El cerebro de andrew por Doctorow. Primeros capítulos

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Una brillante nueva novela por el maestro contemporáneo de las letras americanas, autor de Ragtime y La gran marcha.

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E. L. DOCTOROW

Traducción de Carlos Mil la e Isabel Ferrer

el cerebro

de andrew

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EL CEREBRO DE ANDREWE.L. Doctorow

«Todos somos Simuladores, doctor, incluso usted. Sobre todo usted.¿Por qué sonríe? La simulación es trabajo del cerebro. Es lo que el cere-bro hace. El cerebro puede incluso simular que no es él mismo.

¿Ah, sí? ¿Y qué puede simular que es, a modo de ejemplo?

Bueno, durante muchísimo tiempo, y hasta fecha reciente,el alma.»

Cuando le habla a un interlocutor desconocido, Andrew está pensando,hablando, contándonos la historia de su vida, sus amores y las tragediasque lo han llevado a este momento y lugar concretos. A medida que vaconfesando y que va quitando capas a su extraña historia, nos vemos for-zados a cuestionarnos lo que sabemos de la verdad y la memoria, del ce-rebro y la mente, la personalidad y el destino, sobre el otro y sobre noso-tros mismos. El cerebro de Andrew es un giro de tuerca y un logro singularen la obra de un autor cuya prosa tiene el poder de crear su propio pai-saje y cuyo gran tema, en palabras de Don DeLillo, es «el alcance del con-cepto de lo posible en Estados Unidos, en que cabe que vidas ordinariasadopten la cadencia que marca historia».

ACERCA DEL AUTORE.L. Doctorow (Nueva York, 1931) es una de las voces fundamentalesde la literatura norteamericana contemporánea. Su obra traducida atreinta lenguas ha sido merecedora de los premios más importantes desu país, como el Pen/Faulkner y es, año tras año, candidato al Nobel.Autor de novelas tan importantes como Ragtime, Billy Bathgate, La gran

marcha, Cómo todo acabó y volvió a empezar, Homer y Langley o El arca

de agua, Doctorow es, asimismo, autor de relatos, ensayos y teatro.

ACERCA DE LA OBRA«El cerebro de Andrew es una novela astuta, ladina; una de las cosas quehacen de su protagonista una creación cómica es que es capaz de auto-engañarse de una manera que puede volver loco al lector. Puede ser queAndrew no sea capaz de disfrutar de su propio cerebro, pero Doctorow abuen seguro que puede.»THE NEw YoRk TimEs Book REviEw

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Para M.

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I

Puedo hablarle de mi amigo Andrew, el científico cog-nitivo. Pero no es agradable. Una noche se presentó conun bebé en brazos ante la puerta de su exmujer, Martha.Porque Briony, su joven y encantadora esposa posterior aMartha, había muerto.

¿De qué?A eso ya llegaremos. No puedo hacer esto yo solo, dijo

Andrew cuando Martha fijó la mirada en él desde el um-bral de la puerta abierta. Casualmente esa noche nevaba,y Martha quedó subyugada por los blandos copos, seme-jantes a diminutas criaturas, que se posaban en la viserade la gorra de los Yankees que llevaba Andrew. Así eraMartha, siempre encandilada por detalles periféricoscomo si les pusiera música. Incluso en circunstancias nor-males, era una persona de reacciones lentas, y te mirabacon una expresión de incredulidad en sus ojos saltones,grandes y oscuros. Después llegaba la sonrisa, o el gestode asentimiento, o el cabeceo. Mientras tanto el calor desu casa escapaba por la puerta abierta y empañaba las ga-

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fas de Andrew. Él permanecía allí inmóvil detrás de suslentes empañadas como un ciego bajo la nieve, carente detoda voluntad, cuando por fin ella tendió los brazos, cogiócon delicadeza al bebé bien arropado, retrocedió y le cerróla puerta en las narices.

Eso ocurrió, ¿dónde?Martha vivía por entonces en New Rochelle, un ba-

rrio residencial de las afueras de Nueva York con casasgrandes de distintos estilos —tudor, colonial holandés,neogriego—, construidas en su mayoría a lo largo de lasdécadas de 1920 y 1930, edificaciones apartadas de lacalle, siendo los árboles predominantes los arces reales,altos y viejos. Andrew corrió hasta su coche y regresócon un maxicosi, una maleta y dos bolsas de plástico conlos artículos necesarios para un bebé. Aporreó lapuerta: ¡Martha, Martha! Tiene seis meses, tiene unnombre, tiene una partida de nacimiento. Está todoaquí, abre la puerta, Martha, por favor; no pretendoabandonar a mi hija, ¡solo necesito un poco de ayuda,necesito ayuda!

La puerta se abrió y apareció el marido de Martha, unhombre corpulento. Deja todo eso en el suelo, Andrew,dijo. Andrew obedeció, y el marido corpulento de Mar-tha volvió a plantarle al bebé en los brazos. Siempre hassido una calamidad, dijo el marido corpulento de Mar-tha. Lamento la muerte de tu joven esposa pero me figuroque ha muerto por alguno de esos estúpidos errores tu-yos, alguna negligencia inoportuna, uno de tus experi-mentos mentales o tus famosas distracciones intelectua-les, pero en cualquier caso algo que nos recordaría a todos

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ese don tuyo para dejar a tu paso un reguero de desgra-cias.

Andrew puso al bebé en el maxicosi que estaba en elsuelo, cogió el maxicosi y volvió lentamente a su coche,casi perdiendo el equilibrio en el camino resbaladizo. Fijóel maxicosi en el asiento trasero con el cinturón de segu-ridad, regresó a la casa, recogió las bolsas de plástico y lamaleta y las llevó al coche. Cuando lo tuvo todo bien co-locado, cerró la puerta, se irguió, dio media vuelta y se en-contró a Martha allí de pie con un chal sobre los hom-bros. De acuerdo, dijo ella.

[pensando]Siga…No, solo pensaba en algo que leí sobre la patogénesis

de la esquizofrenia y el trastorno bipolar. Los biólogos delcerebro llegarán a eso con su secuenciación genética, en-contrarán las variaciones en el genoma: esos acaparado-res de proteínas vinculados a la teleología. Les asignaránnúmeros y letras, quitando una letra por aquí, añadiendoun número por allá, y la enfermedad ya no existirá. Asíque este tratamiento oral suyo, doctor, tiene los días con-tados.

No esté tan seguro.Créame, se quedará en el paro. ¿Qué podemos hacer,

en tanto consumidores del fruto del árbol del conoci-miento, sino biologizarnos? Erradicar el dolor, prolongarla vida. ¿Quiere otro ojo, digamos, en el cogote? Eso tienefácil arreglo. ¿Prefiere el recto en la rodilla? Ningún pro-blema. Incluso es posible ponerle alas, si quiere, aunqueel resultado no sería volar a gran altura sino más bien a

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brincos gigantes, megazancadas en flotación, comocuando uno va por esas cintas en movimiento de los largospasillos de los aeropuertos, esas que parecen escalerasmecánicas aplanadas. ¿Y cómo sabemos que Dios no que-rría una cosa así, perfeccionar su pifia, su imperfecta ideade la vida como trastorno irremediable? Nosotros somossu plan B, su mecanismo de seguridad ante posibles fa-llos. Dios actúa a través de Darwin.

¿Al final Martha se quedó con el bebé, pues?También pienso en cómo nos corrompemos en nues-

tros ataúdes en descomposición, y en cómo nos reencar-namos, nuestros minúsculos fragmentos microgenéticossuccionados y depositados en la panza de un gusanociego que luego, sin saber por qué, sale a la superficie parareptar por la tierra empapada de lluvia y acabar muriendoen el afilado pico de una ratona común. Eh, que eso es miidentidad fragmentada, mi genoma vivo cagado desde elcielo, que aterriza con un plop en la rama de un árbol ygotea desde la rama como una venda mojada. Y he aquíque me convierto en el nutriente de un árbol que luchapor su vida. Porque es así, ¿sabe? Esas criaturas vasculares,inamovibles y firmes pugnan entre sí en silencio por suexistencia como hacemos nosotros, los árboles por elmismo sol, la misma tierra en la que echan raíces, y es-parciendo las semillas que se convertirán en sus enemi-gos en el bosque, como lo eran los príncipes para los re-yes, sus padres, en los imperios antiguos. Pero no estándel todo quietos. Con un viento fuerte, ejecutan su danzade la desesperación, meciéndose los árboles muy frondo-sos de aquí para allá, alzando sus brazos en desvalida fu-

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ria por ser lo que son… En fin, del antropomorfismo a oírvoces no hay más que un pequeño paso.

¿Oye voces?Ah, ya sabía yo que eso captaría su atención. Normal-

mente cuando empiezo a conciliar el sueño. De hecho,cuando las oigo, sé que estoy conciliando el sueño. Y esome desvela. No quería contárselo y, sin embargo, ya ve, selo cuento.

¿Qué dicen?No lo sé. Cosas raras. Pero en realidad no las oigo. O

sea, sin duda son voces, pero a la vez son insonoras.Voces insonoras.Sí. Es como si oyera los significados de las palabras

que se pronuncian sin el sonido. Oigo los significadospero sé que son palabras pronunciadas. En general porpersonas distintas.

¿Quiénes son esas personas?No conozco a ninguna. Una chica me pedía que me

acostara con ella.Bueno, eso es normal: los hombres sueñan esas cosas.Era más que un sueño. Y yo no la conocía. Una chica

con un vestido veraniego hasta los tobillos. Y calzaba za-patillas deportivas. Tenía unas sutiles pecas bajo los ojos,y su cara parecía pálida, como iluminada por el sol, in-cluso cuando estaba a la sombra. ¡De una belleza que par-tía el corazón! Me cogía de la mano.

Bueno, eso es más que una voz, desde luego más queuna voz insonora.

Lo que ocurre, creo, es que oigo el significado y aportouna ilustración en mi mente…

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Bien, pues, ¿podríamos volver a Andrew, el científicocognitivo?

Observo que me resisto a contarle que también oigovoces insonoras en mi vida cotidiana, cuando estoy enpie. Pero ¿por qué no iba a contárselo? Por ejemplo, unamañana, de camino al trabajo, mientras esperaba en unsemáforo después de coger el café y el periódico en latienda de comida preparada. Mientras veía cambiar losdígitos rojos de los segundos en la cuenta atrás. Y una vozdijo: Ya que está aquí, ¿por qué no arregla la puerta mosquitera?Fue tan real, tan cercana a una voz sonora real, que mevolví para ver a quién tenía a mis espaldas. Pero no habíanadie, en esa esquina estaba yo solo.

¿Y cuál fue la ilustración que aportó usted al oír esecomentario?

Era una mujer mayor. Me coloqué a mí mismo en elumbral de la puerta de su cocina. Era una especie de granjaun tanto ruinosa, que podía estar en el oeste de Pennsyl-vania. En la era había una furgoneta de plataforma vieja.La mujer llevaba una bata descolorida. Apartó la vista delfregadero, sin sorprenderse en absoluto, y dijo eso. En lamesa de la cocina una niña dibujaba con una cera. ¿Erala nieta de esa mujer? Yo no lo sabía. Me miró y volvióa su dibujo y de pronto lo tachó todo violentamentecon su cera: aquello que había dibujado, fuera lo quefuese, ahora lo destruía.

¿Es en realidad usted ese hombre a quien presentacomo su amigo Andrew, el científico cognitivo que llevó aun bebé a la casa de su exmujer?

Sí.

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¿Y está diciéndome que soñó que se escapaba y de re-pente aparecía ante la puerta mosquitera de una granjaun tanto ruinosa no se sabe muy bien dónde?

Bueno, no era un sueño, era una voz. Procure prestarmás atención. Esa voz me trajo a la memoria cómo mesentí cuando necesitaba alejarme después de morir elbebé que tuve con Martha y, con él, también mi vida conMartha. Me daba igual ir a un sitio o a otro. Cogí el pri-mer autobús que vi en la estación. Me dormí en el auto-bús, y cuando desperté, avanzaba por una tortuosa ca-rretera de montaña del oeste de Pennsylvania. Paramosante una pequeña agencia de viajes en uno de aquellospueblos y me apeé para dar una vuelta por la plaza: eranlas dos o las tres de la madrugada; lo poco que allí había—una farmacia, un todo a cien, un enmarcador, un cine,una especie de juzgado románico ocupando un lado en-tero de la plaza— estaba todo cerrado. En el recuadro dehierba muerta, parduzca, se alzaba una estatua ecuestre,verdinegra, de la Guerra de Secesión. Para cuando re-gresé a la agencia de viajes, el autobús ya se había mar-chado. Así que salí del pueblo a pie, por las vías del fe-rrocarril, dejando atrás unos almacenes, y al cabo de treso cuatro kilómetros —ya amanecía— me topé con esagranja un tanto ruinosa, de apariencia desparramada. Te-nía hambre. Entré en la era. Como allí no vi señales devida, rodeé la casa hasta la parte de atrás y me encontréante una puerta mosquitera. Y allí estaban aquellas dos,tal como las había imaginado o creído imaginar, la niña yla vieja. Y la vieja era quien había hecho ese comenta-rio la mañana que yo estaba con mi café y mi periódico

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en Washington, esperando a que cambiara el semáforo.¿Lo que está diciendo, pues, es que se escapó y se en-

contró ante una puerta mosquitera real en una granja untanto ruinosa en algún lugar de Pennsylvania que se habíarepresentado antes?

No, maldita sea. No es eso lo que afirmo. Sí cogí eseautobús y el viaje fue tal como lo he contado. El pueblode mala muerte, la pequeña granja. Y es verdad que,cuando llegué a la casa, esas dos personas estaban en lacocina, la vieja y la niña con las ceras. También había unrollo de papel matamoscas colgado de la lámpara del te-cho, negro de tantas moscas como tenía pegadas. Así queera todo muy real. Pero nadie me pidió que arreglara lapuerta mosquitera.

¿No?Fui yo quien propuso arreglarla. Estaba cansado y te-

nía hambre. No vi por allí a ningún hombre. Pensé que sime ofrecía a hacer algún apaño, me dejarían lavarme, medarían algo de comer. No quería caridad. Así que sonreí ydije: Buenos días, estoy un poco perdido, pero veo que lapuerta mosquitera necesita reparación y creo que puedoarreglarla si me ofrecen un café. Me había fijado en quela puerta no cerraba bien, la bisagra superior se había des-prendido del quicio, la malla estaba floja. Como puertamosquitera no servía para nada, razón por la que habíancolgado el papel matamoscas del cable de la lámpara deltecho. Así que, ya lo ve, no fue una visión sobrenatural loque me llevó allí. Yo había cogido ese autobús y visto esagranja y a esas dos personas y luego lo había borrado todohasta esa mañana en Washington, cuando esperaba en la

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esquina, atento a los dígitos rojos de la cuenta atrás, yoí…

¿Por esas fechas trabajaba en Washington?… sí, como asesor del Gobierno, aunque no puedo

explicarle qué hacía… y oí la voz de la vieja decir más omenos lo que yo había dicho cuando aparecí frente a supuerta mosquitera. Solo que en su voz las palabras te-nían un tono sentencioso, como si yo le hubiera ofrecidouna percepción de mi desventurada existencia, algo asícomo: «Ya que está aquí, ¿por qué no hace algo útil poruna vez y arregla la puerta mosquitera?». Existe un tér-mino en su manual para esta clase de experiencias, ¿ver-dad que sí?

Sí. Pero no sé bien si estamos hablando de la mismaclase de experiencias.

Nosotros también tenemos nuestro manual, ¿sabe? Sucampo es la mente; el mío es el cerebro. ¿Coincidirán al-guna vez los dos? Lo importante de ese viaje en autobús esque yo había llegado al punto en que tenía la sensaciónde que todo lo que hiciese causaría daño a toda personapor quien sintiese afecto. ¿Puede usted concebir lo que eseso, señor Analista, ahí sentado en su butaca ergonómica?Yo no podía saber con antelación cómo evitar un desas-tre; era como si, hiciera lo que hiciese, después fuerasiempre a ocurrir algo espantoso. Así que cogí ese auto-bús, solo para escapar, me daba igual. Quería comprimirmi vida, dedicarme a tareas cotidianas insignificantes ymecánicas. Pero no lo conseguí. Él lo dejó muy claro.

Él ¿quién?El marido corpulento de Martha.

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OTROS TÍTULOS DE E.L. DOCTOROW

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EL ARCA DEL AGUA

Estamos en la Nueva York de después de la Guerra Civil esta-dounidense, con sus calles llenas de veteranos tullidos, vende-dores de periódicos, mendigos, floristas, donde los policías co-rruptos del intendente Tweed todo lo dominan para su propiobeneficio y una clase social de nuevos ricos e intelecto débil queestá surgiendo, brillante, en este escenario de miseria colectiva.Martin Pemberton camina por Broadway una mañana lluviosay ve pasar de refilón un carruaje con pasajeros vestidos de negro.Entre ellos reconoce a su padre, el mismo que ha muerto recien-temente y a cuyo entierro Martin ha asistido. Se desvía de sucamino para seguir este extraño carruaje, metiéndose de llenoen una ciudad fantasmal que se opone a Nueva York como sifuera el negativo de una fotografía panorámica, con luces y som-bras al contrario de como deberían ser.

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LA FERIA DEL MUNDO

Durante la Gran Depresión, todos los que habitan en el NuevaYork de los años 30 tienen que reinventarse, salir del pozo sinfondo de la recesión económica. La familia de Edgar Altschulerno es una excepción pero, para él, todo es novedad y así nos tras-lada a su ciudad y su tiempo, con la inocencia del que descubrepor primera vez. A través de sus recuerdos asistimos al escenariode los grandes acontecimientos que conforman su vida (la Expo-sición Universal, la Segunda Guerra Mundial) pero para él es eldía a día lo que cuenta: una visita al carnicero kosher; el placer de-licioso de comprar un boniato del carrito de un vendedor ambu-lante; un iglú que se construye en la calle con bloques de hielo; lavisión impresionante y majestuosa del dirigible Hinderburg…

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LA GRAN MARCHA

En 1861 estalló en Estados Unidos la Guerra de Secesión, queenfrentó a los estados del Sur, confederados, y los del Norte, unio-nistas. Tres años después, en 1864, tras quemar Atlanta, el gene-ral unionista Sherman inició su marcha hacia el mar. Un ejércitode 60.000 soldados, seguidos por miles de esclavos negros libera-dos, atravesaron el estado de Georgia hasta las Carolinas. Junto aellos, las damas sureñas que escapaban de las plantaciones con susobjetos valiosos, sus sirvientes y sus labores de punto, los prisio-neros, los advenedizos: todo un mundo flotante que se deslizabaarrasando con todo a su paso.

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RAGTIME

Durante los años previos a la Primera Guerra Mundial se gesta-ron algunos de los movimientos que marcarían los grandes cam-bios sociales del siglo xx: la situación de los inmigrantes, las pri-meras huelgas obreras, la oposición de los negros contra ladiscriminación racial o el papel de la mujer en la sociedad. La re-lación que los miembros de una misma familia de clase mediamantienen con personajes históricos como la anarquista EmmaGoldman, la bella Evelyn Nesbit, el financiero J. P. Morgan, Emi-liano Zapata, Sigmund Freud o Henry Ford permite a Doctorownovelar la crónica de una periodo crucial de la Historia.

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EL LAGO

El héroe de esta brillante novela de E.L. Doctorow, el maestro delas letras americanas, es Joe, un joven que escapa de la Gran De-presión. Huye de su hogar en Patterson, New Jersey, a la ciudadde Nueva York y aprende la cruda realidad de la vida antes de se-guir su ruta con unos feriantes. En una noche de verano está soloy temblando de frío, intentando dormir al lado de unas vías de fe-rrocarril en las montañas de Adirondack, cuando por su lado pasaun vagón privado. Su interior está iluminado y a través de las ven-tanas puede ver a varios hombres bien vestidos sentados a unamesa y, en otro compartimento, a una hermosa mujer desnuda quesostiene un vestido blanco mientras se observa en un espejo. Apartir de esa noche, Joe seguirá las vías hasta la misteriosa propie-dad de Loon Lake, donde encontrará a la chica además de a susacompañantes: un empresario de éxito, un aviador, un poeta bo-rracho y un grupito de gánsteres.

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HOMER Y LANGLEY

«Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fuecomo en el cine: un fundido lento.» Así empieza la historia delos hermanos Collyer que conmocionó al Nueva York de finalesde los años cuarenta cuando los encontraron sepultados bajo to-neladas de basura en su mansión de la Quinta Avenida. Docto-row aprovecha su propia fascinación por ellos, para llevarnos dela mano a través de los acontecimientos que rodearon la vida desus personajes, que deciden ausentarse de la vida pero que acambio consiguen que la vida acuda a la puerta de su casa.

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CIUDAD DE DIOS

En otoño de 1999 una cruz de latón desaparece del altar de unaiglesia episcopaliana del East Village para aparecer más tarde en eltecho de una sinagoga del Upper West Side. Everett, un escritoren busca de inspiración, se interesará por este extraño suceso y conesa excusa entablará una relación amistosa el párroco de la iglesiasaqueada, el librepensador Thomas Pemberton. Al mismo tiempo,el párroco conocerá al rabino Joshua Gruen, que dirige la sinagogadonde aparece finalmente la cruz. Juntos discuten sobre lo válidode la religión en un siglo que ha vivido barbaries inconcebibles conun derramamiento de sangre que pareciera inacabable.

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Título original: Andrew’s Brain

Copyright © 2014 by E.L. Doctorow

Primera edición en este formato: septiembre de 2014

© de la traducción: Carlos Milla e Isabel Ferrer© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.

Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-9918-795-2

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