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69 El primer automóvil rebelde unca comprendimos tan a las claras como en aquel ardiente día de julio, lo que decía el rudo cantar revolucionario: Don Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, por defender la Nación trae en peligro la vida… Porque en aquel desastroso combate de Monclova no qui- so el jefe salir de la línea de fuego, es decir de la Estación, hasta que se cercioró de que los trenes con heridos, enfermeras del hospital y familias de la ciudad, que temían los atropellos de los pelones, hubieron partido rumbo a Piedras Negras y hasta que se convenció de que toda resistencia era inútil y ordenó a don Pablo González que se retirara a Hermanas. Entonces emprendimos la marcha por el polvoriento cami- no que conduce a Cuatro Ciénegas, la tierra natal del jefe del constitucionalismo, quien iba a la cabeza de aquellos grupos Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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El primer automóvil rebelde

unca comprendimos tan a las claras como en aquel ardiente día de julio, lo que decía el rudo cantar revolucionario:

Don Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, por defender la Nación trae en peligro la vida…

Porque en aquel desastroso combate de Monclova no qui-

so el jefe salir de la línea de fuego, es decir de la Estación, hasta que se cercioró de que los trenes con heridos, enfermeras del hospital y familias de la ciudad, que temían los atropellos de los pelones, hubieron partido rumbo a Piedras Negras y hasta que se convenció de que toda resistencia era inútil y ordenó a don Pablo González que se retirara a Hermanas.

Entonces emprendimos la marcha por el polvoriento cami-no que conduce a Cuatro Ciénegas, la tierra natal del jefe del constitucionalismo, quien iba a la cabeza de aquellos grupos

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abigarrados, pues no podíamos decir que eran escuadrones, ya que todavía no existía organización militar y más bien eran fracciones de ciudadanos armados y montados, sobre todo en aquellos momentos en que íbamos mezclados, a causa de la derrota, jefes, oficiales y tropas de don Jesús Carranza, de don Emilio Salinas y de don Pablo González, que eran los tres jefes más significados, además de civiles que desde aquel momento jugaron su carta a la suerte de la Revolución.

Poco antes de llegar a Nadadores la retaguardia gritó al-guien:

—¡Allá viene un tren!Y tal como si dentro de una iglesia hubieran gritado:—¡Allá viene el Diablo!Así corrimos despavoridos fuera del camino, casi todos,

menos los jefes, que no perdían su serenidad, pero como no sabíamos si era el enemigo, se ordenó que nos distanciáramos “en tiradores”, sin dejar de avanzar, enviándose a dos oficiales, no me acuerdo quiénes, a que fueran a cerciorarse, resultando que era el entonces capitán Erbey González Díaz, con quien venía Baltazar G. Chapa, capitán segundo, procedentes de Ro-sales, a quienes se había llamado para reforzar a los defensores de Monclova, pero llegaron demasiado tarde y habiendo sabido que el Primer Jefe se dirigía a Cuatro Ciénegas, optaron por seguirlo. Se le ordenó a Erbey que bajara su gente y caballería en Nadadores y que allí se nos incorporara, como se efectuó.

A paso de campaña, pues el Jefe no se apresuraba por nada, íbamos tragando polvo y oyendo el incesante tronar de los cañones federales, lo que nos consolaba un poco, pues significaba que todavía resistían las fuerzas del general Gon-zález, aunque no nos hacíamos ilusiones ya acerca del resultado del combate, pero no por eso se crea que marchábamos cabiz-bajos y taciturnos, como deben marchar los derrotados que se respetan; no, señores, exceptuando los jefes, los demás íbamos con el mismo escándalo de siempre, comentando los sucedidos de aquel azaroso día y los distintos percances que habíamos

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sufrido, pues es de saber también que todavía no aprendía-mos a llamarle “estrategia”, a la derrota, ni soñábamos en “hojas de servicios” ni en “comisiones revisadoras” y, por lo mismo, no hacíamos “heroicidades” ni ocultábamos lo que nos pasaba. Alguno platicó que ese mismo día se encontraba Manuel Cárdenas, que era un valiente y mandaba gente traí-da de La Laguna, en la Loma de La Bartola, entre Monclova y la Estación, cuando los pelones, ya casi dentro de la ciudad, abocaron sus piezas de artillería hacia donde Manuel estaba y comenzaron a enviarle una verdadera granizada de proyec-tiles. Nuestra gente aún no estaba acostumbrada a escuchar el “sonoro rugir del cañón” y todos “le alzábamos escobeta”, según nuestra jerga de campaña, a aquellas enormes grana-das con que los secuaces del usurpador nos obsequiaban con tanta prodigalidad, así es que cuando pasó Sebastián Carranza, padre del glorioso aviador Emilio, muerto trágicamente como es bien sabido, se encontró a Cárdenas que ya le “daban las doce” para contener a sus “muchachos”.

Los mayores Ildefonso V. Vázquez y Samuel G. Vázquez, con el cañoncito “El Rorro”, Monclova, Coahuila,

mayo de 1913. SINAFO.

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—¿Qué hubo, Manuel? —le preguntó Sebastián. Y aquél respondió:—Oye, ¿lo crees que estos brutos pelones nos están tiran-

do cañonazos? —¿A poco querías que te tiraran confites?—No, pero así no me llevo; yo me voy. —Bueno —dijo Sebastián—, precisamente venía a decirte

que ordenan que te vayas a la Estación.Y entre las risotadas con que celebrábamos éste y otros deta-

lles, avanzábamos hasta llegar al pequeño pueblo de Nadadores, como a las dos de la tarde, con un hambre de los mil demo- nios, pues desde la noche anterior no probábamos bocado, ya que los pelones no nos dieron tiempo y el hotel de los chinos, en la Estación de Monclova, estaba cerrado a piedra y lodo. Como en Nadadores vivía gran parte de mi familia, me dirigí a mi casa, mientras los compañeros se dispersaban por el pueblo en busca de alimento, pero antes de desprenderme del grupo de los jefes, llegó mi padre, que había sido compañero de escuela de don Venustiano y después de saludarlo le manifestó que en la casa lo esperaba la comida, pues como yo había enviado por delante a uno de mis asistentes para que le dijera a mi padre lo que pasaba, él ya sabía que por allí iba el Primer Jefe. Éste no quería aceptar, pues era tal su delicadeza, que manifestó que pronto quizá entrarían los federales al pueblo y entonces era lo más probable que ejerciera alguna venganza sobre la familia que lo alojara, aunque fuera por unas horas. Pero don Marce-lino González Galindo, mi padre, estaba chapado a la antigua en lo que a valor concernía, así es que no aceptó la excusa, ex-presando que de cualquier manera lo molestarían (si lo podían coger), puesto que yo andaba en las filas constitucionalistas. Y por este motivo, nuestra casa tuvo el honor de dar de comer al Primer Jefe y una parte de sus acompañantes aquel memorable y fatídico día en que perdimos Monclova. No puedo recordar quiénes fueron los comensales aparte de los jefes, sino a Espi-nosa Mireles, Alfredo Breceda, Julio Madero, el doctor Oribe,

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Vidal Garza Pérez y Jacinto B. Treviño. Después de comer, montaron a caballo los jefes y dieron la orden de salida, pero don Jesús, que era mi jefe inmediato, me mandó que me que-dara con diez hombres de su escolta y que procurara llevarme la gente montada que pudiera de aquel pueblo, donde teníamos buenos partidarios. Cumplí con mi comisión, logrando que el ayuntamiento en masa, encabezado por mi tío Eutiquio Flores, que era el presidente, me acompañara, así como otros ocho o diez arriesgados, pues eso de unirse a una facción después de un desastre, tiene sus bemoles.

Yo traía una preocupación, aparte de las otras que me car-gaba por el sufrimiento de mis tías y el que había de causar a mi madre, que estaba en Rancho Nuevo, y esta otra preocupa-ción era que en el “maremágnum” aquel había perdido de vista a dos de mis “cuates” favoritos: mi ilustre compadre Ricardo González y la calamidad cúbica que se llamaba Santos Dávila Arizpe, y por más que preguntaba a todos los que continuaban llegando de Monclova, ninguno me daba razón, y hasta hubo quien me aseguró que a Santos lo habían cogido prisionero y a Ricardo lo habían herido.

Santos Dávila, hijo de familias ricas, calavera, pródigo, simpático y valiente, era una delicia en su juicio, pero cuan-do andaba, como él decía, “en sus desgraciados aguardientes” no lo hubiera aguantado ni el señor Job, aquel de la pacien-cia bíblica y hasta sobrehumana, y como desgraciadamente en aquellos tiempos la temperancia era una virtud harto difícil de practicar, yo me temía que mi compañero, inspirado por los alcoholes se hubiera metido en donde no pudiera salir, y lo hu-bieran aprisionado, lo cual significaba colgamiento inmediato.

Después de despedirme de mi padre y de mis tías, salí de Nadadores, con el ayuntamiento y otros amigos que se nos unieron.

Dos horas después llegamos a Rancho Nuevo (hoy Villa Lamadrid), donde abracé a mi adorada madre y seguimos la marcha hacia Cuatro Ciénegas, media hora más tarde.

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Por primera vez caminaba yo un poco triste, fumando como un camaleón unos horribles puros recortados, para dis-traer la pena que me causaran las lágrimas de mi madre y de mis tías y la despedida de mi padre, y también cansado, pues hay que recordar que la noche anterior habíamos montado en Gloria y no desensillábamos todavía, lo que no pasaba con mis compañeros, que apenas en Nadadores habían comenzado su jornada… Serían las siete cuando a lo lejos se escuchó un ruido sordo, después más fuerte…

—¿Qué es eso? —preguntaron algunos. Entonces yo reconocí el ruido y les dije: —Es un automóvil. Y enseguida grité: —Sáquense del camino, no vaya a ser enemigo.Porque hay que tomar en cuenta que hablo de 1913, cuan-

do los automóviles eran un acontecimiento y en toda la región no había otro que el que poseía don Melchor Lobo, que había cometido la extravagancia de comprar uno de aquellos carrua-jes infernales, como les llamaban los labriegos, porque con su extraño traqueteo y su bocina escandalosa, espantaban a las mulas y los caballos y decapitaban gallinas y apachurraban co-chinos que daba horror, sobre todo a los dueños de los anima-litos, y no era remoto que los pelones que venían de la capital, pudieran traer algunos de aquellos artefactos.

Pero no había tales pelones, pues momentos después oímos los “¡Viva Carranza!” que lanzaban los del automóvil y reco-nocí el vozarrón de Santos Dávila que aullaba, más bien que cantar, “La Cucaracha”:

En Palacio Nacional ya parió don Vitoriano y el muchacho está gritando: ¡mi papá es don Venustianoooo!

La cucaracha, la cucaracha… etcétera.

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Y otros versos que no son para escritos. Salimos al camino y efectivamente, nos encontramos con el famoso automóvil de don Melchor Lobo, que contenía en su interior a los perdidos: mi ilustre compadre Ricardo y el terrible Santos Dávila, que encontrándose en la Estación Monclova, cuando ya salían a seguirnos, con el automóvil, que estaba en servicio del Cuar-tel General, pues fue el primer aparato de esta clase que tuvo la Revolución, optaron por sacarlo para que no lo cogiera el enemigo. Ninguno manejaba, pero afortunadamente junto al auto estaba su chauffeur, que también era un tipo notable, cuyo nombre he olvidado, y lo conocíamos por el remoquete de “La Paloma”, aunque en honor de la verdad, no era paloma, sino gavilán, porque como bravo, no era de los menos. Natu-ralmente que antes de abandonar la Estación, Santos, pistola en mano, convenció a los chinos del Hotel del Ferrocarril que le obsequiaran un cargamento de latas, pan y otros comes-tibles de toda especie, por lo que el vehículo venía cargado con ellos dos, “La Paloma”, las monturas de Santos y Ricardo, pues dejaron a sus asistentes atrás con los caballos, pero no las monturas y un mundo de botellas de todos tamaños y de todas especies. Inmediatamente pararon el auto y me hicieron desmontar y subir con ellos, así como comenzar la noble ope-ración de empinar el codo, de manera que cuando llegamos a Estación San Juan, ya de noche, armábamos un escándalo tan tremendo, que alguien probablemente le comunicó por teléfono al Primer Jefe y éste mandó ver de qué se trataba, pero nosotros seguimos hasta Cuatro Ciénegas impávidos, y tan alegres que no nos dimos cuenta hasta el día siguiente que habíamos venido sin llantas, con los rines pelones, y dando tumbos en el camino, como pelotas. Allí se quedó el famoso automóvil, que por cierto era un “Chalmers”, y que indudable-mente fue el primer automóvil rebelde.

En Cuatro Ciénegas se organizó al día siguiente la escolta con que el Primer Jefe debía salir a La Laguna y de allí a So-nora, en aquella estupenda travesía que lo llevó al noroeste de

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la República, a caballo y fijo su pensamiento en el triunfo, que debía lograr por su inteligencia, su valor y su constancia.

Con él marcharon los civiles que ya he nombrado y Ma-nuel Cárdenas con su gente, quedando en la plaza don Jesús Carranza y don Emilio Salinas, así como los jefes que se les habían reunido y que el jefe dispuso fueran a incorporarse con el general Pablo González, a quien nombró jefe de Operacio-nes en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, para intensificar el movimiento.

El 12 de julio salió el Primer Jefe y lo despedimos, acom-pañándolo un corto tramo de su camino fuera de la población, sintiendo que muchos de los que se alejaban, quizá lo hacían para siempre.

Ese mismo día don Jesús comenzó a mandar correos para localizar a don Pablo y nos preparamos para emprender de nuevo aquella gloriosa campaña contra un enemigo superior, alentados por la fe inconmovible de nuestros jefes, comunicada a nuestros corazones juveniles con el ejemplo de resistencia, de valor y estoicidad para todas las penalidades, que ellos su-frían al par que nosotros, tranquilos siempre, siempre joviales y siempre buenos, pues hasta la seriedad proverbial de don Pablo se quebrantaba cuando una nueva travesura o un chiste nuevo de sus “muchachos” lo hacía reír de buena gana, a pesar de tener sobre su persona la tremenda responsabilidad de aquella campaña…

r sp st d oto

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