El almirante y la ciudad

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1 EL ALMIRANTE Y LA CIUDAD ROSARIO MIRANDA JUAN Escrito por

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EL ALMIRANTEY LA CIUDAD

ROSARIOMIRANDAJUAN

Escrito por

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EL ALMIRANTE Y LA CIUDADTexto: Rosario Miranda JuanDiseño: Octavio Juan Artiles

Impresión: By-myself !Copy edición : Maqueta

ISBN: 978-84-7907-636-4

Depósito legal:V-551-2010

Reservado todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado-impresión,

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HACE CALOR Y TENGO FRIO

ATACAR,DESTRIR,CAPTURAR,SAQUEAR,

CONQUISTAR YCOBRAR RESCATES

EL RONCO ECODE UN CAÑON

COMIMOS,BEBIMOSCON HOLGURAY DEPARTIMOS AFABLEMENTE

ORDENÉ QUEMARLA CIUDAD POR LOSCUATRO COSTADOS

EPÍLOGO YACLARACIÓN

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ROSARIOMIRANDAJUAN

Autora del texto, licenciada en Filosofía por la Universidad de La Laguna y catedrática de la Escuela de Artes de Gran Canaria. Ha publicado Común y corriente, Gran Canaria 2002, así como diversas conferencias en las Actas del Seminario Orotava sobre la filosofía de los sofistas y de la escuela cínica, y sobre au-tores como Spinoza y Rousseau. “El Almirante y la ciudad” esta basado en la obra “Piratería y ataques navales contra las islas Canarias”, de Antonio Rumeu de Armas.

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Y TENGO FRIO

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HACE CALOR Y TENGO FRIO

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Hace mucho calor aquí, pero yo siento escalofríos y tiemblo. Temo que han hecho presa en mí las fiebres que aquejan a muchos de mis hombres desde que divisamos esta isla. O quizá el frío que me recorre el cuerpo procede en realidad de mi ánimo abatido por tanta adversidad; el hecho de haber tomado Pavoasán no compensa la larga serie de fracasos flagrantes que mi escuadra ha ido acumulando desde que zarpamos del puerto de Flesinga.Hace calor y tengo frío, pero al menos ya puedo, como mis hombres, aplacar el hambre y la sed. Cuando rebasamos los trópicos el agua se pudrió y los alimentos se corrompieron con una rapidez vertiginosa, por lo que al final de la travesía ordené un estricto racionamiento, de otro modo ninguno de nosotros habría llegado vivo aquí. Tuve que castigar con pena capital a dos marineros; se atiborraban de comida podrida y yo los vi; de haber sabido que la enfermedad iba a acabar en breve con tantos tripulantes y soldados, habría dejado que aquellos infelices corrieran a la muerte por su cuenta.Nunca soñé morir de viejo, retirado de los azares del mar y de la guerra, pero al parecer no voy a tener siquiera el honor de caer peleando más que contra estas fiebres. Un golpe bajo para mis ínfulas y mi soberbia. Me creí invencible, pero nadie lo es, ni lo fue la armada española que así se presumía. Ningún invasor, por óptimos y numerosos que sean sus barcos y sus hombres, puede subestimar el poder que otorga el coraje a las gentes que defienden su sitio.Ahora que la muerte me va a llevar al otro mundo sonrío ante lo que “otro mundo” significaba para mí. Las incontables generaciones que precedieron a la mía ubicaban el más allá al otro lado de la vida, pero para nosotros, nacidos después de Américo Vespucio y Cristóbal Colón, el más allá es un lugar ignoto que está aquí; el otro mundo es otra costa, de la que los hombres in-trépidos toman posesión. La Tierra se ha agrandado, su superficie es más extensa para nosotros que para nuestros padres. Ya no son los teólogos quienes hablan del más allá; de eso sabemos los marinos, los cartógrafos, los aventureros, aquellos a quienes es el viaje lo que conduce al otro mundo. Y ahora voy a morir, como todos los hombres.

PAVOASÁN, ISLA DE SANTO TOMÉ, 22 DE OCTUBRE DE 1599

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ATACAR,DESTRIR,CAPTURAR,SAQUEAR,

CONQUISTAR YCOBRAR RESCATES

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Hace falta mucho dinero para que los marinos descubran, los militares conquisten, los cientí-ficos exploren y los mercaderes comercien. Es preciso invertir en flota, en armamento, hay que pagar a tripulantes y soldados. Los empresarios que van a tono con los tiempos se arriesgan: piden dinero a crédito a un banquero, montan sus barcos, contratan a un marino, y es éste quien obtiene, en sus hazañas, las ganancias para saldar la deuda y repartirse el resto con los inversores. Siento horror y vergüenza ante el ridículo botín que mandé a Holanda desde Gran Canaria; el que he reunido aquí, mucho más contundente, puede que al menos cubra gastos, aunque la misión que me fue confiada rebasaba con mucho el enriquecimiento. A mí me contrataron Mauricio Nassau, príncipe de Orange, y Johan van Oldenbornevelt, principales representantes de los Estados Generales de los Países Bajos. Yo había ocupado car-gos importantes en la administración holandesa cuando éramos todavía vasallos de Felipe II, y fui de los primeros en enrolarme en el ejército que se rebeló contra España hace ya veinte años. Apresé en esa guerra el galeón San Mateo, perteneciente a la Armada Invencible, cuyo estandarte regalé a la iglesia de San Pedro en Leiden, mi ciudad natal; quise poner a la vista de todos ese trofeo, un símbolo de independencia y de bienvenida a nuestra república. Gozaba, pues, de una alta consideración en los Estados Generales; por eso me requirieron cuando se decidió asestar un duro golpe al imperio español, porque España nos hacía la vida imposible. Desde que nos rebelamos, Felipe II prohibió el tráfico holandés en todos los dominios es-pañoles; pero quien más quien menos tenía intereses creados en el comercio con nosotros y la actividad mercante continuó, solo que clandestinamente. Nos movíamos por las costas de España y por Canarias a base de pasaportes y documentos falsos y con el visto bueno de las au-toridades civiles, que miraban hacia otro lado; las eclesiásticas, en cambio, cazaban holandeses a puñados, por luteranos, y los torturaban en las cárceles de la Inquisición. Pero Felipe III hizo cumplir estrictamente la prohibición que su padre había decretado, y eso estaba colapsando nuestra actividad náutica; los comerciantes se arruinaban, y una legión de marineros vagaba por los puertos sin nada que hacer y poco que comer. Para colocar a esos hombres se organiza-ron expediciones corsarias a las Indias, pero el paro náutico apenas amainó. Los Estados Ge-nerales decidieron entonces atacar firmemente los dominios españoles; a tal efecto reunieron una gran escuadra, y para dirigirla me escogieron a a mí, Pieter van der Does, señor de Does y de Rinsaterwoude, experto general de artillería y almirante de la armada holandesa.Mi cometido era atacar las costas españolas y las Islas Canarias, desde donde retornarían a

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Holanda la mitad de las naves; la otra mitad partiría conmigo hacia las colonias. Yo debía destruir o capturar el mayor número posible de navíos mercantes y buques de guerra españo-les, atacar puertos y ciudades y cautivar tantos prisioneros como fuera posible, para canjearlos por holandeses presos en España o para cobrar su rescate. Mi misión era también soliviantar a las poblaciones españolas contra Felipe III y ganarlas para Holanda; fui autorizado a otorgar títulos, dinero y prebendas a mi criterio a quien creyera pertinente, en particular a los nobles de las islas Canarias, que queríamos hacer nuestras por su privilegiada ubicación en el camino hacia las Indias. Convencer a esa gente no parecía tarea difícil, por cuanto España se ha vuelto intolerante y retrógrada, cerrada a las finanzas y a la investigación científica, mientras Holanda se convierte en el país más floreciente de Europa. Entre nosotros hay libertad de culto, muchas comunidades expulsadas de otros países a causa de su religión se establecen en Amsterdam, sobre todo hugonotes y banqueros judíos, que prosperan y hacen prosperar al país; nosotros, además, hemos modernizado las instituciones políticas, no somos vasallos de nadie, los Esta-dos Generales reúnen representantes de las provincias holandesas y gobiernan al modo parla-mentario. No era descabellado, pues, ofrecer a los españoles cambiar el vasallaje al rey por la ciudadanía en nuestra república. La misión de la escuadra era y es atacar a España, con la que estamos en guerra; en ese sentido mis 73 naves pertenecen al ejército regular y yo soy en los mares un almirante de la armada holandesa; pero en tanto los Estados Generales no han declarado oficialmente nuestras inten-ciones y no nos enfrentamos cara a cara con las fuerzas navales españolas, soy también un cor-sario. No hay nada reprobable en un corsario. El corso es una modalidad de la guerra naval y sus acciones no difieren de las del ejército regular. Atacar, destruir, capturar, saquear, conquistar, cautivar, cobrar rescates, eso es lo que se hace en las guerras, se declaren abiertamente o no; to-das las potencias navales europeas emplean sistemáticamente corsarios como complemento a su flota militar, y una porción considerable del botín procedente del corso va a parar a las arcas estatales. Son la hipocresía y los vericuetos de la política lo que hace llamar guerra a las acciones de unos, y a las de los otros piratería. Para el país atacado el corsario es un pirata; pero un pirata es un vulgar ladrón de barcos que asalta navíos por su cuenta y nutre su tripulación del hampa y el desecho de los hombres de mar, bandidos, criminales, desertores, hombres sin patria ni ley, sin el sentido del honor que hace respetar las ordenanzas de la guerra entre caballeros, aunque toda guerra conlleve tropelías. Los piratas son proscritos en todas las naciones y van a parar a la horca; los corsarios, en cambio, tienen inmunidad legal en el país que les contrata y se con-sideran y tratan como prisioneros de guerra si son capturados por otras naciones. La actividad corsaria está perfectamente organizada y regulada por los gobiernos, que expiden formalmente patentes de corso a los particulares que lo solicitan, o a quienes, como a mí, encarga el propio estado acciones militares contra una potencia enemiga. Conquistar las islas Canarias era la misión principal de mi expedición. Convine con el prín-cipe de Orange en que lo procedente era empezar tomando Las Palmas de Gran Canaria, su principal ciudad; si sus autoridades se rendían, podríamos abordar desde esa plaza la anexión de las otras islas. No vimos mayores dificultades; la ciudad había alcanzado los 3.000 habitan-tes desde que hace cien años la fundaron los españoles, pero yo llevaría 8.000 soldados y 4.000 marinos. Además, Las Palmas no era una ciudad bien fortificada, pese a lo cual, sin embargo, los canarios rechazaron a Drake. Aunque después de esa incursión Felipe II encargó a Leo-nardo Torriani mejorar la defensa de la isla, sabíamos que los proyectos del italiano quedaron

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aplazados en la Corte de Madrid; Prospero Casola, otro ingeniero militar, los había retomado, pero estaban todavía sin ejecutar. Estudié la resistencia con que me iba a encontrar. Tendría que superar el ataque desde la torre de La Luz, que guarda el puerto, un castillo que Torriani juzga mal ubicado por muy arrin-conado a tierra. Entre el puerto y la ciudad, amurallada, hay un largo trecho de arena donde probablemente habría trincheras, y otra fortaleza, llamada de Santa Ana, protege la cara sur de la ciudad; aparte de eso, había un cubelo al pie de la montaña de San Francisco, cerca de Santa Ana, y poco más. Estos datos alimentaron mi optimismo pero no me cegaron: un lugar tan codiciado por franceses, ingleses, argelinos y portugueses contaría sin duda con un ejército bien instruido, y habría también milicias en el interior de la isla, prestas a concentrarse en la ciudad a la primera señal de peligro. Pero yo llevaría 12.000 hombres y 73 naves equipadas con arreglo a la técnica naval más adelantada del mundo. Por eso, conforme se acercaba la partida, fui abrigando la convicción de que era del todo imposible que los canarios me vencieran.El 21 de mayo me despedí del príncipe de Orange y me personé en el puerto de Flesinga. Supervisé los buques, acuartelé a los soldados y reuní a la tripulación. Dispuse que las naves se agruparan en tres escuadras, con banderas blancas, naranjas y azules como insignia. Los vicealmirantes Jan Gerbrantzs y Cornelius van Vlissingen mandaban la formación blanca y la azul; yo iba al frente de la naranja, presidida por el Orangieboom, mi navío, que engalané personalmente. Embarcadas las armas pesadas y los víveres, zarpamos. Tras un desembarco frustrado en La Coruña y otro en Sanlúcar, pues ambas plazas habían sido prevenidas y nos recibieron a cañonazos, proseguí la navegación a toda marcha con rum-bo a Gran Canaria, implorando a los hados que viajáramos esta vez más rápido que las noticias. Contorneamos Fuerteventura y Lanzarote sin detenernos, y al despuntar el 28 de junio todos mis buques dieron la vuelta a Las Isletas y echaron ancla frente a Las Palmas de Gran Canaria, que no había visto nunca por sus aguas tantas velas juntas ni armada tan poderosa.

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EL RONCO ECODE UN CAÑON

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Muy pronto el ronco eco de un cañón, disparado desde el castillo de La Luz, avisó a la ciudad y enardeció mi corazón. Escuché luego el repicar incesante de campanas que tocaban alarma y el retumbar de los tambores llamando a formar filas. Supuse que también las gentes del campo estaban siendo avisadas, y que avanzaban hacia la ciudad por los caminos y vertientes de la isla. La fortaleza de La Luz abrió fuego contra nosotros; no está mal emplazada, como Torria-ni cree; ofrecíamos un blanco inmejorable, totalmente al alcance y a merced de sus cañones. Muchas naves recibieron severos daños y bastantes hombres murieron. Pero no me intimidé: yo entraría en la ciudad, no importaba a qué precio. Solo un milagro podía evitar el previsible destrozo de mis fuerzas… y el milagro ocurrió: cesó el fuego. Antonio Joven, alcaide de la for-taleza a quien más tarde capturamos, se amilanó ante nuestra potencia; creyendo inútil toda resistencia, dio orden a su guarnición de desalojar el castillo cuando nos tenía a tiro, y cuando el gobernador y capitán general de la isla, Alonso de Alvarado, a caballo y luciendo todos sus arreos militares, había alineado ya a sus hombres entre el puerto y Santa Ana. Acerqué entonces mis navíos a tierra y ordené el desembarco, pero nos acribillaron desde las trincheras; muchos de mis soldados se debatían a duras penas con las olas y ordené volver al amparo de los navíos. El milagro no fue en vano, pero mi primer intento de desembarco había fracasado.Fuimos rechazados otras dos veces, hasta que decidí desembarcar por el trozo de costa deno-minado Santa Catalina, lleno de escollos y bajíos, casi inaccesible a las embarcaciones; por eso no había sido fortificado ni se habían excavado allí trincheras. Ordené ir a tierra y salté en la primera de las lanchas. Pero Alvarado, el hombre inteligente y aguerrido que rechazó a Drake, había observado nuestros movimientos y salió a nuestro encuentro con sus hombres. Nos hi-rieron a ambos: una lanza me rasgó el rostro y las manos, con las que intenté defenderme, y un casco de metralla mató al caballo del gobernador y le fracturó a él la pierna. Debo la vida a mi armadura y al pronto auxilio que me prestaron mis subordinados; Alvarado, sin sentido, fue recogido también por los suyos, pero nunca se recuperaría Ya toda resistencia era imposible. Mis hombres se envalentonaban a medida que su metralla segaba vidas de enemigos o los dejaba en tierra malheridos. Los soldados que quedaban en las naves, junto a todos los marineros hábiles, desembarcaron en oleadas sucesivas tranquilamente por el puerto. Comimos bien, bajamos el armamento pesado y exigí a Antonio Joven la rendi-ción inmediata de la fortaleza de La Luz, en la que había permanecido. Fue entonces cuando observé la buena calidad de los cañones y la abundante munición almacenada allí; de no haber-

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se acobardado aquel desgraciado cuando nos tenía a tiro, no habríamos logrado desembarcar. El alcaide fue conducido a los navíos, donde salvó lo que quedaba de su honor rechazando el ofrecimiento de pasarse a mis filas. Al anochecer avanzamos hacia la muralla a través de los arenales. A mitad de camino, desde un hospital de leprosos que había sido evacuado, nos dispararon con tan certera puntería que casi todos los soldados de nuestra vanguardia cayeron. Éramos miles y miles, y seguimos, pero ese ataque me indicó que los canarios defenderían su ciudad hasta el último instante, tal como prescribía su servicio al rey y su honor. No quedaba otra opción que abrirnos paso a cañonazos y eso fue lo que ordené. Emplacé unos cañones frente a la muralla, en la portada que llaman de Triana, y otros ante el fuerte de Santa Ana. Ellos respondieron durante cinco horas, hasta que enmudecieron sus disparos y ardió al fin la portada. Por esa brecha entramos, y por escalas que colgamos de los muros. La ciudad estaba vacía. Solo un hombre me recibió, un marinero de Flesinga prisionero de la Inquisición, que había escapado de la cárcel cuando los clérigos la abrieron para llevarse consigo a los presos. Sumé mi entusiasmo al de ese afortunado que se hallaba de nuevo entre compatriotas. Por doquier había bultos y enseres varios, dejados atrás en la huída. Los capita-nes y notables, el obispo, el regente y los regidores también se habían ido. Acompañado por mis vicealmirantes y seguido por lo más flamante de mi ejército en estricta formación, hice mi entrada en la ciudad desierta. Icé la bandera naranja del príncipe de Orange. Habíamos con-quistado Las Palmas de Gran Canaria.

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COMIMOS,BEBIMOSCON HOLGURAY DEPARTIMOS AFABLEMENTE

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Liberé a los 36 procesados por delitos de herejía que quedaban en las celdas del Santo Oficio. En la iglesia Catedral, bajo bóvedas de crucería, celebramos al modo protestante una ceremonia de acción de gracias, y solo entonces autoricé el saqueo de la ciudad. No había mucho que llevarse o desvalijar; las alhajas, vestuario y objetos de valor pequeños no pesan, por lo que habían partido con sus dueños, y en los comercios no quedaban apenas mercan-cías, saqueadas por los propios lugareños en el tumulto y el desorden de la huída. Nos dejaron los muebles de las casas, iglesias, conventos y edificios públicos, que era inútil transportar a los navíos. Busqué los archivos de la Real Audiencia, de gran utilidad para nuestro gobierno, pero las autoridades habían tenido la precaución y el tino de llevárselos; los del Cabildo sí cayeron en mi poder. Elegí como alojamiento y cuartel general la casa de un poeta, Bartolomé Cairasco de Figue-roa, junto a la puerta de Triana. En su escritorio y con su pluma escribí una carta que hice llegar a las autoridades a la Vega de Santa Brígida, donde se había constituido la Audiencia bajo la presidencia de Antonio Pamochamoso, nuevo gobernador de la isla. Alonso de Alva-rado agonizaba. La carta hacía saber que mi armada había sido enviada por los Estados Generales de los Paí-ses Bajos para hacer a España cuanto daño fuera posible; sin embargo, si los vecinos pagaban cada uno 400.000 ducados por el rescate de sus personas, bienes y haciendas y 100.000 du-cados al año a los Países Bajos, y si ponían en libertad a los presos de la Inquisición, entonces yo, Señor General de la Armada Holandesa, dejaría que los canarios vivieran en la isla como hasta entonces y no habría más destrucción; en caso contrario les aniquilaría. Cerraba la carta con una despedida atenta, pues ellos eran nobles como yo. Como pasados varios días no recibí respuesta, envié a la Vega una expedición de soldados que fracasó rotundamente. Entonces exigí a las autoridades el dinero del rescate, anunciando que, de negármelo, abrasaría la ciudad y todos los sembrados y heredades de la isla. Esta vez mandaron a un emisario: se presentó en mi casa, que era la suya, Bartolomé Cairasco. Le recibí con alegría, a la que pareció corresponder, y le agasajé como mi invitado. Comimos, bebimos con holgura y departimos afablemente, sin que ninguno de los dos sacara a cuento la espinosa cuestión de quién era realmente el anfitrión. Cairasco es hombre de amplias miras, de pensamiento vigoroso e independiente; se vio obligado a destruir algunas obras que el Santo Oficio consideró blasfemas, pero no le importaba demasiado mientras no le impidieran

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escribir. Dijo que últimamente cultivaba un verso esdrújulo que le estaba proporcionando fama además de placer y, aunque fuera canónigo, dedicaba secretamente a Apolo una tertulia que hacía con otros humanistas; en los cafés de Amsterdam proliferan tertulias parecidas y se lo dije, pero él ya lo sabía. Entre nosotros se esfumó la guerra, hasta que abordamos el motivo que le trajo hasta mí y transmitió el mensaje por el que había bajado de la Vega: no había en la isla suficiente dinero para los rescates. Dije que no me iría sin llevarme a los luteranos en poder de la Inquisición, a lo que respondió que no tenía instrucciones sobre ese particular. Nos despedimos afectuosamente. De no haberse producido ese lapso en la guerra que hizo de nosotros por unas horas amigos sin bandera, yo me habría percatado de que las respuestas que Cairasco dio a mis demandas eran evasivas cuidadosamente pensadas; pero creí que en verdad los canarios no tenían el dinero y envié hombres a la Vega para saber de cuánto disponían. Se acabaron entonces las negociaciones fingidas: el único rescate que se me pagaría -mandó a decir Pamochamoso- se-ría abastecer de vino a la escuadra para que nos marchásemos. Envié todas mis tropas a Santa Brígida con órdenes de aniquilar a los canarios y capturar a las autoridades. Pero los soldados estaban decaídos, parecían desvitalizados, tal vez por efecto del cielo gris y apelmazado, tan distinto de las brumas del norte a las que estaban habituados. Se movían con lentitud y, mientras subían ellos a la Vega jadeantes y sedientos, bajaban los canarios a su encuentro. Se enfrentaron en el bosque llamado El Lentiscal. Conocedores del terreno, los canarios hicieron una auténtica cacería; después, se presentaron ante la muralla enarbolando en sus picas las cabezas de mis jefes. Nuestra abrumadora superioridad militar de nada nos sirvió: con fuerzas desproporcionadas, como las de David frente a Goliat, un puñado de hombres pudo con mi imponente ejército.

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Olvidé entonces el provecho y no quise otra cosa que destruir cuanto me rodeaba. Empecé por la iglesia Catedral; ordené despojarla del gran reloj y de las campanas, que fueron embarca-das. Alenté el fanatismo de la tropa; con un furor más dionisíaco que iconoclasta mis hombres rompieron imágenes, hicieron pedazos los retablos y altares, el púlpito, los órganos, el coro, la capilla bautismal y un gran monumento de madera, obra, según había dicho Cairasco, de un tal maestro Ruperto. Con las tallas y cuadros hicimos una pira, a la que arrojamos también los libros de canto. Ar-dió allí un gran tesoro artístico, pero eso no aplacó mi rabia. Pasé a dirigir el despojo del Palacio episcopal, las casas de la Audiencia, Cabildo e Inquisición, los conventos de Santo Domingo y de San Francisco y el de las monjas de San Bernardo, donde había joyas escondidas. Lo mismo hice con las ermitas y viviendas, la de Cairasco con especial saña por haberme engañado. Nos llevamos los cañones de Santa Ana, y en nuestro camino hacia el puerto quemamos la capilla de San Telmo y todo cuanto era susceptible de arder. Como no pudimos destruir el sólido castillo de La Luz, volamos con pólvora la ermita que había al lado. Volví a la escuadra con la plana mayor de mis expedicionarios, pero antes encargué a la soldadesca quemar la ciudad por los cuatro costados. Esos hombres, los que sobrevivieron, llegaron a las naves en desbandada y maltrechos, porque Pamochamoso había reconquistado la ciudad y sus fuerzas cayeron sobre ellos con el ímpetu propio de la euforia. Ahora fueron los holandeses quienes dejaron líos, cofres, cajas y paquetes regados en las calles; ni siquiera hubo tiempo de subir a los barcos las pipas de agua almacenadas en el puerto. Como último acto de dignidad y potencia, mantuve la escuadra alineada frente a la ciudad en actitud de combate, solo para ver, humillado, cómo ondeaban banderas españolas donde lo habían hecho las nuestras, y cómo el humo de los incendios que los canarios se apresuraron a extinguir sustituía a las llamas prendidas por mi voluntad. Haber protagonizado el ataque más importante en la historia de Las Palmas de Gran Canaria no me consolaba: tras mis grandes expectativas de conquista y botín solo me llevaba conmigo, aparte de algunas alhajas y archi-vos, trescientas pipas de vino, veinte cajas de azúcar, un par de partidas de aceite y el amargo sabor de la venganza. Mientras se reparaban los navíos dañados en los primeros bombardeos solicité a Pamochamo-so un canje de prisioneros: Antonio Joven y otros cautivos por los holandeses que ellos tenían, a quienes esperaban los rigores de la Inquisición; pero el gobernador no consintió trato alguno

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conmigo. Amenacé con volver a desembarcar y terminar de quemar la ciudad, sabiendo tan bien como ellos que mi derrota era esta vez irreversible. Seleccioné 37 navíos para continuar la expedición, el resto partiría con mis vicealmirantes hacia Holanda. El 8 de julio, con toda la escuadra engalanada, ordené levar anclas. Nos detuvimos en Maspalomas para hacer aguada y enterrar a los hombres fallecidos ese día; los que murieron mientras permanecimos en el puerto fueron arrojados al mar. Pero es la tierra, no el mar, lo que da cobijo a un cuerpo sin vida; en el mar inmenso, frío, profundo y veleidoso, un cadáver deriva a merced de las corrientes y las olas. El mar es el destino de quienes mueren lejos de tierra porque van a descomponerse sin dilación y sin remedio, no porque el mar sea un hermoso sepulcro para nadie. La tierra arropa, abriga, y permite que se señale en ella dónde yace lo que queda de un hombre. Enterramos a los muertos al borde de la playa; después, co-locamos sobre sus tumbas grandes piedras con sus nombres grabados a cuchillo. Fue lo último que hice antes de dejar atrás Gran Canaria. No teníamos ya la capacidad de invadir Tenerife, como habíamos acordado en Holanda, pero desembarqué en San Sebastián de La Gomera, cañoneé la villa sin piedad y la quemé antes de partir. En Guinea, un reyezuelo indígena nos abasteció de alimentos con los que cruzar el At-lántico. Llegados a Santo Tomé me apoderé, al fin con éxito, de la ciudadela de Pavoasán, don-de obtuve mucho mejor botín; ayer partieron hacia Holanda cien piezas de artillería, 1.900 cajas de azúcar, 1.400 colmillos de elefante llegados aquí con los portugueses, muchas balas de algodón y otras mercaderías. He cumplido, por tanto, aunque muy por debajo de lo deseado, mi parte del acuerdo con los Estados Generales y con aquellos que pagaron la expedición. Apenas puedo, sin embargo, alegrarme del logro: marinos y soldados enferman por doquier y mueren sin parar, como moriré también yo. No me importa ya, en estas circunstancias, el destino de mis naves, pero sí el de mi nombre. La invasión holandesa inspirará a Cairasco, quizá, estrofas más intensas que aquellas con las que cantó el triunfo de los canarios sobre Drake, por el papel que esta vez tuvo él mismo en la resis-tencia de la ciudad. Ojalá, en virtud de los momentos en que en cierto modo fuimos amigos, su épica elogie también mis gestas y mi honor; me derrotaría por segunda vez si me cubriera de escarnio. No sé si Dios decide de antemano a quién otorga la derrota y a quién la victoria, pero sé que la guerra no convierte al vencedor en un hombre más grande que el vencido. Hay algo heroico en ambos bandos, aun cuando a uno de ellos le esté consagrada la ruina. Quisiera mi nombre vinculado por siempre al de Alvarado, al de Pamochamoso, al del propio Cairasco y al de los otros notables que defendieron la ciudad que yo invadí, unidos todos por la misma valentía. Más acá o más allá del resultado de una contienda, ningún hombre que se juega la vida con honor merece el olvido. Al fin y al cabo, el vencedor siempre puede decir ante el vencido: cayó él, pero podría haber sido yo.

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EPÍLOGO YACLARACIÓN

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EL EPÍLOGO

ACLARACIÓN

Pieter van der Does murió de malaria el 24 de octubre de 1599 en Pavoasán, como otros 1.800 holandeses. Su cadáver fue colocado en un ataúd y llevado al Orangieboom, su navío, a hom-bros de seis capitanes y con todos los honores. De este modo se hizo creer a los lugareños que el cuerpo del almirante recibiría sepultura en el mar. Por la noche los capitanes volvieron a llevar su cuerpo a tierra y lo enterraron en el jardín de la mejor casa del pueblo, que seguidamente incendiaron.-Bartolomé Cairasco de Figueroa dedicó un poema épico a la invasión de van der Does y a la resistencia de Gran Canaria. El poema se ha perdido.

El relato de la guerra entre holandeses y canarios y del incendio de la ciudad está basado en la obra Piratería y ataques navales contra las islas Canarias, de Antonio Rumeu de Armas. Suyas son muchas frases, a veces textuales. No se han usado comillas ni llamadas a pie de página para no romper la lectura.

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