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Edición digital para la Biblioteca Digital del ILCE

Título original: A Philosophical Essay on Probabilities

© De la traducción: Emilio Méndez Pinto

Primera edición: JOHN WILEY & SONS, 1902

D. R. © JOHN WILEY & SONS, 1902

Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o eléctrico sin la autorización por escrito

de los coeditores.

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CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN

Este ensayo filosófico es el desarrollo de una lección sobre probabilidades que

impartí en 1795 a las escuelas normales cuando fui llamado a ser, por decreto de la

Convención Nacional, profesor de matemáticas junto con Lagrange. Recientemente he

publicado un trabajo sobre el mismo tema llamado Teoría analítica de las probabilidades.

Aquí presento, sin recurrir al análisis, los principios y resultados generales de esta teoría,

aplicándolos a las cuestiones más importantes de la vida, que en realidad son, la mayor

parte del tiempo, únicamente problemas de probabilidad. Estrictamente hablando, puede

decirse que casi todo nuestro conocimiento es problemático, y que en el pequeño número

de cosas que somos capaces de conocer con certeza, incluso en las propias ciencias

matemáticas, los principales medios para determinar la verdad – la inducción y la analogía

– están basados en probabilidades, de tal suerte que todo el sistema del conocimiento

humano está conectado con la teoría expuesta en este ensayo. Sin lugar a dudas, aquí se

verá con interés que al considerar, incluso en los eternos principios de la razón, la justicia, y

la humanidad, solamente las posibilidades favorables que constantemente se les agregan,

hay una gran ventaja en seguir estos principios y un serio inconveniente en apartarse de

ellos; sus posibilidades, como aquellas favorables a las loterías, siempre terminan por

prevalecer en medio de las vacilaciones del riesgo. Espero que las reflexiones ofrecidas en

este ensayo atraigan la atención de los filósofos y los dirijan a un tema tan digno de ocupar

sus mentes.

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CAPÍTULO II

ACERCA DE LA PROBABILIDAD

Todos los eventos, incluso aquellos que a causa de su insignificancia no parecen

seguir las grandes leyes de la naturaleza, son el resultado de ella justo tan necesariamente

como las revoluciones del sol. Ante la ignorancia de los lazos que unen tales eventos con

todo el sistema del universo, se les ha hecho depender de causas finales o del azar,

dependiendo de si ocurren y se repiten con regularidad o si aparecen sin respecto al orden;

pero estas causas imaginarias han retrocedido gradualmente ante los crecientes límites del

conocimiento y han desaparecido por completo ante la sana filosofía, que sólo ve en ellas la

expresión de nuestra ignorancia de las verdaderas causas.

Los eventos presentes están conectados con los anteriores por un vínculo basado en

el evidente principio de que una cosa no puede ocurrir sin una causa que la produzca. Este

axioma, conocido como el principio de razón suficiente, se extiende incluso a las acciones

que se consideran indiferentes; la voluntad más libre es incapaz sin un motivo

determinativo que le dé nacimiento. Si asumimos dos posiciones con exactamente

circunstancias similares y descubrimos que la voluntad está activa en una e inactiva en la

otra, decimos que su elección es un efecto sin causa. Entonces es, dice Leibniz, el ciego

azar de los epicúreos. La opinión contraria es una ilusión de la mente que, perdiendo de

vista las evasivas razones de la elección de la voluntad en cosas indiferentes, cree que la

elección está determinada por sí misma y sin motivos algunos.

Es entonces que debemos considerar el estado presente del universo como el efecto

de su estado anterior y como la causa del estado que ha de seguir. Dada por un instante una

inteligencia que pudiese comprender todas las fuerzas por las que la naturaleza es animada

y la respectiva situación de los seres que la componen – una inteligencia suficientemente

vasta como para someter estos datos al análisis – divisaría, en la misma fórmula, los

movimientos de los cuerpos más grandes del universo y aquellos del átomo más ligero; para

ella nada sería incierto, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos. La

mente humana ofrece, en la perfección que ha permitido dar a la astronomía, una idea débil

de esta inteligencia. Sus descubrimientos en la mecánica y en la geometría, añadidos a los

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de la gravitación universal, le han permitido comprender, en las mismas expresiones

analíticas, los estados pasado y futuro del sistema del mundo. Aplicando el mismo método

a otros objetos de su conocimiento, ha conseguido referir los fenómenos observados a leyes

generales y prever aquellos que determinadas circunstancias deben producir. Todos estos

esfuerzos en la búsqueda de la verdad tienden a reconducirla continuamente a la vasta

inteligencia que recién mencionamos, pero de la que siempre permanecerá infinitamente

apartada. Esta tendencia, peculiar a la raza humana, es la que la hace superior a los

animales, y sus progresos en este aspecto distinguen las naciones y las épocas y constituyen

su verdadera gloria.

Recordemos que antes, y en una época no muy remota, una lluvia inusual o una

sequía extrema, un cometa con una cola muy larga, los eclipses, la aurora boreal, y en

general todos los fenómenos inusuales eran considerados como otras tantas señales de la ira

celestial. Se invocaba al cielo para evitar su perniciosa influencia. Nadie rezaba para que

los planetas y el sol detuvieran sus cursos; la observación pronto evidenció la futilidad de

tales rezos. Pero como estos fenómenos, ocurriendo y desapareciendo por grandes

intervalos, parecían oponerse al orden de la naturaleza, se suponía que el cielo, irritado por

los crímenes terrenales, los había creado para anunciar su venganza. Así, la larga cola del

cometa de 1456 sembró el terror por Europa, ya consternada por el rápido éxito de los

turcos, quienes recién habían derrocado al Bajo Imperio. Después de cuatro revoluciones,

esta estrella ha despertado en nosotros un interés muy distinto. El conocimiento de las leyes

del sistema del mundo adquirido en el intervalo ha disipado los miedos engendrados por la

ignorancia de la verdadera relación del hombre con el universo, y Halley, habiendo

reconocido la identidad de este cometa con los de los años 1531, 1607, y 1682, anunció su

próximo retorno para finales del año 1758 o comienzos del año 1759. El mundo instruido

esperó con impaciencia este regreso que habría de confirmar uno de los mayores

descubrimientos que se hayan hecho en las ciencias, y que cumplió la predicción de Séneca

cuando dijo, al hablar de las revoluciones de las estrellas que caen desde una enorme altura,

“Llegará el día en que, por el estudio perseguido a través de los siglos, las cosas ahora

ocultas serán evidentes, y la posteridad estará asombrada de que verdades tan claras se nos

hayan escapado.” Entonces Clairaut analizó las perturbaciones que había experimentado el

cometa por la acción de los dos grandes planetas, Júpiter y Saturno, y después de inmensos

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cálculos fijó su siguiente paso en el perihelio hacia los comienzos de abril de 1759, lo que

fue verificado por la observación. La regularidad que nos muestra la astronomía en los

movimientos de los cometas sin duda también existe en todos los fenómenos.

La curva descrita por una simple molécula de aire o de vapor está regulada de una

manera tan cierta como las órbitas planetarias, y la única diferencia entre ellas viene de

nuestra ignorancia.

La probabilidad es relativa en parte a esta ignorancia y en parte a nuestro

conocimiento. Sabemos que, de tres o de un número mayor de eventos, uno solo debe

ocurrir, pero nada nos induce a creer que ocurrirá uno de ellos en lugar de los otros. En este

estado de indecisión nos es imposible anunciar su ocurrencia con certeza. Sin embargo, es

probable que uno de estos eventos, elegido a voluntad, no ocurra porque vemos varios

casos igualmente posibles que excluyen su ocurrencia, y uno solo que la favorece.

La teoría del azar consiste en reducir todos los eventos del mismo tipo a un cierto

número de casos igualmente posibles, es decir, a [casos] tales que podemos estar

igualmente indecisos con respecto a su existencia, y en determinar el número de casos

favorables al evento cuya probabilidad buscamos. La proporción de este número con el de

todos los casos posibles es la medida de esta probabilidad, que es así simplemente una

fracción cuyo numerador es el número de casos favorables y cuyo denominador es el

número de todos los casos posibles.

La noción anterior de probabilidad supone que, al aumentar en la misma proporción

el número de casos favorables y el de todos los casos posibles, la probabilidad sigue siendo

la misma. Para convencernos de esto consideremos dos urnas, A y B, la primera

conteniendo cuatro bolas blancas y dos negras, y la segunda conteniendo solamente dos

bolas blancas y una negra. Podemos imaginar que las dos bolas negras de la primera urna

están unidas por un hilo que se rompe en el momento de querer sacar una de ellas, y las

cuatro bolas blancas forman así dos sistemas similares. Todas las probabilidades que

favorecerán la toma de una de las bolas del sistema negro conducirán a una bola negra. Si

ahora concebimos que los hilos que unen las bolas no se rompen en absoluto, es claro que

el número de casos posibles no cambiará más que el de los casos favorables a la extracción

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de las bolas negras, pero se sacarán dos bolas de la urna al mismo tiempo; la probabilidad

de sacar una bola negra de la urna A será entonces la misma que al principio. Pero

obviamente tenemos el caso de la urna B con la única diferencia de que las tres bolas de

esta última urna serían remplazadas por tres sistemas de dos bolas invariablemente

conectadas.

Cuando todos los casos son favorables a un evento, la probabilidad cambia a la

certeza y su expresión se vuelve igual a la unidad. Sobre esta condición, la certeza y la

probabilidad son comparables, aunque puede haber una diferencia esencial entre los dos

estados de la mente cuando una verdad le es rigurosamente demostrada o cuando aún

percibe una pequeña fuente de error.

En las cosas que son sólo probables, la diferencia de los datos que cada hombre

tiene con respecto a ellas es una de las principales causas de la diversidad de opiniones que

prevalecen con respecto a los mismos objetos. Supongamos, por ejemplo, que tenemos tres

urnas, A, B, y C, una de las cuales contiene únicamente bolas negras y las otras dos

contienen únicamente bolas blancas; ha de sacarse una bola de la urna C y se requiere la

probabilidad de que sea negra. Si no sabemos cuál de las tres urnas contiene únicamente

bolas negras, de tal forma que no haya razón para creer que es C en lugar de B o A, estas

tres hipótesis parecerán igualmente posibles, y como puede sacarse una bola negra sólo en

la primera hipótesis, la probabilidad de sacarla es igual a un tercio. Si se sabe que la urna A

contiene solamente bolas blancas, entonces la indecisión se extiende únicamente a las urnas

B y C, y la probabilidad de que la bola sacada de la urna C sea negra es un medio.

Finalmente esta probabilidad se transforma en certeza si estamos seguros de que las urnas

A y B contienen sólo bolas blancas.

Es así que un incidente relacionado con una asamblea numerosa encuentra diversos

grados de creencia dependiendo de la extensión de conocimiento de los oyentes. Si el

hombre que lo reporta está plenamente convencido de él y si, por su posición y carácter,

inspira gran confianza, su declaración – no obstante qué tan extraordinaria pueda ser –

tendrá, para los oyentes que no tienen información, el mismo grado de probabilidad que una

declaración ordinaria hecha por el mismo hombre, y tendrán plena fe en ella. Pero si alguno

de ellos sabe que el mismo incidente es rechazado por otro hombre igualmente digno de

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confianza, estará dudoso y el incidente será desacreditado por los oyentes ilustrados,

quienes lo rechazarán en aras de hechos bien verificados o en aras de las inmutables leyes

de la naturaleza.

Es a la influencia de la opinión de aquellos a los que la multitud juzga como mejor

informados y a quienes comúnmente se les ha dado confianza con respecto a los asuntos

más importantes de la vida que se debe la propagación de aquellos errores que, en tiempos

de ignorancia, han cubierto la faz de la Tierra. La magia y la astrología nos ofrecen dos

grandes ejemplos. Estos errores inculcados en la infancia, adoptados sin examen alguno, y

teniendo por base únicamente el crédito universal, se han mantenido durante un largo

tiempo; pero por fin el progreso de la ciencia los ha destruido en las mentes de los hombres

ilustrados, cuya opinión consecuentemente los ha hecho desaparecer incluso entre la plebe

a través del poder de la imitación y del hábito, que los había esparcido originalmente. Este

poder, el recurso más rico del mundo moral, establece y conserva en toda una nación ideas

completamente contrarias a aquellas que sostiene en otros lados con la misma autoridad.

¡Qué indulgencia no deberíamos de tener por opiniones distintas de las nuestras cuando esta

diferencia a menudo depende de los distintos puntos de vista donde las circunstancias nos

han puesto! Iluminemos a aquellos que juzgamos insuficientemente instruidos, pero antes

examinemos críticamente nuestras propias opiniones y ponderemos con imparcialidad sus

respectivas probabilidades.

La diferencia de opiniones depende, no obstante, de la manera en la que se

determina la influencia de datos conocidos. La teoría de las probabilidades guarda relación

con consideraciones tan delicadas que no es sorprendente que con los mismos datos dos

personas lleguen a distintos resultados, especialmente en cuestiones muy complicadas.

Examinemos ahora los principios generales de esta teoría.

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CAPÍTULO III

LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL CÁLCULO DE PROBABILIDADES

Primer principio. El primero de estos principios es la propia definición de

probabilidad, que es, como ya vimos, la proporción del número de casos favorables al de

todos los casos posibles.

Segundo principio. Pero ello supone los varios casos igualmente posibles. Si no son

así, primero determinaremos sus respectivas posibilidades, cuya apreciación exacta es uno

de los puntos más delicados de la teoría del azar. Entonces la probabilidad será la suma de

las posibilidades de cada caso favorable. Ilustremos este principio con un ejemplo.

Supongamos que arrojamos al aire una moneda grande y muy delgada cuyos dos

grandes lados opuestos, que llamaremos cara y cruz, son perfectamente similares.

Encontremos la probabilidad de sacar cara por lo menos una vez en dos tiradas. Es claro

que pueden surgir cuatro casos igualmente posibles, a saber, cara en el primero y en el

segundo lanzamientos; cara en el primer lanzamiento y cruz en el segundo; cruz en el

primer lanzamiento y cara en el segundo, y finalmente cruz en ambos lanzamientos. Los

primeros tres casos son favorables al evento cuya probabilidad buscamos;

consecuentemente, esta probabilidad es igual a �

�, así que es una apuesta de tres a uno que

salga cara por lo menos una vez en dos lanzamientos.

En este juego podemos contar sólo tres casos distintos, a saber, cara en el primer

lanzamiento, lo que exime de arrojar una segunda vez; cruz en el primer lanzamiento y cara

en el segundo, y finalmente cruz en el primero y en el segundo lanzamientos. Esto reduciría

la probabilidad a �

� si consideramos, junto con d’Alembert, estos tres casos como

igualmente posibles. Pero es evidente que la probabilidad de sacar cara en el primer

lanzamiento es �

�, mientras que en los otros dos casos es

�, el primero de ellos siendo un

evento simple que corresponde a dos eventos combinados: cara en el primero y segundo

lanzamientos, y cara en el primer lanzamiento y cruz en el segundo. Si, de acuerdo con el

segundo principio, añadimos la posibilidad �

� de cara en el primer lanzamiento a la

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posibilidad �

� de cruz en el primer lanzamiento y cara en el segundo, tendremos

� para la

probabilidad buscada, que concuerda con lo encontrado en la suposición cuando jugamos a

arrojar dos veces. Esta suposición no cambia en absoluto la oportunidad de aquel que

apuesta a este evento; simplemente sirve para reducir los varios casos a los casos

igualmente posibles.

Tercer principio. Uno de los puntos más importantes de la teoría de las

probabilidades y el que se presta a más ilusiones es la manera en que estas probabilidades

aumentan o disminuyen por su combinación mutua. Si los eventos son independientes entre

sí, la probabilidad de su existencia combinada es el producto de sus respectivas

probabilidades. Así, la probabilidad de sacar un as con un solo dado es �

�, y la de sacar dos

ases al arrojar dos dados al mismo tiempo es �

��. Cada lado de uno siendo capaz de

combinarse con los seis lados del otro, en realidad hay treinta y seis casos igualmente

posibles, de entre los cuales un solo caso da dos ases. Por lo general, la probabilidad de que

un evento simple en las mismas circunstancias ocurra consecutivamente un número dado de

veces es igual a la probabilidad de este evento simple elevada a la potencia indicada por

este número. Así, habiendo disminuido sin cesar las sucesivas potencias de una fracción

menor que la unidad, un evento que depende de una serie de probabilidades muy grandes

puede volverse extremadamente improbable. Supongamos que un incidente nos es

transmitido por veinte testigos de forma tal que el primero lo ha transmitido al segundo, el

segundo al tercero, y así sucesivamente. Supongamos, de nuevo, que la probabilidad de

cada testimonio es igual a la fracción �

��; la del incidente resultante de los testimonios será

menor que �

�. No podemos comparar mejor la disminución de la probabilidad que con la

extinción de la luz de los objetos por la interposición de varias piezas de vidrio. Un número

relativamente pequeño de piezas es suficiente para quitar la vista de un objeto que una sola

pieza nos permite percibir de manera distinta. Los historiadores no parecen haber prestado

la suficiente atención a esta degradación de la probabilidad de eventos cuando son vistos a

lo largo de un gran número de generaciones; muchos eventos históricos reputados como

ciertos serían al menos dudosos si fuesen sometidos a esta prueba.

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En las ciencias puramente matemáticas, las consecuencias más distantes participan

en la certeza del principio del que derivan. En las aplicaciones del análisis a la física, los

resultados tienen toda la certeza de hechos o experiencias. Pero en las ciencias morales,

donde cada inferencia es deducida de la que le precede sólo de manera probable, sin

importar qué tan probables puedan ser estas deducciones la posibilidad de error aumenta

con su número y al final sobrepasa la posibilidad de verdad en las consecuencias muy

remotas del principio.

Cuarto principio. Cuando dos eventos dependen uno del otro, la probabilidad del

evento compuesto es el producto de la probabilidad del primer evento y la probabilidad de

que, habiendo ocurrido este evento, ocurrirá el segundo. Así, en el caso anterior de las tres

urnas A, B, C de las cuales dos contienen sólo bolas blancas y una contiene sólo bolas

negras, la probabilidad de sacar una bola blanca de la urna C es �

�, ya que, de las tres urnas,

sólo dos contienen bolas de tal color. Pero cuando ha sido sacada una bola blanca de la urna

C, la indecisión relativa a aquella de las urnas que contiene solamente bolas negras se

extiende exclusivamente a las urnas A y B; la probabilidad de sacar una bola blanca de la

urna B es �

�, y entonces el producto de

� por

�, o

�, es la probabilidad de sacar dos bolas

blancas al mismo tiempo de las urnas B y C.

Por este ejemplo vemos la influencia de eventos pasados sobre la probabilidad de

eventos futuros. Pues la probabilidad de sacar una bola blanca de la urna B, que

originalmente es �

�, se vuelve

� cuando ha sido sacada una bola blanca de la urna C, y

cambiaría a certeza si de la misma urna hubiese sido sacada una bola negra.

Determinaremos esta influencia por medio del siguiente principio, que es un corolario del

anterior.

Quinto principio. Si calculamos a priori la probabilidad del evento ocurrido y la

probabilidad de un evento compuesto de aquél y de un segundo [evento] esperado, la

segunda probabilidad dividida por la primera será la probabilidad del evento esperado,

sacada del evento observado.

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Aquí se presenta la cuestión planteada por algunos filósofos concerniente a la

influencia del pasado sobre la probabilidad del futuro. Supongamos, en el juego de caras y

cruces, que la cara ha salido con más frecuencia que la cruz. Por este solo hecho seremos

llevados a creer que en la constitución de la moneda hay una causa secreta que lo favorece.

Así, en la conducción de la vida la felicidad constante es una prueba de aptitud que debería

inducirnos a emplear preferiblemente a personas felices. Pero si por la falta de fiabilidad de

las circunstancias nos vemos constantemente llevados a un estado de indecisión absoluta,

si, por ejemplo, cambiamos de moneda en cada tiro en el juego de caras y cruces, el pasado

no puede arrojar luz sobre el futuro, y sería absurdo tomarlo en cuenta.

Sexto principio. Cada una de las causas a las cuales puede atribuirse un evento

observado está indicada con tanta verosimilitud como haya probabilidad de que el evento

tendrá lugar, suponiendo que éste es constante. La probabilidad de existencia de

cualesquiera de estas causas es pues una fracción cuyo numerador es la probabilidad del

evento resultante de esta causa y cuyo denominador es la suma de las probabilidades

similares relativas a todas las causas; si estas diversas causas, consideradas a priori, son

desigualmente probables, es necesario emplear, en lugar de la probabilidad del evento

resultante de cada causa, el producto de esta probabilidad por la posibilidad de la propia

causa. Este es el principio fundamental de esta rama del análisis del azar, que consiste en

pasar de eventos a causas.

Este principio es la razón por la que atribuimos eventos regulares a una causa

particular. Algunos filósofos han pensado que estos eventos son menos posibles que otros y

que, en el juego de caras y cruces, por ejemplo, la combinación en la que la cara sale veinte

veces sucesivas es menos fácil en su naturaleza que aquellas en las que las caras y las

cruces están mezcladas irregularmente. Pero esta opinión supone que los eventos pasados

tienen una influencia sobre la posibilidad de eventos futuros, lo que no es admisible en

absoluto. Las combinaciones regulares ocurren más raramente sólo porque son menos

numerosas. Si buscamos una causa dondequiera que percibimos simetría, no es que

consideremos un evento simétrico como menos posible que los demás, sino que, como este

evento debe ser el efecto de una causa regular o del azar, la primera de estas suposiciones

es más probable que la segunda. Sobre una mesa vemos letras arregladas en este orden:

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C o n s t a n t i n o p l a, y juzgamos que este arreglo no es resultado del azar, y no porque

sea menos posible que los otros, pues si esta palabra no fuese empleada en ningún lenguaje

no esperaríamos que viniese de alguna causa particular, sino porque, estando esta palabra

en uso entre nosotros, es incomparablemente más probable que alguna persona haya

arreglado así estas letras a que este arreglo se deba al azar.

Este es el lugar para definir la palabra extraordinario. En nuestro pensamiento

arreglamos todos los eventos posibles en varias clases, y consideramos como

extraordinarias aquellas clases que incluyen un número muy pequeño. Así, en el juego de

caras y cruces, la ocurrencia de caras cien veces sucesivas nos parece extraordinaria por el

número casi infinito de combinaciones que pueden ocurrir en cien tiradas, y si dividimos

las combinaciones en series regulares conteniendo un orden fácilmente comprensible, y en

series irregulares, las últimas son incomparablemente más numerosas. Sacar de una urna

una bola blanca de entre millones de bolas, todas siendo de este color menos una, nos

parecería igualmente extraordinario, porque formamos solamente dos clases de eventos

relativos a los dos colores. Pero sacar el número 475813, por ejemplo, de una urna que

contiene un millón de números nos parece un evento ordinario, porque, comparando

individualmente los números entre sí sin dividirlos en clases, no tenemos razón para creer

que uno de ellos aparecerá más temprano que los otros.

De lo anterior debemos concluir que, por lo general, entre más extraordinario el

evento, mayor la necesidad de que esté sustentado en pruebas sólidas. Para aquellos que

dan fe, siendo capaces de engañar o de haber sido engañados, estas dos causas son mucho

más probables a medida que la realidad del evento es menor. Veremos esto más

particularmente cuando hablemos de la probabilidad del testimonio.

Séptimo principio. La probabilidad de un evento futuro es la suma de los productos

de la probabilidad de cada causa, sacada del evento observado, por la probabilidad de que,

esta causa existiendo, ocurrirá el evento futuro. El ejemplo que sigue ilustrará este

principio.

Imaginemos una urna que contiene sólo dos bolas, cada una de las cuales puede ser

blanca o negra. Se saca una de estas bolas y se pone de vuelta en la urna antes de proceder a

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una nueva extracción. Supongamos que en las primeras dos extracciones se han sacado

bolas blancas; se requiere la probabilidad de sacar otra vez una bola blanca en la tercera

extracción.

Aquí solamente pueden hacerse dos hipótesis: o bien una de las bolas es blanca y la

otra negra, o bien ambas son blancas. En la primera hipótesis la probabilidad del evento

observado es �

�, y es unidad o certeza en la segunda. Así, al considerar estas hipótesis como

tantas causas, tendremos, según el sexto principio, �

y

como sus respectivas

probabilidades. Pero si ocurre la primera hipótesis, la probabilidad de sacar una bola blanca

en la tercera extracción es �

�, y es igual a certeza en la segunda hipótesis. Multiplicando

entonces las últimas probabilidades por aquellas de las hipótesis correspondientes, la suma

de los productos, o �

��, será la probabilidad de sacar una bola blanca en la tercera

extracción.

Cuando la probabilidad de un único evento es desconocida, podemos suponerla

igual a cualquier valor desde cero hasta la unidad. La probabilidad de cada una de estas

hipótesis, sacadas del evento observado, es, por el sexto principio, una fracción cuyo

numerador es la probabilidad del evento en esta hipótesis y cuyo denominador es la suma

de las probabilidades similares relativas a todas las hipótesis. Así, la probabilidad de que la

posibilidad del evento esté comprendida dentro de ciertos límites es la suma de las

fracciones comprendidas dentro de estos límites. Ahora, si multiplicamos cada fracción por

la probabilidad del evento futuro, determinado en la hipótesis correspondiente, la suma de

los productos relativos a todas las hipótesis será, por el séptimo principio, la probabilidad

del evento futuro sacado del evento observado. Es así que encontramos que de un evento

habiendo ocurrido sucesivamente cualquier número de veces, la probabilidad de que ocurra

de nuevo la siguiente vez es igual a este número aumentado por la unidad dividido por el

mismo número aumentado por dos unidades. Poniendo la época más antigua de la historia

hace cinco mil años, o hace 1826213 días, y habiendo el sol salido constantemente en el

intervalo en cada revolución de veinticuatro horas, es una apuesta de 1826214 a uno que

saldrá otra vez mañana. Pero este número es incomparablemente mayor para quien,

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reconociendo en la totalidad de los fenómenos el principio regulador de los días y las

estaciones, ve que en el momento actual nada puede detener su curso.

En su Aritmética Política, Buffon calcula de manera distinta la probabilidad

anterior. Supone que difiere de la unidad sólo por una fracción cuyo numerador es la unidad

y cuyo denominador es el número 2 elevado a una potencia igual al número de días que han

transcurrido desde la época. Pero la verdadera forma de relacionar eventos pasados con la

probabilidad de causas y de eventos futuros le era desconocida a este ilustre autor.

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CAPÍTULO IV

ACERCA DE LA ESPERANZA

La probabilidad de eventos sirve para determinar la esperanza o el temor de las

personas interesadas en su existencia. La palabra esperanza tiene diversas acepciones; por

lo general, expresa la ventaja de aquel que espera un cierto beneficio en suposiciones que

son solamente probables. Esta ventaja, en la teoría del azar, es producto de la suma

esperada por la probabilidad de obtenerla; es la suma parcial que debe resultar cuando no

deseamos correr los riesgos del evento al suponer que la división es hecha proporcional a

las probabilidades. Esta división es la única equitativa cuando son eliminadas todas las

circunstancias extrañas, porque un grado igual de probabilidad da un igual derecho a la

suma esperada. A esta ventaja la llamaremos esperanza matemática.

Octavo principio. Cuando la ventaja depende de varios eventos, se obtiene al tomar

la suma de los productos de la probabilidad de cada evento por el beneficio ligado a su

ocurrencia.

Apliquemos este principio a algunos ejemplos. Supongamos que, en el juego de

caras y cruces, Pablo recibe dos francos si saca cara en el primer lanzamiento y cinco

francos si la saca sólo en el segundo. Multiplicando dos francos por la probabilidad �

� del

primer caso, y cinco francos por la probabilidad �

� del segundo caso, la suma de los

productos, o dos francos y un cuarto, será la ventaja de Pablo. Es la suma que debe dar por

adelantado a aquel que le ha dado esta ventaja, pues, para mantener la igualdad del juego, el

lanzamiento debe ser igual a la ventaja que procura.

Si Pablo recibe dos francos por sacar cara en el primer lanzamiento y cinco francos

por sacarla en el segundo, independientemente de si la sacó o no en el primer lanzamiento,

siendo �

� la probabilidad de sacar cara en el segundo lanzamiento, la multiplicación de dos

francos y cinco francos por �

�, la suma de estos productos, dará tres francos y medio para la

ventaja de Pablo, y consecuentemente para su apuesta en el juego.

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Noveno principio. En una serie de eventos probables de los cuales unos producen un

beneficio y otros una pérdida, tendremos la ventaja que resulta de ella al hacer una suma de

los productos de la probabilidad de cada evento favorable por el beneficio que procura, y al

sustraer de esta suma la de los productos de la probabilidad de cada evento desfavorable

por la pérdida que se le adjunta. Si la segunda suma es mayor que la primera, el beneficio

se vuelve pérdida y la esperanza miedo.

En consecuencia, en la conducción de la vida siempre debemos hacer que el

producto del beneficio esperado por su probabilidad sea al menos igual al producto similar

relativo a la pérdida. Pero para conseguir esto es necesario apreciar exactamente las

ventajas, las pérdidas, y sus respectivas probabilidades. Para esto es necesario una gran

precisión mental, un juicio delicado, y una gran experiencia en los asuntos [relacionados];

es necesario saber cómo guardarse de los prejuicios, de las ilusiones de temor o esperanza,

y de las ideas erróneas, ideas de fortuna y felicidad con las que la mayoría de las personas

alimentan su egoísmo.

La aplicación de los principios anteriores a la siguiente cuestión ha ocupado mucho

a los geómetras. Pablo juega caras y cruces con la condición de recibir dos francos si saca

cara en el primer lanzamiento, cuatro francos si la saca sólo en el segundo lanzamiento,

ocho francos si la saca sólo en el tercero, y así sucesivamente. Su apuesta en el juego debe

ser, de acuerdo con el octavo principio, igual al número de lanzamientos, de manera tal que

si el juego es infinito, la apuesta debe ser infinita. Sin embargo, ningún hombre razonable

desearía arriesgar en este juego siquiera una pequeña suma, digamos cinco francos. ¿De

dónde viene esta diferencia entre el resultado del cálculo y la indicación del sentido común?

Inmediatamente reconocemos que equivale a esto: la ventaja moral que nos procura un

beneficio no es proporcional a este beneficio y a que depende de miles de circunstancias, a

menudo muy difíciles de definir, pero de las cuales la más general e importante es la de la

fortuna.

En efecto, es evidente que un franco tiene mucho mayor valor para quien posee sólo

unos miles que para quien posee millones. Entonces en el beneficio esperado debemos

distinguir entre su valor absoluto y su valor relativo. Pero este último está regulado por los

motivos que lo hacen deseable, mientras que el primero es independiente de ellos. No

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puede ofrecerse el principio general para apreciar este valor relativo, pero aquí hay uno

propuesto por Daniel Bernoulli que servirá para muchos casos.

Décimo principio. El valor relativo de una suma infinitamente pequeña es igual a su

valor absoluto dividido entre el beneficio total de la persona interesada. Esto supone que

quienquiera tiene un cierto beneficio cuyo valor nunca puede estimarse como cero. En

efecto, incluso aquel que no posee nada siempre da al producto de su trabajo y a sus

esperanzas un valor al menos igual al que es absolutamente necesario para sostenerlo.

Si aplicamos el análisis al principio recién propuesto, obtenemos la siguiente regla:

designemos por la unidad la parte de la fortuna de un individuo, independientemente de sus

expectativas. Si determinamos los distintos valores que esta fortuna puede tener por virtud

de estas expectativas y sus probabilidades, el producto de estos valores elevado

respectivamente a las potencias indicadas por sus probabilidades será la fortuna física que

procuraría al individuo la misma ventaja moral que recibe de la parte de su fortuna tomada

como unidad y de sus expectativas; al sustraer la unidad del producto, la diferencia será el

aumento de la fortuna física debida a las expectativas: llamaremos esperanza moral a este

incremento. Es fácil ver que coincide con la esperanza matemática cuando la fortuna

tomada como unidad se vuelve infinita con respecto a las variaciones que recibe de las

expectativas. Pero cuando estas variaciones son una parte apreciable de esta unidad, las dos

esperanzas pueden diferir muy materialmente entre ellas.

Esta regla nos lleva a resultados conformes con las indicaciones del sentido común

que por estos medios pueden apreciarse con alguna exactitud. Así, en la cuestión anterior,

encontramos que si la fortuna de Pablo es de doscientos francos, razonablemente no debe

apostar más de nueve francos. La misma regla nos conduce a distribuir el peligro sobre

varias partes de un beneficio esperado en lugar de exponer todo el beneficio a este peligro.

Similarmente resulta que, en el juego más justo, la pérdida siempre es mayor que la

ganancia. Supongamos, por ejemplo, que un jugador con una fortuna de cien francos

arriesga cincuenta en el juego de caras y cruces; después de su apuesta en el juego, su

fortuna se reducirá a ochenta y siete francos, esto es, su última suma le procurará la misma

ventaja moral que el estado de su fortuna después de la apuesta. Entonces el juego es

desventajoso incluso en el caso en el que la apuesta sea igual al producto de la suma

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esperada por su probabilidad. Desde esto podemos juzgar la inmoralidad de los juegos en

los que la suma esperada está por debajo de este producto. Únicamente subsisten por falsos

razonamientos y por la codicia que despiertan y, llevando a la gente a sacrificar sus

recursos necesarios en esperanzas quiméricas de cuya improbabilidad no son conscientes,

son la fuente de una infinidad de males.

Esta desventaja de los juegos de azar, la ventaja de no exponer al mismo peligro

todo el beneficio esperado y todos los resultados similares indicados por el sentido común,

subsiste sea cual sea la función de la fortuna física que expresa, para cada individuo, su

fortuna moral. Es suficiente con que la proporción del aumento de esta función al aumento

de la fortuna física disminuya en la medida en que esta última aumenta.

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20

CAPÍTULO V

ACERCA DEL MÉTODO ANALÍTICO DEL

CÁLCULO DE PROBABILIDADES

La aplicación del principio recién expuesto a las diversas cuestiones de la

probabilidad requiere métodos cuya investigación ha dado lugar a otros varios métodos de

análisis y, especialmente, a la teoría de combinaciones y al cálculo de diferencias finitas.

Si formamos el producto de los binomios, la unidad más la primera letra, la unidad

más la segunda letra, la unidad más la tercera letra, y así sucesivamente hasta n letras, y

sustraemos la unidad de este producto desarrollado, el resultado será la suma de la

combinación de todas estas letras tomadas una por una, dos por dos, tres por tres, etc., cada

combinación teniendo la unidad como un coeficiente. Para tener el número de

combinaciones de estas n letras tomadas s por s veces, debemos observar que, si suponemos

que estas letras son iguales entre sí, el producto anterior se volverá la enésima potencia del

binomio uno más la primera letra; así, el número de combinaciones de n letras tomadas s

por s veces será el coeficiente de la s potencia de la primera letra en el desarrollo en este

binomio, y este número se obtiene por medio de la bien conocida fórmula binomial.

Debe prestarse atención a las respectivas situaciones de las letras en cada

combinación, observando que, si se une una segunda letra a la primera, puede ponerse en la

primera o segunda posición, lo que da dos combinaciones. Si a estas combinaciones unimos

una tercera letra, en cada combinación podemos darle el primero, el segundo, y el tercer

rango, lo que forma tres combinaciones relativas a cada una de las otras dos, y en total seis

combinaciones. De esto es fácil concluir que el número de arreglos de los cuales son

susceptibles s letras es el producto de los números desde la unidad hasta s. Para prestar

atención a las respectivas posiciones de las letras es necesario multiplicar, por este

producto, el número de combinaciones de n letras s por s veces, lo que equivale a quitar el

denominador del coeficiente del binomio que expresa este número.

Imaginemos una lotería compuesta por n números de los cuales r son sacados en

cada sorteo. Se requiere la probabilidad de sacar s números dados en un sorteo. Para llegar

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a esto formemos una fracción cuyo denominador será el número de todos los casos posibles

o de las combinaciones de n letras tomadas r por r veces, y cuyo numerador será el número

de todas las combinaciones que contienen los s números dados. Esta fracción será la

probabilidad requerida, y fácilmente encontraremos que puede reducirse a una fracción

cuyo numerador es el número de combinaciones de r números tomados s por s veces, y

cuyo denominador es el número de combinaciones de n números tomados similarmente s

por s veces. Así, en la lotería de Francia, formada como se sabe por 90 números de los

cuales se sacan cinco en cada sorteo, la probabilidad de sacar una combinación dada es

�� o

��, y entonces la lotería debe, en aras de la igualdad del juego, dar dieciocho veces la

apuesta. El número total de combinaciones dos por dos de los 90 números es 4005, y el de

las combinaciones dos por dos de 5 números es 10. La probabilidad de sacar un par dado es

entonces �

���, y la lotería debería dar cuatrocientas y un medio veces la apuesta; debería de

darla 11748 veces para un trío, 511038 para un cuaternario, y 43949268 veces para un

quinteto. La lotería está lejos de ofrecer al jugador estas ventajas.

Supongamos que en una urna hay a bolas blancas y b bolas negras, y que después

de haber sacado una bola, ésta es puesta de nuevo en la urna; se requiere la probabilidad de

que, en n número de saques, se saquen m bolas blancas y −� bolas negras. Es claro que

el número de casos que pueden ocurrir en cada saque es + �. Siendo cada caso del

segundo saque capaz de combinarse con todos los casos del primero, el número de casos

posibles en dos saques es el cuadrado del binomio + �. En el desarrollo de este cuadrado,

el cuadrado de a expresa el número de casos en los que una bola blanca es sacada dos

veces, y el doble producto de a por b expresa el número de casos en los que se sacan una

bola blanca y una bola negra. Finalmente, el cuadrado de b expresa el número de casos en

los que se sacan dos bolas negras. Continuando de esta forma, vemos que por lo general la

enésima potencia del binomio + � expresa el número de todos los casos posibles en n

saques, y que en el desarrollo de esta potencia el término multiplicado por la m potencia de

a expresa el número de casos en los que pueden sacarse m bolas blancas y − � bolas

negras. Entonces, dividiendo este término entre toda la potencia del binomio, tendremos la

probabilidad de sacar m bolas blancas y − � bolas negras. Siendo la proporción de los

números a y + � la probabilidad de sacar una bola blanca en un saque, y siendo la

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proporción de los números b y + � la probabilidad de sacar una bola negra, si llamamos p

y q a estas probabilidades, la probabilidad de sacar m bolas blancas en n saques será el

término multiplicado por la m potencia de p en el desarrollo de la enésima potencia del

binomio � + �; podemos ver que la suma � + � es la unidad. Esta notable propiedad del

binomio resulta muy útil en la teoría de las probabilidades. Pero el método más general y

directo de resolver cuestiones de probabilidad consiste en hacerlas depender de ecuaciones

de diferencias. Comparando las sucesivas condiciones de la función que expresa la

probabilidad cuando aumentamos las variables por sus respectivas diferencias, la cuestión

propuesta a menudo proporciona una proporción muy simple entre las condiciones. Esta

proporción es lo que se conoce como ecuación de diferenciales ordinarias o parciales,

ordinarias cuando hay sólo una variable, parciales cuando hay varias. Consideremos

algunos ejemplos de esto.

Tres jugadores con una supuesta igual habilidad juegan bajo las siguientes

condiciones: que uno de los primeros dos jugadores que derrota a su adversario juega con el

tercero, y si lo derrota el juego se acaba. Si es derrotado, el ganador juega en contra del

segundo hasta que uno de los jugadores haya derrotado consecutivamente a los otros dos, lo

que finaliza el juego. Se requiere la probabilidad de que el juego acabe en un cierto número

n de jugadas. Encontremos la probabilidad de que termine precisamente en la enésima

jugada. Para ello, el jugador que gana debe entrar al juego en la jugada − 1 y ganar en la

siguiente jugada. Pero si en lugar de ganar la jugada − 1 es derrotado por el adversario

que recién venció al otro jugador, el juego terminaría en esta jugada. Así, la probabilidad de

que uno de los jugadores entre al juego en la jugada − 1 y gane es igual a la probabilidad

de que el juego termine precisamente con esta jugada, y como este jugador debe ganar la

siguiente jugada para que el juego pueda terminar en la enésima jugada, la probabilidad de

este último caso será sólo la mitad del anterior. Esta probabilidad es evidentemente una

función del número n, y ésta es entonces igual a la mitad de la misma función cuando n es

disminuido por la unidad. Esta igualdad forma una de aquellas ecuaciones llamadas

ecuaciones diferenciales finitas ordinarias.

Con su uso, podemos determinar fácilmente la probabilidad de que el juego termine

precisamente en una determinada jugada. Es evidente que el juego no puede terminar más

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pronto que en la segunda jugada, y por esto es necesario que el primero de los dos

jugadores que ha derrotado a su adversario derrote en la segunda jugada al tercer jugador;

la probabilidad de que el juego termine en esta jugada es �

�. Entonces, en virtud de la

ecuación anterior, concluimos que las sucesivas probabilidades del final del juego son �

para la tercera jugada, �

� para la cuarta jugada, y así sucesivamente; en general,

� elevado a

la potencia − 1 para la enésima jugada. La suma de todas estas potencias de �

� es la

unidad menos la última de estas potencias; es la probabilidad de que el juego termine a más

tardar en n jugadas.

Consideremos de nuevo el primer problema más difícilmente, que puede resolverse

por probabilidades y que Pascal propuso a Fermat. Dos jugadores de igual habilidad, A y B,

juegan bajo las condiciones de que el primero que derrote al otro un número dado de veces

gane el juego y se quede con la suma de las apuestas. Después de algunos tiros, los

jugadores acuerdan abandonar sin haber terminado el juego, y preguntamos de qué manera

debe dividirse la suma. Es evidente que las partes deben ser proporcionales a las respectivas

probabilidades de ganar el juego. La cuestión, entonces, se reduce a determinar estas

probabilidades. Dependen, claramente, del número de puntos que le falta a cada jugador

para alcanzar el número dado. Por lo tanto, la probabilidad de A es una función de los dos

números que llamaremos índices. Si los dos jugadores acuerdan hacer un tiro más (un

acuerdo que no cambia su condición siempre que después de este nuevo tiro la división se

haga proporcionalmente a las nuevas probabilidades de ganar el juego), entonces, o bien A

ganaría este tiro y en tal caso el número de puntos que le faltan disminuiría por una unidad,

o bien ganaría el jugador B y en tal caso el número de puntos que le faltan a este jugador

sería menor por una unidad. Pero la probabilidad de cada uno de estos casos es �

�, y

entonces la función buscada es igual a un medio de esta función en la que disminuimos por

una unidad al primer índice más la mitad de la misma función en la que la segunda variable

es disminuida por una unidad. Esta igualdad es una de aquellas ecuaciones llamadas

ecuaciones de diferenciales parciales.

Con su uso podemos determinar las probabilidades de A al dividir los números más

pequeños, y al observar que la probabilidad o la función que expresa es igual a la unidad

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cuando al jugador A no le falta un solo punto, o cuando el primer índice es cero, y que esta

función se vuelve cero con el segundo índice. Supongamos, pues, que al jugador A le falta

un solo punto; encontramos que su probabilidad es �

�,�

�,�

�, etc., dependiendo de si a B le

falta un punto, dos, tres, etc. Entonces es generalmente la unidad menos la potencia de �

�,

igual al número de puntos que le faltan a B. Supondremos entonces que al jugador A le

faltan dos puntos, y su probabilidad será igual a �

�,�

�,��

��, etc., dependiendo de si a B le falta

un punto, dos puntos, tres puntos, etc. Supondremos otra vez que al jugador A le faltan tres

puntos, y así sucesivamente.

Este modo de obtener los valores sucesivos de una cantidad por medio de su

ecuación de diferencias es largo y laborioso. Los geómetras han buscado métodos para

obtener la función general de índices que satisfaga esta ecuación, de manera tal que para

cualquier caso particular sólo necesitemos sustituir en esta función los valores

correspondientes de los índices. Consideremos este tema de forma general. Para este

propósito concibamos una serie de términos arreglados a lo largo de una línea horizontal de

manera tal que cada uno de ellos derive del anterior de acuerdo con una ley dada.

Supongamos que esta ley está expresada por una ecuación entre varios términos

consecutivos y su índice o el número que indica el rango que ocupan en la serie. A esta

ecuación la llamo ecuación de diferencias finitas por un único índice. El orden o el grado

de esta ecuación es la diferencia de rango de sus dos términos extremos. Con su uso

podemos determinar sucesivamente los términos de la serie y continuar indefinidamente,

pero para ello es necesario conocer un número de términos de la serie igual al grado de la

ecuación. Estos términos son las constantes arbitrarias de la expresión del término general

de la serie o de la integral de la ecuación de diferencias.

Imaginemos ahora, por debajo de los términos de la serie anterior, una segunda serie

de términos arreglados horizontalmente, y una vez más, por debajo de los términos de la

segunda serie, una tercera serie horizontal, y así hasta el infinito, y supongamos que los

términos de todas estas series están conectados por una ecuación general entre varios

términos consecutivos, tomados tantas veces en el sentido horizontal como en el vertical, y

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los números que indican su rango en los dos sentidos. Esta ecuación es llamada ecuación de

diferencias finitas parciales por dos índices.

Imaginemos del mismo modo, por debajo del plano de las series anteriores, un

segundo plano de series similares, cuyos términos han de ponerse respectivamente debajo

de aquellos del primer plano; imaginemos, de nuevo, un tercer plano de series similares por

debajo del segundo, y así hasta el infinito. Supongamos que todos los términos de estas

series están conectados por una ecuación entre varios términos consecutivos tomados en el

sentido de longitud, anchura, y profundidad, y los tres números que indican su rango en

estos tres sentidos. A esta ecuación la llamo ecuación de diferencias finitas parciales por

tres índices.

Finalmente, considerando la cuestión abstracta e independientemente de las

dimensiones del espacio, imaginemos un sistema de magnitudes que deben ser funciones de

un cierto número de índices, y supongamos entre estas magnitudes sus diferencias relativas

a estos índices y los propios índices, tantas ecuaciones como haya magnitudes; estas

ecuaciones serán diferencias finitas parciales por un cierto número de índices.

Con su uso podemos determinar sucesivamente estas magnitudes. Pero del mismo

modo que la ecuación por un único índice requiere que conozcamos un cierto número de

términos de la serie, así la ecuación por dos índices requiere que conozcamos una o varias

líneas de series cuyos términos generales deban ser expresados, cada uno, por una función

arbitraria de uno de los índices. Similarmente, la ecuación por tres índices requiere que

conozcamos uno o varios planos de series cuyos términos generales deban ser expresados,

cada uno, por una función arbitraria de dos índices, y así sucesivamente. En todos estos

casos podremos determinar, por eliminaciones sucesivas, un cierto término de la serie. Pero

estando comprendidas en el mismo sistema de ecuaciones todas las ecuaciones de entre las

cuales eliminamos, todas las expresiones de los términos sucesivos que obtenemos por

estas eliminaciones deben estar comprendidas en una expresión general, una función de los

índices que determinan el rango del término. Esta expresión es la integral de la ecuación de

diferencias propuesta, y su búsqueda es el objeto del cálculo integral.

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Taylor ha sido el primero en considerar, en su trabajo Metodus incrementorum,

ecuaciones lineales de diferencias finitas. Expone el modo de integrar aquellas [ecuaciones]

de primer orden con un coeficiente y un último término, funciones del índice. En realidad,

las relaciones de los términos de las progresiones aritmética y geométrica que siempre han

sido consideradas son los casos más simples de ecuaciones de diferencias lineales, pero no

han sido consideradas desde este punto de vista. Fue uno de ellos el que, adhiriéndose a

teorías generales, condujo a estas teorías, y por tanto son verdaderos descubrimientos.

Casi al mismo tiempo, Moivre estaba considerando, bajo el nombre de series

recurrentes, las ecuaciones de diferencias finitas de un cierto orden teniendo un coeficiente

constante. Consiguió integrarlas de un modo bastante ingenioso. Ya que siempre resulta

interesante seguir el progreso de los inventores, expondré el método de Moivre aplicándolo

a una serie recurrente cuya relación entre tres términos consecutivos está dada. Primero

considera la relación entre los términos consecutivos de una progresión geométrica o la

ecuación de dos términos que la expresa. Refiriéndola a términos menores que la unidad, la

multiplica en este estado por un factor constante y sustrae el producto de la primera

ecuación. Así obtiene una ecuación entre tres términos consecutivos de la progresión

geométrica. Después, Moivre considera una segunda progresión cuya proporción de

términos es el mismo factor que recién ha utilizado. De modo similar, disminuye por una

unidad el índice de los términos de la ecuación de esta nueva progresión. En esta condición

la multiplica por la proporción de los términos de la primera progresión, y sustrae el

producto de la ecuación de la segunda progresión, lo que le da, entre tres términos

consecutivos de esta progresión, una relación completamente similar a aquella que había

encontrado para la primera progresión. Después observa que, si uno añade término por

término las dos progresiones, existe la misma proporción entre cualesquiera tres de estos

términos consecutivos. Compara los coeficientes de esta proporción con aquellos de la

relación de los términos de la serie recurrente propuesta y encuentra, para determinar las

proporciones de las dos progresiones geométricas, una ecuación de segundo grado cuyas

raíces son estas proporciones. Así, Moivre descompone la serie recurrente en dos

progresiones geométricas, cada una multiplicada por una constante arbitraria que él

determina por medio de los dos primeros términos de la serie recurrente. Este ingenioso

proceso es, en efecto, el que desde entonces ha utilizado d’Alembert para la integración de

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ecuaciones lineales de diferencias infinitamente pequeñas con coeficientes constantes, y

que Lagrange ha transformado en ecuaciones similares de diferencias finitas.

Por último, he considerado las ecuaciones lineales de diferencias finitas parciales

primero bajo el nombre de series recurro-recurrentes y después bajo su propio nombre. La

manera más general y simple de integrar todas estas ecuaciones me parece que es aquella

que he basado sobre la consideración de funciones discriminantes, cuya idea está ofrecida

aquí.

Si concebimos una función V de una variable t desarrollada de acuerdo con las

potencias de esta variable, el coeficiente de cualquiera de estas potencias será una función

del exponente o índice de esta potencia, cuyo índice llamaré x. V es lo que llamo la función

discriminante de este coeficiente o de la función del índice.

Ahora, si multiplicamos la serie del desarrollo de V por una función de la misma

variable, como, por ejemplo, la unidad más dos veces esta variable, el producto será una

nueva función discriminante en la que el coeficiente de la potencia x de la variable t será

igual al coeficiente de la misma potencia en V más dos veces el coeficiente de la potencia

menos la unidad. Así, la función del índice x en el producto será igual a la función del

índice x en V más dos veces la misma función en la que el índice es disminuido por la

unidad. Esta función del índice x es, pues, una derivada de la función del mismo índice en

el desarrollo de V, una función que llamaré la función primitiva del índice. Designemos a la

función derivada con la letra �, puesta antes de la función primitiva. La derivación indicada

por esta letra dependerá del multiplicador de V, que llamaremos T, y que supondremos

desarrollado como V por la proporción de las potencias de la variable t. Si multiplicamos de

nuevo por T el producto de V por T, lo que equivale a multiplicar V por T2, formaremos una

tercera función discriminante en la que el coeficiente de la x potencia de t será una derivada

similar al coeficiente correspondiente del producto anterior; puede expresarse por el mismo

carácter � puesto antes de la derivada anterior, y entonces este carácter se escribirá dos

veces antes de la función primitiva de x. Pero en lugar de escribirlo dos veces, le daremos 2

como exponente.

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Continuando del mismo modo, vemos que, si multiplicamos V por la enésima

potencia de T, tendremos el coeficiente de la x potencia de t en el producto de V por la

enésima potencia de T al poner antes de la función primitiva el carácter � con n como

exponente.

Supongamos, por ejemplo, que T es la unidad dividida entre t. Entonces en el

producto de V por T el coeficiente de la x potencia de t será el coeficiente de la potencia

mayor por una unidad en V; este coeficiente en el producto de V por la enésima potencia de

T será entonces la función primitiva en la que x aumenta por n unidades.

Consideremos ahora una nueva función Z de t, desarrollada como V y T de acuerdo

con las potencias de t. Designemos con el carácter ∆, puesto antes de la función primitiva,

al coeficiente de la x potencia de t en el producto de V por Z; este coeficiente en el producto

de V por la enésima potencia de Z será expresado por el carácter ∆ afectado por el

exponente n y puesto antes de la función primitiva de x.

Si, por ejemplo, Z es igual a la unidad dividida entre t menos uno, el coeficiente de

la x potencia de t en el producto de V por Z será el coeficiente de la � + 1 potencia de t en V

menos el coeficiente de la x potencia. Será, pues, la diferencia finita de la función primitiva

del índice x. Entonces el carácter ∆ indica una diferencia finita de la función primitiva en el

caso donde el índice varía por unidad, y la enésima potencia de este carácter puesto antes

de la función primitiva indicará la enésima diferencia finita de esta función. Si suponemos

que T es la unidad dividida entre t, tendremos que T es igual al binomio � + 1. El producto

de V por la enésima potencia de T será entonces igual al producto de V por la enésima

potencia del binomio � + 1. Desarrollando esta potencia en la proporción de las potencias

de Z, el producto de V por los varios términos de este desarrollo será las funciones

discriminantes de estos mismos términos en los que sustituimos, en lugar de las potencias

de Z, las correspondientes diferencias finitas de la función primitiva del índice.

Ahora, el producto de V por la enésima potencia de T es la función primitiva en la

que el índice x aumenta por n unidades; volviendo a pasar desde las funciones

discriminantes a sus coeficientes, tendremos que esta función primitiva así aumentada es

igual al desarrollo de la enésima potencia del binomio � + 1, siempre que en este desarrollo

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sustituyamos, en lugar de las potencias de Z, las correspondientes diferencias de la función

primitiva y que multipliquemos el término independiente de estas potencias por la función

primitiva. Obtendremos así la función primitiva cuyo índice aumenta por cualquier número

n por medio de sus diferencias.

Suponiendo que T y Z siempre tienen los valores anteriores, tendremos que Z es

igual al binomio � − 1; el producto de V por la enésima potencia de Z será entonces igual al

producto de V por el desarrollo de la enésima potencia del binomio � − 1. Volviendo a

pasar desde las funciones discriminantes a sus coeficientes tal como recién se ha hecho,

tendremos la enésima diferencia de la función primitiva expresada por el desarrollo de la

enésima potencia del binomio � − 1, en donde sustituimos, para las potencias de T, esta

misma función cuyo índice aumenta por el exponente de la potencia, y para el término

independiente de t, que es una unidad, la función primitiva, que da esta diferencia por

medio de los términos consecutivos de esta función.

Poniendo � antes de la función primitiva que expresa la derivada de esta función,

que multiplica la potencia x de t en el producto de V por T, y ∆ expresando la misma

derivada en el producto de V por Z, por lo anterior llegamos a este resultado general:

cualquiera que sea la función de la variable t representada por T y Z, en el desarrollo de

todas las ecuaciones idénticas susceptibles a ser formadas entre estas funciones podemos

sustituir los caracteres � y ∆ en lugar de T y Z, siempre que escribamos la función primitiva

del índice en serie con las potencias y con los productos de las potencias de los caracteres, y

que multipliquemos por esta función los términos independientes de estos caracteres.

Por medio de este resultado general podemos transformar cualquier potencia de una

diferencia de la función primitiva del índice x, en donde x varía por unidad, en una serie de

diferencias de la misma función en donde x varía por un cierto número de unidades y

recíprocamente. Supongamos que T es la potencia i de la unidad dividida entre � − 1 y que

Z es siempre la unidad dividida entre � − 1; entonces el coeficiente de la potencia x de t en

el producto de V por T será el coeficiente de la � + � potencia de t en V menos el

coeficiente de la potencia x de t; será, entonces, la diferencia finita de la función primitiva

del índice x en donde variamos este índice por el número i. Es fácil ver que T es igual a la

diferencia entre la potencia i del binomio � + 1 y la unidad. La enésima potencia de T es

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igual a la enésima potencia de esta diferencia. Si en esta igualdad sustituimos en lugar de T

y Z los caracteres � y ∆, y si después del desarrollo ponemos al final de cada término la

función primitiva del índice x, tendremos la enésima diferencia de esta función en la que x

varía por i unidades expresadas por una serie de diferencias de la misma función en la que x

varía por unidad. Esta serie es únicamente una transformación de la diferencia que expresa

y que es idéntica a ella; pero es en transformaciones similares donde reside el poder del

análisis.

La generalidad del análisis nos permite suponer que, en esta expresión, n es

negativo. Entonces las potencias negativas de � y ∆ indican las integrales. En efecto, la

enésima diferencia de la función primitiva teniendo por función discriminante al producto

de V por la enésima potencia del binomio uno dividido entre t menos la unidad, la función

primitiva que es la enésima integral de esta diferencia tiene por función discriminante a

aquella de la misma diferencia multiplicada por la enésima potencia tomada menor que el

binomio uno dividido entre t menos uno, una potencia a la cual corresponde la misma

potencia del carácter ∆. Esta potencia indica, entonces, una integral del mismo orden,

variando por unidad el índice x, y las potencias negativas de � indican igualmente las

integrales x variando por i unidades. Vemos así, de la manera más clara y simple, la

racionalidad del análisis observado entre las potencias positivas y las diferencias y entre las

potencias negativas y las integrales.

Si la función indicada por � puesto antes de la función primitiva es cero, tendremos

una ecuación de diferencias finitas, y V será la función discriminante de su integral. Para

obtener esta función discriminante debemos notar que en el producto de V por T todas las

potencias de t deben desaparecer, excepto aquellas inferiores al orden de la ecuación de

diferencias; entonces V es igual a una fracción cuyo denominador es T y cuyo numerador es

un polinomio en el que la potencia más alta de t es menor por unidad que el orden de la

ecuación de diferencias. Los coeficientes arbitrarios de las varias potencias de t en este

polinomio, incluyendo la potencia cero, estarán determinados por tantos valores de la

función primitiva del índice cuando sucesivamente hagamos que x sea igual a cero, a uno, a

dos, etc. Una vez dada la ecuación de diferencias, determinamos T al poner todos sus

términos en el primer miembro y cero en el segundo; al sustituir en el primer miembro la

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unidad en lugar de la función que tiene el índice más grande; la primera potencia de t en

lugar de la función primitiva en donde este índice es disminuido por unidad; la segunda

potencia de t por la función primitiva donde este índice es disminuido por dos unidades, y

así sucesivamente. El coeficiente de la x potencia de t en el desarrollo de la expresión

anterior de V será la función primitiva de x o la integral de la ecuación de diferencias

finitas. Para este desarrollo el análisis proporciona varios medios de los cuales podemos

elegir el más apropiado para la cuestión propuesta; ésta es una ventaja de este método de

integración.

Concibamos ahora que V sea una función de las dos variables t y t’ desarrolladas de

acuerdo con las potencias y los productos de estas variables; el coeficiente de cualquier

producto de las potencias x y x’ de t y t’ será una función de los exponentes o índices x y x’

de estas potencias. A esta función la llamaré la función primitiva de la cual V es la función

discriminante.

Multipliquemos V por una función T de las dos variables t y t’ desarrollada como V

en proporción de las potencias y los productos de estas variables; el producto será la

función discriminante de una derivada de la función primitiva. Si T, por ejemplo, es igual a

la variable t más la variable t’ menos dos, esta derivada será la función primitiva de la cual

disminuimos por unidad al índice x más esta misma función primitiva de la cual

disminuimos por unidad al índice x’ menos dos veces la función primitiva. Designando

cualquier T que pueda ser por el carácter � puesto antes de la función primitiva, esta

derivada, el producto de V por la enésima potencia de T, será la función discriminante de la

derivada de la función primitiva antes de la cual uno pone la enésima potencia del carácter

�. Por lo tanto, resultan teoremas análogos a aquellos que son relativos a funciones de una

sola variable.

Supongamos que la función indicada por el carácter � sea cero; uno tendrá una

ecuación de diferencias parciales. Si, por ejemplo, tal como antes hacemos que T sea igual a

la variable t más la variable �� − 2, tenemos cero igual a la función primitiva de la cual

disminuimos por unidad al índice x más la misma función de la cual disminuimos por

unidad al índice x’ menos dos veces la función primitiva. La función discriminante V de la

función primitiva o de la integral de esta ecuación debe entonces ser tal que su producto por

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T no incluya, en absoluto, los productos de t por t’ . Pero V puede incluir, por separado, las

potencias de t y las de t’ , esto es, una función arbitraria de t y una función arbitraria de t’ ; V

es entonces una fracción cuyo numerador es la suma de estas dos funciones arbitrarias y

cuyo denominador es T. El coeficiente del producto de la x potencia de t por la x’ potencia

de t’ en el desarrollo de esta fracción será entonces la integral de la precedente ecuación de

diferencias parciales. Este método para integrar este tipo de ecuaciones me parece ser el

más simple y fácil por el empleo de los varios procesos analíticos para el desarrollo de

fracciones racionales.

Apenas serían comprendidos detalles más amplios de este tema sin ayuda del

cálculo.

Considerando ecuaciones de diferencias parciales infinitamente pequeñas como

ecuaciones de diferencias parciales finitas en las que nada se omite, podemos arrojar luz

sobre los oscuros puntos de su cálculo, que han sido tema de grandes discusiones entre los

geómetras. Es así que he demostrado la posibilidad de introducir funciones discontinuas en

sus integrales, siempre que la discontinuidad tenga lugar sólo para las diferenciales del

orden de estas ecuaciones o de un orden superior. Los trascendentes resultados del cálculo

son, como todas las abstracciones del entendimiento, signos generales cuyo verdadero

significado solamente puede averiguarse al repasar, por análisis metafísico, las ideas

elementales que han llevado a ellos. Esto suele presentar grandes dificultades, porque la

mente humana intenta menos transportarse hacia el futuro que retirarse dentro de sí misma.

La comparación de diferencias infinitamente pequeñas con diferencias finitas también

puede arrojar mucha luz sobre la metafísica del cálculo infinitesimal.

Es fácilmente demostrable que la enésima diferencia finita de una función en la que

el incremento de la variable es E siendo dividido por la enésima potencia de E, el cociente

reducido en serie por proporción a las potencias del incremento E está formado por un

primer término independiente de E. En la medida que E disminuye, la serie se aproxima

cada vez más a este primer término del cual puede diferir sólo por cantidades menores que

cualquier magnitud asignable. Este término es entonces el límite de la serie, y expresa, en el

cálculo diferencial, la enésima diferencia infinitamente pequeña de la función dividida entre

la enésima potencia del incremento infinitamente pequeño.

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33

Considerando las diferencias infinitamente pequeñas desde este punto de vista,

vemos que las diversas operaciones del cálculo diferencial equivalen a comparar por

separado, en el desarrollo de expresiones idénticas, los términos finitos o aquellos

independientes de los incrementos de las variables que son consideradas como

infinitamente pequeñas; esto es rigurosamente exacto, siendo indeterminantes estos

incrementos. Así, el cálculo diferencial tiene toda la exactitud de otras operaciones

algebraicas.

La misma exactitud se encuentra en las aplicaciones del cálculo diferencial a la

geometría y la mecánica. Si imaginamos una curva cortada por una secante en dos puntos

adyacentes, nombrando E al intervalo de las ordenadas de estos dos puntos, E será el

incremento de la abscisa desde la primera hasta la segunda ordenada. Es fácil ver que el

correspondiente incremento de la ordenada será el producto de E por la primera ordenada

dividida entre su subsecante; aumentando en esta ecuación de la curva la primera ordenada

por este incremento, tendremos la ecuación relativa a la segunda ordenada. La diferencia de

estas dos ecuaciones será una tercera ecuación que, desarrollada por la proporción de las

potencias de E y dividida entre E, tendrá su primer término independiente de E, que será el

límite de este desarrollo. Este término, igual a cero, dará entonces el límite de las

subsecantes, un límite que es evidentemente la subtangente.

Este método particularmente feliz para obtener la subtangente lo debemos a Fermat,

quien lo extendió a curvas trascendentes. Este gran geómetra expresa el incremento de la

abscisa con el carácter E, y considerando únicamente la primera potencia de este

incremento, determina exactamente – como nosotros lo hacemos con el cálculo diferencial

– las subtangentes de las curvas, sus puntos de inflexión, la máxima y mínima de sus

ordenadas, y en general aquellas [subtangentes] de las funciones racionales. Vemos

igualmente, por su bella solución del problema de la refracción de la luz, insertado en la

Colección de correspondencia con Descartes, que sabe cómo extender sus métodos a

funciones irracionales al liberarlos de irracionalidades por la elevación de las raíces a

potencias. Fermat debe ser considerado, entonces, como el verdadero descubridor del

cálculo diferencial. Desde entonces, Newton hizo este cálculo más analítico en su Método

de fluxiones, y simplificó y generalizó los procesos por medio de su bello teorema del

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binomio. Finalmente, alrededor del mismo tiempo, Leibniz enriqueció al cálculo diferencial

con una notación que, al indicar el paso de lo finito a lo infinitamente pequeño, añade, a la

ventaja de expresar los resultados generales del cálculo, la de ofrecer los primeros valores

aproximados de las diferencias y de las sumas de las cantidades; esta notación está adaptada

por sí misma al cálculo de diferenciales parciales.

A menudo llegamos a expresiones que contienen tantos términos y factores que las

sustituciones numéricas son impracticables. Esto tiene lugar en cuestiones de probabilidad

cuando consideramos un gran número de eventos. Mientras tanto, es necesario tener el

valor numérico de las fórmulas para saber con qué probabilidad están indicados los

resultados que los eventos desarrollan por multiplicación. Es necesario, en especial, tener la

ley de acuerdo con la cual esta probabilidad se acerca continuamente a la certeza, que

alcanzará finalmente si el número de eventos fuese infinito. Para obtener esta ley, consideré

que las integrales definidas de las diferenciales multiplicadas por los factores elevados a

grandes potencias darían, por integración, las fórmulas compuestas de un gran número de

términos y factores. Esta observación me llevó a la idea de transformar, en integrales

similares, las complicadas expresiones del análisis y las integrales de la ecuación de

diferencias. Satisfice esta condición por un método que da, al mismo tiempo, la función

compuesta bajo el signo integral y los límites de la integración. Ofrece esta notable cosa:

que la función es la misma función discriminante de las expresiones y las ecuaciones

propuestas; esto adhiere este método a la teoría de funciones discriminantes, de la cual es

así el complemento. Además, sólo sería cuestión de reducir la integral definida a una serie

que converja. Esto lo he obtenido por un proceso que hace que la serie converja más

rápidamente a medida que la fórmula que representa sea más complicada, así que es más

exacta a medida que se vuelve más necesaria. Con frecuencia, la serie tiene por factor a la

raíz cuadrada de la proporción de la circunferencia al diámetro; a veces depende de otros

trascendentes cuyo número es infinito.

Una observación importante que pertenece a la gran generalidad del análisis, y que

nos permite extender este método a fórmulas y a ecuaciones de diferencia que la teoría de la

probabilidad presenta muy frecuentemente, es que la serie a la que uno llega al suponer

como reales y positivos los límites de las integrales definidas tiene lugar igualmente en el

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35

caso donde la ecuación que determina estos límites tiene únicamente raíces negativas o

imaginarias. Estos pasos de lo positivo a lo negativo y de lo real a lo imaginario, de los

cuales he hecho uso por primera vez, me condujeron a los valores de muchas integrales

definidas singulares, que concordantemente he demostrado directamente. Podemos

entonces considerar estos pasos como un medio de descubrimiento paralelo a la inducción y

la analogía, empleadas por mucho tiempo por los geómetras, primero con una reserva

extrema y luego con total confianza, ya que su uso ha sido justificado por un gran número

de ejemplos. Mientras tanto, siempre es necesario confirmar con demostraciones directas

los resultados obtenidos por estos diversos medios.

Al conjunto de los métodos anteriores lo he llamado cálculo de funciones

discriminantes, y sirve de base para el trabajo que he publicado bajo el título de Teoría

analítica de las probabilidades. Está conectado con la simple idea de indicar las

multiplicaciones repetidas de una cantidad por sí misma o sus potencias enteras y positivas

escribiendo en la parte superior de la letra que la expresa los números que marcan los

grados de estas potencias.

Esta notación, empleada por Descartes en su Geometría y generalmente adoptada

desde la publicación de este importante trabajo, es poca cosa, especialmente si la

comparamos con la teoría de curvas y funciones variables por la cual este gran geómetra ha

establecido los fundamentos del cálculo moderno. Pero el lenguaje del análisis, el más

perfecto de todos, siendo en sí mismo un poderoso instrumento de descubrimientos, sus

notaciones, especialmente cuando son necesarias y están felizmente concebidas, son

gérmenes de nuevos cálculos. Esto se vuelve apreciable con el siguiente ejemplo.

Wallis, quien en su trabajo Arithmetica Infinitorum, uno de los que más ha

contribuido al progreso del análisis, se interesó especialmente por seguir el hilo de la

inducción y la analogía, consideró que si uno divide el exponente de una letra entre dos,

tres, etc., el cociente será en consecuencia la notación cartesiana, y cuando la división es

posible, el exponente de la raíz cuadrada, cúbica, etc., de la cantidad que representa la letra

elevada al exponente del dividendo. Extendiendo por analogía este resultado al caso donde

la división es imposible, consideró una cantidad elevada a un exponente fraccionario como

la raíz del grado indicado por el denominador de esta fracción, a saber, de la cantidad

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36

elevada a una potencia indicada por el numerador. Observó entonces que, de acuerdo con la

notación cartesiana, la multiplicación de dos potencias de la misma letra equivale a añadir

sus exponentes, y que su división equivale a sustraer los exponentes de la potencia del

divisor de aquel de la potencia del dividendo, cuando el segundo de estos exponentes es

mayor que el primero. Wallis extendió este resultado al caso donde el primer exponente es

igual a o mayor que el segundo, lo que hace que la diferencia sea cero o negativa. Supuso

entonces que un exponente negativo indica la unidad dividida entre la cantidad elevada al

mismo exponente tomado positivamente. Estas observaciones lo llevaron a integrar

generalmente las diferenciales monomias, de donde infirió las integrales definidas de un

tipo particular de diferenciales binomiales cuyo exponente es un número entero positivo.

Así pues, la observación de la ley de los números que expresan estas integrales, una serie de

interpolaciones y felices inducciones donde uno percibe el germen del cálculo de integrales

definidas que ha ocupado tanto a los geómetras y que constituye uno de los fundamentos de

mi nueva Teoría de las probabilidades, le dio la proporción del área del círculo al cuadrado

de su diámetro expresada por un producto infinito que, cuando uno lo detiene, confina esta

proporción a límites cada vez más convergentes; éste es uno de los resultados más

singulares en el análisis. Pero es notable que Wallis, que tan bien había considerado los

exponentes fraccionarios de potencias radicales, haya pasado a notar estas potencias tal

como se había hecho antes que él. Si no me equivoco, fue Newton, en sus Cartas a

Oldembourg, el primero en emplear la notación de estas potencias con exponentes

fraccionarios. Comparando inductivamente, práctica que Wallis ejercía bellamente,

determinó la ley de estos coeficientes y la extendió, por analogía, a potencias fraccionarias

y negativas. Estos diversos resultados, basados en la notación de Descartes, muestran su

influencia en el progreso del análisis. Aún tiene la ventaja de ofrecer la más simple y

razonable idea de los logaritmos, que en realidad sólo son los exponentes de una magnitud

cuyas potencias sucesivas, incrementando en grados infinitamente pequeños, pueden

representar a todos los números.

Pero la extensión más importante que ha recibido esta notación es la de los

exponentes variables, que constituye el cálculo exponencial, una de las ramas más

fructíferas del análisis moderno. Leibniz fue el primero en indicar los trascendentes con

exponentes variables, y de este modo ha completado el sistema de elementos de los cuales

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puede componerse una función finita; pues cada función explícita finita de una variable

puede reducirse, en último análisis, a magnitudes simples, combinadas por el método de

adición, sustracción, multiplicación, y división, y elevadas a potencias constantes o

variables. Las raíces de las ecuaciones formadas desde estos elementos son las funciones

implícitas de la variable. Es así que una variable tiene por logaritmo al exponente de la

potencia que es igual a ella en la serie de las potencias del número cuyo logaritmo

hiperbólico es la unidad, y el logaritmo de una variable de él es una función implícita.

Leibniz pensó en dar a su carácter diferencial los mismos exponentes en cuanto a

magnitudes, pero entonces, en lugar de indicar las multiplicaciones repetidas de la misma

magnitud, estos exponentes indican las diferenciaciones repetidas de la misma función.

Esta nueva extensión de la notación cartesiana condujo a Leibniz a la analogía de potencias

positivas con las diferenciales, y de potencias negativas con las integrales. Lagrange ha

seguido esta singular analogía en todos sus desarrollos, y por una serie de inducciones que

puede considerarse como una de las aplicaciones más bellas jamás hechas del método de

inducción, ha llegado a fórmulas generales que son tan curiosas como útiles en las

transformaciones de diferencias y de integrales, las unas en las otras, cuando las variables

tienen diversos incrementos finitos y cuando éstos son infinitamente pequeños. Pero no ha

ofrecido las demostraciones que le parecen más difíciles. La teoría de funciones

discriminantes extiende las notaciones cartesianas a algunos de sus caracteres; demuestra la

analogía de las potencias y las operaciones indicadas por estos caracteres, así que todavía

puede considerarse como el cálculo exponencial de caracteres. Todo lo relacionado con la

serie y la integración de ecuaciones de diferencias surge de ella con una extrema facilidad.

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PARTE II

APLICACIONES DEL CÁLCULO DE PROBABILIDADES

CAPÍTULO VI

JUEGOS DE AZAR

Las combinaciones que presentan los juegos fueron el objeto de las primeras

investigaciones de probabilidades. En una infinita variedad de estas combinaciones, muchas

de las cuales se prestaron inmediatamente al cálculo, otras requirieron cálculos más

difíciles, y las dificultades aumentaron en la medida en que las combinaciones se hicieron

más complicadas, el deseo por vencerlas y la curiosidad han estimulado a los geómetras a

perfeccionar cada vez más este tipo de análisis. Ya hemos visto que los beneficios de una

lotería se determinan fácilmente por la teoría de combinaciones. Pero es más difícil saber

en cuántos sorteos uno puede apostar uno contra uno que, por ejemplo, salgan todos los

números, n siendo el número de números, r el de los números sacados en cada sortero, e i el

número desconocido de saques. La expresión de la probabilidad de sacar todos los números

depende de la enésima diferencia finita de la potencia i de un producto de r números

consecutivos. Cuando el número n es considerable, la búsqueda por el valor de i que hace

que esta probabilidad sea igual a �

� se vuelve imposible, a menos que esta diferencia se

convierta en una serie muy convergente. Esto se consigue fácilmente por el método

indicado aquí debajo de las aproximaciones de funciones de números muy grandes. Se

encuentra que, debido a que la lotería está compuesta de diez mil números, uno de los

cuales se saca en cada sorteo, hay una desventaja en apostar uno contra uno que todos los

números serán sacados en 95767 sorteos y una ventaja en hacer la misma apuesta para

95768 sorteos. En la lotería de Francia, esta apuesta es desventajosa para 85 sorteos y

ventajosa para 86.

Consideremos otra vez dos jugadores, A y B, jugando caras y cruces de manera tal

que, en cada tirada, si sale cara A le da una mesada a B, quien da una si sale cruz. El

número de mesadas de B es limitado, mientras que el de A es ilimitado, y el juego termina

sólo cuando B ya no tenga más mesadas. Preguntamos en cuántas tiradas debe uno apostar

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uno contra uno que el juego termine. La expresión de la probabilidad de que el juego

termine en un número i de tiradas está dada por una serie que comprende un gran número

de términos y factores si el número de mesadas de B es considerable; la búsqueda por el

valor del [número] desconocido i que hace que esta serie sea �

� sería imposible si no

redujéramos la misma a una serie muy convergente. Al aplicarle el método recién tratado,

encontramos una expresión muy simple para el [número] desconocido de la que resulta que

si, por ejemplo, B tiene un centenar de mesadas, es una apuesta un tanto menor de uno

contra uno que el juego termine en 23780 tiradas, y una apuesta un tanto mayor de uno

contra uno que termine en 23781 tiradas.

Estos dos ejemplos, añadidos a los que ya hemos ofrecido, son suficientes para

mostrar cómo los problemas de los juegos han contribuido a la perfección del análisis.

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CAPÍTULO VII

ACERCA DE LAS DESIGUALDADES DESCONOCIDAS QUE PUEDEN

EXISTIR ENTRE POSIBILIDADES QUE SE SUPONE SON IGUALES

Las desigualdades de este tipo tienen, sobre los resultados del cálculo de

probabilidades, una influencia sensible que merece una atención particular. Tomemos el

juego de caras y cruces, y supongamos que es igualmente fácil sacar uno u otro lado de la

moneda. Entonces la probabilidad de sacar cara en el primer lanzamiento es �

� y la de

sacarla dos veces en sucesión es �

�. Pero si en la moneda existe una desigualdad que causa

que aparezca uno de los lados en lugar del otro sin saber qué lado se ve favorecido por esta

desigualdad, la probabilidad de sacar cara en el primer lanzamiento siempre será �

�; debido a

que ignoramos qué lado es favorecido por la desigualdad, la probabilidad del simple evento

aumenta si esta desigualdad es favorable a él, tanto como disminuye si es contraria a él.

Pero en esta misma ignorancia aumenta la probabilidad de sacar cara dos veces en sucesión.

En efecto, esta probabilidad es la de sacar cara en el primer lance multiplicada por la

probabilidad de que, habiéndola sacado en el primer lance, será sacada en el segundo; pero

su ocurrencia en el primer lance es una razón para creer que la desigualdad de la moneda la

favorece. La desigualdad desconocida incrementa, entonces, la probabilidad de sacar cara

en el segundo lance, y consecuentemente incrementa el producto de estas dos

probabilidades. Con el fin de someter este asunto al cálculo, supongamos que esta

desigualdad incrementa por un veinteavo la probabilidad del simple evento cuando lo

favorece. Si este evento es [sacar] cara, su probabilidad será �

� más

��, o

��

��, y la

probabilidad de sacarla dos veces en sucesión será el cuadrado de ��

��, o

���

���. Si el evento

favorecido es [sacar] cruz, la probabilidad de sacar cara será �

� menos

��, o

��, y la

probabilidad de sacarla dos veces en sucesión será ��

���. Ya que al principio no tenemos

ninguna razón para creer que la desigualdad favorece uno de estos eventos en lugar del

otro, es claro que para tener la probabilidad del evento compuesto cabeza/cabeza, es

necesario añadir las dos probabilidades anteriores y tomar la mitad de su suma, lo que da

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���

��� para esta probabilidad, que excede

� por

��� o por el cuadrado del favor

�� que la

desigualdad añade a las posibilidades del evento que favorece. La probabilidad de sacar

cruz/cruz es similarmente ���

���, pero la probabilidad de sacar cara/cruz o cruz/cara es cada

una ��

���, pues la suma de estas cuatro probabilidades debe igualar la certeza o la unidad.

Encontramos así que, por lo general, las causas constantes y desconocidas que favorecen

eventos simples que son juzgados como igualmente posibles siempre incrementan la

probabilidad de la repetición del mismo evento simple.

En un número par de lances, cara y cruz deben ambas suceder o bien un número par

de veces o un número non de veces. La probabilidad de cada uno de estos casos es �

� si las

posibilidades de los dos lados son iguales; pero si entre ellos hay una desigualdad

desconocida, esta desigualdad siempre es favorable al primer caso.

Dos jugadores cuya habilidad es supuestamente igual juegan bajo las condiciones de

que en cada lance aquel que pierde da una mesada a su adversario, y que el juego continúa

hasta que uno de los jugadores ya no tenga más mesadas. El cálculo de las probabilidades

nos muestra que, en aras de la igualdad del juego, los lances de los jugadores deben estar en

proporción inversa a sus mesadas. Pero si entre los jugadores hay una pequeña desigualdad,

favorece a aquel que tenga el menor número de mesadas. Su probabilidad de ganar el juego

aumenta si los jugadores acuerdan duplicar o triplicar sus mesadas, y será �

� o la misma que

la probabilidad del otro jugador en el caso en el que el número de sus mesadas se vuelva

infinito, siempre preservando la misma proporción.

Uno puede corregir la influencia de estas desigualdades desconocidas al someterlas

a las posibilidades del azar. Así, en el juego de caras y cruces, si uno tiene una segunda

moneda que es arrojada cada vez con la primera, y acuerda nombrar constantemente “cara”

al lado que sale con la segunda moneda, la probabilidad de sacar cara dos veces en sucesión

con la primera moneda se acercará mucho más a �

� que en el caso de una sola moneda. En

este último caso, la diferencia es el cuadrado del pequeño incremento de posibilidad que la

desigualdad desconocida da al lado de la primera moneda que favorece; en el otro caso esta

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diferencia es el producto cuádruple de este cuadrado por el correspondiente cuadrado

relativo a la segunda moneda.

Arrójense en una urna cien números del 1 al 100 en el orden de numeración, y

después de haber sacudido la urna para mezclar los números, sáquese uno. Es claro que si la

sacudida se ha hecho bien, las probabilidades de sacar los números serán las mismas. Pero

si tememos que haya algunas pequeñas diferencias dependientes del orden de acuerdo con

el cual han sido arrojados los números en la urna, disminuiremos considerablemente estas

diferencias al arrojar, en una segunda urna, los números de acuerdo con el orden de su

saque de la primera urna, y después al sacudir esta segunda urna para mezclar los números.

Una tercera, cuarta, etc., urnas disminuirán más y más estas diferencias ya inapreciables en

la segunda urna.

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CAPÍTULO VIII

ACERCA DE LAS LEYES DE PROBABILIDAD QUE RESULTAN DE LA

MULTIPLICACIÓN INDEFINIDA DE EVENTOS

Entre las causas variables y desconocidas que comprendemos bajo el nombre de

azar, y que hacen incierta e irregular la marcha de los eventos, vemos aparecer, en la

medida en que se multiplican, una sorprendente regularidad que parece aferrarse a un

diseño y que ha sido considerada como prueba de la Providencia. Pero al reflexionar sobre

esto pronto reconocemos que esta regularidad es solamente el desarrollo de las respectivas

posibilidades de eventos simples que deben presentarse más a menudo cuando son más

probables. Imaginemos, por ejemplo, una urna que contiene bolas blancas y bolas negras, y

supongamos que cada vez que se saca una bola, vuelve a ponerse en la urna antes de sacar

una nueva. La proporción del número de las bolas blancas sacadas al número de bolas

negras sacadas será más a menudo muy irregular en los primeros saques, pero las causas

variables de esta irregularidad producen efectos alternativamente favorables y

desfavorables a la marcha regular de los eventos que se destruyen mutuamente en la

totalidad de un gran número de saques, permitiéndonos percibir cada vez más la proporción

de bolas blancas a las bolas negras contenidas en la urna, o las respectivas posibilidades de

sacar una bola blanca o una negra en cada saque. De esto resulta el siguiente teorema.

La probabilidad de que la proporción del número de bolas blancas sacadas al

número total de bolas sacadas no se desvíe más allá de un intervalo dado de la proporción

del número de bolas blancas al número total de bolas contenidas en la urna, se acerca

indefinidamente a la certeza por la multiplicación indefinida de eventos, por más pequeño

que sea este intervalo.

Este teorema, señalado por el sentido común, fue muy difícil de demostrar por el

análisis. En consecuencia, el ilustre geómetra Jacques Bernoulli, quien fue el primero en

ocuparse de él, da mucha importancia a las demostraciones que ha ofrecido. El cálculo de

funciones discriminantes aplicado a esta materia no sólo demuestra este teorema con

facilidad, sino que da la probabilidad de que la proporción de los eventos observados se

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desvíe solamente en ciertos límites de la verdadera proporción de sus respectivas

posibilidades.

Del teorema anterior uno puede sacar esta consecuencia, que debe considerarse

como una ley general, a saber, que las proporciones de los actos de la naturaleza son casi

constantes cuando estos actos son considerados en un gran número. Así, a pesar de la

variedad de los años, la suma de las producciones durante un número considerable de años

es sensiblemente la misma; así que el hombre, por la previsión de utilidad, es capaz de

precaverse de la irregularidad de las sesiones mediante la igual propagación durante todas

las estaciones de los bienes que la naturaleza distribuye desigualmente. De la ley anterior

no exceptúo los resultados debidos a causas morales. La proporción de nacimientos anuales

a la población, y la de matrimonios a nacimientos, muestran sólo pequeñas variaciones; en

París, el número de nacimientos anuales es casi el mismo, y en sesiones ordinarias de la

oficina de correos he escuchado que el número de cartas descartadas a cuenta de

direcciones inexistentes cambia muy poco año con año; esto también se ha observado en

Londres.

De este teorema se sigue, de nuevo, que en una serie de eventos prolongados

indefinidamente la acción de causas regulares y constantes debe prevalecer a la larga sobre

la [acción] de causas irregulares. Esto es lo que hace que las ganancias de las loterías sean

tan ciertas como los productos de la agricultura; las posibilidades que reservan les aseguran

un beneficio en la totalidad de un gran número de sorteos. Así, estando las numerosas y

favorables posibilidades constantemente adheridas a la observación de los eternos

principios de la razón, de la justicia, y de la humanidad que establece y conserva

sociedades, hay una gran ventaja en conformarse a estos principios y un grave

inconveniente en apartarse de ellos. Si uno consulta las historias y su propia experiencia,

verá que todos los hechos vienen en ayuda de este resultado del cálculo. Consideremos los

felices efectos de las instituciones fundadas en la razón y en los derechos naturales del

hombre entre las gentes que han sabido cómo establecerlas y preservarlas. Consideremos

también las ventajas que ha procurado la buena fe para los gobiernos que han hecho de ella

la base de su conducta y cómo se han visto indemnizados por los sacrificios que les ha

costado mantener sus compromisos con una escrupulosa exactitud. ¡Qué crédito tan

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inmenso en casa! ¡Qué preponderancia fuera de casa! Por el contrario, véase en qué abismo

de desgracias se han precipitado las naciones por la ambición y la perfidia de sus dirigentes.

Siempre que una gran potencia intoxicada por el amor de conquista aspira a la dominación

universal, el sentimiento de independencia entre las naciones amenazadas produce una

coalición de la que siempre se vuelve la víctima. Similarmente, en medio de las causas

variables que extienden o contienen a los diversos estados, los límites naturales actuando

como causas constantes deben terminar prevaleciendo. Es entonces importante, tanto para

la estabilidad como para la felicidad de los imperios, no extenderse más allá de aquellos

límites en los que sin cesar son conducidos de nuevo por la acción de las causas, justo como

las aguas de los mares alborotadas por tempestades violentas vuelven a sus cuencas por la

fuerza de gravedad. Es, una vez más, un resultado del cálculo de probabilidades confirmado

por numerosas y melancólicas experiencias. La historia considerada desde el punto de vista

de la influencia de causas constantes uniría al interés de la curiosidad el de ofrecer al

hombre las lecciones más valiosas. A veces atribuimos los resultados inevitables de estas

causas a las circunstancias accidentales que han producido su acción. Va en contra de la

naturaleza de las cosas que, por ejemplo, un pueblo sea gobernado por otro cuando los

separa un vasto mar o una gran distancia. Se puede afirmar que en el largo plazo esta causa

constante, uniéndose sin cesar con las causas variables que actúan en el mismo camino y

que el curso del tiempo desarrolla, acabarán por resultar suficientemente fuertes como para

darle a un pueblo subyugado su independencia natural o para unirlo con un estado poderoso

contiguo.

En un gran número de casos, y estos son los más importantes del análisis de riesgos,

son desconocidas las posibilidades de eventos simples, y nos vemos forzados a buscar en

eventos pasados los indicios que puedan guiar nuestras conjeturas acerca de las causas

sobre las cuales dependen. Al aplicar el análisis de funciones discriminantes al principio

elucidado arriba sobre la probabilidad de las causas sacadas de los eventos observados,

llegamos al siguiente teorema.

Cuando un evento simple o uno compuesto por varios eventos simples como, por

ejemplo, en un juego, se ha repetido un gran número de veces, las posibilidades de los

eventos simples que hacen más probable aquello que se ha observado son aquellas que la

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observación indica con la mayor probabilidad; en la medida en que el evento observado se

repite, esta probabilidad aumenta y terminaría por equivaler a certeza si los números de

repeticiones se hiciesen infinitos.

Hay dos tipos de aproximaciones: la primera es relativa a los límites tomados en

todos los lados de las posibilidades que dan al pasado la mayor probabilidad; la otra

aproximación está relacionada con la probabilidad de que estas posibilidades caigan dentro

de estos límites. La repetición del evento compuesto aumenta más y más esta probabilidad,

los límites siguiendo siendo los mismos, y reduce más y más el intervalo de estos límites, la

probabilidad siguiendo siendo la misma; en el infinito, este intervalo se vuelve cero y la

probabilidad cambia a certeza.

Si aplicamos este teorema a la proporción de los nacimientos de niños con los de

niñas observado en los distintos países de Europa, encontramos que esta proporción, que es

en todas partes aproximadamente igual a la de 22 a 21, indica con una probabilidad extrema

una mayor facilidad en el nacimiento de niños. Considerando además que es la misma en

Nápoles y en San Petersburgo, veremos que a este respecto la influencia del clima no tiene

efecto. Podríamos entonces sospechar, contrariamente a la creencia común, que este

predominio de nacimientos masculinos existe incluso en oriente. En consecuencia, he

invitado a los eruditos franceses enviados a Egipto a que se ocupen de esta interesante

cuestión, pero la dificultad en obtener información exacta sobre los nacimientos no les ha

permitido resolverla. Felizmente, M. de Humboldt no ha descuidado este asunto entre las

innumerables nuevas cosas que ha observado y reunido en América con tanta sagacidad,

constancia, y coraje. En la zona tropical ha encontrado la misma proporción de los

nacimientos que observamos en París, y esto debe hacernos considerar el mayor número de

nacimientos masculinos como una ley general de la raza humana. Las leyes que los

distintos tipos de animales siguen a este respecto me parecen ser dignas de la atención de

los naturalistas.

El hecho de que la proporción de nacimientos de niños con los de niñas difiera muy

poco de la unidad incluso en el gran número de nacimientos observados en un lugar

ofrecería en este aspecto un resultado contrario a la ley general, sin el cual tendríamos

razón en concluir que esta ley no existe. Para llegar a este resultado es necesario emplear

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grandes números y estar seguros de que está indicado con gran probabilidad. En su

Aritmética política Buffon da cuenta, por ejemplo, de varias comunidades de Borgoña

donde los nacimientos de niñas han superado los de niños. Entre estas comunidades la de

Carcelle-le Grignon presenta, en 2009 nacimientos durante cinco años, 1026 niñas y 983

niños. Aunque estos números son considerables, indican no obstante sólo una mayor

posibilidad en los nacimientos de niñas con una probabilidad de �

��, y esta probabilidad,

menor que la de no sacar cara cuatro veces en sucesión en el juego de caras y cruces, no es

suficiente para investigar la causa de esta anomalía, que, de acuerdo con toda probabilidad,

desaparecería si uno siguiera durante un siglo los nacimientos en esta comunidad.

Los registros de nacimientos, que se conservan con cuidado para asegurar la

condición de los ciudadanos, pueden servir para determinar la población de un gran imperio

sin [tener que] recurrir al conteo de sus habitantes (una operación laboriosa y difícil de

hacer con exactitud). Pero para esto es necesario conocer la proporción de la población con

los nacimientos anuales. El medio más preciso para obtenerla consiste, primero, en elegir

en el imperio distritos distribuidos de una manera casi igual sobre toda su superficie, a fin

de hacer el resultado general independiente de circunstancias locales; segundo, en contar

con cuidado, para una época dada, los habitantes de varias comunidades en cada uno de

estos distritos; tercero, en determinar, desde la declaración de los nacimientos durante

varios años que preceden y siguen a esta época, el número medio correspondiente a los

nacimientos anuales. Este número, dividido por el de los habitantes, dará la proporción de

los nacimientos anuales con la población de un modo más y más preciso a medida que el

conteo se vuelve más considerable. El gobierno, convencido de la utilidad de un conteo

similar, ha decidido a petición mía ordenar su ejecución. En treinta distritos extendidos por

igual en toda Francia, se han elegido comunidades capaces de proporcionar la información

más exacta. Sus conteos han dado 2037615 individuos como el número total de sus

habitantes al 23 de septiembre de 1802. La declaración de los nacimientos en estas

comunidades durante los años 1800, 1801, y 1802 es:

Nacimientos Matrimonios Muertes

110312 niños 46037 103659 hombres

105287 niñas 99443 mujeres

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48

La proporción de la población con nacimientos anuales es entonces 28����

�������; es

mayor que la que se había estimado hasta este tiempo. Al multiplicar el número de

nacimientos anuales en Francia por esta proporción, tendremos la población de este reino.

Pero, ¿cuál es la probabilidad de que la población así determinada no se desvíe de la

población real más allá de un cierto límite? Resolviendo este problema y aplicando a su

solución los datos anteriores, he encontrado que, suponiendo que el número de nacimientos

anuales en Francia sea 1000000, lo que lleva a la población a 28352845 habitantes, es una

apuesta de casi 300000 contra 1 que el error de este resultado no es de medio millón.

La proporción de los nacimientos de niños con los de niñas que ofrece la

declaración anterior es de 22 a 21, y los matrimonios son a los nacimientos como 3 es a 4.

En París, los bautismos de niños de ambos sexos varían un poco de la proporción de

22 a 21. Desde 1745, la época en la que uno ha comenzado a distinguir los sexos en los

registros de nacimiento, hasta finales de 1784, en esta capital se han bautizado a 393386

niños y a 377555 niñas. La proporción de los dos números es casi la de 25 a 24; parece

entonces que en París una causa particular aproxima una igualdad de bautismos de los dos

sexos. Si a esta cuestión aplicamos el cálculo de probabilidades, encontramos que es una

apuesta de 238 a 1 a favor de la existencia de esta causa, lo que es suficiente para autorizar

la investigación. Después de reflexionar, me ha parecido que la diferencia observada se

debe a que los padres en el campo y en las provincias, encontrando alguna ventaja en

mantener a los niños en casa, han enviado al Hospital para los Expósitos en París a menos

de ellos relativo al número de niñas de acuerdo con la proporción de nacimientos de los dos

sexos. Esto lo prueba la declaración de registros de este hospital. Desde comienzos de 1745

hasta finales de 1809, entraron 163499 niños y 159405 niñas. El primero de estos números

excede sólo por �

�� al segundo, que debería haber superado al menos por

��. Esto confirma

la existencia de la causa asignada, a saber, que la proporción de nacimientos de niños con

aquellos de niñas es, en París, la de 22 a 21, sin haber prestado atención a los expósitos.

Los resultados anteriores suponen que podemos comparar los nacimientos con los

saques de bolas de una urna que contiene un número infinito de bolas blancas y bolas

negras mezcladas de modo que en cada saque las posibilidades de extracción deberían ser

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49

las mismas para cada bola; pero es posible que las variaciones de las mismas estaciones en

distintos años puedan tener alguna influencia sobre la proporción anual de los nacimientos

de niños con aquellos de niñas. El Bureau des Longitudes de Francia publica cada año en su

anuario las tablas del movimiento anual de la población del reino. Las tablas ya publicadas

comienzan en 1817; en ese año y en los cinco siguientes, nacieron 2962361 niños y

2781997 niñas, lo que da alrededor de ��

� para la proporción de los nacimientos de niños

con los de niñas. Las proporciones de cada año varían poco de este resultado medio; la

proporción más pequeña es la de 1822, cuando sólo fue de ��

��, y la mayor es la del año

1817, cuando fue �

��. Estas proporciones varían apreciablemente de la proporción de

��

��

descubierta arriba. Aplicando a esta desviación el análisis de probabilidades en la hipótesis

de la comparación de nacimientos con las extracciones de bolas de una urna, encontramos

que sería apenas probable. Parece entonces indicar que esta hipótesis, aunque muy

aproximada, no es rigurosamente exacta. En el número de nacimientos recién expuestos hay

de hijos naturales 200494 niños y 190698 niñas. La proporción de nacimientos masculinos

y femeninos era entonces en este aspecto de ��

��, menor que la proporción media de

��

�. Este

resultado está en el mismo sentido que el de los nacimientos de expósitos, y parece probar

que en la clase de hijos naturales los nacimientos de los dos sexos se acercan más a la

igualdad que en la clase de hijos legítimos. Las diferencias climáticas entre el norte y el sur

de Francia no parecen tener influencia apreciable sobre la proporción de los nacimientos de

niños y niñas. Los treinta distritos más sureños han dado ��

� para esta proporción, la misma

que la de toda Francia.

La constancia de la superioridad de los nacimientos de niños sobre niñas en París y

en Londres desde que se han observado les ha parecido a algunos eruditos ser una prueba

de la Providencia, sin la cual han pensado que las causas irregulares que perturban sin cesar

al curso de eventos deberían haber hecho varias veces que los nacimientos anuales de niñas

fuesen superiores a los de niños.

Pero esta prueba es un nuevo ejemplo del abuso que tantas veces se ha hecho de las

causas finales, que siempre desaparecen ante un examen de las cuestiones cuando tenemos

los datos necesarios para resolverlas. La constancia en cuestión es un resultado de causas

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50

regulares que dan la superioridad a los nacimientos de niños y que la extienden a las

anomalías debidas al azar cuando el número de nacimientos anuales es considerable. La

investigación de la probabilidad de que esta constancia se mantenga durante mucho tiempo

pertenece a aquella rama del análisis de riesgos que pasa desde eventos pasados hasta la

probabilidad de eventos futuros, y tomando por base los nacimientos observados desde

1745 hasta 1784, es una apuesta de casi 4 contra 1 que en París los nacimientos anuales de

niños superarán constantemente por un siglo a los nacimientos de niñas; no hay razón para

sorprenderse de que esto haya tenido lugar por medio siglo.

Tomemos otro ejemplo del desarrollo de proporciones constantes que presentan los

eventos en la medida en que son multiplicados. Imaginemos una serie de urnas dispuestas

circularmente, cada una conteniendo un gran número de bolas blancas y negras, siendo la

proporción de bolas blancas con las negras originalmente muy distinta y tal que, por

ejemplo, una de estas urnas contiene sólo bolas blancas, mientras que otra contiene sólo

bolas negras. Si uno saca una bola de la primera urna para ponerla en la segunda, y si

después de haber sacudido la segunda urna con el fin de mezclar bien la nueva bola con las

otras, uno saca una bola para ponerla en la tercera urna, y así hasta la última urna, de la cual

se saca una bola para ponerla en la primera, y si esta serie se reinicia continuamente, el

análisis de probabilidad nos muestra que las proporciones de las bolas blancas con las

negras en estas urnas terminarán por ser las mismas e iguales que la proporción de la suma

de todas las bolas blancas con la suma de todas las bolas negras contenidas en las urnas.

Así, por este modo regular de cambio, eventualmente desaparece la primitiva irregularidad

de estas proporciones para dar lugar al orden más simple. Ahora, si entre estas urnas uno

intercala nuevas [urnas] en las que la proporción de la suma de las bolas blancas a la suma

de las bolas negras que contienen difiere de la anterior, continuando indefinidamente en la

totalidad de las urnas con las extracciones recién indicadas, el orden simple establecido en

las viejas urnas se verá perturbado en un principio, y las proporciones de las bolas blancas a

las bolas negras se volverán irregulares; pero poco a poco esta irregularidad desaparecerá

para dar lugar a un nuevo orden que finalmente será el de la igualdad de las proporciones

de las bolas blancas a las bolas negras contenidas en las urnas. Podemos aplicar estos

resultados a todas las combinaciones de la naturaleza en las que las fuerzas constantes por

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51

las que se animan sus elementos establecen modos regulares de acción, adecuados para

llevar a cabo, en el propio corazón del caos, sistemas gobernados por leyes admirables.

Los fenómenos que parecen ser los más dependientes del azar presentan entonces,

una vez multiplicados, una tendencia a acercarse sin cesar a proporciones fijas de un modo

tal que, si concebimos en todos los lados de cada una de estas proporciones un intervalo tan

pequeño como queramos, la probabilidad de que el resultado medio de las observaciones

caiga dentro de este intervalo terminará por diferir de la certeza sólo por una cantidad

mayor que una magnitud asignable. Así, por los cálculos de probabilidades aplicados a un

gran número de observaciones podemos reconocer la existencia de estas proporciones. Pero

antes de buscar las causas es necesario, para no llegar a especulaciones vanas, asegurarnos

de que estén indicadas por una probabilidad que no nos permita considerarlas como

anomalías debidas al azar. La teoría de funciones discriminantes nos ofrece una expresión

muy sencilla para esta probabilidad, que se obtiene al integrar el producto de la diferencial

de la cantidad de la cual el resultado deducido de un gran número de observaciones varía de

la verdad por una constante menor que la unidad, dependiente de la naturaleza del

problema, y elevada a una potencia cuyo exponente es la proporción del cuadrado de esta

variación al número de observaciones. La integral tomada entre los límites dados y

divididos por la misma integral, aplicada a un infinito positivo y a uno negativo, expresará

la probabilidad de que la variación de la verdad esté comprendida entre estos límites. Tal es

la ley general de la probabilidad de resultados indicada por un gran número de

observaciones.

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52

CAPÍTULO IX

LA APLICACIÓN DEL CÁLCULO DE PROBABILIDADES A LA

FILOSOFÍA NATURAL

Los fenómenos de la naturaleza suelen estar envueltos por tantas circunstancias

extrañas, y su influencia es una mezcla de un gran número de causas perturbadoras, que

resulta muy difícil reconocerlos. Podemos llegar a ellos sólo multiplicando las

observaciones o las experiencias, de modo que los efectos extraños finalmente se destruyan

recíprocamente, los resultados medios poniendo en evidencia tales fenómenos y sus

diversos elementos. Entre más numeroso sea el número de observaciones y menos varíen

entre ellas, más se acercarán sus resultados a la verdad. Cumplimos con esta condición por

la elección de los métodos de observación, por la precisión de los instrumentos, y por el

cuidado que tomamos al observar de cerca; entonces determinamos, con la teoría de

probabilidades, los resultados medios más ventajosos o aquellos que dan el menor valor de

error. Pero eso no es suficiente; también es necesario apreciar la probabilidad de que los

errores de estos resultados estén comprendidos en los límites dados, y sin esto solamente

tenemos un conocimiento imperfecto del grado de exactitud obtenido. Las fórmulas

apropiadas para estas cuestiones son verdaderas mejoras del método de las ciencias, y

ciertamente es importante añadirlas a este método. El análisis que requieren es lo más

delicado y difícil de la teoría de probabilidades, y es uno de los objetos principales del

trabajo que he publicado sobre esta teoría, en el que he llegado a fórmulas de este tipo que

tienen la notable ventaja de ser independientes de la ley de la probabilidad de errores y de

incluir únicamente las cantidades dadas por las propias observaciones y sus expresiones.

Cada observación tiene, por expresión analítica, una función de los elementos que

queremos determinar, y si éstos son casi conocidos, esta función se vuelve una función

lineal de sus correcciones. Al igualarla con la propia observación se forma una ecuación de

condición. Si tenemos un gran número de ecuaciones similares, las combinamos de una

manera tal como para obtener tantas ecuaciones finales como hayan elementos cuyas

correcciones determinamos resolviendo estas ecuaciones. Pero, ¿cuál es el modo más

ventajoso de combinar ecuaciones de condición para obtener ecuaciones finales? ¿Cuál es

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la ley de las probabilidades de errores de los cuales los elementos siguen siendo

susceptibles que saquemos de ellos? Esto nos lo aclara la teoría de probabilidades. La

formación de una ecuación final por medio de la ecuación de condición equivale a

multiplicar cada una de éstas por un factor indeterminado y a unir los productos; es

necesario elegir el sistema de factores que dé la menor oportunidad para el error. Pero es

evidente que si multiplicamos los posibles errores de un elemento por sus respectivas

probabilidades, el sistema más ventajoso será aquel en el que la suma de estos productos

tomados todos positivamente sea un mínimo, pues un error positivo o uno negativo debe

considerarse como una pérdida. Formando, entonces, esta suma de productos, la condición

del mínimo determinará al sistema de factores que es conveniente adoptar, o al sistema más

ventajoso. Encontramos así que este sistema es el de los coeficientes de los elementos en

cada ecuación de condición; de modo que formamos una primera ecuación final al

multiplicar respectivamente cada ecuación de condición por su coeficiente del primer

elemento y al unir todas estas ecuaciones así multiplicadas. Formamos una segunda

ecuación final al emplear, del mismo modo, los coeficientes del segundo elemento, y así

sucesivamente. De esta manera se desarrollan con la mayor evidencia los elementos y las

leyes de los fenómenos obtenidos en la colección de un gran número de observaciones.

La probabilidad de los errores que cada elemento todavía deja a ser temido es

proporcional al número cuyo logaritmo hiperbólico es la unidad elevada a una potencia

igual al cuadrado del error tomado como una cantidad negativa multiplicada por un

coeficiente constante que puede considerarse como el módulo de la probabilidad de los

errores, ya que, el error permaneciendo igual, su probabilidad decrece con rapidez cuando

el primero aumenta; así que el elemento obtenido pesa, si se me permite hablar así en lo

tocante a la verdad, mucho más a medida que este módulo es mayor. Por esta razón llamaré

a este módulo el peso del elemento o del resultado. Este peso es el mayor posible en el

sistema de factores – el más ventajoso; es lo que da a este sistema su superioridad sobre

otros. Por una notable analogía de este peso con aquellos de los cuerpos comparados en su

centro de gravedad común, resulta que si el mismo elemento está dado por diversos

sistemas, cada uno compuesto de un gran número de observaciones, el más ventajoso, el

resultado medio de su totalidad es la suma de los productos de cada resultado parcial por su

peso. Más todavía, el peso total de los resultados de los diversos sistemas es la suma de sus

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54

pesos parciales, de modo que la probabilidad de los errores del resultado medio de su

totalidad es proporcional al número que tiene unidad por un logaritmo hiperbólico elevado

a una potencia igual al cuadrado del error tomado como negativo y multiplicado por la

suma de los pesos. Cada peso depende, en verdad, de la ley de la probabilidad de error de

cada sistema, y casi siempre esta ley es desconocida; pero felizmente he podido eliminar el

factor que la contiene por medio de la suma de los cuadrados de las variaciones de las

observaciones en este sistema de su resultado medio. Entonces sería deseable, con el fin de

completar nuestro conocimiento de los resultados obtenidos por la totalidad de un gran

número de observaciones, que al lado de cada resultado escribamos el peso que le

corresponde; para este objeto el análisis proporciona métodos generales y sencillos. Cuando

de este modo hemos obtenido la exponencial que representa la ley de la probabilidad de

errores, tendremos la probabilidad de que el error del resultado esté incluido dentro de

límites dados al tomar, dentro de los límites, la integral del producto de esta exponencial

por la diferencial del error y al multiplicarla por la raíz cuadrada del peso del resultado

dividido por la circunferencia cuyo diámetro es la unidad. Por lo tanto se sigue que, para la

misma probabilidad, los errores de los resultados son recíprocos a las raíces cuadradas de

sus pesos, lo que sirve para comparar su respectiva precisión.

Con el fin de aplicar este método exitosamente, es necesario [hacer] variar las

circunstancias de las observaciones o las experiencias de un modo tal que puedan evitarse

las causas de error constantes. Es necesario que las observaciones sean numerosas, y que

sean tantas más como haya más elementos a determinar, pues el peso del resultado medio

aumenta como el número de observaciones dividido por el número de los elementos.

Todavía es necesario que los elementos sigan en estas observaciones un curso distinto, pues

si el curso de los dos elementos fuese exactamente el mismo, lo que haría proporcionales a

sus coeficientes en la ecuación de condiciones, estos elementos solamente formarían una

sola cantidad desconocida, y sería imposible distinguirlos por estas observaciones.

Finalmente, es necesario que las observaciones sean precisas; esta condición, la primera de

todas, aumenta considerablemente el peso del resultado cuya expresión tiene por divisor a

la suma de los cuadrados de las desviaciones de las observaciones de este resultado. Con

estas precauciones hemos de ser capaces de hacer uso del método anterior y de medir el

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55

grado de confianza que ameritan los resultados deducidos de un gran número de

observaciones.

La regla recién ofrecida para concluir ecuaciones de condición, ecuaciones finales,

equivale a hacer un mínimo la suma de los cuadrados de los errores de observaciones, pues

cada ecuación de condición se vuelve exacta al sustituir en ella la observación más su error,

y si desde ella sacamos la expresión de este error, es fácil ver que la condición del mínimo

de la suma de los cuadrados de estas expresiones da la regla en cuestión. Esta regla es más

precisa a medida que las observaciones son más numerosas, pero incluso en el caso donde

su número sea pequeño parece natural emplear la misma regla que, en todos los casos,

ofrece un medio simple para obtener, sin tanteos, las correcciones que buscamos

determinar. También sirve para comparar la precisión de las diversas tablas astronómicas

de la misma estrella. Estas tablas siempre pueden suponerse como reducidas a la misma

forma, y entonces únicamente difieren en cuanto a las épocas, los movimientos medios, y

los coeficientes de los argumentos, pues si una de ellas contiene un coeficiente que no se

encuentra en las otras, es claro que esto equivale a suponer cero en ellas en cuanto al

coeficiente de este argumento. Si ahora rectificamos estas tablas por la totalidad de las

observaciones buenas, satisfarían la condición de que la suma de los cuadrados de los

errores sea un mínimo; las tablas que, comparadas con un número considerable de

observaciones, se acerquen más a esta condición merecen entonces la preferencia.

Es principalmente en la astronomía que puede emplearse con ventaja el método

explicado arriba. Las tablas astronómicas deben la verdaderamente asombrosa exactitud

que han alcanzado a la precisión de observaciones y de teorías, así como al uso de

ecuaciones de condiciones que hacen que concurran un gran número de excelentes

observaciones en la corrección del mismo elemento. Pero queda por determinar la

probabilidad de los errores que esta corrección deja todavía a temer; y el método que recién

he explicado nos permite reconocer la probabilidad de estos errores. Con el fin de ofrecer

algunas aplicaciones interesantes de él, me he beneficiado del inmenso trabajo que el Sr.

Bouvard acaba de terminar sobre los movimientos de Júpiter y Saturno, de los cuales ha

formado tablas muy precisas. Ha discutido, con el mayor cuidado, las oposiciones y

cuadraturas de estos dos planetas observados por Bradley y por los astrónomos que lo han

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56

seguido hasta los últimos años; ha concluido las correcciones de los elementos de su

movimiento y sus masas comparados con los del sol tomado como unidad. Sus cálculos dan

que la masa de Saturno es igual a la 3512ava parte de la del sol. Aplicando a ellos mis

fórmulas de probabilidad, encuentro que es una apuesta de 11,000 contra uno que el error

de este resultado no es �

��� de su valor o, lo que equivale a casi lo mismo, que después de un

siglo de nuevas observaciones añadidas a las anteriores, y examinadas del mismo modo, el

nuevo resultado no diferirá por �

��� del resultado del Sr. Bouvard. Este sabio astrónomo

también encuentra que la masa de Júpiter es igual a la 107ava parte del sol, y mi método de

probabilidad da una apuesta de 1, 000,000 a uno de que este resultado no es �

��� en error.

Este método también puede emplearse con éxito en las operaciones geodésicas.

Determinamos la longitud del gran arco sobre la superficie de la Tierra por [medio de la]

triangulación, que depende de una base medida con exactitud. Pero sea cual sea la precisión

que pueda llevarse a la medida de los ángulos, los inevitables errores pueden causar, por

acumulación, que el valor del arco concluido desde un gran número de triángulos se desvíe

apreciablemente de la verdad. Entonces sólo reconocemos este valor imperfectamente a

menos que pueda asignarse la probabilidad de que su error esté comprendido dentro de

límites dados. El error de un resultado geodésico es una función de los errores de los

ángulos de cada triángulo. En el trabajo citado he ofrecido fórmulas generales para obtener

la probabilidad de los valores de una o varias funciones lineales de un gran número de

errores parciales de los cuales conocemos la ley de probabilidad; entonces podemos, por

medio de estas fórmulas, determinar la probabilidad de que el error de un resultado

geodésico esté contenido dentro de límites asignados, sea cual sea la ley de la probabilidad

de errores parciales. Es todavía más necesario independizarnos de la ley, porque las leyes

más simples son siempre infinitamente menos probables, viendo el infinito número de

aquellas que pueden existir en la naturaleza. Pero la desconocida ley de errores parciales

introduce en las fórmulas un indeterminado que no permite reducirlas a números a menos

que podamos eliminarlo. Hemos visto que en las cuestiones astronómicas, donde cada

observación proporciona una ecuación de condición para obtener los elementos,

eliminamos este indeterminado por medio de la suma de los cuadrados de los residuos

cuando los valores más probables de los elementos han sido sustituidos en cada ecuación.

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Ya que las cuestiones geodésicas no ofrecen ecuaciones similares, es necesario buscar otro

medio de eliminación. La cantidad por la cual la suma de los ángulos de cada triángulo

observado supera dos ángulos rectos más el exceso esférico proporciona este medio. Así,

remplazamos por la suma de los cuadrados de estas cantidades la suma de los cuadrados de

los residuos de las ecuaciones de condición, y podemos asignar numéricamente la

probabilidad de que el error del resultado final de una serie de operaciones geodésicas no

exceda una cantidad dada. Pero, ¿cuál es la forma más ventajosa de dividir, entre los tres

ángulos de cada triángulo, la suma observada de sus errores? El análisis de probabilidades

hace evidente que cada ángulo debe disminuirse por un tercio de esta suma, siempre que el

peso de un resultado geodésico sea el mayor posible, lo que hace al mismo error menos

probable. Hay entonces una gran ventaja en observar los tres ángulos de cada triángulo y en

corregirlos tal como hemos dicho. El sentido común señala esta ventaja, pero el solo

cálculo de probabilidades es capaz de apreciarla y de hacer evidente que, por esta

corrección, se vuelve la mayor posible.

Con el fin de garantizar la exactitud del valor de un gran arco que descansa sobre

una base medida en una de sus extremidades, uno mide una segunda base hacia la otra

extremidad, y concluye desde una de estas bases la longitud de la otra. Si esta longitud

varía muy poco de la observación, hay toda razón para creer que la cadena de triángulos

que une estas bases es casi exacta, y que también lo es el valor del gran arco que resulta de

ella. Uno corrige, entonces, este valor al modificar los ángulos de los triángulos de modo tal

que la base se calcule de acuerdo con las bases medidas. Pero esto puede hacerse de

infinitos modos, de entre los cuales es preferible aquel del cual el resultado geodésico tiene

el mayor peso, en la medida en que el mismo error se vuelve menos probable. El análisis de

probabilidades ofrece fórmulas para obtener directamente la corrección más ventajosa que

resulte de las mediciones de las varias bases y las leyes de probabilidad que hace la

multiplicidad de las bases, leyes que muy rápidamente se vuelven decrecientes por esta

multiplicidad.

Por lo general, los errores de los resultados deducidos de un gran número de

observaciones son las funciones lineales de los errores parciales de cada observación. Los

coeficientes de estas funciones dependen de la naturaleza del problema y del proceso

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seguido para obtener los resultados. El proceso más ventajoso es evidentemente aquel en el

que el mismo error en los resultados es menos probable que en cualquier otro proceso. La

aplicación del cálculo de probabilidades a la filosofía natural consiste, pues, en determinar

analíticamente la probabilidad de los valores de estas funciones y en elegir sus coeficientes

indeterminados de modo que la ley de esta probabilidad sea más rápidamente descendiente.

Eliminando entonces de las fórmulas por los datos de la cuestión al factor introducido por

la casi siempre desconocida ley de la probabilidad de errores parciales, podemos evaluar

numéricamente la probabilidad de que los errores de los resultados no excedan una cantidad

dada. Es así que tendremos casi todo lo deseable en lo tocante a los resultados deducidos de

un gran número de observaciones.

Pueden obtenerse resultados muy aproximados desde otras consideraciones.

Supongamos, por ejemplo, que tenemos mil una observaciones de la misma cantidad; la

media aritmética de todas estas observaciones es el resultado dado por el método más

ventajoso. Pero uno podría elegir el resultado de acuerdo con la condición de que la suma

de las variaciones de cada valor parcial tomadas todas positivamente sea un mínimo. En

efecto, parece natural considerar como muy aproximado el resultado que satisface esta

condición. Es fácil ver que si uno dispone los valores dados por las observaciones de

acuerdo con el orden de magnitud, el valor que ocupa la media satisfará la condición

precedente, y el cálculo hace evidente que en el caso de un infinito número de

observaciones coincidirá con la verdad; pero el resultado dado por el método más ventajoso

sigue siendo preferible.

Por lo anterior vemos que la teoría de probabilidades no deja nada arbitrario en el

modo de distribuir los errores de las observaciones; para esta distribución ofrece las

fórmulas más ventajosas que disminuyen tanto como sea posible los errores a ser temidos

en los resultados.

La consideración de probabilidades puede servir para distinguir las pequeñas

irregularidades de los movimientos celestiales envueltos en los errores de observaciones, y

para volver a la causa de las anomalías observadas en estos movimientos.

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59

Al comparar todas las observaciones, fue Ticho-Brahe quien reconoció la necesidad

de aplicar a la luna una ecuación de tiempo distinta de la que había sido aplicada al sol y a

los planetas. Fue similarmente la totalidad de un gran número de observaciones la que hizo

que Mayer reconociera que el coeficiente de la desigualdad de la precesión debe

disminuirse un poco para la luna. Pero ya que esta disminución, no obstante haber sido

confirmada e incluso aumentada por Mason, no parecía resultar de la gravitación universal,

fue desatendida por la mayoría de los astrónomos en sus cálculos. Habiendo sometido al

cálculo de probabilidades un número considerable de observaciones lunares elegidas para

este propósito, y que el Sr. Bouvard consintió examinar a petición mía, me pareció estar

indicado con una probabilidad tan fuerte que creí que habría de investigarse su causa.

Pronto vi que sólo sería la elipticidad del esferoide terrestre, desatendida hasta ese entonces

en la teoría del movimiento lunar al ser capaz de producir solamente términos

imperceptibles. Concluí que estos términos se hacían perceptibles por las sucesivas

integraciones de ecuaciones diferenciales. Determiné entonces tales términos por [medio

de] un análisis particular, y primero descubrí que la desigualdad del movimiento lunar en

latitud es proporcional al seno de la longitud de la luna, cosa que ningún astrónomo había

sospechado antes. Después reconocí, por medio de esta desigualdad, que existe otra en el

movimiento lunar en longitud que produce la disminución observada por Mayer en la

ecuación de la precesión aplicable a la luna. La cantidad de esta disminución y el

coeficiente de la anterior desigualdad en latitud resultan muy apropiados para fijar el

achatamiento de la Tierra. Habiendo comunicado mis investigaciones al Sr. Burg, quien en

ese tiempo estaba ocupado perfeccionando las tablas de la luna por la comparación de todas

las observaciones buenas, le pedí que determinara con particular cuidado estas dos

cantidades. Por un acuerdo muy notable, los valores que ha encontrado dan a la Tierra el

mismo achatamiento, �

��, que difiere poco de la media derivada de las mediciones de los

grados del meridiano y el péndulo; pero [si están] aquellos considerados desde el punto de

vista de la influencia de los errores de las observaciones y de las causas perturbadoras en

estas mediciones, no me parecieron [estar] exactamente determinados por estas

desigualdades lunares.

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60

Fue, de nuevo, por la consideración de probabilidades que reconocí la causa de la

ecuación secular de la luna. Las observaciones modernas de esta estrella comparadas con

los eclipses antiguos habían indicado a los astrónomos una aceleración en el movimiento

lunar, pero los geómetras, y en particular Lagrange, habiendo buscado vanamente en las

perturbaciones que este movimiento experimentó los términos de los que depende esta

aceleración, la rechazaron. Un examen atento de las observaciones antiguas y modernas y

de los eclipses intermedios observados por los árabes me convenció que estaba indicada

con una gran probabilidad. Retomé desde este punto la teoría lunar, y reconocí que la

ecuación secular de la luna se debe a la acción del sol sobre este satélite combinada con la

variación secular de la excentricidad del orbe terrestre; esto me llevó al descubrimiento de

las ecuaciones seculares de los movimientos de los nodos y de los perigeos de la órbita

lunar, cuyas ecuaciones ni siquiera habían sido sospechadas por los astrónomos. El muy

notable acuerdo de esta teoría con todas las observaciones antiguas y modernas la ha

llevado a un grado muy alto de evidencia.

El cálculo de probabilidades me ha conducido similarmente hacia la causa de las

grandes irregularidades de Júpiter y Saturno. Comparando las observaciones modernas con

las antiguas, Halley encontró una aceleración en el movimiento de Júpiter y un retardo en el

de Saturno. Con el propósito de reconciliar las observaciones, redujo los movimientos a dos

ecuaciones seculares de signos contrarios aumentando a medida que pasaron los cuadrados

de los tiempos desde 1700. Euler y Lagrange sometieron al análisis las alteraciones que la

atracción mutua de estos dos planetas debía producir en estos movimientos. Al hacer esto

encontraron las ecuaciones seculares, pero sus resultados fueron tan distintos que al menos

uno de los dos debería ser erróneo. Entonces determiné ocuparme de este importante

problema de mecánica celeste, y reconocí la invariabilidad de los movimientos planetarios

medios, que anuló las ecuaciones seculares introducidas por Halley en las tablas de Júpiter

y Saturno. Así es que sólo quedaban, con el fin de explicar la gran irregularidad de estos

planetas, las atracciones de los cometas hacia los cuales muchos astrónomos tenían un

recurso efectivo, o la existencia de una irregularidad durante un largo período producida en

los movimientos de los dos planetas por su acción recíproca y afectada por signos

contrarios para cada uno de ellos. Un teorema que encontré con respecto a las

desigualdades de este tipo hizo muy probable esta desigualdad. De acuerdo con este

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teorema, si el movimiento de Júpiter acelera, el de Saturno retarda, cosa que ya se ha

conformado con lo notado por Halley; además, la aceleración de Júpiter resultante del

mismo teorema está al retardo de Saturno muy cercana en la proporción de las ecuaciones

seculares propuestas por Halley. Considerando los movimientos medios de Júpiter y

Saturno, pude fácilmente reconocer que dos veces el de Júpiter difería solamente por una

cantidad muy pequeña de cinco veces el de Saturno. El período de una irregularidad que

tendría para un argumento esta diferencia sería de alrededor de nueve siglos. En efecto, su

coeficiente sería del orden de los cubos de las excentricidades de las órbitas, pero yo sabía

que en virtud de integraciones sucesivas adquiría por divisor al cuadrado del muy pequeño

multiplicador del tiempo en el argumento de esta desigualdad que es capaz de ofrecerle un

gran valor; entonces la existencia de esta desigualdad me pareció muy probable. La

siguiente observación aumentó después esta probabilidad. Suponiendo [que] su argumento

[es] cero hacia la época de las observaciones de Ticho-Brahe, vi que Halley debería haber

encontrado las alteraciones que indicó al comparar las observaciones modernas con las

antiguas, mientras que la comparación de las observaciones modernas entre sí debería

ofrecer alteraciones contrarias similares a las concluidas por Lambert en su comparación.

No dudé entonces en desarrollar este largo y tedioso cálculo necesario para asegurarme de

esta desigualdad. Fue completamente confirmada por el resultado de este cálculo, que

además me hizo reconocer un gran número de otras desigualdades de las cuales la totalidad

ha inclinado las tablas de Júpiter y Saturno a la precisión de las mismas observaciones.

Fue, una vez más, por medio del cálculo de probabilidades que reconocí la notable

ley de los movimientos medios de los tres primeros satélites de Júpiter, de acuerdo con la

cual la longitud media del primero menos tres veces la del segundo más dos veces la del

tercero es rigurosamente igual a la media circunferencia. La aproximación con la cual los

movimientos medios de estas estrellas satisfacen esta ley desde su descubrimiento indica su

existencia con una probabilidad extrema. Entonces busqué su causa en su acción mutua. El

examen en busca de esta acción me convenció de que era suficiente con que al principio las

proporciones de sus movimientos medios se hubieran aproximado a esta ley dentro de

ciertos límites, porque su acción mutua la había establecido y mantenido rigurosamente.

Así, estos tres cuerpos se equilibrarán entre sí eternamente en el espacio de acuerdo con la

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ley precedente, a menos que causas extrañas, como los cometas, cambien de pronto sus

movimientos sobre Júpiter.

En consecuencia, se ve qué tan necesario es estar atento a las indicaciones de la

naturaleza cuando son el resultado de un gran número de observaciones, aunque en otros

aspectos puedan ser inexplicables por medios conocidos. La extrema dificultad de los

problemas relativos al sistema del mundo ha obligado a los geómetras a recurrir a la

aproximación, que siempre deja lugar al miedo de que las cantidades desatendidas puedan

tener una influencia apreciable. Una vez advertidos de esta influencia por las

observaciones, han recurrido a su análisis, y al rectificarlo siempre han encontrado la causa

de las anomalías observadas; han determinado las leyes y a menudo han anticipado las

observaciones al descubrir las desigualdades que aún no había indicado. Así, uno puede

decir que la propia naturaleza ha coincidido en la perfección analítica de las teorías basadas

sobre el principio de gravedad universal, y esto es en mi opinión una de las pruebas más

fuertes de la verdad de este admirable principio.

En los casos recién considerados, la solución analítica de la cuestión ha cambiado la

probabilidad de las causas en certeza. Pero la mayoría de las veces esta solución es

imposible, y sólo queda aumentar más y más esta probabilidad. Entre las numerosas e

incalculables modificaciones que la acción de estas causas recibe desde circunstancias

extrañas, estas causas siempre conservan, con los efectos observados, las proporciones

adecuadas como para hacerlas reconocibles y verificar su existencia. Al determinar estas

proporciones y al compararlas con un gran número de observaciones si uno encuentra que

constantemente lo satisfacen, la probabilidad de las causas puede aumentar al punto de

igualar la de los hechos con respecto a aquellos sobre los que no haya duda. La

investigación de estas proporciones de causas a sus efectos no es menos útil en la filosofía

natural que la solución directa de problemas, ya sea para verificar la realidad de estas

causas o para determinar las leyes desde sus efectos, ya que puede emplearse en un gran

número de cuestiones cuya solución directa no es posible, remplazando a ésta del modo

más ventajoso. Discutiré aquí la aplicación que de ella he hecho a uno de los fenómenos

más interesantes de la naturaleza, el flujo y el reflujo del mar.

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63

Pline ha dado a este fenómeno una descripción notable por su exactitud, y en ella

uno ve que los antiguos habían observado que las mareas de cada mes son mayores hacia

las sizigias y menores hacia las cuadraturas; que son mayores en los perigeos que en los

apogeos de la luna, y mayores en los equinoccios que en los solsticios. De esto concluyeron

que este fenómeno se debe a la acción del sol y la luna sobre el mar. En el prefacio de su

trabajo De Stella Martis, Kepler admite una tendencia de las aguas del mar hacia la luna,

pero, ignorando la ley de esta tendencia, sólo pudo dar a este tema una idea probable.

Newton convirtió en certeza la probabilidad de esta idea al unirla a su gran principio de

gravedad universal. Ofreció la expresión exacta de las fuerzas de atracción que producían el

flujo y el reflujo del mar, y con el fin de determinar los efectos supuso que el mar toma en

cada instante la posición de equilibrio que concuerda con estas fuerzas. De esta manera

explicó los principales fenómenos de las mareas, pero de esta teoría se seguía que en

nuestros puertos las dos mareas del mismo día serían muy desiguales si el sol y la luna

tuviesen una gran declinación. En Brest, por ejemplo, la marea de la tarde sería en las

sizigias de los solsticios alrededor de ocho veces mayor que la marea de la mañana, lo que

es ciertamente contrario a las observaciones que prueban que estas dos mareas son casi

iguales. Este resultado de la teoría newtoniana podría valer para la suposición de que el mar

es conforme en cada instante con una posición de equilibrio, una suposición que no es

admisible en absoluto. Pero la investigación de la verdadera figura del mar presenta grandes

dificultades. Auxiliado por los descubrimientos recién hechos por los geómetras en la teoría

del movimiento de fluidos y en el cálculo de diferencias parciales, llevé a cabo esta

investigación y ofrecí las ecuaciones diferenciales del movimiento del mar suponiendo que

cubre toda la Tierra. Al trazar así de cerca a la naturaleza, tuve la satisfacción de ver que

mis resultados se aproximaron a las observaciones, especialmente con respecto a la

pequeña diferencia que existe en nuestros puertos entre las dos mareas de las sizigias del

solsticio del mismo día. Encontré que serían iguales si el mar tuviese la misma profundidad

en todas partes, y también que, al dar a esta profundidad valores convenientes, uno podía

aumentar la altura de las mareas en un puerto de modo concordante con las observaciones.

Pero estas investigaciones, a pesar de su generalidad, no satisficieron en absoluto las

grandes diferencias que en este aspecto se presentan incluso entre puertos adyacentes, y que

prueban la influencia de circunstancias locales. La imposibilidad de conocer estas

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circunstancias, así como la irregularidad de las cuencas marítimas y la de integrar las

ecuaciones de diferencias parciales que son relativas, me ha obligado a componer la

deficiencia por el método que he señalado antes. Entonces me esforcé en determinar las

mayores proporciones posibles entre las fuerzas que afectan todas las moléculas del mar,

así como sus efectos observables en nuestros puertos. Para esto recurrí al siguiente

principio, que puede aplicarse a muchos otros fenómenos.

“El estado del sistema de un cuerpo en el que han desaparecido las condiciones

primitivas del movimiento por las resistencias con las que éste se encuentra es periódico

como las fuerzas que lo animan.”

Combinando este principio con el de la coexistencia de oscilaciones muy pequeñas,

he encontrado una expresión de la altura de las mareas cuyas arbitrariedades contienen el

efecto de circunstancias locales de cada puerto y están reducidas al menor número posible;

sólo es necesario compararla con un gran número de observaciones.

Por invitación de la Academia de Ciencias, se hicieron observaciones a comienzos

del último siglo en las mareas de Brest, que continuaron durante seis años consecutivos. La

situación de este puerto es muy favorable para este tipo de observaciones, ya que se

comunica con el mar por un canal que se vacía en una vasta rada en el otro extremo de

donde ha sido construido el puerto. Las irregularidades del mar se extienden de este modo

sólo a un pequeño grado en el puerto, justo como las oscilaciones que produce el

movimiento irregular de un recipiente en un barómetro disminuyen por un

estrangulamiento hecho en el tubo de este instrumento. Además, siendo considerables las

mareas en Brest, las variaciones accidentales causadas por los vientos son muy débiles;

también notamos en las observaciones de estas mareas, sin importar qué tan poco las

multipliquemos, una gran regularidad que me indujo a proponer al gobierno que en este

puerto ordene una nueva serie de observaciones de las mareas, continuando durante un

periodo del movimiento de los nodos de la órbita lunar. Esto se ha hecho. Las

observaciones comenzaron el 1 de junio de 1806, y desde entonces se han hecho cada año

ininterrumpidamente. Debo al infatigable entusiasmo del Sr. Bouvard, para todos los

intereses astronómicos, los inmensos cálculos que ha demandado la comparación de mi

análisis con las observaciones. Se han ocupado alrededor de seis mil observaciones, hechas

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durante el año de 1807 y en los quince que siguieron. De esta comparación resulta que mis

fórmulas representan, con una precisión notable, todas las variedades de las mareas

relativas a la digresión de la luna, desde el sol, a la declinación de estas estrellas, a sus

distancias desde la Tierra, y a las leyes de variación en el máximo y mínimo de cada uno de

estos elementos. De este acuerdo resulta una probabilidad de que el flujo y el reflujo del

mar se deban a la atracción del sol y la luna aproximándose tanto a la certeza que no deba

caber lugar para duda razonable alguna. Cambia a certeza cuando consideramos que esta

atracción deriva de la ley de gravedad universal demostrada por todos los fenómenos

celestes.

La acción de la luna sobre el mar es más del doble que la del sol. Newton y sus

sucesores, al momento de desarrollar esta acción, han puesto atención únicamente en los

términos divididos por el cubo de la distancia desde la luna a la Tierra, juzgando que los

efectos debidos a los siguientes términos deberían ser inapreciables. Pero el cálculo de

probabilidades nos hace claro que los efectos más pequeños de causas regulares pueden

manifestarse en los resultados de un gran número de observaciones dispuestas en el orden

más apropiado para indicarlas. Este cálculo determina, una vez más, tanto su probabilidad

como hasta qué punto es necesario multiplicar las observaciones como para hacerlas muy

vastas. Aplicándolo a las numerosas observaciones discutidas por el Sr. Bouvard, reconocí

que en Brest la acción de la luna sobre el mar es mayor en las lunas llenas que en las lunas

nuevas, y mayor cuando la luna es austral que cuando es boreal – fenómenos que pueden

resultar solamente a partir de los términos de la acción lunar dividida por la cuarta potencia

de la distancia desde la luna a la Tierra.

Para llegar al océano, la acción del sol y la luna atraviesa la atmósfera, que

consecuentemente debe sentir su influencia y estar sujeta a movimientos similares a los del

mar.

Estos movimientos producen oscilaciones periódicas en el barómetro. El análisis ha

dejado claro para mí que son inapreciables en nuestros ambientes. Pero como las

circunstancias locales aumentan considerablemente las mareas en nuestros puertos, he

indagado si circunstancias similares han hecho apreciables estas oscilaciones del

barómetro. Para esto he hecho uso de las observaciones meteorológicas que se han hecho

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cada día por muchos años en el observatorio real. Las alturas del barómetro y del

termómetro se observan ahí a las nueve de la mañana, a las tres de la tarde, y a las once de

la noche. El Sr. Bouvard ha querido disponer en los registros el estudio de las

observaciones de los ocho años transcurridos desde el 1 de octubre de 1815 hasta el 1 de

octubre de 1823. Al disponer las observaciones del modo más apropiado para indicar el

flujo atmosférico lunar en París, encuentro sólo una dieciochava parte de un milímetro para

la extensión de la correspondiente oscilación del barómetro. Es especialmente esto lo que

nos ha hecho sentir la necesidad de un método para determinar la probabilidad de un

resultado, y sin este método uno se ve forzado a presentar, como leyes de la naturaleza, los

resultados de causas irregulares que han sucedido a menudo en la meteorología. Este

método, aplicado al resultado anterior, muestra su incertidumbre a pesar del gran número

de observaciones empleadas, y sería necesario aumentarlas por diez veces para obtener un

resultado suficientemente probable.

El principio que sirve como base para mi teoría de las mareas puede extenderse a

todos los efectos del azar a los cuales se unen causas variables de acuerdo con leyes

regulares. La acción de estas causas produce en los resultados medios de un gran número de

efectos variedades que siguen las mismas leyes y que uno puede reconocer por el análisis

de probabilidades. En la medida en que son multiplicados estos efectos, tales variedades se

manifiestan con una probabilidad cada vez mayor, que se aproximaría a la certeza si el

número de los efectos de los resultados se hiciese infinito. Este teorema es análogo al que

ya he desarrollado sobre la acción de causas constantes. Entonces, siempre que una causa

cuyo progreso es regular pueda tener influencia sobre un tipo de eventos, podemos intentar

descubrir su influencia al multiplicar las observaciones y al disponerlas en el orden más

adecuado para indicarla. Cuando esta influencia parece manifestarse por sí misma, el

análisis de probabilidades determina la probabilidad de su existencia y de su intensidad; así,

la variación de la temperatura del día a la noche modificando la presión de la atmósfera y

consecuentemente la altura del barómetro, es natural pensar que las observaciones

multiplicadas de estas alturas deben mostrar la influencia del calor solar. De hecho, en el

ecuador se ha reconocido desde hace mucho tiempo, donde esta influencia parece ser la

mayor, una pequeña variación diurna en la altura del barómetro de la cual el máximo ocurre

alrededor de las nueve de la mañana y el mínimo alrededor de las tres de la tarde. Un

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segundo máximo ocurre alrededor de las once de la noche y un segundo mínimo alrededor

de las cuatro de la mañana. Las oscilaciones de la noche son menores que las del día, cuya

extensión es de alrededor de dos milímetros. La inconstancia de nuestro clima no ha

tomado esta variación de nuestros observadores, aunque puede ser menos apreciable que en

los trópicos. El Sr. Ramond la ha reconocido y determinado en Clermont, el principal lugar

del distrito de Puy-de-Dôme, por una serie de observaciones precisas hechas durante varios

años; incluso ha encontrado que es menor en los meses de invierno que en otros meses. Las

numerosas observaciones que he discutido con el fin de estimar la influencia de las

atracciones del sol y la luna sobre las alturas barométricas en París me han servido para

determinar su variación diurna. Comparando las alturas de las nueve de la mañana con

aquellas de los mismos días a las tres de la tarde, esta variación se manifiesta con tanta

evidencia que su valor medio ha sido constantemente positivo cada mes para cada uno de

los setenta y dos meses desde el 1 de enero de 1817 hasta el 1 de enero de 1823; su valor

medio en estos setenta y dos meses ha sido casi de 0.8 de un milímetro, un poco menor que

en Clermont y mucho menor que en el ecuador. He reconocido que el resultado medio de

las variaciones diurnas del barómetro de 9 de la mañana a 3 de la tarde ha sido sólo de

0.5428 de un milímetro en los tres meses de noviembre, diciembre, y enero, y que se ha

elevado a 1.0563 milímetros en los tres meses siguientes, lo que coincide con las

observaciones del Sr. Ramond. Los otros meses no ofrecen nada similar.

Con el fin de aplicar a estos fenómenos el cálculo de estas probabilidades, comencé

por determinar la ley de la probabilidad de las anomalías de la variación diurna debida al

azar. Aplicándola a las observaciones de este fenómeno, encontré que era una apuesta de

más de 300,000 contra uno que fuese producido por una causa regular. No intenté

determinar esta causa; me contenté con establecer su existencia. El periodo de la variación

diurna regulado por el día solar indica evidentemente que esta variación se debe a la acción

del sol. La extrema pequeñez de la acción atractiva del sol sobre la atmósfera se prueba por

la pequeñez de los efectos debidos a las atracciones unidas del sol y la luna. Es entonces

por la acción de su calor que el sol produce la variación diurna del barómetro, pero es

imposible someter al cálculo los efectos de su acción sobre la altura del barómetro y sobre

los vientos. La variación diurna de la aguja magnética es ciertamente un resultado de la

acción del sol. Pero, ¿actúa esta estrella aquí como en la variación diurna del barómetro por

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su calor o por su influencia sobre la electricidad y sobre el magnetismo, o finalmente por la

unión de estas influencias? Una gran serie de observaciones hechas en distintos países nos

permitiría percibir esto.

Uno de los fenómenos más notables del sistema del mundo es el de todos los

movimientos de rotación y de revolución de los planetas y los satélites en el sentido de la

rotación del sol y aproximadamente en el mismo plano de su ecuador. Un fenómeno tan

notable no es efecto del azar: indica una causa general que ha determinado todos sus

movimientos. Con el fin de obtener la probabilidad con la que está indicada esta causa,

observaremos que el sistema planetario, tal como lo conocemos hoy en día, está compuesto

de once planetas y de al menos dieciocho satélites, si atribuimos, con Herschel, seis

satélites a Urano. Los movimientos de la rotación del sol, de seis planetas, de la luna, de los

satélites de Júpiter, del anillo de Saturno, y de uno de sus satélites, ya han sido reconocidos.

Estos movimientos forman, junto con los de revolución, una totalidad de cuarenta y tres

movimientos dirigidos en el mismo sentido; pero uno encuentra, por el análisis de

probabilidades, que es una apuesta de más de 4000000000000 contra uno que esta

disposición no sea resultado del azar; esto forma, en efecto, una probabilidad superior a la

de eventos históricos ante los cuales no existe duda alguna. Entonces debemos creer al

menos con igual confianza que una causa primitiva ha dirigido los movimientos

planetarios, especialmente si consideramos que la inclinación del mayor número de estos

movimientos en el ecuador solar es muy pequeña.

Otro fenómeno igualmente notable del sistema solar es el pequeño grado de la

excentricidad de las órbitas de los planetas y los satélites. Mientras que aquellas de los

cometas son muy alargadas, las órbitas del sistema no ofrecen ningunas sombras

intermedias entre una excentricidad grande y una pequeña. Nos vemos forzados, una vez

más, a reconocer el efecto de una causa regular; ciertamente, el azar no ha dado una forma

casi circular a las órbitas de todos los planetas y sus satélites, y es entonces que la causa

que ha determinado los movimientos de estos cuerpos los ha hecho casi circulares. Es

necesario, de nuevo, que las grandes excentricidades de las órbitas de los cometas resulten

de la existencia de esta causa sin que ella haya influido en la dirección de sus movimientos,

pues se encuentra que hay casi tantos cometas retrógradas como directos, y que la

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inclinación media de todas sus órbitas a la elíptica se aproxima muy cerca de la mitad de un

ángulo recto, como debería de ser si los cuerpos hubiesen sido arrojados al azar.

Sea cual sea la naturaleza de la causa en cuestión, ya que ha producido o dirigido el

movimiento de los planetas, es necesario que haya abarcado todos los cuerpos y

considerado todas las distancias que los separan; puede haber sido sólo un fluido de una

extensión inmensa. Consiguientemente, para haberles dado en el mismo sentido un

movimiento casi circular alrededor del sol, es necesario que este fluido haya rodeado a esta

estrella como una atmósfera. La consideración de los movimientos planetarios nos conduce

entonces a pensar que, en virtud de un calor excesivo, la atmósfera del sol originalmente se

extendió más allá de las órbitas de todos los planetas, y que gradualmente se ha contraído a

sus límites actuales.

En el estado primitivo donde imaginamos el sol, éste se asemejaba a las nebulosas

que el telescopio nos muestra compuestas de un núcleo más o menos brillante rodeado por

una nebulosa que, condensándose en la superficie, debe transformarlo algún día en una

estrella. Si por analogía uno concibe todas las estrellas formadas de esta manera, puede

imaginar su propio estado de nebulosidad anterior precedido por otras estrellas en las que la

materia nebulosa era más y más difusa, el núcleo siendo menos y menos luminoso y denso.

Volviendo tanto como sea posible, entonces uno llegaría a una nebulosidad tan difusa que

apenas podría sospechar de su existencia.

Tal es, en efecto, el primer estado de las nebulosas que Herschel observó con

especial cuidado por medio de sus potentes telescopios, y en el que ha seguido el proceso

de condensación no sólo de una de ellas; estas etapas no nos son apreciables excepto

después de siglos, pero en su totalidad, justo como en un inmenso bosque uno puede seguir

el aumento de los árboles por los individuos de las diversas edades que contiene el bosque.

Desde el comienzo ha observado materia nebulosa esparcida en diversas masas en las

distintas partes de los cielos, de los cuales ocupa una gran extensión. En algunas de estas

masas ha visto esta materia ligeramente condensada alrededor de una o varias nebulosas

débilmente luminosas. En las otras nebulosas estos núcleos brillan, por otra parte, en

proporción a la nebulosidad que los rodea. Al separarse las atmósferas de cada núcleo por

una condensación ulterior, resultan las nebulosas múltiples formadas de núcleos brillantes

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muy adyacentes y rodeadas cada una por una atmósfera; a veces la materia nebulosa, al

condensarse de modo uniforme, ha producido las nebulosas llamadas planetarias.

Finalmente, un grado mayor de condensación transforma todas estas nebulosas en estrellas.

Las nebulosas clasificadas de acuerdo con esta perspectiva filosófica indican con una

probabilidad extrema su futura transformación en estrellas y el anterior estado de

nebulosidad de estrellas existentes. Las consideraciones que siguen vienen en ayuda de

pruebas trazadas desde estas analogías.

Por mucho tiempo, la particular disposición de ciertas estrellas visibles a simple

vista ha llamado la atención de observadores filosóficos. Mitchel ya ha señalado qué tan

improbable es que las estrellas de las Pléyades, por ejemplo, hayan estado confinadas en el

estrecho espacio que las contiene solamente por las posibilidades del azar, y de ello ha

concluido que este grupo de estrellas y los grupos similares que nos presenta el cielo son el

resultado de una causa primitiva o de una ley general de la naturaleza. Estos grupos son un

resultado necesario de la condensación de las nebulosas en varios núcleos; es evidente que,

estando la materia nebulosa continuamente atraída por los diversos núcleos, con el tiempo

deben formar un grupo de estrellas igual al de las Pléyades. La condensación de las

nebulosas en dos núcleos forma similarmente estrellas muy adyacentes, girando una

alrededor de la otra, iguales a aquellas cuyos respectivos movimientos ya ha considerado

Herschel. Tales son, además, la sexagésimo primera de la [constelación] Cygnus y su

siguiente en la que Bessel recién ha reconocido movimientos particulares tan considerables

y tan poco distintos que la proximidad de estas estrellas entre sí y su movimiento alrededor

del centro común de gravedad no deben dejar duda alguna. Así, uno desciende por grados

desde la condensación de materia nebulosa a la consideración del sol rodeado primeramente

por una vasta atmósfera, una consideración a la que uno vuelve, como ya se ha visto, por la

examinación de los fenómenos del sistema solar. Un caso tan notable da a la existencia de

este estado anterior del sol una probabilidad acercándose con fuerza a la certeza.

Pero, ¿cómo ha determinado la atmósfera solar los movimientos de rotación y

revolución de los planetas y los satélites? Si estos cuerpos han penetrado profundamente la

atmósfera, su resistencia habría causado que cayeran sobre el sol; entonces uno es llevado a

creer con mucha probabilidad que los planetas han sido formados en los sucesivos límites

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de la atmósfera solar que, contrayéndose por el frío, debió haber abandonado en el plano de

su ecuador zonas de vapores que la mutua atracción de sus moléculas ha transformado en

diversos esferoides. Los satélites han sido similarmente formados por las atmósferas de sus

respectivos planetas.

En mi Exposición del Sistema del Mundo he desarrollado ampliamente esta

hipótesis, que me parece satisface todos los fenómenos que nos presenta este sistema. Aquí

me contentaré con considerar que la velocidad angular de rotación del sol y los planetas,

siendo acelerada por la condensación sucesiva de sus atmósferas en sus superficies, debería

superar la velocidad angular de revolución de los cuerpos más cercanos que giran alrededor

de ellos. En realidad, la observación ha confirmado esto con respecto a los planetas y los

satélites, e incluso en proporción al anillo de Saturno, cuya duración de revolución es de

0.438 minutos, mientras que la duración de rotación de Saturno es de 0.427 minutos.

En esta hipótesis, los cometas son extraños al sistema planetario. Atribuyendo su

formación a la de las nebulosas, pueden considerarse como pequeñas nebulosas en los

núcleos, errando de sistemas a sistemas solares, y formados por la condensación de la

materia nebulosa esparcida con tanta profusión en el Universo. Los cometas serían así, en

relación con nuestro sistema, como los aerolitos son relativamente con la Tierra, a la que

parecerían extraños. Cuando estas estrellas se vuelven visibles para nosotros, ofrecen una

semejanza tan perfecta con las nebulosas que a menudo son confundidas con ellas, y es sólo

a partir de su movimiento, o a partir del conocimiento de todas las nebulosas confinadas en

aquella parte de los cielos donde aparecen, que conseguimos distinguirlas. Esta suposición

explica felizmente la gran extensión que adquieren las cabezas y las colas de los cometas a

medida que se acercan al sol, y la rareza extrema de estas colas que, a pesar de su inmensa

profundidad, en absoluto debilitan apreciablemente la luz de las estrellas que vemos al otro

lado.

Cuando las nebulosas pequeñas entran en aquella parte del espacio donde la

atracción del sol es predominante, y que llamaremos la esfera de actividad de esta estrella,

las fuerza a describir órbitas elípticas o hiperbólicas. Pero al ser su velocidad igualmente

posible en todas direcciones, deberían moverse indistintamente en todos los sentidos y bajo

todas las inclinaciones de la elíptica, lo que concuerda con lo que se ha observado.

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La gran excentricidad de las órbitas cometarias resulta también de la hipótesis

anterior. En efecto, si estas órbitas son elípticas, son muy alargadas, ya que sus grandes ejes

son al menos iguales al radio de la esfera de actividad del sol. Pero estas órbitas pueden ser

hiperbólicas, y si los ejes de estas hipérbolas no son muy grandes en proporción con la

distancia media del sol a la Tierra, el movimiento de los cometas que los describe parecerá

sensiblemente hiperbólico. Sin embargo, de los cien cometas sobre los que ya tenemos sus

elementos, ciertamente ninguno parece moverse en una hipérbola. Es necesario, pues, que

las posibilidades que dan una hipérbola apreciable sean extremadamente raras en

proporción con las posibilidades contrarias.

Los cometas son tan pequeños que, para hacerse visibles, su distancia perihélica

debería ser insignificante. Hasta el presente, esta distancia ha superado sólo dos veces el

diámetro de la órbita terrestre, y más a menudo ha estado por debajo del radio de esta

órbita. Se concibe que, para acercarse tan cerca del sol, su velocidad en el momento de su

entrada en su esfera de actividad debe tener una magnitud y una dirección confinadas

dentro de límites estrechos. Al determinar, por el análisis de probabilidades, la proporción

de las posibilidades que, en estos límites, dan una hipérbola apreciable con las posibilidades

que dan una órbita que puede confundirse con una parábola, he encontrado que es una

apuesta de al menos 6000 contra uno que una nebulosa que penetra en la actividad del sol

de modo tal que sea observada describa una elipse muy alargada o una hipérbola. Por la

magnitud de su eje, la última será apreciablemente confundida con una parábola en la parte

que es observada; entonces no es sorprendente que, hasta este momento, no hayan sido

reconocidos movimientos hiperbólicos.

La atracción de los planetas y, quizá también, la resistencia de los centros etéreos,

debieron haber cambiado muchas órbitas cometarias en las elipses cuyo gran eje es menor

que el radio de la esfera de actividad del sol, lo que aumenta las posibilidades de las órbitas

elípticas. Podemos creer que este cambio ha tenido lugar con el cometa de 1759 y con el

cometa cuya duración es de sólo mil doscientos años, que reaparecerá sin cesar en este

corto intervalo a menos que la evaporación que encuentra en cada uno de sus regresos con

el perihelio termine por hacerlo invisible.

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También podemos verificar, con la ayuda del análisis de probabilidades, la

existencia o la influencia de ciertas causas cuya acción se cree que existe sobre seres

organizados. De todos los instrumentos que podemos emplear para reconocer los

imperceptibles agentes de la naturaleza, los más sensibles son los nervios, especialmente

cuando causas particulares incrementan su sensibilidad. Es con su ayuda que se ha

descubierto la débil electricidad que desarrolla el contacto de dos metales heterogéneos, y

esto ha abierto un vasto campo a las investigaciones de los físicos y los químicos. Los

singulares fenómenos que resultan de la extrema sensibilidad de los nervios en algunos

individuos han dado nacimiento a diversas opiniones sobre la existencia de un nuevo agente

que ha sido llamado magnetismo animal, respecto a la acción sobre el magnetismo

ordinario, respecto a la influencia del sol y la luna en algunas afecciones nerviosas, y

finalmente respecto a las impresiones que hacen sentir la proximidad de metales o el agua

corriendo. Es natural pensar que la acción de estas causas es muy débil, y que puede

perturbarse fácilmente por circunstancias accidentales; así, no debería ser negada por el

hecho de que en algunos casos no se manifieste en absoluto. Estamos tan lejos de reconocer

todos los agentes de la naturaleza y sus diversos modos de acción que sería antifilosófico

negar los fenómenos solamente porque son inexplicables en el estado actual de nuestro

conocimiento. Pero debemos examinarlos con una atención tanto más escrupulosa cuanto

parezca más difícil admitirlos, y es aquí que el cálculo de probabilidades se vuelve

indispensable al determinar justo hasta qué punto es necesario multiplicar las observaciones

o las experiencias para obtener a favor de los agentes que indican una probabilidad superior

a las razones que pueden obtenerse en otra parte para no admitirlos.

El cálculo de probabilidades puede hacer apreciables las ventajas y los

inconvenientes de los métodos empleados en las ciencias especulativas. Así, para reconocer

el mejor de los tratamientos en uso en la curación de una enfermedad, es suficiente con

probar cada uno de ellos en un igual número de pacientes, haciendo que todas las

condiciones sean exactamente similares; la superioridad del tratamiento más ventajoso se

manifestará más y más a medida que aumente el número, y el cálculo hará evidente la

correspondiente probabilidad de su ventaja y la proporción de acuerdo con la cual es

superior a los otros [tratamientos].

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CAPÍTULO X

APLICACIÓN DEL CÁLCULO DE PROBABILIDADES

A LAS CIENCIAS MORALES

Acabamos de ver las ventajas del análisis de probabilidades en la investigación de

las leyes de los fenómenos naturales cuyas causas son desconocidas o tan complicadas que

sus resultados no pueden someterse al cálculo. Este es el caso de casi todos los asuntos de

las ciencias morales. En las instituciones humanas influyen tantas causas imprevistas,

ocultas o inapreciables, que es imposible juzgar a priori los resultados. La serie de eventos

provocados por el tiempo desarrolla estos resultados e indica los medios para remediar

aquellos que son perjudiciales. A este respecto se han hecho leyes sabias, pero como hemos

descuidado la conservación de sus motivos, muchas han sido abrogadas por inútiles, y el

hecho de que las experiencias vejatorias hayan renovado su necesidad debió de haberlas

restablecido.

Es muy importante conservar en cada rama de la administración pública un registro

exacto de los resultados que han producido los diversos medios utilizados, y que

constituyen tantísimas experiencias hechas a gran escala por los gobiernos. Apliquemos a

las ciencias políticas y morales el método encontrado en la observación y en el cálculo, el

método que nos ha servido tan bien en las ciencias naturales. No ofrezcamos, en lo más

mínimo, una resistencia inútil y a veces peligrosa a los inevitables efectos del progreso del

conocimiento, sino que cambiemos, sólo con una prudencia extrema, nuestras instituciones

y los usos a los que por tanto tiempo nos hemos conformado. Por la experiencia del pasado,

bien deberíamos conocer las dificultades que presentan, pero ignoramos la extensión de los

males que puede producir su cambio. Ante esta ignorancia, la teoría de la probabilidad nos

conduce a evadir todo cambio, especialmente aquellos que tanto en el mundo moral como

en el físico nunca operan sin una gran pérdida de fuerza vital.

El cálculo de probabilidades ya ha sido aplicado exitosamente a varios asuntos de

las ciencias morales. Presentaré aquí los principales resultados.

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75

CAPÍTULO XI

ACERCA DE LAS PROBABILIDADES DE LOS TESTIMONIOS

Estando la mayoría de nuestras opiniones fundada sobre la probabilidad de pruebas,

resulta importante someter ésta al cálculo. Las cosas, es cierto, a veces se vuelven

imposibles por la dificultad de apreciar la veracidad de los testigos y por el gran número de

circunstancias que acompañan los hechos sobre los que dan fe; pero en varios casos uno es

capaz de resolver los problemas que tengan mucha analogía con las cuestiones propuestas y

cuyas soluciones pueden considerarse como aproximaciones adecuadas para guiarnos y

defendernos en contra de los errores y los peligros del falso razonamiento al cual estamos

expuestos. Una aproximación de este tipo, cuando se hace bien, siempre es preferible a los

razonamientos más especiosos. Intentemos, entonces, ofrecer algunas reglas generales para

obtenerla.

Se ha sacado un solo número de una urna que contiene mil de ellos. Un testigo de

esta extracción anuncia que el número sacado es el 79, y nos preguntamos por la

probabilidad de sacar este número. Supongamos que la experiencia nos ha hecho saber que

este testigo engaña una de cada diez veces, de modo que la probabilidad de su testimonio es �

��. Aquí el evento observado es el testigo acreditando que se saca el número 79. Este

evento puede resultar de las siguientes dos hipótesis: que el testigo pronuncie la verdad o

que engañe. Siguiendo el principio ya expuesto sobre la probabilidad de causas trazada

desde eventos observados, es necesario primero determinar a priori la probabilidad del

evento en cada hipótesis. En la primera, la probabilidad de que el testigo anuncie el número

79 es la propia probabilidad de sacar este número, esto es, �

����. Es necesario multiplicarlo

por la probabilidad �

�� de la veracidad del testigo; entonces uno tendrá

����� como la

probabilidad del evento observado en esta hipótesis. Si el testigo engaña, no se saca el

número 79, y la probabilidad de este caso es ���

����. Pero para anunciar la extracción de este

número el testigo tiene que elegirlo entre los 999 números no sacados, y como se supone

que no tiene motivo de preferencia para unos en vez de otros, la probabilidad de que elija el

número 79 es �

���; multiplicando, pues, esta probabilidad por la anterior, tendremos

����

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76

como la probabilidad de que el testigo anuncie al número 79 en la segunda hipótesis. Es

necesario, de nuevo, multiplicar esta probabilidad por �

�� de la propia hipótesis, lo que da

����� como la probabilidad del evento relativa a esta hipótesis. Ahora, si formamos una

fracción cuyo numerador es la probabilidad relativa a la primera hipótesis y cuyo

denominador es la suma de las probabilidades relativa a las dos hipótesis, por el sexto

principio tendremos la probabilidad de la primera hipótesis, y esta probabilidad será �

��, es

decir, la propia veracidad del testigo. Esta es igualmente la probabilidad de la extracción

del número 79. La probabilidad de la falsedad del testigo y del fracaso en sacar este número

es �

��.

Si el testigo, deseando engañar, tiene algún interés en elegir el número 79 de entre

los números no sacados – si juzga, por ejemplo, que, habiendo puesto sobre este número

una apuesta considerable, el anuncio de su extracción aumentará su crédito – la

probabilidad de que elija este número ya no será como al principio, �

���, sino que será

�,�

�,

etc., dependiendo del interés que tenga en anunciar su extracción. Suponiendo que sea �

�,

será necesario multiplicar por esta fracción la probabilidad ���

���� con el fin de obtener en la

hipótesis de la falsedad la probabilidad del evento observado, la cual sigue siendo necesario

multiplicar por �

��, lo que da

���

����� como la probabilidad del evento en la segunda hipótesis.

Entonces la probabilidad de la primera hipótesis, o de la extracción del número 79, se

reduce, por la regla precedente, a �

���. Entonces se ve muy disminuida por la consideración

del interés que pueda tener el testigo en anunciar la extracción del número 79. En realidad,

este mismo interés aumenta la probabilidad �

�� de que el testigo diga la verdad si se saca el

número 79. Pero esta probabilidad no puede exceder la unidad o ��

��; así, la probabilidad de

la extracción del número 79 no superará ��

���. El sentido común nos dice que este interés

debe inspirar desconfianza, pero el cálculo aprecia su influencia.

La probabilidad a priori del número anunciado por el testigo es la unidad dividida

entre el número de los números en la urna; cambia en virtud de la prueba en la propia

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77

veracidad del testigo, y entonces puede verse disminuida por la prueba. Si, por ejemplo, la

urna contiene solamente dos números, lo que da �

� como la probabilidad a priori de la

extracción del número 1, y si la veracidad de un testigo que la anuncia es �

��, esta extracción

se vuelve menos probable. En realidad es evidente, ya que el testigo tiene entonces más

inclinación hacia una falsedad que hacia la verdad, que su testimonio ha de decrecer la

probabilidad del hecho pronunciado cada vez que esta probabilidad iguale o supere a �

�.

Pero si hay tres números en la urna, la probabilidad a priori de la extracción del número 1

aumenta por la afirmación de un testigo cuya veracidad supere a �

�.

Supóngase ahora que la urna contiene 999 bolas negras y una bola blanca, y que,

habiendo sido sacada una bola, un testigo de la extracción anuncia que esta bola es blanca.

La probabilidad del evento observado, determinada a priori en la primera hipótesis, será

aquí como en la cuestión precedente, igual a �

�����. Pero en la hipótesis donde el testigo

engaña, la bola blanca no es sacada y la probabilidad de este caso es ���

����. Es necesario

multiplicarla por la probabilidad �

�� de la falsedad, lo que da

���

����� como la probabilidad del

evento observado relativa a la segunda hipótesis. Esta probabilidad fue de sólo �

����� en la

cuestión anterior; esta gran diferencia resulta de esto: que, habiendo sido sacada una bola

negra, el testigo que desea engañar no tiene ninguna elección que hacer de entre las 999

bolas no sacadas con el propósito de anunciar la extracción de una bola blanca. Ahora, si

uno forma dos fracciones cuyos numeradores son las probabilidades relativas a cada

hipótesis y cuyo denominador común es la suma de estas probabilidades, uno tendrá �

����

como la probabilidad de la primera hipótesis y de la extracción de una bola blanca, y ���

����

como la probabilidad de la segunda hipótesis y de la extracción de una bola negra. Esta

última probabilidad se acerca fuertemente a la certeza, y se acercaría mucho más y se

volvería ������

������� si la urna contuviese un millón de bolas de las cuales una fuese blanca,

volviéndose mucho más extraordinaria la extracción de una bola blanca. Vemos, así, cómo

la probabilidad de la falsedad aumenta en la medida en que el hecho se vuelve más

extraordinario.

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78

Hasta ahora hemos supuesto que el testigo no se equivocó en absoluto, pero si uno

admite la posibilidad de su error el evento extraordinario se vuelve más improbable.

Entonces, en lugar de las dos hipótesis, uno tendrá las siguientes cuatro: la del testigo que

no engaña y no se equivoca en absoluto; la del testigo que no engaña en absoluto y se

equivoca; la del testigo que engaña y no se equivoca en absoluto, y finalmente la del testigo

que engaña y se equivoca. Determinando a priori en cada una de estas hipótesis la

probabilidad del evento observado, por el sexto principio encontramos que la probabilidad

de que el hecho atestiguado sea falso es igual a una fracción cuyo numerador es el número

de bolas negras en la urna multiplicado por la suma de las probabilidades de que el testigo

no engañe en absoluto y esté equivocado, o que engañe y no esté equivocado, y cuyo

denominador es este numerador aumentado por la suma de las probabilidades de que el

testigo no engañe en absoluto y no esté equivocado en absoluto, o que engañe y esté

equivocado al mismo tiempo. A partir de esto vemos que, si el número de bolas negras en

la urna es muy grande, lo que hace que la extracción de la bola blanca sea extraordinaria, la

probabilidad de que el hecho atestiguado no sea verdadero se aproxima casi hasta la

certeza.

Aplicando esta conclusión a todos los hechos extraordinarios, resulta de ella que la

probabilidad del error o de la falsedad del testigo se vuelve mucho mayor a medida que el

hecho atestiguado sea más extraordinario. Algunos autores han expuesto lo contrario sobre

la base de que, siendo la visión de un hecho extraordinario perfectamente similar a la de un

hecho ordinario, los mismos motivos deberían llevarnos a dar al testigo el mismo crédito

cuando afirma uno u otro de estos hechos. El sentido común rechaza tan extraña

afirmación, pero el cálculo de probabilidades, al tiempo que confirma las conclusiones del

sentido común, aprecia la mayor improbabilidad de los testimonios con respecto a hechos

extraordinarios.

Estos autores insisten y suponen dos testigos igualmente dignos de confianza, de los

cuales el primero da fe de haber visto a un individuo muerto hace quince días a quien el

segundo testigo afirma haber visto ayer lleno de vida. Uno u otro de estos hechos no ofrece

improbabilidad. La reserva del individuo es un resultado de su combinación; pero los

testimonios no nos llevan en absoluto directamente a este resultado, aunque el crédito

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79

debido a estos testimonios no debería decrecer por el hecho de que el resultado de su

combinación sea extraordinario.

Pero si la conclusión que resulta de la combinación de los testimonios fuese

imposible, uno de ellos sería necesariamente falso; pero una conclusión imposible es el

límite de conclusiones extraordinarias, así como el error es el límite de conclusiones

improbables. El valor de los testimonios que se vuelve cero en el caso de una conclusión

imposible debería entonces decrecer mucho en el [caso] de una conclusión extraordinaria.

Esto se confirma, en efecto, por el cálculo de probabilidades.

Para hacer esto evidente consideremos dos urnas, A y B, de las cuales la primera

contiene un millón de bolas blancas y la segunda un millón de bolas negras. Uno saca de

una de estas urnas una bola que pone de vuelta en la otra urna de la cual uno saca después

una bola. Dos testigos, uno de la primera extracción y otro de la segunda, atestiguan que la

bola que han visto extraída es blanca sin indicar la urna de la que ha sido sacada. Cada

testimonio, tomado por sí solo, no es improbable, y es fácil ver que la probabilidad del

hecho atestiguado es la propia veracidad del testigo. Pero de la combinación de los

testimonios se sigue que en la primera extracción ha sido sacada una bola blanca de la urna

A y que después de puesta en la urna B reapareció en la segunda extracción, lo que es muy

extraordinario, pues para esta segunda urna, conteniendo entonces una bola blanca entre un

millón de bolas negras, la probabilidad de sacar la bola blanca es �

�������.1 Con el fin de

determinar la disminución que resulta en la probabilidad de la cosa anunciada por los dos

testigos, debemos notar que aquí el hecho observado es la afirmación de cada uno de ellos

de que la bola que ha visto extraída es blanca. Representemos por �

�� la probabilidad de que

anuncia la verdad, que puede ocurrir en el caso presente cuando el testigo no engaña y no se

equivoca en absoluto, y cuando engaña y se equivoca al mismo tiempo. Uno puede formar

las siguientes cuatro hipótesis:

Primera. El primero y el segundo testigo dicen la verdad. Entonces una bola blanca

ha sido primeramente sacada de la urna A, y la probabilidad de este evento es �

�, ya que la

1 Es claro que, al igual que con otros ejemplos anteriores de este tipo, la urna B debió haber sido agitada una vez introducida la bola blanca para que resulte la probabilidad calculada por Laplace. Nota del Traductor.

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bola sacada en la primera extracción podría haber sido sacada de una u otra urna.

Consecuentemente la bola sacada, puesta en la urna B, ha reaparecido en la segunda

extracción; la probabilidad de este evento es �

�������, y entonces la probabilidad del hecho

anunciado es �

�������. Multiplicándola por el producto de las probabilidades

�� y

�� de que

los testigos digan la verdad uno tendrá ��

��������� como la probabilidad del evento observado

en esta primera hipótesis.

Segunda. El primer testigo dice la verdad y el segundo no, ya sea porque engaña y

no está equivocado o porque no engaña y está equivocado. Entonces una bola blanca ha

sido sacada de la urna A en la primera extracción, y la probabilidad de este evento es �

�.

Después, una vez puesta esta bola en la urna B, ha sido sacada una bola negra de ella; la

probabilidad de tal extracción es �������

�������, y entonces uno tiene

�������

������� como la probabilidad

del evento compuesto. Multiplicándola por el producto de las dos probabilidades �

�� y

�� de

que el primer testigo diga la verdad y el segundo no, uno tendrá �������

��������� como la

probabilidad para el evento observado en la segunda hipótesis.

Tercera. El primer testigo no dice la verdad y el segundo sí. Entonces una bola

negra ha sido sacada de la urna B en la primera extracción, y después de haber sido puesta

en la urna A ha sido sacada una bola blanca de ella. La probabilidad del primero de estos

eventos es �

� y la del segundo es

�������

�������; entonces la probabilidad del evento compuesto es

�������

�������. Multiplicándola por el producto de las probabilidades

�� y

�� de que el primer

testigo no diga la verdad y el segundo sí, uno tendrá �������

��������� como la probabilidad del

evento observado relativo a esta hipótesis.

Cuarta. Finalmente, ninguno de los testigos dice la verdad. Entonces una bola negra

ha sido sacada de la urna B en la primera extracción, y después, una vez puesta en la urna

A, ha reaparecido en la segunda extracción; la probabilidad de este evento compuesto es �

�������. Multiplicándola por el producto de las probabilidades

�� y

�� de que ningún testigo

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81

diga la verdad, uno tendrá �

��������� como la probabilidad del evento observado en esta

hipótesis.

Ahora, con el fin de obtener la probabilidad de la cosa anunciada por los dos

testigos, a saber, que una bola blanca ha sido sacada en cada extracción, es necesario dividir

la probabilidad correspondiente a la primera hipótesis entre la suma de las probabilidades

relativas a las cuatro hipótesis; y entonces uno tiene ��

�������� para esta probabilidad, una

fracción extremadamente pequeña.

Si los dos testigos afirman lo primero, que ha sido sacada una bola blanca de una de

las dos urnas A y B, y lo segundo, que igualmente ha sido sacada una bola blanca de una de

las dos urnas A’ y B’, bastante similares a las primeras, la probabilidad de la cosa

anunciada por los dos testigos será el producto de las probabilidades de sus testimonios, o

��

���; entonces será al menos ciento ochenta mil veces mayor que la anterior. Por esto uno ve

qué tanto, en el primer caso, la reaparición en la segunda extracción de la bola blanca

sacada en la primera extracción, la extraordinaria conclusión de los dos testimonios hace

decrecer su valor.

No daríamos crédito al testimonio de un hombre que nos juramentara que al haber

arrojado un centenar de dados al aire todos cayeron sobre la misma cara. Si hubiésemos

sido espectadores de este evento, creeríamos a nuestros ojos solamente después de haber

examinado cuidadosamente todas las circunstancias, y después de haber traído los

testimonios de otros ojos con el fin de estar muy seguros de que no han tenido lugar

alucinaciones ni engaños. Pero después de esta examinación no dudaríamos en admitirlo, a

pesar de su extrema improbabilidad, y nadie estaría tentado, con el propósito de explicarlo,

a recurrir a una negación de las leyes de la visión. De él debemos concluir que la

probabilidad de la constancia de las leyes de la naturaleza nos es mayor que esto, que el

evento en cuestión no ha tenido lugar en absoluto – una probabilidad mayor que la de la

mayoría de hechos históricos que consideramos incontestables. Por esto uno puede juzgar

el inmenso peso de los testimonios necesarios para admitir una suspensión de las leyes

naturales, y qué tan impropio sería aplicar a este caso las reglas ordinarias de la crítica.

Todos aquellos que, sin ofrecer esta inmensidad de testimonios, apoyan esto al hacer

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recitales de eventos contrarios a tales leyes, decrecen en lugar de aumentar la creencia que

desean inspirar, porque entonces aquellos recitales hacen muy probable el error o la

falsedad de sus autores. Pero aquello que disminuye la creencia de los hombres educados

tiende a aumentar la de los hombres sin educación, siempre ávidos de lo maravilloso.

Hay cosas tan extraordinarias que nada puede equilibrar su improbabilidad. Pero

esto, por el efecto de una opinión dominante, puede debilitarse hasta el punto de parecer

inferior a la probabilidad de los testimonios; y cuando esta opinión transforma una

declaración absurda admitida unánimemente en el siglo que le ha dado nacimiento ofrece a

los siglos siguientes solamente una nueva prueba de la influencia extrema de la opinión

general sobre las mentes más iluminadas. Dos grandes hombres del siglo de Luis XIV –

Racine y Pascal – son ejemplos notables de esto. Resulta doloroso ver con qué

complacencia Racine, este pintor admirable del corazón humano y el poeta más perfecto

que haya vivido jamás, reporta como milagrosa la recuperación de la señorita Perrier,

sobrina de Pascal y algún día pupila en el monasterio de Port-Royal; resulta doloroso leer

las razones por las que Pascal busca probar que este milagro debería ser necesario para la

religión con el fin de justificar la doctrina de los monjes de esta abadía, perseguida en ese

tiempo por los jesuitas. La joven Perrier había estado afligida, durante tres años y medio,

por una fístula lagrimal; tocó su afligido ojo con una reliquia que se pretendía era una de las

espinas de la corona del salvador y tuvo fe en una recuperación instantánea. Algunos días

después, los médicos y los cirujanos atestiguaron la recuperación, y declararon que ni la

naturaleza ni los remedios habían tenido parte en ella. Este evento, que tuvo lugar en 1656,

causó una gran sensación, y “todo París se apresuró”, dice Racine, “a Port-Royal. La

multitud aumentaba día a día, y el propio Dios parecía complacerse en autorizar la

devoción de la gente por el número de milagros que se realizaban en su iglesia”. En ese

entonces ni los milagros ni la hechicería parecían improbables, y nadie dudó en atribuirles

las singularidades de la naturaleza que no podían explicarse de otro modo.

Esta manera de considerar los resultados extraordinarios se encuentra en los trabajos

más notables del siglo de Luis XIV; incluso en el Ensayo sobre el entendimiento humano

del filósofo Locke, quien dice, al hablar del grado de asentimiento, que “Aunque la

experiencia común y el curso ordinario de las cosas justamente tienen una influencia

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83

poderosa sobre las mentes de los hombres para hacerlos que den crédito o rechacen

cualquier cosa propuesta a su creencia, hay no obstante un caso donde la extrañeza del

hecho no disminuye el asentimiento a un justo testimonio de él. Pues donde tales eventos

supernaturales son propicios para fines dirigidos por aquel que tiene el poder de cambiar el

curso de la naturaleza, ahí, bajo tales circunstancias, pueden ser los más ajustados para

procurar la creencia, por tanto más se escapen o sean contrarios a la observación ordinaria.”

Los verdaderos principios de la probabilidad de los testimonios habiendo estado así

incomprendidos por los filósofos para quienes la razón está endeudada en aras de su

progreso, he creído necesario presentar a detalle los resultados del cálculo sobre este

importante tema.

En este punto surge naturalmente la discusión de un célebre argumento de Pascal

que Craig, un matemático inglés, ha producido bajo una forma geométrica. Testigos

declaran haber recibido de la divinidad que, al conformarse con una cierta cosa, uno

disfrutará no una ni dos sino un infinito de vidas felices. No obstante qué tan débil pueda

ser la probabilidad de las pruebas, siempre que no sea infinitamente pequeña, es claro que

la ventaja de aquellos que se conforman con la cosa prescrita es infinita, ya que es el

producto de esta probabilidad y de un bien infinito; uno no debería dudar, entonces, en

procurarse esta ventaja.

Este argumento está basado en el número infinito de vidas felices prometidas en el

nombre de la divinidad por los testigos; es necesario entonces prescribirlos, precisamente

porque exageran sus promesas más allá de todo límite, una consecuencia repugnante al

buen sentido. También el cálculo nos enseña que esta exageración debilita la probabilidad

de su testimonio al punto de hacerla infinitamente pequeña o cero. En realidad, este caso es

similar al de un testigo que anuncia la extracción del número mayor de una urna llenada

con un gran número de números uno de los cuales ha sido sacado, y quien tendría un gran

interés en anunciar la extracción de este número. Ya hemos visto qué tanto debilita a su

testimonio este interés. Al evaluar solamente en �

� la probabilidad de que si el testigo

engaña elegirá al número más grande, el cálculo da la probabilidad de su anuncio tan

pequeña como una fracción cuyo numerador es la unidad y cuyo denominador es la unidad

más la mitad del producto del número de los números por la probabilidad de falsedad

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84

considerada a priori o independientemente del anuncio. Con el fin de comparar este caso

con el argumento de Pascal, basta con representar, por los números en la urna, todos los

posibles números de vidas felices que el número de estos números hace infinito, y con

observar que, si los testigos engañan, tienen el mayor interés, con el fin de acreditar su

falsedad, en prometer una eternidad de felicidad. La expresión de la probabilidad de su

testimonio se vuelve, entonces, infinitamente pequeña. Multiplicándola por el número

infinito de vidas felices prometidas, el infinito desaparecería del producto que expresa la

ventaja resultante de esta promesa, lo que destruye el argumento de Pascal.

Consideremos ahora la probabilidad de la totalidad de varios testimonios sobre un

hecho establecido. Con el propósito de fijar nuestras ideas, supongamos que el hecho sea la

extracción de un número de una urna que contiene cien de ellos, y de los cuales ha sido

sacado un solo número. Dos testigos de esta extracción anuncian que ha sido sacado el

número 2, y nos preguntamos por la probabilidad resultante de la totalidad de estos

testimonios. Uno puede formar dos hipótesis: o bien los testigos dicen la verdad o bien los

testigos engañan. En la primera hipótesis, el número 2 es sacado y la probabilidad de este

evento es �

���. Es necesario multiplicarla por el producto de las veracidades de los testigos,

veracidades que supondremos que son �

�� y

��; entonces uno tendrá

��

����� como la

probabilidad del evento observado en esta hipótesis. En la segunda, el número 2 no es

sacado y la probabilidad de este evento es ��

���. Pero el acuerdo de los testigos requiere que,

al pretender engañar, ambos elijan al número 2 de entre los 99 números no sacados: la

probabilidad de esta elección, si es que los testigos no tienen un pacto secreto, es el

producto de la fracción �

�� por sí misma; se hace necesario, entonces, multiplicar estas dos

probabilidades juntas, y por el producto de las probabilidades �

�� y

�� de que los testigos

engañen; así, uno tendrá �

������ como la probabilidad del evento observado en la segunda

hipótesis. Ahora uno tendrá la probabilidad del hecho atestiguado o de la extracción del

número 2 al dividir la probabilidad relativa a la primera hipótesis entre la suma de las

probabilidades relativas a las dos hipótesis; esta probabilidad será entonces ����

����, y la

probabilidad del fracaso de sacar este número y de la falsedad de los testigos será �

����.

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Si la urna contiene únicamente los números 1 y 2, uno encontraría igualmente ��

��

como la probabilidad de la extracción del número 2, y consecuentemente �

�� como la

probabilidad de la falsedad de los testigos, una probabilidad al menos noventa y cuatro

veces mayor que la anterior. Uno ve, por esto, cuánto disminuye la probabilidad de la

falsedad de los testigos cuando el hecho que atestiguan es en sí mismo menos probable. En

efecto, uno concibe entonces que el acuerdo de los testigos, cuando engañan, se hace más

difícil, al menos cuando no tienen un acuerdo secreto, que no hemos supuesto aquí en

absoluto.

En el caso anterior, donde la urna contenía solamente dos números, la probabilidad

a priori del hecho atestiguado es �

�, y la probabilidad resultante de los testimonios es el

producto de las veracidades de los testigos dividido entre este producto añadido al de las

respectivas probabilidades de su falsedad.

Ahora nos queda considerar la influencia del tiempo sobre la probabilidad de los

hechos transmitidos por una cadena tradicional de testigos. Es claro que esta probabilidad

debe disminuir en proporción a medida que la cadena se prolonga. Si el hecho en sí no tiene

ninguna probabilidad, como la extracción de un número de una urna que contiene un

infinito de ellos, aquella [probabilidad] que adquiere por los testimonios disminuye de

acuerdo con el producto continuo de la veracidad de los testigos. Si el hecho en sí tiene una

probabilidad, si, por ejemplo, este hecho es la extracción del número 2 de una urna que

contiene un infinito de ellos, y de los cuales es seguro que alguien ha sacado un solo

número, aquello que la cadena tradicional añade a esta probabilidad decrece, siguiendo un

producto continuo del cual el primer factor es la proporción del número de números en la

urna menos uno al mismo número, y del cual cada otro factor es la veracidad de cada

testigo disminuida por la proporción de la probabilidad de su falsedad al número de los

números en la urna menos uno; así que el límite de la probabilidad del hecho es el de este

hecho considerado a priori, o independientemente de los testimonios, una probabilidad

igual a la unidad dividida por el número de los números en la urna.

La acción del tiempo debilita entonces, sin cesar, la probabilidad de los hechos

históricos justo como transforma los monumentos más duraderos. En realidad, uno puede

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disminuirla al multiplicar y conservar los testimonios y los monumentos que ellos

sostienen. Para este propósito la imprenta ofrece un gran medio, desafortunadamente

desconocido para los antiguos. A pesar de las infinitas ventajas que procura, las

revoluciones físicas y morales por las que la superficie de este globo siempre se verá

agitado terminarán por hacer dudosos, después de miles de años y en conjunción con el

inevitable efecto del tiempo, los hechos históricos considerados hoy en día como los más

ciertos.

Craig ha intentado someter al cálculo el debilitamiento gradual de las pruebas de la

religión cristiana; suponiendo que el mundo deba terminar en la época cuando dejará de ser

probable, encuentra que esto debe tener lugar 1454 años después del tiempo en el que

escribe. Pero su análisis es tan defectuoso como su hipótesis sobre la duración de la luna es

bizarra.

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87

CAPÍTULO XII

ACERCA DE LAS ELECCIONES Y LAS DECISIONES DE LAS ASAMBLEAS

La probabilidad de las decisiones de una asamblea depende de la pluralidad de los

votos, así como de la inteligencia y la imparcialidad de los miembros que la componen.

Tantas pasiones e intereses particulares suelen agregar su influencia que es imposible

someter esta probabilidad al cálculo. Hay, sin embargo, algunos resultados generales

dictados por el simple sentido común y confirmados por el cálculo. Si, por ejemplo, la

asamblea está pobremente informada sobre el tema sujeto a su decisión, si este tema

requiere consideraciones delicadas, o si la verdad sobre este punto es contraria a prejuicios

establecidos, de modo que sería una apuesta de más de uno contra uno que cada votante

erre, entonces la decisión de la mayoría será probablemente incorrecta, y el temor ante ella

estará mejor fundado a medida que la asamblea sea más numerosa. En los asuntos públicos

es importante, entonces, que las asambleas pasen por temas al alcance del mayor número;

que la información esté difundida generalmente, y que los buenos trabajos fundados en la

razón y la experiencia iluminen a aquellos que están llamados a decidir la suerte de sus

semejantes o a gobernarlos, y deban advertirles de ideas falsas y de los prejuicios de la

ignorancia. Los estudiosos han tenido ocasiones frecuentes para hacer notar que las

primeras concepciones a menudo engañan y que la verdad no siempre es probable.

Resulta difícil comprender y definir el deseo de una asamblea en medio de una

variedad de opiniones de sus miembros. Intentemos proporcionar algunas reglas con

respecto a este asunto al considerar los dos casos más ordinarios: la elección entre varios

candidatos, y entre varias proposiciones relativas al mismo tema.

Cuando una asamblea tiene que elegir entre varios candidatos que se presentan para

uno o varios puestos del mismo tipo, lo que parece más simple es que cada votante escriba

en una boleta los nombres de todos los candidatos de acuerdo con el orden de mérito que

les atribuya. Suponiendo que los clasifica de buena fe, la inspección de estas boletas dará

los resultados de las elecciones de tal modo que los candidatos puedan ser comparados

entre sí; así que nuevas elecciones no pueden ofrecer nada más a este respecto. Ahora es

una cuestión de concluir el orden de preferencia que establecen las boletas entre los

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88

candidatos. Imaginemos que a cada votante se le da una urna que contiene un infinito de

bolas por medio de las cuales es capaz de matizar todos los grados de mérito de los

candidatos; concibamos que de esta urna saca un número de bolas proporcional al mérito de

cada candidato, y supongamos a este número escrito en una boleta al lado del nombre del

candidato. Es claro que, al llevar a cabo una suma de todos los números relativos a cada

candidato sobre cada boleta, aquel candidato que tenga la suma más grande será el

candidato preferido por la asamblea, y que, en general, el orden de preferencia de los

candidatos será el de las sumas relativas a cada uno de ellos. Pero las boletas no dan cuenta

del número de bolas que cada votante da a los candidatos; solamente indican que el primero

tiene más que el segundo, el segundo más que el tercero, y así sucesivamente. Suponiendo

entonces sobre una boleta dada un cierto número de bolas, todas las combinaciones de los

números inferiores que satisfacen las condiciones anteriores son igualmente admisibles, y

uno tendrá el número de bolas relativo a cada candidato al llevar a cabo una suma de todos

los números que le da cada combinación y al dividirla por el número total de

combinaciones. Un análisis muy sencillo muestra que los números que deben ser escritos en

cada boleta al lado del apellido, del primero antes del último, etc., son proporcionales a los

términos de la progresión aritmética 1, 2, 3, etc. Escribiendo así sobre cada boleta los

términos de esta progresión, y añadiendo los términos relativos a cada candidato en estas

boletas, las diversas sumas indicarán, por su magnitud, el orden de preferencia que debe

establecerse entre los candidatos. Tal es el modo de elección señalado por la teoría de las

probabilidades. Sin duda, sería mejor si cada votante escribiera en su boleta los nombres de

los candidatos en el orden del mérito que les atribuye. Pero los intereses particulares y

muchas consideraciones extrañas sobre el mérito afectarían este orden y a veces pondrían,

en el último lugar, al candidato más formidable que uno prefiere, lo que daría demasiada

ventaja a los candidatos de mérito mediocre. Del mismo modo, la experiencia ha propiciado

el abandono de este modo de elección en las sociedades que lo han adoptado.

La elección por mayoría absoluta de los sufragios une, a la certeza de no admitir a

cualquiera de los candidatos rechazados por esta mayoría, la ventaja de expresar más a

menudo el deseo de la asamblea. Siempre coincide con el modo anterior cuando haya

solamente dos candidatos. En realidad, expone a una asamblea al inconveniente de hacer

elecciones interminables. Pero la experiencia ha mostrado que este inconveniente es nulo, y

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89

que el deseo general por poner un pronto fin a las elecciones unifica la mayoría de los

sufragios sobre uno de los candidatos.

La elección entre varias proposiciones relativas al mismo objeto debería estar sujeta,

al parecer, a las mismas reglas que la elección entre varios candidatos. Pero entre los dos

casos existe esta diferencia: que el mérito de un candidato no excluye el de sus

competidores; pero si es necesario elegir entre proposiciones que son contrarias, la verdad

de una excluye la verdad de las otras. Veamos entonces cómo es que uno debe considerar

esta cuestión.

Demos a cada votante una urna que contiene un número infinito de bolas, y

supongamos que las distribuye sobre las diversas proposiciones de acuerdo con las

respectivas probabilidades que les atribuye. Es claro que, expresando certeza el número

total de bolas, y estando seguro el votante – por la hipótesis – de que una de las

proposiciones debe ser verdadera, distribuirá este número largamente sobre las

proposiciones. Entonces el problema se reduce a determinar las combinaciones en las que

las bolas serán distribuidas de tal modo que pueda haber más de ellas sobre la primera

proposición de la boleta que sobre la segunda, más sobre la segunda que sobre la tercera,

etc.; a hacer las sumas de todos los números de bolas relativos a cada proposición en las

diversas combinaciones, y a dividir esta suma entre el número de combinaciones; los

cocientes serán los números de bolas que uno debe atribuir a las proposiciones sobre una

cierta boleta. Por medio del análisis uno descubre que, yendo desde la última proposición,

estos cocientes son entre ellos como las siguientes cantidades: primera, la unidad dividida

por el número de proposiciones; segunda, la cantidad anterior, aumentada por una unidad,

dividida por el número de proposiciones menos uno; tercera, esta segunda cantidad,

aumentada por una unidad, dividida por el número de proposiciones menos dos, y así para

las demás. Entonces uno escribirá sobre cada boleta estas cantidades al lado de las

proposiciones correspondientes, y añadiendo las cantidades relativas a cada proposición

sobre las diversas boletas, la sumas indicarán, por su magnitud, el orden de preferencia que

da la asamblea a estas proposiciones.

Digamos algo sobre la manera de renovar asambleas que deben cambiarse en su

totalidad en un número de años definido. ¿La renovación debe hacerse de una sola vez, o

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90

resulta más ventajoso dividirla entre estos años? De acuerdo con el último método, la

asamblea estaría formada bajo la influencia de las diversas opiniones dominantes durante el

tiempo de su renovación; entonces la opinión obtenida sería probablemente la media de

todas estas opiniones. La asamblea recibiría así, en el momento, la misma ventaja que se le

da por la extensión de las elecciones de sus miembros a todas las partes del territorio que

representa. Ahora, si uno considera aquello que la experiencia ha enseñado muy

claramente, a saber, que las elecciones siempre están dirigidas, en el mayor grado, por

opiniones dominantes, uno se dará cuenta de qué tan útil resulta moderar estas opiniones,

las unas por las otras, por medio de una renovación parcial.

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91

CAPÍTULO XIII

ACERCA DE LA PROBABILIDAD DE LOS JUICIOS DE LOS TRIBUNALES

El análisis confirma lo que el simple sentido común nos enseña, a saber, la

corrección de los juicios es tanto más probable cuando los juicios sean más numerosos y

más iluminados. Es importante, entonces, que los tribunales de apelación satisfagan estas

dos condiciones. Los tribunales de primera instancia, estando en una relación más cercana

con aquellos persuasibles, ofrecen al tribunal superior la ventaja de un primer juicio ya

probable, y con el cual el último a menudo concuerda, ya sea comprometiéndose con o

desistiendo de sus reclamaciones. Pero si la incertidumbre del asunto en litigio y su

importancia determinan que un litigante tenga que recurrir al tribunal de apelaciones,

debería encontrar, en una mayor probabilidad de obtener un juicio equitativo, mayor

seguridad para su fortuna y la compensación por las molestias y los gastos que conlleva un

nuevo procedimiento. Es esto lo que no tuvo lugar en la institución de la apelación

recíproca de los tribunales de distrito, una institución de este modo muy perjudicial para el

interés de los ciudadanos. Quizá sería apropiado y conforme al cálculo de probabilidades

demandar una mayoría de al menos dos votos en un tribunal de apelación para invalidar la

sentencia del tribunal inferior. Uno obtendría este resultado si, el tribunal de apelación

estando compuesto por un número par de jueces, la sentencia se mantuviera en el caso de la

igualdad de votos.

Consideraré particularmente los juicios en asuntos criminales.

Para condenar a un acusado es necesario que sin duda alguna los jueces tengan las

pruebas más fuertes de su ofensa. Pero una prueba moral nunca es más que una

probabilidad, y la experiencia ha mostrado muy claramente los errores a los que los juicios

criminales, incluso aquellos que parecen ser los más justos, siguen siendo susceptibles. La

imposibilidad de enmendar estos errores es el argumento más fuerte de los filósofos que

han deseado proscribir la pena de muerte. Debemos entonces estar obligados a abstenernos

de juzgar si nos fuese necesario esperar evidencia matemática. Pero el juicio es requerido

por el peligro que resultaría de la impunidad del crimen. Este juicio se reduce, si no me

equivoco, a la solución de la siguiente pregunta: ¿Tiene la prueba de la ofensa del acusado

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el alto grado de probabilidad necesario a fin de que los ciudadanos tendrían menos razón

para dudar de los errores de los tribunales, si es inocente y condenado, de la que tendrían

para temer sus nuevos crímenes y aquellos de los desafortunados que estarían

envalentonados por el ejemplo de su impunidad si fuese culpable y absuelto? La solución

de esta cuestión depende de varios elementos muy difíciles de comprobar. Tal es la

eminencia del peligro que amenazaría a la sociedad si el criminal acusado quedase impune.

A veces este peligro es tan grande que el magistrado se ve obligado a renunciar a formas

sabiamente establecidas para la protección de la inocencia. Pero lo que casi siempre hace

que esta cuestión sea insoluble es la imposibilidad de apreciar con exactitud la probabilidad

de la ofensa y de fijar aquello que resulta necesario para la condena del acusado. En este

aspecto, cada juez se ve forzado a depender de su propio juicio. Forma su opinión al

comparar los diversos testimonios y las circunstancias por las que está acompañada la

ofensa con los resultados de sus reflexiones y sus experiencias, y a este respecto un largo

hábito de interrogar y juzgar personas acusadas proporciona una gran ventaja al momento

de determinar la verdad en medio de indicios a menudo contradictorios.

La cuestión anterior depende, una vez más, del cuidado tomado en la investigación

de la ofensa; pues uno naturalmente demanda pruebas mucho más fuertes para imponer la

pena de muerte que para infligir una detención de unos cuantos meses. Es una razón para

proporcionar cuidado a la ofensa, [ya que] un gran cuidado tomado en un caso sin

importancia inevitablemente aclara muchos culposos. Una ley que da a los jueces la

facultad de moderar el cuidado en el caso de atenuar circunstancias resulta entonces

conforme, al mismo tiempo, con los principios de la humanidad hacia el culpable y con el

interés de la sociedad. El producto de la probabilidad de la ofensa por su gravedad siendo la

medida del peligro al que la absolución del acusado puede exponer a la sociedad, uno

pensaría que el cuidado tomado debe depender de esta probabilidad. Esto se hace

indirectamente en los tribunales donde se retiene por algún tiempo al acusado contra el que

existan pruebas muy fuertes pero insuficientes para condenarlo; con la esperanza de

adquirir nueva luz, uno no lo pone inmediatamente en medio de sus compañeros

ciudadanos, quienes no lo verían sin alarmarse. Pero la arbitrariedad de esta medida y el

abuso que puede hacerse de ella han causado su rechazo en los países donde se pone el

mayor de los precios a la libertad individual.

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Ahora bien, ¿cuál es la probabilidad de que la decisión de un tribunal que puede

condenar sólo a partir de una mayoría dada sea justa, esto es, conforme con la verdadera

solución de la cuestión propuesta arriba? Este importante problema, bien resuelto, dará los

medios para que los distintos tribunales se comparen entre sí. La mayoría por un solo voto

en un tribunal numeroso indica que el asunto en cuestión es muy dudoso; la condena del

acusado sería entonces contraria a los principios de la humanidad, protectores de la

inocencia. La unanimidad de los jueces daría muy fuerte probabilidad a una decisión justa,

pero al abstenerse de ella serían absueltos demasiados culpables. Es necesario, pues, o bien

limitar el número de jueces si uno desea que sean unánimes, o bien incrementar la mayoría

necesaria para una condena cuando el tribunal se hace más numeroso. Intentaré aplicar el

cálculo a este asunto, estando persuadido de que es siempre la mejor guía cuando uno lo

basa en los datos que nos sugiere el sentido común.

La probabilidad de que la opinión de cada juez sea justa entra como el elemento

principal en este cálculo. Si en un tribunal de mil un jueces, quinientos uno son de una

opinión, y quinientos son de la opinión contraria, es evidente que la probabilidad de la

opinión de cada juez supera muy poco �

�, pues suponiéndola obviamente muy grande, un

solo voto de diferencia sería un evento improbable. Pero si los jueces son unánimes, esto

indica en las pruebas aquel grado de fuerza que conlleva la convicción; la probabilidad de

la opinión de cada juez es entonces muy cercana a la unidad o a la certeza, siempre que las

pasiones o los prejuicios ordinarios no afecten al mismo tiempo a todos los jueces. Fuera de

estos casos, la proporción de los votos a favor o en contra del acusado debe por sí sola

determinar esta probabilidad. Supongo, así, que puede variar desde �

� hasta la unidad, pero

que no puede estar por debajo de �

�. Si ese no fuere el caso, la decisión del tribunal sería tan

insignificante como el azar; sólo tiene valor en tanto que la opinión de los jueces tenga

mayor tendencia hacia la verdad que hacia el error. Es así que, por la proporción de los

números de votos favorables, y [de los] contrarios al acusado, determino la probabilidad de

esta opinión.

Estos datos bastan para determinar la expresión general de la probabilidad de que la

decisión de un tribunal juzgando por una mayoría conocida sea justa. En los tribunales en

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los que de ocho jueces cinco votos serían necesarios para la condena de un acusado, la

probabilidad del error a ser temido en la justicia de la decisión superaría �

�. Si el tribunal se

redujera a seis miembros quienes son capaces de condenar sólo por una pluralidad

[mayoría] de cuatro votos, la probabilidad del error a ser temido estaría por debajo de �

�.

Habría entonces, para el acusado, una ventaja en esta reducción del tribunal. En ambos

casos la mayoría requerida es la misma y es igual a dos. Así, permaneciendo constante la

mayoría, la probabilidad de error aumenta con el número de jueces; esto es general sea cual

sea la mayoría requerida, siempre que siga siendo la misma. Tomando entonces por regla la

proporción aritmética, el acusado se encuentra en una posición cada vez menos ventajosa

en la medida en que el tribunal se hace más numeroso. Uno podría creer que en un tribunal

en el que uno pueda demandar una mayoría de doce votos, sea cual sea el número de jueces

– los votos de la minoría neutralizando un igual número de votos de la mayoría – los doce

votos restantes representarían la unanimidad de un jurado de doce miembros, requeridos en

Inglaterra para la condena de un acusado; pero uno estaría muy equivocado.

El sentido común muestra que existe una diferencia entre la decisión de un tribunal

de doscientos doce miembros, de los cuales ciento doce condenan al acusado, mientras que

cien lo absuelven, y la de un tribunal de doce jueces unánimes en la condena. En el primer

caso los cien votos favorables al acusado justifican el pensamiento de que las pruebas están

lejos de alcanzar el grado de fuerza que conlleva la convicción; en el segundo caso, la

unanimidad de los jueces conduce a la creencia de que han alcanzado este grado. Pero el

simple sentido común no basta, en absoluto, para apreciar la diferencia extrema de la

probabilidad de error en los dos casos. Es necesario, pues, recurrir al cálculo, y uno

encuentra casi un quinto para la probabilidad de error en el primer caso y solamente �

����

para esta probabilidad en el segundo caso, una probabilidad que no es una milésima de la

primera. Es una confirmación del principio de que la proporción aritmética es desfavorable

para el acusado cuando aumenta el número de jueces. Por el contrario, si uno toma por

regla la proporción geométrica, la probabilidad del error de la decisión disminuye cuando

aumenta el número de jueces. Por ejemplo, en los tribunales que pueden condenar sólo por

una pluralidad [mayoría] de dos tercios de los votos, la probabilidad del error a ser temido

es casi un cuarto si el número de los jueces es seis; está por debajo de �

� si este número

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aumenta a doce. Así, uno no debe regirse ni por la proporción aritmética ni por la

geométrica si desea que la probabilidad de error nunca esté por encima ni por debajo de una

fracción dada.

Pero entonces, ¿qué fracción debe ser determinada? Es aquí donde comienza la

arbitrariedad y donde los tribunales ofrecen la mayor variedad. En los tribunales especiales,

donde cinco de ocho votos bastan para la condena del acusado, la probabilidad del error a

ser temido con respecto a la justicia del juicio es �

��, o más de

�. La magnitud de esta

fracción es terrible; pero aquello que debe tranquilizarnos un poco es la consideración de

que muy frecuentemente el juez que absuelve a un acusado no lo considera inocente, [sino

que] solamente pronuncia que no cuenta con pruebas suficientes para la condena. Uno se

tranquiliza especialmente por la compasión que ha puesto la naturaleza en el corazón del

hombre y que dispone a la mente a ver sólo con renuencia a un culpable en el acusado

sujeto a su juicio. Este sentimiento, más activo en aquellos que no están habituados a

juicios criminales, compensa los inconvenientes ligados a la inexperiencia de los miembros

del jurado. En un jurado de doce miembros, si la pluralidad [mayoría] demandada para la

condena consiste en ocho de doce votos, la probabilidad del error a ser temido ����

����, o un

poco más que un octavo, es casi �

�� si esta pluralidad [mayoría] consiste en nueve votos.

En el caso de unanimidad, la probabilidad del error a ser temido es �

����, esto es, más

que mil veces menor que en nuestros jurados. Esto supone que la unanimidad resulta

solamente de pruebas favorables o contrarias al acusado; pero motivos totalmente ajenos

concurren a menudo en su producción cuando está impuesta al jurado como una condición

necesaria de su juicio. Entonces sus decisiones, dependiendo del temperamento, del

carácter, de los hábitos de los miembros del jurado, y de las circunstancias en las que están

puestos, son a veces contrarias a las decisiones que la mayoría del jurado tendría si hubiese

puesto atención únicamente a las pruebas. Me parece que esto es una gran falla en este

modo de juzgar.

La probabilidad de la decisión es demasiado débil en nuestros jurados, y creo que,

con el fin de ofrecer una garantía suficiente a la inocencia, deberíamos demandar al menos

una pluralidad [mayoría] de nueve votos de doce.

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96

CAPÍTULO XIV

ACERCA DE LAS TABLAS DE MORTALIDAD, Y DE LAS DURACIONES

MEDIAS DE LA VIDA, DE LOS MATRIMONIOS, Y DE LAS

ASOCIACIONES

La forma de preparar tablas de mortalidad es muy simple. Uno toma en los registros

civiles un gran número de individuos cuyos nacimiento y muerte están indicados.

Determina cuántos de estos individuos han muerto en el primer año de su vida, cuántos en

el segundo, y así sucesivamente. Se concluye el número de individuos viviendo al

comienzo de cada año, y este número se escribe en la tabla al lado del [número] que indica

el año. Así, uno escribe al lado de cero el número de nacimientos; al lado del año 1 el

número de infantes que han alcanzado un año; al lado del año 2 el número de infantes que

han alcanzado dos años, y así para el resto. Pero ya que en los primeros dos años de vida la

mortalidad es muy grande, en aras de una mayor exactitud es necesario indicar en esta

primera edad el número de sobrevivientes al final de cada medio año.

Si dividimos la suma de los años de la vida de todos los individuos inscritos en una

tabla de mortalidad entre el número de estos individuos tendremos la duración media de

vida que corresponde a esta tabla. Para esto, multiplicaremos por un medio año el número

de muertes en el primer año, un número igual a la diferencia de los números de individuos

inscritos al lado de los años 0 y 1. Al estar su mortalidad distribuida a través de todo el año,

la duración media de su vida es de sólo medio año. Multiplicaremos por un año y medio el

número de muertes en el segundo año; por dos años y medio el número de muertes en el

tercer año, y así sucesivamente. La suma de estos productos dividida entre el número de

nacimientos será la duración media de vida. De esto es fácil concluir que obtendremos esta

duración al realizar la suma de los números inscritos en la tabla al lado de cada año,

dividirla por el número de nacimientos, y al sustraer un medio del cociente, tomando el año

como unidad. La duración media de vida que queda, comenzando desde cualquier edad, se

determina del mismo modo, trabajando sobre el número de individuos que han llegado a

esta edad justo como se ha hecho con el número de nacimientos. Pero no es en el momento

del nacimiento que la duración media de vida es la mayor; es cuando uno ha evadido los

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peligros de la infancia y tiene alrededor de cuarenta y tres años. La probabilidad de llegar a

una cierta edad, comenzando desde una edad dada, es igual a la proporción de los dos

números de individuos indicados en la tabla en estas dos edades.

La precisión de estos resultados requiere que, para la formación de las tablas,

empleemos un gran número de nacimientos. El análisis ofrece fórmulas muy simples para

apreciar la probabilidad de que los números indicados en estas tablas varíen de la verdad

sólo dentro de límites estrechos. Por estas fórmulas vemos que el intervalo de los límites

disminuye y que la probabilidad aumenta en proporción a medida que consideramos más

nacimientos, de modo que las tablas representarían exactamente la verdadera ley de

mortalidad si el número de nacimientos empleado fuese infinito.

Una tabla de mortalidad es, entonces, una tabla de la probabilidad de la vida

humana. La proporción de los individuos inscritos al lado de cada año con el número de

nacimientos es la probabilidad de que un nuevo nacimiento alcanzará este año. Así como

estimamos el valor de esperanza al realizar una suma de los productos de cada beneficio

esperado por la probabilidad de obtenerlo, así podemos igualmente evaluar la duración

media de vida al añadir los productos de cada año por la mitad de la suma de las

probabilidades de alcanzar su comienzo y su final, lo que lleva al resultado descubierto

arriba. Pero esta manera de considerar la duración media de la vida tiene la ventaja de

mostrar que en una población estacionaria, esto es, en una tal que el número de nacimientos

iguale el de muertes, la duración media de vida es la propia proporción de la población con

los nacimientos anuales, pues suponiendo estacionaria a la población, el número de

individuos de una edad comprendida entre dos años consecutivos de la tabla es igual al

número de nacimientos anuales multiplicado por la mitad de la suma de las probabilidades

de alcanzar estos años; la suma de todos estos productos será entonces toda la población.

Ahora es fácil ver que esta suma, dividida entre el número de nacimientos anuales, coincide

con la duración media de vida tal como la hemos definido.

Por medio de una tabla de mortalidad es fácil formar la correspondiente tabla de la

población supuesta a ser estacionaria. Para esto tomamos las medias aritméticas de los

números de la tabla de mortalidad correspondientes a las edades cero y un año, uno y dos

años, dos y tres años, etc. La suma de todas estas medias es toda la población, y se escribe

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al lado de la edad cero. Se sustrae de esta suma la primera media y el resto es el número de

individuos de un año y hacia arriba; se escribe al lado del año 1. Se sustrae de este primer

resto la segunda media; este segundo resto es el número de individuos de dos años y hacia

arriba, y se escribe al lado del año 2, y así sucesivamente.

Tantas causas variables influyen en la mortalidad que las tablas que la representan

deberían cambiar según el lugar y el tiempo. Los diversos estados de la vida ofrecen a este

aspecto diferencias apreciables relativas a las fatigas y los peligros inseparables de cada

estado y sobre los que resulta indispensable estar al tanto en los cálculos fundados sobre la

duración de la vida. Pero estas diferencias no han sido lo suficientemente observadas.

Algún día lo serán y entonces se sabrá qué sacrificio de vida demanda cada profesión, y de

este conocimiento se servirá uno para disminuir los peligros.

La mayor o menor salubridad del sol, su elevación, su temperatura, las costumbres

de los habitantes, y las operaciones de los gobiernos, tienen una influencia considerable en

la mortalidad. Pero siempre es necesario preceder la investigación de la causa de las

diferencias observadas por la [investigación] de la probabilidad con la que se indica esta

causa. Así, la proporción de la población con los nacimientos anuales, que en Francia se ha

elevado a veintiocho y un tercio, no es igual a [la de] veinticinco en el antiguo ducado de

Milán. Estas proporciones, establecidas ambas sobre un gran número de nacimientos, no

permiten poner en duda la existencia, entre los milaneses, de una causa especial de

mortalidad, que el gobierno de nuestro país debe investigar y eliminar.

La proporción de la población a los nacimientos aumentaría una vez más si

pudiésemos disminuir y eliminar ciertos males peligrosos y ampliamente difundidos. Esto

se ha hecho felizmente para la viruela, primero con la inoculación de esta enfermedad, y

después de un modo mucho más ventajoso, con la inoculación de la vacuna, el inestimable

descubrimiento de Jenner, quien así se ha convertido en uno de los mayores benefactores de

la humanidad.

La viruela tiene esto en particular, a saber, que el mismo individuo no se ve afectado

dos veces por ella, o al menos tales casos son tan extraños que pueden abstraerse del

cálculo. Esta enfermedad, de la que pocos escaparon antes del descubrimiento de su

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vacuna, es a menudo fatal, y causa la muerte de un séptimo de aquellos a quienes ataca. A

veces es dócil, y la experiencia ha enseñado que puede dársele este último carácter al

inocularla en personas sanas, preparadas para ella por una dieta apropiada y en una estación

favorable. Entonces la proporción de los individuos que mueren con aquellos inoculados no

es de un tricentésimo. Esta gran ventaja de inoculación, unida a aquella de no alterar la

apariencia y de preservarse de las graves consecuencias que a menudo trae consigo la

viruela natural, causó que fuese adoptada por un gran número de personas. La práctica fue

recomendada fuertemente, aunque también fue combatida fuertemente, como suele ser el

caso con cuestiones sujetas a la inconveniencia. En medio de esta disputa, Daniel Bernoulli

propuso someter al cálculo de probabilidades la influencia de la inoculación sobre la

duración media de la vida. Ya que no habían datos precisos de la mortalidad producida por

la viruela en las diversas etapas de la vida, supuso que el peligro de tener esta enfermedad y

el de morir de ella son los mismos en cada edad. Por medio de esta suposición consiguió

convertir, por un análisis delicado, una tabla de mortalidad ordinaria en aquella que se

utilizaría si la viruela no existiera, o si causase la muerte de sólo un número muy pequeño

de aquellos afectados, y de ella concluyó que la inoculación aumentaría al menos en tres

años la duración media de la vida, lo que le pareció que mostraba más allá de toda duda la

ventaja de esta operación. D’Alembert atacó el análisis de Bernoulli: primero, con respecto

a la incertidumbre de sus dos hipótesis, y después con respecto a su insuficiencia en que no

fue hecha ninguna comparación del peligro inmediato, aunque muy pequeño, de morir de

inoculación, con el peligro muy grande pero muy remoto de sucumbir ante la viruela

natural. Esta consideración, que desaparece cuando uno considera un gran número de

individuos, es por esta razón insignificante para los gobiernos, y las ventajas de la

inoculación siguen valiendo para ellos; pero tiene un gran peso para el padre de familia

quien debe temer, teniendo a sus hijos inoculados, ver que por esta causa fallece al que le

tiene más cariño. Muchos padres estuvieron contenidos por este miedo que el

descubrimiento de la vacuna felizmente ha disipado. Por uno de aquellos misterios que nos

ofrece la naturaleza tan frecuentemente, la vacuna es una medida preventiva de la viruela

tan segura como el virus de la variola, y no supone peligro alguno; no expone a ninguna

enfermedad y requiere de muy pocos cuidados. Por tanto, su práctica se ha propagado

rápidamente, y para hacerla universal sólo queda superar la inercia natural de la gente,

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contra la que es necesario luchar continuamente, incluso cuando es una cuestión de sus más

caros intereses.

El medio más simple de calcular la ventaja que produciría la extinción de una

enfermedad consiste en determinar por observación el número de individuos de una edad

dada que mueren de ella cada año y sustraer este número del número de muertes en la

misma edad. La proporción de la diferencia al número total de individuos de la edad dada

sería la probabilidad de morir en el año a esta edad si la enfermedad no existiera. Haciendo,

pues, una suma de estas probabilidades desde el nacimiento hasta cualquier edad dada, y

sustrayendo esta suma de la unidad, el resto será la probabilidad de vivir hasta tal edad

correspondiente a la extinción de la enfermedad. La serie de estas probabilidades será la

tabla de mortalidad relativa a esta hipótesis, y de ella podemos concluir, por lo que precede,

la duración media de la vida. Es así que Duvilard ha encontrado que el aumento de la

duración media de la vida, debido a la inoculación con la vacuna, es de al menos tres años.

Un aumento tan considerable produciría un aumento muy grande en la población si esta

última, por otras razones, no estuviese contenida por la disminución relativa de

subsistencias.

Es principalmente por la ausencia de subsistencias que se ve detenida la marcha

progresiva de la población. En todos los tipos de animales y plantas, la naturaleza tiende sin

cesar a aumentar el número de individuos hasta que estén al nivel de los medios de

subsistencia. En la raza humana las causas morales tienen una gran influencia sobre la

población. Si los desmontes del bosque proporcionan un sustento abundante para nuevas

generaciones, la certeza de poder mantener a una familia numerosa alienta los matrimonios

y los hace más productivos. Sobre la misma tierra la población y los nacimientos deben

aumentar al mismo tiempo en progresión geométrica. Pero cuando los desmontes se hacen

más difíciles y más raros, entonces el aumento de población disminuye; se acerca

continuamente al estado variable de subsistencias, oscilando respecto a sí, justo como un

péndulo cuya periodicidad se retarda al cambiar el punto de suspensión oscila respecto a

este punto en virtud de su propio peso. Es difícil evaluar el aumento máximo de la

población; después de las observaciones parece que en circunstancias favorables la

población de la raza humana se duplicaría cada quince años. Estimamos que en

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Norteamérica el periodo de esta duplicación es de veintidós años. En este estado de cosas,

la población, los nacimientos, los matrimonios, la mortalidad, todos aumentan de acuerdo

con la misma progresión geométrica de la cual tenemos la proporción constante de términos

consecutivos por la observación de los nacimientos anuales en dos épocas.

Por medio de una tabla de mortalidad representando las probabilidades de la vida

humana, podemos determinar la duración de los matrimonios. Suponiendo, con el fin de

simplificar el asunto, que la mortalidad es la misma para los dos sexos, obtendremos la

probabilidad de que el matrimonio subsista un año, o dos, o tres, etc., al formar una serie de

fracciones cuyo denominador común es el producto de los dos números de la tabla

correspondientes a las edades de los consortes, y cuyos numeradores son los productos

sucesivos de los números correspondientes a estas edades aumentados por uno, por dos, por

tres, etc., años. La suma de estas fracciones aumentada por un medio será la duración media

del matrimonio, tomando el año como unidad. Es fácil extender la misma regla a la

duración media de una asociación formada por tres o por un mayor número de individuos.

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CAPÍTULO XV

ACERCA DE LOS BENEFICIOS DE LAS INSTITUCIONES QUE

DEPENDEN DE LA PROBABILIDAD DE EVENTOS

Recordemos lo dicho sobre la esperanza. Hemos visto que, con el fin de obtener la

ventaja que resulta de varios eventos simples, de los cuales unos producen un beneficio y

los otros una pérdida, es necesario añadir los productos de la probabilidad de cada evento

favorable por el beneficio que procura, y sustraer de su suma la [suma] de los productos de

la probabilidad de cada evento desfavorable por la pérdida que se le adjunta. Pero

cualquiera que sea la ventaja expresada por la diferencia de estas sumas, un solo evento

compuesto por estos eventos simples no es garantía en contra del miedo de experimentar

una pérdida. Uno imagina que este miedo debe decrecer cuando uno multiplica al evento

compuesto. El análisis de las probabilidades conduce a este teorema general.

Por la repetición de un evento ventajoso, simple o compuesto, el beneficio real se

vuelve cada vez más probable y aumenta sin cesar; se vuelve cierto en la hipótesis de un

número infinito de repeticiones, y al dividirlo por este número el cociente o el beneficio

medio de cada evento es la propia esperanza matemática o la ventaja relativa al evento. Es

lo mismo con una pérdida que se vuelve cierta a la larga, por más pequeña que pueda ser la

desventaja del evento.

Este teorema sobre los beneficios y las pérdidas es análogo a aquellos que recién

hemos ofrecido sobre las proporciones indicadas por la repetición indefinida de eventos

simples o compuestos; y, como aquellos, prueba que la regularidad termina por establecerse

incluso en las cosas que están más subordinadas a aquello que llamamos azar.

Cuando los eventos son en gran número, el análisis ofrece otra expresión muy

simple de la probabilidad de que el beneficio esté comprendido dentro de límites

determinados. Esta es la expresión que entra, una vez más, en la ley general de la

probabilidad dada arriba al hablar de las probabilidades que resultan de la multiplicación

indefinida de eventos.

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La estabilidad de las instituciones que están basadas sobre probabilidades depende

de la verdad del teorema anterior. Pero para que pueda serles aplicado, es necesario que

tales instituciones multipliquen estos eventos ventajosos por el bien de numerosas cosas.

Sobre las probabilidades de la vida humana se han basado diversas instituciones,

como las rentas vitalicias y las tontinas. El método más general y más simple de calcular

los beneficios y los gastos de estas instituciones consiste en reducir éstos a cantidades

reales. El interés anual de unidad es lo que se llama tasa de interés. Al final de cada año,

una cantidad adquiere por factor la unidad más la tasa de interés; aumenta entonces de

acuerdo con una progresión geométrica de la que este factor es la proporción. Así, en el

curso del tiempo se vuelve inmensa. Si, por ejemplo, la tasa de interés es �

�� o cinco por

ciento, el capital se duplica en casi catorce años, se cuadruplica en veintinueve años, y en

menos de tres siglos se vuelve dos millones de veces mayor.

Un aumento tan prodigioso ha dado lugar a la idea de hacer uso de él con el fin de

saldar la deuda pública. Para este propósito se forma un fondo de amortización al que se

dedica un fondo anual empleado para el rescate de las cuentas públicas y que sin cesar

aumenta por el interés de las cuentas redimidas. Es claro que, a la larga, este fondo

absorberá gran parte de la deuda nacional. Si, cuando las necesidades del Estado requieren

de un préstamo, se destina una parte de este préstamo al incremento del fondo de

amortización anual, la variación de las cuentas públicas será menor; la confianza de los

prestamistas y la probabilidad de retirarse sin perder capital prestado cuando uno lo desee

aumentarán y harán menos onerosas las condiciones del prestamista. Estas ventajas han

sido completamente confirmadas por experiencias favorables. Pero la fidelidad en los

compromisos y la estabilidad, tan necesarias para el éxito de tales instituciones, sólo puede

garantizarlas un gobierno en el que el poder legislativo esté dividido en varios poderes

independientes. La confianza que inspira la cooperación necesaria de estos poderes duplica

la fuerza del Estado, y el propio soberano gana en poder legal más de lo que pierde en

poder arbitrario.

De lo anterior resulta que el capital real equivalente a una suma que ha de pagarse

sólo después de un cierto número de años es igual a esta suma multiplicada por la

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probabilidad de que será pagada en ese tiempo y dividida por la unidad aumentada por la

tasa de interés y elevada a una potencia expresada por el número de estos años.

Es fácil aplicar este principio a rentas vitalicias de una o varias personas, y a cajas

de ahorro, y a sociedades de aseguramiento de cualquier naturaleza. Supongamos que uno

propone formar una tabla de rentas vitalicias de acuerdo con una tabla de mortalidad dada.

Una renta vitalicia pagable al final de cinco años, por ejemplo, y reducida a una cantidad

real es, por este principio, igual al producto de las dos siguientes cantidades, a saber, la

anualidad dividida entre la quinta potencia de unidad aumentada por la tasa de interés y la

probabilidad de pagarla. Esta probabilidad es la proporción inversa del número de

individuos inscritos en la tabla opuesta a la edad de aquel que liquida la anualidad al

número inscrito opuesto a esta edad aumentada por cinco años. Formando, entonces, una

serie de fracciones cuyos denominadores son los productos del número de personas

indicadas en la tabla de mortalidad como vivas a la edad de aquel que liquida la anualidad

por las potencias sucesivas de unidad aumentada por la tasa de interés, y cuyos

numeradores son los productos de la anualidad por el número de personas viviendo a la

misma edad aumentada sucesivamente por un año, por dos años, etc., la suma de estas

fracciones será la cantidad requerida para la renta vitalicia en esa edad.

Supongamos que una persona desea, por medio de una renta vitalicia, asegurar a sus

herederos una cantidad pagable al final del año de su muerte. Con el fin de determinar el

valor de esta anualidad, uno puede imaginar que la persona tomó a préstamo de un banco

este capital y que lo puso a interés perpetuo en el mismo banco. Es claro que este mismo

capital lo deberá el banco a sus herederos al final del año de su muerte; pero habrá pagado

cada año sólo el exceso del usufructo sobre el interés perpetuo. La tabla de rentas vitalicias

mostrará entonces aquello que la persona debe pagar anualmente al banco con el fin de

asegurar este capital después de su muerte.

El aseguramiento marítimo, aquel en contra del fuego y las tormentas, y por lo

general todas las instituciones de este tipo, se computan sobre los mismos principios. Un

comerciante teniendo embarcaciones en el mar desea asegurar su valor y el de sus

cargamentos en contra de los peligros que puedan surgir; para esto, da una suma a una

compañía que se hace responsable ante él por el valor estimado de sus cargamentos y sus

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105

embarcaciones. La proporción de este valor a la suma que debería darse por el precio del

aseguramiento depende de los peligros a los que están expuestas las embarcaciones, y

puede apreciarse solamente por numerosas observaciones sobre el destino de

embarcaciones que han salido del puerto en la misma dirección.

Si las personas aseguradas diesen a la compañía aseguradora solamente la suma

indicada por el cálculo de probabilidades, esta compañía no sería capaz de proveer los

gastos de su institución; es necesario entonces que paguen una suma mucho mayor que el

costo de tal seguro. ¿Cuál es entonces su ventaja? Es aquí que se hace necesaria la

consideración de la desventaja moral ligada a una incertidumbre. Uno concibe que el juego

más justo se vuelva desventajoso, como ya hemos visto, porque el jugador intercambia una

apuesta segura por un beneficio incierto; el seguro por el cual uno intercambia lo incierto

por lo cierto debería ser ventajoso. De hecho, esto es lo que resulta de la regla que hemos

dado antes para determinar la esperanza moral y por la que por otra parte uno ve hasta qué

punto puede extenderse el sacrificio que debe hacerse a la compañía de seguros reservando

siempre una ventaja moral. Esta compañía puede entonces, al procurar esta ventaja, obtener

un gran beneficio si el número de las personas aseguradas es muy grande, una condición

necesaria para su existencia continuada. Entonces sus beneficios se vuelven ciertos y las

esperanzas matemática y moral coinciden, pues el análisis conduce a este teorema general,

a saber, que si las expectativas son muy numerosas las dos esperanzas se acercan entre sí

sin cesar y terminan por coincidir en el caso de un número infinito.

Hemos dicho, al hablar de las esperanzas matemática y moral, que hay una ventaja

moral en distribuir los riesgos de un beneficio que uno espera sobre varias de sus partes.

Así, al enviar una suma de dinero a un lugar distante es mucho mejor enviarla en varios

barcos que exponerla en uno. Esto se hace por medio de garantías mutuas. Si dos personas,

cada una teniendo la misma suma en dos barcos distintos que han salido del mismo puerto

hacia el mismo destino, concuerdan en dividir igualmente todo el dinero que pueda llegar,

es claro que por este acuerdo cada una de ellas divide igualmente entre los dos barcos la

suma que espera. En realidad, este tipo de garantía siempre deja incertidumbre en cuanto a

la pérdida que uno pueda temer. Pero esta incertidumbre disminuye en proporción a medida

que aumenta el número de asegurados; la ventaja moral aumenta más y más y termina por

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coincidir con la ventaja matemática, su límite natural. Esto hace que la asociación de

garantías mutuas, cuando es muy numerosa, sea más ventajosa para los asegurados que para

las compañías de seguros que, en proporción al beneficio que dan, ofrecen una ventaja

moral siempre inferior a la ventaja matemática. Pero la supervisión de su administración

puede balancear la ventaja de las garantías mutuas. Todos estos resultados son, como ya se

ha visto, independientes de la ley que expresa la ventaja moral.

Uno puede considerar un pueblo libre como una gran asociación cuyos miembros

aseguran mutuamente sus propiedades al respaldar proporcionalmente los cargos de esta

garantía. La confederación de varios pueblos les daría ventajas análogas a aquellas que cada

individuo disfruta en la sociedad. Un congreso de sus representantes discutiría temas de

utilidad común para todos, y sin duda el sistema de pesos, medidas, y dineros propuesto por

los científicos franceses se adoptaría en este congreso como una de las cosas más útiles

para las relaciones comerciales.

De entre las instituciones fundadas sobre las probabilidades de la vida humana, las

mejores son aquellas en las que, por medio de un ligero sacrificio de su beneficio, uno

asegura su existencia y la de su familia para un tiempo en el que uno debería temer ser

incapaz de satisfacer sus necesidades. En tanto que los juegos sean inmorales, tanto más

son ventajosas estas instituciones para las costumbres al favorecer los lazos más fuertes de

nuestra naturaleza. El gobierno debe entonces alentarlas y respetarlas en las vicisitudes de

la fortuna pública. Ya que las esperanzas que presentan miran hacia un futuro distante, son

capaces de prosperar sólo cuando están resguardadas de toda inquietud durante su

existencia. Es una ventaja que les asegura la institución de un gobierno representativo.

Digamos unas palabras sobre los préstamos. Es claro que para pedir prestado

perpetuamente es necesario pagar cada año el producto del capital por la tasa de interés.

Pero uno puede desear pagar este capital en pagos iguales hechos durante un número

definido de años, pagos que son llamados anualidades y cuyo valor se obtiene de este

modo. Cada anualidad, para ser reducida al momento actual, debe dividirse entre una

potencia de unidad aumentada por la tasa de interés igual al número de años después de los

cuales esta anualidad debe ser pagada. Formando pues una progresión geométrica cuyo

primer término es la anualidad dividida entre la unidad aumentada por la tasa de interés, y

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cuyo último término es esta anualidad dividida entre la misma cantidad elevada a una

potencia igual al número de años durante los cuales debió haberse hecho el pago, la suma

de esta progresión será equivalente al capital prestado, que determinará el valor de la

anualidad. Un fondo de amortización es, en el fondo, sólo un medio para convertir en

anualidades una renta perpetua, con la única diferencia de que en el caso de un préstamo

por anualidades el interés se supone constante, mientras que el interés de fondos adquirido

por el fondo de amortización es variable. Si fuese el mismo en ambos casos, la anualidad

correspondiente a los fondos adquiridos estaría formada por estos fondos y por esta

anualidad con la que el Estado contribuye anualmente al fondo de amortización.

Si uno desea tomar un préstamo vitalicio debe observar que las tablas de rentas

vitalicias ofrecen el capital requerido para constituir una renta vitalicia a cualquier edad, y

una proporción simple dará la renta que debe uno pagar al individuo de quien se tomó

prestado el capital. Desde estos principios pueden calcularse todos los tipos posibles de

préstamos.

Los principios recién expuestos concernientes a los beneficios y las pérdidas de las

instituciones pueden servir para determinar el resultado medio de cualquier número de

observaciones ya realizadas cuando uno desea considerar las desviaciones de los resultados

correspondientes a diversas observaciones. Designemos por x la corrección del resultado

menor y por x aumentada sucesivamente por , ', ''q q q , etc., las correcciones de los

siguientes resultados. Llamemos , ', ''e e e , etc., a los errores de las observaciones cuya ley

de probabilidad supondremos como conocida. Siendo cada observación una función del

resultado, es fácil ver que, suponiendo como muy pequeña la corrección x de este resultado,

el error e de la primera observación será igual al producto de x por un coeficiente

determinado. Igualmente, el error 'e de la segunda observación será el producto de la suma

q más x por un coeficiente determinado, y así sucesivamente. La probabilidad del error e,

estando dada por una función conocida, estará expresada por la misma función del primero

de los productos precedentes. La probabilidad de 'e estará expresada por la misma función

del segundo de estos productos, y así con las demás. La probabilidad de la existencia

simultánea de los errores , ', ''e e e , etc., será entonces proporcional al producto de estas

diversas funciones, un producto que será una función de x. Concedido esto, si uno concibe

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una curva cuya abscisa es x, y cuya ordenada correspondiente es este producto, esta curva

representará la probabilidad de los diversos valores de x, cuyos límites estarán

determinados por los límites de los errores , ', ''e e e , etc. Ahora designemos por X la abscisa

que es necesario elegir; X disminuida por x será el error que se cometería si la abscisa x

fuese la corrección verdadera. Este error, multiplicado por la probabilidad de x o por la

correspondiente ordenada de la curva, será el producto de la pérdida por esta probabilidad,

considerando, como uno debería, este error como una pérdida ligada a la elección X.

Multiplicando este producto por la diferencial de x, la integral tomada desde la primera

extremidad de la curva hasta X será la desventaja de X resultante de los valores de x

inferiores a X. Para los valores de x superiores a X, x menos X sería el error de X si x fuese

la corrección verdadera; la integral del producto de x por la ordenada correspondiente de la

curva y por la diferencial de x será entonces la desventaja de X resultante de los valores x

superiores a x, esta integral estando tomada desde x igual a X hasta la última extremidad de

la curva. Añadiendo esta desventaja a la anterior, la suma será la desventaja ligada a la

elección de X. Esta elección debe estar determinada por la condición de que esta desventaja

sea un mínimo, y un cálculo muy simple muestra que para esto X debe ser la abscisa cuya

ordenada divide a la curva en dos partes iguales, de modo que es probable que el verdadero

valor de x no caiga ni en uno ni en otro lado de X.

Célebres geómetras han elegido para X el valor más probable de x y

consecuentemente aquel que corresponde a la ordenada más grande de la curva; pero el

valor anterior me parece evidentemente aquel que señala la teoría de la probabilidad.

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CAPÍTULO XVI

ACERCA DE LAS ILUSIONES EN LA ESTIMACIÓN DE PROBABILIDADES

La mente tiene sus ilusiones como el sentido de la vista [tiene las suyas], y de la

misma manera que el sentido del tacto corrige al último, la reflexión y el cálculo corrigen a

la primera. La probabilidad basada sobre una experiencia diaria, o exagerada por el miedo y

por la esperanza, nos llama más la atención que una probabilidad superior, pero es sólo un

simple resultado del cálculo. Así, no tememos, a cambio de pequeñas ventajas, exponer

nuestra vida a peligros mucho menos improbables que la extracción de una quinta en la

lotería de Francia; y sin embargo, nadie desearía procurarse las mismas ventajas con la

certeza de perder su vida si se extrajera esta quinta.

Nuestras pasiones, nuestros prejuicios, y las opiniones dominantes, al exagerar las

probabilidades que les son favorables y al atenuar las probabilidades contrarias, son las

fuentes abundantes de ilusiones peligrosas.

Los males presentes y la causa que los produjo nos afectan mucho más que el

recuerdo de males producidos por la causa contraria; nos impiden apreciar con justicia los

inconvenientes de unos y de otros, así como la probabilidad de los medios apropiados para

protegernos de ellos. Es esto lo que conduce alternativamente al despotismo y a la anarquía

a los pueblos que son expulsados del estado de reposo al que nunca regresan excepto

después de largas y crueles agitaciones.

Esta impresión vívida que recibimos de la presencia de eventos, y que apenas nos

permite notar los eventos contrarios observados por otros, es una causa principal de error

contra la cual uno no puede protegerse lo suficiente.

Es principalmente en los juegos de azar que una multitud de ilusiones respaldan la

esperanza y la sostienen contra posibilidades desfavorables. La mayoría de aquellos que

juegan a las loterías no saben cuántas posibilidades les son favorables y cuántas les son

contrarias. Solamente ven la posibilidad de ganar, por una apuesta pequeña, una suma

considerable, y los proyectos paridos por su imaginación exageran a sus ojos la

probabilidad de obtenerla. Especialmente el hombre pobre, entusiasmado por el deseo de un

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mejor destino, arriesga en el juego sus necesidades al aferrarse a las combinaciones más

desfavorables que le prometen un gran beneficio. Sin duda todos se sorprenderían del

inmenso número de apuestas perdidas si pudieran saber de ellas, pero, por el contrario, se

les da a las ganancias una gran publicidad, que se vuelve una nueva causa de entusiasmo

para este juego fúnebre.

Cuando en la lotería de Francia no ha salido un número por mucho tiempo, la

multitud está ansiosa por abrigarlo con apuestas. Juzgan que, ya que el número no ha salido

en mucho tiempo, en la siguiente extracción debe salir con preferencia a otros. Un error tan

común me parece descansar sobre una ilusión por la cual uno es involuntariamente llevado

de vuelta al origen de los eventos. Es, por ejemplo, muy improbable que en el juego de

caras y cruces uno saque caras diez veces en sucesión. Esta improbabilidad, que llama

nuestra atención cuando ha sucedido nueve veces, nos lleva a creer que en la décima tirada

saldrá cruz. Pero el pasado indicando en la moneda una mayor propensión para caras que

para cruces hace al primero de los eventos más probable que el segundo; aumenta mientras

uno ha visto la probabilidad de sacar cara en el siguiente lanzamiento. Una ilusión similar

persuade a muchas personas a que uno ciertamente puede ganar en una lotería al poner cada

vez sobre el mismo número, hasta que salga, una apuesta cuyo producto supera la suma de

todas las apuestas. Pero incluso cuando especulaciones similares no se refrenarían por la

imposibilidad de sostenerlas, no disminuirían la desventaja matemática de los

especuladores y [sí] aumentarían su desventaja moral, pues en cada extracción arriesgarían

una parte muy grande de su fortuna.

He visto hombres ardientemente deseosos de tener un hijo que se enteraban sólo con

ansiedad de los nacimientos de niños en el mes cuando esperaban volverse padres.

Imaginando que la proporción de estos nacimientos con los de niñas debe ser la misma al

final de cada mes, juzgaban que los niños ya nacidos harían más probable que los siguientes

nacimientos fueran de niñas. Así, la extracción de una bola blanca de una urna que contiene

un número limitado de bolas blancas y de bolas negras aumenta la probabilidad de extraer

una bola negra en la siguiente extracción. Pero esto deja de tener lugar cuando el número de

bolas en la urna es ilimitado, como uno debe suponer para comparar este caso con el de los

nacimientos. Si, en el curso de un mes, nacen muchos más niños que niñas, uno podría

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sospechar que hacia el momento de su concepción una causa general ha favorecido la

concepción masculina, lo que haría más probable que el siguiente nacimiento sea de un

niño. Los eventos irregulares de la naturaleza no son exactamente comparables con la

extracción de los números de una lotería en la que en cada saque se mezclan todos los

números de modo tal que las posibilidades de su extracción sean perfectamente iguales. La

frecuencia de uno de estos eventos parece indicar una causa que lo favorece ligeramente,

que aumenta la probabilidad de su próximo retorno, y su repetición prolongada por mucho

tiempo, tal como una larga serie de días lluviosos puede desarrollar causas desconocidas

para su cambio; de modo que en cada evento esperado no vamos de vuelta, como en cada

extracción de la lotería, al mismo estado de indecisión con respecto a lo que debería

suceder. Pero en proporción como se multiplica la observación de estos eventos, la

comparación de sus resultados con aquellos de las loterías se vuelve más exacta.

Por una ilusión contraria a las anteriores, uno busca en los sorteos pasados de la

lotería de Francia los números que han salido con más frecuencia con el fin de formar

combinaciones sobre las que uno piensa poner la apuesta ventajosa. Pero una vez

considerada la manera en la que se mezclan los números en esta lotería, el pasado no

debería de tener influencia en el futuro. Las extracciones muy frecuentes de un número son

solamente anomalías del azar: he sometido varias de ellas al cálculo y constantemente he

encontrado que están incluidas dentro de los límites que sin improbabilidad nos permite

admitir la suposición de una posibilidad igual de la extracción de todos los números.

En una larga serie de eventos del mismo tipo, las posibilidades individuales del azar

deben a veces ofrecer las singulares vetas de buena suerte o mala suerte que la mayoría de

los jugadores no dudan en atribuir a una especie de fatalidad. En los juegos que dependen al

mismo tiempo del azar y de la competencia de los jugadores sucede a menudo que uno que

pierde, agitado por ello, busca reparar su situación con jugadas azarosas que descartaría en

otra situación; así, agrava su propia mala suerte y prolonga su duración. Es así que la

prudencia se vuelve necesaria, y resulta importante convencerse de que la desventaja moral

ligada a las posibilidades desfavorables aumenta por la propia mala suerte.

La opinión de que el hombre ha sido puesto desde hace mucho tiempo en el centro

del Universo, considerándose a sí mismo el objeto especial de los cuidados de la naturaleza,

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112

lleva a cada individuo a hacerse el centro de una esfera más o menos extendida y a creer

que el azar tiene preferencia por él. Sostenidos por esta creencia, los jugadores a menudo

arriesgan sumas considerables en juegos aun sabiendo que las posibilidades les son

desfavorables. En la conducción de la vida una opinión similar puede a veces tener sus

ventajas, pero más a menudo conduce a iniciativas desastrosas. Aquí, como en todos lados,

las ilusiones son peligrosas, y sólo la verdad es generalmente útil.

Una de las mayores ventajas del cálculo de probabilidades es que nos enseña a

desconfiar de las primeras opiniones. Ya que reconocemos que a menudo engañan cuando

pueden ser sometidas al cálculo, debemos concluir que en otros asuntos la confianza debe

darse solamente después de una circunspección extrema. Probemos esto con un ejemplo.

Una urna contiene cuatro bolas, negras y blancas, pero no todas del mismo color. Ha

sido sacada una de estas bolas cuyo color es blanco y que ha sido devuelta en la urna para

proceder a extracciones similares. Se requiere la probabilidad de extraer únicamente bolas

negras en las siguientes cuatro extracciones.

Si las [bolas] blancas y negras estuviesen en igual número, esta probabilidad sería la

cuarta potencia de la probabilidad �

� de extraer una bola negra en cada extracción; sería

entonces �

��. Pero la extracción de una bola blanca en la primera extracción indica una

superioridad en el número de bolas blancas en la urna; pues si uno supone en la urna tres

bolas blancas y una negra, la probabilidad de extraer una bola blanca es �

�; es

� si uno

supone dos bolas blancas y dos negras, y finalmente se reduce a �

� si uno supone tres bolas

negras y una blanca. Siguiendo el principio de la probabilidad de causas trazadas desde

eventos, las probabilidades de estas tres suposiciones son entre sí como las cantidades �

�,�

�,�

�; son consecuentemente iguales a

�,�

�,�

�. Es entonces una apuesta de 5 contra 1 que el

número de bolas negras sea inferior, o a lo mucho igual, al de las blancas. Parece pues que,

después de la extracción de una bola blanca en la primera extracción, la probabilidad de

extraer sucesivamente cuatro bolas negras debe ser menor que en el caso de la igualdad de

los colores o menor que una dieciseisava [parte]. Sin embargo, no lo es, y por un cálculo

muy simple se descubre que esta probabilidad es mayor que una catorceava [parte]. En

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113

efecto, sería la cuarta potencia de �

�, de

�, y de

� en la primera, la segunda, y la tercera de las

suposiciones anteriores concerniendo los colores de las bolas en la urna. Multiplicando

respectivamente cada potencia por la probabilidad de la suposición correspondiente, o por �

�,�

�, y

�, la suma de los productos será la probabilidad de extraer sucesivamente cuatro

bolas negras. Uno tiene así, para esta probabilidad, ��

���, una fracción mayor que

��. Esta

paradoja se explica al considerar que la indicación de la superioridad de bolas blancas sobre

las negras en la primera extracción no excluye en absoluto la superioridad de las bolas

negras sobre las blancas, una superioridad que excluye la suposición de la igualdad de los

colores. Pero esta superioridad, aunque ligeramente probable, debe hacer la probabilidad de

sacar sucesivamente un número dado de bolas negras mayor que en esta suposición si el

número es considerable; y recién hemos visto que esto comienza cuando el número dado es

igual a cuatro. Consideremos, una vez más, una urna que contiene varias bolas blancas y

negras. Supongamos primero que solamente hay una bola blanca y una negra. Es entonces

una apuesta nivelada que se extraerá una bola blanca en una extracción. Pero parece

entonces que, para la igualdad de la apuesta, aquel que apuesta a extraer la bola blanca debe

tener dos extracciones si la urna contiene dos negras y una blanca; tres extracciones si

contiene tres negras y una blanca, y así sucesivamente. (Se ha supuesto que después de

cada extracción la bola extraída es puesta de nuevo en la urna.)

Fácilmente nos convencemos de que esta primera idea es errónea. En efecto, en el

caso de dos bolas negras y una blanca, la probabilidad de extraer dos negras en dos

extracciones es la segunda potencia de �

� o

�; pero esta probabilidad, añadida a la de sacar

una bola blanca en dos extracciones, es la certeza o la unidad, ya que es certero que deben

salir dos bolas negras o al menos una bola blanca; la probabilidad en este último caso es

entonces

�, una fracción mayor que

�. Habría todavía una mayor ventaja en la apuesta de

sacar una bola blanca en cinco extracciones si la urna contuviese cinco bolas negras y una

blanca; esta apuesta es todavía más ventajosa para cuatro extracciones, y se asemeja a la de

sacar un seis en cuatro lanzamientos con un solo dado.

El Chevalier de Méré, quien causó la invención del cálculo de probabilidades al

alentar a su amigo Pascal, el gran geómetra, a ocuparse en él, le dijo “que había encontrado

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un error en los números por esta proporción. Si nos comprometemos a sacar seis con un

dado, hay una ventaja en comprometerse con cuatro lanzamientos, como 671 a 625. Si nos

comprometemos a sacar dos seises con dos dados, hay una desventaja en comprometerse

con 24 lanzamientos. Al menos 24 es a 36, el número de las caras de los dos dados, como 4

es a 6, el número de caras de un dado.” “Este fue”, escribió Pascal a Fermat, “su gran

escándalo, que le llevó a decir valientemente que las proposiciones2 no eran constantes y

que la aritmética era demente […]. Tiene una gran mente, pero no es un geómetra, lo que

es, como sabes, una gran falla.” El Chevalier de Méré, engañado por una analogía falsa,

pensó que en el caso de la igualdad de apuestas el número de lanzamientos debería

incrementar en proporción al número de todas las chances posibles, lo que no es exacto,

pero que se aproxima a la exactitud a medida que este número se hace mayor.

Uno ha tratado de explicar la superioridad de los nacimientos de niños sobre los de

niñas por el deseo general de los padres de tener un hijo que perpetúe su apellido. Así, al

imaginar una urna llenada de una infinidad de bolas blancas y negras en igual número, y

suponiendo a un gran número de personas cada una de las cuales saca una bola de esta urna

y continúa con la intención de detenerse hasta haber sacado una bola blanca, uno ha creído

que esta intención debe hacer que el número de bolas blancas extraídas sea superior al de

las negras. En realidad, esta intención da necesariamente, después de todas las extracciones,

un número de bolas blancas igual al de las personas, y es posible que estas extracciones

nunca conduzcan a una bola negra. Pero es fácil ver que esta primera noción es solamente

una ilusión, pues si uno concibe que en la primera extracción todas las personas sacan a la

vez una bola de la urna, es evidente que su intención no puede tener influencia sobre el

color de las bolas que deben aparecer en esta extracción. Su único efecto será el de excluir

de la segunda extracción a las personas que hayan sacado una bola blanca en la primera. Es

igualmente evidente que la intención de las personas que participen en la nueva extracción

no tendrá ninguna influencia sobre el color de las bolas que sean sacadas, y que será lo

mismo en las siguientes extracciones. Esta intención no tendrá, entonces, ninguna

influencia sobre el color de las bolas extraídas en la totalidad de las extracciones; sí

causará, no obstante, que participen más o menos personas en cada extracción. La

2 Probablemente lo que escribió Pascal fue “proporciones”, y no “proposiciones”. Empero, en los textos consultados se lee invariablemente “proposiciones”. Nota del Traductor.

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proporción de las bolas blancas extraídas a las negras diferirá, así, muy poco de la unidad.

Se sigue que, el número de personas estando supuesto a ser muy grande, si la observación

da entre los colores extraídos una proporción que difiere sensiblemente de la unidad, es

muy probable que la misma diferencia se encuentre entre la unidad y la proporción de las

bolas blancas a las negras contenidas en la urna.

Cuento entre las ilusiones la aplicación que Leibniz y Daniel Bernoulli han hecho

del cálculo de probabilidades a la suma de series. Si uno reduce la fracción cuyo numerador

es la unidad y cuyo denominador es la unidad más una variable en una serie prescrita por la

proporción a las potencias de esta variable, es fácil ver que, al suponer la variable igual a la

unidad, la fracción se vuelve �

�, y la serie se vuelve más uno, menos uno, más uno, menos

uno, etc. Al añadir los primeros dos términos, los segundos dos, y así sucesivamente, la

serie se transforma en otra de la cual cada término es cero. Grandi, un jesuita italiano,

concluyó de esto la posibilidad de la creación; porque la serie comienza siempre con �

�, vio

a esta fracción surgir desde una infinidad de ceros o desde nada. Fue así que Leibniz creyó

haber visto la imagen de la creación en su aritmética binaria, donde empleó solamente los

dos caracteres, la unidad y el cero. Imaginó que, ya que Dios puede ser representado por la

unidad y la nada por cero, el Ser Supremo puede sacar desde la nada a todos los seres,

como la unidad con el cero expresa todos los números en este sistema de aritmética. Esta

idea le resultó tan placentera que se la comunicó al jesuita Grimaldi, presidente del tribunal

de matemáticas en China, con la esperanza de que este emblema de la creación convirtiera

al cristianismo al emperador, quien amaba particularmente las ciencias. Reporto este

incidente solamente para mostrar hasta qué extensión los prejuicios de la infancia pueden

engañar a los más grandes hombres.

Leibniz, siempre conducido por una singular y muy floja metafísica, consideró que

la serie más uno, menos uno, más uno, etc., se vuelve unidad o cero dependiendo de si uno

se detiene en un número de términos non o par, y como en el infinito no hay razón para

preferir uno a otro, siguiendo las reglas de la probabilidad uno debe tomar la mitad de los

resultados relativos a estos dos tipos de números, que son cero y la unidad, lo que da �

� para

el valor de la serie. Daniel Bernoulli ha extendido este razonamiento a la suma de series

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formadas por términos periódicos. Pero todas estas series no tienen valores propiamente

hablando; los obtienen sólo cuando sus términos sean multiplicados por las potencias

sucesivas de una variable menor que la unidad. Entonces estas series siempre son

convergentes, sin importar qué tan pequeña se suponga la diferencia de la variable desde la

unidad; y es fácil demostrar que los valores asignados por Bernoulli, en virtud de la regla

de probabilidades, son los mismos valores de la fracción generatriz de las series cuando en

estas fracciones uno supone la variable igual a la unidad. Estos valores son, una vez más,

los límites a los que las series se aproximan cada vez más a medida que la variable se

acerca a la unidad. Pero cuando la variable es exactamente igual a la unidad, las series

dejan de ser convergentes; tienen valores sólo en la medida en que uno los arreste. La

notable razón [proporción] de esta aplicación del cálculo de probabilidades con los límites

de los valores de series periódicas supone que los términos de estas series son multiplicados

por todas las potencias consecutivas de la variable. Pero esta serie puede resultar del

desarrollo de una infinidad de distintas fracciones en las que esto no ocurrió. Así, la serie

más uno, menos uno, más uno, etc., puede surgir del desarrollo de una fracción cuyo

numerador sea la unidad más la variable y cuyo denominador sea este numerador

aumentado por el cuadrado de la variable. Suponiendo la variable igual a la unidad, este

desarrollo cambia en la serie propuesta, y la fracción generatriz se vuelve igual a �

�; las

reglas de probabilidades darían entonces un resultado falso, lo que muestra el peligro que

supondría emplear un razonamiento similar especialmente en las ciencias matemáticas, que

deben distinguirse por el rigor de sus operaciones.

Llegamos naturalmente a creer que el orden de acuerdo con el cual vemos las cosas

renovarse en la Tierra ha existido desde siempre y continuará siendo así. Ciertamente, si el

estado actual del universo fuese exactamente similar al estado anterior que lo ha producido,

daría lugar, a su vez, a un estado similar, y la sucesión sería entonces eterna. Aplicando el

análisis a la ley de gravitación universal he encontrado que el movimiento de rotación y de

revolución de los planetas y los satélites, así como la posición de las órbitas y de sus

ecuadores, están sujetos sólo a desigualdades periódicas. Al comparar con los antiguos

eclipses la teoría de la ecuación secular de la luna he descubierto que, desde Hiparco, la

duración del día no ha variado por la centésima de un segundo, y que la temperatura media

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de la Tierra no ha disminuido la centésima de un grado. Así, la estabilidad del orden actual

parece establecida al mismo tiempo por la teoría y las observaciones. Pero este orden se

efectúa por diversas causas reveladas por un examen atento, y que es imposible someter al

cálculo.

Las acciones del océano, de la atmósfera y de los meteoros, de los terremotos, y de

la erupción de los volcanes, agitan continuamente la superficie de la Tierra y deben

efectuar, a la larga, grandes cambios. La temperatura de los climas, el volumen de la

atmósfera, y la proporción de los gases que la constituyen, pueden variar de un modo

inapreciable. Siendo nuevos los instrumentos y los medios apropiados para determinar estas

variaciones, hasta este momento la observación ha sido incapaz de enseñarnos algo en este

aspecto. Pero es poco probable que las causas que absorben y renuevan los gases

constituyendo al aire mantengan exactamente sus respectivas proporciones. Una larga serie

de siglos mostrará las alteraciones experimentadas por todos estos elementos, tan esenciales

para la conservación de los seres organizados. Aunque los monumentos históricos no se

remontan a una gran antigüedad, nos dan muestra de cambios suficientemente grandes que

han tenido lugar por la acción lenta y continua de los agentes naturales. Buscando en las

entrañas de la Tierra uno encuentra numerosos escombros de la primera naturaleza,

completamente distintos de los actuales. Por otra parte, si toda la Tierra era líquida al

principio, como todo parece indicar, uno imagina que al pasar de tal estado al actual su

superficie debió haber experimentado cambios prodigiosos. El propio cielo, a pesar del

orden de sus movimientos, no es inmutable. La resistencia de la luz y de otros fluidos

etéreos, así como la atracción de las estrellas deben alterar considerablemente, después de

un gran número de siglos, los movimientos planetarios. Las variaciones ya observadas en

las estrellas y en la forma de las nebulosas nos dan un presentimiento de aquellas

[variaciones] que desarrollará el tiempo en el sistema de estos grandes cuerpos. Uno puede

representar los sucesivos estados del universo con una curva de la cual el tiempo sería la

abscisa y las ordenadas los diversos estados. Apenas conociendo un elemento de esta curva,

estamos lejos de poder regresar a su origen, y si para satisfacer a la imaginación, siempre

inquieta ante nuestra ignorancia de la causa de los fenómenos que le interesan, uno

aventura algunas conjeturas, es sabio presentarlas con una reserva extrema.

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En la estimación de probabilidades existe un tipo de ilusiones que, dependiendo

especialmente de las leyes de la organización intelectual, demanda, con el fin de defenderse

contra ellas, un examen profundo de estas leyes. El deseo de penetrar en el futuro, y las

proporciones de algunos eventos notables con las predicciones de los astrólogos, los

adivinos y los adivinadores, con los presentimientos y los sueños, con los números y los

días reputados como afortunados o desafortunados, han dado lugar a una multitud de

prejuicios todavía muy extendidos. Uno no reflexiona sobre el número de no-coincidencias

que no han hecho ninguna impresión o que son desconocidas. Sin embargo, es necesario

estar familiarizado con ellas para apreciar la probabilidad de las causas a las que se

atribuyen las coincidencias. Este conocimiento confirmaría, sin duda, aquello que nos dicta

la razón con respecto a estos prejuicios. Así, el filósofo de la antigüedad al que en un

templo se le muestra, con el fin de exaltar el poder del dios ahí adorado, el ex veto de todos

aquellos que después de haberlo invocado se salvaron de la catástrofe, presenta un incidente

consonante con el cálculo de probabilidades, observando que no ve inscritos los nombres de

aquellos que, a pesar de su invocación, han perecido. Cicerón ha refutado todos estos

prejuicios con mucha razón y elocuencia en su De divinatione, que termina con un pasaje

que citaré aquí;3 pues uno adora encontrar una vez más, entre los antiguos, los rayos de la

razón que, después de haber disipado todos los prejuicios por su luz, deben convertirse en

el único fundamento de las instituciones humanas.

“Es necesario”, dice el orador romano, “rechazar la adivinación por los sueños y por

todos los prejuicios similares. La superstición generalizada ha subyugado a la mayoría de

las mentes y ha tomado posesión de la debilidad de los hombres. Es esto lo que hemos

expuesto en nuestros libros sobre la naturaleza de los dioses, y especialmente en este

trabajo, persuadidos de que prestaremos un servicio a otros y a nosotros si conseguimos

destruir la superstición. No obstante (y deseo que especialmente en este aspecto sea bien

comprendido mi pensamiento), al destruir la superstición estoy lejos de querer perturbar la

religión. La sabiduría se nos une para mantener las instituciones y las ceremonias de

nuestros ancestros, tocando el culto de los dioses. Más aún, la belleza del universo y el

orden de las cosas celestiales nos fuerzan a reconocer alguna naturaleza superior que debe

ser notada y admirada por la raza humana. Pero en la medida en que es apropiado propagar 3 La traducción del pasaje es mía. Nota del Traductor.

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la religión, que está ligada con el conocimiento de la naturaleza, es necesario promover la

extirpación de la superstición, pues ésta atormenta a uno, importuna a uno, y lo persigue

continuamente y en todo lugar. Si uno consulta a un adivino o a un adivinador, si uno

inmola a una víctima, si uno considera el vuelo de un pájaro, si relampaguea, si truena, si

hay rayos, finalmente, si hay nacidos o se manifiesta un tipo de prodigio, cosas una de las

cuales debe suceder a menudo, entonces domina la superstición y no deja reposo. El propio

sueño, refugio de los mortales en sus problemas y sus labores, se convierte por ella en una

nueva fuente de inquietud y miedo.”

Todos estos prejuicios y los terrores que inspiran están conectados con causas

psicológicas que a veces continúan operando fuertemente, incluso después de que la razón

se haya desengañado de ellas. Pero la repetición de actos contrarios a estos prejuicios

siempre puede destruirlos.

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CAPÍTULO XVII

SOBRE LOS DIVERSOS MEDIOS DE ACERCARSE A LA CERTEZA

La inducción, la analogía, las hipótesis fundadas sobre hechos y continuamente

rectificadas por nuevas observaciones, un feliz tacto ofrecido por la naturaleza y fortalecido

por numerosas comparaciones de sus indicaciones con la experiencia; tales son los

principales medios para llegar a la verdad.

Si uno considera una serie de objetos de la misma naturaleza, percibe entre ellos y

en sus cambios razones que se manifiestan cada vez más a medida que la serie se prolonga,

y que, extendiéndose y generalizándose continuamente, conducen finalmente al principio

del cual fueron derivadas. Pero estas razones están envueltas por tantas circunstancias

extrañas que se requiere de una gran sagacidad para desenmarañarlas y para recurrir a este

principio; en esto consiste el verdadero genio de las ciencias. El análisis y la filosofía

natural deben sus descubrimientos más importantes a este fructífero medio, llamado

inducción. Newton estaba en deuda con él por su teorema del binomio y el principio de

gravitación universal. Resulta difícil apreciar la probabilidad de los resultados de la

inducción, que está basada en que las razones más simples son las más comunes; esto se

verifica en las fórmulas del análisis y se encuentra de nuevo en los fenómenos naturales, en

la cristalización, y en las combinaciones químicas. Esta simplicidad de las razones no

resulta sorprendente si consideramos que todos los efectos de la naturaleza son solamente

resultados matemáticos de un pequeño número de leyes inmutables.

Con todo, la inducción, al llevar al descubrimiento de los principios generales de las

ciencias, no basta para establecerlos de modo absoluto. Siempre es necesario confirmarlos

por demostraciones o por experimentos decisivos, pues la historia de las ciencias nos

muestra que a veces la inducción ha llevado a resultados inexactos. Citaré, por ejemplo, un

teorema de Fermat con respecto a los números primos. Este gran geómetra, quien había

meditado profundamente sobre este teorema, buscó una fórmula que, conteniendo

únicamente números primos, diera directamente un número primo mayor que cualquier otro

número asignable. La inducción lo llevó a pensar que dos, elevado a una potencia que fuese

ella misma una potencia de dos, formaba con la unidad un número primo. Así, dos elevado

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al cuadrado más uno, forma el número primo cinco; dos elevado a la segunda potencia de

dos, o dieciséis, forma con uno el número primo diecisiete. Descubrió que esto seguía

siendo cierto para la octava y la dieciseisava potencia de dos aumentada por la unidad, y

esta inducción, basada en diversas consideraciones aritméticas, causó que considerara a este

resultado como general. Sin embargo, confesó no haberlo demostrado. En efecto, Euler

reconoció que no vale para la trigésimo segunda potencia de dos, que, aumentada por la

unidad, da 4, 294, 967, 297, un número divisible entre 641.

Por la inducción juzgamos que si varios eventos, movimientos, por ejemplo,

aparecen constantemente y siempre han estado conectados por una razón simple, seguirán

estando sujetos a ella; y de esto concluimos, por la teoría de las probabilidades, que esta

razón no se debe al azar, sino a una causa regular. Así, la igualdad de los movimientos de

rotación y de revolución de la luna; la de los movimientos de los nodos de la órbita y del

ecuador lunar, así como la coincidencia de estos nodos; la proporción singular de los

movimientos de los tres primeros satélites de Júpiter, de acuerdo con la cual la longitud

media del primer satélite, menos tres veces la del segundo, más dos veces la del tercero, es

igual a dos ángulos rectos; la igualdad del intervalo de las mareas con el del paso de la luna

al meridiano; el retorno de las mayores mareas con las sizigias y de las menores con las

cuadraturas; todas estas cosas, que se han mantenido desde que fueron observadas por

primera vez, indican con una probabilidad extrema la existencia de causas constantes que

los geómetras felizmente han vinculado con la ley de gravitación universal, y que su

conocimiento hace cierta la perpetuidad de estas razones.

El canciller Bacon, el elocuente promotor del verdadero método filosófico, ha hecho

un mal uso muy extraño de la inducción con el fin de probar la inmovilidad de la Tierra.

Así razona en el Novum Organum, su mejor trabajo: “El movimiento de las estrellas desde

el oriente al occidente aumenta en rapidez en proporción con su distancia desde la Tierra.

Este movimiento es más rápido con las estrellas; se reduce un poco con Saturno, un poco

más con Júpiter, y así hasta la luna y los cometas más grandes. Sigue siendo perceptible en

la atmósfera, especialmente entre los trópicos, a causa de los grandes círculos que ahí

describen las moléculas del aire; finalmente, es casi inapreciable con el océano, y es

entonces nulo para la Tierra.” Pero esta inducción solamente prueba que Saturno, y las

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estrellas que son inferiores a él, tienen sus propios movimientos, contrarios al movimiento

real o aparente que barre toda la esfera celeste desde el oriente al occidente, y que estos

movimientos parecen más lentos con las estrellas más remotas, lo que es conforme con las

leyes de la óptica. Bacon debió haberse impresionado por la inconcebible rapidez que

requieren las estrellas para completar su revolución diurna, si la Tierra es inmóvil, y por la

extrema simplicidad con la que su rotación explica cómo cuerpos tan distantes entre sí,

como las estrellas, el sol, los planetas, y la luna, parecen todos estar sujetos a esta

revolución. En cuanto al océano y la atmósfera, no debió comparar su movimiento con el

de las estrellas que están separadas de la Tierra, pero como el aire y el mar forman parte del

globo terrestre, debían participar en su movimiento o en su reposo. Es llamativo que Bacon

no fuese conquistado por la majestuosa idea que del universo ofrece el sistema copernicano.

A favor de tal sistema sí pudo encontrar, empero, fuertes analogías en los descubrimientos

de Galileo, a los que dio continuidad. Ha ofrecido el precepto para buscar la verdad, pero

no el ejemplo. Pero al insistir, con toda la fuerza de la razón y la elocuencia, en la

necesidad de abandonar las insignificantes sutilezas de la escuela para aplicarse uno mismo

en las observaciones y las experiencias, y al señalar el verdadero método para llegar a las

causas generales de los fenómenos, este gran filósofo contribuyó a las inmensas zancadas

que hizo la mente humana en el magnífico siglo en el que terminó su carrera.

La analogía está basada sobre la probabilidad de que cosas similares tienen causas

del mismo tipo y producen los mismos efectos. Esta probabilidad aumenta a medida que la

similitud se hace más perfecta. Así, juzgamos sin duda que seres provistos de los mismos

órganos, haciendo las mismas cosas, experimentan las mismas sensaciones y se mueven por

los mismos deseos. La probabilidad de que los animales que se nos asemejan tengan

sensaciones análogas a las nuestras, aunque un poco inferior a la [probabilidad] relativa a

individuos de nuestra especie, todavía es muy grande; y se ha necesitado de toda la

influencia de los prejuicios religiosos para hacernos pensar, junto con algunos filósofos,

que los animales son meros autómatas. La probabilidad de la existencia de sensación

decrece en la misma proporción a medida que disminuye la similitud de los órganos con los

nuestros, pero siempre es muy grande, incluso con los insectos. Al ver que aquellos de la

misma especie ejecutan cosas muy complicadas exactamente de la misma forma de

generación a generación, y sin haberlas aprendido, uno llega a creer que actúan por una

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especie de afinidad análoga a la que une las moléculas de los cristales, pero que, junto con

la sensación ligada a toda organización animal, produce, con la regularidad de

combinaciones químicas, combinaciones que son mucho más singulares; quizá uno podría

llamar afinidad animal a esta mezcla de afinidades y sensaciones electivas. Aunque existe

una gran analogía entre la organización de las plantas y la de los animales, no me parece

suficiente [razón] para extender a los vegetales el sentido de la sensación; pero nada nos

autoriza a negárselo.

Dado que el Sol da a luz, por la benéfica acción de su luz y de su calor, a los

animales y a las plantas que cubren la Tierra, por analogía juzgamos que produce efectos

similares en los otros planetas; pues no es natural pensar que la causa cuya actividad vemos

desarrollarse de tantas maneras sea estéril sobre un planeta tan grande como Júpiter, que, al

igual que el globo terrestre, tiene sus días, sus noches, y sus años, y cuyas observaciones

indican cambios que suponen fuerzas muy activas. Empero, equivaldría a extender mucho

la analogía el concluir de ella la similitud de los habitantes de los planetas y de la Tierra. El

hombre, hecho para la temperatura que goza, y para el elemento que respira, no sería capaz,

de acuerdo con toda apariencia, de vivir en otros planetas. Pero, ¿no debería haber una

infinidad de organización relativa a las diversas constituciones de los globos de este

universo? Si la única diferencia de los elementos y de los climas produce tanta variedad en

producciones terrestres, ¡cuánto mayor debería de ser la diferencia entre aquellas

[producciones] de los diversos planetas y de sus satélites! Ni siquiera la imaginación más

activa puede formarse una idea, pero su existencia es muy probable.

Por una fuerte analogía llegamos a considerar las estrellas como tantos soles

dotados, como el nuestro, de un poder atractivo proporcional a la masa y recíproco al

cuadrado de las distancias; pues este poder estando demostrado para todos los cuerpos del

sistema solar, y para sus moléculas más pequeñas, parece pertenecer a toda la materia. Ya

los movimientos de las estrellas pequeñas, que han sido llamadas dobles a cuenta de su

conjunción, parecen indicarlo. A lo mucho un siglo de observaciones precisas, verificando

sus movimientos de revolución entre sí, pondrá fuera de toda duda sus atracciones

recíprocas.

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La analogía que nos lleva a hacer de cada estrella el centro de un sistema planetario

es mucho menos fuerte que la anterior, pero adquiere probabilidad por la hipótesis que se

ha propuesto con respecto a la formación de las estrellas y del sol; pues en esta hipótesis

cada estrella, habiendo sido como el sol, cercada originalmente por una vasta atmósfera, es

natural atribuir a esta atmósfera los mismos efectos que a la atmósfera solar, y suponer que

ha producido, al condensarse, planetas y satélites.

En las ciencias, un gran número de descubrimientos se debe a la analogía. Citaré

como uno de los más notables el descubrimiento de la electricidad atmosférica, a la que se

ha llegado por la analogía de fenómenos eléctricos con los efectos del trueno.

El método más seguro para guiarnos en la búsqueda de la verdad consiste en

ascender, por inducción, desde fenómenos a leyes y desde leyes a fuerzas. Las leyes son las

razones que conectan entre sí fenómenos particulares: cuando han mostrado el principio

general de las fuerzas de las que derivan, uno verifica, ya sea por experiencias directas

(cuando sea posible) o por examinación, si concuerda con fenómenos conocidos; y si por

un análisis riguroso vemos que proceden de este principio, incluso en sus detalles

pequeños, y si, más todavía, son muy variadas y numerosas, entonces la ciencia adquiere el

mayor grado de certeza y de perfección al que puede aspirar. Así se ha vuelto la astronomía

por el descubrimiento de la gravitación universal. La historia de las ciencias muestra que el

lento y laborioso camino de la inducción no siempre ha sido el de los inventores. La

imaginación, impaciente por llegar a las causas, se complace en crear hipótesis, y a menudo

modifica los hechos con el propósito de adaptarlos a su obra; entonces las hipótesis son

peligrosas. Pero cuando uno las considera solamente como el medio para conectar los

fenómenos para así descubrir las leyes, cuando, al rehusarse a atribuirlas a una realidad,

uno las rectifica continuamente por nuevas observaciones, pueden llevar a las causas

verdaderas, o al menos a ponernos en posición de concluir, desde los fenómenos

observados, aquellos que ciertas circunstancias deberían producir.

Si probásemos todas las hipótesis que pueden formarse con respecto a la causa de

los fenómenos, llegaríamos, por un proceso de exclusión, a la verdadera. Este medio ha

sido empleado con éxito; a veces hemos llegado a varias hipótesis que explican igualmente

bien todos los hechos conocidos, y ante las cuales los estudiosos están divididos hasta que

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observaciones decisivas han hecho conocer la verdadera. Entonces resulta interesante, para

la historia de la mente humana, regresar a estas hipótesis para ver cómo han conseguido

explicar un gran número de hechos, y para investigar los cambios que debieron padecer

para concordar con la historia de la naturaleza. Es así que el sistema de Ptolomeo, que es

solamente la realización de apariciones celestes, se transforma en la hipótesis del

movimiento de los planetas alrededor del sol al hacer iguales y paralelos a la órbita solar los

círculos y los epiciclos que describe anualmente, y cuya magnitud que deja indeterminada.

Basta entonces, con el fin de transformar esta hipótesis en el sistema verdadero del mundo,

con transportar el movimiento aparente del sol en un sentido contrario al de la Tierra.

Casi siempre es imposible someter al cálculo la probabilidad de los resultados

obtenidos por estos diversos medios; esto es igualmente cierto para los hechos históricos.

Pero la totalidad de los fenómenos explicados, o de los testimonios, es a veces tal que, sin

ser capaces de apreciar la probabilidad, no podemos dudar razonablemente de ellos. En los

otros casos es prudente admitirlos sólo con gran reserva.

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CAPÍTULO XVIII

NOTA HISTÓRICA SOBRE EL CÁLCULO DE PROBABILIDADES

Hace mucho tiempo que en los juegos más simples se determinaron las

proporciones de las posibilidades que son favorables o desfavorables para los jugadores, y

las apuestas se regularon de acuerdo con estas proporciones. Pero nadie antes de Pascal y

Fermat había ofrecido los principios y los métodos para someter este asunto al cálculo, y

nadie había resuelto las complicadísimas cuestiones de este tipo. Es, entonces, a estos dos

grandes geómetras que debemos referir los primeros elementos de la ciencia de las

probabilidades, cuyo descubrimiento puede clasificarse entre las cosas notables que han

hecho ilustre al siglo diecisiete, el siglo que ha hecho el mayor honor a la mente humana. El

principal problema que resolvieron por distintos métodos consiste, como ya vimos, en

distribuir equitativamente la apuesta entre los jugadores, quienes se supone que son

igualmente hábiles y concuerdan en detener el juego antes de que termine si la condición

del juego es que, para ganarlo, uno debe obtener un número dado de puntos distinto para

cada uno de los jugadores. Es claro que la distribución debe hacerse proporcionalmente a

las respectivas probabilidades de los jugadores de ganar el juego, las probabilidades

dependiendo del número de puntos que todavía falten. El método de Pascal es muy

ingenioso, y en el fondo es solamente la ecuación de diferencias parciales de este problema

aplicada a determinar las sucesivas probabilidades de los jugadores yendo de los números

más pequeños a los siguientes. Este método está limitado al caso de dos jugadores; el de

Fermat, basado en combinaciones, aplica a cualquier número de jugadores. Pascal creyó en

un principio que estaba, como el suyo, restringido a dos jugadores, y esto produjo entre

ellos una discusión al final de la cual Pascal reconoció la generalidad del método de

Fermat.

Huygens compiló los diversos problemas que ya habían sido resueltos y añadió

algunos nuevos en un pequeño tratado, el primero que ha aparecido sobre este tema y que

tiene por título De Ratiociniis in ludo aleae. Desde entonces, varios geómetras se han

ocupado de este tema: Hudde, el gran pensionario, Witt en Holanda, y Halley en Inglaterra,

aplicaron el cálculo a las probabilidades de la vida humana, y Halley publicó la primera

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tabla de mortalidad en este campo. Casi al mismo tiempo Jacques Bernoulli propuso a los

geómetras varios problemas de probabilidad de los que ofreció soluciones posteriormente.

Finalmente compuso su bello trabajo titulado Ars conjectandi, que apareció siete años

después de su muerte, ocurrida en 1706. La ciencia de las probabilidades es investigada con

más profundidad en este trabajo que en el de Huygens. El autor propone una teoría general

de combinaciones y series, y la aplica a diversas cuestiones difíciles concernientes al azar.

Este trabajo sigue siendo notable a cuenta de la justicia y la inteligencia de vista, el empleo

de la fórmula del binomio en este tipo de cuestiones, y por la demostración de este teorema,

a saber, que al multiplicar indefinidamente las observaciones y las experiencias, la

proporción de los eventos de distintas naturalezas se aproxima a la de sus respectivas

probabilidades en los límites cuyo intervalo se estrecha cada vez más en la proporción en

que se multiplican y se vuelve menor que cualquier cantidad asignable. Este teorema resulta

muy útil para obtener, por observaciones, las leyes y las causas de los fenómenos. Bernoulli

concede una gran importancia, con razón, a su demostración, sobre la que ha dicho haber

meditado por veinte años.

En el intervalo, desde la muerte de Jacques Bernoulli hasta la publicación de su

trabajo, Montmort y Moivre produjeron dos tratados sobre el cálculo de probabilidades. El

de Montmort tiene por título Essai sur les Jeux de hasard, y contiene numerosas

aplicaciones de este cálculo a varios juegos. En la segunda edición el autor ha añadido

algunas cartas en las que Nicolas Bernoulli propone ingeniosas soluciones para varios

problemas difíciles. El tratado de Moivre, posterior al de Montmort, apareció primeramente

en las Transactions philosophiques del año de 1711. Después el autor lo publicó por

separado, y lo ha mejorado sucesivamente en tres ediciones. Este trabajo está basado

principalmente en la fórmula del binomio, y los problemas que contiene poseen, al igual

que sus soluciones, una gran generalidad. Pero su característica distintiva es la teoría de

series recurrentes y su uso en este tema. Esta teoría es la integración de ecuaciones lineales

de diferencias finitas con coeficientes constantes, que Moivre llevó a cabo de un modo muy

satisfactorio.

En este trabajo, Moivre ha retomado la teoría de Jacques Bernoulli con respecto a la

probabilidad de resultados determinados por un gran número de observaciones. No se

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contenta con mostrar, como sí lo hace Bernoulli, que la proporción de los eventos que

deben ocurrir se aproxima sin cesar a la de sus respectivas probabilidades, sino que ofrece,

además, una expresión simple y elegante de la probabilidad de que la diferencia de estas

dos proporciones esté contenida dentro de límites dados. Para este propósito determina la

proporción del término mayor del desarrollo de una potencia muy grande del binomio a la

suma de todos sus términos, y el logaritmo hiperbólico del excedente de este término por

encima de los términos adyacentes a él.

Siendo el término mayor el producto de un número considerable de factores, su

cálculo numérico resulta impracticable. Con el fin de obtenerlo por una aproximación

convergente, Moivre hace uso de un teorema de Stirling respecto al término medio del

binomio elevado a una potencia grande, un teorema notable especialmente en esto: que

introduce la raíz cuadrada de la proporción de la circunferencia al radio en una expresión

que parecería ser irrelevante para este trascendente. Por otra parte, Moivre estuvo

enormemente impresionado por este resultado, que Stirling había deducido de la expresión

de la circunferencia en productos infinitos; Wallis había llegado a esta expresión por un

análisis singular que contiene el germen de la muy curiosa y útil teoría de las integrales

definidas.

Muchos estudiosos, de entre los que deberíamos nombrar a Deparcieux,

Kersseboom, Wargentin, Dupré de Saint-Maure, Simpson, Messene, Moheau, Price,

Bailey, y Duvillard, han coleccionado una gran cantidad de datos precisos con respecto a la

población, los nacimientos, los matrimonios, y la mortalidad. Han ofrecido fórmulas y

tablas relativas a rentas vitalicias, tontinas, garantías, etc. Pero en esta breve nota sólo

puedo indicar estas obras útiles con el propósito de adherirse a las ideas originales. De este

número una mención especial se debe a las esperanzas matemática y moral y a al ingenioso

principio que Daniel Bernoulli ha suministrado para someter la última al análisis. Tal es,

una vez más, la afortunada aplicación que ha hecho del cálculo de probabilidades a la

inoculación. Uno debería incluir especialmente, en el número de estas ideas originales, la

consideración directa de la posibilidad de los eventos trazados desde eventos observados.

Tanto Jacques Bernoulli como Moivre supusieron estas posibilidades como conocidas, y

buscaron la probabilidad de que el resultado de experiencias futuras esté cada vez más

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cerca de representarlas. Bayes, en las Transactions philosophiques del año de 1763, buscó

directamente la probabilidad de que las posibilidades indicadas por experiencias pasadas

estuviesen comprendidas dentro de límites dados, y ha llegado a este resultado de un modo

refinado y muy ingenioso, aunque un poco confuso. Este tema está conectado con la teoría

de la probabilidad de las causas y de los eventos futuros concluidos desde eventos

observados. Algunos años después expuse los principios de esta teoría con una observación

en cuanto a la influencia de las desigualdades que pueden existir entre las posibilidades que

están supuestas a ser iguales. Aunque no se sabe a cuál de estos eventos simples favorecen

estas desigualdades, esta ignorancia suele incrementar la probabilidad de eventos

compuestos.

Al generalizar el análisis y los problemas concernientes a las probabilidades, llegué

al cálculo de las diferencias finitas parciales que desde entonces Lagrange ha tratado por un

método muy simple, y cuyas elegantes aplicaciones ha utilizado en este tipo de problemas.

La teoría de funciones generatrices que publiqué casi al mismo tiempo incluye estos temas

entre aquellos que abarca, y está adaptada, con la mayor generalidad, a las cuestiones más

difíciles de la probabilidad. Determina una vez más, por aproximaciones muy convergentes,

los valores de las funciones compuestas de un gran número de términos y factores; y al

mostrar que la raíz cuadrada de la proporción de la circunferencia al radio entra muy

frecuentemente en estos valores, muestra que puede introducirse una infinidad de otros

trascendentes.

Los testimonios, los votos, y las decisiones de asambleas electorales y deliberativas,

así como los juicios de los tribunales, han sido igualmente sometidos al cálculo de

probabilidades. Tantas pasiones, intereses diversos, y circunstancias complican las

cuestiones relativas a los asuntos, que casi siempre son irresolubles. Pero la solución de

problemas muy simples que guardan una gran analogía con ellos a menudo puede arrojar

mucha luz sobre cuestiones difíciles e importantes, que la garantía del cálculo hace siempre

preferible a los razonamientos más especiosos.

Una de las aplicaciones más interesantes del cálculo de probabilidades concierne a

los valores medios que deben elegirse entre los resultados de las observaciones. Muchos

geómetras han estudiado el tema, y Lagrange ha publicado en las Memoires de Turin un

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precioso método para determinar estos valores medios una vez conocida la ley de los

errores de las observaciones. Para el mismo propósito he suministrado un método basado en

una singular estratagema que puede emplearse ventajosamente en otras cuestiones del

análisis; y éste, al permitir una extensión indefinida en todo el curso de un cálculo extenso

de las funciones que habrían de estar limitadas por la naturaleza del problema, señala las

modificaciones que cada término del resultado final habría de recibir en virtud de estas

limitaciones. Ya hemos visto que cada observación proporciona una ecuación de condición

de primer grado que siempre puede disponerse de manera tal que todos sus términos estén

en el primer miembro, el segundo [miembro] siendo cero. El uso de estas ecuaciones es una

de las causas principales de la gran precisión de nuestras tablas astronómicas, porque así se

ha hecho que concurra un número inmenso de excelentes observaciones al determinar sus

elementos. Cuando haya solamente un elemento a ser determinado, Cotes prescribió que las

ecuaciones de condición deben prepararse de modo tal que el coeficiente del elemento

desconocido sea positivo en cada una de ellas, y que todas estas ecuaciones se añadan para

así formar una ecuación final desde la que se derive el valor de este elemento. La regla de

Cotes fue seguida por todos los calculadores, pero como no consiguió determinar varios

elementos, no hubo una regla fija para combinar las ecuaciones de condición de modo tal

que se obtuviesen las necesarias ecuaciones finales; pero para cada elemento uno elige las

observaciones más apropiadas para determinarlo. Fue con el fin de evitar estos tanteos que

Legendre y Gauss concluyeron añadir los cuadrados de los primeros miembros de las

ecuaciones de condición, y hacer de la suma un mínimo al variar cada elemento

desconocido; por este medio se obtienen directamente tantas ecuaciones finales como

hayan elementos. Pero, ¿los valores determinados por estas ecuaciones merecen la

preferencia sobre todos aquellos que pueden obtenerse por otros medios? El cálculo de

probabilidades pudo responder por sí solo esta pregunta. Lo apliqué, pues, a este asunto, y

por un análisis delicado obtuve una regla que incluye al método anterior y que posee la

ventaja de ofrecer por un proceso regular, además de los elementos deseados, la posibilidad

de obtenerlos con la mayor muestra de evidencia desde la totalidad de las observaciones, y

de determinar los valores que dejan solamente los mínimos errores posibles a ser temidos.

Sin embargo, tenemos solamente un conocimiento imperfecto de los resultados

obtenidos siempre que sea desconocida la ley de los errores a los que son susceptibles;

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debemos poder asignar la probabilidad de que estos errores estén contenidos en límites

dados, lo que equivale a determinar aquello que he llamado el peso de un resultado. El

análisis conduce a fórmulas generales y simples para este propósito. He aplicado este

análisis a los resultados de observaciones geodésicas. El problema general consiste en

determinar las probabilidades de que los valores de una o de varias funciones lineales de los

errores de un gran número de observaciones estén contenidos en cualesquiera límites.

La ley de la posibilidad de los errores de observaciones introduce en las expresiones

de estas probabilidades una constante cuyo valor parece requerir el conocimiento de esta

ley, que casi siempre es desconocida. Por fortuna, esta constante puede determinarse desde

las observaciones.

En la investigación de elementos astronómicos está dada por la suma de los

cuadrados de las diferencias entre cada observación y la observación calculada. Al ser

proporcionales a la raíz cuadrada de esta suma los errores igualmente probables, uno puede,

por la comparación de estos cuadrados, apreciar la exactitud relativa de las distintas tablas

de la misma estrella. En las operaciones geodésicas estos cuadrados son remplazados por

los cuadrados de los errores de las sumas observadas de los tres ángulos de cada triángulo.

La comparación de los cuadrados de estos errores nos permitirá juzgar la precisión relativa

de los instrumentos con los que han sido medidos los ángulos. Por esta comparación se ve

la ventaja del círculo de reflexión sobre los instrumentos que ha remplazado en la geodesia.

En las observaciones suelen existir muchas fuentes de errores; así, las posiciones de

las estrellas estando determinadas por medio del telescopio meridiano y del círculo, ambos

susceptibles a errores cuya ley de probabilidad no debería suponerse como la misma, los

elementos que se deducen desde estas posiciones están afectados por estos errores. Las

ecuaciones de condición, que se hacen para obtener estos elementos, contienen los errores

de cada instrumento y tienen diversos coeficientes. El sistema de factores más ventajoso

por el cual deben multiplicarse respectivamente estas ecuaciones para obtener, por la unión

de los productos, tantas ecuaciones finales como hayan elementos a ser determinados, ya no

es el de los coeficientes de los elementos en cada ecuación de condición. El análisis que he

utilizado lleva fácilmente, sea cual sea el número de las fuentes de error, al sistema de

factores que da los resultados más ventajosos, o aquellos en donde el mismo error es menos

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probable que en cualquier otro sistema. El mismo análisis determina las leyes de

probabilidad de los errores de estos resultados. Estas fórmulas contienen tantas constantes

desconocidas como hayan fuentes de error, y dependen de las leyes de probabilidad de

estos errores. Ya se ha visto que, en el caso de una sola fuente, esta constante puede

determinarse por la formación de la suma de los cuadrados de los residuos de cada ecuación

de condición cuando han sido sustituidos los valores encontrados para estos elementos. Un

proceso similar generalmente da valores de estas constantes, sea cual sea su número, lo que

completa la aplicación del cálculo de probabilidades a los resultados de observaciones.

Debo hacer aquí una observación importante. La pequeña incertidumbre que dejan

las observaciones, cuando no son numerosas, con respecto a los valores de las constantes

recién discutidas, hace un poco inciertas las probabilidades determinadas por el análisis.

Pero casi siempre basta con saber si la probabilidad de que los errores de los resultados

obtenidos estén comprendidos dentro de límites estrechos se aproxima cercanamente a la

unidad; y cuando no lo hace, basta con saber hasta qué punto han de multiplicarse las

observaciones con el fin de obtener una probabilidad tal que no quede ninguna duda

razonable con respecto a la exactitud de los resultados. Las fórmulas analíticas de

probabilidades satisfacen perfectamente este requerimiento, y en esta conexión pueden ser

vistas como el complemento necesario de las ciencias basadas en una totalidad de

observaciones susceptibles de error. Son igualmente indispensables para resolver un gran

número de problemas en las ciencias natural y moral. Las causas regulares de los

fenómenos suelen ser, o bien desconocidas, o bien demasiado complicadas como para ser

sometidas al cálculo; además, su acción suele estar perturbada por causas accidentales e

irregulares. Pero siempre queda su impresión en los eventos producidos por todas estas

causas, y conduce a modificaciones que solamente puede determinar una larga serie de

observaciones. El análisis de probabilidades desarrolla estas modificaciones; asigna la

probabilidad de sus causas y señala los medios para aumentar continuamente esta

probabilidad. Así, en medio de las causas irregulares que perturban la atmósfera, los

cambios periódicos del calor solar, del día a la noche y del invierno al verano, producen en

la presión de esta gran masa de fluido y en la correspondiente altura del barómetro, las

oscilaciones diurnas y anuales; y numerosas observaciones barométricas han revelado la

primera con una probabilidad al menos igual a la de los hechos que consideramos como

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ciertos. Así, una vez más la serie de eventos históricos nos muestra la acción constante de

los grandes principios de la ética en medio de las pasiones y de los diversos intereses que

perturban a las sociedades en todos los sentidos. Es notable que una ciencia que comenzó

con la consideración de juegos de azar se eleve al rango de los asuntos más importantes del

conocimiento humano.

He reunido todos estos métodos en mi Theorie analytique des Probabilites, en

donde he propuesto exponer, del modo más general, los principios y el análisis del cálculo

de probabilidades, así como las soluciones de los problemas más difíciles e interesantes que

presenta el cálculo.

En este ensayo se ve que la teoría de probabilidades es, en el fondo, únicamente

sentido común reducido al cálculo; nos permite apreciar con exactitud aquello que las

mentes exactas sienten por una especie de instinto sin ser capaces a menudo de ofrecer una

razón para él. No deja arbitrariedad en la elección de opiniones y lados a ser tomados, y por

su uso siempre puede determinarse la elección más ventajosa. De ahí que supla muy

felizmente la ignorancia y la debilidad de la mente humana. Si consideramos los métodos

analíticos a los que ha dado lugar esta teoría; la verdad de los principios que le sirven como

base; la fina y delicada lógica que requiere su empleo en la solución de problemas; el

aparecimiento de la utilidad pública que descansa sobre ella; la extensión que ha recibido y

que aún puede recibir por su aplicación a las cuestiones más importantes de la filosofía

natural y de la ciencia moral; en definitiva, si consideramos que, incluso en las cosas que no

pueden someterse al cálculo, ofrece los consejos más seguros que pueden guiarnos en

nuestros juicios, y nos enseña a evadir las ilusiones que a menudo nos confunden, entonces

veremos que no hay ciencia más digna de nuestros pensamientos, y que ninguna más útil

podría ser incorporada al sistema de instrucción pública.