Eduardo Pellejero, El Sur Tampoco Existe - La Arquitectura Ficcional de América Latina (Castellano)

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Eduardo Pellejero El sur tampoco existe La arquitectura ficcional de América Latina El problema que preocupa a O'Gorman es el de saber qué clase de ser histórico es lo que llamamos América. No es una región geográfica, no es tampoco un pasado y, acaso, ni siquiera un presente. Es una idea, una invención del espíritu europeo. América es una utopía, es decir, es el momento en que el espíritu europeo se universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo como una idea universal que, casi milagrosamente, encarna y se afinca en una tierra y un tiempo preciso: el porvenir. En América la cultura europea se concibe como unidad superior. O'Gorman acierta cuando ve a nuestro continente como la actualización del espíritu europeo, pero ¿qué ocurre con América como ser histórico autónomo al enfrentarse a la realidad europea? Octavio Paz, El laberinto de la soledad pero aquí abajo, abajo el hambre disponible recurre al fruto amargo de lo que otros deciden mientras el tiempo pasa y pasan los desfiles y se hacen otras cosas que el Norte no prohibe. Con su esperanza dura el Sur también existe. 1

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Eduardo Pellejero

El sur tampoco existeLa arquitectura ficcional de América Latina

El problema que preocupa a O'Gorman es el de saber qué clase de ser histórico es lo que llamamos América. No es una región geográfica, no es tampoco un pasado y, acaso, ni siquiera un presente. Es una idea, una invención del espíritu europeo. América es una utopía, es decir, es el momento en que el espíritu europeo se universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo como una idea universal que, casi milagrosamente, encarna y se afinca en una tierra y un tiempo preciso: el porvenir. En América la cultura europea se concibe como unidad superior. O'Gorman acierta cuando ve a nuestro continente como la actualización del espíritu europeo, pero ¿qué ocurre con América como ser histórico autónomo al enfrentarse a la realidad europea?

Octavio Paz, El laberinto de la soledad

pero aquí abajo, abajoel hambre disponiblerecurre al fruto amargode lo que otros decidenmientras el tiempo pasay pasan los desfilesy se hacen otras cosasque el Norte no prohibe.Con su esperanza durael Sur también existe.

Mario Benedetti, El sur también existe

Entre otras tantas aventuras intelectuales, el siglo XIX reservaba a Europa el hastío de la

cultura y la tristeza de la carne, contaminando los sueños de sus poetas con fantasías de

evasión.1 La ilusión de una vida simple, sin las contradicciones que dilaceraban las ciudades

modernas, llevaría unos pocos a hacerse a la mar (muchas veces para desaparecer), pero sobre

todo levantaría en el vacío de la literatura de la época la utopía de un mundo virgen, de un

mundo donde todo estaba aún por ver, por nombrar y por hacer.2

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Esa utopía finisecular no era nueva. América había nacido de una fantasía similar.3 La

imaginación europea proyectara durante siglos la imagen de un paraíso terrenal sobre los

despojos de la conquista, sobreponiendo una topografía intelectual y fantástica al territorio

real, perpetuando la ficción de un mundo nuevo, puro, sin fallas. Los mares del sur no eran en

ese contexto un simple tropo literario, eran asunto de Estado.

Signo del valor atribuido a esa ficción por el poder son las numerosas disposiciones

coloniales a través de las cuales España pretendió prohibir, a partir del siglo XVI, la

publicación e importación de cualquier material novelesco en la colonia. Apuntando

fundamentalmente al control ideológico del nuevo mundo, la metrópolis intentaba de ese

modo imponer límites a la imaginación americana.4 Los inquisidores comprendían muy bien

que la proliferación no reglada de las imágenes y de los discursos a la cual da lugar la ficción

literaria constituía una amenaza (real) para la fundación (ficcional) del nuevo mundo.5

España buscaba asegurar el monopolio de la fuerza asegurando el monopolio de la

ficción. Con el argumento (platónico) de que las novelas eran disparatadas y absurdas (esto

es, mentirosas), con el argumento de que podían ser perjudiciales para la salud espiritual de

los ciudadanos, durante trecientos años los americanos fueron privados del derecho a su

lectura, o, mejor, fueron forzados a leerlas de contrabando, de tal modo que la primera novela

que se publicó bajo esa figura en la América hispánica apareció sólo después de la

independencia6.

Trecientos años es mucho tiempo. Hay costumbres que arraigan. Quiero decir que

después de vivir tantos años envueltas en una ficción, las naciones nacientes precisarían de la

ficción para vivir. El sur, que hasta entonces fuera una proyección fantasmática del norte, un

espacio donde las topografías reales e imaginarias se encontraban indisolublemente ligadas,

arriesgaba desagregarse en cuanto lugar simbólico a golpes de realidad (guerras civiles,

conflictos limítrofes, flujos migratorios, etc.). Liberada finalmente del control español, era

hora de que la imaginación americana diera consistencia a un territorio que aparecía dividido

y depredado. Y, en una época en que la experiencia religiosa (y sus fábulas asociadas) se

desvanecía en cuanto fundamento del vínculo social, la literatura habría de responder a esa

necesidad espiritual y política, asumiendo la tarea de producir el sucedáneo de una

experiencia compartida, de una memoria común.

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Poetas y políticos confluirían en esa empresa. Así, por ejemplo, en 1847, el futuro

presidente de Argentina, Bartolomé Mitre, introducía en el prólogo de su novela Soledad, una

especie de manifiesto con el cual pretendía suscitar la producción de novelas que sirvieran de

cimiento para la nueva nación. En el espíritu Schiller, en la idea de que la revolución política

sólo era posible a partir de una reforma cultural7, Mitre estaba convencido de que las novelas

de calidad promoverían el desarrollo del país; las novelas enseñarían a la población sobre su

historia incipiente, sobre sus costumbres apenas formuladas, sobre ideas y sentimientos

políticos y sociales, ofreciendo una representación sensible de su transformación en curso, de

su devenir histórico inmediato8.

Resultado de invasiones violentas y de divisiones forzadas, de pactos desiguales y de

alianzas improbables, las nuevas naciones carecían de cualquier tipo de cohesión. Las

identificaciones imaginarias que la literatura era capaz de suscitar aparecían en ese contexto

como una alternativa efectiva. En ese sentido, intelectuales y gobernantes alentaron la

fabricación de ficciones compensatorias para colmar un mundo lleno de vacíos.9

Ejemplo: En Amalia10 (1844), de José Mármol, Eduardo Belgrano (porteño) es herido

cuando intenta huir de Buenos Aires para sumarse a la resistencia al gobierno de Rosas;

Daniel Bello lo salva y le ofrece refugio en la casa de su prima tucumana, Amalia. La pasión

entre Eduardo y Amalia inflama la pasión política, y lleva los primos a fingirse partidarios del

régimen para secretamente luchar contra Rosas. En la víspera de la inevitable fuga de Buenos

Aires, Eduardo y Amalia se casan, pero mueren a manos de las tropas de Rosas, sellando un

pacto que ya no podrá deshacerse. En la prosa de Mármol, la historia de amor funciona al

mismo tiempo como resorte de un nuevo orden político; proyecta, en un contexto de división

social y en la ausencia de un poder legítimo (tal es la perspectiva de Mármol), el tipo de

cópula entre la capital y las provincias capaz de establecer una familia pública de derecho.

El caso de Amalia es representativo de un género que conoció una tradición prolífica,

cuyo objeto era conciliar las diferencias entre etnias, clases y regiones, postulando los

antiguos enemigos como futuros aliados. Novela erótico/política donde la metáfora del

matrimonio (conquistado con grandes esfuerzos) o de la unión de hecho (minada por todo tipo

de condicionamientos materiales, sociales y culturales), se desdobla como metonimia de

consolidación nacional.11 Los amantes se desean apasionadamente al mismo tiempo que

desean el nacimiento de un nuevo orden político, un orden capaz de tornar posible su unión;

cada obstáculo que los amantes encuentran intensifica el amor – el de los personajes y el de

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los lectores – por el surgimiento de una nación donde la pasión pueda ser consumada.12 La

ficción literaria es políticamente fundacional: no implica directamente una organización

nueva de lo social, pero da lugar a un nuevo agenciamiento colectivo de enunciación, que

apela a los lectores presos en los mismos impasses que narra a que lo hagan suyo. Palabra

impersonal a la espera de un cuerpo (político) que le de consistencia, la ficción fundacional

presupone un sujeto paradójico, que coloca en causa (y redefine) las distinciones entre lo

público y lo privado, individual y lo colectivo, lo particular y lo universal.

1 “La chair est triste, hélas! et j'ai lu tous les livres. / Fuir! là-bas fuir! Je sens que des oiseaux sont ivres / D'être parmi l'écume inconnue et les cieux! / Rien, ni les vieux jardins reflétés par les yeux / Ne retiendra ce coeur qui dans la mer se trempe / O nuits! ni la clarté déserte de ma lampe / Sur le vide papier que la blancheur défend / Et ni la jeune femme allaitant son enfant. / Je partirai! Steamer balançant ta mâture, / Lève l'ancre pour une exotique nature! / Un Ennui, désolé par les cruels espoirs, / Croit encore à l'adieu suprême des mouchoirs! / Et, peut-être, les mâts, invitant les orages / Sont-ils de ceux qu'un vent penche sur les naufrages / Perdus, sans mâts, sans mâts, ni fertiles îlots... / Mais, ô mon coeur, entends le chant des matelots!!” (Mallarmé, «Brise marine», 1887)2 Las mismas contradicciones que inspiraban esas fantasías, por otra parte, daban lugar en la misma época a otra utopía, esta vez inmanente y materialista, que afirmaba que el mundo estaba por ver, pensar y hacer en todas partes y en todo momento.3 Sobre la fundación ficcional de América, cf. Todorov, «Fictions et vérités », in: L'Homme, Volume 29, Numéro 111 , Paris, 1989, pp. 7-33; cf. Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998; p. 71: “América es una utopía, es decir, es el momento en que el espíritu europeo se universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo como una idea universal que, casi milagrosamente, encama y se afinca en una tierra y un tiempo preciso: el porvenir. En América la cultura europea se concibe como unidad superior”; cf. Dieter Richter, El sur. Historia de un punto cardinal. Un recorrido cultural a través del arte, la literatura y la religión, traducción castellana de María Condor , Madrid, Ediciones Siruela, 2011; p. 30: “Con el descubrimiento de América, el «Nuevo Mundo», Occidente se convierte en tierra verdadera de promisión. (…) La clave más importante de este occidente será el oro. La idea de «El Dorado» (una leyenda india que llegó a oídos de los españoles en el siglo XVI), dio alas a la fantasía y a la codicia de los europeos. Occidente pasará a ser – desde las expediciones de los conquistadores del siglo XVI hasta la «quimera del oro» californiana en la época posterior a 1848 – el punto cardinal de los buscadores de tesoros. (…) Pero Occidente se convierte en terra promisionis también en sentido político. Durante siglos, América constituirá la meta de innumerables emigrantes que, abandonando las estrechas y opresivas condiciones europeas, buscaban en el «dorado Occidente» libertad individual, independencia, felicidad y riqueza o bien – como los padres peregrinos, los cuáqueros y muchos otros grupos – querían hacer realidad con la fundación de nuevas comunidades un orden social ideal”. 4 Para una visión más apurada de la cuestión de la ficción en la América colonial, cf. Antonio Antelo, «Literatura y sociedad en la América Española del siglo XVI: Notas para su estudio», in: Thesaurus, tomo XXVIII, nº 2, 1973. Como era de esperar, y a pesar de la repetición de las bulas, los documentos sobrevivientes de la época registran una animada circulación de novelas prohibidas, demostrando que la censura de la corona nunca conseguirá instaurarse totalmente; cf. Doris Sommer, Ficciones fundacionales, traducción castellana de José Leandro Urbina y Ángela Pérez, FCE, Bogotá, 2004; p. 27.5 España aspiraba a controlar totalmente la vida en las colonias americanas, y pretendía por tanto asegurarse el monopolio de la ficción. Es difícil de comprender, con todo, que buscara someter la literatura a una forma tan sistemática de la censura. Lo cierto es que si el poder pretende, por un lado, someter o expulsar la ficción (pienso en la expulsión de los poetas de la ciudad platónica, que inaugura esa historia de exilio que se extiende tristemente hasta nuestros días), por otro lado, el poder también busca apropiarse de la potencia de la ficción para sus propios fines (pienso, también, en este sentido, que en la República de Platón funda la división del trabajo en una ficción: el de la implantación del oro, la plata, el bronce y el hierro en el alma de los hombres). La asociación inmediata, claro, es 1984, de George Orwell: “Quien domina el presente, domina el pasado. Quien domina el pasado, domina el futuro”. Cf. Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Alfaguara, 2002; pp. 15-16.

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Balzac decía que la novela es la historia privada de las naciones, pero lo que ocurre en

América es demasiado; los términos se invierten: las biografías familiares de la literatura son

las que dan lugar a la historia nacional. No hay separación entre el nacionalismo épico y la

sensibilidad íntima; las novelas de la época ofrecen alegorías nacionales (Fredric Jameson),

articulando a un nivel simbólico comunidades imaginarias (Benedict Anderson). En cuanto

que en Europa los novelistas exploran las fallas de la sociedad burguesa, y proyectan la

fantasía de un nuevo comienzo en los mares del sur, en América los escritores intentan balizar

la imaginación de ese territorio en ebullición a imagen y semejanza de los Estados del norte.

Y, en cuanto la literatura europea comienza a reconocer en la crítica su forma más propia de

intervención13, la literatura americana de la época parece definirse políticamente por una

función sustitutiva: ofrece un horizonte de sentido (sobre un territorio fragmentado), colma

vacíos (identitarios), cubre distancias (étnicas, sociales, políticas). Sin ningún fundamento

moral, filosófico o religioso, las novelas fundacionales son ficciones que se hacen pasar por

verdad, creando un espacio – ilusoriamente estable – para nuevas formas de alianza política.

Identificarse en la lectura con la pasión de los amantes para consumar su deseo, era ya

asumir un programa político. Por ejemplo, el de la eliminación de las diferencias sociales,

6 Se trata de la novela de José Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo sarniento, publicada en México, en 1816. 7 La interpretación que Mitre hace de Schiller puede ser puesta en causa, pero ciertamente Mitre afecta su influencia, llegando a utilizar, en el Prólogo, las categorías de hombre moral y hombre fisiológico. 8 “Es por esto que quisiéramos que la novela echase profundas raíces en el suelo virgen de la América. El pueblo ignora su historia, sus costumbres apenas formadas no han sido filosóficamente estudiadas, y las ideas y sentimientos modificadas por el modo de ser político y social no han sido presentadas bajo formas vivas y animadas copiadas de la sociedad en que vivimos. La novela popularizaría nuestra historia echando mano de los sucesos de la conquista, de la época colonial, y de los recuerdos de la guerra de la independencia. Como Cooper en su Puritano y el Espía, pintaría las costumbres originales y desconocidas de los diversos pueblos de este continente, que tanto se prestan a ser poetizadas, y haría conocer nuestras sociedades tan profundamente agitadas por la desgracia, con tantos vicios y tan grandes virtudes, representándolas en el momento de su transformación, cuando la crisálida se transforma en brillante mariposa. Todo esto haría la novela, y es la única forma bajo la cual puedan presentarse estos diversos cuadros tan llenos de ricos colores y movimiento.” (Bartolomé Mitre, Soledad, Buenos Aires, Tor, 1952). 9 De este modo, em América, las novelas, de la misma forma que las constituciones y los códigos civiles, venían a legislar sobre las costumbres modernas. La literatura proveía una especie de «código civilizador», que tenía por objeto erradicar la barbarie, y de una forma tan cierta como los códigos civiles promulgados muchas veces por los mismos autores; cf. Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y Política en el siglo XIX, México, FCE, 1989.10 José Marmol, Amalia, Madrid, Cátedra, 2000.11 Mientras que, por ejemplo, en Francia las novelas de Balzac exponían las tensiones y las brechas de la familia burguesa, los americanos intentaban reparar esas fisuras, proyectando historias idealizadas que apuntaban, ya al pasado (en cuanto espacio de legitimación), ya al futuro (en cuanto meta nacional). 12 Cf. Doris Sommer, Ficciones fundacionales, pp. 41-65.13 Claro que esa nueva política de la literatura no cubre la totalidad de la producción literaria de la época y que en muchos casos todavía puede reconocerse el impulso romántico de construcción de identidades nacionales. Pero comienzan a surgir nuevas formas de hacer política a través de la escritura que ya no proponen una relación harmónica entre literatura y sociedad.

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étnicas o culturales, en una sociedad dada, esto es, el de la producción de una identidad cívica

nacional capaz de imponerse sobre esas formas conflictivas de identidad tradicional.14

(Evidentemente, esos programas políticos no siempre presuponían la igualdad y, del mismo

modo que las novelas, implicaban la subordinación de una parte a otra – de la mujer al

hombre, del indio al mestizo, del campo a la ciudad, etc.).

Lo cierto es que la fundación de la América Hispánica es en buena medida un ejercicio de

fabulación.15 Un singular ejercicio de fabulación, que tiene al hombre americano apenas como

sujeto de los enunciados (en los enunciados asistimos, de hecho, a su creación como personaje

de una historia sin memoria), pero que del punto de vista del sujeto de la enunciación

presupone al hombre europeo (inclusive si cruzó el Atlántico, si se amancebó, si ya lleva en

sus venas la sangre nueva). Es en este sentido que tenemos que entender el problema

levantado por Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950): América es una una idea, una

invención del espíritu europeo; pero en tanto ser autónomo, América se ve confrontada con

esa idea y es capaz de oponerle una resistencia imprevisible.16

América es una compleja trama ficcional reconjugada por la evolución da la propia

literatura americana. El nuevo mundo no es tan nuevo. Comienzo que ya es una repetición,

ocupa un espacio doblemente ficticio: un espacio provisto por la tradición europea y

reelaborado por los escritores americanos, que intentan reinventarse a si mismos y a América

en un movimiento sin fin.17

Así, en el siglo XX, la fundación mítica o ficción originaria, que se postulaba de forma

dogmática, pasa a ser leída con diversos grados de escepticismo. Y la literatura,

14 No se trata apenas de una forma arcaica de funcionamiento. La literatura, el cine, la televisión, conocieron siempre y siguen conociendo un valor substitutivo similar, siempre más o menos polarizado por las apuestas del poder. Tampoco se trata de un fenómeno meramente local, una deformación tercer-mundista del arte (atribuible, por ejemplo, a un hipotético populismo latino-americanos). En los Estados Unidos, por ejemplo, Robert Burgoyne retoma el tema de las ficciones dominantes en tanto imágenes de consenso social y su papel central en la construcción de una identidad nacional por parte del cine norte-americano del tipo The birth of a nation. Fabulación nacionalista que opera «desde arriba» (esto es, propiciada o dirigida por los poderes instituidos), y para el cual el cine clásico habría construido una mediación fundamental, creando una imagen de la sociedad inmediatamente accesible a todas las clases. 15 Borges sería uno de los primeros en señalar la impostura de los mitos de la fundación («Fundación mítica de Buenos Aires»), reconociendo (críticamente) la superioridad de la potencia política de la poesía sobre el espíritu de las leyes (Evaristo Carriego). Cf. Jorge Luis Borges, Obras Completas, Barcelona, Emecé Editores, 1989.16 Cf. Lelia Madrid, La fundación mitológica de América Latina, Madrid, Espiral Hispano Americana, 1989; p. 8.17 Cf. Roberto González Echeverría, Alejo Carpentier: The pilgrim at Home, Cornell University Press, New York, 1977; p. 28.

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correlativamente, deja de aspirar a la totalización imaginaria de la realidad para pasar a

señalar sus brechas, sus desajustes, sus posibilidades desapercibidas; pasa a comprenderse y a

expresarse como divergencia fundamental, como desvío, como dispersión. En ese sentido, en

Rayuela (1963), Julio Cortázar escribe: “Si el volumen o el tono de la obra pueden llevar a

creer que el autor intentó una suma, apresurarse a señalarle que está ante la tentativa contraria,

la de una resta”18.

Las grandes novelas contemporáneas re-escriben o des-escriben las ficciones

fundacionales americanas. Oponen formas de desincorporación literaria a las identificaciones

imaginarias forjadas durante el siglo XIX (y no sólo); esto es, colocan en causa, según un

desplazamiento estratégico de la perspectiva, esa política ficcional que no logró reconciliar las

clases en lucha, ni aproximar el campo a la ciudad, ni unir los padres europeos a las madres de

de la tierra (o que sólo logró esa reconciliación subordinando, silenciando o eliminando uno

de los términos).

Entonces, como señala Doris Sommer, los amores fundacionales propios de las novelas

del siglo XIX revelan su intrínseca violencia, y las mentiras piadosas aparecen como

estrategias para controlar conflictos raciales, regionales y económicos que amenazaban el

desarrollo de las nuevas naciones (en su evolución burguesa y capitalista). Esas novelas

aparecen como parte del proyecto de la burguesía para conquistar (para asegurar) la

hegemonía de una cultura que se encontraba en estado de formación (una cultura que

idealmente sería una cultura acogedora, que articularía las esferas pública y privada abriendo

lugar para todos, siempre y cuando todos comprendiesen cuál era su lugar).

Sommer propone como ejemplo de este último tipo de ficciones La muerte de Artemio

Cruz (1964), de Carlos Fuentes. Entre batallas, Artemio y Regina recuerdan la conversación

amorosa de su primer encuentro, sentados en la playa, contemplando sus imágenes reflejadas

en el agua. Un recuerdo dorado para encubrir la escena original de la violación (que fue lo que

efectivamente tuviera lugar). Fuentes escribe: “esa ficción... inventada por ella para que él se

sintiera limpio, inocente, seguro del amor... esa hermosa mentira... No era cierto: Él no había

entrado en ese pueblo sinoalense como a tantos otros, buscando la primera mujer que

pasara, incauta, por la calle. No era verdad que aquella muchacha de dieciocho años había

sido montada a la fuerza en un caballo y violada en silencio en el dormitorio común de los

oficiales, lejos del mar”19.

18 Julio Cortázar, Rayuela, Buenos Aires, Sudamericana, 1983.

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De alguna forma, los escritores, antes alentados a colmar los vacíos de una historia que

contribuía para legitimar el nacimiento de una nación e impulsar esa historia en el sentido de

un futuro ideal, buscan decir ahora lo no dicho en las ficciones fundacionales, intentan

reintroducir la contingencia en el pasado, destruyendo las estructuras imaginarias y materiales

sobre las que asienta el presente, propiciando la resistencia y la abertura de nuevos espacios

de posible.

Ejemplo: En el siglo de las luces20 (1962), de Alejo Carpentier, tres adolescentes – Sofía

y Carlos, hermanos, y Esteban, su primo – pierden al padre y al tío, quedando solos en una

enorme casa de la Cuba colonial, hasta que un día llega un extraño visitante – Víctor Hugues,

comerciante y partidario de los nuevos ideales políticos del siglo XVIII – que abre la casa al

mundo y a la época, implicándolos en los movimientos revolucionarios. Pero las ideas de

libertad, fraternidad e igualdad – y la declaración universal de los derechos del hombre, en

cuanto ficción fundacional o constituyente –, son colocadas en cuestión en una historia difícil

para los personajes, revelando la traición de la revolución francesa a los levantamiento de los

negros del Caribe. Sofía, que se apasiona por Víctor y por sus ideas (y se entrega a ambos),

acaba por desengañarse: Víctor, el mismo que trajera a América el decreto de abolición de la

esclavitud, termina comprometido en un fallido intento de genocidio de la población negra. 21

O sea, la novela, lejos de fundar alguna cosa, des-funda una narrativa hegemónica en la cual

se espera (todavía) que vengan a alinearse las naciones latino-americanas.22

Ejemplo: En Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, Santiago y

Ambrosio mantienen una conversación en un bar llamado La Catedral durante la dictadura

del general Odría, de la cual resulta una exploración profunda de las razones de la corrupción

y de la desidia de los dirigentes, así como de la resignación y de la impotencia de los

peruanos. Esto es, Vargas Llosa no nos ofrece una ficción fundacional más para Perú, sino,

por el contrario, se aplica a la destrucción (a la deconstrucción) de un estado de cosas

19 Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1967. Cf. Doris Sommer, Ficciones fundacionales, p. 45.20 Alejo Carpentier, El siglo de las luces, Barcelona, Seix Barral, 1985.21 Al fin, buscando expiar la culpa o conquistar la redención, Sofía viaja a Madrid, donde se hace matar (corajosamente, desesperadamente) en un levantamiento popular contra Napoleón.22 La proximidad de Carpentier a la Revolución Cubana (1959) y la fecha de publicación de El siglo de las luces (1962), pueden transmitir la idea de que Carpentier escribe su libre en la senda de la revolución y que su crítica de la narrativa da la revolución francesa es solidaria de ese acontecimiento, pero la verdad es que Carpentier declaró haber terminado de escribir el libro en 1958.

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insostenible, que las ficciones fundacionales pretenden pasar por alto. De hecho, la novela de

Vargas Llosa comienza así: “Desde a puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna,

sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos

flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”23. La

pregunta no tiene respuesta, o, mejor, no tiene apenas una respuesta. Cada respuesta (cada

historia) levanta nuevas cuestiones, cada cuestión da lugar a nuevas historias, y así. No hay

verdad fundacional, apenas ficciones que, intentando articular el sentido del presente,

redeterminan o simplemente anulan el pasado.24

Ejemplo: En Yo, el supremo25 (1974), Augusto Roa Bastos reconstruye, utilizando

indiferenciadamente elementos históricos y ficticios, la biografía política de José Gaspar

Rodríguez de Francia (también conocido como Doctor Francia, Karaí Guazú y «el

Supremo»), dictador de Paraguay durante 26 años (1814-1840). La biografía se estructura

bajo la forma de un discurso dictado, estratégicamente puntuado por los comentarios

(sediciosos) de su secretario personal, multiplicando las voces de tal modo que la ficción

mística sobre la cual se fundó el poder de Francia aparece atravesada de contradicciones, de

inconsistencias y de mentiras. El dictador dicta, pero el secretario interpola, omite, repite, y

en general hace tartamudear el discurso. El escritor emprende un trabajo de segunda mano: no

funda nada, no pre-escribe nada con su escritura, simplemente re-escribe una versión anterior.

Sobre la literatura ya no reposa nada (no puede), pero en su movimiento desreglado la

escritura puede hacer temblar (e inclusive desmoronar) cualquier construcción (cultural, social

o política) que asiente sobre bases ficcionales.

Ejemplo: En Respiración artificial26 (1980), Ricardo Piglia trama, a partir de fragmentos

de cartas, monólogos, diálogos y documentos, una novela que, contra el monopolio narrativo

que tienden a imponer las ficciones estatales, busca restaurar la polifonía de voces silenciadas

por la dictadura. Renzi (uno de los protagonistas) recibe los papeles (hasta entonces en

posesión de su tío, Marcelo Maggi) de uno de sus antepasados, Enrique Osório, dando origen

23 Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, Buenos Aires, Sudamericana - Planeta, 1981.24 En ese sentido, Vargas Llosa no se limita a conducir su genealogía hasta el momento de la conquista, sino que reconoce, en los propios «pueblos originarios» (concretamente, en los Incas), el mismo mecanismo mistificador de ficcionalización total de la realidad. (Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, pp. 25-28) Históricamente fiel o no, la proposición de Vargas Llosa es un principio de interpretación: toda ficción fundacional es la apropiación violenta de una ficción anterior, no siendo posible, por un ejercicio de regresión, dar con ninguna palabra verdadera (el mito es un mito, dirá Jean-Luc Nancy); luego, no hay comunidad originaria, apenas ficciones de la comunidad.25 Augusto Roa Bastos, Yo, el Supremo, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.26 Ricardo Piglia, Respiración artificial, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.

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al descubrimiento de una historia no oficial, de una historia de los derrotados, o, mejor, de una

memoria sin historia. Su reconstrucción tiene por resultado una versión sin pretensiones de

institucionalización, que en los márgenes de un país de los márgenes torna posible (vivible) la

desincorporación de los personajes (y de los lectores) en relación a los horizontes instituidos

de sentido. Renzi comprende con Tandewski (y nosotros comprendemos con él) que el gran

mérito de un escritor no es la fundación de lo común, sino la capacidad de escuchar su propia

época, de oír y hacer oír el murmullo silenciado por la historia oficial, de traer a la luz la

palabra de los olvidados, incluso si se trata de la palabra de la derrota, de la claudicación o de

la desesperanza. La sociedad es para Piglia una trama de relatos, un conjunto de historias que

circulan entre las personas, por lo que trazar el mapa ficcional de la sociedad constituye la

tarea más importante del escritor, remitiendo a su región específica del plano las ficciones

hegemónicas, y señalando los lugares donde algo es dicho y no es oído, algo es pensado y no

es considerado, algo es hecho y no es visto.27

Ejemplo: En Zama (1956) de Antonio Di Benedetto, la novela fundacional es invertida a

través de una parodia de la novela histórica. La estructura de Zama es aparentemente simple:

el protagonista narra, en primera persona, diez años de su vida; años cruciales, durante los

cuales el protagonista experimenta los síntomas de su decadencia física y moral (es, por lo

tanto, la historia de un perdedor, con lo cual cambia ya el sujeto de la historia en relación al

sujeto heroico de las ficciones fundacionales). Por otro lado, Di Benedetto no repite las viejas

crónicas familiares de la novela burguesa del siglo XIX, ni divide la realidad en naciones, no

pretende ser la summa de ninguna clase o territorio, sino que, por el contrario, multiplica las

historias, las alegorías y las metáforas, anulando la ilusión biográfica e historicista. Esa

fragmentariedad, que contamina el libro, dispone, ahí donde las ficciones fundacionales

presuponían la identidad, la continuidad y la coherencia en el desarrollo, la heterogeneidad,

las diferencias, los accidentes, los acontecimientos más insignificantes o más refractarios al

sentido.28 Consideremos el siguiente pasaje, donde esa especie de contra-historia aparece de

forma impar. Zama está cruzando penosamente (sin gloria) la selva paraguaya, cuando dá con

una rara tribu que camina por las veredas abiertas en la vegetación, guiada por niños que

llevan a los adultos de la mano. Zama dice: “Ciegos. Todos los adultos eran ciegos. Los niños,

no. (...) Eran víctimas de la ferocidad de una tribu mataguaya. Los habían cegado con

27 “«Qué estructura tienen esas fuerzas ficticias?»: tal vez ese sea el centro de la reflexión política de cualquier escritor.” (Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Buenos Aires, Seix Barral, 2000; p. 43)28 Cf. Juan José Saer, Prólogo, in: Antonio Di Benedetto, Zama, Buenos Aires : Adriana Hidalgo, 2000.

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cuchillos encendidos al rojo. (...) No veían y habían eliminado de encima de ellos la mirada de

los demás. (...) Cuando la tribu se acostumbró a servirse con prescindencia de los ojos, fue

más feliz. Cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la

inculpación; no fueron necesarios los castigos. Recurrían los unos a los otros para actos de

necesidad colectiva, de interés común: cazar un venado, hacer techo a un rancho. El hombre

buscaba a la mujer y la mujer buscaba al hombre para el amor. Para aislarse más, algunos se

golpearon los oídos hasta romperse los huesecillos. Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad,

los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el

desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los

bosques, a las praderas, a las montañas... Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de

los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio.”29. En su

austeridad y su laconismo, Zama no representa la condición profunda de América, no es una

imagen más de nuestra fragilidad y de nuestra contingencia (incluso si eso puede ser

reconfortante). Si la novela de Di Benedetto evita toda exaltación patriótica, si rechaza

cualquier tentación de historicismo o de color local, no lo hace en nombre de ninguna nueva

forma de identificación. La agonía de su protagonista, su inevitable decadencia, es apenas

metonimia de la desorientación y de la falta de sentido (histórico) del tiempo en que Di

Benedetto escribe su historia. Y en ese sentido Saer tiene razón: Zama nos propone, no una

evasión del presente, sino un trabajo (necesariamente paciente) sobre su irresolución y su

problematicidad, siendo el distanciamiento metafórico en dirección al pasado apenas un

mecanismo para su irrealización. En su lectura nos desconocemos en cuanto sujetos de una

historia que creíamos ser nuestra, nos extrañamos de nosotros mismos, esto es, colocamos en

causa los fundamentos de nuestra identidad y los principios de las construcciones imaginarias

a las cuales nuestra identidad se encuentra asociada (simplemente, ya no nos sentimos parte).

Podríamos multiplicar los ejemplos indefinidamente. Las obras de Felisberto Hernández,

Haroldo Conti, José Donoso, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig, José Revueltas, Ernesto

Sabato, Osvaldo Soriano, Juan José Saer, Roberto Bolaño, y buena parte de la literatura de la

América hispánica permiten una lectura de este tipo, y comprenden una relación

29 Antonio Di Benedetto, Zama, pp. 171-172.

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problemática, difícil, irresoluta, con las fábulas fundacionales que demarcan el territorio

ficcional en el que se mueven.

Durante siglos, el norte impuso al sur su espada y su pluma. Cavó, en el vacío de su

propia dispersión, un lugar ficcional a partir del cual pretendía afirmarse a pesar de todas sus

diferencias, de sus fallas y contradicciones. El sur era un espejismo: la ilusión mínima

necesaria para mantener las cosas andando (otro mundo es posible, pero del otro lado del

mundo, elusivo, inalcanzable, prohibido).

Los poetas, los locos y los desesperados lo buscaron de diversas formas, y de diversas

formas lo encontraron, pero no como paraíso perdido ni como territorio virgen (ni,

ciertamente, como tierra de la libertad).

“Con su hambre disponible (…) y su esperanza dura”30, el sur se insinúa en los márgenes

de las lenguas y del imaginario que llegaron del norte, pero no existe, al menos no como lugar

de identificación.

Si el sur es alguna cosa, es una diferencia, o, mejor, la promesa (siempre diferida) de una

diferencia. La diferencia, siempre conflictiva, entre la representación que Europa se hacía de

nosotros, la representación que los fundadores de las naciones americanas se hacían de

nosotros, y las representaciones que nosotros mismos nos hacemos de nosotros. Una

diferencia que la literatura frecuenta de forma clandestina. Una diferencia en la cual no se

juega ningún destino, pero en virtud de la cual resiste aquello que mantiene viva la

imaginación de lo que todavía no somos, de lo que todavía no dijimos ni soñamos, de lo que

apenas nos atrevemos a pensar.

Entre las fábulas de su origen y un origen siempre por fabular31, entre las identificaciones

imaginarias que dan forma al horizonte de su historia y las desincorporaciones estéticas que

relanzan continuamente el devenir de su conciencia, el sur se debate por esa diferencia sin

modelo, esto es, por la utopía desrazonable de una libertad sin determinación.

Es, claro, un sueño de locos, de desesperado y de poetas. ¿Qué otra cosa pueden ser los

mares del sur?

30 Mario Benedetti, «El sur también existe», in: Mario Benedetti, Preguntas al azar, Buenos Aires, Sudamericana, 2000.31 Los productos de la ficción son particulares y arbitrarios, pero la facultad de producir ficciones es universal y necesaria.

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Notas

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