni todo el amor de su tata fue capaz de apartarla de la reja.

–Está bien, pero sólo un rato más. Tu padre está a punto de llegar y no quiero ni pensar la que se armaría en esta casa si se destapase la liebre –advirtió la mujer angustiada con la sola idea de ver a don Manuel enterado del asunto.

Pero Clarita no le prestaba atención a su aya, sino al extremo de la calle por donde había creído ver la figura de Francisco.

–¡Ahí viene! ¿No se lo dije? –exclamó la muchacha, emocionada–. ¡Por favor, tata, déjeme a solas con él! –rogó la niña y tanto insistió que doña Gertrudis accedió al fin, tras hacerle prometer que no le dejaría entrar en el patio.

–Si tu padre os encuentra solos aquí, entonces sí que nos vemos las dos en la calle, tú y yo.

La chica le habría prometido cualquier cosa con tal de poder hablar a solas con su enamorado y le rogó una vez más que se marchara antes de que él llegase a la cancela. La mujer obedeció a regañadientes y al llegar a la puerta de la casa se volvió para ver cómo el tunante le daba un descarado beso a su pequeña, y agradeció al cielo que la madre de Clara no viviese para ver semejante desvergüenza. Con el corazón encogido entró en la casa, pero no se separó de la ventana que se abría al patio, por si acaso.

La sonrisa con que Clara recibió a su amado se le quebró en los labios al ver el semblante con que éste aparecía. Pálido

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como la luna de invierno, las ropas ajadas y malolientes y el miedo en la voz, Francisco era la viva imagen del infortunio. Saludó a la muchacha, que con su dulzura y su conmovedora ansiedad le pareció más hermosa que nunca. La quietud del patio, el susurro de la fuente, el aroma de albahaca... se le antojaron a Francisco la esencia del verdadero hogar y por un momento lamentó no haber llevado otra vida. Pero ahora no tenía tiempo para reflexiones. Cuidando de no dar demasia-dos detalles le contó a Clara, de forma entrecortada por la angustia, su encuentro con Antonio Beltrán y le explicó la necesidad de huir del pueblo y hallar un lugar donde esconderse por un tiempo, hasta que las cosas se calmasen. No quería ni pensar qué sería de él si los Beltranes le encontraban... Clarita, muerta de preocupación, le ofreció de inmediato la casa de su padre en Córdoba como refugio para ocultarse durante el invierno, así como todo el dinero que fuese capaz de reunir. Francisco fingió escandalizarse por su oferta, pero finalmente aceptó volver a encontrarse con la muchacha al cabo de una hora en ese mismo lugar. Tras una despedida fugaz se volvió a perder en la oscuridad de las callejas, dejando a Clara sumida en la desazón. Con su cabecita apoyada en la reja de la puerta, los nudillos blancos de aferrarse a ella con fuerza, Clara permaneció largo rato vigilando el final de la calle, por donde Francisco había desaparecido, tratando de verle aún, esperando que volviese atrás y le dijese que todo aquello había sido un mal sueño. Pero sólo tuvo por respuesta la oscuridad y el silencio y aquel frío nunca antes sentido que la inundaba por dentro, a oleadas, hasta helarle la sangre en las venas. Iba a apartarse ya de la cancela cuando el eco lejano pero extrañamente nítido de una guitarra la hizo detenerse. De inmediato la estremeció el lamento de una voz:

Caballo de luna,montura de plata.La Muerte cabalgapor la Sierra Blanca.

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Aliento de escarcha,galope de sal.La Muerte esta nochete viene a buscar.

Clara sintió un escalofrío tan violento que la obligó a apartarse de la reja. Alarmada, doña Gertrudis llamó a la muchacha desde la puerta de la casa. Ésta, sobrecogida aún, se apresuró a obedecer a su tata.

Pese a las protestas de doña Gertrudis, Clara había re-corrido la casa entera en busca de cualquier dinero u objeto de valor que Francisco pudiera llevar consigo, hasta reunir una cantidad más que suficiente para vivir con holgura durante todo el invierno. Ambas aguardaban ya en el patio la llegada de Francisco. Doña Gertrudis quería asegurarse de que aquel desgraciado decía la verdad antes de consentir que la niña le diese buena parte de la fortuna de aquella casa. «Cualquier cosa con tal de que ese truhán se aleje de Clarita», se decía. En don Manuel prefería no pensar, pero se temía lo peor. Francisco acudió puntual a su cita con un aspecto tan desamparado que incluso logró provocar un fugaz atisbo de compasión en doña Gertrudis, que desapareció en cuanto vio el ansia con que el muy desvergonzado tomaba la bolsa que Clara le tendía. Los ojos de Francisco recuperaron el brillo cuando vio el capital que la muchacha había reunido para él y de nuevo se sintió conmovido por su entrega sin condiciones. Tal vez, si todo salía bien, se tomase más interés en ella y no sólo en la herencia de su padre. Pero, por el momento, sólo deseaba poner tierra de por medio entre él y sus perseguidores y cuanta más, mejor. Clara mandó a su tata en busca del cochero para que le ordenase ensillar un caballo para Francisco y le hizo buscar ropa de abrigo que le ayudase a cruzar la sierra, ya nevada en esa época del año. Los amantes se despidieron con la promesa de volverse a ver la siguiente primavera, una eternidad para Clara, que no pudo contener las lágrimas al verle partir. Su aya cubrió con un

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chal sus hombros sacudidos por el llanto y trató de con-solarla mientras la conducía hacia la casa. A lo lejos volvió a rasgar la noche el llanto de una guitarra y la misma voz mas-culina, entonó:

Su tiempo se acaba,la Muerte le acecha.Una niña lloratras de la cancela.

No llores, mi niña,Córdoba está cerca.Me ampara su mantode mudas estrellas.

Clara ahogó un grito, segura esta vez de que el cante hablaba de Francisco y de su huida. Pero doña Gertrudis no había escuchado nada.

–Aquí todo el mundo canta, niña. No hay motivo para espantarse por eso –argumentó.

Pero no logró tranquilizar a Clara, que entró de su brazo en la casa con la razón agitada por malos augurios.

Aquella madrugada Clara no podía conciliar el sueño. No cesaba de ver en su mente las imágenes de Francisco partiendo a caballo, alejándose de ella... dirigiéndose a su muerte. Se revolvía entre las sábanas sacudiendo la cabeza para espantar los malos presagios, pero éstos eran más fuertes que la cordura y volvían a traerle visiones de Fran-cisco agonizando de mil modos diferentes. No pudiendo soportar más aquel suplicio, Clara tomó una decisión. Saltó de la cama y se vistió de nuevo sin perder tiempo. Con sigilo, abrió el cajón de su secreter y tomó de él su tesoro más pre-ciado: una cajita de porcelana fina que contenía las arraca-das de oro de su madre, las mismas con las que se desposó con Manuel Marchena, las mismas que depositó en sus ma-nitas de niña aquella triste mañana de enero, cuando se apagó la luz de sus ojos.

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–Perdóname, mamá –murmuró, acariciando la cajita.En aquel momento entró doña Gertrudis en su cuarto con

una tisana de hierbaluisa en las manos, pues desde su cama, en la habitación contigua, no había cesado de oír agitarse a Clara en sueños. Lanzó una exclamación al verla vestida a aquellas horas intempestivas y con el legado de su querida madre en las manos.

–¡Qué estás haciendo, criatura! Ni por un momento pienses que te voy a dejar marchar. ¿En qué cabeza cabe? ¡Una señorita decente a estas horas por la calle...! Ahora no vas a encontrar más que maleantes, la gente de bien ya hace rato que duerme.

Clara trató de explicarle sus temores, pero su tata seguía protestando por su insensatez e insistía en despertar a su padre.

–¡Calle, tata, calle, que tengo un mal presentimiento, como si no fuera a verle más! –le decía la niña entre lágri-mas.

–¡No caerá esa breva! –exclamó la mujer, pero enseguida se arrepintió–. Pero, mi niña, ¿por qué sufrir así por ese sin-vergüenza pudiendo tener a un buen chico, a todos los que tú quisieras, comiendo de tu mano? ¿Es que no ves que no te quiere de veras?

Su aya lamentó tener que abrirle los ojos a su pequeña con tanta crudeza. Sin embargo Clara se rehízo de su llanto y por primera vez doña Gertrudis vio en ella la determinación de los Marchena.

–Yo le quiero por los dos y eso me basta. Y ahora acom-páñeme o quédese en la casa pero, por favor, no le diga nada a mi padre. Yo volveré pronto.

Doña Gertrudis, renunciando a hacerla entrar en razón, se vistió también y la acompañó a la calle, temiendo que la desgracia fuese a caer sobre ellas al volver cada esquina. Caminando a buen paso pronto abandonaron las acogedoras calles del centro, desiertas ya a esas horas, y comenzaron a adentrarse en oscuras callejuelas recorridas en su descenso por riachuelos de inmundicia. A la escasa luz de los faroles

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agonizantes las damas intuían el correteo de numerosas criaturas que se cruzaban a su paso. Y también despertaban la curiosidad de otras criaturas nocturnas que andaban sobre dos pies. Las señoras caminaban cogidas del brazo, muy apretadas la una contra la otra, cubriéndose la nariz con el pañuelo hasta acostumbrarse a los aromas de arrabal. Presentían que todas las miradas se clavaban en ellas provocando a su paso la codicia de los maleantes, aunque pronto dejaban de llamar su atención pues no eran ni mucho menos los primeros vecinos de barrio alto que se adentraban en los suburbios para saciar sus apetitos, fuesen cuales fuesen. Venciendo su temor, Clara preguntaba a unos y a otros por el paradero de Antonio Beltrán, sin resultado. Los que no se mostraban esquivos les dirigían una peligrosa mirada cargada de resentimiento. Desde un soportal les llegó la llamada de una chiquilla ligera de ropa que tiritaba de frío pegada a la pared. Les ofrecía información a cambio de unas monedas o de una botella de vino para calentarse.

–Vayan a ca Julián –les dijo–, pero pongan cuidado. Ése no es lugar para señoras.

Siguiendo sus indicaciones pronto llegaron ante la puerta de una ruidosa taberna repleta de cofrades: tito Julián es-taba teniendo una buena noche. Doña Gertrudis trató de disuadir a Clara, de convencerla para que volviesen a casa ahora que todavía no había ocurrido ninguna desgracia, pero la muchacha estaba decidida. Iba a buscar a Antonio Beltrán y a comprarle la vida de Francisco, aunque para ello debiera bajar al mismo infierno. Esperaba que las alhajas que llevaba ocultas en la faltriquera de su enagua le bastasen al bandido. Ni siquiera había supuesto que tal vez éste le pidiese algo más, pero sí doña Gertrudis y por eso trató de arrastrar a Clara calle abajo, hacia la seguridad de su hogar. Pero Clara estaba decidida.

–Quédese en la puerta y vigile por si hubiera algún peligro –le ordenó con una firmeza tan desconocida en ella que doña Gertrudis, desconcertada, obedeció.

Clara tardó unos minutos en acostumbrarse al intenso

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olor que recibió en el rostro al entrar en el local. Sobre el suelo de madera se mezclaban el vino y los vómitos cubiertos de serrín, con los restos de comida y la ceniza de los cigarros. Clara trató de adivinar cuál de todos aquellos hombres podría ser el Beltrán, pero ni siquiera sabía cuál era su aspecto. Algunas miradas turbias se clavaban en ella con avidez recorriéndola sin decoro; luego volvían al interior de sus vasos de vino y se olvidaban de ella. Clara bajaba la mirada y esquivaba a los borrachos que se tambaleaban hacia el mostrador. Trató de preguntar a las mozas de la taberna, pero éstas estaban demasiado ocupadas para advertir su presencia. Comenzaba a desesperarse cuando sintió una mirada clavada en su espalda. Se volvió y se enfrentó a los ojos negros, fríos como la noche, de una moza que la observaba apoyada al final del mostrador. Clara se acercó a ella y continuó con sus indagaciones.

–Sé quién eres y sé quién es tu hombre –la interrumpió con descaro–. Aquí no tienes nada que hacer. Márchate ahora si quieres irte en paz. –Y añadió con voz sombría–: A una damita como tú podrían pasarle muchas cosas malas en un sitio como éste.

–Busco a Antonio Beltrán y no me marcharé hasta que haya tratado un asunto con él.

La arrogancia de la moza se tambaleó por un instante. La miró de pies a cabeza con el ceño fruncido y añadió:

–¿Estás mal de la cabeza o acaso es esto una broma de mal gusto?

Clara le explicó el encuentro de su “prometido” con el Beltrán y la amenaza de éste. Se cuidó mucho de no mencionarle su huida, pero la moza seguía mirándola con incredulidad. Clara le ofreció dinero a cambio de su información, pero la mujer lo rechazó con aprensión.

–Yo no me meto en cuestiones de difuntos –replicó.Clara se quedó sin respiración al oír aquella palabra,

temiendo que pudiera referirse a Francisco y aferrándola por el brazo le exigió que le confesara cuanto sabía. La mujer, hastiada ya del interrogatorio, se zafó de ella con rudeza.

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–Te han informado bien. Antonio solía venir por aquí en busca de vino y compañía. Incluso solía entonar unos cantes con su guitarra, cuando estaba de buenas. Pero tu hombre no puede haber visto a Antonio Beltrán ni hoy, ni ayer, porque hace por lo menos un año que le cosieron a puñaladas en el callejón del Mirlo, a él y a sus compadres. Y si me dices que a quien vio fue a su hermano Esteban pues tampoco podría ser, porque también está muerto. Lo mataron los guardias hará un mes o cosa así. Así que ya ves, o tú y tu hombre estáis maja-retas... o veis aparecidos.

Esta última frase la añadió tras besar la cruz de Caravaca que llevaba al cuello y santiguarse tres veces seguidas. Luego la invitó a marcharse empujándola hacia la puerta y le advirtió que no volviera por allí. Clara, desconcertada, sintió de pronto que la comprensión de lo sucedido la calaba hasta los huesos como un jarro de agua helada y acertó a hacerle una última pregunta, aunque ya intuía la respuesta.

–¿Dónde murió Esteban Beltrán?–En la misma Córdoba. Aunque una cosa te diré: si mi

hombre juró vengarse del tuyo, ni la misma muerte se lo ha de impedir –respondió la moza con crueldad antes de perder-se en el interior de la taberna.

Doña Gertrudis vio salir a Clara conmocionada y corrió a su lado.

–¡Qué he hecho, tata, qué he hecho! –sollozaba apre-tando la cajita de porcelana entre sus manos–. ¡Le he enviado a la muerte!

Su aya, incapaz de consolar a la muchacha en su desesperación tan sólo podía abrazarla y llorar con ella, sin comprender aún la tragedia. Volvían ya calle abajo, Clara apoyándose en doña Gertrudis, cuando el eco de un cantar confirmó lo que Clara ya sabía:

La Muerte le alcanzaen la plaza Nueva.Cuchillos de platamancillan sus venas.

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La luna ilumina,sobre la plazuela,las flores de sangrede Francisco Ortega.

Doña Gertrudis se cubrió la boca con las manos. Clara, vencida, dejó caer la cajita de porcelana, que se hizo añicos contra el suelo. La venganza de los Beltranes se había cumplido.

Ana guardó el relato en el baúl y volvió a sentarse ante el escritorio, pensativa.

«¿No te ha gustado? ¿O es que sigues preocupada?»«Me ha encantado. Perdona, es que no se me va de la

cabeza lo de Pablo y la tía y sigo sin saber cómo ayudarles.»

«A mí se me ha ocurrido algo mientras leías... Tienes razón, tengo que hablar con ella, pero no de esta forma, lo echaría todo a perder... Ordenad el desván y vaciad todas las cajas. Yo lo dejaré allí. Ha de parecer casual...»

Ana quiso pedirle una aclaración, pero escuchó los pasos de su tía subiendo la escalera.

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10. Limpieza general

A falta de unos pocos días para comenzar las vacaciones, la librería era un hervidero de actividad. Berta y Rubén, ayudados por Ana, andaban atareados vaciando las estanterías menos solicitadas por los clientes –que conti-nuaban acudiendo fielmente y seguían haciendo prosperar el negocio– y clasificando los libros para guardarlos en la trastienda, pues Berta se había decidido por fin a pintar el local y cambiar el suelo durante el tiempo en que la librería permaneciese cerrada al público. Y por si fuera poco, sus vecinos habían comen-zado las tareas de reforma en el local contiguo. El estruendo de martillos y taladros era tan atroz que a menudo les obligaba a hablarse por señas. Y los tres se morían de curiosidad por saber qué negocio iban a instalar finalmente a su lado, incluso habían hecho una “porra”: Berta, aún turbada por los malos augurios, seguía convencida de que iban a tener una librería haciéndoles la competencia puerta con puerta. Rubén opinaba que podría ser otro ciberlocutorio de los que tanto abundaban en la ciudad. Y Ana, para animar a su tía, afirmaba que sin duda sería una cafetería y así los clientes comprarían más libros para sentarse a leerlos tomándose un café. Una mañana, Berta no pudo aguantar más la incertidumbre y envió a Rubén a espiar a sus vecinos.

–Disfrázate de carpintero si es necesario, pero tráenos información, por lo que más quieras. Eso sí,

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recuerda que si caes prisionero, nosotras no te cono-cemos de nada.

–¡Vale! Con ese apoyo sí que me siento motivado... ¿Oye, el espionaje industrial no es un delito?

–Esto no es espionaje, hombre. Es... interés competitivo. ¡Anda, vete ya! –le dijo Berta empujándole hacia la calle.

–Buena suerte –le susurró Ana.Berta y Ana aguardaban impacientes, observando a

través de su escaparate sin ningún disimulo. Rubén no tardó en volver, con gesto tenso.

–¿Y bien? ¿Qué ha pasado? ¿Te han pillado? ¡Di algo, hombre!

–No será una librería...–¡Bien! ¡Sí! –interrumpió Berta respirando hondo pa-

ra descargar los nervios–. ¡Qué alivio! ¿Verdad?–...sino algo peor... –continuó Rubén con la misma

tensión en la voz.–¿Peor? ¿Qué puede ser peor? –preguntó Ana,

alarmada.–¿Os suena de algo “Herboristería García-Sanjuán”?–¡QUÉ! –exclamaron Ana y Berta a la vez.–Están poniendo el rótulo sobre la puerta. Com-

pruébalo tú si no te lo crees.–¡No se va! ¡No se va! ¡No se va! –gritaba Ana dando

saltitos.–¿Pero... cómo? Si él... Y el cartel... Porque él lo dijo...

¿No es verdad, Ana?–¡Al final no se va, tía! ¡Sólo se traslada! ¿No es

estupendo? ¡Y además vais a estar juntos, pared con pared, puerta con puerta, codo con codo...!

–Sí, sí, vale, ya he cogido la idea. Sí, es... estupendo, supongo. O no... No sé lo que es –respondió Berta, desconcertada.

–Bueno... al menos conocemos a los vecinos –trató de animar Rubén–. Da más corte cuando son desconocidos, ¿no?252

–¡Hola-hola, vecinos! –saludó Marta entrando con decisión en la librería con un montón de folletos en la mano–. ¿Qué tal? Nos vamos a trasladar aquí al lado, supongo que ya lo sabéis. ¿Te importa que te deje en el mostrador estos anuncios de la inauguración? Así se los das a tus clientes para que lo sepan, ¿vale? Abriremos el día veinte, si todo va bien. Estáis invitados a la inaugu-ración, por supuesto. ¡Chao!

Todos se habían quedado petrificados tras la apa-bullante aparición de Marta. Berta habló sin dejar de mirar hacia la puerta.

–Pues no sé qué decirte, Rubén. No sé qué decirte...–¿Qué hacemos con el dinero de la porra? –preguntó

Rubén–. Como nadie ha ganado...–Cuando cerremos esta tarde podríamos ir a tomar-

nos un helado –propuso Ana.–O mejor podríamos comprarles un regalo de bien-

venida –dijo Berta con un extraño brillo en los ojos. Ru-bén y Ana se miraron, un tanto inquietos–. Es lo que hacen los buenos vecinos, ¿no?

–¿Qué... qué clase de regalo? –preguntó Ana temien-do la respuesta.

–Aún no lo sé. Ya lo pensaré con calma.Y pasó el resto del día concentrada en esa decisión,

sin apenas pronunciar palabra. Dudaba entre hacer un regalo cordial o uno cruel, porque tampoco estaba segura de cuáles eran sus sentimientos respecto a aquella situa-ción. Rubén y Ana se dirigían miradas angustiadas y trataban de sacar a Berta de su ensimismamiento, lo-grando tan sólo respuestas en monosílabos.

–Nunca la había visto tan callada –le susurró Rubén a Ana en la trastienda–. Casi da miedo.

–Yo sí. Esto no va a traer nada bueno.Berta salió al mediodía, como de costumbre, para

tomar un bocado en el café La Salle. Cuando se dirigía hacia allí pasó junto a la tienda de animales de la esquina y se detuvo, compadecida, para hacer caran-

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toñas a través del escaparate a los cachorros enjaulados. Y entonces tuvo una idea.

–Buenos días –saludó a la dependienta–. Busco algún animal para hacer un regalo, pero no sé muy bien cuál.

–¿Tenías pensado un perro, un gato u otro tipo de animal?

–No, más bien... ¿Tienes algo feo y venenoso?–¿Una serpiente o un arácnido? Tenemos víboras,

cobras, tarántulas, escorpiones...–No, no, mejor no. Si se le escapa uno de esos bichos

y se mete en mi tienda, me da algo. Aunque una víbora no estaría mal, ya sé que nombre le pondría... ¿No tienes algo desagradable pero que no sea peligroso?

–Pues, no sé... Si quieres dar una mirada...–¿Qué es eso que tienes tapado ahí? ¿Está muerto?–¿Esto? No, no, está muy vivo, demasiado. Es Peri-

cles, un loro que nos han devuelto porque habla muchísimo. Sólo dice su nombre porque no le han enseñado nada más, pero lo repite una y otra vez hasta volvernos locos. Por eso lo tenemos tapado, así está calladito.

–¿Y dices que podría aprender más frases?–Si son frases cortas, de dos o tres palabras, las

aprende enseguida. Su nombre se lo dijeron una sola vez y desde entonces no se ha callado...

–Es justo lo que buscaba.

Fue la tarde anterior al cierre de la librería por vacaciones cuando Pablo y Berta volvieron a hablarse. La librería ya estaba prácticamente vacía, todos los libros se encontraban guardados en la trastienda y Berta y sus ayudantes repasaban los últimos detalles, protegiendo con plásticos las estanterías nuevas y el mostrador y guardando las sillitas de la sección infantil, para que el establecimiento quedase despejado y listo para ser 254

ocupado por los carpinteros y los pintores durante las semanas siguientes. Rubén y Ana terminaban ya de cubrir los escaparates con papel blanco de embalar –para evitar miradas curiosas durante la reforma–, cuando Berta salió de la trastienda sosteniendo la jaula de Pericles, cubierta con un pañuelo. Berta había aprove-chado los momentos en que su sobrina se encontraba en casa de Pablo o en el desván para instruir al animal: la dependienta tenía razón, había resultado ser un alumno excelente.

–Habéis terminado ya, ¿verdad? ¿Falta algo por recoger? Bueno, pues vamos a dar a los vecinos su regalo de bienvenida, ¿os parece bien?

–¿Qué es eso? –preguntó Rubén.–Es Pericles, un loro guapísimo que vio mi tía en una

tienda de animales. ¿A que es un regalo guay?–Sí, menos mal, ya me temía lo peor –susurró Rubén

a Ana–. ¿De qué color es?–Ahora lo verás en la herboristería –respondió Berta

adelantándose para evitar que Rubén destapase al animal–. Es que pesa bastante, ¿sabes? Anda, vamos a cerrar ya y se lo llevamos a sus nuevos dueños.

Rubén cerró la puerta de la librería y Ana colocó el cartel que había escrito para recordar a los clientes la fecha de apertura tras las vacaciones, sintiendo una punzadita en el estómago al pensar que ese día ella ya no estaría allí. Bajaron el cierre y juntos siguieron a Berta al interior de la tienda vecina, como unos buenos anfi-triones acogiendo a los forasteros con los mejores deseos de convivencia y compañerismo...

–Bienvenidos al barrio –saludó Berta con una sonrisa quizá excesivamente cordial, según le pareció a Ana.

–¿Pero qué estáis haciendo? –gritaba Marta en ese momento a los carpinteros, quienes le dirigían miradas resentidas, martillo en mano–. ¿Lo estáis haciendo mal a propósito o qué? ¿Pero no os dais cuenta de que sólo faltan seis días para abrir y esto está hecho un desastre?

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¡Menuda pandilla de ineptos! Si Pablo me hubiera dejado a mí encargarme de todo, esto no estaría pasando. Y este maldito calor, es lo que me faltaba. ¡¡Eso no va ahí!! El mostrador irá aquí, a la entrada... ¡Huy! ¿Qué hacéis vosotros aquí?

–Os traemos un regalo de bienvenida, pero veo que estáis muy liados... –comenzó a decir Berta.

–Sí, no es el mejor momento –dijo Marta con su simpatía habitual.

–Ya, pero es que nosotros cerramos hoy por vaca-ciones. Pero no pasa nada, me lo llevo y ya os lo traeré otro día...

–No, mujer, no hace falta. Déjalo por ahí. ¿Qué es?–Un loro –respondió Ana–. Se llama Pericles. Es muy

bonito y hace mucha compañía.–¿Un pajarito? ¡Ay, qué mono! ¡Me encantan los

pájaros! Mi madre tiene periquitos. ¿Y habla?–Dice su nombre –informó Ana, orgullosa del animal.–¡Lorito, lorito guapo! Di Marta. M-a-r-t-a... –Mmm... Marta...–¡Ay, qué mono, lo ha dicho! ¡Qué pronto aprende!

¿Verdad?–Sí, aprende enseguida –afirmó Berta–. Bueno, eso

me dijeron en la tienda de animales...Ana y Rubén se dirigieron una significativa mirada,

comenzando a sospechar de las intenciones de Berta.–¡Qué listo! A ver, a ver cómo es...–¡No!... No lo destapes... –advirtió Berta–. Es que... se

pone muy nervioso con el ruido y se puede hacer daño en la jaula. Si acaso, cuando nos vayamos... cuando se vayan los carpinteros, quiero decir, ya lo destapas...

–¡Hombre, cuánta gente! –saludó Pablo, que entraba en ese momento–. ¡Hola, chicos! Me alegro de veros aquí... a todos. No estaba seguro... En fin, que me alegro mucho. ¿Qué os parece esto?

–Va a quedar más bonita aun que la otra –dijo Ana, conciliadora.256

–Sí, muchas gracias, yo también lo creo.–Eso será si estos inútiles hacen bien su trabajo,

porque por ahora desde luego... –replicó Marta.–Berta... ¿te importaría...? ¿Podríamos hablar un

momento a solas? –preguntó Pablo, algo incómodo.–Sí... sí, claro. ¿Vamos afuera?Pablo y Berta salieron a la calle y cerraron la puerta

de la tienda para evitar el ruido y los oídos indiscretos. Pablo se pasaba la mano por las sienes, tal como hacía cuando se encontraba nervioso. Berta se miraba con atención las uñas de los pies.

–Berta, yo... Ya hace tiempo que quería decirte... Bien, ahora vamos a ser vecinos, bueno, ya lo somos pero ahora más y... creo que no deberíamos seguir evitán-donos. Al fin y al cabo somos adultos y... En fin, eso.

–Sí, yo también lo creo. Es una tontería que sigamos sin dirigirnos la palabra. Y es una falta de educación, además.

–Bien... ¿de acuerdo, pues?–Sí, claro. De acuerdo.Se hizo un incómodo silencio durante el cual los dos

evitaron mirarse a los ojos, como dos niños avergonzados.

–¿Te... te molesta que me haya instalado a tu lado?–¿Molestarme? No, ¿por qué me iba a molestar? Todo

lo contrario... bueno, quiero decir...–¿Sí?–Pues, que vi tu cartel, el de tu casa y creí... creí que

te ibas a marchar.–Yo también lo creía. Pero es que me gusta vivir aquí,

¿sabes?–Lo sé. Me alegro. Por ti, quiero decir. Me alegro por

ti. Me alegro... de que las cosas te vayan bien.–Gracias. Sí, me van bien. Ya me han comprado la

casa y el local, creo que para construir algo nuevo, no lo sé. Me han pagado muy bien. Sí, las cosas me van bien, sí... ¿A ti también, verdad? Quiero decir, que la librería

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está preciosa, mejor que nunca. Y tú... tú también estás muy bien.

–Sí, estupendamente. Me las arreglo muy bien sola.–Nunca lo he dudado.Volvieron a quedar en silencio, pero esta vez se

miraron y se sonrieron tímidamente.Podríamos vernos alguna mañana, para tomar un

café o algo así –propuso Berta–. Si a ti te apetece, claro. Ahora voy a tener mucho tiempo libre y vendré a menudo por la librería. Voy a hacer algunas reformas.

–Me encantaría.–Bien.La puerta de la tienda se abrió de improviso y Ana

sorprendió a su tía y a Pablo mirándose intensamente a los ojos. Rubén salía tras ella, conteniendo la risa a duras penas. Tras ellos, por encima del penetrante ruido de una sierra mecánica, se oía el graznar de Pericles:

–Marta lagarta, Marta lagarta, Marta lagarta...–¿Qué es eso? –preguntó Pablo, extrañado.–Que Marta ha destapado la jaula... –explicó Rubén

tratando de no reír. Y a Berta, en voz baja–: Ya podrías habernos avisado...

–¡Pobre Pericles –se compadeció Ana–, lo veo en la paella!

–Nada. Sólo es un regalo de bienvenida que os hemos hecho. Es un lorito muy simpático... –aclaró Berta apre-suradamente.

–¿Ah, sí? Pues, muchas gracias –dijo Pablo grata-mente sorprendido, desconociendo la verdadera intención de Berta–. Pero, ¿qué es lo que dice?

–No sé –mintió Berta–. Ya sabes cómo son esos bichos, parlotean sin saber lo que están diciendo. Bueno, entonces, ya nos veremos pronto.

–Eso espero. ¡Ah, se me olvidaba! ¿Vendréis todos a la inauguración, verdad? No faltéis, por favor.

–Claro, yo sí que vendré –afirmó Rubén buscando la confirmación de las chicas.258

–Y yo –convino Ana.–Por supuesto. ¿Por qué no? –se comprometió Berta–.

Aquí estaremos.Pablo les vio alejarse y volvió a entrar en su tienda.

Marta, furiosa, pagaba su malhumor con los carpinteros.–Tranquila, mujer, que no es para tanto... Es que

aquí dentro hace mucho calor, sólo eso.–¿Ah, que no es para tanto? ¡Pero tú has oído a ese

maldito bicho! Ya me imagino yo quién se lo habrá enseñado...

–No seas paranoica, Marta. Estos animales dicen tonterías porque sí, porque riman... Eso es todo, no hay que buscar culpables por lo que diga un loro.

–Te estás quedando calvo... Te estás quedando cal-vo...

–No hay que buscar culpables –repitió Marta, maliciosa–. Sólo es un pobre loro...

Marta ignoró a Pericles, tratando de recordar recetas de cocina elaboradas con aves y continuó dirigiendo los trabajos de la reforma. Pablo buscó su reflejo en el esca-parate, escudriñando en él sus sienes. Pericles, a su lado, continuaba graznando en su jaula contento de ver al fin la luz del día.

–Vaya con los regalos de Berta... Tú tranquilo, Pablo –se dijo a sí mismo–, tampoco se nota tanto...

–Puñetero Pablo... Por qué será tan guapo... Por qué será tan guapo...

Pablo se echó a reír.–Lo siento, Berta, te salió el tiro por la culata.

«Esta librería se ha tomado un merecido descanso desde el día de hoy, 15 de agosto. Nos reuniremos de nuevo con vosotros el 14 de septiembre, ya fresquitos y morenos. Sed felices y echadnos de menos.»

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Berta pronto comenzó a hartarse de sus días de des-canso. Levantarse tarde, comer sin prisas, ir a la playa o al mercadillo cuando le venía en gana había estado bien como novedad, pero al cabo de tres o cuatro días ya se había cansado de todo eso. El problema no era el aburrimiento, siempre había algo que hacer, algo que leer y menos teniendo a Ana a su lado. Pero en aquel verano tan repleto de acontecimientos imprevisibles, Berta era incapaz de relajarse. Ni tumbada en la arena, ni dur-miendo la siesta, ni siquiera comiendo con Ana en los restaurantes del puerto, Berta era capaz de apartar de su mente el torbellino de pensamientos que la mantenían en constante tensión y que siempre, irremediablemente, la conducían hacia Pablo. Todos los días encontraba una excusa para ir a la librería sin necesidad, «para dar un vistazo a la reforma», aunque en el fondo sabía –y Ana también– que era a Pablo a quien deseaba ver. Una ma-ñana las dos se despertaron sobresaltadas con el timbre del teléfono.

–Ana, tengo que ir enseguida a la librería. Tú quédate un ratito más durmiendo, si te apetece. Volveré ense-guida.

–¿Quién era tía? –preguntó su sobrina, aún soño-lienta.

–Ramón, el carpintero. Dice que no pueden entrar en la librería porque hay un cartel del Ayuntamiento que prohíbe la entrada a causa de una plaga de ratas –la informó desde su habitación mientras se cambiaba de ropa–. Se han ido a almorzar mientras yo lo aclaro.

–¡¡¿Una plaga de QUÉ?!!–Tú tranquila, seguro que es una broma de mal

gusto. Si fuera verdad me habrían informado. No te preocupes. Enseguida vuelvo.

Berta llegó a su tienda apresuradamente y confirmó las palabras de Ramón: una mano misteriosa había 260

colocado un nuevo cartel sobre el cierre metálico de la librería, que ocultaba el que Ana había puesto en la puerta antes de marcharse, pero en él no había firma ni sello oficial:

«El Departamento de Control de Plagas ha cerrado este establecimiento por invasión de roedores. Queda clausurado este local hasta la total aniquilación de la plaga.»

Berta le dio la vuelta al papel y supo de inmediato adónde acudir para pedir explicaciones y no era al Departamento de Control de Plagas, precisamente.

–Buenos días, Pablo, menos mal que te encuentro. ¿Puedes explicarme esto, por favor? Sé que no has sido tú, pero...

–Marta, ¿puedes venir un momento, por favor? –lla-mó Pablo a la chica con voz malhumorada.

–¿Qué quieres, Pablo?–No te voy a preguntar si has sido tú quien ha puesto

este cartel en la librería de Berta...–No sé de qué me...–...Ya te he dicho que no te voy a preguntar si has

sido tú, aunque hayas utilizado una hoja con el mem-brete de la herboristería –interrumpió Pablo, repren-diendo a la chica por primera vez desde que comenzase a trabajar para él–. Quiero saber otra cosa: ¿a ti te parece que ésta es forma de tratar a los vecinos? No, mejor aún: ¿tú crees que si los clientes piensan que en el local de al lado hay una invasión de ratas, van a querer venir al nuestro?

–Yo, no... no lo había pensado... pero...–¡Pero nada, Marta! Lo que has hecho no tiene

excusa. Sólo espero que no lo haya leído nadie, porque de ser así te vas a disculpar con todo el mundo, empezando por Berta y vas a tener que explicar a todos sus clientes que ha sido una broma tuya. ¿Está claro?

–Sí, sí. Lo que tú digas –respondió Marta sin salir aún de su asombro.

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–Aún no he oído una disculpa...–Déjalo, Pablo, no tiene tanta importancia... –terció

Berta.–Sí la tiene, una tontería así puede hundir un

negocio y tú lo sabes. ¿Y bien, Marta?–Cuando ella se disculpe por lo del loro –replicó la

chica, obstinada.–Eso no tiene nada que ver.–Sí, Pablo, tiene razón. Os pido disculpas a los dos

por haberle enseñado esas frases a Pericles. Fue una broma de mal gusto. Lo siento mucho.

–Una broma inocente, por muy tonta que sea, no hace daño a nadie –insistió Pablo y Berta enrojeció–. Pero lo que tú has hecho podría haber sido muy grave, Marta. Espero que veas la diferencia.

–La veo –afirmó Marta sin un ápice de arrepenti-miento en la voz y se marchó a la trastienda muy ofendida.

–Lo siento mucho, Berta.–No, no te preocupes, sólo ha sido un “ojo por ojo”.

Un poco desproporcionado el suyo pero, en fin, me lo he merecido. ¿Aún habla Pericles? Mejor dicho, ¿aún vive?

–Habla sin parar –rió Pablo–. Se le han olvidado casi todas las frases. Ya sólo dice: «Marta lagarta» y «Puñetero Pablo guapo».

–¿Puñe...? ¡Mierda! ¿Cómo es posible? Pasaste bajo mi ventana y... ¡Pero si sólo lo dije una vez!

–Las caza al vuelo nuestro amigo Pericles.–Sí, ya lo veo –respondió Berta, avergonzada. Y cam-

biando de tema–: Esto está muy adelantado, ¿verdad? ¿Inauguráis el día previsto, entonces?

–Eso espero, sólo faltan tres días. Los carpinteros ya han terminado y en cuanto acaben los pintores comen-zamos a limpiar y a colocar todo el género. Ya hemos empezado a trasladarlo todo desde la vieja tienda.

–¿Dónde estás viviendo ahora?–De momento, sigo en casa hasta que terminemos el

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traslado. Luego Matías me ha ofrecido una habitación encima de la cafetería hasta que encuentre lo que busco. Quiero una casa nueva cerca del mar. Bueno, ya vere-mos, no tengo ninguna prisa.

–¿No te da un poco de pena abandonar tu casa?–Sí y no. A veces es bueno dejar el pasado atrás y

empezar de nuevo –respondió Pablo con intención. Berta se aferró a su bolso.

–Sí, bueno, será mejor que me marche, tengo que avisar a los carpinteros para que vuelvan. Gracias otra vez... por ponerte de mi parte.

–Siempre he estado de tu parte.Berta no supo qué responder y se limitó a sonreír

torpemente y a despedirse de nuevo. Marta, que escucha-ba la conversación desde la trastienda, comenzó a indignarse cuando se recuperó de la sorpresa. Nunca hubiera imaginado que Pablo se metería en el papel de jefe, a esas alturas. Y tampoco esperaba que esa mos-quita muerta volviese a importunarles. No importaba. Ya encontraría otro modo de vengarse.

–¿Hacer limpieza en el desván? ¿Seguro que es eso lo que te apetece?

–Seguro. ¡Venga, será divertido! Y está un poquitín desordenado, reconócelo.

–No, está hecho un desastre. Pero es que siempre lo hemos tenido así. Un poco de caos nunca viene mal.

–Pero se le podría sacar mucho partido. Podrías ponerle suelo nuevo, como el de la tienda. Y también pintarlo. Me gusta el color que vas a poner en la librería, aquí podrías ponerlo igual. Y cambiar las estanterías... Se aprovecharía más la luz y quedaría más bonito. ¡Venga, anda, va, porfa, di que sí...!

–¡Vale, vale, pesada, lo haremos! Aunque sigo dicien-do que es un rollo ponerse a hacer limpieza en vacaciones

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–protestó Berta dirigiéndose hacia el desván.–Y yo –murmuró Ana–. Espero que tengas una buena

razón, tío Javier...Berta y Ana pasaron dos días enteros limpiando el

desván. Barrieron, fregaron, cambiaron los muebles de sitio, limpiaron el polvo de las estanterías y colocaron todos los libros desordenados en su lugar. Cuando dieron el trabajo por terminado el desván parecía otro. Berta aceptó la sugerencia de Ana y habló con los carpinteros y pintores para que acudiesen también a su casa al terminar su trabajo en la librería. Quedaban sólo un par de cajas por vaciar, llenas de libros y papeles viejos, pero decidieron dejarlas como estaban. Después de todo, tendrían que guardar los demás libros en cajas para dejar libre el desván si querían hacer la reforma. Cuando dieron su trabajo por terminado, exhaustas y satisfechas, se sentaron a tomar un refresco y a leer otro de los relatos de Javier.

Un trabajo limpioAurora: viernes, 20:25. Aurora colgó el teléfono dando sal-tos de alegría. ¡Por fin una buena noticia! La agencia de limpieza le había ofrecido un trabajo excelente y ella había aceptado de inmediato. Una pareja joven, sin hijos, que trabajaba en el turno de noche de un hospital y apenas ensu-ciaba la casa... ¡menudo chollo! El único inconveniente era que descansaban durante el día y no querían que se les molestase. Pero trabajar de noche no sería ningún problema para ella. Podrían cenar prontito y así no se iría agobiada. Y a Antonio tampoco le parecería mal, seguramente. Total, casi todos los días se acostaba nada más cenar y ella se quedaba sola delante del televisor hasta las tantas, hasta que le entraba el sueño... Y si en vez de ver la tele se ponía a recoger la casa, no había noche que se acostara antes de la madrugada. Pero eso no lo solía hacer, porque a Antonio le

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molestaba mucho el ruido... No, no estaba nada mal el trabajo y el dinerito les vendría muy bien, ¡vaya que sí!, que la casa ya necesitaba unas reformitas y con el dinero que Antonio le daba, ni para bombillas. Aquel trabajo había sido todo un regalo, sí señor.Daría y Fosca: lunes, 22:00. «Daría tiene un nuevo escla-vo... ¡Pues qué bien! Le ha llamado Adonis, la muy imbécil. Le costó casi una semana escogerlo y al final se decidió por este mendrugo... aunque de cuerpo no está mal, lo reconozco. Pero tiene los ojos muy juntos y la mandíbula inferior promi-nente... ¡Odio las mandíbulas prominentes! Y no sólo parece tonto, ¡es que lo es! Ahora se pasea por ahí dándose importancia, como si fuera el elegido o vete a saber qué... y sin hacerme el menor caso, como si yo no existiera... como si yo no valiese cien veces más que mi hermana. Y Daría, ¡la muy zorra! Cuando le pregunté cuándo me tocaría a mí me respondió: “Pronto, pequeña, pronto...”. ¡Será gilipollas! Pe-queña, como si yo fuera tonta o algo así... ¡Si sólo es dos años mayor que yo! ¿Qué se habrá creído? ¡Estoy harta de que me menosprecien mi hermanita y sus mascotas anor-males! Ahora me toca a mí, diga ella lo que diga. Y ésta es la noche, lo sé... lo presiento. Encontraré un esclavo mucho más fuerte y más guapo que los inútiles que ella suele llevarse a casa y mi hermanita y su perrito faldero sabrán lo que es sufrir...»

–¿Qué estás maquinando? –le espetó Daría sacándola bruscamente de sus pensamientos.

–Nada, hermana –mintió Fosca.–No te creo. Siempre estás igual, conspirando a mis

espaldas. Pero no te va a servir de nada, pequeña serpiente. Mientras estés conmigo harás lo que yo diga. Yo soy mayor que tú y me debes obediencia...

–Lo sé, mi ama –se mofó Fosca, aunque Daría pareció no advertir el sarcasmo.

–¡Pues si lo sabes mueve tu culito y no te quedes siem-pre rezagada! Ya estamos llegando. Adonis conoce una discoteca nueva, cerca de aquí... Y ya huelo a carne fresca...

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Aurora: lunes, 22:15. Antonio ya roncaba a pierna suelta cuando Aurora salió por la puerta. ¡Cómo le envidiaba eso! Era poner la cabeza en la almohada y dormirse como un bendito... ¡Y qué rabia le daba también! En fin, por lo menos no le había puesto ninguna pega a lo del trabajo. Tampoco es que le hubiera prestado demasiada atención cuando ella se lo había intentado explicar durante la cena, pero Aurora ya estaba acostumbrada a eso. Antonio era así, no había que tenérselo en cuenta. Al hombre no le gustaba que le viniesen con zarandajas cuando comía o cuando escuchaba las noti-cias... o cuando veía el partido... o cuando se acababa de levantar... o cuando se afeitaba... o cuando llegaba tarde del trabajo con un par de vinillos encima... pero, bueno, a ella le dejaba mucha libertad, eso no se lo podía negar nadie. Y cuando le había mencionado lo que iba a cobrar le había prestado toda su atención, que Antonio para las cosas de dinero era muy suyo. ¡Y para ella mejor si él se ocupaba de la economía, una preocupación menos! Otros habría que se lo gastarían todo en vicios y no le darían nada a la mujer y a ella, hasta la fecha, nunca le había faltado para comer y hasta para ir a la peluquería algún mes que otro. Y además Aurora, a base de fregar suelos ajenos, había conseguido reunir unos buenos ahorritos. Si a Antonio le pasara algo, que Dios no lo quisiera, ¡buena paguita le iba a quedar! Con eso y lo de viuda, se quitaba de trabajar... ¡Pero eso sí que no! A su Antonio que no se lo tocara nadie, ¡Dios no lo quisiera! Motivo de queja no tenía ninguno, no señor. ¿Que le gustaba al hom-bre irse a jugar la partida con los amigos todos los martes por la noche? Bueno, pues como a todos. ¡Y bien guapo y perfu-mado que se ponía para salir, que daba gusto verle!... Quizá demasiado, porque no entendía ella para qué tenía que arreglarse tanto para ir a casa de sus amigos... Pero bueno, eso era cosa suya, ella celosa no era, eso era algo que Antonio no soportaba. Y después de la partida volvía reven-tado, el pobre, que más parecía que hubiera estado picando piedra que jugando a las cartas. Y a ella la dejaba dormir tan tranquilita, mira si era considerado que nunca la molestaba.

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Había días que ni se enteraba de a qué hora había llegado. Porque otros días, estuviera dormida o no... en fin, ¡que su Antonio era muy hombre!... Pero las noches de partida se acostaba sin hacer ruido y a los dos minutos estaba roncando... ¡Qué facilidad la de ese hombre para dormir!...

Distraída con sus pensamientos, Aurora había llegado a la dirección indicada casi sin darse cuenta. Se encontraba en el barrio más elegante de la ciudad, en uno de los pocos edificios que aún tenía portero. A pesar de esto, Aurora hubo de llamar varias veces antes de que el hombre se dignase a separarse de su televisor para acudir a la puerta. A esas horas de la noche se desconectaba el portero automático y el hombre acudía a cada llamada para ver si el visitante era conocido y, en caso contrario, le sometía a un verdadero interrogatorio antes de dejarle entrar. Pero aquélla era la noche del “Madrid-Barça”, así que el examen se limitó a un vistazo contrariado. Aurora le siguió hasta la portería y allí el portero le entregó la copia de la llave de los Peláez sin apartar los ojos del televisor. Cuando Aurora se dirigía a los ascen-sores escuchó a sus espaldas el eco de los insultos más groseros que una madre de árbitro había soportado nunca.

Aurora salió del ascensor en la sexta planta y abrió la puerta de su nuevo trabajo. Un intenso olor a cerrado le hizo dudar de haber entrado en la dirección correcta. Dejó en el suelo su enorme bolso de trabajo y encendió todas las luces para una primera inspección. Polvo. La casa entera estaba cubierta por una espesa capa de polvo removida por las huellas de numerosos pies, impresas en el suelo como pisadas en la nieve. También encontró mucho desorden. Estaba claro que los dueños de aquella casa estaban acos-tumbrados a que hubiese siempre alguien para recogerlo todo. ¡Vaya con los Peláez! ¡Y con los de la agencia también! Alguien iba a recibir una llamadita en cuanto Aurora termi-nase de limpiar aquella pocilga... Sorprendida, comprobó que la única habitación relativamente limpia era la cocina, parecía que no la hubieran usado en muchos meses. Ni una gota de grasa, ni un plato en el fregadero... Al parecer era cierto que

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nunca comían en casa. ¡Pues mejor para ella! Antes de ponerse manos a la obra decidió que lo primero que necesitaba aquella casa era aire fresco, así que levantó las persianas y abrió todas las ventanas de par en par. Todas ellas tenían unos pesados cortinajes de telas oscuras y densas –¡qué mal gusto tenían sus jefes!– y los cristales estaban tan sucios que necesitaría horas para dejarlos limpios. Pero Aurora recordó las palabras de la empleada de la agencia: si se empleaba a fondo y los clientes quedaban satisfechos, tenía el trabajo asegurado por muchos años, tal vez hasta que se jubilase. Y el sueldo no era como para perderlo... Definitivamente, iba a dejar aquella casa como los chorros del oro, costase lo que costase... ¡Y al parecer, iba a costar lo suyo! Comenzó por retirar aquellas espantosas cortinas y cargarlas una tras otra en la lavadora. Limpió los cristales de todas las ventanas hasta dejarlos como la patena. Después barrió toda la casa hasta el último rincón con la única escoba que encontró, una con el mango de madera roto, tan vieja como el mismo edificio. Luego se metió en la cocina, limpió el polvo de los armarios y la encimera y decidió dar también una buena pasada a los azulejos. Cuando terminó, se veía refle-jada en ellos como en los anuncios de la televisión. Hizo lo mismo en los baños, que tenían tanto polvo que se podrían haber dibujado grafitis en las paredes. Salvo la bañera, parecía que no los habían usado mucho últimamente. Eso sí le pareció algo extraño. Comenzó a picarle la curiosidad y deci-dió dar un vistazo a los armarios. Poca cosa encontró, salvo peines, cosméticos y perfumes de esos que mareaban. Ni ma-quinillas de afeitar, ni un cortaúñas, ni esparadrapo o tiritas o agua oxigenada... ni compresas o tampones... Y lo más extraño: ni un solo rollo de papel higiénico...

–Esta gente se va a dejar el sueldo en la compra de este mes... ¡Si no les queda de nada!

Dio por terminados los baños y pasó a las habitaciones. Más de lo mismo. Nada de particular hasta llegar al dormitorio principal: sobre la cama había un enorme dosel cubierto por espesos cortinajes de un color imposible de identificar bajo

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tanta suciedad.–¡Y dale con las cortinas! ¡Pero qué mal gusto tiene esta

gente!Aurora retiró las cortinas y las llevó una vez más a la

lavadora. Limpió a fondo la habitación y decidió curiosear un poco más en los armarios. Mucha ropa y muy cara. Se notaba que les gustaba vestir bien, sobre todo a la señora. Y de joyas tampoco andaba escasa, aunque Aurora prefirió no tocar nada, que ella no era de las que “perdían” en su bolsillo las cosas de sus jefes, no señor. Desde los catorce años estaba limpiando en casas ajenas y jamás había tocado ni las vueltas de la compra. A honrada pocas la podían ganar. Y a limpia, menos.

Pasó a limpiar el salón, desordenado y cubierto de polvo, como todo lo demás. Al terminar dio un último vistazo a toda la casa para comprobar que no había olvidado ningún rincón. Todo impecable y en perfecto orden. Llenó entonces el cubo de fregar y añadió un buen chorro de su detergente favorito, del que siempre llevaba una botella en su bolso de trabajo. Fregó el suelo de toda la casa, insistiendo en especial en el dormitorio principal, pues había unas extrañas manchas oscuras junto a la cama que no querían desaparecer ni con estropajo. Decidió dejarlas para el día siguiente. Por primera vez desde que llegase al trabajo, miró la hora en su reloj y se alarmó. Había puesto tanto empeño en emplearse a fondo que el tiempo se le había ido sin darse cuenta. Faltaban pocas horas para amanecer y Antonio debía de estar subiéndose por las paredes. Aurora se apresuró en recoger sus cosas y dudó un momento sobre qué hacer con las ventanas. La casa ya estaba bien ventilada así que las cerró por seguridad, aunque dejó bien levantadas las persianas para que sus jefes se encontrasen con buena luz al llegar a casa, que da más alegría. Las cortinas estaban tendidas, ya las colocaría al día siguiente. Dio un último vistazo a su alrededor y respiró profundamente. Flores silvestres. Sin duda había hecho un buen trabajo, podía marcharse satisfecha.

Bajó de nuevo a la portería y entregó la llave al portero.

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Éste miró el llavero con aprensión y dirigió la misma mirada hacia Aurora.

–¿Ocurre algo? ¿No se la tengo que entregar a usted?–¿De dónde ha sacado usted esta llave?–¿Cómo que de dónde? Usted me la ha dado antes, ¿no

se acuerda?–Yo recuerdo perfectamente todo lo que ocurre en mi jor-

nada, señora. Y recuerdo perfectamente haberle dado a usted la llave de los Peláez. Y desde luego, no es ésta.

–¿Qué está diciendo? ¿Cómo que no es ésa? ¿Está diciendo que me he pasado toda la noche limpiando esa pocilga, con perdón, para nada?

El hombre se había puesto pálido aunque no perdió la compostura.

–Bien, no pasa nada, no perdamos la calma...–¿Que no pasa nada? Usted no sabe la de mierda, con

perdón, que he tenido que quitar de ese antro. ¡Pero si hasta he tenido que fregar el suelo del dormitorio con estropajo!

–Ya, ya, me lo figuro... ¡El sexto D, nada menos! En menudo lupanar se ha metido, señora, si yo le contara...

–Me está asustando...–Y es para asustarse. ¡Menudo par de pelanduscas viven

ahí! Usted no se imagina el tipo de gente que se ve entrar en esa casa. Digo entrar, porque lo que es salir, durante todo mi turno no veo salir a nadie. Como no lo hagan por la mañana en el turno de mi compañero... –Aurora parecía no com-prender–. Vamos, que se quedan toda la noche. Y cuando no, salen ellas vestidas como meretrices y vuelven bien entrada la madrugada. ¡Usted ya me dirá en qué pueden trabajar ésas dos a esas horas y con semejante aspecto! ¿Y los gritos que se oyen en su piso? Los vecinos están hartos de quejarse y yo de llamarles la atención, ¡pero nada! Si ni siquiera me abren la puerta...

–¿Y qué hago yo ahora? –se lamentó Aurora–. ¡Si mi marido se entera de dónde he estado metida toda la noche, me mata!

–Y eso no es lo peor. De cobrar por su trabajo, ya puede

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usted olvidarse. Aquí llevan meses sin pagar la comunidad.–¡Eso sí que no! Yo no puedo volver a casa sin cobrar, de

ninguna manera. Y cuando se enteren en la agencia de que no he ido a la casa que me habían mandado, perderé el trabajo. ¡Con la falta que me hace!

El portero se compadeció de ella y le propuso una solución que les sacaría a ambos del atolladero, pues si alguien se enteraba de que había dado una llave equivocada a una desconocida, él también tendría serios problemas. Le dio a Aurora la llave de los Peláez –el quinto D– y le propuso que hiciera su trabajo en las dos horas que aún le quedaban antes de que sus jefes volviesen a casa. Mientras tanto, él esperaría a su compañero del turno siguiente y haría tiempo tomándose un café con él: así podría avisarla por teléfono si acaso los Peláez se adelantasen. A Aurora no le costó trabajo terminar aquella casa antes del plazo previsto. Comparada con la otra, era el quirófano de un hospital. Mientras bajaba en el ascen-sor comenzó a acusar el cansancio. Se miró las manos, enro-jecidas, y pasó los dedos con cuidado sobre los callos curtidos a lo largo de los años. Pese a su veteranía, aquella noche agotadora le había costado dos ampollas en cada mano. Salió por fin a la calle y comenzó a caminar hacia su casa. El sol estaba a punto de salir, comenzaban a levantarse las persianas de los bares y la ciudad entera se desperezaba, preparándose para afrontar otro día más. Aurora se apresu-raba cuanto le permitía su cuerpo dolorido para llegar a casa antes de que Antonio se despertase. Se ponía hecho una fiera si se levantaba y no tenía el desayuno preparado. En ese momento sonó su teléfono móvil. Antonio se lo había regala-do por su cumpleaños para saber siempre dónde estaba, pero ella no le había cogido aún el truco. Con gran dificultad lo sacó del fondo de su bolso. Era Antonio, por supuesto. Hecho un basilisco, por descontado. Aurora, entre grito y grito, trató de explicarle la odisea de su primera noche de trabajo.

–¿Cómo que no vas a cobrar siete horas de trabajo? ¡De eso nada! Yo me ocuparé de todo esta tarde, cuando salga de la fábrica... ¿Que no me van a abrir la puerta? ¡Eso a ti, que

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eres tonta de nacimiento! A mí ya veremos si no me abren esas dos. ¿Cómo que son fulanas? ¿Pero viven solas? –Aurora creyó percibir un cambio en el tono de voz de Antonio–. Bueno, bueno, tú tranquila, yo me ocupo de todo. De una forma o de otra esta misma tarde me cobro el trabajo...

Antonio se había marchado ya cuando Aurora llegó al fin a casa. No recordaba haberse sentido tan agotada en años. Y en su cocina... nada de nada. Ni un triste café. No era Aurora de las que exigían a su marido que trabajase en casa después de venir reventado de la calle, pero... ¡vaya!... aquélla era probablemente la primera vez que le reprocharía no haberle dejado un poco de café en la cafetera. Habría sido un de-tallito, por lo menos. Que él bien que se lo había preparado, porque la taza estaba en el fregadero... Y por otra parte, ¡también se la podía haber fregado él, que no hay que estudiar para eso!... ¡Huy, huy, huy! Estaba más cansada de lo que pensaba. Ella no era de las que se quejaban por ton-terías, bastante tenía ya el pobre en la cabeza para preocu-parle con cosas de la casa, que eran su obligación, al fin y al cabo... Nada más estaba deseando que llegase pronto su hombre aquella noche para darle un achuchón antes de irse al trabajo. Pero... ¡ay, porras fritas! ¡Si era martes, la noche de la partida! Nada, que no le podría ver hasta el día siguiente...

–¡Ay, no sé yo si aceptar este trabajo ha sido muy buena idea! En fin, si a Antonio no le ha parecido mal, a mí tampo-co. ¿Qué le vamos a hacer? Más ganas tendremos de vernos cuando nos veamos. Ahora, a tomar un cafetito con magda-lenas, a poner una lavadora y a echar una cabezadita, que la casa puede esperar un rato más...

Aurora se sentó en la cocina para desayunar, pero antes de acabar el café con leche ya había caído rendida sobre las magdalenas.Daría y Adonis: martes, 6:35. Casi estaba amaneciendo. Habían apurado la noche en exceso. La pesada de Fosca no había hecho más que quejarse a pesar de que había tratado de robarle uno de los mejores ejemplares. ¡Desagradecida! Debía darle una lección, se la tenía bien merecida. Una noche

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al aire libre le sentaría bien, le bajaría los humos. Tendría que buscarse un sitio donde dormir, eso la haría volver a casa mansa como un corderito. Pero esta vez no pensaba darle tiempo de sobra, como otras veces. No, esta vez no. Esta vez se merecía un escarmiento mayor, por insubordinación. Por eso habían apurado la noche hasta la imprudencia. La habían mantenido en la calle hasta bien entrada la madrugada y después se habían escabullido sin decirle nada y se habían apresurado en llegar a casa. ¡Le gustaría ver su cara cuando llegase, casi amaneciendo, y se encontrase la puerta y las ventanas atrancadas! Quizá se había pasado un poco: si Fosca no encontraba rápidamente un refugio... Bueno, se lo tenía bien merecido. Aunque, tal vez, si suplicaba lo sufi-ciente..., tal vez la dejase entrar. Ya lo decidiría en su momento. Ahí estaba el lujoso edificio. A Daría le encantaba aquel lugar tan elegante. Fosca siempre insistía en que deberían mudarse a un refugio seguro... ¡Sí, claro! Alguien de su clase viviendo en un sótano o en una alcantarilla... ¡Ni hablar de eso! Allí eran señoras, aunque no fuese eso lo que opinaban de ellas los vecinos. Pero eso no le importaba lo más mínimo, el piso era elegante y aquella ciudad era fácil, lo bastante pequeña para estar llena de gente amable y confiada y lo bastante grande para pasar desapercibidas. Un lujo que no pensaba desaprovechar mientras pudiese. Más adelante, ya se vería... Tal vez se diese un buen banquete con aquel atajo de presuntuosos antes de marcharse de allí... Llegaron al fin al ascensor. El sol empezaba a despuntar, Daría intuía su inminente aparición. Lo sentía ya en la piel y en los huesos. ¡Maldito calor! Se dirigieron apresuradamente hacia su puerta, esquivando las ventanas del rellano, por donde entraba ya la primera claridad de la mañana. Su piel comenzaba a humear bajo la ropa. Adonis se palpó los bolsillos con nerviosismo creciente.

–¡Saca ya la llave, imbécil! –le urgió Daría.–¡Aquí! –exclamó él, triunfante.Daría sólo ansiaba la refrescante oscuridad de su casa y

tal vez un baño frío para aliviar su ardor. No podía esperar a

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que su torpe esclavo lograse atinar la llave en la cerradura, se la quitó de las manos y entró rápidamente... para recibir de lleno la limpia luz que entraba ya a raudales por todas las ventanas, las persianas abiertas por completo y sin una sola cortina protectora. Daría, por primera vez en su larga vida, no tuvo tiempo de protestar. Tan sólo abrió desmesuradamente la boca al tiempo que todo su cuerpo se transformaba en ce-nizas, que quedaron suspendidas en el aire por unos segun-dos. Adonis, que entró inmediatamente después atravesando la nube de polvo dejada en el aire por su compañera, aspiró hondo y preguntó extrañado:

–¿Flores silvestres?Y quedó incinerado a su vez bajo la cálida luz de la

mañana.Antonio: martes, 19:45. Caía la tarde. Como todos los martes, acabada la jornada, Antonio se tomaba su tiempo para acicalarse en los vestuarios de la fábrica en donde trabajaba. Aunque en esta ocasión no iría con Lucas al Loro Azul. Su instinto le decía que esa noche tendría el “moje” asegurado y sin pagar un céntimo. Por una vez iban a servir de algo las torpezas de la tonta de su mujer. Escudriñó su imagen en el espejo de los vestuarios. Macizo y bien perfu-mado, como les gustaba a las “loritas”. Un último toque de colonia en el pelo y salió a toda prisa hacia el coche. Aún tenía tiempo de dar un bocado en un bar antes de acudir a la dirección que le había dado Aurora, antes de que esas “pájaras” saliesen a trabajar. Hoy no les haría falta salir del nido, ya les daría él “trabajo” a las dos... Se tomó un bocadillo y unas cuantas cañas en un local cercano al edificio y después entró en el lujoso portal. El portero no se encon-traba en su puesto. Mejor, menos explicaciones. Se dirigió con sigilo hacia el ascensor. Faltaba cerca de una hora para que apareciese su mujer, tiempo suficiente para cobrar y salir sin tener que inventar excusas para Aurora. Al día siguiente le diría que no estaban... o que se habían negado a pagar y que se olvidase de esas dos fieras. Con lo cobarde que era ella, seguro que no preguntaría nada más. Cuando se abrió el

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ascensor, notó que alguien se acercaba a sus espaldas. Era una chica delgaducha pero con buenas curvas. Tenía mal as-pecto, la tez pálida y las ojeras marcadas, temblaba apretán-dose el estómago con ambas manos y apestaba como mil demonios. Por su forma de vestir, Antonio tuvo el pálpito de haber encontrado lo que andaba buscando. «Tiene toda la pinta de necesitar un “chute” –pensó Antonio–. Esto va a ser pan comido».

–¿Tú eres una de las zorras del sexto D? Vengo a cobrar-me un trabajo que le debéis a mi mujer –la chica le miraba con avidez, ignorando sus palabras–. Vete pensando cómo me lo vais a pagar...

Fosca comenzó a palpar el cuerpo rollizo de aquel huma-no y se le hizo la boca agua pensando en el festín que se iba a dar con él. Había pasado todo el día escondida en un callejón, hambrienta y asustada. La noche anterior se había encontrado sola de repente, a punto de amanecer y no había podido llegar ni siquiera a su edificio. Acorralada por el ardiente sol, su piel comenzando a llenarse de ampollas, apenas había tenido tiempo de esconderse en un sucio contenedor de basura, un par de calles atrás. En aquel momento pensaba subir a la casa y dar una buena paliza a esos dos hijos de humana que la habían abandonado a su suerte. Pero, al parecer, su suerte había cambiado. Aquella presa saciaría su hambre y le daría fuerzas para planear su venganza con calma. Pero no allí, aquel lugar, siempre lleno de humanos husmeando en los asuntos ajenos, la ponía nerviosa. La estúpida de su hermana se negaba a ver el peli-gro que corrían viviendo entre ellos, sobre todo de día, cuando eran vulnerables. Y tampoco tenía ninguna intención de compartir aquel botín con Daría y con Adonis. Ni hablar.

–Vamos a un lugar más tranquilo. Aquí hay demasiada gente –le dijo Fosca tirando de él hacia la calle.

–Pero, ¿y la otra?–No la necesitamos. Conmigo estarás mejor. Te voy a

hacer cosas que ni siquiera has imaginado...–Conozco el lugar perfecto.

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Antonio pretendió llevarla a un descampado cercano al Loro Azul pero Fosca no pudo esperar tanto. Cuando se encontraban cerca del lugar, tiró de él hacia el interior de un callejón oscuro y allí lo lanzó contra el suelo y se alimentó de él con tanta ansia que en pocos minutos lo había exprimido como a un limón. Saciada su hambre, Fosca se marchó dejando a Antonio tendido en el suelo. Aurora: martes, 22:30. La casa de los Peláez estaba, como siempre, impecable. Aun así Aurora repasó todos los rincones con esmero. En el cuarto de la plancha, sobre la tabla, encon-tró una nota escueta de su patrona: «Bienvenida a bordo. Excelente trabajo. Por favor, planche las camisas de mi mari-do. Muchas gracias.». Mientras lo hacía, Aurora recordó de pronto las cortinas del sexto D. Aunque no confiaba dema-siado en que Antonio hubiese podido cobrar su trabajo –¿qué habría querido decir con eso de «cobrar de un modo o de otro»?–, ella nunca había dejado una casa por terminar, estu-viese como estuviese, y sólo le llevaría un momento. Bajó a pedir de nuevo la llave al portero. Éste se la dio, mirándola como si fuese boba:

–Usted misma... –dijo, dejándola por imposible.Aurora entró con sigilo en la casa. Aunque de sobra sabía

que estaría vacía a esas horas, había algo en aquel lugar que la ponía muy nerviosa. Encendió de inmediato las luces de la entrada y se encontró con una desagradable sorpresa.

–¡No es posible! –exclamó al pisar dos montoncitos de cenizas en el suelo de la entrada–. Pero esta gente, ¿cómo pueden ser tan guarros? ¡Pues no han encendido una fogata en el suelo! Y qué olor... ¡si parece carne quemada! No, carne seguro que no, porque éstas lo que es cocinar, ni un huevo frito. Bueno, yo les barro esta porquería, les plancho las corti-nas... ¡y que se las coloque Rita! Ahora, eso sí, si mi Antonio no ha podido cobrar, éstas me pagan por las buenas... ¡o por las no tan buenas!

Aurora no dejaba de refunfuñar mientras hacía sus tareas para envalentonarse, pues en el fondo no deseaba de ningún modo encontrarse allí, indefensa, cuando volviesen aquéllas

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dos. Terminó de planchar, al fin, todas las cortinas y dudó un momento entre cerrar o no las ventanas. Aspiró hondo y una bocanada de ese ambiente insano le llenó la boca de un sabor pútrido que le dio arcadas. Ni hablar. Lo volvió a dejar todo abierto. Aunque fuesen un par de guarras, que al menos respirasen aire limpio al volver a casa...Fosca: martes, 23:00. Reconfortada con la sangre de aquel suculento humano, Fosca se sentía pletórica de energía. Ya no necesitaría nunca más a su hermana ni a sus mascotas, a partir de esa noche cazaría sola. Más aún: pensaba devolver-les la jugada. Fosca salió en su busca para asegurarse de que permanecían en la calle hasta la hora prohibida. Esa madru-gada serían Daría y su pelele quienes se encontrasen la puerta cerrada... Pero por más que buscó en todos los antros de la ciudad, Daría y Adonis no aparecieron por ningún lado. Sintiendo ya el calor en su piel, Fosca se apresuró en volver a casa, temiendo que se volviese a repetir el suceso de la noche anterior. Pero, por suerte, la puerta no estaba cerrada... y tampoco las ventanas.Aurora: miércoles, 22:05. Aurora iba y venía por la casa, muerta de preocupación. Ya se acercaba la hora de ir al tra-bajo y Antonio seguía sin aparecer. Le había dejado ya tres mensajes en el móvil, sin obtener respuesta. ¿Dónde se habría metido ese hombre? Si estuviera haciendo horas extra la habría avisado, seguramente. Aurora llamó a la fábrica para quedarse más tranquila, pero allí no sabían nada de él desde el martes por la tarde. Imposible. Antonio no había faltado ni un solo día al trabajo en su vida, salvo aquella vez que cogió la gripe intestinal. ¿Y si era eso? ¿Y si se había puesto enfer-mo después de la partida y se había mareado en el coche y había tenido un accidente y estaba por ahí tirado sin que nadie le ayudase y...? ¡Por Dios, qué angustia! Aurora trató de recordar el nombre del compañero de la fábrica que siempre le acompañaba en la partida de los martes... ¿Cómo era? ¿Luis? No, Lucas, se llamaba Lucas. Encontró su número de teléfono en la agenda y llamó a su casa, esperanzada. Pero Lucas tampoco le había visto desde el martes por la tarde,

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cuando acabaron el turno en la fábrica. De improviso, una voz femenina le arrebató el teléfono. Era su esposa.

–Hola. ¿Eres Aurora, verdad? Pues mira, siento que te enteres de esta manera, pero ya es hora de que sepas la ver-dad... ¡Lucas, déjame hablar, que ésta me la pagas! ¿Me oyes, Aurora? Pues que sepas que no hay ninguna partida, ni los martes ni ningún otro día. ¡Lo que hacen este par de sin-vergüenzas todos los martes por la noche es irse de putas! ¿Oye? ¿Estás ahí?

–¿Qué? ¿Cómo...? No, no, no, de ninguna manera, estás equivocada. Mi Antonio nunca ha estado con mujeres de ésas. No, imposible. Será el tuyo y perdona que te lo diga...

–¡El tuyo y el mío! –insistió la mujer de Lucas–. Mira, mi cuñada es policía y le pedí el favor de que vigilase a este gol-fo, porque el muy idiota me llegó una noche de partida borra-cho y con todo el cuerpo lleno de marcas de carmín. Todo el cuerpo. Y mi cuñada les vio salir a los dos de un club de ésos, que se llama El Pavo o El Loro o algo así. Y allí le dijeron que los dos eran clientes habituales. ¡Habituales, los muy hijos de...!

–No... no puede ser... mi Antonio no...–Lo siento, hija. Siento que te hayas enterado así. Pero

es mejor que lo sepamos de una vez, ¿no te parece? De todas formas mi ex marido dice que anoche Antonio no estuvo con él, aunque vete a saber si es verdad. Lo que es yo, ya no me creo de él ni la hora... ¿Oye?... ¿Aurora?...

Aurora colgó el teléfono, aturdida. Sin saber muy bien lo que hacía, cogió su bolso y se marchó al trabajo. Cuando estaba fregando los platos sintió que la atravesaba de repente la certeza de su descubrimiento, dejándola sin respiración. Dejó caer el vaso que tenía en la mano y cayó de rodillas en el suelo, sin fuerzas. Tragó una bocanada de aire y la opresión en su pecho se transformó en llanto.Aurora: jueves, 21:50. Antonio seguía sin aparecer y Aurora, aunque furiosa, no podía evitar la inquietud.

–Es el segundo día que ha faltado. Si se va a ausentar más tiempo, recuérdele que debe coger la baja –le informa-

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ron en la fábrica.Aurora no podía esperar más. Había llegado el momento

de llamar a los hospitales y a la policía. Aliviada, comprobó que ningún hombre de sus características había ingresado en ningún hospital en los últimos días. La policía tampoco le sirvió de gran ayuda: «¿Dice usted que frecuenta bares de al-terne de forma habitual? –Aurora creyó oír risas a espaldas de su interlocutor–. Bueno, señora, espere unos días más antes de venir a comisaría. Quizá sólo se haya excedido con la bebida...». Mientras tanto, le aconsejaron que esperase noti-cias suyas, aunque Aurora había continuado llamando a su teléfono móvil sin resultado. No, dijeran lo que dijesen ella estaba convencida de que algo malo le había sucedido. Estaba angustiada, adúltero o no Antonio era su marido y sólo desea-ba que volviese junto a ella. Ya habría tiempo después para los reproches.

Aurora entró en el lujoso edificio de los Peláez sumida en sus pensamientos.

–Buenas noches. ¿Qué, su marido consiguió cobrar a las del sexto D? –le preguntó el portero, incrédulo.

–¡El sexto D! ¡Claro! Se me había olvidado por completo. Si Antonio estuvo allí el martes por la noche, puede que ellas sepan dónde está... ¡Por favor, don Alberto, deme usted otra vez esa llave, es preciso que hable con ellas ahora mismo...!

–¿Otra vez? Nada de eso, Aurora, nada de eso. ¡Me va a buscar usted la ruina!

–¡Por favor, don Alberto, se lo suplico! Mi marido ha desa-parecido, hace dos días que no sé nada de él. Si vino aquí el martes puede que ellas sean las únicas que me puedan decir algo. Y si llamo a la puerta seguro que no me abren...

–Está bien, está bien, mujer, no se ponga así. No sabía que estuviera tan apurada. Tenga y ande con cuidado con ésas. Y si necesita ayuda, llámeme.

–Muchas gracias, es usted una buena persona.Aurora llamó a la puerta de las dos hermanas sin obtener

respuesta y abrió con la llave. La casa estaba vacía. Un ligero viento entraba por las ventanas abiertas, arremolinando un

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montoncito de cenizas en el suelo de la entrada.–¿Otra vez? ¡Pero qué manía más rara la de esta gente!Aurora barrió de nuevo las cenizas del suelo, dejó la

escoba de madera junto a la puerta y se marchó de allí a toda prisa. Cuando terminó su jornada volvió a casa sin devolverle la llave al portero.Aurora: viernes, 23:50. Por primera vez en su vida, Aurora no prestaba atención a su trabajo. Se encontraba agotada, con los nervios a flor de piel. Llevaba tres días sin pegar ojo. Cada vez que intentaba dormir veía en sueños a su Antonio agonizando en el suelo de la entrada del sexto D, ardiendo vivo hasta convertirse en cenizas. ¿Y si ese sueño era un aviso? ¿Y si ellas habían sido realmente las últimas personas en verle con vida? Aurora recordó las manchas en el suelo del dormitorio, las que no salían ni con estropajo, y de pronto sospechó que podrían ser manchas de sangre. Y el portero le había dicho que los vecinos solían escuchar gritos y que nadie sabía realmente a qué se dedicaban esas mujeres. Tal vez se llevasen los clientes a casa y allí los torturasen con látigos y cosas de ésas. Y tal vez su Antonio se había puesto dema-siado farruco pidiéndoles el dinero –a veces era muy terco– y ellas le habían... ¡No, no quería pensar eso! Pero los remordi-mientos la devoraban, se sentía responsable, todo había sido culpa suya. Bueno, o culpa del portero, porque al fin y al cabo había sido él quien se había confundido de llave... Claro, que no había sido él quien había enviado a su marido a la muer-te... Pero no, no debía pensar en lo peor, al menos no hasta tener pruebas. Después de limpiar el polvo por tercera vez en el mismo mueble impoluto, Aurora se armó de valor y decidió subir al sexto D una vez más, en busca de pruebas con que acusar a esas dos arpías... o en busca del cuerpo del delito. Temblaba de pies a cabeza cuando entró en la casa. Una vez más, estaba vacía.

–Por lo menos hoy no hay cenizas en el suelo...Abrió con aprensión los armarios, uno por uno, temiendo

que el cadáver de Antonio pudiese caerle encima desde cual-quiera de ellos. Nada. Entró en la cocina y de pronto se le

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ocurrió que podrían haber cortado su cuerpo a cachitos y haberlo escondido en la nevera... Vacía, salvo por una canti-dad exagerada de zumos de tomate en recipientes de cristal. Tal vez en las bañeras, sumergido en agua con hielo para con-servarlo... Tampoco. ¿Habría más sangre en el dormitorio? Todo en orden, la cama hecha, tal como ella la había dejado. Iba a registrar las otras habitaciones cuando escuchó un ruido en el comedor. Atemorizada, salió al pasillo preguntando en voz alta si había alguien más en la casa, pero nadie le respon-dió. Al llegar a la entrada encontró la escoba de madera que había dejado tras limpiar el último montoncito de cenizas y la cogió instintivamente para defenderse. Había una figura fren-te a las puertas del balcón. Aurora encendió la luz y se encon-tró frente a frente con...

–¡¡ANTONIO!!–¿Aurora?–¡Antonio, mi amor! ¿Pero qué... qué haces aquí? ¿Dónde

has estado, canalla? ¿Tú sabes lo asustada que me has tenido?

–¿Qué haces tú aquí? ¿Dónde está Fosca?–¿Quién? ¡A ver, sinvergüenza, que ya me he enterado de

lo que haces tú los martes! ¿Quién es esa Foca?–Foca no, idiota, Fosca...–¡Me da igual cómo se llame...! –comenzó a protestar

Aurora, pero se detuvo en seco al caer en la cuenta de un detalle extraño–: ¿Cómo... cómo has entrado aquí?

–Por el balcón –respondió él con naturalidad.–¿Por el... por el balcón? –preguntó Aurora con voz tem-

blorosa–. Antonio... estamos en un sexto...–Ya. Es que ahora tengo superpoderes –se mofó él.Aurora comenzó a retroceder lentamente al tiempo que

Antonio avanzaba hacia ella. Su ropa estaba sucia y su rostro del color de un filete caducado.

–¿Quién... qué eres?–Tu marido, ¿quién voy a ser, el conde Drácula? Me

alegro de que estés aquí. Después iba a ir a buscarte.–¿Buscarme, a mí? ¿Por... por qué?

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–Porque eres mi mujer, boba. Porque te necesito.–¿De verdad, Antonio? –preguntó ella, deteniéndose

emocionada. Fuese lo que fuese él ahora, había vuelto del más allá para buscarla–. ¿Me necesitas? ¿De verdad has vuel-to por mí?

–¡Pues claro! Alguien tendrá que limpiarnos la casa. ¡No querrás que lo hagamos Fosca o yo!

Aquellas palabras fueron para ella como una revelación. Tras tantos años aguantando sus desprecios, limpiando sus miserias sin ninguna ayuda, cumpliendo con sus “deberes conyugales” como una esposa sumisa –con deseo o sin él–, sin recibir jamás a cambio ni una ternura, ni una atención, ni siquiera un agradecimiento, al fin había abierto los ojos.

–¿Limpiar? ¡¡Limpiar!! ¿Que me necesitas sólo para limpiaros la casa a ti y a esa... como se llame? ¡Estás tú fresco si te has creído eso!

–No te pongas chula, Aurora, no me obligues a obli-garte...

–¿Que no? Venga, oblígame, cacho de carroña... –desafió Aurora retrocediendo de nuevo y apuntando a Antonio con su temblorosa escoba.

–¿Qué es eso? ¿Me amenazas con una escoba? –se burló Antonio.

–Atrás, Antonio, no me obligues a...–¿A qué? ¿A barrer el suelo? ¡Claro, eso es para lo único

que sirves! –dijo enseñando sus largos colmillos en una horrenda sonrisa.

–¡Para ya, Antonio...!–¡Y eso es lo que vas a hacer el resto de tu vida inmortal!

–dijo saltando sobre ella.Aurora estaba acorralada contra la pared del comedor y

ya no podía retroceder más. Cerró los ojos sosteniendo con fuerza la escoba entre sus manos, esperando sentir en cual-quier momento los colmillos de Antonio desgarrando su gar-ganta, pero el grito que escuchó no venía de sus labios. Abrió los ojos a tiempo para ver el pecho de Antonio atravesado por el mango roto de la escoba de madera y a éste desaparecer

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en una nube de cenizas que cayeron al suelo sin ruido. Aurora permaneció unos minutos inmóvil, la espalda contra la pared, conservando en su mente todavía la imagen de Antonio mi-rándola con los ojos desorbitados y la boca abierta en una mueca sorprendida. Luego miró el montoncito de cenizas que yacía a sus pies, las ventanas abiertas sin persianas ni corti-nas que ocultasen el sol y de pronto comprendió. Barrió con parsimonia los restos de Antonio y los tiró a la basura, en compañía de los otros. Luego bajó a la portería, devolvió las llaves del sexto D y de los Peláez y se marchó.

Con los ahorros que tenía montó su propia agencia de limpieza, pero de un género muy distinto: nunca más volvió a tocar una bayeta o un estropajo y a partir de esa noche sus herramientas fueron las estacas y no las escobas, a no ser que fueran de madera...

Ana y Berta bajaron a tumbarse en el sofá delante del televisor. Estaban demasiado cansadas para salir a cenar esa noche. Ana seguía preguntándose cuál habría sido la intención de su tío Javier. Mientras tanto, en el desván, la máquina comenzó a teclear:

«En una de las cajas hay algo para ti.»Y continuó escribiendo durante largo rato...

283

11. Viento del norte

La ola de calor se encontró en las capas altas de la at-mósfera con una bolsa de aire frío procedente del norte de Europa y una borrasca escandinava se vino de vaca-ciones a la Península. Los días de sol y playa quedaron aplazados por un tiempo, pero Ana y Berta siempre en-contraban formas de pasarlo bien sin salir de casa. Los trabajos de reforma en la librería habían concluido y la semana siguiente comenzarían los arreglos en el desván. Eso les dejaba tres días enteros antes de que la casa se llenase de ruido y de polvo. Aquel sábado de agosto, el mismo en que Pablo inauguraba su nueva herboristería, Berta tuvo una idea genial.

–¿Te apetece ir de acampada?–¡Con la que está cayendo! Como no acampemos en

una balsa...–No. Pero podríamos acampar en el salón. En alguna

parte del trastero hay una tienda de campaña. Podríamos apartar los sofás y montarla delante de la tele. Y luego, cuando vengamos de la inauguración de Pablo, pasamos por el videoclub y alquilamos unas cuantas películas y esta tarde nos montamos una maratón. ¿Qué te parece?

–¡Bien! Pero las “pelis” que sean de terror, ¿vale? Y también palomitas, una montaña de palomitas. Y “chu-ches”.

–Y mañana, una indigestión –se rió Berta–. Vale, go-losa, lo que quieras. Anda, vamos a buscar la tienda.

Ana y Berta prepararon todo un cuartel general en el 285

salón con víveres suficientes para aguantar todo el tem-poral. El teléfono comenzó a sonar en el momento en que Berta inflaba la colchoneta de playa dentro de la tienda.

–Cógelo tú, cariño. Seguro que será Pablo preguntán-donos por qué no hemos ido ya.

–Tranquilo, Pablo –saludó Ana en cuanto descolgó el auricular–, no nos hemos olvidado de ti. Sólo estamos un poco liadas con una acampada, pero enseguida vamos para allá...

–¿Pero qué sarta de tonterías estás diciendo, niña? –le replicó una voz conocida–. ¿Ya se te ha olvidado cómo responder correctamente al teléfono?

–Perdona... yo... es que...–Ya veo, tan espabilada como siempre. Bueno, ¿qué?

¿Tienes ganas de volver a casa?–No –respondió Ana sin pensar–. Bueno, sí, quiero

decir que sí, pero que no... ¿Volver? ¿Pero...? ¿Si tú...? ¿No era en...?

–¡Anda, deja de balbucear y escucha con atención, a ver si te enteras de algo!

Ana guardó silencio mientras las palabras entraban en su cabeza y calaban en su interior como una lluvia de invierno. Cuando colgó el teléfono se sentía como si la hubieran despertado de un hermoso sueño a puntapiés. Ana regresó a la tienda junto a su tía con el rostro compungido.

–¿A que era él...? ¡Cariño! ¿Quién era? ¿Ha pasado algo malo?

–No era Pablo –acertó a decir Ana, conteniendo a duras penas las lágrimas–. Era mi madre. Viene a bus-carme mañana por la tarde.

–¿Mañana? ¿Por qué mañana? ¡Pero si aún faltan diez días! Ella dijo que vendría a buscarte en septiembre, ¿no es así? ¿Cómo te vas a ir mañana?

–Ya. Pero es que ya han vuelto de Girona y dice que va a estar muy liada con los preparativos para la boda y que no quiere hacer después otro viaje sólo por mí.286

–Mañana... –repetía Berta ensimismada–. ¿Qué pre-parativos? ¿Qué boda? ¿Y qué tiene que ver Girona?

–La boda de Carlos, ¿ya no te acuerdas? –Y cayendo en la cuenta–: ¡No te lo ha dicho! ¡Ay, ya he metido la pata otra vez! ¿De verdad no te ha invitado? Y yo que pensaba que nos íbamos a ver otra vez allí... ¡Pero si ha invitado a medio pueblo!

–Sí, pero yo no he estado nunca en su lista. No te apures, cariño, no pasa nada. Yo, como si no lo supiera. La única boda a la que me gustaría ir algún día es a la tuya. Así que se casa Carlos... ¿Y cómo es la chica?

–Igual que él.–¡Madre mía!–Exacto –respondió Ana y las dos se echaron a reír.

Luego, sin saber qué decir, se miraron en silencio. Ana logró reprimir las lágrimas de nuevo. Berta no tuvo tanta fuerza de voluntad.

–¿Cómo te vas a ir ahora? Si aún hay mil cosas que no hemos hecho juntas. Si no me ha dado tiempo a hacerme a la idea...

–Quiero enseñarte una cosa, tía. Pero no está aquí, la tengo en el desván. ¿Subimos?

–Llegaremos tarde a la inauguración y Pablo nos ma-tará a las dos –dijo Berta secándose las lágrimas.

–Es sólo un momentito. Yo le diré que es culpa mía, conmigo nunca se enfada.

–Eso es verdad. Le tienes en el bote.Berta siguió a Ana hasta el desván y allí se sentaron

sobre dos cajas. Ana rebuscó en los cajones del escritorio hasta encontrar sus cuentos.

–Aquí están, ya los he terminado. Cuando te apetez-ca, si quieres, los lees...

–¿Son tus cuentos? ¿Cómo cuando me apetezca? ¡Ahora mismo!

–¿Y la inauguración?–Ya iremos luego, o esta la tarde. Esto es más

importante.287

CUENTOS DE SIRENAS (Cuentos encadenados)

Por qué el mar es azul(La primera sirena)

Hace muchos, muchos años, cuando aún no existían las sirenas y el mar no tenía color, vivía una hermosa muchacha llamada Nereida en una pequeña isla del Mediterráneo. Nerei-da era tan pobre que ni siquiera tenía casa. Dormía en la playa, sobre la arena y subsistía vendiendo a los viajeros las conchas y caracolas que recogía en la orilla. Pero Nereida era feliz. Amaba el mar, pasaba horas enteras sentada en la playa, contemplándolo, escuchando sus murmullos, que le servían de nana por las noches. Y el mar también adoraba a Nereida, la hermosa Nereida... Amaba sus cabellos, la casca-da de rizos risueños que acariciaba sus hombros... Amaba su risa, fresca como la brisa... Pero sobre todo amaba sus gran-des ojos, de color azul turquesa y más brillantes que la luna y las estrellas que se reflejaban en él por las noches. El mar anhelaba ese intenso color azul que le inundaba cuando la muchacha se sumergía en él cada mañana.

Por eso un día acudió a Poseidón, el dios de todos los mares y de todos los océanos, para pedirle que le diese a él aquel color maravilloso. «Sólo podrás tener el color de los ojos de la muchacha cuando ella esté dentro de ti –le dijo Poseidón–. Pero, ¡cuidado! La muchacha es mortal y si no la dejas volver a salir, el color que te dará será el de la muer-te.». El mar comprendía esto; además, él no quería hacerle ningún daño a Nereida... Pero no se conformaba con tener el color de sus ojos tan sólo unos instantes cada día y tanto suplicó a Poseidón que éste, compadecido, le concedió: «Po-drás lograr tu deseo sólo si la muchacha de los ojos azules accede a vivir en tus aguas por su propia voluntad.».

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Transcurrida aquella noche, la primera noche de verano, el mar aguardaba ansioso la llegada del alba. Impaciente, despertó a la muchacha con la caricia de una ola junto a su mejilla. Nereida abrió los ojos y le sonrió y el brillo de aquella mirada azul le hizo estremecer. Juntó valor y le habló con su voz más suave, para no asustarla. Nereida estaba asombrada, por primera vez comprendía el rumor de las olas y le escuchó emocionada. El mar le confesó cuánto adoraba el color de sus ojos, lo feliz que le hacía cuando nadaba en él y le llenaba de azul. Le explicó que Poseidón había prometido protegerla si accedía a sumergirse en él para siempre, pero que era ella quien debía tomar esa decisión, pues nunca más podría volver a vivir entre los suyos.

Nereida meditó un momento la petición del mar y éste, respetuoso, aguardó en silencio. Pero ella pronto volvió a son-reír y le dijo: «No necesito pensarlo más, querido mar. No tengo a nadie en el mundo, nadie me echará de menos aquí. Sabes cuánto te amo y nada me haría más feliz que vivir contigo para siempre.». Y sin dejar de sonreírle, Nereida dejó caer sus ropas junto a la orilla y caminó despacio, confiada, adentrándose en el mar mientras el sol comenzaba a salir len-tamente. Poseidón cumplió su promesa y cuando la muchacha se sumergió por completo la convirtió en una bella criatura marina, transformando sus piernas en una larga cola cubierta de escamas. Así nació la primera sirena.

Ella era feliz por haber encontrado al fin su hogar y él lo era también, pues los ojos de Nereida le inundaron de color para siempre.

Y por eso, desde aquel día, el mar es azul cuando ella está despierta y se oscurece cuando duerme...

El secreto que conocen las sirenasAl amanecer, como cada día, ella queda dormida mientras que él, espíritu inquieto, la acaricia dulcemente y se retira des-

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pacio, soñoliento aún, en busca de acción hacia el horizonte. Comienza a desperezarse y a alejarse de ella, pero nunca del todo, siempre vuelve a su lado.

Ella, tranquila y fresca aún, le observa divertida saltar y jugar, alejarse para luego volver, alejarse para luego volver. Siempre volver junto a ella. A veces, suavemente. Otras, impetuoso. Él es así.

Llega la tarde, ella se entretiene jugando con las olas; él le trae conchas y caracolas. Ella las recibe y las guarda como un tesoro. La brisa le trae el olor de su amado. Las barcas de pesca llegan a puerto. Las gaviotas gritan en el cielo. Y ella espera, paciente, a que él se canse de buscar aventuras y vuelva a su lado.

Y al fin, al anochecer, cuando él está exhausto, vuelve para dormir en el regazo de su amada, lamiendo su espalda con su lengua azul, acercándose a ella más y más. Y así duermen, abrazados, dulcemente unidos hasta mezclarse, durante toda la noche.

De nuevo llegará el alba y el mar se volverá a retirar lentamente, de puntillas, para no despertar a su amada. Y le mandará olas perezosas que acaricien su orilla con dedos de espuma. Y así comenzará un nuevo día, porque, como todas las sirenas saben, el mar y la playa son amantes.

La playa de las sirenas(Cómo las islas consiguen su nombre)

Tras concederle al mar su petición, Poseidón le exigió una promesa: cada año, tras la primera noche de verano, el mar le entregaría un regalo muy especial a una joven sirena. Y así ha sido, año tras año, desde entonces...

Aquélla era la primera noche de verano, la mágica noche en que nacen las sirenas, y una sirenita adolescente nadaba inquieta cerca de la orilla. Como todas las sirenas, ella cono-cía el amor entre el mar y la playa y, como todas las sirenas,

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ella debía aguardar pacientemente la llegada del alba antes de recibir su regalo en el día más importante de su vida: el de su ciento cincuenta aniversario. Pero estaba demasiado ner-viosa y calmaba su ansiedad jugando con las olas.

La noche terminó y, como cada mañana, el mar se retiró dulcemente. Aquél era el momento que la joven sirena había estado esperando: al bajar la marea, cuando el mar se aleja dejando sobre la arena su regalo. Para la playa es una caricia envuelta en espuma; para una sirena, su nombre. Mágico instante que sólo ocurre ese día, cuando la espuma de mar se convierte en nombre de sirena al primer rayo de sol. La sire-nita debía esperar a que una ola se lo acercase para prendér-selo en el pelo y marchar con él y aquel nombre único e irre-petible sería suyo para siempre. Pero estaba distraída y, cuando se quiso dar cuenta, una ola traviesa se lo había lleva-do mar adentro, mar adentro, mar adentro, hasta perderse de vista.

La joven sirena lloró un poquito, pero pronto se consoló: seguro que el nombre del año próximo sería mejor y esta vez no la cogería desprevenida. Y se marchó a casa, en lo más profundo del mar, con la lección bien aprendida.

Y el año siguiente, tras la primera noche de verano, con-siguió el mejor nombre que jamás tuvo una sirena.

A la playa de una isla nueva llegó un nombre de espuma. Venía de muy lejos. Lo traía una ola traviesa que se lo había quitado a una joven sirena. Lo dejó en la orilla y, de este modo, como siempre ha ocurrido, la isla tuvo un nombre. El nombre perdido de una sirena.

La leyenda de Taína y GuamáA la isla nueva llegó una tribu en busca de un hogar. Los espíritus de la isla, dos amantes desdichados, le contaron al hechicero su triste historia de amor y muerte. Éste se la contó a los demás para que todos la conocieran. Y entre todos deci-dieron tomar el nombre de ella para su tribu y el de él para su

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poblado, para que no se perdieran en la memoria y siempre fueran recordados. Y desde entonces su historia fue contada de padres a hijos a través de los tiempos, hasta nuestros días. Y así me fue narrada a mí:

Cuenta la leyenda que una vez hubo dos jóvenes que se amaban en secreto. Ella se llamaba Taína y era la hija del jefe de su pueblo. Él, Guamá, era tan sólo un joven guerrero. Pero el padre de Taína la había prometido al jefe de la tribu rival, para sellar así la paz entre los pueblos. Este hombre era, además, un poderoso hechicero.

Pero Taína y Guamá no entendían de otro pacto que no fuera el de su amor, profundo y sincero. Ellos sólo sabían que querían estar juntos el resto de sus vidas y aprovechaban cualquier momento para escapar, bañarse juntos en el océano y amarse en la playa hasta el amanecer.

Sólo la hechicera del pueblo conocía su secreto. Ella había cuidado de Taína desde que su madre murió al dar a luz y no hubiera podido quererla más aunque hubiera sido su propia hija. Era ya una anciana, pero seguía dominando el arte de la magia y los jóvenes amantes le pedían constantemente que les leyese el futuro y les hablase de una larga vida llena de amor. La anciana hechicera trataba de distraer su atención con amuletos y recetas mágicas, pues siempre veía el mismo aciago porvenir para sus queridos muchachos.

Y llegó el día que tanto habían temido: el padre de Taína anunció que esa misma tarde recibirían la visita del jefe de la tribu rival y sus acompañantes y que al día siguiente se cele-braría el matrimonio entre éste y su hija. Los jóvenes estaban desolados. Taína lloraba desconsolada. Guamá no estaba dis-puesto a aceptar este cruel destino: «No temas, mi amor –le dijo–, nadie podrá separarnos. Huiremos esta misma noche.». Taína aceptó de inmediato: prefería enfrentarse al océano que a la idea de perderle para siempre.

Aquella noche se celebró una fiesta para agasajar a los invitados, aunque las relaciones entre los pueblos nunca fueron amistosas. Durante la cena, el prometido de Taína

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descubrió las miradas de amor entre los jóvenes y sospechó de inmediato. Pasada la medianoche, cuando todos se hubie-ron retirado a descansar, dos sombras furtivas se alejaron del poblado. Ella llevaba el vestido que habría de ser para su boda; él, sus armas de guerrero. Y de esta forma, en una pequeña barca, abandonaron la playa y se adentraron en el océano. Pero su huida no fue ignorada: el jefe de la tribu vecina, el prometido burlado, les espiaba desde la playa y pronto dio la voz de alarma.

Y así, antes de que Taína y Guamá se hubieran alejado lo suficiente, vieron horrorizados cómo salían todos los guerre-ros en su persecución. Remaron con todas sus fuerzas tratan-do de ponerse a salvo, pero comenzaron a agotarse y las demás barcas, más rápidas, menguaban la distancia. Deses-perada, desde la orilla, la anciana hechicera sufría impotente al ver que se confirmaban sus predicciones sobre el destino de los enamorados. Éstos pronto fueron alcanzados y empu-jados por la fuerza a subir a la barca de los dos jefes. El padre de Taína les ofreció la oportunidad de renunciar a su locura y volver al poblado. El jefe hechicero, enfurecido, exi-gía un castigo por su traición. Pero los jóvenes se mantenían firmes en su decisión: «No volveré contigo para casarme con este hombre, padre. Antes prefiero morir que separarme de Guamá.». El hechicero gritaba pidiendo venganza. Y el padre de Taína, roto por el dolor, consintió: «Pues que así sea», dijo y ordenó que arrojasen a su hija a la oscuridad del océano.

Pero el brujo no se conformaba con su muerte, quería para Taína una vida eterna en la tristeza y la soledad. Y empleando su magia negra convirtió a la muchacha en una isla desierta, «...en donde nunca creciese la hierba y no hubiese vida alguna...». Vacía y sola en mitad del océano.

Guamá insultaba al padre de su amada por haber con-sentido este cruel castigo y trataba inútilmente de zafarse de sus captores y abalanzarse sobre el hechicero. Pero éste guardaba para él la muerte más dolorosa y, tras herirle con su daga, le arrojó a los tiburones para que no quedase nada de su cuerpo.

293

La anciana hechicera había presenciado la tragedia sin poder ayudar a sus queridos muchachos. Su magia, aunque poderosa, no lo era tanto como la del brujo y tan sólo pudo cambiar su crueldad por esperanza: al joven lo convirtió en mar, para que pudiese estar siempre junto a su amada. Y para ella, para su pequeña, lanzó un conjuro para que el amor nunca la abandonase.

Y desde entonces hubo una isla nueva, de arena blanca y fina como la seda, cubierta de vida y belleza y rodeada de un mar azul y profundo, como profundo es el amor entre ambos.

Y según cuentan los más ancianos de los indios taínos, el hechizo de la anciana aún perdura y por eso todo el que llega a la isla se enamora de ella sin remedio.

A esa isla nueva llegó un nombre de espuma, el nombre perdido de una sirena. Y para siempre fue amado y recor-dado. ¿Cuál sería para ti?

Al terminar de leer el último cuento, Berta tenía de nuevo los ojos llenos de lágrimas. Se quedó callada un rato y Ana no supo qué decir.

–Yo me sentaba a su lado, ahí, donde estás tú ahora. Me quedaba callada y leía lo que él iba escribiendo. A veces le ayudaba a corregir alguna frase o a buscar algún sinónimo... y era mágico, ¿sabes? Había algo especial en el ambiente –Berta se secó las mejillas con las manos y le devolvió los cuentos. Ana se sentía culpable por no poder confesarle a su tía que ella también había compartido esa magia–. Gracias por dejarme leerlos, cariño. No sabes cuánto ha significado para mí.

–No me los des, son para ti.–¿Para mí? ¡Oh, no! No, no, Ana, no puedo...–Por favor, tía. Si me los llevo a casa... en fin,

acabarán en la basura. Además, quiero que te los quedes tú, de verdad.294

–Pero es un regalo... maravilloso y yo no te he dado nada...

–Eso no es verdad.–De acuerdo, sí, está bien. Sé cual es el lugar perfecto

para guardarlos –dijo abriendo el baúl y dejándolos junto a los relatos de Javier.

–Sí. Ése es su lugar. ¿Vamos ahora a la tienda de Pablo? No quiero irme sin despedirme de él.

–Claro, cariño. Vamos.

La inauguración estaba siendo un éxito a pesar del mal tiempo. Incluso la borrasca les dio tregua y dejó asomar-se algún trocito de cielo azul entre los nubarrones, augurando así buenos tiempos para la nueva herboris-tería de Pablo. Cuando Berta y Ana llegaron, hacia el mediodía, la tienda estaba abarrotada de antiguos clientes y de curiosos con chubasquero, atraídos éstos últimos más bien por el convite que por el negocio. Pablo había preparado varias bandejas con degustaciones de algunos de los productos dietéticos que se podían adquirir en su tienda, tanto dulces –galletas de soja y naranja, pastas integrales, rosquillas de hinojo y sésamo...– como salados –pedacitos de hamburguesa de tofu, canapés de pan integral...–, acompañado todo ello por bebidas variadas, como té verde con jazmín o leche de soja con vainilla. Pablo, como buen anfitrión, invitaba a todos los visitantes a probar sus degustaciones, mientras que Marta miraba con hostilidad a todo el que se atrevía a meter la mano en las bandejas sin haber pasado antes por la caja registradora. Pericles, más hiperactivo que nunca, revoloteaba en su jaula sin dejar de repetir su nombre. La sonrisa de Pablo se ensanchó al darse cuenta de la presencia de Berta y de Ana y se acercó a saludarlas.

–¡Bienvenidas! Ya pensaba que no vendríais –Y 295

añadió en tono confidencial–: Marta os ha preparado una infusión especial, pero no se os ocurra probarla. La ha hecho con plantago, cáscara sagrada, frángula y sen... ¡Casi nada!

–¿Y eso es bueno o malo? –preguntó Berta en el mismo tono.

–Digamos que si tomáis un sorbo no vais a poder estornudar en mucho tiempo...

–¿Son hierbas para el resfriado?–No, son laxantes.–¡Oh! Gracias por el aviso. De todos modos, no nos

apetece tomar nada.–Os veo mala cara. ¿Ocurre algo?–Sí, pero ya te lo contaremos luego, ahora estás

ocupado.–Nunca para vosotras. ¿Qué ha pasado?Berta comenzó a explicarle la mala noticia a su

amigo. En ese momento, Ana vio entrar a Rubén y le hizo una seña, pero el chico no la vio. En cambio le vio acercarse a Marta, quien le recibió con una sonrisa forzada. Luego vio cómo la chica sacaba una tetera azul escondida bajo el mostrador y le servía una taza a Rubén. Ana se apresuró y llegó junto a ellos en el momento en que brindaban con sus tazas de infusión.

–Marta, no mires ahora pero una señora se está guardando los canapés en el bolso.

–¿Ah, sí? Pues se va a enterar... –dijo la chica saliendo de detrás del mostrador echa una furia.

–¡Tira eso, Rubén, es un laxante! Marta nos la quería jugar.

–¡Vaya! Gracias, menos mal que me has avisado... ¿Sabes qué? No lo voy a tirar. Pásame su taza...

–¡Rubén, me sorprendes! Estoy orgullosa de ti.–Esto por bruja... Hale, vámonos de aquí antes de

que vuelva.Se alejaron del mostrador y fueron al encuentro de

Pablo y Berta. Pablo estaba muy alterado.296

–¿Pero qué se ha creído, que puede pasarse la vida dando órdenes a los demás?

–En realidad sí puede, Pablo –trataba de explicarle Berta–. Es su madre.

–¿Sí? ¿Y qué? Ha faltado a su palabra, ¿no? ¡Pues menudo ejemplo que le da a su hija!

–¿Qué ha pasado? –preguntó Rubén.–Mi madre viene mañana a llevarme a su casa –le

explicó Ana.–¡Eso todavía está por ver! –exclamó Pablo–. ¿Qué se

ha creído, que nos la puede dar y nos la puede quitar cuando a ella se le antoje?

–Cálmate, Pablo, no podemos hacer nada. Y baja la voz, que la gente empieza a mirarte –sugirió Berta–. ¿Qué crees, que a mí me gusta? Ella pone las reglas y los demás nos aguantamos, como siempre.

–Esta vez no –afirmó Pablo–. Cariño, ¿tú quieres irte mañana? –«Ni mañana ni nunca», estuvo a punto de responder Ana. En cambio, negó con la cabeza–. Bien, porque no te irás.

–¿Y qué vamos a hacer?–Plantarle cara, Berta. Lo que debimos hacer hace

mucho tiempo. No te preocupes, yo estaré con vosotras. Mañana os recojo y nos vamos a comer donde a Ana le apetezca. Tú también estás invitado, Rubén...

–Vale...–...Y luego esperamos a María y le decimos que noso-

tros llevaremos a Ana a su casa el primero de septiembre, ni un día antes. Y que se vaya por donde ha venido.

–¿Y si no quiere? –preguntó Ana, temerosa.–No te preocupes, cariño –la tranquilizó Pablo ro-

deando sus hombros con el brazo–. Tendrá que pasar por encima de los tres. ¿Estamos de acuerdo?

–De acuerdo –afirmó Berta, mirando a Pablo llena de orgullo.

–¡Qué emocionante! –exclamó Rubén–. Parecemos los tres mosqueteros...

297

12. Revelaciones

Aquel domingo desayunaron temprano. Ninguna de las dos había dormido gran cosa y ambas deseaban pasar juntas todo el tiempo posible de aquel extraño día por si el plan de Pablo no funcionaba, aunque ninguna de las dos se atrevía a mencionar esa posibilidad. Aunque ya no llovía, el cielo continuaba plomizo y desapacible. Berta propuso dar un paseo por la orilla del mar para que Ana lo viese en su faceta más impetuosa, pero Ana quería pasar aquella mañana en el desván. Lo necesitaba, por si acaso... Su tía parecía inquieta, como si deseara decirle algo y le faltara valor. Varias veces abrió la boca para comenzar a hablar y la volvió a cerrar, suspirando ruido-samente. Al fin pareció decidirse, pero Ana estaba impa-ciente.

–Me gustaría subir un rato sola, si no te importa...–Claro, cariño, como quieras. Luego subiré yo... y

hablaremos.Ana entró en el desván con la inquietante sensación

de que aquélla iba a ser la última vez. Se dejó caer en la butaca, ante el escritorio, aunque no tenía ninguna intención de escribir esa mañana. Se sentía vacía. Quería resignarse a la idea de volver a casa de su madre pero no era capaz, no después de haber conocido un verdadero hogar. Aun así sabía que era inevitable, que debía volver a la realidad y aceptar la idea de que aquél no era su lugar, aunque hubiera sido el único en el mundo en donde había sido feliz, el único en donde se había sentido

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querida.–Me marcho, tío Javier...«Lo sé, cariño.»–Yo no quiero... No tengo más remedio.«Yo tampoco quiero que te vayas. Mi niña, no sabes

cuánto tiempo he luchado para tenerte a mi lado. Y ahora va a llevarte otra vez con ella. ¡Maldita sea esa mujer!»

Un montón de folios apilados salieron despedidos del escritorio.

–Tío Javier...«Lo siento, no quería asustarte. Perdóname.»–No me has asustado, pero no entiendo por qué tú...

¿Por qué te importo tanto? Ya sé que soy tu sobrina pero...

«No es por eso. Ana, sé que ahora no es el mejor mo-mento, pero necesito que leas un último relato antes de marcharte. Es muy importante. Busca en el baúl uno con el título de “Alicia”.»

Ana obedeció, intrigada, aunque no entendía qué podía tener aquel relato de especial para tener que leerlo precisamente en aquel momento.

–Ya lo tengo.«Bien, léelo hasta el final.»–Claro, siempre los leo hasta el final... –respondió

Ana sin comprender.

Alicia en el país de las pesadillas–Alicia... Alicia... Despierta... Alicia, despierta ya... ¡Despierta de una vez, holgazana, que ya son las cinco!

«Las cinco... Son las cinco...»–Sí... Ya... Ya estoy desp... ¿Las cinco, madre?«Despierta... Despierta...» –Alejandro está malo. Te toca hacer el reparto. ¡Y

espabila, que vas a hacer tarde!«Del todo... Ya... ¡Arriba!...»

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Alicia saltó de la cama apoyando sus pies descalzos en el frío suelo. Se puso las zapatillas dando brincos mientras buscaba afanosamente la bata a los pies de la cama.

«Frío... frío en las manos... frío en el vientre... frío en los huesos...»

Se duchó rápidamente, se puso la ropa de faena y entró en la cocina, en donde ningún desayuno la esperaba.

«Café... café con leche calentito...»–¿Qué haces aún aquí? ¿Ya has cargado la furgoneta?

¡Aún no! Pues, andando... –Aún no he desayunado, madre.–Desayunas en el bar cuando llegues al mercado. O que

te dé Ivana algo de la panadería.–Madre, me apetece algo calentito... ¡Está todo nevado!–¡Mira, la marquesa! Tu hermano no desayuna nunca y

no le pasa ná. Además, los bares abren con sol o con nieve, ¿no?

«Mi hermano tiene el tinto para calentarse...»–Voy, madre.Alicia se enfundó en su gruesa cazadora y salió de la

cocina en dirección a los corrales. La escarcha crujía bajo sus pies.

«¿Cómo era eso de “levantarse a la hora de las gallinas”? ¡Si hasta las gallinas están dormidas a estas horas!»

Alicia abrió la furgoneta y cargó la mercancía. Su madre ya la había empaquetado. Debía de llevar horas levantada. Doña Ernesta era una mujer menuda y seca, pero tan dura...

«Como un iceberg...» Aún no había amanecido cuando Alicia salió a la carre-tera. Los quitanieves ya habían pasado, dejando dos muros blancos flanqueando el camino. Sin dejar de mirar la carretera manipuló tercamente los mandos del aire acondicionado de la furgoneta, aunque de sobra sabía que no funcionaban. Maldiciendo por lo bajo los dejó por imposibles y encendió la radio. Con un ojo en el camino y otro en el dial, buscó una emisora en la que no estuviesen dando noticias, o tertulias, o música clásica. Un vistazo a la carretera. Otra emisora. Un

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vistazo a la carretera. Ésta no. Un vistazo a la carretera. Ésta tampoco. Un vistazo a...

«¡¡MIERDA!!»Alicia vio la curva en el último segundo y frenó en seco.

La furgoneta patinó en el asfalto helado y faltó muy poco para que se empotrase en un montón de nieve. Por suerte, no circulaba nadie más a esas horas. Alicia se quedó petrificada, amarrada con fuerza al volante, mirando al frente con los ojos abiertos de par en par. Poco a poco se serenó y volvió a arrancar el vehículo.

«¡La carga...!»Mejor no mirar, de todos modos no podía hacer nada. Se

incorporó a la carretera y continuó su marcha. Estaba helada. El frío era tan intenso en el interior de la furgoneta que su respiración se convertía en vapor. En la radio comenzó la sección deportiva y Alicia decidió desconectarla. Su estómago vacío comenzaba a protestar. Si al menos tuviese un termo de café caliente...

«Calentito... Reconfortante...»...o una manta. O un compañero de viaje. O una carrete-

ra menos solitaria... El trayecto se le estaba haciendo eterno. Llevaba kilómetros sin cruzarse con nadie. El monótono ronroneo del motor era su única compañía. Al cabo de diez minutos comenzó a sentir una ligera somnolencia. Sacudió la cabeza para despejarse, pero se sentía entumecida y pronto volvieron a pesarle los párpados. Afuera todo era oscuridad, tan sólo rota por los haces de luz que iluminaban la carretera a su paso y los montones de nieve a cada lado. El ronroneo la envolvía y penetraba en su mente. Todo era...

«Blanco...»...paz, ya no había prisa. Su madre sí la tenía. Entraba y

salía de la cocina gritándole para que se apresurase, pero no salía voz de su garganta. El gato ronroneaba dormitando en su regazo.

«¿De dónde has salido tú?»Su madre continuaba haciendo aspavientos en silencio.

Sólo se oía el ronroneo del gato. Sobre la mesa, un café con

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leche caliente, humeante, la esperaba. Trató de coger la taza, pero estaba pegada a la mesa. Por más que lo intentaba no podía despegarla. Y el gato comenzó a toser de forma violen-ta. Su madre, enfurecida al no poder gritar, la sacudía por los hombros hasta arrojarla al suelo y allí seguía zarandeándola, haciéndola rodar de un lado a otro. De repente pareció recu-perar la voz.

–¿Alicia? Despierta... Alicia... Tienes que despertar... Alicia...

Alicia abrió pesadamente los ojos. Al principio no com-prendió por qué todo estaba boca abajo. Alguien seguía llamándola por su nombre, pero no era su madre. Era un chico. Le resultaba vagamente familiar, pero seguía sin entender por qué se había puesto cabeza abajo.

–¿Te encuentras bien? ¿Estás herida? Has tenido un accidente. La ambulancia ya está en camino.

Alicia comprendió de repente lo que había ocurrido y se asustó.

– No, no te muevas, por favor –le dijo el chico. Su voz era cálida.

–Estoy bien... creo. No... no creo que tenga nada roto.–Por si acaso. Alicia reconoció al chico que le hablaba: era Salvador, le

había visto alguna vez en el pueblo. Le gustaba bastante. El chico se había agachado junto a la furgoneta y, apoyando las manos en el suelo, inclinaba la cabeza de una forma muy graciosa para mirarla a los ojos. Alicia recordó algo de repente y se alarmó:

–¡Oh, no! La carga...–Debe de estar destrozada. Has dado varias vueltas de

campana, ¿sabes?–Mi madre me va a matar.–¡Qué va! Cuando sepa que tú estás bien, lo demás no le

importará.–Tú no la conoces.–¿Qué llevabas?–Huevos.

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Los dos se miraron y se echaron a reír.–¿He chocado contra ti? ¿Tú estás bien?–Sí, se disparó el airbag. Te esquivé por los pelos. Me he

dado contra un árbol, pero el coche sólo tiene abolladuras. En cambio, tu furgoneta...

–Me va a matar...–No te preocupes, yo me quedaré contigo hasta que

venga.–No hace falta que hagas eso. Está muy liada...

Seguramente tardará mucho.–Mejor.Salvador cumplió su palabra: ya nunca volvió a dejarla

sola. A los pocos meses de haber salido del hospital, Alicia y Salvador se casaron, sin la aprobación de doña Ernesta. Jamás pisó la casa de su hija, ni siquiera cuando supo que iba a ser abuela. Alicia se sentía dolida... pero aliviada. Cuanto más tiempo pasaba lejos de su madre, más crecía su autoes-tima. El cariño de su marido le daba fuerza para romper todas las ataduras que aprisionaban su carácter, aunque nunca logró deshacer todos los nudos. Sentía a su hijo crecer en su vientre y tenía la certeza de que sabría entregarle todo el amor que había guardado dentro de sí; un amor nacido, no aprendido. Y llegó el temido y esperado momento. El parto comenzó, pero Alicia no dilataba lo suficiente. Pasaron horas de dolor y de angustia. Alicia estaba muy débil. Finalmente decidieron practicarle una cesárea. Salvador le aseguró que todo iría bien pero ella le vio quedarse preocupado, cada vez más pequeño, mientras se alejaba hacia el quirófano. El miedo de Alicia desapareció en el momento en que vio la carita de su pequeño, absolutamente limpio y perfecto, en-vuelto en toallas, mirándola con asombro.

«¡Menudo jaleo! ¿Eh, mami?»Todo había pasado ya, Alicia podía relajarse al fin,

sumergirse en la somnolencia que la invadía, abandonarse al...

«Fondo...»...sueño. Todo había salido bien, por ahora no importaba

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nada más. Le llegaban voces lejanas, amortiguadas. Alguien se empeñaba en despertarla. No... todavía no... un poquito más...

«Enseguida voy...»–Alicia... Despierta... Vamos, Alicia... Despierta ya...Alicia salió del sueño a regañadientes. Abrió los ojos y

tardó unos minutos en comprender lo que veía. Aquello no era el hospital... El hombre que la había despertado era médi-co, sí, pero...

«¿Qué hace aquí don Damián?»...era el médico de cabecera que tenía cuando vivía en la

granja. Su armario... su habitación de soltera... ¿Adónde la habían llevado?

–¿Ya estás despierta, muchacha? ¿Sabes quién eres y dónde estás? A ver esas pupilas...

–Don Damián, ¿qué hace aquí? ¿Dónde está mi hijo? ¿Y mi marido?

–¿Cómo dices, hija?–¡Ya está otra vez con sus fantasías! –exclamó una voz

áspera y conocida.Alicia volvió la cabeza y vio a su madre erguida a los pies

de la cama. Trató de dar un respingo, pero inexplicablemente su cuerpo no le respondió. Tampoco pudo incorporarse, aun-que no sentía dolor alguno.

–Un poco de paciencia, mujer –le decía el médico a doña Ernesta–. Es difícil para un cerebro sano aceptar esta situa-ción...

–¿Cerebro sano? ¿Ésta? Si no lo tenía antes, ¿cómo lo va a tener ahora?

–¿Dónde está mi marido? ¡¡¿Dónde está mi hijo?!!Su madre puso cara de fastidio y don Damián la detuvo

con un gesto antes de que hablase de nuevo. Luego se dirigió a Alicia con sumo tacto.

–Tú no tienes marido ni hijos, Alicia.–¿Cómo puede decir eso? ¡Me acaban de hacer una

cesárea! Mire usted mismo los puntos, mírelos... Alicia trató de levantar la sábana para mostrarle la sutu-

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ra, pero tampoco sus brazos le respondían. Angustiada, trató de mover las piernas, pero parecían pertenecer a otro cuerpo.

–¿Qué es esto? ¿Qué me pasa? ¡¡¿Qué me han hecho?!!–Alicia, hija, escúchame bien y trata de calmarte. Estás

en casa, con tu madre y tu hermano. Nunca te has casado, aunque es un sueño que se te repite muchas veces. Haz un esfuerzo y dime: ¿Recuerdas el accidente?

–¿Accidente? ¿Cuando volqué con la furgoneta? Pero si hace mucho tiempo... Un momento... ¿Todo esto es una venganza por aquello? ¿Por eso me han secuestrado?

–¡Secuestrado! –exclamó su madre, indignada–. ¡Esto ya es el colmo, la muy majadera! Ésta se va de cabeza al mani-comio... ¡Y cada dos por tres, la misma explicación!

–¡Ernesta, por favor, un poco de comprensión!... No, hija, no es ningún secuestro. Sufriste un accidente muy grave hace casi un año. Tu cuerpo quedó paralizado desde las cervicales hacia abajo. ¿Comprendes lo que te digo, Alicia? Sufres des-mayos con frecuencia y parece que tu cerebro se niega a aceptar la situación, pero debes hacer un esfuerzo, por difícil que sea...

«Atrapada...»Alicia negaba con la cabeza, la única parte de su cuerpo

que respondía a su desesperación.–No... No es cierto... Pregúntele a Salvador, él estaba

conmigo. Nos casamos... Nos queremos... Y acabo de tener un hijo...

–Lo siento, hija –dijo el médico, sinceramente–. Com-prendo que esto es doloroso para ti, pero no debes sentirte culpable. No debes castigarte así, tú no tuviste la culpa. La carretera estaba en pésimas condiciones. No pudiste evi-tarlo...

–¿Evitar, qué? ¿De qué está hablando?–¡Tú no te has casado con ese pobre chico! ¡Tú le ma-

taste en la carretera! Te saliste del carril y empotraste la furgoneta contra su coche...

–¡¡Ernesta, por Dios!! Alicia... Alicia, ¿estás bien? Reac-ciona, muchacha...

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De nuevo se sumergía en...«Blanco...»...una pesada somnolencia, sintiendo cómo se hundía

lentamente hasta llegar al fondo. Silencio. Ya no había voces. Allí no había sufrimiento. De nuevo se sentía en paz. Alguien la llamaba desde muy lejos, sin palabras. Un soniquete repe-titivo, irritante y agradable a un tiempo...

«Llanto...»...y una mano fuerte la zarandeaba. Su voz parecía alar-

mada.«Ya voy, ya voy... »–Alicia... Despierta... Alicia... Despierta, mi amor... Jorge

quiere conocerte...

Ana terminó de leer el relato y se dispuso a guardarlo

de nuevo en el baúl, como siempre. La había dejado in-quieta y seguía sin comprender por qué había tenido que leerlo en ese preciso momento. Las palabras de su tío parecieron resonar en su mente: «Léelo hasta el final...». Entonces bajó la mirada y prestó atención a un detalle que había pasado por alto: lo firmaba F. J. B...

–¿Pero... qué significa esto? –murmuró perpleja–. F. J.... las mismas iniciales del colgante de la tía Berta... ¿Eres tú?

«Vacía el baúl, Ana. Hay un doble fondo que segura-mente no habrás visto antes. Pero debo advertirte que si lo abres no volverás a ser la misma, nada volverá a ser igual, cambiará tu forma de ver las cosas... Y seguramente me odiarás.»

–¿Por qué iba a odiarte?... No, no quiero abrirlo.«Sí quieres. Si quieres saber y entender, si quieres

dejar de tener miedo, debes abrirlo.»–¿Y qué voy a encontrar?«Tu pasado. Y el mío.»Ana dudó un instante más antes de comenzar a

vaciar el baúl, cuidadosamente al principio y con nervio-307

sismo después, hasta llegar al fondo. Encontró en cada extremo unas lengüetas de cuero y tiró de ellas con fuerza. El suelo del baúl se abrió y el doble fondo descu-brió sus secretos. Había cartas, amarillentas por el paso del tiempo y algunas fotografías. Ana tomó una de éstas últimas y tardó en comprender lo que en ella se veía. Era una fotografía de la boda de sus padres, similar a la que había visto en casa de su madre a principios de verano, sólo que en esta ocasión aparecía su madre del brazo de su esposo, un hombre moreno, de ojos oscuros llenos de dulzura y tristeza...

–¿Tío Javier? F. J. B., Francisco... Javier... ¡Berzosa! ¿Tú... tú eres mi padre?

«Sí, cariño. Así es. Sólo ella me llamaba Francisco. Sabía que lo odiaba.»

–Pero, tú... No puede ser... ¿Por qué no me lo dijiste antes?

«Lo he intentado muchas veces, Ana. Te escribí doce-nas de cartas. Todas están ahí, siempre me las devolvían sin abrir. Sé que era cosa de María, pero luego pensé que tal vez tú tampoco querías saber nada de mí, como tus hermanos... Y cuando llegaste aquí... Me dio miedo, no sabía por dónde empezar.»

–Yo nunca recibí ninguna carta... ¡Tú estabas muer-to!

«Eso fue lo que ellos dijeron a todo el mundo, tu madre y tus abuelos. María no podía asimilar la idea de que alguien la hubiese abandonado. Siempre ha tenido dema-siado orgullo.»

–¿Y a mí... también me abandonaste?«¡Jamás! Luché por ti, Ana, tienes que creerme. Cuan-

do me marché no sabía que tú existías... Pero será mejor que empiece por el principio. Coge las cartas, por favor, creo que están ordenadas. Yo te las iré explicando. Las guardé para ti, por si lograba verte alguna vez.»

Las cartas, que en efecto estaban ordenadas cronoló-gicamente, se remontaban veinte años en el tiempo. 308

Algunas, la mayoría, iban dirigidas a ella; otras, a su tía Berta. Pero Ana no se sentía con fuerzas para enfrentarse a ellas.

–Espera, espera un momento, por favor. Todo esto es tan... Aún no me he hecho a la idea... ¡Yo te he creído muerto todos estos años! ¿Y mis hermanos? ¿Por qué has dicho que ellos no querían saber...? Un momento, ¡¡ellos sabían que tú estabas vivo!! Y a mí me hicieron creer que habías muerto... y todos ellos sabían que no era verdad...

«Sí, así es. Cuando abandoné a tu madre me despedí de tus hermanos. Ya eran lo bastante mayores para en-tender la situación y les aseguré que seguiría ocupándome de ellos aunque ya no viviese allí. Y así lo hice. Pero María dijo que si me marchaba, estaría muerto para todos. Y tus hermanos... Carlos estuvo de acuerdo con su madre. Y Juan me dijo, simplemente: “Descansa en paz, papá”. Se alegraron de librarse de mí, por fin. Nunca me quisieron como padre, fracasé con ellos. Toda mi vida en aquella casa fue un fracaso. Sólo he sido feliz aquí.»

–Y yo... Pero no entiendo... Si estabas enamorado de la tía Berta, ¿por qué te casaste con mi madre?

«Porque cometí un error estúpido, estúpido e imperdo-nable. Y debía pagar por él.»

–La tía me contó que la dejaste por otra... ¿era mi madre?

«Sí, era María. Pero yo no dejé a Berta por ella. Fue... una estupidez. Me emborraché como un idiota durante una nochevieja. Berta quería..., en fin, quería quedarse emba-razada para que así sus padres no tuviesen más remedio que aceptar nuestra relación. Pero yo estaba tan borracho que debí de confundirla con María, no lo sé. De verdad, todavía hoy no sé lo que ocurrió esa noche. La cuestión es que me desperté en la cama con alguien a mi lado, pero era María. Y Berta nos encontró. Le rompí el corazón, aunque no fue mi intención, te lo aseguro. Yo no recuerdo haber estado con María, pero ella sí. Y para complicar aún más las cosas, la había dejado embarazada. Fue mi error,

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era mi responsabilidad y debía asumirla. Aunque me costase mi felicidad. Y la de Berta. Sé que no sirve de nada, pero te diré que no fui feliz ni un solo día que pasé alejado de ella. Mi matrimonio fue un infierno, mi mujer y mis hijos me odiaban, mis suegros me despreciaban... en fin, lo tenía merecido, así que lo asumí. Pero un buen día recibí una carta de Pablo en la que me contaba cómo le habían ido las cosas y en la que me hablaba de Berta. Le escribí durante un tiempo, sin obtener respuesta. Ella tam-bién me odiaba, así que me di por vencido.»

–¿Y luego te fuiste de casa?«No. Me sentía culpable por haber hecho desgraciada

a tanta gente, Ana. Pensé que yo tenía la culpa de que mi mujer y mis hijos no me quisieran, porque no había puesto el corazón en mi matrimonio y traté de hacerlo. Te aseguro que lo intenté con todas mis fuerzas, traté de llevar una vida normal, de ser un buen esposo y un buen padre, y María pareció aceptarme, por un tiempo. Y entonces se quedó embarazada de ti. Ana, lo que sigue ahora puede que no quieras saberlo...»

–Necesito saberlo todo. Por favor, continúa.«Está bien. Cuando tu madre supo que estaba emba-

razada se puso como loca, pero no de felicidad, precisa-mente. Estaba... horrorizada... decía que no podía soportar la idea de llevar mi semilla dentro de su cuerpo, que le daba demasiado... asco... Lo siento, cariño. ¿De verdad quieres que siga?»

–Por favor... Empiezo a entender muchas cosas.«María se negaba a traer al mundo un hijo mío. Y un

día, todo estalló. Sacó un billete de avión para ir a Lon-dres... a abortar. Yo la amenacé, le dije que si subía a ese avión la abandonaría y me llevaría a mis hijos, pero no me hizo caso. Esperé su regreso convencido de que no habría sido capaz, de que habría recapacitado por el camino. Cuando volvió me dijo que lo había hecho y que ya se sentía limpia. No pude aguantar más, Ana, aquélla fue la gota que colmó el vaso. Y me marché. Tus hermanos no 310

quisieron venir conmigo, por supuesto. Fui a buscar a Berta y ella me aceptó y jamás me hizo un reproche. Y no me enteré de que tú existías hasta después de tu naci-miento, hasta que María me lo dijo.»

–¿Ella... se había arrepentido y por eso no lo hizo?«No, cariño, lo siento, pero no fue así. Pasaban dos se-

manas del límite permitido para abortar, por eso no pudo hacerlo. Montó un buen escándalo en el hospital, pero no consiguió nada. Ana, siento mucho que te hayas enterado así, pero debías saberlo. Estoy seguro de que tu madre se olvidó de todo esto cuando te tuvo en sus brazos por primera vez. Si se negó a dejar que te conociera, fue por orgullo. Lo que quiero decir es que fue por mí, no por ti. Estoy seguro de que nunca ha querido hacerte daño...»

–¿Sabes que nunca me ha abrazado, que nunca me ha dado un beso? –dijo Ana tratando de evitar que le temblara la voz–. Bueno, “besos oficiales” sí, por supues-to: uno en su cumpleaños, uno en el mío, y otro en Año Nuevo, después de sonar las campanadas... Y eso es todo. Jamás me ha dicho que me quiere... ni me lo ha demostrado. Para ella el cariño es una flaqueza, aunque no tiene ningún problema en dárselo a mis hermanos. Sí, sí que ha querido hacerme daño. Y ha disfrutado mucho con ello.

«Eso no se lo perdonaré nunca. A mí podía odiarme todo cuanto quisiera, pero no tenía ningún motivo para pagarlo contigo.»

–Berzosa... El peor de todos sus insultos es llamarme por mi apellido, ¿sabes? Me odia porque soy tu hija, porque me parezco mucho a ti. Y mis hermanos, ¡los muy imbéciles!, siempre se han creído superiores a mí, como si no llevásemos los mismos genes... Dices que luchaste por mí, pero ¿por qué no viniste a buscarme? ¿Por qué no me llevaste contigo? ¿Por qué no me sacaste de allí?

«Lo intenté, Ana. Durante el divorcio...»–¿Divorcio? ¡Doña María está divorciada!«Lo está, aunque le escueza admitirlo. Luché por ti,

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Ana. Pero ella me acusó de abandono y de infidelidad. Mezcló a Berta, cosa que jamás le perdonaré. Incluso me amenazó con acusarme de malos tratos y abusos a mis hijos si insistía en reclamar tu custodia y tus hermanos estaban dispuestos a declarar en mi contra. No pude hacer nada. Para el juez yo había abandonado a mi espo-sa embarazada. Me concedieron el derecho a visitarte, pero nada más. Y María nunca lo consintió. De hecho, no te entregó ni mis regalos ni mis cartas. Incluso cambió de domicilio para despistarme. Y para ti yo estaba muerto. Berta y yo habíamos decidido presentarnos ante ti cuando hubieses cumplido la mayoría de edad, tanto si le gustaba a María como si no. Pero no me dio tiempo...»

Ana se quedó callada, tratando de asimilar toda la marea de información que había recibido de repente y que había cambiado su mundo. Ahora empezaba a enten-der muchas cosas. Los desprecios. Los insultos. El rechazo. Todo cobraba sentido y la hacía reafirmarse en una idea que había reprimido hasta ese momento: no tenían razón. Ella no merecía nada de cuanto le hubiesen dicho o hecho durante toda su vida. Y nunca más la harían sentirse así. Bien, su madre podría venir cuando quisiera, podría llevarla con ella, pero ya no podría humillarla nunca más. Ya no tenía ese poder sobre ella. Aguantaría lo mejor que pudiera hasta su mayoría de edad, se llenaría de energía cada verano para soportar un año más y luego, si su tía Berta la aceptaba, se marcharía de aquella casa para siempre. Cuatro años... Debería aguantar cuatro largos y malditos años... Le parecería una eternidad, pero al menos ahora sabía con certeza que no se quedaría atrapada en aquella pesadilla. Ana miró las cartas que aún tenía en sus manos y supo que ya estaba preparada para leerlas. Le conmovió la ternura con que su padre se dirigía siempre a Berta, aunque ella no le respondiese. Le horrorizó la crueldad con que su madre le informaba de su nacimiento y le advertía que jamás le dejaría ver a esa “criatura insana”. 312

Sintió desprecio ante la frialdad con que su hermano Carlos le notificaba que «ya no sería necesario que con-tinuase realizando las aportaciones mensuales para su manutención y la de su hermano, puesto que ambos de-sempeñaban cargos importantes en la empresa familiar y que con eso se daban por concluidas sus relaciones». A Ana le pareció tan aséptica, tan carente de emotividad como una carta de despido. En cambio, se emocionó con las suyas. Había tanto amor en las cartas que su padre le había dirigido desde que nació, que Ana ya no pudo contener más las lágrimas y las dejó salir en silencio.

«Ana, cariño, ¿estás bien? Dime lo que piensas, por favor, dime algo, aunque sea para insultarme.»

–Hola, papá...«Mi pequeña...»–Ya estoy aquí, Ana –dijo su tía entrando en el des-

ván. Ana se guardó precipitadamente los folios en los que

su padre le había hablado. Berta se quedó helada al ver el baúl vacío y las cartas de Javier encima del escritorio y se acercó a su sobrina, que se limpiaba las lágrimas apresuradamente.

–¡Oh, no! Ana... cariño... déjame explicártelo...–Tranquila, tía Berta, no pasa nada. Ya lo sé todo.–¿Ah, sí?–Sí. Todo está bien. Ahora las piezas encajan.–¿Las has leído todas? ¿La de tu madre... también?–¿Ésa en la que me llama “aberración” y “suciedad de

su vientre”? Sí. Ésa también.–Lo siento, cariño. No sabes cuánto lo siento. Todo lo

que has sufrido... –dijo Berta comenzando a llorar.–Tranquila –dijo Ana abrazándola con cariño–. Todo

está bien. Ahora sí.–Debí contártelo todo en cuanto llegaste, pero no me

atreví... tenía miedo de que nos odiases –sollozaba Berta.–Nada de eso. Os quiero. Sois mi familia.–Queríamos tenerte con nosotros, pero no pudo ser. Y

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ahora que has venido, Javier... –Berta no pudo terminar la frase. Se quedó callada un momento, rebuscando en el fondo de su mente hasta dar con las palabras que se negaban a ser pronunciadas, como si le costase un es-fuerzo sobrehumano convertirlas en voz–. Yo había pre-parado la comida y le había llamado varias veces desde el pie de la escalera del desván, pero no me respondía. Pensé que debía de estar concentrado en lo que escribía, como siempre. Pero la comida se enfriaba y él seguía sin bajar, así que subí a regañarle. Estaba ahí... sentado en el suelo, delante del baúl. Al principio no me di cuenta y continué regañándole por no hacerme caso... Su corazón. Nunca había estado enfermo... Sencillamente, se paró... ¡Él deseaba tanto verte, Ana! Cada vez que pienso que ella se salió con la suya, me dan ganas de...

–¿Por qué no tuvisteis hijos?–Porque yo no puedo tenerlos.–¡Perdóname, tía Berta! Lo siento, yo no quería... No

he debido preguntar.–No, no te preocupes, cariño, no pasa nada –la tran-

quilizó Berta, secándose las lágrimas y sonriendo de nuevo–. Está superado. Tú eras nuestra niña, aunque no te tuviésemos aquí.

–Yo tampoco tendré hijos –afirmó Ana, sombría.–¿Pero qué estás diciendo? ¿Por qué?–Me da demasiado miedo ser... como ella, parecerme

a ella. Yo no quiero ser así con mi hija...–Escúchame bien, Ana. No debes tener miedo. Tú no

eres ni remotamente parecida a María.–¡Pero a veces, cuando me enfado... cuando hablo...!–Te parece oírla hablar a ella a través de tu voz...

dices palabras que te suenan a tu madre y te aterroriza pensar que una parte de ti se va a comportar, inevitable-mente, como ella... Sí, sé muy bien a qué te refieres, pero no tienes razón. Tú no puedes evitar ser su hija, no puedes deshacerte de sus genes, pero tú no eres ella, Ana, tú eres una persona cariñosa y buena que piensa y 314

actúa por sí misma. Y tampoco te comportarás como ella porque tú ves la diferencia, tú sabes muy bien lo que está bien y lo que está mal. Ojalá no hubieras tenido que aprenderlo así...

–Me habría gustado mucho vivir con vosotros... No puedo decir que aquello sea un infierno, hay quien lo pasa mucho peor que yo, pero... no es justo.

–Te comprendo muy bien, créeme. ¿No tienes por lo menos alguna amiga con quien hablar?

–No, bueno, una o dos del colegio. Pero son muy egoístas y muy superficiales. Para ellas los amigos están para pasarlo bien, no para escuchar sus problemas. Y eso que yo sí que tengo que aguantar los suyos y, la verdad, son para morirse de risa: de qué color van a teñirse el pelo, que se han peleado por la misma falda... y cosas así.

–¿Y tu hermano Juan no te echa una mano?–¿Juan? ¡Qué va! No se mete conmigo tanto como

Carlos, pero, en fin... Juan vive su vida. Lo de casa me lo he de tragar yo sola. Y lo peor está por llegar, aguantarles día tras día con todo lo que ahora sé... Y tener que de-pender de ellos toda la vida, porque sin estudios no me quedará más remedio que ceder y entrar en la fábrica...

–De eso también quería hablarte. Lo que ha pasado no se puede cambiar, pero tu futuro es otra cuestión. ¿A ti te gustaría seguir estudiando, verdad?

–Sí que me gustaría, pero no he pensado mucho en ello. Para qué si no voy a poder... Además, tampoco pasa nada...

–Bueno, pasar no pasa nada si no sigues estudian-do. No vas a ser ni mejor ni peor persona por eso. Pero si eso es lo que quieres, no dejes que nadie te robe tu fu-turo, Ana. Hay algo más en el baúl que aún no has visto –dijo Berta buscando entre los papeles que Ana había dejado por el suelo–. Aquí está. Toma, es tuya...

–¿Una cartilla de banco? ¿Mía?–Sí. Tu padre pagó la manutención de tus hermanos

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hasta que empezaron a trabajar. Todavía no comprendo por qué motivo María rechazó siempre la tuya, pero tu padre y yo la ingresamos en esta cuenta desde el día en que naciste, y continuaremos... bueno, yo continuaré ha-ciéndolo hasta que seas mayor de edad. No me mires así, lo haré porque quiero y ya está. También incluimos los regalos de cumpleaños nuestros y de Pablo, cuando ya nos cansamos de recibir paquetes devueltos.

–¿Me estás diciendo que... tengo dinero? ¿Suficiente para pagarme la universidad?

–Suficiente para comenzar tu futuro, sea cual sea el que elijas.

–Estás de broma... ¿Por qué? No hacía falta, tía, no me parece bien, yo no quiero dinero... Pero si nunca estu-ve con mi padre...

–Eso no fue culpa tuya. Y además era su obligación, aunque a él le habría gustado ocuparse de ti en vez de esto... Pero, bueno, de alguna forma lo va a hacer... ¡Ah! Y falta incluir tu sueldo de este verano por ayudarme en la librería...

–¿Te has vuelto loca? –la interrumpió Ana–. ¿Qué sueldo? ¡Pero si yo no he hecho nada y me he divertido un montón!

–Pero has trabajado y muy bien. Y así me quito el re-mordimiento por haberte hecho trabajar durante tus vacaciones. ¿Cuento contigo el verano que viene?

–¡Y todos los veranos de mi vida!–¡Contratada, pues! Pero tendrás que dejar que

Rubén sea el encargado, que le hace mucha ilusión.El timbre de la puerta interrumpió su conversación.–Ése es Pablo. ¡Qué pronto llega! Vamos, no le haga-

mos esperar.–Voy a guardar todo esto.–Déjalo, cariño. Ya lo recogeremos después de comer.

Vamos, tenemos que preparar bien la estrategia...–¿Crees que funcionará? –preguntó Ana sin mucha

convicción mientras salían del desván.316

–Desde luego, no nos vamos a rendir sin pelear. Esta vez no.

Ana y Berta bajaron a la entrada y abrieron la puer-ta. La impresión las dejó sin habla.

–Yo también me alegro de veros –se mofó María–. ¿Se puede saber qué os pasa? Ni que hubierais visto un fan-tasma... Bueno, ¿qué, ya estás lista? Pues vamos, con este mal tiempo no quiero pillar el tráfico del mediodía.

–Pero... ¿qué haces tú aquí? –acertó a preguntar Berta.

–¿Cómo que qué hago aquí? ¡No me dirás que Ana no te ha dicho que llamé ayer!

–Claro que me lo dijo, pero... ¡tú no llegabas hasta las cinco!

–Sí, bueno, pero esta tarde tengo... cosas que hacer que no son asunto tuyo, así que aquí estoy. Además, vengo a llevarme a mi hija y no tengo por qué darte a ti más explicaciones. ¡Anita, al coche!

–No... –murmuró Ana sin fuerzas.–¿Cómo dices? –preguntó su madre en tono

desafiante.–Que no..., que aún no he hecho la maleta.–¿No me digas? ¿Y por qué será que no me sorpren-

de? ¡Anda, desastre, vete a hacer la maleta de una vez! Desde luego, Berzosa tenías que...

–Berzosa Vilanova, mamá –interrumpió Ana sin poder contenerse–. Soy Berzosa Vilanova.

–¿Ah, sí? Pues muy bien, señorita Berzosa Vilanova, tienes cinco minutos para hacer esa maleta. O mejor, te la haré yo, que si no me veo aquí hasta las diez de la noche. A ver, ¿dónde está tu habitación?

–No es necesario, yo la ayudaré –intervino Berta–. Tú puedes... sentarte y esperar, seguro que vendrás cansa-da. Queda algo de café, si te apetece. No tardaremos nada. Vamos, Ana.

Berta tiró de Ana escaleras arriba, hasta llegar al salón. Ana seguía desconcertada.

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–Escúchame, bien, cariño. Aún no está todo perdido. Tú ve a hacer la maleta, pero no te des demasiada prisa. Yo mientras llamaré a Pablo.

–De acuerdo... En realidad, la tengo hecha. Le mentí...

–¿En serio? Entonces la deshaces y la vuelves a hacer. Necesitamos ganar tiempo hasta que él llegue.

Ana vio a su tía dirigirse apresuradamente hacia el teléfono y sintió ganas de abrazarla de nuevo. Un mo-vimiento furtivo, a su espalda, la alertó. Habría jurado que las hojas del ficus que había junto a la escalera se habían movido... Extrañada aún, se dirigió a su habita-ción, abrió el armario y puso la maleta sobre la cama. No era absolutamente cierto que la hubiese hecho, en reali-dad no la había abierto desde el primer día que llegó a la casa. Todavía estaba llena con la vieja ropa de sus her-manos, la que su tía no le había dejado ponerse en todo el verano, la única que su madre le iba a permitir que se pusiera. Ana miró el armario, la ropa nueva seguía colgada en sus perchas. Vestidos... faldas... vaqueros y camisetas divertidas... Y algo en su interior estalló. Abrió la maleta y volcó su contenido en el suelo. Luego la dejó abierta y vacía sobre la cama y, con el corazón a mil, comenzó a llenarla con las prendas nuevas, con las que se había sentido bien consigo misma por primera vez en su vida. Cuando hubo terminado, sacó del fondo de la mesita de noche los folios en los que había conversado con su padre, los dobló cuidadosamente y dudó un mo-mento entre guardarlos en el fondo de la maleta o en el bolsillo de su pantalón.

María entró en la cocina de Berta. Tal vez no sería mala idea tomarse ese café, después de todo. Abrió los armarios en busca de una taza y puso un gesto de reprobación ante lo que allí encontró: una anarquía de 318

productos amontonados, mezclados unos con otros en infinito desorden. El maíz con los guisantes... La sopa con el arroz...

–Chapucera... Desastrada... ¿Y dónde estarán las tazas?

Al fin las encontró, en el último de los armarios, pero la puerta parecía atascada. María puso todo su empeño en abrir esa condenada puerta, tiró de ella con ambas manos y... de repente se abrió de par en par, haciéndola tambalear hasta caer sentada en el suelo de la cocina.

–¡Pero... qué demonios...! ¡Huy, perdóname, Señor! –exclamó santiguándose–. Es esta mal... es esta casa, que me saca de quicio...

Cogió una de las tazas y se sirvió un café solo. Se le ocurrió que sería buena idea prepararse un café del tiempo. Abrió el congelador y encontró los cubitos de hielo en sus cubiteras.

–¡Hombre, menos mal! Pensé que estarían en el cajón de la verdura...

Echó un par de cubitos en su café y un par de cucharadas del azucarero que había sobre la encimera... aunque habría jurado que antes no estaba ahí...

Con su café helado en la mano, se dedicó a curiosear por las estanterías del comedor contiguo. Por todas partes había fotografías de Francisco: Francisco por aquí, Francisco por allá, con su hermana, con el tonto de su amigo, o con ambos. Su hermana nunca tuvo buen gusto para los hombres... Hastiada, se sentó en el sofá a esperar a que la niña se dignase a bajar con la dichosa maleta, aunque su paciencia estaba llegando al límite. Cuando se llevaba la taza a los labios debió de sufrir un espasmo en el brazo, porque el café se derramó sobre su inmaculada blusa.

–¡Esto ya es demasiado! ¡Ana, baja de una vez! No pienso pasar ni un minuto más en esta casa de locos...

–¡Ya vamos, ya vamos, tranquila! –decía Berta ba-jando la escalera seguida de Ana–. ¿Te has tomado un

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café?–No, es que así me refresca más... ¡¿A ti qué te pare-

ce?!–¡Ah! ¡Vaya, cómo te has puesto...! Deja que te ponga

otro...–Me termino éste y se acabó... –replicó María proban-

do al fin su café... y escupiéndolo al instante sobre el sofá–. ¿Pero qué es esto? ¡Si está salado!

–¿Salado? ¿Y por qué le has puesto sal?–¡Yo no le he puesto sal, le he puesto azúcar de ese

azucarero que tienes ahí, en la encimera!–Pero... pero si no es el azucarero, es la sal de coci-

na. En fin, no pasa nada, cualquiera se puede equivocar. ¿Te apetece otro?

–¡No, gracias! –respondió su hermana de malos mo-dos–. ¡Y yo no me he equivocado!

–Bueno, mujer, bueno. ¿Por qué no te sientas un rato mientras te limpio la blusa? –dijo Berta tratando de ganar tiempo.

–No es necesario, gracias, no te molestes.–Si no es molestia, mujer.–Para mí, sí. Ya está esa maleta, ¿no? Pues andan-

do...Ana cogió instintivamente la mano de su tía y ésta se

la agarró con fuerza.–¿No... no queréis almorzar... antes de iros?–Bueno, ya basta de tonterías. No veo por qué hay

que demorar esto más tiempo. Ya nos estamos retrasan-do bastante.

–Mujer, no es que quiera retrasarte. Sólo me apetecía hablar un poco con mi hermana –mintió Berta–. Después de tanto tiempo sin vernos...

–Pues ya nos hemos visto bastante.–Pero, en fin, como nos vamos a ver todos los vera-

nos, si quieres podríamos charlar un poco para romper el hielo. Me cuentas cómo os han ido las cosas y eso...

–A ver, a ver, para un momento. ¿Qué es eso de que 320

nos vamos a ver todos los veranos?–Tú lo dijiste –dijo Berta atemorizada–. Si cumplía tu

condición la dejarías volver, ¿recuerdas?–Yo no dije eso en absoluto. Necesitaba dejar a Ana

con alguien este verano... por motivos que no te incum-ben, y eso era todo. Tú la has aceptado un par de meses, pues muchas gracias y adiós.

–¿Cómo? –gimió Ana al borde del llanto.–Y desde luego, porque ya no está tu... marido –aña-

dió María con crueldad–. Si no, no habría dejado que mi hija se quedara aquí ni dos meses ni dos minutos. Y a ti no se te ocurra montarme una escenita...

–Pero... mamá –respondió Ana en un susurro hacien-do un esfuerzo por controlarse–. Sólo en verano, nada más...

–Te prometo que no llamaré ni escribiré a tu casa, pero por favor, tienes que dejarme tenerla un par de meses al año –suplicó Berta, tragándose la rabia–. Me lo debes...

–Yo no tengo por qué hacer nada de nada. Y desde luego, no te debo nada en absoluto. En todo caso, sería al revés... –replicó María tomando en una mano la maleta y tirando de Ana con la otra, que se resistía–. ¿Queréis soltaros de una vez? ¡Menudo numerito están montando las dos memas!

–Mamá...María abrió la puerta, que se le escapó de las manos

y volvió a cerrarse con violencia.–¡Menuda corriente hay aquí! –exclamó sorprendida,

aunque Ana comprendió de inmediato que no había sido ésa la causa.

–No quiero irme... –gimió Ana en dirección a la puer-ta.

–¡Al coche he dicho! No, si ya sabía yo que me iba a arrepentir de esto...

Abrió de nuevo la puerta y la sujetó con la maleta antes de que volviera a cerrarse. Afuera comenzaba a

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llover de nuevo. De un tirón hizo que Ana soltase a su tía, la llevó hasta el coche y la obligó a subir de malos modos. Berta las siguió y se agachó junto a la ventanilla de Ana, que ya no podía contener las lágrimas por más tiempo, mientras María cargaba los bultos en el maletero. Ana, con la mano en el bolsillo, se aferraba a las palabras de su padre tratando de sentir su calor.

–No olvides lo que hemos hablado, cariño. No estás sola.

María subió al coche y Ana ya no pudo responder.–Deja de montarme ya la escena, a ver si vas a llorar

con motivo –la amenazó con sequedad y Ana apretó los labios con furia para reprimir los sollozos–. ¿Qué, has encontrado algún novio este verano? Bueno, ¿quién te iba a aguantar a ti, con lo seca que eres? Fíjate qué desastre de blusa... ¡Qué ganas tengo de llegar a casa para que todo vuelva a su cauce!

–No estás sola, Ana –repetía Berta agachada junto a su ventanilla sin saber qué más podía decir, sintiéndose impotente mientras María, una vez más, se llevaba a alguien a quien ella quería.

El coche se puso en marcha y Berta seguía buscan-do, angustiada, la manera de controlar la situación. Miraba anhelante hacia el final de la calle, esperando ver aparecer a Pablo. Pablo lo arreglaría todo, él sí era capaz de enfrentarse a diez Marías por ella y por Ana. Él lo arreglaría todo... Pero María aceleró y la arrancó de su lado sin siquiera darle tiempo a despedirse. En unos se-gundos el coche había llegado a la esquina. Pablo apa-reció en ese instante, justo a tiempo para ver cómo María se llevaba a Ana lejos de allí. Aguardó inmóvil hasta que el coche se perdió de vista y luego acudió junto a Berta.

–No estás sola –murmuraba Berta bajo la lluvia, ensimismada.

Y antes de que Pablo llegase a su lado, volvió a encerrarse en la casa.

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13. Emergiendo de las profundidades

Y llegó septiembre. Berta pasaba los días encerrada en casa, sin querer ver a nadie. Ni siquiera a Pablo. En las últimas semanas apenas había salido un par de veces, siempre sola, y sólo había abierto la puerta a los carpin-teros y a los pintores en los días posteriores a la marcha de Ana, porque ni siquiera se había acordado de cancelar la reforma. Y así, atrincherada en su nuevo desván, que aún olía a pintura y a muebles nuevos, anhelaba sentir la presencia de Javier. Pero el desván, como ella, estaba más vacío que nunca.

–¿Dónde te has metido, mi amor?Berta pasaba en el desván la mayor parte del día,

releyendo las historias de Javier, esperando así volver a sentirle en el aire, como antes. Pero no sentía nada. Ana se había marchado, Javier también y a Berta le pesaba tanto la soledad que le costaba respirar. Trató de diluirla en llanto, pero eso parecía fortalecerla. Entre los relatos encontró uno que llevaba tiempo sin leer. Se acordó de Ana y lamentó no poder compartirlo con ella.

Y Malena se deshizo cantando un tangoDe todo el barrio de Mirambel, el Cambalache era la taberna de baile más famosa y concurrida. Las tablas de sus paredes rezumaban tango como sus parroquianos sudor, pero no el tango fino de barrio alto, sino el arrabalero, ceñido y arras-

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trao. Al caer la tarde, obreros y estibadores, prostitutas, soldados, chulos y marineros se arrastraban hasta allí, dejaban sus miserias en la puerta y se entregaban al tango con frenesí, dejándose la piel sobre el serrín y las colillas del entarimado. El tango entraba por sus oídos y se metía en sus venas, les llenaba, les poseía, les limpiaba del alma las des-gracias cotidianas y la henchía de ritmo sensual, que derro-chaban con sus parejas, cuerpo a cuerpo, por toda la sala. Entrada ya la madrugada, salían rebosantes de vigor; pero sus desdichas les aguardaban en la puerta para arrastrarles de nuevo a sus pequeñas vidas, hasta la noche siguiente.

Y los viernes cantaba Malena. El local se llenaba de gente solitaria, algunos desperdigados en las mesas frente a la tarima, los más de pie, apretujados cerca de la barra, espe-rando a que apareciese Malena y les sacudiese el alma. Y Malena salía y, sin mirar a nadie, comenzaba a cantar. Acom-pañada tan sólo por el lamento del bandoneón, les contaba historias cercanas de amores desgraciados, en los que cada uno de ellos se reconocía. Pasiones, traiciones, esperanzas y sueños rotos, que les hacían sentirse un poco menos solos en las tristes noches de arrabal. El tango unía así los corazones de aquellas gentes que, aunque tan dispares, amaban y su-frían de igual modo. Todos, salvo Malena. A ella, aquellas historias desdichadas le eran ajenas. Aunque había tenido a muchos hombres, jamás había experimentado el sufrimiento, jamás se había enamorado. Usaba a un hombre hasta que encontraba otro mejor y entonces se deshacía del primero sin vacilar. Sin preguntas, sin reproches. Malena mantenía intacto su orgullo y poco le importaba el de sus amantes. Hasta que conoció a Roberto.

Roberto llegó al Cambalache la noche de un viernes de abril. Apoyado en la barra, no dejó de mirarla mientras canta-ba, altivo... perfecto... Malena sintió su mirada atravesándole la piel hasta hacerle despertar su corazón dormido. Cantó para él, bailó con él y se entregó a él sin condiciones. Por pri-mera vez en su vida, Malena se desnudó el alma antes que el cuerpo y aquel hombre se tragó ambas cosas a un tiempo, sin

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compasión. Durante muchas noches la tuvo, la usó... y cuando se cansó de ella, la abandonó sin vacilar. Malena le había entregado todo el amor que llevaba dentro y que jamás antes había utilizado, el amor que sólo podía entregar una vez y Roberto, indiferente, lo había arrojado a la escupidera. Malena se quedó vacía y pronto el vacío se le llenó de dolor y deseó hacer cualquier cosa para dejar de sentirlo. Se humilló, suplicó, se arrastró y tan sólo logró provocar la repugnancia de Roberto. Por primera vez Malena supo lo que era la tristeza de un amor desgraciado. Por primera vez, sintió el tango bajo su piel. Y una noche de noviembre, lo dejó salir.

En el local la aguardaban los de siempre, deseosos de escuchar sus tristes vidas plasmadas en una canción. Ninguno imaginaba que Malena, la impasible, iba a entregarles la suya. Con la pena anidada en la garganta, Malena comenzó a can-tar. Vertía su tristeza en cada nota, en cada gesto, hasta impregnar el aire de ella. La derrota en su voz les llegó a los presentes como una confesión y pronto un respetuoso silencio se adueñó del Cambalache. La reconocieron como a una igual, como a su comadre y sufrieron con ella. Sollozos apagados recorrieron la sala en una corriente de pena común. En la barra, agarrado a una mujer, Roberto la ignoraba, centrada toda su atención en las caderas de su nueva amante. La tris-teza de Malena le resultaba cómica y sólo le inspiró desprecio. Malena cantó de nuevo para él, como hiciera la primera noche, pero ahora las miradas de él eran burlonas y sus labios se llenaban del sabor de otra mujer. La amargura se le hundió a Malena hasta enredarse en sus entrañas y el dolor la desgarró por dentro hasta quebrarle el corazón. Los que se encontraban más cerca de ella, pudieron oír el tintineo de los pedacitos cayendo sobre la tarima. Malena, con el corazón roto, siguió volcando su desdicha en la voz, transmitiéndola a cuantos la escuchaban, provocando por toda la sala los llantos silenciosos de sus compañeros de desgracias. Roberto y su amante, hastiados ya, abandonaron el local sin reprimir su regocijo. El eco de sus risas atravesó a Malena hiriéndola de muerte. Su sufrimiento llegó a tal intensidad que la destrozó

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y, ante la mirada atónita de sus compadres, comenzó a deshacerse lentamente por los pies. Con su último aliento siguió exhalando su tango mientras se derretía hasta formar un charquito sobre la tarima, que se coló por las rendijas y desapareció, mientras el eco de su voz seguía resonando en los oídos de los infortunados clientes del Cambalache.

En la calle, indiferente a todo, Roberto recorría la piel de otra mujer. Y vendría otra, y otra más tras ella. Para él todas eran iguales... Hasta que un día conoció a la cruel Estrella... y Roberto sintió el tango bajo su piel.

Berta trató de llorar, pero el llanto se negó a salir. Llena de culpa, descubrió que el dolor era ya menos fuerte y que cada día se aliviaba un poco más el peso que le oprimía el pecho. Y que su añoranza más intensa ya no iba dirigida a Javier, sino a Pablo. De vez en cuando se le escapaba un recuerdo, un pensamiento dirigido a él, y Berta, llena de remordimiento, trataba de apartarlo de su mente. Para mantenerse ocupada, terminó de limpiar y llenar las nuevas estanterías con los libros que Ana y ella habían guardado en cajas. Y al llegar a la última de ellas, Berta encontró un folio con una única frase escrita a má-quina, que la desconcertó: «En una de las cajas hay algo para ti.». Pensando que se trataba de un mensaje de Ana, vació el contenido de la caja y descubrió, asombrada, un relato de Javier que nunca antes había visto.

–Pero... ¿qué es esto? Un cuento... ¿para mí?

Cuento para BertaRaquel y Héctor se conocieron en un baile de carnaval. Ella llevaba un vestido improvisado de cíngara, con el pañuelo de su abuela ciñendo sus caderas. Él pretendía ir de agente se-creto, aunque en realidad parecía el camarero de un restau-rante. Bailaron juntos toda la noche y ya no fueron capaces

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de decirse adiós. Un año después de casarse, Raquel entró a trabajar en el mismo supermercado en donde Héctor hacía los repartos a domicilio. Sólo se veían en el almacén de carga, tras la sección de pescadería, en donde se comían a besos entre las cajas apiladas. Pero fuera del almacén se confor-maban con leves roces de sus manos o miradas cargadas de ternura y lascivia cuando se cruzaban por los pasillos del su-permercado. Pusieron especial cuidado desde que llegó Ma-tías, el nuevo encargado que, como suele ocurrir, había pro-curado impregnar el ambiente con una densa hostilidad, como si el temor a su presencia –o a la fragilidad de sus contratos– fuese a imbuir mayor espíritu de trabajo. Aun así, sus en-cuentros en el almacén eran conocidos por todos.

Aquella mañana de verano no fue una excepción. Raquel pasó frente a la sección de pescadería empujando un carro que conducía al contenedor de reciclado, para arrojar allí las cajas vacías de los productos que acababa de reponer. Sus compañeras le devolvieron una sonrisa de complicidad al verla entrar en el almacén y le hicieron con la cabeza una señal conocida, que advertía de que Matías andaba husmean-do por los pasillos. Héctor se encontraba en el interior, a punto de cargar el pedido de la señora Pilar González –paseo de las Acacias, 91– en la furgoneta de reparto, cuando vio entrar a su mujer. La acompañó hasta el contenedor de reciclado de papel y, ocultándose tras él, comenzó a besarla con creciente intensidad. Sus manos pasaron de acariciar su rostro a recorrer su cuerpo con caricias deliciosamente cono-cidas y Raquel supo de inmediato lo que él quería. Entre risas sofocadas le fue apartando con suavidad, a tiempo para que el compañero de Héctor les sorprendiese tan sólo arrojando las cajas de cartón. Se separaron el uno del otro con dificul-tad, con la promesa susurrada de compensarse mutuamente aquella noche y Raquel salió del almacén empujando el carro vacío, con las mejillas sonrosadas y un hermoso brillo en sus ojos. Su cuerpo entero irradiaba una felicidad tan intensa que la envolvía por completo, creando a su alrededor un campo de energía positiva capaz de penetrar en cuantos encontraba a

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su paso. En la sección de pescadería, sus soñolientas compa-ñeras comenzaron a charlar animadamente con los clientes, que respondían con sonrisas cordiales; incluso los cangrejos, ya agonizantes, empezaron a moverse de nuevo. A medida que Raquel avanzaba por los pasillos del supermercado, clien-tes y compañeros se iban contagiando con su magnetismo y sentían una corriente de optimismo recorriendo su espina dorsal y penetrando en sus corazones. Incluso afectó por un momento a Matías, que se cruzó con Raquel en el pasillo cen-tral, el que conducía a la sección de verduras y hortalizas, quien, sonriendo levemente –aunque todo lo que era capaz–, tuvo la feliz idea de mandar a Raquel de cajera durante el resto de la jornada.

Así, Raquel continuó contagiando alegría a todo el que pasaba por su caja. Los cansados salían llenos de vigor; los tristes, risueños; los tímidos, dispuestos a comerse el mundo. Hasta que llegó la señora Adela Muñoz –calle Doctor Fleming, 47–, con su compra semanal a domicilio. Sin responder al cordial saludo de Raquel, comenzó a colocar su compra en la cinta móvil de la caja registradora. Vestía de luto, como siem-pre –sus compañeras más veteranas nunca la habían visto de otro modo– y jamás levantaba la vista del suelo, como si sus párpados cargasen con todo el peso de su pena. Raquel, con especial solicitud, la ayudó a guardar su compra en las bolsas de plástico, sin que su ánimo lograse traspasar la triste coraza de la mujer. Parecía rebotar en ella para volver de nuevo a las manos de Raquel, que seguía llenando las bolsas con gran cuidado y colocándolas después en el carro del supermercado, que sería transportado aquella misma mañana a casa de doña Adela. Tan sólo en el momento de pagar, al recibir el cambio de las manos de Raquel, doña Adela pareció sentir una pizca de aquella energía, la suficiente para hacerle levantar la vista con dificultad y elevar ligeramente la comisura derecha de su boca, que ya no volvería a contraerse en todo el día.

Cerca del mediodía, doña Adela recibió en su casa el pe-dido de su compra de manos de un muchacho sonriente que llevaba el nombre de Héctor escrito en la tarjeta de identifica-

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ción del supermercado. El joven, con gran amabilidad, le llevó todas las bolsas a la oscura cocina e incluso la ayudó a guar-dar los productos en los armarios más altos. A doña Adela, normalmente huraña con los extraños, le resultó extrañamen-te agradable tener cerca a aquel muchacho, aunque fuera du-rante tan poco tiempo. Al marcharse éste, la mujer se sorprendió a sí misma deseándole que pasara un buen día, pues sintió que su deseo era totalmente sincero. Más aún, al cerrar la puerta de su casa se enfrentó al espejo del recibidor y vio que la comisura izquierda de su boca también se había elevado ligeramente y que ya no le costaba trabajo mantener-la así. Con esa breve sonrisa en el rostro comenzó a guardar el resto de la compra y sintió un extraño bienestar al sacar de las bolsas cada uno de los artículos que Raquel había metido con tanto mimo. Se preparó una ensalada con la lechuga y los tomates frescos que acababa de comprar, y le supo sorpren-dentemente bien. Cada bocado le resultaba más reconfortan-te que el anterior, cada trago de agua aliviaba su espíritu angustiado. Tras la ensalada le apeteció un trozo de queso, que se fundió deliciosamente en su boca y la llenó de satisfac-ción. Las uvas frescas le supieron más dulces que nunca y con el paquete nuevo se preparó un café que llenó su espíritu de una energía que no había sentido en muchos años. De repen-te la cocina le parecía demasiado oscura, así que abrió las cortinas de par en par y, no contenta aún, las descolgó dejan-do entrar de lleno la luz. Recorrió su casa, sumida en la pe-numbra desde hacía veinte años, y fue arrancando cortinas, una tras otra, hasta que todas las habitaciones se inundaron de la brillante luz estival del mediodía. Mientras lo hacía se oía a sí misma reír como una niña y ese sonido casi olvidado terminó de romper la armadura de tristeza que la había apri-sionado desde que muriera su querido esposo, igual que la nota más aguda de una soprano puede romper una copa de cristal. Cuando quitó las cortinas de la última de las habitacio-nes –su dormitorio–, se vio de nuevo reflejada en el espejo, pero ahora éste le devolvía la imagen de una Adela totalmen-te distinta, sudorosa y radiante, sus mejillas ardientes por el

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esfuerzo, su sonrisa ancha y sus ojos tan llenos de vida que la hacían rejuvenecer. Adela se miró de frente en ese espejo que había rehuido durante tanto tiempo y comenzó a desnudarse sin dejar de mirarse a sí misma a los ojos. Soltó el cabello que mantenía aprisionado en su nuca y contempló la imagen desnuda de aquella mujer que volvía a la vida, que ascendía a la superficie desde lo más profundo de las aguas más negras y volvía a respirar profundamente sin notar ya ese cuchillo helado en sus pulmones. Se vio nueva, distinta, sus caderas más anchas, su pecho menos firme, pero reconoció el mismo cuerpo que fue tan amado en otros tiempos, y se sintió de nuevo cálida y sensual. Apartó con el pie sus ropas de luto y abrió su armario. Sabía que en el fondo aún guardaba un ves-tido alegre y veraniego y se lo puso. Luego cogió toda su ropa oscura sin excepción y la guardó en bolsas, en las mismas que habían contenido su compra del supermercado, bajó a la calle sin detenerse y las tiró a la basura. Después se dio la vuelta, observó por un momento y vio el bullicio a su alrede-dor. Tráfico que iba y venía, gente caminando apresurada, gente paseando sin prisa, gente entrando y saliendo de los comercios, gente sentada en las cafeterías... y por fin se sin-tió una de ellos. Comenzó a caminar con decisión, mezclándo-se con los demás transeúntes y sintiendo cómo volvía a circu-lar en la corriente de la ciudad y decidió pasar la tarde en la peluquería.

Algo había cambiado en su interior. Guardó el cuento en el baúl y rebuscó ansiosamente en sus bolsillos hasta encontrar el papel arrugado que llevaba siempre consigo, desde que Pablo lo dejó para ella en su libro de poemas. Lo leyó, una vez más y de pronto supo lo que debía hacer. Sacó la caja de plata del interior de su bolso y la puso sobre el escritorio.

–Te echo de menos, Javier –le dijo por primera vez, acariciando la urna–. Siempre te querré. Pero ahora amo a Pablo y es con él con quien quiero estar. Por eso voy a 330

decirte adiós y nunca más volveré a hablar contigo. Adiós, amor mío.

Se asomó a la buhardilla. Las nubes se habían mar-chado dejando paso a un cielo tan azul que le dolían los ojos al mirarlo. Cogió las llaves y la caja de plata y bajó a su habitación para cambiarse de ropa. Encontró en su armario el vestido negro que había comprado en el mer-cadillo junto con la ropa de Ana, el que siempre le había parecido demasiado sensual, y se lo puso. Consultó su reloj y, respondiendo a un impulso, entró en el salón y descolgó el teléfono.

–¡Hola, Marta! ¿Está Pablo? Tengo que hablar con él.–¿Pablo? Pues... está..., no, no está. ¿Quieres que le

dé algún recado de tu parte?–Bueno... no, es que necesito hablar con él. Es

importante. Quería invitarle a hacer algo que lleva mucho tiempo deseando... No importa, le llamaré al móvil.

–¡No! Es que... se lo ha dejado aquí. –Una idea cruzó la mente de Marta y la atrapó al vuelo. Aquélla era su ocasión y no la iba a desaprovechar. Por fin se libraría de aquel estorbo de una vez para siempre–. Pablo ha ido a la herboristería vieja a recoger las últimas cosas de su casa –mintió– y no sé cuánto tardará. Yo me voy ahora mismo para ayudarle...

–Bueno, pues iré allí.–Pues no sé qué decirte... Yo que tú no iría, por si

acaso nos interrumpes y te encuentras con algo que no te gusta.

–No te comprendo.–Digamos que Pablo me ha dado un ascenso y ahora

soy mucho más que una dependienta... –dijo antes de colgar el teléfono.

Berta se quedó un instante mirando el auricular, sin dar crédito a sus oídos, aunque en aquel momento no tenía intención de preocuparse por las historias de Marta. Decidió buscar a Pablo en su vieja tienda, no quería que se perdiera la ceremonia. Luego salió de casa

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sin mirar atrás.

Javier también miró por la buhardilla. Vio a Berta, radiante, marchando hacia Pablo con paso resuelto, y se sintió orgulloso. Orgulloso y triste. Luego paseó por aquel desván que olía a madera nueva y a pintura fresca y pensó que casi todas las cosas comenzaban a estar en su lugar... incluso él mismo. Se acercó a la máquina de escribir y tecleó, sin papel, un mensaje que Berta nunca leería:

«Adiós, mi amor.»

–Berta... estás muerta... –murmuró Marta, triunfante.–¿Quién era, Marta? –preguntó Pablo desde el alma-

cén.–Nadie... Bueno, el proveedor, que... que se han

equivocado y han llevado el pedido a la otra tienda.–¿Cómo que se han equivocado? Pero si les llamaste

para darles la nueva dirección...–Pues... no, no les llamé, Pablo. Lo siento muchísimo,

ha sido culpa mía.–Bueno, no pasa nada. Que lo traigan aquí y ya está.–No... Es que, verás... me han dicho que ya lo han

descargado y que si lo vuelven a cargar nos volverán a cobrar el porte.

–¡Cómo!–No, no te preocupes. Ahora mismo voy para allá y lo

soluciono. –No, mujer, no. Ya voy yo.–¡NO! Vamos, que no, que ha sido culpa mía y lo

tengo que arreglar yo.–¡Pero, Marta, no seas así! No tiene importancia...–Me marcho y no se hable más. Vuelvo enseguida.

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Marta se apresuró en salir de la tienda antes de que su jefe continuase interrogándola. Sabía bien lo que debía hacer. Esa mosquita muerta no se interpondría nunca más en sus planes.

Berta llegó exultante a la vieja herboristería de Pablo. El corazón le latía con fuerza cuando llamó a la puerta. Pero todo estaba oscuro y en silencio. Por el camino había estado haciendo acopio de valor, ensayando las frases que pensaba decirle para expresarle sus sentimientos, y ahora debería frenar su ansia un poco más. Aguardó im-paciente en la puerta, escrutando los dos extremos de la calle, deseando verle aparecer. Se sentía como una cole-giala a punto de pedirle a su amor la primera cita, y ese pensamiento la hizo sonreír. Pero no había señales de Pablo, y Berta no podía esperar más. Dudando un mo-mento la ruta a seguir, se marchó en dirección a la nue-va tienda, esperando encontrarse con él por el camino.

Marta, en cambio, temía encontrarse con Berta al llegar a la vieja tienda, pero por suerte para ella, no estaba allí. Entró y dejó la puerta entreabierta. Así su presa caería en la trampa. Buscó en su bolso apresuradamente las llaves de la vivienda de Pablo, las que tuvo el acierto de copiar, abrió la puerta que comunicaba el almacén con el piso alto y subió a la casa, dejando la puerta abierta. Había pensado presentarse cualquier noche en casa de Pablo, utilizando esas mismas llaves, y meterse en su cama sin esperar una invitación, pero de todos modos le serían muy útiles. Ahora tenía poco tiempo para preparar el escenario y era importante no olvidar ningún detalle. Entreabrió las persianas del dormitorio, se quitó la ropa, y aguardó en la escalera.

333

Pablo había terminado los trabajos rutinarios de cada mañana, había atendido ya a dos clientes madrugadores y Marta seguía sin dar señales de vida. Pericles parecía especialmente excitado, saltando sin parar dentro de su jaula.

–¿Por qué tardará tanto esta chica? –murmuraba para sí–. Espero que no les esté echando una de sus broncas, no quiero perder otro proveedor...

–Muerta... Muerta... Estás muerta...–¿Y a ti qué te pasa, Pericles? ¿Te ha sentado mal el

alpiste?–Berta, estás muerta... Berta, estás muerta...–¡¿Qué?! –exclamó Pablo, turbado–. ¿Dónde has oído

tú eso? ¡Pero qué hago yo hablando con un loro...! A ver, Pericles, dime, ¿quién ha dicho eso?

–Muerta... Muerta... Berta está muerta...–¡Quieres parar ya de decir eso! No, no, no, tranquilo,

no pasa nada. Respira hondo, así. A ver, lorito guapo, lorito bonito, dile a papá Pablo quién ha dicho eso...

–Marta lagarta... Marta lagarta... Marta lagarta...–¡Joder! No... no, no, vamos a tranquilizarnos, no

puede ser. Marta no sería capaz de... ¡Joder, vaya si sería capaz!

Pablo cerró la herboristería y salió precipitadamente a la calle, tropezando con doña Leonor.

–¡Ay, hijo, qué prisas! ¿Has cerrado? ¿Ya te vas a almorzar?

–No, no, doña Leonor. Perdone, pero tengo mucha prisa...

–¿No me podrías dar lo mío? Así ya no tengo que salir de casa otra vez.

–No, lo siento, me ha surgido algo urgente. Me están esperando.

–¿La chica? Ya está en la otra tienda. La he visto 334

desde mi ventana antes de salir.–¿Cómo dice? ¿Qué chica?–Marta, claro, ¿qué chica va a ser? Ya hace rato que

te estará esperando. Y mira que me ha extrañado verla allí...

–¿Y Berta? –la interrumpió Pablo agarrándola por los hombros–. ¿Berta estaba con ella?

–¡Ay, hijo, pues no lo sé! Yo sólo he visto entrar a Marta. ¿Ocurre algo?

Sin más explicaciones, Pablo echó a correr en direc-ción a la casa de Berta. Llegó ante la puerta en pocos minutos, pero la casa estaba vacía. Llamó repetidamente al timbre sin resultado. Aunque estaba sin aliento, gritó su nombre hacia las ventanas, pero nadie se asomó. Sólo le quedaba un lugar en donde buscar, aunque deseaba estar equivocado.

–Buenos días, doña Leonor –saludó Berta a la mujer al encontrarse con ella en una esquina de la calle principal.

–¡Hola, Berta! Precisamente acabo de ver a tu amigo Pablo. Te estaba buscando.

–¿Ah, sí? Ahora iba yo hacia la herboristería.–No, si no está allí. Se ha marchado a toda prisa, dijo

que tenía que hacer algo muy urgente. Creo que iba hacia la otra tienda.

–Bien, muchas gracias, entonces. Me ha ahorrado un viaje.

–De nada, hija. ¡Ah! Y a ver si arregláis lo vuestro de una vez... –añadió, maliciosa.

–¿Si arreglamos el qué, señora?–Venga, mujer, que ésta es una ciudad pequeña –y

añadió mirando la caja que Berta sostenía en la mano–. Y la vida muy corta para pasarla llorando por los muertos...

–Sí, ahora lo sé –Berta observó las ropas enlutadas de la mujer y añadió–: ¿Sabe una cosa? Usted estaría

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muy guapa con un vestido estampado y el pelo suelto.–¿Yo? ¡Qué dices, hija! Yo soy muy mayor para esas

cosas.–Nada de eso. Pruébelo y ya verá.Doña Leonor vio alejarse a Berta por la calle principal

en dirección a la vieja tienda de Pablo. No estaba tan mal aquella chica, después de todo. Miró a un lado y vio que se encontraba junto al escaparate de una tienda de moda. Por un momento se imaginó a sí misma con aquel vestido rojo, zapatos de tacón y el cabello mecido por el viento y contuvo la risa, aunque esa atractiva imagen de sí misma se instalaría poco a poco en su subconsciente.

–¿Pablo, estás aquí? –preguntó Berta al encontrar la puerta entreabierta.

Con las estanterías vacías y las luces apagadas, la vieja tienda tenía el aspecto de una casa abandonada. Entró con cautela en la trastienda y vio que también estaba abierta la puerta que la comunicaba con la es-calera de la vivienda. Se asomó y creyó escuchar voces y risas que provenían de la casa.

–¡Pablo, no! ¡Espera... estate quieto, impaciente! ¡Caray, Pablo! ¡Oh! Estabas hambriento, ¿eh?

Berta subió despacio los escalones y se sobresaltó al ver que la puerta se abría de pronto y alguien aparecía en la escalera. Era Marta. Y estaba desnuda.

–¿Berta? ¿Qué haces tú aquí?–Eso mismo te iba a preguntar yo.–Bueno... Ya te dije por teléfono que no vinieras.

Ahora ya lo sabes. Siento que te hayas enterado así, pero...

–¿Pablo está contigo?–Ya te lo dije. Ahora somos mucho más que jefe y

empleada. Aunque a él le gusta jugar a darme órdenes...–Pues sí que es raro –replicó Berta, escéptica–. Hace

un rato estaba en la calle, buscándome.336

–¿Ah, sí? Pues, mira, a lo mejor vino buscándote pero fue a mí a quien encontró. Y por lo que parece, le ha gustado el cambio. Y mucho.

–Ya. Bueno, pues vamos a preguntárselo a él.–¡No! De eso nada. Tú ya tuviste tu oportunidad y la

desperdiciaste. Ahora ya no quiere saber nada de ti. Con-migo tiene todo lo que necesita.

–Eso quiero que sea Pablo quien me lo diga.–¿Que te diga, qué? –preguntó Pablo a su espalda,

casi sin aliento.–¡Pablo! –exclamó Marta horrorizada, tratando de ta-

par su cuerpo desnudo con las manos mientras retroce-día por la escalera hasta llegar a la puerta.

–¿Estás bien? –preguntó Pablo a Berta, acariciando su cabello.

–Sí. Muy bien –le respondió Berta mirándole con ter-nura, sin apartar su mano–. ¿Has venido corriendo?

–Sí. Estaba preocupado por ti.–¿Por mí? ¿Por qué?–Pericles me ha dado un buen susto. Ya te lo contaré.

¿Qué está pasando aquí? –dijo mirando a Marta, que aso-maba la cabeza tras la puerta de la vivienda–. ¿Y tú qué haces así?

–Quiere hacerme creer que estaba ahí arriba, acom-pañada.

–¿Está fo... vamos, está con alguien en mi casa?–Sí. Contigo –respondió Berta conteniendo la risa.–¡¿QUÉ?!Marta balbuceaba sin acertar a dar una respuesta.

Pablo, comprendiendo, la despreció con la mirada.–¿Y tú? –preguntó Pablo a su amiga–. ¿Qué haces

aquí?–He venido a buscarte.–¿Y eso? ¿Por qué llevas la caja de...? Te has dejado

el bolso...–Ya no lo necesito. Nunca más lo voy a necesitar.–¡Hola! –trató de interrumpir Marta–. Yo sigo aquí...

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–¿En serio? ¿Lo dices de verdad? –preguntó Pablo, esperanzado, ignorando a la chica–. ¿Y Javier?

–Javier está muerto, Pablo. Le echo de menos, pero hace tiempo que ya no está. Y ahora estoy enamorada de otro hombre.

–¿Y yo le conozco?–Tal vez. Es un poeta. Me escribe versos que no

riman, pero que me hacen temblar las rodillas.Pablo la besó dulcemente y Berta le correspondió sin

reservas.–¿Pablo? –decía Marta tratando en vano de llamar la

atención–. ¿Bueno, y yo qué?–Tú vístete antes de que cojas una pulmonía –le

respondió Pablo sin dejar de mirar a Berta–. Y dame las llaves antes de irte. Todas las llaves. Estás despedida.

Marta comenzó a protestar, pero cesó al ver que aquéllos dos volvían a besarse sin prestarle ninguna atención. Llena de rabia, se vistió rápidamente y bajó las escaleras de mala gana. Al llegar junto a Pablo, abrió la boca para volver a protestar, pero no se le ocurría nada que decir. Pablo, sin apartarse de Berta, extendió la ma-no para recibir sus llaves y luego volvió a abrazarla. Marta salió de la casa y de sus vidas reprimiendo unas lágrimas furiosas y prometiéndose a sí misma que jamás nadie volvería a rechazarla.

–¿Vamos arriba? –preguntó Pablo.–Ni hablar. Ahora que somos pareja tendrás que con-

formarte con los sábados por la noche, como todo el mundo –bromeó Berta.

–¿No hablarás en serio? –preguntó Pablo, preocupa-do.

–Consuélate, mañana es sábado –rió Berta–. Antes quiero que hagamos una cosa. Para eso venía a buscarte. Pensé que te gustaría despedirte de un amigo –dijo ella ofreciéndole la urna. Pablo la tomó de su mano y la acercó a su corazón.

–Por supuesto. Gracias. ¿Dónde habías pensado...?338

–Conozco el lugar perfecto. A él le encantaba.Pablo y Berta salieron a la calle y caminaron cogidos

de la mano en dirección a la playa de las dunas. Y allí, en un lugar apartado, tal vez el mismo en donde Berta y Javier hicieron el amor por primera vez, arrojaron juntos las cenizas de la urna. Berta contempló emocionada có-mo la brisa arremolinaba las cenizas mezclándolas para siempre con la arena de las dunas. Pablo, perplejo, mira-ba el lugar en donde habían caído unas cuantas colillas del interior de la caja, pero no dijo nada. Luego, creyendo adivinar la causa, sonrió.

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14. El día que Prudencia olvidó su nombre

El bullicio despertó temprano a Ana. Adormilada aún, tardó unos segundos en recordar que había llegado el gran día. Al menos así la dejarían tranquila: su madre estaría demasiado ocupada con el acontecimiento para meterse con ella, cosa que había estado haciendo con especial inquina desde que volviera de la casa de su tía. Pero pronto se le borró la sonrisa de la cara al ver el vestido que su madre había colgado para ella en el per-chero, delante de la cama. No existía un adjetivo lo bas-tante duro para describir aquello. Parecía diseñado por un daltónico con resaca. Ni hablar. La Ana de principios de verano se lo habría puesto sin rechistar, pero ésa ya no era ella. Se levantó de la cama con decisión, sacó el vestido de su percha y lo arrojó por la ventana. Luego, bajó a desayunar.

En la cocina reinaba el caos. Martina lidiaba entre platos, tazas, cafeteras y tostadas para preparar el desa-yuno de un montón de gente que iba y venía al borde del infarto. Ella misma parecía llevar los nervios a flor de piel, incluso le gritó a Ana cuando trató de ayudarla.

–¡Ay! Perdona, bonita. No me había dado cuenta de que eras tú –se disculpó. Y añadió con tono feroz–: Pensaba que era tu madre...

–Tranquila, Martina, no dejes que te agobien.–No, hija, no importa. Ésta es la última vez que me

van a explotar en esta casa. Me marcho.–¿Te vas?

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–Hoy mismo. Lo acabo de decidir. Ya no aguanto más.

–A mi madre le va a dar un infarto...–No caerá esa breva... En fin, eso ya no es cosa mía.

Yo me voy en cuanto termine de preparar el desayuno. Y tú deberías hacer lo mismo en cuanto puedas...

–Descuida, es lo que pienso hacer en cuanto tenga la edad... Pero se me va a hacer más largo sin ti.

–Anda, zalamera, llévame esto a la mesa, que aquí ya hemos terminado –replicó la mujer, que empezaba a emocionarse–. Espera, ven aquí y dame dos besos, que luego ya no nos podremos despedir.

Ana la abrazó y la mujer le plantó dos sonoros besos en las mejillas. Luego la empujó hacia la puerta de la cocina y se sonó la nariz con su pañuelo. Ana, cabizbaja, se sentó a la mesa del comedor, aunque nadie pareció advertirlo. Todos devoraban sus desayunos con nerviosis-mo, como si fuesen los últimos de sus vidas. Las señoras fueron las primeras en terminar. María, Prudencia, la señora Semper y sus hijas tenían turno en la peluquería y estaban a casi media hora de camino. Ana se había librado del suplicio: en opinión de su madre, su cabello era tan rebelde que no merecía la pena el gasto. Las mu-jeres se levantaron de la mesa a un tiempo y se marcha-ron juntas hacia el coche de María, entre risitas y piropos mutuos. Prudencia, en cambio, se mostraba extrañamen-te reservada. Al pasar junto a la puerta de la cocina, María le dio a su sirvienta las últimas instrucciones:

–Martina, cuando hayan terminado todos recoge usted la mesa y... ¿Pero adónde va a estas horas? –dijo al ver a la mujer con la ropa de calle, lista para marcharse.

–La mesa la recogen ustedes, señora. Yo me despido.–¿Cómo que se despide? ¡Precisamente hoy!–Sí, señora, precisamente hoy. Buenos días.Martina cogió su bolso y se dirigió a la puerta, con

paso airoso. A su espalda, María la amenazaba:–Usted no se puede ir a ninguna parte hasta que yo

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se lo diga... ¡Vuelva aquí inmediatamente! ¡Martina... Martina...! ¡Me ocuparé de que no vuelva a trabajar en esta ciudad! ¿Me oye?

Pero Martina ya se había marchado. María disimula-ba su rabia lo mejor que podía.

–Bueno, no hay que preocuparse, ya se sabe lo mal que está el servicio. Además, en estos tiempos, con tanta inmigración, no cuesta nada encontrar quien la susti-tuya por más horas y menos sueldo –dijo la señora Sem-per, para consolarla.

–Desde luego, desde luego. Mañana mismo tengo a diez en la puerta –convino María–. Bueno, nosotras a lo nuestro, que nada nos puede estropear el día.

Se marcharon, al fin, hacia el coche. Prudencia, algo rezagada, sonreía con malicia.

Después de mucho dudar, Ana se había decidido final-mente por el vestido azul que aún no había estrenado. Se miró al espejo de su habitación y le recordó mucho a la imagen de su tía en la fotografía de la boda de sus padres. La sacó de su escondite secreto y la colocó en el marco del espejo. Al volver a ver a su tía sintió una pun-zada de nostalgia tan fuerte que la obligó a apartar la mirada para no romper a llorar. No, su madre debía de estar a punto de volver y no quería darle motivos para una regañina. Se fijó en el peinado de su tía, recogido en alto, con algunas mechas sueltas sobre los hombros y decidió imitarlo. Al tercer intento logró algo similar y se dio por satisfecha. No estaba mal, desde luego mucho mejor que el aspecto que hubiera tenido con el disfraz de arlequín que le había traído su madre de la fábrica. Tal vez le vendría bien algo de maquillaje bien disimulado. Decidió escabullirse hacia el cuarto de baño de invitados, cerca de la cocina, para evitar ser descubierta por sus hermanos. Antes de salir de su habitación, besó la foto-

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grafía y la volvió a esconder, por si acaso. Salió con cautela al pasillo, pero todas las puertas estaban cerra-das. Sin duda, cada cual andaba atareado con su propio atuendo. Pasaba ya junto al comedor cuando creyó oír unas voces airadas que provenían del despacho. Se acer-có sigilosamente a la puerta –mal cerrada– y distinguió claramente las voces de su madre y de su amiga Prudencia, que debían de haber vuelto ya sin que Ana lo hubiese advertido. La discusión crecía en intensidad y Ana no pudo evitar la tentación de espiar por la puerta entreabierta.

–¿Cómo te atreves a colarte en mi despacho y a registrar mis cosas como una vulgar ladrona? –decía su madre.

–Ni soy una ladrona ni estaba registrando nada. Sólo estaba... curioseando un poco en los papeles del banque-te para ver si habías cumplido tu palabra de sentar a mi hijo junto a la chica Arnau, pero veo que ni tienes palabra ni sabes pagar tus deudas.

–¿Pero qué historias son ésas? Yo no te debo nada. Te he invitado a la boda, ¿no? Pues con eso ya deberías darte por satisfecha. Y encima te presentas aquí con tu hijo, sin estar invitado... ¿y aún me vienes con exigen-cias? ¡Menuda desfachatez la tuya!

–No te estoy pidiendo que sustituya al novio ni mucho menos...

–¡Sólo faltaría eso!–Lo único que te he pedido es que procures influir en

la otra niña para que se acerque a mi Luis. Él es dema-siado tímido...

–¿Tímido? Lo que tu niño es tiene otro nombre, querida.

–¿Ah, sí? Pues el nombre de tus niños sería mucho peor, querida. Él mío por lo menos sabe quién es su padre.

–¡Ni se te ocurra mencionar al padre de mis hijos en esta casa!344

–No, si no podría aunque quisiera, porque nunca he sabido con certeza quién era. Sólo sé quién no era. ¿O es que llevas tantos años mintiendo que al final te has creído tu propia mentira?

–¡Prudencia, baja la voz, te lo advierto...!–¿Por qué? ¿Tienes miedo de que nos oigan –añadió

Prudencia mostrando un documento que había manteni-do oculto– y se estropeen tus planes de montar tu Empo-rio Arnau-Vilanova? Sí, querida, ya me he enterado de tus grandiosos planes para el futuro. No te preocupes, no he venido para estropeártelos. Pienso sinceramente que encajarías muy bien en el papel de emperatriz. Yo sólo quiero mi trozo del pastel.

–Pues tendrás que esperar al banquete...–No lo creo. Yo te ayudé a conseguir un futuro, un

marido y un padre para tus hijos cuando estabas a un paso de quedarte en la calle si tus padres se enteraban de tu secreto. Y ahora tú me vas a devolver el favor.

–¿Yo? Todo lo que tengo lo conseguí sola, a ti no te debo nada. Además, aunque quisiera ayudarte, ¿por qué crees que Llorenç iba a consentir que tu hijo se acercara a su única hija soltera? O lo que es lo mismo, ¿por qué iba a dejar que un don nadie pusiera las zarpas en su herencia?

–Porque su querida consuegra y socia se lo aconsejará. ¿O prefieres que los Arnau se enteren de que su preciosa niña se va a casar dentro de unas horas con un bastardo?

–¡¡No llames así a mi hijo!!–Mujer, podría llamarle de otra forma, pero yo soy

una señora...–¡Tú lo que eres es una...! –María trató de serenarse–.

¿Y por qué iban a creerte?–Les puedo dar muchos detalles. Les puedo explicar

cómo cierta nochevieja encerré a la tonta de tu hermana en el baño para que tú pudieses colarte en mi habitación, en donde Javier la esperaba a ella y no a ti. Y cómo te

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ayudé a hacerles creer a todos que habías hecho el amor con él –que por cierto, estaba tan borracho que ni habría podido– para darles así un padre a los hijos que ya cre-cían en tu vientre... Tu hermana podría corroborarlo, ya que fue testigo directo, ¿no es así? Pero si piensas que a tu futura familia política no le va a importar el escándalo, les llamamos a todos ahora mismo y lo comprobamos.

María, roja de ira, sopesó rápidamente la situación y finalmente claudicó.

–Está bien. Tú ganas. Haré todo lo que esté en mi mano para que Marga se acerque a tu hijo. Pero lo demás tendrá que hacerlo él solito... si es que sabe lo que hay que hacer con una mujer.

–Eso ya es cosa mía, no te preocupes. No te pido más.

La conversación había llegado a su fin y unos pasos airados se aproximaban a la puerta. Ana salió de su estu-por y se apresuró a entrar en el baño de invitados, justo a tiempo para no ser sorprendida por su madre. Cerró la puerta tras de sí y corrió el cerrojo. Apoyada en el lavabo, Ana respiró hondo para calmar los nervios. Le costaba asimilar aquella detestable información, pero a medida que lo lograba se sentía más serena. Prudencia no iba a ser la única en sacar provecho.

El calor del sol no era lo que hacía hervir a Berta bajo la piel. Tumbada en su toalla, Pablo le daba un masaje suave y lento con protector solar, recorriendo todo su cuerpo con deliciosos movimientos circulares, hasta llegar a las caricias más difíciles de malinterpretar. Berta le sonrió con malicia y le dio un largo y húmedo beso de agradecimiento.

–¡No me lo puedo creer! –exclamó una voz entusiasmada–. Vosotros dos estáis... ¡Por fin estáis juntos!346

–Hola, Rubén –saludó Berta.–¡Hombre, mi colega! ¿Qué, a ligar a la playa?–Qué va, a tomar el sol...–¿Estás solo? –se interesó Berta.–Sí. Todavía soy un alma solitaria.–No por mucho tiempo, ya lo verás. ¿Te apetece sen-

tarte un rato con nosotros?–¡Claro, hombre! Así le haces compañía a Berta

mientras yo me doy un baño. Necesito... refrescarme...–Voy contigo –dijo Berta–. ¿Te animas, Rubén?–Prefiero tomar el sol un rato, gracias. Id vosotros, yo

os cuido las cosas –se ofreció el chico, agradecido por haber encontrado compañía.

Rubén extendió su toalla y se sentó a mirar a la gente que paseaba por la orilla. Le daba la impresión de que todo el mundo tenía pareja. Todos, menos él. También Pablo y Berta estaban juntos, al fin. Les observó un momento y sonrió. Incluso a distancia se podía percibir la fuerza que les unía. Sin duda, eran dos personas destina-das a estar juntas, contra viento y marea. Rubén sintió un vuelco en el estómago al pensar que quizá él nunca encontraría a su media naranja. ¿Cómo encontrarla? Sin tener la más mínima idea de su aspecto, de su voz, de sus gustos, ni de su procedencia... ¿Y por dónde empezar a buscar? Se suponía que, si estaban destinados el uno al otro, deberían encontrarse en algún momento de sus vidas, pero... ¿y si pasaba junto a él justo cuando no miraba? Rendido, Rubén se dejó caer en la toalla. Dema-siadas incógnitas, demasiado calor. Decidió dejar su angustia para otro momento y relajarse bajo el sol... pero una melodía insistente se lo impedía. Parecía provenir de la ropa de Pablo. Se arrodilló junto a ella y sacó un teléfo-no móvil del bolsillo del pantalón.

–¡Ho... Hola! Pablo no está disponible en este momento. Si quiere dejar un mensaje...

–¿Rubén?–¡¡Ana!! ¡Qué alegría! ¿Cómo estás? ¿Cómo te va?

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–Bien... Oye, Rubén, me alegro de hablar contigo, pero tengo que decirle algo muy importante a Pablo o a mi tía. He llamado a su casa, pero no me responde. Y en la herboristería tampoco hay nadie. ¿Tú sabes dónde están?

–Sí, sí, claro. Estamos en la playa. Juntos. Bueno, yo no. Ellos sí... juntos... ¿entiendes?

–¿Pablo y mi tía? ¿En serio? ¡Por fin!–Sí, ¿a que es una pasada de romántico? Deberías

verles, Ana, es... igual que en las novelas... igual.–Escucha, estoy llamando a escondidas y no tengo

mucho tiempo antes de que me descubran. ¿Puedes avisarles?

–Sí, sí... tranquila –dijo Rubén levantándose y haciendo señas a sus amigos–. Ya está, ya vienen. ¿Ocurre algo?

–Mucho. Y muy grave.Pablo vio a Rubén, teléfono en mano, haciéndole

aspavientos con gesto preocupado y salió del agua seguido de Berta.

–¿Qué pasa, Rubén?–Ana. Tiene problemas.–¡¿Qué?! –exclamó Pablo arrebatándole el teléfono–.

¿Ana? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? ¿Estás bien?–¡Hola, Pablo! Me alegro mucho de oír tu voz. Sí,

tranquilo, estoy bien, pero necesito hablar urgentemente con vosotros. ¿La tía Berta está escuchando? Tengo que contarle... ¡una bomba! Sé que le va a sentar mal, pero debe saberlo. Los dos debéis saberlo, en realidad...

–Está aquí, a mi lado. Espera, conectaré el altavoz. Ya puedes hablar.

Los tres formaron un corro alrededor del teléfono móvil y Ana comenzó a narrarles la conversación que había escuchado, con todo detalle. Berta y Pablo se miraban, atónitos, y Rubén disfrutaba de la narración tanto como hubiera disfrutado de la mejor de las novelas de Belinda Casanova. 348

–...Y eso es todo lo que he oído. ¿Qué os parece? ¡Te engañó a ti, tía Berta y engañó a mi padre, le utilizó! Y encima siempre le trató a patadas... No tiene perdón.

–Nos engañó... –repetía Berta–. ¡Nos quitó nuestro futuro! ¿Os dais cuenta? ¡La muy...! La mataré... Juro que la mataré...¡Dile que se ponga al teléfono ahora mismo, Ana! ¡La voy a destrozar...! ¡Le voy a dar tal paliza que necesitará un GPS para encontrar su culo!

–Y a mí me gustaría verlo, aunque con eso no cam-biarás el pasado, cariño –la apaciguó Pablo, sombrío–. Pero podemos utilizarlo contra ella. Creo que podremos sacar provecho de esto.

–Yo también lo había pensado... –afirmó Ana.–¿Provecho? ¿Cómo? –preguntó Berta, aún furiosa.–Tengo que hacer algunas averiguaciones para que

todo sea legal y María no pueda reclamarnos nada des-pués, pero antes que nada necesito que me respondas a una cosa, Ana: ¿tú querrías vivir aquí con nosotros? Quiero decir, para siempre...

–¿Estás de broma? ¿Aún me lo preguntas? ¡Claro que querría!

–¿Cuánto tiempo tenemos antes de la boda?–¡Sólo una hora y media! –respondió Ana.–¿Hora y media? No es mucho... Habrá que darse

prisa...–¡Nos vamos a presentar en la boda! –exclamó Berta–.

No tengo nada que ponerme... – No tenemos tiempo para cambiarnos. Necesitamos

un coche.–¿No tenéis coche? –preguntó Ana, desanimada.–Nunca nos ha hecho falta. Yo vivía encima de mi

trabajo, ¿recuerdas?–Yo... Yo sí que tengo –ofreció Rubén, tímidamente. Y

enseguida, con más decisión–: Si me necesitáis... ¡estoy a vuestra disposición!

–¡Estupendo! Entonces, escuchadme bien. Esto es lo que vamos a hacer...

349

–A la derecha, Rubén... ¡A la derecha! –indicaba Berta, su copiloto, mapa en mano.

–Sí, sí, ya lo veo Berta, no me pongas aún más ner-vioso –dijo el muchacho, sudando copiosamente.

–Perdona, perdona. Lo estás haciendo muy bien... ¿Cuánto dices que hace que tienes el carné?

–Cuatro meses. ¿A que no se me nota?–No, no. Parece que haga por lo menos cinco. Y tú,

Pablo, ¿has conseguido hablar con tu amigo el abogado?–Sí. Todo arreglado –anunció Pablo, triunfal, desde el

asiento trasero–. Me ha dicho que bastará con que María firme un documento privado y con que Ana tenga medios económicos suficientes y un tutor que se ocupe de ella hasta que se valga por sí misma. Todo saldrá bien, ya lo verás.

–Si llegamos a tiempo... Rubén, ¿no podrías poner el coche a más de cincuenta? Así no llegaremos ni después de la luna de miel...

–¡A más de cincuenta! ¿Estáis locos? No, no, imposi-ble. Es la primera vez que conduzco por carretera... Y además, con las playeras se me resbalan los pedales... No, no, imposible...

–Rubén, escúchame. ¿Te acuerdas lo que te dije una vez sobre comerte el mundo? Pues ahora es el momento.

–Ya... Bueno... ¡Venga, tienes razón! Agarraos bien, vamos a volar... –dijo Rubén, audaz, aumentando la velo-cidad hasta los sesenta y cinco kilómetros por hora.

–¿Volar? –se mofó Pablo–. Nos acaba de adelantar un mosquito...

–¿Ah, sí? Pues ahora verás...Rubén, aferrado al volante, pisó el acelerador y co-

menzaron a sentir la velocidad aunque, eso sí, siempre dentro del límite permitido.

–¡Lo estoy haciendo! ¡Lo estoy haciendo! –gritaba 350

Rubén entusiasmado.Pablo y Berta le vitorearon, aplaudiendo como niños

en una excursión. El tiempo avanzaba en su contra pero el camino parecía despejado. Aún tenían una posibilidad. Al llegar a las proximidades de la urbanización en donde Ana vivía, el asunto se complicó.

–¿Ahora por dónde voy? –preguntó Rubén, confuso.–¿Dónde está la iglesia? –preguntó Pablo.–No muy lejos de aquí. Ana me dijo que había una

indicación. Ya deberíamos haberla visto... –informó Berta, preocupada.

–No pasa nada –la tranquilizó Pablo–. Rubén, entra en ese pueblo, la primera a la izquierda y preguntaremos allí.

Rubén siguió sus indicaciones y entraron en una pequeña población. La carretera pronto desembocó en una arboleda en donde vieron a dos ancianos sentados en un banco, a la sombra de un olmo. Berta bajó la ventanilla.

–Buenos días. Por favor, ¿sabrían decirme dónde está el Divino Pastor?

Los dos hombres se miraron, perplejos.–Hombre –explicó uno de ellos–, el Venancio ya hace

rato que marchó al monte con las ovejas, pero lo que se dice divino tampoco es el hombre...

–No, no –aclaró Berta haciendo callar con un gesto a sus acompañantes, que habían estallado en risas–, lo que buscamos es la iglesia del Divino Pastor. ¿La conocen?

–¡Claro, hombre, claro! Haberlo dicho antes... –res-pondió el otro hombre–. Ésa es la ermita, está cerca de aquí, pero todo el mundo la conoce como Madre de Dios, porque todos dicen eso cuando acaban de subir la cues-ta. Salgan otra vez a la carretera y tomen el segundo desvío a la derecha y luego la carretera que sube al monte. No se pueden perder.

–Muchas gracias.Entre risas, volvieron a la carretera y tomaron la ruta

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correcta. A menos de dos kilómetros se encontraron con el cartel indicador que andaban buscando y tomaron al fin el camino hacia la iglesia. Todos estaban ansiosos, especialmente Berta. Tras subir una pendiente larga y verdaderamente pronunciada –«Houston, Houston, tene-mos un problema»– llegaron a la explanada de la ermita.

–¡Madre de Dios! –exclamaron todos a coro.Rubén aparcó entre los numerosos vehículos de los

invitados y, sin más demora, saltaron del coche y subieron corriendo la escalinata. Al llegar a la puerta se dieron cuenta de que no habían planeado lo que harían a continuación.

–Yo les distraeré mientras vosotros agarráis a Ana y la sacáis de aquí –propuso Rubén el Intrépido.

–¿Y qué harás? ¿Bailar desnudo una sardana? No, hay que hacerlo bien –dijo Pablo–. ¿Veis el coche de la novia?

–No, parece que aún no ha llegado –dijo Berta–. Tenemos ventaja...

–Sí. Busquemos a María antes de que comience la ceremonia.

–¿Os dais cuenta? –preguntó Rubén, emocionado–. ¡Vamos a enfrentarnos a los malos y a salvar a la chica! Esto es mejor que una novela...

–Y aún no ha empezado la acción... –dijo Pablo tomando a Berta de la mano–. ¡A por ellos!

–¡A por ellos! –repitieron los otros a coro, cogidos de la mano también.

Y de esta forma abrieron la robusta puerta y entraron en la iglesia. El eco de la puerta al cerrarse retumbó en el templo, y todos los invitados, sentados ya en sus lugares correspondientes, se volvieron para ver a los tres indivi-duos con indumentaria de baño y playeras, que perma-necían de pie ante la puerta cogidos de las manos. María, la madrina, que acompañaba a su impaciente hijo Carlos ante el altar, enrojeció de ira.

–¿Son invitados vuestros? –le preguntó Roser Semper 352

desde el primer banco.–No... no tengo la menor idea de quiénes pueden ser.

Turistas, que se habrán confundido. Pero, tranquila, ya voy a echarles...

–Deja, mujer, no te muevas de ahí. Ya iré yo...–¡No! No... no te molestes, querida. Si sólo será un

momento...–Como quieras –aceptó la señora Semper, extrañada.–El chico no está nada mal, al menos por lo que

marca el bañador –opinó Margarida.–¡Calla, nena –la regañó su madre–, que no está el

horno para bollos!–Mamá, ¿quieres que me encargue yo? O que te

acompañe Juan, por lo menos –susurró Carlos, aunque su hermano estaba demasiado ocupado asomándose al escote de Marga.

–No, hijo. Es cosa mía –afirmó María, sombría.Y María desanduvo lo andado y recorrió el camino

hacia la puerta sin dejar de clavar una mirada feroz en su hermana.

–Es como ver acercarse un rinoceronte –gimió Rubén.–Aguanta, Rubén –le animó Pablo–. A ésta nos la

comemos cruda.–¿Tú crees? –preguntó el chico, escéptico.Aquella mirada habría sido suficiente para desarmar

a Berta en otros tiempos, pero no después de saber lo que sabía. Ahora sería capaz de enfrentarse a María por Javier, por Ana... y por ella misma. Ana, con el corazón galopando en su pecho, se levantó también de su asiento y siguió de lejos a su madre. La señora Semper, no soportando más la incertidumbre, abandonó también su puesto para seguir a la niña, guardando las distancias para evitar ser descubierta.

–¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí? –pre-guntó María en un agrio susurro a la extraña comitiva, mientras les empujaba de malos modos hacia una pe-queña capilla situada junto a la sacristía, lejos de mira-

353

das curiosas–. ¿Quién os ha mandado llamar? ¿No habrá sido Prudencia, verdad? ¡Ya me lo imaginaba, la muy arpía! ¿Y vosotros qué es lo que queréis? ¿Otro trozo del pastel?

–No, si a mí no me gusta el dulce... –se excusó Ru-bén.

–¿Y a ti quién te ha preguntado? Por cierto, ¿tú quién eres?

–No te preocupes, hermana. No queremos saber nada de tus negocios. Por mí te puedes quedar con tu imperio, siempre has necesitado ese tipo de cosas para sentirte importante...

–Sí, claro –la interrumpió María–. ¿Me habéis tomado por idiota? Vosotros habéis olido el dinero como los buitres la carroña.

–No nos confundas contigo, María –advirtió Pablo.–Te repito que no queremos tu dinero. Hemos venido

a por algo mucho más importante. Vamos a llevarnos a Ana.

–¿Ana? ¿Todo esto es por Ana? –preguntó María, estupefacta– Explícate.

–¡Ah! Hola... hola, hijos –saludó sorprendido el sacerdote, que ya salía de la sacristía dispuesto a comenzar la ceremonia–. ¿Me estabais esperando?

–No, padre –respondió María, secamente–. Vuelva usted ahí dentro un ratito más, que la novia todavía no ha llegado.

–Ya, pero...–¡Que vuelva ahí, hombre! ¿No ve que está interrum-

piendo?–Bueno, hija, bueno... –obedeció el sacerdote, atemo-

rizado.–A ver, ¿qué es eso de que te vas a llevar a Ana? Eso

será si yo lo consiento...–En realidad, no exactamente –aclaró Pablo, deseoso

de intervenir–. Tú vas a firmar tu renuncia por escrito, por supuesto. Pero la única que debe decidir es Ana.354

–¿Que yo voy a firmar? ¿Mi renuncia, a qué?–A la patria potestad –explicó una voz algo temblo-

rosa, a su espalda–. Aquí está el documento.–¿Así que tú también estás metida en esto? Cría

cuervos...–No quiero pelear contigo, mamá. Sólo quiero irme.

Quiero tener una familia.–Ya veo. ¿Y qué es lo que tienes ahora? ¡Con lo tran-

quilos que hemos estado este verano...!–Pues por eso mismo. Yo me voy y todos contentos.–De eso nada. ¿Pero tú qué te has creído? ¿Y tú, her-

manita? ¿Qué pasa, como no puedes tener hijos propios quieres quitarme los míos?

–¡Cuidado, María! –advirtió Pablo.–No, cariño, déjame a mí... –¡Anda! ¡Cariño! A rey muerto, rey puesto, ¿no,

Berta? Si que te has consolado pronto...–Yo no quiero quitarte nada, María –respondió Berta

ignorando su provocación–. Ana quiere venir conmigo y yo estaría encantada de que viniera. Eso es todo. No hay ninguna conspiración contra ti.

–¿Y piensas que por haberla tenido un par de meses eso ya te convierte en madre? Es mi hija, yo la he pari-do... y tú nunca sabrás lo que significa eso.

–Ella ha sido mejor madre en dos meses de lo que tú podrías ser en toda tu vida –replicó Pablo, perdiendo ya la compostura. Berta le acarició el hombro con dulzura pero con firmeza.

–No es culpa suya, mamá, déjala en paz. Soy yo quien quiere irse. Tú sabes que no me quieres, nunca me has querido, para ti sólo soy un estorbo. Sólo tienes que firmar esta renuncia y nunca más volveré a molestarte. Ni te reclamaré nada del negocio.

–¡Sólo faltaría eso! Pero ésa no es la cuestión, niña desagradecida. Eres mi hija, y a mí nadie viene a quitar-me lo que es mío. Ya lo hicieron una vez –añadió mirando a Berta con furia– y no me volverá a ocurrir.

355

–Nadie te quitó a Javier. Nunca fue tuyo y lo sabes. Le atrapaste con engaños, ¡y lo sabes!

–¡Aún estás celosa! Nunca soportaste que me eligiera a mí...

–No ocurrió de esa forma, ¿verdad, María? Tú le engañaste, le hiciste creer que era el padre de los hijos que ya crecían en tu vientre para que papá no te echara de casa, porque te habría echado sin duda. ¿Pero por qué Javier? Podrías haber embaucado a cualquier otro, te-nías a muchos chicos detrás de ti...

–Veo que sí has hablado con Prudencia. Muy bien, pongamos las cartas boca arriba. Pues sí, podría haber tenido a quien quisiera. Siempre he valido diez veces más que tú.

–Entonces, ¿por qué a Javier?–¿Y por qué no? ¿Por qué ibas a tener tú lo que yo no

tenía? La parejita de enamorados, siempre con sus arru-macos... ¡Me dabais tanto asco! Te di una lección, queri-da, ¿no es eso lo que hacen las hermanas mayores? Una lección valiosísima que deberías haberme agradecido: todos son unos falsos mentirosos hijos de puta.

–Estás equivocada. Tú te encontraste con uno y lo siento mucho. Si me lo hubieras contado, si hubieras confiado en mí...

–¿Qué? ¿Qué habrías hecho? ¿Prestarme a tu novio? –añadió con crueldad–. No necesitaba tu ayuda para eso, muchas gracias, me las apañé muy bien yo solita, ¿no crees?

–Sí –respondió Berta, dolida–. Te las apañaste muy bien, eres una experta hiriendo y engañando... Pero ahora no hemos venido aquí para remover el pasado. A Javier ya le hiciste bastante daño. Y a mí. Ya te has vengado de los dos lo suficiente. Pero no dejaré que sigas haciendo lo mismo con Ana. A ella déjala al margen.

–¿Y si no, qué?–Si no, hermanita, saldré ahí fuera y pronunciaré un

largo, detallado e instructivo discurso que sin duda inte-356

resará mucho a tus futuros... socios –respondió Berta con entereza.

–Bueno, ya estamos aquí –anunció Llorenç Arnau al entrar en la antesala de la iglesia, del brazo de su encor-setada hija–. No te apures, nena, que las novias deben llegar siempre tarde a sus bodas...

–¡Llorenç! –le llamó su esposa desde un rincón con un susurro apremiante– ¡Ven aquí, enseguida! No, tú no, nenita, espera ahí a los papás... O mejor vete acercando al altar, que enseguida vamos nosotros...

–¡Pero, mamá! –protestó Brígida enfurruñada– ¿Có-mo voy a ir yo sola hasta el altar?

–Está ahí, cariño, todo recto, al final del pasillo. Así tienes tiempo de saludar a tu novio...

–¡Pero, mamá! ¡Papá...!–Va, nena, va –rogó éste–. No hagas esperar más a

Carlos, que ya debe de estar subiéndose por las pare-des... –Y al alejarse su llorosa hija–: ¿Qué pasa, Roser?

–Ai, Llorenç! Que no casarem la nena!–Calla, dona! Baja la voz... ¿Qué es lo que pasa?La señora Semper, espantada, explicó al oído de su

esposo todo lo que había escuchado hasta el momento en la capilla contigua. El señor Arnau pareció reflexionar.

–¿Intervenimos?–No –respondió él con gesto grave–. Aún no.–¿Pero y si suspenden la boda? ¡Llorenç, necesitamos

esta boda! ¡Necesitamos esta sociedad! Si no saneamos pronto las cuentas perderemos lo poco que nos queda. Y eso sí que no, Llorenç, ¡la casa, no!

–Tranquila, mujer, no dramatices...–¿Dramatizar? Estamos a un paso de la suspensión

de pagos, nos han embargado el chalet de Banyoles y el apartamento de Calella, tú vendiste el mercedes por cuatro céntimos, ¡y aún te parece que dramatizo!

357

–Esperemos a ver qué pasa, no pierdas los nervios. De todas formas, creo que toda esta información nos será muy útil. Ahora ya sabemos con quién hacemos nego-cios...

–Muy bien, vosotros ganáis –cedió finalmente María, temiendo el escándalo–. Por mí os la podéis quedar, os la regalo. Es toda una Berzosa, nunca será nadie de prove-cho. Por suerte mis hijos no llevan los genes de ese idiota. Dame ese papel, quiero leerlo bien antes de firmar y quiero que incluya una cláusula por la que renuncies a tu parte de la empresa familiar. Yo no he levantado un negocio para dárselo a los buitres. Y tú –ordenó sobresal-tando a Rubén–, sal ahí y tranquiliza a los invitados y procura que nadie se mueva de su sitio. Esta boda va a salir bien, le pese a quien le pese.

–¿Puedo salir ya? –preguntó el sacerdote asomando la cabeza, temeroso.

–Un momento, padre. Todavía no hemos acabado.Rubén, impresionado aún por la comprometida esce-

na de la que acababa de ser testigo, salió de la capilla y se dirigió hacia la iglesia. Por un segundo no descubrió a los Arnau, ocultos precipitadamente tras una imagen del Divino Pastor, quienes aprovecharon el momento para escabullirse y acudir cada uno a su puesto como si nada hubiese ocurrido. Las chanclas de Rubén restallaban en el suelo pulido y el eco de ese sonido le precedía. Al entrar en la iglesia, ya todo el mundo se volvía para verle llegar. Pero, desengañados al no ser él ninguno de los protagonistas del evento, se acomodaron de nuevo en sus bancos –todo lo que les fue posible– murmurando entre ellos mientras aguardaban con impaciencia el comienzo de la ceremonia. Rubén, carraspeó, tratando de llamar su atención, sin conseguirlo.

–Señores... Señoras y... Damas y... ¡Señoras y seño-358

res –dijo alzando la voz, sin que por eso le prestasen atención– enseguida vendrán...! ¿Me oye alguien?

Alguien se puso en pie y trató de ayudarle a lograr que los invitados le escuchasen. Fue entonces cuando Rubén le vio. Era un chico alto, más o menos de su edad, vestido con un traje oscuro sin corbata que le sentaba como un guante. Se encontraba bajo una de las vidrieras y el sol del mediodía entraba por ella inundándole el cabello, largo y suelto sobre los hombros, de una luz multicolor. Parecía escapado de un cuadro renacentista. Rubén no supo bien lo que le estaba ocurriendo, pero se le había secado la garganta y las rodillas se le habían convertido en gelatina. El muchacho, que tampoco había dejado de mirarle, le sonrió y Rubén le habló sólo a él:

–Vendrán enseguida. Tenían que discutir unos asun-tos de familia, pero todo está resuelto... Enseguida empe-zará la ceremonia.

–¿Tú te quedas? –le preguntó el chico.–No... Yo... Tengo que irme.–¡Ah! Pues... es una lástima... –dijo Luis. Su madre,

escandalizada, tiró de él obligándole a sentarse.Rubén hizo acopio de valor. «Comerse el mundo, Ru-

bén. Comerse el mundo...», comenzó a repetirse a sí mis-mo. Y al fin, se decidió:

–¿Vienes conmigo?–¿Adónde? –preguntó el chico, volviendo a levantarse.–Pero ¿qué crees que estás haciendo? –le murmuró

Prudencia, escandalizada.–No sé... adonde sea... conmigo –respondió Rubén.Luis venció también sus temores y una dulce sonrisa

le inundó el rostro.–Adonde sea –afirmó.Y se dispuso a salir del banco. Su madre le agarró de

la ropa tratando de obligarle de nuevo a sentarse a su lado.

–¡Ah, no! ¡Tú no vas a ninguna parte con un... dege-nerado! Ya tengo resuelto tu futuro, idiota, ¿vas a echarlo

359

todo a perder?–Adiós, mamá –le dijo Luis con cariño–. Te quiero

mucho, pero ya no aguanto ver cómo te avergüenzas de mí. Te llamaré.

–Luis... ven aquí. ¡Luis! –susurraba Prudencia con fiereza, enrojecida de ira.

Y Rubén y Luis, cogidos de la mano, fueron hacia la capilla en busca de sus amigos.

–Bien, ya está firmado. Cada uno a su casa –decía María en ese momento.

–Bueno... mamá... cuando quieras verme o hablar conmigo... bueno, me llamas siempre que quieras... –dijo Ana, azorada.

–Eso tú, que eres la que se va. Yo no tengo por qué ir detrás de ti, niña. Ni de ti, ni de nadie. ¿No te marchas como los traidores? ¿Y qué es lo que quieres de mí, mi bendición?

–¿Qué va a querer, pedazo de bruja? –replicó Pablo, hastiado–. ¡Lo que ha querido siempre, un poco de cariño!

–Yo le he enseñado las cosas importantes de la vida. Esas ñoñerías se las podéis dar vosotros dos.

–Eso haremos, no te preocupes –respondió Berta, sin acritud.

–No, si yo no me preocupo por nada, y menos aún por vosotros. Ya podéis marcharos por donde habéis venido, aquí no estáis invitados. Y tú, recuerda bien lo último que te va a decir tu madre: Quien siembra vientos, recoge tempestades...

–Pues eso es lo que estás recogiendo tú, mamá –res-pondió Ana, entristecida.

María dio un respingo como si alguien –por una vez en su vida– le acabase de dar una bofetada.

–Ya puede salir, padre, esto ya está resuelto –ordenó 360

María al sacerdote–. Comencemos la ceremonia, que es lo que de verdad importa.

Y se marchó hacia la iglesia, seguida del obediente párroco, con la dignidad de una reina madre. Si alguna vez se arrepintió de su decisión, nunca permitió que nadie lo supiera: su orgullo se encargó de enterrar muy hondo sus sentimientos. Berta y Ana se abrazaron, sin dar crédito aún a su buena suerte.

–Bueno, familia –dijo Pablo recobrando el buen hu-mor–, ¿nos vamos por donde hemos venido?

–¿Puede venir Luis con nosotros? –preguntó Rubén tímidamente y los demás se dieron cuenta en ese mo-mento de su presencia. Pablo y Berta intercambiaron una mirada de asombro al ver que su amigo venía de la mano de otro muchacho.

–¡Anda, mi madre! Yo no sabía que tú fueras gay... –exclamó Pablo.

–No, si no lo soy. Es que me he enamorado de Luis –respondió Rubén simplemente y todos rompieron a reír.

–¡Di que sí, Rubén! –dijo Pablo, jocoso–. ¿Cómo era eso: «Yo no soy gay, pero mi novio sí»?

–No le hagáis caso –intervino Berta–. Claro que pue-des venir... ¿Tú eres el hijo de Pruden, verdad? ¿Tu madre sabe que te vas?

–Sí –respondió el chico–. Nunca me lo perdonará, pero lo sabe.

–¡Bienvenido al club! –bromeó Pablo abriendo la puerta de la iglesia–. Tú no te preocupes por eso, Luis. Ven con nosotros, que ya estamos vacunados contra los rencores familiares.

Ana miró atrás por última vez antes de marchar. Estaba a punto de perder de vista a la que hasta enton-ces había sido su familia. Esperaba cruzar una última mirada con su madre, y esperaba ver en ella algún rastro de emoción; pero María no se volvió y Ana siguió su camino.

361

–Bueno, aquí está la última maleta –anunció Pablo sacando del coche el último de los paquetes de Ana–. ¿Qué os parece si nos cambiamos y quedamos todos aquí dentro de media hora para irnos a comer?

–Pues, no sé... ¿a ti qué te parece? –preguntó Rubén a Luis.

–Vamos, chicos, ¡hay que celebrar la victoria! –rogó Berta.

–A mí me apetece –respondió Luis–. ¿Y a ti? –También –afirmó Rubén–. ¿Vamos?–De acuerdo, vale –aceptó Luis–. Hasta luego, enton-

ces.Rubén y Luis se marcharon y los demás entraron en

la casa.–Estos dos se van a llevar de maravilla –bromeó Pa-

blo–. Los dos son igual de decididos... Berta y Pablo subieron la escalera persiguiéndose

como niños traviesos y Ana les siguió, aturdida aún por el cambio tan brusco de rumbo que había tomado su vida, pero ilusionada.

–Yo... no hace falta que me cambie, ¿verdad?–Ni hablar –le respondió Pablo–. Estás guapísima. Me

recuerdas a alguien... –añadió mirando a Berta y ella le sonrió.

–Me voy un rato arriba hasta que terminéis. Tengo ganas de ver... el desván nuevo.

Ana se dirigió a la puerta-espejo. Sonrió al escuchar las risas de su tía en su habitación y subió al desván.

–Hola, papá. Ya estoy en casa –saludó al entrar.El lugar le pareció distinto, olía de un modo diferente,

aunque no había perdido su calidez. Aguardó inmóvil la respuesta de su padre y por un momento temió que ésta no llegase nunca. Pero se fijó entonces en el escritorio y vio un libro abierto sobre él, con una de sus páginas detenida a medio camino en el aire y sonrió. La máquina 362

de escribir comenzó a teclear y Ana se sintió aliviada. «¿Te vas a quedar mucho tiempo?»Ana se sentó ante el escritorio y, sonriendo, respon-

dió:«Hasta que me echéis de aquí.»Los folios que había sobre la mesa volaron como

confeti por la habitación y Ana se echó a reír. Estuvieron conversando durante largo rato, como tantas veces aquel verano. Ana estaba tan entusiasmada que no oyó los pasos a su espalda.

–Ya estamos listos, Ana –anunció Pablo, sobresaltán-dola–. Perdona cariño, no quería asustarte... ¿Qué es eso? –preguntó leyendo por encima de su hombro.

–Nada... Es para... un cuento...–¡Ah, sí! Berta me enseñó tus cuentos. Escribes tan

bien como tu padre.–Tío Pablo...–Repite eso. Me encanta cómo suena.–Tío Pablo, ¿esto va a salir bien, verdad? Quiero decir

que no podrá llevarme otra vez con ella...–Ni a tiros, nena. No te preocupes, el lunes mi aboga-

do nos acompañará al notario, al juez o adonde haga falta y lo haremos todo legalmente. ¡Ya eres nuestra!

–¡Por fin! Me alegro mucho de que la tía Berta y tú estéis juntos. ¿Cómo lo has conseguido?

–Ha sido ella. Es una mujer impresionante. Supongo que decidió que ya era el momento de seguir adelante. Arrojamos las cenizas de Javier, ¿sabes? Bueno... en rea-lidad no sé qué fue lo que arrojamos, porque de aquella caja salió un montón de colillas... ¿Tú no sabrás nada, por casualidad?

Ana puso cara de espanto y los dos se echaron a reír.–Fue un accidente –explicó ella–. Se me cayeron un

día aquí mismo y me dio miedo confesárselo a la tía, y luego todo se lió y... en fin, metí lo que había en tu ceni-cero.

–¿Entonces, están aquí? –Pablo miró a su alrededor y 363

asintió–. Me alegro. Éste sí es el lugar perfecto... Bueno, ¿nos vamos a comer? Tu tía ya debe de estar lista.

–Sí, dame un minuto para recoger esto... es que se me han caído los folios sin querer. Enseguida voy.

Pablo bajó en busca de Berta, y Ana y Javier arregla-ron el desorden. Ana se detuvo cuando ya estaba a punto de salir del desván, volvió hacia la máquina y escribió algo que nunca antes había dicho y que necesitaba decir:

«Te quiero, papá.»Y salió del desván. Javier se asomó a la buhardilla y

les vio salir a los tres, riendo y bromeando, cogidos de la mano y se sintió en paz con el mundo. Al fin un lugar para cada uno y cada uno en su lugar. Se sentó de nuevo ante el escritorio...

«Y yo a ti, mi pequeña.»...volvió a abrir el libro y continuó su lectura.

364

15. La cosecha del viento

De nuevo llegaba otro maldito verano. El calor en aquel piso cochambroso era asfixiante. Si al menos funcionase el aire acondicionado... Pero María se había propuesto firmemente que aquel verano sería el último que pasaría allí. Un año más, sólo uno y tendría dinero suficiente para llevar a cabo su proyecto. Creaciones Vilanova sería un rotundo éxito, estaba segura de ello. Resurgiría de sus cenizas como un ave fénix y volvería a estar en lo más alto... Aunque tal vez debería cambiar el nombre de su empresa... El apellido Vilanova no había quedado muy bien parado en el sector de la confección desde el escán-dalo de su embargo, aunque María prefería no recordar aquello. Habían pasado diez años y seguía teniendo pesa-dillas en las que los abogados se presentaban en su querida fábrica acompañados por la policía –¡la policía en su casa!– para echarles a la calle a ella y a sus hijos, sin contemplaciones. Era una suerte que su padre no hubie-se vivido para presenciar aquel momento aciago. No, era mejor no recordar el pasado. Ella siempre había sido una luchadora, jamás se había resignado a la derrota ni se había dejado vencer por las adversidades. Había vivido malos tiempos, ciertamente, pero nunca había perdido de vista su objetivo, nunca había dudado ni por un segundo que saldría adelante y recuperaría la dignidad perdida. Sólo un año más, un año más y todo volvería a ser como antes.

–¡María, no se distraiga, por favor! Esa falda ya debe-365

ría estar terminada. Ya sabe que no me gusta llamarle la atención, pero últimamente tiene usted la cabeza en otra parte. ¿Ha cogido ya los bajos al pantalón gris? Vamos, vamos, por favor, que es para hoy...

María se tragó las ganas de replicar y volvió a sus costuras. Ni siquiera se quejó cuando se clavó la aguja en el pulgar. Se metió rápidamente el dedo en la boca y se chupó la sangre, para no manchar la prenda que estaba arreglando para aquella modistilla de tres al cuarto que se daba aires de diseñadora de alta costura. ¿Qué podría enseñarle a ella esa necia? A ella, que había estado a un paso de dirigir un imperio... Sus ojos se posaron por un momento en la fotografía que día tras día dejaba sobre su mesa de trabajo, la que le servía de acicate para seguir adelante con sus planes. Desde una playa caribeña, bajo un cielo rabiosamente azul, una feliz y bronceada pareja la saludaba con sus cócteles en la mano, de ésos con sombrillita. Llorenç Arnau y Roser Semper tenían un as-pecto imponente y su sonrisa, tal vez excesivamente ancha, se burlaba de ella, día tras día... Y el sabor de la sangre se le mezcló en la boca con el de la bilis.

–¿Va ese combinado o no va, Juan?Juan acabó de servir las cervezas que le habían

pedido al final de la barra y comenzó a preparar el puñe-tero combinado, maldiciendo entre dientes. Su jefe se iba a enterar. Un niñato... Diez años llevando él solito la barra más concurrida de aquella discoteca de pueblo, diez años haciendo más recaudación que ningún otro camarero... diez años realizando trabajos extra como “re-laciones públicas” –o relaciones púbicas, como él las llamaba– y al final le había dado el puesto de encargado de barra a un crío con la cara llena de acné. Y al niñato se le había subido el puesto a la cabeza desde la primera noche. Y ahora, con treinta y cinco a las espaldas, tenía 366

que aguantar su cara de sapo, noche tras noche, ningu-neándole como si el novato fuera él. Ya estaba bien entrada la madrugada, casi era la hora de cerrar, y Juan acusaba el cansancio. Seguía manteniéndose en forma, mantenía a raya la barriga y las niñas aún babeaban por él, pero la espalda y las piernas se le resentían más que antes con el paso de las horas. Aquel día pensaba dormir hasta la hora de la cena. Pero su encargado tenía otros planes para él.

–Juan, cuando hayas recogido y limpiado detrás de la barra, tienes un... trabajo extra.

–Hoy no.–Hoy sí. Y no me falles, que se lo digo al jefe. La chica

te espera allí, junto a la pista.Juan dirigió la mirada al lugar indicado y se le cayó

el alma a los pies. De pie, junto a la pista, le aguardaba una “chica” de la edad de su madre que le sonreía, traviesa...

Carlos subía pesadamente una escalera más –sexto piso, puerta catorce–, la décima del día. Al llegar al cuarto rellano miró con rencor hacia el cartel de «No funciona», pegado a la puerta del ascensor y siguió subiendo. El tiempo no le había tratado tan bien como a su hermano. Unos cuantos kilos de más –herencia materna– se le habían instalado en el cuerpo y unos cuantos cabellos de menos –herencia paterna, tal vez– lucían en su cabeza. Aunque su aspecto, según su supervisor de área, era pro-picio para su profesión: inspiraba confianza. Resoplando, llegó finalmente a su destino. Antes de llamar al timbre se tomó unos instantes para recuperar el aliento y para componer el nudo de su corbata de poliéster. Y necesitó un minuto más para deshacer el otro nudo que se le for-maba cada vez en la boca del estómago. No, no siempre había sido así, sólo desde hacía cinco años y cuatro me-ses, los mismos que llevaba sin hablar con su hermano...

367

y con su ex esposa. Levantó el dedo índice hacia el timbre de aquella puerta y se detuvo. La mano le temblaba. Fue en un sexto piso, como aquél, en un bloque de viviendas situado sobre una discoteca, en donde Carlos había lla-mado hacía cinco años y en donde su hermano Juan había abierto la puerta, desnudo, cubriéndose apenas con una camiseta. La sorpresa había sido grande, aun-que no tanto como sorprender a su cuñada Marga –con el mismo atuendo– tras él... y desde luego no comparable a ver aparecer en el recibidor a su esposa Brígida –sin ca-miseta alguna– reprochándoles la tardanza... Carlos sacudió esos endemoniados recuerdos, se aferró a su portafolios de plástico y llamó de una vez al timbre.

–Buenos días, señora. ¿Le preocupa la educación de sus hijos? Nosotros le ofrecemos la enciclopedia más prestigiosa y completa del mercado por muy poquito dinero al mes...

–Que nadie me moleste durante la próxima media hora, Paloma. Voy a estar ocupado –dijo el viejo señor Luján a su secretaria antes de cerrar la puerta de su despacho.

Paloma asintió y dirigió un mohín de repulsión a la puerta cerrada. Ocupado. Ella –y media plantilla feme-nina– sabía muy bien lo que significaba esa palabra. El señor Luján se sentó ante su escritorio y abrió el informe de presupuestos que su secretaria le había preparado aquella mañana sobre la campaña publicitaria de los nuevos yogures Luján. Escuchó el sonido lento y sugeren-te de su cremallera al bajar y sonrió complacido. Dirigió una mirada más a los presupuestos mientras crecía su satisfacción, hasta que ésta fue aumentando de intensi-dad hasta tal punto que el señor Luján perdió todo inte-rés por cualquier cosa que no estuviese ocurriendo deba-jo de su mesa. Apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio y se recostó en su butaca, con los ojos cerra-dos. Excelente trabajo... Dedicación y entrega, justo lo 368

que él siempre pedía a sus empleadas... Tal vez demasia-do ímpetu, pero, ¡qué caramba! La ambición era una cualidad que él admiraba profundamente. Y el ardor juvenil... nada se le podía comparar. Empuje y decisión y la satisfacción del trabajo bien realizado hasta el final. Hasta el final. Hasta el final...

–Excelente, Marta, ya puede levantarse –agradeció el señor Luján, subiéndose la bragueta–. Si continúa así, pronto hablaremos de un ascenso...

–¡Estate quieto, Pablo, que nos van a oír! –se quejaba Berta, entre risas, en la trastienda de su negocio.

–¡Es que no puedo! Eres magnética, no sé qué tienes en el cuerpo que no soy capaz de apartar las manos. Mira, ¿lo ves? se me quedan pegadas aquí y aquí... y aquí...

–¡Basta, que están a punto de llegar! –más risas–. Mira que empiezo yo también y damos espectáculo extra a los clientes...

–Eso... literatura erótica en directo... Luis nos podría hacer un dibujo para uno de sus cómics...

–Sí, claro –dijo Berta, continuando la broma–, podría-mos ser “Rabomán contra Magnetic Woman”...

–Ejem... Humm... Perdonad... ¿Abrimos ya? Hay mucha gente esperando en la puerta –preguntó Sergi, el nuevo empleado–. Se ha formado una buena cola...

–Cinco minutos más –respondió Pablo–. Enseguida vamos.

–¿Ya han llegado los chicos? –preguntó Berta, aún en brazos de Pablo.

–Aún no. ¿Qué hacemos si no vienen pronto? El público nos va a linchar...

–Tranquilo, Sergi. Enseguida vendrán... o mejor, voy a llamarles a ver si están bien. Y tú –ordenó Berta a su socio tratando de apartarse de él– sal y ayuda a Maribel, que ya es la hora.

369

–Va, cinco minutitos más... –remoloneó Pablo resis-tiéndose a soltar sus caderas.

–¡No!... Bueno... vale... Toma esto como anticipo –di-jo Berta besándole con pasión–, ¡y esta noche te daré tu merecido, Rabomán!

–¡Eso ya lo veremos, Magnetic Woman! Aún no has visto mi arma secreta...

–¡Claro que la he visto! ¿De dónde crees que viene tu nombre?

Pablo y Berta salieron de la trastienda jugueteando, seguidos por Sergi, que aún no se había acostumbrado del todo a sus efusivos jefes. Maribel, ya curada de espantos, le hizo un guiño y le sonrió y el chico se relajó un poco.

–¡Caray, sí que hay gente! ¿Hay café y refrescos, Sergi? ¿Y las pastas han llegado ya?

–Todo está listo. Esta mañana vinieron a cargar las máquinas y hace un minuto han pasado los de la pastelería.

–Perfecto... Mira, aquí llegan los protagonistas. Abre cuando quieras, Sergi y empezamos.

El chico abrió las puertas del establecimiento y el público comenzó a entrar de forma ordenada. La primera en hacerlo fue una irreconocible doña Leonor, envuelta en un pareo blanco que resaltaba su bronceado... y el de su novio. El viejo Pericles, desde su jaula, les saludaba a todos con un ronco “hola”. El cartel en el escaparate del Ment i Cos: herboristería didáctica-librería natural había atraído a gran número de curiosos que aguardaban en la calle la llegada de sus autores favoritos para que les fir-masen los respectivos ejemplares de sus libros. Rubén y Luis entraron en la tienda, pasando desapercibidos entre el público y se acercaron a saludar a sus amigos.

–¿Aún no ha llegado Ana? Se lo va a perder –dijo Rubén, desilusionado.

–Nada de eso. Esta mañana me prometió que llegaría a tiempo –informó Berta–. Ella nunca os fallaría.370

–¿Dónde se ha metido todo el día? –preguntó Pablo–. Esta mañana salió temprano de casa, muy misteriosa...

–A mí tampoco me lo ha contado –reconoció Berta–. Me dijo que era una sorpresa.

–Será mejor que nos sentemos –sugirió Luis–. La gen-te está llenando la librería, pronto no cabrá ni un alfiler...

Rubén y Luis ocuparon sus respectivos asientos ante la mesa destinada a la firma de ejemplares. Los admira-dores de Rubén eran más numerosos, aunque eso no molestaba lo más mínimo a su marido. Luis miraba em-belesado a Rubén mientras éste firmaba con soltura los ejemplares del tercer libro de la saga “Vanity Jones”, la heroína romántica creada por Rubén que les estaba haciendo ricos a ambos, pues Luis era el autor del cómic futurista basado en el mismo personaje, que estaba arrasando entre los aficionados al género... y cuyos dere-chos había vendido ya a una productora americana para su próximo lanzamiento en Hollywood.

–¿Puedes poner: «Con cariño para mi mayor admiradora»?

–¡Ana, si te estábamos esperando!–Estaba en la calle, aguardando mi turno.–¿Por qué? Tú no tienes que hacer cola.–¿Cómo que no? Me hacía ilusión. A ver... ¡qué letra

más chula! Y ahora tú, Luis... Gracias...Ana se acercó a sus tíos y recibió sus abrazos. Luego

los tres se apoyaron en el mostrador y observaron a sus chicos, orgullosos.

–Me encanta que les vaya tan bien. Les adoro –dijo Ana.

–Y yo. Son de la familia –afirmó Berta.–Toma, esto es para ti –le dijo su sobrina entregán-

dole un paquete envuelto en papel de regalo.–¿Un regalo para mí? ¿Por qué?–Ábrelo luego y lo entenderás –dijo Ana, misteriosa.–¡Sí, claro, luego! ¿Desde cuándo puedo yo esperar

para abrir un regalo?371

–¡Eso! ¿Desde cuándo? –se burló Pablo–. ¿Y para mí no hay nada? –añadió fingiendo celos.

–En realidad es para los dos... Espero que os guste –aclaró Ana, nerviosa–. ¡Venga, ábrelo ya porque yo tam-poco puedo esperar...!

Berta arrancó impaciente el papel que cubría el pa-quete y se encontró con un libro nuevo en las manos. Durante unos segundos siguió sin comprender, hasta que de repente cayó en la cuenta. Sobre el título de aquel libro de relatos aparecía el nombre de sus autores, desco-nocidos para el mundo y tan queridos para ella: Javier y Ana Berzosa.

–¡Te lo han publicado! –exclamó Berta–. No nos habías dicho nada...

–Quería que fuera una sorpresa...–¡Y vaya si lo ha sido! ¡Cariño, qué orgullosa estoy de

ti!–¡A ver, pásamelo! –dijo Pablo tomando el libro con

impaciencia.Pablo miró durante largo rato el nombre de su amigo

en la cubierta de aquel libro sin decir una palabra. Luego miró a Ana con tanto orgullo que la hizo enrojecer.

–¡Esto hay que celebrarlo! –exclamó Berta, alboroza-da–. Voy a hacerle sitio en la librería, quiero que tenga el puesto de honor en el escaparate.

–Sí, pero éste no –dijo Pablo sin dejar de mirar a Ana–. Éste hay que leerlo en el desván...

FIN

Catalina Gómez ParradoGandía, abril 2005

(Edición revisada: junio 2010)

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