El arca de agua de Doctorow

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Una novela original y misteriosa con meandros narrativos que reflejan la cualidad flexible y siempre en expansión de la ciudad de Nueva York.

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Traducción de Jul ieta Lionetti

el arca

de agua

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EL ARCA DE AGUAE.L. Doctorow

Estamos en la Nueva York de después de la Guerra Civil estadounidense,con sus calles llenas de veteranos tullidos, vendedores de periódicos,mendigos, floristas, donde los policías corruptos del intendente Tweed todolo dominan para su propio beneficio y una clase social de nuevos ricos eintelecto débil que está surgiendo, resplandeciente, en este escenario demiseria colectiva.

Martin Pemberton camina por Broadway una mañana lluviosa y ve pasarde refilón un carruaje con pasajeros vestidos de negro. Entre ellos reco-noce a su padre, el mismo que ha muerto recientemente y a cuyo entierroMartin ha asistido. Se desvía de su camino para seguir este extraño ca-rruaje, metiéndose de lleno en una ciudad fantasmal que se opone aNueva York como si fuera el negativo de una fotografía panorámica, conluces y sombras al contrario de como deberían ser.

ACERCA DEL AUTORE.L. Doctorow (Nueva York, 1931) es una de las voces fundamentalesde la literatura norteamericana contemporánea. Su obra traducida atreinta lenguas ha sido merecedora de los premios más importantes desu país, como el Pen/Faulkner y es, año tras año, candidato al Nobel.Autor de novelas tan importantes como Ragtime, Billy Bathgate, La gran

marcha, Cómo todo acabó y volvió a empezar y Homer y Langley, Doc-torow es, asimismo, autor de relatos, ensayos y teatro.

ACERCA DE LA OBRA«Fabulosa y hechizante… Los temas más profundos, la vida y la muerte,se deslizan en la veloz embarcación que constituye la imaginación poé-tica de Doctorow.»THe New YoRk Times Book Review

«Doctorow se deleita en las sobrecogedoras descripciones de las muta-ciones del paisaje urbano, a la vez que expresa el pragmatismo brutal dela supervivencia y nuestra capacidad innata para cometer actos sinies-tros. Gótica, penetrante, meticulosamente escrita e inspirada en Poe yMelville, esta novela es una sorpresa extraordinaria.»BookLisT

«Su eficacia consiste en transmitir esas obsesiones que son (y aparente-mente siempre han sido) tan comunes en Nueva York. Mientras capturala ciudad histórica en su totalidad, la narrativa de Doctorow tambiénapunta con sutileza a la urbe contemporánea.»kiRkus Reviews

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A I. Doctorow y Philip Blair Rice

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NUEVA YORK HACIA 1870, SEGÚN UN GRABADO DE LA ÉPOCA

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1. Battery Park, punta sur de Manhattan, centro de la vida por-tuaria.

2. La taberna Black Horse, en Water Street, lugar de rufianes.3. Printing House Square, sede del Telegram.4. El barrio de las linternas rojas en torno a Greene Street,

donde se alojaba Martin Pemberton.5. Dead Man’s Curve, sobre Broadway, donde apareció el fan-

tasmal ómnibus blanco.6. Mulberry Street: el despacho del capitán Donne en los cuar-

teles de la Policía municipal.7. La monumental arca de agua de Nueva York, en la calle

Cuarenta y dos y la Quinta avenida.8. En torno a Central Park se afincaban los nuevos ricos y los

conspiradores del Tweed Ring.9. El Hogar de los Niños Vagabundos, en la calle Noventa y tres

y la Primera avenida.10. El Asilo de Criminales Insanos, en la isla de Blackwell.11. Camino a Ravenwood, residencia de los Pemberton en Pier-

mont.12. Camino al embalse del río Croton y al invernáculo del doc-

tor Sartorius.

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Nadie tomaba al pie de la letra lo que Martin Pembertondecía; era demasiado melodramático y atormentado para ha-blar con claridad. Atraía a las mujeres gracias a esta condición;lo creían algo así como un poeta, aunque en realidad no erasino un crítico, un crítico de su vida y de su época. Por eso,cuando empezó a murmurar por ahí que su padre seguía vivo,quienes lo oímos, y recordábamos a su padre, entendimos quehablaba de la persistencia del mal en general.

En aquellos días el Telegram dependía, en gran medida, deltrabajo de periodistas independientes. Siempre había sido há-bil para distinguir a un buen colaborador y tenía un puñadode ellos a mi disposición. Martin Pemberton era, de lejos, elmejor, aunque jamás se lo habría dicho. Lo trataba como a to-dos los demás. Porque se esperaba de mí, era zumbón; porqueme citaran en las tabernas, era gracioso y, porque estaba en minaturaleza, era bastante imparcial… aunque también tenía ungran interés por el idioma y quería que cada uno de ellos escri-biera para mi aprobación… aprobación que, si alguna vez lle-gaba, sonaba mordaz.

Desde luego, nada de todo esto daba resultados con MartinPemberton. Era un joven melancólico y atolondrado y no ca-

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bía duda de que consideraba sus propios pensamientos mejorcompañía que la gente. Ante el menor de los estímulos, abríay cerraba sus ojos grises espasmódicamente. Arqueaba las cejas yluego las contraía en un gesto ceñudo; por unos instantes, sehabría dicho que en lugar de mirar el mundo lo estaba perfo-rando. Adolecía de un exceso de lucidez: parecía estar tantomás allá, en ciertos aspectos, que inmediatamente uno se sen-tía desfallecer en su presencia y experimentaba su propia va-cuidad e impostura. La mayoría de los periodistas indepen-dientes son criaturas nerviosas y pusilánimes… llevan unaexistencia tan insignificante, después de todo… pero Martinera arrogante: sabía que escribía muy bien y jamás condescen-dió a mi juicio. Solo eso habría bastado para que sobresaliese.

Era menudo, le empezaba a ralear el pelo y su rostro de fac-ciones huesudas estaba siempre bien afeitado. Recorría la ciu-dad a zancadas, con el paso un poco rígido de alguien de mayorestatura. Solía bajar por Broadway, con su sobretodo del ejércitode la Unión desabrochado, lo cual hacía que flameara a sus es-paldas como una capa. Martin pertenecía a esa generación de laposguerra que veía corrosivas piezas de arte o de moda en elmaterial militar. Él y sus amigos eran pequeños enclaves de iro-nía en la sociedad. Una vez me dijo que la guerra no había sidoentre la Unión y los rebeldes sino entre dos estados confedera-dos y, por lo tanto, una de las dos confederaciones debía ganar.Soy un hombre incapaz de concebir a nadie más que Abe Lin-coln como presidente, así que pueden imaginarse cómo mecayó un comentario de ese tenor. Sin embargo, me intrigaba lavisión del mundo que escondía. Yo mismo no era exactamentecomplaciente con nuestra moderna civilización industrial.

El mejor amigo de Martin era un artista: un joven corpu-lento y robusto llamado Harry Wheelwright. Cuando no im-portunaba a las viudas ricas para que le encargasen un retrato,

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Wheelwright dibujaba a los veteranos de guerra que encontrabaen las calles… con la atención centrada en sus deformaciones.Yo juzgaba sus dibujos como el equivalente de las indiscretaspero inspiradas recensiones y críticas culturales de Martin. Y,como viejo lobo de prensa, aguzaba las orejas. El alma de la ciu-dad fue siempre mi tema y era un alma turbulenta, que se agi-taba y retorcía sobre sí misma, que se daba nuevas formas, que serecogía para luego abrirse nuevamente como una nube alcan-zada por el viento. Estos jóvenes pertenecían a una generaciónrecelosa, sin ilusiones… revolucionarios, si se quiere… aunquequizá demasiado vulnerables como para conseguir algo. La des-afiante sujeción de Martin a su propia época era obvia… perono se sabía hasta cuándo sería capaz de soportarla.

No solía interesarme por los antecedentes de mis colabo-radores, pero, en este caso, era imposible desconocerlos. Mar-tin provenía de la opulencia. Su padre era el difunto y archico-nocido Augustus Pemberton, que había hecho lo necesariopara avergonzar y mortificar a su descendencia durante gene-raciones pues, como proveedor del ejército del Norte, habíaamasado una fortuna durante la guerra con botas que se caíana pedazos, mantas que se disolvían en la lluvia, carpas que sedesgarraban por las abrazaderas y telas de uniforme que des-teñían. A todo esto lo habíamos denominado «baratijas». Perolas baratijas no eran el peor de los pecados del viejo Pember-ton. Lo más significativo de su fortuna venía del flete de bar-cos negreros. Pensarán que el tráfico de esclavos estaba confi-nado a los puertos sureños, pero Augustus Pemberton lo hacíadesde Nueva York… aun después de que hubiese estallado laguerra, tan tarde como en 1862. Se había asociado con unosportugueses, pues los portugueses eran los especialistas deltráfico. Fletaban los barcos a África desde aquí mismo, desdeFulton Street, y los traían de vuelta a través del océano con

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destino a Cuba, donde vendían la carga a las plantaciones deazúcar. Los barcos se echaban a pique a causa del persistentehedor que se negaba a desaparecer. Pero las ganancias eran tanpingües que podían comprar uno nuevo. Y después, otro más.

Pues bien, este era el padre de Martin. Entenderán por quésu hijo pudo elegir, como penitencia, la existencia desvalida delperiodista independiente. Martin había estado al corriente delas actividades del viejo y, a temprana edad, se las arregló paraque lo desheredara… La manera en que lo logró, la explicarémás adelante. Ahora señalaré que, para fletar barcos negrerosdesde Nueva York, Augustus Pemberton tenía que habersemetido en el bolsillo a los guardias del puerto. Las bodegas deun barco negrero estaban hechas para hacinar la mayor canti-dad posible de seres humanos, a duras penas se estaba de pie…era imposible hacerse a bordo de un barco negrero y no darsepor enterado. Por eso, no sorprendió a nadie que, cuando Au-gustus Pemberton murió después de una larga enfermedad, en1869, y lo sepultaron en la iglesia episcopal de Saint James,en Laight Street, los dignatarios más importantes de la ciudadse hicieran ver durante las exequias, capitaneados por el mis-mísimo Boss Tweed y los miembros del Ring —el fiscal de ta-sas y el alcalde—, acompañados por varios jueces y una docenade ladrones de Wall Street…Tampoco sorprendió a nadie quefuera honrado con importantes obituarios en todos los perió-dicos, incluido el Telegram. ¡Ay de mi Manhattan! Las grandesestelas de piedra del puente de Brooklyn comenzaban a alzarseen ambas márgenes del río. Barcazas, paquebotes y buques decarga tomaban puerto a todas horas del día. Los muelles crujíanbajo el peso de los cajones, de los barriles y de las balas quecontenían todos los bienes de este mundo. Podría jurar que,desde cualquier esquina, me era audible la canción del telégrafoque viajaba por los cables. Hacia el fin del día mercantil, en la

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Bolsa, el jaleo de los teletipos llenaba el aire como si fuesen losgrillos de un crepúsculo estival. Era la posguerra. Allí dondeno encuentren a la humanidad encadenada a la Historia, estánen el Paraíso, en el Paraíso inconsecuente.

No me pretendo un profeta, pero recuerdo lo que sentí al-gunos años antes, cuando murió el presidente Lincoln. Habránde tenerme confianza cuando les digo que esto, como todo lodemás que les cuento, es fundamental para el relato. Marcharoncon su catafalco por Broadway hasta el depósito del ferrocarrily, por semanas y semanas, los restos de la muselina fúnebre ale-tearon hechos jirones en las ventanas de las casas que estabanen la ruta del cortejo. La tintura negra cubría los frentes de losedificios, la tintura negra manchaba las marquesinas de lastiendas, de los restaurantes. La ciudad estaba perversamentequieta. No éramos nosotros mismos. Los veteranos que pedíanlimosna delante de los almacenes A. T. Stewart vieron una llu-via de monedas descargada en sus latas.

Pero yo conocía mi ciudad, y esperé que pasara lo que teníaque pasar. Después de todo, no había voces moduladas. Las pa-labras se gritaban, salían volando como perdigones desde los doscilindros de las rotativas. Había cubierto los disturbios cuando elprecio del barril de harina subió de siete dólares a veinte. Seguí alas bandas armadas de asesinos, que combatieron con el ejércitoen las calles y prendieron fuego al orfanato de niños negros, des-pués de que se ordenara el reclutamiento de soldados. Habíavisto motines de conspiradores y sublevaciones de policías y es-taba en la Octava avenida cuando los irlandeses católicos ataca-ron a sus compatriotas protestantes mientras estos desfilaban.Soy un defensor de la democracia, pero les digo que, en esta ciu-dad, he vivido épocas que me hicieron anhelar la paz sofocante delos reyes… esa ecuanimidad que tiene su origen en la genufle-xión reverencial ante la luz cegadora de la autoridad real.

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Por todo esto, supe que algún propósito dominante se en-cubría en la muerte del señor Lincoln, pero ¿cuál era? Algunadesalmada ecuación social debía abrirse paso desde la tumbade aquel hombre, para erguirse otra vez. Pero no me anticipé…llegaría una tarde húmeda y lluviosa de la mano de mi jovencolaborador que, de pie en mi despacho, los hombros cubier-tos por aquel sobretodo de la Unión que parecía más pesadoque una capa de musgo, esperaba que yo leyera su artículo. Nosé por qué siempre parecía llover cuando Martin andaba cerca.Pero aquel día… aquel día estaba hecho un desastre. Los pan-talones, desgarrados y embadurnados; el rostro pálido, arañadoy con cardenales. La tinta de su original se había desleído; enlas páginas había manchas de barro y la portada estaba cruzadapor la impronta de una mano, que parecía hecha con algo asícomo sangre. Pero era otra recensión desdeñosa, escrita conbrillo y demasiado buena para los lectores del Telegram.

—A algún pobre diablo le llevó un año de su vida escribiresto —le dije.

—Y yo perdí un día de la mía leyéndolo.—Deberíamos decirlo en una entrevista complementaria.

La intelligentsia de esta gran ciudad le estará agradecida por ha-berle ahorrado la lectura de otra novela de Pierce Graham.

—No hay intelligentsia en esta ciudad —dijo Martin Pem-berton—. Es una ciudad de clérigos y periodistas.

Avanzó hasta detrás de mi escritorio y miró por la ventana.Mi despacho daba al Printing House Square. La lluvia bajabacomo una riada sobre el cristal y hacía que todo lo que habíaafuera, los cardúmenes de paraguas, los carruajes, los coches in-fatigables del transporte público, pareciese moverse bajo agua.

—Si quiere una reseña favorable, ¿por qué no me entregaalgo decente que leer? —agregó Martin—. Deme algo para lacolumna de opinión. Le aseguro que mostraré mi aprecio.

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—Eso no me lo creo. Usted lo odia todo. La grandeza desus opiniones es inversamente proporcional al estado de suguardarropa. Cuénteme qué ha pasado, Pemberton. ¿Se cayóbajo un tren? ¿O no debería preguntar?

Obtuve el silencio por toda respuesta. Después, MartinPemberton dijo, con su voz atildada:

—Está vivo.—¿Quién está vivo?—Mi padre, Augustus Pemberton. Está vivo. Vive.Arranqué esta escena de la corriente de momentos críticos

que forman la jornada en un periódico. Unos segundos mástarde, Martin Pemberton se había marchado con un albarán enla mano; su original estaba en la bandeja que lo llevaría a la sala decomposición y yo me encargaba de cerrar la edición. No meculpo. La suya había sido una respuesta oblicua a mi pregunta…como si cualquier cosa que hubiese sucedido solo cobrara sen-tido para él en la medida en que evocara un juicio moral. Inter-preté lo que había dicho como una metáfora, una forma poéticade caracterizar la ciudad miserable que ninguno de los dosamaba, pero que ninguno de los dos podía abandonar.

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Esto habrá sucedido en algún momento del mes de abril de1871. Después, vi a Martin Pemberton una vez más y luego seevaporó. Antes de su desaparición, informó al menos a otrasdos personas de que Augustus Pemberton seguía vivo: EmilyTisdale y Charles Grimshaw, el párroco de Saint James que ha-bía hecho el panegírico fúnebre del viejo. Por supuesto, yo to-davía no lo sabía. La señorita Tisdale era la prometida de Mar-tin, aunque me parecía inverosímil que estuviera dispuesto aabandonar las tormentas desordenadas de su alma por el buenpuerto del matrimonio. No me equivocaba demasiado: era ob-vio que Martin y la señorita Tisdale pasaban por un periodode dificultades y que el compromiso, si así se lo podía llamar,era por demás dudoso.

En cierta medida, tanto ella como el doctor Grimshaw con-jeturaron, tal como lo hice yo, que Martin no había lanzadoaquella afirmación para que se la tomara al pie de la letra. Laseñorita Tisdale estaba tan acostumbrada a las exageracionesde su prometido que se limitó a añadir este precedente alar-mante a los demás miedos que albergaba por el futuro de aquelvínculo. Grimshaw iba un poco más lejos y estimaba que lacordura de Martin estaba en peligro. Yo pensaba, por el con-

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trario, que Augustus Pemberton no había sido sino un hom-bre representativo. Si pueden imaginarse cómo era la vida ennuestra ciudad… Los Augustus Pemberton que había entrenosotros estaban sostenidos por toda una cultura.

Ahora hemos entrado en el reino de la vida pública… elmás barato y vulgar de los reinos, el reino de las noticias deprensa. Mi reino.

Les recuerdo que William Marcy Tweed dominaba la ciu-dad como nadie lo había hecho antes. Era el mesías de los po-líticos municipales, el no va más de la democracia tal comoellos la concebían. Tenía sus propios jueces en los tribunalesestatales; su propio alcalde, Oakey Hall, en el City Hall, yhasta su propio gobernador, en Albany. Tenía un abogado lla-mado Sweeny, que ejercía de chambelán de la ciudad y contro-laba a los jueces, y también tenía a Dick Connolly como fiscalde tasas, para que manipulara los libros. Este era el Ring. Ade-más, acaso otras diez mil personas dependían de la largueza deTweed. Les daba trabajo a los inmigrantes y, a su turno, los in-migrantes llenaban las urnas en provecho de él.

Tweed formaba parte de los consejos de los bancos; teníaintereses en la planta de gas, en una compañía de ómnibus yen otra de tranvías; era dueño de las prensas que imprimían lascomunicaciones municipales y de la cantera que suministrabael mármol de los edificios públicos.

Quien hiciera negocios con la ciudad —cada contratista,cada carpintero, cada deshollinador, cada proveedor, cada fa-bricante— debía entregar entre el quince y el cincuenta porciento del precio de sus servicios al Ring. Quienes quisieran untrabajo, desde el portero de escuela hasta el comisario de poli-cía, debían pagar por adelantado una cuota de admisión yluego, de por vida, entregar un porcentaje de sus salarios a BossTweed.

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Sé lo que piensan los de la nueva generación. Tienen suscoches, sus teléfonos, sus luces eléctricas… y cuando juzgan aBoss Tweed lo hacen con simpatía, como un fraude maravi-lloso, como un pillo legendario de la vieja Nueva York. Pero loque él llevó a cabo fue homicida en el estricto sentido actualdel término. Abiertamente homicida. ¿Pueden entender su in-menso poder, el miedo que inspiraba? ¿Pueden imaginar lo quesignifica vivir en una ciudad de ladrones, estridente en el disi-mulo, en una ciudad asolada, en una sociedad solo nominal?¿Qué pensaría Martin Pemberton niño cuando, sorbo a sorbo,aprendía los orígenes de la riqueza de su padre, excepto que supadre había sido engendrado por el plano mismo de la ciudad?Cuando andaba por ahí diciendo que su padre, Augustus, se-guía vivo, no quería significar otra cosa. Quería decir que lohabía visto a bordo de un coche del transporte público, enBroadway. Porque caí en el malentendido, encontré una ver-dad mayor, aunque no me daría cuenta de ello hasta que todohubiese acabado. Fue uno de esos momentos intuitivos de re-velación que quedan suspendidos en nuestra conciencia, hastaque volvemos a ellos provistos de las herramientas ordinariasdel conocimiento.

Todo esto es una digresión, supongo. Pero es importanteque sepan quién cuenta la historia. Pasé mi vida en los perió-dicos, que son las fábricas de la historia colectiva de todos no-sotros. Conocí a Boss Tweed personalmente, lo vigilé duranteaños. Despedí a más de un redactor a quien había sobornado. Alos que no podía corromper, los intimidaba. Todos sabían loque se traía entre manos, pero nadie podía tocarlo. Cuando en-traba en un restaurante con su séquito, se podía sentir sufuerza, literalmente… como una compresión del aire. Era uncabrón corpulento y sanguíneo que pesaba unos ciento treintakilos. Calvo y de barba rojiza, tenía un atractivo brillo mali-

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cioso en sus ojos azules. Pagaba las copas y pagaba las cenas.Pero, en los raros momentos en que no había una mano queestrechar o un brindis que celebrar, su mirada caía muerta yaparecía la ferocidad de su alma.

Tienen derecho a creer que viven en los tiempos modernos,aquí y ahora, pero esta es la ilusión necesaria a cada época. No-sotros no actuábamos como si fuéramos un antecedente detiempos venideros. No había nada singular ni pintoresco ennosotros. Les aseguro que Nueva York después de la guerra eramás creativa, más deletérea, más original de lo que es hoy.Nuestras rotativas sacaban a la calle quince, veinte mil perió-dicos al precio de uno o dos centavos. Enormes máquinas devapor daban energía a los molinos y a las fábricas. Las calles sealumbraban por las noches con farolas de gas. Llevábamos trescuartos de siglo en la Revolución industrial.

Como nación, nos entregábamos al exceso. Exceso en todo:en el placer, en la ostentación, en el afán interminable, en lamuerte. Los niños vagabundos dormían en las calles. La de tra-pero era una profesión. Una clase notoriamente satisfecha,cuya riqueza era tan nueva como débil su intelecto, destellabasobre un fondo de miseria generalizada. Fuera, en los límitesde la ciudad, a lo largo del río Hudson, o en WashingtonHeights, o en las islas del East River, detrás de muros de piedray de altas cercas, se erguían nuestras instituciones de caridad:los orfanatos, las casas de locos, los asilos de pobres, las escue-las de sordomudos y las misiones para magdalenas. Formabanuna especie de Ringstrasse alrededor de nuestra civilizaciónvenerable.

Walt Whitman era, entre otras cosas, el bardo de la ciudady no era del todo desconocido. Andaba por ahí vestido comoun marinero, con un gabán y una gorra tejida. Era un cele-brante, un hacedor de ditirambos y, en mi opinión, un poco

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tonto, a juzgar por las cosas que eligió como objeto de su canto.Pero tiene estos versos confesionales sobre su ciudad, menospoéticos que de costumbre, como si se hubiese detenido a to-mar aliento antes de comenzar el siguiente ditirambo.

Somehow I have been stunned. Stand back!Give me a little time beyond my cuffed headand slumbers and dreams and gaping… *

La Guerra de Secesión nos hizo ricos. Cuando terminó, nohabía nada que detuviera el progreso… ni ideas clásicas en rui-nas, ni supersticiones que retardaran el ardor civil y republi-cano. No había mucho por destruir o trastornar, como sí lo ha-bía en las culturas europeas de ciudades romanas y cofradíasmedievales. Se demolieron unas pocas granjas holandesas, lospueblos se unieron a las ciudades, las ciudades se dividieron endistritos electorales y, de pronto, bloques y aparejos construíanlas mansiones de mármol y granito de la Quinta avenida y po-licías fornidos vadeaban el tráfico atascado de Broadway agolpe de grupa, mientras desenganchaban las ruedas de los ca-rruajes y maldecían el desconsiderado embrollo producido porlos coches, los ómnibus, los carros, los carrocines, que erannuestros medios de transporte durante el afanoso día.

Durante años, nuestros edificios más altos fueron las to-rres de incendio. Había fuegos todo el rato; quemábamos porhábito. Las centrales de bomberos telegrafiaban las indicacio-nes del lugar y los voluntarios acudían al galope. Cuando salíael sol, todo era de color azul: la luz de nuestros días era una

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* No sé cómo pero me habéis aturdido. ¡Deteneos! / Dadme algo detiempo además de una cabeza zurrada, / además de los sopores y los sue-ños y el panfilismo. (N. de la T.)

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suspensión de azul. Por la noche, los cañones llameantes de laschimeneas de las fundiciones, instaladas a lo largo del río, de-rramaban sus antorchas sobre los muelles y los cobertizoscomo si se tratase de simiente. Locomotoras cenicientas atra-vesaban las calles. Con carbón funcionaban los barcos y los fe-rris. Con carbón se encendían las cocinas y las estufas de nues-tras casas y, en las mañanas serenas de invierno, fumaradasnegras se elevaban desde las chimeneas con las formas trému-las de los ciudadanos de una necrópolis.

Era la vieja ciudad que, con naturalidad, se disponía a cre-cer: las viejas tabernas, los tugurios, las cuadras, las cervecerías,los auditorios. La vida vieja, el pasado. Y era acerbo el aire querespirábamos: nos levantábamos por la mañana y abríamos lasventanas de par en par, inhalábamos nuestra ración del sulfu-roso elemento y nuestra sangre hervía de agitada ambición.Casi un millón de personas llamaba a Nueva York su hogar,cada cual atendiendo a sus propias necesidades en un ambientede alegre depravación. En ningún otro lugar del mundo habíauna aceleración de energías comparable. Una mansión aparecíaen medio del campo. Al día siguiente, se encontraba en mediode una calle urbana a la que atravesaban coches y caballos.

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En algún sentido, es lamentable que me haya visto tan mez-clado en lo que llamaré, por ahora, el asunto Pemberton. Entanto hombre de prensa, uno trata de estar lo más cerca posiblede las cosas, pero no hasta el punto del compromiso personal.Si el periodismo fuese una filosofía y no un oficio, sostendríaque no hay orden en el universo, que no hay sentido discerniblesin… el periódico diario. Y así resulta que nosotros, pobres mi-serables, tenemos una tarea monumental: moldear el caos entitulares que se organizan en oraciones que, a su vez, debenajustarse a las columnas de una página de noticias impresas. Sihay que ver las cosas tal como son y además cumplir con lahora de cierre, es mejor que no nos enredemos.

El Telegram era un periódico vespertino. Entre las dos y lasdos y media de la tarde, la edición estaba compuesta. La tiradaestaba lista hacia las cuatro. A las cinco, iba al Callaghan’s, quequedaba a la vuelta de la esquina, me instalaba en la gran ba-rra de roble con mi jarra de cerveza y le compraba un ejemplaral niño que hacía el pregón. Mi mayor placer… leer mi propioperiódico como si no lo hubiese construido yo mismo. Evocabalos sentimientos de un lector corriente que recibía las noticias,mis noticias, inferidas como la creación a priori de un poder

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superior… la objetividad inmanente de una tipografía caídadel cielo.

¿Qué más tenía que me asegurase un universo estable? ¿Labarra de roble del Callaghan’s? Sobre mi cabeza había un te-cho de chapa corrugada; detrás de mí, las mesas sencillas y lassillas sin barniz; debajo de mis pies, el serrín limpio que cubríael suelo de baldosas hexagonales. Pero el propio Callaghan, unhombre florido que resollaba ásperamente, era un desafortu-nado propietario de sus bienes y más de una vez, a lo largo delos años, de la ventana había colgado un requerimiento judi-cial. Y no había más sobre el sólido roble. ¿El niño de los pe-riódicos, entonces? ¿El que voceaba su pregón en la puerta?Pero mentiría si dijese que era siempre el mismo. Los niños delos periódicos vivían vidas pendencieras. Luchaban por sus es-quinas con uñas y dientes y cachiporras; eran arteros, cínicosy brutales los unos con los otros. Sobornaban para conseguirsus ejemplares más temprano. Trepaban a los porches y llama-ban a las puertas, se empujaban en las paradas del ómnibus, seprecipitaban entre los carruajes y, si uno les prestaba la menoratención, se encontraba con un ejemplar en la mano y una pe-queña palma extendida bajo la barbilla antes de haber pro-nunciado palabra. En el ambiente se decía que serían los esta-distas, los banqueros y los magnates ferroviarios del mañana.Pero ningún editor quería reconocer que su influyente condi-ción se transportaba sobre los hombros pequeños y desgarba-dos de un niño de ocho años. Si alguno de estos golfillos seconvirtió en estadista o en banquero, nunca se dio a conocerconmigo. Muchos de ellos morían de enfermedades venéreasy pulmonares. Los que sobrevivieron, lo hicieron para expre-sar las flaquezas de su clase.

Habría podido pensar en Martin Pemberton, el empobre-cido hijo de un padre al que había repudiado, o que lo había

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repudiado a él: había llegado a apreciar su opinión, siempre im-prudente… ¡eso sí era seguro y estable! Una tarde, en el Ca-llaghan’s, mientras leía mi página de cultura y la juzgaba abu-rrida e insustancial, me pregunté dónde se había metidoúltimamente el tal Pemberton, porque hacía varias semanasque no lo veía. Casi en ese mismo instante, o al menos así me loparece ahora, un mensajero atravesó la puerta con un paqueteque enviaba mi editor. Mi editor tenía la costumbre de andarenviando por ahí cosas que, en su opinión, yo debía conocer.Esta vez eran dos. La primera era el último número de aquelórgano de la cultura de los señoritos de Nueva Inglaterra, elAtlantic Monthly, en el cual había señalado un artículo firmadonada menos que por Oliver Wendell Holmes. Holmes denos-taba a ciertos críticos ignorantes de Nueva York que no teníanel suficiente respeto por el genio literario de sus compañerosde trinomia: James Russell Lowell, Henry Wadsworth Long-fellow y Thomas Wentworth Higginson. Aunque no daba lasseñas de identidad de los ofensores quedaba claro, por sus alu-siones, que Martin Pemberton se encontraba entre ellos: unpoco antes, ese mismo año, yo había dado a las prensas un ar-tículo de Martin en el que afirmaba que aquellos hombres,Holmes incluido, tenían apellidos demasiado largos para laobra que exhibían.

Pues bien, esto ya era causa de regocijo, pero también lo erael resto: una carta firmada nada menos que por Pierce Gra-ham, el autor de la novela que Martin Pemberton había criti-cado tan minuciosamente… y cuya reseña yo había publicadocon tanta precipitación… aquel lluvioso día de abril.

El nombre de Pierce Graham no les será familiar; tuvo unabreve notoriedad en el mundo literario, fundada en su bús-queda de temas en los territorios todavía no incorporados a laUnión, yendo y viniendo entre puestos de frontera y campa-

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mentos mineros, cuando no andaba cazando indios con la ca-ballería. Era un hombre deportivo, un buen bebedor con ciertapredilección por desnudarse hasta la cintura en las tabernas yacometer peleas en las que había recompensa. El señor Gra-ham, que escribía desde Chicago, advertía que si no aparecíauna rectificación en el Telegram, nos demandaría por difama-ción y, para arreglar bien las cosas, vendría a Nueva York y re-duciría a cenizas al autor de la recensión.

¡Qué gran día para el Telegram! Nunca antes, al menos enmi recuerdo, habíamos logrado ofender a ambos extremos delespectro literario: los de sangre azul y los rústicos rubicundos;los patricios y los plebeyos. Martin escribía sus artículos y lagente hablaba de ellos. Yo no tenía memoria de que ningunaotra cosa publicada por nuestro periódico hubiese encoleri-zado a nadie.

Por supuesto, Martin Pemberton nunca se habría retrac-tado de nada de lo que había escrito, ni yo de lo publicado… almenos mientras estuviese a cargo de la redacción. Levanté lavista. Callaghan, en la contemplación de aquella comunión dehombres buenos sentados en sus taburetes, sonreía beatífica-mente al otro lado de la barra. En cambio, yo veía mesas y si-llas a un lado, una lámpara colgante que iluminaba el serrín, aCallaghan que sostenía la campana y, rodeado de una multitudde hombres vociferantes, imaginé a mi colaborador que, des-nudo hasta la cintura y exhibiendo sus costillas como el mejorde sus atributos, levantaba un puño y luego el otro al compás desus ojos grises, que se abrían espasmódicamente ante la visióndel idiota petulante que brincaba delante de él. La visión eratan ridícula que me reí a carcajadas.

—Oye, Callaghan —llamé—, otra copa. Y una para ti.A la mañana siguiente envié una nota a la pensión donde

vivía Pemberton, en Greene Street, en la que le pedía que se

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diera una vuelta por la redacción. No apareció ni respondiópor carta así que, un par de días más tarde, me llegué hasta allídespués del trabajo.

Greene Street debía su fama a las prostitutas… una callede linternas rojas. Encontré la dirección: una pequeña casa delistones de madera, que se alzaba un poco más atrás de la líneaformada por los edificios de los talleres de reparación de ma-quinaria que la flanqueaban por ambos lados. Necesitaba re-formas. La escalera que llevaba a la puerta principal, de ce-mento y sin barandilla, tenía el aspecto característico de lasreformas neoyorquinas hechas de mala gana. Una vieja encor-vada, que había visto mejores días en el negocio de la prostitu-ción y lucía unos pezones que le colgaban hasta la cintura pordebajo de la blusa y una pipa clavada en la quijada, contestó a lapuerta y señaló hacia el piso superior con un gesto mínimo ydesdeñoso de la cabeza, como si la persona por quien yo pre-guntaba no mereciese mayor atención de nadie.

Martin entre las suripantas… podía imaginarlo, en sucuarto del ático, articulando sus desdenes sobre el papel mien-tras, bajo su ventana, sus vecinas vagaban toda la noche, solas oen parejas, y llamaban con gritos lascivos a los caballeros quese acercaban. Dentro de la casa, el olor rancio de col hervidacasi pudo conmigo, y se fue haciendo más penetrante a medidaque subía la escalera. No había rellano, los peldaños terminabanen una puerta de hoja sencilla. Mi carta, sin abrir, cruzaba elumbral. La puerta cedió a mi toque.

El hijo de Augustus Pemberton vivía en un ático escueto,invadido por el olor intolerable de la cocina ajena. Traté deabrir la ventana… había dos; dispuestas muy cerca del suelo,se alzaban hasta la altura de la cintura y ambas estaban cerradasherméticamente. La cama de estilo marinero, sin cabecera perocon un cajón por zócalo, colocada de costado en un hueco, es-

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taba sin hacer. Algunas prendas colgaban de unas pinzas. Ha-bía un par de botas llenas de barro arrojadas en un rincón. Pi-las de libros por todas partes… un manuscrito esparcido sobreun escritorio. En el brasero, clavados por sus esquinas en uncono de cenizas frías, había tres sobres azules sin abrir… en lapenumbra, parecían tres velas lejanas en alta mar.

Esta era una vida de confinamiento, despreocupada de lascosas del mundo. Martin era ascético, es cierto, pero sin la ni-tidez y el orden del asceta. Nada de lo que vi había sido llevadohasta la gloria afectada de la indigencia. El lugar era, mera-mente, un desastre. Sin embargo, vi algo de su elegancia en esecuarto. Vi la carga de un espíritu educado. Y también vi que al-guien lo amaba… me di cuenta de que había llegado hasta allísin admitir el magnetismo que ejercía sobre mí aquel malditocolaborador. Allí estaba yo, dispuesto a darle un puesto fijo enel periódico y un salario del que vivir… pero ¡dónde se habíametido! Era incapaz de echar una mirada furtiva a sus escritos.Volví abajo y salí fuera, al aire respirable, y encontré a la vieja ti-rando su basura en un cubo de latón. Me dijo que Pemberton ledebía tres semanas de alquiler y que si no aparecía al día si-guiente estaba dispuesta a sacar sus pertenencias a la calle.

—¿No lo ha visto en todo ese tiempo?—Ni visto, ni oído.—¿Ha pasado lo mismo alguna otra vez?—¿Y qué…? Si ya pasó, ¿tengo que sentarme a esperar que

pase otra vez? Una vez es suficiente, ¿o no? Vivo de esta casa,es mi sostén… y vaya negocio, con una hipoteca pendiente y elcomisario siempre escondido entre las sombras.

Presumió de que sus cuartos eran muy requeridos, que po-día alquilar aquel antro por el doble de lo que cobraba a Mar-tin. ¡Y él tan engreído! Luego, revivió en ella la astucia comer-cial y, con un ojo entrecerrado y apuntándome con su pipa

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como si fuese una pistola, me preguntó si, por el bien de la re-putación del joven caballero, no quería asumir yo sus obliga-ciones.

Por supuesto que habría debido asumirlas, al menos paraasegurarme de que la habitación no sería perturbada. Peroaquella mujer era ofensiva. Me había hecho subir a sabiendasde que Martin no estaba. No sentía ninguna simpatía por ella.Y, por ese entonces, mi premonición no era algo desarrollado.Se manifestaba como una levísima sombra en mi propio inte-lecto… que aquel joven malhumorado, de costumbre desespe-rado de la sociedad en que vivía, nos hubiese arrojado, tanto amí como al Telegram, al infierno municipal. Da una medida delpoderoso efecto que su personalidad crítica tenía sobre mí elque, en cierta forma, interpretara el abandono que había hechode aquel cuarto como un comentario sobre mí y mi periódico.

Por tanto, me retiré en un estado de inquietud. Era una pe-queña satisfacción saber que, si yo no podía encontrarlo, tam-poco lo haría un borracho de Chicago, si es que llegaba el caso.

Ahora, mi percepción de Martin era que la soledad en laque vivía, ya lo trajera golpeado y ensangrentado desde la lluvia,ya se anunciara en opiniones despectivas, era inviolable. Aque-lla misma noche me descubrí pensando en la observación quehabía hecho sobre su propio padre en el transcurso de nuestraúltima conversación. Volví a oírla, en su voz atildada… que supadre seguía vivo, que seguía entre nosotros… y aunque la in-flexión no cambió, ya no estaba tan seguro de oírla de la mismamanera.

Martin no dejaba que nadie depositara sus esperanzas enél, pero tampoco pasaba inadvertido. Pueden ver lo contradic-torio de mis sentimientos… la mitad pertenecía al periodista;la otra mitad, al director adjunto… la vigilia de uno ante estejoven extraño y sus visiones… revocada por el sentimiento del

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otro… de que ese mismo joven debía establecerse cómoda-mente en el mundo de la prensa. Yo creía en la ambición…¿qué le impedía a él creer? Y al mismo tiempo pienso que, enmi fuero interior, debía de saber que, si había personas de unasingularidad tan intensa como para atraer sobre sí un destinoaciago, mi colaborador era una de ellas.

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Título original: The Waterworks

Copyright © 1994 by E.L. Doctorow

Primera edición en este formato: febrero de 2014

© de la traducción: Julieta LionettiLicencia otorgada por Grup Editorial 62, S.L.U., El Aleph, 2002

Peu de La Creu 4, 08001 Barcelona

© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.

08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-787-7

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