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341 El cafecito de Chón l 1° de mayo como a las seis de la tarde llegamos con el gene- ral González a Altamira, don- de conferenció el general en jefe con los generales Luis Ca- ballero, Jesús Agustín y Cesáreo Castro, y esa misma tarde los jefes con sus estados mayo- res hicieron un reconocimiento sobre el terreno para preparar el ataque al puerto petrolero, ordenando que esa misma no- che el tren de la artillería pesada del Cuerpo de Ejército siempre a las órdenes del invicto teniente coronel Carlos Prieto y las ame- tralladoras de los bravos Federico Montes y Daniel Díaz Cou- der, que en tantos rudos combates habían demostrado su valor y eficiencia, avanzaran hasta cerca de Los Esteros. También se dispuso que las fuerzas de la Quinta Brigada, del mando del general Luis Caballero, extendieran su línea desde cerca de la loma de Andonegui hasta el Río Pánuco, por Árbol Grande y que a las primeras horas de la mañana siguiente tomaran posi- Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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El cafecito de Chón

l 1° de mayo como a las seis de la tarde llegamos con el gene-ral González a Altamira, don-de conferenció el general en jefe con los generales Luis Ca-ballero, Jesús Agustín y Cesáreo Castro, y esa misma tarde los jefes con sus estados mayo-res hicieron un reconocimiento sobre el terreno para preparar el ataque al puerto petrolero, ordenando que esa misma no-

che el tren de la artillería pesada del Cuerpo de Ejército siempre a las órdenes del invicto teniente coronel Carlos Prieto y las ame-tralladoras de los bravos Federico Montes y Daniel Díaz Cou-der, que en tantos rudos combates habían demostrado su valor y eficiencia, avanzaran hasta cerca de Los Esteros. También se dispuso que las fuerzas de la Quinta Brigada, del mando del general Luis Caballero, extendieran su línea desde cerca de la loma de Andonegui hasta el Río Pánuco, por Árbol Grande y que a las primeras horas de la mañana siguiente tomaran posi-

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ciones las tropas de los generales J. Agustín Castro y Cesáreo Castro, al poniente y norte de Andonegui hasta cerrar con la Escuela del Monte las primeras y las segundas inmediatamente después hasta llegar a la orilla del Tamesí.

Es jefe de la guarnición federal que defiende el puerto pe-trolero el general Ignacio Morelos Zaragoza, quien tiene a sus órdenes a los generales Higinio Aguilar y García Lugo, y ha organizado su defensa admirablemente, fortificando muy bien las posiciones de Andonegui y la Escuela del Monte, y además cavando profundas loberas, en líneas quebradas, desde la Es-cuela del Monte hasta la laguna del Carpintero, y por el norte y oriente hasta las márgenes del Pánuco.

Muy difícil se nos presentaba la toma de Tampico, que se-gún el gracioso decir de Alfredo Rodríguez, ya jefe de Esta-do Mayor de don Pablo y que era un magnífico conversador de ágil palabra y de ingeniosas salidas, nos comunicaba que “aquel era un hueso difícil de roer” y sí lo era, por las enormes defensas naturales del puerto, resguardado al oriente y suroes-te por la laguna del Carpintero, dejándonos libre para atacar únicamente el norte y parte del oriente, pero éstos bien defen-didos por las fuertes posiciones de Andonegui y la Escuela del Monte, de manera que con una corta guarnición podía defen-derse la plaza largamente, como lo había hecho el general Mo-relos, que pudo resistir los formidables ataques de los nuestros en diciembre de 1913, mandados por los generales Villarreal, Murguía y J. Agustín Castro, así como los asaltos subsecuentes de las tropas del general Caballero, que si bien inmovilizaron a la guarnición de Tampico, no pudieron ocupar la ciudad en todos aquellos meses.

Y esta es la ocasión de nombrar y recordar a algunos de los elementos de la Quinta División del Nordeste, jefaturada por el general Luis Caballero, de los cuales tengo presentes en mi memoria a los que ya para mayo de 1914 eran coroneles: César López de Lara, Emiliano Nafarrate y Francisco González; los tenientes coroneles Eugenio López, Julio Labanzat y Rafael

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Trejo, jefe del Estado Mayor; Antonio Peña, Modesto Gar-cía Cavazos, Joaquín Mucel y el viejo y valiente don Teódulo Ramírez; capitanes Gerardo Cuéllar, Lázaro Garza, Mónico Barrera, Rodrigo Flores Pérez y su hijo del mismo nombre, Filomeno López y otros; y aunque no concurrió al ataque a Tampico, es justo recordar al bravo capitán Juan B. Garza, quien, en uno de los anteriores asaltos de las fuerzas de Caba-llero a la misma plaza, cayó valientemente, quedando tirado en el campo hasta el día siguiente en que los nuestros recupera-ron la posición perdida, donde fue recogido y enviado a Ciu-dad Victoria, pero desgraciadamente por la falta de atención a tiempo, perdió una pierna.

Jesús Carranza, Pablo González y otros revolucionarios con miembros de sus estados mayores. SINAFO.

Además de sus fortificaciones, contaban los federales para su defensa con dos unidades navales estacionadas en el Pánu-co, el cañonero Veracruz, situado en el Moralillo y la corbeta Zaragoza, que se ocultaba tras de los molinos de harina de los señores Madero, los cuales protegerían con sus poderosos cañones de 101 milímetros los lugares que sufrieran mayores embates.

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En esta situación de defensa se encontraba la plaza de Tam-pico, último reducto del huertismo en el nordeste, y la Prime-ra Jefatura, desde Sonora, insistía con el general González para que se tomara lo antes posible, por temor de con otro acto hostil pudiera agravarse la delicada situación internacional, pues como a medio kilómetro de la desembocadura del Pánu-co, fuera de escolleras, se encontraban cinco barcos de guerra americanos, al mando del contraalmirante Mayo, vigilando y esperando la oportunidad para desembarcar tropas en caso de peligrar sus nacionales.

Desde el 1° al 8 de mayo el Cuartel General se ocupó dili-gentemente en ultimar los preparativos para el asalto, dándo-nos un trabajo de todos los diablos al teniente coronel Alfredo Rodríguez y al que escribe, pues las órdenes menudeaban, así como los pliegos de instrucciones para los jefes de fuerzas, pues hay que decir que don Pablo era meticuloso y exactísimo en todo y no confiaba a la memoria casi nada; tomaba opiniones de sus subalternos, oía en consejo a sus jefes subordinados con toda atención, pero una vez decidido, daba sus disposiciones por escrito o verbales, las que invariablemente se cumplían, porque ninguno se atrevía a desobedecerlo, pues su espíritu disciplinario era bien conocido.

Esperábamos, entre otras cosas, un carro de ferrocarril con municiones, procedente de Matamoros, vía Monterrey, y medi-cinas, vendas, etcétera, para el Cuerpo Sanitario, al que se ha-bían agregado los doctores Ignacio Sánchez Neira y Gilberto de la Fuente, estableciendo el Hospital de Sangre en Altamira y puestos avanzados con sus ayudantes en la línea de atrinche-ramiento nuestra. El carro de municiones no llegó hasta el día 6 por la tarde, pero los preparativos para el combate quedaron terminados hasta el 8.

En estos días y después de nuestro trabajo diario, Alfredo Rodríguez, Ángel H. Castañeda, mi compadre Ricardo Gon-zález, Pablo M. Garza, quien andaba conmigo casi siempre y algunos otros nos íbamos a visita a los viejos amigos de la pa-

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lomilla, como Montes, Castillo Tapia, Alejo González, Lucia-no Reyes Salinas, Zuazua y demás, quienes nos recibían con sabrosas “mocas” de café y charlábamos, contábamos cuentos más o menos verdes, comentábamos las noticias de la campaña y nos echábamos entre pecho y espalda uno que otro delicioso trago de buen mezcal y a veces hasta de cognac, pues desde la toma de Monterrey nos habíamos “civilizado” bastante y aún nos permitíamos el lujo de hurtarnos una que otra cerveza he-lada del carro especial de don Pablo, a quien de vez en cuando le extrañaba la desaparición del líquido, que le comunicaba el cocinero, pues él siempre fue sobrio y solamente en la comida tomaba una cerveza y nada más.

Y tratándose de café, nuestra bebida favorita en el nor-te, voy a recordar la “tantiada” que nos jugó aquel famoso Chón… ¿Cuál era su apellido? No lo recuerdo y quizás jamás lo supe, pues Chón era un simple sargento, a quien conocía-mos todos por la maravillosa facultad de hacer el mejor café que he tomado en mi vida. Nosotros conocíamos a Chón desde hacía tiempo, precisamente por su fama cafetera. Desde que veníamos de Coahuila, en 1913, cuando se encontraba uno a Chón, inmediatamente le pedía café; pero este artista del “néctar negro de los sueños blancos”, como fue llamado por uno de los grandes poetas románticos, era asistente de uno de los jefes, y sucedía que muy frecuentemente que cuan-do éste reclamaba una taza de café, rara vez podía repetirla, porque ya entre todos los conocedores de la gracia de Chón, le habíamos acabado el líquido en “traguitos”, porque aque-llo parecía cantina:

—Chón, dame un traguito.—Y a mí otro traguito.—A mí un traguito chiquito.—Pero, muchachos —decía de repente el referido— ya

no hay café. —Anda, no te pongas “Vitoriano” échame un traguito.—Ya no queda ni pa’l jefe —decía el pobre Chón.

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Pero nosotros lo asediábamos hasta que le acabábamos la aromática bebida.

Pero un día se cansó el afamado Chón de que le agotára-mos su cocción y decidió para su “forro interno” (como decía nuestro famoso don Domitilo Colunga), tendernos un “plan ranchero”, y como lo pensó lo hizo, con los resultados hala-gadores (para él) que se verán. Alfredo Rodríguez, Castañe-da, Castañuelas y este servidor nos dirigimos una de aquellas noches de mayo, como a las 12, adonde sabíamos que se en-contraba el susodicho, con ánimo de convidarnos al delicioso cafecito. Llegamos a donde creíamos encontrarlo y efectiva-mente, junto a una “lumbrita”, sentado en cuclillas estaba el interfecto, pero solitario, contra lo acostumbrado, pues siem-pre tenía clientes gratuitos, como nosotros.

—¿Quiubo, Chón, nos das un traguito de café? —dijo Castañeda.

—Sí, mi capi, ¿cómo no? Y tomando el recipiente que lo contenía, fue a servirnos,

pero entonces Alfredo, muchacho pulcro, exclamó horroriza-do:

—¿Pero qué es eso? ¿En qué has hecho el café?—Pos en este trastecito, jefe, porque no jallé otro; pero es

nuevecito, no le tengan asco; tómenselo, que está rete güeno.—¡Que se lo tome Huerta! —dijo Alfredo.Castañeda exclamó: —Y los asientos que se los tome Blanquet.Y salimos disparados, sin hacer aprecio de Chón, que decía: —Está muy güeno, jefes, no miagan el desaire…¿Qué había sucedido? Pues que el sinvergüenza de Chón se

trajo probablemente de Monterrey uno de esos recipientes de peltre, que tal vez avergonzados por el uso a que los destinan, se esconden debajo de las camas, y que por acá conocemos con el mote de “bacinicas”, y en él había hecho un famoso cafecito. Por demás está decir que cuanto aficionado se había acercado a “colearlo”, se había retirado con el estómago asqueado, por

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más que el ladino de Chón les explicara que el “trastecito”, como él decía, era completamente nuevo, y que en lo sucesivo el tal cafecito perdió por completo su popularidad, con gran contento del sargento y de su jefe.

El día 8 de mayo, por la mañana, el general don Pablo González giró una comunicación al contraalmirante Mayo, haciéndole saber que en las próximas 24 horas daría principio al ataque sobre Tampico, esperando que los buques de guerra a su mando brindarían hospitalidad a los extranjeros que de-searan ponerse a salvo de las contingencias de la lucha que iba a comenzar.

Mayo contestó inmediatamente, agradeciendo a don Pablo la atención e informándole que desde luego ponía en conoci-miento del cónsul americano en el puerto el contenido de su comunicado para que lo hiciese saber a todos los extranjeros en la plaza.

Pero antes de mediodía, las avanzadas en Árbol Grande co-munican al general en jefe que acababa de arribar una lancha procedente de Tampico, ocupada por el cuerpo consular ex-tranjero, quienes solicitaban una entrevista e inmediatamente se dirige hacia aquel punto don Pablo acompañado por su jefe de Estado Mayor, secretario particular, el taquígrafo Lamonte, los generales Cesáreo Castro y Luis Caballero y algunos jefes más.

La entrevista tuvo lugar en Árbol Grande, donde el señor Trápaga, cónsul del Reino Español se presentó como tal e in-trodujo con el jefe constitucionalista a los demás cónsules que lo acompañaban y su conferencia se redujo a tratar de intimidar al general González para que suspendiera el ataque por tres o cuatro días, amenazándole con un conflicto internacional de parte de sus gobiernos en caso de que no accediera, so pretexto de que había muchos intereses extranjeros que poner a salvo.

Don Pablo manifestó al señor Trápaga que sentía infinito no poder obsequiar sus deseos, pero que desde el día primero los habitantes de Tampico sabían de la proximidad de las fuer-zas constitucionalistas y de la inminencia del asalto, por lo que

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habían tenido tiempo los súbditos extranjeros de poner a salvo sus intereses que creyeran podían correr peligro.

Varias veces insistió el señor Trápaga sobre el mismo tema, apoyado abiertamente por el cónsul alemán, cuyo nombre no supe, recibiendo la cortés pero enérgica negativa de don Pablo. Entonces el señor Trápaga dirigió al general en jefe algunas frases impropias de un diplomático, por lo que éste dio por terminada la entrevista diciendo a los señores cónsules:

—Ya he tenido la satisfacción de haber cumplido con mi deber como jefe de las fuerzas constitucionalistas que atacarán mañana la plaza, y ahora, señores, toca a ustedes aprovechar este aviso de la mejor manera que les parezca. Hemos conclui-do, pero pueden ustedes estar seguros de que haré de mi parte todo lo posible porque no sufran los intereses y personas de los no combatientes.

Los cónsules, con el señor Trápaga a la cabeza, embarcaron malhumorados en su gasolinera y partieron rumbo a la plaza sitiada, dejándonos un poco perplejos acerca de los móviles de esta entrevista, pero cuando triunfamos, tuvimos ocasión de saber y así lo escribiré a su tiempo el porqué de la insistencia con que los señores cónsules, sobre todo el de España, aboga-ban por que se detuviera el ataque por varios días.

Ese mismo día se dio parte telegráficamente a la Primera Jefatura de que al día siguiente, 9 de mayo, a las primeras horas de la mañana principiaría el asalto, como se verificó, pues para las cinco nuestra línea de batalla, desde Árbol Grande y doña Cecilia hasta la Escuela del Monte, abrió sus fuegos sobre el enemigo parapetado en las fortificaciones que he descrito.

Para las seis el fuego se ha generalizado, siendo los pri-meros en lanzarse al ataque los efectivos que baten la Escuela del Monte; siguen después los del sector del Pánuco y luego el centro, protegidos por los disparos de nuestra artillería, que al mando de Carlos Prieto se había emplazado frente a Andone-gui, mientras que las ametralladoras, divididas en dos baterías al mando respectivo de Federico Montes y Daniel Díaz Cou-

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der, batían a las posiciones de la Escuela del Monte y el Oriente de Andonegui.

Incesantemente se lucha toda la mañana sin que los rudos embates de nuestros valientes revolucionarios logren ganar te-rreno a los no menos valientes pelones, que se defienden en sus fortines y loberas desesperadamente. El fuego de la fusilería es tremendo; las ametralladoras no cesan un minuto en su tra-queteo de muerte; la artillería pesada truena sin interrupción y los barcos de guerra mexicanos maniobran constantemente en el Pánuco, enviándonos disparos cruzados con sus grandes cañones de 101 mm, que hacen estremecer la tierra en cien metros a la redonda de donde explotan sus proyectiles.

Después de que la mañana se ha pasado sin poder avanzar nuestras líneas, el comando general ordena una carga de in-fantería sobre la posición de Andonegui, protegida por nuestra artillería y una batería de ametralladoras. El enemigo se de-fiende ardientemente, haciendo uso de ametralladoras, caño-nes y rifles para no perder la importante fortaleza, mientras los barcos también concentraban sus fuegos sobre los atacantes, tratando de intimidarlos con sus enormes proyectiles, pero nuestros bravísimos soldados, arrastrándose debajo de aquella tempestad de metralla, logran avanzar hasta las faldas del ce-rrito, por el sur y oriente, mientras que al norte se parapetan, y obstruyen con sus fuegos los contactos del enemigo con sus líneas del noroeste.

El terraplén de la vía de los tranvías eléctricos queda en po-der de los constitucionalistas y desde allí nuestros magníficos rifleros hacen blanco en los enemigos que se arriesgan a salir de sus loberas. Nuestra artillería pesada logra hacer buenos tiros sobre la posición huertista, y a cada uno de ellos, se abre nueva brecha desparramando por los aires una lluvia de polvo y piedras, mientras nuestros rifleros trepan por las laderas de la loma, a cubierto del fuego enemigo, pues cada federal que se asoma para disparar, tiene que sacar medio cuerpo y es blanco seguro.

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Ya los barcos de guerra disparan al azar, solamente con el propósito de minar la moral de los atacantes, pero no hacen me-lla en sus filas, y cuando se ordena la intensificación del asalto, aquello es un verdadero infierno de estruendo, polvo y balas, pero al atardecer el cerro cae en poder de sus asaltantes, mien-tras el enemigo se retira en desorden hacia su línea atrincherada. Se ocupa Adonegui y sobre la loma se sitúa una sección de ame-tralladoras que comienza a batir a los federales en sus trincheras, en tanto que en la Escuela del Monte y en todo el resto de la línea se sigue luchando obstinadamente, mas sin obtener ven-tajas de consideración; pero comienza a oscurecer y los fuegos disminuyen, hasta cesar por completo.

Pero nada de dormir, porque los defensores de Tampico tenían unos aliados más temibles que los enormes cañones de los barcos de guerra de 101 milímetros: las niguas, garrapatas, jejenes, pinolillos y otros terribles parásitos que nos tienen lo-cos, produciéndonos comezones espantosas.

El general Carrera Torres comunicó por la noche al Cuar-tel General que sus tropas avanzaron hasta Cerritos y que mantiene vigilado al enemigo en Guadalcázar y La Joya. De Monterrey, Matamoros, Nuevo Laredo y la Sierra de Arteaga, así como del sector que ocupan los generales Eulalio y Luis Gutiérrez, se recibieron partes de novedades, comunicando no haber ocurrido ningunas, y el coronel Manuel C. Lárraga comunicó haber establecido sus avanzadas en las cercanías de Chijol y Camalote, sin más novedad que ligeras escaramuzas con el enemigo.

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