El aniversario

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Aunque a veces no lo parezca, el tiempo pasa. En muchas ocasiones, demasiado deprisa. Tanto como para que, cuando te quieres dar cuenta, hayas dejado pasar los mejores año de tu vida, sin aprovecharlos, sin sentirte realizado. Este el sentimiento que abordó al Sr. M. la mañana del día de su 10º aniversario de casado. El tiempo ha seguido su curso y el opaco cristal de la rutina le fue enajenando de sus emociones. Pero un día lluvioso y gris, tras una laboriosa jornada de trabajo gris, regresando a su hogar, se encontró un sombrero. En ese momento, sin saber porque, el Sr. M. se sintió dueño de su destino. Decidió, convertido en otro hombre, amo y señor de su nueva personalidad, que se lo pondría y que nunca jamás se lo quitaría. Evidentemente, nadie comprendió esta osadía…

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Aquella mañana, al levantarse, el Sr. M. recordó que hacía exactamente diez años que se había casado. ¡Diez años! El Sr. M. tenía muy buena memoria, pero en cuestión de aniversarios a menudo se llevaba sorpresas. Durante unos instantes contempló a su mujer dormida, salió al pasillo y se metió en el cuarto de baño procurando no hacer ruido, para no despertar a los niños.

Ante el espejo repitió la cifra con estupor: ¡Diez años! Entonces, le asaltó una pregunta inquietante. ¿Qué había hecho durante ese tiempo? El estupor del Sr. M. aumentó. ¿Qué había hecho? Con la velocidad del relámpago rememoró los acontecimientos que había vivido: la boda, un viaje al extranjero, el nacimiento de los dos hijos, la compra del televisor..., en el fondo bien poca cosa, y además metido en la rutina diaria del trabajo. El espanto se apoderó del Sr. M. Todo eso no tenía sentido alguno: no era nada; nada de lo que, por lo menos, pudiera sentirse orgulloso. Había cumplido con sus obligaciones dejándose llevar por la corriente, ni más ni menos que la mayoría. ¿Podía sentirse satisfecho con tan poca cosa?

El Sr. M. se fue a trabajar preocupado y pasó toda la mañana dándole vueltas al asunto. A la hora de comer apenas probó bocado y, dos o tres veces, su mujer le llamó la atención porque se había quedado absorto con el tenedor delante de la boca y la mirada en el vacío. A la tercera vez su hija rompió a llorar, su suegra le riñó y el Sr. M., avergonzado, pidió perdón, engulló la comida, se despidió afectuosamente de su mujer y los niños y, sin lavarse los dientes siquiera, volvió a la fábrica.