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ESCENARIOS DE LA CORPOREIDAD ANTROPOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 2/1 LLUÍS DUCH y JOAN-CARLES MÈLICH EDITORIAL TROTTA

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ESCENARIOSDE LA CORPOREIDADANTROPOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 2/1

L L U Í S D U C H y J O A N - C A R L E S M È L I C HE D I T O R I A L T R O T T A

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Escenarios de la corporeidad

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Escenarios de la corporeidadAntropología de la vida cotidiana 2/1

Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich

Traducción de Enrique Anrubia Aparici

E D I T O R I A L T R O T T A

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© Editorial Trotta, S.A., 2005, 2012Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61Fax: 91 543 14 88

E-mail: [email protected]://www.trotta.es

© Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich, 2005

© Enrique Anrubia Aparici, 2005

ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-346-8

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Antropología

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CONTENIDO

Introducción general al segundo volumen ....................................... 11Introducción a la primera parte: el cuerpo ...................................... 17

1. El cuerpo en Grecia ................................................................. 352. El cuerpo en Israel .................................................................. 613. El cuerpo en la tradición cristiana ........................................... 854. Breves pinceladas en torno a la reflexión moderna sobre

el cuerpo ................................................................................. 1315. El cuerpo y las «estructuras de acogida» .................................. 1536. La reflexión antropológica sobre el cuerpo ............................. 2277. Conclusión de la primera parte ............................................... 373

Bibliografía .................................................................................... 379Índice de nombres .......................................................................... 385Índice general ................................................................................. 389

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«El Verbo se hizo carne»

(Evangelio de san Juan 1,14)

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INTRODUCCIÓN GENERAL AL SEGUNDO VOLUMEN

El segundo volumen de esta Antropología de la vida cotidiana estádedicado a la primera «estructura de acogida», la codescendencia, lafamilia. Debido a la importancia decisiva de la problemática y tam-bién por su enorme complejidad, ha sido del todo imposible exponer,ni tan siquiera de manera breve, algunos de sus aspectos más relevan-tes en un solo volumen. No se debe olvidar que la familia constituye elcentro primordial de cualquier tipo de reflexión antropológica, sobretodo si, tal y como es nuestro parecer, sus transmisiones y la relacio-nalidad que tendría que instituir son consideradas como el eje estruc-turador y el fundamento imprescindible de la constitución histórico-cultural del ser humano.

Por otra parte, es una evidencia incontestable que, desde antiguo,desde numerosos puntos de vista y con metodologías diversas, todoaquello que se encuentra relacionado, cercana o lejanamente, con larealidad familiar ha sido descrito, valorado e interpretado de las másdiversas maneras. Acerca del entorno de la familia, y sobre los temasmás dispares, existen numerosos y valiosos estudios y monografíasfácilmente accesibles al lector interesado. Por eso mismo, en el pre-sente estudio, solamente nos hemos limitado a considerar algunosaspectos puntuales de la problemática que, desde la opción ideológicay metodológica adoptada en esta Antropología de la vida cotidiana,resultaban no sólo interesantes, sino decisivos y fundamentales parauna adecuada comprensión de la familia. En consecuencia, hay queadvertir al lector que no encontrará en esta exposición algunos de lostemas que habitualmente —también desde la etnología, la sociología ola psicología— acostumbran a tratarse en las antropologías de la

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familia. Lo que particularmente nos interesaba era continuar el ritmoexpositivo que se había adoptado en el volumen anterior de laAntropología, la cual tiene como centro neurálgico esa relacionalidady esas transmisiones (y recepciones) que, desde el nacimiento hasta lamuerte, son imprescindibles para la constitución y el despliegue delser humano en su trayecto histórico.

Ya desde el principio de este volumen se evidenciará la necesidadineludible de llevar a cabo una aproximación, que necesariamentetendrá que ser muy concisa y limitada en algunas cuestiones puntua-les, acerca de la problemática del cuerpo humano. De alguna manera,podría haber sido más lógico y operativo haberla incluido en el vo-lumen introductorio (Simbolismo y salud), en el que consideramoscon una cierta amplitud la cuestión del símbolo en relación con latemática de la salud/enfermedad. En cualquier caso, sin embargo, amedida que el texto iba concretándose éramos más y más conscientesde la enorme importancia que tenía este asunto, no sólo en relacióncon la codescendencia —que, evidentemente, era extraordinaria—,sino también en relación con las otras dos «estructuras de acogida»(corresidencia y cotranscendencia) y, en realidad, para todos los otrosaspectos de la praxis antropológica. Por todo ello, decidimos dedicaral cuerpo humano la primera parte de este volumen.

A pesar de todo, no hay duda de que, vistas las cosas desde otraperspectiva, la inclusión del tema del cuerpo humano como unaprimera parte del volumen dedicado a la familia también puede estarplenamente justificada. En efecto, tal y como veremos en la exposi-ción que sigue, la codescendencia es el lugar inicial y decisivo delencuentro del cuerpo humano con la realidad mundana, es decir, conla multitud de historias y vicisitudes de todo tipo que siempre acom-pañan su paso por este mundo. Eso implica que, de manera eminente,la familia, mediante las transmisiones que tiene que llevar a cabo através de los sentidos corporales, establece el ámbito privilegiado eirrenunciable para la configuración cultural y cultual de la corporei-dad humana. En este sentido, por tanto, posee una innegable con-gruencia ideológica y metodológica el que se sitúe este volumen sobreel cuerpo como una introducción de aquel otro que, más adelante,estará dedicado a la familia en sentido estricto.

Por razones editoriales, ha parecido más oportuno publicar lareflexión antropológica sobre el cuerpo humano como un libro inde-pendiente (2, 1), dedicando un segundo volumen (2, 2) a la reflexiónsobre la familia. De todos modos, hay que insistir en el hecho de que,por lo menos desde la perspectiva adoptada en el conjunto de estaAntropología, una gran mayoría de cuestiones desarrolladas en el

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texto que ahora ve la luz pública son imprescindibles para unaadecuada comprensión de la codescendencia en un sentido estricto.Hay que tener presente que la familia —y lo mismo podría afirmarsede las otras dos «estructuras de acogida»— es, por encima de todo yen primer lugar, un cuerpo, una realidad corporal, que nunca, positivay negativamente, deja de comportarse y de interactuar corporativa-mente. Por eso, cuando uno se refiere a las «técnicas corporales», al«cuerpo situado», al morir y al moribundo, al cuerpo atlético, alcuerpo envejecido, etc., en realidad se está aludiendo de una maneramuy directa a funciones muy específicas de la realidad familiar comocuerpo polifacético y políglota.

Conviene señalar que en las referencias al cuerpo humano siem-pre hay que tener en cuenta, por un lado, que el ser humano, justa-mente porque es un espíritu encarnado, en todo espacio y tiempo tie-ne la necesidad de transmisiones (como receptor y como emisor). Porotro, constantemente, su presencia en el mundo es la de un ser que nosólo es capax symbolorum, sino que, en la sucesión de espacios y tiem-pos, realmente se constituye como humano por mediación del irre-nunciable «trabajo con los símbolos». O, dicho de otra forma: el serhumano, con el «trabajo de los símbolos», desarrollado con la ayudaimprescindible de sus sentidos corporales, irá identificándose median-te las historias vividas por y con su cuerpo. Éste es el encargado de laidentificación —preferimos hablar de «procesos de identificación»—del ser humano en la vida cotidiana y, al mismo tiempo, constituye elinstrumento para alcanzar la instalación en su espacio y en su tiempo.Resulta bastante evidente que esta reflexión sobre el cuerpo humanoes plenamente aplicable a la familia y, en el fondo, a las otras «estruc-turas de acogida», las cuales, cada una a su manera, con las formas ylas fórmulas que les son propias, acogen al cuerpo humano mediantesu incesante labor de transmisión y de orientación. De esta manerallega a constituirse el ser humano como alguien cuya característicafundamental es la relacionalidad, el intercambio efectivo y afectivo deideas, de acciones y de sentimientos en el marco de unas historias y deunas peripecias siempre móviles y fluctuantes, y, además, constante-mente afectadas por la contingencia como un insuperable «estado denaturaleza» del ser humano.

Muy insistentemente, y quizás de un modo muy justificado, se hapuesto de relieve que, a partir del 11 de septiembre de 2001, nuestromundo y las relaciones que en él tienen vigencia han experimentadoun cambio de rumbo muy importante e incierto. No hay duda de queeste cambio, que, como todos los cambios, posee unos inconfundiblesprecedentes en el pasado de nuestra cultura, afectará, de aquí en ade-

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lante, a la constitución histórica de las «estructuras de acogida». Inevi-tablemente, así ha de ser. Con la firme voluntad de no ser excesiva-mente pesimistas, resulta bastante evidente que no sólo el futuro senos aparece como problemático (el futuro, cualquier futuro, siemprelo ha sido), sino que, más bien, se manifiesta como cargado de unaspoderosas fuerzas de deshumanización, de «caotización» y de reduc-ción de la singularidad humana a unos esquemas política y socialmen-te «correctos». No hace mucho, Shlomo Trigano escribía que «con lastécnicas de la clonación se llegará a producir lo idéntico, lo que puedeincluir en la condición humana una dimensión radicalmente nueva: elindividuo ya no será nunca más un ‘acontecimiento’»1. Lo idénticodeviene lo ideal, la (auto)crítica se considera una reliquia insignifican-te del pasado, la política se identifica con un cálculo de ganancias ybeneficios, la moral contempla los hechos desde una mera casuísticamecánica, la religión o bien aparece como un asunto insignificante obien vuelve a aspirar al establecimiento de una nueva alianza con eltrono. Ésta es una parte de la «nueva historia» que se afianza despuésdel mencionado 11 de septiembre, de la guerra de Irak y de los san-grientos conflictos del Oriente Próximo. Otra parte, no menos impor-tante, es, como lo anuncia André Glucksmann, el recurso al nihilismo(el viejo nihilismo tan profundamente analizado por la literatura rusa:Dostoievski, Turgueniev, Pushkin) como «forma normal» para regu-larizar las relaciones humanas2. Tal y como ha sucedido durante todoslos períodos críticos de la humanidad, creemos que es bastante evi-dente que, por parte de los hombres y las mujeres particulares, lasposibilidades de plantear alternativas realmente humanas y humani-zadoras a esta peligrosa situación se encuentran justamente en la reac-tivación y el rearme de las «estructuras de acogida» (sobre todo de laprimera, la «codescendencia»). Sería necesario que, en un mismomovimiento, fuesen capaces de reinventar su capacidad sapiencial ycrítica con el fin de que, en nuestro aquí y ahora, sus transmisionesestuviesen en condiciones de superar la «crisis gramatical» que afectaa todos los ámbitos de la existencia humana y a toda la relacionalidadque debería de establecer, fundamentar y fortalecer.

Este volumen contiene una breve bibliografía que, seguramente,permitirá al lector interesado ampliar y contemplar todas aquellascuestiones —incluso aquellas que no están directamente mencionadas

1. S. Trigano, Le monothéisme est un humanisme, Paris, Odile Jacob, 2000,p. 11.

2. Véase A. Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Madrid, Taurus, 2002.

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en el texto— que solamente quedan mínimamente insinuadas. Somosde la opinión de que una adecuada exposición sobre cualquier temano sólo ha de ofrecer una orientación intelectual, sino que además—mediante notas y referencias bibliográficas— ha de posibilitar queel lector tenga acceso a otras perspectivas y posiciones ideológicas.Ya que, en el fondo, una aproximación antropológica solamentepuede pretender ofrecer una determinada panorámica del hombre,que debe complementarse con otras posturas y tomas de posición.

En parte, la redacción de este volumen ha sido hecha a cuatromanos (la introducción y algunos aspectos del cap. 6); lo que suponeuna forma expositiva diferente a la que se ha adoptado en los restantesvolúmenes de esta reflexión antropológica. De todas formas cabereseñar que, en líneas generales y con las ventajas y las limitacionesque eso implica, tanto la metodología como las tomas de posiciónbásicas se mantienen. Por tanto, las premisas ideológicas y metodoló-gicas apuntadas en el volumen introductorio a esta Antropologíatambién continúan siendo las referencias obligadas de este estudiosobre el cuerpo humano.

Queremos expresar nuestro agradecimiento a todas las personasque, de las más diversas maneras, nos han acompañado en nuestrotrabajo. Queremos mencionar muy en primer lugar a las/los alumnos/as de doctorado de la Facultad de Ciencias de la Comunicación y de laFacultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma deBarcelona. También agradecer al doctor Jaume Vizcarra sus valiosassugerencias sobre algunos aspectos del cap. 6. De una manera especialnos es muy grato manifestar nuestro profundo agradecimiento aldoctor Enrique Anrubia Aparici, que ha contribuido generosamente ala traducción de este volumen al español.

Montserrat/Barcelona, agosto de 2002L. DUCH Y J.-C. MÈLICH

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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA PARTE:EL CUERPO

Cualquier tipo de aproximación a las «estructuras de acogida» —yespecialmente a la segunda: «codescendencia», la familia— exige untratamiento, aunque sea breve y esquemático, de la problemáticahistórica e ideológica que se ha planteado alrededor del cuerpo huma-no, que a su vez, por otra parte y como es sabido, es la mismacondición de la presencia del ser humano en su mundo1. Hay quedejar bien claro desde el principio que la familia, toda familia —pro-longando con más o menos cumplimiento las pautas marcadas por latradición cultural en la que se encuentra inscrita— posee y desarrollaunas relaciones muy específicas con el cuerpo (unas «técnicas corpo-rales» en forma de, por ejemplo, «costumbres en la mesa»). Por eso, laencarnación (la «in-corporación») de los individuos en un determina-do tejido social, religioso y cultural constituye su misión primordial yla piedra miliar para determinar la cualidad intrínseca de sus transmi-

1. La bibliografía sobre esta temática es inmensa. Solamente reseñamos algunasobras que creemos fundamentales. P. Bourdieu, Esquise d’une théorie de la pratique.Précédé de trois études d’ethnologie kanyle, Genève/Paris, Droz, 1972; íd., Razonesprácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1997; M. Merleau-Ponty,Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975; M. Bernard, Le corps,Paris, Jean-Pierre Delarge, 41976; P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual,Madrid, Espasa Calpe, 1989; B. S. Turner, The Body & Society. Explorations in SocialTheory, London, Sage, 21996; J. P. Wills, «Ästhetische Güte». Philosophisch-theologi-sche Studien zu Mythos und Leiblichkeit im Verhältnis von Ethik und Ästhetik, Mün-chen, Fink, 1990; F. Tindland, La différence anthropologique. Essai sur les rapports dela nature et de l’artifice, Paris, Aubier-Montaigne, 1997; D. Le Breton, Anthropologiedu corps et modernité, Paris, PUF, 41998, passim.

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siones2. No hay duda, pues, de que la relacionalidad más propiamentehumana o se establece en el espacio familiar (que es también uncuerpo)* o, por el contrario, permanece para siempre en el mutismo yla inexpresividad más completa. Por el hecho de que la encarnación,la «in-corporación», constituye la característica más distintiva de lasingularidad humana, cabrá tener muy presente que el cuerpo consti-tuye el ámbito más próximo y más importante de la relacionalidadpropia del ser humano. Es por esa razón por lo que ésta pertenececonstitutivamente a cualquier clase de análisis antropológico; y es quese trata de una evidencia que se impone por su propio peso el hechode que «sin el cuerpo que le da un rostro, el hombre no existiría»3. Aprincipios del siglo XVII, Paracelso, desde su peculiar visión del mun-do, escribía que

todo el hombre es cuerpo. Su cuerpo es una luz, y sus ojos seencuentran en correspondencia con el sol. En el cuerpo, todo respira;nuestros pulmones se convierten en socios del mundo. El hombretambién es estómago porque tenemos la capacidad de incorporarnostodas las cosas del mundo4.

Por otra parte, no hay duda de que Benedict Ashley tenía toda larazón del mundo cuando afirmaba: «El rompecabezas (puzzle) que esmi cuerpo es una cuestión universal, que condiciona todas las otrascuestiones que me pueda plantear»5. A partir de su conocida posiciónantropológica, Helmuth Plessner ponía de relieve que «el ser humanohabitaba en un cuerpo y, al mismo tiempo, era un cuerpo». Resultabastante evidente, por tanto, que el cuerpo humano, que, a nivelindividual y colectivo, se encuentra en el mismo centro neurálgico delpensamiento, de la acción y de los sentimientos de los hombres,

2. En el cap. 3 («El cuerpo en la tradición cristiana») de esta exposición lleva-mos a cabo una aproximación antropológica de la cuestión de la encarnación.

* Los autores juegan con la afinidad lingüística catalana entre clos (cercado,vallado) y cos (cuerpo) (N. del T.).

3. Le Breton, o.c., p. 7. Una vez más hay que subrayar que lo que establece lasauténticas dimensiones del hombre o la mujer concretos es la relacionalidad. Lo quesomos en cada instante y en cada lugar depende directamente de la cualidad de nues-tras relaciones con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y con Dios.

4. Paracelso, cit. O. Betz, Der Leib als sichtbare Seele, Stuttgart, Kreuz, 1991, p.12. Paracelso consideraba que el cuerpo, el alma y el espíritu constituían una unidadindivisible que era, propiamente, la expresión óptima de la vida. Véanse en Antropolo-gía de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, Madrid, Trotta, 2002, pp. 358-366, laspáginas que dedicamos a la exposición de la visión (médica) del mundo de Paracelso.

5. B. Ashley, cit. M. T. Prokes, Towards a Theology of the Body, Edinburgh,Clark, 1996, IX.

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constituye el «polo simbólico» que organiza, articula e interpreta, másallá de las simples evidencias «físicas», la vida cotidiana de los indivi-duos y de las colectividades6. También resulta bastante evidente que,en cada tiempo y espacio concretos, la interpretación que se le hahecho es la manera más adecuada para conocer cuáles han sido losvalores, las referencias últimas, los deseos implícitos y explícitos deuna determinada sociedad, porque es una obviedad afirmar que, en ya través del cuerpo, el ser humano articula las metas sociales, religio-sas y políticas que se propone, y que de esta manera configurasimbólicamente los anhelos que anidan en las profundidades de sucorazón.

La primera parte del segundo volumen de esta Antropología de lavida cotidiana tiene como título «Escenarios de la corporeidad».Ahora, muy brevemente, llevaremos a cabo una aproximación alcontenido de este título porque no hay ninguna duda de que, conclaridad meridiana, expresa los puntos de vista fundamentales sobreel cuerpo humano que se propondrán en la exposición que sigue.

Como ya se argumentó en el volumen introductorio de esta pro-puesta antropológica (Simbolismo y salud), el punto de partida de lareflexión es el hecho de que los seres humanos son, irrenunciablemen-te, seres culturales. Eso quiere decir que su existencia siempre se ins-cribe dentro de los límites y las posibilidades de una cultura concreta,lo que implica que uno se halla en un tiempo y un espacio que se en-cuentran ubicados en un momento determinado de la historia. En se-gundo lugar, y pese a ser una evidencia indiscutible que posee un enor-me alcance antropológico, no existe ningún ser humano que puedaescoger el lugar o el momento de su nacimiento. Desde el primermomento, nos encontramos en el mundo, que siempre es «un» mundoya constituido y normalizado, el cual nos es dado por medio de trans-misiones; y además, correlativamente, tan sólo tenemos la capacidadpara cambiarlo dentro de unos límites bastantes estrechos. Por otraparte, hay que tener bien presente que, en toda existencia humana,tanto a nivel individual como colectivo, siempre existe algo que es in-disponible, que se encuentra al margen de nuestras «lógicas», de nues-tros intereses y de nuestra voluntad. Con Odo Marquard, llamamos aesta dimensión contingencia y, al mismo tiempo, bajo esa denomina-ción se muestra este horizonte de radical indisponibilidad que, de unau otra manera, nunca deja de incidir en toda vida humana. Finalmen-

6. Véase lo que se expondrá en el cap. 6 sobre la relación entre el cuerpo huma-no y el simbolismo o, quizás expresándolo de mejor manera, la comprensión del cuer-po como base del «trabajo del símbolo» del ser humano.

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te, y en tercer lugar, es algo muy representativo de esta propuesta an-tropológica el hecho de considerar que los seres humanos son, porencima de todo, seres relacionales. La relacionalidad ha de ser enten-dida no sólo en un sentido ontológico, es decir, como la condición deposibilidad del ser humano en el mundo (Heidegger), sino, por enci-ma de todo, en un sentido ético. Dicho de otra manera: la ética noviene dada por la atención a un deber de carácter transcendente (Kant),sino por la calidad concreta de las relaciones que, en nuestro mundocotidiano, responsablemente —como respuesta— establecemos con losotros. El énfasis que ponemos en la relacionalidad nos permite subra-yar el hecho de que el ser humano no es estructuralmente ni bueno nimalo, sino ambiguo. O, por decirlo de forma más precisa: inevitable-mente, el hombre y la mujer concretos, en su espacio y en su tiempo,tienen que resolver la ambigüedad que nunca deja de acompañarles ensu existencia, esto es, deben resituarse siempre de nuevo en su mundocotidiano, tienen que tomar una posición concreta, responder y res-ponsabilizarse. Por tanto, y en correlación con esto, la bondad o lamaldad de un ser humano concreto será la consecuencia que se deri-vará de sus relaciones con la alteridad, con el «otro».

De los tres aspectos fundamentales de la praxis antropológica quehan sido mencionados se sigue una concepción de la vida humanacomo representación. De hecho, esta idea no es muy novedosa. Hayuna larga tradición cultural que ha entendido la existencia humanacomo un «juego teatral», como una teatralización del conjunto dereflexiones, movimientos, pasiones y acciones de que consta cualquiertrayecto biográfico de un hombre o una mujer. Inexcusablemente, y almargen de la «importancia» social, religiosa o política atribuida al rolde cada uno, vivimos, nos movemos, amamos, odiamos y morimossobre el escenario del gran teatro del mundo; y nunca dejamos de ser,mal que nos pese, los actores y las actrices de ese teatro. Entonces,resulta congruente la conclusión según la cual, dondequiera y cuandosea, los hombres somos seres dramáticos, que protagonizamos unaexistencia dramática justamente porque tan sólo disponemos de cier-ta cantidad de espacio y de tiempo, lo que significa que el enigma dela muerte y de todas las formas de negatividad, antes o después, se noshará presente. Y allí donde hay muerte, mal, trayecto biográfico,secuencia temporal, deseo de salvación, fugacidad, también hay,ciertamente, drama. Asimismo, también debemos poner explícita-mente de relieve lo que no significa la afirmación precedente. Nosignifica, de ninguna manera, que la vida humana se ha de limitar a sertrágica o sombría o desesperada como si se redujese a un tipo de«destino» a la griega o de «necesidad» inexorable. Más bien al contra-

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rio: el hecho que la vida del ser humano sobre esta tierra sea dramáti-ca quiere decir que su existencia acontece en un tiempo y un espacioconcretos con posibilidades éticas, responsoriales (responsables, portanto); que, en este tiempo y espacio concretos, la vida pueda sercompartida con los otros —«llorar con los que lloran, gozar con losque están contentos», decía san Pablo—; y que la espaciotemporali-dad humana es el marco en el que puede tomar cuerpo la relacionali-dad en forma de solidaridad, que es la suprema forma de presenciadel ser humano en su mundo. Porque, como decía el «PequeñoPríncipe» de Antoine de Saint-Exupéry, vivir humanamente es tener ycultivar vínculos. Sin embargo, hay que tener presente que todovínculo, toda relación humana, siempre comparece en un ámbitoescénico y escenográfico. De ahí que pueda afirmarse sin vacilacionesque el mundo humano es un «mundo representacional», es decir, unescenario7. No es la vida humana la que imita el teatro, sino que,propiamente, el teatro es un trasunto de la vida humana.

Desde el mismo momento de su nacimiento, el ser humano entraa formar parte de una actividad escénica en la que cada uno tiene unrol asignado, «recita» un papel que, si las transmisiones efectuadas porlas «estructuras de acogida» han sido realizadas competentemente, sepodrá convertir en una obra abierta para que la «improvisación», esdecir, la facultad de pensar, sentir y actuar con libertad, acontezcacomo una realidad cotidiana. Por otro lado, no hay duda de que, eneste escenario que es el mundo, el ser humano —el actor o la actrizpor excelencia— hará uso de diversas máscaras que irá usando ymodificando en el transcurso de su vida. Unas máscaras, cabe añadir,que irán plasmando en un incesante tanteo —a menudo como unmurmullo casi incoherente— su identidad personal en la variedad delas épocas y los lugares. Con su ayuda, para bien o para mal, ytomando como punto de partida las mil historias que conforman latrama de su trayecto biográfico, la mujer o el hombre concretos in-tentarán dar respuesta a la interrogante antropológica fundamental—que siempre es una interrogante formulada y respondida en térmi-nos de representación— «aquí y ahora, ¿quién soy yo?». Obviamente,porque toda vida humana es una «vida en escenas», cada mujer y cadahombre, es decir, cada «personaje humano» sobre el escenario que es

7. Véase las interesantes aportaciones de J. Tischner, Das menschliche Drama.Phänomenologische Studien zur Philosophie des Dramas, München, Wilhelm Fink,1989, p. 22. En el cap. 5 de esta exposición abordaremos algunos aspectos concretosde la teatralidad que se encuentra implícita en el ejercicio del «oficio del hombre y lamujer».

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la vida cotidiana, tendrá que entrar en relación con otros personajesque, como él mismo, también enmascarados y con un «papel» asigna-do, intentarán configurar, animar y representar eso que llamamos eldrama humano: la existencia humana como un manantial de relacio-nes variables corriendo en zigzag.

En relación con la comprensión de la vida cotidiana como «esce-narios de la corporeidad», la novedad de este estudio es, en primerlugar, mostrar de qué manera el cuerpo humano —o aquello quellamamos «corporeidad»— permite situarnos e instalarnos como acto-res o actrices en el mundo (en la cultura, en la historia). No hace faltadecir que esta instalación en el mundo siempre tendrá un acusadocarácter provisional, que se hará evidente a través del cinetismoperceptivo propio de cada uno de los sentidos corpóreos humanos8.Considérese que una reflexión antropológica sobre la vida cotidianaque tiene como protagonistas a los hombres y las mujeres como seresinevitablemente culturales (simbólicos), contingentes y relacionales,debe tener como premisa ineludible el tratamiento de la cuestión delcuerpo, precisamente porque el ser humano no sólo tiene un cuerpo,sino que, propiamente, es cuerpo. Y, además, un cuerpo que no essimplemente un artefacto objetivado y objetivable, sino una forma depresencia que, de mejor o peor forma, afecta radicalmente a todos losmomentos y todas las situaciones de su existencia, y que, en eltranscurso del trayecto biográfico de cada persona, tendrá que expre-sarse simbólicamente. A partir de aquí el cuerpo humano se revela (se«va metamorfoseando» en) corporeidad. Entonces, se impone la bús-queda de las múltiples maneras desde las que la corporeidad seexpresa, se da a conocer, se insinúa, en y a través del mundo. Aquí esdonde, de nuevo, interviene el escenario o, mejor, la mise-en-scènedel cuerpo humano que es, de hecho, la misma corporeidad, el es-cenario privilegiado del hombre.

De una forma que ciertamente no compartimos, a menudo sehabla del cuerpo humano como de una porción de espacio que esexactamente equivalente a aquella que ocupan los objetos del mundoen el ámbito geométrico. De esa manera, el «espacio del cuerpo» seasimila a un cuerpo humano que ha sido limitado, constreñido oencarcelado dentro de los límites de la mera exterioridad, esto es, seha reducido el cuerpo humano a un objeto amorfo o a un cantidad demasa que se encuentra absolutamente predeterminada por las leyes dela física o por la biología (instintividad). Sin embargo, desde el punto

8. Véase la exposición del cap. 5 (5.3) («El cuerpo humano y los sentidos»).

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de vista que nosotros adoptamos, el cuerpo humano es primordial-mente un cuerpo simbólico, es decir, corporeidad. La corporeidad es,fundamentalmente, cinética y, por eso mismo, se significa por elhecho de que no se reduce a ser un espacio geométricamente definido,sino que se trata de un espacio atravesado por el dinamismo vital, porel deseo que «permanece siempre deseo» (Bloch) y por la energía que,incesantemente, se desprende de la espaciotemporalidad humana. Setrata, en definitiva, de un espacio temporalizado en el que, en lasucesión —a menudo monótona— de las horas y los días, se vaconcretando la forma de darse a conocer, de aparecer y de relacionar-se que es característica del ser humano. Justamente por eso, estevolumen ha sido titulado Escenarios de la corporeidad, ya que unescenario es un «espacio-tiempo» sobre el que suceden cosas, seconcreta el mundo de la relacionalidad humana y, por encima detodo, el ser humano, cotidianamente, se muestra «capaz de símbolos».De ahí que se pueda afirmar que, entre el nacimiento y la muerte, lacorporeidad es el conjunto móvil de los diversos escenarios simbólicossobre los que se expresa la espaciotemporalidad. Todo ello permiteavanzar una idea que reiteradamente aparecerá en este estudio: lacorporeidad como un escenario de la contingencia; un escenario que,ciertamente, nunca deja de ser flexible, plural e imprevisible; unescenario donde cada momento presente de los actores y las actriceshumanas implica una referencia, implícita o explícita, a «lo ausente»pasado y futuro.

Es conveniente advertir que hablamos de escenarios, en plural,porque la vida humana no es una vida sino muchas, como muchas sonlas expresiones que emplea para empalabrarse ella misma y empala-brar la realidad; también son diversos sus escenas, sus máscaras, susgestos, sus intereses, sus afecciones. De ello se sigue que la identidadde cada uno de nosotros no es una, sino variada y secuencial, con tra-mas biográficas que no siempre son compatibles entre sí: en la mayo-ría de los seres humanos, la doble y triple vida constituye la «normali-dad cotidiana», porque vivir como una mujer o como un hombreimplica siempre una forma u otra de «enmascaramiento» y de «cons-trucción» de múltiples personajes —a menudo propiciados por el au-toengaño del mismo constructor— para servirse de ellos de acuerdocon las urgencias de cada momento. No hay duda de que, con muchafrecuencia, la representación teatral que es nuestra vida tiene comoespectador privilegiado a cada uno de nosotros mismos. Tal es así queun rasgo específico de nuestra condición de seres teatrales consiste enel hecho de que somos, al mismo tiempo, actores y espectadores denosotros mismos y de los demás. Compartimos, por tanto, aquella idea

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de Paul Ricoeur que expresa en Soi-même comme un autre y en Tempset récit: la identidad humana es una identidad narrativa, una identi-dad que se configura y se manifiesta en el tiempo mediante toda unaretahíla de formas diversas, contrastadas y, a veces, incluso contradic-torias.

Ya lo hemos sugerido con anterioridad: un escenario humano esun espacio y un tiempo en constante transformación, en régimensecuencial, «con un argumento». Es impensable e improbable unescenario estático, substancial, sin acción, mudo a las constantes«remisiones» propias del símbolo. Puede ser que, en el escenario, semantenga el mismo decorado, pero nunca será del todo el mismoescenario porque la «acción escénica» —ese «entre» que se dilatadesde el nacimiento hasta la muerte de los humanos— cambia ince-santemente, nunca deja de transformarse, de ganar y de perder, devivir y de morir, de soñar más allá de toda «realidad» tangible yverificable. La transformación, la metamorfosis —como Elias Canettilo mostró de manera insuperable— es algo coextensivo a la vida delos cuerpos humanos9. Eso nos lleva a la conclusión de que, desde elpunto de vista de una antropología de la corporeidad, el cuerpohumano, porque siempre es, activa o reactivamente, un realidadvinculada a una forma u otra de «acción escénica», nunca es unarealidad inmutable, sino una dimensión simbólica —los «sueños diur-nos» de Ernst Bloch— que, incansablemente, apunta a algo situadomás allá de cualquier más allá. En contra de una comprensión biologi-cista o materialista, cabe reconocer que el cuerpo humano no es unamera colección de órganos dispuestos según las leyes de la anatomía ode la fisiología, sino que, por encima de todo, es una estructurasimbólica, una configuración siempre in fieri de lo posible10. Losdiversos escenarios de la corporeidad no son nada más que loscambios de escena producidos por las inacabables metamorfosis a lasque, consciente o inconscientemente, siempre se encuentra sometidatoda existencia humana. Ahora bien, cuando hablamos de «metamor-fosis» no nos referimos preferentemente a las mutaciones físicas, sino,sobre todo, a la problematización como una forma de presencia delser humano en el mundo; ya que, en realidad, el cuestionamiento —elno dar nada por supuesto— es su propia respiración (Edmond Jabès).

9. En Masa y poder Elias Canetti dedica todo un apasionado capítulo a la cues-tión de las transformaciones («metamorfosis»). Véase E. Canetti, Masa y poder. Obrascompletas 1, Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, pp. 431-494. Ya queconstantemente nos encontramos en «situación de despedirnos» (Rilke), los humanossomos seres provisionales, en estado de éxodo.

10. Véase D. Le Breton, Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, p. 67.

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Realmente, la problematización constituye el síntoma más tangible deque aún vivimos.

A causa de su condición eminentemente simbólica (que es otramanera de expresar la ambigüedad congénita de los hombres comoun «estado de remisión a»), la corporeidad siempre implica ciertadesorientación acompañada de una falta de puntos de referenciainfalibles y definitivamente consolidados. En todo espacio y tiempo,la ineludible dimensión histórica de los humanos los expone a lasimprevisibles interpelaciones de los otros, sin que sean posibles unosacuerdos o unos contratos definitivos, estabilizados y asegurados deuna vez por siempre. Como escribió Rainer M. Rilke en la segundaelegía de Duino, las casas son, los árboles son, «solamente nosotrostransitamos por delante de todo como el aire que cambia». El lectorobservará que, con cierta frecuencia, se ilustra el texto de esta exposi-ción con algunos fragmentos literarios. Eso no tiene que ser entendi-do como un simple recurso de carácter estético o literario. Al contra-rio, una adecuada descripción e interpretación de los escenarios de lacorporeidad nunca podrá prescindir de las palabras literarias, máximede aquellas de carácter narrativo. En efecto, tan sólo la literatura (deahí la enorme importancia de los clásicos que forman parte del canon)está en condiciones de comprender el fluir del tiempo y del espacio ensu mismo devenir, descubriendo de una manera ejemplar los enigmasque nunca dejan de asaltar la existencia humana en su espaciotempo-ralidad concreta. A todas horas y en todos los sitios, tendría que estarmuy presente aquella magnífica frase de Jean-Paul Sartre: «La litera-tura existe para que la protesta humana sobreviva al naufragio de losdestinos individuales».

En la medida en que la corporeidad es un escenario vivo y enmovimiento, implanta un juego de relaciones y de interpretaciones,de referencias y de alusiones, de rememoraciones y de anticipaciones.En efecto, en el teatro de la vida nunca aparece un solo actor en elescenario, puesto que siempre nos presentamos y nos representamosdelante de otros, en relación o en oposición a ellos. Incluso, de unmodo u otro, los «difuntos» también comparecen, porque, como ya seha dicho en otros lugares, en el presente, en cada presente, el serhumano, para configurar los «pasos» sucesivos de la trama narrativa yteatral de su existencia, nunca puede prescindir de «lo ausente» y de«los ausentes», sino que, imperiosamente, le son necesarios. Por eso,constituye una evidencia incuestionable que los escenarios de la cor-poreidad muestren la ineludible condición relacional de los sereshumanos, en la que, como más tarde se pondrá de relieve con másdetalle, poseen una importancia insustituible las transmisiones pro-

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pias de las «estructuras de acogida», muy especialmente las de lacodescendencia (familia). Inexcusablemente, la corporeidad humananecesita de la corporeidad de los demás y, porque es eminentementedialogal, nunca puede representarse ni desplegarse en la soledad y elmutismo.

Máscaras, rituales, símbolos, gestos, gritos, lloros, alegrías, tris-tezas, imprecaciones, desfilan a través de los diversos escenarios dela corporeidad. El cuerpo humano es infinitamente variable, modu-lable y, por eso mismo, muy fácilmente pervertible. No existe algoasí como una naturaleza del cuerpo humano definida a priori, inmuneal cinetismo propio del ser humano, sino que la condición de suexistencia es, por un lado, el incansable movimiento instaurado porsu espaciotemporalidad («la condición adverbial» y, por otra, laíntima exigencia de su respuesta (responsabilidad) ética. Justamenteel condicionamiento histórico de la corporeidad humana, que imponesiempre un tipo u otro de respuesta ética, expresa lo que es comúna todos los seres humanos: la finitud. Se trata de una condicionalidadhistórica que siempre y en todo lugar se concretiza mediante frag-mentos —de ordinario comparables a unos simples «borradores»—temporales, históricos y culturales. Por eso, una vez más, se tiene quealudir aquí a un aspecto central de este método antropológico: lacomplementariedad como una característica básica del ser humano,que se manifiesta a través de una «tensión escénica», nunca resultadel todo, entre la persistencia y el cambio. De este modo, es posiblevisualizar el carácter propio de un ser que es, justamente debido ala teatralidad que siempre anima y conmueve su existencia, unadinámica coincidentia oppositorum de estilos, fragmentos, secuen-cias, disposiciones muy diversos que, vistas las cosas de manera«lógica», resultan a menudo totalmente incompatibles entre sí.

Porque pasan, los escenarios de la corporeidad humana pertene-cen realmente al orden de los acontecimientos. El «pasar», sin embar-go, posee siempre las improntas de la finitud humana, que adopta, porel carácter teatral del ser humano, los roles, las máscaras y las modifi-caciones más dispares y, a veces, más paradójicas. Por eso, en estevolumen se le ha dedicado una especial atención a las «unidades decambio» del ser humano a través de su cuerpo, es decir, a la historia, aldolor, a las figuras del cuerpo postmoderno, al sufrimiento, al enveje-cimiento y a la muerte. En el siguiente volumen sobre la familia nosreferiremos, entre otras cuestiones, al nacimiento, al erotismo, a lahospitalidad, a la comida, a la educación, que, en realidad, tambiénson «formas de cambio» (metamorfosis) plenamente operativas en laexistencia humana. Lo que resulta decisivo en este planteamiento es

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que el trabajo del cuerpo (las «técnicas del cuerpo», por hablar comoMarcel Mauss, o el «cuerpo situado», en referencia a Heinrich Rom-bach), como productor de la «acción escénica» sobre los diversosescenarios de la corporeidad, es fundamental para una correcta (salu-dable) instalación de hombres y mujeres en el mundo, en su mundo11.Y es que es un dato indiscutible que mediante la corporeidad nosinstalamos en el mundo y «habitamos nuestra cabaña». Una instala-ción que, obviamente, reclama un sentido, pero que, a consecuenciade su carácter precario y provisional, nunca llega a ser el sentidodefinitivo porque paradójicamente, para el ser humano, el camino esla meta. De ahí que se tenga que aprender a vivir en la provisiona-lidad, lo que, en el sentido más genuino del término, equivale a«aprender a aprender». Se debe aprender a vivir (o mejor, a convivir)con preguntas que nunca tendrán una respuesta definitiva y conclu-yente. Se debe aprender a coexistir con interrogantes cuya respuestaserá un nuevo interrogante. Nos es necesario un adiestramiento quenos permita convivir con los interrogantes que se refieren directamen-te a la contingencia: el sentido de la vida, del sufrimiento, del bien, delmal, de la muerte, de la bondad, de la beligerancia. Aquellos interro-gantes —con las respuestas en forma de tanteos a los que dan lugar—cuasi infundamentados que configuran la situación de éxodo quecaracteriza la presencia del ser humano en su mundo. Afirmamos:«casi infundamentados»; pues cabe resaltar que, científicamente, setrata de unas preguntas que, porque, parafraseando a Heidegger, son«senderos de bosque», tan sólo los testimonios pueden fundamentarlasy darles una respuesta convincente con la substancia de su propiavida: se trata, en definitiva, de los que son sapiencialmente competentes.

Convendría no olvidar que, más pronto o más tarde, todas lascuestiones que tienen algo que ver con la contingencia son, precisa-mente, tales cuestiones debido a nuestra naturaleza de seres corpó-reos. Tomar como punto de partida de la exposición el que los sereshumanos no sólo tienen cuerpo, sino que, en realidad, son cuerpo sim-bólico12 —cuerpo, por tanto, que se hace y se deshace en el tiempo yen el espacio, cuerpo que hay que trabajar, representarlo delante deuno mismo y de los demás— implica aceptar una antropología de la

11. Véase L. Duch, Antropología de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, cit.,pp. 313-380.

12. Este ser-cuerpo de la realidad humana implica también un «significar». Elcuerpo significa. Y aquello que el cuerpo significa depende de los diferentes contextosen los que los seres humanos se encuentran. La corporeidad es cada uno de los diferen-tes significados que adopta el cuerpo humano no sólo en cada cultura concreta, sinotambién en todos los momentos de su propio trayecto biográfico.

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contingencia, implica dirigir una crítica radical a aquellas «antropolo-gías substancialistas» que, porque se hacen la ilusión de tener las res-puestas antes de tener las preguntas, creen que el ser humano poseeuna esencia inmutable más allá o más acá del espacio y el tiempo. Aconsecuencia de la opción aquí adoptada, se deriva una praxis antro-pológica centrada en la ambigüedad que, a su vez, subraya con fuerzael hecho de que, por naturaleza, los seres humanos no son ni buenosni malos, sino ambiguos, es decir, situados históricamente y, al tiem-po, éticamente responsables. Como corolario de la comprensión delser humano como alguien que constantemente se ve constreñido a re-solver la ambigüedad que habita, cabe resaltar, como ya lo hemoshecho en otros numerosos lugares, que naturalmente el ser humanoes un ser cultural. Los hombres y las mujeres son «naturalmente cultu-rales»13.

Una antropología de la corporeidad no es una «antropologíametafísica». En Occidente la metafísica tradicional ha intentado huirdel tiempo y del espacio o, aquello que en la práctica era el equivalen-te exacto, ha procurado desterrar, poner entre paréntesis, el cuerpode la teoría y de la praxis humanas. Esencia, origen, substancia, alma,son categorías que, ya desde el principio, excluyen la finitud, lavulnerabilidad, el carácter cinético del ser humano. En este sentido,una antropología como la que aquí se ofrece es una antropología«antimetafísica», precisamente, porque entiende que los seres huma-nos son seres corpóreos, inseparables de la fragilidad de sus «histo-rias» y del tiempo; un tiempo (Khronos, Saturno), cabe añadir, que,como en la impactante representación de Goya, nos acaba devoran-do. Como esperamos que quede suficientemente explícito en el textoque sigue, esta posición «antimetafísica» no significa que no se planteelas preguntas últimas (meta-physikè), las «cuestiones fundacionales»,los dilemas que por siempre han constituido la originalidad del serhumano. En realidad, una antropología que no incluyera estos inte-rrogantes neurálgicos o, mejor aún, que no comenzara su reflexión apartir de ellos, en realidad no merecería el nombre de «antropología»,ya que excluiría de entrada aquellas expresiones, relaciones y accio-nes que nos permiten plantear, con temor y temblor, en el mismocentro de la provisionalidad y teniendo en cuenta incluso la fragilidadconstitutiva de todo aquello que es humano, la pregunta antropológi-ca por excelencia: ¿qué es el ser humano?

13. Véanse L. Duch, Llums i ombres de la ciutat. Antropologia de la vida quoti-diana 3, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2000, y J.-C. Mèlich,Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder, 2004.

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No se puede pasar por alto el hecho de que, en todas las culturashumanas, la representación del cuerpo humano nunca ha sido un que-hacer descontextualizado, objetivo y aséptico. Es evidente que todaslas representaciones que se han hecho de él, desde posiciones religio-sas, culturales y políticas bien determinadas, se han concretado, y aúnsiguen concretándose, por mediación del uso de mediaciones simbóli-cas y axiológicas que, en cada caso, se encontraban a disposición deuna determinada cultura14. Casi no hay que insistir en el hecho de queel cuerpo humano, siempre y en todo lugar, se ha hecho presente en elámbito del mundo mediante su extraordinaria plasticidad teatral ydialogal; lo que, por otra parte, se acomodaba a las posibilidades y alos límites, a las necesidades y a los deseos, a los retos y a las innova-ciones de todo tipo en los diversos ámbitos geográficos e históricos15.De ello se desprende que el cuerpo humano, por causa de la ineludiblecondición cultural del hombre, participa activamente en todas sus «his-torias», es cómplice, afectiva y efectivamente, de todas la vicisitudes,traduce sobre su piel el implacable paso del tiempo y también es capazde mostrar, sobre todo a través del rostro y de la manos, las auténticasdimensiones de su esperanza (o desesperanza), de sus sentimientos másprofundos y encontrados y también de sus opciones y decisiones, in-

14. En este contexto, la problemática sobre la «representación del cuerpo huma-no», sin excluir la cuestión de los «cánones estéticos», posee una importancia capital,que aquí sólo nos limitaremos a señalar sin poder exponerla con detenimiento. Sobreel tema antropológico de la representación del cuerpo, cf. Le Breton, Anthropologie ducorps, cit., cap. II y III. Una aproximación a la idea de la representación en general seofrece en J. Goody, Representaciones y contradicciones. La ambivalencia hacia la imá-genes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad, Barcelona/Buenos Aires/Méxi-co, Paidós, 1999; C. Enaudeau, La paradoja de la representación, Buenos Aires/Barce-lona/México, Paidós, 1999. En relación con la representación (iconografía) del cuerpode la infancia y de la familia, véase P. Ariès, L’enfant et la vie familiale sous l’AncienRégime [1973], Paris, Seuil, 1997, passim.

15. Sobre todo en relación con los infantes, pero aplicable a todos los seres hu-manos, F. Dolto, L’image inconsciente du corps, Paris, Seuil, 1984, esp. pp. 7-61,donde distingue entre «imagen del cuerpo» y «esquema corporal». El «esquema corpo-ral» especifica al individuo como representante de la especie humana, y, en principio,es idéntico a todo el mundo. La «imagen del cuerpo», en cambio, es propia de cadacual porque se encuentra vinculada al sujeto humana y a su historia. Desde su ópticapsicoanalítica, Françoise Dolto considera la «imagen del cuerpo» como el soporte delnarcisismo y también como la encarnación simbólica del sujeto como un «ser desean-do». Desde una perspectiva filosófica, sobre el «esquema corporal», véase F. Chirpaz,Le corps, Paris, PUF, 1963, pp. 25-32, donde señala que «el esquema corporal es esta‘imagen’ vívida, dinámica y no estática, sobre la que convergen y se combinan elemen-tos táctiles, visuales, musculares; es esta sensibilidad difusa por la que nos sentimosvivos; esta sensibilidad que revela todos los movimientos de nuestros músculos y denuestras articulaciones (la cinestesia y la quinestesia)» (ibid., p. 31).

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cluso de las más alocadas, insólitas y disparatadas16. Por eso, creemos,que puede hablarse con toda la razón del mundo de diferentes histo-rias del cuerpo justamente porque el cuerpo «con-forma» —da forma,configura, transfigura, desfigura— la suprema e imprescindible visibi-lidad histórica, social y cultural de los seres humanos. David Le Bre-ton lo expresa a la perfección cuando escribe:

[...] las representaciones del cuerpo y los saberes que se ocupan deellas son tributarios de un estado social, de una visión del mundo, yen el interior de esta última de una definición de la persona. El cuerpoes una construcción simbólica, no una realidad en sí. De ahí la miríadade representaciones que buscan darle un sentido y también, de unasociedad a otra, su carácter heteróclito, insólito, contradictorio17.

Aludiendo directamente a la tradición fenomenológica, BernhardWaldenfels ha puesto de relieve que el cuerpo humano constituye, almismo tiempo, un ámbito en el cual y sobre el cual confluyen todo unconjunto de relaciones, siendo también un lugar de intercambio entrelas distintas dimensiones y los diversos roles de lo humano18. Elpolimorfismo del ser humano se manifiesta de una manera explosiva,sorprendente y maravillosa en la diferenciación sexual en «lo masculi-no» y «lo femenino». Resulta fácil observar que la mujer aparece en elrol de esposa, de madre, de hija, de hermana, etc., y el hombre, en elde esposo, de padre, de hijo, de hermano, etc. El cuerpo humano,como decía Merleau-Ponty, es una «matriz polimorfa» que narra yrepresenta las historias más variadas y que, además, participa en todaclase de aventuras y desventuras.

El cuerpo y su destino son las materializaciones de la «autocom-prensión civilizadora» (Elias) del ser humano: se manifiestan en lacaída y en el levantamiento, la guerra y la paz, la degradación y lasublimación, el dolor y el gozo. El cuerpo humano se encuentrasiempre abierto a todo tipo de empresas culturales, esto es, abierto alinmenso calidoscopio de formas y figuras que ha adoptado la vidahumana sobre esta tierra. Así, en cada aquí y ahora particulares, los

16. Sobre este tema, véase el análisis que realizó H. Plessner, La risa y el llanto,Madrid, Revista de Occidente, 1960; y el interesante ensayo de P. L. Berger La riallaque salva. La dimensió còmica de l’experiència humana, Barcelona, La Campana, 1997,esp. el cap. VII. Ambas son unas excelentes aproximaciones a la expresión de lossentimientos más profundos del ser humano mediante el cuerpo (en este caso, delrostro).

17. Le Breton, o. c., pp. 13-14; cf. ibid., pp. 23-24, y todo el cap. 1 de esta obra.18. Véase B. Waldenfels, Grenzen der Normalisierung. Studien zur Phänomeno-

logie des Fremden 2, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1998, pp. 181-185.

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sentidos del ser humano se abren dinámicamente al encuentro conuna realidad —un entorno— cultivada, humanizada (deshumaniza-da), históricamente contextualizada. Con el nacimiento, el hombre yla mujer inician la historia de sus sentidos corporales, que son losmedios esenciales para que se manifiesten como aptos para habitar sumundo, para plasmar su espacio y su tiempo. De todo ello se derivaque cualquier cuerpo humano contiene la virtualidad de muchosotros cuerpos, es plural, lo que implica que es capaz de manifestar,con un carácter más o menos constante, un número importante deidentidades posibles el doctor Jekyll y Mr. Hyde son, somos, casi sininterrupción, la misma persona. Cuando el otro tiende a deshacersedel campo de la propia responsabilidad ética, debido a los efectos delindividualismo, como lo pone de relieve David Le Breton, es entoncescuando el propio cuerpo se convierte en el único partner, siempredisponible y maleable, apto para escenificar numerosos roles en untorrente incontenible de historias, de representaciones y de máscaras,de ilusiones y de traumas19.

Resulta bastante evidente que, como una construcción simbólica,social y cultural que es, la comprensión y la representación del cuerpode un momento histórico concreto han intervenido decisivamente enla configuración no sólo de su modelo familiar, sino también en laformulación y la defensa (a menudo, incluso en su imposición agresi-va) de los valores que han estado vigentes. Por otra parte, es un datoincontestable que el cuerpo humano es polisémico20 y, por eso mismo,solamente puede ser abordado interdisciplinariamente21. A través deinnumerables variaciones literarias, plásticas, populares, religiosas ypolíticas, la historia de todas las culturas humanas reseña abiertamen-te que el discurso sobre el cuerpo humano nunca se ha reducido a laformulación de una serie de afirmaciones abstractas y genéricas, pues,como escribe Michel Bernard,

hablar sobre el cuerpo obliga a aclarar, más o menos, uno u otro desus dos rostros. Por un lado, el rostro de su poder demiúrgico, a la vezprometeico y dinámico, y su ávido deseo de placer, y, por otro, el ros-tro trágico y penoso de su temporalidad, de su fragilidad, de sudebilitamiento y deterioro. Toda reflexión sobre el cuerpo es, portanto, se quiera o no, ética y metafísica. Proclama un valor, indica una

19. D. Le Breton, Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corpo-relles, Paris, Métailié, 2002, pp. 215-216.

20. Véase Le Breton, Anthropologie du corps, cit., pp. 22-28.21. Véase Prokes, o. c., XI.

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conducta a seguir y determina la realidad de nuestra condición hu-mana22.

A partir de aquí resulta comprensible que la representación delcuerpo humano nunca haya sido, tal y como afirmábamos al comien-zo, un asunto «objetivo», sino que siempre ha poseído una forma uotras de «politización», lo que no hace sino confirmar que no son po-sibles ni una concepción ni una representación «naturales» del cuerpohumano; sencillamente porque el cuerpo siempre nace, piensa, actúa,vive y muere en una determinada sociedad histórica, con los «interesescreados» y el «imaginario colectivo» que le son propios23. No hace fal-ta insistir demasiado en que el hombre, fundamentalmente, ha sido, es—y será— un ser político porque nunca podrá dejar de ser una reali-dad corporal. Por eso, la «geografía del cuerpo» de una época concre-ta —la cual, por otra parte, nunca deja de incidir profundamente en lacualidad y la fisonomía de las relaciones que instauran los individuosque viven en ella— nos ofrece la pauta no sólo para la comprensión dela familia y de los otros sistemas sociales que, positiva o negativamen-te, tienen vigencia, sino que nos da las claves para el conocimiento desus praxis (familiar, social, política y religiosa). Creemos que, en rela-ción con la comprensión del cuerpo propia de la modernidad occi-dental, tiene razón David Le Breton cuando afirma que

nuestra concepción actual del cuerpo se encuentra estrechamentevinculada al despliegue del individualismo, a la emergencia de unpensamiento racional, positivo y laico, sobre la naturaleza, con elprogresivo retroceso de las tradiciones populares locales. Además,esta concepción también está ligada de alguna manera a la historia dela medicina que encarna en nuestras sociedades un saber, de algunamanera, oficial sobre el cuerpo24.

En la exposición que sigue, que por motivos obvios tendrá que sermuy concisa, cabrá presentar la descripción y la comprensión delcuerpo humano que ha tenido vigencia en algunos momentos estela-res y especialmente significativos de nuestra cultura. Es un datoindiscutible que, por acción y por reacción, esta comprensión (con lacorrespondiente evaluación ética que de ella se sigue) ha ejercido una

22. Bernard, o.c., p. 8. «Toda aproximación al cuerpo implica una elección filo-sófica e, incluso, teológica, y recíprocamente» (ibid.).

23. Véase Turner, o.c., XI-XII.24. Le Breton, o.c., p. 8.

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notable y profunda influencia en la configuración de los modelosfamiliares, políticos y religiosos que han imperado en las diversasetapas de la cultura occidental. No puede causar ninguna extrañeza,pues, que, como consecuencia directa, subrayemos el papel centralque ha tenido su comprensión en la configuración del espacio y deltiempo —privados y públicos, a nivel psicológico y sociológico— delas sociedades humanas del pasado y del presente. En efecto, como essuficientemente sabido, casi sin excepciones, los «sistemas sociales»(religiosos, familiares, escolares, políticos, etc.) han sido comprendi-dos como cuerpos. Eso significa que las configuraciones reales de las«estructuras de acogida» (y de las transmisiones que, peor o mejor,llevaban a cabo) eran consideradas como acciones realizadas por unorganismo corporal. Los padres fundadores de la antropología (en elsegundo tercio del siglo XIX) también se propusieron estudiar lassociedades como si fueran «organismos corporales», los cuales, debi-do sobre todo al prestigio que entonces tenía la biología como una«ciencia reina», desarrollaban unas funciones muy parecidas a las delos organismos vivos. De ahí que podamos concluir que, sea cual seala valoración concreta que las distintas culturas humanas hayan hechodel cuerpo, no existe ninguna duda de que esta valoración ha sidohistóricamente decisiva para todo lo que, en la idiosincrasia de la vidadiaria, han pensado, hecho y sentido los hombres y las mujeres quehan vivido dicha valoración. Por esta razón, resulta interesante expo-ner brevemente las principales líneas de pensamiento que sobre elcuerpo se han hecho presentes en algunos momentos culturales parti-cularmente importantes e influyentes respecto a nuestra cultura.

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EL CUERPO EN GRECIA

1.1. INTRODUCCIÓN

El mundo griego, como también ocurre en el mundo de la Biblia y, enel fondo, en todos los demás universos culturales, no constituye unaunidad monolítica, sino que la diferenciación, los matices e, incluso,las contradicciones aparecen de un modo indiscutible, ofreciendoperspectivas y soluciones a los problemas humanos que, en algunoscasos, son totalmente incompatibles entre sí1. En contra de aquelloque muy a menudo aparece en los libros de texto y en las obras dedivulgación, hay que tener en cuenta que en Grecia —y, en general,en todas las culturas de la Antigüedad— existe una enorme variedadde enfoques intelectuales, axiológicos, religiosos y mitológicos, devisiones del mundo y de actitudes prácticas (políticas). La consecuen-cia de ello será la delimitación en nuestra exposición del cuerpo enGrecia a algunos aspectos concretos de la problemática que parecenespecialmente interesantes para la praxis antropológica.

Para marcar el ritmo de exposición de este capítulo querríamoscomenzar estas breves referencias al cuerpo humano en el mundo

1. Merece la pena reseñar el estudio, ya algo antiguo, de J. Barr, Sémantique dulangage biblique [1961], Paris, Cerf, 1988, y que, aún hoy, puede leerse con provecho,pues pone en guardia contra una comprensión monolítica del pensamiento griego ydel pensamiento semita. Además, hoy en día, algunos investigadores como, por ejem-plo, M. L. West, J. Duchemin o B. Deforge ponen de relieve que «Grecia forma partede Asia», y que la literatura griega es una literatura del Oriente Próximo (véase B.Deforge, Le commencement est un dieu. Un itinéraire mythologique, Paris, Les BellesLettres, 1990).

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griego con unas palabras de Maria Daraki, sacadas de su ejemplarestudio sobre los primeros estoicos:

La cultura del cuerpo propia de la civilización helénica nunca hapresentado ningún obstáculo al desarrollo de la gran corriente dualis-ta que ha hecho posible las ambiciones más grandes de Grecia, sobretodo por parte de quienes han querido dar un sentido a su vida;sentido que no es la divinización. La razón griega no rechaza la ideade que un hombre, en vida, pueda convertirse en un dios; ahora bien,la empresa pasa invariablemente por la capacidad de «morir» en tantoque hombre ordinario, la cual, según una tradición del esfuerzo, sitúaal ideal agónico griego en el nivel más elevado2.

Dualismo, fuerte ideal agónico, elitismo aristocrático, ascetismo,divinización, misticismo, elección libre de la muerte (del cuerpo): heaquí algunos de los temas primordiales y recurrentes que, de unaforma u otra, aparecerán en las múltiples variaciones que experimen-tará la compleja historia del pensamiento griego. Términos recurren-tes que, a través de innombrables peripecias y circunloquios, recibiránlas interpretaciones y las aplicaciones más contrastadas e incluso, amenudo, contradictorias. Valga como caso ejemplar de lo que acaba-mos de mencionar el mismo término «cuerpo», que aparecerá en loscontextos más diversos y aludirá a las situaciones más contrastadasque uno se pueda imaginar.

Marcel Detienne ha puesto de relieve que en los períodos arcai-cos el griego no conocía una distinción entre cuerpo y alma, y tampo-co establecía una discontinuidad radical entre lo natural y lo sobrena-tural3. Así, la realidad corporal del hombre incluía los aspectos

2. M. Daraki, Une religiosité sans Dieu. Essai sur les stoïciens d’Athènes et SaintAugustin, Paris, La Découverte, 1989, p. 110. Es una particularidad incuestionable que,en Grecia, la temática alrededor del cuerpo que, de una manera u otra, siempre incluyela del alma, no puede separarse del tema de la «salud-enfermedad» (véase Duch, Simbo-lismo y salud, cit., pp. 332-346, donde lo hemos indicado expresamente).

3. Sobre estas consideraciones, véase M. Detienne, Mortals and Inmortals. Co-llected Essays, Princeton (N. J.), Princeton Univeristy Press, 1991, pp. 27-49. El atrac-tivo y erudito estudio de J. Pigeaud La maladie de l’âme. Étude sur la relation de l’âmeet du corps dans la tradiction médico-philosophique antique, Paris, Les Belles Lettres,21989, ofrece, en relación con el mundo griego, una mina inagotable de datos y depuntos de vista sobre el cuerpo. La obra de M. Landmann De Homine. Der Mensch imSpiegel seines Gedankens, Freiburg/München, Karl Alber, 1972, 1.ª parte (pp. 3-130),dedicada a los griegos, brinda una aportación sumamente interesante sobre el pensa-miento antropológico de Grecia y, de una manera muy especial, sobre la diversidad delos modos de entender el cuerpo humano que allí se desarrollaron. Véase también elestudio de C. Tresmontant El problema del alma, Barcelona, Herder, 1974. Desde una

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orgánicos, las fuerzas vitales, las actividades físicas, las inspiraciones ylos influjos divinos. En aquel contexto arcaico la misma palabra grie-ga era usada para designar todos estos ámbitos tan diferenciados de laactividad de los hombres. Por otra parte, no existía un nombre especí-fico que sirviese para denominar el cuerpo como una unidad orgánicay completa que soportaba el individuo en la multiplicidad de susfunciones físicas y mentales. El término sôma, traducido como «cuer-po», originariamente indicaba el «cadáver», es decir, aquello queresulta de un individuo después de que «su vida encarnada y su vitali-dad física quedan detrás de él, reduciéndolo a una mera figura inerte:una efigie»4. Antes de desaparecer en la invisibilidad —por combus-tión o por enterramiento— este «cuerpo» es el objeto de exhibiciónpara las lamentaciones de los demás5. No podemos entrar aquí en elestudio de la rica terminología griega que sirve para codificar lasrelaciones corporales del individuo consigo mismo, con los demás ycon los dioses. Solamente querríamos insistir en la conclusión queextrae Detienne de estos análisis. En Grecia el cuerpo humano seencuentra marcado con unas imborrables señales de limitación, defi-ciencia y fragilidad6. Todo ello junto hace que, en realidad, pueda serconsiderado como un «sub-cuerpo» (sub-body). Este «sub-cuerpo»sólo puede ser comprendido a través de la referencia a aquello queidealmente presupone: la plenitud corporal, una especie de «super-cuerpo», esto es, el cuerpo de los dioses. La comparación de la corpo-reidad del cuerpo humano con la de los dioses evidencia palpable-mente que todas las cualidades corporales que se atribuyen a loshumanos (mortales) muestran el cuerpo de éstos como una formadisminuida, derivada, precaria. El cuerpo de los dioses (los inmorta-les), en cambio, ofrece unas características de plenitud, potencia,longevidad y belleza que superan infinitamente a las posibilidades deconocimiento y de acción de los humanos7.

Existe otro aspecto de la problemática griega alrededor del cuer-po humano que cabe destacar. El hombre y su cuerpo se encuentranplenamente incorporados en el curso de la naturaleza, physis, lo queimplica que todo aquello que ha nacido aquí abajo, en la tierra, si-

perspectiva antropoteológica, se sacará gran provecho de F. P. Fiorenza y J. B. Metz,«El hombre como unidad de cuerpo y alma», en J. Feiner y M. Löhrer (eds.), Myste-rium Salutis II, 2, Madrid, Cristiandad, 1970, pp. 661-715.

4. Detienne, o.c., p. 30.5. Ibid., pp. 30-31, lleva a cabo un interesante análisis de los términos griegos

que servían para designar la realidad corporal del ser humano.6. Ibid., p. 37.7. Véase ibid., p. 31.

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guiendo el ritmo de los días, las estaciones y los años, ha de desapare-cer8, es decir, inexorablemente, ha de volver a la naturaleza a la quepertenece9. Ello comporta que, durante toda su vida mortal, el hom-bre y su cuerpo, como si se tratase de un estigma, se ven obligados asoportar las consecuencias de su congénita finitud y evanescencia. Estanaturaleza evanescente del ser humano explica por qué los griegosotorgaron a los seres humanos las designación de «efímeros», en con-traposición a los seres divinos, que eran nombrados con la expresión«los que existen eternamente»10.

En relación con el mundo griego, tal y como lo señala Jean-PierreVernant11, hay que ser consciente de la peculiar manera por la que losgriegos tradujeron, mediante unas determinadas formas visibles (eneste caso, el cuerpo humano), las realidades invisibles, imperceptiblesa los sentidos. No hay duda de que la naturaleza de las potencias sa-gradas se encuentra vinculada con su modo de representación. El pen-samiento construye su objeto a través de las formas simbólicas quedispone. No hay duda de que, en el universo griego, el cuerpo huma-no sirve de soporte al cuerpo divino; prácticamente, aquél es la únicarepresentación posible de éste. El conocido helenista francés recalcaque no se trata simplemente del hecho de que los griegos hubiesenconcebido y representado los dioses a imagen de los hombres, sinoque adquirieron la firme convicción de que el cuerpo humano, sobretodo cuando se encontraba en la flor de la juventud, era una imagenauténtica o un reflejo real de la misma divinidad. Como un atributoplenamente divino, la gracia (kharis) del cuerpo humano, principal-mente a través de la sonrisa y del vigor juveniles, en directa oposicióna la horrible mueca de la Gorgona, constituía un espejo que transpa-rentaba el mundo de los dioses en todo aquello que, dicho mundo,tenía de luminosidad, fuerza, belleza y juventud eterna12.

Por regla general, en el universo griego la imagen del cuerpohumano no sólo es una traducción en términos visibles de la invisibili-dad de los dioses, sino que también sirve para poner de relieve, engran medida cuando reproduce la fragilidad propia del cuerpo de los

8. Véase ibid., pp. 31-32. Sobre el término physis, véase Ll. Duch, Llums i om-bres en la ciutat, cit., pp. 44-50.

9. Véase Detienne, o.c., p. 41.10. Véase ibid., pp. 32-33.11. Véase J.-P. Vernant, Mythe et pensée chez les grecs. Études de psychologie

historique, Paris, La Découverte, 1990, pp. 325-350. No podemos entrar aquí en lacuestión del «doble», que tanta importancia ha tenido en la cultura occidental desdesus orígenes griegos hasta nuestros días.

12. Véase ibid., pp. 348-349.

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mortales, aquello que constituye el núcleo principal de la humanidaddel hombre: la caducidad. Muy especialmente, relacionado con quie-nes morían en plena juventud, la belleza de la imagen de los difuntosera un intento por mantener su recuerdo, para prolongar, a pesar deltrabajo disolvente del tiempo, la belleza y la plenitud corporales que,en vida, los distinguió13.

1.2. LAS DOS REPRESENTACIONES PRIMITIVAS DEL CUERPO

En la Antigüedad —y, por tanto, también con numerosas variacionesen Grecia— pueden encontrarse dos representaciones básicas del cuerpohumano: 1) las representaciones basadas en el dualismo «cuerpo-alma»; 2) las representaciones que establecen una exacta homologíaentre el «microcosmos» y el «macrocosmos»14. Es un hecho muydocumentado que la tradición semita no conoce el dualismo de tipogriego, sino que, decididamente, afirma la completa unidad orgánicadel ser humano (el hombre es su cuerpo)15. De todos modos, no debeolvidarse que, en la narración de la creación (cf. Gn 2, 7), el cuerpoaparece claramente diferenciado del principio vital, que deriva direc-tamente del mismo Yahvé. Así pues, de una manera u otra, estadiferencia entre el cuerpo y el principio vital implica un tipo dedevaluación del cuerpo en relación al principio vital. Por eso no esextraño que algunas interpretaciones posteriores hayan equiparado elcuerpo con lo «profano» y el principio vital con lo «sagrado». Históri-camente, además, la lógica de esta analogía exigió la configuración deuna mitología, una cosmología y una metafísica que explicaran cómoy por qué el principio divino, trascendente e inmaterial, podía residiren un cuerpo material; y, a la inversa de lo que ocurrió en Grecia,cómo y por qué era, a su vez, un principio positivo, creador y abiertoa nuevas posibilidades históricas.

La correspondencia entre el cuerpo como un «microcosmos» y latotalidad como un «macrocosmos» es otra simbólica muy frecuente enlos universos religioso-políticos de la Antigüedad. Si así es, la encarna-ción corporal del ser humano constituye meramente una fase de su

13. Véase ibid., pp. 350-351, donde reproduce, como confirmación de su tesis, eltexto de distintas estelas griegas.

14. Véase B. Lincoln, «Human Body. Myths and Symbolism», en M. Eliade (ed.),The Encyclopedia of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 409, 505.

15. Cf. lo que diremos en un capítulo posterior sobre el cuerpo en la tradiciónsemita y el dualismo que lo caracteriza, netamente diferenciado del pensamientogriego.

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existencia eterna, en la que la misma substancia material se mueve delcuerpo al cosmos, y vuelve de nuevo de éste al cuerpo, y así adinfinitum, siendo la muerte y el (re)nacimiento tan sólo unos simplesmomentos de la transición eterna. En este contexto el conocimientodel cuerpo equivale al conocimiento del universo, y el de éste propor-ciona una información precisa y segura sobre el cuerpo humano, yaque ambos se encuentran íntimamente coimplicados: uno es la pará-bola del otro, y a la inversa. A causa de la muerte del individuo, lamateria corporal se transforma en su contrapartida macrocósmica,repitiéndose incansablemente de forma circular, podríamos decir, losgrandes acontecimientos cósmicos de la muerte y la resurrección. Elsiguiente himno del período medio persa constituye una excelenteejemplificación de la correspondencia «microcosmos-macrocosmos».

Hay cincos colectores o recipientes de la substancia corporal de quie-nes han muerto. Uno de ellos es la tierra, que es la guardiana de lacarne, los huesos y los nervios. El segundo es el agua, que es laguardiana de la sangre. El tercero son las plantas, que preservanla cabellera corporal de la cabeza. El cuarto es la luz, el recipiente delfuego. El último es el viento, que es el aliento vital de la criaturas en eltiempo de la Renovación16.

Con figuras muy variadas y diferenciadas, la persistencia de estosmodelos corporales se mantendrá de forma muy efectiva en las distin-tas etapas históricas de la cultura occidental. Incluso en nuestros días,la sensibilidad que vagamente se denomina con la expresión new agetambién se hace eco de estas antiguas representaciones del cuerpohumano y, en el fondo, del conjunto de la realidad.

1.3. PLATÓN

Con notables variaciones y modalidades, tanto la tradición platónicacomo la pitagórica consideran el cuerpo humano como el sepulcro delalma. Michael Landmann17 ha reiterado que para Protágoras o paraDiógenes de Apolonia el hombre era una unidad corporal animada:los dos elementos (cuerpo y alma) se encontraban íntimamente unidosy coimplicados. Para Platón, en cambio, el hombre, el hombre verda-dero, se reduce exclusivamente al alma. Continuando con, de algunamanera, las formas de pensamiento y de representación más arcaicas,

16. Cit. Lincoln, o.c., p. 501.17. Véase Landmann, o.c., p. 71.

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a partir de la tradición platónica, la relación del cuerpo con el alma seconvirtió en uno de los mayores problemas de la historia del pensa-miento occidental. El cuerpo, o bien es considerado como algo indife-rente (Empédocles, frag. 148, dirá de él que es «materia terrenal queenvuelve al hombre»), o bien es algo que hay que combatir porque esel gran obstáculo del alma para la salvación. En cualquier caso, sinembargo, el ser humano se convierte en un homo duplex, en unadualidad, con aspectos interiores y exteriores, superiores e inferiores.Quizás la bifurcación que expresa Platón entre la «idea» y la «reali-dad» es solamente una proyección de la irreductible oposición antro-pológica que él ve entre el cuerpo y el alma. De la misma forma que elalma es aquello que nos hace hombres, la idea hace de cada cosaaquello que verdaderamente es. Lo demás —subraya Landmann—solamente consiste en el medio pasajero de su aparición.

Umberto Galimberti mantiene la opinión de que la noción de«alma» fue introducida por Platón con la finalidad de fundar unlenguaje universal que ya no dependiese de la oscilaciones de sentidopropias del lenguaje corporal, pues éste se mostraba incapaz de garan-tizar unas significaciones universales y estables18. Justamente por eso,el cuerpo no podía ser el órgano de la verdad, ya que aquello que esmutable ha de ser necesariamente imperfecto, caduco e, incluso, po-seedor, muy a menudo, de ciertas tendencias hacia la perversión19.Platón emancipa el alma con el fin de instaurarla como «órgano de laverdad». Al mismo tiempo, la pareja «alma-cuerpo» deja de ser undispositivo antropológico para convertirse en un dispositivo epistemo-lógico. De esta manera puede distinguirse y aislarse la «verdad» (ale-theia), de la cual se ocupan aquellos filósofos que poseen la «medicinadel alma» mediante la sabiduría (phronesis), separándola y contrapo-niéndola a la caducidad y la movilidad, esto es, a la «no-verdad», a la

18. U. Galimberti, Psiche e techne. L’uomo nell’età della tecnica, Milano, Feltri-nelli, 21999, p. 125. No hay duda de que es muy importante acercarse a la «historia delalma» en la tradición griega y en los diversos desarrollos de la cultura occidental, yaque este concepto ha poseído una decisiva influencia en todos los aspectos de la cultu-ra occidental. Véase íd., Gli equivoci dell’anima [1987], Milano, Feltrinelli, 2001, 1.ªparte («Storia dell’anima»), pp. 19-89, donde traza una narración sumamente intere-sante de las peripecias históricas de este concepto.

19. Véase L. Duch, Armes espirituals i materials: Religió. Antropologia de la vidaquotidiana 4, 2, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, pp. 248-252, donde hemos expuesto las enormes dificultades que tenían los griegos con todoaquello que se encontraba sometido al cambio. Esta idea se aplica perfectamente a suconcepción del cuerpo (mortal, mutable, compuesto) en relación con el alma (inmor-tal, inmóvil, simple).

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«enfermedad crónica», expresada por el cuerpo20. Como fundamen-tación de esta opinión puede citarse el siguiente pasaje del diálogoFedón:

Los verdaderos filósofos tienen necesariamente que pensar. Éste esun sendero que puede engañarme en la indagación de la ciencia;mientras tengamos el cuerpo, mientras el alma nuestra esté asociadacon este mal, no podremos alcanzar suficientemente el objeto denuestros anhelos, es a saber, la verdad […] Y mientras estamos convida estaremos más cerca del saber cuanto menos permitamos elcomercio corporal, cuanto menos comuniquemos con el cuerpo, ex-cepto en casos de entera necesidad, y cuanto menos nos dejemosinficionar de su naturaleza hasta que de él nos libre el mismo dios. Asíapartados de las pasiones del cuerpo y puros, es probable que estare-mos en compañía de hombres puros como nosotros y que conocere-mos por nosotros mismos la pura esencia de las cosas, que probable-mente no es otra que la verdad; porque no es lícito percibir lo que espuro a quien no es puro él mismo (Fedón 66 b-67 a)21.

El cuerpo se encuentra falto de «forma» porque el alma no es elfactor que le otorga la forma, que le «in-forma». El cuerpo, entonces,no es nada más que la tumba del alma (sôma-sema), tal y como se diceen el diálogo Gorgias (493 a-b) o, concretando el asunto en términosplatónicos, el hombre ha aparecido sobre la tierra como un «sercaído» porque perdió las alas, tal y como se narra en el mito del Fedro.En el Cratilo (400 b-c) se afirma sin tapujos:

20. Véase Galimberti, Gli equivoci dell’anima, cit., pp. 23-24.21. Usamos la traducción castellana del Fedón de Ángel Vassallo, Barcelona, Éxi-

to, 1951. G. Sissa, El placer y el mal. Filosofía de la droga, Barcelona, Península, 2000,lleva a cabo un excelente estudio comparativo entre el pensamiento platónico alrede-dor del tema «placer-deseo» y el trasfondo del (ab)uso de la droga. «Platón concibe eldeseo humano exactamente como un toxicómano lúcido ve su propia necesidad. Pla-tón no trata todos los deseos [humanos] como si fuesen por naturaleza ‘toxicómanos’,esto es, despóticos, ilusorios y mortales […] Si se substrae al deseo el interés por losobjetos deseados y se transforma en un deseo de saber, entonces se descubre la posibi-lidad de poseer para siempre un objeto, de acceder a su plena propiedad y disfrute. Laestrategia platónica consiste en el descalificar el placer corporal como un placer pocoafable y en proponer, en cambio, una voluptuosidad pura e intacta. Consiste en cam-biar sensaciones de cualidad mediocre por un hedonismo muy más ambicioso: gozarabsolutamente» (ibid., pp. 99, 100). «Si el gusto por el sexo merece desprecio porparte del filósofo [Platón], es porque las inclinaciones hacia el dinero, la bebida, lacomida y el amor son por naturaleza incapaces de conseguir su propia satisfacción.Estructuralmente asintótico, el deseo nunca alcanza su objetivo […] Porque el deseo esinsaciable, el placer nunca es posible» (ibid., p. 106).

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Algunos dicen que el cuerpo es el sepulcro (sema) del alma, dondeestá enterrada en la actualidad. También, y como a través del cuerpo(sôma) el alma (semainei) manifiesta lo que le es propio, por estarazón es justo que se le llame «signo» (sema). Sin embargo, creo quefueron los discípulos de Orfeo los que pusieron este nombre, como siel alma expiara las culpas de las que tiene que rendir cuentas ytuviese, para su «reguardarse» (sozetai), al cuerpo como un recinto, aimagen de una prisión. El cuerpo, en efecto, como el mismo nombreindica, es precisamente eso: la «salvaguarda» (sôma) del alma, hastaque ésta ha pagado la deuda del todo, y no hay que cambiar nada delo dicho, ni una letra22.

Es de sobra conocida la influencia del orfismo23 tanto en la exhor-tación socrática sobre la therapeia del alma como en la misma metafí-sica platónica, pues en ésta lo menciona directamente mediante laexpresión «antigua palabra» (Leyes, IV, 715). Muy a menudo, se hapuesto de relieve el desprecio de Platón por el cuerpo, pues, frecuen-temente, es visto desde la «visibilidad óptica» propia del cadáver24. Enel Fedón se afirma que «cuando muere un hombre, su parte visible, elcuerpo, que llamamos cadáver, le es propio disolverse, corromperse ydisiparse» (80 c). Por eso el Fedón ha sido considerado como unverdadero himno de alabanza a la muerte del hombre, es decir, a laaniquilación definitiva del cuerpo. Sócrates dice que «la única ocupa-ción digna del filósofo es morir y estar muerto». Sin embargo, ¿de quémuerte habla el sabio y hace alabanza? Se trata, ciertamente, de supreparación, de la llamada «ejercitación de la muerte» (melete thana-tou)25. En la tradición platónica, el cuerpo constituye un obstáculoinsuperable tanto para el conocimiento como para el cumplimientoético: «Mientras tengamos cuerpo, mientras el alma nuestra esté aso-ciada con este mal, no podremos alcanzar suficientemente el objeto denuestros anhelos» (66 b)26.

22. La traducción usada en el original ha sido la traducción catalana del Cratilode J. Olives Canals, Diàlegs IV de Platón, Barcelona, Fundación Bernat Metge, 1952.

23. Más adelante se desarrollará la relación entre el cuerpo humano y el orfismo.24. Sobre lo que sigue, véase Daraki, Une religiosité sans Dieu, cit., pp. 111-114.25. M. Daraki, o.c., pp. 112-113, 114. Daraki, a partir de la «ejercitación de la

muerte», confirma los orígenes chamánicos del dualismo filosófico griego que, desdeperspectivas muy diferentes, ya había afirmado, a finales del siglo XIX, Rohde, Gernet,a principios del siglo XX, y, recientemente, Dodds. «Los griegos han compartido con elresto de la humanidad la inquietud delante de su destino mortal, y el medio que ellosimaginaron para vencer la muerte fue la elección de la muerte en sus versiones guerrerao mística» (ibid., p. 116).

26. Cabe apuntar que el cuerpo es considerado como un mal (kakon); en el sen-tido más peyorativo, una enfermedad mortal especialmente para el alma.

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Tal y como lo presenta el Fedón, en primer lugar, el cuerpo es elhombre biológico (66 a); posteriormente, es el sujeto psicológico tantoen relación con sus expresiones afectiva («amores, deseos, temores,quimeras de toda clase») (66 b-c) como en relación con sus expresio-nes cognitivas («representaciones, ideas falsas») (66 c); y también elcuerpo, sôma, puede entenderse como el sujeto de la historia: «De lasguerras, de la sediciones, de la batallas ningún otro sino el cuerpo ysus pasiones son la causa» (66 c); finalmente, el cuerpo es el hombreeconómico: «Todas las guerras se producen para adquirir riquezas, y sinos vemos obligados a adquirirlas es por razón de nuestro cuerpo, alcual hemos de servir como unos esclavos» (66 c-d). Su constituciónenfermiza y de congénita imperfección hace que casi resulte imposiblesometerlo al gobierno del alma (80 a). Ahora bien, aquello que, enprimerísimo lugar, conviene al hombre es que se desmarque y des-prenda completamente de su cuerpo mediante la «ejercitación delbuen morir», que es la suprema gesta filosófica: «¿O no es la filosofíaprecisamente eso, una ejercitación de la muerte (melete thanatou)?¡Sin duda alguna!» (81 a). Esta muerte es la que realmente permite alsabio lograr la verdadera vida, que consiste precisamente en la radicalseparación del alma de todas las modalidades biológicas, psicológicas,históricas y económicas propias del cuerpo. «Parecido a una iniciación—una telete, dice Platón— la ejercitación de la muerte permite elnacimiento del sujeto superior por un camino similar al que era reser-vado a los seguidores y devotos de los cultos mistéricos (mystes) decategoría más elevada (cf. Fedón, 69 c). La muerte elegida separa almismo tiempo el theios aner de su ‘cuerpo’ y de la gran mayoría, lospolloi […] La muerte elegida es un acto de libertad mediante el cual seconstituye el ‘hombre divino’»27.

En la relación «alma-cuerpo», tal y como la presentan los diálogosplatónicos, el alma se caracteriza por un radical extrañamiento res-pecto a todo aquello que es terrenal y, de manera evidente y primera,al cuerpo, que es un reconocido elemento de este mundo pasible,caduco e imperfecto. Este total extrañamiento del alma respecto atodo aquello que es mundano enfatiza que el alma es divina, y, comose dice en el Fedro (246 a), «del alma, propiamente, solamente puedehablar un dios. El hombre sólo puede sugerirla por medio de símbolose imágenes»28. Hay que tener presente que en Platón, en relación con

27. Daraki, o.c., p. 114; cf. ibid., pp. 115-116.28. Véase la excelente reflexión de U. Galimberti, La terra senza il male. Jung:

dall’inconscio al simbolo, Milano, Feltrinelli, 51997, 2.ª parte, cap. III (pp. 136-144),sobre «l’anima straniera».

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la concepción del alma, se entrecruzan dos tradiciones bastante dife-rentes. Por un lado, la tradición filosófica, que considera que el almaposee la capacidad propiamente humana de abstraer, mediante losnúmeros y las anticipaciones matemáticas, las categorías de lo que essensible, y, por otra, la tradición órfica, estrechamente vinculada conlos cultos mistéricos. Es principalmente esta segunda tradición la queofrece los hechos más antagónicos que marcan la absoluta incompati-bilidad entre el cuerpo y el alma. En efecto, el alma, que originaria-mente era pura, simple y perfecta, se aleja de su perfección original y,renegando de sí misma, se ha mezclado y confundido con la materia(sobre todo con el cuerpo) y el mal, lo que equivale a reconocer que seha habituado a la vida mundana. Así pues, en el interior de las tradi-ciones mistéricas, esforzándose por dar muerte al cuerpo, solamentele queda esperar su reintegración en su lugar original —inmóvil yapático— al lado de la divinidad.

Para la configuración de una ética del alma, en el Fedón el carác-ter de símbolo del cuerpo aparece claramente. Se afirma que el viviren la demencia patológica del cuerpo constituye la radical negacióndel filosofar: el cuerpo es presentado como lo más negativo y perversoen el pensamiento humano. En efecto, el cuerpo es «el que perturba elalma [del sabio] y no le permite adquirir la verdad y el conocimiento»(Fedón, 66 a). Por eso, es necesario que el sabio «se desprenda de sucuerpo tanto como le sea posible» (66 a)29. A partir de aquí puedeentenderse la importancia de la muerte elegida a la que ya nos hemosreferido con anterioridad. Aprender a morir o, mejor aún, ya estarmuerto, permite «contemplar con el alma las cosas en sí mismas»30.Entonces, «cuando estemos muertos, por lo visto, poseeremos aquelloque deseamos y que hemos dicho que nos enamora: el conocimiento»(66 d-e). En este contexto, todo da a entender que Platón se refiere alcuerpo como la sede del mal por excelencia: «Nuestra alma se encuen-tra afectada de este mal (kakon) (el cuerpo)» (66 b), porque, en últimotérmino, se encuentra completamente entregada a la demencia que espropia del cuerpo (67 a). En este mismo diálogo Platón pone en boca

29. La filosofía exhorta el alma a «separarse del cuerpo lo más posible y a acos-tumbrarla a recogerse y replegarse en sí misma» (Fedón, 66 d), lo cual significa que nodebe dar crédito a nadie sino a ella misma y a lo que por ella misma haya comprendidode las cosas que son, y a no creer verdadero nada de lo que percibe por mediación delos sentidos corporales. «El alma reflexiona mejor cuando no la turba el oído ni la vistani la pena ni el gozo, sino cuando independientemente y separada del cuerpo, en loposible, se adhiere al ser dentro de sus propios límites» (65 c).

30. Cicerón afirmaba: «Tota enim philosophorum vita commentatio mortis est»(Tusculanae, I, 30); y Michel de Montaigne: «Filosofar es aprender a morir».

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de Sócrates la siguiente pregunta: «¿No son los filósofos los que tie-nen por ocupación el buscar que el alma se libere del cuerpo?» (67 d).

Platón aún añade otra razón del filósofo (del amante de la sabidu-ría) para despreciar el cuerpo31. Al empezar este parágrafo hemosseñalado que a partir del cuerpo era imposible establecer un saberuniversal y estable. Siendo irreductible a lo universal, el cuerpo esincapaz de saber. Eso significa que propiamente el cuerpo es paraPlatón un «no saber» que él identifica con la locura. Razón y locuranacen al mismo tiempo. Asimismo, hay que tener presente que sola-mente por medio de la superación de la locura la razón puede llegar aadquirir certidumbres y a autocertificarse en su ejercicio. Progresiva-mente, el dominio sobre la locura —en realidad: sobre el cuerpo— setransforma en la representación de un orden necesario y, al final, enla representación de un orden como tal. Para el filósofo, obstruir elpaso hacia la locura es equivalente a dominar las pasiones del cuerpo,porque es en el ámbito corporal donde la locura tiene su origen, susede y las posibilidades de su desarrollo. La educación (paideia) plató-nica consiste en el establecimiento de normas que, por medio delgobierno de las pasiones, garantizan una beneficiosa y saludable aproxi-mación a la verdad. Por eso, el auténtico conocimiento es «desapasio-nado» (Galimberti), y el alma que lo posee participa en un ordensuprasensible, de naturaleza divina, universal, completamente indem-ne a las peripecias mortales del cuerpo.

El «recogimiento» del alma, el estar a solas consigo misma, elabstenerse de los placeres y de los dolores (Fedón, 83 b), el pensar porella misma, su radical autosuficiencia, esto es, la total separación delcuerpo, son las notas que Platón otorga al amante práctico de laverdadera filosofía (la sabiduría):

¿Y no es cierto que el alma razona mejor que nunca cuando ningúnsentido no la turba, ni el oído, ni la vista, ni el dolor, ni ningún placer,sino que se recoge en sí misma tanto como puede prescindiendo delcuerpo y, absteniéndose de asociarse con él o de recibir su contacto,aspira a aquello que es? (Fedón, 65 c).

Algunos intérpretes del pensamiento platónico32, sin embargo,opinan que el Filósofo no adscribe el maleficio del cuerpo ni a sumaterialidad ni tampoco a los contactos de todo tipo que mantienecon las cosas. Lo que Platón denuncia es el «hechizo» que le «embru-

31. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 125-126.32. Véase, por ejemplo, P. Fontaine, «Corps», en Encyplopédie Philosophique

Universelle. II. Les notions philosophiques I, Paris, PUF, 1990, pp. 490-492.

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ja», le ata al cuerpo (la famosa expresión del Gorgias 493 a-b: «nues-tro cuerpo es una tumba») y la hace prisionera: «El alma de todohombre se ve forzada a regocijarse y a afligirse grandemente y aconsiderar que el objeto de este regocijo o de esta aflicción es muy realy muy verdadero, cuando ello está bien lejos de ser así. Tal es el efectode todas las cosas visibles» (Fedón, 83 c). Si el cuerpo mantiene elalma cautiva es porque está poseído por un vértigo perturbador que loconvierte en un «cuerpo de deseo» (79 c). Hay que inculpar más biena la pasividad del alma, ya que es ella misma la que, sin restriccionesde ningún tipo, se libera del cuerpo y, así, se convierte en el «verdugode sí misma». «En relación con el platonismo, es falso afirmar que elcuerpo es ruin y nocivo. El cuerpo es menos un objeto que unadirección de la existencia, un cuasi-‘movimiento existencial’, en unaterminología más moderna. Eso significa que el cuerpo no es tanto elorigen del mal como el ‘lugar’ de su cautividad. El verdadero respon-sable no es el mismo cuerpo sino el deseo, el cual es la condiciónpropicia para la caída en la sensibilidad que crucifica el alma sobre elcuerpo (cf. Fedón, 79 c, 83 d)»33.

Sea cual sea la valoración que uno haga del pensamiento dePlatón y de su herencia, no hay duda de que la influencia de suinterpretación del cuerpo ha sido extraordinariamente decisiva en losdistintos planteamientos que, en su bimilenaria historia, ha experi-mentado la cultura occidental34. Se ha introducido en la misma huma-nidad del hombre una división insuperable entre dos elementos(«alma»-«cuerpo»), que mantenían un combate a vida o muerte, esta-bleciendo incluso una gradación: el alma como elemento «espiritual»y «noble», y el cuerpo como el elemento «material» y «animal». Poreso Schiller podía hablar del hombre como de un ciudadano de «dosmundos»: un reino sublime y un reino miserable. Una división, cabeañadir, que, de una u otra manera, nunca dejó de poner en relieve la

33. Fontaine, o.c., p. 491. «Cada placer y cada dolor, como si estuviese proveídode una llave, mete el alma en el cuerpo, la fija y la hace corpórea, persuadida como estáal ver todo aquello que el cuerpo justamente le presenta como lo verdadero. De estaidentidad de opiniones con el cuerpo y del hecho de alegrarse con las mismas cosasque a éste le alegran pienso que acaba adquiriendo el mismo carácter y las mismastendencias, y deviene incapaz de llegar nunca al Hades en estado de pureza, puestoque siempre emprende la marcha contaminada por el cuerpo, tal que así que de repen-te vuelve a caer en otro cuerpo y, como si la hubiesen sembrado, arraiga, y de ahí vieneel que no participe nunca de la compañía de lo divino y puro, de lo uniforme» (Fedón,83 d-e). Conviene no olvidar, sin embargo, que para Platón lo representativo del cuer-po es justamente la posibilidad de desear. El alma, en cambio, es en sí misma (sin lainfluencia del cuerpo) de naturaleza apática.

34. Véase Landmann, o.c., p. 73.

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«pérdida de humanidad» que representaba cualquier forma de encar-nación. Históricamente, resulta bastante evidente que, muy a menu-do, el instrumento con el que el cristianismo intentó la configuraciónde la persona humana fue la noción de alma, tal y como la habíaconsiderado Platón; lo que implicaba su primacía respecto al ordensocial y corporal. Como se ha señalado con mucha frecuencia, latradición bíblica —especialmente el judaísmo profético— desconoceesta posición completamente. Por todo ello, Galimberti35 manifiestaque la antropología del cristianismo histórico —creemos que tiene encuenta principalmente la herencia agustiniana— ha desarrollado una«cultura del alma» que ha tendido a subrayar el que la verdad habitaen una interioridad atemporal y emigra del mundo (del cuerpo).Motivos agustinianos como, por ejemplo, «in interiore homine habi-tat veritas» y «amare mundum non est cognoscere Deum» reproducenliteralmente la concepción platónica del alma como el lugar propio dela verdad y la virtud.

1.4. ARISTÓTELES

Resulta habitual afirmar que las aportaciones jurídicas, religiosas ypolíticas de Aristóteles a nuestra cultura, junto con las de su maestroPlatón, han sido, en los diferentes períodos de su historia, fundamen-tales36. Mientras que Platón considera a la realidad humana divididaen dos partes claramente contrapuestas entre sí, «cuerpo y alma,mundo terrenal y mundo celestial», Aristóteles, y junto a él, conalgunas excepciones, la Edad Media, la observa como constituyéndo-se de forma piramidal. En efecto, la naturaleza como una totalidad esun reino escalonado que configura una continuidad ascendente: loorgánico se encuentra asentado sobre lo inorgánico; dentro del ámbi-to de lo orgánico, el reino animal aparece por encima del reinovegetal, y como coronación de todo, el hombre, que es la primera ymás perfecta de las criaturas.

Por lo visto, Aristóteles, en su juventud, a fin de dejar constanciade las relaciones del alma y del cuerpo, se mostró partidario deldualismo órfico y platónico37. Posteriormente, se separó del pensa-

35. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 529-530.36. Véase la sumaria exposición que hacemos del pensamiento aristotélico en

relación con su comprensión de la política en L. Duch, Armes espirituals i materials,cit., pp. 25-36.

37. Véase Tresmontant, o.c., pp. 26-27. E. R. Dodds, Paganos y cristianos en unaépoca de angustia, Madrid, Cristiandad, 1975, p. 52, apunta que la cortante dicotomía

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miento platónico y adoptó una posición más personal sobre el cuerpoque, como es sabido, ha ejercido una notable y duradera influencia enmuchas formulaciones teológicas y éticas de la tradición cristiana.Aristóteles cree poder dar una explicación adecuada del alma y de surelación con el cuerpo gracias a su distinción entre forma y materia38.

Parece ser que Aristóteles sostiene que el alma (psyche) es idénticaa la vida (bios), y por eso mismo la considera como el «principio de losseres vivos» (arkhe tou zoon). Define el alma como «la forma de uncuerpo natural que contiene en el mismo la vida en potencia». Ahorabien, ya que la forma de un cuerpo vivo es su propia naturaleza,entonces resulta bastante evidente que el alma es la naturaleza de lascosas vivas: el principio de cambio y de reposo. En resumen: la formaes el acto de un cuerpo; la materia es un mera potencia, lo que implicaque el alma es el acto de un organismo vivo39. Para subrayar la corre-lación tan típicamente aristotélica del alma y el cuerpo, Martino,después de haber asumido la definición de Aristóteles de alma («aque-llo gracias a lo cual vivimos y sentimos»), afirma que, de la mismamanera que la salud es aquello gracias a lo cual estamos sanos o laciencia es aquello gracias a lo cual sabemos, es decir, el acto de salud ode ciencia, también el alma es el acto y la forma del viviente. «El almano es el cuerpo, pero es ‘algo del cuerpo’ y lo habita: forma y acto decuerpo que tiene potencia para estar vivo»40.

El filósofo concibe el cuerpo humano como una realidad limitadapor una superficie, lo cual implica que lo comprende como una exten-sión substancial que ocupa un espacio que le es propio. Sin embargo,Aristóteles pone de relieve que el cuerpo humano no se limita a seruna simple cantidad de materia, sino que posee como característicamás distintiva el hecho de ser «in-formado», de recibir vida por me-diación del alma. Por eso puede afirmar que el «alma es la substanciaen el sentido de que ella es la forma de un cuerpo natural que posee la

«cuerpo-espíritu» nos llega de la Grecia clásica y «quizás es el legado más discutible delos griegos para la cultura humana y el que ha tenido más serias consecuencias [en laposterior tradición occidental]». Sobre la cuestión del cuerpo en Aristóteles, véaseTresmontant, o.c., pp. 26-46; Landmann, o.c., pp. 84-95; E. Martino, Aristóteles. Elalma y la comparación, Madrid, Gredos, 1975, esp. pp. 29-33; J. Lear, Aristóteles.El deseo de comprender, Madrid, Alianza, 1994, esp. cap. IV; Galimberti, o.c., pp.146-152.

38. En relación a este tema, se debe tener en cuenta que «nunca se nos repetirásuficientemente que materia y forma no son cosas sino ‘causas’ o ‘principios’ de cosas,discernibles por la mente, el raciocinio y la descripción racional, pero no por lossentidos» (R. D. Hicks cit. Martino, o.c., pp. 29-31).

39. Véase Lear, o.c., pp. 117-118.40. Martino, o.c., pp. 40-41.

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vida en potencia». Y también que «el alma es el principio de informa-ción (entelekheia) de un cuerpo de esta naturaleza»41. Tradicional-mente, la doctrina sobre las relaciones del alma con el cuerpo deorigen aristotélico se ha conocido con el nombre de «hilemorfismo»42.Su postulado fundamental es que el alma es la forma primera delcuerpo y constituye con él el único ente concreto y substancial. Por-que se encuentra fuera de la esfera divina, todo pensamiento humanono puede dejar de ser pasivo, potencial y dependiente de la materiacorporal. De ahí que la humanidad también tenga lo animal comoparte de su especie, poseyendo un intelecto discontinuo y corruptible,y que, además, manifieste sus deseos en forma de apetitos. De todosmodos, hay que señalar que el hilemorfismo nunca ha llegado a esta-blecer de un manera totalmente convincente la relación entre el almaespiritual (inmortal) y el cuerpo corporal (mortal). En consecuencia,la doctrina aristotélica no ha sido capaz de dar razón del todo de launidad originaria del ser humano, y por eso mismo se encuentraenvuelta de oscuridad y falta de precisión43.

1.5. EL ORFISMO

En su ya clásico estudio sobre el orfismo Guthrie afirma que «no hayninguna duda de que el espíritu tan particular que es característico dela literatura griega, de la filosofía griega y, principalmente, de lareligión griega, se debe, de una manera u otra, a la influencia deOrfeo. A través de los griegos, este espíritu penetró en el mundoromano e, incluso, influyó sobre el cristianismo»44. No hay que olvi-

41. Estas citas del escrito aristotélico Peri psyche (De anima) se encuentran enTresmontant, o.c., pp. 35, 36. «Quizás Aristóteles continúa teniendo razón hasta hoycuando afirma que el alma no es nada más que la vitalidad del cuerpo, esta existenciaque se perfecciona en sí misma y que él llama entelequia» (H. G. Gadamer, El estadooculto de la salud, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 88). En Aristóteles «la palabra entele-quia es un término que define la totalidad y la completa perfección del presente» (ibid.,p. 91).

42. Véase H. Scheit, «Hilemorfismo», en Sacramentum mundi. Enciclopedia teo-lógica, III, Barcelona, Herder, 1973, cols. 424-428.

43. Conviene hacer notar que el magisterio eclesiástico —sobre todo en relacióncon la cuestión cristológica— ha definido la unidad «alma-cuerpo» del ser humanocon la terminología del hilemorfismo sin precisar ni decidir el alcance concreto de estadoctrina filosófica (cf. Dz 902, 3224).

44. W. K. Guthrie, Orphée et la religion grecque. Étude sur le pensée orphique,Paris, Payot, 1956, p. 12. Es bien sabido que en las catacumbas romanas (cristianas) seencuentran representaciones de Orfeo (cf. ibid., pp. 294-296). Sobre la relación entre

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dar, tal y como lo apunta Ugo Bianchi, que el orfismo ocupa unaposición intermedia entre la religión olímpica y homérica y las reli-giosidades y cultos de tipo mistérico, constituidos por la presenciaactiva de hombres y mujeres iniciados, que, en medio de un mundosocialmente desestructurado y desorientado, mostraban un inconteni-ble deseo de carácter soteriológico. Por otra parte, resulta bastanteevidente que muchas otras manifestaciones del orfismo pueden si-tuarse entre los umbrales de una religiosidad popular, colmada deritos catárticos que aseguraban la prosperidad y la felicidad, y unareligiosidad erudita, nutrida con numerosas lecturas teológicas e, in-cluso, con verdaderas praxis teosóficas45.

La cuestión histórica de la existencia de Orfeo —músico, mago,encantador de animales, poeta, emparentado con la divinidad, etc.—es sumamente complicada y llena de oscuridades, y no parece que losestudiosos hayan sido capaces de aportar pruebas concluyentes en unsentido u otro46. Cabe señalar que, por regla general, se conoce con elnombre de «orfismo» a un movimiento de pensamiento y, por encimade todo, a una «forma de vida» de origen y de Antigüedad muydisputadas (algunos lo sitúan a partir del siglo VIII a. C.), vinculada a lavida y la acción de un supuesto chantre-músico venido de Tracia,Orfeo, hijo de la musa Calíope (de acuerdo con otras tradiciones,también se le adjudica ser hijo de Apolo). En esta exposición, sinembargo, podemos prescindir por completo de esta problemática,porque lo que exclusivamente nos interesa subrayar es el hecho de

el cristianismo y el orfismo, véase ibid., pp. 297-301. «Se puede decir que el orfismopreparó el camino al cristianismo familiarizando el espíritu griego con la llamada a laconversión» (ibid., p. 230). Seguramente el «nacimiento» del purgatorio cristiano tam-bién tiene algunas conexiones con el orfismo (véase J. Le Goff, La naissance du Purga-toire, Paris, Gallimard, 1981, p. 36, pp. 39-42). Sobre el orfismo véase el estudioclásico de E. Rohde, Psique. El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entrelos griegos [1891], Barcelona, Labor, 1973 (2 vols. y una sola paginación), esp. pp.369-389; Guthrie, Orphée et la religion grecque, cit.; U. Bianchi, Prometeo, Orfeo,Adamo. Tematiche religiose sul destino, il male, la salvezza, Roma, Ateneo & Bizzarri,1976, pp. 129-143; M. Eliade, «Orfeo y el orfismo», en Sentido y existencia. Homena-je a Paul Ricoeur, Estella, Verbo Divino, 1976, pp. 59-75; íd., Historia de las creenciasy las ideas religiosas. II: De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Madrid, Cris-tiandad, 1978, cap. XXII (pp. 183-209); W. Burkert, Greek Religion, Cambridge (Ma.),Harvard University Press, 1985, pp. 296-303; M. Detienne, La escritura de Orfeo,Barcelona, Península, 1990; íd., «La perspectiva de los órficos», en Y. Bonnefoy (ed.),Diccionario de las mitologías. II: Grecia, Barcelona, Destino, 1996, pp. 288-291.

45. Bianchi, o.c., p. 129.46. Véase ibid., pp. 130-131. G. Colli, La sabiduría griega. Dioniso-Apolo-Eleu-

sis-Orfeo-Museo-Hiperbóreos-Enigma, Madrid, Trotta, 1995, pp. 123-295 y pp. 397-434 (comentarios), ha reunido los textos griegos más significativos sobre Orfeo.

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que las «consecuencias de Orfeo», es decir, el orfismo, ejercieron unainfluencia extraordinariamente importante, por acción o por reac-ción, en la concepción del cuerpo de todo el mundo antiguo y tam-bién en la de los primeros siglos del cristianismo e incluso, de unmodo quizás más diluido, en la modernidad47. En este sentido, MirceaEliade escribe que «Orfeo es un de las pocas figuras mitológicasgriegas que Europa, ya fuese cristiana, ilustrada, romántica o moder-na, no ha querido olvidar»48.

Los griegos consideraban que Orfeo, tal vez más un «héroe» queno un «dios», había sido el fundador de una religión o, quizás mejor,de una «forma de vida» con su consecuente «visión del mundo» y deuna «ética», practicada por unos individuos denominados «órficos».La finalidad de la «vía órfica», mayormente por medio de unos estric-tos y fundamentales «tabúes dietéticos» (Burkert), era, en el mismocentro de la vida cotidiana, hacer triunfar al ser humano, nacido de lascenizas de los Titanes, el elemento divino o dionisíaco sobre el ele-mento titánico, con el fin de que consiguiera su divinización49. Estaactitud pone de relieve una antropología claramente dualista comoelemento esencial del orfismo, que es concretado exactamente en laexpresión «el cuerpo como una prisión del alma». La conocida conde-na órfica del cuerpo aparece reflejada en el diálogo platónico Cratilo.Por otra parte, conviene subrayar que no parece que pueda distinguir-se con mucha precisión la «psicología órfica» de la «psicología pitagó-rica»50. La tradición griega atribuye a Orfeo la redacción de unosescritos sagrados cuyo origen histórico resulta casi imposible de de-

47. No puede sorprender que el término «orfismo» aglutine un conjunto, a me-nudo caótico, de tendencias, escritos, praxis concretas, etc., muy diferentes y, casisiempre, irreconciliables entre sí. El prestigioso historiador de la religión griega Bur-kert, o.c., afirma que «el problema del orfismo ha llegado a ser uno de los más caluro-samente disputados en la historia de la religión griega».

48. Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., p. 75.49. Hay que tener muy en cuenta el mito sobre el que se basa la «vía órfica».

Mediante tretas, el joven Dioniso Zagreo es asado y, después, devorado por los Tita-nes, con la excepción del corazón. Después resucita. Zeus, indignado con los Titanes,los condena a la destrucción. Por eso, el orfismo tendrá en el vegetarianismo uno desus puntos fuertes. Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., p. 149, afirma que, en la Antigüe-dad, el mito de los Titanes era considerado como «órfico».

50. Véase Dodds, Les Grecs et l’irrationnel, cit., p. 149. De hecho, Dodds empleala expresión «psicología puritana» para englobar tanto las primeras creencias órficascomo las pitagóricas (cf. ibid., pp. 149-156; Burkert, o.c., pp. 303-304). Sobre larelación Orfeo-Pitágoras, véase Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., pp. 72-73. De una uotra manera, resulta bastante evidente la influencia del orfismo sobre Platón sin que,muy a menudo, sea posible averiguar de una manera irrebatible los términos concretosde esta influencia.

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terminar con una cierta seguridad, pero que ciertamente contienenuna mitología completamente diferente de la de Hesíodo, que muybien puede ser considerada como la mitología tradicional y casi «ca-nónica» de la antigua Grecia51. Por ejemplo, desde el punto de vistaórfico, se pone un especial énfasis en el hecho de que, en el más allá,los seguidores de Orfeo tendrán un destino muy diferente del de losseguidores de Homero. Éstos se verán condenados a una vida escuáli-da y carente de valor, que casi es como un tipo de existencia que seextingue en la niebla, mientras que los órficos gozarán de la máscompleta felicidad y complacencia porque, finalmente, el alma habrávuelto al lugar original que, como una «centella divina» que es, lecorrespondía52. Es un dato incuestionable que el orfismo fue uno delos movimientos místicos más importantes y más influyentes de laAntigüedad, pero tampoco existe ninguna duda de que se encontrabafundamentado en una comprensión del hombre y de la realidad suma-mente negativa y, en el fondo, terriblemente deshumanizadora.

Ya en la época histórica, el orfismo acostumbra a estar vinculadocon dos cultos diferentes de la vegetación (con su correspondienteprohibición total de sacrificios sangrantes y de la ingestión de carneque implicaban): 1) el de Deméter y su hija Perséfone, cuyo rapto porel dios de los infiernos, Hades, se encuentra en el centro del misteriode Eleusis53; 2) el culto de Dioniso (no en vano, frecuentemente,Orfeo es mencionado como un «profeta de Apolo»), que, sobre todopor parte de las fraternidades de la Italia meridional y Sicilia, fuecelebrado mediante ritos de iniciación muy elaborados y prolijos, alos que se les atribuía el poder de asegurar a los iniciados la felicidady la inmortalidad en el más allá54. Por otro lado, tres parecen ser los

51. Bianchi, o.c., p. 134, afirma que «el orfismo es por encima de todo una lite-ratura, que tuvo su florecimiento más esplendoroso en la Atenas de Pisístrato (final delsiglo VI a. C.)».

52. Eliade, o.c., p. 186, señala que la figura de Orfeo no pertenece ni a la tradi-ción homérica ni a la mediterránea. A menudo se ha realzado que «la religión de Orfeoes la quintaesencia del individualismo; toda religión que cree en la transmigración delas almas y que se preocupa ardientemente de su historia es fatalmente individualista»(Guthrie, o.c., p. 224).

53. Véase Burkert, o.c., pp. 297-298. Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., p. 73, esde la opinión de que es muy poco probable que el movimiento órfico llegase a conver-tirse en una «iglesia». Más bien parece que ofrecía algunos rasgos parecidos a los deltantrismo hindú y a los del neotaoísmo.

54. Cf. Eliade, o.c., pp. 189-190. Eliade resalta que Apolo y Orfeo eran los úni-cos dioses griegos cuyo culto incluía toda una serie de iniciaciones y de éxtasis. Otracuestión sumamente complicada relacionada con el orfismo es la relación que mantu-vo con el complejo mítico que englobaba la figura de Dioniso. Véase las buenas expli-

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principios fundamentales que determinaban las «forma de vida» órfi-ca en la cotidianidad de los adeptos: 1) el ya nombrado del cuerpocomo prisión del alma55; 2) el vegetarianismo como regla de vidaesencial56; 3) el hecho de que las consecuencias desagradables delpecado, tanto en este mundo como en el otro, podían ser evitadas pormedio de unas determinadas prácticas ascéticas y rituales57. Desde elpunto de vista órfico, el nacimiento —la encarnación— era una verda-dera desgracia, algo «antinatural», como apuntaba Jámblico58. Se con-sideraba que el hombre actual no era otra cosa que una extraña ycontradictoria mezcla, por un lado, de elementos titánicos y, por otro,de elemento divino o dionisíaco. Mediante cultos iniciáticos, acompa-ñados de duras praxis ascéticas, cabía liberarse de los peligrosos lazosdel cuerpo, con el fin de que fuera capaz de huir, tan rápido como lefuera posible, de su estado actual de «in-corporación», de «caída en elmundo (en la historia)»59. Por tanto, la salvación órfica consistía fun-damentalmente en un proceso de liberación del cuerpo, aboliendoincluso la necesidad insuperable que tiene el alma de «transmigrar»,de iniciar siempre de nuevo inacabables ciclos de «in-corporación»(kyklos tes geneseos) o de «encarnaciones» en cuerpos terrestres. Mu-cho más tarde, pero, sin duda, moviéndose en un atmósfera ideológi-ca semejante, Plotino afirmará que el «hombre interior» vive desterra-do en el mundo»60, y Marco Aurelio escribirá que «toda la vida delcuerpo humano es una corriente que brota sin fin; su existencia, una

caciones de Bianchi, o.c., pp. 131-134; P. McGinty, Interpretation and Dionisos. Me-thod in the Study of a God, Den Haag/Paris/New York, Mouton, 1978; M. Daraki,Dionisos et la déesse Terre, Paris, Flammarion, 1994.

55. Véase P. Courcelle, «Le corps-tombeau»: Revue des Études Anciennes 68(1966), pp. 101-122.

56. Detienne, o.c., insiste en que «la abstinencia de carne es, en el género de vidaórfico, una regla imperativa que implica la ruptura con el mundo organizado de laciudad». En el fondo, esta afirmación puede hacerse de todos los cultos mistéricos,antiguos y modernos, de todas las formas de gnosis, populares o cultas. En algunasversiones del «mito del buen salvaje» de todos los tiempos, el vegetarianismo constitu-ye una forma muy importante para poner de relieve la santidad y la pureza de la vida,esto es, la «vuelta a la naturaleza» (véase L. Duch, «El mite del ‘Bon Salvatge’ il’Antropologia», en La substància de l’efímer. Assaigs d’antropologia, Montserrat, Pu-blicacions de l’Abadia de Montserrat, 2002, pp. 119-141, esp. pp. 134-136).

57. Cf. Dodds, o.c., p. 148.58. No hay duda de que es aquí donde se destaca el aspecto rotundamente anti-

cristiano de aquellas formas religiosas que, de un modo u otro, adoptaron los princi-pios ascéticos de carácter órfico.

59. Véase Guthrie, o.c., p. 229.60. Desde esta perspectiva, sobre Plotino, véase Tresmontant, o.c., pp. 72-92.

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lucha y una estancia en un país extranjero, y su fama póstuma, unmero olvido»61.

1.6. LA TRADICIÓN ESTOICA

En un momento en el que la vida de la polis griega, aproximadamenteen el 300 a. C., ya se encontraba sumergida en una decadencia irrepa-rable, surge el llamado «primer estoicismo de Atenas», que tiene comopunto de partida el pensamiento de Zenón62. Inicialmente, comoapunta Michel Spanneut, los estoicos bajaron la filosofía del cielo a latierra, ya que la comprendían como el ejercicio de aquel arte de vivirque convenía perfectamente a la naturaleza humana y que tenía comoobjetivo prioritario, y casi exclusivo, la práctica de la virtud63. Elorduyha reseñado que el estoicismo, de acuerdo con la documentación queposeemos, no es una escuela auténtica de filosofía griega, sino que,sobre todo en su primera fase, fue preponderantemente una forma devida de carácter oriental, mientras que, en la segunda fase, se presentómás bien como un típico movimiento occidental, con un acusadocarácter senequista64. Así, no hay que insistir en la decisiva importan-cia e influencia de la tradición estoica en la cultura occidental, princi-palmente en algunas corrientes del cristianismo65. Fundamentalmente

61. Todas estas referencias y muchas otras se pueden encontrar en Dodds, Paga-nos y cristianos en una época de angustia, cit., pp. 41-42. Parece que la idea de encar-nación como castigo es de origen pitagórico (cf. ibid., p. 45)

62. Sólo aportamos unos pocos títulos sobre el estoicismo: el estudio ya clásicode E. Elorduy, El estoicismo (2 vols.), Madrid, Gredos, 1972; M. Spanneut, Le estoï-cisme des Pères de l’Eglise. De Clément de Rome à Clément d’Alexandrie, Paris, Seuil,1957; íd., Permanence du Stoïcisme. De Zénon à Malraux, Gembloux, J. Duculot,1973; Landmann, o.c., pp. 95-111; F. H. Sandbach, The Stoics, London, G. Duckwor-th & Co. 21994; M. Daraki, o.c., passim.

63. Spanneut, o.c., p. 22.64. Cf. Elorduy, o.c. I, p. 7. En esta exposición no podremos entrar en la cues-

tión de la influencia de Séneca, como uno de los exponentes más cualificados delestoicismo, en la tradición cristiana. Acerca de este punto, véase Spanneut, o.c., pp.57-74 y pp. 194-202; íd., «Sénèque», en Dictionnaire de Spiritualité, XIV, Paris, Beau-chesne, 1990, col. 570-598. Cicerón fue otro maestro latino que frecuentó los círculosestoicos. Su influencia sobre distintos autores cristianos es indudable. Véase Spanneut,Permanence du Stoïcisme, cit., pp. 112-119 y pp. 190-194.

65. Sobre esta problemática, véase Spanneut, Le estoïcisme des Pères de l’Eglise,cit.; íd., Permanence du Stoïcisme, cit. Para una presentación global de la influencia delestoicismo en los Padres de la Iglesia, véase P.-T. Camelot, «Hellénisme et spiritualitépatristique», en Dictionnaire de Spiritualité, VII, Paris, Beauchesne, 1968, cols. 145-164, esp. cols. 152-156; A. Solignac, «Stoïcisme», en Dictionnaire de Spiritualité, XIV,Paris, Beauchesne, 1990, cols. 1248-1253. Sobre la influencia del estoicismo en el

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en relación con la influencia del estoicismo en los Padres de la Iglesiacabe decir que, especialmente durante los primeros siglos de la eracristiana, no llegaron a conocer el estoicismo en estado puro, sino quesolamente tuvieron un vago conocimiento de aquellas formas y fór-mulas de origen estoico que les ofrecía la cultura filosófica popular dela época, entremezclada con algunos elementos platónicos, órficos y,más tarde, neoplatónicos.

Es evidente que el estoicismo quedó rigurosamente inscrito comouna de las tradiciones del ascetismo griego66. En relación con el cuer-po, apunta Maria Daraki, los estoicos no siguieron la tradición socrá-tico-platónica, sino que propusieron a sus seguidores una total suje-ción a los principios inmutables y perfectos de la Naturaleza; sujeciónque, en realidad, resultaba tan paralizante y negativa como la mismamuerte67. En su mayor parte, para los primeros estoicos, «la vida es lanaturaleza o physis. La razón (= palabra) es el logos. El oficio es lafunción del bios humano»68. El gran tema del primer estoicismo esla «vuelta a la naturaleza» por medio de la aniquilación de la condi-ción cultural del ser humano. De esta manera se introduce una praxis«primitivista» en la vertebración de una vida cotidiana encaminada aredescubrir la condición «natural» del hombre mediante la acomoda-ción perfecta de toda su existencia a las leyes inmutables (divinas) dela naturaleza69.

Para los estoicos el hombre es, como también lo es el mundo, unser vivo o, dicho de modo más conciso, el hombres es un vivientecomo lo es el Todo (to olon), del que no es nada más que una parceladiminuta. Al mismo tiempo, su alma también es una prolongación delalma del mundo, porque la razón humana es una extensión y unaparte de la razón divina. Entre el cosmos y el ser humano deberíanreinar la simpatía y la armonía. Por eso, si quiere lograr la felicidad yla plenitud, el trabajo ascético que tiene que emprender, tanto a nivel

Nuevo Testamento, véase M. L. Colish, «Stoicism and New Testament: An Essay inHistoriography», en W. Haase (ed.), Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, XXVI,1, Berlin/New York, W. de Gruyter, 1992, pp. 334-379, que ofrece una amplia pano-rámica, desde la Antigüedad hasta nuestros días, de la interpretación del Nuevo Testa-mento en término estoicos.

66. Véase Daraki, o.c., cap. VI.67. Véase ibid., pp. 114-115.68. Elorduy, o.c. I, p. 18.69. Véase lo que exponemos sobre esta cuestión en Duch, Llums i ombres de la

ciutat, cit., pp. 188-190. Sobre el «primitivismo», principalmente desde una perspec-tiva antropológica, véase la obra ya clásica de A. O. Lovejoy y G. Boas Primitivism andRelated Ideas in Antiquity [1935], Baltimore/London, The Johns Hopkins UniversityPress, 1997.

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corporal como psíquico, ha de consistir en conseguir su propia inclu-sión en el gran Todo. Para los estoicos, todo es materia. Ahora bien,hay que señalar que distinguen muy claramente entre la materia amorfa(hyle) y el hálito o energía (pneuma) que la anima70. De ello resultauna tensión que tiene como función asegurar un tipo de equilibrioinestable de todo el universo, el cual es percibido como una mezcla deelementos diversos y dispares, y que, sin embargo, a la vez ve garanti-zada su unidad y cohesión gracias a una simpatía universal que reinaen todo y que todo lo penetra. El mismo ser humano, con un cuerpoque se encuentra penetrado por el aliento vivificador del alma, escomo un microcosmos en correspondencia con el macrocosmos, queha de encontrar a partir de su propia situación la total reconciliacióncon la Naturaleza (precisamente, mediante las leyes «naturales»).

Puede constatarse que, en todas las versiones de la historia delpensamiento y la espiritualidad griegas, la tradición de la divinizacióndel hombre (el theios aner) ya en vida posee unos rasgos profunda-mente dualistas. Resulta indiscutible, además, que este dualismo es elque ha permitido el desarrollo de aquellas formas del pensamientogriego que afirmaban una oposición radical entre el alma y el cuerpo.Asimismo, no hay duda de que, en las antípodas del dualismo carac-terístico del mundo griego, el estoicismo, fundamentalmente, muybien se puede considerar como un monismo71. Maria Daraki loexpresa así:

En la historia del pensamiento occidental, el platonismo y el neopla-tonismo se mantienen al lado de la tradición dualista que conducehasta la perfección. El estoicismo es posterior a Platón. Representa laposición extrema del ascetismo griego y esta última etapa marca almismo tiempo la aparición de la noción del hombre continuo (hommecontinu) y de la única vida del alma (vie une de l’âme)72.

La ascesis estoica no busca la separación del alma y el cuerpo, sinoque sobre todo se preocupa por el hombre en su integridad (el «hom-bre continuo»), aquel que tiene que proponerse como una tarea fun-damental de su existencia la conformación y ordenación plena a lasleyes de la Naturaleza. De esa manera llegará a ser realmente sabio y,al mismo tiempo, evitará el envilecimiento y la intemperancia. De ahí

70. El pneuma estoico anima y dinamiza todo: es el crecimiento (physis) del vege-tal, la vida instintiva (psykhe) del animal y el alma intelectual (nous) del hombre.

71. Sobre el dualismo griego de tipo gnóstico, véase P. Culianu, «Demonisation ducosmos et dualisme gnostique»: Revue d’Histoire des Religions 196 (1979), pp. 3-40.

72. Daraki, o.c., p. 132.

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que sea correcto afirmar que, por encima de todo, el estoicismo esuna «visión del mundo» práctica, que da lugar a una conducta, de laque el sabio es el paradigma por excelencia, es decir, aquel que sabedescubrir los paralelismos y las correspondencias entre su cuerpo —elmicrocosmos— y el Gran Todo —el macrocosmos—. La conclusiónque parece deducirse de la visión estoica del mundo es que, para elsabio estoico, convenienter vivere equivale exactamente a secundumnaturam vivere.

De un modo indiscutible, la vertiginosa y agitada historia de lacultura occidental pone de relieve que, desde los mismos orígenes delcristianismo hasta los tiempos modernos, el estoicismo ha sido una delas fuentes permanentes de su pensamiento y, también a menudo, delas actitudes prácticas de muchos ante los desafíos de la existenciahumana. Popularmente, el término «estoicismo», al margen de todarelación precisa e históricamente comprobada con el sistema estoico,también ha terminado por designar una actitud de firmeza delante delas adversidades y los golpes de fortuna que siempre se hacen presen-tes en la existencia humana; también ha servido para expresar el cora-je de quienes afrontaban con serenidad las dificultades y las situacio-nes dramáticas de la vida. Respecto al cuerpo, los que, en la tradiciónoccidental, se han situado bajo una estela de rasgos más o menos es-toicos, por regla general, han subrayado unas relaciones de tipo as-cético con él, tendiendo a identificarlo con la locura, la incontinenciay todo tipo de excesos. Así, casi siempre, el dominio de sí comportabainevitablemente la sujeción del cuerpo a una férrea disciplina, a un«ejercitatorio» que, con frecuencia, tenía el nombre de «espiritual»,pero que, en la práctica, no era sino una manera de renuncia —por nohablar de resentimiento— a la corporeidad como una forma de pre-sencia del ser humano en su mundo.

1.7. CONCLUSIÓN

La polifacética tradición griega, de la misma manera que la tradiciónsemita, ha ejercido una extraordinaria influencia en todas las etapasde la cultura occidental. De una forma muy especial, esta influencia haencontrado un eco muy profundo en las «estructuras de acogida», lascuales, tanto teórica como prácticamente, han modelado sus esque-matismos intelectuales y prácticos de acuerdo con los modelos ofreci-dos por el pensamiento griego. Sobre todo durante la premodernidad,nuestra cultura, como las demás culturas en fase premoderna, se fun-damentó sobre el prestigio moral e intelectual de los «tiempos anti-

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guos», de la relevancia religiosa, social y política de los «personajesejemplares», de la plenitud y santidad incontestables atribuida a los«orígenes».

En su conjunto y con la excepciones de rigor, las diversas formasintelectuales y prácticas del pensamiento griego se caracterizan por eldesprestigio generalizado del cuerpo. Por causa de la incondicionalvalidez que se ha otorgado a distintas corrientes filosóficas, ascéticasy culturales de la antigua Grecia, algunas directrices —antiguas ymodernas— de pensamiento, de acción y de espiritualidad de lacultura occidental también han heredado la concepción negativa quepusieron en práctica sobre el cuerpo humano. Según Hans Jonas, unade las notas fundamentales del pensamiento occidental es el descubri-miento del yo hecho por los dualismos como reacción a las unilatera-lidades del monismo animista. Sin embargo, este hallazgo, que, alprincipio, había tenido lugar en la tradición órfica, culminó en elgnosticismo y en algunas tendencias del cristianismo, que lo concibie-ron como una interioridad completamente extramundana. A partir deahí, y a raíz de la reafirmación cada vez más grande del alma como elúnico principio valioso de la existencia, surgió la concepción de un«universo inanimado» que no poseía nada en común con el principioespiritual, ya que, de hecho, éste era inconmensurable con cualquiercosa natural o corporal73. No hay que olvidarse de que la compara-ción, de origen órfico, sôma-sema, tan presente en varias formas de«espiritualidad» antiguas y actuales, se extendió desde la concepciónque se tenía del hombre hacia la del universo físico en su totalidad:toda realidad corpórea se convertía en sema, en sepulcro del alma odel espíritu. De esta manera, el dualismo dejaba —y aún deja— detrásde él aquello que es extenso como algo privado de vida y de lacapacidad de sentir74. Por otra parte, a partir de sus unilateralidadesespecíficas, el idealismo (con su distinción entre «consciencia» y«fenómeno») y el materialismo (con la distinción entre «substancia» y«función») como respuestas al dualismo también procedieron a unadrástica reducción de la complexio oppositorum que es todo serhumano75. Esto es, volvieron a poner en marcha diversas versionesdel monismo, que, sin embargo, en su intento de dar razón de lapresencia del hombre en el mundo, también fracasaron. «El materia-

73. Véase H. Jonas, «El problema de la vida y del cuerpo en la doctrina del ser»,en El principio vida. Hacia una biología filosófica, Madrid, Trotta, 2000, pp. 27-31(«El papel histórico del dualismo»).

74. Véase ibid., p. 33.75. Véase ibid., pp. 32-34.

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76. Ibid., p. 32.

lismo fracasa en aquello que se refiere a la conciencia; el idealismo,en aquello que se refiere a la cosa en sí»76.

Parece harto evidente que, por activa o por pasiva, las huellas delpensamiento griego se harán notar, directamente o por alusiones, entodos los momentos históricos, religiosos y políticos de la culturaoccidental. En relación con el tema específico de la antropología, lacuestión que nunca dejará de estar siempre presente y de generar ungran número de inquietudes será: ¿cómo hacer justicia teórica ypráctica, sensible y estética, jurídica y religiosa, a este extraño ser quees el hombre, que, entre la continuidad y la discontinuidad, por tanto,en la ambigüedad, es un espíritu encarnado, con interioridad y exte-rioridad?

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EL CUERPO EN ISRAEL

2.1. INTRODUCCIÓN

De entrada hay que dejar bien asentadas dos cosas. La primera es que,como consecuencia de nuestra insuficiente formación exegética, laexposición que llevaremos a cabo sobre la comprensión del cuerpohumano en el pueblo de Israel, tal y como aparece en algunos textosde la Biblia hebrea, no tiene ninguna pretensión de rigor científico,sino que, expresamente, se limitará a señalar algunas líneas antropoló-gicas del Antiguo Testamento —recogiendo las tesis de algunos reco-nocidos especialistas— que nos parecen particularmente interesantespara una antropología que se proponga la búsqueda de la misión delas transmisiones que han estado encomendadas a las «estructuras deacogida», y, de una manera muy especial, a la codescendencia (lafamilia)1. La segunda es que, por causa de la misma complejidad

1. Cualquier análisis antropológico que quiera operar a partir de las tradicionesconstitutivas de la cultura occidental no puede olvidar las aportaciones de la tradiciónsemita. Nos permitimos recordar que en el ya lejano 4 de septiembre de 1955, en unencuentro internacional en Cerisy, Paul Ricoeur preguntaba a Martin Heidegger cuálera la importancia que otorgaba a la cultura semita (bíblica) en su pensamiento y, en elfondo, en la constitución de la cultura occidental. El filósofo alemán negó cualquiertipo de aportación destacable. En 1980 Ricoeur, refiriéndose al encuentro de Cerisy,escribía sobre la «incapacidad de Heidegger para pensar todas las dimensiones de latradición occidental […] La tarea de repensar la tradición cristiana a través de un ‘pasoanterior’ no exige, quizás, que se reconozca la dimensión radicalmente hebrea delcristianismo, que, en un principio, se arraigó en el judaísmo y, solamente más tarde, enla tradición griega. ¿Por qué reflexionar sólo sobre Hölderlin y no sobre los Salmos osobre Jeremías? Ésta es la cuestión» (P. Ricoeur, cit. M.-A. Ouaknin, C’est pour cela

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histórica, ideológica y literaria del Antiguo Testamente, los textosque, directa o indirectamente, se refieren al cuerpo humano, tal ycomo también ocurre en la tradición griega, son mucho más numero-sos y susceptibles de ser interpretados a partir de premisas ideológicasy metodológicas muy diversas y no siempre compatibles entre sí.

Parece oportuna y realista la afirmación de Alain Cugno según lacual algunas antropologías modernas del cuerpo acostumbran a re-chazar tanto la antropología platónica como la cristiana, pero pareceque encuentran un poderoso aliado en algunas corrientes antropoló-gicas del Antiguo Testamento en las que, a pesar de la diversidad deorientaciones y de trasfondos ideológicos, el hombre es considerado,fundamentalmente, como un «ser de carne y de sangre»2 de maneratotal. El hombre, por medio del trabajo de los sentidos corporales, esconcebido como una unidad de potencia vital, que le permite mante-ner una continua relación con Dios y con el mundo político y social desu entorno. De aquí se desprende que, en la antropología bíblica,resulta completamente inconcebible el hecho de imaginar y de pensarla vida humana sin el cuerpo o al margen del cuerpo: no se da, esinimaginable, ningún tipo de separación entre las funciones espiritua-les del cuerpo y el orden más intelectual. En Israel, tanto en la relacióncon el mundo del «más acá» como en el mundo del «más allá», elcuerpo es un elemento fundamental e ineliminable del ser humanocomo tal3. Por eso, es constatación incontrovertible y que cae por supropio peso el que toda antropología genuinamente bíblica, al contra-rio de lo que acostumbra a suceder en Grecia, ignora la noción de uncuerpo aislado o independiente del ser humano. Aunque resulta mu-cho más extraña una comprensión como, por ejemplo, la que seimpuso a partir de la herencia órfica y platónica, que consideraba elcuerpo humano como una carga o un impedimento que se tenía quedesterrar a fin de que fuesen posibles la liberación y la glorificacióndel «alma». Este «realismo corporal» de los semitas lo convierte enrealmente moderno y alejado de cualquier tipo de «espiritualismo»,

qu’on aime les libellules, Paris, Calmann-Lévy, 1988, p. 130; véase ibid., pp. 122-135,donde se discute ampliamente toda esta cuestión).

2. A. Cugno, «Bible et philosophies contemporaines du corps», en D. Bourg yA. Lion (eds.), Le Bible en Philosophie. Approches contemporaines, Paris, Cerf, 1993,p. 146 (todo el arte, pp. 145-163). Fiorenza y Metz, o.c., p. 666, destacan que «elpensamiento hebreo se caracteriza por ser predominantemente sintético y totalitario».

3. Esta afirmación cabe matizarla: en los dos siglos a. C., con la irrupción delhelenismo, en el mundo bíblico, sobre todo en el libro de la Sabiduría, empieza a darseuna cierta adopción por parte del mundo propiamente semita de algunas categoríasvigentes en el mundo griego.

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con sus conocidos rasgos gnósticos que, de una manera u otra, nuncadeja de poseer. Hace ya algunos años, Claude Tresmontant anotaba losiguiente:

[...] el hebreo es un lengua concreta que nombra aquello que existe.Por eso, no tiene ningún nombre para nombrar la «materia» ni tam-poco para el «cuerpo», ya que estos conceptos, en oposición a aque-llos que no llevan a creer nuestras viejas costumbres dualistas y carte-sianas, no se refieren a unas realidades empíricas. Nadie ha vistonunca la «materia» ni el «cuerpo» en el sentido que los comprende eldualismo sustancialista4.

En la antropología del Antiguo Testamento, como señala ClausWestermann, siguiendo de cerca una propuesta de Landsberger, hayque tener muy en cuenta el efecto de la estereometría, que es unacaracterística muy típica que poseen algunas expresiones ideológicasde la mentalidad bíblica. Con este término se pone de relieve que «losmaestros judíos creen que solamente podrán exponer de una maneraadecuada sus temas no por medio del uso de conceptos claramentediferentes, sino, al contrario, llevando a cabo un yuxtaposición desinónimos»5. El pensamiento estereométrico, así pues, trae aparejadauna «mirada de conjunto», acumulativa, sinóptica, pero de ningunode los modos caótica, a los diversos miembros y órganos del cuerpohumano con sus actitudes y actividades características, las cuales, apesar de su diferenciación funcional y orgánica, se presentan comopropias y armonizadoras de todo el hombre. Por eso, cabe tenersiempre presente que el hebreo usa una misma palabra en algunoscasos en los que nosotros usaríamos términos diferentes. De ahí que,para evitar los errores de apreciación y colocar correctamente lasdimensiones de lo que en realidad quiere expresarse, resulta decisivoel conocimiento del contexto social, político y cultural en el que seemplea un término concreto6. Dicho brevemente: el contexto resultaimprescindible para la inteligencia del texto. No hay duda de que estamanera de ver las cosas subraya el hecho de que, en el universo semita,con un fuerza innegable, se da un pensamiento sintético, que se fija enla función de la parte del cuerpo que, en cada caso, se tiene en cuentacon el fin de atañer a la totalidad de su funcionalidad. A partir de untexto del profeta Isaías, Hans Walter Wolff pone un ejemplo muy

4. C. Tresmontant, Essai sur la pensée biblique, Paris, Cerf, 1953, p. 53.5. B. Landsberger cit. H. W. Westerman, Antropología del Antiguo Testamento,

Salamanca, Sígueme, 1975, p. 22.6. Véase Westermann, o.c., p. 26.

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concreto de este uso: «Cuán hermosos son sobre los montes los piesdel mensajero de buenas nuevas» (Is 52, 7) (p. 66). Este texto no hacereferencia a la esbeltez física del mensajero, sino a sus ágiles movi-mientos a través de las montañas y de los barrancos: «Cuán bello esque el mensajero corra en su camino por las montañas».

2.2. LA CREACIÓN DEL CUERPO HUMANO EN LA TRADICIÓN JUDÍA

En la segunda de las narraciones de la creación del hombre que ofreceel libro del Génesis, se afirma que «Yahvé Dios formó al hombre delpolvo de la tierra, soplando en su nariz aliento de vida»7. Resultabastante evidente que el término hebreo «aliento» es uno de los másimportantes de la antropología del Antiguo Testamento: aparece 755veces. Este nombre es traducido 600 veces por psyché en la versióngriega de los textos bíblicos conocida con el nombre de «de los LXX»8.El aliento de vida que recibe el hombre no significa que, desde esemomento, esté proveído de un alma en su cuerpo, sino que, en reali-dad, todo él queda convertido en alma, de tal manera que, hablandocon propiedad, puede decirse que se convierte en un ser animado. Esosignifica que el hombre no tiene nefesh, sino que, radicalmente, todoél es nefesh, vive en tanto que nefesh. Este término no designa la vidaen general, sino la vida unida a un cuerpo, e incluso el mismo indivi-duo como ser vivo.

Juntamente con la importancia esencial que el narrador bíblico

7. Sobre la problemática del cuerpo en la Biblia hebrea, veáse C. Westermann,«El cuerpo y el alma en la Biblia», en AA. VV., El cuerpo y la salvación, Salamanca,Sígueme, 1975, pp. 31-40; Fiorenza y Metz, o.c., pp. 667-668; Wolf, Antropología delAntiguo Testamento, cit.; J. Briend, «Gn 2-3 et la création du couple humain», en AA.VV., La création dans l’Orient Ancien, Congreso de la ACFEB (Lille, 1985), Paris,Cerf, 1987, pp. 132-138; el breve, pero substancioso artículo de H.-H. Schrey «Leib/Leiblichkeit», en TRE XX, Berlin/New York, Walter de Gruyter, 1990, pp. 638-643;Betz, Der Leib als sichtbare Seele, cit; S. Mosès, «Adam et Ève», en L’éros et la loi.Lectures bibliques, Paris, Seuil, 1999, pp. 9-29.

8. Véase la exhaustiva exposición que hace Westermann, o.c., cap. III, de todoslos aspectos etimológicos e ideológicos relacionados con este término. Este autor uti-liza la terminología corporal para describir otros aspectos antropológicos de la reali-dad humana. Briend, o.c., pp. 128-129, pone de relieve que es justamente el «aliento»el nudo que establece la relación entre Dios y el hombre, sin que eso signifique quehaya «en el hombre una relación de necesidad» con Dios. Este autor destaca que el usodel término «aliento» en vez del término ruah (soplo o espíritu) posee unas dimensio-nes muy sutiles: el redactor de la narración quiere evitar que el lector crea que elhombre posee una «parcela divina», tal y como sucedía en otros parajes del PróximoOriente (cf. ibid., p. 129).

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atribuye al «aliento de vida», cabe considerar la relación de los térmi-nos adam-adamah («hombre-polvo»), que subraya, por el hecho deencontrarse emparentados estos dos nombres con la tierra y ligados aella, no sólo el carácter de criatura que es el distintivo de la condiciónhumana, sino también su finitud y fragilidad congénitas, es decir, sutotal no-pertenencia al mundo divino. En efecto, el «lugar natural» delhombre es la tierra de la que ha sido formado; y no sólo ha de labrarlapara sobrevivir él y su familia, sino que es el lugar al que, irremisible-mente, tendrá que volver9.

La comprensión de la vida humana que se desprende de estanarración del libro del Génesis excluye totalmente que se pueda dis-tinguir una esfera superior separada («celestial») de una inferior («te-rrenal»). Esta manera de ver las cosas implica que el hombre no seencuentra escindido entre un «arriba» y un «abajo», ya que, en reali-dad, no existe un ámbito «espiritual» (cercano a Dios) y una ámbito«corporal» (alejado de Dios). Otra consecuencia muy importante esque —siendo las antípodas del pensamiento platónico u órfico— laantropología bíblica no considera la existencia corporal del hombrecomo un tipo de «caída» del alma en la prisión del cuerpo («ensômato-sis»): en el universo bíblico el hombre es un cuerpo, y su cuerpo no essino él mismo10. Por la muerte, el hombre en su totalidad pierde suvida y se convierte en un habitante del sheol, que es un ámbito oscuroy deprimente en el que, por una parte, nadie piensa ya en Dios y en losmuertos, y, por otra, también son olvidados por Él, tal y como loexpresa, por ejemplo, el salmo 87 (88), en el cual el hombre angustia-do y vencido clama a Dios con desesperación: «Entre los muertos esmi lecho, como de quienes fueron degollados, que en el sepulcroyacen, de quienes nadie ya se acuerda y están de tu cuidado alejados»(v. 6). Desde la perspectiva de Israel, la muerte no es nada más que laextinción de la memoria y el ingreso en la tierra del olvido. Hay quetener muy en cuenta que, en la cultura semita, la memoria es otraforma de denominar a la vida y de referenciarla, y el olvido, enconsecuencia, es el equivalente exacto de la muerte11. Donde haymemoria, reina la vida y las posibilidades de futuro; donde hay olvi-

9. Véase Briend, o.c., pp. 127-128.10. Véase Le Breton, o.c., p. 24. Uno de los primeros investigadores que puso de

relieve la originalidad del pensamiento bíblico en relación con el cuerpo fue Tresmon-tant, Essai sur pensée hébraïque, cit.; passim. «El hebreo utiliza para designar el hom-bre viviente indiferentemente los términos ‘alma’ o ‘carne’, que apuntan a una sola eidéntica realidad, el hombre que vive en el mundo» (Tresmontant, o.c., p. 96).

11. Véase lo que se dice sobre la memoria en Israel en Duch, Armes espirituals imaterials, cit., pp. 253-257.

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do, se impone el oscuro y amorfo reino de la muerte y del mutismototal y absoluto. Solamente en el judaísmo tardío (siglos III-II a. C.),bajo la poderosa influencia del helenismo, comenzará a distinguirseentre el cuerpo y el alma, afirmando la subsistencia de ésta después dela muerte corporal y, simultáneamente, comenzando a abrirse caminola doctrina de la inmortalidad del alma12.

«Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le creó,los creó varón y hembra» (Gn 1, 27). El libro del Génesis ofrece estasegunda narración de la creación, que ha sido objeto de numerosasreinterpretaciones no sólo en el interior de diversas corrientes deljudaísmo, sino también a partir de la recepción que se hizo en laposterior historia del cristianismo; reintrepretaciones, hay que subra-yar, que, con mucha frecuencia y en relación con la afirmación de lasemejanza del hombre con Dios, han ofrecido toda una retahíla deopiniones y de puntos de vista que, según los entendidos, son comple-tamente ajenos al pensamiento bíblico13. Por ejemplo, se ha visto en lasemejanza con Dios la afirmación incontrovertible de la esencia «espi-ritual» del hombre, de su verdadera personalidad como algo que no es«no carnal» e, incluso, de su libre albedrío como la presencia en elmundo de alguien que dispone autónomamente de sí mismo14. Tal ycomo resalta Claus Westermann, este tipo de interpretaciones soncompletamente falsas y alejadas de la mentalidad del Antiguo Testa-mento, ya que el texto bíblico solamente quiere decir una cosa muchomás sencilla y, en el fondo, fundamental para toda la tradición bíblicay, en definitiva, para la herencia de Israel (el cristianismo y el islam):Dios creó al hombre para que fuese su interlocutor privilegiado. Deeste modo, podía dirigirse al hombre, y éste, en su turno, podíaresponderle. Edmond Jabès lo expresa maravillosamente cuando es-cribe: «La parole de Dieu n’est pas commandement, mais correspon-dence» (La palabra de Dios no es mandamiento, sino corresponden-cia). Por eso mismo, Westermann escribe:

12. En este sentido, son especialmente significativos los libros de la Sabiduría yde los Macabeos.

13. Mosès, o.c., p. 17, es de la opinión que el término tselem, traducido habitual-mente por «imagen», sería mejor traducirlo por «huella», con el fin «de evitar la ilusiónantropomórfica según la cual la forma exterior del ser humano reproduciría de algunamanera una forma análoga en Dios». Mosès afirma que él sigue una vieja tradiciónrabínica como, por ejemplo, la de Rachi, que traduce tselem por el antiguo francés coin.

14. En el mundo de Mesopotamia la semejanza con Dios era un título que sóloera atribuido a los reyes. En Israel se da un tipo de democratización, ya que el hombrees en realidad el interlocutor por excelencia del mismo Dios (véase Wolff, o.c., pp.215-222).

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[...] al hablar de semejanza del hombre con Dios, propiamente, noquiere expresarse nada sobre la esencia del hombre, sino sobre algunacosa que acontece entre Dios y el hombre. Y entonces resulta eviden-te que se está pensando en la corporalidad del hombre, creado porDios como su interlocutor15.

Lo que sí parece fuera de toda discusión es que el aliento vital querecibe el hombre no puede proceder de una manera «natural» de sumisma corporalidad, sino que, como principio vital que es, tiene queproceder del mismo Dios (el único creador) y, de esta forma, seinstituye la singularidad del ser humano entre todos los seres crea-dos16. Por otra parte, no hay duda de que este texto del Génesistambién expresa la dimensión corporal de la creación del hombre conuna fuerte acentuación de su relacionalidad con Dios como una formaespecífica de su presencia en el mundo, que le distingue de todos losotros seres creados, los cuales, a la inversa que el hombre que serelaciona activamente, tan sólo lo hacen pasivamente, por el sólohecho de existir. En efecto, Dios quiere mantenerse en contacto con elser humano mediante el diálogo. Evidentemente, se trata de un diálo-go que no es de naturaleza estética, sino ética, porque tiene comopunto de partida irrenunciable la misericordia, la simpatía y las obrasde consolación. Y esta «actitud» de Dios hacia el ser humano es lamisma que él ha de mantener con el otro (Dios y el prójimo), ymanteniéndola expresará prácticamente su semejanza con Dios. Odicho aún más concretamente: la relación cuerpo a cuerpo del serhumano con el otro —propiamente, su movimiento de aproximación(hacerse próximo)— es la condición imprescindible para que Dios,relacionalmente, se acerca al hombre, lo reconozca y lo consuele.

A pesar del lugar singular que posee la creación del hombre, laBiblia nunca deja de recalcar su solidaridad con todas las criaturas—animadas e inanimadas— que pueblan la tierra; solidaridad que sefundamenta en el hecho de que todos los seres creados por Dioscomparten un punto de partida y un punto de llegada comunes: latierra17. Es muy importante recalcar que ni la dicotomía «alma-espíritu» ni la tricotomía «espíritu-alma-cuerpo» son extrañas al pen-samiento del Antiguo Testamento, aunque, eso sí, con un sentido

15. Westermann, o.c., p. 32. En otro aforismo el insigne poeta judío afirma:«Perdre la parole, c’est perdre Dieu dans le cri de la Création» (Edmond Jabès).

16. Véase Schrey, o.c., p. 638.17. Ibid. Hay un evidente parentesco etimológico entre adam = hombre y adama

= tierra. Yahvé dice al hombre: «Eres polvo, y al polvo volverás» (Gn 3, 19).

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completamente diferente del que tenía en el universo griego. Lossalmos (véanse, por ejemplo, Sal 16, 9-10a; 63, 2; y 84, 3) muestranclaramente que la carne como equivalente del cuerpo puede emplear-se en lugar de alma (nefesh): «Mi corazón se regocija, exulta mi alma,y segura descansa hasta mi carne. Porque no dejarás mi alma en losinfiernos y no permitirás que corrupción tu santo vea» (Sal 15 (16), 9-10a). No hay duda de que en este contexto cabe tener presente unhecho muy característico de la lengua hebrea: entre un órgano y sufunción no acostumbra a hacer distinciones casi significativas y tajan-tes. Más bien, lo que es importante resaltar es que cada órganoconstituye, en la concreción de la vida cotidiana del ser humano, lamanifestación de una posibilidad o de una faceta, siempre considera-das y valoradas desde una perspectiva ética de adecuación o dedivergencia respecto a la ley de Dios. Así, por ejemplo, nefesh («gar-ganta») expresa lo humano en tanto que aspira a alguna cosa18; ruah,en tanto que se encuentra sometido a ciertas determinaciones y poseeunas determinadas posibilidades; leb, en tanto que piensa y decide;bassar, en tanto que es endeble, caduco y débil.

El ser humano, porque es la corona de la creación, se encuentraen la proximidad de los «dioses» (Sal 82, 6), pero a consecuencia delprofundo vuelco introducido por el pecado en el mundo del hombre,está sometido a la muerte (Sal 82, 7; Gn 8, 21), aunque ésta siempre esconsiderada como un hecho individual y no como un proceso quecomportaría la eliminación de toda la humanidad. De acuerdo con lamentalidad del Antiguo Testamento, la ineludible mortalidad del serhumano no le quita su dignidad suprema en el mismo centro de lacreación; dignidad que, con palabras de W. Eichrodt, se concreta porel hecho de que «puede ser atendido como un yo consciente por laPalabra de Dios y, de esta manera, es llamado a la responsabilidad»19.Hay que tener presente que en el Antiguo Testamento solamente hayvida en un sentido plenamente humano en «la relación con Dios» (E.Käsemann), es decir, en el ámbito de las posibilidades de empalabrarla realidad, las cuales tan sólo son accesibles a Dios y, después de lacreación, al hombre. Esta posibilidad de empalabramiento de la reali-dad como un atributo más característico del ser humano lo sitúa delleno dentro de la órbita ética del círculo «pregunta-respuesta», es

18. Según M. Navarro, «Cuerpos visibles, cuerpos necesarios. Cuerpos de muje-res en la Biblia: exégesis y psicología», en íd. (ed.), Para comprender el cuerpo de lamujer. Una perspectiva bíblica y ética, Estella (Navarra), 1996, p. 138; nefesh («gar-ganta») es expresión del «hombre deseante» que, entre otras cosas, desea a su mujer.

19. Eichrodt, cit. Schrey, o.c., p. 639.

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decir, en una situación de insuprimible responsabilidad en relacióncon el otro. En efecto, ésta, cotidianamente, ha de concretarse entérmino de solidaridad con todos aquellos que comparten una mismacorporalidad, la cual, por otra parte, les remite continuamente alCreador de todos ellos.

Las narraciones de los primeros capítulos del libro del Génesisexplican, también como derivado del plan creador de Dios, el podero-so impulso del hombre y la mujer, uno al encuentro de la otra, esto es,la sexualidad a partir de su unidad original que, concretándose en loshijos, ha de «convertirse en una sola carne» (Gn 2, 24). Por eso, parael Antiguo Testamento la sexualidad es una fuerza que, en sí misma,no tiene nada rechazable ni pecaminoso, de la misma manera quenada rechazable ni inferior tenía la desnudez del origen20. La vergüen-za por la desnudez no es más que el síntoma y las consecuencias de laruptura de la armonía inicial a causa de la presencia del pecado y de laculpa (Gn 3, 7), las cuales son realmente las causas de la irreconcilia-ción que hay en las profundidades del corazón humano. En las narra-ciones bíblicas, la sexualidad es considerada como la continuaciónnecesaria y beneficiosa de la creación, que, de ese modo, ha sidopuesta por Dios en la mano y bajo el cuidado de los seres humanos,que la han de administrar con responsabilidad y sentido de la justicia.Se está a años luz de la ética y de la estética griegas; nos encontramosen un universo en el que todas las manifestaciones de la corporalidadhumana son un don de Dios, es decir, son ética y estéticamente signi-ficativas.

De todos modos, esto requiere una precisión. Seguramente, alcontrario de lo que ocurre en los tiempo modernos, en la antropolo-gía del Antiguo Testamento el cuerpo del hombre y de la mujer nuncason considerados en y por sí mismos, sino dentro de una estrechacorrespondencia con la existencia responsable en la propia comuni-dad. Eso significa que resulta totalmente impensable un estudio de la«personalidad» o del «cuerpo» de los sujetos tomados aisladamente,individualmente, tal y como acostumbra a hacerse en la actualidad.

20. «Aunque la cultura judía clásica se muestra reservada en materia de éticasexual, aun así, en sus expresiones, no se muestra muy pudorosa ni irrisoria. Toda sufilosofía sexual tenderá, de hecho, a encontrar un punto de equilibrio entre las múlti-ples prohibiciones que hay en su base y un constante rechazo al ascetismo» (T. Gerge-ly, «‘Vous ne suivrez pas le désirs de votre coeur et de vos yeux…’ Judaïsme et com-portement sexuel», en J. Marx (ed.), Religion et tabou sexuel, Bruxelles, Éditions del’Université de Bruxelles, 1990, p. 117; cf. ibid., p. 126. Este estudio (pp. 117-127)analiza la cuestión sexual en el judaísmo moderno, que, como es bien sabido, es mu-cho más rabínico y talmúdico que no estrictamente bíblico.

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Existe una representación corporativa de la corporalidad humana, el«nosotros colectivo», lo que pone de relieve que la idea de un desarro-llo de la personalidad o de una «realización» de la persona resultatotalmente extraña y alejada de la visión del mundo de Israel21. Aque-llo que, con cierta frecuencia, se dio en Israel (y en otros pueblos de laAntigüedad) es la llamada «personalidad corporativa», expresión in-troducida en 1911 en la exégesis bíblica por H. W. Robinson. Estaexpresión subraya el hecho de que un individuo concreto se identificafuncionalmente con una comunidad sin perder totalmente los rasgoscaracterísticos de su propia individualidad. Así, por ejemplo, Adán seidentifica con toda la humanidad; el rey se identifica funcionalmentecon su dinastía o con la nación; el «yo» de los salmos no es nada másque la concentración del grupo en la persona del orante, etc.22. Estamanera de ver las cosas contrasta crudamente con la que impera enEuropa, sobre todo a partir de la modernidad. El impacto de losdiversos desarrollos del individualismo se ha experimentado de unmodo especialmente decisivo en relación con la experiencia y la com-prensión del cuerpo humano y, en consecuencia, en la relacionalidadentre los humanos, esto es, en su «cuerpo a cuerpo» dentro de lacotidianidad de la cultura occidental moderna23.

2.2.1. Hombre y mujer (Adán y Eva)

En sentido estricto, el Antiguo Testamento solamente conoce unverdadero caso de encarnación, de «convertirse-en-carne»24. Se trata

21. Aunque hay que añadir que, tanto en Israel como en el resto de los pueblosdel mundo antiguo, no se da un factor que ha sido esencial para la configuración de lamodernidad: la «movilidad social». En Israel los individuos que experimentan un ro-tundo cambio de estatus social, como, por ejemplo, los Jueces o David, han sido objetode la intervención directa, supramundana de Yahvé, que irrumpe de repente en suexistencia y cambia totalmente los esquemas tradicionales de integración social.

22. Sobre esta cuestión, véase J. W. Rogerson, «Corporate Personality», en D. N.Freedman (ed.), The Anchor Bible Dictionary, I, New York et al., Doubleday, 1992,pp. 1156-1157. La expresión «personalidad corporativa» fue tomada del sistema jurí-dico inglés. Se refiere a que un grupo o un cuerpo social pueden ser consideradoslegalmente como un individuo concreto. Las dimensiones de tal grupo pueden cam-biar por la muerte de algunos de sus miembros o por la adhesión de nuevos miembros,pero este hecho no afecta a los derechos y los deberes del grupo como totalidad. Cabetener presente que en Israel se dan al mismo tiempo el principio de responsabilidadindividual y una comprensión del Pueblo en la que los miembros del mismo estánligados entre sí en forma de cuerpo.

23. Remitimos al cap. 6 de esta exposición, sobre todo al parágrafo en el queconsideramos más de cerca la cuestión del «cuerpo postmoderno».

24. Sobre los diversos registros de la relación «hombre-mujer» en Israel, véaseWolff, o.c., pp. 223-235; L. Aynard, La Bible au féminin, De l’ancienne tradition à

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de las narraciones de la creación de Adán y Eva tal y como aparecenen el libro de Génesis. Stéphane Mosès ha remarcado que es muyimportante que se sitúe bien el hecho de «convertirse-en-carne» alprincipio de la Biblia hebrea, ya que, de esta forma, se muestra que,mediante la corporalidad, no sólo se afirman aspectos comunes entrelo humano y lo animal (multiplicidad y motricidad), sino que, ade-más, también por contraste, se pone de relieve que la vida humana esdiferente y no se manifiesta de la misma manera que la del animal. Enefecto, en la Biblia hebrea la vida propiamente humana aparece comoresultado de un largo proceso de combinación o de síntesis entre elespíritu y la materia: «Yahvé Dios formó al hombre del lodo de latierra, e inspiróole en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho elhombre que había formado» (Gn 2, 7). En la creación del ser humanopueden distinguirse tres etapas: 1) constitución del hombre comosimple materia («lodo de la tierra»; 2) aparición del «soplo de vida»(el término hebreo nishmat haïm puede traducirse también por «almaviviente») de origen transcendente, que, de alguna manera, le permiteparticipar en la misma realidad divina; 3) composición indiscerniblede los dos elementos opuestos, materia y espíritu, que configuran loque es la forma característica de vida del ser humano, distinguiéndolocualitativamente de todos los otros seres de la creación. Mosès loexpresa de esta manera: «La presencia de este elemento espiritual enel corazón de la materia es la que confiere al cuerpo humano suespecificidad propia, y la que lo distingue del cuerpo animal»25. El serhumano se encuentra animado desde su profundidad más íntima poruna dinámica espiritual que es inseparable de la corporalidad, que lepermite una forma muy característica de conocimiento y de presenciahistórica en el mundo (responsabilidad, libertad y actividad ética).

Indefectiblemente, en el Antiguo Testamento, el conocimientohumano se realiza exclusivamente por y a través del cuerpo. Por esose trata, en el sentido más literal del término, de un «conocimiento

Pentateuque de femmes, Paris, Cerf, 1992; Mosès, o.c., pp. 9-29. Véase también elinteresante volumen colectivo editado por Navarro, Para comprender el cuerpo de lamujer, cit.

25. Mosès, o.c., p. 10. Creemos que la explicación de Mosès tiene un tono des-mesuradamente optimista y, de alguna manera, alejado de la literalidad de las narra-ciones del Génesis y, por encima de todo, de la exégesis tradicional de estos textos.Desde una perspectiva feminista, Aynard, o.c., pp. 33-38, ofrece lo que podríamosllamar una interpretación tradicional. Si en nuestro texto nos inclinamos por la inter-pretación de Mosès es porque creemos que, desde nuestro presente, ésta es una relectu-ra válida de las narraciones bíblicas, lo que no significa de ningún modo que reconoz-camos los efectos perversos (crudamente antifeministas) que han tenido la lectura y lainterpretación de estos textos en el seno de nuestra cultura (y de su religión).

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encarnado». En esta línea de pensamiento no puede producir ningúntipo de extrañeza, pues, que el verbo del hebreo bíblico lada’at («co-nocer») exprese al mismo tiempo el acto de la intelección y la relaciónsexual. Tampoco puede sorprender que la tradición mística judía hayainsistido con fuerza en el origen carnal del conocimiento de lo divinoy en el profundo arraigo en la experiencia corporal de todas lasactividades intelectuales y espirituales humanas26. Como conclusiónpuede anotarse que, «para la tradición judía, las categorías del conoci-miento, incluso las más abstractas, reflejan la estructura somática delsujeto humano»27.

Hay que tener en cuenta que el «aliento de vida» al que se refiereel segundo capítulo del Génesis constituye en el ser humano unarealidad que exclusivamente se encuentra en el ámbito humano, lacual, mediante una incansable dinámica creadora, se mueve entre lapura espiritualidad (inefabilidad) del aliento divino y la materialidaddel «polvo de la tierra». Esta realidad nueva, que es el ser humano, seha constituido gracias a un tipo de difusión osmótica del alientodivino en la materia. Así aparece una tercera forma de ser, de actuar yde sentir (el hombre), que no es ni la simple suma de los dos elemen-tos iniciales ni su yuxtaposición informal, sino una cosa completa-mente nueva, libre (aunque sea con una «libertad condicional»), «su-perior a los ángeles», aunque soportando el pesado fardo de laambigüedad. Eso es justamente lo que indica la expresión nefesh haya(«ser vivo»): «encarnación del espíritu», «hacerse carne del espíritu».En el transcurso de la historia del Pueblo, la tradición rabínica, conexpresiones y giros muy distintos, pondrá de relieve que lo que enverdad señala la presencia del «ser humano vivo» y lo diferencia detodos los otros seres de la creación es que, en realidad, es un «espírituhablante» (Onkelos). La aptitud para la palabra, la competencia lin-güística, la habilidad para el manejo de símbolos, la posibilidad derememorar el pasado y de anticipar el futuro, la disposición teatral, lanecesidad de empalabrar la realidad son algunos de los elementosdistintivos que, según la tradición bíblica, establecen la diferenciafundamental entre las formas de vida del ser humano y el resto deseres de la creación28. No conviene perder de vista que la mentalidadhebrea nunca dejará de poner de relieve que es la persona enteracomo unidad indisoluble de espíritu y cuerpo, como nefesh haya, la

26. Véase sobre esta cuestión la interesante exposición de M.-A. Ouaknin, Médi-tations érotiques. Essai sur Emmanuel Levinas, Paris, Payot, 1998.

27. Mòses, o.c., p. 11.28. Véase ibid., p. 13.

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que habla, la que conoce, la que ama, la que odia, la que se presenta yse representa en la comunidad de los seres humanos, la que como«espíritu encarnado» se dirige a Dios con todo tipo de registros (ala-banza, súplica, reproche, pena, afán de venganza). En esta línea depensamiento, el texto del salmo 84 es muy revelador: «Mi corazón,mi carne claman con gozo al Dios viviente» (Sal 84, 3).

Algunos especialistas mantienen la opinión de que en Gn 2, 7representa un segundo estadio mucho más explícito y consolidado dela redacción de la narración de la creación del ser humano, limitándo-se a ser la versión del cap. 1 (v. 27) la introducción del relato. «CreóDios al hombre (haAdam) a imagen suya; lo creó a imagen de Dios,masculino y femenino los creó». Lo que con mucha fuerza pareceponer de relieve este último versículo del Génesis es la unidad y laarmonía primordiales de lo humano. Hay que subrayar el hecho deque no consiste en la creación de un ser concreto, que tiene comonombre propio Adán, sino del Hombre en general o de la mismaHumanidad (de hecho, el artículo hebreo ha recalca que ‘adam es ahíun nombre común)29. Tal y como señala Mosès, «este hombre engeneral no se encuentra sexualmente marcado, no es ni un macho niuna hembra. Pero tampoco es un ser neutro, un concepto indiferen-ciado: este ser lleva en sí mismo el principio de una dualidad original:‘masculino y femenino Dios los creó’»30. A continuación, sin embargo,la atención se centra en el «Dios los creó», es decir, en el plural queviene a sustituir el singular de la primera parte de la frase («Dios creóal ser humano»), lo que no hace más que afirmar, de acuerdo con laopinión de Mosès, una dualidad inicial en el mismo seno de la unidaddel ser humano, esto es, la afirmación germinal de un principio dualque más adelante, históricamente, se desplegará en formas concretasde presencia humana masculina y femenina31.

En este contexto, lo «masculino» y lo «femenino», más que ponerde relieve las diferencias y la oposiciones características de los dossexos humanos, se refieren más pronto a dos maneras de ser en elmundo, las cuales, desde los mismos orígenes de la creación, llevaninscrito lo humano en su textura más profunda. Dicho de otra mane-ra: desde el principio, el hombre en general ha hecho acto de presen-cia sobre el escenario del mundo a través de dos formas históricas bien

29. Briend, o.c., p. 130, hace notar que el texto bíblico juega con la ambigüedaddel término adam: «El término hebreo se encuentra más cercano de la ambigüedad delfrancés ‘homme’ o del inglés ‘man’ que de la tajante distinción del alemán entre ‘Mensch’y ‘Mann’».

30. Mosès, o.c., p. 15.31. Véase ibid., pp. 15-16.

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diferentes: la de la masculinidad y la femineidad. Al menos en estetexto del Génesis, se trata más bien de la constatación de la diferenciaque hay entre dos formas de presencia en el mundo y no tanto delhecho de su separación. La separación tendrá lugar más tarde, en unsegundo movimiento, cuando el narrador bíblico se haga eco de laescisión del Adán primordial en dos seres de sexo opuesto (Gn 2, 18-24)32. Así, nos permitimos añadir, por causa de la concepción mono-céntrica («monoteísta») de la realidad propia de Israel, de una manera«natural», se procederá a establecer una gradación en la cualidadintrínseca de los sexos, ocupando el macho el centro —el únicocentro posible en una configuración monocéntrica de la realidad— dela vida cotidiana y de las relaciones entre el ser humano y Dios,mientras que la mujer, en el ámbito religioso, económico y social, esrelegada a una periferia marginal y marginada, es decir, a una indiscu-tible dependencia orgánica respecto del hombre33.

A pesar de las innumerables divisiones y confrontaciones que ten-drán lugar en las variadas y opuestas historias de la humanidad, Stépha-ne Mosès puntualiza que Adán simbolizará el origen común de todoslos hombres y de todas las mujeres, esto es, de todos los seres dotadoscon un «aliento de vida», a los que se refieren los textos de la creacióndel Génesis. Desde el principio, los unos y los otros han participadoigualmente en el designio creador de Yahvé: todos ellos son «espíritusencarnados» o «materia animada». Así, según la opinión de este pen-sador judío, al margen de la inevitables determinaciones histórico-culturales, se encuentra fundamentada la radical igualdad de todos losseres humanos. Una igualdad, evidentemente, afirmada originariamen-te, en el principio, pero que, en la práctica, es decir, en los despliegueshistóricos (no sólo de Israel), se manifestará como no existente, inclu-so se llegará a considerar la desigualdad entre el hombre y la mujercomo un dato «natural» y ontológicamente justificable34.

Los exegetas profesionales no están totalmente de acuerdo con lainterpretación que Stéphane Mosès, que es sobre todo un «filósofo

32. Véase ibid., pp. 16-17.33. Una vez más, parece que la ideas teológicas (religiosas) son también ideas

políticas, y a la inversa. Hemos desarrollado esta problemática en L. Duch, Armesespirituals i materials: Religió, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat,2001, passim.

34. Repetidamente hemos afirmado que la naturaleza del hombre es su cultura.Una cultura como la semita (y también la griega) ha sido fundamentalmente antifemi-nista, lo cual, con una lógica fatal e inevitable, ha conducido a la opinión común enesta cultura de que la mujer es «naturalmente» inferior al hombre, justamente porquela naturaleza del ser humano es su cultura concreta.

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judío», propone del versículo antes mencionado35. En efecto, porejemplo Jacques Briend afirma que la narración de la creación noqueda completada hasta el momento en que tiene lugar la creación dela mujer36. Y es en el fragmento del texto bíblico que viene a continua-ción donde se puede descubrir la necesidad de coronar la obra de lacreación: «Después Yahvé Dios dijo: ‘No es bueno que el hombre estésolo: hagámosle ayuda que sea semejante a él’» (Gn 2, 18). Con lacreación de la mujer, los versículos 18-24 del capítulo 2 del Génesisnarran la realización de la voluntad divina de completar el acto crea-dor de la especie humana. Es de sobras conocido que, para el pensa-miento bíblico, la soledad no es nada bueno ni deseable: «Mejor es,pues, vivir dos juntos que uno solo; porque es ventajoso el estar encompañía. Si uno va a caer, el otro le sostiene. Pero ¡ay del hombreque está solo!, pues si cae, no tiene quien le levante. Si duermen dosjuntos se calentarán mutuamente; uno solo, ¿cómo se calentará? Y sialguien acometiere contra el uno de los dos, ambos le resisten. Un hilotrenzado difícilmente se rompe» (Ecl 4, 9-12). En el mundo bíblico«estar solo» es equivalente a ser rechazado lejos de la fuente de lavida, de la bienaventuranza y del gozo (J. L. Ska); muy a menudo,«estar solo» equivale a la negación práctica de la alteridad, del «no-yo» (prójimo) como complemento irrenunciable e imprescindible delpropio «yo».

En su primera diferenciación sexual, el cuerpo humano, tal ycomo se presenta en Gn 1, 26-27, ofrece una visualización buena ybella (tôb = bello, agradable, de buen ver), que el narrador osa poneren boca de Dios. El cuerpo humano es, en términos espaciotempora-les, una expresión de la misma imagen de Dios: la visibilidad corporaldel hombre es la imagen de Dios, que se encuentra ética y estética-mente sancionada por el mismo Dios. Ahora bien, tal y como pone derelieve Marc-Alain Ouaknin, el hecho de que Dios, mediante la cor-poreidad humana, se haga visible en el ámbito del mundo manifiestaque Dios es erótico37. Con esta expresión se quiere señalar que elerotismo de Dios, como todo verdadero erotismo, es un movimientoque fractura la supuesta estabilidad y consistencia sin fisuras del mun-do. Dios irrumpe en medio del escenario del mundo mediante un

35. No se dice esto en un tono peyorativo, sino positivamente, ya que el pensa-miento judío contemporáneo es una de las fuentes del discurso antropológico de nues-tra exposición.

36. Véase Briend, o.c., pp. 131-136.37. Véase Ouaknin, o.c.., pp. 25-28. «Denominamos erótico a la simultaneidad

de lo clandestino y de lo manifiesto, la cual constituye el equívoco por antonomasia»(ibid., pp. 25-26).

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«visible-invisible», un «manifiesto-oculto», erótico, que es el propiocuerpo humano, y que, por eso mismo, en un movimiento íntimo einsuperable, nunca deja de incluir la ambigüedad visual y auditiva, esdecir, la simultaneidad de «darse a ver» y de «ocultarse y retirarse». Deesta manera, el mismo Dios acepta las condiciones que hacen posiblela presencia de los hombres en su mundo cotidiano: la ambigüedad38.

Es un dato aceptado con bastante unanimidad que, en los capítu-los segundo y tercero del libro del Génesis, el cuerpo de la humanidadaún no es socialmente ni históricamente diferenciado, sino que consti-tuye el espacio que Dios ha de abrir para diferenciar, perfeccionar yculminar su creación de lo humano39. Cuando en Gn 2, 23 el hombredice a la mujer (‘issah): «ésta sí que es carne de mi carne», entonces,en realidad, comienza realmente a relacionarse con otra persona (lamujer) a partir de su propia visualidad. Tal vez por eso, apuntaMercedes Navarro, el paso siguiente que da la narración —el conoci-miento del bien y el mal— no sólo realiza concretamente el parecidodel ser humano con Dios, sino que, además, en un incesante vaivén derelaciones y de acciones corporales entre el hombre y la mujer, éstosven el fruto del árbol, lo juzgan deseable, lo cogen y lo comen.Entonces, ciertamente, el conocimiento del bien y del mal es incorpo-rado, pasa a ser corporal, personal y comunicable (cf. Gn 3, 6-8).

2.2.1.1. La situación de la mujer en Israel

Resulta ser un constatación el que en los libros del Antiguo Testamen-to, casi de forma exclusiva, el cuerpo que merece una profundaatención antropológica es el del hombre. La corporeidad de la mujeres «secundaria», se encuentra ligada y sometida a la del hombre40.Hay que tener en cuenta un factor muy importante: el cuerpo huma-no que se presenta en la narración bíblica es por encima de todo un

38. Desde una perspectiva cristiana, creemos que esta afirmación posee una im-portancia decisiva. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios constituye la supremaexpresión de la ambigüedad de Dios en el marco de la vida cotidiana de los hombres.No hay duda de que, desde la perspectiva judía, la doctrina de «encogimiento de Dios»(tsimsum) es un precedente que hay que tener muy en cuenta (véase Duch, Armesespirituals i materials, cit., 370-371). Desde una perspectiva cristiana, sobre la ambi-güedad de Dios, cf. L. Duch, «L’ambigüitat humana i el poder», en De Jerusalem aJericó. Al·legat per a unes relacions fraternals, Barcelona, Claret, 1994, pp. 133-154,esp. pp. 144-151).

39. Véase Navarro, o.c., p. 143.40. Véase sobre lo que sigue M. Navarro, «Cuerpos invisibles», en íd. (ed.), El

cuerpo de la mujer, cit., pp. 138-139, 142-143.

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cuerpo generativo: «Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra ydominadla» (Gn 1, 28). Así mismo, no puede olvidarse que, en elmundo bíblico, el «cuerpo normativo» es el del hombre. Por causa dela concepción androcéntrica y patriarcal de la existencia humana, lacorporeidad de las mujeres es considerada como diferente, extraña yfuera de la norma común. Así, por ejemplo, cuando aparece un térmi-no que es propio de la mujer, como rehem, «entrañas», con el que seacostumbra a designar también el aparato reproductor, no parece quesuscite ningún atención especial, ya que, teniendo en cuenta la posi-ción claramente misógina y centrada en el varón de los redactores delos textos bíblicos, no creen que haya que explicar, desarrollar oestudiar lo que solamente afecta a las mujeres41. O, por poner otroejemplo: al hablar de la relación entre el ser humano y la tierra (àdam– àdamah), se le asocia con el rojo (‘dm = ser rojo), pero no se lerelaciona, tal y como sería lógico, con dam, sangre, que también seencuentra vinculada con la vida del ser humano y, lógicamente, con lasangre de la menstruación de la mujer y del parto. La realidad espa-ciotemporal del ser humano también es vista y descrita exclusivamen-te desde la perspectiva del hombre, dejando completamente de lado(en forma, por ejemplo, de «silencio literario») las experiencias cor-porales y emocionales de la mujeres42.

La situación de la mujer en Israel, como en el resto del CercanoOriente, era típica de las sociedad patriarcales43. Por regla general, enla Biblia hebrea las mujeres aparecen como figuras menores y subordi-nadas a los hombres. De todos modos, hay algunas excepciones nota-bles como, por ejemplo, Sara, Rebeca, Ester, Raquel, María, Débora yRut en un sentido positivo, mientras que, en un sentido negativo,pueden mencionarse a Eva, Jezabel y Atalía. Cabe señalar que, gene-ralmente, en el régimen patriarcal la mujer no se encontraba sometidaa constantes vejaciones y desprecios, sino que se enaltecían sus virtu-des domésticas, como, por ejemplo, la docilidad, la castidad, la so-briedad, la buena gestión de la casa, y, por encima de todo, se alababala grandeza de la función maternal44. De todas maneras, el podereconómico del patriarca y la capacidad de decisión que se le adjudica-

41. Navarro, o.c., p. 138, nota 6, escribe: «No tengo noticia de que [en hebreo]exista un término específico para designar la vagina. En cambio, existen términos máso menos eufemísticos como, por ejemplo, nebusim, raglayîn, yerek y yad, para nom-brar el pene».

42. Véase Navarro, o.c., p. 139.43. Sobre el contexto patriarcal de la tradición bíblica, véase Aynard, La Bible au

féminin, cit., pp. 11-19.44. Véase Aynard, o.c., pp. 15-6.

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ba le otorgaban un poder jurídico casi absoluto sobre todos los miem-bros del clan y, muy especialmente, sobre las mujeres y los niños. Enel interior del grupo, el patriarca era el único detentor del saber y dela capacidad para emitir juicios: en relación con la mujer se usaba laignorancia como una «forma política». Como es bien conocido, lamujer judía se encontraba totalmente excluida de las funciones cul-tuales, tanto en el judaísmo primerizo como, más tarde, en la sinago-ga45. A partir de numerosas consideraciones rituales sobre lo puro y loimpuro, como, por ejemplo, la menstruación y el parto, se establecie-ron rígidamente un conjunto de prescripciones y precauciones para lavida cotidiana del antiguo Israel que, sin ningún tipo de duda, situa-ban a la mujer en una posición de clara e indiscutible dependenciarespecto al hombre (padre, marido o hermano).

Con el fin de justificar la marginación de la mujer respecto alsaber y a las decisiones se aducía su debilidad física, de la que derivabacomo una suerte de necesidad su debilidad intelectual. Incluso unjudío tan ilustre y ponderado como Filón de Alejandría muestra unosindudables rasgos misóginos46. Creía firmemente en la inferioridadespiritual y mental de la mujeres, aunque admirase sinceramente a laemperatriz Livia porque había recibido una instrucción (paideia) quela había hecho apta para «ser un varón en su capacidad racional»47.Por todo ello, no se puede olvidar que el Antiguo Testamento es elproducto de un mundo patriarcal y, mucho más específicamente aún,de una élite urbana de especialistas religiosos machos.

Ahora bien, tal y como subraya André Lacocque, el hecho de que«Israel» fuera el nombre dado a un sociedad de tipo igualitario con-trasta llamativamente con su organización feudal y patriarcal, lo que,de hecho, era ciertamente lo más frecuente en el conjunto de territo-rios del Cercano Oriente. En éstos, sin embargo, en oposición radicala la mentalidad bíblica, gobernaban unos soberanos con atribucionesdivinas. En Israel, Yahvé era el Dios común de todos los miembros deun federación de tribus y de clanes que tenía como punto de partida laAlianza sinaítica. De acuerdo con este punto de partida ideal decarácter igualitario, parece que deberían haberse dado en Israel unas

45. Sobre la situación de la mujer en la sinagoga, véase W. Horbury, «Women inthe Synagogue», en The Cambridge History of Judaism, III, Cambridge, CambridgeUniversity Press, 1999, pp. 358-401.

46. Véase el estudio de B. Decharneux, «Interdits sexuels dans l’oeuvre de Philond’Alexandrie dit ‘le Juif’», en Marx (ed.), Religion et tabou sexuel, cit., pp. 17-31.

47. Filón, Leg., 319-320, cit. W. A. Meeks, Los primeros cristianos urbanos. Elmundo social del apóstol San Pablo, Salamanca, Sígueme, 1988, p. 47.

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relaciones en un plano horizontal y de plena reciprocidad de sexos48.Éste, sin embargo, casi nunca fue el caso. En efecto, en Israel lafamilia se llamaba beith’ab («casa del padre», «gran familia») y lafederación israelita como un entidad se organizó en el entorno de losjefes masculinos de las diversas familias, las cuales constituían el ejereligioso, político, económico y cultural de la sociedad. Eran ellos losque tomaban todas las decisiones que afectaban directamente a lasmujeres que pertenecían a la federación, las cuales, en la práctica,eran asimiladas a los niños y, de alguna manera, a los esclavos49.

No puede sorprender, pues, que en Israel el estatuto jurídico yfamiliar de la mujer se encontrase fundamentalmente ligado al dere-cho de propiedad. Esta idea, que, de algún modo, equiparaba a lamujer con la posesión y uso de los objetos, se expresa muy bien en elsiguiente texto del Deuteronomio: «No desearás la mujer de tu próji-mo, no codiciarás la casa, ni la heredad, ni el esclavo, ni la esclava, niel buey, ni el asno, ni cosa alguna de las que son suyas» (Dt 5, 21). Dehecho, en la vida cotidiana de los israelitas la mujer no era nada másque una pieza de cambio que intervenía en las complicadas negocia-ciones entre las familias antes de concertar un matrimonio, porqueéste acostumbraba a ser mucho más que un contrato o una alianzaentre dos grupos sociales y económicos que no un acuerdo entre dosseres humanos con autonomía personal. De hecho, jurídicamente, elmarido era el «poseedor» legal de la mujer (ba’al ‘issa: Ex 21, 3, 22;Dt 24, 4), y la mujer era la «posesión» del marido (be’ulat ba’al: Gn20, 3; Dt 22, 22). Poniendo el acento en el carácter contractual delmatrimonio judío, Jacques Lacocque ha subrayado el hecho de que,en Israel, «el matrimonio no es un acto privado, sino que garantiza laseguridad de la mujer, de la viuda y del huérfano. Además, regula elcomportamiento sexual orientándolo hacia la procreación y la legiti-mación de los hijos»50. Hay que añadir, así mismo, que el contratomatrimonial hebreo no instauraba una situación de reciprocidad en-tre el marido y la mujer, sino que, automáticamente, el marido seconvertía en el nuevo depositario exclusivo de la potestad que, antesdel matrimonio, se encontraba en manos del padre de la chica.

Cabe señalar que, en los textos bíblicos y, en general, en toda la

48. Véase Lacocque, Subversives ou un Pentateuque de femmes, Paris, Cerf, 1992,p. 25.

49. Un ejemplo especialmente significativo se encuentra en el libro de Esdras(cap. 10), en el que los jefes del Pueblo, alegando la fidelidad a Yahvé, se comprome-ten a que los israelitas que hayan tomado mujeres extranjeras las abandonen, junta-mente con los hijos que hayan tenido de ellas (cf. sobre todo los vv. 3, 14 y 18 ss.)

50. Lacocque, o.c., p. 26.

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literatura judía, las mujeres acostumbraban a ser presentadas y con-sideradas a través de los ojos de los hombres. Eso no significa quesistemáticamente sean menospreciadas o tratadas con rencor, sinoque, sencillamente, sus voces, por regla general, nunca podían serescuchadas directamente. Es una constatación fácil de hacer el que losdocumentos literarios de Israel no acostumbran a proporcionar unacceso inmediato a la vida, al pensamiento y a los sentimientos de lasmujeres israelitas porque, en todo momento, las narraciones y lasinterpretaciones que ofrecen de la realidad acusan una innegable vi-sión androcéntrica de la realidad. De toda manera, hay que tenerpresente que las narraciones de la Biblia hebrea, en sus múltiplestradiciones ideológicas y literarias, no presentan una imagen unitariade la mujer, sino un conjunto calidoscópico de figuras y representa-ciones que, como es comprensible, responden a las expectativas eintereses de todo tipo de sus diversos redactores. No hay ningún tipode duda, sin embargo, de que puede detectarse una nota común entodas las imágenes véterotestamentarias de la mujer: su función ha desituarse exclusivamente en la esfera doméstica y, de una manera aúnmás concreta, en su «labor de reproductora» como esposa y madre51.

Seguramente para congraciarse con los griegos de su tiempo,quizás al margen de lo que realmente creían, dos autores judíos, casicontemporáneos de Jesús de Nazaret, Filón de Alejandría y FlavioJosefo, rechazan la conducta de contención sexual de los esenios,calificada por ellos de «exótica», ya que creían que era la consecuenciaobligada de una larga tradición judía de misoginia. Afirman que, conun celo excesivamente puritano, los esenios habían creado una utopíaexclusivamente masculina, de la que se encontraban excluidas lasmujeres52. En el mundo judío, tal y como acontecía en el griego, lasabiduría popular subrayaba las seductoras astucias de las mujeres ylas veía causa fundamental de la «falsedad de corazón», de la intriga yde la pérdida de honor. No hay que olvidar que la sencillez de corazónera una de las virtudes más apreciadas por los judíos piadosos, pero,

51. En el Antiguo Testamento el rol de madre domina todas las referencias a lamujer. La maternidad era deseada y honrada, reflejando una necesidad social (Jue 21,16-17) y una sanción divina (Gn 1, 28). El deseo de muchos hijos, sobre todo varones,es un tema prominente en el Antiguo Testamento (cf. 1 Sa 2, 7; Gn 30, 1; Sal 127, 3-5; 128, 3-4).

52. Véase P. Brown, El cuerpo y la sociedad. Los hombres, la mujeres y la renun-cia sexual en el cristianismo primitivo, Barcelona, Muchnik, 1993, p. 66. Lo que sedesprende de los manuscritos esenios encontrados en Qumrán es el retorno a la purezaoriginal de la familia. La mujer ocuparía su lugar tradicional en el hogar familiar.Sobre los esenios y los manuscritos del mar Muerto, cf. H. Stegemann, Los esenios,Qumrán, Juan Bautista y Jesús, Madrid, Trotta, 1996.

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evidentemente, consideraban que se trataba de una virtud exclusiva-mente masculina que estaba completamente ausente del corazón y laconducta de las mujeres53.

En cualquier caso hay que destacar que, en Israel, el rol simbólicode la mujer era mucho más importante de lo que podría deducirse apartir del simple estatus legal. La mujer entendida como un símboloposee un papel muy destacado en algunos escritos del Antiguo Testa-mento, el cual, en estos casos excepcionales, hay que distinguirlo, almenos conceptualmente, del de la mujer en su vida cotidiana enmedio de la sociedad israelita. Algunas simbolizaciones véterotesta-mentarias presentan a la mujer como una diosa y también como unsímbolo de la divinidad; otras se refieren a las ciudad de ideal (Jerusa-lén) e incluso al conjunto de Israel con el simbolismo de la virgen, lamadre o la prometida (Am 5, 3; Is 40, 2; Jr 31, 21; Os 1-2). Confrecuencia, no obstante, en el Antiguo Testamento también aparecensimbolizaciones sumamente negativas de la mujer, como, por ejem-plo, la «dama loca» (Pr 9, 13-18), la «apóstata Israel» (Os 1-2; Jr 2,20; 3, 2; 4, 30; Ez 16, 23) o la depravada ciudad de Tiro (Is 23, 15-18). Históricamente, el Cantar de los cantares es seguramente elescrito bíblico que, con constantes referencias muy positivas a lamujer, sin marginar ninguno de los aspectos del erotismo, ha dadopie, tanto en el judaísmo como en el cristianismo, a un número máselevado de interpretaciones simbólicas de la vida, del amor, de lasrelaciones entre los sexos y también del ser humano con Dios. Tam-poco puede olvidarse que, en el judaísmo de la cábala, la interpreta-ción simbólica de las relaciones sexuales constituye la clave terrestre,a disposición de los seres humanos, de las relaciones y de los aconteci-mientos internos que se producen en el mundo de las «Sefirot».

A pesar de la situación de reconocida marginalidad en la que seencontraba la mujer en Israel, no hay duda de que aparece —real oliterariamente— un auténtico «pentateuco» de personalidades feme-ninas (Susana, Judit, Ester, Rut y la heroína del Cantar de los canta-res), la cuales, en medio de una sociedad totalmente patriarcal, nosólo ponen en cuestión la imagen tradicional de la mujer, sino que, enrealidad, dan la vuelta totalmente al estereotipo femenino imperanteentonces (fundamentado en su dedicación exclusiva a la casa y loshijos) y transcienden todo lo que implicaba la polaridad tradicional«hombre-mujer», conservando al mismo tiempo los aspectos más su-gestivos de la femineidad54. Estas mujeres, a través de su vida, ofre-

53. Véase Brown, o.c., pp. 67-68.54. Sobre eso, véase el interesante estudio de A. Lacocque, o.c.

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ciéndose a una dura crítica por parte del statu quo de Israel, incapazde generosidad y sensibilidad, ofrecen un alternativa revolucionaria ala configuración de la vida cotidiana legalmente sancionada en aquelentonces. Estas narraciones bíblicas son unos buenos ejemplos de «li-teratura subversiva» (Lacocque) Gracias a la acción de los protagonis-tas de estas narraciones subversivas, la religión israelita, al menos enparte, pudo tomar alguna distancia respecto a los imperativos de unmolde rigurosamente patriarcal y, en el fondo, antifemenino55. Enefecto, una mujer (Susana) es presentada como más pura que los «es-pecialistas» en pureza legal; una viuda (Judit) es enaltecida como sal-vadora del Pueblo porque sin la ayuda de nadie se deshace del dicta-dor más poderoso de la época; Ester, una sencilla mujer judía, salva asu pueblo del genocidio que había programado el enemigo del Puebloy, además, humaniza todo el Imperio Persa con su acción intrépida;Rut, un moabita, es decir, una extranjera ajena, en principio, a la alianzaentre Dios e Israel, constituye una de las anillas más importantes en lacadena de las generaciones de David y, a partir del Rey, del mismoMesías. André Lacocque pone de relieve que estas mujeres, tal y comoaparecen en las narraciones bíblicas, son un anuncio de una nueva yenriquecedora panorámica de «buenas nuevas», son evangélicas en elsentido más genuino de este término. Después de haber subrayado elhecho de que de entre todas estas mujeres de la historia de Israel laque ofrece un mensaje más liberador y encantador, más fundamentaly existencialmente decisivo, es la erótica heroína sin nombre del Can-tar de los cantares, Lacocque afirma:

En su mensaje, el amor humano no sólo es aceptable y bueno, sinoque es triunfante y glorioso. No solamente el eros es comunicaciónprivilegiada, sino que es, con la misma grandeza que hesed (agape), laexpresión humana por excelencia del amor divino. Toda manifesta-ción del amor fiel entre dos seres humanos refleja el amor de Dios.Antes de toda teoría filosófica, de toda legitimación oficial, de tododogmatismo y, sobre todo, antes de toda «teología del amor», elhombre es «una criatura capaz de Dios, si es capaz de amar» (Guille-min)56.

2.3. CONCLUSIÓN

En relación con el cuerpo, los textos de la tradición judía ofrecenalgunas perspectivas que son completamente desconocidas en el mun-

55. Véase Lacocque, o.c., p. 172.56. Ibid., p. 171.

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do griego. La centralidad de Dios creador, con la consiguiente valora-ción positiva de la historia que implica, desactiva uno de los hechosfundamentales del pensamiento griego: la impasibilidad como virtudsuprema. El mismo Dios adopta —«se encoge», dirá la tradición rabí-nica— el modus operandi y el modus loquendi del ser humano. De unser humano, corporal y sensible por tanto, que, a diferencia de todoslos otros seres de la creación, ha sido elevado a la categoría de interlo-cutor de Dios (porque es su imagen) y de responsable de la adminis-tración de toda la creación. Y este ser humano no sólo «posee» uncuerpo, sino que propiamente es cuerpo. De ahí que, en el marco de laBiblia, la corporeidad humana aparezca como la expresión óptima dela visualización de Dios en el ámbito de la espaciotemporalidad deeste mundo, o, lo que es lo mismo: la encarnación de Dios y el serhumano —y ahí es donde se pone de relieve la radical contradicciónentre la visión del mundo de los semitas y de los griegos— constituyela forma comunicativa y axiológica escogida por el mismo Dios paraexpresarse y actuar en el ámbito mundano, histórico, limitado y cons-tantemente sometido a la contingencia.

A pesar de la infinita distancia que separa la visión del mundobíblica —sobre todo en las formulaciones propuestas por los profetasde Israel— de la griega, en relación con el cuerpo de la mujer, las dostradiciones tienen algunos puntos de contacto bastante significativos,que, de hecho, se hacen eco de una manera inequívoca del estatus quetenía la mujer en los pueblos de la Antigüedad. Fiorenza y Metzrecalcan que

toda la literatura hebrea y la historia de su influencia se caracterizanpor el influjo predominante de una concepción monista del hombre,mientras que la concepción dualista es la que mejor caracteriza lahistoria de la influencia de la concepción helenista, y especialmentede la platónica57.

En relación con los posteriores desarrollos de la cultura occiden-tal (y del cristianismo), no hay duda de que el antifeminismo común agriegos y semitas constituirá una de las herencias que, históricamente,se ha impuesto de una manera sumamente negativa y deshumanizado-ra en el pensamiento y en la praxis de Occidente y, evidentemente, ensu traducción religiosa predominante, es decir, en el cristianismo.

57. Fiorenza y Metz, o.c., p. 662.

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EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA

3.1. INTRODUCCIÓN

Para comprender el lugar del cuerpo en el cristianismo primitivo debetenerse en cuenta el punto de partida judío del mensaje cristiano. Enefecto, inicialmente, en particular fuera de los límites geográficos dePalestina, el cristianismo naciente fue considerado como una nuevasecta judía que, en realidad, se limitaba a subrayar algunos aspectosde la tradición político-religiosa del antiguo Israel, sobre todo la deljudaísmo tardío, en el que se mezclaban de forma sincretista elemen-tos de procedencias muy diferentes (griegos, asiáticos, egipcios, etc.)1.Además es harto evidente que, para abordar convenientemente estacomplicada problemática, sería necesario conocer detalladamente lasituación religiosa, política y cultural en la que Jesús de Nazaret y susdiscípulos ofrecieron el testimonio de su fe y propagaron, a partir dePalestina, la nueva religión en el mundo antiguo2. Como es compren-

1. Véase Fiorenza y Metz, o.c., pp. 671-673. Con una fuerza indescriptible, eljudío Jacob Taubes puso de manifiesto la filiación del cristianismo —particularmentedel cristianismo paulino— respecto del judaísmo. O, tal vez aún mejor, Pablo no essino la actualización de Moisés. Por eso Taubes se comprende a sí mismo como un«judío paulino» (véase sobre todo eso el extraordinario y póstumo libro de J. TaubesDie Politische Theologie des Paulus, München, Fink, 1993 [próxima publicación enesta Editorial]).

2. Creemos que el estudio de Meeks Los primeros cristianos urbanos, cit., pas-sim, ofrece algunas pistas muy importantes, ya que se ha de tener presente que elcristianismo primitivo, particularmente el de origen paulino, al salir de Palestina, seimplantó sobre todo en las grandes ciudades portuarias del Mediterráneo oriental, locual significa que la mayoría de los que, en el primer momento, aceptaron el mensaje

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sible, esta situación inicial ofrece una notable cantidad de maticesdoctrinales y de posiciones éticas que impide trazar una panorámicaarmónica y coherente del marco ideológico y moral en cuyo interiorse desarrollaron las diversas y contrastadas manifestaciones del cris-tianismo primitivo. Éste, al menos durante un par de siglos, fue unconjunto poco armónico, confuso e informal de diferentes gruposreligiosos de «seguidores de Jesús de Nazaret». Con frecuencia, estosgrupos, dirigidos por personajes que, a menudo, rivalizaban y polemi-zaban encarnizadamente entre sí, mantenían doctrinas teológicas ypraxis cotidianas no sólo diferentes, sino incluso frontalmente opues-tas. De esa situación, muy marcada por la ubicación geográfica y porlas mediaciones religioso-culturales que tenían vigencia en los diver-sos grupos cristianos, los mismos escritos canónicos del Nuevo Testa-mento —y, de manera aún más concluyente, los extracanónicos—presentan pruebas muy numerosas e irrebatibles. La problemática entorno al cristianismo primitivo se complica aún más si se tiene encuenta la incuestionable y, a menudo, profunda influencia de lasvariadas tendencias gnósticas de los primeros siglos de la era cristianasobre las doctrinas teológicas y la praxis moral cristianas.

De esta multiplicidad de direcciones y elementos teológicos, éti-cos y sociales dentro y fuera del cristianismo, resultan unas dificulta-des, con frecuencia insuperables, para abordar una temática tan com-pleja y cargada de prejuicios como siempre ha sido la relacionada conel cuerpo humano. Ahora bien, no puede olvidarse que esta problemá-tica, por compleja y vidriosa que pueda ser, posee una enorme impor-tancia no sólo para el cristianismo en los inicios de su camino históri-co en el mundo antiguo, sino, mucho más ampliamente aún, para elconjunto de la cultura occidental en sus numerosas y, a menudo,contrapuestas manifestaciones. En este breve capítulo nos limitare-mos a ofrecer algunas pinceladas sobre esta temática, centrándonosexclusivamente, por un lado, en un par de pasajes del Nuevo Testa-mento y, por el otro, en algunos escritos de los tres o cuatro primeros

cristiano provenían de un medio social y económico que, con categorías del siglo XIX,podrían calificarse de proletario (cf. Meeks, o.c., pp. 23-92). Meeks señala que esimportante alejarse de las generalizaciones e idealizaciones sobre el mundo antiguo yconcentrarse especialmente en las «pautas de la vida cotidiana» del cristianismo de losorígenes (cf. ibid., p. 14). Cf., además, Fiorenza y Metz, o.c., pp. 671-680; G. Theis-sen, Psychologische Aspekte paulinischer Theologie, Göttingen, Vandenhoeck & Ru-precht, 1983; íd., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca, Sígue-me, 1985; E. W. Stegemann y W. Stegemann, Urchristliche Sozialgeschichte. Die Anfängeim Judentum und die Christusgemeinde in der mediterranen Welt, Stuttgart/Berlin/Köln, Kohlhammer, 21997.

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siglos cristianos. Somos conscientes de que hubiera sido muy prove-choso para nuestra exposición que hubiéramos podido abordar deta-lladamente la larga y complicada historia del cuerpo y de la sexuali-dad en el conjunto de la tradición cristiana. Sin embargo creemos que,para la finalidad que nos hemos propuesto y siendo muy conscientesde las grandes lagunas de nuestra exposición, será suficiente la esque-mática panorámica que presentaremos. También incluiremos un ex-cursus final sobre el patriarcado en la cultura occidental, que tal vezcomplementará algunas cuestiones que en el texto sólo han sido rápi-damente esbozadas.

3.2. EL CUERPO HUMANO EN EL NUEVO TESTAMENTO

El tema del cuerpo humano como metáfora de la sociedad fue unlugar común de la retórica antigua, especialmente por parte de losestoicos posteriores. También fue adoptada por los antiguos escrito-res judíos para referirse al pueblo de Israel como conjunto armónico ysocializado3. No puede causar ninguna extrañeza, por consiguiente,que esta temática se encuentre profusamente en los escritos del NuevoTestamento; eso sí, con una enorme variedad de significaciones yalusiones, dando lugar a tomas de posición muy diferentes y, a menu-do, irreconciliables entre sí4. Fiorenza y Metz han puesto de relieveque era un dato excepcional que, en las afirmaciones de los evangeliossinópticos sobre el hombre no hubiera vestigios de las influenciasdualistas helenísticas que recibió el judaísmo tardío, sino que están enla línea de la antropología típicamente hebrea5.

No debería olvidarse que el núcleo central e insuperable de todoel Nuevo Testamento (del cristianismo), en relación con el cual seestablece (debería establecerse) todo lo que lleva el nombre de cristia-no, es la encarnación del Hijo de Dios (Jn 1, 14), es decir, la «entradacorporal» de Dios en la trama de la historia humana6. Desde susorígenes, el cristianismo ha afirmado con rotundidad que Dios habíaaceptado no sólo la historia humana y las «historias» de los humanos,sino que incluso había asumido lo que siempre ha constituido el rasgocaracterístico del ser humano como tal: la ambigüedad, la cual consti-tuye la signatura específica de la finitud corporal de los humanos y la

3. Véase Meeks, o.c., p. 156.4. Véase Schrey, o.c., pp. 639-641; Cugno, o.c., pp. 146-148.5. Véase Fiorenza y Metz, o.c., pp. 673-674.6. Véase lo que expondremos más adelante sobre la «encarnación», que es indu-

dablemente el tema esencial del mensaje cristiano.

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marca inconfundible de su presencia en el mundo7. La suprema cen-tralidad de la encarnación en el cristianismo como heredero del ju-daísmo que es, se pone diáfanamente de manifiesto a través del belloaforismo de Edmond Jabès: «Touts les chemins sont de chair».

En los textos canónicos del Nuevo Testamento, siguiendo sinduda una tradición presente en todo el mundo antiguo, acostumbra aser una evidencia incontestable la comprensión «orgánica» de la exis-tencia humana, de tal manera que, en la teología neotestamentaria, demanera aún más significativa en la de san Pablo, la misma Iglesia y loscristianos en su seno son descritos en términos «orgánicos», es decir,como miembros del «cuerpo de Cristo», sin rechazar la ambigüedadque es inherente a la corporeidad sobre todo cuando se aplica a Dios.Taxativamente Pablo, dirigiéndose a los cristianos de Corinto, escri-be: «Vosotros, pues, sois cuerpo de Cristo y, cada uno por su parte,miembros» (1 Co 12, 27; cf. Rm 12, 4-5; Ef 5, 30). De maneraexplícita indica que el cuerpo de los creyentes es el templo del Altísi-mo en la tierra y la señal de la presencia del Espíritu (cf. 1 Co 6, 19).No cabe la menor duda de que, en el Nuevo Testamento, adoptandociertamente algunos puntos de vista de reconocido origen hebreo, seda una reducción corporal del conjunto de la salvación operada porJesucristo8. En este sentido, las primeras palabras de la primera cartade san Juan son sumamente explícitas: «Lo que fue desde el principio,lo que oímos, lo que vimos con nuestros ojos, y contemplamos, ypalparon nuestras manos tocante al Verbo de vida...» (1 Jn 1, 1). Deacuerdo con el mensaje del Dios-encarnado, que es el proprium delNuevo Testamento, ha de considerarse el cristianismo como unasomatología, una concreción espaciotemporal de «lo que era desde elprincipio» y que ahora, es decir, en cada aquí y ahora de los sereshumanos, se encarna, toma carne, hace visible y palpable la invisibili-dad de Dios (cf. Jn 1, 1-18)9.

7. Véase L. Duch, «L’ambigüitat humana i el poder», en De Jerusalem a Jericó.Al·legat per a unes relacions fraternals, Barcelona, Claret, 1994, pp. 133-154, esp. pp.144-151.

8. En los últimos años de su vida Helmuth Plessner se refería a la «holgazanería»(Drückebergerei) de una hermenéutica que se denominaba geisteswissenschaftlich, queconfiaba de manera ilimitada en la conciencia reflexiva porque temía entrar en contac-to con el «materialismo naturwissenschaftlich». Eso explica que, con relativa frecuen-cia, las hermenéuticas han pasado por alto el centro capital del mensaje evangélico:«verbum caro factum est».

9. Desde una perspectiva típicamente luterana, G. Ebeling, Dogmatik des chrit-lichen Glaubens, I, Tübingen, Mohr, 1979, § 14, dedicó un apartado de su dogmáticaa la problemática en torno a la somatología. También la Theodramatik de Hans Ursvon Balthasar se halla configurada por mediación de la autopresentación escénica de la

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Desde los orígenes, las innumerables interpretaciones del cristia-nismo con caracteres más o menos gnósticos que se han propuesto nopueden considerarse como cristianas. La plasmación del mensaje evan-gélico en términos «anticorporales» no responde a la realidad de losacta et passa Christi. En efecto, las «acciones poderosas» de Jesús deNazaret que sirven para anunciar la inminencia o, al menos, la proxi-midad de Reino de Dios tienen indiscutiblemente una acusada «di-mensión somática»: curación de enfermos, resurrección de muertos,multiplicación de panes y de peces. Incluso las expulsiones de demo-nios no son meras «acciones espirituales», ocurridas en el enclavecerrado de las fantasías psíquicas, sino que siempre tienen como con-secuencia tangible la liberación de dolores físicos y morales de loscuerpos de determinadas personas que se encontraban sometidas aciertas enfermedades, seguramente, de carácter psicosomático (cf.Mc 5). Además debe observarse que la tradición evangélica estableceel criterio de separación de los justos de los injustos sobre la base de loque unos y otros han hecho del cuerpo del prójimo: «Yo tuve hambre,y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, yme hospedasteis; estando desnudo, me cubristeis, enfermo, me visi-tasteis, encarcelado, vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36)10. Finalmente,ha de tenerse en cuenta que el acontecimiento (no la simple «doctri-na») de la resurrección de Jesús —que es el centro neurálgico y decisi-vo del mensaje cristiano— incluye su cuerpo como el núcleo central eirrevocable porque es en relación con su cuerpo resucitado comotendrá razón de ser el cristianismo como religión de salvación. Pro-piamente, el cuerpo resucitado del Señor es la salvación, no en elvacío de una atemporalidad cualquiera, sino en medio de la espacio-temporalidad del mismo Jesús y, después, de la de todos los que creenen Él. En este sentido, san Pablo es taxativo: «Si no hay resurrecciónde los muertos, tampoco resucitó Cristo. Mas si Cristo no resucitó,vana es nuestra predicación, y vana es también vuestra fe» (1 Co 15,13-14). Por eso puede afirmarse que, en los evangelios y en los restan-tes escritos del Nuevo Testamento, se destaca poderosamente el «mo-mento corporal» de la resurrección, de tal manera que, en el contextoneotestamentario, la corporeidad de Cristo (lo que la tradición acos-

revelación, la cual posee como referente activo e insuperable la carne de Dios y lacarne del hombre, es decir, los dos actores de la comunicación humano-divina.

10. Comentando este texto evangélico, M. Despland, «Le corps et l’Occident.Un survol»: Religiologiques 12 (1995), p. 209, escribe: «Yo desafío al lector a queencuentre en un texto hindú anterior al siglo XX una sola alusión al hambre de losotros; sólo se piensa en las necesidades corporales para hablar de las suyas, de las quesupera el asceta».

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tumbra a designar con la expresión acta et passa Christi) constituye laesfera propia de la revelación, del acercamiento histórico de Dios alos hombres en carne humana.

El pensamiento órfico-platónico, que considera el cuerpo como laprisión o la tumba del alma (sôma-sema), es extraño e, incluso, com-pletamente contrario al mensaje del Nuevo Testamento y, al me-nos teóricamente, a la posterior tradición cristiana. A partir de aquíresulta evidente que también lo será la identificación maniquea delcuerpo con el mal y los «deseos mundanos»11. Sin embargo no ha deolvidarse que, con cierta frecuencia, algunas configuraciones históri-cas del cristianismo, en relación sobre todo con el cuerpo y la sexuali-dad, han mostrado una indiscutible propensión hacia posiciones cla-ramente dualistas y «casiórficas», que tendían a menospreciar ydemonizar el cuerpo como principio «inferior» y «animal» a favor delalma, considerada como la parte «superior» del ser humano, su deste-llo «celestial» que la emparentaba con la divinidad y que, por esomismo, era el único fragmento de lo humano que era susceptible deser salvado al margen del espacio y del tiempo, es decir, de la condi-cionalidad histórica de los humanos12. Por eso, a pesar de la afirma-ción absolutamente positiva del cuerpo humano, a menudo el mismoNuevo Testamento y, mucho más aún, la historia posterior del cristia-nismo se encuentran atravesados —diríamos «anticristianamente»—por la tensión entre «arriba» (espíritu) y «abajo» (cuerpo), entre el«cielo» y la «tierra», entre el «principio espiritual» y el «principiocorporal». Recientemente, Alain Cugno ha puesto de manifiesto que,históricamente, el cristianismo primitivo, con las numerosas direccio-nes doctrinales y morales que se detectan en él, se mostró incapaz o,al menos, tuvo serias dificultades para pensar el cuerpo humano deuna manera coherente y unitaria13. Y esta dificultad inicial, con varia-ciones y modalidades muy diferentes, se mantuvo prácticamente entoda su historia posterior. Las tendencias básicas que fundamentan(tradición griega y tradición semita) el cristianismo lo mantendrán enun perpetuo estado de irreconciliación y desgarramiento internos,que nunca llegará a superar completamente.

En los inicios del cristianismo el primer obstáculo consistente que

11. Véase Schrey, o.c., p. 641. Cf. lo que hemos expuesto con anterioridad sobrela comprensión del cuerpo en algunas direcciones intelectuales del pensamiento griego.

12. Véase la aproximación general a esta temática de M. Bernos, C. de la Ron-cière, J. Guijon y P. Lécrivain, Le fruit défendu. Les chrétiens et la sexualité de l’antiquitéà nos jours, Paris, Le Centurion, 1985.

13. Véase Cugno, o.c., p. 147.

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se le presentó fue la falta de un criterio admitido con unanimidad que,aplicado a la vida cotidiana de los cristianos, les permitiera distinguircon cierta claridad entre la «carne» y el «cuerpo» sin que, acto segui-do, no se diera la «desaparición» de la corporeidad del cuerpo o, almenos, una situación de manifiesta dependencia del «elemento corpo-ral» respecto al «elemento anímico o espiritual». En relación con estedilema, Cugno se pregunta: «Si el cuerpo no es la carne, ¿cómoalcanzar una diferencia específica entre estos dos términos sin enun-ciar, de una manera u otra, que el cuerpo es la carne menos su caráctercorporal, o que la carne es el cuerpo reducido a su corporeidad?»14.

Este autor apunta un segundo obstáculo que, históricamente, hadificultado la concreción práctica de la originalidad del cristianismoen medio de la vida cotidiana de hombres y mujeres: la distinciónentre «arriba» y «abajo»; distinción que según su opinión, en la convi-vencia cotidiana de los cristianos, anuló o, al menos, diluyó la verda-dera novedad de la Buena Nueva evangélica, que se caracteriza por elhecho de irrumpir en este mundo «in-corporándose» la carne humana,con el anuncio de la proximidad de Dios (Lc 10, 9; etc.), la cual, porlo demás, ya se encuentra entre nosotros (Lc 17, 21)15. Evangélica-mente hablando, eso equivale a decir que, a partir de la encarnacióndel Hijo de Dios, «arriba» se encuentra «abajo», o lo que, con unaterminología metafórica más plástica, es lo mismo: la distinción entreel «cielo» y la «tierra» ha sido completamente superada: ya se da (o, almenos escatológicamente, se dará) la plena coincidencia del «cielonuevo» y la «tierra nueva»16. Cugno ejemplifica de manera interesantela superación del dualismo tradicional («arriba»-«abajo») por media-ción de la cuestión del perdón de los pecados. Lo que propone elevangelio en relación con este tema no es meramente un preceptomoral. No se trata por consiguiente de una recomendación de estetipo: «Perdonaos mutuamente vuestras ofensas» o «sed misericordio-sos los unos con los otros». Lo que Jesús quiere expresar en relación

14. Ibid., p. 147.15. Sobre lo que sigue, cf. ibid., pp. 147-148. X. Lacroix, Le corps de chair. Les

dimensions éthique, esthétique et spirituelle de l’amour, Paris, Cerf, 1992, pp. 11-12,hace notar que «aunque, desde sus mismos orígenes, el cristianismo se caracterizó porel hecho de poner en cuestión los esquemas dualistas de la cultura griega a través de lacual se expresaba, esta tarea crítica fue y continúa siendo necesaria porque el dualismorenace incesantemente. Tiene raíces profundas en el psiquismo y en la inteligenciahumanos. El pensamiento siempre tiende a concretarse mediante oposiciones cómo-das que empobrecen todas las nociones y ocultan tanto la paradoja cristiana como lahumana, siendo la primera la expresión última de la segunda».

16. Véase Cugno, o.c., p. 147.

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con el perdón de los pecados es: «Ahora, vosotros tenéis el poder deperdonaros las ofensas los unos a los otros, lo cual antes estaba reser-vado sólo a Dios». De otro modo, resulta incomprensible la indigna-ción de los fariseos ante la actitud perdonadora de Jesús. En efecto,los fariseos —de acuerdo con la opinión de Cugno— se indignanmucho menos por el hecho de que Jesús cure en sábado que por elhecho de que se atreva a decir al paralítico: «Te son perdonados tuspecados» (Mc 2, 1-2; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26). Gracias a la encarna-ción de Jesucristo —el Hombre para los otros—, el cuerpo mortal delser humano no sólo es el objeto del perdón de Dios, sino que el mismocuerpo también ha sido constituido en sujeto activo la acción deperdonar y establecer relaciones misericordiosas.

Creemos que es una evidencia incontestable que la radical distin-ción entre «cuerpo» y «alma» tan presente en el mundo griego fueasumida por algunas corrientes del cristianismo naciente. Muchosaspectos de la visión griega del mundo relacionadas con el cuerpo y lasexualidad fueron incorporados por diferentes grupos cristianos que,de esta manera, negaban prácticamente la novedad que había predica-do el Nazareno. Además debe tenerse en cuenta que, a pesar de susupuesto «espiritualismo», en las distintas épocas y circunstancias enlas que la ideología anticorporal adquirió vigencia en el seno delcristianismo, no se consolidó de verdad la vida de los cristianos en ladoble dirección de «amor a Dios» y «amor al prójimo». Sobre estacuestión, Heinrich Rombach escribe:

La concepción de «alma y cuerpo» tampoco sirve, como a veces sesupone, para la vida religiosa, puesto que la religiosidad auténtica seaferra inamoviblemente al cuerpo, y, como por ejemplo en las buenasformas del cristianismo, se interesa por la «resurrección del cuerpo»,es decir, sólo puede pensar una «eternidad» que también contengael cuerpo. Si, por el contrario, la religiosidad se reduce a una purapreocupación por el alma, se convierte en un reduccionismo y unadesfiguración que probablemente tiene efecto en todas las partes ycontenidos de la teología17.

3.2.1. San Pablo

Es una evidencia que se impone por su propio peso que, en los iniciosde los años cincuenta del siglo I, la figura de Saulo de Tarso, judío dela diáspora y, posiblemente, ciudadano romano, posee una excepcio-nal importancia tanto para la concreción doctrinal del cristianismo

17. H. Rombach, El hombre humanizado. Antropología estructural, Barcelona,Herder, 2004, p. 304.

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naciente como para su expansión fuera de las fronteras geográficas dePalestina18. Saulo, que después de su conversión al cristianismo reci-bió el nombre de Pablo, fundamentó la legitimidad de su misión en lafuerza de una revelación personal de Jesucristo cuando se encontrabade camino hacia Damasco con poderes de las autoridades judías paradetener a los partidarios de la nueva religión cristiana. Él mismo loexpresa con suma claridad: «Pablo, apóstol no por parte de los hom-bres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y por DiosPadre, que le resucitó de entre los muertos [...] Os hago saber, herma-nos, que el evangelio que yo os he predicado no es doctrina humana,pues no lo he recibido ni aprendido yo de ningún hombre, sino porrevelación de Jesucristo [...], que, desde el vientre de mi madre, meseparó y me llamó con su gracia, le plugo revelarme su Hijo, para queyo lo predicase a las naciones» (Gál 1, 1, 11-12, 15-16).

No cabe la menor duda de que Pablo es uno de los personajes másimportantes, geniales y controvertidos de toda la historia de la huma-nidad. Se trata de un individuo con enormes e irreconciliables con-trastes, que van desde la dureza más abrupta y desencarnada hasta laternura más sublime y maternal. Peter Brown ha puesto de manifiestoque ningún autor judío ha mostrado un «sentido agónico» tan agudocomo él; sentido agónico que, especialmente, se manifiesta en toda suradical contundencia en el cap. 7 de la epístola a los Romanos, endonde, de una manera autobiográfica y sin concesiones, presenta laobstinada resistencia y la cerrazón autosuficiente del corazón humanoa la voluntad de Dios. «Bien conozco que nada de bueno hay en mí,quiero decir, en mi carne. Pues aunque hallo en mí la voluntad parahacer el bien, no hallo cómo cumplirla, por cuanto no hago el bienque quiero; antes bien el mal que no quiero [...] Veo otra ley en mismiembros, que lucha contra la ley de mi mente y me sojuzga a la leydel pecado, que está en los miembros de mi cuerpo» (Rm 7, 18-19.23). Este texto, que denota unas singulares y, según cómo, inquietan-tes facultades de introspección psicológica, Brown lo comenta de lasiguiente manera: «Pablo presenta un corazón humano hasta tal puntoendurecido y con tal profundidad como no se conocían en el judaísmocontemporáneo»19. No puede sorprender que una personalidad tan

18. Queremos señalar el interés del libro de Taubes (o.c.) para captar, ni que seacon una cierta exageración por parte de este autor, la importancia decisiva de Pablopara la configuración del cristianismo primitivo y, en positivo y en negativo, el cristia-nismo de todas las épocas.

19. Brown, o.c., pp. 77-78. Sobre el cuerpo en san Pablo y, más concretamenteaún, en la primera epístola a los Corintios, cf. los estudios reunidos por V. Guénel, Lecorps et le corps du Christ dans la première épître aux Corinthiens, Paris, Cerf, 1983.

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fuerte como ésta, positiva y negativamente, haya intervenido de ma-nera decisiva en la comprensión del cuerpo humano de toda la poste-ridad cristiana. Dará lugar a posiciones todavía mucho más radicalesque la suya propia, las cuales, con harta frecuencia, convertirán la vidacristiana en un espacio herméticamente cerrado y muy alejado delmensaje de misericordia y consuelo predicado y practicado por elMaestro de Nazaret.

Pablo no sólo fue importante para el nacimiento y la historia delcristianismo. Una larga lista de prestigiosos personajes como, porejemplo, Agustín, Lutero, Calvino, Pascal, Kierkegaard, etc., basaronsu reflexión en la herencia paulina. Indirectamente, a través del lute-ranismo, otros muchos pensadores (Kant, Hegel, Heidegger y, enradical oposición a él, Nietzsche) sufrieron el impacto de sus impre-sionantes epístolas. En la actualidad, a menudo al margen de lasconfesiones cristianas establecidas, los escritos paulinos son leídos porfilósofos y juristas procedentes de universos muy diferentes como, porejemplo, Carl Schmitt, Jacob Taubes, Alain Badiou, Giorgio Agam-ben, Jean-François Lyotard, etc., que encuentran en su teología elpunto de partida de las posiciones político-religiosas que, a lo largo delos siglos, se han impuesto en la cultura occidental20.

3.2.1.1. La comprensión del cuerpo de san Pablo

En el Nuevo Testamento aparecen dos términos griegos para designarel cuerpo humano: sôma y sarx, que no mantienen unas significacio-nes consolidadas y constantes, sino que, a menudo, muestran unasnotables oscilaciones de un vocablo al otro21. Michel Bouttier sostieneque estos dos términos oponen una resistencia tozuda (opiniâtre) a

Sobre la exégesis de esta epístola, en particular del cuerpo, véase P.-A. Février, «His-toire et exégèse. À propos de 1 Co», en Guénel (ed.), o.c., pp. 161-186. Cf. tambiénFiorenza y Metz, o.c., pp. 675-680; Brown, o.c., pp. 74-90.

20. Indicamos sólo los títulos de algunas obras que recientemente se han ocupa-do del pensamiento paulino: Taubes, o.c.; A. Badiou, Saint-Paul, la fondation del’universalisme, Paris, PUF, 1997; G. Agamben, Le temps qui reste. Un commentaire àl’épître aux Romains, Paris, Payot, 2000. No puede olvidarse la enorme influencia queel comentario de Karl Barth a la epístola a los Romanos (1919) ha ejercido en algunasde las mentes más lúcidas e inquietas de Occidente (cf. J.-C. Monod, «Destin du pau-linisme politique: K. Barth, C. Schmitt, J. Taubes»: Esprit, febrero 2003, pp. 113-124). Este número de la prestigiosa revista Esprit ofrece algunas contribuciones muyinteresantes (St. Breton, M. Foessel, J.-C. Monod, P. Ricoeur) sobre «l’événementsaint Paul: juif, grec, romain, chrétien».

21. Véase el instructivo artículo de D. Lys «L’arrière-plan et les connotationsvéterotestamentaires de sarx et de sôma», en Guénel (ed.), o.c., pp. 47-70.

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nuestros esfuerzos de clasificación y clarificación22. En los escritosneotestamentarios sôma acostumbra a referirse al cuerpo viviente, alcuerpo de Cristo, la Iglesia, la realidad en oposición a las apariencias.Pero, al mismo tiempo, también se utiliza para designar el cadáver.Por otra parte, con cierta frecuencia, aunque no siempre, sarx indicala carne, la naturaleza pecaminosa del hombre, la inmoralidad sexual,el deseo sexual sin freno ni medida, etc.23. Sin embargo, al mismotiempo y sin connotaciones negativas, sirve para designar la naturale-za humana, la filiación terrestre de los humanos, el impulso sexual, laraza humana, etc. De manera muy esquemática puede afirmarse quelas connotaciones del «cuerpo» (sôma) son más bien positivas, mien-tras que las de la «carne» (sarx) acostumbran a tener resonanciasnegativas. Así, por ejemplo, cuando Pablo habla del «cuerpo», quiereindicar en primer lugar las manifestaciones externas del hombre (Gál6, 17; 1 Co 9, 27) en la espaciotemporalidad que le es propia. El«cuerpo» (sôma) es la persona humana en tanto que se encuentraubicada en un nexo de relaciones y reciprocidades que, desde elnacimiento hasta la muerte, son imprescindibles para la configuraciónde su existencia («generación»: 1 Co 6, 16; «muerte»: Rm 7, 24)24.Este vocablo viene a ser una especie de resumen: expresa al hombreentero en su corporeidad (Käsemann). En cambio, la «carne» (sarx)formula el hecho de que el ser humano siempre se encuentra someti-do a la ambigüedad del mundo (el mundo como tentación), que estanto como indicar su propia ambigüedad. Por eso, muchos autoresmantienen la opinión de que, en la antropología paulina, el «cuerpo»(sôma) pone de manifiesto sobre todo, aunque no exclusivamente, laposición de la persona concreta que se ha decidido por Dios o contraDios. Klaus Berger escribe:

22. Véase M. Bouttier, «Incarnation, incorporation, insoiration en 1 Corinthiens.Reprise théologique du thème», en Guénel (ed.), o.c., pp. 260-261.

23. Michel Bouttier apunta que «sarx asocia al hombre a la extensión polimorfade la obra de Dios, animal o psíquica. Obra del acto creador, designa precisamente loque, siendo de Dios, no es Dios; es susceptible de mudarse en poder tanto de vitalidadcomo de muerte. Tanto se la puede percibir como una amenaza suprema como, tocadapor el aliento divino, tiende hacia el ser, casi como sinónimo de sôma. En un extremo,Pablo la excluye categóricamente del Reino (1 Co 15, 50), en el otro, sobre todo en lospasajes en que aflora el sustrato del Antiguo Testamento, la carne es susceptible devocación como, por ejemplo, en 1 Co 6, 16; 15, 39» (Bouttier, o.c., p. 261).

24. V. Guénel, «Tableau des emplois de sôma dans la première Lettre aux Corin-thiens», en Guénel (ed.), o.c., p. 82, pone de relieve que sôma en la literatura paulinase usa tanto para designar el cuerpo humano y el yo humano como para referirse a lacomunidad cristiana en su conjunto.

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Para Pablo, el cuerpo es una palabra que se refiere a todo el hombre;no se trata de la cerrazón que sugiere nuestro concepto de persona,sino que indica un ser de contacto (Kontaktwesen) en relación con elprójimo (Mitmensch), con Dios y con el pecado [...] El cuerpo delhombre jamás se encuentra recluido en la exterioridad ni es autóno-mo en el sentido moderno del término, sino que es el ámbito de laseñoría (Herrschaftsbereich) o bien de Dios o bien del pecado. Lacorporeidad significa la experiencia de la dependencia (Abhängigkeit-serfahrung), y la renovación del cuerpo no es sino un cambio que hatenido lugar en las relaciones del hombre25.

Por consiguiente, el cuerpo humano es el «ámbito de relaciones ode contactos» donde se dan cita la interioridad y la exterioridadcaracterísticas del ser humano. Referirse a la conversión significará enprimer lugar una renovación en profundidad de la relacionalidadhumana, es decir, de aquel espacio terapéutico en el que confluyentodas las oposiciones de lo humano, a fin de que pueda convertirse,siempre provisionalmente, en un ser armónico en la responsabilidad yel cuidado del otro.

En la epístola a los Romanos, no sin una considerable dosis retó-rica, Pablo se pregunta: «¿Quién me libertará de este cuerpo de muer-te?» (7, 24). La antítesis entre el espíritu y la carne que presenta elApóstol constituye un «resumen teológico» especialmente ominoso(Betz). La imagen de guerra incesante de la carne contra el espíritu ydel espíritu contra la carne quiere ser en la pluma de Pablo unaexpresión de la resistencia desesperada que el hombre ofrece a lavoluntad salvadora de Dios. En este inacabable combate el cuerpo noes el único culpable, pero ciertamente, a causa de su misma debilidady fragilidad, se encuentra bajo la sombra de una fuerza poderosa y casiinvencible: la carne. En toda la historia posterior del cristianismo, apartir de aquí, la inquietante asociación del cuerpo con la carne mani-festará, por un lado, la congénita debilidad del cuerpo, y, por el otro,la carne como expresión del desamparo e, incluso, de la rotundarebelión del ser humano contra la voluntad y los designios de salva-ción de Dios26.

Pablo no se interesa por la cuestión típicamente griega en torno ala insalvable oposición del alma y del cuerpo, sino que todas suspreocupaciones, mediante la «opacidad apasionada de su lenguaje»(Brown), se centran alrededor del hombre que se halla escindido entre

25. K. Berger, Historische Psychologie des Neuen Testaments, Stuttgart, Katho-lisches Bibelwerk, 1991, p. 84; cf. ibid., pp. 85-92.

26. Véase Brown, o.c., pp. 79-80.

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la carne y el espíritu. En efecto, el ser humano deja transcurrir su vidafugaz e inconsistente viviendo «según la carne» porque se encuentraatrapado por la tiranía de un conjunto de poderes semiinvisibles alza-dos contra la señoría y la majestad de Dios en el mundo. El núcleocentral del mensaje evangélico de Pablo consiste precisamente en laexigencia que los hombres abandonen la vida «según la carne» yadopten la libertad de la vida «según el espíritu». Este cambio deperspectiva existencial constituye el contenido de la vida en Cristo. Enese momento, se convertirán en unas nuevas criaturas, sin que, apartir de entonces, tengan la menor importancia las diferencias deraza, nacionalidad, rango social o sexo, porque la unión orgánica y sinfisuras de todos ellos como verdadero cuerpo en Cristo se habrá con-vertido en la cuestión decisiva; tendrá lugar entonces la perfecta reali-zación del «hombre interior» en detrimento del «hombre carnal», queasí se verá desposeído tanto de su fragilidad congénita como de surebelión contra la señoría de Dios. «Cuantos fuisteis bautizados enCristo, os revestisteis de Cristo. No hay judío, ni griego; ni siervo, nilibre; ni hombre, ni mujer. Porque todos vosotros sois uno en CristoJesús» (Gál 3, 27)27.

Una de las consecuencias directas del trastrocamiento de las rela-ciones del ser humano con Dios es la perversión de sus relaciones conel propio cuerpo y con el cuerpo de los otros28. En el comienzo de laepístola a los Romanos Pablo señala con especial agudeza esta situa-ción: los paganos «cambiaron la gloria del Dios incorruptible por lorepresentado en la imagen de un hombre corruptible, de aves, cuadrú-pedos y reptiles. Por eso, Dios los entregó a los deseos de su corazón,a los vicios de la impureza, en tal grado que deshonraron ellos mismossus propios cuerpos [...] Por eso los entregó Dios a pasiones infames.Pues sus mismas mujeres invirtieron el uso natural en el que es contra-rio a la naturaleza. Del mismo modo también los varones, desechandoel uso natural de la hembra, se abrasaron en amores brutales de unos

27. El «nuevo ser» del hombre que propugna Pablo no consiste en el rechazo dela corporeidad, «sino en una nueva corporeidad, íntimamente vinculada con una nue-va libertad. Esta nueva corporeidad no se agota mediante una simple certeza, sino quese encuentra ordenada a la acción» (Berger, o.c., p. 85).

28. «El cuerpo del cristiano individual es, en el cuerpo que es la comunidad, unórgano de contacto (Kontaktorgan) con los otros, y con ellos constituye el cuerpo de lacomunidad. Por eso, el cuerpo es mucho menos lo privado que lo que sirve de media-ción [...] El cuerpo es la manera concreta como nosotros nos encontramos en contactocon los otros. Ya sea mediante el pecado o bien mediante Cristo, se establecerá estarelación a partir de la injusticia o, por el contrario, a partir de la justicia» (Berger, o.c.,p. 86).

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con otros, cometiendo torpezas nefandas varones con varones, y reci-biendo en sí mismos la paga merecida de su obcecación» (Rm 1, 23-24.26-27). Eso es así porque, para Pablo, el cuerpo no es un enteneutral situado entre la naturaleza y la ciudad, sino que, propiamente,ha de ser como «hombre nuevo» el «templo del Espíritu Santo» (1 Co6, 19), el lugar en el que se actualice en la vida cotidiana la nuevarelacionalidad de Dios con los hombres, y de éstos con el prójimo29.

En relación estrecha con la problemática del cuerpo, Pablo pre-senta su doctrina sobre el celibato y el matrimonio30. Sus códigos deconducta sexual fueron tomados directamente de la praxis matrimo-nial judía; una praxis que, reforzada con las posteriores aportacionesde san Agustín, dominará durante muchos siglos la doctrina cristianasobre el cuerpo, la sexualidad y el matrimonio. Parece ser que lasituación de la «Iglesia de los santos de Corinto» —un «guirigaysociológico» (Brown)— fue el desencadenante de la toma de posiciónde Pablo sobre esta vidriosa problemática. Ante la caótica situación enla que vivían los corintios, es posible que algunos miembros de aquellacomunidad propusieran al mismo tiempo una separación radical delos cristianos de la comunidad y una completa renuncia al matrimo-nio. Parece ser que la argumentación que presentaban en este debateera: sólo mediante la disolución de la familia y la total abstención deprácticas sexuales sería posible alcanzar la perfección que correspon-día a aquella «nueva criatura», que tenía como meta de su existenciauna vida totalmente injertada en el «cuerpo de Cristo».

Pablo tomó parte en la polémica de Corinto cuyas consecuencias,como se desprende de la historia posterior del cristianismo, se handejado sentir en los planteamientos morales posteriores. Por un lado,él no acepta el radicalismo de los corintios que intentaban suprimir elmatrimonio de los cristianos, pero, por el otro, admite que «loable cosaes en el hombre no tocar mujer» (1 Co 7, 1) e, incluso, aconseja a susseguidores: «En verdad me alegraría que fueseis todos tales como yomismo» (1 Co 7, 7), que vive en el celibato. A continuación, sin em-bargo, matiza esta afirmación argumentando que no todos han recibi-

29. Véase Brown, o.c., pp. 83-84. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miem-bros de Cristo?» (1 Co 6, 15).

30. Para comprender la intención más profunda del pensamiento de san Pablo,debe tenerse en cuenta que estaba convencido de que el final de los tiempos era inmi-nente. En este sentido, el texto de 1 Co 7, 29-35 ocupa un lugar central. «Lo que digo,hermanos, es que el tiempo es corto; lo que importa es que los que tienen mujer vivancomo si no la tuviesen [...]; los que se huelgan, como si no se holgasen; los que hacencompras, como si nada poseyesen [...], porque la pompa de este mundo pasa, y yodeseo que viváis sin preocupaciones».

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do ese don de Dios. Según su opinión y dando prueba de un ciertoelitismo, la gracia suprema del celibato era algo demasiado preciosopara que pudiera extenderse al conjunto de los miembros de la Iglesia.En el pensamiento de Pablo, por consiguiente, podemos establecer unadistinción entre una posición personal y una posición social. Personal-mente, se muestra claramente favorable al celibato absoluto comoanticipación del Reino escatológico31. Pero, socialmente, se inclina porel mantenimiento del matrimonio porque cree que «es más seguro queel celibato irreflexivo»32. Elaine Pagels hace notar que «Pablo, igualque Jesús, alentaba el celibato no porque aborreciera la carne (lo queen mi opinión no hizo) sino por su acuciante interés en la tarea prácti-ca de proclamar el evangelio»33. En cualquier caso, sin embargo, esaambigua posición influirá negativamente en los códigos morales de latradición cristiana no sólo en la Edad Media, sino hasta nuestros días.Cada vez más, a partir de los lejanos tiempos de Pablo, el matrimoniose presentará como un remedio contra la concupiscencia que, en élmismo, con cierta frecuencia, será considerado como una ocasión próxi-ma de lascivia a causa de la «satanización» a la que se había sometidola sexualidad. Ha de tenerse en cuenta, como pone de relieve KlausBerger, que para san Pablo, al contrario de lo que sucede en la actua-lidad, la sexualidad no es valorada como la relación entre personasindividuales o como la realización de la propia personalidad, sino que,siguiendo la tradición del Antiguo Testamento, posee una funciónmeramente reproductora y social.

Después de la muerte de Pablo, aproximadamente el año sesenta,empezaron a circular epístolas escritas por discípulos suyos, pero que,para tener autoridad en las comunidades, estaban firmadas con sunombre. Directa o indirectamente, uno de los temas recurrentes de

31. Para Pablo «el matrimonio era una ‘vocación’ carente de encanto. No mere-cía demasiada atención mientras la época se deslizaba silenciosamente hacia su final. Elpropio ‘acortamiento del tiempo’ muy pronto la suprimiría» (Brown, o.c., p. 90). Porsu parte Despland, o.c., pp. 208-209, escribe que «el cristianismo se separó de suherencia judía en un punto esencial. San Pablo, ciudadano romano, judío de la diáspo-ra, célibe, no ve en su celibato una tara, sino que lo reivindica con orgullo. De estamanera rompe con las enseñanzas de los rabinos, para los cuales el matrimonio era undeber. Aún hizo más: no se limitó a afirmar el valor de la elección que había hecho (oel estado al que le habían conducido las circunstancias), sino que vio en ella la mejoralternativa, y presentó el matrimonio como una concesión hecha a la debilidad de loshombres, no un bien, sino un mal menor (1 Co 7, 1-9)».

32. Brown, o.c., p. 88. «Sí que digo a las personas no casadas o viudas: bueno leses si así permanecen, como también permanezco yo. Mas, si no tienen dominio de sí,cásense. Pues más vale casarse que abrasarse» (1 Co 7, 7-8).

33. E. Pagels, Adán, Eva y la serpiente, Barcelona, Crítica, 1990, p. 45.

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estos escritos es que la irrupción repentina del final de los tiemposque Pablo consideraba inminente no había sucedido ni se vislumbrabaque sucedería en un futuro inmediato34. Entonces, de manera muyespecial en la epístola a los Efesios, los discípulos del Apóstol, mante-niendo e incluso reforzando la rotunda sumisión de la mujer al hom-bre35, llevaron a cabo una encendida apología de la familia, formulan-do una analogía entre las relaciones de marido y mujer y las quemantenían Cristo y la Iglesia. De esta manera se pretendía establecerlas condiciones necesarias para garantizar la continuidad de la tradi-ción cristiana y, más tarde incluso, para el establecimiento de una«sociedad cristiana» que fuera, políticamente, eficaz. «Maridos, amada vuestras mujeres, así como Cristo amó a su Iglesia, y se sacrificó porella [...] Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propioscuerpos. Quien ama a su mujer, a sí mismo se ama. Ciertamente quenadie aborreció jamás a su propia carne; antes bien la sustenta ycuida, así como también Cristo a la Iglesia, porque nosotros somosmiembros de su cuerpo» (Ef 5, 25.28-30)36.

A partir del siglo II en la Iglesia se inició una nueva etapa marcadaal mismo tiempo por la diferenciación y la asimilación respecto a lasformas de vida que imperaban en las sociedades de aquel tiempo. Enel siglo IV, cuando el cristianismo, no sin oposición, se convierta en la«religión oficial» del Imperio, la Iglesia, al menos teóricamente, im-pondrá sus puntos de vista sobre el cuerpo y la sexualidad.

3.2.2. Encarnación

A pesar de todas las vicisitudes que, a partir del siglo I, ha experimen-tado el cristianismo en su largo camino histórico, no cabe la menorduda de que, en medio de la enorme diversidad de posiciones teológi-cas y de comportamientos éticos, la doctrina de la encarnación delHijo de Dios ha sido el factor determinante y central de todas lasinterpretaciones que se han hecho del mensaje cristiano37. No sólo en

34. «A finales del siglo I, los cristianos se encontraron con que estaban obligadosa crear por sí mismos el equivalente de la ley judía para poder sobrevivir como ungrupo reconocible, distinto de los paganos y de los judíos» (Brown, o.c., p. 94).

35. Cf., por ejemplo, Ef 5, 22-24; Col 3, 18; 1 Ti 2, 11-13.15. De una manera uotra, se procede a la recuperación del antifeminismo tradicional del mundo griego ydel mundo semita.

36. Según J. M. Gager, la figura de san Pablo que aparece en los escritos de estosaños es la «de un apóstol completamente domesticado» (cit. Brown, o.c., p. 92).

37. Sobre la problemática actual en torno a la encarnación, véase el exhaustivoartículo de A. Cozzi «Il Logos e Gesù: Alla ricerca di un nuovo spazio di pensabilità

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los escritos del Nuevo Testamento, sino también en lo que podríamosllamar el «cristianismo histórico», la encarnación, el «hacerse carne»de Dios, al menos teóricamente, nunca ha dejado de constituir elaspecto central y más original de la religión cristiana. La encarnacióndel Hijo de Dios es la «in-corporación» del mismo Dios en la historiahumana, que asume la forma característica de presencia en el mundoque es propia del ser humano: el cuerpo como realidad histórica. Elhecho innegable de que, en diferentes épocas históricas, el cristianis-mo considerase el cuerpo como algo despreciable, indigno e, incluso,vil se debe a causas de naturaleza muy diversa y, en la mayoría de loscasos, conectadas con el talante religioso que imperaba en algunoscírculos «espiritualistas», no específicamente cristianos, entre los si-glos III a. C. y III d. C38. Sin embargo, ha de quedar muy claro que, deacuerdo con el núcleo central del mensaje cristiano (la encarnación delHijo de Dios), la actitud negativa hacia el cuerpo ha constituido —yaún constituye— una posición anticristiana, una rotunda negación dela «esencia del cristianismo», un intento por comprender y vivir elmensaje evangélico en términos gnósticos, es decir, en el sentido másfuerte del vocablo: «amorales», alejados de cualquier preocupaciónética39. Teniendo en cuenta el medio religioso, social y psicológico enel que irrumpió el cristianismo, no puede sorprender que MichelHenry cualifique de «proposición alucinante» la afirmación centraldel prólogo del evangelio de san Juan (1, 14) que constituye, enrealidad, la piedra de toque del mensaje evangélico: «El Verbo se hizocarne»40.

dell’incarnazione»: Scuola Cattolica 130 (2002), pp. 77-116. A pesar de los numero-sos años transcurridos desde su primera edición, el libro de G. Parrinder Avatar yencarnación. Un estudio comparativo de las creencias hindúes y cristianas, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1993, ofrece algunas perspectivas interesantes sobre losmodelos de encarnación propios de la India (hinduismo y budismo) y del cristianismo.

38. Es algo bien conocido que las variadísimas formas de gnosis fueron los facto-res más decisivos para la demonización del cuerpo que sufrió no sólo el cristianismoprimitivo, sino también sus sucesivas configuraciones históricas.

39. Desde una perspectiva fenomenológica, véase la excelente y completa contri-bución de M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca, Sígueme,2001, a la comprensión del tema central y esencial del cristianismo: la encarnación,sobre todo a partir de Jn 1, 14: «El Verbo se hizo carne». Este pensador pone demanifiesto la inaceptabilidad de la encarnación tanto desde una perspectiva griegacomo judía.

40. Henry, o.c., p. 12. Ha de tenerse en cuenta que Henry distingue entre «cuer-po» (corps) y «carne» (chair) justamente porque pone todo el acento en el hecho de«hacerse carne». «Carne y cuerpo se oponen como el sentir y el no sentir: por un lado,lo que goza de sí; por otro, la materia ciega, opaca, inerte» (ibid., p. 11).

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La incompatibilidad radical del concepto griego de Logos con la ideade su eventual encarnación alcanza su paroxismo tan pronto comoesta última reviste la significación que le es propia en el cristianismo,la de conferir la salvación. Tal es, en efecto, la tesis que se puedeafirmar como «crucial» del dogma cristiano y el principio de toda su«economía»41.

Desde la perspectiva judía, la ruptura dogmática y ética entre eljudaísmo y la secta de Cristo también fue provocada por la encarna-ción. «El hecho de que el Eterno, el Dios lejano e invisible de Israel,aquel que siempre disimula su rostro bajo las nubes o tras las zarzas,cuya voz a lo sumo se oye, venga al mundo cargándose de un cuerpoterrestre para sufrir el suplicio de una muerte ignominiosa reservada alos malvados y esclavos, he aquí que resulta igual de absurdo tantopara un rabino erudito como para un sabio de la Antigüedad paga-na»42. El judaísmo, al menos el de signo profético y rabínico, rechazócompletamente el dualismo «ontologista» de procedencia griega (con-traposición «cuerpo-alma»), pero sí que aceptó otro de carácter ético,que consistía en la afirmación de la radical alteridad (trascendencia)de Dios respecto a todo lo que era humano y terreno. Desde estamanera de ver las cosas, la encarnación del Hijo de Dios, la asunciónhistórica de una carne mortal, constituía la blasfemia más imperdona-ble y terrible que podía proferir la criatura humana. Por consiguienteno resulta nada extraño que Jesús de Nazaret fuera condenado amuerte por las autoridades judías: «Nosotros [las autoridades judías]tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque [Jesús] se hahecho hijo de Dios» (Jn 19, 7)43. A partir de la persona de Jesucristo,la lejanía trascendente de Dios se ha concretado históricamente en undato corporal e inmanente, y, como consecuencia de su encarnación,es decir, en virtud del parentesco que ha adquirido con toda la huma-nidad, todos los hombres y mujeres se han convertido en trascenden-cias corporales en medio de sus historias cotidianas.

41. Ibid., p. 13. Comentando la frase del evangelio de san Juan «El Verbo habitóentre nosotros», Henry afirma: «Es así como, al hacerse carne, el Verbo se ha hechohombre y, asumiendo nuestra condición carnal, ha establecido de esta forma su ser-en-común con los hombres, su ‘habitación’ entre ellos» (p. 23). De esta manera Henrypone de relieve otra cuestión sumamente importante desde una perspectiva cristiana:«La revelación de Dios a los hombres es aquí [en el prólogo del evangelio de san Juan]el hecho de la carne. La carne misma en cuanto tal es revelación» (p. 24).

42. Ibid., p. 15.43. En Jn 10, 33 los judíos dijeron a Jesús: «No te apedreamos por ninguna obra

buena, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios». Véase tambiénMt 26, 65.

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No sólo en los tres evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lu-cas), sino también en el evangelio de Juan, el aspecto nuclear de laBuena Nueva de Jesús de Nazaret se centra alrededor de la afirmaciónpositiva de la espaciotemporalidad del ser humano, lo cual implicaque son las historias vividas por el cuerpo humano las que constituyenla mediación idónea para obtener su salvación. Una salvación que,evidentemente, comporta la curación —la salud— de las heridas quesiempre acompañan a la espaciotemporalidad como manifestaciónque es de la finitud inherente a la condición humana. Cuando elteólogo Friedrich Christoph Oetinger (1702-1782) afirmaba que «lacorporeidad era el punto final de la obra de Dios», quería poner demanifiesto que la meta y corona definitivas de la creación eran el serhumano como espíritu encarnado. La renuncia al cuerpo o su demoni-zación «tan frecuentes en determinadas formas, antiguas y modernas,del cristianismo histórico»44 implican una comprensión «angélica» y«no humana» (por no decir «inhumana») del Evangelio, la cual, conharta frecuencia y parafraseando una famosa pensée de Blaise Pascal,se ha resuelto en términos «bestiales»45. Con contundencia, MichelHenry ha expresado las consecuencias que se desprenden de la encar-nación de Jesucristo, sobre todo en relación con la nueva forma derelación que se establece entre Dios y el ser humano:

Con la definición del hombre como carne, se descubre en nosotrosuna nueva implicación. Si la Encarnación del Verbo significa la veni-da a la condición humana, lo que está en juego al mismo tiempo,dado que el Verbo es el de Dios, es la relación de Dios con el hombre.Mientras esa relación se establezca sobre un plano espiritual, mien-tras se despliegue desde el «alma», la psyché, «la conciencia», la razóno el espíritu humano hacia un Dios, Él mismo Razón y Espíritu, dicharelación resulta concebible. Su explicación resulta mucho más difícilsi el hombre toma su sustancia propia de la carne. ¿Dónde reside laposibilidad de una relación interna entre este hombre carnal y Dios sieste último se identifica claramente con el Logos? Esta doble defini-ción planteada en el núcleo de la Palabra de Juan como definición dela relación Dios/hombre (u hombre/Dios) ¿no se enfrenta en su mar-cha con la disyunción instituida por el helenismo entre lo «sensible» ylo «inteligible»?46.

44. Véanse, por ejemplo, los datos aportados por E. R. Dodds, Paganos y cristia-nos en una época de angustia, Madrid, Guadarrama, 1975, pp. 52-60. Este autor mani-fiesta que «el menosprecio de la condición humana y el odio al cuerpo eran una enfer-medad endémica en toda la cultura de la Antigüedad [grecorromana]» (ibid., p. 60).

45. «El hombre no es ni ángel ni bestia. Y quien hace el ángel, hace la bestia».46. Henry, o.c., p. 20. «La dificultad crece vertiginosamente si, al examinar la

palabra de Juan con más atención, se reconoce que no sólo se propone aquí la relación

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En un libro muy recomendable Daniel Innerarity, a raíz de laencarnación del Hijo de Dios, pone de relieve un aspecto muy intere-sante47. Jesucristo, como momento imprescriptible de su encarnación,asume también el cansancio como síntoma elocuente de la finitud yfalibilidad que son propias de los humanos. En el mensaje cristiano,

la fatiga deja de ser entendida como opacidad y desmoronamiento,para pasar a considerarse como un lugar de revelación de lo específi-camente humano. Si Dios se ha hecho hombre, no es necesario dejarde ser hombre para aproximarse a Dios [...] La fatiga ha sido asumidapor Cristo. Salvar la fatiga es liberarla de toda relación con la deses-peración y el mal, normalizarla, devolverle el estatuto de condiciónhumana inculpable48.

En relación con la encarnación, para reseñar que Jesús asumetodos los aspectos de la condición humana uno de los pasajes máselocuentes de los evangelios es el encuentro de Jesús con la samaritanajunto al pozo de Jacob (Jn 4, 1-42). Jesús, sumamente fatigado por ladureza del camino, revela a la samaritana, que no era un modelo demujer de acuerdo con los parámetros de la ortodoxia religiosa deaquel entonces, el alcance y el contenido de su misión y, por encimade todo, le manifiesta que Él es el Mesías esperado por los hombres ymujeres de buena voluntad. Resulta ejemplar que Jesús asocie estre-chamente la acción caritativa de la samaritana (el ofrecimiento de unvaso de agua) con la revelación de su misión específica de ser «buenanueva» para todos los seres humanos. Casi estamos tentados de aduciraquí el aforismo catalán: «Els cansats fan la feina»49. En la encarna-ción, la asunción del cansancio es un buen ejemplo de cómo Jesucristoacepta la condición humana en su totalidad y, además, vincula estre-chamente el contenido de su mensaje de liberación a las «debilidades»que comporta el ser-hombre-en-el-mundo como son el cansancio, elhambre, la enfermedad y, por encima de todo, la muerte. En losmomentos más turbios del nacionalsocialismo, tenía razón DietrichBonhoeffer cuando decía que «sólo nos puede salvar un Dios que

general entre Dios y el hombre bajo la forma absolutamente nueva de una relaciónentre el Verbo y la carne, sino que, más aún, esta relación paradójica se sitúa en elinterior de una sola y misma persona, a saber, Cristo» (ibid.).

47. Véase D. Innerarity, Ética de la hospitalidad, Barcelona, Península, 2001, pp.111-112.

48. Innerarity, o.c., p. 111. La referencia evangélica al cansancio de Jesús se en-cuentra sobre todo en Jn 4, 6: «Jesús, cansado del camino, sentose junto a la fuente».

49. «Los cansados hacen el trabajo».

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pueda morir», o, lo que viene a ser lo mismo: un Dios que puedacansarse.

3.3. EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA

En su bimilenaria historia y porque, sin duda, se trata de una religiónhistórica, el cristianismo —en realidad debería hablarse de «cristianis-mos»— ha presentado una gran cantidad de doctrinas antropológicas,teológicas y morales que, a menudo, se mostraban irreconciliablesentre sí50. Fácilmente puede observarse que, en relación con el cuerpohumano, la tradición cristiana ofrece una notable variedad de discur-sos y prácticas, las cuales, de una manera embrionaria, pero con unaenorme incidencia posterior, ya están presentes en los escritos neotes-tamentarios. Por eso creemos que, con referencia a la implantacióndel cristianismo en el mundo antiguo, es muy atinada y realista la si-guiente advertencia de Peter Brown:

Los estudios que tratan de la cristianización del mundo romano seequivocan completamente cuando conciben este proceso como si setratara de un bloque único, que puede ser objeto de una descripciónsimple y completa y que, además, implica la posibilidad de una expli-ca sencilla y exhaustiva51.

Resulta harto evidente que un número importante de escritores delos primeros siglos de la era cristiana, a pesar del lugar central ydecisivo que conferían a la encarnación en el mensaje evangélico,continuaron manteniendo algunas pautas muy comunes en el mundoantiguo. Por ello mostraron actitudes sumamente reticentes ante elcuerpo y, de manera aún más explícita, ante el cuerpo de la mujer. Así,por ejemplo, Tertuliano, con la contundencia, por no hablar de zafie-dad, que lo caracterizaba, refiriéndose al acto sexual, escribe:

50. El estudio de Brown El cuerpo y la sociedad, cit., passim, es fundamental paraabordar esta problemática. Sin embargo debe tenerse en cuenta, como apunta su autor,que el tema propio de este libro no es el cuerpo, sino «la práctica de la renuncia sexualpermanente [...] que se desarrolló entre los hombres y las mujeres de los círculos cris-tianos en el período comprendido entre un poco antes de los viajes misioneros de sanPablo, en las décadas 40-50 y 50-60, y un poco después de la muerte de san Agustín, en430» (ibid., p. 9).

51. P. Brown, L’autorité et le sacré. Aspects de la christianisation dans le monderomain, Paris, Noêsis, 1998, p. 11. El autor ejemplifica magistralmente la precedenteafirmación por mediación del primer estudio de ese volumen («La christianisation:énocés et mécanismes») (pp. 19-66).

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En único impacto de ambas partes, todo el cuerpo humano se agita yespumea semen, al unirse el humor corporal húmedo con la sustanciacaliente del espíritu. Y luego (hablo de esto a riesgo de parecer inde-coroso, pero no quiero perder la oportunidad de demostrar mi ra-zón), [ya que el cuerpo y el alma fueron creados en el mismo momen-to] en la última oleada de placer con que acaba, ¿acaso no tenemos lasensación de que algo de nuestra alma ha salido de nosotros?52.

Giula Sissa ha escrito que, en relación con el cuerpo y la sexuali-dad, el cristianismo naciente, quizás ayudado por la teoría estoica delconocimiento, dio un paso decisivo respecto a los planteamientosplatónicos53. En efecto, en Platón el problema es el deseo, mientrasque en el cristianismo naciente (sobre todo para Tertuliano, perotambién para Agustín de Hipona y Gregorio de Nisa) lo que planteaun verdadero problema es el placer.

En el Filebo de Platón el placer es imposible porque gozar siempre estambién desear y, por tanto, tener deficiencias y sufrir, en los Padresde la Iglesia, en cambio, el placer es irresistible porque desear ya esgozar, imaginar una presencia viva, agradable, excitante, cuyos efec-tos se dejan sentir realmente en el cuerpo54.

A partir del cristianismo, al menos de acuerdo con la opinión deSissa, las fantasías sexuales adquieren una nueva y fundamental signi-ficación hasta entonces desconocida en el mundo griego: sueños yfantasías se transforman en auténticas realizaciones del deseo. Por esomismo, san Agustín cree que

la vida es una tentación permanente, tota temptatio, y el sueño eróti-co proporciona al sujeto la ocasión de sentir su propia impotenciaante el poder «preformativo» del deseo que en él se muestra55.

52. Tertuliano, De anima, 27, 5, cit. Brown, El cuerpo y la sociedad, cit., p. 38.Sobre la sexualidad en la Edad Media, cf. el importante estudio de J. A. Brundage Law,Sex, and Christian Society in Medieval Europe, Chicago/London, The University ofChicago Press, 1987.

53. Véase Sissa, o.c., pp. 106-111. «Entre Platón y los Padres de la Iglesia surgie-ron los estoicos. Y, gracias a ellos, se elaboró una teoría del conocimiento cuyos prin-cipios permitieron a los cristianos la elaboración de su ética y de su concepción de lasexualidad» (ibid., p. 111, con una importante bibliografía [nota 13] sobre esta proble-mática; cf. ibid., p. 117).

54. Ibid., p. 106.55. Ibid., p. 110. A partir de una indudable influencia estoica, «para Agustín, la

memoria nutre una pornografía interior, de circuito cerrado, cuya fruición puede serdominada por la conciencia, pero que el dormir y los sueños favorecen fatalmente»(ibid., p. 117).

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El mundo romano en cuyo interior irrumpió el cristianismo ofre-cía unas actitudes muy diferenciadas respecto al cuerpo y la sexuali-dad. Junto a innegables conductas y comportamientos desenfrenados,algunos individuos, sobre todo de las clases elevadas, eran partidariosde la continencia masculina a causa de la creencia médica de aquelentonces, según la cual la práctica sexual comportaba una pérdida delespíritu viril y vital56. El médico Sorano sustentaba que «los hombresque se mantienen castos son más fuertes y mejores que los demás ytienen mejor salud durante su vida»57. Contra los que opinan que lacorrupción más rastrera y licenciosa era la atmósfera que imperaba enla vida familiar y social del mundo romano, debe subrayarse que, ensectores sociales bastante amplios, tenía vigencia un código sexualque, desde antiguo, había sido establecido por personas meticulosas ycon una visión del mundo más bien estricta y moralizadora. En estesentido Peter Brown ha escrito:

En los últimos siglos del Imperio Romano las clases altas vivían segúnun código sexual de contención y de decoro público a los que gustabapensar que proseguía la austeridad viril de la Roma arcaica. La tole-rancia sexual estaba fuera de lugar en el ámbito público58.

Estas notas sobre la sobriedad de las costumbres de los romanosno permiten conjeturar que la progresiva implantación del cristianis-mo en aquella sociedad fuese simplemente un cambio o sustitución deuna sociedad menos represiva (la romana) por otra de más represiva(la cristiana). No, «lo que estaba en juego era una sutil transformaciónde la percepción del cuerpo como tal»59. En efecto, los romanos de lasclases altas eran herederos de las concepciones sobre el cuerpo que,

56. Véase A. Rousselle, Porneia. Del dominio del cuerpo a la privación sensorial.Del siglo II al siglo IV de la era cristiana, Barcelona, Península, 1989, p. 26.

57. Sorano, cit. Brown, o.c., p. 40. Artemidoro escribió que un atleta muy cono-cido «soñaba con cortarse los genitales, vendarse la cabeza y ser coronado [vencedor][...] Mientras se mantuvo virgen (aphthoroi) su carrera atlética fue brillante y distin-guida. Pero en cuanto comenzó a tener relaciones sexuales, su carrera concluyó singloria» (cit. ibid.).

58. Ibid., p. 44. Un ejercicio escolar de la Galia de esta época presenta el discursode un padre cuyo hijo lo ha deshonrado comportándose indignamente en un banquete:«¿Qué dirá la gente viendo tu comportamiento? Quien da consejo a los demás debesaber cómo dominarse a sí mismo. Tú has incurrido en una profunda vergüenza».Brown comenta: «El padre del joven no necesitaba ser cristiano para insistir en laconducta en público de su hijo con una rectitud puritana, más próxima a la que profe-san los hombres en un país musulmán fundamentalista que a las románticas fantasíasmodernas sobre el Imperio Romano ‘decadente’» (ibid., p. 44).

59. Ibid., p. 54.

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siglos atrás, se habían originado e impuesto en Egipto y Grecia. Deacuerdo con esta mentalidad, el cuerpo humano sólo era materiainforme y poco valiosa, que se mantenía en buena salud durante uncorto período de tiempo, gracias a la acción eficaz del alma vigorosade la persona moralmente correcta. Por eso el cuerpo —y aquí habíauna diferencia fundamental con el cristianismo— no podía ser trans-formado, sino simplemente bien administrado60. No cabe la menorduda de que, aunque fuese por motivaciones muy diferentes, la excita-ción del deseo exclusivamente corporal era igualmente reprobada porpaganos y cristianos. Para el cristiano el deseo, sobre todo el deseopasional, denigraba el alma y la hundía definitivamente en el abismomás pernicioso e infernal; para el pagano significaba

la aniquilación de las convenciones sociales, el desmantelamiento dela jerarquía, la confusión de las categorías [...], el desencadenamientodel caos, de la conflagración, del universus interitus61.

A finales del siglo II Clemente de Alejandría, buen conocedor delas diferentes corrientes del pensamiento griego, resumía admirable-mente las expectativas que sobre el cuerpo mantenían los paganos:

El ideal de continencia humana, me refiero a la que han alentado losfilósofos griegos, enseña a resistirse a la pasión para no dejarse domi-nar por ella, y a adiestrar los instintos para perseguir objetivos racio-nales.

Sin embargo, este autor continuaba así: «Nosotros, los cristianos,vamos mucho más lejos. Nuestro ideal es no sentir en absoluto eldeseo»62. La renuncia sexual de los cristianos, que se distinguía cuida-dosamente de cualquier tipo de ascesis utilitarista de signo pagano,había de conducirlos a transformar profundamente el sentido de sucuerpo. Es aquí donde se produce su alejamiento respecto a la discipli-na sexual antigua que, como hemos visto, tenía plena vigencia enamplios sectores de la vida pública romana. Los cristianos estabanconvencidos de que el mensaje de Cristo había producido una fractura

60. Véase ibid., pp. 55-56.61. C. Barton, cit. R. Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civiliza-

ción occidental, Madrid, Alianza, 1997, p. 97.62. Clemente de Alejandría, cit. Brown, o.c., p. 56. Con las excepciones de rigor,

creemos que al cristianismo histórico se le puede reprochar no haber puesto en prácti-ca una sana y humanizadora pedagogía del deseo. Sobre la «pedagogía del deseo», cf.J.-C. Mèlich, o.c., cap. VII (pp. 143-155).

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en la realidad: era evidente que en todos los planos de la existenciahumana había un «antes» y un «después». Brown lo expresa así:

Los cristianos creían que el mismo universo se había hecho añicos alresucitar Cristo de la sepultura. Al renunciar a toda actividad sexual,el cuerpo humano podía sumarse a la victoria de Cristo: podía volverdel revés lo inexorable. El cuerpo podía desembarazarse del domi-nio del mundo animal. Negándose a responder a las juveniles incita-ciones del deseo, los cristianos podrían acabar con el matrimonio ycon la reproducción. Una vez desaparecido el matrimonio, el vastotejido de la sociedad organizada se desmoronaría como un castillo dearena tocado por «la inundación oceánica del Mesías»63.

Es un dato bien comprobado por numerosos historiadores delmundo antiguo que los contemporáneos no cristianos veían a susconciudadanos cristianos, sobre todo en relación con la praxis sexual,como personas raras y marginales respecto a los estándares cotidianosque habían sido sancionados socialmente y que todavía tenían vigen-cia pública y privada en la sociedad romana de los primeros siglos dela era cristiana. Sobre eso es significativo el siguiente texto del médicoGaleno, llegado a Roma en 162 procedente de Éfeso:

Su [de los cristianos] desprecio por la muerte se nos hace patente to-dos los días, e igualmente su abstención de copular. Pues no sólocuentan con hombres que se abstienen de copular toda la vida, sinotambién con mujeres64.

Este texto de un escritor pagano encuentra una confirmación muyexplícita en una página del mártir san Justino, filósofo y orador deprofesión, que recibió la corona del martirio en 140:

Muchas personas, lo mismo hombres que mujeres, entre sesenta ysetenta años, que han sido discípulos de Cristo desde su juventud,mantienen una pureza inmaculada [...] Nosotros nos enorgullecemosde poder exhibir a tales personas delante de la especie humana65.

En relación con la valoración-desvaloración del cuerpo humano,desde los inicios de la era cristiana hasta el siglo XX, Mary T. Prokesenumera las ocho causas que, según su parecer, fueron decisivas paralas distintas tomas de posición que se han producido en la historia de

63. Brown, o.c., pp. 56-57.64. Galeno, cit. Brown, o.c., p. 59.65. Justino, Apología, 15, cit. Brown, o.c., p. 60.

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la tradición cristiana: 1) los tabúes originados por la presencia de lodesconocido; 2) la ignorancia en relación con la procreación humanay los «misterios de la mujer»; 3) las diversas formas de dualismo; 4) elimpacto de las invasiones de los bárbaros; 5) la aceptación en la EdadMedia de las erróneas doctrinas de Aristóteles relativas a la procrea-ción, el cuerpo de la mujer y las relaciones sexuales; 6) los abusos delos sacramentos y de los sacramentales en el tiempo anterior a lasreformas protestantes del siglo XVI, con las consiguientes reaccionesen un sentido contrario; 7) el nuevo dualismo implantado por laIlustración; 8) la revolución tecnológica del siglo XX, en la que elcuerpo se ha convertido en uno de sus grandes protagonistas66. Cree-mos que el esquema propuesto por Prokes da razón de los momentosmás significativos de la controvertida historia del cuerpo en la milena-ria historia del cristianismo. James A. Brundage ha señalado que

la doctrina cristiana, desde la época patrística hasta nuestros días, hapostulado una tensión entre salvación y placer; los pensadores cristia-nos más influyentes de aquella época [patrística] mantuvieron la pesi-mista sospecha de que la una no podía obtenerse sin renunciar al otro.De manera parecida, la Iglesia medieval se mostró muy suspicaz, in-cluso hostil, hacia los vínculos familiares. Los líderes eclesiásticos sos-pecharon que el afecto conyugal y el amor paterno a menudo escon-dían actitudes sensuales y valores mundanos. Por esta razón, teólogosy canonistas otorgaron muy poco valor a los vínculos familiares67.

Cuando nos referimos al cuerpo humano en el mundo griego, yaseñalamos la enorme influencia que ha ejercido en un gran número demanifestaciones de la cultura occidental, sobre todo en el cristianis-mo. Valga como ejemplo el siguiente texto de Basilio el Grande:

En una palabra: ha de menospreciarse el cuerpo entero si uno noquiere dejarse encarcelar en sus voluptuosidades como en un lodazal[...] Ha de castigarse y contener el cuerpo de la misma manera que serefrenan los impulsos de una bestia feroz68.

Especialmente a partir del siglo IV, con el aumento de importan-cia política y cultural del cristianismo, se procedió, cada vez de mane-

66. Véase Prokes, o.c., pp. 3-4. Por su parte, Michel Despland considera que,desde el siglo IX hasta el siglo XX, hay cinco momentos históricos que en Occidentehan incidido fuertemente en la historia del cuerpo (cf. Despland, o.c., pp. 211-214).

67. Brundage, o.c., p. 7. «Durante largas centurias, en el mundo occidental, elhorror cristiano hacia el sexo ha introducido una enorme tensión en la concienciaindividual y en la propia autoestima» (ibid., p. 9).

68. San Basilio, cit. Camelot, o.c., col. 150.

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ra más insistente, a la elaboración de actitudes ascéticas respecto alcuerpo. Por regla general, se vio el cuerpo humano asociado con unacriatura «caída» que era moralmente frágil y propensa a todo tipo dedesmanes. De hecho, como afirma Turner, con relativa frecuencia seincluyó el cuerpo dentro de la noción de «carne», vinculándolo enton-ces a la simple «animalidad»69. No puede sorprender que, a partir deesta lógica, se procediera, por un lado, a una completa devaluacióndel cuerpo y, por el otro, a una sobrevaloración del alma comoportadora y símbolo de todas las formas de espiritualidad y racionali-dad. Especialmente en la tradición monástica, con los indiscutibleselementos de tipo órfico y neoplatónico que, con acentos más omenos significativos, contiene, se degradó el cuerpo con atributos casidiabólicos y fue considerado como la metáfora de la humanidad caíday alienada de Dios. La teoría del contemptus mundi será una de lasexpresiones más características de esa radical devaluación (en algunoscasos, incluso, demonización) del cuerpo y, en el fondo, del conjuntode la realidad mundana. No cabe duda de que ese estado de cosassiguió vigente al menos hasta el siglo XVIII. Por eso, en algunas épocasdel cristianismo histórico se intentó configurar una concepción de lohumano que Robert Bultot ha designado con la expresión paradójicade «antropología angélica», la cual tenía como nota más relevante, enun primer momento, la sospecha radical de la maldad constitutiva dela inmanencia y, después, su total rechazo70. Resulta evidente que estatoma de posición tenía como premisas la supuesta excelencia de latrascendencia o, tal vez fuera mejor, su radical «no-mundanidad» ytambién el carácter definitivamente «caído» de todas las formas ymanifestaciones de la materia. A partir de esa concepción tan negativade la realidad corporal del hombre, es comprensible que la cuestiónde la «culpabilidad» —referida, por un lado, a la indignidad e incapa-

69. Véase el estudio fundamental de Turner, o.c., p. 12.70. Cf. los estudios imprescindibles de R. Bultot, La Doctrine du mépris du mon-

de, en Occident, de S. Ambroise à Innocent III, Louvain/Paris, Nauwelaerts, 1963-1964. «La significación y alcance del desprecio del mundo no se miden sólo por me-diación de las motivaciones sobrenaturales de quien lo profesa; dependen en granmedida de la manera como concibe la naturaleza del hombre [...] Para definir correc-tamente el desprecio del mundo, uno no ha de limitarse a describir la aspiración mís-tica del alma, conviene, además, analizar con detalle la antropología y la filosofía delmundo que lo estructuran, la serie de juicios de valor, particulares y generales, emiti-dos por los autores espirituales sobre las realidades profanas» (ibid. I, p. 13). Z. Alsze-ghy, «Fuite du monde (Fuga mundi)», en Dictionnaire de Spiritualité, V, Paris, Beau-chesne, 1964, cols. 1575-1605, ofrece una visión de conjunto de la fuga mundi en lahistoria del cristianismo.

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cidad del cuerpo para hacer el bien y, por el otro, estrechamenterelacionada con la «contaminación» que, a causa del cuerpo, ha sufri-do el alma— haya ocupado un lugar obsesivamente preeminente en elcristianismo antiguo y moderno71. Teniendo en cuenta estos supues-tos, no sorprende que la religión cristiana, en su largo camino históri-co, haya podido ser cualificada como «religión de la ansiedad» encontraposición con el budismo, por ejemplo, que ha sido consideradocomo «religión de la tranquilidad»72. De manera incisiva, Arapura haseñalado que

la ansiedad se detecta como un elemento fundamental de la espiritua-lidad occidental, e, indiscutiblemente, esta situación tiene su origenen el mismo cristianismo tal como lo testifican sobre todo los escritospaulinos [...] En la esfera espiritual de la India determinada por losVedas, por el Vedanta y por el budismo, en donde la ansiedad cierta-mente siempre ha sido reconocida como el origen de todos los esfuer-zos humanos, muy particularmente en la religión, la realidad empiezaallí en donde la ansiedad ha sido superada. Se ha subrayado que laansiedad es la negación de la realidad, ya que sólo posee el carácter deun acontecimiento del mundo fenoménico. [En la espiritualidad de laIndia], la ansiedad ha de ser totalmente prohibida porque subvierte ypervierte la percepción de la realidad del ser humano, la cual sólo esaccesible a los humanos por mediación de la tranquilidad73.

Es algo bien conocido que la ansiedad ha sido una poderosa ideaque, con múltiples fisonomías, siempre ha estado presente en lasformas de vida, en la espiritualidad y en la reflexión filosófica de

71. La cuestión de la culpabilidad debe analizarse en relación directa con la pro-blemática en torno a la función del «miedo» en Occidente. Cf. los ejemplares estudiosde J. Delumeau, La Peur en Occident: Une cité assiégée, Paris, Fayard, 1978; íd., Lepéché et la peur. La culpabilisation en Occident (XIIIe-XVIIIe siècles), Paris, Fayard, 1983.

72. Véase J. G. Arapura, Religion as Anxiety and Tranquillity. An Essay in Com-parative Phenomenology of the Spirit, Den Haag/Paris, Mouton, 1972, esp. pp. 72-110.

73. Arapura, o.c., pp. 76, 77. Creemos que debe caerse en el flagrante irrealismo(tan frecuente, por otro lado, en algunos ambientes cristianos de nuestros días) deconsiderar que el llamado «pensamiento o talante oriental» se caracteriza por actitudespacíficas, pacificadoras y «tranquilizadoras», alejadas del dinamismo competitivo quese acostumbra a atribuir a Occidente. Véase, sobre esta cuestión, V. S. Naipul, India,Madrid, Debate, 22002, que ofrece una visión muy realista de la India en su variado yvariable polifacetismo religioso, político, cultural y ético. La elevación de la India a«paradigma gnóstico» por parte de algunos grupos y sensibilidades occidentales, queno es algo completamente nuevo en el seno de nuestra cultura, no debería extrañar sise tiene en cuenta el enorme desencanto religioso, político y cultural que impera en elViejo Continente.

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Occidente. Por eso Paul Tillich, retomando a su manera el pensa-miento de Kierkegaard, ha podido escribir que «de la misma maneraque la finitud, la ansiedad es una cualidad ontológica» del pensamien-to occidental, y lo es, de una manera aún más radical, en algunasformas del cristianismo moderno74. Debería no olvidarse, como tam-bién lo pone de relieve el prestigioso teólogo alemán, que «la concien-cia de la finitud es propiamente ansiedad»75.

Creemos que unos análisis como los que tan esquemáticamentehemos propuesto no sólo permiten hacerse cargo de la situación delcuerpo humano en el inicio del siglo XXI, sino que, además, ofrecenalgunas pistas interesantes para explicar por qué, en la larga marchade la cultura occidental, en momentos de crisis globales, han hechoacto de presencia los «talantes gnósticos». O, expresándolo de otramanera, por qué, en los momentos de irrelevancia creciente de lossistemas sociales (es decir, de las transmisiones realizadas por las«estructuras de acogida»), un número considerable de europeos se haimpuesto la tarea de conseguir la «tranquilidad» (en términos griegos,la apatheia), intentando entonces superar la «ansiedad», la angustia ylas tensiones provocadas por la dinámica propia de los proyectoshistóricos, políticos y culturales. Es evidente que, en el transcurso denuestra historia, este anhelo se ha concretado en términos convencio-nalmente religiosos o bien, por el contrario, por mediación de técni-cas, dietéticas, actitudes meditacionales con un supuesto carácter lai-co. En cualquier caso, sin embargo, se trata de proyectos con innegablesrasgos gnósticos que proponen, por un lado, la «angelización» delcuerpo, la supresión de la espaciotemporalidad que le es propia y laabolición, en definitiva, de la historia y, por el otro, la práctica de una«meta-política» que ya no es de este mundo (que no es de ningunaparte, por tanto) y que, como consecuencia necesaria, ya no se pre-ocupa ni inquieta por el sufrimiento y la muerte de los inocentes. O,diciéndolo de otra manera, se trata de la tan conocida «irresponsabili-dad espiritualista» tan propia de las pseudomísticas y de los pseudo-maestros espirituales76.

74. P. Tillich, cit. Arapura, o.c., pp. 80-81.75. Véase también, en referencia a Heidegger, Arapura, o.c., pp. 81-82.76. Sobre los «maestros espirituales», cf. L. Duch, «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!»

Meditaciones en un tiempo de otoño, Madrid, PPC, 1995, pp. 125-143.

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3.3.1. La situación de la mujer en los siglos I-III d. C.

3.3.1.1. La mujer en el Imperio Romano

En el mundo antiguo, «también en el Nuevo Testamento», la mujer,como escribe Aline Rousselle, era sólo una simple «proyección» de losvarones, porque «las leyes, las ideas, la formación física y la vida les [alas mujeres] era dada mediante una decisión masculina»77. En unaaproximación a la historia social de las primitivas comunidades cris-tianas, los hermanos Stegemann apuntan que, en el ámbito del Me-diterráneo de los primeros siglos de la era cristiana, la distinción de lasdos esferas sociales (la «ciudad» y la «casa») se encontraba especifica-da sexualmente (geschlechtsspezifisch) de una manera completamenteasimétrica a favor del varón; esta diferenciación, por otro lado, per-mitía establecer el «ámbito estructural» en el que, de manera rigurosay taxativa, se configuraban «los lugares en los que hombres y mujeresse diferenciaban psicológica, cultural, social y económicamente»78.Desde otra perspectiva, Peter Brown ha indicado que en el mundoantiguo —él se refiere especialmente al mundo romano de la Antigüe-dad precristiana, aunque esta idea, a menudo, continuará teniendovigencia en los primeros siglos de la era cristiana— se consideraba quelas mujeres eran «hombres fallidos» o «frustrados», porque el ideal dela realización de la condición humana tenía como centro la fuerzaviril79. Desde el punto de vista de los varones,

nunca era suficiente con ser varón: un hombre tenía que esforzarsepara mantenerse «viril». Tenía que aprender a excluir de su carácter yde su porte y temple corporales todos los rasgos evidentes de «blan-dura», que delataran que estaba sufriendo una transformación feme-nina. Los notables de las pequeñas ciudades del siglo II se miraban

77. Rousselle, Porneia, cit., p. 12. Esta autora pone de manifiesto que las mujeresde la Antigüedad creían que el hecho de haber parido a una hija quería decir quehabían tenido un mal embarazo, mientras que el nacimiento de un hijo era el síntomade un buen embarazo (cf. ibid., pp. 64-65). E. Bosch, V. A. Ferrer y M. Gili, Historiade la misoginia, Barcelona, Anthropos, 1999, ofrecen una breve, pero sustanciosa,historia de la misoginia occidental.

78. Véase Stegemann y Stegemann, Urchristliche Sozialgeschichte, cit., p. 311; cf.ibid., pp. 311-322. Sobre todo en el mundo griego, la administración de la ciudad eraen exclusiva cosa de hombres (cf. ibid., pp. 312-313).

79. Cf. Brown, o.c., pp. 26-27. «Desde el punto de vista biológico, decían losmédicos [romanos], los varones eran aquellos fetos que habían realizado todo su po-tencial. Habían acumulado un decisivo excedente de calor y de ardiente ‘espíritu vital’durante las primeras etapas de su coagulación en la matriz» (ibid., p. 27).

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unos a otros con ojos duros y clarividentes. Se fijaban en la manera deandar de los hombres. Reaccionaban al ritmo de sus palabras. Escu-chaban atentamente la resonancia de su voz. Cualquiera de estosrasgos podía traicionar la ominosa pérdida de fuerza fogosa y ardien-te, un debilitamiento de la nítida contención y un relajamiento de latensa elegancia de la voz y del gesto que hacían hombre al hombre, elamo imperturbable de un mundo dominado80.

En los primeros siglos de la era cristiana, a pesar de la creenciacomún de que la mujer era «ontológicamente» inferior al varón, lafamilia nuclear ya se halla bien asentada en la vida social, sobre todoen el Imperio Romano. Al mismo tiempo empieza a aparecer tímida-mente la tendencia a subrayar los lazos afectivos entre marido y mujery entre los padres y los hijos. Brown afirma que un rasgo muy caracte-rístico del siglo II es la frecuencia con que simbólicamente, con nota-bles dosis de retórica y propaganda política, se manifiesta la concor-dia que imperaba tanto en la familia nuclear como en el conjunto delImperio. De esta manera se pretendía «visualizar» un paralelismoentre la armonía del orden político y la del orden familiar81.

Con alguna frecuencia se ha puesto de manifiesto que la concep-ción romana del matrimonio se fundamentaba, a la inversa de lo queacontecía en las restantes sociedades del mundo antiguo, en el libreconsentimiento de los cónyuges. Es evidente que, en comparación conlos modelos matrimoniales y familiares de entonces, el modelo roma-no resultaba mucho más favorable a la dignidad y la personalidad dela mujer, pero no ha de olvidarse que el ideal romano de la concordiamatrimonial poseía sobre todo una clara función de regulación social.En Roma la pareja matrimonial (lo mismo podría decirse de la reli-gión) no era tanto una pareja de enamorados, con igualdad de dere-chos y obligaciones, sino más bien «un microcosmos que garantizabael orden social»82.

3.3.1.2. La mujer en el cristianismo primitivo

Para comprender mínimamente los discursos sobre la mujer que apor-tan los escritos canónicos del cristianismo y la misma praxis cristianaque deriva de ellos, han de tenerse en cuenta los diferentes contextossociales, religiosos y culturales en los que se anunció el mensaje cris-tiano de los primeros siglos. Según la opinión de Bryan S. Turner, la

80. Ibid., p. 29.81. Véase ibid., pp. 35-36.82. Ibid., pp. 36-37.

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visión cristiana de la mujer, que él considera como típicamente pa-triarcal, se originó a partir de tres fuentes: el antiguo judaísmo, lasecta ascética de los esenios y las aportaciones de la cultura griega83.Eso significa que los textos neotestamentarios y sus contextos en elmundo antiguo son heterogéneos tanto desde un punto de vista doc-trinal como redaccional. Ofrecen una amplia gama de matices y pun-tualizaciones en la cuestión de la relación entre los sexos y, de maneraaún mucho más concreta, en la temática en torno a la situación de lamujer en la sociedad. Ha de tenerse presente que en estos últimosaños, a partir de posiciones ideológicas bastante diferentes, se hanllevado a cabo nuevas interpretaciones de los textos bíblicos, en gene-ral, y, más concretamente, de los del Nuevo Testamento. Se trata de lallamada «hermenéutica feminista», la cual, «comprendiendo el actode lectura crítica [de los textos bíblicos] como un momento en lapraxis global de la liberación de la mujer, obliga a la hermenéuticacrítica feminista a descentrar la autoridad del texto androcéntrico y acontrolar su propia lectura. En realidad, la pretensión de esta herme-néutica consiste tanto en la deconstrucción de la política de la alteri-dad (otherness) inscrita en el texto bíblico como en la lectura quehacemos de él para recuperar las visiones bíblicas de salvación ybienestar en interés del presente y del futuro»84.

En términos generales, tanto en el mundo judío como en la Anti-güedad greocolatina la situación de la mujer era de total sujeción alhombre. Este hecho se concreta a través de la casi nula presencialiteraria de la mujer en los escritos del mundo antiguo que han llegadohasta nosotros85. No es que las narraciones de que disponemos no

83. Véase Turner, o.c., pp. 129-134.84. E. Schüssler-Fiorenza, «Feminist Hermeneutics», en D. N. Freedman (ed.),

The Anchor Bible Dictionary, II, New York et al., Doubleday, 1992, p. 791. Todo esteartículo (pp. 783-791), con la bibliografía que aporta, constituye una especie de arti-culación programática de la interpretación feminista de la Biblia. En el fondo, uno delos aspectos más interesantes de la propuesta de Schüssler-Fiorenza es una recupera-ción —por otra parte, con una larga tradición teológica— del «canon dentro del ca-non» que sea apto para la liberación de la mujer y para el rechazo de las interpretacio-nes androcéntricas de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento (cf. ibid., p.790). Cf., además, E. Schüssler-Fiorenza, En memoria de ella. Una reconstrucciónteológico-feminista de los orígenes del cristianismo, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1989;íd., Pero ella dijo. Prácticas feministas de la interpretación de la Biblia, Madrid, Trotta,1996; S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús, Santander, Sal Terrae, 1999.

85. Rousselle, o.c.., cap. II (pp. 39-62), afirma que en los tratados de medicinaantigua casi no se dice nada sobre el cuerpo de la mujer. Sólo aparecen reseñadasaquellas enfermedades femeninas que tienen algo que ver con la zona genital, con elútero, es decir, con la reproducción.

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hablen de las mujeres. Lo que sucede es que, como ya sucedía en losrelatos véterotestamentarios, lo hacen desde la exclusiva perspectivade los hombres, acentuando aquellos aspectos y circunstancias queandrocéntricamente tienen importancia. Elisabeth Schüssler-Fiorenzapone de manifiesto la «invisibilidad» casi total de la mujer en losescritos canónicos del Nuevo Testamento, que se ocupan y preocupande la realidad en cuanto atañe al varón, es decir, «son un producto dela Iglesia patrística y, en consecuencia, un documento teológico de los‘vencedores históricos’»86. Los redactores de los textos evangélicosponen de relieve el papel secundario de la mujer cuando, por ejem-plo, los evangelios hacen una evaluación de la cantidad de hombres deuna multitud que escucha las palabras de Jesús y añaden, como si setratase de un número de personas de «segunda categoría», la expre-sión: «sin contar mujeres y niños» (Mt 14, 21). Sin embargo Jesús, apesar de la situación de postergación religiosa, social y política quesufrían las mujeres en Palestina, «de forma constante, no sólo manifes-tó respeto y afecto a las mujeres, sino que las llamó a la misión y a dartestimonio»87.

Se ha escrito que «toda la historia de la expansión del cristianismoestá asociada con el ascetismo femenino»88. Sin embargo no parece serque ésta fuera la actitud que tomó Jesús en relación con las mujeres.Por eso Mercedes Navarro ha hecho notar que «lo más sorprendenteque podría sintetizar la novedad de la perspectiva que introdujo Jesús,es un desplazamiento fundamental del cuerpo de la mujer: desplazó sufocalidad del vientre al oído. A partir de este momento, la responsabi-lidad ética de las mujeres tiene su sede en el oído. Desaparece, enconsecuencia, la categoría ‘pureza-impureza’ y el código de la ver-güenza se hace obsoleto»89. Esta apreciación posee capital importan-

86. Schüssler-Fiorenza, En memoria de ella, cit., p. 17. Esta autora subraya que«toda historiografía es una visión selectiva del pasado» (ibid., p. 18). La selecciónhistoriográfica que se hizo en el mundo antiguo —incluyendo en él los escritos neotes-tamentarios— consistió en una rotunda preferencia por el universo masculino.

87. Tunc, o.c., p. 11; cf. ibid., cap. II. Debe subrayarse el hecho de que sean lasmujeres las que den el primer testimonio de la resurrección de Jesús a los varones, lascuales legalmente, en el mundo judío, no podían ser testimonios.

88. Rousselle, o.c., p. 209. Véase, además, todo el capítulo «De la virginidad a lafrigidez» (pp. 209-229). Esa actitud no es exclusiva del cristianismo. El filósofo paga-no Porfirio animaba insistentemente a su mujer Marcela a la continencia (cf. ibid., pp.217-218).

89. M. Navarro, «Cuerpos invisibles, cuerpos necesarios. Cuerpos de mujer en laBiblia: exégesis y psicología», cit., p. 171. Navarro hace la reflexión referida en eltexto a partir de la exégesis de Lc 11, 27-28: «Estando [Jesús] diciendo estas cosas, heaquí que una mujer, levantando la voz de en medio del pueblo, exclamó: Bienaventu-

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cia, porque Jesús pone radicalmente en cuestión la «impureza legal obiológica» que era atribuida al sexo femenino y, de esta manera, seaparta de la legalidad vigente en el mundo judío. La «impureza legal»de la mujer la convertía en un ser marginal y marginado, alejada de lavida pública, ya que se daba por descontado que el solo contacto conella contaminaba el conjunto de las relaciones humanas, lo cual equi-valía, en realidad, a demonizarla como algo extraño y peligroso parael cuerpo social. En la predicación evangélica el desplazamiento delcuerpo de la mujer —del vientre al oído— constituye una señal in-equívoca del hecho que Jesús abroga los criterios tradicionales delmundo judío para establecer la diferencia fundamental entre hombresy mujeres. En una civilización que otorgaba la primacía a la palabra yal oído, los varones —los detentores indiscutibles de la palabra (almismo tiempo, escuchada y proferida)— poseían, «legalmente», unrango infinitamente superior al de las mujeres «cuya característicafundamental era el «vientre» (la reproducción) y, por lo tanto, el«mutismo». En la situación evangélica lo que será decisivo ya no es elsexo de las personas, sino la plena disponibilidad a escuchar la Palabrade Dios y a cumplir sus exigencias en la vida cotidiana (cf. Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21). Mujeres y hombres, de acuerdo con la«buena nueva» del mensaje de Jesús, son absolutamente iguales por-que unas y otros pueden escuchar y proferir la Palabra, y lo que es aúnmás importante: ponerla en práctica.

A pesar del mensaje revolucionario de Jesús, el cristianismo de losprimeros tiempos adoptó la descripción judía de Dios, que afirma queDios es masculino90. La Trinidad también fue interpretada en térmi-nos masculinos. En efecto, las dos primeras personas (Padre e Hijo)eran consideradas como pertenecientes claramente al género masculi-no, mientras que la tercera persona (Espíritu Santo) era adscrita algénero neutro, ya que lo es el vocablo griego pneuma usado parareferirse a Él. Elaine Pagels apunta que la investigación del cristianis-mo primitivo (la llamada «patrística») permite descubrir, en flagrantecontradicción con la actitud de Jesús, un indiscutible androcentrismotal como, por ejemplo, paradigmáticamente, se pone de manifiesto enel siguiente texto del Evangelio de Tomás:

Simón Pedro les dijo [a los discípulos]: «Que María nos deje, pues lasmujeres no son dignas de la Vida». Jesús dijo: «Yo mismo la conduci-

rado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron. Pero Jesús respondió:Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».

90. Sobre lo que sigue, véase E. Pagels, Los evangelios gnósticos, Barcelona, Crí-tica, 31990, cap. III.

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ré, con el fin de hacerla masculina, para que también ella pueda con-vertirse en un espíritu viviente, parecido a vosotros los varones.Porque toda mujer que se haga a sí misma masculina entrará en elReino de los Cielos»91.

En las llamadas epístolas deuteropaulinas la actitud antifemeninase acentúa de manera ostensible tal vez como reacción contra laigualdad inicial entre hombres y mujeres que se había predicado (yquizá practicado) en los orígenes del cristianismo92. La doctrina clási-ca sobre el pecado de Eva, muy utilizada en la tradición judía paralegitimar la supremacía de los varones sobre las mujeres, se pusonuevamente en circulación para otorgar consistencia legal a la subor-dinación del sexo femenino:

Durante la instrucción, aprendan las mujeres en silencio, con plenasumisión. No permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridadsobre el hombre, sino que debe mantenerse en silencio. Dios formóprimero a Adán y después a Eva. Y no fue Adán el seducido, sino lamujer, que, una vez seducida, incurrió en la transgresión. Pero sufunción maternal la salvará, si persevera con modestia en la fe, elamor y la santidad (1 Tm 2, 11-15).

Esta doctrina atribuida a san Pablo recibirá numerosas formula-ciones. Así, por ejemplo, en la epístola a los Efesios se afirmará concontundencia:

Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres a susmaridos como al Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, comotambién Cristo, salvador del cuerpo, es cabeza de la Iglesia. Pues bien,como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a susmaridos en todo (5, 22-24).

Por regla general, en los círculos gnósticos de los tres primerossiglos cristianos, a la inversa de lo que sucedía en los círculos orto-doxos, la actitud hacia la mujer acostumbraba a ser muy positiva, detal manera que incluso les estaba permitido asumir funciones sacerdo-tales y de dirección de las comunidades. En algunas comunidades

91. Evangelio de Tomás, 51, 19-26, cit. Pagels, o.c., p. 92. El filósofo paganoPorfirio aconsejaba a su mujer que se hiciera «viril». Le decía: «No te mires comomujer; no es como mujer que yo me he unido a ti. Huye de todo lo que de afeminadohay en el alma como si hubieras adoptado un cuerpo viril. Los hijos más bellos nacencuando el alma es virginal, cuando el intelecto es aún virgen» (Porfirio, cit. Rousselle,o.c., p. 218).

92. Sobre esta temática, véase Pagels, Adán, Eva y la serpiente, cit., pp. 54-55.

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gnósticas se puso en práctica «un principio de igualdad entre hombresy mujeres en las estructuras sociales y políticas»93. En estos casos,Dios, quizá sería más adecuado referirse a la divinidad, mediante eluso de términos masculinos y femeninos, es descrito con atributoscomplementarios. Se creía que así se expresaba más complexivamen-te la inefabilidad —la imposibilidad de empalabramiento— de ladivinidad94. La pauta adoptada por las Iglesias cristianas (ortodoxas),en cambio, será completamente distinta: Dios será concebido en tér-minos exclusivamente masculinos porque Eva, de acuerdo con lanarración del segundo capítulo del Génesis, fue creada con la únicafinalidad de satisfacer al varón. A partir del siglo II, esta concepcióntendrá como consecuencia que «la comunidad ortodoxa aceptó ladominación de los hombres sobre las mujeres como orden de cosasestablecidas por la divinidad, no sólo para la vida social y familiar,sino también para las Iglesias cristianas»95.

En el cristianismo de los primeros siglos —eso es especialmenteperceptible en la obra de Tertuliano, que había de tener una influenciadirecta y devastadora en el «discurso ascético» de san Jerónimo— lamujer en la persona de Eva era asimilada directamente con el pecado,el desenfreno y el vicio. Tertuliano fue el autor de la infame metáforasegún la cual, en la historia de la humanidad, todas las mujeres repe-tían la conducta de Eva, que «abrió la puerta al diablo»96. Basándoseen una interpretación sesgada de los primeros capítulos del Génesis,algunos escritores cristianos fundamentaron la sumisión incondicio-nal de la mujer al hombre en la transgresión que Eva cometió en el

93. Pagels, Evangelios gnósticos, cit., p. 112; cf. íd., Adán, Eva y la serpiente, cit.,pp. 116-118. Este principio de igualdad se traducía en algunos círculos gnósticos en elhecho de dirigir plegarias «tanto al Padre divino como a la Madre divina» (cf. ibid., pp.93-97). En algunos textos (por ejemplo El apócrifo de Juan), la Madre divina es descri-ta como el Espíritu Santo (cf. ibid., pp. 95-96).

94. En este contexto no podemos dejar de aludir a la cuestión de la coincidentiaoppositorum, que ha sido en todas las culturas humanas, con las posibilidades y con laslimitaciones propias de cada una de ellas, una manera muy frecuente de describir ladivinidad como plenitud absoluta. Véase el excelente estudio de M. Eliade «Mefistófe-les y el andrógino o El misterio de la totalidad», en íd., Mefistófeles y el andrógino,Madrid, Guadarrama, 1969, pp. 98-158.

95. Pagels, Evangelios gnósticos, cit., p. 112.96. Tertuliano, cit. P. Ranft, Women and Spiritual Equality in Christian Tradi-

tion, Houndmills/London, Macmillan, 2000, p. 15. Debe señalarse que el libro dePatricia Ranft no es especialmente agresivo en relación con la misoginia del cristianis-mo primitivo y medieval. Sobre la situación de la mujer en el cristianismo primitivo,cf. Ranft, o.c., pp. 17-35. Sobre la mujer y la «maldición de Eva» en Tertuliano, cf.Brown, o.c., pp. 122-123, 179-171, 216; Pagels, Adán, Eva y la serpiente, cit., pp.101, 189-190.

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paraíso97. Además, para Tertuliano y para muchos otros autores cris-tianos la debilidad del ser humano —de los hombres, pero sobre todode las mujeres— era debida a su insoslayable naturaleza sexual98.

No cabe la menor duda de que uno de los escritores del cristianis-mo primitivo que ha ejercido una mayor influencia —a menudo entérminos francamente negativos— sobre el conjunto de la tradicióncristiana ha sido san Agustín, obispo de Hipona99. También legitima lasituación de la mujer en las narraciones del Génesis sobre la creaciónde Adán y Eva. Reconoce que fueron creados para vivir juntos en unorden armónico de autoridad y obediencia mediante una relaciónsemejante a la que existía entre el alma (hombre) y el cuerpo (mujer).Afirma que «debemos deducir que el marido está para gobernar a sumujer como el espíritu gobierna sobre la carne»100. La mujer, inclusoantes de la total subversión de las relaciones humanas provocada porel pecado original, ya era «la parte inferior de la sociedad» por elhecho de encontrarse íntimamente relacionada con la pasión corpo-ral101. A pesar de haber sido creada para ayudar al hombre, la mujer seconvirtió en su «tentadora» y le condujo al desastre más terrible: lalejanía de Dios. Según san Agustín, el libro del Génesis describe per-fectamente la situación actual de las relaciones de todo tipo entre elvarón y la mujer, y pone de manifiesto que «Dios reforzó la autoridaddel marido sobre su mujer, dotando de sanción divina al mecanismosocial, legal y económico de la dominación masculina»102. Sin embar-go Peter Brown puntualiza repetidamente que, a pesar de todo, laposición de Agustín respecto a la mujer, la sexualidad y la ascesisposee una acusada moderación si se la compara, por ejemplo, con lasactitudes morales e intelectuales mantenidas por Tertuliano o Jeróni-

97. Véase Pagels, o.c.., p. 107; Turner, o.c., p. 12.98. Véase Brown, o.c., p. 123.99. M. Despland, «L’évêque, le lièvre et le chien»: Études Théologiques et Reli-

gieuses 77 (2002), pp. 401-414, ofrece una apreciación positiva de la doctrina sobre elcuerpo humano de san Agustín.

100. Cit. Pagels, o.c., pp. 163-164.101. Para san Agustín, por ejemplo, «la autonomía del sexo define la condición

misma del hombre expulsado del paraíso, su caída, su finitud, de acuerdo con la teoríaestoica del deseo-consentimiento. Después del pecado original, el hombre se ha con-vertido en un animal al que ya no obedece el cuerpo. Antes de la falta, el sexo funcio-naba puntualmente a las órdenes de la voluntad. El acto de engendrar no iba acompa-ñado de ningún tipo de placer porque no había en él atracción, tendencia, inclinación[...] Después de la falta, el sexo se transformó en este órgano insubordinado sobre elque el hombre ya no ejerce ninguna autoridad» (Sissa, o.c., p. 121).

102. Pagels, o.c., p. 164; cf. Brown, o.c., pp. 535-537.

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mo, que manifiestan rasgos claramente neuróticos, reprimidos y ex-céntricos103.

En relación con la mujer, Agustín promueve otro tópico que tam-bién tendrá una repercusión muy amplia en la historia de la culturaoccidental. Cree que por un acto de libre voluntad Adán y Eva cam-biaron la estructura del universo, de tal manera que, a causa de él, lanaturaleza humana y la naturaleza en general resultaron pervertidas ydegradadas para siempre. Según el obispo de Hipona, en el paraíso elestado de la mujer era de perfecta armonía y felicidad, sin dolor en elparto y gozando del matrimonio sin ningún tipo de opresión o violen-cia. Ahora, sin embargo, es decir, en la historia, lejos del paraíso, Evasufre el castigo como instigadora del delito de Adán: náuseas, enfer-medades, sujeción incondicional al varón, dolores en el embarazo y enel parto, etc. Según su opinión, todos esos sufrimientos, transmitidosa la posteridad, no son «naturales» o concomitantes a la creación comotal, sino que constituyen una clara demostración del hecho que la mis-ma naturaleza se encuentra gravemente enferma como consecuenciade la desobediencia original de Adán y, muy particularmente, de Eva104.

En el derecho romano la posición de la mujer en la sociedad eramucho más favorable que en las restantes sociedades antiguas. Elcristianismo de los primeros siglos, sin embargo, se inspiró muchomás en el helenismo y en la tradición semita que en la legislaciónromana. Como consecuencia de eso, se procedió a la configuración deuna doctrina eclesiástica, mantenida prácticamente hasta la moderni-dad, que imponía la completa subordinación sexual, social y econó-mica de la mujer, por un lado, al hombre y, por el otro, a los dictadosde la jerarquía eclesiástica. Tal vez sea interesante concluir este brevee incompleto recorrido histórico sobre el cuerpo, la mujer y la sexua-lidad en el cristianismo primitivo (con la innegable repercusión queha tenido en el cristianismo de todos los tiempos) con unas palabrasde Olivier Clément:

La cristiandad histórica, con su tipología a menudo excesivamentealegórica, perdió el sentido carnal del Antiguo Testamento y, enton-ces, la espiritualización de la circuncisión realizada por san Pablorompió el vínculo que unía el sexo con el Dios vivo105.

103. Véase Brown, o.c., pp. 537-545. En cambio, Sissa, o.c., p. 108, cree que lasdiferencias entre Tertuliano y Agustín no son significativas, puesto que ambos argu-mentan a partir de los mismos principios.

104. Véase Pagels, o.c., pp. 181-182, 189-190, 193-195, con algunos textos muyrepresentativos debidamente comentados.

105. O. Clément, Corps de mort et de gloire. Petite introduction à une théopoéti-que du corps, Paris, Desclée de Brouwer, 1995, p. 70.

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EXCURSUS: EL PATRIARCALISMO

1. Introducción: el mundo antiguo

En las sociedades premodernas «cristianas y no cristianas», la regulación delcuerpo humano se encontraba rigurosamente vinculada con el control de lasexualidad femenina con la finalidad de mantener sin problemas la autoridaddel jefe de familia («sistema patriarcal»)106. Es evidente que, en nuestra cultu-ra, el sistema patriarcal posee unas raíces muy profundas y antiguas, que hanmostrado su actividad hasta los tiempos modernos. Sin embargo creemosque Turner tiene razón cuando afirma que «la transición del primer capitalis-mo al último es más importante para la transformación de la unidad familiar(household) que la transición del feudalismo al capitalismo»107. El término«patriarcado» posee un campo semántico bastante amplio y puede detectarseen los escritos de Platón, Aristóteles, la Biblia. También se halla presente enel pensamiento de Locke, Rousseau, la Ilustración escocesa, Mill y Engels,para mencionar sólo a algunas personalidades significativas de épocas distin-tas. Creemos que, en la cultura occidental, con las excepciones de rigor, laautoridad patriarcal encontró un soporte ideológico muy consistente en laconcepción cristiana de la mujer, la cual era considerada intelectual y moral-mente deficiente y físicamente débil108. En este excursus no podremos anali-zar exhaustivamente por qué el patriarcalismo se impuso no sólo en lassociedades antiguas, sino que su eficacia, tal vez con formas algo diferentes,también se percibe en épocas muy recientes109. Tal como acontece en otrosámbitos (religiosos, legales, políticos), el recurso a la autoridad de los oríge-nes —en este caso, a la interpretación de las narraciones de la creación delhombre y la mujer del Génesis— ha sido un factor decisivo para la implanta-ción, el desarrollo y la legitimación del patriarcalismo en Occidente. La«ideología patriarcal», que utiliza la imagen paterna como fundamento detodas las formas de autoridad (y de poder), incluyendo a reyes, sacerdotes,padres, magistrados, maestros y patronos, se resume en el hecho de que Diosha ordenado obediencia incondicional a quienes Él ha establecido como susrepresentantes al frente de la sociedad.

2. La reflexión de Robert Filmer

El año 1680 se publicó póstumamente un libro de Sir Robert Filmer tituladoPatriarcha: A Defence of the Natural Power of Kings against the Unnatural

106. Véase Turner, o.c., p. 38, y cap. VI; K. Lichtblau, «Patriarchat. Patriarchalis-mus», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, VII, Basel, Schwabe, 1989, cols.204-206.

107. Turner, o.c., p. 143. No debe olvidarse que el término «patriarcado» es untema central en la teoría feminista (cf. ibid., pp. 143-144).

108. Es indudable que esta manera de ver las cosas también se encuentra en lasllamadas «religiones orientales».

109. Véase Turner, o.c., pp. 144-146.

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Liberty of People, que era una defensa incondicional del absolutismo no sóloa nivel político, sino también en el campo familiar, religioso y legal110. Esevidente que Filmer, en oposición radical al liberalismo naciente, no selimitaba a opinar que el sexo femenino era intelectual y moralmente inferioral sexo masculino, sino que también defendía encarnizadamente que el «or-den de creación» de los sexos, es decir, el «estatuto ontológico» de cada unode ellos, indicaba claramente la total preeminencia del varón sobre la mujer.Por ello manifiesta que el patriarcalismo es la forma insuperable de organizarla vida política, religiosa y social de los pueblos. Los dos postulados básicosde que se sirve Filmer para demostrar la primacía incontestable del patriarca-lismo son:

1. La autoridad familiar es natural, sancionada por la divinidad, y, en suforma más original, absoluta e ilimitada.

2. El poder político es idéntico al poder del padre. Por eso, el poderpolítico es natural, sancionado por la divinidad, y, porque goza del antiguo yoriginal derecho de la paternidad, es absoluto e ilimitado111.

La razón por la que hemos presentado los rasgos más característicos delpatriarcalismo de Filmer es porque, al margen de las divisiones confesionalesy políticas, esta «ideología» ha tenido plena vigencia en la Europa modernaen todos los ámbitos de la existencia humana112. En su forma más benévola,el patriarcalismo de Filmer equivalía de hecho a lo que más modernamentese ha designado con el nombre de «paternalismo». Un autor alemán que seencuentra en la línea de Filmer, W. von Schröder, en 1668, afirmaba que «elpríncipe es igual a un padre de familia (Hausvater)». Otro seguidor de aquél,R. Mocket (God and the King, 1615), extiende el alcance del quinto manda-miento del decálogo a las relaciones entre el príncipe y sus súbditos, porque«hay un vínculo más fuerte y más elevado entre los hijos (children) y el Padrede su país (Father of their Country) que el que existe con los padres de la fa-milia privada (private Family)»113. Debe apuntarse que en el artículo de laEncyclopédie que Rousseau dedicó a la «économie politique» se refiere al«odieux système de Filmer». En general, los ilustrados, cuando se refieren a

110. Véase ibid., pp. 144-147. A causa de la defensa del absolutismo real, la obrade Filmer recibió los ataques de John Locke, Two Treatises of Government. Hay unatraducción castellana del libro de R. Filmer, Patriarcha o El poder natural de los Reyes.Tratado Político, Madrid, Calpe, 1920.

111. Véase Turner, o.c., p. 146.112. Según Turner, ibid., en Inglaterra esta manera de comprender el patriarcalis-

mo declinó a partir de 1690 como consecuencia, por un lado, de la revolución inglesade 1688 y, por el otro, a causa del éxito del pensamiento político de Locke (individua-lismo), el cual, en realidad, insistía en otra forma de patriarcalismo. En nuestro país elpatriarcalismo à la Filmer ha tenido larga vida y, con algunos retoques, algunos líderesreligiosos actuales aún lo practican o, al menos, lo añoran.

113. Todas estas referencias se encuentran en el artículo de Lichtblau citado. En suobra Politique tirée des propres paroles de l’Écriture Sainte (1709), Bossuet también seencuentra dentro de esta línea de pensamiento.

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las diferentes formas de patriarcalismo de su tiempo, consideran que se tratade un sistema político-religioso que es propio del «despotismo oriental», elcual ha de ser completamente rechazado mediante la ordenación política,cultural y pedagógica que proponen. Ésta, en muchos casos y como es desobras conocido, adolece de un profundo elitismo y de un alejamiento cons-ciente de las masas populares.

3. El evolucionismo del siglo XIX

En el siglo XIX las corrientes revolucionarias retoman la cuestión del patriar-calismo con renovado interés. La opinión general es que, en las sociedadesprimitivas, el patriarcalismo servía para explicar su origen divino o cuasidivi-no y, por encima de todo, para llevar a cabo una legitimación indiscutible delejercicio del poder. Eso significaba comprenderlo como un estadio en elproceso de la evolución social, que acostumbraba a tipificarse a partir de dosmovimientos: 1) los marcos sociales que aparecen en el Antiguo Testamento;2) la patria potestas de la familia plurigeneracional romana. Un autor queejerció una enorme influencia en esta línea de pensamiento fue Henry S.Maine, que publicó Ancient Law (1861) y Lectures on the Early History ofInstitutions (1875), en los que mantenía la existencia de una horda primitiva,gobernada por un patriarca con un poder irresistible sobre mujeres, hijos,esclavos y todo tipo de bienes. Sigmund Freud retomó las ideas de Maine,completándolas con algunas aportaciones del suizo J. J. Bachofen, que, en1861, había publicado un estudio, Das Mutterecht («El derecho materno»),que dejará una profunda huella en los estudios antropológicos posteriores.Para dar razón de los procesos de institucionalización que habían experimen-tado las sociedades humanas, el pensador suizo proponía tres «edades» suce-sivas en la historia de la humanidad: 1) «comunismo primitivo»; 2) «derechomaterno»; 3) «patriarcalismo». Otro autor que propuso un esquema evolu-cionista ternario para explicar el origen de la familia fue Friedrich Engels enel libro Der Ursprung der Familie, des Privateigentums und des Staates (1884)(«El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado»), que desarro-lla su discurso a partir de las ideas etnológicas y jurídicas de Lewis H.Morgan114. La primera etapa la designa con el nombre de «salvajismo»:matrimonio grupal; la segunda, «barbarie»: se da el simple acoplamiento; latercera, «civilización»: capitalismo y matrimonio monogámico, con el suple-

114. Véase J. M. Pero-Sanz, Friedrich Engels. El origen de la familia, la propiedadprivada y el Estado, Madrid, Magisterio Español, 1981, esp. pp. 21-40; Turner, o.c.,pp. 150-152. Sobre el pensamiento antropológico de Morgan en relación con la pro-blemática del patriarcalismo, cf. T. R. Trautmann, Lewis Henry Morgan and the In-vention of Kinship, Berkeley/New York/London, University of California Press, 1987,esp. pp. 246-253, con referencias a la teoría de Maine. Véase también el bien docu-mentado trabajo de M. Valdés Gázquez, El pensamiento antropológico de Lewis H.Morgan, Bellaterra, Publicacion de la UAB, 1998.

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mento de la prostitución y el adulterio. Engels manifiesta que la monogamiaes la consecuencia inmediata de la implantación del capitalismo y la propie-dad privada; de la monogamia, además, deriva el derecho de primogenituray la sujeción de la mujer al varón, es decir, el patriarcalismo. La necesidad decontrolar a las mujeres en el sistema patriarcal es un efecto de la necesidadde controlar la propiedad en una organización familiar basada en la primo-genitura. A pesar de las grandes diferencias que hay entre los análisis deEngels y los de Weber, ambos están de acuerdo en que el individualismo fueun elemento corrosivo del absolutismo patriarcal.

4. Max Weber

Max Weber desarrolló una teoría sobre el patriarcalismo llamada a tenergrandes repercusiones en los análisis posteriores. Sitúa la discusión en elmarco de sus investigaciones de la economía doméstica115. El pensador ale-mán considera que el patriarcalismo es un «tipo puro» de dominación tradi-cional que, en el ámbito doméstico, consiste en el poder personal de un señorsobre sus súbditos (mujer, hijos y sirvientes). La autoridad del patriarca sebasa en las normas de la piedad filial, reforzada por la proximidad afectiva delos miembros de la familia y por las rutinas cotidianas de la vida en común.Para Weber, «las antiquísimas situaciones naturales» son las que dan lugar a«la convivencia personal, permanente y específicamente íntima dentro delhogar, con su comunidad de destino externa e interna»116. Weber especificalas razones que, según su opinión, en las sociedades patriarcales hacen posi-ble la relación de dependencia de la mujer y de los restantes miembros de lafamilia respecto al señor:

Para la mujer, es la superioridad normal de la energía física y espiritualdel hombre. Para el muchacho, su necesidad de ayuda objetiva. Para elmuchacho ya mayor, la costumbre, las influencias perdurables de la edu-cación y los arraigados recuerdos juveniles. Para el siervo, su falta deprotección fuera de la jurisdicción de su señor, al servicio del cual seencuentra desde la infancia por las circunstancias de la vida117.

Esta forma de ejercicio del poder se concreta, por un lado, por media-ción de una constante referencia a lo sagrado y, por el otro, con el recurso ala supuesta debilidad física y mental de la mujer. Weber no deja de subrayarel hecho de que el patriarca, a pesar de todo, constantemente se encuentrasituado en medio de un haz de relaciones inciertas y potencialmente conflic-tivas con sus subordinados. Es algo bastante evidente que esta forma de

115. Véase M. Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, II,México/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 21964, pp. 753-809.

116. Ibid., p. 753.117. Ibid., pp. 753-754.

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dominación responde a una situación en la que es predominante la economíadoméstica de carácter tradicional. La irrupción del capitalismo, la divisióndel trabajo y el triunfo del individualismo contribuyeron a subvertirla y aimplantar otras formas de ejercicio del poder en las que la mujer, en condi-ciones tal vez mejor que en la etapa anterior, todavía continuaba sin embargosometida física y psíquicamente al varón. No puede sorprender que Weberconsidere el patriarcalismo como una forma premoderna de dominaciónanterior a la emergencia, bajo el impulso del capitalismo, de una autoridadde carácter legal y racional. Por su parte, Turner señala que «el capitalismoempezó a minar el patriarcalismo convirtiendo la esfera doméstica (house-hold) en una unidad de consumo por la vía de la agencia ideológica delindividualismo»118.

5. Teoría feminista

Los análisis feministas del patriarcalismo ofrecen unas características total-mente distintas de las de Max Weber119. Parten de la base de que el desarrollodel capitalismo no impidió que la economía doméstica continuase siendo unaunidad de producción. De hecho, la organización capitalista de la sociedadmantuvo el patriarcalismo por una serie de razones. En primer lugar, elcapital continúa interesado en consolidar la unidad familiar porque ésta esuna «unidad de consumo». Para Filmer, por ejemplo, la unidad familiarposeía por encima de todo una significación política. Para las feministas, encambio, lo que aparece como esencial es la ubicación de la familia en elcircuito consumista de las comodidades, propagadas y expandidas a través dela propaganda. En segundo lugar, en la nueva situación las mujeres, por logeneral, acostumbran a mantenerse en el espacio privado porque, en elmundo capitalista, continúan teniendo la reproducción como primera fun-ción. Ideológicamente, la función reproductiva se refuerza por mediación dela tesis de Weber según la cual la fuerza física e intelectual de las mujeres esinferior a la de los hombres. En tercer lugar, las mujeres abaratan al capital elcoste del trabajo porque su dedicación doméstica a los hombres no acostum-bra a retribuirse. De esta manera, el patriarcalismo constituye uno de losfundamentos irrenunciables del capitalismo a pesar de que las condiciones devida del mundo premoderno, al menos teóricamente, hayan sido superadas.

Posiblemente, siguiendo a Bryan S. Turner, el patriarcalismo fue impres-cindible para el primer capitalismo, pero resulta mucho más superfluo para elcapitalismo actual. O, por decirlo de otra manera: en las sociedades actualesque, ideológicamente hablando, aún se encuentran en una situación de capi-talismo inicial, el patriarcalismo continúa teniendo incidencia y «utilidad»,pero, en las sociedades en las que tienen vigencia formas de capitalismotardío, la función reproductora de la mujer y su situación estática en el

118. Véase Turner, o.c., p. 151.119. Véase ibid., pp. 152-153.

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interior de la familia como productora de bienes no retribuidos no tienen niel sentido ni la fuerza que acostumbran a atribuirles las teorías feministassobre el patriarcalismo. Cada vez con mayor fuerza, las mujeres, en el mundopolítico, cultural y laboral, ocuparán, para bien y para mal, lugares equiva-lentes a los de los hombres. Sin embargo creemos que, en un futuro próximo(tal vez ahora mismo ya se perciben claros síntomas de eso), volverá aplantearse la cuestión del patriarcalismo, tan acertadamente denunciado porlos movimientos feministas, en relación con la creciente inmigración que seacoge en los países occidentales. Mucho nos tememos que las mujeres inmi-grantes volverán a sufrir las negativas consecuencias del patriarcalismo ins-crito como una especie de diablo malévolo en el imaginario colectivo de loseuropeos.

Históricamente, el patriarcalismo ha sido una forma de dominación ydeshumanización muy comunes no sólo en el mundo antiguo, sino, práctica-mente, hasta nuestros días. No cabe la menor duda de que las doctrinasreligiosas sobre el cuerpo han sido un factor sumamente negativo en laconsolidación teórica, práctica y legal de los comportamientos patriarcalistasde Occidente. Muy a menudo, para ceñirnos al ámbito cristiano, el cristianis-mo ha abandonado su inicial constitución profética y se ha decantado poruna comprensión del cuerpo humano —y, muy particularmente, del cuerpode la mujer— que ha dado pie, a partir de una transformación «científica» delas narraciones míticas de los orígenes (mito del paraíso, de Adán y Eva, de lacaída original), a una organización y articulación de la sociedad humana en laque la mujer se caracterizaba por poseer una inteligencia limitada en elinterior de un «cuerpo menor» que tenía que ser dominado, dirigido y, si eranecesario, reprimido por el varón.

Julia Kristeva ha escrito que, para bien y para mal, «el nuevo siglo [XXI]será femenino»120. Eso acontecerá después de una larga y trágica historia quetiene episodios como, por ejemplo, la lucha de las sufragistas del siglo XIX, loscombates de los militantes por la igualdad jurídica y laboral de hombres ymujeres, el movimiento feminista en todas sus variedades y modulacionesque, en mayo de 1968, ponía de manifiesto que era posible otra sociedad, otrapolítica, otro lenguaje, otras relaciones culturales y religiosas. Empezaba avislumbrarse una meta nunca alcanzada en la larga historia de la cultura occi-dental: el rechazo de aquella tradición cultural, religiosa y política que situabaen el centro exclusivo de la existencia humana al varón y colocaba a la mujeren una situación de total supeditación y explotación por parte de todos lospatriarcalismos imaginables121. Sin embargo, como indica Kristeva, esta nega-

120. J. Kristeva, El genio femenino. 1. Hannah Arendt, Buenos Aires/Barcelona/México, Paidós, 2000, p. 12. Por numerosas razones, desde nuestra experiencia deenseñantes, estamos completamente de acuerdo con la opinión de Kristeva.

121. Creemos que aquí se plantea una cuestión de enorme importancia en el mo-mento presente. Nos referimos a la necesaria revisión de las consecuencias (no desea-das) del monoteísmo, del «monoteísmo como problema político», por utilizar unaexpresión de Erik Peterson. Según nos parece, esta revisión no tendría que comportar

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ción de la tradición no pudo evitar en algunas direcciones importantes delfeminismo un exceso deplorable: la estigmatización de la maternidad, su com-prensión exclusiva en términos de servidumbre económica y sexual122.

En nuestros días, en la hora de la presencia cada vez más activa e influ-yente de la mujer en todos los sectores de la vida pública, es necesario que «lamaternidad, ayudada por los progresos de la ciencia, denigrada en ciertomomento por algunos, se imponga de nuevo como la más esencial de las vo-caciones femeninas: deseada, aceptada y realizada en adelante con el máxi-mo de posibilidades para la madre, el padre y el niño»123. Para replantear lasituación de la mujer en la actualidad no puede olvidarse un dato fundamen-tal: a pesar de todos los progresos de la ciencia, las mujeres continuarán sien-do las madres de la humanidad, y, amando a los varones, engendran hijas ehijos. Ciertamente, eso implica que «por su ósmosis con la especie, que lasdiferencia radicalmente de los hombres, las mujeres heredan importantes di-ficultades para manifestar su genio, para generar un don distinto específico,eventualmente genial, para el cultivo de esa humanidad que ellas albergan ensus vientres»124. Es a partir de este dato insuperable como, de acuerdo con laopinión de Kristeva, las mujeres del siglo XXI tendrán que buscar y configurarsu genialidad específica. «Las madres pueden ser genios, no sólo del amor,del tacto, de la abnegación, de la resistencia o incluso del maleficio y la bru-jería, sino también de una cierta manera de vivir la vida del espíritu»125.

A menudo, se ha puesto de relieve que el concepto de vida (con sucomplemento imprescindible de la natalidad) constituye el centro neurálgicode la reflexión de Hannah Arendt126. Para esta autora,

—como parece ser la opinión de algunos— el rechazo incondicional del monoteísmoa fin de incorporar una forma u otra de politeísmo, de neopaganismo, de gnosis, denihilismo, de «cultura del yo» (Béjar), de «sociedad de vivencia» (Schulze). Evidente-mente, esta revisión del monoteísmo tendrá mucho que ver, entre otras cosas, con lareconfiguración de la relacionalidad de los sexos en nuestra sociedad. En el fondonecesitamos una nueva cultura (y de sus transmisiones) que sea capaz de dar razón delrostro masculino-femenino de todo ser humano y del conjunto de sus realizaciones. Deesta manera, creemos, podrían superarse las tendencias gnostizantes de la sociedadactual, entre las que cabe destacar la sospechosa preferencia (e, incluso, la apologíaincondicional) que tienen algunos intelectuales (cristianos) de nuestro país por el deci-sionismo político de Carl Schmitt. Con una cierta extensión, en nuestro estudio Armesespirituals i materials: Política, cit., pp. 137-211, nos hemos referido a la extremapeligrosidad del pensamiento de Schmitt. Véase sobre esta problemática el instructivoestudio de J. Manemann Carl Schmitt und die Politische Theologie. Politischer Anti-Monotheismus, Münster/W., Aschendorff, 2002. También resulta interesante el librode Trigano, o.c.

122. Véase Kristeva, o.c., p. 12.123. Ibid., pp. 12-13.124. Ibid., p. 13.125. Ibid, p. 14.126. A partir del pensamiento de Arendt, nos hemos referido a esta problemática

en Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 80-84.

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la feminidad no es sólo un dato originario, sino también una diferenciaintrínseca e indispensable para la acción, que sabemos que para Arendt esla esencia de lo político: la feminidad no queda limitada al cuerpo servil,sino que constituye desde el principio la pluralidad del mundo del queella participa127.

En sus análisis sobre el genio femenino, Kristeva retoma el pensamientode Arendt y lo contextualiza en un universo político y cultural, el «nuestro»,en el que la vida también se encuentra amenazada, tal vez, al menos vistas lascosas superficialmente, de una manera bastante distinta de como lo estaba enla primera mitad del siglo XX. Aquí y ahora, existe una peligrosísima «amena-za tecnológica» en nuestro convivir cotidiano. Haciéndose eco de la re-flexión arendtiana, Kristeva indica que, para superar este estado de cosas,para «humanofeminizar» la existencia de mujeres y varones, el «principiofemenino» tiene que desarrollar todo su potencial, todo su enorme geniocreativo, porque la vida será femenina o no será128.

En la genial ópera de Wolfgang Amadeus Mozart Die Zauberflöte (Laflauta mágica), Sarastro, el maestro de la sabiduría y de las iniciacionessapienciales, poco antes del final del primer acto, canta estas palabras, queclaramente expresan la tradicional posición paternalista occidental respectoa la mujer y que tienen que ser rechazadas totalmente no sólo por motivos dejusticia, sino porque, en el mundo actual, sólo las mujeres podrán ser elantídoto eficaz contra la barbarie y el desprecio de la vida:

Ein Mann muss eure [de las mujeres] Herzen leiten,denn ohne ihn pflegt jedes Weibaus ihrem Wirkungskreis zu schreiten129.

127. Kristeva, o.c., p. 200.128. Véase ibid., p. 63.129. «Un hombre ha de conducir vuestros [de las mujeres] corazones, / porque sin

él [el varón] toda mujer tiende / a salir de su esfera natural o de influencia».

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BREVES PINCELADAS EN TORNOA LA REFLEXIÓN MODERNA SOBRE EL CUERPO

«El hombre es indestructible. Eso signifi-ca que no hay límites a la destrucción delhombre.»

(Maurice Blanchot)

4.1. INTRODUCCIÓN

Debe tenerse presente que en Occidente, sobre todo a partir del sigloXVII, el sentimiento de ser un individuo, de ser uno mismo antes deser, como sucedía en la época premoderna, un miembro de la comuni-dad, adquiere día a día una mayor importancia para la configuraciónde la vida privada y pública. A partir de aquel entonces, empieza ahacer acto de presencia el individualismo como la forma privilegiadade presencia del ser humano en su mundo1. En esta nueva situación

1. En este contexto hemos de recomendar el importante estudio de R. N. Bellahet al. Hábitos del corazón, Madrid, Alianza, 1989, esp. pp. 169-215, en el que se llevaa cabo una interesante aproximación conceptual al «individualismo», un término in-discutiblemente polisémico y ambiguo, pero que es imprescindible para comprenderel destino de la cultura occidental antigua y moderna. Sin entrar a fondo en esta com-pleja problemática, sí que es conveniente apuntar que dos parecen ser las figuras másimportantes que ha adoptado en el seno de nuestra cultura: el individualismo expresi-vo y el individualismo consumista. Sobre los orígenes remotos del individualismo, cf.L. Dumont, Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre laideología moderna, Madrid, Alianza, 1987. También es útil el estudio de A. Renaut,La era del individualismo. Contribución a una teoría de la subjetividad, Barcelona,Destino, 1993.

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que, sobre todo en la Europa nórdica, va imponiéndose poco a poco,el cuerpo se convierte en la frontera que establece la diferencia especí-fica entre un hombre y otro hombre. Por eso es pertinente que DavidLe Breton cualifique de «factor de individuación» el cuerpo humanoque se configura en la Modernidad2. Por ejemplo, resulta evidente quealgunas de las ideas de William Harvey (1578-1657), expresadas es-pecialmente en el escrito Exercitatio anatomica De motu Cordis etSanguinis in Animalibus (1628), sobre la circulación de la sangre y larespiración, provocaron una auténtica revolución científica en rela-ción con la comprensión del cuerpo humano que se tenía hasta enton-ces3. Estas nuevas ideas, como lo subraya Sennett, coincidieron con elnacimiento del primer capitalismo y contribuyeron significativamentea la gran transformación social, cultural, religiosa y política que acos-tumbramos a designar con el nombre, tal vez excesivamente genérico,de individualismo. Sus características más notables son la movilidad(muy especialmente, la movilidad económica) y la progresiva pérdidade relevancia de los estatus consolidados a priori, es decir, del conjun-to de las tradiciones religiosas, políticas y culturales que habían sidolas referencias obligadas de la sociedad occidental premoderna. Lamovilidad que imperativamente se impondrá en la vida cotidiana,porque la Modernidad es por encima de todo una «categoría decambio» (F. X. Kaufmann), afectará de manera directa al cuerpohumano y a todas sus representaciones. Por eso mismo el cuerpo —o,tal vez aún mejor, las identidades humanas expresadas por mediación

2. Véase D. Le Breton, Anthropologie du corps et modernité, Paris, PUF, 41998,p. 46. Sobre esta problemática también es interesante: íd., Adieu au corps, Paris, Mé-tailié, 1999. P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual, Madrid, Espasa-Cal-pe, 1989, p. 25, pone de manifiesto que el nuevo paradigma del cuerpo humano, queal mismo tiempo recapitula y supera todos los paradigmas anatómico-fisiológicos an-teriores al siglo XX, es el de Hermann Braus (1867-1924). Sobre el influyente pensa-miento médico de Braus, cf. Laín Entralgo, o.c., pp. 28-41. En 1926, ante el interésque por aquel entonces despertaba el cuerpo humano, Ortega y Gasset hablaba de «unaresurrección de la carne». Desde una perspectiva fenomenológica es imprescindible elestudio de B. Waldenfels Das leibliche Selbst. Vorlesungen zur Phänomenologie desLeibes, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 2000, que se inspira en el pensamiento antropoló-gico de Merleau-Ponty. Otro estudio importante de Waldenfels sobre esta temática esGrenzen der Normalisierung, cit., passim. Desde su teoría de los sistemas, N. Luh-mann, Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general, Barcelona, Anthropos,21998, pp. 189-201, 227-233, ofrece una reflexión sobre el cuerpo humano.

3. Véase R. Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilizaciónoccidental, Madrid, Alianza, 1997, pp. 273-274. Sobre la importancia y los efectos dela obra médica de Harvey en la nueva concepción de la existencia humana, cf. Sennett,o.c., pp. 275-280.

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de la apariencia corporal— se convertirá en uno de los artefactos másmóviles y flexibles de la Modernidad4.

Lo que tan esquemáticamente acabamos de señalar pone de mani-fiesto que, en todas las culturas, la concepción del cuerpo humano, dela misma manera que todo lo que se refiere al ser humano, es laresultante de una construcción social y cultural5. En los diferentesuniversos culturales el cuerpo ha sido el territorio sobre el que se haasentado lo humano como «ser de posibilidades» que es. Ahora bien,los significados que se le atribuyen dependen de los escenarios socialesy políticos, sin olvidar los tiempos religiosos, sexuales y económicosque les son propios, con los que viven, mueren y se representan loshombres y mujeres concretos6. A causa de la sobreaceleración que haexperimentado el tiempo humano no puede sorprender que, en lasociedad moderna, la construcción corporal, como las restantes cons-trucciones simbólicas, también se haya visto afectada por una especiede vértigo de cambio compulsivo, de tal manera que «el cuerpo tiendea convertirse en una materia prima de acuerdo con el ambiente decada momento. Para un número importante de contemporáneos, esun accesorio de su presencia en el mundo, el lugar de la mise en scènede uno mismo»7. Poco a poco, en un proceso de desacralización

4. Una expresión muy significativa de la movilidad y flexibilidad corporal serála moda como faceta muy significativa de la Modernidad como «categoría de cambio».Tiene razón Entwistle cuando afirma que «el tiempo está socialmente construido porel sistema de la moda [...] La moda ordena la experiencia del yo y del cuerpo en eltiempo» (J. Entwistle, El cuerpo y la moda. Una visión sociológica, Barcelona/BuenosAires/México, Paidós, 2002, p. 49).

5. Cf. D. Le Breton, Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, 1999, p. 69,y, sobre todo en relación con las actuales modificaciones del cuerpo, cf. íd., Signesd’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporales, Paris, Métailié, 2002. Noha de olvidarse que en la premodernidad el llamado «cuerpo político», asimilado alcuerpo físico y tangible del rey, tuvo una enorme importancia en el imaginario colec-tivo de las poblaciones europeas (cf. E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Unestudio de teología política medieval, Madrid, Alianza, 1985). La Modernidad, encambio, no necesitó ni toleró la existencia de un cuerpo político en el sentido estrictodel término; sólo hizo de él un uso de carácter figurativo y metafórico (cf. A. Heller yF. Fehér, Biopolítica. La modernidad y la liberación del cuerpo, Barcelona, Península,1995, cap. I).

6. Entwistle, o.c., p. 47, pone de relieve que «las mujeres tienen más tendenciaa desarrollar una mayor conciencia corporal y de ellas mismas como un ser corpóreoque los hombres, cuya identidad no está tan situada en el cuerpo».

7. Le Breton, Signes d’identité, cit., p. 7; véase también C. Pera, «La omnipre-sencia del cuerpo en la cultura actual»: Jano, núm. 1327, enero 2000, 172-173. Enrelación con la actual manipulación del cuerpo (tatuajes, piercings, etc.) designada porLe Breton con la expresión «bricolage identitario del cuerpo»», «es necesario modifi-car el cuerpo legado por los padres. El joven quiere afirmar su diferencia y, a pesar de

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creciente (o tal vez sea más adecuado afirmar: de «autosacraliza-ción»), el ser humano ha ido separándose de la naturaleza, del otro y,en último término, de sí mismo. No resulta extraño entonces queirrumpa el «hombre anatomizado», «hecho migajas», que constituyela base de un saber médico-anatómico fundamentado en la disección8.Por primera vez en la historia, el hombre se siente propietario de uncuerpo compuesto de un determinado número de miembros («herra-mientas») claramente diferenciadas y especializadas. El hecho que elser humano alcance el convencimiento de que tiene un cuerpo, que,incluso, invente un cuerpo, «su cuerpo», impone como consecuenciacasi ineludible la distinción entre el «cuerpo» y la «persona humana».Sin embargo es necesario darse cuenta de que esta distinción, presen-te cada día con más fuerza en la cultura occidental moderna, es elsíntoma evidente de una mutación ontológica de gran alcance que, dealguna manera, marcará la pauta de las restantes realizaciones, sobretodo las de carácter técnico (y, tal vez aún mejor, «tecnológico»), de laModernidad occidental9.

La invención del cuerpo como concepto autónomo implica una mu-tación del estatuto del hombre. La antropología racionalista, ya anun-ciada por algunas corrientes del Renacimiento y que se concretó enlos siglos siguientes, no se encuentra asentada en el interior de unacosmología, sino que subraya la singularidad del hombre, su soledad,y, paralelamente, hace notar la presencia de un resto que se llamacuerpo10.

Es una excelente ejemplificación de lo que acabamos de exponerun fragmento de la conocida novela de Marguerite Yourcenar Opusnigrum, en la que se narran las aventuras de Zenón, médico, alquimis-ta, heterodoxo y filósofo, nacido hacia 151011. En la narración apare-

todo, ser reconocido. Desea una nueva piel» (ibid., p. 11). Si en las sociedades tradicio-nales el tatuaje tenía como misión repetir y perpetuar las formas ancestrales inscritasen una filiación concreta, borrando las diferencias entre los individuos, en las socieda-des contemporáneas, en cambio, las marcas sirven para individualizar y personalizar alos seres humanos (cf. ibid., pp. 11-12, 15-18).

8. Sobre el sentido y el alcance antropológicos de la disección anatómica, véaseLe Breton, Anthropologie du corps, cit., pp. 47-60.

9. Ibid., p. 47.10. Ibid, p. 59; íd., L’Adieu au corps, cit., pp. 12-14. Debe tenerse en cuenta la

siguiente reflexión de Le Breton: «Si el hombre sólo existe a través de las formascorporales que lo sitúan en el mundo, toda modificación de su forma implica otradefinición de su humanidad» (L’Adieu au corps, cit., pp. 220-221).

11. M. Yourcenar, Opus nigrum, Madrid, Alfaguara, 1982.

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ce como un personaje inquieto y marginal, imprevisible y nervioso,que recorre los territorios europeos practicando clandestinamentenumerosas disecciones de cadáveres. Es especialmente significativa laque practica al hijo de un íntimo amigo suyo, que había fallecidohacía poco. Transcurridos algunos años, Zenón la recuerda así: «En elgabinete impregnado de vinagre, disecábamos a aquel muerto quehabía dejado de ser el hijo o el amigo para convertirse tan sólo en unbello ejemplar de la máquina humana...». Michel Bernard indica que«el anatomista evacua del cuerpo su ‘aura’ subjetiva e imaginaria, lacual permite al ser humano hacer frente al enigma de su existencia yla perspectiva de su muerte, o, como lo expresó Fedida, [mediante ladisección], ‘el cuerpo es desenraizado de sus mitos y vaciado de sumisterio’»12. Es algo incontestable que el saber anatómico, como unaespecie de «modelo ejemplar» de lo que sucederá en la Modernidadoccidental, pone en cuestión la unidad corporal del ser humano,desintegra su armonía y, especialmente, destruye las correspondenciasentre la carne del hombre y la carne del mundo. En efecto, el hombre«anatomizado» es introducido en el campo del «maquinismo tecnoló-gico» como un conjunto de «piezas» (miembros) independientes entresí, como una suerte de «mecano», cuyas piezas (miembros) puedenservir para jugar o experimentar al margen de la suprema dignidadque, desde los mismos orígenes de la humanidad, se ha reconocido alcuerpo humano en su profunda unidad hecha de contrarios. En defi-nitiva: a diferencia del halo sagrado que poseía el cuerpo humano, enla Modernidad, cada vez más intensamente, la «máquina corporal» sehalla sometida a las exigencias del «utilitarismo tecnológico» tan ca-racterístico de la Modernidad13.

Como consecuencia de la predominante concepción instrumentaldel cuerpo, uno de los rasgos fundamentales de la medicina modernaes la drástica separación entre el hombre y su cuerpo como simpleoperación técnica. Pero entonces «el ser humano es concebido inabstracto como el fantasma que reina sobre un archipiélago de órga-nos, aislados metodológicamente los unos de los otros»14. Parece bas-

12. Bernard, o.c., p. 80.13. Véase más adelante lo que referiremos sobre las «técnicas del cuerpo». No

hace mucho, David B. Morris apuntaba que, en la actualidad, «mucha gente se consue-la pensando que el cuerpo es una máquina que requiere solamente algún viaje ocasio-nal a casa del mecánico» (D. B. Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age,Berkeley/Los Angeles/London, University of California Press, 1998, p. 14; cf. ibid.,pp. 15-16).

14. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 187. H.-G. Gadamer, El estadooculto de la salud, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 96, afirma que «el orden rítmico de

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tante evidente que la progresiva pérdida de importancia del médicode cabecera, que conocía los aspectos más íntimos y decisivos de lavida de los individuos y de las familias, ha contribuido a imponer lafigura de médico que actúa como un simple técnico del cuerpo huma-no. Éste, a causa de la «sectorización» a que se ve sometido, limita lasactuaciones médicas a lo que se desprende de los «síntomas» y de laspruebas analíticas, sin que el facultativo casi nunca llegue a tener unavisión de conjunto de la salud de su paciente. Un aspecto muy impor-tante de la praxis del médico de cabecera consistía en la empatía quese establecía entre él y sus pacientes, para los que acostumbraba a serun cuidador y sanador de todas las dimensiones del cuerpo humano,es decir, de toda la persona en su complejo polifacetismo y poliglotis-mo. Umberto Galimberti ha puesto de manifiesto que, sobre todo apartir del siglo XVII, cuando Galileo procede a la desmitización delcielo y Descartes hace lo propio con la tierra, tiene lugar una progre-siva despersonalización del mundo que, entre otras muchas cosas,comporta una «visión técnica» del cuerpo humano. Desde otra pers-pectiva, Bernhard Waldenfels ha señalado que, mediante el procesomoderno de desencantamiento de la naturaleza, se ha producido en lamedicina un «vacío normativo» que provoca que el enfermo sea con-siderado como un extraño (Fremder), haciendo entonces muy difícil—en algunos casos, imposible— la relación responsorial entre el médi-co y el paciente15. Es en aquel entonces cuando nace el pensamientoobjetivador, que observa y analiza al ser humano como un simpleobjeto, que se halla inmerso en un mundo también objetivado con elque mantiene unas relaciones matematizables. Descartes, con su sepa-ración del cuerpo (res extensa) y del alma (res cogitans), es el iniciadoren Occidente de una doble vía de carácter dualista «ciertamente, conuna profunda tradición en nuestra cultura»16 que, en la Modernidad,

nuestra vida vegetativa, que comparten, nunca podrá ser reemplazado por una corpo-reidad ‘instrumental’, así como tampoco se podrá eliminar la muerte».

15. Véase Waldenfels, Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 116-117. Con laModernidad se produce una cesura. La medicina ya no se encuentra ubicada en unorden vital que lo abarcaba todo y que confiaba en el poder sanador de la naturaleza (lanaturaleza como «gran farmacopea», según la expresión de Paracelso). Cada vez conmayor insistencia, la medicina se convierte en un conjunto de técnicas de reparaciónde un cuerpo enfermo comprendido como un compendio de piezas independientesentre sí (cf. ibid., pp. 118-119).

16. Chirpaz, o.c., p. 100, manifiesta que, en relación con el cuerpo, el hombreoccidental es el heredero de una tradición dualista que «falsifica el problema no tantoporque distinga entre fenómenos de dos órdenes, sino porque substancializa o hiposta-tiza estos fenómenos como si pertenecieran a dos realidades que, entonces, se convier-ten en substancias diferentes y opuestas».

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se irá afirmando y asentando de manera creciente: por un lado, elcuerpo inicia su historia como la suma de diversas partes sin interiori-dad y, por el otro, la mente se concibe como interioridad sin ningúntipo de relación u oposición con la realidad mundana17. El filósofofrancés, por mediación de su cogito, separó la inteligencia del hombrede la carne. A sus ojos, el cuerpo sólo era el envoltorio mecánico de lapresencia humana en el mundo, que podía ser sustituido y manipula-do sin que la «esencia» del hombre experimentase perturbacionessignificativas18. Por eso, de las dos partes de que consta el ser humano,el alma es la favorecida. El cuerpo, en cambio, se convierte en un«cuerpo anatómico», dejando de ser un «sujeto de vida»19. La visióncartesiana del cuerpo como una máquina forma parte de un movi-miento mucho más general de la cultura de la primera Modernidad(con una presencia muy amplia en los protestantismos centroeuro-peos), la cual subraya con gran énfasis la capacidad racional del serhumano para comprender el mundo con medios no religiosos. Elmundo secular tenía que ser controlado con la ayuda de tecnologíasneutras: era necesario que el cuerpo recibiera del alma las órdenesoportunas para llevar a cabo esta tarea.

17. Hans Jonas ha indicado que el dualismo cartesiano condujo a la especulaciónsobre la vida a un callejón sin salida. «Lo absurdo de esta doctrina [cartesiana] resideen el hecho de que niega su principal y más patente característica a la realidad orgáni-ca: la que en cada una de sus individuaciones muestra una tendencia propia a la exis-tencia y a la realización, es decir, al hecho de que la vida se quiere a sí misma. Dicho deotra manera: el destierro del sistema conceptual de la nueva física, el cual se sometió alviejo concepto de tendencia, privó al reino de la vida de su lugar propio en el planglobal de las cosas» (Jonas, o.c., p. 87; cf. ibid., pp. 88-89). Sobre la posición deDescartes en relación con el alma, el cuerpo y su unión, cf. Chirpaz, o.c., pp. 104-106).

18. Véase Le Breton, L’Adieu au corps, cit., pp. 12, 16. Turner, o.c., p. 11, afirmaque «la teología cristiana ha tenido un papel muy importante en la formación delracionalismo secular cartesiano, el cual fue el esencial apuntalamiento ideológico en elnacimiento del capitalismo ascético. En el siglo XVII se dio una cierta compatibilidadentre la teología paulina en su acepción protestante y el secularismo cartesiano. Lafunción del ascetismo consistió en la liberación del alma de su entrampamiento con elcuerpo, es decir, de las limitaciones y problemas de la encarnación humana».

19. W. Schulz, Philosophie in der veränderten Welt, Pfullingen, W. Neske, 1972,p. 461, afirma: «Se puede comprender el giro que ha hecho la antropología modernacomo el hecho de una indiferencia (Vergleichgültigung) respecto al esquema dualista[cuerpo-espíritu] de la tradición. Eso significa, por un lado, que la antropología mo-derna ya no sitúa el problema de la relación cuerpo-espíritu como el problema funda-mental de la antropología. Más bien la antropología se dedica al análisis de las formasde comportamiento que implican a ‘todo el hombre’. Por el otro lado, en la antropo-logía moderna se reconoce el hecho de que el hombre ‘tiene’ cuerpo y espíritu, queambos se diferencian, pero que, sin embargo, se influencian recíprocamente».

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En la Modernidad, poco a poco, el cuerpo humano se incluyeentre los objetos mensurables y cuantificables, y nace la medicinatécnica en sentido moderno20. En esta medicina se incrementa lapasividad del enfermo (considerado como una simple «máquina hu-mana») ante los médicos, convertidos también en simples funciona-rios de un saber mecánico y burocratizado. Entonces, con las excep-ciones de rigor, acostumbra a originarse un «cuerpo a cuerpo» entre elpaciente y el facultativo, ambos despersonalizados, sin que, por logeneral, intervenga entre ellos un tipo u otro de relacionalidad perso-nal21. «En comparación con la medicina tradicional (por ejemplo, laplatónica), la reducción de la terapia a una mera restitución o repara-ción significa una notable atrofia, de acuerdo con la cual la salud sepresenta sobre todo como un estado de ‘no-enfermedad’»22.

El malestar que se detecta en la medicina actual —y, quizá de unamanera más acusada todavía, en la psiquiatría— puede comprobarsemuy fácilmente por el hecho de la gran afluencia de pacientes a todotipo de medicinas alternativas, las cuales, con los conocidos abusosque a menudo generan, ejemplifican claramente el foso cada vez másprofundo que existe entre el enfermo y la medicina convencional23.De esta manera se pone de manifiesto que la actual praxis médica,naturalmente con algunas excepciones muy loables, olvida que elhombre es un ser logomítico y relacional, cuya relacionalidad tienecomo punto de partida su innata capacidad simbólica más que las«estrecheces geométricas», unívocas e «in-transcendentes», de su con-figuración lógica24. Para reencontrar, personal y comunitariamente, laverdadera significación del ser humano como unidad en la diferencia(coincidentia oppositorum) es preciso deshacerse de la concepción

20. Véase U. Galimberti, Orme del sacro. Il cristianesimo e la desacralizzazionedel sacro, Milano, Feltrinelli, 2000, pp. 284-285, 289. Cf., además, íd., Gli equivocidell’anima, Milano, Feltrinelli, 2001, pp. 68-74, 170-171.

21. Véase Galimberti, Orme del sacro, cit., p. 287; Le Breton, o.c., pp. 13-14.22. Waldenfels, Die Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 117-118.23. Es posible que el éxito actual de las medicinas alternativas, en las que se

mezcla ciencia, magia y religión, deba considerarse como la señal de una rebelióngeneralizada contra la «mirada médica» de la medicina convencional, la cual, en nom-bre de la objetividad de la ciencia, produce al mismo tiempo la despersonalización delpaciente, del médico y del conjunto de la medicina (cf. Galimberti, Orme del sacro,cit., p. 287). Los análisis pioneros de Erving Goffman y Michel Foucault sobre loshospitales psiquiátricos como «instituciones totales» continúan teniendo validez en laactualidad a pesar de los numerosos años que han transcurrido desde entonces. VéaseE. Goffman, Internados. Ensayo sobre la situación social de los enfermos mentales,Buenos Aires, Amorrortu, 51994.

24. Véase Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 190.

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atomística del hombre cartesiano y recuperar una concepción holísti-ca de carácter hipocrático. En el momento actual, aquí y allá, estaconcepción vuelve a resurgir en gran medida gracias a las aportacio-nes de las teorías sistémicas, en las que el ser humano no es alguienque «declama» el papel de su rol en un escenario vacío, sino que lohace en medio de un conjunto de actores y actrices cuya identidad vaperfilándose —jamás de manera definitiva— por mediación de lasrelaciones que mantienen los unos con los otros25. A pesar de todocreemos que Bernhard Waldenfels tiene razón cuando, en relacióncon el cuerpo humano (y, seguramente, no sólo en relación con él),afirma que,

de alguna manera, Descartes es nuestro destino (Schicksal) [...] En laactualidad, el repensar y revalorizar el cuerpo presupone un ciertocartesianismo que pertenece a nuestra cultura. Por eso, como si nuncahubiéramos oído hablar de Descartes, no podemos convertirnos sim-plemente en asiáticos y actuar como ellos. Una teoría de la corporei-dad no puede formularse como si Descartes jamás hubiera existido26.

El poeta inglés William Blake decía que «todo lo que vive, no vivesolamente para él mismo». Por eso la «mirada médica» no deberíalimitarse a observar un organismo humano férreamente recluido en suaislamiento, sino que, desechando las concepciones abstractas y mate-matizadas del cuerpo humano, tendría que abrirse al orden de lasrelaciones simbólicas, las cuales constituyen el auténtico imperio delser humano.

A pesar de que pueda parecer paradójico, la comprensión delcuerpo como «máquina corporal» ha conducido a una separación, amenudo tajante, entre la medicina convencional y las formas alterna-tivas de curación, dando lugar entonces a nuevas manifestaciones dedualismo e, incluso, de gnosis27. Con frecuencia, en la medicina actualel cuerpo se disocia del hombre y se le considera como un «en-sí»autónomo con unos rasgos muy acusados de carácter maquinal, quepueden ser completamente objetivados. Al mismo tiempo, como con-secuencia inevitable, el cuerpo cesa de ser el fundamento imprescindi-ble de la identidad humana. Entonces, como apunta David Le Breton,el resultado al que se llega es «una versión moderna del dualismo, queopone el hombre a su cuerpo, y no, tal como sucedía en el pasado, el

25. Véase Galimberti, o.c., p. 288.26. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., p. 112.27. Véase Le Breton, L’Adieu au corps, cit., cap. V.

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alma a un cuerpo»28. Paradójicamente, en la actualidad pueden detec-tarse diversos avatares de religiosidad gnóstica como, por ejemplo, enel mito de la «salud perfecta» tal como ha sido analizado por LucienSfez en relación con diferentes formas de tecnociencia: se trata dereencontrar un cuerpo como el de Adán antes del pecado original; uncuerpo de Adán sin Eva, sin sexualidad, sin enfermedades, sin muerte,sin pecado; en realidad, un cuerpo perfecto, un «cuerpo sin cuerpo»29.Se ha escrito que, «en el mundo gnóstico del odio al cuerpo queconstituye ahora mismo una parte de la cultura virtual, el paraíso esnecesariamente un mundo sin cuerpo repleto de artefactos electróni-cos y de modificaciones genéticas o morfológicas»30.

4.2. REFERENCIAS MODERNAS DE LA REFLEXIÓN SOBRE EL CUERPO

4.2.1. Introducción

En este parágrafo nos limitamos a diseñar esquemáticamente las apor-taciones de cuatro autores modernos cuyas reflexiones sobre el cuer-po humano han significado un hito importante en el discurso antro-pológico del momento actual.

4.2.2. Friedrich Nietzsche

Es innegable que Friedrich Nietzsche (1844-1900), en tantos aspectosinnovador y, al mismo tiempo, crítico radical de la cultura occidentalmoderna, gracias a la mediación del pensamiento romántico, tambiénhizo algunas aportaciones significativas a la reflexión sobre el cuerpohumano. Sobre todo en su obra Así habló Zaratustra acusa a lospensadores idealistas de hacer del cuerpo una especie de sirvienteautomatizado del propio yo, marginando completamente entonces lasauténticas dimensiones y la verdadera función de la corporeidad delser humano.

«Cuerpo soy yo y alma» —así hablaba el niño. ¿Y por qué no hablarcomo los niños? Pero el despierto, el sapiente, dice: cuerpo soy yoíntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra paradesignar algo en el cuerpo. El cuerpo es una gran razón, una plurali-

28. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 229.29. Véase L. Sfez, La Santé parfaite. Critique d’une nouvelle utopie, Paris, Seuil,

1995, pp. 371-372.30. Le Breton, L’Adieu au corps, cit., p. 221.

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dad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y unpastor. Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, her-mano mío, a la que llamas «espíritu», un pequeño instrumento y unpequeño juguete de tu gran razón. Dices «yo» y estás orgulloso de esapalabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer—tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo31.

Con su reflexión sobre el cuerpo, Nietzsche planteó una incisiva yoriginal crítica a las filosofías modernas que se habían propuestohacer de la «autoconciencia» la expresión por excelencia de lo huma-no y el objeto exclusivo de la reflexión filosófica. Él, en cambio, laconsidera no como una «cosa en sí», autónoma y con un estatutoprivilegiado, sino como una simple herramienta al servicio del cuer-po. En relación con el alma, el pensador alemán, corrigiendo dealguna manera la doctrina cartesiana de la total interioridad del almaen oposición a la mera exterioridad del cuerpo, se decanta por el pasode una comprensión del alma entendida como substancia espiritual yfundamento esencial de la subjetividad individual a una comprensióndel alma entendida como acto del pensamiento puro. En efecto, elsujeto humano ya no existe en y por sí mismo como una especie demónada aislada de las influencias externas, sino que se configura pormediación de numerosos procesos discursivos que hablan, argumen-tan y reflexionan sobre todo lo que, de una manera u otra, se refiere,se relaciona o se distancia de él.

Nietzsche se mostró convencido de que todo a lo que la tradiciónfilosófica y religiosa occidental había atribuido una categoría «espiri-tual», ahora era necesario considerarlo no como algo «en sí», con unconjunto de actividades discernibles e independientes, sino que, sim-plemente, debía ser ponderado como un lenguaje propio del cuerpohumano. No cabe la menor duda por tanto de que, más allá de lapolémica que mantuvo con los cristianos de su tiempo como «despre-ciadores del cuerpo», Nietzsche anticipa lúcidamente algunos aspec-tos muy importantes de la reflexión fenomenológica sobre el cuerpohumano que alcanzará su plenitud en el siglo XX gracias a los análisisde algunos filósofos y antropólogos como, por ejemplo, Bergson,Husserl, Scheler, Merleau-Ponty, Gabriel Marcel, Plessner, etc., loscuales, con acentos y modalidades muy variados, se harán eco de lasgrandes intuiciones nietzscheanas relativas al cuerpo humano.

31. Fr. Nietzsche, Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, intro-ducción, traducción y notas de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1972, p. 60. Elfragmento entero («De los despreciadores del cuerpo»), en las pp. 60-62.

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4.2.3. Edmund Husserl

Edmund Husserl (1859-1938) colocó en el centro de su reflexiónfilosófica un conjunto de temas relacionados con la vida. Subraya coninsistencia el hecho de que un mundo precategorial y prelógico co-manda todos los desarrollos filosóficos. Cree que es una evidencia quees en medio de ese mundo precategorial en donde la conciencia huma-na viene a la existencia. En el interior de este marco, el cuerpo espresentado como el «objeto intencional» que el ego trascendentalalcanza a constituir, produciéndose entonces, no sin conflictos, unaimplicación recíproca entre el sujeto/conciencia y el objeto. En elsegundo libro de las Ideas para una fenomenología pura y para unafilosofía fenomenológica Husserl dedicó una atención muy especial alcuerpo humano. Como portador de sensaciones localizadas, de voli-ciones y de movimientos libres, el propio cuerpo —el cuerpo (Leib)vivido por la conciencia— constituye la realidad psíquica (seelisch)determinante, porque manifiesta algunas propiedades que no puedenser deducidas directamente de las cosas.

Propiamente, Husserl caracteriza al cuerpo humano como el «lu-gar de intercambio» (Umschlagstelle) entre la naturaleza y la culturaen el sentido de que, para el ser humano, nunca es posible la una sin laotra32. En este contexto, «lugar de intercambio» significa que siemprenos movemos activamente, es decir, históricamente, entre las dosmencionadas esferas, y, por eso mismo, el filósofo habla de una natu-raleza que actúa (fungiert). La naturaleza no es sólo la naturaleza en sí,sino que toma parte activamente, actúa, en el seno de la cultura. Losmomentos naturales de mi cuerpo son comparables a los de los cuer-pos animales y vegetales: en el cuerpo humano, por ejemplo, tambiénhay electricidad (los impulsos nerviosos) o procesos metabólicos, etc.,de una manera semejante a como se da en los restantes seres vivos.Además de todo eso, Husserl pone de relieve que, a diferencia de loque sucede en los cuerpos no humanos, la naturaleza también actúa enlas experiencias y los comportamientos humanos como «mi naturale-za», es decir, como algo que, por un lado, humaniza y, por el otro, seencuentra sometido a los procesos de humanización.

Resulta harto evidente que a eso a lo que tan sumariamente noshemos referido, Husserl añade algo que es de capital importancia. Elcuerpo humano está dotado con una indudable capacidad orientativa,de un saber moverse hacia finalidades concretas y establecidas conantelación. Por eso, el filósofo judío alemán considera que el cuerpo

32. Véase Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 253-254.

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es el mediador y el mensajero imprescindibles de la existencia huma-na, ya que posibilita su instalación espaciotemporal en el cosmos.«Para el propio yo, el cuerpo tiene una función privilegiada, determi-nada por el hecho de significar el punto cero de todas las orientacio-nes (proximidad, altura, profundidad, etc.» (§ 41). Ahora bien, paraque la orientación sea realmente efectiva, es esencial descubrir en elhorizonte del propio yo otra forma de conciencia, la cual constituyepor ella misma la objetividad social: la intersubjetividad. Ésta, sinembargo, no se da si no es a través de una especie de entropía y serealiza conjuntamente con la experiencia originaria del propio cuerpo(cf. § 51). Husserl mantiene que esta experiencia es originaria porquees el punto de partida para alcanzar el conocimiento del propio cuer-po (Leib) como diferente de cualquier otro cuerpo (Körper) que seencuentre en el mundo. En este contexto resulta pertinente la acota-ción que hace el filósofo: «Los conceptos yo-nosotros son relativos: elyo exige el tú, el nosotros, el ‘otro’. Además, el yo (el yo como per-sona) exige una relación con un mundo de cosas. Eso significa que yo,nosotros, el mundo estamos en una situación de pertinencia recípro-ca: el mundo como mundo ambiental transporta consigo la marca dela subjetividad» (§ 62, nota).

Sin encontrarse contrapuestos de manera dualista, Husserl ponede manifiesto que el cuerpo y el alma constituyen dos estratos de lanaturaleza animal, configurando una íntima «unidad sensorial». Apli-cando su teoría de la intencionalidad, el filósofo manifiesta que elalma, al mismo tiempo, como estrato fundamental y determinadodepende del estrato que la fundamenta, es decir, el cuerpo. Por suparte, el cuerpo recibe del alma la orientación de sentido. La vida delyo y los estados psíquicos tienen como componentes las sensacionesmateriales y las experiencias del cuerpo, el cual es apto para localizaren el espacio y el tiempo aquellas sensaciones materiales que seránorientadas (interpretadas) por el alma. El concepto fundamental de lafenomenología husserliana, el «mundo de vida» (Lebenswelt), que seencuentra íntimamente relacionado con la corporeidad humana, tam-bién ha de interpretarse como el ámbito de la experiencia precientífi-ca del mundo en oposición a la experiencia (experimentum) de laciencia, la cual siempre se halla mediatizada por el conocimientocientífico ya constituido o en vías de constitución.

4.2.4. Gabriel Marcel

El filósofo francés Gabriel Marcel (1889-1973) mantiene que, en elámbito mundano, todo existente me aparece como una prolongación

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y, de alguna manera, como una ratificación de «mi cuerpo» en múlti-ples y, con una cierta frecuencia, divergentes direcciones. Este cuerpoes designado con la expresión «cuerpo vivido» (corps vécu), es decir,el «cuerpo sujeto» de la misma vida. A partir de estas consideraciones,el filósofo afirma que «la encarnación es el dato central de la metafísi-ca. La encarnación es la situación de un ser que se presenta ligado a uncuerpo»33. «Mi cuerpo» es algo radicalmente mío y en ningún casouna entidad «objetiva» que pueda diseccionarse de mi supuesto «yoideal». Por eso puede afirmarse que el cuerpo humano es la gran«mediación social» de que dispone el ser humano para hacerse presen-te en su mundo cotidiano. En esta línea Marcel subraya que el cuerpohumano es el «existente tipo» y el «jalón principal de los existentes».En definitiva, porque soy mi cuerpo, «no puedo tratarme como sifuera un término diferente de mi cuerpo, como algo que mostraserespecto a él una relación determinada»34. El propio cuerpo, portanto, es alguna cosa completamente diferente de un «cuerpo ligado aotros cuerpos». Respecto a él, no se da una relacionalidad por vía dediferenciación, sino de coimplicación armoniosa. Por ello resulta com-prensible que Gabriel Marcel manifieste que la relación con el propiocuerpo es algo absolutamente singular y, en realidad, en cada casoseñaliza la humanidad (o la inhumanidad) de tal ser humano concre-to. También apunta con fuerza que el cuerpo humano como objetodel conocimiento médico y científico ya no es mi cuerpo, sino que,entonces, se trata de un mero ente «objetivo» y «objetivado» que, dehecho, no pertenece a nadie, porque se mueve en el campo de laabstracción y de la indeterminación espaciotemporal.

4.2.5. Maurice Merleau-Ponty

En pleno siglo XX Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) —desde unaperspectiva fenomenológica, siguiendo y completando algunas ideasexpuestas en el primer tercio del siglo por Edmund Husserl, sobretodo las relacionadas con el «mundo de vida»— ha hecho aportacionesfundamentales a la comprensión del cuerpo humano que, en el mo-mento presente, aún poseen plena vigencia, ya que lo sitúa en el centro

33. G. Marcel, Diario metafísico. 1928-1933, Madrid, Guadarrama, 1969, p. 15.Sobre la encarnación, cf. la interesante reflexión de H. Rombach, El hombre humani-zado. Antropología estructural, Barcelona, Herder, 2004, pp. 304-306.

34. Marcel, o.c., p. 16; cf. íd., Le mystère de l’être, I, Paris, Aubier, 1951, pp.119-120.

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de sus análisis sobre la percepción35. Con mucha finura, BernhardWaldenfels ha puesto de manifiesto que Merleau-Ponty buscó contoda la intensidad posible tomar distancia respecto a la concepcióndel cuerpo que, en la cultura occidental, ha tenido vigencia a partir deDescartes; concepción que, con mucha frecuencia, también se en-cuentra en la base de la física moderna y de algunas corrientes psico-lógicas de nuestros días36. Adoptando la distinción de la fenomenolo-gía clásica entre el «cuerpo-objeto», estudiado por la física, la medicina,etc., y el «cuerpo-sujeto» (también denominado «cuerpo-propio»),este pensador presenta el cuerpo humano como aquel «punto devista» inmediato sobre el mundo que, en el transcurso de su existen-cia, va adquiriendo el ser humano. En efecto, el cuerpo constituye elorigen radical o «punto cero» de mi percepción para definir y concre-tar mi propia «finitud» y para articular mi «ser-y-estar-en-el-mundo».Por eso Merleau-Ponty afirma que el cuerpo humano es el anclaje(ancrage) de mi subjetividad en el mundo cotidiano, la cual, en unespacio y tiempo concretos, determina decisivamente mi situación enla trama de las relaciones sociales, en el alcance de mis proyectos, enla realidad concreta de mis inacabables y, a menudo, contradictoriosprocesos para comprender el mundo que me rodea37. Para el filósofofrancés es una evidencia incontestable que la mente se encuentra en elcuerpo y que alcanza el conocimiento por mediación de lo que Mer-leau-Ponty designa con la expresión «esquema postural o corpóreo».En toda su obra pone de manifiesto que la capacidad del ser humanocomo agente se encuentra esencialmente «encarnada». También pre-

35. La obra fundamental es M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción,Barcelona, Península, 1975. Sobre la comprensión del cuerpo de este filósofo, cf. X.Tilliette, Merleau-Ponty ou la mesure de l’homme, Paris, Seghers, 1970, pp. 51-85;Bernard, Le corps, cit., pp. 62-64; J.-P. Wils, «Ästhetische Güte». Philosophisch-theolo-gische Studien zu Mythos und Leiblichkeit im Verhältnis von Ethik und Ästhetik, Mün-chen, Fink, 1990, pp. 67-74; F. Boburg, Encarnación y fenómeno. La ontología deMerleau-Ponty, México, Universidad Iberoamericana, 1996; C. Taylor, Argumentosfilosóficos. Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1997, pp. 43-58; sobre todo, Waldenfels, Das leiblicheSelbst, cit., passim; Entwistle, o.c., pp. 45-52.

36. Véase Waldenfels, o.c., p. 15; Wils, o.c., p. 67. Según Waldenfels, las aporta-ciones de Merleau-Ponty son excepcionales porque, «en relación con el tema ‘corpo-reidad’ (Leiblichkeit), no piensa en un ámbito meramente fisiológico, sino que, propia-mente, se trata de lo que constituye la vida en el mundo» (ibid., p. 16).

37. «La ambición —y el incontestable éxito— de Merleau-Ponty es haber subra-yado la importancia del cuerpo fenoménico o vivido, el cual, sin dejar de ser un objetoextraño, se comporta a la manera de un sujeto, como una subjetividad, que es uncuasisujeto, un Yo (Moi) natural» (Tilliette, o.c., p. 59).

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cisó que el cuerpo humano es el lugar de las direcciones de la acción ydel deseo que el hombre o la mujer concretos nunca están en disposi-ción de captar o de controlar totalmente mediante decisiones perso-nales38. Su adhesión a la fenomenología le permitió llevar a cabofecundos análisis de la experiencia corpórea, superando de esta ma-nera las pretensiones de los estructuralismos, que acostumbran a con-siderar el cuerpo humano como un objeto socialmente constituido ycontextualizado.

Como es harto conocido, la percepción es el centro cabal de lareflexión filosófica de Merleau-Ponty, y el cuerpo es el agente que lahace posible, la orienta y le suministra las necesarias pautas expresi-vas. Con su ayuda, todo lo que piensa, hace y siente el ser humanoposee un arraigo imprescriptible, un anclaje inalienable, una capaci-dad para habitar el espacio y el tiempo, los cuales entonces realmentese convierten en mi espacio y mi tiempo. Nuestro acceso al mundo esa través de las percepciones que nos habilitan los sentidos corporales.Por eso el filósofo se refiere al cuerpo con la expresión «lieu del’appropiation». El agente encarnado, que es todo hombre y todamujer, es y percibe justamente porque es (llega a ser) consciente delmundo, de tener «un» mundo, pacíficamente o en conflicto con él oestableciendo con él una serie de compromisos. Ahora bien, la únicaforma de tenerlo consiste en percibirlo no genéricamente, en abstrac-to, sino desde el lugar en el que me encuentro situado con la colabora-ción indispensable de los sentidos corporales. Creemos que puedeestablecerse un estrecho paralelismo entre el hecho de «tener un mun-do», de «percibir un mundo», y la «condición adverbial» del ser huma-no. Y, como apunta Taylor, siguiendo la reflexión de Merleau-Ponty,«percibimos el mundo o tomamos parte en él a través de nuestrascapacidades para actuar sobre él»39. El hecho de poseer un cuerpocon capacidades perceptivas es una muestra evidente de la radicalabertura del ser humano al mundo. Sin cesar, nuestras percepcionesse encuentran, al mismo tiempo, orientadas hacia la realidad munda-na que nos rodea e íntimamente vinculadas con ella. Esa realidad,

38. Véase Taylor, o.c., p. 45. Entwistle, o.c., pp. 39-45, 46, contrapone el pensa-miento abstracto sobre el cuerpo propio de Foucault al realismo antropológico deMerleau-Ponty. «La obra de Foucault carece por completo de explicación alguna acer-ca de cómo las personas experimentan el espacio, cómo lo usan y cómo se mueven enél; esto podemos hallarlo en la fenomenología. Para Merleau-Ponty, siempre somossujetos en el espacio, pero nuestra experiencia acerca del mismo procede de nuestromovimiento alrededor del mundo y depende de nuestra comprensión de los objetos enese espacio gracias a nuestra conciencia sensorial» (ibid.., p. 46).

39. Taylor, o.c., p. 47.

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desde las coordenadas de nuestra condición adverbial, se nos hacepresente y, en un segundo movimiento, nos es posible incorporárnosla.

Con firmeza, Merleau-Ponty se opuso tanto al empirismo comoal idealismo. Por un lado, es contrario a los postulados empiristas,que se hacen la ilusión de poderse acercar y adueñar de unos objetoscientíficos con total claridad y eficiencia científica, es decir, sin loscondicionamientos que siempre, de una manera u otra, impone lasubjetividad. Por otro lado, también disiente de aquella ilusión idea-lista de poder alcanzar una transparencia cognoscitiva y experiencial,que sería propia de una conciencia totalmente presente a sí misma y,en el fondo, completamente ahistórica. El filósofo francés no se cansade afirmar que, para no malbaratar la riqueza del movimiento percep-tivo inicial, debe evitarse la contraposición excluyente del «en-sí» (loconocido) y del «para-sí» (la conciencia), porque es un dato elementalque toda experiencia natural se realiza de tal manera que nuncapuede eliminarse el «estar-en-el-mundo» del preceptor, sino que,antes bien, siempre debe suponerse esa presencia. En la filosofía deMerleau-Ponty el cuerpo constituye el «vehículo del estar en elmundo», ya que establece el modo de acceso obligado e inevitable decualquier tipo de percepción. A través del cuerpo, la conciencia estáen el mundo, pero, al mismo tiempo, el mundo se muestra a través dela conciencia. Debe advertirse, sin embargo, que el cuerpo no puedeser considerado como una simple «cosa», a la que se añadiría comocomplemento una «conciencia». Nuestro autor manifiesta la sutilezade su pensamiento cuando escribe: «Decir que yo tengo un cuerpo esuna manera de decir que puedo ser visto como objeto y que trato deser visto como sujeto». El cuerpo, a diferencia de todos los otrosobjetos que pueden hallarse ausentes o medio olvidados en el cajónde sastre de la memoria humana, es percibido sin interrupción: siem-pre contamos con él; nunca dejamos de estar presentes en el mundoa través de él; mejor aún: constantemente, en todo lo que pensamos,hacemos y sentimos, somos presencia corporal. Los finos análisisfenomenológicos sobre el cuerpo que realizó Merleau-Ponty culmi-nan en la descripción de la espacialidad, la movilidad, la expresividady el carácter sexuado, que son algunos de los atributos más caracterís-ticos del cuerpo humano.

Reconocemos al cuerpo una unidad distinta de la del objeto científi-co. Hemos descubierto hasta en su «función sexual» una intencionali-dad y un poder de significación. Tratando de describir el fenómenode la palabra y el acto expreso de significación, tendremos una opor-

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tunidad para superar definitivamente la dicotomía clásica del sujeto yel objeto40.

Un poco más adelante escribe:

Soy mi cuerpo, por lo menos en toda la medida en que tengo uncapital de experiencia y, recíprocamente, mi cuerpo es como unsujeto natural, como un bosquejo provisional de mi ser total. Así laexperiencia del propio cuerpo se opone al movimiento reflexivo quesepara al objeto del sujeto y al sujeto del objeto, y que solamente nosda el pensamiento del cuerpo o el cuerpo en realidad [...] El cuerpopropio no es solamente un objeto entre todos los demás que resiste ala reflexión y permanece, por así decir, pegado al sujeto41.

No puede olvidarse que, desde los lejanos días de Platón, en epis-temología, el debate sobre el complejo «alma-cuerpo» se ha situadoen el interior de la controversia en torno al estatuto ideal del conoci-miento humano. En medio de unas discusiones inacabables y sin resul-tados apreciables, Merleau-Ponty aporta algunos datos de carácterevolutivo-psicológico que él toma de las formas perceptivas del niño.A partir de aquí pone de manifiesto que, en el niño, el cuerpo estápresente al alma como lo son las cosas externas. En ambas esferas nohay ningún tipo de relación causal. La unidad del hombre todavía noha sido destruida. Aún no se ha privado al cuerpo humano de los atri-butos humanos y, por eso mismo, aún no se ha convertido en una meramáquina. Por su parte, el alma todavía no ha sido definida como unaexistencia autónoma respecto al cuerpo. Siguiendo a su manera lashuellas de la fenomenología clásica, el filósofo francés subraya que la«intencionalidad» como polo subjetivo del conocimiento y el «mundode las cosas» como polo de lo ya conocido se encuentran estrechamenteinterrelacionados en el cuerpo mediante una «dialéctica vivida».

40. Merleau-Ponty, o.c., I, VI, p. 191.41. Ibid., pp. 215, 216. Creemos que son muy importantes las aportaciones de

este pensador para superar todo tipo de «objetivismos» en la praxis antropológica.Escribe: «La existencia del otro constituye una dificultad y un escándalo para el pensa-miento objetivo [...] Hay dos modos de ser y sólo dos: el ser en sí, que es el de losobjetos expuestos en el espacio, y el ser para sí, que es el de la conciencia. Pues bien, elOtro sería delante de mí un en-sí y, como todo, existiría para sí, exigiría de mí, paraser percibido, una operación contradictoria, dado que yo tendría que distinguirlo demí mismo, eso es situarlo en el mundo de los objetos, y a la vez pensarlo como con-ciencia, o sea como esta especie de ser sin exterior y sin partes al que nada más tengoacceso porque es yo mismo y porque el que piensa y el pensado se confunden en él. Nohay, pues, cabida para el otro y para una pluralidad de las conciencias en el pensamien-to objetivo» (ibid., pp. 360, 361).

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Para Merleau-Ponty el «espacio corporal» no es una entidad neu-tra, sino que, sin cesar, aparece revestido con diferentes «valores» osignificaciones que el cuerpo, en las sucesivas situaciones en las que sehalla implicado, trata de transparentar y expresar. Por eso puedeafirmarse que «el cuerpo es eminentemente un espacio expresivo»,que da origen a los restantes espacios que permiten la configuraciónde la presencia del hombre en el mundo. En realidad, nuestro cuerpoes el encargado de diseñar y dar vida a un mundo, es «nuestro mediogeneral para poseer un mundo». En este contexto creemos que espertinente señalar la relación del pensamiento espacio-corporal deMerleau-Ponty, por un lado, con la proxemística, tal como fue desa-rrollada por Edward T. Hall42, y, por el otro, con la exposición deMichel de Certeau sobre el «espacio practicado»43. En la mente deHall la proxemística expresa «las observaciones, las interrelaciones ylas teorías referidas al uso que el hombre hace del espacio como efectode una elaboración especializada de la cultura a la que pertenece»44.

Uno de los grandes méritos de la reflexión de Merleau-Pontysobre el cuerpo consiste en el hecho de haber otorgado una importan-cia excepcional a las expresividades del cuerpo, es decir, a su «capaci-dad reveladora» sobre el escenario del mundo en interacción constan-te con los demás actores y actrices humanos. Por eso mismo no puedesorprender que su reflexión sobre el lenguaje constituya uno de losaspectos fundamentales de su fenomenología de la percepción, en laque ocupan un lugar relevante sus penetrantes análisis sobre la presen-cia corporal del ser humano en su mundo cotidiano. Como dicenuestro autor, «mi cuerpo y el mundo no son meros objetos coordina-dos el uno con el otro por mediación de relaciones funcionales deltipo de las que la física establece»45. Para establecer la singularidad delcuerpo humano como corporeidad se impone la necesidad de mante-ner constantes relaciones con el otro. En realidad, el otro nuncatendría que ser una «categoría» o un «sistema», sino que, como enotro contexto lo pone de relieve Levinas, el otro, la corporeidad del

42. Véase nuestra exposición del pensamiento de Hall en L. Duch, Llums i om-bres de la ciutat. Antropologia de la vida quotidiana 3, Montserrat, Publicacions del’Abadia de Montserrat, 2000, pp. 311-315. El libro de referencia de E. T. Hall es Ladimensión oculta. Enfoque antropológico del uso del espacio, Madrid, Instituto deEstudios de Administración Local, 1973.

43. Sobre el «espacio practicado» de Michel de Certeau, véase L. Duch, Antropo-logía de la vida cotidiana, cit., pp. 127-129. El libro de referencia de M. de Certeau esL’invention du quotidien. 1. Arts de faire [1980], Paris, Gallimard, 1990, pp. 172-175.

44. Hall, o.c., p. 15.45. Merleau-Ponty, o.c., p. 361.

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otro, es una revelación. Y lo que es propio de toda revelación es quetoma como centro de lo esencial lo que se acostumbra a presentarcomo inesencial y, a menudo incluso, como superfluo. Frecuente-mente, como algo «inesencial», el cuerpo del otro me resulta más queconocido e incluso puede provocarme náuseas, tedio y aburrimiento.Ahora bien, como «cuerpo esencial» para mí, el otro es siemprenuevo, inédito, misterioso. Da lugar a constantes revelaciones, surostro renueva sin cesar mi propia mirada, continuamente me abrenuevos horizontes y perspectivas. Además, «si el cuerpo del otro no esun objeto para mí, ni el mío para él, si ambos son comportamientos, laposición del otro no me reduce a la condición de objeto en su campo,mi percepción del otro no lo reduce a la condición de objeto en elmío»46. Por eso, puede hablarse de una auténtica «intercorporeidad»en relación con la concepción dialogal de los cuerpos que es propia deeste pensador. El lenguaje posee una importancia excepcional en lapercepción del otro, porque, ya sea por vía empirista o por vía idealis-ta, no actúa de manera reduccionista de su originalidad humana.

En la experiencia del diálogo, se constituye entre el otro y yo unterreno común, mi pensamiento y el suyo no forman más que un solotejido, mis frases y las del interlocutor vienen suscitadas por el estadode la discusión, se insertan en una operación común de la que ningu-no de nosotros es el creador. Se da ahí un ser a dos, y el otro no espara mí un simple comportamiento en mi campo trascendental, nitampoco yo en el suyo; somos, el uno para el otro, colaboradores enuna reciprocidad perfecta, nuestras perspectivas se deslizan una den-tro de la otra, coexistimos a través de un mismo mundo47.

El lenguaje no constituye una función aislada del ser humano,sino que, a través de lo vivido por el cuerpo propio, es al mismotiempo la afirmación del mundo de los objetos —y, evidentemente ypor encima de todo, del otro— y la afirmación de uno mismo enrelación con ellos. Esta posición intelectual, que es central en el pensa-miento antropológico de Merleau-Ponty, fue corroborada, al menosindirectamente, por las investigaciones sobre la «antropología delgesto» de Marcel Jousse. De acuerdo con la opinión de este autor, los

46. Ibid., p. 364; cf. Wils, o.c., pp. 70-71.47. Merleau-Ponty, o.c., p. 366. «La percepción del otro y el mundo intersubje-

tivo sólo constituyen problema para los adultos. El niño vive en un mundo que creeaccesible a todos cuantos lo rodean, no tiene ninguna conciencia de sí mismo, ni tam-poco de los demás, como subjetividades privadas, no sospecha que todos estemos, y loestá él, limitados a un cierto punto de vista acerca del mundo» (ibid., p. 366).

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lenguajes gestuales, orales y escritos tienen el mismo y único origen:la interacción universal entre el agente y aquello sobre lo que elagente actúa (agent et agi). A través de su presencia en el mundo, elser humano recibe y registra todo lo que le viene de fuera, y, si esposible, lo «vuelve a jugar» (rejoue), lo mima (lo somete a la mímesis),primero, con sus propios gestos; después, por mediación de articula-ciones sonoras; y, finalmente, con sus propios grafismos. Por eso,para Jousse, el ser humano, fundamentalmente, es un «anthroposmímico» (anthropos mimeur), que se caracteriza por ser sin soluciónde continuidad un «quinomimador» (mimetismo gestual), un «fono-mimador» (mimetismo sonoro) y un «mimógrafo» (mimetismo es-crito)48.

Los análisis antropológicos sobre el cuerpo humano de Merleau-Ponty permiten alcanzar aquella «ósmosis entre corporeidad y exis-tencia humana» (V. Melchiorre) que funda nuestra realidad originariay permanente como seres que disponemos tan sólo de una determina-da cantidad de espacio y de tiempo. No hay duda de que el filósofofrancés, por el hecho de unificar el cuerpo y el yo y también comoconsecuencia de centrar la experiencia humana en el cuerpo, haceostensible que éste no es una simple realidad textual (como, segura-mente, sucede en la reflexión antropológica de Michel Foucault) pro-ducida por las prácticas discursivas y sus intereses creados, sino queconstituye el vehículo activo y perceptivo de la existencia humana(Entwistle).

48. En la actualidad, la obra de Marcel Jousse tiene una presencia bastante res-tringida en los estudios antropológicos. Creemos que su Anthropologie du geste, Paris,Gallimard, 21974, constituye una excelente base para la antropología del cuerpo. So-bre el pensamiento de Jousse, cf. M. Houis, «Une lecture introductive à l’anthropologiede Marcel Jousse», en C. Kannengiesser y Y. Marchasson (eds.), Humanisme et foichrétienne. Mélanges scientifiques du centenaire de l’Institut Catholique de Paris, Paris,Beauchesne, 1976, pp. 145-156.

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EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA»

5.1. INTRODUCCIÓN

Es pertinente que en este capítulo nos refiramos a algunos aspectosdirectamente relacionados con la interacción del cuerpo humano conlas «estructuras de acogida»1. Para llevar a cabo nuestro propósito nosparece que, introductoriamente, resulta muy oportuno poner de relie-ve algunas de las afinidades y de las diferencias que pueden observarseentre el hombre y el animal; diferencias que, en resumen, se concretanen la presencia corporal del cuerpo humano y del cuerpo animal. Apartir de esta reflexión introductoria, estaremos en condiciones depoder abordar con más garantías el tema central de este capítulo, elcual, en realidad, puede ser considerado como uno de los centrosorganizadores de toda nuestra reflexión antropológica. Desde el últi-mo tercio del siglo XIX hasta ahora, el desarrollo de la antropología ha

1. Es de una clara evidencia que, siempre y en todo lugar, referirse al cuerpohumano también implica necesariamente referirse al vestido. Puesto que de algún modou otro, siempre nos topamos con el «cuerpo vestido». En esta exposición no abordare-mos la antropología del vestido, pero debemos tener presente que, como escribe Ent-wistle, o.c., p. 21, «el vestido es una experiencia íntima del cuerpo y su presentaciónpública». El hecho de vestirse pone en relieve claramente el carácter cultural y tambiéncultural de la construcción del cuerpo humano y de todo aquello que piensa, actúa ysiente. Por este motivo puede afirmar que «los cuerpos humanos son el producto deuna dialéctica entre la naturaleza y la cultura» (ibid., p. 44). Sobre esta problemática, laobra de Joanne Entwistle constituye una presentación y una actualización muy intere-sante de las teorías sobre el vestido y la moda en relación muy directa con el «cuerpovestido» y el «cuerpo que sigue la moda». En este estudio se encuentra la bibliografíamás importante, en especial la producida en el ámbito anglosajón, sobre esta cuestión.

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puesto de relieve que el acercamiento antropológico al ser humano yano podía llevarse a cabo mediante una metafísica del espíritu, sino queera necesario tener muy presente que el fundamento y el ámbitoprivilegiados de las ciencias humanas son la experiencia. En especialse trata de las diversas experiencias que, en su espacio y en su tiempo,realizan los seres humanos entre ellos mismos, aspecto que tiene comopremisa el hecho de poner a prueba su propia «constitución como yoen el mundo», la Ichhaftigkeit, para utilizar el lenguaje de HelmuthPlessner.

5.2. EL CUERPO DEL HOMBRE Y EL CUERPO DEL ANIMAL

5.2.1. «Cuerpo» y cuerpo

Prosiguiendo el impulso inicial que proviene de la reflexión antropo-lógica y filosófica de Max Scheler2 a partir de las posibilidades expresi-vas que le confería la lengua alemana, el pensamiento antropológicode Helmuth Plessner se caracterizó por el hecho de que establecía unadistinción muy clara y rotunda entre el «cuerpo» (Körper) y el cuerpo(Leib)3. El ser humano puede ser descrito e interpretado a partir de las

2. No hay duda alguna de que Max Scheler es el representante más destacado deesa corriente filosófica europea que se propuso como labor fundamental la reflexiónsobre la naturaleza corporal propia del ser humano. Con toda seguridad su reflexiónconstituyó un tipo de respuesta a las antropologías británicas de aquella época, lascuales, ciertamente con formas y fórmulas muy diversas, estaban profundamente in-fluenciadas por el «darwinismo social», es decir, por la recepción antropológica que,en especial por parte de Herbert Spencer, se había hecho de las doctrinas biológicas deCharles Darwin (sobre esta problemática, ver Duch, Armes espirituals i material: Reli-gió, cit., pp. 140-174). En su aproximación antropológica Scheler defiende la unidaddel ser humano contra todo tipo de dualismo según «mente/cuerpo». Subraya el hechode que el hombre se diferencia de los animales porque, al mismo tiempo, es un cuerpoy tiene un cuerpo. Esto le permite distanciarse subjetivamente de su cuerpo y aplicar sucapacidad crítica, irónica, afectiva, etc., sobre la realidad. Ver, en especial, de M.Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 1971, que, desdeuna perspectiva antropológica, es su obra de referencia. Sobre la excepcional impor-tancia de este escrito de Scheler para la antropología, ver Schulz, Philosophie in derveränderten Welt, cit., pp. 421-432.

3. Esta distinción resulta bastante común en algunas de las direcciones más sig-nificativas del pensamiento antropológico alemán marcadas por la fenomenología (verWaldenfels, Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 186-195). Obras de H. Plessner: Larisa y el llanto, Madrid, Revista de Occidente, 1960, esp. pp. 52-62; Die Stufen desOrganischen und der Mensch. Einleitung in die Philosophische Anthropologie, Frankfurta. M., W. de Gruyter, 1975, pp. 230-231, 237-238, 294-295. Sobre la antropologíade Plessner, ver Schulz, Philosophie in der veränderten Welt, cit., pp. 59-67; en espe-cial, S. Pietrowicz, Helmuth Plessner, Genese und System seines philosophisch-anthro-

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dos formas de presencia en el mundo de su cuerpo, prácticamente comosi se tratase de dos cuerpos. Como «cuerpo» (Körper), no es más queuna «cosa (Ding) entre las cosas, que se encuentra en un lugar cual-quiera del continuum espaciotemporal». Sin embargo, como cuerpo(Leib), el hombre es «un sistema concéntricamente cerrado en torno aun centro absoluto (absolute Mitte), en un espacio y un tiempo condirecciones absolutas (absolute Richtungen)»4. Aunque, en el ser hu-mano, el «cuerpo» y el cuerpo no constituyan unos sistemas que pue-dan separarse porque constituyen «una y la misma cosa», pese a ellono son exactamente coincidentes: el cuerpo (Leib) es la unidad, siem-pre móvil, de reflexión y de «cuerpo» (Körper). El hombre, «contem-poráneamente, siempre es cuerpo (Leib) [...] y tiene este cuerpo comoeste «cuerpo» (Körper)». Del mismo modo no resulta adecuado situarel «cuerpo» en el ámbito de la «naturaleza» y el cuerpo en el de la «cul-tura». Más bien, debemos resaltar que el cuerpo (Leib) ejerce la fun-ción de «lugar de intercambio» (Umschlagstelle) entre el espíritu y lanaturaleza, entre la cultura y la naturaleza, entre los hechos y su re-cepción, entre el sentido y la causalidad5. Esta duplicidad —Körper yLeib— inherente a la existencia humana hace posibles auténticas rup-turas y hiatos muy significativos en la forma histórica de la aparicióndel ser humano en su mundo, los cuales solamente podrán ser com-prendidos correctamente si tenemos en cuenta la movilidad —pasoincesante de la «naturaleza» a la «cultura»— a que constantemente seencuentra sometida la existencia humana. En un pequeño escrito delos años sesenta del siglo XX Plessner afirma:

La conjunción de cuerpo y de figura corporal como un entrelaza-miento de estos dos modelos físicos de existencia puede designarsebien con expresiones de «ser», o bien con expresiones de «tener» y«ser tenido», sin perder nunca, no obstante, la unidad continua delentrelazamiento de la acción y de lo que es material6.

pologischen Denkens, Freiburg/München, Karl Alber, 1992; Duch, Antropología de lavida cotidiana, cit., pp. 67-73.

4. H. Plessner, cit. Pietrowicz, o.c., p. 427. Es necesario señalar que la antropo-logía de Plessner pretende superar la clásica oposición en el pensamiento modernoalemán entre «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu». El antropólogo debepreocuparse por conseguir un punto de vista unitario, desde el que los diversos niveles(Stufungen) del mundo orgánico resulten comprensibles (cf. Schulz, o.c., p. 433).

5. Consúltese Waldenfels, Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 186-187. De-bemos advertir que la expresión «lugar de intercambio» procede de la reflexión feno-menológica de Edmund Husserl.

6. H. Plessner, «Sobre la cuestión de la comparabilidad de la conducta animal yhumana», en Más allá de la utopía, Buenos Aires, Alfa, 1978, p. 201.

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El animal también posee su «cuerpo» (Körper) como un cuerpo(Leib). Pero a diferencia del animal, el hombre, como consecuenciade su posición excéntrica, constantemente se ve obligado a encontrarun equilibrio, a menudo extraordinariamente inestable y precario, entrelas dos formas de su existencia física de «ser-cuerpo» (Körper) y de«tener-cuerpo» (Leib). Así pues, el cuerpo es al mismo tiempo unacondición y un objeto. Por esto, en relación con el cuerpo humano,Plessner utiliza la expresión no traducible al castellano de Leibkörper:quiere expresar la singularidad de lo humano, su destino en tanto quecomplexio oppositorum, que participa de una manera sui generis de lanaturaleza y de la cultura cuando no es, en realidad, ni completamen-te la una ni la otra. Utilizando las cosas del mundo, sabiendo —inclu-sive en la oscuridad— lo que hace, conocedor de la distancia que hayentre él mismo y el mundo, no encontrándose nunca por completo almargen de la naturaleza y de lo biológico, el ser humano tiene la po-sibilidad de desligarse progresivamente del cerco que le impone elmundo; un cerco procedente de mil direcciones, que le llama por mediode innombrables gritos y seducciones, pero al que puede resistirse,cambiarle el sentido, la forma y la fisonomía7. Para habitar humana-mente su mundo, debe de evitar la determinación a la que constante-mente se ve sometido por todo lo que le conduce (o puede conducir-le) a reaccionar «automáticamente» —como una especie de «segundoinstinto»— ante las diversas incitaciones de su entorno. Es en relacióncon esta problemática como encuentra su lugar natural uno de losconceptos antropológicos más importantes del pensamiento de Pless-ner: la excentricidad en tanto que concreción de la racionalidad asi-métrica entre el cuerpo humano y el mundo8. La posición excéntricadel hombre «es la que le permite percibir al mismo tiempo el mundocomo determinante abierto, como familiar y extraño, como significa-tivo y absurdo»9. Como consecuencia de su excentricidad característi-

7. Plessner analizó la risa y el llanto como dos situaciones extremas en las cualesel hombre pierde el control habitual de su cuerpo. Casi podría decirse que, en el llantoo en la risa, «cae» o tropieza (véase P. L. Berger, La rialla que salva. La dimensiócòmica de l’experiència humana, Barcelona, La Campana, 1997, p. 103). Pero inclusoentonces se diferencia radicalmente del animal porque sabe por qué ríe o por qué llora.En relación con esto, véase J. Ritter, «Sobre la risa» (1940), en Subjetividad. Seis ensa-yos, Barcelona/Caracas, Alfa, 1986, pp. 53-79.

8. Sobre la «excentricidad» en tanto que característica típica del ser humano enel pensamiento antropológico de Helmut Plessner, véase Plessner, Die Stufen des Or-ganischen, cit., pp. 288-308; Pietrowicz, o.c., pp. 419-435; Galimberti, Psiche e tech-ne, cit., pp. 202-203; Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 68-69.

9. Berger, o.c., p. 104. Georg Simmel, por medio de las imágenes del «puente»y de la «puerta», respectivamente, en términos de «ligar» y «desligar», también puso de

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ca, el ser humano puede reunir en un todo creador la continuidad y elcambio, la tradición y su obligada recreación. En este sentido la con-ciencia humana no es nada más que la extensa gama de posibilidadesde correr incesantemente fuera de y mucho más allá de sí mismo: in-tencionalidad, «existencia», «ex-periencia», «trans-cendencia», «pro-yectar», son nombres diversos para concretar mínimamente la formacaracterística de estar en el mundo del ser humano. De ahí que seapertinente afirmar, tal y como lo propone Scheler, que el hombre es elúnico ser que «es capaz de saltar fuera de sí». Además, la posiciónexcéntrica le otorga la posibilidad de una «reflexión total» que, en cadaaquí y ahora, le permite tomar conciencia, en un tipo de circularidad«afuera-dentro», de su original situación corporal, buscando, constan-temente, el equilibrio entre el «cuerpo» (Körper), que, «naturalmen-te», nunca puede dejar de ser, y el cuerpo (Leib), que, «culturalmen-te», se convierte en su espacio y tiempo. Con motivo de su disposiciónexcéntrica, constantemente, se ve obligado a buscar la distancia entre«él» y «sí mismo» —«puede ser autocrítico, ya que toda crítica, todabúsqueda de criterios, implica, necesariamente, distanciamiento—.Entonces, por esto mismo, se impone un fenómeno muy elocuente:por medio de la instrumentalidad de su cuerpo, el ser humano cons-tantemente se presenta y se representa como un ser expresivo y dramá-tico que actúa sobre el escenario del gran teatro del mundo respon-diendo, cotidianamente, a las preguntas, los retos y las novedades quese le presentan como consecuencia de su radical no finitud constituti-va, que es inherente a su condición espaciotemporal10. «Y es represen-tación la vida humana» (Pedro Calderón de la Barca).

En este contexto puede ser interesante que hagamos una brevealusión a la concepción del «rol humano» tal y como, en su día, lo

relieve la realidad dinámica del ser humano. Afirma que «el hombre es el ser que liga(mediante el puente), que siempre tiene que separar (mediante la puerta), porque sinseparar no puede ligar» (G. Simmel, «Puente y puerta», en El individuo y la libertad.Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península, 2001, p. 53). Asociación y diso-ciación son elementos co-extensivos del ser humano: puente y puerta. Evidentemente,esta cuestión permite un replanteamiento, en términos simmelianos, de la problemáti-ca en torno a «naturaleza-cultura», que se resume en lo que constituye lo propio del serhumano: la espaciotemporalidad al mismo tiempo abierta y cerrada. «Es esencial parael hombre, en lo más profundo, el hecho de que él mismo se ponga una frontera, perocon libertad, es decir, de tal modo que también pueda superar nuevamente esta fronte-ra, situarse más allá» (ibid., p. 49).

10. Creemos que sería muy interesante buscar vinculaciones entre la excentrici-dad del ser humano, tal y como lo propone Helmut Plessner, y la dramaticidad del serhumano, tal y como expone J. Tischner, Das menschliche Drama. PhänomenologischeStudien zur Philosophie des Dramas, München, W. Fink, 1989.

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expuso Helmuth Plessner11. Esta concepción tiene unos precedentesmuy interesantes en la reflexión antropológica de Georg Simmel12. Enlos primeros decenios del siglo XX, Plessner, si bien oponiéndose almarxismo y a los existencialismos, propuso su teoría del ser humanocomo un ser teatral que, interactivamente junto al resto de hombres ymujeres, se expresaba y, por eso mismo, impresionaba y al mismo tiem-po se dejaba impresionar13. Los marxistas y los existencialistas —se-gún la interpretación que hace Plessner— comprendían la libertadhumana en el sentido de unas posibilidades universales, que se origi-naban, para los primeros, a partir de la huida a la acción revoluciona-ria y, para los segundos, en los «espacios vacíos de la interioridad»(Hohlräume der Innerlichkeit). Ni los unos ni los otros llegan a diluci-dar lo que verdaderamente es la libertad humana. En oposición a estasdos direcciones de pensamiento, Plessner manifiesta que el hecho devivir y expresarse por medio de un rol significa que «los hombres pue-den vivir en contacto constante los unos con los otros» o, dicho deotra manera, que los hombres, propiamente hablando, no «existen»,sino que «co-existen»14. En 1928, en una de sus obras más conocidas

11. En relación con esto, ver T. Kobusch, Die Entdeckung der Person. Metaphysikder Freihheit und modernes Menschenbild, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesells-chaft, 1997, pp. 248-253. Sobre la historia del concepto «rol», ver T. Sachsse, «Rolle.II», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, VIII, Basel, Schwabe, 1992, cols. 1067-1070. Sobre las mises en scène del cuerpo humano, ver J.-J. Wunenburger, La vie desimages, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 2002, cap. VI (pp. 241-251).

12. Simmel afirma que «el fenómeno humano es el escenario sobre el que luchanlos impulsos anímico-psicológicos con la gravedad física, y la forma de conducir estabatalla y de tomar a cada instante nuevas decisiones es determinante para el estilo en elque se representan el individuo y los tipos» (G. Simmel, «La significación estética delrostro» (1901), en íd., El individuo y la libertad, cit., p. 286). Sobre el estatuto sagradodel rostro humano, ver el magnífico trabajo de D. Le Breton «Le visage et le sacré:quelques jalons d’analyse»: Religiologiques 12 (1995), pp. 49-64.

13. Debemos señalar que esta idea posee una larguísima historia en el pensamien-to occidental. Basta pensar en Platón, quien consideraba que todo ser viviente era unamarioneta de los dioses. En el mundo antiguo, la tradición estoica y un largo etcéteraestán es esta línea. Juan de Salisbury, Policraticus (1159), fue el creador de la expresióntheatrum mundi para poner de relieve la condición teatral del ser humano (ver J. M.González y R. Konersmann, «Theatrum mundi», en Historisches Wöterbuch der Philo-sophie, X, Basel, Schwabe, 1998, cols. 1051-1054; J. M. González García, Metáforasdel poder, Madrid, Alianza, 1998, cap. IV, pp. 97-142). No se puede olvidar la impor-tancia que esta forma de ver las cosas tuvo en el pensamiento europeo del Renacimien-to (por ejemplo, Erasmo de Rotterdam, El elogio de la locura), en el Barroco conautores tan significativos como Shakespeare, Calderón de la Barca, Gracián, hastallegar a los tiempos modernos (D. C. von Lohenstein, Rousseau, Kant, Diderot, Schel-ling, Nietzsche, Simmel, Goffman, Geertz, Turner, etc.).

14. Lo que Plessner reprocha al existencialismo es que no haya tenido en cuentani el aspecto corporal del ser humano ni sus lazos con la naturaleza. Por otro lado, la

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(Die Stufen des Organischen), ya dejaba claro que el papel del actor(Schauspieler) era algo que pertenecía en exclusiva al ser humano (yque, por esto mismo y parafraseando a Pascal, «no era ni ángel ni bes-tia»). Ahora bien, tan sólo un ser que vive en un desdoblamiento o enuna escisión germinal (keimhafte Spaltung) respecto a sí mismo, quees excéntrico por consiguiente, puede representar («jugar») un papel.Posee la libertad para tomar distancia y, desde ella, incorporar el rolque, en cada momento, crea más oportuno y conveniente15. Para el serhumano, la actividad de actor o de actriz, bien se trate de un anónimoportador de una máscara o del protagonista del film, no le sería posi-ble si «por naturaleza no tuviese en él mismo ‘algo’ de actor». Por ello,Plessner afirma con decisión que todos los seres humanos son actoreso actrices. Todo aquello que, en las relaciones (la distancia) del actorcon los espectadores, acontece sobre el escenario del teatro, no es nadamás que la repetición del «distanciamiento de los hombres respecto desí mismos y de los unos respecto a los otros, que se encuentra conti-nuamente presente en su vida cotidiana».

Plessner observa que el ser humano, en tanto que puede tomardistancia respecto de sí mismo y puede «retirarse» de sí mismo, es un«doble de sí mismo» (Dopelgänger seiner selbst). De aquí que sea nece-sario distinguir como mínimo dos significaciones del término «rol».Indica, en primer lugar, el ser de la persona como persona, es decir,una existencia «in-corporada», frecuentemente enmascarada, en uncuerpo, la cual posee un nombre como señal de su individualidad (iden-tidad) y un determinado estatus en la sociedad. En este sentido, enbase al posicionamiento de Plessner, ser persona significa llevar unamáscara que, al mismo tiempo, la manifiesta y la oculta16. Evidente-mente, esta máscara es el cuerpo (Leib), que permite que el ser huma-

argumentación de Plessner suscita la sospecha de que sus análisis sobre la existenciahumana se basan en la biología. Esta última le parece una de las bases más seguras, eincluso la única que es apropiada para la praxis antropológica (cf. Schulz, o.c., p. 435).

15. En sus estudios sobre la relación entre el actor (el «portador del rol») y el«rol», Erving Goffman puso en circulación la expresión «distancia del rol», que, apartir del modelo del teatro, describe microsociológicamente cómo el individuo traba-ja en su rol (ver Sachse, o.c., cols. 1068-1069). Otro antropólogo que trabajó con lanoción de «rol» fue Ralph Linton, quien puso de relieve que un rol siempre se encuen-tra vinculante con un estatus. De hecho, el rol es el aspecto dinámico del estatus. Vertambién G. Simmel, «El actor y la realidad» (1912), en íd., El individuo y la libertad,cit., pp. 305-316.

16. El vestido constituye un aspecto omnipresente del enmascaramiento humano.«El vestir enmarca el yo encarnado y sirve como metáfora visual para la identidad [...]El vestir es una dimensión esencial en la expresión de la identidad personal» (Entwis-tle, o.c., p. 53; véanse las interesantes reflexiones sobre esta temática ibid., cap. IV).

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no, motivado por su posición excéntrica, pueda expresarse y darse aconocer como alguien que, puesto que es «doble», es capaz de emitirjuicios críticos, estéticos y morales sobre él mismo. De este modo,mediante un movimiento a la vez de interiorización y de exterioriza-ción, este pensador concreta la función constitutiva que ejerce el cuerpohumano para su ser-en-el-mundo. El hombre y la mujer concretos, tantoen un sentido real como metafórico, «in-corporan» realmente unosroles como actores y actrices que «representan» y «se representan» (fi-gurieren) en el mismo centro de un determinado contexto social (eltheatrum mundi, para utilizar una expresión clásica). Por eso Plessnerconsidera el rol como «una estructura categorial fundamental (grund-kategoriale Struktur) que justamente tiene su base en la situación deincorporación (Verkörperungssituation) del ser humano».

Además, tal y como se deduce de lo anterior, el concepto «rol»también sirve para designar el lugar social ocupado, «teatralizado» porla persona concreta. En segundo lugar, a partir de 1948, Plessner con-cretó otra significación del concepto «rol»17. En efecto, la acción tea-tral contiene algunas condiciones muy singulares del ser-hombre-en-el-mundo. Una de las más importantes es la posibilidad dedistanciamiento del ser humano respecto de sí mismo, la distinciónentre «él» y «él mismo», obviamente, la distinción entre él mismo ytodos los demás seres.

Según nuestra opinión, la reflexión sobre la teatralidad constituti-va del ser humano pone de relieve el hecho de que, narrativa yespectacularmente, siempre se encuentra «en camino», representando(y representándose) una retahíla de «situaciones» y de «historias» quele permiten, en la provisionalidad de los tiempos y de los espacios,encontrarse a sí mismo (identificarse) en la medida en que encuentra(responde) al otro18. Por otro lado, esta concepción teatral del serhumano (el «doble teatral») ayuda a comprender que, a pesar de sufinitud constitutiva, el hombre es alguien que nunca se agota enningún momento, que la creatividad humana es posible. Por otrolado, en cada momento, su presentación mediante un rol concreto no

17. A comienzos del siglo XX, esta segunda significación ya había sido puesta demanifiesto por Georg Simmel (ver Kobusch, o.c., pp. 223-233, 250). En efecto, Sim-mel había manifestado que la vida es «una forma preliminar del arte teatral». H. Blu-menberg, «Una aproximación antropológica a la actualidad de la retórica», en íd., Lasrealidades en que vivimos, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1999, p. 127, se-ñala que la «vida» de la que habla Simmel «no es una ‘forma preliminar’ del arteescénico de un modo incidental y episódico, sino que el poder-vivir y el definirse-un-papel son dos cosas idénticas».

18. Aquí debemos tener en cuenta lo que expondremos más adelante sobre el«cuerpo situado» en conexión con el pensamiento de Heinrich Rombach.

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significa, como parecería dar a entender tomando alguna interpreta-ción del pensamiento de Marx, ningún tipo de alineación, sino que«bajo las condiciones actuales de un mundo de trabajo (Arbeitswelt)sumamente diferenciado, el rol le ofrece la posibilidad de ser total-mente él mismo». Por nuestra parte opinamos que el ser humano,justamente por culpa de su inacabamiento constitutivo, se ve forzadoa ser actor o actriz. Desde el nacimiento hasta la muerte, el máximode su existencia es desentrañar pensamientos, acciones y sentimientosde naturaleza diversa, los cuales, cada uno de ellos en concreto, tienensu espacio y su tiempo. Humanamente hablando, vivir consiste en elhecho de acomodar, día a día y momento a momento, pensamientos,acciones y sentimientos al ritmo de la acción escénica que impone laconvivencia (a menudo, el malvivir) cotidiana. En nuestras vidas hayuna especie de «necesidad teatral» impuesta por el «argumento» denuestras vidas; un argumento, por otro lado, que, cotidianamente,con gusto o desagrado, vamos contextualizando y adecuando a lasinsospechadas tramas teatrales que nos impone la insoslayable pre-sencia de la contingencia.

5.2.2. Cuerpo y conciencia

Admitido el carácter «ex-céntrico» del ser humano, la conciencia noes la duplicación material de aquel centro que es nuestro cuerpo, sinola misma posibilidad de separación, de distanciamiento, de supera-ción de sí mismo en relación con aquellos objetivos (reales o soñados)hacia los que se encamina porque los anhela, teme, ama u odia. Enúltimo término, bajo el impulso del deseo, la nostalgia o la curiosidad,la conciencia no es sino la capacidad para «salir de sí mismo» de quedispone el ser humano a fin de poder alcanzar horizontes hasta enton-ces inéditos y desconocidos, que le permitan concretar nuevas realiza-ciones (síntesis), siempre provisionales e históricamente condiciona-das. Seguramente tomando como punto de partida el escrito de MaxScheler Esencia y formas de la simpatía (1922), Plessner, a diferenciade la fijación instintiva del animal en su entorno (Umwelt), especificala posibilidad de «salir de sí mismo» del hombre como consecuenciadirecta de su excentricidad en una triple dirección: hacia el mundo«exterior» (Aussenwelt), hacia el mundo «interior» (Innenwelt) y haciael mundo «compartido» (Mitwelt)19. El antropólogo alemán, a partir

19. Véase Pietrowicz, o.c., pp. 429-435. El «mundo compartido» (Mitwelt) espara el hombre «la aprehensión de la forma de la propia posición como esfera compar-

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de esta triple dirección de salida, subraya con fuerza que la concienciahumana tan sólo puede existir en la realización de sus actos, es decir,en la misma acción que posibilita que el hombre salga de sí mismopara reencontrarse enriquecido y reintegrado en una unidad máspolifacética, más complementaria, con un grado más elevado de hu-manidad e, incluso con cierta frecuencia, con más incertidumbres.

Si la vida del animal siempre se halla centrada, la vida del hombre,que sin embargo nunca puede infringir una especie u otra de centrali-dad, se encuentra contemporáneamente fuera del centro, es excéntri-ca. La excentricidad es la forma, característica para el hombre, de sudisposición frontal en las confrontaciones con el ambiente20.

Según la interpretación que Galimberti hace del pensamiento dePlessner, la excentricidad del ser humano custodia el secreto de lo quenuestra tradición cultural ha designado con el nombre de «concien-cia»21. Para el pensador italiano, en realidad, la conciencia no es sinootra denominación de la excentricidad. En efecto, para Galimberti,que se hace eco del «psicologismo» tan típico de la hora presente, laconciencia emerge en la tensión dialéctica entre la pulsión y la satis-facción, en medio de la turbación producida por la misma motricidadhumana, ya que, como apuntaba Heinrich von Kleist (Über das Mario-nettentheater), a diferencia de la motricidad animal que siempre es«segura y adecuada», la motricidad humana, constantemente, se ve«turbada y conmovida por la conciencia»22. En la segunda Considera-ción intempestiva (1874) Nietzsche describió magníficamente la envi-dia del equilibrio del animal que el hombre siempre, de una manera uotra, ha experimentado. En efecto, el ser humano desearía poseer laseguridad y la firmeza que el animal recibe de su centro y que se

tida con los otros hombres. En consecuencia ha de decirse que el ‘mundo compartido’se constituye por mediación de la forma posicional excéntrica, la cual, al mismo tiem-po, garantiza su realidad» (H. Plessner, cit. Pietrowicz, o.c., p. 433).

20. H. Plessner, cit. Galimberti, o.c., p. 203. «La vida del animal, dispuesta en sumedio, se mueve a partir de un centro que constituye el sostenimiento de su existencia,pero este sostenimiento, por su parte, no se halla en conexión con él, no le es dada[...]: tal posibilidad permanece reservada al hombre» (Plessner, o.c., 196). Para Pless-ner, el animal es un simple preludio, porque es en el ser humano donde se alcanza ladimensión de «tenerse-a-sí-mismo» (Sichhaben). Con el hombre la vida ha conseguidola posibilidad de comprenderse a sí misma y de comprender el entorno, y, al mismotiempo, de poner en relación estos dos términos. Sin embargo, eso sólo es posible acausa de la capacidad reflexiva de los humanos, la cual les permite decirse «yo» a ellosmismos (cf. Schulz, o.c., pp. 434-435).

21. Galimberti, o.c., p. 196.22. Cf. ibid., pp. 197-199.

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concreta en su inmovilidad «satisfecha» y en la certeza inconmoviblede vivir en un mundo fiable y sin sorpresas:

Observa el rebaño que ante ti se apacienta. No sabe lo que es ayer nilo que es hoy; corre de aquí allá, come, descansa y vuelve a correr, yasí desde la mañana hasta la noche, un día y otro, ligado inmediata-mente a sus placeres y dolores, clavado al momento presente, sindemostrar ni melancolía ni aburrimiento. El hombre observa contristeza semejante espectáculo, porque se considera superior a la bes-tia, y, sin embargo, envidia su felicidad. Esto es lo que él querría: nosentir, como la bestia, ni disgusto ni sufrimiento, y, sin embargo, loquiere de otra manera, porque no puede querer como la bestia23.

Seguramente que lo que nuestra tradición ha designado con el tér-mino «conciencia» no es propiamente un objeto, sino la tensión hacialas cosas o, como prefieren los fenomenólogos, la pura intencionali-dad. El hecho de encontrarse expuesto a una tensión insuprimible esuno de los rasgos más característicos del cuerpo humano, el cual, adiferencia del del animal, siempre está poseído por un desasosiego in-saciable que lo conduce por caminos imprevisibles por adelantado.Galimberti advierte que el cuerpo humano no es erecto a causa de lamecánica del esqueleto o por la fuerza de su regulación nerviosa, sinoporque se encuentra «situado en un mundo que no abarca y que noposee, pero hacia el cual, incesantemente, está dirigido y proyectado»24.En efecto, nuestra reflexión puede emitir juicios sobre las cosas delmundo, puede objetivarlas y tematizarlas, porque estas cosas, previa-mente, han sido expuestas delante de los sentidos de un cuerpo que lasha visto, sentido, palpado y, a menudo incluso, ha sido irresistiblementetentado por ellas. El animal jamás puede ser tentado porque, desdesiempre, ya se halla predeterminado por su instintividad. El hombre,porque es un «ser de lo posible» que, continuamente, ha de hacer fren-te a las «heridas de la posibilidad» (Kierkegaard), es puesto a pruebaen cada instante de su vida, nunca puede abstenerse de la agotadoratarea de descodificarse a sí mismo y a su entorno; la tentación es paraél como una suerte de «estado natural»25. La tentación es consecuen-

23. Fr. Nietzsche, «De la utilidad de los estudios históricos», en Consideracionesintempestivas, Madrid, Aguilar, 1932, p. 73. En la octava elegía de Duino, en la con-traposición entre el hombre y el animal, Rainer Maria Rilke se expresa de forma muyparecida a la de Nietzsche. Véase lo que exponemos más adelante en este capítulosobre «el hombre y los sentidos».

24. Galimberti, o.c., p. 199. Sobre lo que sigue, véase ibid., pp. 199-201.25. Creemos que tiene razón J.-J. Wunenburger, «Déclin et renaissance de l’ima-

gination symbolique»: Sociologie et sociétés 17 (1985), p. 45, cuando manifiesta que

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cia de nuestra situación móvil (histórica) en el espacio y el tiempo, ytambién de nuestra finitud consciente y, por eso mismo, no asumidao, tal vez mejor, que debemos ir asumiendo en el transcurso de losprocesos de identificación que configuran nuestros «trayectos biográ-ficos y hermenéuticos». Eso significa que los humanos, a la inversa delos animales, habitamos nuestro cuerpo en la «no identidad» con no-sotros mismos, lo cual implica que, sin cesar, a menudo incluso demanera obsesiva y enfermiza, anhelemos encontrar nuestra identifica-ción —que es una identidad imposible— en medio de las peripecias ycontradicciones de nuestros trayectos biográficos. Otro aspecto quenos diferencia profundamente de los animales es que, en el ser huma-no, la tentación se halla íntimamente vinculada con la imaginación,que es fuente de rupturas, deseos, curiosidad y contestación26.

Conviene no olvidar que el mundo ya está aquí, ofrecido al cuer-po, con antelación a cualquier tipo de reflexión y juicio personales, dela misma manera que nuestro cuerpo ya se encuentra expuesto almundo antes del inicio de nuestras reflexiones e interpretaciones. Poreso, «reflexionar» no es, por mediación una forma u otra de interiori-zación, descubrir y «reflejar» la interioridad de la conciencia, sino quees acoger mediante la propia mirada las impresiones fugaces y laspercepciones inadvertidas con cuyo concurso, en un incesante movi-miento de ida y vuelta, el mundo se me ofrece a mí y yo me ofrezco almundo. De ahí que, a pesar de todos mis esfuerzos, por más intensi-dad con que reflexione sobre el sentido del mundo, de la existencia,del tiempo, de la muerte, nunca llegaré a encontrar algo parecido a miauténtica «interioridad», sino que sólo «chocaré» con mi propia expo-sición («presentación» y «representación») en el mundo, con el con-flicto inaugurado y siempre reactivado de nuevo que se instituye acausa de mis inevitables relaciones con él. Como dato primordial,como situación insuperable e infranqueable, antes de cualquier afir-mación a priori sobre la conciencia o la interioridad personal, deberátenerse en cuenta la representación que hace al mundo el cuerpohumano sobre el escenario que es la vida cotidiana.

puede atribuirse el deseo insaciable de Occidente por el cambio permanente a «lainteracción inédita entre una razón organizadora y una imaginación creadora, desvin-culada desde los griegos de su función mítica conservadora [...] De esta manera nues-tra cultura da testimonio de un deseo insaciable de apropiación de lo posible».

26. En este contexto merece tener en cuenta los iluminadores análisis de HansBlumenberg sobre la «curiosidad» (curiositas, Neugierde) tanto en los tiempos en quefue condenada por la Iglesia como causa del pecado de soberbia como también en lasépocas (la Modernidad) en las que ha sido considerada como el punto de partida delprogreso y de la ciencia moderna.

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5.2.3. Cuerpo humano y cuerpo animal

En nuestro tiempo, desde ópticas antropológicas y metodológicasdiferentes, vuelve a discutirse intensamente sobre una cuestión que enel pasado dio lugar a enormes riadas de tinta: la relación entre elhombre y el animal27. Continuidad o discontinuidad: éste es el dilemacapital. Es innegable que esta problemática adquiere un interés espe-cial en relación con el cuerpo humano28. Desde nuestra perspectiva, ladiferencia entre el hombre y el animal no puede establecerse, porejemplo, a partir de la presencia o de la ausencia de alma, ni a partirdel grado de especialización corporal, sino como consecuencia de lasdiferentes y contrastadas formas de relación que el hombre y el animalmantienen con su entorno29. Como señala Arnold Gehlen, las formasde relación propias del ser humano son, al mismo tiempo, causa yconsecuencia de que «en el hombre nos encontramos con un proyectoabsolutamente único de la naturaleza, que no ha sido intentado porésta en ningún otro lugar»30. Bernhard Waldenfels escribe:

27. Como ejemplo, véase P. Singer, Ética práctica, New York, Cambridge Uni-versity Press, 21995, pp. 90-98 y passim. Creemos que no tendría que banalizarse elhecho de que tanto el hombre como el animal pueden ser el objeto de sufrimiento, delnatural y del infligido por agentes externos. Esta posibilidad dolorosa compartida porhombres y animales establece un innegable parentesco entre todos ellos. Y, desde estepunto de vista de los humanos, debería implicar una exigencia ética respecto al tratode los animales. Sin embargo mantenemos la opinión de que esta constatación, suma-mente importante en ella misma, no es suficiente para anular las diferencias entre elhombre y el animal. No se da, por decirlo brevemente, una «circularidad relacional»entre el hombre y el animal: el hombre puede ser (o sentirse) responsable de los anima-les, pero es bastante problemático que se dé el caso inverso. Aún debe tenerse encuenta otra posibilidad: la perversión del ser humano. En relación con el dolor, esosignifica que el hombre o la mujer concretos, consciente y libremente, pueden infligirsufrimiento a hombres y animales. Aquí también se detecta una evidente diferencia o,tal vez aún mejor, una interrupción entre la mera animalidad y la humanidad. El sufri-miento que puede causar el animal se mantiene en el ámbito de la instintividad, mien-tras que el provocado por el ser humano tiene un fundamento completamente diferen-te: el hecho de ser humano con libertad y posibilidad de convertirse en inhumano.

28. En relación con los que afirman la simple continuidad entre el animal y elhombre, A. Gehlen, El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Salamanca,Sígueme, 1980, pp. 12, 18, hace notar que a menudo el concepto «evolución» setransforma de un concepto hipotético en uno metafísico.

29. El punto de partida de esta reflexión es Galimberti, o.c., p. 102. Sobre estaproblemática, cf. H. Plessner, «L’uomo come essere biologico», en A. Babolin (ed.),Filosofi tedeschi d’oggi, Bologna, Il Mulino, 1967, pp. 360-376, esp. pp. 368-374; H.Jonas, «Homo pictor: la libertad de la imagen», en El principio vida, cit., pp. 217-245.

30. Gehlen, o.c., p. 15; cf. ibid., pp. 19, 22-35.

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El discurso sobre el hombre como toolmaker animal (Franklin) nosignifica solamente que el hombre en cada situación concreta sabeencontrar una salida, sino que, sobre todo, remite a la invención ycreación de herramientas como herramientas teniendo en cuenta suuso potencial31.

Lo que acostumbra a caracterizar las relaciones del animal con suentorno es o la adaptación o la desaparición. Por el contrario, en ladiversidad y en el cambio de las condiciones geohistóricas, el serhumano, en y a través de las relaciones con su entorno, «en constantepolémica con el mundo» (Gehlen), puede trascenderse y trascenderlo.La expresión de Nietzsche: «El hombre es el animal aún no fijado»,creemos que debe entenderse en el sentido que acabamos de exponer,es decir, como resumen de lo que es la presencia sobre el escenario delmundo de un ser cuya característica fundamental es la autotrascen-dencia, a partir paradójicamente de su innegable y comprobable fini-tud. Eso significa que el ser humano no sólo es capaz de superar elentorno «natural» para crear uno «virtual» y desiderativamente soña-do, sino que es humano justamente porque su existencia, desde losmismos orígenes de la especie humana, ha sido un continuado ejerci-cio de superación de la naturalidad que le era propia. Es en estesentido como adquiere toda su fuerza la conocida expresión de ErnstBloch: para el hombre, «toda auténtica realidad se encuentra precedi-da por un sueño»32. Expresándolo de otra manera: el animal es el serde la «facticidad»; el hombre es el ser de «lo posible», del «deseomimético» (Girard), porque tenga conciencia o no, la interpretaciónde su propia existencia, es decir, la capacidad para tomar distanciarespecto a él mismo, es la tarea fundamental que le viene impuestapor su paso por este mundo33. Porque es radicalmente incompleto, seimpone la obligación de buscar complementariedades y compensa-ciones respecto a sí mismo, jamás cesa de plantearse —a menudo, condosis inquietantes de impaciencia enfermiza— tareas y ejercicios va-riados respecto a sí mismo34. «Todas las deficiencias de la constitución

31. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., p. 101.32. R. Girard, Je vois Satan tomber comme l’éclair, Paris, Grasset, 1999, p. 35,

afirma: «El hombre es aquella criatura que ha perdido una parte de su instinto animalpor el hecho de acceder a lo que se llama deseo». De esta obra hay traducción castella-na (Barcelona, Anagrama, 2002).

33. A. Gehlen, Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hom-bre por sí mismo, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1993, pp. 63-66, consideraque el hombre es, al mismo tiempo, un ser con limitaciones («orgánicamente desvali-do») y Prometeo.

34. Véase Gehlen, El hombre, cit., pp. 35-40, que aporta sobre esta cuestión

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humana [...] son transformadas por el hombre, por sí mismo y con suacción, en medios de su existencia, conjugándose así en última instan-cia el destino del hombre hacia la acción con su incomparable ubica-ción espacial»35.

En el primer volumen de esta Antropología de la vida cotidiana yanos referimos a la cuestión de la «transanimalidad», tal como habíasido planteada por Hans Jonas, con la finalidad de poner de manifies-to lo que era específicamente humano en contraposición con el ani-mal36. A continuación, nos referiremos brevemente a una reflexiónposterior de este autor sobre la misma temática, pero tomando comocentro de su pensamiento el hecho que el hombre es, fundamental-mente, un «ser de imágenes»37. En contra de la opinión de un grannúmero de antropólogos, Jonas, para ejemplificar la transanimalidaddel hombre, no adopta como punto de partida de su reflexión elhomo loquens, sino el homo pictor. A partir de aquí afirma que

el dibujo más tosco o infantil tendría el mismo valor probatorio queel arte de Miguel Ángel. ¿Probatorio de qué? De la naturaleza másque animal de su creador, y de que se trata de un ser potencialmente

algunos ejemplos de la tradición filosófica alemana, sobre todo de Schiller y Herder.Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 162-163, 196, analiza las profundas diferen-cias que hay entre el aprendizaje del niño y el del animal. El animal no puede separarsedel caso concreto, mientras que el niño es capaz de aprender a solucionar las variablesque se le irán presentando en su vida cotidiana. El niño, porque dispone del «momen-to de la libertad» (Merleau-Ponty), tiene a su disposición una instancia que es capaz dedar órdenes y establecer metas. Expresándolo de otra manera: en el aprendizaje delniño, de una manera u otra, también se incluye «la argumentación contra el sistema»,la desobediencia que, como consecuencia de la ambigüedad inherente a la condiciónhumana, puede ser correcta o incorrecta, es decir, éticamente ponderable.

35. Gehlen, o.c.., p. 41.36. Véase la aproximación al pensamiento de Hans Jonas en Duch, Antropología

de la vida cotidiana, cit., pp. 73-88, en donde nos referimos a la cuestión de la «tran-sanimalidad». Hay otra diferencia importante entre el hombre y el animal. Nos referi-mos a la alimentación. El hombre come, el animal zampa. Y es evidente, como loponen de relieve innumerables ejemplos históricos, que los procesos de deshumaniza-ción del ser humano hacen que éste deje de «comer» como hombre y pase a «zampar»como los animales. O, lo que aún es peor, pase a una situación de «exhumanidad». Enel estudio que dedicaremos a la familia (2.2), ofreceremos una aproximación a la comi-da humana, porque creemos que la educación del «comer como seres humanos» es unatarea prioritaria de la codescendencia como «estructura de acogida».

37. Véase Jonas, «Homo pictor: la libertad de la imagen», en El principio vida,cit., passim. Debe completarse esta perspectiva con la que Jonas expone en «La noble-za de la vista. Una investigación de la fenomenología de los sentidos», en El principiovida, cit., pp. 191-216, que es una aproximación antropológica a los sentidos huma-nos, sobre todo a la vista como sentido primordial. Véase lo que diremos más adelantesobre los sentidos corporales del ser humano.

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hablante, pensante, dotado de inventiva, en suma: de un ser simbó-lico38.

Parece harto evidente que un ser que se dedica a hacer imágenes,o bien se propone producir cosas inútiles o bien posee finalidadesdiferentes de las meramente biológicas o bien pretende conseguirestas últimas de una manera que no se limita al uso instrumental de lascosas. La capacidad de hacer imágenes implica que el ser humanodispone, por un lado, de un «control eidético de la motilidad», esdecir, de actividad muscular, regida no por los esquemas fijos deestímulo y respuesta, sino por una forma libremente elegida, imagina-da interiormente y proyectada por propia voluntad. Y, por el otro,dispone de un «control eidético de la imaginación», es decir, de lalibertad para la creación interna, para el planteamiento de alternati-vas, para los «sueños despiertos» (Bloch). Estos dos controles posibili-tan la libertad del ser humano. «La noción de homo pictor, que expre-sa ambos controles en una misma evidencia intuitiva e indivisible,indica el punto en el que las nociones de homo faber y de homosapiens no sólo se unen, sino que se revelan como una y la mismanoción»39.

Desde una perspectiva histórica algo diferente, pero con unavisión antropológica bastante semejante, Waldenfels subraya con ro-tundidad el hecho de que, en relación con el animal, la capacidadespecífica del ser humano consiste en

multiplicar los puntos de vista y, ante las estructuras predadas de larealidad, en tener en cuenta y operar con diferentes posibilidades deestructuración [de la realidad]. De esta manera se pone de manifiestola capacidad del ser humano para superar las ambigüedades y losdobles sentidos, o, diciéndolo de otra forma, es capaz de desarrollarel sentido de lo posible40.

Según Galimberti, en la abertura relacional del cuerpo humanoque constituye su exposición más significativa y específicamente hu-mana es donde se encuentra el sentido primigenio del mundo, suaparecer inmotivado y sin explicación, al que el cuerpo intenta darle

38. Jonas, Homo pictor, cit., p. 219. No hay duda de que otro rasgo distintivototal entre el hombre y el animal es la muerte, la conciencia de la propia mortalidad.Sobre esta problemática, cf. L.-V. Thomas, Anthropologie de la mort, Paris, Payot,1980, cap. III (pp. 69-100), y también E. Morin, El hombre y la muerte, Barcelona,Kairós, 1974, esp. pp. 32-37.

39. Jonas, o.c., p. 234.40. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 197-198.

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un sentido mediante el proceso histórico de habitarlo41. Conociendolas cosas del mundo, el cuerpo se conoce a sí mismo como un conjun-to de posibilidades que, constantemente, se pueden verificar por me-diación de las mismas cosas del mundo. Por eso puede afirmarse queel sentido de las cosas del mundo nace contemporáneamente con laverificación de las posibilidades del cuerpo, porque, como escribeGalimberti, las cosas y los acontecimientos del mundo se revisten conlas posibilidades y los modelos de acción del cuerpo. Las relacionesque despliega mi cuerpo abierto al mundo se encuentran en el origende toda trascendencia, y, precisamente, de este origen mana aquelsaber que precede y condiciona todas las relaciones lógico-objetivasque un cogito abstracto es capaz de desplegar42. Sólo a través de miadhesión a un mundo ya predado y constituido mediante mi realidadcorporal, tiene razón de ser el «yo pienso»: lo que ha de ser no es unaespecie de precedente, anterior a la misma vida, sino que viene a laexistencia a partir de la dimensión originaria de la realidad, la cual noes sino mi exposición corporal al mundo.

«Tener un mundo es muy diferente que estar en el mundo. Todoslos vivientes están en el mundo, pero el hombre está en el mundocomo aquel que tiene un mundo, como aquel para el cual el mundo noes tanto la casa, el lugar en el que se hospeda, como el proyecto parasu construcción»43. Incluso podría afirmarse que el hombre en elmundo, a causa de su disposición cultural, mantiene el decidido pro-pósito de alterar la disposición «natural» de las cosas, las cuales, talcomo se le presentan en cada hic et nunc, nunca responden entera-mente a sus expectativas, nunca se acomodan a sus proyectos, siempreson causa de insatisfacción y perplejidad44. De ahí procede la inaccep-tabilidad del mundo que se le ofrece ante los ojos, la cual ha sido unode los motores que, desde que hay vida humana en la tierra, ha puestoen movimiento la realidad corporal del ser humano como una aventu-ra histórica en el marco de la espaciotemporalidad que le es propia45.Éste es el fundamento del inacabable y, a menudo, doloroso éxodo

41. Cf. Galimberti, o.c., p. 200.42. Cf. ibid., pp. 200-201.43. ibid., pp. 201-202.44. Gehlen, El hombre, cit., p. 43, afirma que, «exactamente, en el lugar que

ocupa el medio ambiente para los animales, se encuentra para el hombre el mundocultural, es decir, el fragmento de naturaleza sometido por él y transformado en ayudapara su vida». Sobre la «naturalidad» de lo cultural para el ser humano, cf. Gehlen,Antropología filosófica, cit., pp. 97-100.

45. Véase el interesante ensayo de G. Simmel «La aventura», en Sobre la aventu-ra. Ensayos de estética, Barcelona, Península, 2002, pp. 17-41.

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que, desde los orígenes más remotos, jamás ha cesado de acompañaral hombre: el paso de la naturaleza a la cultura46; un paso que, conti-nuamente, pone de manifiesto que el hecho de «estar en el mundo»implica necesariamente el hecho de «tener un mundo» marcado por laprovisionalidad y los restantes riesgos que son inherentes a esa pose-sión —que siempre tendría que implicar al mismo tiempo una cierta«desposesión»— y que son completamente ajenos al animal.

«Si se quisiese definir muy sencillamente la diferencia entre elhombre y el animal, podría concretarse así esta diferencia: Si un leónpudiese decir: ‘Yo soy un león, y, además estoy muy orgulloso deserlo’, o bien decir: ‘Por desgracia mía, sólo soy un león’, entonces,este león sería un hombre. Justamente eso es lo que hace el hombre.Dice: ‘Soy un hombre, tengo la piel de este color, nací aquí o allá’.Sobre todas estas circunstancias puede lamentarse, alegrarse, conside-rarlas irónicamente. En él, todo son tomas de distancia. El animal, encambio, no puede tomar distancia de sí mismo»47.

5.3. EL CUERPO HUMANO Y LOS SENTIDOS

5.3.1. Introducción

Desde los griegos, con frecuencia, se ha puesto de relieve la importan-cia de los sentidos corporales para la plasmación de la existencia nosólo del ser humano tomado individualmente, sino para el conjuntodel cuerpo social y de sus instituciones48. Como escribe Emilio Lledó,

46. Es importante tener en cuenta la advertencia de Plessner: «Para comprenderal hombre como ser biológico, hemos de superar sus propiedades biológicas [...] Elhombre es por naturaleza no natural» (Plessner, «L’uomo come essere biologico», cit.,p. 360).

47. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., p. 200.48. Parece que fue Demócrito el primero que mencionó como nombres y como

verbos los cinco sentidos corporales clásicos (vista, oído, olfato, gusto y tacto) (cf. E.Scheerer, «Sinne, die», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, IX, Basel, Schwa-be, 1995, cols. 824-869). Fue, sobre todo, Aristóteles el que procedió a la clasificacióndefinitiva de los sentidos corporales que, desde entonces, ha tenido vigencia en lacultura occidental (cf. L. Konecyn, «Los cinco sentidos desde Aristóteles hasta Cons-tantin Brancusi», en AA. VV., Los cinco sentidos y el arte, Madrid, Museo del Prado,s.a., pp. 29-54, con unas notables ilustraciones). Desde una perspectiva religiosa, lossentidos corporales, sobre todo la vista y el oído, también han merecido la atención delos estudiosos (cf. K. A. H. Hidding, «Sehen und Hören», en AA. VV., Liber amico-rum. Studies in Honour of Prof. Dr. C. J. Bleeker, Leiden, E. J. Brill, 1969, pp. 69-79).Sobre los sentidos corporales, véase la amplia bibliografía que se ofrece en AA. VV.,Los cinco sentidos, cit., 379-397.

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el sentir que sentimos ha sido, quizá, el primer paso con el que el serhumano empezó a tomar conciencia de sí mismo y de su lugar en elmundo. Los sentidos que abren nuestro cuerpo han sido, paradójica-mente, el principio de nuestra reflexión. [...] A partir de las sutilesaberturas de las sensaciones se va construyendo el mundo de la inti-midad. Un mundo cuyas fronteras oscilan entre la realidad en la queestamos y la idealidad, la teoría, el río de palabras que somos49.

La metáfora «cuerpo social» posee una larga y fecunda historia enla cultura occidental. Esta metáfora no hace sino subrayar un conjun-to de semblanzas y correspondencias de carácter corporal, por unlado, entre interioridad y exterioridad en el mismo ser humano y, porel otro, entre el ser humano y la entera realidad considerada como unorganismo corporal vivo y activo50. Desde múltiples perspectivas (re-ligiosa, social, política), las referencias a los sentidos corporales nosólo han sido altamente valoradas en el seno de nuestra cultura, sinoque, en muchas ocasiones, se han considerado imprescindibles paraexpresar determinados aspectos de la vida psíquica y espiritual del serhumano. Véase, por ejemplo, el siguiente texto, sacado del capítulosobre la «consideración del infierno» de los conocidos Ejercicios espi-rituales de san Ignacio de Loyola:

El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandesfuegos, y las almas como cuerpos ardientes. El segundo, escuchar conlas orejas lloros, chillidos, griterío, blasfemias contra Cristo nuestroSeñor y contra todos sus santos. El tercero, oler con el olfato humo,azufre, sentina y cosas pútridas. El cuarto, gustar con el gusto cosasamargas, así como lágrimas, tristeza y el gusano de la conciencia. Elquinto, tocar con el tacto, a saber, como los fuegos tocan y abrasan lasalmas51.

5.3.2. La vista, el oído y el tacto

Mas adelante ofreceremos un par de reflexiones sobre la funciónhumanizadora de la mano. Ahora, a continuación, sólo nos referire-mos muy esquemáticamente a tres sentidos corporales: la vista, eloído y el tacto, porque creemos que ellos, organizados de una manera

49. E. Lledó, «Sentir que sentimos», en AA. VV., Los cinco sentidos, cit., p. 17.50. Aún sería posible considerar un tercer tipo de correspondencias de carácter

corporal entre el ser humano, el conjunto de la realidad humana (la humanidad) y elcosmos.

51. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 1.ª semana, quinto ejercicio.

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casi sinóptica, son los encargados de hacer operativa la presencia delser humano en su mundo.

Es algo fácilmente comprobable que, en las diversas etapas de lacultura occidental, casi siempre la vista ha ocupado el lugar másdestacado y, a menudo, también ha sido considerado como el sentidomás noble52. Desde la época de Homero, la temática en torno a lovisible ha estado constantemente presente en Occidente. Lo visibleentró en la reflexión filosófica como representante privilegiada de losensible en un doble sentido: como índice ontológico y como paradig-ma epistemológico. Platón —y, después de él, toda la tradición occi-dental posterior— describe la actividad más excelsa del espíritu hu-mano, la theoria, con metáforas tomadas de la visión: se acostumbra ahablar de los «ojos del alma» o de la «luz de la razón». Para estepensador griego, lo visible es la copia o la imagen de lo inteligible, locual, desde la perspectiva platónica, implica que lo visible, sea cual seasu dignidad, siempre debe considerarse como una especie de vasallode lo invisible.

Al mismo tiempo, aún debe añadirse a esta reflexión otro aspecto:la vista no sólo ha servido de modelo para la percepción, sino que,históricamente —tal vez con la excepción de Johann Gottfried Her-der— ha sido utilizada como criterio para la evaluación de los otrossentidos. En las diferentes fases de nuestra cultura, por regla general,se ha acostumbrado a otorgar una suerte de «autonomía» a las aporta-ciones perceptivas de la vista, con la finalidad de subrayar su excelen-cia en relación con las aportaciones perceptivas de los otros sentidoscorporales del ser humano. Sin embargo hubiera sido mucho másrealista considerar la actividad de los sentidos humanos no de maneraaislada, sino como un conjunto de funciones realizadas armónicamen-te entre todos ellos a favor del único cuerpo humano. Así se hubieramanifestado el carácter concertado y sinfónico del trabajo de lossentidos53. Como coincidentia oppositorum que es, es el cuerpo enteroque ve, oye, gusta en definitiva, el que «sintetiza» y coordina eltrabajo mancomunado de los sentidos humanos54. Es indiscutible que

52. Véase Jonas, «La nobleza de la vista», cit., pp. 191-216.53. En su Ensayo sobre el origen del lenguaje, Herder ofreció una interesante

visión sinóptica y complementaria del trabajo de los sentidos humanos. A pesar detodo, en oposición a la supremacía que el pensamiento griego otorgaba a la vista, él,siguiendo de cerca la tradición semita, la confería al oído.

54. Tal como lo analiza Georg Simmel, el rostro constituye la expresión de laconjunción perfecta de la coincidentia oppositorum que es el ser humano. «En el marcodel mundo visible no hay ninguna figura que permita confluir una multiplicidad tangrande de formas y planos en una unidad de sentido tan incondicionada, como lo

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los sentidos humanos son los fautores de la plasticidad que es unacaracterística destacada del ser humano, la cual, sobre todo en lacultura occidental, tal vez como consecuencia de la herencia cristiana,se concreta en el rostro. De hecho, los sentidos son los responsablesde su «no fijación» dentro de los límites impuestos por la mera instin-tividad. A causa de la plasticidad a la que hemos aludido,

el rostro se convierte, por así decirlo, en lugar geométrico de la per-sonalidad interna en tanto que ésta es visible, y también en estamedida, el cristianismo, cuyas tendencias al encubrimiento sólo per-miten representar el fenómeno del hombre por medio de su rostro, seha convertido en escuela de la conciencia de la individualidad55.

Creemos que las reflexiones que tan sumariamente hemos ex-puesto evidencian que el polifacetismo propio del ser humano en-cuentra su fundamento corporal en el trabajo múltiple en vistas a launidad de sus sentidos.

Desde antiguo, la vista ha sido considerada como el sentido de lasimultaneidad o de la coordinación instantánea de los datos percibi-dos, y por eso mismo, tal como indica Hans Jonas, es el sentido quepone de manifiesto la extensión como «dato global»56. «La vista nos lopresenta todo de golpe», decía Herder. Los otros sentidos, en cambio,construyen perceptivamente las «unidades de lo que es múltiple» amedida que van captando las diferentes etapas de una secuencia tem-poral de sensaciones. De esta manera, consiguen unas determinadas«síntesis provisionales» que se caracterizan por el hecho de permane-cer siempre incompletas y dependientes del ritmo impuesto por lamemoria y por la trayectoria histórica propia del mismo vivir y convi-vir. Desde una situación determinada en el espacio y en el tiempo, lavista, en cambio, siempre capta un campo visual completo, simultá-neamente percibe la totalidad del ámbito visual considerado.

En un aquí y ahora concretos, la visión, juntamente con las im-presiones táctiles, permite al ser humano un acceso inmediato almundo en su espacialidad tridimensional. No se trata, sin embargo,

permite el rostro humano. El ideal de interacción humana: que la más extrema indivi-dualización de los elementos pase a formar parte de una unidad extrema que, cierta-mente existiendo a partir de los elementos, resida, sin embargo, más allá de cada unode ellos en particular y resida sólo en su interacción; esta fundamentalísima fórmula dela vida ha alcanzado en el semblante humano su realidad más acabada en el marco delo visible» (Simmel, «La significación estética del rostro», cit., p. 285).

55. Ibid., pp. 288.56. Véase Jonas, o.c., pp. 192-193.

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de una mera mirada superficial sobre el entorno, sino que, comoconsecuencia de la capacidad simbólica que es inherente a la condi-ción humana, la mirada exterior puede conducirle a la interior. En laimagen vista se da a conocer la realidad escondida. Porque la imagenque se ve, como el mismo ser humano, posee una dimensión abscon-dita y otra de revelata. O, expresándolo de otra manera, porque«todo lo que es pasajero es sólo una parábola» (Goethe), el ser huma-no, por mediación del sentido corporal de la vista, tiene la posibilidadde recorrer el trayecto que hay entre «lo que es pasajero» y «lo quenos incumbe incondicionalmente», por utilizar una expresión de PaulTillich. Se trata, en definitiva, de ir, visualmente, del «problema» delmundo (y del hombre) al misterio del mundo (y del hombre).

El oído, porque tiene el sonido como objeto perceptible, siemprese constituye a través de un dinamismo continuado, incesantemente infieri57. Si se pretende continuar escuchando, no es posible el estaciona-miento o el permanecer inactivo en la escucha. «Lo que el sonido des-vela directamente no es un objeto, sino un suceso dinámico que seproduce en el lugar que ocupa el objeto y, por ello, indirectamente, elestado en que se encuentra el objeto en el instante en que se produce elsuceso en cuestión. El crujir de la hojarasca cuando avanza sobre ellaun animal, los pasos de una persona o el ruido de un coche al pasardelatan la presencia de esas cosas a través de la acción de las mismas»58.

Aún debe señalarse otro aspecto interesante, que es característicodel oído. Es, en el sentido más amplio del término, el «sentido de lasustitución»: cuando, por ejemplo, oigo trinar a un pájaro, puedodecir que oigo a un pájaro, pero en realidad lo que oigo es su canto.Cuando cesa el canto, de alguna manera, el sujeto cantor desapareceporque, en aquel aquí y ahora concretos, su presencia corporal paramí equivalía fundamentalmente a su «presencia acústica». Por eso esadecuado mencionar aquí el viejo adagio: «Las palabras se las lleva elviento». Obviamente, se lleva la presencia que se nos había actualiza-do a través del sonido de los vocablos, del canto, del ruido. Hiddinghace notar que la vista es, principalmente, el sentido del espacio, en elque, en un momento determinado, el mismo ser humano se encuentra

57. Herder, en su importante e influyente Ensayo sobre el origen del lenguaje(1771), entre los sentidos humanos otorga la primacía al oído, que es «el primer maes-tro del lenguaje» y «el mediador entre los sentidos humanos en la esfera de la sensibi-lidad externa». Véase J. G. Herder, Ensayo sobre el origen del lenguaje, en Obra selec-ta, prólogo, traducción y notas de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1982, pp. 131-232,esp. pp. 166-195, en relación directa con la problemática sobre el oído.

58. Jonas, o.c., p. 193.

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situado. El oído, en cambio, es el sentido del tiempo, que transcurre yfluye sin cesar59.

A partir de lo expuesto, pueden detectarse las «diferencias sensiti-vas» que hay entre la vista y el oído60. En efecto, con la vista puedo«pasar revista» a un determinado campo visual, poseo la posibilidadde fijarme en este o en aquel detalle, soy capaz de afinar mi informa-ción visual mediante una atención más esmerada en este o en aquelobjeto, puedo «recomponer» el campo visual con nuevos detalles queantes me habían pasado desapercibidos. En definitiva: la visión partede mí mismo, me constituye en el centro de la observación visual,dispongo de la capacidad para determinar el tempo de la visión y de suduración. Casi podría afirmarse que ver es un movimiento dirigidopor mi voluntad, que va de «dentro a fuera». Con el oído se da unasituación muy diferente. Se trata de un movimiento que va de «fuerahacia dentro». Por eso mismo, escuchar implica siempre una completay atenta dependencia respecto al mundo exterior, en el que se origi-nan los sonidos que serán el objeto de mi audición y, por lo tanto, dela construcción de mi «objeto auditivo». En relación con la vista, soyun sujeto activo, con un cierto grado de autonomía, mientras que en laaudición, forzosamente, tengo que mantenerme en una obligada pasi-vidad, soy determinado por los sonidos que provienen de una fuenteexterior y ajena a mi voluntad. El sujeto que oye se encuentra enmanos de su universo sonoro. Por el contrario, en el hecho de fijar lavista en este o en aquel objeto la iniciativa corresponde al sujetohumano; en el hecho de escuchar se exige la constante predisposicióny atención de un sujeto que quiere hacerse cargo de un mensaje paraestar de acuerdo con él, disentir, rechazarlo, odiarlo, olvidarlo. HansJonas afirma que «la razón más profunda de esta fundamental contin-gencia del oído es el hecho de que es relativo a acontecimientos y no aexistencias, al acontecer y no al ser. De esta manera, vinculado a lasucesión e incapaz de ofrecernos una pluralidad coordinada y simultá-nea de objetos, el sentido del oído es inferior a la vista en lo que serefiere a la libertad que proporciona a quien la posee»61. Como ya lohemos indicado, el oído es primordialmente el sentido del tiempo, esdecir, de la procesualidad auditiva con las correspondientes fases,aceleraciones, pausas, intensificaciones, imperativos, ruegos, enamo-ramientos y maldiciones62.

59. Véase Hidding, «Sehen und Hören», cit., pp. 70-74.60. Véase Jonas, o.c., pp. 195-196.61. Ibid., p. 196.62. Cf. Hidding, o.c., pp. 74-75.

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La espaciotemporalidad constitutiva del ser humano, con todaslas contradicciones internas que implica, se construye y se expresapor mediación de las oposiciones y complementariedades de los sen-tidos corporales humanos de la vista y del oído, es decir, a través de laimagen y de la palabra. De esta manera puede constituirse y expresar-se el poliglotismo característico de los humanos, al que nos hemosreferido en otros trabajos y que concretamos mediante el términologomítica63.

Posiblemente, el estudio del tacto constituye la parte más difícil ycompleja de los análisis fenomenológicos de la percepción sensible(Jonas)64. La primera característica que debe indicarse es que el tactocomparte con el oído la sucesión temporal y, por encima de todo,espacial de la percepción sensitiva. Tiene en común con la vista lasíntesis de sus datos para la construcción de una presencia estática delobjeto. Al contrario de lo que sucede con la vista que se caracterizapor la instantaneidad, la sensación táctil no se obtiene de manerainstantánea, sino que se precisan una serie de sensaciones cambiantes,obtenidas por presión o roce, a fin de alcanzar una especie de síntesisque, propiamente, constituye la sensación táctil. Eso significa que, enel ejercicio del tacto, se da un movimiento, algo parecido a un avanzary recorrer un espacio, lo cual equivale a decir que las cualidadestáctiles percibidas poseen un indudable carácter procesual. En estesentido, existe una coincidencia notable entre el tacto y el oído, sien-do el primero más bien un elemento activo, mientras que el oídomuestra preponderantemente una disposición pasiva.

Con razón Hans Jonas manifiesta que «existe una diferencia fun-damental entre el sencillo contacto y la capacidad táctil de otro cuer-po»65. El simple contacto puede ser equiparado a un elemento atómi-co dentro de la totalidad compleja que siempre es la captación táctilde un cuerpo. Ahora bien, debe precisarse que esta captación nunca esla simple suma de múltiples contactos, sino que introduce un conjuntode «propiedades espaciales» que no se encontraban contenidas en lasunidades táctiles elementales. Es entonces cuando puede producirsela captación táctil de una superficie como tal, que es el punto departida de la forma de los cuerpos percibidos táctilmente66.

63. Véase L. Duch, Mito, interpretación cultura. Aproximación a la logomítica,Barcelona, Herder, 22002, pp. 456-502.

64. Véase Jonas, o.c., pp. 196-198. En este contexto, consideramos el tacto comosentido corporal, mientras que en el apartado «Estructuras de acogida y tacto» nosreferiremos a él en un sentido más metafórico.

65. Ibid., p. 197.66. Véase ibid., p. 198.

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5.3.2.1. La mano humana

En estrecha relación con el tacto, es oportuno referirse brevemente ala mano humana, que, como es sabido, constituye una suerte de«supersentido» del ser humano y la suprema expresión del constituti-vo «carácter técnico» que es coextensivo al hecho de existir comohombre o como mujer. «Técnicamente», la mano acostumbra a ads-cribirse al tacto, pero es, en realidad, una especie de prolongación ycomplemento no sólo de los sentidos corporales humanos tomados demanera individualizada, sino del conjunto de la «sensibilidad corpo-ral» del ser humano. Por eso puede afirmarse que la mano es

el único órgano capaz de notar realmente las formas [...] porque es unórgano táctil capaz de asumir algunas de las actividades diferenciado-ras que generalmente realizan los ojos [...] Sólo una criatura queposea la capacidad visual característica del hombre puede «ver» to-cando [...] Los ciegos pueden «ver» mediante sus manos, no porqueno dispongan de ojos, sino porque son seres dotados con la facultadgeneral de la «visión» y están privados del órgano primario de la vistameramente per accidens67.

Sea cual sea la posición antropológica que se adopte, siempre sepone de relieve la humanidad de la mano humana y su intervencióndecisiva en los procesos de humanización68. La mano constituye elsímbolo más excelente de una civilización a la medida del hombre(Jean Gabus)69. Por mediación de la mano, es decir, a través de una«operación técnica», el hombre transmite a las cosas un sentido del

67. Ibid., p. 198. A diferencia del animal, el ser humano, una vez clausurada laevolución biológica, se encuentra determinado, en positivo y en negativo, por la evo-lución técnica y por la selección que ésta impone en los componentes de la especiehumana, la cual ya no tiene nada que ver con la animalidad en un sentido estricto ylimitado. Se trata de la transanimalidad característica del ser humano como elementodiferenciador —sin excluir las evidentes continuidades— entre el animal y el hombre.Es indiscutible que la mano humana ha sido un factor decisivo en la evolución técnicade los humanos.

68. Sobre la problemática antropológica en torno a la mano humana, cf. el estu-dio ya antiguo, pero aún muy útil, de N. Vaschide, Essais sur la Psychologie de la main,Paris, Marcel Rivière, 1909. Además: R. Hertz, «La préeminence de la main droite:Étude sur la polarité religieuse» [1909], en Sociologie religieuse et folklore. Avant-propos de M. Mauss, Paris, PUF, 1970, pp. 84-109; J. Brun, La main et l’esprit, Paris,PUF, 1963; G. Journet, La main et le langage. La dyslatéralisation, Paris, ÉditionsUniversitaires, 1972; F. M. Denny, «Hands», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia ofReligion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 188-191.

69. Sobre la historia de la interpretación de la mano, véase Brun, o.c., pp. 18-47.

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que es depositario, aunque no sea el creador de él. A menudo se hasubrayado el carácter explorador de la mano humana, sobre todo enrelación con su capacidad táctil, porque «la mano que toca aspira allegar a conocer»70. De lo expuesto se desprende que la mano es unfactor determinante para dilucidar qué significa ser (convertirse en)humano, ya que interactúa con la inteligencia y los sentimientos parallevar a cabo las transformaciones culturales que permiten la instala-ción del ser humano en su mundo. Es una evidencia incontestable quela mano es el miembro más expresivo y más versátil del cuerpo huma-no. A menudo es una especie de «doble» del rostro y participa directa-mente en todo tipo de operaciones simbólicas y materiales. Al mismotiempo, diseña la presencia del cuerpo humano en la vida cotidianacomo compendio de la sensibilidad corpórea del hombre. La manopuede ser considerada como el ámbito en el que se encuentran lainterioridad del ser humano con las estructuras del mundo y con lahistoria: «presenta el mismo rostro del Tiempo en el que el hombre yel mundo viven conjuntamente»71.

Además, como veremos más adelante cuando nos refiramos a las«técnicas del cuerpo», la mano ha sido el elemento esencial para lainstalación del hombre en el mundo justamente porque es la punta delanza de su capacidad técnica, es decir, cultural. La mano humana, acausa de su enorme plasticidad, es decir, como consecuencia de su «noespecialización», constituye el aspecto fundamental del ser humanocomo homo technicus y, al mismo tiempo, puede ser la expresiónsuprema de la distancia infinita que le separa del homo technologicus.Históricamente, la mano ha sido la herramienta decisiva para que loshumanos pudiesen conseguir lo que son (que tendrían que ser): serescon finalidades. Con el concurso de la mano que, de hecho, es unaespecie de «supersentido corporal», la artificiosidad («el cultivo») delhombre se ha convertido en su forma característica de construir y dehabitar el mundo. Por eso resulta adecuado afirmar que el hombrepiensa con la mano (Denis de Rougemont) porque la pareja «cerebro-mano» preside el conjunto de sus relaciones con el entorno. Paul

70. Sobre esta problemática, cf. las interesantes reflexiones de Brun, o.c., cap.VIII, p. 103 (cita), que toma como punto de partida la obra de Maine de Biran Mé-moire sur la décomposition de la pensée. «La mano que toca constituye, con el lengua-je, la suprema tentativa de todo ser para suprimir la separación espacial físicamentevivida por cada yo que encarna siempre un aquí, del cual no puede despojarse. Pormediación de la mano que toca o que quiere tocar, el hombre explora el campo deaquel mundo que despliega la diáspora de los seres en cuyo interior se mueve» (Brun,o.c., p. 102)

71. Brun, o.c., p. 68.

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Broca (1869) reconocía que «el hombre, que es el único mamíferoabsolutamente bípedo, es también el único cuya mano es perfecta»72.La imaginación creadora del hombre, servida y promovida por lamano, instrumento maravilloso de información y ejecución, ha en-gendrado sus extraordinarias realizaciones en los ámbitos más diver-sos, desde los «trabajos manuales», pasando por la precisión de lamicrocirugía, hasta llegar a la belleza de las obras artísticas.

Tomando como referencia la reflexión filosófica de EmmanuelLevinas, Marc-Alain Ouaknin ha señalado otra expresión extraordi-nariamente importante de la mano humana: la caricia73. En 1945, enel exilio mexicano, José Gaos escribía: «No es simplemente que lamano pueda acariciar, sino que es la posibilidad de acariciar lo quecrea la mano»74. Sin embargo fue Levinas el que, en 1947, introdujo lacaricia en la reflexión filosófica. En realidad, la caricia es un «anticon-cepto» porque se opone a la violencia del «zarpazo» (Griff) y todavíase encuentra en la indeterminación de la imagen y en el imaginario delmito (Ouaknin)75. En efecto, la mano que, vistas las cosas «instintiva-mente», acostumbra a tener la función de «coger» o de «constreñir»,en la caricia, como «movimiento expresivo» (Gaos) que es, se abre a laexperiencia (de experior = salir [ex] de uno mismo, descentrarse) delotro, va a su encuentro, abandona las certidumbres y la seguridad queproporciona la mera instintividad y se descubre delante del otro.Debe quedar claro que, en el movimiento de dentro hacia fuera de lamano, no se trata de la búsqueda de fusión, sino de la constitución derelaciones, lo cual pone de manifiesto que la mano humana, por elhecho de ser el órgano de la caricia, también es creadora de relaciona-lidad como la forma de presencia característica de los humanos en suvida cotidiana. Ha de tenerse presente que la caricia no es el encuen-

72. P. Broca, cit. Brun, o.c., p. 2. Brun comenta: «Es el hombre entero que hacela mano, y no la mano al hombre […] porque, como decía Aristóteles criticando aAnaxágoras, ‘no es porque tenga manos que el hombre es el más inteligente de losseres, sino que, porque es el más inteligente de los seres, tiene manos» (ibid., pp. 2, 3).A pesar de los numerosos años transcurridos desde la publicación del libro de Brun,continúa en la actualidad poseyendo una enorme actualidad.

73. Véase M.-A. Ouaknin, Lire aux éclats. Éloge de la caresse, Paris, Quai Voltai-re, 31992, pp. 257-261 y passim [próxima publicación en esta Editorial]; íd., Médita-tions érotiques. Essai sur Emmanuel Levinas, Paris, Payot, 1998, pp. 83-177. Cf. ade-más Brun, o.c., pp. 131-139; J. Gaos, «La caricia» [1945], en íd., La filosofía de lafilosofía. Antología y presentación de A. Rossi, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 124-150.

74. Gaos, o.c., p. 128.75. Puede hablarse de «anticoncepto», de «antilogos», si se tiene en cuenta que

«concepto» en alemán es Be-griff. Indica la acción de «coger», «apresar», «atrapar». Deaquí se deriva Griff («zarpa», «garra», y también «agarrador», «mango»).

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tro o el simple contacto de un sujeto con un objeto, sino que, propia-mente, es el encuentro libre y gratuito de dos sujetos76: expresa mara-villosamente la voluntad de conseguir una unión «sim-pática» con elotro, que no busca ni la competición ni el dominio. Al mismo tiempomanifiesta la voluntad de consolación, de tomar sobre sí el destino (amenudo, el callejón sin salida) del otro77.

Para concluir este apartado querríamos indicar que la irrupciónde la mano humana en el ámbito de este mundo puede ser consideradacomo aquel momento auroral y decisivo en el que la evolución orgá-nica, comandada por la instintividad, pudo transformarse en historiao, tal vez mejor, en un abanico de historias personales, en las que eltacto y el contacto, la caricia y la simpatía, el amor y el odio, abrenhorizontes hasta entonces inéditos para la vida sobre esta tierra. JeanBrun ha podido escribir que

una cultura es una cultura de la mano, no porque sea hecha por lamano que actuaría, por decirlo de alguna manera, completamentesola, sino porque ella es antes que nada una educación de la manohecha por el hombre78.

Sin embargo no debería olvidarse que la mano, porque es una delas expresiones más genuinas de la humanidad (o de la inhumanidad)del ser humano, también representa (da a conocer) una de las formasmás elocuentes de la ambigüedad como forma de existencia de loshumanos sobre esta tierra: castiga y acaricia, construye y destruye,santifica y denigra, abre y cierra79.

5.3.3. La complementariedad de los sentidos corporales humanos

En un mismo movimiento, mediante una dinámica simultánea de iday vuelta, de fuera hacia dentro y de dentro hacia fuera, entre laexterioridad y la interioridad por tanto, los sentidos corporales huma-

76. Véase Brun, o.c., p. 131.77. Véase el excursus que en el próximo capítulo dedicamos al consuelo y a la

consolación.78. Brun, o.c., p. 159.79. Creemos que puede afirmarse que toda la historia de la humanidad es una

constante lucha contra la ambigüedad característica del ser humano mediante el esta-blecimiento del «reino de la univocidad» como marco único de la existencia humana.En una conversación con Keith Tester, Z. Bauman, La ambivalencia de la modernidady otras conversaciones, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002, p. 111, mani-fiesta que «el propósito de la ordenación [jurídica, económica, religiosa, etc.] es laeliminación de la ambigüedad situacional y de la ambivalencia conductual [del serhumano]».

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nos se presentan al mismo tiempo como independientes y cooperati-vos, singulares y coimplicados, autónomos y solidarios. Actúan poli-facética y políglotamente porque, en última instancia, la misma reali-dad —y el ser humano en ella— lo es. En relación con los tres sentidoscorporales a los que nos hemos referido, Jonas ofrece una fórmulaque esquemáticamente los distingue e identifica: «Oído = representa-ción de la secuencia mediante la secuencia; tacto = representación dela simultaneidad mediante la secuencia; vista = representación de lasimultaneidad mediante la simultaneidad»80.

La comprensión del ser humano como coincidentia oppositorumse concreta y expresa muy adecuadamente por mediación del «traba-jo» diferenciado y complementario de los sentidos corporales. Enefecto, no sólo cada uno de ellos tomado aisladamente posee, al me-nos metafóricamente hablando, una «interioridad» y una «exteriori-dad» que, a primera vista, parece difícil de conciliar, sino que, en elcuerpo humano, el conjunto de todos ellos, con sus operaciones espe-cíficas, también ofrece dificultades de armonización y equilibrio. Laarmonía y la conciliación —o, tal vez mejor, los anhelos de armonía yconciliación— nunca son datos positivos obtenidos mediante la apli-cación de una ley o de una fórmula magistral (magisterial). Es hartoevidente que el hombre es un ser «desequilibrado» y falible que,constantemente, busca, a menudo con rasgos enfermizos, equilibrio ypacificación a partir del trabajo de sus sentidos corporales: percepcio-nes, relaciones sensoriales, sentimientos y acciones sumamente hete-rogéneas y de naturaleza muy diversa. En el ser humano, el «ser de loposible», el sentido y la armonía sólo pueden ser búsqueda de sentidoy armonía en medio de un mundo con rasgos y situaciones jamásdefinidos a priori e incluso, con frecuencia, con características caóti-cas: el status patriae sólo puede tener la forma del status viae. Lossentidos corporales nos manifiestan que la realidad, simbólica y so-cialmente construida por el ser humano, es una parábola del propioser humano y, al mismo tiempo, el hombre y la mujer concretos sonparábolas de la realidad. Pero las parábolas, a causa justamente de sufijación narrativa, son entidades eminentemente móviles, con un apre-ciable carácter vehicular, porque son los «transportes» (metaphoroi)de las experiencias y de la acción humanas81.

En la octava elegía de Duino, Rainer Maria Rilke escribe:

80. Jonas, o.c., p. 199.81. Véase sobre esta problemática el estudio ejemplar de P. Boitani La sombra de

Ulises. Imágenes de un mito en la literatura occidental, Barcelona, Península, 2001.

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Y donde nosotros vemos porvenir él [el animal] ve totalidad,y a sí mismo en ella y a salvo para siempre.

Y en los últimos versos de esta elegía:

Como quiensobre la última colina que una vez más le muestratodo el valle se gira y se detiene, se demora,así vivimos nosotros, siempre en despedida82.

A diferencia del animal, el ser humano siempre tiene la actitud delque parte (o está a punto de partir); nuestro destino, dirá Rilke, es de«estar enfrente (gegenüber) y nada más, siempre enfrente». Con fre-cuencia, las bellas metáforas del río que corre sin pausa hacia el mar,del caminante que, como el «holandés errante», sólo tiene como metael mismo caminar, han sido utilizadas para describir la movilidadcaracterística del ser humano, es decir, con toda propiedad: su vida.Porque siempre se halla «en camino», la existencia humana constante-mente permanece en estado de metamorfosis, despidiéndose sin cesarpor tanto. Por eso mismo es una existencia fundamentalmente ambi-gua. Su ambigüedad proviene de la mezcla sorprendente y heteróclitaque hay en ella de libertad (posibilidad), finitud (cantidad determina-da de espacio y de tiempo, incertidumbre) y movilidad (no fijación enel marco de la instintividad). A partir de su naturaleza itinerante comocaminantes, el hombre y la mujer concretos pueden edificar su huma-nidad: no disponen de ninguna otra alternativa. Somos ambiguosporque en el camino (de retorno a la patria o de huida del infierno),disponemos de la capacidad de probar, planificar, errar, rectificar,dudar, confirmar, creer, amar, desdecirnos; es decir, porque somos,evidentemente de una manera limitada y desconocida por anticipado,«seres de lo posible», nuestra existencia constituye un interrogantenunca resuelto definitivamente, un reto, una continuada situación dehipótesis, una indeterminación que podemos resolver con respuestasmuy diferentes y siempre provisionales.

En esta situación abierta e indecisa que, de una manera u otra,siempre se muestra presente y efectiva en toda vida de hombre y demujer, los sentidos corporales son los administradores de la ambigüe-dad83. En efecto, administran la ambigüedad porque actúan como

82. R. M. Rilke, Elegías de Duino, edición y traducción de J. Talens, Madrid,Hiperión, 1999, pp. 87, 91.

83. Debería tenerse en cuenta que, en pleno siglo XX, los campos de concentra-ción y, sobre todo, los campos de exterminio fueron ámbitos «no humanos» en los que

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traductores entre la interioridad y la exterioridad, entre el yo y el tú,entre nuestra esfera íntima y el entorno, entre el bien y el mal, entre lamística y la política84. De esta manera, en cada aquí y ahora, nosresulta posible resolver —eso sí en la provisionalidad y, a menudotambién, en la duda— nuestra ambigüedad porque podemos articularsucesivas «composiciones de lugar» en la marcha sin pausa ni respiroque es nuestra vida de «espíritus encarnados». Eso significa que nues-tros sentidos corporales han de ser los medios de que disponemospara situarnos y tomar posición, para proyectarnos hacia delante ypara intentar retroceder hacia atrás, para instalarnos en nuestro espa-cio y tiempo, ya que son los artífices, por un lado, de la recepción delas transmisiones que nos proporcionan (o que nos tendrían que pro-porcionar) las «estructuras de acogida» y, por el otro, de nosotrosmismos como emisores de transmisiones a nuestros hijos, compañe-ros, alumnos, conciudadanos85. Lo que acabamos de exponer podríaresumirse diciendo que el ser humano, fundamentalmente, es ambi-guo porque, con la ayuda de los sentidos corporales, en medio de unarealidad, simbólica y socialmente «construible» de múltiples manerasy con matices muy diferenciados, puede «argumentar contra el siste-ma», puede alejarse —se trata de la «posición excéntrica» del hombre,de acuerdo con la terminología de Plessner— de los imperativos im-puestos por la mera instintividad, puede acercarse, llegar a ser próxi-mo, prójimo, del alejado, del diferente, del extraño, del otro. En lacultura occidental, el pluralismo como rasgo característico de lostiempos modernos y postmodernos pone de manifiesto, si cabe, demanera aún más explícita la condición ambigua de los humanos en supaso por este mundo; ambigüedad que, en el momento presente, secaracteriza por «la relativización de todos los contenidos normativosde la conciencia»86.

se pretendió que millones de personas resolvieran definitiva e inapelablemente su am-bigüedad. Eso significó reducirlos a «exhombres» y a «exmujeres», justamente porquela ambigüedad con las manifestaciones que siempre la acompañan (decisión, deseo,pasión, responsabilidad, etc.) fueron liquidadas antes de que, por mediación de lascámaras de gas, por ejemplo, fuesen liquidados físicamente aquellos que habían sidohombres o mujeres.

84. Sobre la traducción como categoría antropológica, cf. L. Duch, «Antropolo-gía y traducción»: Debats, núm. 75, invierno 2001-2002, pp. 79-93. Creemos que lainevitabilidad de traducir y traducirse constantemente es una manera muy interesantepara abordar la ambigüedad congénita del ser humano.

85. Para completar este apartado, véase lo que exponemos más adelante sobre las«técnicas del cuerpo» y el «cuerpo situado».

86. P. L. Berger, Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad,Barcelona, Herder, 1994, p. 92; cf. ibid., pp. 86-103.

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5.3.4. Sentidos corporales e «historias»

En las diferentes épocas históricas los sentidos corporales del ser hu-mano se han comportado de maneras harto distintas y le han hechopresente en el mundo con formas y fórmulas sumamente variadas.Porque son, por un lado, testimonios de la continuidad de la presenciade lo biológico en el ser humano y, por el otro, porque también sonmovilizadores de su inserción en el tiempo y el espacio, presentan almismo tiempo una extraña y, a menudo, explosiva mezcla de recu-rrencias instintivas y de recreaciones culturales (adaptación histórica).No cabe la menor duda de que esta mezcla de lo biológico y de lo his-tórico se encuentra en la base de la existencia eminentemente ambiguade los humanos en su paso por este mundo. Ambigüedad que es pro-vocada, resuelta y administrada por los sentidos corporales, los cua-les, por eso mismo, tienen el encargo de concretar y articular el peri-plo histórico del hombre. Creemos que los procesos educativos podríanbeneficiarse muy positivamente de los resultados de una antropologíaque investigase en profundidad las aportaciones de los sentidos corpo-rales a la constitución espaciotemporal del ser humano como apren-diz87. En la actualidad, en un momento marcado por la crisis de la ra-zón y de la historia, resultaría muy instructivo analizar la función y lacontribución concretas de los sentidos corporales humanos en la cons-titución del «cuerpo postmoderno» como realidad histórica sui gene-ris, que se diferencia en algunos aspectos importantes del «cuerpomoderno»88.

Resulta innegable que, para la interpretación de la cultura occi-dental, los dos sentidos corporales que, prioritariamente, deben tener-se en cuenta son la vista y el oído, los cuales, comportándose a me-nudo como «hermanos enemigos»89, no sólo han tenido una enorme

87. Próximamente nos referiremos a las «técnicas corporales» en relación con laspraxis pedagógicas. Sobre la cuestión del aprendizaje, cf. L. Duch, La educación y lacrisis de la modernidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 22003, pp. 87-142.

88. Cf. los análisis que haremos en el capítulo siguiente sobre el «cuerpo postmo-derno».

89. No es necesario referirse aquí a las agudas controversias que secularmentehan enfrentado a católicos y protestantes para ejemplificar, en clave religiosa, política,«imaginal» y cultural, la incompatibilidad entre la vista y el oído. En el momentopresente, creemos, esta oposición que, de alguna manera, se encuentra en los mismosorígenes de la Modernidad, está casi completamente superada porque, de hecho, nosencontramos en una época «postconfesional»; «postconfesional» en relación con ladivisión confesional, es decir, política y religiosa, que se impuso a partir del primertercio del siglo XVI y que ha sido determinante para la constitución de la Modernidad(en los países protestantes) y de la antimodernidad (en los países católicos). Sobre esta

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importancia cultural, filosófica, política y antropológica, sino que,desde los mismos orígenes del periplo histórico de Occidente (Greciae Israel) también han desarrollado una eminente función religiosa.

San Buenaventura afirmaba que «lo que vemos suscita mucho másnuestros afectos que lo que escuchamos»90. Comentando este texto,Besançon afirma que parece sugerir que «si la fe viene por el oído, elfervor, por los ojos». Parece indiscutible que las diferentes épocas dela cultura occidental pueden ser consideradas como un inmenso cam-po de batalla entre esos dos sentidos corporales del ser humano yentre las respectivas visiones del mundo y personificaciones, actitudeséticas y procesos de identificación a que han dado lugar a lo largo yancho de su milenaria historia91. No sólo en determinadas fases de lahistoria se ha privilegiado uno u otro sentido, sino que también, vistaslas cosas geográficamente, se ha otorgado en los diferentes territorioseuropeos la primacía a la vista o al oído. Sería un ejercicio antropoló-gico extraordinariamente interesante y fructífero investigar las cultu-

cuestión, véase L. Duch, Jesucrist, el nostre contemporani, Montserrat, Publicacions del’Abadia de Montserrat, 2001, esp. pp. 47-52.

90. San Buenvantura, cit. A. Besançon, L’image interdite. Une histoire intellectue-lle de l’iconoclasme, Paris, Fayard, 1994, p. 227. El estudio de Alain Besançon es unareferencia obligada para quienes, desde la perspectiva de la cultura occidental, quieranprofundizar en la problemática de la imagen, es decir, de la vista in actu exercito, y enoposición al concepto como «artefacto verbal». Son interesantes también los siguientesestudios: J. A. Maravall, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica,Barcelona, Ariel, 31983; Galimberti, La terra senza il male, cit.; D. Freedberg, El poderde las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid, Cátedra,1992; M. Halbertal y A. Margalit, Idolatry, Cambridge et al., Harvard UniversityPress, 1992; S. Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a «BladeRunner» (1492-2019), México, Fondo de Cultura Económica, 1994; M. Augé, Laguerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción, Barcelona, Gedisa, 21998; íd., El viajeimposible. El turismo y sus imágenes, Barcelona, Gedisa, 1998; M. Barasch, Das Got-tesbild. Studien zur Darstellung des Unsichtbaren, München, Fink, 1998; GonzálezGarcía, Metáforas del poder, cit., esp. cap. II-IV; A. Vega, Zen, mística y abstracción.Ensayos sobre el nihilismo religioso, Madrid, Trotta, 2002.

91. Un aspecto de la problemática que aquí no podemos tener en cuenta es cómose hace visible lo invisible. Es un tema directamente relacionado con la preeminenciaque, según los casos, se otorga a la vista o al oído. Y, evidentemente, todo eso se hallaestrechamente vinculado con la relación «idolatría-iconoclastia», la cual es determi-nante para comprender, en positivo y en negativo, algunos de los aspectos más rele-vantes de nuestra cultura. Desde la perspectiva de la historia del arte religioso, elestudio de Barasch Das Gottesbild, cit., ofrece una sugestiva aproximación a la proble-mática, ya que pone de relieve que «la experiencia del ojo trasplanta la trascendenciaen el mundo humano [...] Pero no hay duda de que, al mismo tiempo, todo acto dehacer-visible es también una proyección de lo humano en lo invisible, en el más allá(Jenseitige)» (ibid., p. 8).

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ras, las religiones, las relaciones interpersonales, la política, los rolessociales, la función del arte y, en el fondo, las restantes manifestacio-nes culturales del ser humano desde la óptica de la «visibilización» y/ode la «audición», teniendo muy en cuenta las connotaciones de todotipo que siempre se hallan presentes en el hecho de ver y de escuchar.En este estudio, a partir de unos casos históricos concretos, sólopodremos realizar una reflexión muy elemental sobre esta problemá-tica que merece un tratamiento detallado y bien contextualizado92.

Desde el mismo momento de su constitución a partir de los prece-dentes helenos y semitas, en las diferentes fases de nuestra cultura seha dado, a nivel cultural, religioso y político, una innegable contrapo-sición entre la vista (imagen) y el oído (palabra). Un ejemplo muysignificativo de esa radical contraposición sensorial se dio en el sigloXVI le siècle heroïque, como lo denomina Lucien Febvre, sobre todo araíz de la «aventura americana» y de las querellas religioso-políticas(Reformas protestantes y Contrarreforma católica). Entonces tuvolugar un giro decisivo en la cultura occidental que ha sido determi-nante para toda su historia futura; giro decisivo que también puedeser descrito e interpretado en función de los dos sentidos corporalesmencionados93. Siguiendo algunas pautas de la tradición nominalista,los protestantismos ponen todo el énfasis en el oído (extrinsecismo,proclamación de la Palabra, justificación o predestinación, primacíadel tiempo), mientras que la Contrarreforma católica continúa man-teniendo la prioridad de la vista (intrinsecismo, sacramentalidad, pri-macía del espacio). Estas dos líneas religiosas, políticas, geográficas yculturales originarán dos «visiones del mundo» totalmente opuestas ybasadas, respectivamente, en el oído o en la vista, en la importanciaconcedida a la palabra o a la imagen. Ambas direcciones, con losinevitables altibajos, se mostrarán efectivas al menos hasta los iniciosdel siglo XX94.

92. Creemos que el estudio de S. Buck-Morss Dialéctica de la mirada. WalterBenjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, Visor, 1995, a partir de la obra deBenjamin (con el importantísimo precedente de Georg Simmel), constituye una intere-sante aproximación a la «vista», precisamente en un momento en que la «imagen» y la«mirada» que suscita empezaban a adquirir una enorme importancia en el mundo occi-dental en detrimento del oído (la palabra).

93. Desde la perspectiva antropológica que adoptamos, nos hemos aproximado aesta temática en L. Duch, «Reformas y ortodoxias protestantes: siglos XVI y XVII»:Historia de la teología cristiana. II. Prerreforma, Reformas y Contrarreforma, Barcelo-na, Herder, 1987, pp. 197-517; íd., La memòria dels sants. El projecte dels franciscansa Mèxic, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1992.

94. En este contexto, sería interesante establecer la significación de la PrimeraGuerra Mundial (1914-1918) para el destino de la cultura occidental en su conjunto,

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Se ha insistido en que el Barroco es sobre todo una cultura de lavista. En su importante estudio sobre el Barroco, ya convertido enclásico, José Antonio Maravall pone de manifiesto que en él «lafunción óptica tiene un papel preponderante [...] Además, es propiode las sociedades en las que se desarrolla una cultura masiva decarácter dirigido, apelar a la eficacia de la imagen visual»95. No resultasorprendente que la cultura barroca se asentara preponderantementeen los países que habían rechazado las Reformas protestantes (prima-cía del oído) y se habían mantenido en el seno del catolicismo (prima-cía de la vista)96. Desde una perspectiva estética, que es aplicable, sinembargo, a todos los restantes segmentos de la existencia humana(religión, cultura, ciencia, política), puede afirmarse que «el Barrocoes el arte típico de la Contrarreforma»97. En la Edad Media se planteóel interrogante sobre la excelencia de la vista o del oído para alcanzarel conocimiento. Por regla general, se convino en que el oído tenía laprioridad. Con el impacto del Renacimiento, sin embargo, se produjoun cambio de perspectiva, que todavía se radicalizará más en la épocabarroca. Entonces, en los países católicos, la vista se constituye en elsentido corporal humano más importante. Maravall cita unos versosde Calderón que confirman la precedente afirmación:

Y pues lo caducono puede comprehender lo eternoy es necesario que paravenir en conocimientosuyo, haya un medio visible...98.

Podría decirse que el hombre del Barroco quiere tener constanciade las cosas «de vista no de oídas».

aludiendo, por ejemplo, al finis Europae de la tradición austriaca. Hemos analizadoalgunos aspectos de esta problemática en L. Duch, «Literatura i crisi», en íd., L’enigmadel temps. Assaigs sobre la inconsistència del temps present, Montserrat, Publicacionsde l’Abadia de Montserrat 1997, pp. 135-158.

95. Maravall, o.c., p. 501. J.-J. Wunenburger, La vie des images, cit., cap. V (pp.229-240) («Dissémination et Barroque»), ofrece una reflexión antropológica sobre lafunción político-religiosa de la imagen barroca.

96. No debe simplificarse excesivamente. Ya en el siglo XV se había iniciado uncambio de centralidad del mundo de aquel entonces. El centro del mundo se habíatrasladado desde el Mediterráneo a la horizontal del mar del Norte y a la vertical delvalle del Rin.

97. Véase en este sentido la obra ya clásica de W. Weisbach El Barroco, arte de laContrarreforma [1921], Madrid, Espasa-Calpe, 1942.

98. P. Calderón de la Barca, Sueños hay que verdad son, cit. Maravall, o.c., p. 503.

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No tiene el oírlola fuerza que tendrá el verlo99.

Ante la Europa nórdica, que, desde la religión hasta las formas depensamiento, centra la atención en las diversas formas de articulaciónde la palabra, la barroca Europa mediterránea, en todas las parce-las de la existencia humana, pone todo el énfasis en la visualiza-ción100. Incluso la poesía se halla sometido al imperio de la vista y dela teatralización, es decir, a una suerte de objetivación visual y espa-cial101. En la práctica, sin embargo, la preeminencia de la vista en lospaíses católicos implicó «un retorno al aristocratismo. En oposición alo que significa la etapa renacentista, democrática y comunal, se cons-tató un retorno a la autoridad, a las estructuras aristocráticas de losvínculos de dependencia y al régimen de poderes privilegiados»102.

En el Barroco, «todo el mundo es una inmensa representaciónteatral en la que cada uno disfrazado hace su papel»103. Porque elespacio tiene preeminencia sobre el tiempo, el Barroco es una socie-dad teatralizada, que participa de un «imaginario lunar de transfor-maciones y metamorfosis» (Wunenburger), en el que el tema deltheatrum mundi consigue su máxima perfección. En relación con elBarroco mexicano del siglo XVII, Serge Gruzinski habla de «imagen-espectáculo»104. El teatro y la máscara son propuestos como princi-pios de la vida pública y privada. Retomando el título de un libro deGeorges Balandier, puede afirmarse que, en la sociedad barroca, enlos diferentes ámbitos de la convivencia humana, «el poder se esceni-

99. P. Calderón de la Barca, cit. E. Orozco Díaz, «Sobre la teatralización y comu-nicación de masas en el Barroco», en AA. VV., Homenaje a J. M. Blecua ofrecido porsus discípulos, colegas y amigos, Madrid, Gredos, 1983, p. 511.

100. Un aspecto de esta temática que aquí nos limitamos a señalar es el frecuenteuso de la emblemática como arma política, la cual consiste en «la conjunción del Ba-rroco de la imagen y del Barroco de la palabra» (véase González García, o.c., pp. 43-73, 77). Sin duda, en el México colonial del siglo XVII la obra de Sor Juana Inés de laCruz puede considerarse como la máxima expresión de la emblemática barroca (véaseel exhaustivo estudio de O. Paz Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe,México, Fondo de Cultura Económica, 1982).

101. Véase Orozco Díaz, o.c., pp. 498-499, 500. «En el Barroco, se produce confrecuencia el poema no pensado para el libro, ni tampoco para ser recitado o cantado,sino para ser visto grabado en un gran cartel o lápida» (ibid., p. 500).

102. Maravall, o.c., pp. 72-73.103. González García, o.c., p. 45. Sobre la teatralización de la sociedad barroca,

véase Orozco Díaz, o.c., pp. 497-512; González García, o.c., pp. 107-116; Paz, o.c.,passim.

104. Véase Gruzinski, o.c.., pp. 90-100.

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fica»105. Maravall mantiene la opinión de que «todo el arte barroco[...] viene a ser un drama estamental: la gesticulante sumisión delindividuo al marco del orden social»106. Ha de tenerse en cuenta quela sociedad barroca, ante la triunfante Europa nórdica, se caracterizapor el desencanto y el pesimismo colectivos. La melancolía ocupa elcentro de la visión barroca del mundo, que contrasta vivamente con eloptimismo racionalista que, después de la paz de Westfalia (1648), seinstalará en los países de la Europa nórdica107. Evidentemente, la ideadel «gran teatro del mundo», del theatrum mundi, debe ponerse enrelación con un conjunto de temas como, por ejemplo, los de la«locura del mundo», el «mundo al revés», el «mundo como laberinto»,etc., los cuales subrayan las falacias y los engaños que siempre afloranen las «relaciones teatrales», es decir, en todo lo que observamos yvivimos en las representaciones escénicas de la vida cotidiana. Mara-vall ha puntualizado que el hombre del Barroco es una máscara enmedio de una sociedad profundamente enmascarada, que cree quesólo alcanzará a descubrirse a sí misma mediante el disfraz, el antifaz yla ocultación108. En definitiva: el hombre y la mujer concretos, másque «personas», son «personajes» con roles bien acotados sobre elescenario de este mundo; personajes cuya visión del mundo puederesumirse perfectamente mediante el título de las dos grandes obrasde Pedro Calderón de la Barca: El gran teatro del mundo y La vida essueño109.

Ahora, damos un gran salto hacia delante y nos trasladamos almomento presente110. Se ha escrito:

105. Véase G. Balandier, El poder en escenas. De la representación del poder alpoder de la representación, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1994.

106. Maravall, o.c., p. 90.107. No puede olvidarse el impacto del libro Anatomía de la melancolía [London,

1615] de R. Burton, Buenos Aires/México, Espasa-Calpe Argentina, 21947 (selección),en la sociedad barroca, aunque esa obra se publicase por vez primera en Inglaterra. Nonos ha sido posible consultar el libro de H. Schulte El desengaño. Wort und Thema inder spanischen Literatur des Goldenen Zeitalters, München, Fink, 1969.

108. Véase González García, o.c., p. 109, que sigue de cerca la exposición deMaravall.

109. Véase ibid., p. 111.110. Expresamente queremos recomendar la lectura que propone José M. Gonzá-

lez García sobre «la mascarada austriaca de finales del siglo XIX», concretada sobretodo en la teatralización de la vida cotidiana que, con registros diferentes, llevaron acabo Robert Musil y Karl Kraus (cf. González García, o.c., pp. 123-131). El estudio deJ. Le Rider Modernité viennoise et crises d’identité, Paris, PUF, 2000, aunque no serefiera directamente a la teatralización, indirectamente, porque trata de la crisis iden-titaria de la sociedad austriaca, alude al fenómeno de la teatralización en el universo

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Vivimos en una época que pone la historia en escena, que hace de ellaun espectáculo y, en ese sentido, desrealiza la realidad, ya se trate dela guerra del Golfo, de los castillos del Loira o de las cataratas delNiágara111.

Seguramente que la actual precariedad de la Modernidad puedeser considerada como la crisis del oído y el auge de la vista112. Por esouna antropología adecuada al momento presente tendría que reactua-lizar los análisis sobre la función de los sentidos corporales humanosen el contexto religioso, social, político y económico de los inicios delsiglo XXI. Los sentidos corporales también son históricos, y, en cadasituación concreta, son elementos imprescindibles para la construc-ción de la espaciotemporalidad del ser humano.

De la misma manera que, en el Barroco, las diversas formas de laimagen y de la teatralización fueron utilizadas para la consolidaciónde un determinado imaginario colectivo y para la legitimación delpoder establecido, también hoy la imagen lleva a cabo una indiscuti-ble función «política». Sin embargo, ha habido un cambio significati-vo: el paso de la imagen tradicional a la imagen electrónica, lo cualcomporta diferencias notables en el ejercicio del ver y del escuchar.Una de esas diferencias se detecta en el cambio de las formas deconsumo de imágenes que, posiblemente, se halla en continuidad conlas tendencias del «individualismo consumista» tan característico de lahora presente. Gruzinski ha escrito que «la imagen contemporáneainstaura una presencia que satura la vida cotidiana y se impone comorealidad única y obsesionante»113. Siguiendo una intuición de HannahArendt, cuando aludimos a la «sociedad de consumo» nos referimos auna sociedad con necesidades creadas artificialmente, a una sociedadde quincallería, con deseos «fabricados» por la propaganda y técnicasde lavado de cerebro. En esa sociedad todos los objetos, todas las

danubiano. La historia por excelencia de Viena se debe al historiador C. E. Schorske,Pensar con la historia. Ensayo sobre la transición a la modernidad, Madrid, Taurus,2001, que es una excelente reflexión sobre la «barroquización» («teatralización») quetuvo lugar, a nivel arquitectónico, musical, social y político, en la Viena de las últimasdécadas del siglo XIX y la primera del siglo XX.

111. Augé, El viaje imposible, cit., p. 31.112. Aquí debería debatirse la situación de la lectura en la sociedad occidental

moderna. En primer lugar, tendría que considerarse la cuestión de la lectura «en sí»casi como una especie de estructura recurrente del ser humano. Y, después, desde unaperspectiva histórica, debería abordarse la lectura como factor constitutivo de la cultu-ra occidental, la cual tiene su momento inicial en la amplia difusión del libro, comoconsecuencia de la invención de la imprenta en el siglo XV (cf. Duch, «Lectura i socie-tat», en La substància de l’efímer, cit., pp. 199-215).

113. Gruzinski, o.c., p. 213.

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realizaciones materiales e intelectuales, son consumibles, se agotantotalmente en el momento de ser consumidos. «Una sociedad de con-sumo es una sociedad que, de alguna manera, transforma todas lasobras, todo lo que ha de durar más tiempo que nosotros, en objetos deuso, e incluso los objetos de arte y de pensamiento los convierte encomestibles»114. Resulta evidente que, cada vez más, la civilizaciónactual se encuentra determinada por el «consumo visual», por la vi-sualidad en detrimento de la crítica. Puede hablarse de una visualidadcon rasgos claramente «cloroformizadores», que alejan al ser humanode la realidad, que le arrebatan su capacidad para emitir juicios yponderar las situaciones de injusticia y barbarie. Por eso, contra lo quea menudo se piensa, la «credulidad» es una de las características másevidentes del momento presente (Berger). Una credulidad que, evi-dentemente, muestra síntomas muy inquietantes de aburrimiento, apa-tía, indiferencia y, en algunos casos incluso, de cinismo.

Queremos concluir este apartado refiriéndonos a un dilema que,tal vez, nos ocupará intensamente en los próximos años. Parece hartoevidente que la incidencia de los sentidos corporales en la plasmaciónde las formas y expresiones de la existencia concreta de los sereshumanos es una cuestión histórica, epocal, dependiente de los varia-bles contextos en los que se desarrolla el pensamiento, la acción y lossentimientos de los humanos. A pesar de la coincidencia de contrariosque, en todo momento, es el ser humano, sobre todo la vista y el oídohan desarrollado trayectorias culturales, religiosas y políticas peculia-res que, con cierta frecuencia, se han presentado como excluyentes.Hoy también somos espectadores de una amplia confrontación entreesos dos sentidos. Todos los indicios apunta a que la vista (la imagen)se está imponiendo con fuerza en todas las culturas actuales. Endetrimento del oído (la palabra), en todo el mundo, la «globalización»significa no exclusivamente, pero sí de manera muy importante, la«imposición-aceptación» de un imaginario colectivo («multinacionali-zación de la imagen») generada y sustentada por «lo económico». «Loeconómico» actual ofrece unas características que lo diferencian muyclaramente del que tuvo vigencia, por ejemplo, en la Revoluciónindustrial o en la sociedad industrializada de las primeras décadas delsiglo XX. «Lo económico» actual ha asumido casi todas las atribucio-nes que antaño tenían la política, la guerra, la cultura, la religión, laeducación115. En el fondo se trata de una reconfiguración del campo

114. A. Finkielkraut, «Hannah Arendt i la crisi de la cultura», en La crisi de lacultura, Barcelona, Pòrtic, 1989, 11.º.

115. En relación con la religión, resulta patente que el interés (a menudo enfer-

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político, religioso y social que se aprovecha intensamente (y, a menu-do, perversamente) de las nuevas «posibilidades visuales» que ahoraestán a disposición del hombre. Casi podría hablarse de una equipara-ción entre «lo económico» y «lo visual». Por eso, en la actualidad,asistimos, tal como sucedió en el Barroco, a una «guerra de las imáge-nes» protagonizada por los poderes fácticos económicos.

La salud física, psíquica y espiritual del ser humano depende engran medida de la acción complementaria de sus sentidos corporales.Se trata, en realidad, de la praxis logomítica aplicada al trabajo per-ceptivo de los sentidos. Cuando afirmamos que, para transitar porcaminos de humanización, el hombre y la mujer concretos necesitande la imagen y del concepto, de la concreción y de la abstracción,también queremos expresar que nunca deberíamos renunciar al traba-jo complementario —y, ciertamente, en tensión— de la vista y el oído.De hecho, el trabajo de los sentidos corporales humanos pone demanifiesto que la logomiticidad es la forma genuina que ha de tener lapresencia del ser humano en su mundo cotidiano.

5.4. «TÉCNICAS DEL CUERPO»

Después de haber aludido al «cuerpo humano y los sentidos», pode-mos iniciar la reflexión en torno a las «técnicas del cuerpo». Debeadvertirse que ambas temáticas —juntamente con la del «cuerpo situa-do»— se encuentran estrechamente unidas. Sólo pedagógicamentepueden considerarse de manera aislada.

Desde sus mismos orígenes, el hombre, por mediación de lasaportaciones de los sentidos corporales, ha sido un ser técnico. Lahistoria de la humanidad confirma de mil maneras la aseveraciónprecedente. Creemos, sin embargo, que es necesario distinguir entreel «uso técnico del cuerpo» y la «servidumbre tecnológica del cuer-po»116. Por eso, en ese contexto, ni que sea esquemáticamente, resultaoportuno referirse a las «técnicas del cuerpo» tal como en 1934 las

mizo) de tantos líderes religiosos actuales por estar presentes en los mass media im-plica —lo reconozcan o no— una indiscutible sujeción al poder económico de losmedios. De esta manera, tiene lugar una innegable degradación de lo religioso, y seconvierte en un simple «bien cultural» (cf. Duch, Jesucrist, el nostre contemporani,Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, pp. 65-69).

116. Véase la distinción tajante que hacemos entre «técnica» y «tecnología» en L.Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 283-319, con las consecuenciasque se derivan de centrar la problemática en el homo technicus o en el homo technolo-gicus.

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presentó Marcel Mauss, discípulo de Émile Durkheim117. «Entiendopor este vocablo [técnicas del cuerpo] las maneras (façons) como, entodas las sociedades, los hombres, de manera tradicional, saben ser-virse de su cuerpo»118. Referirse a las «técnicas corporales» da porsupuesta toda la problemática en torno a las transmisiones y al apren-dizaje del ser humano como categorías antropológicas fundamenta-les119. El punto de partida es que los hábitos del cuerpo son de natura-leza social e histórica. Varían no tanto a causa de los comportamientosaislados de los individuos y de las imitaciones que llevan a cabo en eltranscurso de su vida cotidiana, sino sobre todo como consecuenciadel mismo desarrollo de las formas educativas, de la moda, de labúsqueda de prestigio, etc. De ahí que pueda afirmarse que, en loshábitos del ser humano, con el impacto socializador que siempreposeen, se muestren operativas, en un mismo movimiento, las técni-cas del cuerpo y la razón práctica colectiva120. Para expresarlo de

117. Véase M. Mauss, «Les techniques du corps», en Anthropologie et Sociologie.Introduction de C. Lévi-Strauss, Paris, PUF, 41968, pp. 363-368. Actualmente, el pen-samiento de Mauss es objeto de una importante rehabilitación. Sobre las «técnicas delcuerpo», cf. Bernard, o.c., pp. 123-129; sobre todo C. Tarot, De Durkheim à Mauss,l’invention symbolique. Sociologie et sciences des religions, Paris, La Découverte, 1999,que ofrece una visión exhaustiva del pensamiento de Mauss en el contexto de lasciencias humanas de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. En una entre-vista en relación con las excelencias del pensamiento de Mauss, J. Taubes, «Intervista»,en Messianismo e Cultura. Saggi di politica, teologia e storia, Milano, Garzanti, 2000,p. 395, afirma: «Creo que el ensayo sobre el don de Marcel Mauss es infinitamentemás importante que todos los tratados filosóficos escritos después de Sein und Zeit(Heidegger) y de las Philosophische Untersuchungen (Wittgenstein). Mauss es una minaque todavía ha de explotar, porque, a la luz de su teoría, resulta ridículo todo lo que,en la ética de los discursos prácticos, se presenta más bien como propaganda de unideologema de la sociedad pequeñoburguesa o, incluso, se formula como derecho na-tural de tipo católico».

118. Maus, o.c., p. 365; cf. ibid., p. 367. La ubicación histórica del cuerpo Mauss lapone de manifiesto mediante el ejemplo de la natación. «Sé muy bien que los polinesiosno nadan como nosotros, que mi generación no nadaba como nada la generación ac-tual» (ibid., p. 366). Es evidente que podría ejemplificarse de mil maneras distintas: lasformas de caminar, las fórmulas de cortesía, las costumbres de mesa, la colocación delcuerpo para escuchar, aprender, dialogar, etc. Michel Bernard, aunque acepta la termi-nología de Mauss, cree que la expresión «técnicas del cuerpo» es equívoca e impropiajustamente a causa del carácter nunca enteramente fijado de lo que es el cuerpo humano.Bernard propone sustituir la expresión de Mauss por otra que manifieste claramente elcarácter lingüístico del cuerpo humano (Bernard, o.c., p. 127).

119. Sobre esta cuestión, cf. Duch, La educación y la crisis de la modernidad, cit.,pp. 87-113; F. Bárcena y J.-C. Mèlich, La educación como acontecimiento ético. Na-talidad, narración y hospitalidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2000, pp.149-190.

120. Véase Mauss, o.c., pp. 368-369.

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forma resumida: la cultura concreta da forma al cuerpo, es decir, loadiestra para que el hombre sepa utilizarlo de acuerdo con los mode-los que le ofrece, en cada momento concreto, la sociedad121.

En las «técnicas del cuerpo, tal como las describió Marcel Mauss,la interacción entre «lo biológico» y «lo sociológico» se ve constante-mente modificada y rectificada por «lo psicológico». La coimplica-ción, siempre en tensión, de esos tres términos —que pueden serconsiderados como tres «puntos de vista» que expresan, al mismotiempo, las diferencias y las complementariedades de lo humano— esimprescindible para alcanzar, ni que sea de forma tentativa, el conoci-miento del «hombre total»122. La estructura social del cuerpo se mani-fiesta, por un lado, en toda nuestra actividad más inmediata y, aparen-temente, más «natural», en nuestras posturas y actitudes, en nuestrosmovimientos más espontáneos y, por el otro, la estructura social delcuerpo «se edifica» no sólo mediante la educación en un sentidoestricto, sino también a través de la imitación y la adaptación123. Debetenerse presente que Mauss, como buen discípulo de Durkheim, esheredero de una tradición intelectual procedente de Comte, que nega-ba cualquier tipo de especificidad a la psicología individual. Por eso,en los inicios de su carrera, prolongando y enriqueciendo la tradicióndurkheimiana, lo que Mauss hará será reivindicar todo el espacio delo humano para la psicología colectiva, entendida como el ámbito deinvestigación que es propio de la sociología como disciplina académi-ca. Poco a poco, sin embargo, en su reflexión, introducirá al individuoy, por lo tanto, lo psicológico, gracias a su conocida idea de totalidad,

121. Entwistle, o.c., p. 28, pone de relieve que las «técnicas corporales» tienengénero porque hombres y mujeres aprenden a hablar, caminar, correr, luchar, dialo-gar, etc., de forma diferente. Este estudio ofrece una perspectiva muy interesante sobrelas «técnicas corporales», porque las sitúa en el marco de los sistemas de la moda.

122. Véase Mauss, o.c., p. 369. Tarot, o.c., p. 646, apunta que, en el pensamientode Mauss, «la idea del hombre total se apoya en la cuestión particularmente delicadade las relaciones entre la sociología y la psicología».

123. Véase Bernard, o.c., pp. 123-124. En las sociedades concretas los movimien-tos corporales no se encuentran fijados definitivamente. Pueden modificarse y cambiaren función de los cambios ocurridos en los modelos culturales como, por ejemplo, lamoda o el prestigio de un hombre o de una mujer concretos (star system). «El andar delas mujeres ha evolucionado sensiblemente en función del de las estrellas del cine o delas modelos: hacia 1930, las mujeres francesas habían adoptado la manera de caminarbalanceante de las estrellas norteamericanas de Hollywood; actualmente, las chicastienden a caminar o bien según el estereotipo de la moda, el vientre hacia delante, elbusto hacia atrás, o bien tienden a adoptar inconscientemente el paso firme y viril (o,más bien, el que creen tal) de los chicos para afirmar mejor su igualdad, y que les espermitido por los zapatos sin tacón» (Bernard, o.c., p. 125). Debe tenerse en cuentaque el libro de Michel Bernard fue publicado, segunda edición, en 1976.

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la cual le permitirá comprender cómo cada disciplina concreta puedetener una comprensión propia, por un lado, del ser humano y, por elotro, de la sociedad en su conjunto, sin que nunca sea posible alcanzarun conocimiento exhaustivo y definitivo del hombre y de la socie-dad124.

Seguramente que el aspecto más interesante de las reflexiones deMarcel Mauss sobre las técnicas del cuerpo deba buscarse en la misma«comprensión técnica» del cuerpo humano que propuso. De entrada,con énfasis, manifiesta que debe evitarse un error antropológico fun-damental: considerar que sólo hay técnica cuando hay instrumentos.

Denomino técnica un acto tradicional eficaz (ved que eso no es muydiferente del acto mágico, religioso, simbólico). No hay técnica y nohay transmisión si no hay tradición. En eso, sobre todo, el hombre sedistingue de los animales: por la transmisión de sus técnicas y muyprobablemente por su transmisión oral125.

Para Mauss, el cuerpo es «el instrumento primero y más naturaldel hombre. O más exactamente, sin hablar de instrumento, el primerobjeto técnico y el más natural»126. Con anterioridad a la presencia delas técnicas ejecutadas con el concurso de instrumentos artificiales,existe el conjunto de técnicas corporales o, tal vez mejor, el cuerpocomo objeto técnico. Las técnicas corporales, mediante un trabajo detaxonomía psico-sociológica, posibilitan la ordenación de las ideas yactividades de la conciencia como un sistema de montaje simbólico127.Es la «comprensión técnica» del cuerpo humano lo que fundamenta el

124. Véase Tarot, o.c., p. 647. «Lo que encontramos es un hombre que, en unasociedad determinada, vive en carne y espíritu en un punto determinado del tiempo ydel espacio [...] La mayoría de fenómenos que considera el sociólogo, en la medida queno es un morfologista, exige precisamente esa consideración de la totalidad psicológi-ca del individuo» (Mauss, cit. Tarot, o.c., p. 647).

125. Mauss, o.c., p. 371.126. Ibid., p. 372.127. No entraremos en la cuestión de los criterios clasificatorios de las técnicas

corporales que propone Mauss (cf. Mauss, o.c., pp. 373-375), que distingue: 1) divi-sión de las técnicas corporales entre sexos; 2) variaciones de las técnicas del cuerpo enfunción de la edad; 3) clasificación de las técnicas corporales en relación con el rendi-miento; 4) transmisión de las técnicas corporales. Propone también otra clasificaciónque denomina «énumération biographique» o de las «edades del hombre» (cf. Mauss,o.c., pp. 376-383), que son: 1) técnicas de nacimiento; 2) técnicas de la infancia; 3)técnicas de la adolescencia; 4) técnicas de la edad adulta. Es verosímil que esta últimaforma de clasificación de Mauss se relacione de alguna manera con los «ritos de paso»,tal como, en 1909, los había concretado Arnold van Gennep (cf. Duch, Antropologíade la vida cotidiana, cit., pp. 204-208).

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enorme alcance antropológico de las técnicas corporales, tal como ensu día las describió e interpretó Mauss.

La conclusión a la que llegó este autor es que, durante todo sutrayecto biográfico, el ser humano, con la imprescindible ayuda delcuerpo, se encuentra en presencia de diferentes «montajes físico-psico-sociológicos» de series de actos muy diferentes. «Una de lasrazones por la cual estas series pueden ser montadas más fácilmenteen el individuo es precisamente porque son montadas por y para laautoridad social»128. Ahora bien, todos esos movimientos del cuerpotienen como base un enorme aparato biológico y psicológico, lo cualpermite a Mauss afirmar que «lo psicológico» puede ser consideradocomo una suerte de «engranaje» entre lo biológico y lo social. Deacuerdo con su opinión, el ser humano, en todas las etapas y circuns-tancias de su vida, se halla en presencia de numerosos dilemas y retosde carácter biológico-sociológico que, inevitablemente, se originacomo consecuencia de ser alguien que, social, política y religiosamen-te, convive (y, en múltiples ocasiones, «malvive»). Para resolverloscon ciertas garantías de éxito, precisa de una adecuada acción educa-tiva, de transmisiones eficientes, de acogimiento auténtico que, enespacios y tiempos concretos, le permitan adaptar su cuerpo a un usoverdaderamente humano y humanizador. Mauss escribe: «La educa-ción del cuerpo es uno de los momentos fundamentales de la historiahumana: educación de la vista, educación del caminar «subir, bajar,correr»129. El antropólogo francés concibe el cuerpo humano comouna potencialidad fisiológica que se realiza social y colectivamentepor mediación de un conjunto de praxis corporales que, a partir de unbuen número de transmisiones (incluyendo también las imitaciones),comparten, a menudo en medio de fuertes tensiones, los miembros deuna determinada sociedad. Existe, por consiguiente, en cada sociedadun «ideario común» —una suerte de «ideología compartida»— sobreel cuerpo, el cual, en la actual mundialización de la cultura, pareceque tiende a abarcar, al menos teóricamente, la totalidad de lahumanidad y a disolver las especificidades de las técnicas corporalesde cada lugar.

En este estudio no nos resulta posible adentrarnos con la ampli-tud que sería necesaria en el análisis de las variadas relaciones entre«técnicas corporales», «trabajo» y «simbolismo», que son los elemen-tos que establecen (o deberían establecer) el marco del pensamiento y

128. Mauss, o.c., p. 384.129. Ibid., p. 385. Creemos que con razón P. Meirieu afirma que educar es desa-

rrollar «una inteligencia histórica capaz de discernir en qué herencia cultural uno estáinscrito» (P. Meirieu, cit. Bárcena y Mèlich, o.c., p. 101).

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la acción de los seres humanos en esta tierra130. Es sabido que, porejemplo, las «cadenas de montaje» como modelo laboral de nuestrotiempo provocan graves disfunciones en las personas a causa precisa-mente de unas relaciones perversas entre los tres elementos a los quehemos aludido (técnicas corporales, trabajo y simbolismo). Hace yaalgunos años, André Leroi-Gourhan puso de manifiesto que en losartefactos técnicos creados por el ser humano se combinan íntima-mente una «lógica funcional» y una «función simbólica». De estamanera, todo objeto técnico podía convertirse en signo cultural131. Laevolución del trabajo en la era industrial condujo a una recesión desustrato onírico y simbólico, produciendo entonces no sólo, comoquería Marx, alineación social, sino una terrible «desestructura-ción simbólica» del trabajo, la cual se encuentra en la base de la«anemia simbólica» y de la «desnutrición psíquica» de la hora presen-te. Wunenburger ha señalado que

las actividades simbólicas abandonan el teatro social de los trabajos ylos días, y se encuentran recluidas en unos espacio-tiempos impro-ductivos y devaluados. Toda la ideología prometeica y burguesa va ala caza de la imaginación, de lo estético y de la sociabilidad conviven-cial. El campo social del juego sólo es permitido en el exterior delmundo de la producción132.

En los años treinta del siglo XX la reflexión de Marcel Mausssobre el cuerpo representó la rehabilitación de una temática muyimportante, pero que hasta entonces, en los estudios antropológicos,había sido prácticamente marginada. En efecto, en la visión del cuer-po del «primitivo» que tenía la cultura occidental sólo se veía desnu-dez y «naturalidad» como irrefutables expresiones de salvajismo ybarbarie. Entonces, la conclusión que acostumbraban a extraer losantropólogos era que el «primitivo» estaba totalmente privado decivilización, cultura, técnica, educación, urbanidad; era exclusiva-mente un «pre»: prehombre, prefilósofo, pretécnico, prerreligioso,etcétera133. Sin embargo Mauss, en todas las culturas humanas, supo

130. Véase sobre esta cuestión Wunenburger, «Déclin et renaissance de l’imaginationsymbolique», cit., pp. 44-46.

131. Véase A. Leroi-Gourhan, Le geste et la parole. II. La Mémoire et le rythme,Paris, Albin Michel, 1965, pp. 125-128.

132. Wunenburger, o.c., p. 46. «La sobredeterminación del artista, que se revistecon una dimensión visionaria de genio, tal vez no es sino la compensación patética delrechazo del imaginario fuera del trabajo cotidiano» (ibid.).

133. En este contexto no pueden olvidarse las consecuencias de las antropologíasdel siglo XIX y comienzos del XX, basadas como estaban en el «darwinismo social». Sobreesta problemática, Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit., pp. 122-174.

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descubrir y leer, en las emociones, la sonrisa, las posturas corporales,la forma de andar y las costumbres de mesa, toda una gama desentimientos complejos, de razonamientos propiamente humanos yde adquisiciones culturales trabajosamente adquiridas, configuradas ytransmitidas. De esa manera, en su aproximación antropológica, elcuerpo humano se convertía en la materia prima de lo social, el lugaren el que se inscribía y que, con la eficaz ayuda de las «estructuras deacogida», era necesario aprender a descifrar, organizar y activar laexistencia humana. A través de las técnicas corporales, Mauss nosenseña a vincular el cuerpo humano con la conciencia, la sociedad, laherramienta, el conjunto de simbolismos que, individual y colectiva-mente, legitiman y regulan la vida de los humanos. Por eso, en suestudio pionero sobre las técnicas corporales, otorga la primacía a losmontajes físico-psico-sociológicos. La risa, el llanto y los gritos no sonexclusivamente expresiones «naturales» de los sentimientos puestosen marcha por la simple instintividad. Antropológicamente hablando,son, al mismo tiempo y de una manera rigurosa, signos y símboloscolectivos; son —y en eso se manifiesta un buen discípulo de Durk-heim— ideas y sentimientos socializados que no sólo expresan «esta-dos de ánimo» individuales, sino que también son absolutamenteimprescindibles para el mantenimiento del vínculo social134. La socie-dad, por mediación de diversos montajes complejos de signos y sím-bolos, selecciona los comportamientos deseables, los cuales, entonces,son «in-corporados» por los individuos con la ayuda de una adecuadaeducación de los sentidos (la vista, la forma de andar, las posturas, lasreacciones ante la muerte y el dolor, la cortesía, las diversiones, etc.).De esa manera, las sociedades humanas pueden controlar los senti-mientos y orientarlos hacia aquellas finalidades que se considerandeseables y colectivamente productivas135.

En el contexto de la reflexión sobre las «técnicas corporales»,George H. Mead también posee una decisiva importancia porque fueel introductor en las ciencias humanas del término «gesto» para indi-car el uso social del cuerpo, lo cual significaba una aproximación al«gesto» como técnica corporal136. Este investigador se preguntó cuálera el mecanismo básico que permitía el proceso de creación y forta-

134. Véase Tarot, o.c., p. 647.135. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 259-260, manifiesta que, en el ser

humano, el uso de los sentidos también se incluye en el ámbito del aprendizaje, a loque Merleau-Ponty designaba con la expresión «reflexión sensible». «El niño ha deaprender en primer lugar a verse como él mismo en el espejo».

136. G. H. Mead, Espíritu, persona y sociedad. Desde el punto de vista del conduc-tismo social [1930], México, Paidós, 21993, pp. 85-93 y passim.

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lecimiento sociales que, de una manera u otra, tenía lugar en todas lassociedades humanas. La respuesta que da a este interrogante, aunquesea indirectamente, se encuentra emparentada con la que había dadoMarcel Mauss:

Es el mecanismo del gesto el que hace posible las reacciones adecua-das para la conducta mutua, por parte de los distintos organismosindividuales involucrados en el proceso social. Dentro de cualquieracto social dado se efectúa una adaptación, por medio de gestos, delas acciones de uno de los organismos involucrados a las acciones deotro; los gestos son movimientos del primer organismo, y actúancomo estímulos específicos, provocando reacciones (socialmente) ade-cuadas del segundo organismo137.

Según Norbert Elias, en el largo y conflictivo «proceso de las civi-lizaciones», con bastante frecuencia, se ha recurrido al cuerpo comogenerador potencial de gestos y, en función de la misma gestualidad,se le ha definido y contextualizado de nuevo138. La gestualidad, comoforma de lenguaje y como «técnica del cuerpo», es un dato imprescin-dible para que los procesos de transmisión adquieran relevancia en lassociedades humanas. Inevitablemente, participa de manera directa enla socialización del ser humano, la cual, como es comprensible, estáencomendada a las «estructuras de acogida» y, muy especialmente, ala «codescendencia» (familia). La gestualidad humana, que siempre es«una» determinada gestualidad que se halla situada en «un» tiempo y«un» espacio concretos, pone de manifiesto la constitución rítmica ycultual del ser humano, de todo ser humano. En su recomendableestudio sobre la teoría ritual, Catherine Bell ha indicado que el actualinterés por el cuerpo humano se debe a diferentes razones, que se hancomportado entre sí de forma interactiva. En primer lugar, ha dedestacarse la rica tradición de estudios antropológicos que se inicia-ron en el siglo XIX. Una segunda razón es la crítica que, ahora mismo,se hace del objetivismo tradicional y de su «mentalidad» centrada enuna noción de conocimiento que no tiene suficientemente en cuenta

137. Mead, o.c., p. 60, nota 9; cf. ibid., pp. 88-89, 95. Sobre la relación entre«gesto» y «sentido», cf. ibid., pp. 177-178.

138. Véase N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation. Soziogenetische und psycho-genetische Untersuchungen. I: Wandlungen des Verhaltens in den weltlichen Oberschich-ten des Abendlandes; II: Wandlungen der Gesellschaft. Entwurf zu einer Theorie derModerne, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1977, que ofrece una gran cantidad de ejemplosde configuraciones de la gestualidad corporal en el transcurso de la historia de lacultura occidental.

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la condición logomítica del ser humano. Y, en tercer lugar, el podero-so impacto de los feminismos y de los estudios de género que, almenos en algunos círculos, han inspirado una nueva «erótica» de lasinterpretaciones prácticas del cuerpo139. Oponiéndose a la argumen-tación tradicional de Darwin según la cual las expresiones corporales,especialmente las de carácter facial, se encontraban prácticamentedeterminadas y eran al mismo tiempo naturales y universales, unalarga serie de estudios realizados en las primeras décadas del siglo XX

por parte de Durkheim, Mauss y Hertz pusieron de relieve que todaslas expresiones corporales poseían un carácter marcadamente social,transmitidas por las «estructuras de acogida». Dicho de otra manera:el cuerpo humano, por mediación de sus expresiones rítmicas y ritua-les, también es una construcción simbólica y social; en realidad, siem-pre ha sido —y es— una imagen concreta y activa de la sociedad y unmicrocosmos del universo140.

La antropóloga británica Mary Douglas exploró el «cuerpo so-cial» cuya parábola más efectiva y más afectiva es el «cuerpo huma-no», como «un medio de expresión muy especializado», el cual cons-tituye una de las claves más importantes para hacerse cargo de lamultiplicidad de relaciones entre el propio yo, la sociedad y el cos-mos141. Desde otra perspectiva, Victor Turner, contra el «centralis-mo» atribuido a la sociedad y a las funciones sociales por parte de laescuela de Durkheim, señaló que no era la sociedad como tal la fons etorigo de las clasificaciones y los roles sociales, sino el organismocorporal humano142. Muchos otros estudiosos han visto en el cuerpohumano la metáfora más importante para la construcción y organiza-ción de la sociedad humana. En este contexto, ni que sea muy breve-mente, no podemos dejar de mencionar las aportaciones que hanhecho los estudios sobre el género para conseguir una reorganización

139. Véase C. Bell, Ritual Theory, Ritual Practice, New York/Oxford, Oxford Uni-versity Press, 1992, cap. V.

140. Véase ibid., p. 90.141. Véase el importante estudio de M. Douglas Símbolos naturales. Exploracio-

nes en cosmología, Madrid, Alianza, 1978. Esta antropóloga distingue en el cuerpohumano entre el «cuerpo físico» y el «cuerpo social». «El cuerpo social restringe elmodo en que se percibe el cuerpo físico. La experiencia física del cuerpo, siempremodificada por las categorías sociales mediante las cuales es conocido, mantiene unaparticular visión de la sociedad. Existe un continuo intercambio de significados entrelos dos tipos de experiencia corporal, de modo que cada una de ellas refuerza la cate-goría de la otra» (M. Douglas, cit. Entwistle, o.c., p. 29).

142. Véase V. Turner, La selva de los símbolos. Aspectos del ritual ndembu, Ma-drid, Siglo XXI, 1980, p. 100.

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del cuerpo humano y de sus relaciones con el lenguaje, los procesosde identificación y el poder143.

En las diferentes culturas humanas las «técnicas del cuerpo» po-nen de manifiesto que el hombre, aunque sea un ser nunca definitiva-mente fijado por la mera instintividad, siempre ha mostrado un inte-rés ilimitado en la búsqueda de constantes de diferentes tipos. Enefecto, como apunta Galimberti, las constantes constituyen la base desu acción técnica sobre la cual podrá edificarse una «razón» «comolugar idealizado de las regularidades conocidas y adquiridas. Por tan-to: no es la técnica el producto de la razón, sino que es la razón elproducto de la técnica, sin la cual el cuerpo no codificado del hombrejamás habría podido sobrevivir»144. En el ser humano la acción técnicasuple las deficiencias del instinto porque le permite el descubrimientode las múltiples regularidades y ritmos que hacen posible su instala-ción en el mundo con ciertas garantías de seguridad física y emocio-nal. Al mismo tiempo, sin embargo «y completamente a la inversa delo que sucede con el animal», estas regularidades pueden ser —y hartoa menudo lo son— el punto de partida para encontrar nuevos puntosde vista, innovaciones, argumentaciones contra el sistema, heterodo-xia. En lo humano, aunque pueda parecer paradójico, son imprescin-dibles el ritmo, las regularidades y las «técnicas corporales» para quesean posibles la invención y reconfiguración del espacio y del tiempoantropológicos. O expresándolo de otra manera: es imprescindible latradición (como depósito de la memoria que nunca deja de ser) para larecreación, para ir más allá de los marcos y ritmos impuestos por loshábitos y por todo tipo de «intereses creados». Debe añadirse que, sinhábitos, sin costumbres, no resulta posible «cosmizar» sin interrup-ción la espaciotemporalidad que es propia del ser humano. De acuer-do con la opinión de Galimberti, en la dicotomía clásica «alma-cuer-po», el alma no era sino la memoria de las operaciones técnicas de un«animal» cuya característica más relevante consiste, como quería Nietz-sche, en el hecho de no encontrarse definitivamente estabilizado (einnoch nicht festgestelltes Tier); de un animal, en consecuencia, que, adiferencia de las otras especies animales que están recluidas en símismas, ha de estar abierto, capacitado para contextualizarse en fun-ción de las numerosas e imprevisibles variaciones (las «historias») que

143. Cf. Las interesantes reflexiones sobre esta temática en Bell, o.c., pp. 95-96. P.Bourdieu, Ce que parler veut dire. L’économie des échanges linguistiques, Paris, Fayard,1982, pp. 89-91, lleva a cabo unos sugestivos análisis del lenguaje y de la competencialingüística como «técnicas corporales», refiriéndose a los estudios de Pierre Guiraudsobre «le style global des usages de la bouche».

144. Galimberti, Psiche e techne, cit., p. 93; cf. ibid., p. 94.

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acontecen en él mismo y en su entorno145. En este contexto resultaespecialmente significativa la reflexión de Elias Canetti sobre el «cam-bio» como «metamorfosis» (Verwandlung)146. Este pensador judío opinaque, en medio de un mundo situado bajo el imperio de lo económicoy totalmente consagrado a la especialización, el ser humano (él loconcreta en el «escritor») ha de ser el «custodio de la metamorfosis».Para el animal, el «cambio» es el enemigo insuperable; para el hom-bre, por el contrario, las metamorfosis, si de verdad se halla implicadoen un proceso de aprendizaje y contextualización, constituyen la au-téntica posibilidad de salvación.

Está claro que puede objetarse al pensamiento de Mauss, comomiembro que es de la escuela durkheimiana, una cierta represión de loque es personal a favor de una exaltación de la sociedad como orga-nismo. Sin embargo, en cualquier caso, su reflexión sobre las técnicascorporales ayuda a entender mejor la indudable relación (a menudo,en evidente tensión) que mantiene el ser humano con el «nosotroscomunitario». Tanto la supresión de lo individual como la de lo socialprovoca graves y profundos desajustes e, incluso, perversiones de lahumanidad del hombre. El ejercicio del oficio de hombre o de mujer,mediante el adiestramiento del cuerpo, consiste justamente en el man-tenimiento creador de esta tensión, que jamás podrá ser definitiva-mente «solucionada».

En la actualidad, cuando con gravedad creciente se considera lacrisis de la pedagogía «que, sin duda, es muy aguda y con imprevisi-bles consecuencias para el futuro de nuestra sociedad», de hecho seestá hablando de la desestructuración e, incluso en algunos casos, dela destrucción total de las «técnicas del cuerpo» que, antaño, permitie-ron —ni que fuera muy imperfectamente— las transmisiones en todoslos niveles de la vida cotidiana (sobre todo en la familia, la escuela, laciudad y la religión)147. La ausencia o el deterioro de unas adecuadastécnicas corporales actúan negativamente en todo lo que lleva a caboel ser humano en el ámbito del pensamiento, la acción y los senti-mientos. Creemos que, en el momento presente, el tan frecuente y

145. Véase Galimberti, o.c., pp. 89-92. Según Gehlen, El hombre, cit., pp. 10-11,la fórmula de Nietzsche significa que no hay ninguna explicación convincente que digalo que es el hombre y, en segundo lugar, que el hombre es «naturalmente» un serinacabado.

146. Véase E. Canetti, «La profesión de escritor», en La conciencia de las palabras,México, Fondo de Cultura Económica, 21994, pp. 349-363; íd., Masa y poder, Barce-lona, Galaxia Gutenberg, 2002.

147. Véase lo que exponemos en el apartado «Estructuras de acogida» y transmi-siones.

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lamentable «fracaso escolar» se debe en gran medida —evidentemen-te, no de manera exclusiva— a la inoperancia en términos sociales ypedagógicos de las «técnicas corporales». Si realmente se desearasuperar la actual crisis pedagógica de nuestra sociedad, especialmenteen el ámbito escolar, sería imprescindibles recomponerlas, es decir,tendría que darse nueva vida a las formas concretas y cotidianas deescuchar, hablar, sentarse, relacionarse, andar, dialogar, etc., de pa-dres, alumnos y maestros148. Es un dato incuestionable que los apren-dizajes se hallan directamente relacionados con las técnicas corpora-les, las cuales permiten establecer correctas relaciones entre lainterioridad y la exterioridad humanas. Sin unas determinadas técni-cas del cuerpo no hay posibilidad de enseñar y aprender algo. El serhumano es, como manifiesta un reconocido aforismo de nuestra tra-dición, un espíritu encarnado, es decir, alguien que, para alcanzar lahumanización, ha de armonizar y conjugar un principio corporal y unprincipio espiritual.

Otro tema que aquí sólo insinuamos de manera sumamente es-quemática es la relación entre la fractura de las «técnicas corporales» yel menosprecio. O, expresándolo de otra manera: la abolición delrespeto como una de las consecuencias de la pérdida de vigencia de las«técnicas corporales»149. Alain Thomasset afirma:

Cuando las sociedades tradicionales se hunden, y con ellas las jerar-quías y los lugares sociales, los ritos codificados, los roles tradiciona-les y las verdades inmutables, también se desvanece el antiguo sentidodel respeto. Con la Modernidad, aparece el individuo considerado enél mismo, el cual ya no se encuentra definido a partir de su lugar o desu función en el orden social150.

148. Creemos que, con frecuencia, la disolución de las «técnicas corporales» ya seinicia en la familia, en la que los padres, que también tienen la misión de educarcorporalmente a sus hijos, se comportan a menudo como verdaderos «salvajes» (en elsentido más deshumanizador del vocablo).

149. El respeto es la consideración de la excelencia de alguna persona o de algunacosa que nos conduce a comportarnos correctamente con ella. Resulta muy actual elartículo de J. Arènes «Le mépris comme un brouillard»: Christus, núm. 195, 2002, pp.273-279. Este autor pone de manifiesto que el siglo XX ha sido el «siglo del menospre-cio» porque ha sido el siglo que más profundamente ha experimentado la fascinaciónpor la nada: «la nada como figura ontológica, pero también como paradigma del vacíodepresivo, la nada insinuándose en las relaciones con la alteridad» (ibid., p. 276). Eneste contexto, es adecuado referirse a la conocida novela de Alberto Moravia El des-precio.

150. A. Thomasset, «Les metamorphoses du respect»: Christus, cit., p. 265. Todoese número de la revista Christus está dedicado a la problemática en torno al respeto.No pueden olvidarse las sospechas, a menudo con toda la razón del mundo que, en la

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Hacer posible el reconocimiento del otro, por mediación de lasdistintas «técnicas corporales», es la finalidad de las transmisiones quetienen a su cargo las «estructuras de acogida». El respeto corrigedesde dentro los excesos del sentimiento de simpatía, salvaguardandoal otro, como escribe Ricoeur, de «las intrusiones de mi sensibilidadindiscreta». Y continúa así: «La simpatía toca y devora el corazón. Elrespeto mira de lejos». De esta manera revela la verdad de la simpatíaprotegiéndola de sus demonios familiares, es decir, de la tentación detomar posesión del otro.

La fractura de las «técnicas corporales» está acompañada por lapérdida de la referencialidad de los unos respecto a los otros, lo cual,en medio de un mundo marcado por un creciente individualismo (amenudo, francamente, compulsivo), provoca, casi necesariamente,una atmósfera de menosprecio (que no debe confundirse con el odio).Ahora bien, «y eso constituye una de las notas características de nues-tro tiempo como tiempo de la depresión y la desconsideración», elmenosprecio del otro acostumbra a ir precedido del menosprecio deuno mismo. En el fondo, en el ritmo vertiginoso del sujeto menospre-ciador de los otros, éste descubre en las honduras de su corazón «lamascarada del sujeto supuestamente autofundado» (Pierre Lagarde).

5.4.1. «Técnicas corporales» y ritualidad

Una cuestión implícita, pero indudablemente de excepcional impor-tancia en la reflexión de Marcel Mauss, es que la regularidad de losritmos corporales es la matriz para la orientación del ser humano ensu mundo. Esos ritmos pueden concretarse en torno de la ampliatemática sobre el cuerpo humano y el ritual. Nunca debería olvidarsela enorme incidencia que posee la ritualidad en todo lo que se refierea la relacionalidad humana y a la instalación del ser humano en sumundo (habitar)151. En el animal las regularidades de su comporta-miento vienen garantizadas sobre todo por el instinto. En cambio, elser humano, que basa los procesos de humanización en la transanima-lidad, descubre la regularidad rítmica, a menudo de manera irregulary precaria, como constante en la reiteración de las acciones que ha derealizar. Por ejemplo, Carlo Sini ha indicado que la proyección en el

Modernidad, ha provocado el respeto, sobre todo cuando se le ha confundido con la«obediencia acrítica» a cualquier forma de «legalidad» establecida por el poder deturno (cf. ibid., pp. 267-268).

151. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 93-94; y, sobre todo, Bell, o.c.,esp. cap. V.

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mundo de las condiciones corporales del ser humano se refleja me-diante una cadencia constante en la respiración y en los latidos delcorazón152. Por eso no puede causar extrañeza que en las simbologíasde la mayoría de culturas la respiración y el ritmo cardíaco, con unparecido notable con lo que, de hecho, lleva a cabo la acción ritual,ocupen un lugar preeminente. «La regularidad del ritmo corporalproduce una orientación en el mundo que va en busca de regularida-des»153. Ni que sea de forma alusiva, en todas las culturas humanas lafuerza desorganizadora y aniquiladora del caos, que constituye unaconstante amenaza, se domina, siempre de forma provisional, me-diante el retorno periódico al kosmos, al ritmo, al orden, a la belleza.Consciente o inconscientemente, la ritualidad es un aspecto impres-cindible de todas las actividades humanas, incluso de las realizadas almargen o en contra de las normativas y costumbres de una determina-da sociedad154. La razón de ello es que, en la multiplicidad de inter-venciones sobre la realidad que lleva a cabo el ser humano, hay,implícita o explícitamente, una «praxis de dominación de la contin-gencia», es decir, de recurso a lo conocido para oponerse a las incerti-dumbres, a los horrores (reales o imaginarios) y a la angustia ante lodesconocido e imprevisible. La ritmicidad propia de la cultualidadnos introduce (puede introducirnos) en un ámbito de seguridadescordiales, de bases firmes, ante la inconsistencia de cualquier tiempopresente y de relaciones humanas que ya han mostrado su eficaciasanadora en nuestra historia personal y colectiva.

Junto a los aspectos positivos de la ritualidad que acabamos deesbozar, no puede ignorarse la presencia inquietante y perturbadorade otros, que también se muestran activos en nuestra existencia. Mi-chel Foucault fue el primero que puso en correlación los diversos«rituales» de la disciplina penal con las «economías del poder» y la«construcción» de la persona humana155. Este autor cree que, en senti-do moderno, el cuerpo emergió en las últimas décadas del siglo XVII

como aquel escenario sobre el que la gran mayoría de las praxissociales mostraban indiscutiblemente su vinculación y sujeción al po-der. Fue entonces cuando empezaron a implantarse los «rituales del

152. Véase C. Sini, L’incanto del ritmo, Milano, Tranchida, 1993.153. Galimberti, o.c., p. 93. Este autor manifiesta que «los dioses han sido inven-

tados no tanto para explicar los fenómenos naturales como para justificar las excepcio-nes de su regularidad [de los fenómenos naturales], casi como un intento extremo paraincluir en lo que es regular lo que es excepcional» (ibid.).

154. Véase Bell, o.c., pp. 70-72.155. Véase M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Madrid, Si-

glo XXI, 281998.

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poder», los cuales son el fundamento de una «tecnología del cuerpo».Como medio para la escenificación del poder, el cuerpo humanoempieza entonces a relacionarse con una nueva racionalidad políticaque se encuentra enraizada en el «biopoder», por utilizar una expre-sión de ese pensador francés156. Según la opinión de Foucault, laemergencia histórica del cuerpo ayudó a constituir un nuevo nivel deanálisis, desconocido en el pasado, que se situaba entre la biología ylos vehículos institucionales encargados de administrar las medidascoercitivas y punitivas de la nueva sociedad. Al mismo tiempo, paralograr una forma u otra de «legitimación científica», se impulsó eldesarrollo de las ciencias humanas como reflejos y productos típicosde la nueva racionalidad que empezaba a imponerse en la culturaoccidental157.

La teoría de la construcción ritual del cuerpo propuesta porFoucault y, con algunas correcciones, la diseñada por Pierre Bourdieuposeen un gran interés para el análisis del cuerpo en la Modernidad,pero no hay duda de que, como lo manifiesta Bell, han derivado desdeuna discusión sobre las prácticas sociales a una discusión en torno alos rituales sin profundizar demasiado en el análisis de las relacionesde las prácticas rituales con las prácticas sociales en general158. Estaautora manifiesta que «la dinámica implícita y la finalidad de la ritua-lización es la producción de un ‘cuerpo ritualizado’. De hecho, uncuerpo ritualizado es un cuerpo investido con un ‘sentido’ del ri-tual»159. Debe añadirse que este «sentido» no es una cuestión quepueda incluirse en el ámbito del llamado conocimiento autoconscien-te ni de ninguna regla explícita del ritual, sino que es una «disposiciónimplícita cultivada». Aludiendo a la reflexión de Bourdieu sobre el

156. Sobre el «biopoder», cf. M. Foucault, La voluntad de saber. Historia de lasexualidad 1, Madrid, Siglo XXI, 261998, pp. 163-176. Una interesante actualizaciónde este pensamiento la ofrece G. Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nudavida, Valencia, Pre-Textos, 1998. En general, la obra de Agamben es un intento enca-minado a poner en relación el pensamiento de Foucault con el de Hannah Arendt apartir de la cuestión del «biopoder». La conclusión a la que llega Agamben es que el«campo de exterminio se convierte en el paradigma biopolítico de la Modernidad(véase Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit., pp. 73-136).

157. Creemos que, además del factor indicado por Foucault, en la implantaciónde las ciencias humanas intervinieron otros factores (véase Duch, Armes espirituals imaterials: Religió, cit., passim).

158. Véase Bell, o.c., p. 98. Sobre el pensamiento de Bourdieu en torno a estatemática, cf. lo que apuntamos en el apartado «Estructuras de acogida y transmisio-nes» en este mismo capítulo.

159. Sobre el sentido y alcance que Catherine Bell otorga al término «ritualiza-ción», cf. Bell, o.c., pp. 88-93.

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habitus, Bell manifiesta que la ritualización produce el cuerpo rituali-zado mediante la interacción, sobre todo de carácter simbólico, delcuerpo con un entorno social ya estructurado y que posee (y se lereconoce) una capacidad estructuradora. De ahí que, a través de seriesde movimientos físicos, espacial y temporalmente, las prácticas ritua-les permitan la construcción de un entorno organizado y clasificadode acuerdo con los esquematismos socialmente sancionados en unadeterminada sociedad, que dejan su impronta, con rasgos positivos ynegativos al mismo tiempo, en la carne de los cuerpos de los miem-bros de la sociedad160. Por eso mismo, el cuerpo humano siempre estácondicionado por el hecho de que ha de responder a su entorno yaestructurado de una determinada manera que, en el fondo, constituyeuna secuencia ritual. De ahí que pueda afirmarse que «es a partir deun contexto histórico y ético específico que el individuo hace derivarlas posibilidades expresivas de su cuerpo»161. La consecuencia queextrae Catherine Bell de todo eso es que «la ritualización como pro-ducción de un agente ritualizado por la vía de la interacción de uncuerpo con un entorno estructurado y estructurador siempre tienelugar en el interior de una situación sociocultural amplia e inme-diata»162.

Las «técnicas del cuerpo» basan su eficacia en el hecho de que elser humano es estructuralmente un ser rítmico, que casi siempre secomunica mediante secuencias rituales. Hace ya algunos años, MaryDouglas apuntaba que, «primordialmente, el ritual es una forma decomunicación» compuesta por actos culturalmente normales que sehan convertido en distintivos a causa de que han derivado hacia unasfunciones especiales con una eficacia extranormal (mágica)163. Ahorabien, la «ritmicidad cultual» que es propia de cada ser humano no esun «atributo» genérico, sino que se muestra activa y se expresa en uncontexto histórico peculiar164. Porque, en último término y contra loque a menudo se cree, no ha de olvidarse que el orden social no semantiene mediante la ley, sino por mediación del ritual165.

160. Véase Bell, o.c., pp. 98-99. El estudio de Sennett Carne y piedra, cit., passim,es una excelente ejemplificación de lo que hemos apuntado en el texto.

161. J. Blacking, cit. Bell, o.c., p. 100.162. Bell, o.c., p. 100; cf. ibid., pp. 107-108.163. Douglas, Símbolos naturales, cit., pp. 41, 90, 135.164. Véase lo que decimos en el apartado siguiente sobre «el cuerpo situado».165. Véase Bell, o.c., p. 195.

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5.5. EL «CUERPO SITUADO»

El ser humano siempre se encuentra situado166. Nunca puede eludir la«condición adverbial» como expresión concreta y práctica de la espa-ciotemporalidad que es coextensiva a su corporeidad167. La situaciónes la base ineludible, sobre y a partir de la cual pensamos, sentimos,vivimos, actuamos, nos relacionamos y nos experimentamos a noso-tros mismos como «espíritus encarnados». Del mundo que nos rodea,siempre tenemos una experiencia de unas situaciones histórica y cul-turalmente determinadas (edad, sexo, formación, pasado, etc.), lascuales, en cada momento de mi periplo vital, configuran «mi» situa-ción actual. No resulta posible leer e interpretar las dimensiones del«yo» al margen del cúmulo de situaciones en las que, día a día, vaencontrándose «situado». Eso significa que la situación «en general» o«en abstracto» jamás puede existir168. Por su parte y en relación con la«condición adverbial» del ser humano (entendida sobre todo en térmi-nos de «identidad»), Charles Taylor ha escrito:

Yo defino quién soy al definir el sitio desde donde hablo, sea en elárbol genealógico, en el espacio social, en la geografía de los estatus ylas funciones sociales, en mis relaciones íntimas con aquellos a quie-nes amo, y también, esencialmente, en el espacio de la orientaciónmoral y espiritual dentro de la cual existen mis relaciones definidorasmás importantes169.

Debe añadirse que la situación no es algo exterior a mí, ajeno a mipresencia en el mundo, sino que se trata de alguna cosa que, de arribaabajo, interior y exteriormente, atañe a todas y cada una de las parce-las de mi ser, precede, determina y sigue a todos mis comportamien-tos y decisiones. Porque no existe alguna cosa parecida a un «yopuro», nunca tengo acceso inmediato a mí mismo, sino que siempre lohago a partir de la situación en la que me encuentro en un determina-do momento de mi periplo existencial. La llamada «autoconciencia»sólo puede adquirirse en y a partir de las situaciones en las que, a

166. Véase Rombach, El hombre humanizado, cit., pp. 135-325. Sobre el ricopensamiento antropológico de Rombach, cf. G. Stenger y M. Röhrig (eds.), Philoso-phie der Struktur. «Fahrzeug» der Zukunft?, Freiburg/München, Karl Alber, 1995.

167. La expresión «condición adverbial» del ser humano nos la sugirió la afirma-ción de Levinas «El cuerpo aparece más bien como un verbo que como un sustantivo».Sobre esta problemática, cf. Duch, La substància de l’efímer, cit., pp. 217-244.

168. Véase Rombach, o.c., pp. 138-139.169. C. Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelo-

na/Buenos Aires/México, Paidós, p. 51; cf. ibid., pp. 52-57.

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gusto o a disgusto, se halla situado el ser humano170. Separar analítica-mente el «yo» de las situaciones puede ser una operación filosófica-mente posible; sin embargo, desde una óptica antropológica, consti-tuye una inmensa aberración, un sin sentido flagrante porque, dehecho, se trata siempre de dos términos no sólo autorreferidos, sinopropiamente «fundidos» en los diferentes momentos de la biografíade las personas y de sus trayectos a través del espacio y del tiempo.

De acuerdo con la opinión de Heinrich Rombach, lo que llama-mos «cuerpo» (Leib) es simplemente una situación171. En cada mo-mento, el cuerpo me es dado en la forma de ser de la situación. Que elpropio cuerpo sea situación significa que sin cesar permanece someti-do, por un lado, a la necesidad de un proceso de constitución y, por elotro, a un permanente trabajo de interpretación172. El hecho de que elcuerpo sea interpretación comporta que no puede ser reducido a sumera estructura biológica, sino que es preciso realizar en él, con él y através de él un trabajo paciente que durará toda la vida y que, día adía, me permitirá irlo comprendiendo como mi cuerpo. Es a partir deaquí como, paulatinamente, se irán manifestando mi identidad (o, talvez aún mejor, mi identificación), mi situación social y las restantesdeterminaciones que, para bien y para mal, configuran mi existenciaindividual y colectiva173. Debe tenerse en cuenta que la identidad delser humano —sería más adecuado hablar de «procesos de identifica-ción»— «se constituye» en la situación. Ahora bien, de la mismamanera que la situación posee una pluralidad de gradaciones, tambiénlas tiene la identidad de cada persona concreta174. Resumiendo: elcuerpo como situación que ha de ser construida e interpretada mepermite recorrer mi propio camino por las sendas —a menudo peli-grosos «caminos de bosque»— de mi trayecto biográfico.

El cuerpo humano no es, con palabras de Rombach, un «datomasivo» (massive Gegebenheit), indemne a las metamorfosis que tie-nen lugar en él y en su entorno, sino que es, con toda propiedad, una«situación viva» (lebendige Situation)175. Como entidad organizativa e

170. Véase Rombach, o.c., pp. 140-141.171. Véase ibid., pp. 288-318.172. Sobre el cuerpo como artefacto interpretativo, cf. Rombach, o.c., pp. 294-

296, en donde este pensador desarrolla una reflexión de gran finura y calado.173. «La relación entre la identidad como yo y la identidad como nosotros que

posee cada persona singular no se establece de una vez para siempre, sino que se hallasometida a transformaciones muy específicas» (N. Elias, La sociedad de los individuos,Barcelona, Península, 2000, p. 14).

174. Véase Rombach, o.c., pp. 244-245.175. Ibid., pp. 295-298.

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interpretativa, el cuerpo humano, siempre en la provisionalidad, hade esforzarse por armonizar los fragmentos dispersos y, a menudo,irreconciliables entre sí de nuestra existencia. Eso implica que, porquees imposible vivir sin rememoración y anticipación, ha de buscarincansablemente vínculos entre la interioridad y la exterioridad. Deesa manera será factible la contextualización de lo que nos viene delpasado y de lo que, entre la duda y la confianza, conjeturamos delfuturo. En última instancia: sin cesar, ha de afanarse para establecer«praxis de dominación de la contingencia». El hecho de que el cuerpohumano se encuentre siempre situado tiene como correlato lógico queel ser humano, a través de su cuerpo, sin interrupción se halla expues-to a la contingencia, o tal vez fuera más adecuado afirmar que «situa-ción» y «contingencia» son términos intercambiables entre sí, queexpresan el estatuto del cuerpo de un ser finito que, sin embargo,posee deseos y esperanzas de infinitud. No debería olvidarse que, enmedio de las situaciones de todo tipo que «in-corpora» el cuerpohumano, es donde se muestra que la contingencia constituye el «esta-do natural» del ser humano.

Porque sin interrupción se mueve de situación en situación, resul-ta obvio que el cuerpo humano, con toda propiedad, es un «organis-mo de organismos». De ahí resulta que, si pensásemos y actuásemoscon cierto rigor, nunca deberíamos hablar genéricamente del cuerpo odel yo, ya que tanto el uno como el otro se constituyen medianteprocesos de identificación en esta o en aquella situación, a partir de«pasados» familiares, grupales y personales muy diferentes y con ex-pectativas de futuro también muy diferenciadas. Rombach escribeque, «tal como se debe tomar el cuerpo como situación, también debetomarse la situación como cuerpo»176. Cada situación con la que nosidentificamos aparece, de una manera u otra, como cuerpo: reaccio-namos ante ella como tal, la percibimos como tal, la soportamoscomo tal. De ahí que no sea posible una mera comprensión substan-cialista y prefijada de antemano de las grandes realidades antropológi-cas: desde el nacimiento hasta la muerte, no sólo «nos movemos»incansablemente de situación en situación, sino que, en un perpetuummobile, nos convertimos, en la medida en que las interpretamos, enesta o en aquella situación. En cada instante de nuestra existencia,

176. Ibid., p. 298. «El cuerpo no es ‘dado’ ni tampoco ‘entregado’; el cuerpo ‘es’aquello a lo que todo lo que se da le es dado. Sólo cuando se ve esta identificación sepuede comprender que, puesto que la identificación es posible con todos los círculossituacionales, todos los círculos situacionales pueden ser ‘cuerpo’ para mí de una ma-nera auténtica. Sólo así puede empezar una fenomenología de la corporalidad» (ibid.,p. 302, nota 61).

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somos lo que somos capaces de expresar mediante el pensamiento, laacción y los sentimientos.

Es en este contexto donde muestra su extraordinaria importanciaantropológica la relacionalidad. En las variadísimas peripecias de nues-tra existencia cotidiana, mediante los circuitos relacionales que esta-blecemos con nosotros mismos, con los otros, con la naturaleza y conDios, concretamos aquí y ahora la situación de nuestro cuerpo, noscolocamos relativamente, es decir, relacionalmente, en nuestro mun-do cotidiano. Nunca podemos dejar de ser, positiva y negativamente,referencia a. Por eso la irreemplazable función de la simbolización entodas las etapas del trayecto humano. Hablando con propiedad, ellaes el motor incansable del perpetuo movimiento interrogativo y res-ponsorial de nuestro cuerpo a causa justamente de la inaceptabilidaddel mundo tal como, aquí y ahora, se nos presenta ante los ojos. Deesta manera podemos diseñar no sólo la posición de nuestro propiocuerpo respondiendo así a la pregunta: aquí y ahora, ¿quién soy yo?,sino que, en ese mismo movimiento responsorial, también responde-mos a la «pregunta-respuesta»: ¿quién es el otro para mí? Y tenemosque responder en términos de relación concreta (aceptación o recha-zo) a su «presencia-pregunta» en un mundo que debería ser comparti-do y cohabitado, pero que, por desgracia, con harta frecuencia, pre-tendemos, competitiva y compulsivamente, que nos sea exclusivo yprivado.

La reflexión de Rombach sobre el cuerpo humano es particular-mente interesante sobre todo en relación con el yo y su identifica-ción177. En realidad, debe hablarse de una multiplicidad de yos y deuna multiplicidad de identidades, lo cual pone de manifiesto que encada ser humano, en cada cuerpo humano, se reúne una multiperso-nalidad. En la variedad de espacios y tiempos, la persona ha de «ga-nar» la identidad que corresponde a la variedad de situaciones en lasque se encuentra ubicado178. En realidad, el yo se constituye en y através de las situaciones que lo «visitan» y que él mismo «va visitan-do». El Ulises de James Joyce ofrece una excelente ejemplificaciónliteraria de este hecho. Por ningún lado se presenta al actor o «sujeto»

177. Véase especialmente ibid., pp. 239-306.178. Rombach ejemplifica todo eso mediante el mito de Ulises en su retorno a

Ítaca. La situación final (Ítaca) siempre se mantiene como horizonte del héroe, peromientras tanto se dan una serie de situaciones y de identificaciones intermedias, lascuales, justamente a causa de su carácter de mediación, permitirán que, finalmente,llegue a la patria deseada. De alguna manera, la «situación lejana» se encuentra condi-cionada por las «situaciones próximas» que, en cada aquí y ahora, van situando elcuerpo de Ulises (cf. ibid., pp. 245-246).

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de las vivencias y acciones de la novela, que «resulta» a partir de lasdescripciones de las distintas situaciones por las que atraviesa. Esosignifica que el lector, mediante su «acto lector» a través del laberintofísico y mental de Dublín, va constituyéndose en el «constructor» delpersonaje central de la novela. El lector no comprende lo que piensa yhace el protagonista, sino que él mismo lo piensa y lo hace por elhecho de que la persona del protagonista es exactamente el punto deconfluencia y concentración de las diferentes situaciones (y las consi-guientes identificaciones) por las que va pasando en su «periplo situa-cional» dublinés179.

A partir del proceso de «situaciones identificatorias» que propo-ne, la reflexión sobre el cuerpo humano de Rombach nos parece muysugestiva, sobre todo porque subraya intensamente la importancia delcontexto humano como aquella movilidad que es necesario no sóloconstituir, sino también expresar, traducir e interpretar. Este pensa-dor se toma seriamente la existencia humana como trayecto histórico,el cual jamás puede ser «capturado» ni expresado por ningún pensa-miento de carácter esencialista y apriorístico, formulado desde unos«grandes principios», reductor de la singularidad de cada mujer y decada hombre a la falacia de unas «ideas claras y distintas» que, a causade su misma generalización y abstracción, no pertenecen a ningúnrostro humano de carne y hueso. Sólo nos permitimos apuntar queRombach, en su interpretación del cuerpo humano (por otro lado, taninnovadora y atractiva), no otorga suficiente consistencia a las conti-nuidades, es decir, a aquel «sustrato» que hace posibles los cambios yel incesante carrusel de situaciones en que se halla implicado el serhumano. En este sentido, la referencia a las «técnicas del cuerpo» en loque tienen de «tradicional», tal como las proponía Marcel Mauss,puede constituir un correctivo imprescindible para la descripción einterpretación del cuerpo humano tal como lo presenta HeinrichRombach180.

En el momento presente, por obra y gracia de las diversas formasde virtualidad y comunicación total, la situación del cuerpo humano(su espaciotemporalidad característica) experimenta mutaciones quepodemos cualificar de radicales. El cuerpo humano nunca habita elmundo, sino exclusivamente un ámbito geográficamente limitado,físicamente condicionado y culturalmente restringido. Por eso, desdePlatón hasta nuestros días, todas las instancias antiguas y modernas

179. Véase ibid., pp. 247-248.180. Creemos que lo que venimos diciendo quedará más claro en el apartado dedi-

cado al cuerpo y las «estructuras de acogida».

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que han propuesto un tipo u otro de «tras-cendencia» han menospre-ciado el cuerpo y sus límites, han intentado superar las fronteras de suespaciotemporalidad por mediación de una forma u otra de gnosis. Si,en los siglos pasados, se inmolaba, martirizaba el cuerpo a causa de «loespiritual», ahora, a menudo, sorprendentemente se hace a causa de«lo virtual». «El ciberespacio quizá se convertirá un día en el paraísognóstico de un mundo sin cuerpo y sin límites»181. Tanto en un casocomo en el otro, se ponen de relieve las dificultades de los humanospara admitir las condiciones impuestas (la «situación» en términos deRombach) por el hecho de que disponemos tan sólo de una determi-nada cantidad de espacio y de tiempo182. Como ya lo hemos expuestoen otros escritos, antropológicamente hablando y ante los cambiosprofundos que tienen lugar en nuestra sociedad, la gran cuestión quehoy tendríamos que replantear es la de la insuperable constituciónespaciotemporal del ser humano, es decir, del cuerpo humano183. Lacalidad del espacio y del tiempo humanos no sólo es un factor deter-minante en la existencia de los hombres y mujeres concretos, sino que,además, en cada aquí y ahora, interviene decisivamente para alcanzar,evidentemente en la provisionalidad, la respuesta al interrogante an-tropológico por antonomasia: ¿Quién soy (voy siendo) aquí y ahora?

5.6. EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA»

En el volumen introductorio de esta Antropología de la vida cotidianaya expusimos los aspectos más importantes relacionados con las «es-tructuras de acogida»184. Ahora, tomando como punto de partidaaquella exposición y la presentación que hemos llevado a cabo de las«técnicas corporales» (Mauss) y del «cuerpo situado» (Rombach), nosreferiremos brevemente a algunos aspectos de las relaciones entre elcuerpo y las «estructuras de acogida». Esta temática nos parece singu-larmente interesante porque permite establecer un diagnóstico bas-tante fiable de la situación de nuestra sociedad y, de manera aún másexplícita, del estado en que se encuentran la familia y la escuela comoentidades eminentemente transmisoras.

181. Le Breton, L’Adieu au corps, cit., p. 152.182. Véase Galimberti, Orme del sacro, cit., pp. 207-211. Sobre el «cuerpo super-

numerario» del ciberespacio, cf. Le Breton, o.c., pp. 139-159.183. Véase Duch, «Cultura i societat tecnológica. l’Espai i el Temps», en La subs-

tància de l’efímer, cit., pp. 226-241.184. Véase Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 11-34.

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5.6.1. «Estructuras de acogida» y transmisiones

Es un dato evidente que las «estructuras de acogida» acogen en la me-dida que transmiten, ya que la comunicación —que es necesario dife-renciar de la mera «información» y que incluye en un mismo movi-miento la comunión y la comunidad— constituye el centro neurálgicode las auténticas transmisiones. Eso significa que, básicamente, las «es-tructuras de acogida» son configuraciones pedagógicas (educativas) queposibilitan (deberían posibilitar) el paso progresivo de la «aculturali-dad» y del mutismo propios del infans al despliegue de su capacidadde empalabrar la realidad. Expresándolo de otra manera: las «estruc-turas de acogida» tienen como misión fundamental que el ser humanollegue a ser apto para instalarse armónicamente —siempre de maneraprovisional y en constante proceso de contextualización— en la espa-ciotemporalidad que le es propia. Para llevar a cabo esta misión, las«estructuras de acogida» tienen que facilitar que el hombre o la mujerconcretos, en todos los momentos de sus trayectos biográficos, pue-dan establecer un sano equilibrio, por otro lado, siempre inestable entrediversos términos «lógicamente» irreconciliables entre sí como, porejemplo, interioridad y exterioridad, mythos y logos, lo masculino y lofemenino, imagen y concepto, afecto y efecto, etc. En eso consiste el«arte de habitar» que, en sus rasgos más característicos, es el desplie-gue, en cada aquí y ahora, de la constitución espaciotemporal de loshumanos, dando lugar entonces a su progresiva humanización, es de-cir, al correcto ejercicio del «oficio de hombre o de mujer». En sentidoestricto, el hombre es el único ser de la creación que posee, si recibe yacoge las transmisiones adecuadas para hacerlo, la capacidad de habi-tar, es decir, el don de establecer, en espacios y tiempos comunicativa-mente configurados, vínculos afectivos y efectivos de comunión y co-municación con él mismo, con los otros, con la naturaleza y con Dios.De hecho el «arte de habitar» no es sino la forma genuina de presenciade la vida humana en esta tierra, la cual se resume en la empresa hu-manizadora que mujeres y hombres deberían llevar a cabo como cuer-pos que han aprendido a transformar la limitada cantidad de espacio yde tiempo de que disponen en tiempos y espacios de la solidaridad, lamisericordia, la fruición estética, la capacidad para el humor, la res-ponsabilidad y el gozo corporal185. De ahí se sigue que las relaciones

185. En la experiencia cotidiana del arte de habitar se halla implícitamente el con-vencimiento de que hay futuro, porque «nuestra parte humana consiste en mantenersiempre abierto el futuro y admitir nuevas posibilidades» (Gadamer, El estado ocultode la salud, cit., p. 98).

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entre el cuerpo y la casa posean una íntima y decisiva correlación: elcuerpo es una casa, y la casa, un cuerpo186. Unas adecuadas relacionesentre el cuerpo y la casa son imprescindibles para el mantenimiento dela salud física, psíquica y espiritual del ser humano187. Son, además,determinantes para que el «estar-aquí» de la mujer y del hombre con-cretos sea de verdad un habitar mediante la comunicación, la comu-nión y la comunidad, las cuales son factores indispensables para laconstitución del habitar humano en el sentido antropológico fuerte deltérmino.

Resulta harto evidente que la actual destrucción del medio natu-ral que se experimenta, casi sin excepciones, en todo el planeta incidemuy negativamente en la desestructuración del cuerpo humano: elentorno natural ya no remite a un kosmos de armonía y belleza, sinoque, propiamente, se ha convertido en la imagen inquietante del caos;de un caos que resulta amenazador y «caotizador» de la misma corpo-reidad humana porque no sólo facilita, sino que positivamente pro-mueve la incomunicación, es decir, sirve de válvula de escape a laviolencia con todas las posibles «estrategias del mal» que siemprecomporta. En efecto, a la «caotización» del entorno natural corres-ponde la «caotización» de la espaciotemporalidad del ser humano(«desestructuración simbólica») porque, de una manera u otra y seanlas que sean las correspondencias entre microcosmos y macrocosmos,el hombre ha sido, es y será siempre un ser que vive, siente y actúa apartir de parábolas y correspondencias entre él mismo y el entornomacrocósmico que le rodea. Entre otras muchas cosas, la actual crisisecológica es un grito de alarma ante el posible trastrocamiento e,incluso, destrucción del cuerpo humano en medio de una sociedadque ha aplicado hasta el paroxismo el mortal esquema economicista—también aplicado al cuerpo humano— de la «oferta y la demanda».

Tanto si por «sentido» se entiende la orientación intencional comola significación, no hay duda de que el cuerpo humano siempre sehalla en el centro de la articulación entre lo sensible y el sentido.Rodeado por el «mundo de la palabra», el cuerpo recibe significacio-nes que resuenan en el «silencio de la carne» (Vasse). Ahora bien, almismo tiempo no puede olvidarse que el mismo cuerpo es un «emi-sor» de sentido, lo cual significa que, interpretando sin cesar las

186. Véase sobre este tema X. Lacroix, «‘L’Acte d’habiter’: Loger ou habiter?»:Cahiers de l’Institut Catholique de Lyon 20 (1988), pp. 15-22.

187. Es evidente que aquí deberíamos referirnos a las nefastas consecuencias quese derivan de la destrucción del espacio y de la inhabitabilidad de la vivienda para lapresencia corporal del ser humano en su mundo cotidiano.

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sensaciones que provienen del exterior, éstas se convierten en mensa-jes, articulaciones psíquicas, entendiendo por «psiquismo» el poderde interpretación que es coextensivo al cuerpo humano188. De unamanera u otra, el sentido, que siempre es una forma de relación, es elefecto (a menudo también el afecto) de la «legibilidad» teo-antropo-cósmica que los «sentidos» ofrecen al cuerpo humano. Bellamente,Italo Calvino expresa la «legibilidad del mundo» que llevan a cabo lossentidos corporales del ser humano:

Tu cuerpo está sometido a una lectura sistemática [...] No sólo elcuerpo es objeto de lectura en ti; el cuerpo cuenta como parte de unconjunto de elementos complicados, no todos visibles, pero que semanifiestan en acontecimientos visibles e inmediatos; la nubosidadde tus ojos, tu sonrisa, las palabras que dices, la manera de recoger yesparcir los cabellos, la forma de tomar la iniciativa y de abandonarla,y todas las señales que están en el límite entre ti y los usos, lascostumbres, la memoria, la prehistoria y la moda, todos los códigos,todos los pobres alfabetos a través de los cuales un ser humano creeen ciertos momentos leer a otro ser humano189.

Hace ya algunos años, Pierre Bourdieu señalaba que el trabajopedagógico tenía como función primordial la sustitución del «cuerposalvaje» y, muy particularmente, del «eros asocial» que demanda satis-facción al margen de cualquier ritmo y de cualquier normatividad, porun «cuerpo habituado» (habitué), es decir, temporal y espacialmenteestructurado y orientado190. Por otro lado y desde su óptica intelec-tual, Niklas Luhmann afirma que «el entorno especifica el comporta-miento del cuerpo, porque el entorno se encuentra especificado»191. A

188. Véase Lacroix, Le corps de chair, cit., p. 127.189. I. Calvino, Si una nit d’hivern un viatger, Barcelona, Ed. 62, 1987, p. 132.

Queremos subrayar la cuestión del sentido como relacionalidad, ya que es así comocomprendemos al ser humano. El sentido no es una «cosa», sino que, por encima detodo, es relación, la forma de relación que es inherente a la condición humana en unmomento histórico y biográfico determinado.

190. Véase P. Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, cit., pp. 196-197; íd.,Choses dites, Paris, Minuit, 1987, pp. 94-105 («La codification»). Sobre el pensamientode este autor, cf. D. Martuccelli, Sociologie de la modernité. L’itinéraire du XXe siècle,Paris, Gallimard, 1999, pp. 109-141; J. López Santamaría, «In memoriam. Pierre Bour-dieu o la sociología de combate»: Estudios Filosóficos 51 (2002), pp. 287-293.

191. Luhmann, Sistemas sociales, cit., p. 228. Este autor pone de relieve que laespecificación respecto al entorno no es suficiente cuando surgen niveles más elevadosde la formación de sistemas. Con su finura habitual, Hugo von Hofmannsthal afirma-ba que «las maneras [técnicas corporales] tienen un doble fundamento: mostrar a losotros toda la atención sin abrumarse uno mismo».

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pesar de las innegables diferencias intelectuales entre estos dos pensa-dores, creemos que ambos por igual buscan la socialización de la fisio-logía «transformando los acontecimientos fisiológicos en acontecimien-tos simbólicos»192. El término habitus posee un papel central en elpensamiento de Bourdieu, ya que es el mecanismo que permite que loscuerpos individuales se orienten a través del cuerpo social, superandoasí el carácter disyuntivo del objetivismo y del subjetivismo193. En efecto,el habitus permite la articulación de lo individual y lo social, es decir,posibilita la coimplicación de las estructuras internas de la subjetivi-dad y de las estructuras sociales externas194. En la obra de Bourdieu elhabitus es una cualidad que no determina al sujeto en sí mismo, sinoen los otros sujetos. A causa de su finalidad práctica y estratégica, pue-de ser considerado como un esquema de percepción, apreciación yacción que se halla inscrito en el cuerpo como consecuencia de susexperiencias pasadas. De esta manera, el cuerpo humano —porque esun «cuerpo habituado»— adquiere la capacidad para producir actosde conocimiento práctico o, lo que viene a ser lo mismo, un sistema(duradero) de esquemas de producción de prácticas simbólicas, el cuales, al mismo tiempo, un sistema apto para la percepción y apropia-

192. En su estudio Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminacióny tabú, Madrid, Siglo XXI, 1973, M. Douglas ofrece un buen ejemplo, sobre todo apartir de los conceptos «contaminación» y «tabú», de los procesos de simbolizaciónsocial de la fisiología humana. Esta misma investigadora en el estudio Símbolos natu-rales, cit., esp. cap. IX, también subraya las coimplicaciones afectivas y efectivas de lofisiológico y de lo simbólico. En la obra de Mary Douglas el cuerpo humano es unafuente muy importante de metáforas sobre la organización y la desorganización de lasociedad. Los cuerpos desorganizados —por ejemplo, en los ataques de la magia con-tra el cuerpo— son manifestaciones de la desorganización social (cf. Turner, o.c., pp.26-27).

193. Bourdieu utiliza el término «cultura» con poca frecuencia. Cuando trata de lacultura en sentido antropológico acostumbra a usar el término habitus, que indica unsistema de disposiciones durables y móviles; principio generador y organizador deprácticas y representaciones, que pueden ser adoptadas objetivamente sin que, connecesidad, se imponga la conciencia reflexiva de los individuos (véase D. Cuche, Lanotion de culture dans les sciences sociales, Paris, La Découverte, 1996, pp. 81-82;Entwistle, o.c., pp. 54-57).

194. Véase Martuccelli, o.c., pp. 118-122. Según Entwistle, o.c., p. 55, «Bourdieuproporciona un análisis más complejo y matizado del cuerpo que Foucault, cuyo ‘cuerpopasivo’ está inscrito en el poder y es una consecuencia del mismo. El potencial delhabitus como concepto para pensar desde la óptica de la corporeidad es que propor-ciona un vínculo entre el individuo y lo social: el modo en que llegamos a vivir ennuestros cuerpos está estructurado por nuestra posición social en el mundo, pero estasestructuras son reproducidas únicamente mediante las acciones materializadas de losindividuos. Una vez adquirido el habitus, éste permite la generación de prácticas quesiempre se pueden adaptar a las condiciones en las que se encuentra».

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ción de prácticas. Por eso mismo, el habitus consiste en la incorpora-ción de un espacio social estructurado gracias al cual la historia y laacción de cada agente no es sino una especificación de la historia y delas estructuras colectivas de clase195. Debe tenerse en cuenta que, porencima de todo, el sentido de la práctica es la aptitud para moverse,actuar y orientarse de acuerdo con la disposición que el cuerpo de cadasujeto humano ocupa en el espacio social; es decir, el habitus implicaen y por el mismo la idea de «posicionamiento social». Eso significaque este término, en el sistema de Bourdieu, pone de manifiesto laidea de un acuerdo preestablecido entre las esperanzas subjetivas y lasposibilidades objetivas de individuos y grupos humanos. Gracias alhabitus, el mundo social no se presenta como un caos informe, sinocomo un cosmos habitado y habituado.

Normalmente, junto a este concepto aparece el de campo, queinstituye, a nivel individual y colectivo, una gama de interaccionesmúltiples entre los actores sociales. Ambos conceptos, por tanto, ex-presan los modos de existencia de los seres humanos: el campo se re-fiere a lo social, mientras que el habitus alude a la acción individual.Tal vez podría afirmarse que, porque se da la coimplicación entre elhabitus y el campo, el habitar y la habitación, como interacción de lopsicológico y de lo sociológico, diseñan la forma específica de presen-cia en el mundo del ser humano; un habitar y una habitación que tam-bién revelan el salto cualitativo que hay entre el animal y el hombre.

Norbert Elias señaló que «el conjunto de modelos de autorregula-ción social que el ser humano particular ha de aprender y desarrollardentro de sí mismo durante su formación como individuo único esespecífico de cada generación y, por tanto, en un sentido más amplio,es específico de cada sociedad»196. En el entramado de la vida cotidia-na, la habitud, «hasta cierto punto como el inconsciente freudiano»(Bourdieu), hace posible que, en el marco de un espacio y tiempoconcretos, el cuerpo adquiera y administre un determinado «capitalcultural», el cual se expresa por mediación de las diferentes praxiscorporales como exteriorizaciones en constante tensión dialéctica conel propio agente humano en tanto que sin cesar bascula entre interio-ridad y exterioridad. En relación con los pequeños detalles del com-portamiento cotidiano de hombres y mujeres, Bourdieu señala que lassociedades «tratan el cuerpo como una memoria», es decir, como una«praxis mnemotécnica», que se actualiza por mediación de «la persua-sión clandestina de una pedagogía implícita, capaz de inculcar toda

195. Véase Martuccelli, o.c., p. 120.196. Elias, La sociedad de los individuos, cit., p. 12.

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una cosmología, una ética, una metafísica, una política a través deinjunciones tan insignificantes como ‘¡ponte bien derecho!’ o ‘¡nocojas el cuchillo con la mano izquierda!’»197

El cuerpo humano es un cuerpo habituado, es decir, regularizadode acuerdo con los parámetros socioculturales y con la «racionalidad»que tienen vigencia en una determinada sociedad, los cuales han sidotransmitidos por las «estructuras de acogida». «La armonización obje-tiva de los hábitos de grupo o clase es lo que hace posible que lasprácticas puedan ser objetivamente acordadas en la ausencia de todainteracción directa y, a fortiori, de toda concertación explícita»198. Apartir de aquí afirma:

La habitud no es sino la ley inmanente, lex insita, depuesta en cadaagente por la primera educación, la cual es la condición no sólo de laconcertación de las prácticas, sino también de las prácticas de concer-tación. En efecto, los enderezamientos y ajustes operados consciente-mente por los agentes [sociales] suponen el dominio de un códigocomún. Al mismo tiempo, las empresas de movilización colectiva nopueden tener éxito sin un mínimo de concordancia entre la habitudde los agentes movilizadores (por ejemplo, profeta, jefe de partido,etc.) y las disposiciones de quienes los agentes se esfuerzan por expre-sar sus aspiraciones199.

La reflexión de Bourdieu nos permite concluir que las transmisio-nes que llevan a cabo las «estructuras de acogida» —muy especial-mente las que tienen lugar en el ámbito familiar— se presentan bajodos modalidades que, al menos teóricamente, pueden distinguirsecon claridad mediante determinados modelos pedagógicos formales,programas escolares, normativas legales, etc. Debe añadirse que labase antropológica de esta diferenciación en el seno de las mismastransmisiones se origina como consecuencia del polifacetismo y elpoliglotismo como formas de presencia y expresión del ser humano.Creemos que deben distinguirse, por un lado, las transmisiones ensentido estricto, realizadas por agentes especializados y concretadaspor mediación de códigos legales, historias ejemplares, regulacionesespecíficas de los diferentes grupos sociales, catecismos religiosos,etc. Y, por el otro, aquellas transmisiones que se producen en un

197. Bourdieu, o.c., p. 197. «Toda la astucia de la razón pedagógica reside preci-samente en el hecho de extorsionar lo esencial bajo la apariencia de exigir lo que esinsignificante» (ibid.).

198. Ibid., p. 181.199. Ibid.

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entorno simbólicamente homogéneo y estructurado, preocupado máspor los afectos que no por los efectos, sin agentes profesionalmenteespecializados, instituyen acciones pedagógicas anónimas y difusas,que no se basan en la simple reproducción y copia mecánicas de«modelos», sino en la imitación de la acción de los otros, es decir, enla ejemplaridad200 y en el testimonio201. Es evidente que la segundamodalidad pedagógica, que se extiende desde la forma concreta deandar o de comer hasta la interiorización de valores, creencias y gustoestético, es la que realmente configura, en la vida cotidiana, el «artede vivir» propio de cada persona, el ejercicio práctico, aquí y ahora,del «oficio de hombre y de mujer». Es una obviedad afirmar que,aunque no sea de manera exclusiva, es en el marco familiar dondeeste segundo modelo alcanza la máxima importancia y significación.

No puede olvidarse, sin embargo, que esas dos modalidades detransmisión son complementarias y, al mismo tiempo, absolutamentenecesarias para la constitución del cuerpo humano, es decir, para suprogresiva encarnación en el espacio y el tiempo. En efecto, deberíanrelacionarse entre sí no por vía de oposición o, aún peor, de exclusión,sino por vía de complementariedad armónica, a la manera, por ejem-plo, como en el pensamiento medieval se comportaban entre sí lasapientia y la scientia, sin que entre ellas haya de excluirse de antema-no una cierta tensión creadora. La primera modalidad transmisivapone el acento —evidentemente, no de forma exclusiva— en el «dis-curso científico» (deductivo e inductivo) (la scientia de los medieva-les), mientras que la segunda modalidad —tampoco de manera ex-clusiva— se fundamenta sobre todo en el «discurso sapiencial ytestimonial» (la sapientia de los medievales). No es necesario insistiren el hecho de que estas dos formas de transmisión, tan diferentes y,

200. «Imitación, un concepto amplio, muy amplio, que abarca desde la copia hastael hecho de seguir un ejemplo, tiene una larga historia y, desde siempre, ha tenido unpapel importante en las ciencias del hombre» (Plessner, «El acto imitativo», en Más acáde la utopía, cit., p. 186). Sobre la imitación humana, cf. ibid., pp. 185-193. Lasreflexiones pioneras de Georg Simmel han sido decisivas para posteriores análisis so-bre la imitación (cf., por ejemplo, Simmel, «La moda», en Sobre la aventura, cit., esp.pp. 42-45). En este contexto, no pueden olvidarse las reflexiones de René Girardsobre el «deseo mimético». Según este autor, «la única cultura verdaderamente nuestrano es la cultura en cuyo interior hemos nacido, sino que es la cultura de la cual imita-mos los modelos en el tiempo en que nuestra potencia de asimilación mimética es másgrande [...] Si el deseo no fuera mimético, no nos hallaríamos abiertos ni a lo humanoni a lo divino» (Girard, Je vois Satan tomber comme l’éclair, cit., p. 36).

201. Véase el volumen editado por E. Castelli, La Testimonianza, Padova, CE-DAM, 1972, en el que se recogen algunas excelentes aportaciones sobre el testimoniode Ricoeur, Levinas, Tilliette, Rahner, Gadamer, etc. Véase, además, Mèlich, Filosofíade la finitud, cit., pp. 107-122.

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al mismo tiempo, tan imprescindibles, se encuentran directamenteimplicadas en la constitución histórica del cuerpo humano, en suafectiva y efectiva «in-corporación» espaciotemporal, a fin de estar encondiciones para proceder al empalabramiento de la realidad.

Tiene razón Hans-Georg Gadamer cuando apunta que el proble-ma más grave de nuestro tiempo es el intento de aplicar en exclusiva la«razón instrumental» a todos los ámbitos de la existencia y la expe-riencia humanas y, en consecuencia, a la misión transmisora de las«estructuras de acogida». Escribe:

Hoy veo el problema de la razón instrumental moderna sobre todoen su aplicación a cosas con las cuales todos tenemos que ver comoeducadores, o dentro de la familia, en la escuela y en todas las instan-cias de la vida pública. No podemos ni debemos engañar a la juventudcon la promesa de un futuro de espléndido confort y de crecientecomodidad. Debemos educarla, en cambio, en el placer de la respon-sabilidad compartida, de la auténtica convivencia y de la recíprocaentrega de los seres humanos. Esto es lo que falta en nuestra sociedady en la convivencia de muchos. La juventud es la que más lo advierte.Recordemos el antiquísimo dicho: «La juventud tiene razón»202.

5.6.2. «Estructuras de acogida» y tacto

Creemos que, en relación con la naturaleza corporal de las transmisio-nes que deberían efectuar las «estructuras de acogida», sería muyinteresante referirse explícitamente al tacto, tal como lo hace, porejemplo, el pedagogo holandés Max van Manen203. Aunque su re-flexión se centre en la escuela, es plenamente aplicable al conjunto dela problemática de los procesos de transmisión y, de manera muyespecial, a lo que, directa o indirectamente, se relaciona con la «codes-cendencia» (familia).

Para empezar es necesario distinguir claramente entre «tacto» y«táctica». Una táctica es simplemente un conjunto de estrategias paraalcanzar un determinado objetivo. Interviene en ella un elemento cal-culador y planificador, una ponderación, por consiguiente, de las re-laciones entre medios y objetivo final. «Tacto», en cambio, que no seencuentra emparentado etimológicamente con «táctica», proviene dellatín tactus, y significa «tocar», «realizar», del verbo tangere204. «Te-

202. Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., p. 100.203. Véase M. van Manen, El tacto en la enseñanza. El significado de la sensibili-

dad pedagógica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1998, esp. pp. 137-158.204. «Táctica» deriva del griego antiguo (taktikè) y se refiere a la estrategia militar,

al talento de un general que mueve convenientemente sus tropas para la batalla.

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ner tacto es ser solícito, sensible, perceptible, discreto, consciente, pru-dente, sagaz, perspicaz, cortés, considerado, providente y cuidadoso»205.Al mismo tiempo, debe consignarse que «tacto» también se encuentrarelacionado con «contacto» (de contingere), que significa estar conec-tado, en conexión, manteniendo vínculos de simpatía con el otro. Poreso «contacto» tiene el mismo sentido que «tacto», pero intensificadoy realzado, ya que, en realidad, se refiere a una relación humana ínti-ma, a las corrientes de empatía entre personas, a las conexiones de tiposentimental, a la auténtica comunicación, a menudo incluso sin pa-labras.

A menudo se confunden «tacto» y «táctica» porque se reduce lagenuina cualidad táctil, que siempre deberían tener las relacioneshumanas, a una estrategia («táctica») diseñada en términos de produc-tividad, incluso, como sucede con cierta frecuencia, de «productivi-dad emocional». Sin embargo el tacto, ubicado como se encuentra enel ámbito de la gratuidad, no es sino una sensibilidad muy particularque tienen algunas personas, la cual les permite adoptar comporta-mientos en relación con los otros que, como afirma Gadamer, no sefundamentan en «ningún tipo de conocimiento de los principios gene-rales» de la productividad económica, de la estrategia amorosa o de labúsqueda compulsiva de determinados objetivos206. Por consiguiente,una persona trata con tacto a otra cuando, prácticamente, la conside-ra única, con un rostro totalmente personal, al margen de las «direc-ciones» marcadas por unos principios generales o por unas normati-vas aplicables sin restricciones. Con un alcance muy cercano al tacto,Friedrich D. E. Schleiermacher utilizaba el término «tono» para des-cribir las cualidades concretas que debería tener la interacción huma-na. El tono hace posible que una persona se comporte con sensibilidady flexibilidad con los otros, es decir, que sea capaz de ponerse en sulugar (simpatía en el sentido de Max Scheler)207.

«Tacto» y «tono» tienen conexiones internas muy estrechas y,además, estos dos términos se hallan vinculados con el mundo de lamúsica, es decir, con el ritmo, la armonía y la cadencia. Takt es elvocablo alemán que sirve para designar la unidad de tiempo musical(compás). La batuta recibe el nombre de Taktstock («bastón de com-pás»), el cual posiblemente posee alguna relación con el término

205. Van Manen, o.c., p. 138.206. Véase H.-G. Gadamer, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica

filosófica, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 33-34, 44-45, que sigue algunas intuicionesde Hermann Helmholtz.

207. Véase Van Manen, o.c., p. 143.

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latino tactus que, entre los siglos XVI-XVIII indicaba los «golpes» quedaba el director con la batuta para mantener el ritmo y la cohesión delos ejecutantes de una partitura musical. Se cree que fue Voltaire elque, a mediados del siglo XVIII, trasladó la noción de tacto de la esferamusical al campo social208. En relación con las «estructuras de acogi-da», tener tacto —los alemanes utilizan la expresión Taktgefühl («sen-timiento de tacto»)— equivale a poseer el talento para escuchar, sentiry respetar la singularidad propia de las personas a las que se ha detransmitir alguna cosa.

Max van Manen subraya el hecho de que «para ejercer el tactouno ha de ser capaz de superar una forma de ver el mundo que parecenatural en los seres humanos: la actitud de considerarse a sí mismo elcentro de todas las cosas»209. Una persona con tacto es la que practicael ejercicio de la orientación hacia el otro y la recepción del otro,justamente porque está dispuesta a responder a los interrogantes—formulados y, lo que resulta mucho más problemático, no formula-dos— que (me) plantea el otro210. Esta orientación hacia el otro que esel tacto es un tocar físico y/o psíquico que no es ni agresivo ni intrusi-vo ni manipulador, sino que, a causa de una suerte de connaturalidadcon el otro, intuye, experimenta, en cada momento, lo que le es másconveniente y necesario. A menudo, el verdadero tacto exige, porejemplo, mantenerse firme en una determinada posición porque justa-mente el tacto permite captar, experiencialmente, casi por connatura-lidad, lo que, aquí y ahora, necesita el otro. Posee una indudable cargade profundidad la siguiente afirmación de Van Manen: «El tacto seencuentra gobernado por ideas pero depende del sentimiento»211. Enrelación con las transmisiones propias de las «estructuras de acogida»,creemos que la afortunada expresión precedente resume muy bien loque es el tacto como ingrediente imprescindible, con rasgos casi inefa-bles, de todos las figuras y modalidades de la relacionalidad humana.La posición del pedagogo holandés traduce en términos educativos loque, en otros contextos, hemos designado con el nombre de logomíti-ca. El tacto como atmósfera vital de la auténtica comunicabilidadhumana es la expresión de una solicitud y, al mismo tiempo, de unareflexión que abarca al ser humano en todo su polifacetismo y poli-

208. Véase ibid., pp. 143-144.209. Ibid., p. 150. Sobre lo que sigue, cf. ibid., 153-154.210. Véase ibid., pp. 162-163. Este autor pone de manifiesto que el tacto trabaja

con el silencio, el gesto y la mirada (cf. ibid., 183-189). Creemos que sería sumamenteinteresante poner en relación la tesis de Van Manen con lo que Levinas expone en lacuarta parte de Totalidad e infinito a raíz de la caricia.

211. Van Manen, o.c., p. 156.

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glotismo míticos y lógicos212. La persona con tacto es, en un mismomovimiento, sensible y crítica. Sabe conjugar armónicamente la rela-ción de empatía con el otro y el juicio crítico que siempre ha deacompañar el paso del ser humano por el mundo y las relaciones queeste paso instituye.

La reducción del tacto a una constelación de técnicas y estrategiases una auténtica aberración. Tampoco debería confundirse con lascostumbres sociales o con los buenos modales. En él mismo, el tactoes indefinible, «ilegalizable» e irreductible a unas meras abstraccionesteóricas. Sin embargo siempre tendría que hallarse presente en todaslas formas realmente humanas y humanizadoras de interacción entrelos seres humanos (familia, escuela, política, religión, etc.) a fin de quela existencia humana no se convierta en un infierno. «El tacto gobier-na la práctica, aunque el tacto no pueda reducirse a reglas»213. Resultaobvio que el tacto comporta una dosis notable de capacidad de impro-visación: sabe responder al otro más allá de las normativas y progra-mas establecidos214. Por eso mismo se detecta en la misma órbita de lasabiduría (sapientia). Resulta imprescindible para que las «estructurasde acogida» realicen con provecho su cometido. El otro, en su alteri-dad, que demanda ser acogida y reconocida, siempre es (nos tendríaque ser) sorprendente, inefable, indefinible a priori (y, obviamentetambién, a posteriori). A causa de su capacidad para establecer puen-tes con lo que de sorprendente hay en el otro, el tacto es un imprescin-dible factor de comunicación, comunión y comunidad, es decir, paraconcretar lo que constituye la finalidad última y la razón más profun-da de la existencia de las «estructuras de acogida», muy especialmente,de la familia. Sapiencialmente, las personas con tacto, conscientes queson de la enorme vulnerabilidad del ser humano, saben dejarle el espa-cio que necesita para crecer y convivir y, al mismo tiempo, abriéndoleel horizonte de la confianza, saben reconocer y aceptar el ritmo (el tiem-po) que es propio de cada hombre y de cada mujer215. En realidad, lapersona con tacto es un testimonio, se convierte sin buscarlo en un serejemplar. ¿Acaso no se deberá a la carencia de testimonios y a la au-sencia de ejemplaridad, es decir, a la anulación del tacto (que, decidi-damente, no debe confundirse con la «estrategia táctica»), lo que aho-ra mismo provoca la falta creciente de relevancia de las transmisionesfamiliares, ciudadanas y religiosas?

212. Sobre las características de una «pedagogía de la solicitud», cf. ibid., pp. 17-28.213. Ibid., p. 158.214. Véase ibid., pp. 168-169.215. Véase ibid., pp. 170-173.

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Creemos que el tacto es una expresión valiosísima de la capacidadética del ser humano concreto. En contra del pensamiento con «regu-lación ortodoxa», sostenemos que la ética no se expresa en la obedien-cia o en las leyes incondicionales establecidas a priori (Kant), sino quela ética se constituye y constituye una relación con el otro, una rela-ción con tacto que es solícita, gratuita, asentada en la confianza y eltestimonio. Las «estructuras de acogida» deberían ser el lugar privile-giado del tacto, sobre todo en relación con la codescendencia.

5.6.3. Conclusión

En el espacio y el tiempo, la constitución del cuerpo humano tendríaque ser el objetivo prioritario de las «estructuras de acogida». Estaconstitución consiste en la progresiva «incorporación» en la espacio-temporalidad de un ser que, si es acogido y reconocido como semerece, será cada vez más polifacético y polifónico. Es así que podráemprender la construcción simbólico-social de la realidad o, lo que eslo mismo, el «empalabramiento de su mundo» que, propiamente, noes sino el ejercicio del «oficio de hombre o de mujer»216. Se trata, dehecho, de una empresa logomítica, que tiene como misión irrenuncia-ble la coimplicación armoniosa de este ser paradójico que son todohombre y toda mujer —«espíritu encarnado», coincidentia opposito-rum»— entre concepto e imagen, scientia y sapientia, deducción einducción. En el ser humano el cuerpo, en el paso que necesariamenteha de realizar de la naturaleza (in-fans) a la cultura (capacidad deempalabramiento de la realidad), con la imprescindible ayuda de lossentidos corporales, ha de aprender a adquirir la flexibilidad paraconstruirse por mediación de la imagen y del concepto, del símbolo yde la crítica, es decir, ha de alcanzar aquella sabiduría que, en cadaaquí y ahora, reclama la integración de la igualdad en la diferencia yde la diferencia en la igualdad. Así podrá convertirse en un ser comu-nicativamente responsable, con tacto y capacidad de admiración, conrecursos para «dominar (provisionalmente) la contingencia» que ja-más deja de asediar su vida. Hoy y siempre, el indicador más eficientede la situación de una determinada sociedad es la capacidad transmi-sora de sus «estructuras de acogida».

216. Sobre esta cuestión, cf. Duch, Mito, interpretación y cultura, cit., pp. 456-502.

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6

LA REFLEXIÓN ANTROPOLÓGICA SOBRE EL CUERPO

6.1. INTRODUCCIÓN: EL ÁMBITO MODERNODEL ESTUDIO DEL CUERPO HUMANO

En la Modernidad, la reflexión sobre el cuerpo humano, más queenmarcarse en un «ámbito de creación», tal como sucedió en el pasa-do de la cultura occidental, acostumbra a situarse en un contextocosmológico, ya que se intenta considerar al ser humano en relacióncon el conjunto de los otros seres vivos, sobre todo de los animalessuperiores, los cuales, como es sabido, comparativamente y morfoló-gicamente, poseen un cierto parecido con el hombre1. Desde la pers-pectiva ideológica y metodológica que le es propia y siguiendo algu-nas intuiciones ya avanzadas por Ludwig von Bertalanffy, NiklasLuhmann ha puesto de relieve que ya no resulta posible explicar lasemántica moderna del cuerpo a partir de la serie de oposicionesclásicas como son, por ejemplo, «res corporales-res incorporales» o«cuerpo (mortal)-alma (inmortal)»2. De una manera taxativa afirma

1. Es indudable que aquí haría falta desarrollar ampliamente la temática sobre laetología y la sociobiología. Véanse algunos estudios indicativos: E. O. Wilson, Socio-biología, Barcelona, Omega, 1980; K. Lorenz, La etología. Fundamentos y método,Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1986; C. J. Cela Conde, «El naturalismo con-temporáneo de Darwin a la sociobiología», en V. Camps (ed.), Historia de la ética, III,Barcelona, Crítica, 1989, pp. 601-634.

2. Véase Luhmann, Sistemas sociales, cit., p. 232. El punto de partida sistémicode Luhmann lo describe él mismo de una manera muy resumida: «Los seres humanosse presuponen los unos a los otros como habitantes de un cuerpo; en caso contrario,no podrían localizarse mutuamente ni percibirse. La corporeidad es y permanece comopremisa general de la vida social (y, en este sentido, es teóricamente prescindible); es

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que, en relación con el cuerpo humano, «tan sólo nos interesa el usocotidiano de los cuerpos en los sistemas corporales»3. Según su opi-nión, el cuerpo humano no es ni una simple instancia (que seríaportadora de unas determinadas capacidades) ni un simple instru-mento de uso social, sino que es una entidad que interviene decisiva-mente en la «interpenetración entre el ser humano y el sistema so-cial». De hecho, el cuerpo es un objeto por medio del cual se articulanlas expectativas morales, sociales y culturales de una determinadasociedad. Joanne Entwistle pone de relieve que resulta bastante evi-dente que el cuerpo es nuestra posesión más íntima, pero, al mismotiempo, también constituye una parte de nuestro patrimonio socio-cultural4. Por su lado, y de una manera bastante explícita, NiklasLuhmann afirma:

Como conglomerado de sistemas altamente complejos y, por esomismo, condicionables, el cuerpo como algo disponible adquiere unsentido que hace aparecer la complejidad de los sistemas sociales.Entonces, se le percibe, se le tiene en cuenta, se espera que puedacomportarse de esta o de otra manera. Pero esta unidad de compleji-dad y esta inminencia de la orientación de acuerdo con la comple-jidad no son el mismo cuerpo: solamente acontecen unidad e inmi-nencia en el esquema de las diferencias que resultan de lainterpretación5.

Desde otra perspectiva, en su importante estudio sobre «el cuerpoy la sociedad» en la actualidad, Bryan S. Turner ha escrito:

El estudio del cuerpo ha implicado un proceso de secularización queha transferido al cuerpo desde un ámbito de fuerzas sagradas a larealidad mundana de la dieta, los cosméticos, el ejercicio y la medici-na preventiva. Por ejemplo, la dieta era tan sólo un aspecto de unrégimen religioso de las pasiones y la finalidad del ascetismo era la delibrar al alma de las distracciones enojosas del deseo. En una sociedaden la que el consumo se ha convertido en una virtud, la dieta es unmétodo para promocionar la capacidad de los regocijos seculares6.

decir, la diferencia entre corporeidad y no corporeidad no tiene ninguna relevanciasocial (al menos para nuestro sistema social actual)» (ibid., p. 228, subr. nuestro).

3. Ibid., p. 227.4. Ibid., p. 233. La antropóloga británica Mary Douglas hacía notar que, en

todas las culturas humanas, el cuerpo «sostiene una visión particular de la sociedad»(cit. J. Entwistle, «La cultura del cuerpo de la cultura»: La Vanguardia, 27 de octubre2002, p.26).

5. Luhmann, o.c., p. 233; cf. ibid., p. 227.6. Turner, The Body & Society, cit., p. 206; cf. ibid., p. 22. En otro lugar afir-

ma: «La división entre enfermedad y pecado puede ser tratada como una manifesta-

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Muy a menudo, en el estudio del cuerpo humano todo el mundoadopta una perspectiva paralela a la de Charles Darwin: el postuladometodológico de la continuidad entre el mundo de los animales y eldel hombre. De esta manera es posible escamotear la especificidad delser humano con la pretensión de formular un discurso holístico yorgánico que, sin fisuras, dé la razón al conjunto de seres vivos (ani-mados e inanimados). El hombre —este «ser deficiente», como localifica Arnold Gehlen— se encuentra carente de las condicionesvitales que son propias del animal, pero, como contrapartida, apareceequipado con todas las potencialidades de la «interioridad» (pensa-mientos y lenguaje, fantasía, pulsiones y motricidad distintiva)7. En elprimer volumen de esta Antropología de la vida cotidiana ya manifes-tamos nuestra posición sobre esto: afirmábamos enérgicamente queaquello que caracteriza al hombre como un ser cultural que natural-mente es, es la capacidad para ir más allá de las posibilidades oferta-das por la simple instintividad8. Asumíamos plenamente los análisis deHans Jonas sobre la «transanimalidad» porque nos permitían afirmar,por un lado, «el aire de familia» entre el ser humano y el resto de seresvivos y, por otra, aquello que constituye la especificidad de la presen-cia del hombre en el espacio y en el tiempo mundanos, históricos9.

En el siglo XIX, entre muchos otros, por ejemplo Heine, con su«comunismo cultural», o Feuerbach, maestro indiscutible de jóvenesfilósofos revolucionarios, se propusieron la abolición de la dualidadcristiana tradicional «alma-cuerpo», porque creían que entonces seríaposible el nacimiento de la famosa «libertad de los modernos». Paraconseguirla, todos insistían con fuerza en la liberación del cuerpo comouna de las tareas prioritarias de los nuevos tiempos y de la praxis so-cial, cultural y política que debería instituirse de tal manera que, final-mente, el anhelado reino de la libertad pudiera regular las relacioneshumanas. No entraremos aquí en la exposición de la posición intelec-tual que, en un sentido contrario, adoptó Hegel, sino que nos limita-remos a observar que, en la práctica, no ha tenido lugar este pretendi-do alejamiento del alma como límite y limitación que, con frecuencia,

ción de intelectualismo secular que ha rescatado el cuerpo de sus amarras sacrales. Elcuerpo ya no es un drama sagrado que comporta rituales sacramentales; se ha conver-tido en el objeto de un profesionalismo secular bajo la supervisión del Estado» (ibid.).No hay duda de que el estudio de la historia de la «dieta» también constituye unamanera muy sugestiva de acercarse a la reflexión antropológica sobre el cuerpo huma-no (véase Turner, o.c., pp. 22-23, 165-176).

7. Véase Gehlen, El hombre, cit., pp. 17-18.8. Véase también la exposición que hemos hecho sobre «el cuerpo humano y el

cuerpo animal», en el cap. 5 de este estudio.9. Véase Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 73-88.

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de una manera casi obsesiva, ha constituido el «destino» del cuerpo enmuchos momentos de la cultura occidental10. Por su lado, MichelFoucault puso de relieve que la presencia del «alma» —ciertamente,no entendida de manera clásica— continuaba siendo decisiva para la«política del cuerpo», es decir, para la conquista y, sobre todo, para elejercicio del poder. Escribía:

Realidad histórica de esta alma, que a diferencia del alma representa-da por la teología cristiana, no nace culpable y castigable, sino quenace más bien a partir de los procedimientos de castigo, de vigilancia,de pena y de coacción. Esta alma real e incorpórea no es en absolutouna sustancia; es el elemento en el cual se articulan los efectos de undeterminado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranajepor el que las relaciones del saber dan lugar a un saber posible, y elsaber alarga y refuerza los efectos del poder […] No se ha sustituidoel alma, ilusión de los teólogos, por un hombre real, objeto del saber,de la reflexión filosófica o de la intervención técnica […] El alma hallegado a ser el efecto y el instrumento de una anatomía política; elalma ha llegado a ser la prisión del cuerpo11.

Como punto final del recorrido histórico de la pareja «cuerpo-alma» que propone Foucault, la «biopolítica» no consiste en otra cosaque en el hecho de poner de nuevo el cuerpo en la prisión del alma,evidentemente, del alma tal como ha estado formulada a partir delsiglo XVII12. En cualquier caso, hay que subrayar el hecho de que laliberación del cuerpo que había prometido la Modernidad no se hacumplido. Quizás los campos de exterminio constituyen, más bien,una prueba de servidumbre y humillación del cuerpo humano total-mente desconocidas en la historia pasada de la humanidad.

Creemos que, con razón, Heller y Fehér ponen de relieve que, enla Modernidad europea, se rechaza el viejo dualismo cristiano «alma-cuerpo», y aparece como sustitución un término, «el espiritual», el cualha adquirido una enorme importancia en nuestra cultura y, además,«nunca ha roto del todo el cordón umbilical con la tradición cristia-na»13. La diferencia entre «lo espiritual» y «el alma» es bastante signi-

10. Véase Heller y Fehér, Biopolítica, cit., pp. 9-21.11. Foucault, Vigilar y castigar, cit., p. 36.12. Véase, por ejemplo, Foucault, Historia de la sexualidad. 1. La Voluntad del

saber, cit., pp. 168-169, donde describe las dos etapas de este nuevo sometimiento delcuerpo al alma: 1) la anatomopolítica del cuerpo humano (a partir del siglo XVII); y 2)biopolítica de la población (a partir del siglo XVIII).

13. Heller y Fehér, o.c., p. 13. Estos autores ponen de relieve que la mayoría delos humanistas del Renacimiento, que tenían todos juntos una visión bastante crítica

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ficativa. En la tradición occidental clásica este último término estuvoconsiderado como complemento opuesto al cuerpo, sin que fuera po-sible ningún tipo de mediación o de puente entre el cuerpo y el alma,ya que constituían dos «principios» radicalmente opuestos. En cam-bio, en la Modernidad, con una frecuencia sorprendente y tal vez comouna forma de rehabilitación del cuerpo, se propagó la idea de que elcuerpo era un digno hogar de lo espiritual, ya que la estructura corpo-ral humana poseía el rango más elevado entre todas las «formas natu-rales» y, además, era la sede por excelencia de la belleza14.

Por otro lado, no hay duda, como lo subrayaba ya hace algunosaños J. M. Brohm, de que, cada vez más,

en todos los ámbitos de la vida social, el cuerpo ha resultado el objetoy el centro de muchas preocupaciones tecnológicas e ideológicas. Enla producción, en el consumo, en el ocio, en los espectáculos, en lapublicidad, etc., el cuerpo se ha convertido en un objeto de trata-miento, de manipulación, de mise-en-scène, de mercadeo. Es sobre elcuerpo donde convergen toda una retahíla de intereses sociales ypolíticos en la actual «civilización tecnológica»15.

No hay que olvidar que la civilización —quizás fuera mucho másexacto afirmar: algunos círculos sociales, religiosos y culturales—, quehasta bien entrado el siglo XIX se sustentaba sobre una forma u otra dedemonización del «cuerpo», con la consiguiente glorificación del«alma», parece que, ahora mismo, lo sitúa en el mismo centro de lavida cultural, social, económica, mediática y política. «La cultura quese había edificado gracias a la renuncia al cuerpo, al alejamiento de lasatisfacción de las pulsiones, sobre todo sexuales, parece transforma-da en una cultura del cuerpo, en una glorificación del cuerpo erótico,en una cultura erótica, por lo tanto»16. En una relación muy directacon la «antipatía» que en torno al cuerpo mostró la primera Moderni-dad, hay que tener muy en cuenta las agudas reflexiones que formulaStephen Toulmin sobre la demonización y el distanciamiento de losafectos que se impusieron en la cultura occidental, sobre todo desde elsiglo XVII (a partir, especialmente, de la paz de Westfalia, 1648), des-pués de la sangrienta guerra de los treinta años (1618-1648). En estanueva situación, los sentimientos se convirtieron en unos elementos

del cristianismo, no pertenecían a los liberadores del cuerpo. Al contrario, creían en lafusión de lo corporal y de lo espiritual bajo la guía de este último (cf. ibid., pp. 12-13).

14. Véase Heller y Fehér, o.c., pp. 13-14.15. J. M. Brohm, cit. Bernard, Le corps, cit., p.13.16. Bernard, o.c., p. 13.

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«apátridas» (heimatlos) que no tenían ningún lugar en una sociedadque, en todos los ámbitos de lo humano, buscaba la racionalidad y laobjetividad. Como consecuencia del proceso de modernización, en elmarco de la vida cotidiana los sentimientos —sobre todo los referidosal dolor y a la muerte— se volvieron invisibles e imperceptibles17. Porsu parte, Toulmin escribe:

Un hecho socialmente trascendental de la nueva cosmovisión [a partirde Descartes] fue la separación radical entre la razón y los sentimien-tos […] De la misma manera que en algunos otros elementos delandamiaje de la Modernidad, esta discrepancia con frecuencia «sedaba por supuesta» como algo connatural a la vida social cotidiana dela nación-estado […] En un sentido social, la «emoción» se convirtióen un recurso eufemístico para referirse al sexo: para los que valora-ban un sistema de clases estable, la atracción sexual era la principalfuente de desbarajustes sociales […] La oleada de ansiedad puritanacontra la sexualidad subió como la espuma a mitad del siglo XVII. Así,las inhibiciones de las cuales Freud intentó liberar a la gente a finalesdel siglo XIX no se perdían en la noche de los tiempos: eran el fruto deunos temores que habían surgido en la existencia de novo, cuando seconcibió el estado clasista como una solución para los problemasplanteados al comienzo del siglo XVII18.

A partir de un punto de partida bastante diferente del de Toul-min, Norbert Elias, que ha sido uno de los mejores analistas delllamado «proceso civilizador» que se produjo en la cultura occidental,ha puesto de relieve que una de las características de la Modernidadfue la tendencia a expulsar el cuerpo de la vida social19. De un modo

17. Véase J.-P. Wils, Die grosse Erschöpfung. Kulturethische Probleme vor derJahrtausendwende, Paderborn, F. Schöningt, 1994, pp. 111-112.

18. S. Toulmin, Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Barcelona, Penínsu-la, 2001, pp. 191, 192. Antonio R. Damasio, profesor de neurología de la universidadnorteamericana de Iowa, ha escrito que el error fundamental de Descartes fue «laseparación categórica entre el cuerpo, hecho de materia, dotado de dimensiones, mo-vido por mecanismos, por un lado, y el espíritu, no material, sin dimensiones y exentode todo mecanismo, por el otro. Sugirió que la razón y el juicio moral, así comotambién un trasiego emocional o un sufrimiento provocado por un dolor físico, po-dían existir independientemente del cuerpo. Y específicamente afirmó que las másdelicadas operaciones del espíritu no tenían nada que ver con la organización y elfuncionamiento de un organismo biológico» (A. R. Damasio, L’erreur de Descartes. Laraison des émotions, Paris, Odile Jacob, 1995, p. 312).

19. Véase Elias, Über den Prozess der Zivilisation, cit. Creemos que merecen unaespecial atención el cap. II del primer volumen, sobre todo los siguientes apartados:5) «Cambios en la actitud respecto a las necesidades naturales»; 6) «Sobre el sonarse»(Schneuzen); 7) «Sobre el escupir» (Spucken); 8) «Sobre el comportarse en el dormi-torio».

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muy convincente, este pensador analiza el hecho de que el hogarmoderno comenzó a organizarse de tal manera que, intencionada-mente, se buscaba la ocultación de la presencia del cuerpo, el cual, deesta manera, se vio reducido al nivel de aquello que, porque poseíauna cierta obscenidad intrínseca, no podía ni tenía que ser presentadoen público. En efecto, poco a poco, las funciones del cuerpo, antesrealizadas con toda publicidad, pasaban a ser no sólo privadas, sinoque de hecho entraban en la esfera de aquellos comportamientos que,socialmente, convenía mantener en secreto, al margen de la miradade los otros. Norbert Elias hace notar que el «proceso civilizador» sepropuso dos objetivos prioritarios: la higiene y la ética. Con la acen-tuación cada vez más intensa de la higiene, todo el mundo queríahacer frente a los nuevos peligros que se detectaban en la vida públicaa causa del aumento de la población y de las nuevas formas de urbani-zación que ésta había provocado20. La preocupación ética, por sulado, era la consecuencia directa de la preferencia que, tradicional-mente, se había otorgado a lo espiritual sobre la naturaleza corporal.Más adelante, ya en pleno siglo XIX, aparecerá la coalición del higie-nismo y de la ética como la razón de ser fundamental del procesocivilizador.

De todas maneras, pese a que las tendencias principales de laModernidad tienden a desvalorar el cuerpo, fue esta Modernidad laque emancipó legalmente el cuerpo por el hecho de ampliar la ley delhabeas corpus, antes un privilegio exclusivo de los nobles, en el con-junto de la población. Heller y Fehér subrayan el hecho de que,paradójicamente, esta estrategia sirvió para establecer y legitimar latutela de lo espiritual sobre lo corporal.

Nadie que sea un simple cuerpo, dice el razonamiento del habeascorpus, puede convertirse en una persona política y racional. Para

20. El énfasis sobre la higiene no es una cuestión tan aséptica y de carácter mera-mente instrumental como pueda parecer a primera vista. No sólo se propugnaba lahigiene corporal, sino que también se acostumbraba a incluir la «higiene mental». Másadelante, sin duda con la contribución de las ideas darwinianas tal como fueron asimi-ladas por algunas corrientes antropológicas, se añadirá incluso la «higiene racial».Conviene no olvidar que, de acuerdo con su propaganda, el nacionalsocialismo era unprograma higiénico, que aplicaba medidas higiénicas (campos de concentración y deexterminio, supresión de las vidas humanas inútiles, etc.). Creemos que sería suma-mente interesante analizar las conexiones del higienismo nazi con el programa, tam-bién nazi, del «espacio vital» (Lebensraum) propugnado por Carl Schimitt, como sesabe, por convicción o por oportunismo, uno de los máximos ideólogos del régimennacionalsocialista. Con una cierta amplitud, nos hemos ocupado del pensamientoschmittiano en Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 137-211.

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conseguir esto segundo, debe liberarse el simple «cuerpo» […] Lo queresultó irónico en este proceso moderno fue que este acto de libera-ción, cuyo objetivo proclamado era acabar con la corporeidad abs-tracta, preparara el camino para la biopolítica21.

La concepción meramente mecanicista y «matematizable» de larealidad que es propia del cartesianismo empobreció significativa-mente el conjunto de la realidad humana, privándola, por ejemplo,del «trabajo del símbolo» o, expresándolo de otra manera, reducién-dola a la univocidad del signo22. Cuando el símbolo se vuelve rígido,unilateral, unívoco, entonces se extravía la conciencia simbólica, y sulugar es ocupado por lo que podríamos llamar conciencia dogmática,la cual se aísla en y sobre ella misma, se cierra a la verdad (que siemprese encuentra in fieri) y, aquello que todavía resulta mucho más peli-groso, ella misma —la conciencia dogmática— pretende ocupar ellugar de la verdad, constituirse en verdad exclusiva. Por decirlo bre-vemente: entonces, la «voluntad de verdad» es sustituida por la «vo-luntad de poder», la cual se atribuye, a partir del símbolo —previa-mente— «solidificado», un poder absoluto en el mundo y sobre lasconciencias.

La cultura postmoderna, con todas las ambigüedades y los malen-tendidos que indudablemente posee, puede ser considerada como unatoma de posición contra el pensamiento político, religioso y senti-mental que, directa o indirectamente, procede del cartesianismo23. Laepistemología postmoderna, poniendo el énfasis en el carácter narra-tivo del conocimiento humano y con una notable dependencia res-pecto de las innumerables reiteraciones de la herencia intelectual deNietzsche, adopta, en relación con las exigencias del conocimientoracional, un perspectivismo radical y, además, pone de relieve que en

21. Heller y Fehér, o.c., pp. 18-19.22. Véase L. Dupré, Simbolismo religioso, Barcelona, Herder, 1999, cap. I; Ga-

limberti, La terra senza il male, cit., cap. III y passim. Mientras que el concepto seencuentra substraído en la ambivalencia (y, en este sentido, es un signo), el símbolo esfluctuante, «está por muchos», las cosas aparecen «con-fusas» (sym-ballo). No hayduda de que, en Occidente, el «monoteísmo de la razón» se ha fundamentado en el usoindiscriminado del concepto o, lo que aún es peor, en la reducción de los símbolos(imágenes) a conceptos (signos). Resulta bastante evidente que aquí debería retomarsetoda la discusión sobre el poder, su conquista y su ejercicio, en la historia de la culturaoccidental.

23. Véase Turner, o.c., pp. 17-20. Conviene no olvidar que Husserl, por el hechode privilegiar la vida cotidiana, ya representó una fuerte crítica a los postulados delcartesianismo. En pleno siglo XIX Ludwig Feuerbach (La esencia del cristianismo, 1841)también intentó establecer el sensualismo como principio para atacar el legado racio-nalista de la tradición filosófica alemana.

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ningún ámbito de las existencia humana existe una autoridad única yexclusiva de carácter religioso o laico para interpretar el mundo, loque equivale a deshacerse del «pensamiento con regulación orto-doxa» (J.-P. Deconchy) y de la «conciencia dogmática». Como essabido, en la mitología cartesiana la imagen ideal del ser humano secaracteriza por un estricto y total control racional, para la exhaustivaplanificación de todos los pensamientos y de todas las actividades dela existencia humana y por la expulsión de los sentimientos. En cam-bio, en la mitología postcartesiana y postmoderna, la imagen delhombre se distingue por una aguda conciencia de finitud y por labúsqueda, a menudo entre angustiada y narcisista, de satisfaccionespersonales mediante unas nuevas formas de intimidad y unas nuevas«técnicas» para acceder a las «vivencias»24. Desde el siglo XVII enadelante, el cartesianismo como trasfondo ideológico del Occidentemoderno impuso una drástica separación entre la mente y el cuerpo y,al mismo tiempo y continuando a la inversa el dualismo platónico,trasladó el ámbito del alma de la interioridad a la exterioridad25. Esuna evidencia incontestable que la combinación de tradicional menos-precio cristiano del mundo con el dualismo cartesiano provocó que,durante algunos siglos, el cuerpo humano fuera considerado como unsimple «objeto» que se debía ocultar, silenciar e ignorar. En el mo-mento presente, en cambio, a nivel filosófico, social y convivencial,por medio de los feminismos, las innumerables tendencias y sensibili-dades de la postmodernidad y la teoría crítica, se está dando un vuelcomuy significativo respecto al camino que había seguido la tradiciónoccidental moderna. Uno de los aspectos más señalables de este giroes la profunda revisión de la teoría y de la praxis sobre el cuerpohumano que habían sido normativas hasta hace muy pocos años.Bryan S. Turner apunta que,

en el contexto cultural postmoderno en el cual se desarrolla el yo, susfronteras han acabado siendo inciertas y problemáticas. Con los cam-

24. Sobre la cuestión de las «técnicas de las vivencias» en la sociedad actual, véasesobre todo G. Schulze, Die Erlebnisgesellschaft, Kultursoziologie der Gegenwart,Frankfurt a. M./New York, Campus, 71997; Duch, Armes espirituals i materials: Polí-tica, cit., pp. 251-256.

25. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., p. 645. El magnífico libro de ToulminCosmópolis, cit., passim, posee la enorme virtud de poner de relieve cuáles fueron losauténticos orígenes de la Modernidad occidental. Al mismo tiempo, da una respuestahistórica y cultural —creemos que muy convincente— a por qué se produjo la Moder-nidad de la manera que la conocemos. También pone sobre la mesa las consecuenciaspolíticas, religiosas, culturales, sociales y sexuales de esta Modernidad, el punto departida de la cual no hay duda que es la filosofía de Descartes.

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bios tecnológicos en las ciencias médicas, el cuerpo ciertamente puedeser reestructurado y reconfigurado de una manera tal que llegan aproducirse unos cambios muy profundos en su identidad, incluidos loscambios de sexo. Por eso, más que pensar el cuerpo como un tópicobien regularizado, tendríamos que conceptualizarlo de una maneramás fluida con el fin de que fueran posibles unos cambios socialesimportantes en el mismo centro de un amplio contexto social26.

Resulta bastante evidente que, ahora y siempre, la corporeidadhumana se configura enlazando una síntesis de elementos contrarios(complexio oppositorum), siempre problemática, continuamente des-haciéndose y rehaciéndose, en la que lo finito y lo infinito, el azar y lanecesidad, el deseo y la norma, el mal y el gozo, la vida y la muerte,llevan a término un combate inacabable que, en el fondo, constituyela trama narrativa de la biografía de cada ser humano27. La corporei-dad no es nada más que un «espacio de vida móvil», en y sobre el cualse concreta, se salva o se pierde, se «fisionomiza» la limitada cantidadde espacio y de tiempo del que dispone cada individuo humano. Es deesta manera como

la persona se descubre a sí misma entre la exterioridad de su cuerpo yla interioridad de su vivencia, entre la objetividad del aparecer y lasubjetividad del mostrarse, entre la ejecución de sus actos y la inten-cionalidad de su voluntad y, en definitiva, radicalmente, entre los dosgrandes actos de su vida: el nacer y el morir28.

Debería evitarse que se considerara el cuerpo humano como unsimple «objeto» con la disponibilidad y la capacidad de manipulaciónque son propias de los meros objetos. El cuerpo humano ciertamenteno es una mera exterioridad objetiva y objetivada, como puede ser lamateria prima para la manipulación por parte de uno mismo o de losotros, sino que se trata de la genuina forma de presencia en el mundoque corresponde a los humanos como seres corporales singulares que,de dos mundos aparentemente irreconciliables, hacen uno solo: elmundo humano. Pero aquí conviene proceder con mucha finura: enefecto, al contrario de lo que sucede con la simple objetivación de lascosas y del mismo ser humano cuando es tratado como cosa, el

26. Turner, o.c., 21; cf. ibid., pp. 22-24.27. Sobre la cuestión de la determinación del hombre como organismo natural,

véanse las instructivas reflexiones de Tinland, La différence anthropologique, cit., pp.18-78.

28. M. J. López Pérez, «Cuerpo, sexo y mujer en la perspectiva de las antropolo-gías», en Navarro (ed.), El cuerpo de la mujer, cit., p. 17.

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«mundo humano» es, al mismo tiempo, un mundo compartido (me-diante las transmisiones de las «estructuras de acogida») y un mundosingular (a causa de la recepción personal de aquellas transmisiones).O, por decirlo mejor: el mundo de cada ser humano solamente podráser singular, personal y genuino en la medida en que sea al mismotiempo un mundo compartido. Y este último sólo será realmentecompartido en la medida en que propicie, que sea el autor (de augeo,de auctoritas), que haga crecer, que envigorice la diferencia, quelibere el mundo singular de cada mujer y cada hombre. De hecho, elcuerpo humano constituye la «manifestación» del rostro único y sin-gular de cada ser humano en medio de la exterioridad, lo que significaque tendría que permanecer completamente ajeno a cualquier tipo decosificación y de integración en el esquema que, mal que nos pese, hasido determinante en la cultura occidental moderna: la «oferta-de-manda». Por otro lado, la exterioridad humana nunca debería redu-cirse a la materialidad «contable» de las relaciones inmanentes pro-pias de los artefactos físicos y químicos, sino que siempre tendría queser la expresión de una trascendencia que sobrepasa infinitamentecualquier cuantificación o reducción al esquematismo «oferta-deman-da» y que tan sólo puede ser expresada por aproximación y siempreprovisionalmente. Por ejemplo, este reduccionismo se produce cuan-do el cuerpo humano se reduce a una mera exhibición del éxitosocial, o cuando es utilizado como medio de fuerza en la concurrenciaeconómica, deportiva y política, o cuando, como sucede tan frecuen-temente con el cuerpo de la mujer o de los infantes, es secuestrado,humillado y manipulado por intereses bastardos, o cuando, como tana menudo pasa en la actualidad con los «niños soldados», se utilizancomo carne de cañón en mil conflictos armados alrededor del mundo.El carácter inmanipulable e intangible del cuerpo humano se funda-menta, por hablar con los términos de Gabriel Marcel, en el hecho deque nunca se le puede incluir en el ámbito de los «problemas» sinoque, constitutivamente, es un misterio, porque, pese a todas las abyec-ciones y las bajezas de las que puede ser objeto, puede convertirse enla epifanía histórica y concreta de la cumbre de la creación.

En todos los momentos de la historia de la humanidad, el cuerpoha permitido que el hombre mantuviera unas relaciones ininterrumpi-das con la naturaleza por el hecho de que él mismo también es, de unamanera ciertamente original, «naturaleza». Ahora bien, hay que tenerbien presente que siempre, desde el nacimiento hasta la muerte, no setrata de unas relaciones naturales como las que, por ejemplo, puedemantener una corriente de agua con su entorno, sino que se trata deunas relaciones artificiales, culturales, situadas en los más diversos y,

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al menos aparentemente, irreconciliables contextos. De hecho, noson sólo las relaciones que poseen un carácter artificial o cultural, sinoque es la misma naturaleza la que ha sido «artificializada», «culturali-zada». Porque desde que el ser humano es humano, ya no hay másnaturaleza «natural», sino tan sólo naturaleza «artificial o cultural», oquizás, fuera más adecuado hablar de «naturaleza plástica» comoconsecuencia de la «metamorfosización» a la que constantemente elhombre somete a su entorno y a él mismo. Estas consideraciones nospermiten concluir que, de una manera bastante explícita, el cuerpohumano puede ser llamado el «órgano de lo posible» (Michel Ber-nard) y la concreción, en la variedad de espacios y de tiempos, deltrabajo de la imaginación.

Asimismo, conviene no olvidar que el cuerpo no es solamenteaquello que el hombre tiene delante suyo, sino que es sobre todo aquelloque es él mismo en la multiplicidad de sus relaciones históricas. Porotro lado, el mundo no es una cosa, definida y objetivada, que se en-cuentra fuera o delante del cuerpo, sino que, en realidad, es su «pro-longación» y, por tanto, es nuestra prolongación que, para bien o paramal, vamos actualizando en todos los instantes de nuestro trayectobiográfico29. Todo, desde una simple piedra hasta el cuerpo del otro,tan solo existe en la medida en que nosotros lo percibimos y lo «habi-tamos» (Merleau-Ponty), los «co-situamos» en el entretejido de las va-riadas y variables situaciones de nuestra existencia, es decir, en nues-tra espaciotemporalidad. Y justamente en la medida en que lo«co-situamos», nos «co-constituimos» en un conjunto de relaciones,contraposiciones y movilidades existenciales. Por eso mismo, sin res-tricciones, puede afirmarse que el ser humano es totalmente corpóreoen relación con todo aquello que piensa, hace, siente y desea, es decir,en el todo de su existencia. Porque el hombre es un ser deficiente, tam-bién es, fundamentalmente, un ser cinético que siempre se encuentraen la búsqueda de una experiencia de equilibrio para su «corazón in-quieto» (san Agustín), o tal vez sería más congruente con nuestra ex-posición referirse aquí a su «cuerpo inquieto». Ahora bien, el equili-brio buscado no será nunca plenamente conseguido, siempre se verámovido, promovido y conmovido por el deseo, es decir, por la caren-cia y las ansias de alguien que es finito y contingente, pero que, para-dójicamente, nunca deja de manifestar unas aspiraciones y unos anhe-los de infinitud. La tradición occidental acostumbra a designar estasituación de movilidad estructural del ser humano, que nunca llega a

29. Sobre el cuerpo como «realidad relacional», véase Bernard, Le corps, cit., pp.35-71.

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apaciguarse en la variedad de peripecias históricas, mediante la ex-presión in statu viae. El cuerpo humano es una suprema epifanía, unaepifanía que, pese a todo, apunta, más o menos a tientas, al statuspatriae, al sosiego del «séptimo día», para continuar hablando comosan Agustín.

A partir de lo que hemos expuesto hasta ahora se puede resolverque el cuerpo subraya, por un lado, la pertinencia —como hemosapuntado, original— del ser humano a la naturaleza y, por otro,manifiesta —casi como una epifanía— la presencia en el mundo que lees «connatural», la cual, siempre y en todo lugar, posee como marcacaracterística el hecho de estar ordenada y conformada por medio deartificios, de «estrategias transanimales», de reelaboraciones interesa-das y, con una cierta frecuencia, hasta interesantes. En efecto, elcuerpo humano —configurado, vivido y experimentado a través delas mil formas adoptadas por la «geografía corporal» (Melanie Klein)de las diversas culturas— constituye el gran «laboratorio» donde sesuperan las meras relaciones de exterioridad instintiva y se establecenlas que son propias de este paradójico «espíritu encarnado» que estodo ser humano, el cual, incesantemente, se encuentra enredado enmil peripecias históricas y, además, con mucha frecuencia, se ve abra-zado y desasosegado por los incombustibles enigmas insolubles que leplantean su origen y su término. Y es que la extraordinaria y maravi-llosa paradoja que caracteriza al cuerpo humano es que es una carneque segrega pensamiento (Jean Poirier). Por eso, parafraseando dealguna forma una afirmación de Ernst Bloch, podemos afirmar que elcuerpo humano, como microcosmos compendiado del macrocosmosque es, es el laboratorium possibilis salutis del ser humano.

6.2. CUERPO Y CORPOREIDAD

Encabezamos este párrafo con unas palabras del poeta W. B. Yeats:«sólo podemos creer en aquellos pensamientos que no han estadoconcebidos en el cerebro sino en todo el cuerpo»30. Por eso mismo,creemos que posee una importancia crucial distinguir con muchocuidado entre cuerpo y corporeidad. No hay duda de que el cuerpohumano es un objeto como lo son el vaso, el árbol, el ordenador, lamesa, etc. Ahora bien, el cuerpo humano nunca puede limitarse a serun simple cuerpo, un objeto entre objetos, cuantificable en una serie

30. «We only believe those thoughts which have been conceived not in the brainbut in whole body».

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aritmética, disponible y manipulable bajo determinadas condiciones.Cuando afirmamos que el cuerpo humano es corporeidad queremosseñalar que es alguien que posee conciencia de su propia «vivacidad»,de su presencia aquí y ahora, de su procedencia del pasado y de suorientación hacia el futuro, de sus anhelos de infinito a pesar de sucongénita finitud. Por otro lado conviene añadir que la corporeidadconstituye la concreción propia, identificante e identificadora, de lapresencia corporal del ser humano en su mundo, la cual, constante-mente, se ve constreñida al uso y al «trabajo» con símbolos31. De estamanera, en todas las etapas de su trayecto desde el nacimiento hasta lamuerte, se ve capaz de dar forma y vida a las diversas «escenificacio-nes» (su «darse a conocer») que le son imprescindibles para construirsignificativamente su espacio y su tiempo. Mediante el «trabajo delsímbolo», basado en todo un conjunto de inacabables operaciones de«remisión a», el cuerpo humano lleva a cabo su misión de «incorpora-ción» físico-psico-social, que sitúa al ser humano más allá de la merainstintividad y pone de relieve los aspectos más humanos de su «tran-sanimalidad» constitutiva, por hablar como Hans Jonas.

La corporeidad como «escenario» sobre el cual se desarrolla larelacionalidad humana constituye una complejidad armónica de tiempoy espacio, de reflexión y de acción, de pasión y de emotividad, deintereses diversos y de responsabilidad. Esta complejidad armónica—evidentemente, siempre en tensión, nunca sin conflictos, continua-mente en medio de tramas históricas— tiene lugar, a través de lasperipecias de la vida cotidiana, la manifestación plástica e histórica dela espaciotemporalidad, la cual, como ya hemos apuntado en muchosotros rincones de esta Antropología de la vida cotidiana, es el distinti-vo más característico de los seres humanos32. Con cierta frecuencia,justamente porque no se tiene muy en cuenta la tensa complejidadarmónica del tiempo y el espacio humanos, se habla del espacio delcuerpo, como si el cuerpo humano fuera en exclusiva una manera ymasiva espacialidad material sin dimensiones temporales, como si el

31. Sobre la ineludible necesidad que tiene el ser humano de utilizar símbolos entodo aquello que piensa, hace y siente, véase Duch, Simbolismo y salud, cit., passim.Entwistle, El cuerpo y la moda, cit., pp. 88-89, pone de relieve que «la [ineludible]necesidad humana de comunicarse por medio de símbolos» constituye aquella irre-nunciable disposición del cuerpo humano que se concreta en el vestido y los diversostipos de ornamentos, es decir, la moda. En este sentido, la moda también forma partedel «trabajo con símbolos» que, culturalmente determinado, desde el nacimiento hastala muerte, llevan a término los seres humanos.

32. Sobre la espaciotemporalidad característica de los humanos remitimos a Duch,Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 287-382.

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«estar-ahora-aquí» del cuerpo no incluyera como momento impres-cindible el «trayecto», el «suceder», la «metamorfosis», por hablar comoElias Canetti. Dicho de otra manera: consciente o inconscientemente,se produce una objetivación del cuerpo humano, es decir, en el peorde los casos, se le reduce a una pesada «cantidad de materia viva» ycon unas exigencias desmesuradas, y, en el mejor, a un artefacto quepuede tener alguna utilidad en las «operaciones espirituales» del serhumano. Desde los griegos hasta ahora, esta manera de ver las cosas,con variaciones más o menos significativas, ha poseído una indiscuti-ble vigencia en la cultura occidental, la cual casi llega hasta nuestrosdías. De esta manera, se pierde de vista que el cuerpo es verdadera-mente aquello que es porque es capax symbolorum; es aquí dondereside justamente la especificidad del cuerpo humano como corporei-dad sui generis33. Siguiendo el hilo conductor que hemos expuesto enotro volumen de esta Antropología de la vida cotidiana34, podemosafirmar que la corporeidad humana permite avanzar a lo largo de unaruta frente al desconocido que, en su vida cotidiana, con ritmos e in-tensidades muy diversas, todo ser humano concreta a través de la coim-plicación de su tiempo y de su espacio. Esto supone entender la corpo-reidad como un escenario en movimiento en y sobre el cual el tiempopasa y deja sus profundas huellas, entre las cuales figuran en primertérmino la enfermedad, el envejecimiento y la muerte35.

6.2.1. Corporeidad y simbolismo

Aquí, en relación con la problemática en el entorno de la corporei-dad, hemos de tener muy presente la cuestión de la imprescriptible

33. Este objetivismo reduccionista del cuerpo humano puede observarse en innu-merables aspectos de la sociedad actual. Es, sin embargo, en la medicina donde alcanzaun grado de deshumanización más elevado. «El malestar actual de la medicina, másaún, de la psiquiatría, y la afluencia de enfermos que van a sanadores y a las praxismédicas llamadas alternativas, atestiguan bien a las claras la extensión del foso que seha abierto entre el enfermo y el médico. La medicina paga así su desconocimiento delos datos antropológicos elementales. Olvida que el hombre es un ser de relación y desímbolo, y que el enfermo no es solamente un cuerpo que hay que reparar» (Le Breton,Anthropologie du corps, cit., p. 190; cf. ibid., p. 193). Algunos métodos pedagógicosactuales —con su afán por ser «científicos», cuantificables y «modernos»— también seprecipitan en la trampa de la objetivación del cuerpo humano, es decir, en la reducciónde la presencia corporal del ser humano a los parámetros, casi siempre con matices«economicistas», impuestos por el circuito «oferta-demanda».

34. Véase Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., passim.35. Véase lo que exponemos más adelante sobre estas tres realidades antropoló-

gicas.

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necesidad de símbolos, los cuales han acompañado todos los momen-tos de la presencia del ser humano en el mundo. Con una ciertaamplitud, abordamos esta importantísima problemática en el volu-men primero de esta Antropología de la vida cotidiana36. En el día adía de individuos y grupos humanos, desde los comportamientos mássublimes hasta los más triviales, desde el nacimiento hasta la muerte,todo aquello que piensa, hace y siente el ser humano exige unamediación simbólica: el simbolismo es propiamente el ámbito de lohumano; en él y a través de él, el ser humano se humaniza o, por elcontrario, se deshumaniza37. En medio de la realidad mundana, el«trabajo del símbolo» constituye el síntoma más elocuente del estatu-to singular de lo humano y de sus formas peculiares de comunica-ción38. Resulta bastante claro que la capacidad simbólica constituye laseñal diáfana de la presencia en este mundo de un ens finitum capaxinfiniti, el cual, sin cesar, ya que nunca deja de ser una coincidentiaoppositorum, se ve apremiado a armonizar en él mismo términosaparentemente irreconciliables: interioridad y exterioridad, libertad ynecesidad, espíritu y materia, mythos y logos, femenino y masculino,etc. Por eso el símbolo, como subraya Galimberti, es una expresiónque manifiesta que lo humano es la unidad de distancias remotas, latensión frente a una totalidad ausente que viene reclamada por loincompleto de todo momento presente, el deseo de una reconcilia-ción siempre querida pero nunca conseguida realmente del todo39.Creemos que es importante tener siempre muy presente la siguientepuntualización de Paul Tillich:

El ser humano es una unidad pluridimensional; todas las dimensionesque podemos distinguir en el mundo de la experiencia, se encuentranjuntas en el hombre. En cada dimensión de la vida, se encuen-tran presentes todas las otras dimensiones de una manera potencial oreal. En el átomo, es actual tan sólo una dimensión; en el hombre,están todas presentes y activas porque no constan de estratos (Schi-chten) diversos, sino que constituyen una unidad, en la cual aparecen

36. Véase Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 103-311; B. Lincoln, «Human Body.Myths and Symbolism», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, VI, NewYork/London, Macmillan, 1987, pp. 499-505. Sobre la salud y la enfermedad corpo-rales como metáforas simbolicopolíticas, véase Heller y Fehér, Biopolítica, cit., pp.69-82.

37. Véanse las agudas reflexiones de N. Luhmann, El amor como pasión. Lacodificación de la intimidad, Barcelona, Península, 1985, cap. II, donde se estudia elamor como medio de comunicación simbólicamente regularizado.

38. Véase Galimberti, La terra senza il male, cit., cap. IX.39. Véase ibid., p. 184.

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recogidas todas las dimensiones. Esta doctrina del hombre se encuen-tra en oposición a la comprensión dualista que lo comprende comoun compuesto de cuerpo y espíritu, de cuerpo y de alma o de cuerpo,alma y espíritu40.

No hay ningún tipo de duda de que, en todas las áreas culturales,el cuerpo humano siempre se ha comportado como un «objeto semió-tico», es decir, como

un texto que se escribe con muchos lenguajes, [como son] sus gestos,sus palabras, sus posturas, sus movimientos, es decir, el cuerpo comorepresentación. Hay cuerpos de difícil lectura, silenciosos, remotos oinexpresivos, aunque hoy en día abundan los cuerpos que desplieganabiertamente, a menudo, casi agresivamente, un lenguaje gestual pro-pio que desborda sus escasas palabras; hay cuerpos con «vocación dedesnudo» (J. Hierro) y cuerpos que exhiben, además, en su superficiecorporal toda una serie de textos como si fueran grafitis, en los que secombinan el tatuaje, el piercing, el dibujo y la pintura: son cuerpos«textualizados» o cuerpos utilizados como soportes físicos de un de-nominado «arte corporal»41.

Cualquier reflexión sobre el símbolo —y, de una manera muyparticular, la que busca las fluidas y plurales relaciones entre símboloy corporeidad— tiene que tener muy en cuenta que aquello que escompletamente «antisimbólico» es la pretensión de encerrarlo en aquelámbito que de su significado se da «un único» «significante» concreta-do en un espacio y en un tiempo determinados (con los «interesescreados» que nunca dejan de tener). Nunca toda la colección designificantes posibles llegará a agotar el dinamismo y la capacidadevocadora e invocadora del símbolo como saeta que apunta a un másallá, el cual siempre permanecerá inalcanzable en él mismo (significa-do) o, para expresarse más correctamente, tan sólo será alcanzable,por hablar como Ernst Bloch, por mediación del «sueño despierto»del deseo. Por ello importa «trabajar con el símbolo» con el fin de quenos ofrezca una intuición, una pregustación, de su sentido. El signifi-cado, muy a menudo, se reduce a un dato —a menudo petrificado—obtenido por medio del intelecto; el sentido, en cambio, es abierto

40. P. Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», en Die religiöse Substanz derKultur. Schriften zur Theologie der Kultur (GW IX), Stuttgart, Evangelisches Verlags-werk, 1967, p. 290.

41. Pera, «La omnipresencia del cuerpo en la cultura actual», cit., p. 173. Sobreel alcance y el sentido de las modificaciones corporales actual, véase Le Breton, Signesd’identité, cit., passim.

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procesualmente como consecuencia del carácter de «remisión a» queconstituye la firma específica del símbolo auténtico. En la diferenciapropuesta por Frege entre significado (Bedeutung) y sentido (Sinn) seconcreta la distancia que separa la «mirada racional» de la «miradasimbólica»42. La primera promueve la fijación, la intransitividad, las«ideas claras y distintas»; la segunda, en cambio, se centra en laulteridad, la remisión, la excedencia, la «transgresión»43. Porque, comoya hemos señalado con anterioridad, en la provisionalidad de losespacios y de los tiempos, si el hombre es el «ser de lo posible», le esnecesario, justamente para que lo «posible» ocurra, sea «real», que elsímbolo sea la conjunción de realidad y de irrealidad. Si solamentefuera «real», entonces prácticamente no se distinguiría del concepto.Si solamente fuera «irreal», entonces no sería nada más que una imagi-nación vacía. La «mirada simbólica», al contrario que «la miradaracional» que se da por satisfecha con el hic et nunc y se limita a sutangibilidad, alcanza en un mismo movimiento, en una especie deperpetuum mobile, el ahora y el mañana, el aquí y el allí, la facticidady el deseo, la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad. Como diceGalimberti, «el símbolo puede ser aquello que en lo uno incluyetambién lo otro»44, y osaríamos añadir: todo otro, mundano y supra-mundano, conocido y desconocido, pasado, presente y futuro.

Cada una a su manera, las «estructuras de acogida», porque sonoficinas donde el ser humano aprende a articular el trabajo del símbo-lo, también son los ámbitos relacionales en los cuales puede llegar aadquirir una cultura de la relación con aquello que es indisponible,trascendente e inefable. De esta manera puede hacer frente al trabajodisolvente de la contingencia sin que, así mismo, nunca llegue a supri-mirla. Conviene que quede claro que, de hecho, no se trata de aniqui-lar o de superar la contingencia, lo que es completamente imposible,sino de cambiar nuestra posición, siempre condicionada por la movili-dad de nuestra espaciotemporalidad característica, respecto a ella. Poreso mantenemos la opinión de que «las estructuras de acogida», obien se constituyen como «praxis, siempre provisionales, de domina-

42. Resulta oportuno subrayar que esta diferencia es de máxima importancia enrelación con la problemática en torno a la imagen (véase J.-J. Wunenburger, Philoso-phie des images, Paris, PUF, 22001; íd., La vie des images, cit., passim).

43. Evidentemente, si hiciéramos una exposición mínimamente exhaustiva de estaproblemática, aquí nos tendríamos que referir a la fantasía, la cual, según Jung, «apare-ce como el símbolo que intenta, con la ayuda de los materiales ya existentes, caracteri-zar o individualizar un determinado objetivo o, más bien, una determinada línea futurade desarrollo» (C. G. Jung, cit. Galimberti, La terra senza il male, cit., p. 93).

44. Galimberti, o.c., p. 93.

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ción de la contingencia», o bien se convierten en unos artefactosabsolutamente prescindibles y causantes de profundas patologías que,tal como lo pone de relieve la experiencia cotidiana, conducen al serhumano a la desorientación, la angustia y el hundimiento total.

Por su parte, Hans Jonas ve concretado en el cuerpo vivo lacoincidencia simbólica entre la interioridad y la exterioridad de loshumanos. De esta manera el cuerpo humano pone en cuestión losmismos principios de la interpretación idealista (solamente tiene valorla conciencia: la interioridad) y también los de la interpretación mate-rialista (solamente vale el mundo de la extensión: la exterioridad)45.Aquí se encuentra el centro neurálgico de esta realidad paradojal ysorprendente, capaz de lo mejor y de lo peor, activa y contemplativaal mismo tiempo, que es el ser humano: espíritu encarnado, porque es,de una manera indistinguible, espíritu carnal y carne espiritual. Lacapacidad simbólica «sobre todo a través del polimorfismo de lasimágenes» constituye su firma específica, la testificación suprema que,para el ser humano, siempre hay un «más allá» de cualquier «másallá», siempre el ausente pasado y futuro abre al presente horizontescon evocaciones constantemente nuevas e innovadoras.

Muy a menudo, en el ámbito individual y en el colectivo, elsimbolismo corporal ha servido para estudiar y legitimar las concre-ciones religiosas, políticas y sociales que ha hecho el ser humano. Así,por ejemplo, en el himno del Rigveda (10, 90, esp. vv. 11-12) seafirma que los sacerdotes fueron creados de la boca del primer hom-bre; los reyes y los guerreros, de sus brazos; los productores de ali-mentos y los mercaderes, de sus piernas; los servidores y los eslavos,de sus pies. Esta manera de ver las cosas también se encuentra enalgunos textos eslavos («Poema sobre el rey paloma») y griegos (Pla-tón, Timeo, 69 d-70 a; República, 431 a-d). De esta manera, medianteel uso de la imaginería corporal, el orden social es representado,sancionado y legitimado como si fuera un orden natural, inviolable,estático y eterno46. En un estudio notable, publicado el año 1957,Ernst H. Kantorowicz retomaba una metáfora muy presente en lacultura occidental, particularmente en la Edad Media: el doble cuer-po (al mismo tiempo, mortal y divino) del rey como metáfora políticadel poder real47. Resulta algo incuestionable, además, que la transpo-

45. Véase Jonas, «El problema de la vida y del cuerpo en la doctrina del ser», cit.,pp. 32-34.

46. Véase Lincoln, o.c., p. 503.47. Véase Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, cit., sobre todo el epílogo (pp.

462-471). Sobre esta obra, véase J. M. González García, Metáforas del poder, Madrid,Alianza, 1998, pp. 80-91.

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sición metafórica de fenómenos de naturaleza orgánica al análisis dela sociedad ha sido una constante en todos los tiempos48. Por ejemplo,con cierta frecuencia, en diversas sociedades antiguas, la polaridad«mano derecha-mano izquierda», además de constituir una señal muyevidente de la naturaleza asimétrica de la existencia humana, fue unasimbología utilizada para legitimar la subordinación de la mujer res-pecto del hombre. Esta distinción también fue utilizada, a partir delsiglo XI, en el sur de la India para la organización del sistema de castas.Por otro lado, las denominaciones de «derechas» y de «izquierdas»relacionadas con la política también son de naturaleza corporal49.González García pone de relieve la importancia excepcional que hantenido en la larga trayectoria de la cultura occidental el «cuerpo» y el«oído» como metáforas del poder político. Escribe:

La idea de los funcionarios como ojos y oídos del cuerpo del rey yaaparece en Jenofonte y es ampliada por Aristóteles en la Política(1287 b), en la cual los órganos del Estado aparecen como extensiónde los órganos corporales del gobernante […] Por otro lado, la metá-fora de la ciudad-Estado griega como un cuerpo humano con susdiversos órganos y la correspondiente homología entre aquello quees colectivo y lo que es individual parece ser una constante del pensa-miento conservador desde Platón y Aristóteles hasta nuestros días,pasando, claro está, por Hegel50.

Desde una perspectiva propiamente antropológica, ya hace unoscuantos años que Mary Douglas hacía notar que «el cuerpo es unsímbolo de la sociedad y [conviene relacionar] los poderes y los peli-gros que se le atribuyen con la estructura social como si los reprodu-jera a pequeña escala»51. Hay que advertir, además, que el cuerpo

48. Véase el notable estudio de González García, o.c., esp. cap. III.49. Véase Lincoln, o.c., pp. 503-504; Turner, o.c., pp. 30-31. Sobre la simboliza-

ción corporal —en este caso, de la mano—, véase el estudio ya clásico de Hertz, «Lapréeminence de la main droite», cit., pp. 84-109. «La mano derecha es el símbolo y elmodelo de todas las aristocracias; la mano izquierda, de todas las plebes» (ibid., p. 84).

50. González García, o.c., p. 79. Recordemos que la metáfora del organismohumano ha sido ampliamente utilizada por los regímenes totalitarios como, por ejem-plo, el «Estado corporativo fascista» de Mussolini o la «democracia orgánica» fran-quista (cf. ibid., p. 89). Tampoco puede olvidarse que muchos políticos románticos,sobre todo de carácter conservador y, en algunos casos, hasta reaccionarios, queríancomprender la política orgánicamente, es decir, en relación directa con la perfeccióny, por encima de todo, con la jerarquización de órganos que todos atribuían al cuerpohumano.

51. Douglas, Pureza y peligro, cit., p. 156. Más adelante, esta autora, subrayandola íntima relación del cuerpo humano con la cultualidad y la vida pública, afirma que«los ritos actúan sobre el cuerpo político mediante el instrumento del cuerpo físico»

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humano es «poroso a la acción del símbolo»; es una metáfora y unaficción operativa52. Jacques Lacan decía que «el hombre hablaba por-que el símbolo le había hecho hombre». De esta manera se confirma yse completa una idea muy presente en el pensamiento antropológicode Maurice Merleau-Ponty: «nuestro cuerpo es la simbólica generaldel mundo». No solamente porque en todas sus partes recapitula lassignificaciones de las cosas y de los seres que percibe y sobre los cualesactúa, sino sobre todo porque el simbolismo corporal se encuentra enel origen de todos los otros simbolismos, es su referente permanente;es, en definitiva, el símbolo de todos los símbolos existentes o posi-bles; todos los mitos, de una manera u otra, permanecen vinculados ala realidad corporal del ser humano y dependen de él53.

David Le Breton ha subrayado el hecho de que el cuerpo humanono es una realidad inmutable54, sino que, constantemente, se ve obli-gado a interpretarse porque, de una manera radical, es, y nunca puededejar de serlo, capax symbolorum. A partir de esta disposición simbó-lica (interpretativa) se ve interpelado a interactuar incesantemente conlas construcciones sociales, religiosas, políticas y culturales que impe-ran en una determinada sociedad. No tendría que olvidarse que allídonde el símbolo es reconocido como tal —y eso es un atributo exclu-sivo del ser humano— hay cambio, metamorfosis, trayecto. Por esoresulta evidente que, sin respiro, hay un movimiento de vaivén entreel cuerpo humano y el hábitat donde éste se despliega. De aquí se de-duce que «el cuerpo humano no es una mera colección de órganos yde funciones dispuestas de acuerdo con las leyes de la anatomía y de lafisiología, sino que por encima de todo es una estructura simbólica»,es decir, un ente en un continuado estadio de metamorfosis55.

Porque la corporeidad es una apelación constante al trabajo delsímbolo, es decir, a incesantes procesos de interpretación y de contex-

(ibid., p. 173). Sobre el simbolismo del cuerpo en diversas culturas, véase B. Lincoln,«Human Body. Myth and Symbolism», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of His-tory of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 499-505; R. Lipsey,«Human Body. The Human figure as a Religious Sign», en Eliade (ed.), o.c., VI, pp.505-511; C. Pont-Humbert, Dictionaire des symboles, des rites et des croyances, Paris,J. C. Lattès, 1995, pp. 118-126.

52. Le Breton, o.c., p. 193. «El simbolismo social es la meditación a través de lacual el mundo se humaniza, se nutre de sentido y de valores y se hace accesible a laacción colectiva» (ibid., p. 190).

53. Véase Bernard, o.c., pp. 134-135.54. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 67; íd., Anthropologie du corps,

cit., pp. 190-192.55. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 71. Sobre las dimensiones simbóli-

cas del dolor, véase ibid., pp. 81-95.

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tualización, el cuerpo humano, con el paso del tiempo, se construye,adquiere nuevas valencias y pierde otras. Además, en términos gene-rales, no cuesta nada constatar que posee fisionomías bien diferencia-das en las diferentes culturas porque cada cultura, con las posibilida-des y los límites expresivos y axiológicos que le son inherentes, seedifica diferentemente y, entonces, diferentemente también edifica lafisonomía del cuerpo humano. El cuerpo humano —el «gardien duquestionnement»— es por encima de todo, como ya lo hemos señala-do con anterioridad, una «estructura simbólica» que, desde el naci-miento hasta la muerte, tiene como marca propiamente humana elhecho de ser una «obertura interrogativa»56. Por esta razón, nuncapodrá recibir respuestas definitivas e incuestionables porque, comoescribía Edmond Jabès, «le salut de la question est celui de l’homme»57.Algunos se vanaglorian de tener «pensamiento propio» —cosa quesería admirable si fuera verdad—. De todas maneras, aquello que esverdaderamente significativo es tener «preguntas propias» —y, encontra de todos los elitismos al uso, todo hombre y toda mujer lastienen—. Aquello que establece la cualidad de la diferencia antropo-lógica entre los seres humanos es si las quieren consentir o no comopreguntas, es decir, si se es o no se es éticamente responsable. Al fin yal cabo, la pretensión de tener «pensamiento propio» —en la mayoríade los casos no es más que una aburrida proclamación retórica, vana yautoglorificadora— se reduce a ser un simple y descomprometidoflatus vocis sin ningún tipo de eco en la realidad. Tener «preguntaspropias», en cambio, implica una actitud ética porque, en la acepta-ción de toda pregunta —sobre todo si nunca llega a extinguirse en unaacadémica y soberbia «respuesta de libro»—, siempre hay un intentode respuesta al otro y de res-ponsabilidad por el otro.

Los escenarios sobre los cuales se despliega la corporeidad son«escenarios simbólicos» e «imaginativamente configurados», que semantienen en una constante situación de «remisión a»58; escenarios

56. Véase M.-A. Ouaknin, C’est pour cela qu’on aime les libellules, Paris, Cal-mann-Lévy, 1998, pp. 87-102.

57. Sobre la «pregunta» como «respuesta», véanse las excelentes páginas de Ouak-nin, C’est pour cela qu’on aime les libellules, cit., pp. 51-74; íd., Méditations érotiques,cit., pp. 71-79. Maurice Blanchot escribe que «la verdadera cuestión no espera res-puesta. Y si la hay, ésta no agota nunca la cuestión; incluso si le pone fin, no pone fina la espera (attente) que es la cuestión de la cuestión. Toda respuesta tiene que retomaren ella la esencia de la cuestión, la cual nunca se extingue con aquello que se responde»(M. Blanchot, cit. Ouaknin, o.c., p. 77).

58. En nuestro estudio Simbolismo y salud, cit., passim, hemos presentado elsímbolo como un inacabable proceso de continuadas «remisiones a».

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que, de otro lado, nunca llegan a poder concretarse del todo al mar-gen del imaginario colectivo de una determinada época, con los sim-bolismos de tiempo y de espacio que lo articulan y le dan vida59. Placery dolor, bien y mal, alegría y tristeza, nunca consiguen adquirir densi-dad humana sin la mediación de unos simbolismos concretos queconfiguran y «fisionomizan» el cuerpo en el tejido de la vida cotidia-na, a través del trabajo de los sentidos corporales. Esto significa quemientras que el cuerpo se limita a ser una cabeza, unas manos o unhígado, la corporeidad, en cambio, significa, y su significado dependemuy directamente del contexto cultural, de la relación de fuerzassociales, de la traducción simbólica —de las transmisiones— en lascuales se inscribe una determinada corporeidad, se la educa y se laapalabra. No hay duda de que, como lo subraya Michel Bernard, elcuerpo también sirve para expresar los «fantasmas» y los «demonios»propios de cada sociedad60. Está claro, pues, que la corporeidad seconstituye mediante los diferentes significantes que va adoptando elcuerpo en la pluralidad de contextos sociales, históricos y culturales,masculinos o femeninos, abiertos o cerrados, en los cuales se forma,transforma o deforma, se pierde o se encuentra, vive o muere. Endefinitiva, la corporeidad como máxima relación humana es el «pro-ducto» privilegiado del empalabramiento de la realidad que, incesan-temente, en la variedad de los espacios y de los tiempos, permite queel ser humano, más o menos borrosamente, a gusto o a disgusto, seidentifique y responda de la manera que sea, aunque siempre provisio-nalmente, al interrogante antropológico por excelencia: ¿quién soyyo? En cada contexto histórico, de acuerdo con los cambios de todaclase que, social e individualmente, intervienen en la plasmación de lavida cotidiana, los seres humanos configuran simbólicamente unaimagen de su cuerpo; una imagen que sin cesar conviene corregir yrectificar, pero que, pese a todo, siempre se hace eco de la «proyec-ción» —de la «remisión a»— que nunca deja de acompañarlos comoempalabradores de la realidad que son. La íntima connaturalidadentre lo simbólico y el cuerpo humano proviene del hecho de que losdos, intrínsecamente, son «remisión a», relacionalidad, como formade presencia en el mundo, el cual «es in-corporado» a través de lossentidos corporales61. De esta manera puede irse con-figurando un serque, en cada aquí y ahora, vive las relaciones con él mismo, con los

59. Sobre simbolismo y cuerpo humano, véase especialmente el libro de Betz DerLeib als sichtbare Seele, cit., passim.

60. Véase Bernard, o.c., p. 134.61. Véase Wils, «Ästhetische Güte», cit., pp. 174-175.

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otros, con la naturaleza y con Dios en estado de éxodo, es decir, enuna plena situación de ambigüedad que le es propia62.

Sin la «eficacia simbólica», en muchos momentos, el cuerpo seconvertiría en una carga insoportable porque encerraría definitiva-mente al hombre o la mujer concretos dentro de una jaula de acero deuna simple facticidad opaca que habría abandonado la dinámica deldeseo, de aquel deseo que, por hablar como Ernst Bloch, permanecesiempre deseo, ya que, sin parar, se encuentra in statu viae. «El deseomimético nos ha hecho salir de la animalidad. Es responsable ennosotros de lo mejor y también de lo peor, de aquello que nos rebajapor debajo de lo animal y también de aquello que nos levanta porencima de él»63. Por eso mismo, los símbolos, en lo concreto de la vidacotidiana, son artefactos que permiten que el cuerpo humano y sustransformaciones —el envejecimiento, el dolor, la alegría, la muerte,la sexualidad— instituyan, colapsen y articulen las dimensiones delsentido a través de la construcción simbólicosocial de la realidad; unsentido, conviene añadir, siempre provisional, revocable y ambiguo,que reclama un incansable y renovador empalabramiento de la reali-dad; un sentido, además, que nunca puede darse por satisfecho con lasrespuestas que ofrecen los «sistemas» porque, de una manera o deotra, anhela el «cielo nuevo y la tierra nueva», es decir, todo aquelloque nunca pueden ofrecer los «sistemas», que, casi siempre, se limitana proponer su «reproducción». Por el hecho de dar sentido al cuerpoe, incluso, a las mismas manifestaciones del desorden corporal, eluniverso simbólico tiene que ser considerado como una auténtica«praxis de dominación de la contingencia».

A partir de la «plenitud significativa» que es propia de los univer-sos simbólicos, la cual, por otro lado, nunca puede ser completamenteactualizada por el ser humano, éste, siempre de una manera coyuntu-ral, se convierte en apto para llevar a la práctica «praxis de domina-ción de la contingencia», en las cuales las polivalentes figuras simbóli-cas de la corporeidad poseen una función determinante e insustituible.Esto significa que todo símbolo —articulado en un determinado con-texto espaciotemporal, por medio de las posibilidades expresivas deuna cultura concretamente, experimentado, además, por individuos ocolectividades que viven unas «historias» en constante mutación—nunca se agota en una sola articulación o en una única referencia,nunca puede ser agarrado por una univocidad canónicamente estabili-

62. Véase ibid., pp. 173-174. Véase lo que ya hemos expuesto en el parágrafo«Elcuerpo humano y los sentidos» (5.3).

63. Girard, o.c., p. 36.

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zada («final de trayecto canónico»), sino que, constantemente, impo-ne la equivocidad (el hecho de encontrarse siempre in fieri) como suforma genuina de estar en el mundo. Incesantemente, para continuarsiendo un ser auténtico, el símbolo, como «categoría del deseo y de lacrítica»64 que es, posee la íntima exigencia de ir más allá de cualquiermás allá. Históricamente, la corporeidad, que es el «escenario simbó-lico» por excelencia del ser humano, siempre ha exhibido unas inne-gables marcas equívocas, las cuales, a nuestro modo de entender, sonla expresión del deseo humano, el cual constituye la forma genuina deexpresar su finitud y su inacabamiento. Si el cuerpo, hipotéticamente,pudiera dejar de lado el «trabajo del símbolo», entonces tan sólorestaría un conjunto de miembros dispares, de mecanismos y de fun-ciones fácilmente sustituibles65. En ese momento, aquello que estruc-turaría la existencia del cuerpo ya no sería la irreductibilidad deldeseo y de la creatividad de la imaginación, sino un mero intercambiode elementos automáticos y burocráticos y de funciones que asegura-rían su rendimiento mecánico. El cuerpo, cuando abandona las refe-rencias simbólicas, entra de lleno en una «sociedad serial», se convier-te en una pieza más de una «cadena de montaje», en la cual el mismoindividuo y las «piezas» constitutivas de su organismo son, en unmundo comandado por la fuerza insuperable del «mercado», perfec-tamente intercambiables y sustituibles. Ciertamente que entonces,como lo subraya David Le Breton, el cuerpo humano también seinscribe en la «época de la reproductividad técnica» (W. Benjamin)66.

La corporeidad constituye el escenario privilegiado del dramahumano porque, constitutivamente, los hombres y las mujeres sonactores y actrices67. Desde una perspectiva fenomenológica, Jozsef

64. Desarrollamos la cuestión del símbolo —concretada en «lo utópico»— comouna categoría del deseo y de la crítica en L. Duch, La memòria dels sants. El projectedels franciscans a Mèxic, Montserrat, Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 1992,pp. 266-283. Sobre la distinción entre «trayecto hermenéutico» y «final de trayectocanónico», véase L. Duch, Mito, interpretación y cultura, Barcelona, Herder, 22002,pp. 29-33.

65. Véase lo que diremos más adelante sobre la muerte en el momento presente.66. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 231; cf. ibid., pp. 231-239. En las

sociedades occidentales de tipo individualista, el cuerpo funciona como interruptor dela energía social; en las sociedades tradicionales, en cambio, es el religador (relieur) dela energía comunitaria. Por medio del cuerpo, el ser humano entra en comunicacióncon los diferentes campos simbólicos que dan un sentido a la existencia colectiva(ibid., p. 26).

67. Es evidente que aquí convendría que nos refiriéramos con cierto detalle a lacuestión de la teatralidad como categoría antropológica, y, a partir de aquí, podríaconsiderarse la importante problemática en el entorno de la representación. Conven-

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Tischner ha puesto de relieve que el ser humano, de una maneradecididamente intersubjetiva, es un ser dramático68. Esto quiere decirque, en su vida cotidiana, hombres y mujeres se presentan y se repre-sentan sobre los diversos escenarios del «gran teatro del mundo» através de relaciones de proximidad, de oposición, de rechazo o deindiferencia con todos los otros hombres y mujeres, lo que significaque, de una manera o de otra, «recitan» el «papel» de su rol en la vidasobre el común escenario del mundo. Podría decirse que la represen-tación, la teatralidad, es consecutiva al hecho de que el ser humano seve constreñido a utilizar lenguajes simbólicos que «digan, pero quesobre todo quieran decir» (Bloch). Muy a menudo, en medio de la vidacotidiana, «nos representamos» con el fin de no ser «presentes» y, deesta manera, podemos enmascararnos detrás de las palabras, gestos,engaños, promesas, etcétera69. En el escenario que es la vida cotidia-na, el drama del ser humano acostumbra a desarrollarse en tres «di-recciones» bien concretas: 1) apertura frente a los otros; 2) aperturafrente al tiempo que pasa; 3) apertura frente al lugar donde se desa-rrolla la acción70. En las tres, obligatoriamente, nos expresamos pormedio de los símbolos corporales. De aquí que, propiamente, tenga-mos que hablar de la corporeidad como de un «escenario simbólico»:la corporeidad es el espacio en y sobre el cual «pasa» el tiempo de la«acción dramática» de los humanos, la cual siempre sucede en lacuerda floja «entre la pregunta y la respuesta». La afirmación prece-dente implica que nunca puede dejarse de lado la relevancia ética

dría referirse en primer término a los trabajos ya clásicos de E. Goffman, Internados.Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales [1961], Buenos Aires, Amo-rrortu, 51994, y, sobre todo, íd., La presentación de la persona en la vida cotidiana[1959], Buenos Aires, Amorrortu, 31997. Sobre Goffman, véase Martuccelli, Sociolo-gies de la modernité, cit., pp. 437-473. Otras perspectivas sobre la representación sepresentan en los estudios de J. Goody, Representaciones y contradicciones. La ambiva-lencia hacia las imágenes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1999; C. Enaudeau, La paradoja de la representación,Buenos Aires/Barcelona/México, 1999.

68. J. Tischner, Das menschliche Drama, München, Fink, 1989. No hay duda deque en la obra de este filósofo polaco puede detectarse claramente la influencia deScheler (estudios sobre la simpatía), Plessner (cuestión de excentricidad del ser huma-no), Zniniecki (trabajos sobre «man of Knowledge»), Levinas (problemática en tornoal «rostro», la «mirada», «el otro», etc.).

69. Véanse los finos análisis de Tischner, o.c., pp. 75-80, sobre la diferenciaciónentre el «velo» y la «máscara». El velo se limita a ocultar el rostro; la máscara, encambio, sencillamente miente.

70. Véase Tischner. o.c., pp. 22-25. Tischner ofrece los conceptos clave que acos-tumbran a intervenir en el desarrollo del drama humano: el rostro del otro, el ojo en elojo, el encuentro, la mentira, la máscara, la exigencia, etc. (cf. ibid., pp. 35-83).

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(responsabilidad) de la presencia del ser humano sobre el escenariodel mundo (de su mundo)71. A menudo en términos meramente volu-métricos, nos referimos al espacio del cuerpo. Ahora bien, la corpo-reidad nunca es un mero espacio en tres dimensiones sino que, dehecho, es «espacio temporalizado y teatralizado», porque es un mun-do simbólico en acción. De ahí que pueda afirmarse que la corporei-dad constituye el escenario simbólico que corresponde a la relaciona-lidad humana, donde «se juegan» los inacabables diálogos —a menudo,meros «diálogos de sordos»— del drama humano. Siempre que entre-mos en contacto con los otros y con nosotros mismos lo hacemoscorpóreamente, es decir, a través de todo un continuo de «relacionesescénicas», teatralmente. Es aquí donde, en un mismo movimiento, seexpresa la condición finita y contingente del ser humano, es decir, su«condición adverbial» y también su búsqueda constante de superaciónde los límites. En la novela de novelas Sefarad, Antonio Muñoz Moli-na ha descrito de esta manera los cambios incesantes de decorado,actualizados casi como una forma de «movimiento escénico», a losque se encuentra sometido el ser humano precisamente a causa de sucorporeidad:

No eres una sola persona y no tienes una sola historia, y ni tu cara nitu oficio ni las demás circunstancias de tu vida pasada o presentepermanecen invariables. El pasado se mueve y los espejos son impre-visibles. Cada mañana despiertas creyendo ser el mismo que la nocheanterior y reconociendo en el espejo una cara idéntica, pero a vecesen el sueño te han trastornado jirones crueles de dolor o de pasionesantiguas que dan a la mañana una luz ligeramente turbia, y esa caraque parece la misma está cambiando siempre, modificada a cadaminuto por el tiempo, como una concha por el roce de la arena y losgolpes y las sales del mar72.

Y el poeta de las mil metamorfosis, Fernando Pessoa, escribió:

Viven en nosotros innumerables; si pienso o siento, ignoroquién es el que piensa o siente. Soy tan sólo el lugar donde se siente

o se piensa.Tengo más almas que una, hay más juegos que yo mismo.

71. Véanse las extraordinarias páginas que Tischner, o.c., pp. 84-100, dedica aesta problemática.

72. A. Muñoz Molina, Sefarad. Una novela de novelas, Madrid, Alfaguara, 2001,p. 443. José Luis Borges dice: «Pienso probar que la personalidad es una trasoñación,consentida por el engreimiento y el hálito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidadentrañal» (cit. González García, Metáforas del poder, cit., p. 245).

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Con todo, existo. Indiferente a todos. Los hago callar: yo hablo.Los impulsos cruzados de todo aquello que siento o no sientodisputan en quien soy. Los ignoro. No dictan nada. A quien yo sé:

yo escribo.

No sin razón, Marc-Alain Ouaknin ha puesto de relieve que

el hombre es, en cada momento, otro hombre, otra vida, otra expe-riencia. El hombre no es, sino que acontece. Esto significa que hayque existir en estado de emergencia de figuras nuevas, otras, de todoaquello que se puede pensar y hacer. Propiamente, el hombre existeen su alteración incesante73.

Creemos que el ser humano porque aparece sobre el escenario delgran teatro del mundo como persona, enmascarado, es este homoduplex al que se refería Émile Durkheim. Sin embargo, aquí convieneintroducir una nota crítica. Ciertamente, innumerables son nuestrasmáscaras, nuestras peripecias históricas, los trayectos recorridos pornuestras percepciones visuales, auditivas y táctiles. Pero estamos con-vencidos de que en cada hombre y en cada mujer hay algo que semantiene, que es inmune a la sucesión y a las transformaciones, quehay que buscar insistentemente como la perla fina de la que habla elEvangelio. En el lenguaje de Emmanuel Levinas es el rostro (visage), elcual, en palabras de Ouaknin que lo comenta,

es aquello que marca [cada ser humano] en su singularidad, en suunicidad, en la posibilidad de intercambiarlo con otro rostro. Elrostro es el contrario de la «persona», de la «máscara que disimula».El rostro es el mismo hombre que se hace encontradizo, pero que nose «conoce»74.

Toda la aventura humana no es más que la búsqueda, siemprecomenzada de nuevo, del rostro del otro a través de las mil máscarasdel otro y de nosotros mismos75. Fundamentalmente somos ambiguosporque, sobre el escenario de la vida cotidiana, siempre aparecemoscomo seres enmascarados que, con deleite, tendríamos que preocu-parnos por llegar a nuestra «tierra prometida». Y nuestra «tierra pro-metida» es el rostro del otro, el cual, para nosotros, tan sólo puedeexistir como promesa, como «cumplimiento siempre incompleto»,como esperanza, como respuesta que hay que rehacer un día tras

73. Ouaknin, Méditations érotiques, cit., p. 133.74. Ibid., p. 165.75. Con razón apuntaba Hugo von Hofmannsthal que «lo antropocéntrico es

una especie de chovinismo».

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otro. Pese a las máscaras, las del otro y las nuestras, tendríamos queatrevernos a divisar más allá de las neblinas y descubrir el rostro delotro mediante la relacionalidad que nos constituye como mujeres yhombres concretos76. Y «esta relación con el rostro, como dice Levi-nas, es la bondad». Porque la bondad no es la deducción que cualquie-ra puede hacer a partir de un principio general, abstracta y conpretensiones de validez universal (al margen, por tanto, de la espacio-temporalidad distintiva de este hombre o de aquella mujer), sino quees «un encuentro, una relación con el rostro, con la percepción de loque es único en el otro. No soy bueno porque posea la bondad, sinoporque encuentro al otro en su singularidad»77.

La corporeidad, como construcción simbólica del cuerpo huma-no que es, rompe las cadenas inexorables de la lógica binaria (tertiumnon datur) propia del signo al que, al menos desde Aristóteles, noshan acostumbrado muchas de las manifestaciones de la cultura occi-dental: «dentro-fuera», «alto-bajo», «verdad-falsedad», «bueno-malo»,«nosotros-los otros», «cuerpo-alma»78. La corporeidad, como ya lohemos expresado en otros lugares, permite la epifanía de un «espírituencarnado» que, como «lo sagrado» en el esquema de Rudolf Otto,puede ser, al mismo tiempo, atractivo y repulsivo, amable y pavoroso,angélico y demoníaco. Es un hecho bastante evidente que, en casi to-das las épocas de la cultura occidental, se ha impuesto una forma uotra de dualismo. Casi podría afirmarse que, para nuestra cultura, eldualismo ha constituido —y constituye aún— una forma de «destino»insuperable. Creemos que, ahora mismo, el dualismo postmoderno yano se expresa como lo hicieron los antiguos mediante la cortante con-traposición entre el «cuerpo» y el «alma» o el «espíritu», sino a travésde la oposición del hombre con su propio cuerpo, la cual cosa equiva-le, de hecho, a una especie de nueva configuración del «cartesianismo»79.

76. Lo mejor y también lo peor que hay en nosotros se articulan y se actualizan enel aquí y en el ahora concretos mediante las relaciones como forma de hacernos pre-sentes en el mundo. De aquí la importancia de la palabra en lo que tiene de dinámicoy provisionalidad.

77. Ouaknin, Méditations érotiques, cit., p. 166.78. Hay que tener presente que, adoptando una terminología propuesta por Paul

Ricoeur, el símbolo es «retroprogresivo». Por un lado, el símbolo repite nuestra infan-cia, es decir, nos devuelve a los dioses de las significaciones arcaicas que pertenecen ala infancia de la humanidad y del individuo, pero, por otro lado, nos remite a unaexploración del futuro, concretando, aquí y ahora, en imágenes indirectas, la dinámicadel deseo. De esta manera el símbolo establece una tensión creadora entre el origen yel término, entre protología y escatología.

79. Creemos que la misma «condición adverbial» del ser humano lleva incluidauna forma no sólo de pensamiento, sino propiamente de ser y de estar que nunca

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Los escenarios de la corporeidad son caleidoscopios, con meta-morfosis siempre renovadas y en constante «estado de ebullición». Dehecho, estos escenarios son dioses inagotables que emergen de repen-te en medio de los desiertos de la vida y que constituyen, por emplearuna expresión de Heinrich Rombach, el marco de la concreatividaddel ser humano, el cual es el verdadero factor de la «génesis social»80.Metamorfosis no sólo en una «problematización de las formas», sinocomo «estados fluidos» hechos de curiosidad, de «regímenes de encru-cijada y de frontera», de interrogación, de admiración, que nuncallegan a consolidarse definitivamente. Metamorfosis por el hecho deencontrarse, sin parar, expuesto a las interpelaciones de los otros, a suolvido e incluso a su incomprensión. Por eso, de una manera ilumina-da, la corporeidad constituye el «ámbito del cuestionamiento» (Jabès)y de las «rupturas instauradoras» (M. de Certeau), allí donde lo huma-no se manifiesta, al mismo tiempo, en su fuerza relampagueante y ensu irremediable fragilidad. En un estudio notable Heinrich Rombachse ha referido a las «identidades múltiples» que adopta el cuerpohumano en lo concreto de la vida cotidiana a causa de su «multi-personalidad» y también como consecuencia de la «multi-veracidad»de la misma realidad81. Es aquí donde se inscribe la amplia problemá-tica alrededor de la ambigüedad humana82.

En el seno de la familia, darse cuenta del carácter múltiple ycontradictorio de la corporeidad posee una importancia decisivatanto en las relaciones de padres e hijos como en las relaciones depareja. A menudo la educación se impone como primer deber unasupuesta coherencia «lógica» que, en el fondo, no es nada más queuna uniformidad aburrida, la cual tiene como finalidad la lucha amuerte contra la imaginación y la interpretación, con la pretensiónsobreañadida de disponer de las respuestas antes de que se hayan

puede evitar el pensar, el actuar y el sentir de una manera más o menos dual. Porquenunca estamos completamente aquí, el allá constituye un hecho insuprimible del mis-mo aquí y ahora. Porque nunca somos suficientemente poderosos, la desazón de con-seguir una potestas que abarque todo lo otro —y todo lo otro posible y pensable—nunca nos deja tranquilos. Porque nunca llegamos a responder exhaustivamente alotro, siempre el deseo de alcanzar una respuesta total e insuperable nos atormenta. Yasí sucesivamente…

80. Véase Rombach, El hombre humanizado, cit., pp. 130-134, 212-213, 403-405, 441-442; íd., Phänomenologie des sozialen Lebens. Grundzüge einer Phänomeno-logischen Soziologie, Freiburg/München, Karl Alber, 1994, pp. 153-162.

81. Véase Rombach, El hombre humanizado, cit., pp. 239-259.82. Véase lo que con anterioridad hemos expuesto sobre esta cuestión en el pá-

rrafo sobre el «cuerpo humano y los sentidos» (5.3).

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formulado las preguntas83. En la educación actual, «herida como seencuentra por los crecientes y frenéticos impulsos de la tecnologiza-ción de todos los ámbitos de la existencia humana, por el controlpanóptico de todas las esferas de la vida y por la domesticación de laespaciotemporalidad humana», hay una tendencia muy arraigada queconsiste en pensar que nos encontramos delante de «cuerpos burocrá-ticamente administrables» y no de «corporeidades radicalmente sim-bólicas». Creemos que algunos de los aspectos más relevantes de laactual crisis familiar —y, en el fondo, de las otras dos «estructuras deacogida»— tienen su origen en la «sociedad informáticamente admi-nistrada» de nuestros días. Se pretende «solucionar» el incesantecuestionamiento que impone la convivencia humana en la relaciona-lidad familiar, política o religiosa por medio de soluciones «técnicas»,ya sean de carácter policiaco, psicológico, social, económico, religio-so o sentimental84. La consecuencia que se desprende de este estadode cosas no es otra que la «desestructuración simbólica» de losindividuos y de los grupos humanos85.

Como realidad simbólica que es, convendría tener muy en cuentaque la corporeidad posee una irrenunciable dimensión narrativa. Elnarrar y el narrarnos son dos formas expresivas que son imprescindi-bles para la salud física, psíquica y espiritual del ser humano: «narrarenecesse est»86. El hecho de que la corporeidad sea «narrativa» ponesobre la mesa una cuestión de una enorme importancia: en ningúnmomento somos del todo nosotros mismos, porque en las diversasnarraciones que hacemos (y nos hacemos) de nuestra biografía (denuestras «historias»), «y el hecho de vivir constituye, en realidad, unininterrumpido ejercicio de «narrarnos» a nosotros mismos en la di-versidad de espacios y de tiempos que nos toca vivir», nunca se da unaexacta equivalencia entre nuestro discurso narrativo, siempre móvil y

83. Un ejemplo literario magnífico de esta coherencia educativa nos lo ofrececríticamente Charles Dickens en su extraordinaria novela Tiempos difíciles. Véase C.Dickens, Temps difícils, Barcelona, Edicions 62, 1996. Traducción al catalán de Ra-món Folch i Camarasa. Prólogo de Joan Triadú.

84. Un buen ejemplo literario podría ser el mito de Frankenstein (véase P. Mei-rieu, Frankenstein educador, Barcelona, Laertes, 1998).

85. Analizamos la problemática en el entorno de la «desestructuración simbólica»en Duch, Religión y mundo moderno. Introducción al estudio de los fenómenos religio-sos, Madrid, PPC, 1995, pp. 300-305.

86. Véase el singular texto de O. Marquard «Narrare necesse est», en Filosofía dela compensación. Escritos sobre antropología filosófica, Barcelona/Buenos Aires/Méxi-co, Paidós, 2001, pp. 63-67. Sobre la narración, véase L. Duch, «Mito y narración», enEstaciones del laberinto. Ensayos de antropología, Barcelona, Herder, 2004, pp. 223-259.

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determinado por las peripecias del día a día de nuestro «trayectoantropológico», y la pretendida objetividad que desde los «sistemassociales» se quiere conferir y a menudo hasta exigir a la existenciahumana. Nunca somos exactamente nosotros mismos. Podríamos de-cir, por tanto, que disponemos de diversas corporeidades o que lacorporeidad, por el hecho de ser expresión idónea de nuestras varia-das y no siempre coordinadas «historias», nunca es «única» ni definiti-va. Nuestra presencia en el mundo siempre posee una gran variedadde fisionomías, siempre se encontraba in fieri, es plural, como plurales nuestra capacidad empalabradora de la realidad, si realmente apren-demos los lenguajes adecuados para expresarla. Esto equivale a decirque, en el transcurso de nuestro trayecto vital, nos «inventamos»diversas narraciones simbólicas de nosotros mismos, casi como «auto-biografías» diversas, las cuales, día a día, a través de los sucesivos«retoques», nos actualizan, en forma de innombrables «representacio-nes» (que a menudo nos sirven para ocultar nuestra «presencia real»),en los diversos escenarios en los cuales va situándose nuestro cuerpo.Inventamos, entonces, las narraciones de nuestras vidas y, a su vez, lasnarraciones nos inventan a nosotros mismos. Por ello resulta obvioque referirse a la corporeidad supone introducir una noción altamente«problemática» y que, cuando la queremos «capturar», como el aguacorriente, se nos desliza entre los dedos; se trata, por lo tanto, de unacategoría historicosimbólica que incesantemente hay que contextuali-zar e interpretar. El cuerpo, en cambio, puede ser considerado comoun objeto perfectamente acotado y definido, objeto de estudio de losmanuales de medicina, del cual —así lo han pensado algunos— hastase podría prescindir87.

6.3. EL CUERPO POSTMODERNO

De entrada quisiéramos poner de relieve que nos referimos al «cuerpopostmoderno» porque estamos plenamente convencidos del hecho deque la comprensión «moderna» del cuerpo (y del conjunto de larealidad humana) que se inició en la primera Modernidad, concreta-mente a partir de Descartes, en el momento presente, se encuentra encrisis. La crisis del proyecto de la Modernidad puede ser entendida entérminos de transición en una situación postindustrial o postfordista

87. Evidentemente el ejemplo más claro es el de Descartes, parte IV del Discursodel método, así como también la Segunda Meditación. Sobre la crítica a la posición deDescartes desde una perspectiva neurológica, véase Damasio, o.c., esp. pp. 310-315.

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o, por decirlo con otros términos, postmoderna. Estas transformacio-nes han sido acompañadas por una crítica creciente de la asuncióningenua y simplista del cartesianismo racionalista y de su herenciacomo factores dominantes de aquello que Max Weber denominó el«capitalismo ascético»88. No hay duda de que, desde hace unos treintao cuarenta años, son muy diversos los síntomas que permiten detectarun cambio radical de orientación de nuestra sociedad89. Creemos quela configuración postmoderna del cuerpo constituye uno de los másevidentes y rotundos. En efecto, la ideología cartesiana del controlascético del cuerpo humano en el interior del capitalismo urbano, quedaba por supuesta la separación del alma y del cuerpo y la supedita-ción de éste a aquélla, ha estado directamente puesta en cuestión porlos feminismos (y el «regreso a la naturaleza»), la postmodernidad, lasnumerosas «culturas del yo» y la teoría crítica90. La Modernidad en unsentido estricto otorgó un lugar preferente a la mente, sobre todocomo medio de control y de regulación del cuerpo humano. En laactualidad —en la postmodernidad— el cuerpo se ha convertido enun territorio de conflicto, de controversia y de consumo. Por otraparte, es bastante evidente que cada día resultan más fáciles y másfrecuentes las intervenciones tecnológicas sobre el cuerpo, lo quesignifica que el sujeto moderno que, por encima de todo, es un «con-sumidor» puede participar activamente en el diseño y la construcciónde un «cuerpo ideal», el cual, por otro lado, se convertirá en lamanifestación externa más importante de la identidad personal.

Es un dato incuestionable que, en las sociedades de nuestros días,el gasto nervioso (stress) de los individuos acostumbra a ser más ele-vado que el gasto de energía física (corporal)91. Ya hace algunos años(1976), por poner de relieve la pérdida de la movilidad física delhombre actual, Paul Virilio señalaba que «la actual humanidad urba-nizada se había convertido en una humanidad sentada»92. Por suparte, David Le Breton subraya el hecho de que «la dimensión sensi-ble y física de la existencia humana tiende a restar en barbecho a

88. Véase Turner, Body & Society, cit., pp. 10, 14.89. Analizamos con cierto detalle la crisis de la razón y de la historia como sínto-

mas muy significativos del cambio de dirección que, desde hace algún tiempo, puedeverificarse en nuestra sociedad (véase Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit.,pp. 233-308).

90. Véase Turner, o.c., p. 20.91. Vale la pena recordar que, en los últimos años del siglo XIX, Georg Simmel

ponía de relieve que el «nerviosismo» era la característica del hombre moderno (¡afinales de aquella centuria!) (véase Simmel, Sobre la aventura, cit., pp. 239-264, en elensayo dedicado a Rodin).

92. P. Virilio, cit. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 170.

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medida que se amplía el medio técnico»93. Muy a menudo, el hombrey la mujer de nuestros días se comportan en la vida cotidiana con un«absentismo físico» como si fueran una especie de «miembros super-numerarios» (Le Breton) de la familia humana. De todas maneras hayque tener bien presente que, actualmente, las diversas prótesis técni-cas del cuerpo (televisión, automóvil, escaleras mecánicas, ascenso-res, aparatos diversos, etc.) todavía no han conseguido sustituirlototalmente, pero es un dato muy evidente que la Modernidad hareducido drásticamente el continente «cuerpo» (Le Breton). Jean-Jacques Wurnenburger ha puesto de manifiesto que, a partir de lasegunda mitad del siglo XX, el automóvil y la televisión, haciendoefectiva la descarga de energía muscular sobre la máquina, han contri-buido a la desactivación del sistema sensomotor de los humanos94.Actualmente y con una cierta frecuencia, el cuerpo es vivido como unsimple «accesorio de la presencia» y, con cierta frecuencia también, seha convertido en una especie de material de bricolaje puesto a dispo-sición de la voluntad manipuladora del individuo. De ahí el éxito delas numerosas variedades de la cirugía estética: se supone que con uncambio de la fisonomía del cuerpo tendrá lugar un cambio de lapropia vida95.

Esto que acabamos de exponer no significa de ninguna maneraque, en el momento presente, el cuerpo haya dejado de interesar.Ciertamente se ha cambiado el uso, pero el «cuidado del cuerpo»continúa siendo una de las preocupaciones —a menudo con un carác-ter indudablemente «obsesivo»— más apremiantes de una gran mayo-ría de nuestros contemporáneos96. Creemos que no es exagerado

93. Le Breton, o.c., p. 169.94. Véase J.-J. Wunenburger, L’homme à l’âge de la television, Paris, 2000, p. 30.

Sobre todo la televisión y los utensilios informáticos son los causantes de la actual«inercia anatómica» del ser humano. «Detrás de la revolución tecnológica, se juega eldestino de la especie humana en su capacidad de preservar la movilidad y la vitalidad.La servitud a la pantalla, en particular a la de la televisión, da lugar a una mutaciónantropológica» (ibid., p. 31).

95. Véase la interesante entrevista a D. Le Breton reproducida en Construire,núm. 19, 9 de mayo de 2000, y, sobre todo, Le Breton, Signes d’identité, cit., passim.No hay duda de que las prácticas de los tatuajes —antes limitada casi sin excepción apersonas jóvenes surgidas de ambientes populares (marineros, soldados, obreros, gen-te de mala vida, etc.)— y del piercing constituyen, actualmente, una praxis social rela-tivamente importante en nuestra sociedad para expresar las nuevas identidades, sobretodo las que tienen como trasfondo una u otra «cultura del yo».

96. Incluso la religión de muchas formas del actual y ambiguo «regreso de loreligioso» poseen un acusado carácter terapéutico, atendida la circunstancia de que lapregunta «¿cómo me encuentro?» constituye, en nuestros días, un dato antropológicofundamental.

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hablar de «narcisismo» en relación con el tratamiento que actualmen-te se acostumbra a dar al cuerpo en nuestras sociedades97. Bryan B.Morris incluso llega a hablar de una total «reinvención» del cuerpo enla postmodernidad98. Según este autor, que integra algunos de losanálisis que formuló Michel Foucault en los años sesenta y setenta delsiglo XX de una manera muy parecida a lo que sucedió en el pasado,también los analistas del momento presente ven en el cuerpo unespacio abierto para la inscripción de las modalidades actuales delpoder social y político. En efecto, como no podía ser de otra manera,sobre la superficie del cuerpo postmoderno aparecen «inscritas» lassignificaciones, las configuraciones y los constreñimientos impuestospor el discurso social dominante99. Esto es así por la sencilla razón deque el cuerpo humano es el escenario privilegiado y más accesiblepara todo tipo de peripecias, desdichas, alegrías e «historias» de loshumanos. En cada momento histórico, el cuerpo humano, como es-cribió Merleau-Ponty, es un «proyecto de mundo». En una sociedadcon un incesante aumento de la complejidad, ante la imposibilidad dehacerse cargo de la realidad en su conjunto, se intenta al menoscontrolar las manifestaciones del propio cuerpo. Ésta es una opera-ción simbólica que es adoptada por muchos con tal de no renunciartotalmente a su presencia en el tejido del mundo, y de esta manera, almenos a los propios ojos, se hacen la ilusión de dar y de adquirir, demantener sentido, valor, proyectos, influencia, etcétera.

El interés postmoderno del cuerpo posee frentes muy diversos.Desde la perspectiva de los sistemas de la moda, por ejemplo, cada vezresulta más fácil intervenir en el cuerpo y modificarlo de acuerdo conel énfasis competitivo y consumista (el llamado «individualismo con-sumista» de nuestros días) impuesto por las propagandas de toda clasea las que, actualmente, nos encontramos sometidos hombres y muje-res100. No hay ninguna duda de que estas intervenciones en el cuerpo

97. En diversos lugares de esta Antropología de la vida cotidiana ya nos hemosreferido a la «cultura del yo» (Béjar) y a la «sociedad de vivencia» (Schulze) comohechos característicos de la sociedad de nuestros días en relación con el propio cuerpo.

98. Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age, cit., p. 145.99. Véase ibid., pp. 145-146.

100. En los años treinta del siglo XX Walter Benjamin, con el importante prece-dente de Georg Simmel, ya percibió lúcidamente que las modas no son nada más queel progresivo aumento del fetichismo de la mercadería en la Modernidad, pero, almismo tiempo «y, desde una perspectiva antropológica, aquí encuentra su valor», sonsíntomas ideológicos y culturales que permiten unos adecuados análisis de la sociedad.Véase sobre toda esta problemática el interesante estudio de J. Entwistle El cuerpo y lamoda. Una visión sociológica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002, en elcual analiza diversos aspectos relacionados con la moda y el cuerpo, es decir, el «cuer-

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humano se vinculan directamente con la cuestión de la identidad per-sonal, la cual, desde los preservativos hasta la clonación, se convierteen tema de agudas controversias. De todas maneras, en relación di-recta con la realidad corporal humana, hay que tener en cuenta uncambio radical acontecido en la postmodernidad, que la diferencia dela Modernidad en un sentido estricto. En efecto, la Modernidad otor-gó un lugar privilegiado a la mente, que era la encargada de la regula-ción y del control del cuerpo. En la postmodernidad, en cambio, elcuerpo en sí mismo se ha convertido en un territorio de consumo, decontroversia y de conflicto porque, con mucha frecuencia, se cree quela «apariencia» exterior del cuerpo es la persona como tal, es su cartade identidad y de identificación más importante: ya no lo es el rostro,como afirma el viejo adagio, que es el espejo del alma, sino que lo esel cuerpo en su conjunto; eso sí, un cuerpo «reconstruido» y puesto aldía101.

Prácticamente desde la Ilustración, el cuerpo «moderno» (con laayuda evidente de la praxis médica), con unos indudables rasgosmecanicistas, ha sido considerado como un reloj o como un organis-mo biológico (mecánico) que cabía mantener en buena forma, bienengrasado, para poder dar una respuesta conveniente y convincente ala competición y a los retos propios de los tiempos modernos. Desdeun punto de vista postmoderno, en cambio, los cuerpos ya no acos-tumbran a ser considerados exclusivamente como unas entidades bio-lógicas que constituyen «la parte material del hombre», por utilizar ladescripción del Stedman’s Medical Dictionary (art. «Body»), sino que,en primerísimo lugar, son vistos como construcciones culturales yespacios sociales sobre los cuales se puede observar y «dibujar» lossignos complejos de la fantasía y de las transgresiones humanas102.Con las excepciones de rigor, es algo indiscutible que los «dictados»—a menudo, tiránicos— de las modas culturales actuales son asumi-dos por una gran mayoría de hombres y mujeres de una maneraincondicional, acomodando la propia conducta y, sobre todo, la mis-ma carne humana. En una sociedad francamente individualista, enmedio de un proceso de defunción del otro, Morris comenta que la

po vestido», como pueden ser, por ejemplo, moda y cambio social, moda e identidad,moda y género, moda y sexualidad.

101. No hay duda de que las «enfermedades modernas» tienen aquí una incidenciamuy considerable. Véase la exposición que hacemos sobre el «cuerpo atlético», el«cuerpo anoréxico» y la vigorexia.

102. Véase en este sentido el interesante estudio de Le Breton Signes d’identité,cit., passim.

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actual «medicina es una de las fuerzas culturales disciplinarias máspoderosas, la cual, por medio de aquello que Michel Foucault designócon el nombre de ‘mirada’ clínica, transforma el cuerpo en un objetodel escrutinio científico […] No se trata de loar o de censurar al poderimplícito de la medicina, sino más bien de reconocer su impacto en elcambio que han experimentado la comprensión y la experiencia denuestros cuerpos»103. Por su lado, Heinrich Schipperges pone de relie-ve que da mucho que pensar el hecho de que

cada día más seres humanos mueran de un número cada vez máspequeño de enfermedades. Sobre todo se trata de aquellas enferme-dades propias de la civilización actual, las cuales, exclusivamente,están condicionadas por factores medioambientales (Umweltfakto-ren) o por normas de comportamiento (Verhaltensnormen), es decir,se trata de aquellas enfermedades que solamente podrían retenerse oprotegerse a través de nuestra propia manera de vivir (Lebens-führung)104.

Al lado de la cirugía estética, uno de los factores que han contri-buido más intensamente al diseño postmoderno del cuerpo ha sido la«medicina deportiva» y el «culto rendido a los deportistas de élite».Creemos que, con toda la razón del mundo, Morris afirma que «el atletapostmoderno tiene un propósito indirecto, pero irresistible: persua-dirnos de que ahora ya no hay límites naturales para las posibilidadesdel cuerpo humano»105. Por otro lado, hay que tener en cuenta que, enla actual «sociedad del espectáculo», las estrellas de la pantalla, loscantantes y las modelos han de mostrar sus cuerpos competitivamen-te, como si se tratara de un «tipo de subtexto sexual» («a kind of sexualsubtext») (Morris), que, «dogmáticamente», con una especie de drás-tica «regulación ortodoxa corporal», marcará las pautas corporales ymentales de un enorme contingente de admiradores y admiradoras o,quizás mejor, de «idólatras» —porque nuestro momento, a pesar de loque se pueda decir en un sentido contrario, se muestra sumamente«crédulo» (Berger)— obcecados y a menudo hasta totalmente «droga-dos» por la imagen corporal de sus ídolos, los cuales —aludiendo auna vieja idea de Hobbes— vienen a ser para ellos una especie de dii

103. Morris, o.c., pp. 146, 147.104. H. Schipperges, Medizin an der Jahrtausendwende. Fakten, Trends, Optio-

nen, Frankfurt a. M., Josef Knecht, 1991, p. 41. Sobre las enfermedades del siglo XXI,véase ibid., pp. 39-49

105. Morris, o.c., p. 147; cf. Le Breton, L’Adieu au corps, cit., p. 26. Véase lo queexpondremos más adelante sobre el «cuerpo deportivo».

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mortales. Por otro lado, resulta bastante evidente que en un tiempodonde, competitivamente, se impone la «autopromoción» de los indi-viduos, el cuerpo sexual puede hacer el servicio de un «cartel anuncia-dor» (sandwich board) para un ego disminuido y empobrecido, y, conmucha frecuencia, desprovisto de todos los recursos lingüístico-sim-bólicos y morales que le permitan tomar actitudes y comportamientoscríticos. Incluso ejerciendo una función canónica y de censura, los massmedia actuales proyectan delante de nuestros ojos, casi litúrgicamen-te, una exhibición de cuerpos masculinos y femeninos a causa de sussupuestas cualidades fotogénicas; cuerpos que, por otro lado, explíci-tamente exigen «adoración» e «imitación» incondicional por parte delas masas. Para un número importante de personas de los dos sexos—jóvenes y no tan jóvenes— estas «canonicidades corporales» consti-tuyen verdaderos dogmas, que hay que aceptar con todo el entusias-mo posible y, evidentemente, con el mínimo (por no decir nulo) espí-ritu crítico. Un cocktail de nuevas drogas y de hormonas sexuales, queeran inasequibles hace tan sólo unos pocos años, ahora ofrecen a loscuerpos postmodernos una plasticidad que les permite esconder lasheridas ocasionadas por la edad, afinar las cinturas consideradas comoimprocedentes, poner remedio a la impotencia masculina y a la faltade fertilidad femenina106. A menudo, el actual cuerpo paradigmático—tanto en el ámbito de las canonicidades estéticas como en la de lasdeportivas— es meramente un «cuerpo drogado». Un «cuerpo exalta-do», como puso de relieve David Le Breton, que, en realidad, no es elcuerpo con el cual hemos nacido, sino que se trata de un cuerpo rede-finido, rectificado, reactualizado, reconvertido a través de unas conti-nuadas intervenciones sobre todo, aunque no exclusivamente, de ca-rácter médico y farmacológico. Por eso puede afirmarse que,actualmente, el cuerpo es un alter ego, un doble, otro «yo mismo»,que se encuentra disponible para todas las modificaciones y experi-mentaciones imaginables porque, en el fondo, el cuerpo humano seha convertido en algo provisional107.

6.3.1. El «cuerpo anoréxico»

Los cambios sucedidos en la dieta alimenticia han provocado altera-ciones muy importantes en la constitución del cuerpo postmoderno.En este ámbito, la anorexia y la bulimia son unas disfunciones alta-mente significativas. Hay que referirse con un énfasis muy especial a

106. Véase Morris, o.c., p. 150.107. Véase Le Breton, o.c., pp. 23-24.

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lo que denomina David B. Morris como «cuerpo anoréxico»108. Laemergencia de la anorexia como enfermedad diagnosticada data delos últimos decenios del siglo XX109. La «American Anorexia and Buli-mia Association» fue fundada en 1978, que es cuando los mass mediacomenzaron a hacerse eco del rechazo de algunas mujeres jóvenes atomar alimentos. Es entonces cuando se toma conciencia de la presen-cia de una nueva clase de enfermedad (bulimia) relacionada con algu-nos desórdenes de la nutrición, aunque haya que tener en bien presen-te que, con mucha frecuencia, el desencadenamiento real de ladisfunción es de carácter emocional y psicológico más que de carácterfisiológico en un sentido estricto. La manifestación de la enfermedadconsiste en el hecho de que, en los pacientes, se da una profundadistorsión en la percepción de su «imagen corporal»110: el propiocuerpo se convierte en delictivo111. Según David B. Morris, en losEstados Unidos, inicialmente, este tipo de enfermedad afecta a entreel 1% y el 4% de la población femenina de los institutos de segundaenseñanza y de las universidades. De manera alarmante, a partir deldecenio de los años setenta del siglo XX este porcentaje se habíacuadriplicado112.

108. Véase sobre lo que sigue Morris, o.c., pp. 151-156. Unas buenas descripcio-nes de la anorexia son ofrecidas por B. Brusset, «Anoréxie», en Encyclopaedia Univer-salis, II, Paris, 1990, pp. 470-472; C. Adell et al., Medicina Integral 34/2 (junio 1999),pp. 21-26; R. M. Ortega et al., «Anorexia y bulimia: imagen corporal e imagen social»:Alimentación, nutrición, salud 7/3 (2000), pp. 67-75, con una importante bibliografíasobre esta problemática (pp. 74-75). Estas referencias nos han sido facilitadas por eldoctor Jaume Vizcarra.

109. Sobre esta problemática, véase T. Miron, «L’anoréxie: violence du désir etmort psychique»: Religiologiques 6 (1992), pp. 1-21; J. J. Brumberg, Fasting Girls: TheEmergence of Anorexia Nervosa as a Modern Disease, Cambridge, Harvard UniversityPress, 1988. No hemos tenido la oportunidad de consultar esta obra. Según Ortega etal., o.c., p. 68, el problema de la anorexia acostumbra a afectar a nueve mujeres porcada hombre; esta proporción se ha mantenido en estos últimos decenios y tiende acambiar muy lentamente. Sobre la «anorexia nerviosa», véase H. Bruch, La jaula dora-da. El enigma de la anorexia nerviosa, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002.

110. Véase Turner, Body & Society, cit., p. 180, el cual pone de relieve que laanorexia plantea la cuestión de si el cuerpo humano —su peso, altura, gestos, gesti-culación— se encuentra de acuerdo con los criterios culturales vigentes. La anorexiapuede ser considerada, en parte, como disease y, en parte, como illness (véase aquelloque expondremos más adelante sobre esta problemática).

111. Véase J. Toro, El cuerpo como delito. Anorexia, bulimia, cultura y sociedad,Barcelona, Ariel, 1996.

112. Véase Morris, o.c., p. 153. Muy recientemente se ha puesto de relieve que, enrelación con la comida, puede detectarse todavía otra patología de carácter somáticopsi-cológico: la ortorexia. Mientras la anorexia y la bulimia se centran en la cantidad decomida, la ortorexia se preocupa por su calidad. Jeshua Bratman, que fue uno de los

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La anorexia es una enfermedad que, por regla general, acostum-bra a afectar a jóvenes mujeres acomodadas de las modernas socieda-des occidentales. Raramente se detecta entre los hombres y las muje-res negros, lo que significa que género, estatus económico y cultura seencuentran profundamente implicados. Algunos investigadores hanpuesto de relieve que el origen de la anorexia es una consecuencia delmejoramiento de las condiciones generales de vida de los años poste-riores al fin de la Segunda Guerra Mundial (1945). Antes, cuando lacomida era escasa, los desórdenes alimenticios eran prácticamentedesconocidos. Parece, pues, que la anorexia tan sólo se presenta ensociedades y clases sociales en las cuales el alimento se encuentra bienasegurado y, por lo tanto, aquello que entonces, al menos para losgrupos sociales más favorecidos, se ha convertido en un motivo deinquietud y de angustia no es de ninguna manera el hambre, sino laobesidad113. Según Morris, a causa de las implicaciones psicosomáti-cas que nunca dejan de tener, las causas concretas de esta enfermedadson difíciles de precisar y el tratamiento siempre resulta sumamentecomplicado y, en muchos casos, francamente problemático. Sin em-bargo, no hay duda de que el entorno familiar posee una decisivaimportancia hasta el punto de que algunos especialistas han llegado aestablecer como causa principal de esta enfermedad el impacto del«incesto psíquico» (psychic incest) de algunas adolescentes con supadre. La maduración sexual dificulta las cosas porque algunas ano-réxicas acostumbran a rechazar totalmente su feminidad emergente,casi siempre asociada con los tejidos grasos que acompañan a lapubertad y, entonces, buscan aproximarse a la supuesta esbeltez delcuerpo masculino, concretada, con mucha frecuencia, en la figura delpadre114. Miron destaca el hecho de que muchas anoréxicas se rebelancontra el cuerpo y el alimento que les ha dado —y les da— su madre.En cualquier caso, sin embargo, el medio familiar posee una enormeimportancia.

En relación con el «cuerpo anoréxico», conviene no olvidar elimpacto, a menudo irresistible y determinante, de la propaganda y de

primeros médicos que se ocupó de esta enfermedad, afirma que los afectados tienen «unmenú en lugar de una vida» (véase J. Bratman, «Orthorexia Essay»: www.orthorexia.com/Essay.htm). Debemos esta información al doctor Jaume Vizcarra.

113. Ortega et al., o.c., pp. 72-73, subrayamos la importancia excepcional de losmedios de comunicación en la proliferación actual de la anorexia, porque «la delgadezrepresenta el arquetipo estético y el cuerpo se convierte en la expresión de la sociedad».

114. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando el «padre», como pasa con bastante fre-cuencia en nuestros días, también se muestra un decidido participante de la «culturaadolescente»?

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los intereses económicos de las sociedades capitalistas tardías, lascuales con criterios exclusivamente economicistas establecen de unamanera dogmática los cánones del cuerpo perfecto de la mujer y de labelleza femenina. El hombre o la mujer que buscan compulsivamentey neuróticamente la delgadez creen que dominan su cuerpo, pero, enel fondo, se encuentran secuestrados por las férreas leyes del mercadoexpresadas por la propaganda de las «marcas» y de los productosdietéticos. Después de un largo período de discreción, en la actuali-dad el cuerpo se impone como un lugar predilecto del discurso y de lapraxis sociales115. En este contexto no puede olvidarse el hecho de quela imitación, para bien y para mal, constituye una dimensión antropo-lógica fundamental de todo ser humano. «La imitación, imitatio, en elsentido de repetir espiritual, está reservada al ser humano»116. Lasfantasías del ideal estético del cuerpo femenino se imponen en uncontingente importante de mujeres jóvenes que, siguiendo acrítica-mente los dictados impuestos por la propaganda y sus intereses, nosólo «odian» los kilos de más, sino que sobre todo se «odian» a símismas y se niegan a aceptarse tal como son. De esta manera, muchasmujeres jóvenes se imponen una verdadera «disciplina» de campo deconcentración con la intención de construir un cuerpo que se adapte alos imperativos (a menudo, con rasgos claramente «machistas») de lamoda. Convendría no perder de vista la aguda cita de Molière: «Tousles vices à la mode passent pour vertus»117. No hay duda de que resultamuy adecuada la siguiente afirmación de Helmuth Plessner: «Imitar ydisimular tienen que ser vistos desde la situación corporal del serhumano, desde su relación con el propio cuerpo, con sí mismo y conlos otros. En tanto que esta situación se caracteriza por el distancia-miento interior y por la posibilidad en principio de retirada, conviertecada individuo en un doble de sí mismo»118.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, como oportunamenteseñala Morris, que «los ideales postmodernos de la belleza no circulanen un reino inocente de fantasía, sino que son propuestos y promovi-dos por la economía consumista»119. En la edad de la electrónica, paraun número importante de hombres y mujeres, la imagen «y, particu-larmente, la imagen de la mujer», es el mejor medio para crear nuevas

115. Véase Le Breton, o.c., p. 49.116. Plessner, «El acto imitativo», cit., p. 187.117. «Une chose folle et qui découvre bien notre petitesse, c’est l’assujetissement

aux modes quand on l’étend à ce qui concerne le goût, le vivre, la santé et la conscien-ce» (La Bruyère).

118. Plessner, o.c., p. 189; cf. ibid., pp. 190-191.119. Morris, o.c., p. 154.

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necesidades. No puede olvidarse que las entidades propagandísticas,que tienen muy en cuenta el poder adquisitivo y la independenciarespecto al entorno familiar de las mujeres y de los adolescentes,solicitan la satisfacción de sus deseos a través de imágenes de cuerposmasculinos y femeninos perfectos y semidesnudos. En ambos casos, lafórmula «el sexo vende» (sex sells) resulta aplicada ampliamente enmuchos sectores de la cultura postmoderna. «La marca más caracte-rística de la sexualidad postmoderna es su promesa —por medio deimágenes de cuerpos sexuales— de una huida frente a un placer puroy desencarnado»120.

En su notable estudio Morris pone de relieve que el sexo postmo-derno ha dejado atrás el tradicional círculo burgués de alumbramien-to y familia. Con la píldora contraceptiva oral, introducida en 1960,se inició una nueva época, que el historiador Donald W. Lowe desig-na con el nombre de «estilo de vida sexual» (sexual lifestyle)121. Esteautor hace notar que, a partir de entonces, ha tenido lugar una rees-tructuración (remaking) del cuerpo de la mujer, en la cual participan,con intereses crematísticos muy concretos, algunas revistas particu-larmente dirigidas a mujeres, como, por ejemplo, Cosmopolitan. Estareestructuración tiene lugar a través de la «sexualización de ojos,labios, orejas, muñecas, piernas, pies, bocas, dedos, olfato, piel, etc.No se trata de explotar un cuerpo preexistente, naturalmente sensible,sino de la construcción actual de ciertas partes del cuerpo comosensibles y sexuales, como capaces de estímulo y de excitación, y, poreso mismo, exigen cura y atención si es que las mujeres tienen que sersexuales y sexualmente deseables por los hombres»122. Según Lowe, lareconstrucción de un cuerpo de mujer «supersexual», que se encuen-tre plenamente de acuerdo con los cánones de la «belleza moderna»,constituye una de las causas más importantes del origen de la ano-rexia. A muchas mujeres, especialmente las jóvenes, les resulta imposi-ble de realizar en su cuerpo este ideal; por eso mismo y por expresarlode una manera más drástica puede afirmarse: el nuevo contexto cul-tural crea la anorexia. Este investigador está convencido del hecho de

120. Ibid.. p. 155. Sobre la sexualidad como lugar de la experiencia postmodernade lo sagrado véase G. Ménard, «La sexualité comme lieu de l’expérience contempora-ine du sacré», en C. Rivière y A. Piette (eds.), Nouvelles idoles, nouveaux cultes. Déri-ves de la sacralité, Paris, L’Harmattan, 1990, pp. 159-178.

121. Véase Morris, o.c., p. 155. Véanse las interesantes reflexiones de Le Breton,o.c., pp. 161-177, esp. pp. 168-174, sobre la «cibersexualidad o el erotismo sin cuerpo».

122. R. Coward, cit. Morris, o.c., p. 155. Sobre el body building, véase Le Breton,o.c., pp. 36-40. Sobre la «producción farmacológica» del propio cuerpo, cf. ibid., pp.660-662.

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que esta enfermedad tiene que ser considerada mucho menos comouna psicopatología que como una alarmante sociopatología del capita-lismo tardío.

Resulta bastante evidente que la presencia del cuerpo anoréxicoen nuestra sociedad no hace nada más que poner de relieve unarealidad antropológica cabal: el ser humano nunca puede eludir sudeterminación cultural. El cuerpo humano, que, para bien o para mal,siempre tiene encargada la misión de expresar su «transanimalidad»característica, también es una construcción cultural, que se encuentraubicada en un tiempo y un espacio concretos. Eso nos permite afirmarque existen unas relaciones muy concretas y reales entre el cuerpoanoréxico y la sociedad en la cual este cuerpo se construye y sedesarrolla. En el fondo, es indudable que las patologías del cuerpohumano son unos síntomas muy elocuentes de las patologías delcuerpo social. Tiene razón Bryan S. Turner cuando afirma que

lo que es indudable en relación con la anorexia es que es imposiblesepararla de la etiología social, de los criterios de desviación social ydel simbolismo social. Algunas de las interpretaciones de la anorexiala ven en términos de lucha en el interior de las familias de clasemedia, en las que las sobreprotegidas hijas buscan un control másgrande de sus cuerpos y, por eso mismo, de sus vidas123.

La anorexia, entre otras cosas, recalca la insuperable dificultadque experimentan muchos (muchas) para aceptar su cuerpo. FrançoisCoupry lo expresa muy bien:

[En el momento presente], hablo de «no-cuerpo» en relación cierta-mente con una convención tradicional del cuerpo. Hablo sobre todode «no-cuerpo» porque este objeto que ya nadie osa llamar carne, hoyen día es «colectivo y angélico» —una especie de trascendencia casiinmaterial […] Adelgazar significa desear (o tener la necesidad) deperder esta consistencia aguda, inquietante. El ideal médico y socialde nuestra sociedad sería, en realidad, una ausencia utópica de todapreocupación por el cuerpo124.

123. Turner, o.c., pp. 180-181. Este autor, haciéndose eco de una idea de Lukács,pone de relieve que la anorexia reproduce las antinomias del pensamiento burgués. Setrata de la búsqueda de la libertad individual que quiere salir de la jaula de oro de lasuperprotectora familia de clase media. También implica la búsqueda, a través de unascetismo sexual religioso, de perfección personal (cf. ibid., pp. 181-182).

124. F. Coupry, cit. Miron, «L’anoréxie: violence du désir et mort psychique»,cit., pp. 18-19.

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Vistas las cosas desde esta perspectiva, la violencia contra el cuer-po que el/la anoréxico/a se esfuerza por perpetuar es una manera deformular un «no-dicho» que no llega a acceder al lenguaje y que ni tansólo puede simbolizarse. Con mucha frecuencia, este «no-dicho», comoseñala Miron, es la hostilidad contra la familia y, en términos másgenerales, contra la sociedad. «Esta autoagresión constituye el contra-peso de una heteroagresión que no llega a expresarse de una manerasana […] Se asiste, en definitiva, a una autoagresión de defensa contraun dolor intrapsíquico insoportable»125.

No hay duda de que, sean cuales sean la descripción y la inter-pretación que se haga, la anorexia no es nada más que la manifesta-ción —evidentemente, como unos rasgos muy especiales y, sin duda,sumamente peligrosos— «moderna» de una cuestión de siempre: lasproblemáticas relaciones del ser humano con su cuerpo.

6.3.2. La vigorexia

La anorexia es una de las caras de la moneda. La vigorexia o síndromede Adonis es la otra; constituye el triste reverso de la anorexia. El año1993 la vigorexia o la dismorfia muscular fue descrita por HarrisonG. Pope, profesor de medicina del hospital McLean (universidad deHarvard), después de analizar una muestra significativa de los nuevemillones de norteamericanos que visitan con cierta regularidad elgimnasio126. Afecta de una manera muy directa a los adictos a lamusculatura, que hacen del gimnasio su segundo hogar. Para éstos elgimnasio se convierte en una verdadera y peligrosa adicción. Mientrasque la anorexia acostumbra a aparecer en las mujeres jóvenes, lavigorexia afecta, también casi en exclusiva, a aquellos hombres jóve-nes que quieren poseer un cuerpo fornido con un constante aumentode masa muscular. Se trata también de una grave distorsión patológicade la «imagen corporal» que convierte el deporte en una auténticaobsesión compulsiva. El perfil de los vigoréxicos es: personas —sobre

125. Miron, o.c., p. 19. La solución que propone esta autora es: «Para salir de estoque se podría llamar el ‘fatalismo trágico’ de la anorexia, hay que crear puentes entrelas aproximaciones de orientación psicoanalítica, por un lado, y las que se interesansobre todo por el aspecto somático o bioquímico del ser humano, por otro» (ibid., pp.20-21).

126. El 1886 el médico italiano Morselli introdujo la expresión «dismorfia corpo-ral». Se trataba de pacientes que sufrían obsesiones con una parte de su cuerpo, lo queles impedía llevar una vida normal. Las partes del cuerpo que más a menudo se con-vierten en el objeto de obsesión son la nariz, la piel, los ojos, los labios o cualquier otraparte del cuerpo como, por ejemplo, el pecho, los genitales e, incluso, las rodillas.

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todo hombres jóvenes— inmaduras, introvertidas, con problemas deintegración, baja autoestima y rechazo de la propia «imagen corpo-ral». Todo esto puede ir acompañado de síntomas de ansiedad, depre-sión y problemas de carácter obsesivo. La «obsesión muscular» de losvigoréxicos les lleva a tomar, de una manera totalmente descontrola-da, unas enormes cantidades de hormonas, anabolizantes y esteroi-des, lo que, en un lapso de poco tiempo, acostumbra a tener fatalesconsecuencias para su salud física y mental.

Parece evidente que entre el «cuerpo anoréxico» y el «cuerpovigoréxico» hay unos innegables paralelismos. Tienen que haberlosporque ambas patologías acostumbran a tener como punto de partidala sociedad de nuestros días y los modelos culturales y sociales quepredominan. Tanto la una como la otra son productos del individua-lismo consumista de nuestros días y de los modelos sociales queinstaura. Creemos que no es aventurado afirmar que tanto los ano-réxicos como los vigoréxicos son los representantes genuinos de laactual «cultura del yo». Se trata de una extraña cultura porque, por unlado, se encuentra totalmente centrada en el propio yo, al margen decualquier sensibilidad social o comunitaria, pero, por otro lado y almismo tiempo, depende, también totalmente, de unos determinadosmodelos sociales impuestos económicamente por las «marcas», lasstars cinematográficas, deportivas, televisivas, musicales127.

6.3.3. El cuerpo atlético: el deporte

Creemos que, en el momento presente, cualquier aproximación alcuerpo humano no puede eludir, aunque sea de una manera muyesquemática, una reflexión sobre el deporte128. Reflexión que, eviden-

127. Véanse las reflexiones de J. C. Pérez Gaulí, El cuerpo en venta. Relación entrearte y publicidad, Madrid, Cátedra, 2000, y de A. J. Navarro (ed.), La nueva carne:una estética perversa del cuerpo, Madrid, Valdemar, 2002.

128. El término «deporte» deriva del viejo francés (siglo XIII) desport, que designa-ba el conjunto de medios gracias a los cuales el tiempo transcurre agradablemente:conversación, distracciones, juego. Por ejemplo, para Rabelais desporter significabas’amuser. En el siglo XIV el nombre pasó a Inglaterra con la misma significación, aun-que dando origen a una terminología más británica (to sport, disporter, disporteress).Los primeros sporters fueron los nobles dedicados a las ocupaciones agradables de sucasta. Sport indicaba entonces la manera de vivir de las clases económicamente privile-giadas. En el siglo XIX Thomas Arnold confirió al término sport la fisonomía propiaque no siempre, como puede comprobarse fácilmente, ha mantenido hasta el día dehoy: competición lúdica, formación corporal y moral (véase D. Sansone, Greek Athle-tics and The Genesis of Sport, Berkeley/Los Ángeles/London, California UniversityPress, 1988, pp. 4-6). En este sentido, propiamente, el deporte tenía que ser una for-

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temente, debería integrar un aspecto esencial del deporte y, en elfondo, de cualquier realidad humana: el tratamiento del tiempo y delespacio129. Resulta bastante evidente que el adiestramiento del cuerpohumano no es cosa de hoy; sólo hay que pensar en el caso ejemplar delos Juegos Olímpicos de Grecia o en los espectáculos, a menudocargados de crueldad y fanatismo, del circo romano130. Ya hace mu-chos años Jean Giraudoux decía que «el deporte consiste en delegaren el cuerpo humano algunas de las virtudes más fuertes del alma: laenergía, la audacia, la paciencia»131. Algunos autores creen que, entérminos generales, la génesis y la evolución del deporte se encuen-

mación moral mediante una formación corporal. Ofrecemos una breve bibliografíasobre este tema: J. Huizinga, Homo ludens [1954], Madrid, Alianza, 51995; H. Pless-ner, «Juego y deporte», en Más acá de la utopía, cit., pp. 171-183; J. Le Floc’hmoan,La génesis de los deportes, Barcelona, Labor, 1965; G. Magnane, Sociologie du sport.Situation du loisir sportif dans la culture contemporaine, Paris, Gallimard, 1964; B.Gillet, «Le spectacle sportif contemporain», en G. Dumur (ed.), Histoire des specta-cles, Paris, Gallimard, 1965, pp. 328-339; J. Meynaud, El deporte y la política, Barce-lona, Hispano Europea, 1972; W. Kuchler, «Deporte», en Sacramentum Mundi, II,Barcelona, Herder, 1972, pp. 149-153; E. Bloch, El principio esperanza, II, Madrid,Aguilar, 1979, § 34, pp. 12-14 («Ejercicio corporal, ‘tout va bien’») [también en Ma-drid, Trotta, 2005]; V. Frankl, El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de lapsicoterapia, Barcelona, Herder, 1987, pp. 51-57; Sansone, o.c., passim; J. B. Pluckh-ahn, «Sports», en The New Encyclopaedia Británica, XXVIII, Chicago et al., 1993, pp.100-165; R. Parienté, «Sport. A. Histoire du sport», en Encyclopaedia Universalis,XXI, Paris, 1990, pp. 498-511; M. Bernard, «Sport. B. Le phénomène sportif», ibid.,pp. 511-515; P. Sansot, «Quel salut attendre du sport?», en C. Rivière y A. Piette,Nouvelles idoles, nouveaux cultes. Dérives de la sacralité, Paris, L’Harmattan, 1990,pp. 59-75; V. Caysa (ed.), Sportphilosophie, Leipzig, Reclam, 1997; M. A. Betancor etal., De spectaculis. Ayer y hoy del espectáculo deportivo, Madrid, Ediciones Clásicas,2001.

129. No podemos considerar aquí esta interesante e ineludible problemática por-que el ser humano vivo estima, odia, sufre, disfruta, etc., en el marco del espacio y deltiempo de que dispone. Por las mismas razones por las que no le es posible una situa-ción «supracultural», tampoco puede situarse al margen de su espaciotemporalidad. Ellector interesado encontrará unas indicaciones muy adecuadas en H. Nowotny, Eigen-zeit. Entstehung und Strukturierung eines Zeitgefühls, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 21995,esp. cap. V; K. Weis, «Zeitbild und Menschenbild. Der Mensch als Schöpfer undOpfer seiner Vorstellungen von Zeit», en íd. (ed.), Was ist Zeit? Zeit und Verantwor-tung in Wissenschaft, Technik und Religion, München, DTV, 21996, pp. 45-48. Noshemos preocupado de esta problemática en L. Duch, «Cultura i societat tecnològica:l’Espai i el Temps», en La substància de l’efímer. Assaigs d’antropologia, Montserrat,Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2002, pp. 217-244.

130. Véase el amplio estudio de las fuentes grecolatinas de los Juegos Olímpicosde P. Villalba, Olímpia. Orígens dels Jocs Olímpics, Barcelona, Universitat de Barcelo-na/Universitat Autònoma de Barcelona, 1994. También puede consultarse el estudiode Sansone, o.c., passim; y Betancor et al., o.c., sobre todo el cap. I.

131. J. Giraudoux, cit. Parienté, o.c., p. 498.

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tran íntimamente asociadas con la historia de la civilización clásica enoposición a la manera de vivir que tenía vigencia, tanto desde unaperspectiva religiosa como social y cultural, en el pueblo de Israel.Como expresión de la radical oposición de los judíos a la mentalidadhelenística, concretada en el deporte y el gimnasio, resultan muysignificativos los llamados «Libros de los Macabeos». Se dice de losjudíos apóstatas de la religión de los padres que «edificaron un gimna-sio en Jerusalén, al estilo de los paganos» (1 Mac 1, 14). En estesentido, Betancor ha subrayado el hecho de que

la consolidación del deporte y del mismo olimpismo, así como tam-bién la educación física cultivada en las palestras y en los gimnasios,constituye una aportación típicamente griega que, además de serimpugnada por los amplios sectores del pueblo de Israel, fue igual-mente infamada por el cristianismo [primitivo], hasta el extremo que,después de toda una serie de controversias y prohibiciones, se consu-mó la definitiva desaparición de los Juegos Olímpicos a finales delsiglo IV132.

No hay duda de que muchos animales participan en rituales nup-ciales o de aparejamiento, pero el homo sapiens es el único que,porque la cultura es su naturaleza, ha inventado los deportes, loscuales, evidentemente, constituyen mucho más un aspecto de la cultu-ra que no de la natura. En todo lugar y tiempo, hombres y mujereshan corrido, saltado, escalado, lanzado artefactos, pero no siempreestas actividades han sido «deportivamente» significativas133. De unamanera o de otra, en todas las sociedades con escritura se encuentranreferencias bastante numerosas de habilidades físicas y contiendascompetitivas de naturaleza muy diversa realizadas por hombres y, enuna medida infinitamente menor, por mujeres, pero no parece que, enla Antigüedad, estas actividades se llevaran a cabo por ellas mismas ocon una finalidad que no fuera externa. Se buscaba, en el ejerciciofísico, resultados de tipo social y/o religioso fuera de él mismo. Hayque consignar que algunos de los investigadores modernos del depor-

132. Betancor et al., o.c., p. 15. Hay que tener en cuenta que en el cristianismoprimitivo, siguiendo las pisadas de los judíos, los juegos (ludi), en especial por Tertulia-no, eran considerados como una poderosa manifestación de la pompa diaboli (cf. ibid.,pp. 28-37). Así mismo hay que subrayar que, con cierta frecuencia, en el corpus de sanPablo aparecen metáforas deportivas (cf. A. Ortega, «Metáforas del deporte griego ensan Pablo»: Helmántica 15 (1964), pp. 71-105; Betancor et al., o.c., pp. 24-28).

133. No deja de tener interés el interrogante: ¿desde cuándo se puede hablar pro-piamente de deporte en lugar de referirse a un simple juego?, ¿qué condiciones socialestuvieron que darse para que este cambio fuera posible?

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te (Mandell, Guttmann) sostienen la opinión de que el deporte es unfenómeno que no posee ninguna especie de paralelismo en el pasadode la humanidad, sino que fue en Inglaterra donde se practicó porprimera vez en el tiempo de la Revolución Industrial y, con posterio-ridad, en todos los otros rincones del mundo134. Inicialmente, el de-porte, al menos en el sentido que ahora se acostumbra a dar a estetérmino, sería un producto típico del liberalismo occidental y de lasnuevas relaciones sociales y económicas que instituyó. David Sansone,en cambio, es de la opinión de que la praxis deportiva moderna tienenumerosos precedentes en Grecia, donde los juegos olímpicos seencuentran fundamentalmente vinculados con la cultualidad sacrifi-cial propia de la religión de la polis135.

Resulta una evidencia histórica indiscutible que, en la culturaoccidental, a partir del segundo tercio del siglo XIX, el deporte, sobretodo en los países más industrializados, adquiere un estatus que nuncacon anterioridad había poseído. Este movimiento había tenido unimpulso en el inicio del siglo XVIII, en el que se había comenzado areivindicar el sentido lúdico de la existencia humana, puede ser quecomo contrapeso a las exigencias cada vez más agobiantes que impo-nía la sociedad industrial en la vida cotidiana de individuos y colecti-vidades; sociedad que se caracterizaba por una férrea y crecienteburocratización y «maquinización» de todas las esferas de la existen-cia humana. Allen Guttmann ha escrito:

El deporte moderno, una forma omnipresente y única de competi-ción (contest) física no utilitaria, se configuró en un período de aproxi-madamente 150 años, desde los comienzos del siglo XVIII hasta laspostrimerías del siglo XIX. Históricamente hablando, podemos preci-sar el lugar y el tiempo de sus inicios. El deporte moderno nació enInglaterra y, desde allí, se extendió a los Estados Unidos, a Europaoccidental y al resto del mundo136.

134. Véase Sansone, o.c., p. 6. Guttmann, por ejemplo, sitúa la diferencia funda-mental entre el deporte moderno y la praxis atlética de los antiguos en la seculariza-ción, lo que, a contrario, viene a indicar que, en la Antigüedad, la conexión de deportey religión es fundamental (cf. ibid., pp. 9-10). También K. Jaspers, La situation spiri-tuelle de nostre époque, Paris/Louvain, Desclée de Brouwer/Nauwelaerts, 41966, p. 78,mantiene la opinión de que no hay ningún nexo entre los juegos atléticos de los griegosy el deporte moderno.

135. Véase Sansone, o.c., passim, sobre todo la segunda parte de su estudio («TheNature of Greek Athletics»).

136. A. Guttmann, From Ritual to Record, cit. Sansone, o.c., p. 5. En 1899 T.Veblen, Teoría de la clase ociosa, México/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,21951, refiriéndose a las «supervivencias modernas de las proezas», mantiene una po-

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Desde el comienzo del siglo XX el deporte, cada vez más intensa-mente, se ha convertido en una «ideología popular» que abarca todoslos sectores de la existencia humana; casi osaríamos hablar de unaespecie de «religión civil», que tiene como objeto de culto público elcuerpo humano (y, a menudo también, la misma sociedad) justo enmedio de la sociedad de masas de nuestro tiempo137. No puede olvi-darse que, al menos en parte, en el contexto del siglo XIX, el auge deldeporte fue una reacción contra el olvido y la marginación del cuerpopor parte de la sociedad burguesa de entonces, la cual privilegiaba unacultura de tipo intelectualista y mentalista (tal como Nietzsche, porejemplo, puso de relieve, con la pasión y el arrebato que le caracteriza-ban)138. Puede que tuviera razón E. J. J. Buytendijk cuando hace másde medio siglo afirmaba que «el individualismo del siglo XIX encontróen el espíritu [deportivo] de club algo que le compensaba de su sole-dad»139. Por su parte, no hace mucho, Volker Caysa ha escrito que, enpleno siglo XIX, el contencioso entre trabajadores y burgueses encon-tró en el deporte un nuevo campo de batalla para canalizar y dirimirsus enfrentamientos. De alguna manera, «el deporte se convirtió enarma en la lucha cultural y de clases. El cuerpo del deportista conéxito se convirtió no sólo en un medio de la lucha entre las culturas,sino también en un arma de la emancipación social»140. Esta situaciónse agudizó aún más como consecuencia de la «guerra fría», despuésdel fin de la Segunda Guerra Mundial, mediante la llamada «políticanacional deportiva»: entonces el deporte comenzó a ser consideradocomo un «medio político», que proclamaba al mundo entero, de unlado en los países de órbita socialista, y de otro en los de órbitacapitalista, las excelsas virtudes de sus respectivas opciones político-sociales.

sición bastante negativa respecto al deporte, el cual es considerado como una expre-sión, por parte de los atletas, de «una extremada astucia» propia de una «cultura bárba-ra», regresiva, opresiva, violenta y llena de codicia. T. W. Adorno, «El ataque de Ve-blen a la cultura», en Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad, Barcelona, Ariel,1962, pp. 80-81, acusa a Veblen de poseer «una mirada perversa (böser Blick)». Estono significa que Adorno mantenga una opinión positiva respecto al deporte.

137. Véase V. Caysa, «Zivilisierung durch Sport und historische Gewaltapriori»,en íd. (ed.), Sportphilosophie, cit., pp. 128-139.

138. Véase, en 5.2.1., lo que hemos expuesto sobre la interpretación del cuerpopor parte de Nietzsche.

139. E. J. J. Buytendijk, El fútbol. Estudio psicológico, Madrid/Buenos Aires, Stu-dium, 1955, p. 54. Este pequeño opúsculo del reconocido psicólogo holandés resultahoy en día casi completamente superado. Eso sí, como muestra de su preocupaciónpor las diversas facetas de lo humano, continúa siendo ejemplar.

140. Caysa, o.c., p. 129.

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En nuestros días, y aunque sea muy superficial, cualquier miradasobre el deporte pone de relieve que se trata de un fenómeno queposee un número importante de rostros y facetas de carácter muydiverso y, a menudo, francamente irreconciliables entre sí. Incluso,con cierta frecuencia, ha llegado a ser una de las «visiones del mundo»dominantes (Jaspers). La mirada que ofrece Pierre Sansot pone derelieve que, muy a menudo, las gestas deportivas de nuestros días muybien pueden ser consideradas como expresiones del «sobrenaturalmoderno». Hoy en día,

lo sobrenatural no consiste en la intrusión de una trascendencia [en lavida cotidiana], sino en la sedimentación de una memoria colectiva,en la capacidad de los hombres para fabular, es decir, para expresar yproducir lo extraordinario […] No hablamos de lo sagrado, sino de laemergencia de un calendario y de unos espacios específicos, de unosrituales estrictamente observados, de momentos de inmensa emo-ción, de reuniones comunitarias, de heroización de algunos seres […]Parodiando a Hegel, podríamos decir que «L’Équipe constituye laplegaria cotidiana del hombre moderno». Presente en los vagones delmetro, en las estaciones del ferrocarril, en las mesas de los bares, esta«plegaria» asegura al deporte una «presencia perpetua» (para retomaruna expresión de la liturgia católica) que supera los límites estrechosde los estadios141.

Muy a menudo, sobre el cuerpo deportivo se acumulan y seconcretan las prácticas ascéticas y los sacrificios que, antes, los diosesde las antiguas religiones exigían a sus fieles142. No hay duda de que,idealmente, tal como lo señala Daniel Innerarity, «el deporte es unacelebración de la incapacidad humana para hacerse físicamente señorde sí mismo. En el deporte, con sus capacidades físicas, el hombretambién festeja los límites de estas capacidades y, de esta manera, loslímites de su poder sobre él mismo y sobre el mundo»143. Aceptandotodos los riesgos y penalidades, se trata de alcanzar una perfección sintara ni mácula mediante la superación impuesta por los límites natura-les del cuerpo humano. «Toda actividad física o deportiva que vayamás allá de los esfuerzos habituales exige una negociación personalcon la mediación del dolor soportable […] El rendimiento es un ob-

141. Sansot, o.c., pp. 60-61. Conviene hacer notar que Hegel, cuando habla de laplegaria cotidiana del hombre moderno, se refiere a la «lectura del diario». En estecaso, del periódico deportivo francés L’Équipe.

142. Sobre el dolor consentido en la cultura deportiva, véanse las agudas reflexio-nes de Le Breton, Antropología del dolor, cit., pp. 256-261.

143. D. Innerarity, Ética de la hospitalidad, Barcelona, Península, 2001, p. 35.

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jetivo en el continente del dolor. Y éste nos pone cara a cara con unaexperiencia en los límites»144.

En un tiempo en el cual triunfa el individualismo a pedir de boca,no hay ningún tipo de duda de que los «fieles» se reúnen en las in-mensas catedrales de cemento armado que son los modernos estadios,donde renuncian a la individualidad de cada uno para vincularseemocionalmente por medio de un grito de fervor religioso, profirien-do, con pasión y unánimemente, todo un continuo de «aclamacioneslitúrgicas»145. Incluso, tal como sucedía en algunos cultos antiguos (ycalificados de supersticiones y de irracionalidades arcaicas), los «fie-les» pueden sentirse «poseídos» y lanzarse con una «santa rabia» con-tra los enemigos de la fe, es decir, contra los seguidores del equipocontrario.

Tiene razón Pierre Bourdieu cuando manifiesta que algunas prác-ticas deportivas de nuestros días (fútbol, baloncesto, tenis, golf, etc.),como tantas otras actividades humanas de ámbitos muy diversos, hanentrado en el circuito «oferta-demanda», lo que significa que, en lasociedad actual, se da algo parecido a una «producción deportiva»146.Porque, ahora mismo, apenas cuesta comprobar que el deporte, parti-cularmente a nivel profesional, es un «producto» —por no hablar de«excrecencia»— del liberalismo tardío y de sus intereses económi-cos147. A menudo, al menos desde una visión panorámica, resultaparadójica la rara combinación que se da en el actual deporte profe-

144. Le Breton, o.c., pp. 256-257. «Lejos de rehuirlo como hacen los hombrescorrientes, los deportistas se relacionan con el dolor como una materia prima de laobra que realizan con su cuerpo» (ibid., p. 258)

145. Véase Sansot, o.c., pp. 65-66. Jaspers, o.c., p. 77, pone de relieve que, de lamisma manera como sucedía en Roma con los espectáculos del circo, en la actualidad,son muchos los que buscan, en los espectáculos deportivos, el placer de ver los enor-mes peligros que corren los otros e, incluso, su muerte, ante la que ellos son comple-tamente extraños e indiferentes.

146. Véase P. Bourdieu, «Historiesche und soziale Voraussetzungen modernenSports», en Caysa (ed.), Sportphilosophie, cit., pp. 101-102. Sobre la producción de la«oferta deportiva» y su «circulación», véase ibid., pp. 102-119. Innerarity, o.c., p. 35,afirma que, actualmente, «el deporte se hace valer como la máxima expresión de unasociedad de producción enamorada de sí misma».

147. Recientemente, por medio de un amplio estudio sobre los boxeadores profe-sionales, Loïc Wacquant ha puesto de relieve cómo los cuerpos pueden ser configura-dos y manipulados por medio del entrenamiento. Este autor, haciéndose eco de lareflexión de Bourdieu sobre el habitus y la práctica, hace ver cómo, históricamente,tomando el deporte (boxeo) como punto de partida de los análisis, los intereses econó-micos, las aficiones y la moda pueden reconfigurar y administrar el cuerpo humano(véase L. Wacquant, «Pugs at Work: Bodily Capital and Bodily Labour among Profe-sional Boxers»: Body and Society 1 [1995], pp. 65-93).

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sional entre un máximo de sentimentalismo y fervor por unos deter-minados «colores» y un máximo de intereses económicos148. A menu-do, la «parcela deporte» constituye un área más entre las «divisiones»de las que disponen las grandes empresas (multinacionales, en primerlugar) de nuestros días. Después de reconocer los graves abusos a losque puede dar lugar la praxis deportiva, Victor Frankl mantiene laopinión de que el hombre actual vive en una situación de menortensión que en el pasado, lo cual le obliga a crearse tensiones artificia-les. Porque el ser humano no tiende naturalmente a la homeostasis,sino que constantemente se encuentra volcado sobre las cosas, elmundo exterior y su prójimo, esta necesidad la satisface actualmentemediante el deporte149.

No hay duda de que el deporte, al menos vistas las cosas desdeuna perspectiva optimista y, en el fondo, idealista, también puedeconsiderarse como una manifestación del «principio esperanza». ErnstBloch lo recuerda de esta manera:

También el deporte es desiderativo, animado de esperanza. El depor-te no sólo quiere dominar el cuerpo, de tal manera que en él no hayani un gramo de grasa y todo movimiento tenga lugar de una maneraagradable y suave, sino que con el cuerpo quiere hacer mucho más delo que a éste se le cantó en la cuna150.

Con una visión de la realidad muy diferente de la de Bloch,Theodor W. Adorno se manifestó sumamente contrario a la «realidaddeportiva» del momento presente. Por eso escribió que, con muchafrecuencia,

el deporte moderno intenta devolver al cuerpo una parte de lasfunciones que le ha arrebatado la máquina. Pero lo hace más con lafinalidad de educar despiadadamente a los hombres para ponerlos alservicio de la máquina. Por eso pertenece el deporte moderno alreino de la «ilibertad» (Unfreiheit), sea cual sea la manera como seorganice151.

148. Convendría analizar aquí la significación del dopaje en el ámbito del deporte.«El dopaje es una expresión plenamente consecuente de aquella ideología del deporteque tan sólo celebra en él la voluntad de poder, pero no la experiencia de su supera-ción» (Innerarity, o.c., p. 35).

149. Véase Frankl, El hombre doliente, cit., pp. 52-53, 57. Creemos que habríaque distinguir drásticamente entre el deporte practicado y los espectáculos deportivos,porque, de hecho, se trata de dos «lógicas» bien diferentes, que, en muchos casos, seencuentran francamente contrapuestas.

150. Bloch, o.c., p. 13.151. Adorno, «El ataque de Veblen a la cultura», cit., p. 81.

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Otros autores como, por ejemplo, Volker Caysa, quizás con unexagerado optimismo, mantienen una valoración muy positiva e in-cluso muy humanizadora del deporte, el cual

no sólo es un medio para la emancipación de los hasta ahora despo-seídos, sino que, en el interior del proceso de autodeterminación y deliberación por medio del deporte, éste es cada vez más civilizado, eincluso él mismo se ha convertido en un medio de civilización152.

Esta valoración positiva de la actividad deportiva se debe a laautodisciplina que, al menos idealmente, debería imponerse entre loscompetidores deportivos, la cual va acompañada de unos innegablesprocesos de racionalización del esfuerzo humano. También se hapuesto de relieve que el deporte puede constituir un medio importan-te para la dominación de la fuerza bruta. Finalmente, el deporte esconsiderado como expresión y medio de compensación, ya que vienea ser una especie de actualización de la «presencia natural» del serhumano, perdida o, al menos, descolocada mediante los procesos decivilización153.

No puede negarse que el deporte constituye una «presencia ubi-cua» en la sociedad actual154. Pero con la misma fuerza hay queafirmar que, a todos los niveles, se trata de una «presencia sumamenteambigua». Eso se desprende directamente de nuestra concepción delser humano. En efecto, en todo espacio y tiempo la ambigüedad hasido lo que ha caracterizado fundamentalmente la presencia del serhumano en el mundo. Porque es un asunto humano de carácter cultu-ral, el deporte necesariamente participará de la ambigüedad que siem-pre acompaña a los variados trayectos de mujeres y hombres en supaso por este mundo. Además, en una sociedad como la actual, tanprofundamente preocupada por una «apariencia corporal» promo-vida y sancionada por los sistemas de moda, las praxis deportivas—pensamos, por ejemplo, en el golf o el tenis—, como lo señala

152. Caysa, o.c., p. 131.153. Véase ibid., pp. 131-133. Desde la perspectiva de la logoterapia, Frankl, El

hombre doliente, cit., pp. 53-54, ha puesto de relieve que el ser humano necesita com-petir, pero sobre todo competir con él mismo. Tanto la «hiperintención» («hipercom-petición») como la «hiperreflexión» conducen a resultados catastróficos, entre los cua-les hay que destacar la derrota del ser humano.

154. Creemos que hay que distinguir muy radicalmente entre el deporte profesio-nal y las numerosas prácticas deportivas de carácter no profesional (amateur). Pese aluso del mismo término (deporte), se trata de dos actividades complementarias dife-rentes.

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Pierre Bourdieu, han entrado de lleno en el ámbito de aquel éxito ynotabilidad personal que pueden adquirirse pagando un precio y que,en consecuencia, dan prestigio al individuo al incluirlo en el grupo delos humana y físicamente «destacados». El «cuerpo atlético» es uno delos productos culturales más sofisticados y característicos de nuestrosdías, el cual, con mucha frecuencia, se convierte en un productocultual que, a menudo, sobre todo en el deporte de alta competición yprofesional, posee una estructura francamente «idolátrica» y da lugar,como consecuencia, a comportamientos «idolátricos», acríticos, su-persticiosos.

A menudo se establecen unas estrechas relaciones entre el «cuer-po anoréxico» y el «cuerpo atlético»: ambas formas son «productos»sobreimpuestos por un «canon» en el cual el trasfondo económicoacostumbra a ser la cuestión central155. A menudo el disfrute de unabuena salud física, psíquica y espiritual, que tendría que ser el objetivoesencial de las actividades deportivas, se convierte en lo contrario156.No cuesta nada comprobar que, en la actualidad, con una relativafrecuencia, los ejercicios deportivos —sobre todo a nivel profesional,pero también a nivel amateur— no hacen posible la configuración deun cuerpo saludable, sino que —de la misma manera que pasa con las«dietas», que, para el «cuerpo anoréxico», ya no son ningún tipo dealimento— son la causa de graves distorsiones y padecimientos delpropio cuerpo no sólo en el plano fisiológico, sino sobre todo en elplano psicológico. Con estas reflexiones no pretendemos de ningunamanera demonizar el deporte. Al contrario, creemos que, ahora mis-mo, hay que rehabilitarlo y otorgarle, sobre todo en las praxis educa-tivas, el lugar que le corresponde justamente porque posee una rela-ción muy directa con la formación integral del ser humano.

155. No puede olvidarse la precisión de Le Breton, Signes d’identité, cit., p. 18:«Si, en los años sesenta [del siglo XX], el cuerpo todavía encarnaba la verdad del sujeto,su estar en el mundo, hoy en día no es nada más que un artificio sometido al diseñopermanente de la medicina o de la informática. En otro tiempo era el soporte deidentidad personal; ahora, su estatuto acostumbra a ser el de un simple accesorio».

156. Luhmann, Sistemas sociales, cit., p. 230, mantiene la neutralidad ideológicadel deporte. «El deporte no necesita ni soporta ninguna ideología (lo que, sin embar-go, no excluye el que se abuse de él políticamente). Presenta al cuerpo de una maneratotalmente inédita y legitima el comportamiento respecto del propio cuerpo medianteel sentido del cuerpo mismo».

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6.3.4. El cuerpo y el ruido

«El silencio eterno de estos espacios infinitosme espanta» (B. Pascal).

«El espacio del espíritu, allí donde puede abrirsus alas, es el silencio» (A. de Saint-Exupéry).

No hay duda de que el ruido se ha convertido en uno de los mayoresproblemas de la sociedad de nuestros días. «La historia de la Moderni-dad, e incluso tal vez de toda la civilización, podría ser interpretadacomo la historia de la propagación apasionada y sin pausa de rui-do»157. O, diciéndolo de otra manera: el silencio se ha convertido enun bien sumamente escaso y precario. Osaríamos decir que el silencioes una de aquellas realidades que, como una especie gravemente ame-nazada de extinción, casi se ha esfumado del todo de la parte habitadadel planeta Tierra158. Es posible constatar que el único silencio queconoce la «ciudad comunicacional» es el de la avería, el fallo mecánicode los sofisticados instrumentos utilizados para la información o elcolapso, por aumento del ruido, de las vías de comunicación. Casicomo si se tratara de un «destino», la Modernidad lleva con ella elruido (Le Breton). Según nuestra opinión, la ubicua presencia delruido en nuestra sociedad posee una excepcional importancia antro-pológica, que afecta de una manera muy profunda y negativa al cuer-po humano, a su calidad de vida, al equilibrio crítico y emocional quedebería tener su paso por este mundo159. Para muchos, por ejemplo, la«música ambiental» de los lugares públicos y de las pausas telefónicasse han convertido en una especie de arma eficaz contra ciertas fobiasdesencadenadas por el silencio, contra la inquietante ausencia de lafalta de ruido. Cada día son más los que encuentran insoportable el

157. Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., p. 49.158. Véase M. Picard, Die Welt des Schweigens [1948], München/Zürich, Piper,

1988; L. Jiménez, «Pedagogía del silencio», en Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, I,Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986, pp. 581-582; M. Baldini, Le paroledel silenzio, Torino, Paoline, 31989 (con una interesante antología de textos sobre elsilencio); Wils, o.c., pp. 49-53; D. Le Breton, El silencio, Madrid, Sequitur, 2001, pp.116-120.

159. Sobre el cuerpo y el silencio, véase A. Neher, L’exil de la parole. Du silencebiblique au silence d’Auschwitz, Paris, Seuil, 1970; N. Luhmann y P. Fuchs, Reden undSchweigen, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1992; Jiménez, o.c., pp. 579-596; Le Breton,Anthropologie du corps, cit., pp. 110-114; íd., El silencio, cit., passim; F. Bárcena, Laesfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz, Barcelona, Anthropos,2001, esp. pp. 181-191.

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«reposo sonoro»: no pueden privarse de una intensiva invasión ruido-sa seguramente con la intención de no escucharse a sí mismos, desilenciar los interrogantes decisivos de la existencia humana, de con-fundir y de fundir las demandas del otro con los ruidos crepitantes deun entorno que ya no «canta la gloria del Señor».

Se ha señalado que, actualmente, una de las causas más corrientesde estrés es el «descontrol sonoro» que, de una manera creciente, seexperimenta en nuestras ciudades y pueblos. A menudo, todo ofrecela impresión de que la realidad se está deshaciendo en un acervo dedeshilachados fragmentos visuales y auditivos, los cuales, a causa de lasobreaceleración temporal a la que se encuentran sometidos, resultaimposible armonizarlos y, mucho menos aún, interpretarlos como untodo coherente y con algún tipo de finalidad160. Entonces, comoconsecuencia inevitable, la capacidad sintética de los sentidos huma-nos de la mujer o del hombre concretos se desintegra de una manerafatal e irreparable161. Fácilmente puede observarse que la actual vidasocial posee un trasfondo sonoro que acompaña constantemente nosólo a la actividad cotidiana del ser humano, sino incluso a su descan-so (?) nocturno. Sobre todo en las grandes ciudades, muy a menudo,las mismas viviendas se han convertido en unas meras cajas de reso-nancia del ensordecedor ruido de plazas y calles. En cualquier caso,convendría fijarse en el hecho de que, a la inversa de lo que acontececon la vista, el ser humano nunca puede llegar a cerrar completamenteel oído. En efecto,

la oreja no conoce límites, la oreja piensa en sonidos, la oreja piensaen rimas, la oreja piensa en espacios lingüísticos, se piensa ella mismapor medio de espacios intermedios, de espacios de movimiento, seimagina espacios libres, abre espacios del mundo, la oreja emite, laoreja recibe162.

160. «El silencio es actualmente el único fenómeno que es ‘sin utilidad’. No esacomodable al mundo de la utilidad de hoy, sencillamente está aquí, no parece quetenga ningún otro objetivo, nadie puede servirse de él» (Picard, o.c., p. 12).

161. Véase lo que hemos expuesto sobre el cuerpo humano y la capacidad sintéticade los sentidos corporales del ser humano en 5.3. Habría que tener bien presente que,de acuerdo con la opinión de Maurice Merleau-Ponty, «toda la filosofía es lenguaje,pero consiste en el reencuentro del silencio» (cit. Baldini, o.c., p. 8). «El silencio seimpone por él mismo en el centro de la reflexión filosófica como la condición, elsometimiento y el alma del pensamiento que se interioriza […] Todo proyecto filosó-fico podría ser apreciado en función del lugar que, implícita o explícitamente, se con-cede al silencio» (J. Rassm, cit. Baldini, o.c., p. 356).

162. P. Weber, Der Wettermacher, cit. Wils, o.c., p. 50.

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A comienzos del siglo XX Rainer Maria Rilke, con su innegablesagacidad, ya se hacía eco de los insoportables ruidos nocturnos deParís:

¡Mira que no poder dormirme con la ventana abierta! Los tranvíasatraviesan, ruidosos, mi habitación. Me pasan automóviles por enci-ma. Se cierra una puerta. En un lugar u otro un cristal cae al suelo:siento las risotadas de los trozos, la sonrisa bajo la nariz de las astillas.De pronto, un ruido sordo, ahogado, que viene de la otra parte,dentro de la casa. Alguien sube las escaleras. Se acerca, se acerca cadavez más. Está aquí, está aquí un momento, se va. Y otra vez la calle.Una chica grita: «Ah, tais-toi, je ne veux plus». El tranvía corre alboro-tado, pasa de largo, más allá de todas las cosas. Alguien grita. La gentecorre, se tropiezan entre sí. Un perro ladra. Qué respiro: un perro.Hacia la mañana hay incluso un gallo que canta, y es un bienestarinfinito. Entonces me duermo, todo de una»163.

También en la Praga de los primeros años del siglo XX, en unaciudad que comenzaba a ser invadida por el ruido del tránsito y delrugir ciudadano, Franz Kafka manifestaba su profunda fascinaciónpor el silencio:

Ahora, las sirenas tienen un arma aún más temible que el canto, asaber, su silencio. No se ha dado ciertamente nunca el caso, quizásimaginable, no obstante, de que alguien se salvase de su canto; de susilencio, sin embargo, seguro que no se ha salvado nunca nadie164.

En el momento presente, prácticamente, no hay lugares inmunesal ruido, el cual se ha convertido en una de las formas de polución másinsidiosas engendradas por la Modernidad. El actual destierro delsilencio no tendría que sentirse como un acontecimiento pasajero queafecta al ser humano tan sólo superficialmente, sino como algo quemina radicalmente su misma humanidad y amenaza de una maneradrástica la cualidad de su presencia en el mundo165. No hay duda de

163. R. M. Rilke, Els quaderns de Malte Laurids Brigge, traducción y prólogo de J.Llovet, Barcelona, 21991, pp. 17-18.

164. F. Kafka, Narracions completes, II, traducción de J. Murgades, Barcelona,Quaderns Crema, 1982, p. 321. No hay que olvidar que Kafka puede ser consideradouna de las grandes víctimas del ruido del primer tercio del siglo XX. «Estoy sentado enmi habitación, que es el cuartel general del ruido de toda la casa» (F. Kafka, cit. LeBreton, El silencio, cit., p. 116).

165. «El silencio interior significa que cada cosa se encuentra en su lugar, todacosa está en la escucha. El silencio varía de intensidad y el silencio completo dura pocoporque sería la muerte. Dura poco, pero ¡qué joya en estos momentos en los cualestodo se encuentra en la escucha!» (I. Silone, cit. Baldini, o.c., p. 126).

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que la falta de silencio constituye un grave obstáculo (a menudoequivalente a la misma imposibilidad) para acoger al otro, para esta-blecer vínculos de comunión, para actualizar con él la praxis de lasimpatía, para conectar dialogalmente, porque el auténtico diálogo seafirma sobre la base del silencio. En el fondo, el cuerpo «determina-do» por el ruido es un cuerpo alienado, «fuera de sí», el cual, utilizan-do el lenguaje de Gabriel Marcel, se muestra entonces totalmente«vacío» de contenidos humanos y, por eso mismo, completamenteinsensible al misterio del otro166. Para el filósofo francés, puesto que elruido acostumbra a ser la disonancia en estado puro, el silencio es laclave imprescindible para que el ser humano llegue a una reconcilia-ción entre la «exterioridad» y la «interioridad», que sin cesar hay querehacer. De esta manera puede alcanzar la consonancia armónica conel objeto de su deseo y de su búsqueda. En 1948 Max Picard ponía derelieve que «el silencio es una estructura fundamental del hombre»,absolutamente imprescindible para su salud física, psíquica y espiri-tual167. Así mismo no hay duda de que hay que distinguir cuidadosa-mente entre el «mundo del silencio» y el «mundo del mutismo»168.Este último es el ámbito de la reclusión del yo en el ámbito de ladispersión, de la insignificancia y la banalidad, mientras que el «mun-do del silencio» es el verdadero «inter-mundo» de la responsabilidadética y de la intersubjetividad comunicativa, las cuales son las auténti-cas creadoras de comunidad y de comunión entre los seres humanos.

Evidentemente, el silencio nunca debería ser una finalidad en sí,ya que el silencio, como apuntaba Léon Bloy, es la «verdadera patriade la palabra», que configura el marco pertinente del decir y deldecirse del ser humano169. Aunque la ideología moderna de la comu-

166. Queremos insistir en el término «misterio» tal como lo utiliza Gabriel Mar-cel. No se trata de una referencia dogmática o teológica, sino de aquel «más allá» quese encuentra al margen de la problematización y la objetivación habituales, es decir,que nos es trascendente.

167. Picard, o.c., p. 9.168. Véase Le Breton, El silencio, cit., pp. 70-73, 113-115. «Si el silencio ayuda a

comprender cuando nutre una reflexión personal que acaba revirtiendo en el discurrirde la conversación, el silencio impuesto por la violencia suspende los significados,rompe el vínculo social. Si la dictadura aplasta la palabra en su origen, la Modernidadla hace proliferar en medio de la indiferencia después de haberla vaciado de todo sig-nificado» (ibid., p. 5).

169. Hace unos pocos años, Jacques Ellul, siguiendo algunas intuiciones de Kier-kegaard, ponía de relieve que, en nuestra sociedad, a causa del vertiginoso aumento delos ruidos de toda clase, se estaba produciendo una profunda desarticulación y unenvilecimiento casi irreversible de la palabra humana, la cual, como consecuencia detodo eso, se convertía en una palabra cautiva y humillada (véase J. Ellul, La parolehumiliée, Paris, Seuil, 1981).

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nicación acostumbra a rechazar sin contemplaciones el silencio comosi se tratara de una falta o de un desconocimiento imperdonables yfatales, no hay auténtica palabra sin silencio, porque el silencio cons-tituye justamente el imprescindible incremento humano y humaniza-dor de la comunicación humana, lo que le confiere cualidad y lamantiene en el ámbito de la auténtica comunión170. El silencio, portanto, es un aspecto fundamental e irrenunciable del ser humanocomo homo loquens. «La palabra es como un hilo muy fino que vibraen la inmensidad del silencio»171. O, como lo expresa Fernando Bár-cena, «el silencio es, en parte, una preparación de otra cosa quevendrá después […] es tutear al mundo sin palabras»172.

Porque son «espíritus encarnados», el hombre o la mujer concre-tos han de buscar incansablemente la armonía entre la interioridad yla exterioridad, entre el silencio y la palabra, entre la contemplación yla acción (de acuerdo con una expresión recurrente en nuestra tradi-ción). Y de ahí se deduce la urgencia actual de una adecuada pedagogíadel silencio y de la palabra que amaestre al ser humano a fundamentarla palabra en el silencio y el silencio en la palabra.

6.3.5. El cuerpo envejecido

«Un presentimiento de dolor y de fugacidad quesurge de mi sangre» (Hermann Hesse, 1920).

Un viejo adagio medieval castellano expresaba la innegable caducidaddel ser humano de una manera insuperable: «Lo nuestro es pasar»173.Para todas las «estructuras de acogida» de una manera aún mucho másdecisiva para la codescendencia (la familia)», la inevitabilidad delenvejecimiento del cuerpo humano, es decir, su progresiva decaden-

170. Véase Le Breton, El silencio, cit., pp. 11-13.171. Le Breton, o.c., p. 7. «Tenemos que considerar que la palabra antes de ser

pronunciada, este fondo de silencio que siempre la rodea y sin la cual no diría nada;tenemos que desvelar los hilos del silencio que se entrelazan con ella» (M. Merleau-Ponty, cit. Le Breton, o.c., p. 11). Creemos muy sugerente la afirmación de Bárcena,o.c., pp. 182-183: «Si el silencio fuera el callar absoluto no sería ni tan sólo pensable;es este momento que viene después de todos los momentos, este acontecimiento pos-terior a todos los acontecimientos y del cual ni tan sólo tenemos conciencia ni pode-mos aspirar a tenerla, excepto de imaginárnosla: el momento o el suceso de la muertecomo silencio absoluto o final, como callar eterno, como mutismo permanente, másallá de la vida humana».

172. Bárcena, o.c., pp. 182-183.173. Sobre el envejecimiento, véanse las importantes reflexiones de V. Jankélé-

vitch, La muerte, Valencia, Pre-Textos, 2002, cap. IV.

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cia, posee una indudable importancia, ya que, con mucha frecuencia,es en el hogar donde este «cuerpo-envejecido-a-causa-del-paso-del-tiempo» se muestra con toda su complejidad, e incluso muy a menudocon un indudable dramatismo. Creemos que una reflexión sobre labrevedad del tiempo del que dispone el ser humano, tal y como, porejemplo, la propone Daniel Innerarity, puede ayudar a instituir algu-nos criterios que hacen posible un aumento de calidad en las relacio-nes humanas174. En efecto, el ser humano siempre es un huésped, queha de vivir con las condiciones impuestas a los huéspedes: provisiona-lidad, éxodo, el «día a día», nostalgia. «El hombre es un animalprovisional, que acaba antes de tiempo de la misma manera que habíacomenzado muy tarde»175. Hay que tener muy en cuenta aquello que,en la obra de Hermann Kasack Die Stadt hinter dem Strom, el secreta-rio del reino de los muertos, con una leve sonrisa, le dice al archiverode la ciudad: «En vida, usted no es otra cosa que un muerto devacaciones».

A menudo, la ruptura de la convivencia de muchas familias tienecomo fundamento la incapacidad de aceptar plenamente la corporei-dad de sus miembros. En el seno familiar, aceptar cotidianamente lacorporeidad del otro significa acoger su cuerpo en la continua movili-dad espacial y temporal a la que se encuentra sometido. Significa, enúltimo término, acoger un cuerpo que indefectiblemente envejece y seprepara, o se tendría que preparar, para la muerte. La espaciotempo-ralidad del ser humano impone una ley inexorable y sin excepciones:el envejecimiento, el pasar, la pérdida de la «flexibilidad vital», unprogresivo estado de dependencia, el olvido176. El cuerpo, a causa delas múltiples historias y peripecias de nuestra biografía, se encuentraexpuesto al «desgaste» que inevitablemente provoca el paso del tiem-po, el cual tiene a la muerte como la última estación de su peregrina-je177. De hecho, el envejecimiento no es nada más que una «muertediluida» (Jankélévitch).

De una manera o de otra, la muerte se hace presente en todas lasetapas de la vida humana por medio del inexorable paso del tiempo, el

174. Véase Innerarity, Ética de la hospitalidad, cit., pp. 99-115 («Homo brevis.Ética de la duración, el cansancio y el fin»).

175. Ibid., p. 105.176. Hermann Hesse ve un aspecto muy positivo en el olvido de los ancianos. «La

vejez tiene muchos pesares; pero también sus gracias, y una es esta capa protectora delolvido, de cansancio, de liberación, que crece entre nosotros y nuestros problemas ysufrimientos. Puede ser inercia, esclerosis, desagradable indiferencia, pero tambiénpuede ser, iluminada de una manera un poco diferente por el instante de lucidez,serenidad, paciencia, humor, alta sabiduría y tao» (Hesse, o.c., p. 59).

177. Véase lo que exponemos más adelante sobre la muerte.

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envejecimiento. Ahora bien, el envejecimiento, como todo aquelloque hace referencia a la existencia humana, es una realidad marcadapor la ambigüedad. Siempre y en todas partes, como ha escrito JeanAméry, sea hombre o sea mujer, la relación del individuo que envejececon su propio cuerpo es ambigua, siempre cabe concretarla y contex-tualizarla de nuevo porque siempre somos, al mismo tiempo, los queya hemos sido y los que vamos siendo. Eso, como es suficientementeconocido, nos causa perplejidad y angustia. Nadie acepta el envejeci-miento como una «condición normal» de la existencia humana. Nadiequiere ser viejo, nadie quiere morir. Muy a menudo, más allá de laevidencia cotidiana, estamos existencialmente convencidos de queenvejecer y morir sólo son cosas de los otros178. Cada vez más intensa-mente, el ser humano que envejece, continúa diciendo Jean Améry,experimenta su propio cuerpo como una masa amorfa, y menos comoenergía y dinamismo creadores, con flexibilidad física y mental paraadaptarse a las nuevas novedades y a las sorpresas del tiempo presen-te179. La persona que envejece percibe cada vez más intensamente sucuerpo como una carga, como una funda que, poco a poco, se vaconvirtiendo en superflua, como un continuo de férreas imposicionesrestrictivas que le vienen marcadas desde el exterior como una especiede destino ineludible y que, muy a menudo, la limitan de una manerainexplicable y, a menudo incluso, angustiosa y deprimente. En elenvejecimiento, como consecuencia de un proceso de progresiva in-movilización, el cuerpo puede convertirse en una temible y oscuraprisión: reumatismo, artritis, dificultades respiratorias y cardiacas,cansancio, pérdida de la agilidad mental, pesadez al caminar: todo unconjunto de obstáculos insuperables y de dolencias con las que, porregla general, nunca contamos por anticipado. Jean Améry, utilizandoun lenguaje científico, un lenguaje, como él mismo dice, «alegórico»para describir el envejecimiento del cuerpo humano, escribe:

En el envejecimiento yo soy mediante mi cuerpo, y en contra de él; enla juventud, yo estaba sin mi cuerpo y con él. Cuando supere el estadodel envejecimiento y entre a formar parte del ejército de los viejos,

178. Véase J. Améry, Revuelta y resignación. Acerca del envejecer, Valencia, Pre-Textos, 2001, pp. 48-49. En un sentido bastante diferente, véase H. Hesse, Elogi de lavellesa [1952], edición de V. Michels, traducción de M. Ollé, Barcelona, Empúries,2001. Hay que tener presente que lo que se detecta a través de la lectura del libro deHesse expresa más concretamente una situación ideal, ciertamente deseable, que, des-graciadamente, no acostumbra a ser frecuente en los cada vez más numerosos ancianosde nuestra sociedad.

179. Améry, o.c., p. 55.

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seré tan sólo cuerpo y nada más, cuerpo como progresiva pérdida deenergía y como aumento de sustancia: hasta que, en el momento en elcual incluso la sustancia llegue a descomponerse en sus elementos, yoya no seré yo ni ninguna otra cosa180.

En el envejecimiento vamos convirtiéndonos en unos extraños denuestro propio cuerpo y, en nuestra casa, entre los de nuestra propiaparentela; parece como si ya no nos reconociésemos a nosotros mis-mos porque nos hemos quedado estancados en nuestra imagen corpo-ral del tiempo en el que éramos jóvenes y las limitaciones de la vida noeran nada más que unas meras palabras vacías. «La edad se apodera denosotros por sorpresa», manifestaba Goethe. Y, por su parte, LouisAragon escribía: «¿Pero qué ha pasado?: la vida, y soy viejo». Cierta-mente, envejecer es un arte muy difícil, porque, como apunta Hesse,«casi siempre tenemos el alma demasiado avanzada o atrasada enrelación con el cuerpo, y para corregir estas diferencias son necesariasaquellas sacudidas de nuestro ánimo vital más íntimo, aquel temblor yaquella angustia en las raíces que nos sobrevienen de vez en cuando enforma de momentos clave de la vida y de enfermedades»181.

Cuando envejecemos de una manera que no tiene parangón conla juventud, hemos de convivir día a día con la presencia de la muerte,y eso, no hay duda, en las actuales circunstancias, acostumbra a resul-tar enormemente difícil de aceptar porque, como decíamos antes,ahora mismo, en términos generales, las «estructuras de acogida» —ymás concretamente la «condescendencia» (familia)— se encuentranen un momento de desestructuración simbólica y axiológica y depérdida de la eficacia de su capacidad acogedora, lo que implica que,con mucha frecuencia, se mueven en un mundo que ha perdido, almenos ha olvidado, de un lado, las referencias simbólicas y, de otro,las dimensiones sapienciales de la existencia humana.

El poeta Pere March apuntaba que «en el momento que se nace seempieza a morir…». La tangibilidad del morir irrumpe con una evi-dencia sin paliativos cuando justo el ser humano comienza a tomarconciencia de su envejecimiento, es decir, cuando, para él, las posibi-lidades de futuro se vuelven cada vez más migradas, restringidas y pro-blemáticas. Entonces, ciertamente, algunos fragmentos del pasado se

180. Ibid., p. 56. A menudo con la vejez sucede aquello mismo que nos pasa conrelación con el morir: los vemos como algo que afecta exclusivamente a los otros, locual significa que, durante la vida, no se realiza (además, no está nada bien visto) unaprendizaje para superar estas dos inevitables etapas de la existencia humana de unamanera humana y humanizadora.

181. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 67.

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le hacen presentes «a veces, obsesivamente presentes», pero, al mismotiempo, también acostumbra a interrumpir una especie de desazónaguda por un pasado perdido (Proust), cuya memoria resta definitiva-mente irrecuperable, clausurada y sin referencias al presente de la pro-pia existencia. En cualquier caso, sin embargo, pese a todos los esfuer-zos, a aquel pasado que ha ornado con todos los oropeles de la «edadde oro» ya no le es posible regresar, porque la auténtica recuperacióndel pasado siempre es una función del presente.

El hoy parece lejos del ayer,y aquello olvidado hace mucho tiempo parece cercano,el mundo primigenio y el tiempo de los cuentosson un jardín abierto, allá182.

Difícilmente el ser humano puede «hacer marcha atrás». Siempre,de una manera o de otra, se ve constreñido a «dar marcha haciadelante». El pasado inaccesible e inmune a los estragos del tiempo, sinembargo, acostumbra a ser el lugar donde el que envejece sitúa el«paraíso», su paraíso, cerrado y clausurado por siempre, con el «ángelde la muerte» por guardián, de tal manera que entonces empieza aexperimentar como una realidad cada día más cercana y palpable laspalabras del poeta Jorge Manrique:

A nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor.

Por eso, con algunas excepciones ciertamente ejemplares, el en-vejecimiento consiste en contar exclusivamente con «el día a día»(«mañana será otro día*»), porque del pasado sólo se acostumbra aretener los restos inconexos de un naufragio demoledor, y del futuro,ya se ha perdido la esperanza de protagonizarlo de una manera o deotra. En su pesado «día a día», el que envejece puede sentir la tenta-ción de encontrarse trágicamente desgarrado entre la nostalgia de unpasado, definitivamente perdido y anclado «antes del tiempo», y laangustia de un futuro, totalmente inabarcable y «sin tiempo»183.

No cuesta nada ver que, muy a menudo, el anciano lleva su cuer-

182. Hesse, «Agusar l’oïda», en Elogi de la vellesa, cit., p. 8.* En el original catalán: «qui dia passa, any empeny» (N. del T.).183. A menudo, nos hemos hecho eco de la sobreaceleración del tiempo como de

una de las características antropológicas más notables del momento presente. Cree-mos, como escribe Hesse, que «para que la historia mantenga islas de paz y sea sopor-table, conviene siempre, como fuerza contraria, el retraso y la conservación; este deberrecae sobre los eruditos y los viejos» (Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 38).

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po como un estigmatizado. Ante el ineludible y reversible envejeci-miento que experimenta el ser humano, todas las sociedades, antiguasy modernas, con unos tonos más o menos angustiosos, han manifesta-do una enorme perplejidad. Ahora bien, en las sociedades premoder-nas la vejez, considerada como la sede privilegiada de la sabiduría ydel conocimiento de las verdaderas dimensiones de la vida, acostum-braba a disfrutar de una especial consideración y de un respeto ilimi-tado184. La vejez era la edad de la ejemplaridad. En cambio, en laModernidad, que se ha entendido a sí misma como «categoría de fu-turo y de cambio», la vejez (como la misma muerte), cada vez másintensamente, se considera como «algo» definitivamente «caducado»,ineficaz y sin sentido, como un estorbo que hay que esconder de lavida pública porque no constituye ningún tipo de modelo o de ejem-plo para la vida cotidiana. Por eso no puede causar extrañeza quemuchos vean la vejez como un «continente gris», desorientado y per-dido en medio de una Modernidad obsesionada por todo aquello queposee una apariencia juvenil y una especie u otra de tensión frente alfuturo. En nuestras sociedades el viejo, poco a poco, se ve constreñidoa abandonar (convirtiéndose, entonces de verdad, en un «de-functus»)el campo simbólico, hecho de rememoraciones y de anticipaciones,que es lo que, en realidad, hace posible que el ser humano se instalesignificativamente en su espacio y en su tiempo185. No puede olvidar-se, como lo pone de relieve David Le Breton, que, en una sociedadobsesionada por el futuro,

la vejez manifiesta la precariedad y la fragilidad de la condiciónhumana; es el rostro de la alteridad absoluta. También es la imagenintolerable de un envejecimiento que se apodera de toda cosa en una

184. Véase Le Breton, o.c., pp. 147-148. Este autor afirma, contra el parecer demuchos, que, actualmente, la vejez y la muerte no son dos tabúes. Un tabú poseesentido social porque remite a algo situado más allá del orden ordinario de las cosas.Actualmente, tanto la vejez como la muerte constituyen propiamente el campo de la«anormalidad» social, de todo aquello que debe ser ignorado, escondido, porque noposee ninguna clase de valor para la sociedad (cf. ibid., p. 146).

185. La pérdida de la habilidad simbólica se encuentra acompañada por la debilidadde la memoria. No sólo ni primordialmente por el hecho de que el olvido que es carac-terístico de muchos ancianos, sino por el hecho de que no hay memoria anticipadora delfuturo (eliminación del «ausente futuro»). Muy a menudo, el anciano se limita a recor-dar no creativa, sino mecánicamente —popularmente decimos «como un disco raya-do»— algunos hechos de su vida. Entonces, a la «defunción» de la capacidad simbólica yde la creatividad de la memoria se le añade la defunción de la tradición como creación.Debería tenerse en cuenta aquella precisión de Marcel Lágaut: «Sólo el recuerdo permi-te que el ser humano entre en la comprensión de su existencia».

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sociedad que practica el culto de la juventud y que ya no sabe simbo-lizar el hecho del envejecimiento186.

Pese al descrédito de la vejez en la sociedad actual, la cual acos-tumbra a ir acompañada de una profunda desconfianza delante de lasabiduría como factor determinante para la vida humana, creemos que

ser viejo es una tarea igual de bella y sagrada que la de ser joven,aprender a morir y morir son funciones tan valiosas como cualquierotra —suponiendo que se hayan llevado a término con gran respetopara con el sentido y carácter sagrado de toda vida—187.

Es un dato muy elocuente por sí solo el que el anciano se ve re-ducido exclusivamente sólo a su cuerpo, un cuerpo inútil, que se haconvertido en un «no-sujeto», materia prima de geriátrico, en totaldependencia de otros. En un primer momento, este «paso» a la vejezresulta, al menos para uno mismo, casi insensible, como algo que nopuede ser, que nos sume en la perplejidad. «La vejez —escribe Simonede Beauvoir— es parcialmente difícil de asumir porque la hemosconsiderado siempre como una especie de extranjera: yo me he con-vertido en otro, mientras me mantengo yo mismo»188. Nuestra socie-dad, tan preocupada por desactivar la vejez de la vida cotidiana, nosabe educar a sus miembros a convertirse en ancianos, es decir, aintegrar existencialmente el hecho de que somos seres finitos y contin-gentes; esta educación implicaría, ciertamente, el descubrimiento delas fuentes de la sabiduría en la naturaleza, en uno mismo y en losotros189. En nuestra sociedad, sin embargo, la sabiduría, de la mismamanera que el silencio, es un bien sumamente escaso. A menudo —yesto es paradójico en una sociedad en la cual ha aumentado vertigino-

186. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 146; cf. ibid., cap. VII. Véase,además de este libro de David Le Breton, V. Madoz, 10 palabras claves sobre losmiedos del hombre moderno, Estella (Navarra), Verbo Divino, 1998, pp. 153-182.

187. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 52.188. S. de Beauvoir, La vejez, Buenos Aires, Sudamericana, 1970, p. 339.189. Conviene no olvidar la advertencia de Simone de Beauvoir: «Actualmente los

adultos se interesan por los viejos de otra manera: es un objeto de explotación. En losEstados Unidos sobre todo, pero también en Francia, se multiplican las clínicas, pen-siones de ancianos, casas de reposo, residencias, incluso ciudades y pueblos donde sehace pagar lo más caro posible a las personas de edad que tienen los medios necesariospara un confort y una atención que muy a menudo dejan mucho que desear» (Beau-voir, o.c., p. 262). Creemos que esta observación, hecha hace más de cincuenta años,constituye actualmente una desoladora realidad en nuestro país. Para darse cuenta deello sólo hay que lanzar una mirada superficial a una gran mayoría de geriátricos y deresidencias de la tercera edad.

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samente la esperanza de vida— parece como si la vida se acabara conla pérdida de las energías juveniles. No hay duda de que, en el mo-mento presente y sobre todo en el ámbito familiar, una de las causasmás importantes de los conflictos y de las desavenencias es que todo elmundo (abuelos, padres e hijos) quieren mantener actitudes y formasde vida de carácter francamente adolescente porque, en el mundo denuestros días, la adolescencia ha sido elevada a la categoría de para-digma supremo de lo humano190. Entonces, la vejez acostumbra aincluirse en una situación que casi es de «prehumanidad» o, tal vezmejor, de «posthumanidad». A partir de aquí, salvando todas lasdistancias y con las numerosas excepciones de rigor, el anciano —pen-semos, por ejemplo, en tantos y tantos centros geriátricos de nuestrosdías— es asimilado al encierro de los campos de concentración nazis,en los cuales se había programado detalladamente el paso del hombreal «ex hombre». Quizás sea un poco exagerado, pero parece un acon-tecimiento bastante evidente que, ahora mismo, muchos ancianos sonconsiderados y tratados, de hecho, como «ex hombres» y «ex muje-res». En nuestra sociedad, otra situación que, sin duda, adquirirá unasrepercusiones humanas y sociales cada vez más agudas y, casi siem-pre, con unas marcas francamente deshumanizadoras, será la jubila-ción. No puede olvidarse que la sociedad europea se encuentra fuer-temente marcada y determinada por el envejecimiento general de lapoblación. En el lejano 1680 Saint-Évremont ya escribía: «No haynada más corriente que ver a los viejos suspirar por retirarse, y nadaes tan raro entre los que se han retirado como que se arrepientan»191.

David Le Breton ha puesto de relieve que «el sentimiento deenvejecer proviene siempre de fuera, es la marca en uno mismo de lainteriorización de la mirada del otro»192. Revisar el viejo archivo defotografías que nos muestran un rostro que ya no es el nuestro, evocareste o aquel otro momento de nuestra juventud, comprobar las mar-cas que el paso del tiempo ha dejado sobre el cuerpo de los conocidos,volver a ver a alguien después de un alargada ausencia, constituyen elíndice infalible que nos informa de nuestro propio envejecimiento.Porque la vejez, más que ser un dato objetivo, un número de añosdeterminado, es por encima de todo un sentimiento, una especie de«reloj interior» que marca una hora que tan sólo conoce el hombre ola mujer que se han convertido en viejos. Otra característica suma-

190. En un pensamiento, Hugo von Hofmannsthal dice: «Hay algunas épocas enlas cuales existen demasiados infantes y demasiados ancianos inmaduros».

191. Saint-Évremont, cit. Beauvoir, o.c., p. 316.192. Le Breton, o.c., p. 154.

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mente negativa que pone de relieve el terrible estigma del envejeci-miento es, como señala Simone de Beauvoir, la impotencia para mo-dificarlo, para configurar alternativas realmente eficaces a la inexora-ble marcha del tiempo193. Actualmente, para un número importantede hombres y de mujeres, la vejez, habiendo dejado de ser la época dela sabiduría, se ha convertido en la época de la impotencia.

Con la marginación y el olvido del envejecimiento y la muerte, elhombre y la mujer occidentales actuales no muestran su profundareticencia a aceptar aquello que precisamente les ha hecho y les haceser seres de carne; seres que nunca podrán renunciar a la espaciotem-poralidad de su cuerpo.

Quisiéramos acabar este apartado con un texto, que nos pareceextraordinariamente evocador, de Hermann Hesse:

Es propio de los más viejos actuar con más libertad, más lúdicamente,con más experiencia, más benevolencia de la que puedan hacer losjóvenes. La vejez encuentra fácilmente que los jóvenes son precoces.Pero a la misma vejez siempre le gusta imitar los posturas y lasmaneras de la juventud; ella misma es fanática, ella misma es injusta,ella misma se cree la única poseedora de la verdad y se ofendefácilmente. La vejez no es peor que la juventud, Lao Tsé no es peorque Buda. El azul no es peor que el rojo. La vejez se verá limitada sólocuando se quiera hacer pasar por juventud194.

6.3.6. El cuerpo enfermo

En todas las épocas las inevitables consecuencias de la finitud huma-na —y de eso la historia ha ofrecido pruebas concluyentes— se con-cretan en la posibilidad de enfermar195 y en la inevitabilidad del mo-

193. Véase Beauvoir, La vejez, cit., pp. 332-333. Aquí debería tenerse muy encuenta la significación antropológica de las praxis médicas destinadas al enmascara-miento de la vejez corporal.

194. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., pp. 36-37.195. Sobre esta problemática, véase Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», cit.,

pp. 287-296; P. Laín Entralgo, La relación médico-paciente, Madrid, Alianza, 1983;M. Augé, «Maladie (Anthropologie)», en Encyclopaedia Universalis, XIV, Paris, 1990,pp. 338-340; Le Breton, Anthropologie du corps, cit., cap. IX; E. M. Cioran, «Sobre laenfermedad», en La caída en el tiempo, Barcelona, Tusquets, 1993, pp. 107-122; íd.,Antropología del dolor, cit., passim; Turner, The Body & Society, cit., pp. 197-214;Duch, Simbolismo y salud, cit., cap. V; Madoz, o.c., pp. 77-116; Morris, Illness andCulture in the Postmodern Age, cit., passim; F. Torralba, Antropología del cuidar, Ma-drid, Fundación Mapfre, 1998; F. Laplantine, Antropología de la enfermedad. Estudioetnológico de los sistemas de representaciones etiológicas y terapéuticas en la sociedadcontemporánea, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1999; Waldenfels, Grenzen der Nor-

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rir196. Creemos que con cierta razón Cioran considera a los enfermoscomo «seres separados», una de cuyas características más relevanteses la «apostasía de los órganos» que experimentan, los cuales, enton-ces, constituyen una especie de carne que se emancipa de la «norma-lidad» de la vida cotidiana197. Por su parte, Jean-Jacques Wunenbur-ger ha puesto de relieve que, en la Modernidad, «la enfermedad seconvierte en el resumen patético y no teórico del nihilismo euro-peo»198. Resulta bastante evidente que la enfermedad, como el restode factores de desequilibrio, «fustiga y aporta un elemento de tensióny de conflicto»199. Desde su peculiar perspectiva, el pensador rumanomantiene la opinión de que, mientras disfrutamos de buena salud, noexistimos o, por decirlo más correctamente, no sabemos experimen-talmente que existimos. «El enfermo suspira por la nada de salud, porla ignorancia de ser: se siente exasperado por saber en todo momentoque tiene todo el universo enfrente de él, sin ningún tipo de medio deformar parte de él, de perderse en él»200. Por todo ello creemos que latentación que constantemente asedia al enfermo es el llegar a creerque él mismo como enfermo es la enfermedad. No hay duda de quenunca tenemos plena conciencia de lo que es la salud si no es enrelación con la enfermedad. «De la enfermedad tan sólo se puedehablar significativamente cuando se la comprende como ‘contracon-

malisierung, cit., pp. 116-149; J. Coderch, La relación paciente-terapeuta. El campodel psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica, Barcelona/Buenos Aires/México, Pai-dós, 2001; Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., esp. pp. 119-140.

196. «Al menos en parte, en los tiempos postmodernos la muerte es un escándaloporque desenmascara la ilusión que podemos vivir por siempre (ever)» (Morris, o.c.,p. 15).

197. Véase Cioran, o.c., pp. 107-108. «Con tal de que la conciencia adquiera unacierta intensidad, conviene que el organismo sufra e, incluso, se disgregue: la concien-cia en sus orígenes es conciencia de los órganos» (ibid., p. 108).

198. Wunenburger, La vie des images, cit., p. 248. Desde la perspectiva de lasexpresividades pictóricas, este estudio de Wunenburger lleva a término una aproxima-ción muy interesante al cuerpo del enfermo (sufriente) en el arte moderno, el cual seha convertido en el «tema mayor» del arte contemporáneo. Ha tenido lugar una espe-cie de «idealización de lo feo (laid)»: «El cuerpo, incluso desfigurado por la violenciao la muerte, entra por medio de la representación artística en una nueva esfera, en lacual la brutalidad de los efectos cede paso a una sensibilidad, ciertamente contrastadae incluso ambivalente, pero siempre dominada y no convulsiva» (ibid., p. 246).

199. Cioran, o.c., p. 109; cf. ibid., pp. 110-111. No hay duda de que el pensa-miento de Cioran nos resulta extraño y, en muchos aspectos, inaceptable. Como, porejemplo, cuando afirma: «no hay que engañarse: la única igualdad que nos importa, laúnica de la cual somos capaces, es la igualdad en el infierno […] Todos los enfermosson sádicos, pero su sadismo es adquirido: ésta es su única excusa» (ibid., p. 112).

200. Ibid., p. 111.

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cepto’ (Gegenbegriff) de la enfermedad; y la enfermedad significa unanegación parcial de la naturaleza esencial del ser humano»201.

Es una evidencia que el empalabramiento de la enfermedad —elcuerpo enfermo— es una construcción histórico-cultural202. La antro-pología médica anglosajona, para designar los diversos aspectos de laenfermedad, dispone de tres términos: disease, illness y sickness203. Di-sease acostumbra a expresar «las configuraciones de las anormalida-des patológicas». Por el contrario, illness se refiere a las manifestacio-nes clínicas de la enfermedad (y del enfermar), que pueden serobservadas como síntomas (sensaciones subjetivas) o señales (hallaz-gos objetivos descubiertos por expertos). De aquí que illness tenga unirreductible componente social, el cual abarca al mismo tiempo las res-puestas subjetivas del paciente y los diagnósticos de los profesionalesde la medicina. En cualquier caso, sin embargo, la reflexión sobre elillness pone sobre la mesa tres importantes debates: 1) la relación en-tre naturaleza y cultura; 2) la relación entre el individuo y la sociedad;3) la relación entre la mente y el cuerpo. Por su parte, sickness expresaun estado no muy grave y mucho más indeterminado que el que ex-presa illness, como, por ejemplo, los mareos, las náuseas y, más gene-ralmente, el simple malestar. Según Jean Benoist, sickness vendría aexpresar «el proceso de socialización de la disease y del illness»204.

Dando un paso adelante, puede afirmarse que illness es un con-cepto evaluador de carácter enteramente social y práctico, mientras

201. Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», cit., p. 287. La salud se encuentraen el equilibrio de aquello que Tillich llama el «proceso de la vida», el cual abarca atodo ser humano y a sus relaciones con el entorno. El problema que, en el comienzo delos años sesenta del siglo XX, tan agudamente planteó este autor es: cómo será posiblela salud del individuo en el seno de una sociedad que no es precisamente una «sociedadsaludable» (gesunde Gesellschaft) (Tillich, o.c., pp. 292, 294).

202. Sería conveniente referirse aquí al «cuerpo torturado», el cual también es unaconstrucción históricocultural. Sobre esta problemática, tan trágicamente actual du-rante todo el siglo XX y también en este comienzo del siglo XXI, véase W. Sofsky, Traitéde la violence, Paris, Gallimard, 1998; A. Glucksmann, Dostoievski en Manhattan,Madrid, Taurus, 2002. La tortura no es un duelo ni tampoco una prueba de voluntad,sino un método —a menudo, «científicamente» infalible— para gobernar cuerpos yalmas, reduciendo, «desconstruyendo» a los seres humanos, que, de esta manera, seconvierten en ex hombres o en ex mujeres (cf. Glucksmann, o.c., pp. 115-119). «Todoel que ha ejercido, aunque sea tan sólo una vez, un poder ilimitado sobre el cuerpo, lasangre y el alma de su semblante se vuelve incapaz de controlar sus sensaciones. Latiranía es un hábito dotado de extensión. Gracias al hábito, el mejor de los hombrespuede endurecerse hasta convertirse en una bestia feroz» (F. Dostoievski, Los demo-nios, cit. Glucksmann, o.c., pp. 118-119).

203. Sobre esta problemática, véase Turner, Body & Society, cit., pp. 178-179,198-201, 221-223; Laplantine, Antropología de la enfermedad, cit., pp. 18-22.

204. J. Benoist, cit. Laplantine, o.c., p. 20.

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que disease es un término neutro que se refiere a las distorsiones de unorganismo o, más técnicamente, a algunas deficiencias atípicas en sufuncionamiento tal como las describe y las interpreta el conocimientomédico. Vendría a ser, entonces, la «enfermedad-objeto» (Laplanti-ne). Resulta bastante evidente, por tanto, que illness sirve para descri-bir un fenómeno cultural desde la perspectiva subjetiva del ser huma-no, cuya naturaleza es su cultura propia. En cuanto a la disease, lascosas se complican porque no creemos que se trate de una «neutrali-dad» —un hecho plenamente «natural»— al margen de un tipo u otrode impronta cultural. En realidad, la disease no pertenece al orden delos facta bruta, sino que es la consecuencia de unas determinadasrelaciones, y toda relación, como es bastante conocido, es el productode unas clasificaciones bien concretas. No hay ningún tipo de duda deque en toda esta discusión podemos percibir con claridad las aporta-ciones que, en su día, hizo Michel Foucault. En su aproximación a lamedicina, el mérito del pensador francés fue que reconociera que loscambios de las formas de conocimiento de la enfermedad (disease)son debidos a unos determinados usos del poder (nacimiento de laclínica moderna, por ejemplo). Según Bryan S. Turner, que adoptaalgunos aspectos de la reflexión foucaultiana, la debilidad de la filoso-fía de la medicina es que, muy frecuentemente y muy fácilmente,separa la cuestión «¿Qué es la enfermedad (disease)?» de la cuestión:«¿Cuál es la función del conocimiento médico en el contexto de laprofesión médica?»205.

En relación con la clásica dicotomía «disease-illness» puede afir-marse que el primer término expresa la «enfermedad de base», que esla enfermedad que, indiscutiblemente, comparten todos los seres hu-manos por el hecho de ser fenómenos localizados en el mundo natu-ral, es decir, a causa de su condición finita y limitada. Toda enferme-dad (disease) se origina a partir de una gramática orgánica que escomún a todos los hombre y todas las mujeres. Ahora bien, el discursosobre la enfermedad (illness) —sobre el enfermar concreto de la per-sona— y la experiencia que hace el paciente son altamente variables ydependen, por un lado, de las posibilidades y los límites expresivos dela cultura en la cual se encuentra situado y, por otro, de su idiosincra-sia personal, de las variadas peripecias y experiencias de su vida. Poreso podemos afirmar que, mediante procesos de interiorización y deinterpretación, la enfermedad «externa» (disease) se convierte en unaparte de la cultura y de la personalidad de los individuos como ill-

205. Véase Turner, o.c., p. 200.

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ness206. Por eso mismo, las enfermedades concretas, a partir de ladisposición universal a la enfermedad que, desde el nacimiento hastala muerte, acompaña incesantemente a los seres humanos, son epoca-les y personales207.

Cuando disponemos de buena salud, prácticamente somos in-conscientes de ello, porque el bienestar no es nada más que un «noocultarse ni esforzarse» por uno mismo; en el fondo, se trata de un«estado de desobjetivación», ya que, por ella misma, la salud no llamala atención, es una especie de equilibrio o de armonía indefinibles, semantiene en la invisibilidad y, quizás, tan sólo da unas leves señales devida a través de una cosa bien sutil, tan poco precisa y objetivablecomo es el bienestar208. En cambio, la enfermedad siempre procede deuna especie de autoobjetivación, da lugar a unos inacabables procesosdescriptivos con la finalidad de ceñirla, acotarla y, de esta manera,poder combatirla mejor en la imaginación y en la realidad. Hans-Georg Gadamer escribe: «Casi me atrevería a afirmar que, en suesencia, la enfermedad constituye un ‘caso’», un azar imprevisto eimprevisible, una casualidad que irrumpe de repente en el entramado

206. Eso se aplica también a los profesionales de la medicina. «Cualquier médico,incluso en su práctica del diagnóstico, en el tratamiento que administra y obviamenteen su propia experiencia de la enfermedad, posee también una comprensión no(bio)médica de la patología y de la terapia. Enfrentado día a día con la enfermedad, nopuede tener acerca de ella un comportamiento estrictamente racional» (Laplantine,o.c., p. 21).

207. En su extraordinario estudio sobre la migraña O. Sacks, Emicrania, Milano,Adelphi, 1992, p. 347, pone claramente de relieve lo que hemos expresado en nuestrotexto. Escribe: «Hemos supuesto que si la migraña se basara sobre reacciones de adap-tación universales, cada paciente podría construir (y, seguramente, utilizar e interpre-tar) la propia superestructura de una manera diferente, de acuerdo con las propiasnecesidades y los propios símbolos. Ahora, en principio, podemos responder al dilemaque nos habíamos planteado antes de si la migraña es un fenómeno innato o adquirido.Es las dos cosas a la vez: en sus atributos fijos y genéricos es innato; en sus atributosespecíficos y variables es adquirido. De la misma manera, es innata la ‘gramática pro-funda’ que es universal en todas las lenguas (Chomsky), pero todo lenguaje particularha de ser aprendido. El moverse, en su nivel más elemental, es un reflejo espinal, peroes elaborado en niveles cada vez más elevados, de tal manera que, finalmente, pode-mos llegar a conocer a un individuo por su manera de caminar. De la misma manera,la migraña adquiere identidad de un estadio a otro, de tal manera que puede comenzarcomo un reflejo, pero puede convertirse en una creación».

208. Gadamer, o.c., pp. 130-131, cita el fragmento de Heráclito «La armonía ocultaes siempre más fuerte que la evidente», con tal de poner de relieve la característicafundamental de la salud. En la vida, justamente la función del dolor es señalar que seha producido una perturbación más o menos grave en el equilibrio del movimientovital en el cual consiste la salud (véase ibid., p. 124).

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de la vida cotidiana209. Y este «caso» que es la enfermedad, localizadaen un miembro concreto del cuerpo, acostumbra a «separarse», adesvincularse, de la persona concreta, y se trata como una piezaautónoma que hay que reparar, corregir o eliminar.

Hay que tener en cuenta que, desde la Antigüedad, muy a menu-do la enfermedad ha sido utilizada como metáfora politizada. Asímismo es innegable que, en el transcurso de los procesos culturales, hacambiado el objetivo concreto de la metaforización210. Así, por ejem-plo, la metáfora de la tuberculosis, la enfermedad elitista y a menudocon unas marcas poéticas de la época democrática (Heller y Fehér),ponía de relieve la existencia transitoria y vulnerable de una aristocra-cia cultural que tenía la desgracia de vivir en un «tiempo vulgar» y enun estado de progresiva masificación. En Thomas Mann (La montañamágica) la tuberculosis es vista como un impulso espiritual que nospermite abandonar la mediocridad de la condición material y materia-lista del presente. En la novelista Katherine Mansfield la tuberculosisse convierte en el símbolo de un mal todavía más profundo que lamisma enfermedad, el cual no se limita a destruir los pulmones, sino atodo el ser humano. En un segundo momento, en un mundo marcadopor el materialismo, la tuberculosis fue considerada como el caminode huida que se abría ante los individuos que experimentaban unaencendida pasión amorosa no correspondida211. Por medio de la pesteAlbert Camus evoca permanentemente en los lectores la ocupaciónnazi, el estado totalitario y las perspectivas de una tercera guerramundial212. La metáfora del cáncer, en cambio, se originó en lasprofundidades de la democracia de masas y se refería a aquellas perso-nas que habían estado «consumidas» por la tristeza y la crueldad de lasanónimas y burocratizadas sociedades modernas. El cáncer también

209. Ibid., p. 123. Este autor pone de relieve que el término «caso» es aquello quele toca a uno por azar en los juegos de la vida.

210. No hay duda de que aquí debería tenerse muy en cuenta, como una especiede contrapartida, la cuestión de la higiene, es decir, la problemática en el entorno de lasalud. Habría que referirse muy especialmente al nacionalsocialismo, que bien puedeser considerado como un «régimen higienista» de carácter naturista (véase Duch, Ar-mes espirituals i materials: Política, cit., pp. 91-136). En la actual política higienista delos Estados Unidos «con el notable precedente de la legislación en el entorno de la «leyseca» de los años veinte del siglo XX (la llamada dry decade)», no resulta en absolutodesencaminado ver una «valoración moral histérica, una tentativa (bio)política de res-tablecer la ‘salud’ en su posición central normativa» (Heller y Fehér, o.c., p. 76).

211. Heller y Fehér, o.c., p. 71, ponen de relieve que el socialismo proletario delsiglo XIX «robó» a los bohemios la imagen de la tuberculosis y la convirtió en unaexpresión de la condición de los trabajadores en el «capitalismo salvaje».

212. Véase Laplantine, Antropología de la enfermedad, cit., p. 33.

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puede ser la metáfora de los regímenes totalitarios y concentraciona-rios: así, llega a ser considerado como «enfermedad del alma»213. Nopuede olvidarse además que, en el lenguaje político y social, la metá-fora de la enfermedad, «sobre todo la del cáncer», muy a menudo,aunque no exclusivamente, ha sido utilizada por parte de algunosregímenes dictatoriales de derecha e izquierda, los cuales han concre-tado el «enemigo absoluto» que debería erradicarse para recobrar la«salud pública». Escribe Sunsan Sontag:

Decir de un fenómeno que es como un cáncer es incitar a la violencia.La utilización del cáncer en el lenguaje político promueve al fatalismoy justifica mesuras «duras» —además de acreditar la difusa idea queesta enfermedad es forzosamente mortal—. El concepto de enferme-dad nunca es inocente, pero cuando se trata del cáncer se podríasostener que en sus metáforas se encuentra implícito todo un genoci-dio214.

La metáfora de la sífilis, tal y como se presenta en la conocidanovela de Thomas Mann Doktor Faustus, fue interpretada como unasigla de la enfermedad físicomental que sufrían, a causa del impactodevastador de nacionalsocialismo, no sólo el protagonista, el compo-sitor Adrian Leverkühn (con unas indudables referencias al «casoNietzsche», por hablar como Karl Schlechta), sino también la granmayoría de la población alemana de los años treinta del siglo XX. En elmomento presente el sida acostumbra a aparecer como una metáforacompleja y polivalente. En los sectores reaccionarios de carácter su-puestamente religioso, por ejemplo, se le presenta como castigo deDios a causa de los excesos más repugnantes de una sociedad total-mente permisiva y sin ningún tipo de barrera moral. Desde una pers-pectiva muy diferente, el sida es entendido como la metáfora de unasociedad que ha confiado excesivamente en la ciencia y, ahora, seencuentra totalmente desvalida delante de ella y, de alguna manera, amerced de sus propios instrumentos tradicionales215. Eugène Ionesco(Rhinocéros) incluso crea el nombre de una nueva enfermedad —el«rinocerontismo»— con tal de dar fuerza a sus metáforas: se trata del

213. Véase F. Zorn, Bajo el sol de Marte, Barcelona, Anagrama, 1992.214. S. Sontag, La enfermedad y sus metáforas, Madrid, Taurus, 1996, p. 82. En

un escrito posterior, El sida y sus metáforas, editado conjuntamente con el escritoahora mismo mencionado, Susan Sontag pone de relieve el uso que las ideologíaspolíticas autoritarias (por ejemplo la de Jean-Marie Le Pen) hacen del sida (cf. ibid., p.144). Sobre la metaforización de la salud y de la enfermedad, véase Heller y Fehér,o.c., pp. 69-82.

215. Véase Heller y Fehér, o.c., p. 70.

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símbolo de la barbarie moderna, caracterizada por la omnipotenciade la ideología y el conformismo y la apatía de la mayoría de lapoblación216.

Desde perspectivas diferentes se ha observado que la literatura esimprescindible para la praxis antropológica. De una manera aún mu-cho más evidente lo es para la aproximación antropológica a la saludy la enfermedad217. François Laplantine afirma que «le impresionóespecialmente el rigor de la literatura en la descripción de las afeccio-nes patológicas. Ya se trate de la uremia en Proust y Martin du Gard,de la crisis de la hemoptisis en Catherine Mansfield, de la migraña deVirginia Woolf, de la crisis asmática en Raymond Queneau y de lasdiferentes fases de la evolución de la tuberculosis y la sífilis en ThomasMann, todos los autores muestran un interés por la precisión que nopuede dejar indiferente ni al cínico ni al etnólogo»218. Estamos con-vencidos de que los textos literarios (novelística y teatro sobre todo)pueden ser unos elementos muy importantes para la constitución, ladescripción y algún tipo de interpretación del imaginario colectivo dela salud y la enfermedad, ya que, de alguna manera, el escritor deficción, evidentemente, con el concurso de su huella personal, de susubjetividad fabuladora, se hace eco de las representaciones popularesde la salubridad y el enfermar —incluso con los ingredientes de irra-cionalismo y superstición que acostumbran a acompañar este tipo derepresentaciones— que tienen vigencia en su entorno. Entonces, comoya hemos señalado con anterioridad, en términos cotidianos y popula-res, la enfermedad (más que la salud), además de indicar un estadoconcreto de carencia y distorsión del sujeto humano (el enfermar), seconstituye en metáfora que ilumina y da vida a algunos aspectosquizás no muy visibles, pero al mismo tiempo muy reales, de unadeterminada sociedad humana. Por lo que se refiere a esto, la obra deMarcel Proust es ejemplar y posee unas marcas sencillamente geniales,y François Laplantine pone de relieve que

la originalidad de la comprensión literaria [para la praxis antropoló-gica] es precisamente la de no ser la simple reproducción de las ideasmédicas de una época dada […], sino que su interés reside en el hechode que ella es susceptible de enseñarnos simultáneamente otra cosaque la que nos enseña el clínico y distinta de la que aprendemoshabitualmente a partir de las entrevistas etnográficas o de las encues-tas sociológicas […] Nos enseña las interpretaciones de la enferme-

216. E. Ionesco, El Rinoceronte, Buenos Aires, Losada, 1962.217. Véase Laplantine, o.c., cap. II.218. Ibid., pp. 28-29.

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dad del sujeto en lo que tienen de aparentemente irracional en elámbito de la fantasía, del imaginario, del afecto y de las reacciones219.

Es un dato bastante evidente que, por acción o por reacción, en elenfermar del cuerpo humano siempre acostumbre a tener una decisivaimportancia la situación real de las «estructuras de acogida». Eso esespecialmente constatable en relación con la familia. En efecto, conmucha frecuencia, la enfermedad de una persona concreta no es sola-mente su enfermedad, sino que también es el fruto de las tensionesque se producen en el interior del grupo familiar. Éste muy bien puedeser considerado como un «tipo de engranaje afectivo» mediante elcual se satisfacen y se compensan un buen número de tensiones emo-cionales que se derivan tanto de la convivencia familiar como de lassituaciones de conflicto que nunca deja de presentar, a nivel indivi-dual y colectivo, la existencia humana220. De una manera u otra, este«engranaje afectivo» que es sobre todo la familia y, más secundaria-mente, las otras dos «estructuras de acogida», interviene en todo loque tiene algo que ver con la situación saludable y/o de caer enfermodel ser humano. Parece bastante indiscutible que, pese a todas lasformas del individualismo que proliferan en la sociedad actual, lapersona concreta se encuentra ubicada en una red de relaciones y enuna textura social, política y religiosa con niveles muy diversos, que lepermiten, si la salud de la familia, la ciudad o la religión se mantieneen términos aceptables, solucionar las tensiones y los conflictos que,desde del nacimiento hasta la muerte, siempre se hacen presentes enlas diversas etapas de la existencia humana. Hay que añadir que laconsideración del hombre o la mujer concretos vinculados con las«estructuras de acogida» como «engranajes afectivos» implica que,para bien o para mal, aquéllas no pueden ser imaginadas como meros«agentes externos» (nocivos o favorables), sino que, propiamente,forman parte del tejido más íntimo de la persona humana; su corporei-dad es en primer lugar familiar, pero es también política y religiosa.Por eso resulta evidente que, pese a la enorme variedad de situacionesy de trayectos biográficos, para las personas concretas la ciudad, lareligión y, mucho más decisivamente aún, la familia constituyen un«ámbito terapéutico» o, por el contrario, un «ámbito de enfermedad ydesestructuración».

Muy inteligentemente, Juan Rof Carballo habla de la «urdimbreafectiva» como núcleo central y determinante de todo grupo fami-

219. Ibid., pp. 32, 33.220. Véase, sobre todo esto, J. Rof Carballo, Violencia y ternura, Madrid, Espasa-

Calpe, 21991, pp. 296-299.

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liar221. Justamente esta urdimbre, en el tiempo, es la que otorga a lafamilia y también, según nuestra opinión, a las otras dos «estructurasde acogida», su carácter transaccional, transgeneracional, no sólo enun sentido horizontal, sino también en dirección vertical. Es aquí,creemos, donde, pese a los abusos con que frecuentemente se encuen-tra acompañado, interviene un factor de una innegable importanciapara la curación o la enfermedad de las personas. Nos referimos a latradición como «memoria rememorativa y anticipadora» que, de unamanera u otra, interviene en la configuración de la búsqueda deidentidad por parte de los individuos y grupos humanos222. Es induda-ble que, en el interior de la «urdimbre afectiva» que son las diversas«estructuras de acogida», con aquellos «engranajes afectivos» que sonpropios de cada una de ellas, se da, en el transcurso de la vida cotidia-na de individuos y grupos sociales, una tensión constante para labúsqueda de la identidad223. Una búsqueda de la identidad que nosiendo (como creemos que no es) un dato a priori, esencialmenteestablecida, puede dar lugar a procesos de curación o, por el contra-rio, de profundos y, con cierta frecuencia, irreversibles enfermamien-tos. Porque el ser humano, tal y como hemos puesto de relieve en elcapítulo anterior al comentar la octava elegía de Duino de Rilke,nunca deja de ser alguien que constantemente está despidiéndose,siempre se mantiene delante —gegenüber, dirá el poeta— de un hori-zonte que no hace nada más que retroceder sin respiro. La identidaddel ser humano —tal vez fuera mejor referirse a «nuestra identifica-ción»— es este horizonte móvil, en continuo estado de éxodo, quenunca llega a estabilizarse y a ofrecer una imagen bien acabada de élmismo. No hay duda, pues, de que toda existencia humana, desde elnacimiento hasta la muerte, es una lucha entre «procesos de identifi-cación» y «procesos de desidentificación»; o, diciéndolo de otra ma-nera, entre «cosmos» y «caos». Porque, como consecuencia de nuestrainsuperable condición histórica, cinética y flexible, la pregunta «¿quiénsoy yo?» siempre está en el aire, nunca dejamos de experimentar laurgente necesidad de identificarnos, constantemente sentimos resonardentro de nosotros el imperativo del oráculo de Delfos: «¡conócete a

221. Véase ibid., p. 298. Creemos que, con las oportunas correcciones, esta re-flexión también puede aplicarse a la corresidencia y la cotranscendencia.

222. Nos hemos referido extensamente a la problemática en el entorno de la me-moria en Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 108-224.

223. Sobre la cuestión de la identidad, nos ocupamos de ella con cierta extensiónen Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 111-125, 154-165. Desde una perspec-tiva propiamente terapéutica, véase Rof Carballo, o.c., pp. 299-306.

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ti mismo!». Y seguramente porque un aspecto esencial del contenidode este «¡conócete!», de este llegar a «conocerse», es «guarécete túmismo», vive en una trama familiar, política y religiosa configuradamediante relaciones saludables, que te ayudarán, pese a la imparablemovilidad de la vida, a desactivar el conflicto y restablecer la salubri-dad en medio de la vida cotidiana.

Desde los mismos orígenes de la humanidad, la enfermedad hasido —y continúa siendo— un desafío y un misterio constantes paralos seres humanos. Lawrence S. Sullivan lo expresa así:

Los orígenes míticos de la enfermedad y de la curación indican hastaqué punto la experiencia de la enfermedad y de la curación penetranen las profundidades de la cultura y de la condición humana. Por esomismo, no es nada sorprendente encontrar la imaginería de la enfer-medad en todos los niveles de la vida personal y social. Estos símbo-los, creencias y actos rituales sirven entonces como puntos de partidapara la comprensión de las situaciones históricas particulares y para lareflexión sobre la naturaleza humana224.

6.3.6.1. El dolor

«Los males de este mundo son más reales quesus bienes» (Bossuet).

Lo que más directa e implacablemente acostumbra a calificar el cuer-po enfermo es el dolor225. Ahora bien, es una constatación hecha milveces que, históricamente, el dolor, a pesar de su indudable carácterescandaloso y provocador, casi nunca ha sido tomado seriamente enla reflexión antropológica226.

224. L. E. Sullivan, «Diseases and Cures», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia ofHistory of Religion, IV, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 366-371.

225. Se acostumbra a hacer una distinción, muy imprecisa y sumamente lábil, en-tre «dolor» y «sufrimiento». El primer término se refiere a la dolencia de un miembroconcreto del ser humano, mientras que el segundo acostumbra a referirse a una situa-ción global y, según cómo, indeterminada del ser humano, que le afecta física, psíquicay espiritualmente, y que puede ser causa de «angustia». Aún podemos añadir un tercertérmino, «padecimiento» (con su sujeto humano correspondiente, el «paciente»), queacostumbra a designar el estado doloroso del ser humano, tanto provocado por eldolor como por el sufrimiento. No puede olvidarse la vinculación de «padecimiento»(del verbo latino patior) con «patíbulo». En nuestra exposición emplearemos los dostérminos sin seguir estrictamente la distinción citada.

226. Véase el estudio fundamental de J.-P. Wils Sterben. Zur Ethik der Euthanasie,Paderborn et al., Schöningh, 1999, esp. pp. 65-86. Véase, además, M. Scheler, Le sensde la souffrance, Suivi de deux autres essais, Paris, Aubier, s.a.; AA. VV., El dolor,

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Es una evidencia que se trata de un «dato universal», pero que,paradójicamente, sitúa al que sufre en un mundo cerrado, máxima-mente individualizado, extraño e inaccesible a los demás, y que invier-te al mismo tiempo la escala de valores y las jerarquías sociales,políticas y religiosas que tienen vigencia en una determinada socie-dad. El dolor delimita: constituye la señal inequívoca de la limitación,de la pasividad y de la vulnerabilidad que son inherentes a la condi-ción humana. El sufrimiento manifiesta abiertamente la total incapa-cidad de la voluntad humana para ir más allá de ciertos límites, para«salir del dolor». El dolor, no hacen falta explicaciones, es un univer-sal: desde el nacimiento hasta la muerte, acecha y acompaña al serhumano como su propia sombra. La innegable universalidad «estruc-tural» del dolor no dejará nunca de ir acompañada de una inevitableparticularidad «histórica»: cada sufriente es único en su experienciadel sufrimiento. Herman Hesse, refiriéndose a la manera de caminarde un grupo de enfermos de ciática, escribe que «cada uno de ellostenía una especialidad, su propia manera de sufrir»227. Además —yesto posee una importancia capital— el dolor anticipa la experienciade la muerte228.

El hombre nacido de mujer vive corto tiempo, y está atestado demiserias. Sale como una flor, y es cortado; huye como sombra, yjamás permanece en un mismo estado (Job 14, 1-2).

Madrid/Buenos Aires, Studium, 1953; F. J. J. Buytendijk, El dolor. Psicología-Fenome-nología-Metafísica, Madrid, Revista de Occidente, 1958; R. Russier, La souffrance,Paris, PUF, 21973; D. Bakan, Enfermedad, dolor, sacrificio. Hacia una psicología delsufrimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1979; AA. VV., Christlicher Glaubein moderner Gesellschaft, 10, Freiburg/Basel/Wien, Herder, 1980; E. Jünger, Sobre eldolor, Barcelona, Tusquets, 1995; F. Torralba, El sofriment un nou tabú, Barcelona,Claret, 1995; íd., Antropología del cuidar, cit., pp. 267-280 («Antropología del sufri-miento: el rostro amargo de la vida»); E. Ocaña, Duelo e Historia. Un ensayo sobreErnst Jünger, València, Alfons el Magnànim, 1996; íd., Sobre el dolor, Valencia, Pre-Textos, 1997; Le Breton, Antropología del dolor, cit., passim; Bárcena, La esfinge muda,cit., esp. pp. 168-181; R. Argullol, Davalú o el dolor, Barcelona, Quaderns Crema,2001; S. Natoli, L’esperienza del dolore. Le forme del patire nella cultura occidentale,Milano, Feltrinelli, 2002.

227. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 17.228. La palabra griega pathos expresa perfectamente el alcance del dolor. Inicial-

mente, al margen de la valoración positiva que se le pudiera conferir, esta palabrasignificaba el hecho de ser golpeado desde el exterior; después, este término adquirióuna valencia negativa y pasó a designar el sufrimiento, la desgracia, la pena. La desgra-cia y el sufrimiento son los golpeadores por excelencia. La virtud tradicional que hacíasoportable el dolor era la paciencia, de patior, que proviene del verbo griego paskho.

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A menudo se olvida que la enfermedad, abiertamente o de formaoculta, está presente en todos los momentos de nuestra vida, hasta enaquellos momentos de euforia y visión ilusoria y optimista sobrenuestras posibilidades. Además, es una evidencia incontestable que,de una manera u otra, siempre se encuentra conectado con el misteriodel mal229. Refiriéndose a su propia experiencia del dolor, RafaelArgullol escribe:

Paradójicamente, somos mucho más cuerpo a través del dolor. Sin él,casi podríamos calificarnos de puro espíritu. Me hacen gracia aque-llos que dicen que nunca han sentido el sufrimiento físico, porquerealmente es como si hubiesen vivido un espíritu sin cuerpo230.

David Le Breton pone de relieve que «el dolor es una experienciaforzosa y violenta de los límites de la condición humana, inaugura unmodo de vida, un encarcelamiento dentro de uno mismo que casinunca da tregua»231. El hombre nunca se encuentra tan solo comocuando es presa del dolor. En relación a esto, Virginia Woolf escribía:

Cuando se enamora, la más simple colegiala dispone de Shakespeareo de Keats para expresar sus turbaciones. Pero dejad a un hombre quesufre que intente describir su mal a un médico, y el lenguaje huye232.

Es algo incuestionable y, además, comprobado por cada ser hu-mano de tantas y tan diversas maneras, que, «en esta cadena de exá-menes que acostumbramos a llamar vida, el dolor es el examen másduro»233. En un contexto muy diferente Jean-Pierre Wils manifiesta:«En el dolor, el mundo llega a ser real, porque en él se manifiesta su

229. Véase Duch, «Símbol, salut, mal», en La substància de l’efímer, cit., pp. 71-118.

230. Argullol, Davalú o el dolor, cit. p. 10.231. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 33. Creemos que el estudio de

David Le Breton constituye la aproximación más exhaustiva no sólo al dolor, sino alos diversos ámbitos donde éste se manifiesta. Resultan especialmente interesantes loscapítulos que dedica a la construcción social del dolor y a los usos sociales del dolor.

232. V. Woolf, cit. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 48. No hay duda deque «el dolor acostumbra a ser un fracaso del lenguaje» (ibid., p. 43). Véanse los inte-resantes análisis literarios del dolor que presenta Wils, o.c., pp. 69-73. Desde la pers-pectiva de la psicofisiología, véase M. Fabré, «Una aproximación a la psicofisiologíadel dolor»: Aloma 3 (1998), pp. 23-32.

233. Jünger, Sobre el dolor, cit., p. 13. Sobre la relación entre el dolor y la concien-cia, véase Cioran, o.c., pp. 114-115; Wils, o.c., pp. 75-76. Gadamer, El estado ocultode la salud, cit., p. 92, afirma que, en todas las culturas «se sabe algo acerca del reco-gimiento interior provocado por el sufrimiento y el padecimiento del dolor».

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dureza (Schwere)»234. No hay duda de que el dolor es el rasgo másaberrante de la sensibilidad, pero, al mismo tiempo, es su coronamiento(Leriche). A menudo, de repente, el dolor lanza el cuerpo sufriente sobreél mismo sin las «precauciones», las medidas de seguridad y los velosque establecen las proximidades y las distancias en la vida «normal» y,entonces, se pone en evidencia de manera ruda que el mundo se haconvertido para él en una magnitud perdida, problemática e inaccesi-ble. Hace ya unos cuantos años, Buytendijk afirmaba que «sólo en eldolor experimentamos la escisión de las unidades orgánicas más origi-nales: la escisión entre la unidad de nuestro ser personal y nuestro sercorporal»235. Al mismo tiempo, sin embargo, y como consecuencia deeste haber sido lanzado sobre sí mismo, el sujeto doliente puede llevara término una reflexión en profundidad, puede poner sobre la balanzalas obviedades de la vida cotidiana y extraer de ellas consecuencias parael futuro, puede doblegarse sobre sí mismo de tal manera que, en últi-mo término, el sufrimiento puede convertirse en una nueva experien-cia de su humanidad. El filósofo francés Louis Lavelle encontraba unaspecto positivo en el dolor: «El dolor —afirmaba— da profundidad ala conciencia vaciándola de golpe de todos los objetos de preocupa-ción o de diversión que hasta entonces la llenaban»236. De todas mane-ras, para no caer en una perversa «hiperbolización del dolor», tan apre-ciada por algunas espiritualidades cristianas y no cristianas, hay quetener muy en cuenta la advertencia de Gabriel Marcel: «Vivo en unaespecie de tensión entre la voluntad que tengo de decir sí a mi sufri-miento y la impotencia en la que me encuentro de pronunciar este sícon una sinceridad total»237. No es discutible que el acceso del ser hu-

234. Wils, o.c., p. 75. «El dolor es también sombra y aviso de la muerte. En loslímites de la experiencia aparece la muerte como el término absurdo que no puede serpensado en consonancia con la vida […] El problema del dolor, como el de la muerte,es una cuestión de nuestra vida personal, que sólo en nuestra vida personal puedeencontrar una respuesta» (Buytendijk, El dolor, cit., pp. 39-40; cf. Le Breton, Antropo-logía del dolor, cit., p. 212).

235. Buytendijk, El dolor, cit., p. 37. «El sufrimiento transforma toda nuestrasensibilidad en vulnerabilidad, nos retrae, hace que se rompan nuestros vínculos con elmundo» (Bárcena, La esfinge muda, cit., pp. 169-170).

236. L. Lavalle, cit. Russier, La souffrance, cit., p. 89; cf. ibid., pp. 107-108. «Cier-tamente, nadie podrá obligarme a dar un sentido a mi sufrimiento; nadie podrá ense-ñarme que tiene un sentido cualquiera […] Pero esta significación yo puedo, en elfondo de mí mismo, intentar reconocerla y crearla. Empleo aquí indistintamente estosdos términos [reconocimiento y creación] que en este caso coinciden» (G. Marcel, cit.Russier, o.c., p. 88; cf. ibid., pp. 93-94).

237. G. Marcel, cit. Russier, o.c., p. 90. En este contexto creemos oportuno refe-rirnos a la actitud de Jesús de Nazaret ante el dolor, que no puede ser considerado un

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mano a la autoconciencia presupone la experiencia del dolor, pero nohay duda de que, cuando éste llega a superar ciertos límites, el sujetohumano puede desear ardientemente el retorno a la situación de susancestros preorgánicos, anhelando sumergirse en un estado precons-ciente que le ahorre cualquier tipo de experiencia y de reflexión sobresu situación dolorosa238.

Hay que ser conscientes de que los seres humanos, a pesar de estarconstantemente sometidos a «exámenes de dolor», nunca saben conuna total seguridad lo que es de verdad.

La dificultad que hay para definir el dolor deriva, en parte solamente,de que este término corresponde a una multitud de situaciones y dematices cuyo nexo común se encuentra en la naturaleza subjetiva-mente desagradable de la sensopercepción particular a la que danlugar y de la experiencia pática, emocional, vital, en la cual estaexperiencia se encuentra sumergida239.

6.3.6.1.1. Dolor y tecnología

A pesar de los enormes avances de la medicina, con la invención depoderosos analgésicos y de la «mecanización» y la «insensibilización»del morir, el dolor físico, psíquico y moral continúa siendo una mani-festación rotunda de la contingencia, es decir, de aquel conjunto deacontecimientos a los cuales todo ser humano, inexorablemente, seencuentra sometido y que los «especialistas» nunca podrán llegar adesterrar del cuerpo y de la conciencia de los humanos240. El que elfondo irreducible del dolor humano tenga que ser incluido de pleno

héroe de la impasibilidad. Cristo lloró la muerte del amigo Lázaro; se lamentó de lainfidelidad de su Pueblo; antes de su propia Pasión se mostró afligido y dolorido hastael extremo, a pesar de la aceptación de una voluntad que reconocía como gobernadorade la suya propia.

238. Véase Ocaña, Duelo e Historia, cit., p. 15.239. L. Barraquer-Bordas y F. Jané Carrenca, El dolor. Anatomofisiología clínica y

Terapéutica farmacológica, Madrid, Paz Montalvo, 1968, p. 14. Uno de los médicosque más intensamente se ocupó de la cuestión del dolor, René Leriche, afirma: «Nosabemos qué es el dolor». Tan sólo podemos decir que «para el que sufre, el dolorfísico es un precio (rançon) terrible para la perfección lentamente adquirida de uno denuestros sentidos» (R. Leriche, cit. Russier, o.c., p. 25). Sobre la fisiología del dolorvéase Buytendijk, o.c., pp. 51-104.

240. Jünger, o.c., p. 34, ya al principio de los años treinta del siglo XX ponía derelieve que «hay actitudes que capacitan al ser humano para distanciarse mucho de lasesferas donde el dolor manda como amo absoluto. Tal distanciamiento se manifiesta enel hecho de que el ser humano es capaz de tratar al cuerpo —es decir, el espacio median-te el cual participa en el dolor— como un objeto». Véase también ibid., pp. 78-80.

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en el ámbito de la contingencia pone de relieve que «la moderna cien-cia [médica] y su ideal de objetivación significan para todos —médi-cos, pacientes o simplemente ciudadanos alertas y preocupados— unatremenda alienación»241. En el pasado, como es bien conocido, conrelativa frecuencia, el dolor fue trivializado y sometido a interpreta-ciones simplificadoras de carácter pretendidamente religioso o moral.Entonces, se acostumbraba a movilizar el pecado y la satisfacción de laculpa como explicaciones y legitimaciones del dolor. Por el contrario,tal como lo señala Buytendijk a partir de una perspectiva fenomenoló-gica, uno de los dramas más punzantes de nuestro tiempo es que laproblemática en torno al dolor humano se agota en el combate «meca-nicista» contra sí mismo, sin entrar, por regla general, en la cuestiónde la significación de la experiencia humana del dolor que, ya de en-trada, se declara absurda242. En el pasado y en el presente no es infre-cuente que el enigma —habría que hablar propiamente de misterio—del dolor haya sido «solucionado» a partir de unos «grandes princi-pios» que daban la respuesta antes de tener la pregunta que, vistas lascosas más de cerca, es el mismo ser humano concreto que, al menospotencialmente, siempre se encuentra bajo el imperio del sufrimientoy del mal. Parece que debería ser un punto de partida indiscutible que,en relación con el sufrimiento humano, todas las regulaciones jurídi-cas, farmacológicas, terapéuticas y morales se tendrían que configurara partir de una adecuada comprensión del propio dolor243. Este puntode partida «ideal», sin embargo, siempre se encuentra desmentido poraquella cruda realidad que, tanto en relación con nuestro propio do-lor como en relación con el dolor de los otros, se expresa perfecta-mente por medio de las palabras de Henri Bergson: en último térmi-no, «toute douleur doit donc consister dans un effort impuissant»244.Sí, efectivamente todo dolor es un «esfuerzo impotente» y, por esomismo, no hay «medidas objetivas» para calibrar y cuantificar el dolorporque no hay dos seres humanos idénticos, no hay dos casos «clóni-camente» iguales. Hay que advertir que, por una parte, el dolor nuncaes la propiedad de un «objeto», sino de un «ser irregular» como son elhombre o la mujer concretos y, por otra, la expresión del dolor de losseres humanos no es nada que se encuentre al margen de los paráme-tros culturales vigentes en un determinado lugar y de las vicisitudes

241. Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., p. 87.242. Véase Buytendijk, o.c., pp. 40-41.243. Y, evidentemente, en esta comprensión siempre se planteará el dilema sobre

si el dolor es sensación o sentimiento (cf. ibid., pp. 163-165).244. H. Bergson, cit. Buytendijk, ibid., p. 161.

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históricas que han tenido que soportar sus habitantes. Jeanne Russierindica que

la intensidad el dolor es una función del grado de la toma de concien-cia, él mismo es solidario de las condiciones individuales o colecti-vas, vinculadas con el nivel de civilización, duraderas o pasajeras,según que la atención sea absorbida por el dolor o dirigida haciaotras representaciones. Por otra parte, esta intensidad es, cualitati-vamente e incluso cuantitativamente, modificada por la actitud de laconciencia245.

Por eso resulta tan decisiva la referencia al «trabajo lingüístico deldolor»: él nos permite acceder empáticamente, en algunos casos, aldolor de los demás y, en otros casos, experiencialmente a nuestropropio dolor. No hay que olvidar que el dolor (o, mejor, su expre-sión), tanto desde el punto de vista del paciente como del de lamedicina, siempre se encuentra en el interior de un determinado pa-radigma cultural, que aporta interpretaciones y acciones terapéuticasconcretas, sin que nunca sea posible la concreción de alguna cosaparecida a la «esencia» del dolor. Es una observación corriente que eldolor y las enfermedades nunca son unas disfunciones o unos desór-denes meramente fisiológicos, sino que siempre se encuentran pro-fundamente arraigados en unos determinados contextos hermenéuti-cos que, tanto por parte de los pacientes como de los médicos, sonmovilizados para intentar comprender y remediar el dolor y las enfer-medades concretas. Por eso no puede causar ningún tipo de extrañezaque, en relación con el dolor y las enfermedades, se origine un verda-dero «conflicto de interpretaciones» (Ricoeur), porque nunca «dispo-nemos» del dolor o la enfermedad «en sí», sino sólo de sus articulacio-nes simbolicolingüísticas246. En una carta el poeta Rainer Maria Rilke,que sufrió leucemia en los últimos años de su vida, muestra patente-mente su perplejidad a causa de las contradictorias tomas de posiciónde los médicos que lo trataban:

Es completamente nuevo para mí entrar seriamente (ernstlich) enrelación con los médicos, es nuevo y desconcertante porque, desdehace veinte años, he estado de acuerdo con mi naturaleza sin ningúntipo de asistencia extraña. Y, de pronto, aparece este intérprete que seha introducido entre nosotros, que lo traduce casi todo (das Meiste)

245. Russier, La souffrance, cit., p. 67.246. Wils, Sterben, cit., p. 83. Aquí no podemos desarrollar la cuestión de la «mi-

rada médica» tal como la propuso Foucault y que, recientemente, ha sido contextuali-zada en la sociedad actual por Jean-Pierre Wils (véase ibid., pp. 83-86).

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equivocadamente, y, además, es un cuerpo extraño en la antigua re-lación247.

En su estudio sobre «la crítica de la razón cínica», centrado histó-rica e ideológicamente en la saturación de Alemania posterior a laPrimera Guerra Mundial (1914-1918), Peter Sloterdijk introdujo eltérmino «algodicea». Este neologismo pretende sustituir al términotradicional «teodicea», y quiere ser entendido como una interpreta-ción metafísica y donadora de sentido al dolor en régimen de Moder-nidad ilustrada o postilustrada. En la Modernidad la gran pregunta ala que quería responder la teodicea era: «¿Cómo se pueden conciliarel mal, el dolor, el sufrimiento y la injusticia con la existencia de unDios bueno y compasivo? Ahora, en régimen de Modernidad, la pre-gunta viene a ser ésta: Si no hay Dios, si no hay un contexto de sentidosuperior, ¿cómo puede soportarse el dolor?»248. Con el progresivodesmantelamiento de las referencias sociales y culturales a Dios, conla pérdida del «lugar social» de Dios, el dolor —especialmente eldolor y la muerte de los inocentes— se convierte en el mayor desafío yen la base argumentativa contra la posibilidad de la existencia de unDios misericordioso y justo, que cuida de los débiles y de los desdicha-dos. «Lo que se vuelve contra el dolor —dirá Nietzsche— no es eldolor en sí, sino la falta de sentido (das Sinnlose) del dolor». Comopone de relieve David Le Breton, en la Modernidad, de una maneracasi totalmente desconocida en la Antigüedad, el contexto personal ysocial del interior de la persona que experimenta el dolor es decisivode cara a la fijación del posible sentido (y también en relación con la«resistencia al dolor») que pueda tener para el cuerpo humano su-friente. «El ambiente, el tono de un lugar determinado tiene un papelimportante en la manera en la que el enfermo asume su condición»249.

Es un dato incuestionable que, actualmente, la tecnología poseeuna enorme incidencia en todos los campos de la experiencia humana.Esta constatación es especialmente significativa en relación con eldolor y el morir, sobre todo porque las antiguas referencias que per-miten la «colocación» del sufrimiento en una esfera de sentido se hanechado a perder y en su lugar han aparecido el sufrimiento, la muertey el nacimiento «mecánicamente asistidos»250. El conjunto de la expe-

247. R. M. Rilke, cit., Wils, o.c., p. 83.248. P. Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, II, Madrid, Taurus, 1989, p. 291.249. Le Breton, Antropología del dolor, cit., 176; cf. ibid., pp. 174-178.250. Véase especialmente Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 80-86, 595-497;

Natoli, L’esperienza del dolore, cit., pp. 374-385. En relación directa con el moriractual, véase el párrafo que, en este mismo capítulo, dedicamos a la muerte.

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riencia humana se encuentra radicalmente puesto en cuestión por latecnología y sus consecuencias como, por ejemplo, la tecnocracia, la«robotización» y la «impersonalización» de múltiples relaciones hu-manas. Estas consideraciones son especialmente importantes en rela-ción con el dolor humano y, de una manera mucho más intensa, comolo veremos en el apartado siguiente, con el morir. Al lado de muchosaspectos positivos, evidentes y benefactores, tampoco puede negarseel impacto negativo de la tecnología sobre el padecimiento de loshumanos, el cual se deja sentir con una fuerza inusitada e impensableen otros tiempos.

Para la mentalidad griega el dolor era realmente él mismo cuandose apoderaba de la mente humana y le provocaba la locura. En plenodesencadenamiento de la locura no era posible ningún tipo de reme-dio contra el dolor. En griego, la «locura» (mate, palabra emparenta-da con el latín mentiri) es sencillamente el error, la «cosa vana», lo quees inútil. Por eso, el pensamiento griego subraya el hecho de que eldolor no consiste en nada más que en una agitación y en un movi-miento completamente vano y desordenado de la mente. Esquiloafirmará que es suficiente recuperar «por completo la mente» «paradeshacerse verdaderamente del peso inútil y vano del dolor» (Aga-memnon). De esta manera habla la tragedia griega, que no duda enestablecer una correlación exacta entre dolor y error de la mente,siendo suficiente desterrar el error de la mente para que pueda reme-diarse el dolor humano.

En Occidente, desde los griegos hasta Schopenhauer, nunca hancesado las lamentaciones sobre la insensatez de la existencia humana yel dolor universal que nunca deja de afectarla radicalmente251. Al mis-mo tiempo, desde los griegos hasta Schopenhauer, se pensaba que eldolor del ser humano se originaba en el «choque» con un antagonistaque, con los nombres de «naturaleza», «Dios» o «destino», reducía a lainsignificancia más absoluta los objetivos que se proponían los hom-bres y el sentido que querían otorgarles252. Para los antiguos, la vida yel mundo no poseían sentido porque, en primer lugar, la naturalezadesplegaba una vida que se preocupaba tan sólo de la economía de lasupervivencia de las especies, sin tener para nada en cuenta aquelloque los seres humanos se habían propuesto; porque, en segundo lugar,el destino, instaurando una ruta inexorable para todo lo que existía,impedía la realización de los propósitos más o menos libres de los

251. Véase, sobre esta cuestión, el estudio fundamental de Natoli L’esperienza deldolore, cit., passim.

252. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 689-690.

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humanos; porque, en tercer lugar, Dios tenía unos objetivos comple-tamente diferentes de los de los seres humanos que, además, eran com-pletamente desconocidos para ellos. En la edad tecnológica la insen-satez ya no nace a partir de un tipo u otro de «choque» con algúnantagonista, sino que es la consecuencia necesaria de los propios «pro-ductos» humanos. Unos productos humanos que, por regla general,son meramente un conjunto inmenso de «medios» sin ningún tipo definalidad. En esta nueva situación, una gran mayoría de seres huma-nos, a menudo de una manera totalmente inconsciente, viven en lainsensatez porque sus propias vidas han sido fagocitadas completamentepor las diversas funciones que les han sido impuestas por los aparatostecnológicos. La «muerte tecnológica» del hombre consiste en la pér-dida de su capacidad para establecer finalidades; consiste en la totalinversión del dictum kantiano sapere aude.

En el momento presente el peligro mortal que acecha al ser dolo-roso que nunca podrán dejar de ser el hombre y la mujer concretos noproviene del «dolor de la existencia» o del «dolor universal» comohorizonte insoslayable de toda existencia humana concreta, sino quese origina en los «dolores históricos» producidos por las diversasformas de enfermedad que se encuentran bajo el imperio de la «tec-nologización» general de la experiencia y de la convivencia humanas.Resulta harto evidente que, allí donde se manifiestan de una manerarealmente más deshumanizadora los efectos perversos de la «sociedadde riesgo» (Beck) es en la realidad humana como realidad dolorosa ymortal. Según nuestra opinión, esto es así porque el dolor y el morirson los ámbitos de la experiencia humana en los que la «tecnologiza-ción» puede provocar de una manera más radical que los hombres ylas mujeres se olviden de su humanidad, pierdan la conciencia de sudignidad, se abandonen y sean abandonados el destino de merosobjetos: entren, en definitiva, en la dinámica del «usar y tirar».

6.3.6.1.2. Dolor y narración

En su interesante estudio sobre el morir en la sociedad actual Jean-Pierre Wils, aludiendo directamente a la problemática en torno aldolor y la enfermedad, se refiere a la narración253. Durante toda su

253. Creemos que, con razón, Bárcena, o.c., pp. 170-174, insiste en que, en rela-ción con el sujeto de la dolencia, hay dos maneras de afrontar el dolor: la relacióntécnica y la relación simbólica. «Estas dos actitudes o modos de relación con el dolorconstituyen las dos actas de nacimiento del dolor occidental: el dolor como entidadcurable gracias a la habilidad humana, en el primer caso, y el dolor como acceso alcamino del saber, en el segundo» (ibid., p. 170).

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historia, los seres humanos han experimentado la necesidad de queles narrasen historias que, por otra parte, muy a menudo se hanmostrado como antídotos muy eficaces —puede ser que los únicosrealmente efectivos justamente porque eran afectivos— para dominarel miedo y, en el fondo, los mil rostros de la contingencia254. No hacefalta insistir aquí en la extraordinaria importancia antropológica de lanarración porque ya es bien conocido que, en sus entrañas más pro-fundas, el hombre es un ser narrativo, ya que las experiencias funda-mentales de su existencia tan sólo pueden expresarlas narrativamen-te. Después del descrédito que experimentó la narración por parte dela Ilustración y de su posteridad, del cual se hace eco Walter Benjaminen su conocido texto sobre «el narrador», no hay duda de que, en laactualidad y desde diversas perspectivas, la narración vuelve a serconsiderada como un elemento imprescindible para la humanizacióndel ser humano255. Max van Manen es de la opinión de que

el interés actual por los relatos y la narrativa puede ser visto como laexpresión de una actitud crítica ante el conocimiento como raciona-lidad técnica, como formalismo científico, y ante el conocimientocomo información. El interés por la narrativa expresa el deseo devolver a las experiencias significativas que encontramos en la vidadiaria, no como un rechazo de la ciencia, sino más bien como métodoque puede tratar las ocupaciones que normalmente quedan excluidasde la ciencia normal256.

Cuando hombres y mujeres pueden articular su dolor mediantesecuencias narrativas, entonces su padecimiento puede abandonar elámbito de lo difuso, abstracto, mecánico, lejano y angustiante y puederecibir una configuración mediante unas expresiones concretas conargumento y protagonistas. Justamente lo que más adecuadamentecaracteriza a la narración es que ofrece una posibilidad de acerca-

254. Véase B. Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica,1994.

255. Es un hecho muy evidente que la mentalidad ilustrada y postilustrada tuvouna posición muy negativa ante la narración porque —se afirmaba— a lo que habíaque otorgar la primacía era a la historia entendida al modo «positivista». Cuando laherencia de la Ilustración entra en crisis, ésta se experimenta sobre todo a través de losdos artefactos que configuraron la mentalidad ilustrada: la razón y la historia. En estemomento resulta comprensible que se proceda a la rehabilitación de la narración (delmito) y de unas formas transversales de razón (de ejercicio de la razón) en las que se dao puede darse una coimplicación creadora entre mythos y logos.

256. M. van Manen, cit. Bárcena y Mélich, La educación como acontecimientoético, cit., p. 95.

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miento a los seres humanos que les es connatural con su propiamanera de ser. De hecho, se trata de un acercamiento alejado de los«intereses» y que tiene como rasgos fundamentales la simpatía, lacordialidad, la compasión y la consolación. Con muy buen criterio,Jean-Pierre Wils ha puesto de relieve que no hay nada que sea másterrible y angustioso para el cuerpo humano sufriente que el nodisponer de posibilidades para dar forma narrativa a su dolor. Elmutismo (que hay que distinguir claramente del silencio) —y no sóloen relación con el dolor— constituye el punto de partida de la granmayoría de trastornos y disfunciones que sufrimos los humanos. Nohay duda de que, de una manera similar a lo que manifestaba laexpresión medieval «anestesia espiritual», sería muy importante queactualmente fuésemos capaces de recomponer una «anestesia narrati-va»257. De todas formas hay que advertir muy seriamente que la«narración-explicación» del dolor no necesariamente nos manifiestasu sentido, entendiendo por «sentido» el fundamento a partir del cualse intenta comprender el qué y el para qué de la propia existencia y delos diversos factores que, de una manera u otra, intervienen en ella.Creemos que hay que evitar muy decididamente que el paciente, ensu experiencia actual del dolor, pueda llegar a la conclusión de quesus carencias, debilidades u omisiones del pasado tengan que seridentificadas como las causas psicofisiológicas de su padecimientoactual. Tampoco hace falta imponerse de una manera compulsiva lamisión de adivinar la finalidad actual del sufrimiento porque, muy amenudo, «la descripción del dolor dice mucho más que su explicaciónbiográfica»258. No puede olvidarse que, casi siempre, la experienciadel dolor ya es suficientemente impactante y trastornadora como paraque se tengan que buscar causas religiosas o morales, que acostum-bran a incrementar el dolor más que a paliarlo259. Esto no significaque la configuración narrativa del dolor no pueda tener algunos ras-gos personales, y tampoco significa que la experiencia del dolor nopermita el crecimiento espiritual y humano del paciente. Tan sólo

257. Wils, o.c., p. 85. Sobre una «antropología del cuidar», véase Torralba, Antro-pología del cuidar, cit., cap. XXI-XXV.

258. Wils, o.c., p. 85. «La fe incondicional en el sentido acostumbra a neutralizarla autenticidad de la descripción del dolor individual. Aún más: allí donde se niega elabsurdo resulta legítimo ofrecer sacrificios» (Ocaña, Duelo e Historia, cit., p. 17).

259. Actualmente, disponemos de interesantes narraciones autobiográficas de la«obra del dolor». Véase, por ejemplo, Argullol, Davalú, cit.; H. Guibert, Al amigo queno me salvó la vida, Barcelona, Tusquets, 1998; H. Brodkey, Esa salvaje oscuridad,Barcelona, Anagrama, 2001.

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hace falta ponerse en guardia contra el sentido «fuerte» («teológico»)del dolor, que, con mucha frecuencia, produciendo una suerte detraumatización innecesaria, no hace más que aumentar el sufrimientoe, incluso, la desesperación. El lecho de muerte no tendría que trans-formarse en un tribunal, sino en el definitivo y, creemos, consoladordiálogo entre el moribundo y los que le rodean260. En un mundo en elque todo parece que debe tener un tipo u otro de sentido porque hacefalta incluirlo todo en un tipo u otro de «lógica» (sobre todo decarácter utilitario y economicista), Hans Blumenberg argumenta así:

Muy difícilmente se enfrenta uno a un sufrimiento visible sin expo-nerse uno mismo —y, más todavía, ante los demás—a esta reflexión:«Ahora, ¿por qué oculta infamia —en calidad de castigo— he sidoflagelado?». Porque, cuando el mundo está ordenado por un sentidoque lo abarca todo, los desgraciados no son solamente desgraciados,sino que, además, se les considera culpables de su desgracia261.

Por eso subrayamos con determinación que el «empalabramientonarrativo» que necesita el que sufre y, de manera aún mucho másrotunda, el moribundo, de ninguna manera debería convertirse en unjuicio. Aquél, como es bien comprensible, tal vez nunca podrá evitarhacer un balance más o menos recriminador e implacable de lashistorias, los rodeos y las peripecias de todo color de su propia vida.En efecto, sin excepciones, toda existencia humana ha sido —y es—ambigua, lo cual significa que los reproches y rectificaciones sonsiempre posibles, aunque, «en aquella hora», sean humanamente inne-cesarios. No, por encima de todo, de lo que se trata en aquella horasuprema es del establecimiento de una «relacionalidad comunicativa»entre el moribundo y su entorno, sobre todo el familiar; relacionali-dad que no tiene absolutamente nada que ver con un mero «estado decuentas» de carácter informativo. Ahora bien, tal como lo analizare-mos en el siguiente apartado, ¿cómo podrá darse esta comunicación ycomunión relacional en medio de una sociedad que ha mecanizado elmorir y ha exiliado al moribundo —el sufriente por excelencia— enun ámbito impersonal, apático y tecnológicamente configurado?

Friedrich Nietzsche se ha referido al dolor de una manera total-mente directa y sin subterfugios, de tal manera que llegó a formularuna «apología de la enfermedad», que constituye el origen de la

260. Véase el excursus sobre el consuelo y la consolación que ofrecemos al final deeste capítulo.

261. H. Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río. Un ensayo sobre la metáfo-ra, Barcelona, Península, 1992, p. 66.

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condición excepcional del héroe262. Este pensador, tal como sostieneBárcena, mantiene la opinión de que «toda la ciencia, todo el saber,vienen del dolor, porque el dolor busca sin tregua las causas de lascosas, mientras que el bienestar se inclina a la quietud y renuncia amirar atrás […] Sólo quien se encuentra en una situación permanentede perder la vida, llega a conocerla profundamente»263. La vivenciapersonal que tuvo Nietzsche de la enfermedad le permite poner derelieve que la enfermedad es una perspectiva sobre la salud, de lamisma manera que la salud debía ser un punto de vista sobre laenfermedad. Por eso en Ecce Homo se refiere a una salud que «nosólo se posee, sino que, además, se conquista y hay que conquistarlaincesantemente». Desde una perspectiva ciertamente nietzscheana, yahace algunos años, Canguilhem hacía notar que, en realidad, la saludno era la ausencia de la enfermedad, sino, propiamente, la capacidadde enfermar, es decir, de recorrer el ciclo, en los dos sentidos de lamarcha, «enfermedad (caída)-salud (reposición)»264.

Hoy en día, sin embargo, no hay duda de que, por una parte,estamos asistiendo a una profunda y extensa «medicalización» de lacotidianidad265. En efecto, ninguna cultura como la nuestra se habíamostrado tan compulsivamente activa contra el dolor, de tal maneraque, sin ningún tipo de exageración se puede hablar de una «sociedadmedicalizada» que, en algunas ocasiones, posee los rasgos de unasociedad activa y conscientemente drogada. Con anterioridad ya he-mos advertido que es un dato bien contrastado que la resistencia aldolor y su configuración expresiva presentan diferencias notables enlas diversas culturas humanas. No hay duda de que, en este sentido, lasociedad de nuestros días, con las habituales excepciones, da muestrasde una resistencia muy débil no sólo al sufrimiento, sino a la mera«idea» de sufrimiento. Por otra parte, sin embargo, se puede hacer unaobservación que, indudablemente, presenta unas características com-pletamente opuestas. Es algo evidente que, para hacer frente a la co-tidianidad actual, muchos individuos están convencidos de que han

262. Véase Bárcena, La esfinge muda, cit., pp. 17-172. De todas maneras, querría-mos advertir que la «apología de la enfermedad» nunca se ha de confundir con eldolorismo espiritual o heroico, es decir, con una manera de convertir la «negatividad»del dolor en una necesaria y, a veces incluso, buscada «positividad».

263. Bárcena, o.c., pp. 172-173.264. Esta idea de Canguilhem se inspira en la famosa tríada de la abadesa Hilde-

gard von Bingen (homo constitutus, homo destitutus, homo restitutus) (véase la aproxi-mación que hacemos a la obra de Hildegard en Duch, Simbolismo y salud, cit., pp.373-377).

265. Véase Wils, o.c., pp. 67-68.

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de buscar un aumento artificial del dolor. Por ejemplo, los deportesde alto riesgo, las vacaciones de aventura, los entrenamientos para lasupervivencia en condiciones límite y, también, la popularidad deciertas prácticas sadomasoquistas, son algunas muestras actuales de«producción artificial» y, según cómo, «comercial» de dolor. SegúnWils «En la propaganda del poder-padecer se cultiva el placer por eldolor»266. Con una gran inventiva, la hipótesis que propone este autorpara explicar esta doble fisonomía del dolor en la sociedad de nues-tros días es: porque la sociedad se ha extraviado de lo que podríamosdesignar con la expresión de «medida normal», nuestra cultura vacilapendularmente entre una abominación del dolor y una fascinaciónpor el dolor. No deja de ser curioso que, al mismo tiempo, se le huyay se le busque. En el mismo centro neurálgico y pático del dolor,propone Wils, debe haber alguna cosa que dé razón de su doblecarácter a la vez «fascinosum et tremendum», para emplear una expre-sión muy conocida de Rudolf Otto referida a la doble virtualidad de losagrado. Por lo tanto, de alguna manera, en la actualidad, el dolorpuede considerarse con aquella doble cara que algunos antropólogosde las primeras épocas del siglo XX atribuyeron a lo sagrado como tal:repulsivo y fascinante (atractivo).

Antropológicamente hablando, partimos de una constatación muysencilla: el dolor no es tanto un hecho recluido dentro de los estrechoslímites de la fisiología sino que es un hecho existencial que abarcatodo el ser humano: no es meramente el cuerpo (entendido como una«máquina corporal») el que sufre, sino el individuo humano en todossus niveles y esferas267. La realidad irrecusable del que sufre tan sólopuede expresarse simbólicamente mediante un lenguaje que siempre

266. Wils, o.c., p. 68. «Lejos de rehuirlo como los hombres corrientes, los depor-tistas se relacionan con el dolor como una materia prima de la obra que realizan con elcuerpo» (Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 258). Véase lo que hemos expuestosobre el «cuerpo atlético».

267. Véase Le Breton, Antropología del dolor, cit., pp. 59-60. Véase la tipologíadel dolor que ofrece David Le Breton en ibid., pp. 215-274 («dolor para existir»,«dolor educativo», «dolor infligido», «dolor consentido de la cultura deportiva», «do-lor iniciático», «dolor como abertura al mundo»). Queremos subrayar expresamente lapeligrosidad de las concepciones trágicas y heroicas del dolor. Como lo subraya Buy-tendijk, o.c., p. 22, «la ‘dolorosidad’ del dolor se disuelve en el sentimiento de sumismo valor que, a causa de su carácter positivo y activante, mitiga el sufrimiento y, aveces, hasta lo anula». A partir de aquí, sin embargo, «la actitud heroica [ante el dolor]no sólo comporta el peligro de orgullo y de asco (Nietzsche) sino también el del endu-recimiento, la amargura, la irritación y la hostilidad que se decanta en misantropía ypesimismo que, según el descubrimiento de Max Scheler, son la consecuencia delheroísmo» (ibid., p. 223).

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se encuentra ubicado en el seno de una cultura concreta y, al mismotiempo, determinado por las representaciones y los intereses de undeterminado imaginario colectivo. Por eso es pertinente afirmar que«la relación del hombre con su cuerpo es una compleja trama de datosexistenciales y fisiológicos», los cuales nunca son extrapolables a otroindividuo ni a otra cultura268. En realidad, lo que cada individuo sufrees incognoscible para los otros. El dolor es siempre privado. De aquíque el sufrimiento de una persona nunca se encuentre en proporcióndirecta con la gravedad de las lesiones que sufre. Le Breton ha escritoque «frente al dolor entran en juego tanto la concepción del mundodel individuo como sus valores religiosos y laicos y también su itinera-rio personal»269. Es aquí donde se encuentra el carácter paradójico einsondable del dolor humano: las únicas pruebas tangibles que pro-porciona, quizá mezcladas siempre con un embrollo inseparable dehistorias y de peripecias personales, son las palabras del que sufre, loque implica que su evaluación tan sólo se apoya en las concrecioneslingüísticas de su sufrimiento tal y como es subjetivamente percibido yexperimentado. Esto explica con bastante claridad que el dolor nopodrá nunca ser «probado» en términos cuantitativos y genéricos,sino que sólo puede sentirse, es decir, ser evaluado subjetivamente.Puede fácilmente constatarse que el dolor, con todas sus manifestacio-nes tan diversas y contrastadas, es una especie de caja de resonancia delas significaciones sociales y personales de cada uno270.

Ahora bien, a pesar de que en su esencia el dolor es eminentemen-te solitario, puede darse la paradoja de que el grito de dolor de unapersona que sufre desvele en otra el impulso de ayudarla y consolarla,originándose entonces una relacionalidad social basada en la miseri-cordia, en el com-padecer. En aquel momento, de alguna manera, se«socializa» aquello que, de acuerdo con su naturaleza, tan sólo puedeser privado y ajeno a los circuitos «normales» de la comunicabilidadhumana271. Porque, fundamentalmente, el ser humano es relacionali-

268. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 67.269. Ibid.., p. 137. Bakan, o.c., p. 103, manifiesta que «el mismo problema de

cómo conceptuamos el dolor involucra el conflicto entre los puntos de vista físicos yexistenciales».

270. Véase Le Breton, o.c., p. 90; Bakan, o.c., pp. 70-71, 73-74. «El dolor nopuede ser definido de una manera satisfactoria, salvo cuando cada uno lo enuncia demanera introspectiva para sí mismo» (A. Beecher, cit. Bakan, o.c., p. 74). Las personasacostumbran a atribuir «a su dolor un sentido y un valor diferentes según las orienta-ciones colectivas propias del medio en el que viven» (Le Breton, o.c., p. 138).

271. Ésta es la regla de oro que ofrece san Pablo como respuesta a la pregunta«¿quién es cristiano?»: «gozaos con los que se gozan, llorad con los que lloran» (Rm

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dad, el dolor de una persona puede esbozar los estrechos límitescorporales del propio sufrimiento y desvelar ecos de solidaridad, decom-pasión (de «sufrir con»), de simpatía, en el otro. Hay —puedehaber— una dialógica del dolor, es decir, una «praxis simpática» (en elsentido con que Max Scheler entendía la simpatía) ante el sufrimientodel otro; se trata de una praxis basada en la desposesión y el descen-tramiento de uno mismo, a fin de alcanzar la posibilidad, «lógicamen-te» imposible e impensable, de ponerse en la piel del otro, de encon-trarse afectado por la pasión del otro como si fuese mi propia pasión.Ésta es una forma de la «moral de los afectos» que, hace ya bastantesaños, contraponíamos a la «moral de los efectos», es decir, a las praxisque tienen como fundamento una forma u otra de «poder» y, comofinalidad, una forma u otra de «utilidad o de beneficio»272.

Sobre todo en relación con los enfermos no terminales, un aspec-to que creemos particularmente relevante es la oferta de esperanza porparte de los que se encuentran a su lado. Concretamente «oferta deesperanza» significa abertura al futuro, sin el cual la existencia huma-na resulta prácticamente imposible. La esperanza es uno de los «facto-res de restitución» (Schipperges) o de los antídotos más potentes yefectivos de los que tendría que disponer el ser humano, que seencuentra instalado en una sociedad afectada por un número crecien-te de riesgos artificiosamente construidos (Beck). Ahora bien, la espe-ranza no es una «cuestión maquinal», neutra, sin rostro, sino quesiempre se encuentra estrechamente enlazada con el «tú a tú» personalde la vida cotidiana, con el estar contento con quienes lo están y conel sufrir de quienes sufren. Resumidamente: la esperanza es exclusiva-mente una cuestión comunitaria —de los que están comprometidosen el mismo munus (com-munio)— o no es nada. ¿Cómo será enton-ces posible una oferta de esperanza al enfermo en una sociedad en lacual ha tenido lugar, tanto en la persona del paciente como en la delmédico, una «despersonalización» («descomunicación») tan profunday, a menudo, completamente irreversible? Porque no puede olvidarseque la auténtica esperanza humana «no hay que confundirla con lasimple «espera»», o es una cuestión interpersonal, intercomunicacio-nal, o, simplemente, no existe.

12, 15). En esto consiste precisamente «vivir y morir con los mismos sentimientos deCristo Jesús» (Flp 2, 5).

272. Véase L. Duch, «Religió i consciència», en íd., Transparència del món i capa-citat sacramental. Estudis sobre els fenòmens religiosos, Montserrat, Publicacions del’Abadia de Montserrat, 1988, pp.175-189, sobre todo en relación con el comentarioque hacemos de la novela de Graham Greene El factor humano.

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No hace falta insistir en que, de la misma manera que pasa en to-das las demás realidades humanas, el simbolismo posee una insustitui-ble importancia en la articulación y expresión del dolor humano273.Porque el ser humano no es puro espíritu, el dolor humano se expresamediante el «órgano por excelencia de la expresividad» de los huma-nos, es decir, el cuerpo. Con razón ha sido observado que el dolor, acausa de su interacción constante con la corporeidad humana, consti-tuye uno de los escenarios más característicos donde queda patente lainevitable e irrenunciable dimensión simbólica del ser humano. A pe-sar de su reconocida privacidad, no hay ninguna duda de que la comu-nicabilidad simbólica que es inherente a la condición humana permiteque los que rodean al que sufre participen de alguna manera de susufrimiento. La afirmación de que el ser humano es capax symbolo-rum también implica necesariamente que es un ser simpático. Comoveíamos ante, esta simpatía significa que existe la posibilidad de tomarparte en comunión, efectiva y afectivamente por lo tanto, en aquelloque más íntima y dolorosamente afecta a nuestro prójimo (aquel quese ha transformado en próximo mediante un movimiento afectivo deacercamiento). Aquí es donde se fundamenta nuestra capacidad paraparticipar no sólo física, sino cordialmente, de una manera íntima, enlos escenarios dolorosos de nuestro prójimo. Estamos convencidos deque las «estructuras de acogida», especialmente la condescendencia,deberían constituir el ámbito privilegiado de la simpatía, el lugar don-de fuera posible compartir y compadecer* alegrías y penas, triunfos yfracasos, vida y muerte.

No hay una objetividad del dolor, sino una subjetividad que concier-ne a la existencia entera del ser humano, sobre todo en sus relacionescon el inconsciente tal y como se han constituido, en el transcurso dela historia personal, las raíces sociales y culturales; una subjetividadtambién vinculada con la naturaleza de las relaciones entre el quesufre y los que le rodean274.

Es una obviedad afirmar que la familia es el lugar más idóneo parala socialización de las personas. No hace falta insistir más en que cons-tituye y se constituye en el lugar donde se configuran las modalidadescorporales y las formas de relación del niño con el mundo. Evidente-mente, también es la espaciotemporalidad escénica donde se aprende

273. Véase sobre esta problemática la excelente exposición de Le Breton, o.c., pp.81-95, de la que nos hacemos eco en este estudio.

* En el original «compatir» («padecer con») (N. del T.).274. Le Breton, Antropología del dolor, cit., pp. 94-95.

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a denominar, narrar y experimentar el dolor. El rostro de la madrecomo suprema «maestra de los lenguajes» posee aquí una importanciadecisiva para el resto de la vida del niño: es ella la que tendría queadiestrar a empalabrar la realidad y, por lo tanto, las manifestacionesque nunca dejan de acompañarla: el dolor. «La madre nombra el do-lor y contribuye a inscribirlo dentro de las redes de una trama simbó-lica. Su actividad anima o disuade, calma o alimenta el dolor»275.

6.3.7. El cuerpo mortal: la muerte

«El conocimiento de la muerte es la tragedia específi-camente humana» (Zygmunt Bauman).

«Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra tras-pasado por un rayo de sol: y de pronto viene la noche»(Salvatore Quasimodo).

«La vida no es nada más que la muerte que vibra»(Edmond Jabès).

6.3.7.1. Introducción

En una antropología del cuerpo, centrada sobre todo en las funcionesde transmisión de las «estructuras de acogida», resultan inevitables al-gunas referencias a la muerte o, quizá mejor, al morir del ser huma-no276. Rainer Maria Rilke, tan íntima y sensiblemente afectado por elmorir de los humanos, no deja de manifestar que por el simple hechode vivir «crece en mí la muerte» (wächst in mir der Tod)277. Marco

275. Le Breton, o.c., p. 140. Véase la interesante exposición que hace Le Breton,o.c., pp. 138-145, de las «coordenadas educativas del dolor».

276. Conviene precisar que entendemos por «morir» el hecho de «vivir» (de ex-perimentar) el proceso del morir como algo que ya no admite dilaciones ni aplaza-mientos.

277. Sobre la muerte, desde el punto de vista de la historia de las religiones, véaseT. P. Baaren, «Death», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, IV, NewYork/London, Macmillan, 1987, pp. 251-259; G. Condrau, Der Mensch un sein Tod.Certa moriendi condicio, Zurich, Kreuz, ²1991, pp. 133-184; Wils, Die grosse Er-schöpfung, cit., pp. 111-117; íd., Sterben, cit., passim; A. Hügli, «Tod», en J. Ritter yK. Gründer (eds.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, Basel, Schwabe, 1998,cols. 1227-1242 (con importantes referencias bibliográficas). Sobre la historia culturaldel morir, véase P. Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident. Du moyen Âge ànos jours, Paris, Seuil, 1975; íd., El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983;Ziegler, Les vivants et la mort, cit.; J.-M. Larouche, «La mort et le mourir, d’hier àaujourd’hui»: Religiologiques 6 (1992), pp. 1-41; Thomas, Anthropologie de la mort,cit.; íd., «La mort aujourd’hui: de l’esquive au discours convenu»: Religiologiques 6(1992). No hay duda de que, desde una perspectiva filosófica, el libro de Jankélévitch

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Aurelio, por su parte, proclamaba que, desde el mismo momento denacer, «el hombre era un ser moribundo»278. Y Edgar Morin subrayaque, entre todas y por encima de todas, «la idea de la muerte es la ideatraumática por excelencia»279. En el año 1910 Georg Simmel comen-taba:

La vida exige desde sí a la muerte como su contrario, como «lo otro»,hacia lo que se torna algo y sin lo cual la vida no tendría su sentido ysu forma específicos. En esta medida, vida y muerte están sobre unescalón del ser como tesis y antítesis280.

En un libro de poesía que tiene como trasfondo omnipresente lamuerte, Salvador Espriu escribe:

Mira que passes sense saviesapel vell camí fressat, tan sols un cop,i que la veu de sobte cridaràel secret nom que porta en tu la mort.No tornaràs. Recorda, no t’apartis,mentre fas via, del que tan senzillés d’estimar: aquest blat i la casa,el blanc senyal de la barca dins el mar,el lent or de l’hivern ajaçat a les vinyes,l’ombra d’un arbre damunt l’ample camp.Oh, sobretot estima la sagradavida de l’arbre i la remor del venta les branques que s’alcen vers la llum!281.

La muerte, cit., passim, es una de las mejores aproximaciones a la problemática. Véasetambién J.-C. Mèlich, Situaciones-límite y educación, Barcelona, PPU, 1989. Desde unaperspectiva teológica, véanse las excelentes obras de R. Mehl, Le vieillissement et lamort, Paris, PUF, 1956; E. Jüngel, Tod, Stuttgart, Kreuz, 1971; y H. Thielicke, Lebenmit dem Tod, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1980. Desde una perspectiva muy asequible, lasobras de E. Kübler-Ross, La muerte: una aurora, Barcelona, Luciérnaga, 1992; e íd, Larueda de la vida, Barcelona, Editorial B, 41999, aportan algunos elementos interesantes.Véase también G. Simmel, «Para una metafísica de la muerte» [1910]: íd., El individuo yla libertad, cit., pp. 87-98; Morin, El hombre y la muerte, cit.; J. Ziegler, Les vivants etla mort. Essai de sociologie, Paris, Seuil, 1975; M. Trevi, Metáforas del símbolo, Barce-lona, Anthropos, 1996, pp. 83-108. Sobre la presencia de la muerte en el pensamientofilosófico occidental, véase el estudio de J. Chorron La mort en la pensée occidentale,Paris, Payot, 1969, que es muy útil para el que desee, desde una perspectiva netamentefilosófica, acercarse al tema; véase también L. Duch, Mort i esperança. La mort de Cristi del cristià, Montserrat, Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 1975.

278. Sobre la enorme influencia de Marco Aurelio en el pensamiento occidental,véase Chorron, o.c., pp. 63-67.

279. Morin, o.c., 32.280. Simmel, «Para una metafísica de la muerte», cit., p. 93.281. S. Espriu, «Llibre dels morts», en El caminant i el mur, Barcelona, Ed. 62,

1979, p. 62.

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En realidad, hablar de la muerte es otra manera de hablar de lavida, y a la inversa. Esta ecuación ha sido una evidencia incontestableen la gran mayoría de culturas humanas de todos los tiempos282.Estamos de acuerdo con Edgar Morin, Louis-Vincent Thomas y Phili-ppe Ariès cuando afirman que, en todo lugar y tiempo, de una manerau otra, se ha dado una estrecha relación entre la actitud ante la muerte(el morir como tal) y la conciencia de uno mismo, de la propiapersonalidad. Como tendremos ocasión de ver más adelante, en lostiempos modernos la pertenencia de la muerte a la vida y de la vida ala muerte ha sido puesta en entredicho porque cada vez más se hatendido a separar estos dos componentes esenciales de toda la existen-cia humana283. De aquí que, salvo las excepciones de rigor, quizásresulte más acorde a la realidad de los hechos referirse a que el moriry el moribundo han sido desconectados del mundo humano transfi-riéndolos a unos espacios que, en muchos aspectos, pueden ser com-parados con los inmensos depósitos de desechos y excrecencias quesegregan las sociedades modernas.

Es una constante, a pesar de que personalmente siempre nosproduce perplejidad y angustia, que, justo en medio del júbilo, lafelicidad, la salud y la despreocupación, justo en medio de la vida,irrumpe de repente la presencia inquietante y siniestra de la muerte;la muerte como el último futuro, como la angustia definitiva, como elcamino sin retorno284. Por descontado: la muerte abarca todo el cuer-po humano, lo «des-funcionaliza» (le arrebata su función de viviente)de una manera completa e irreparable, lo sitúa fuera del tiempo y delespacio, es decir, le quita su condición fundamental de existencia y depresencia en el ámbito de este mundo: la espaciotemporalidad. Lamuerte como hecho radical (desde las mismas raíces) que es, se apode-

282. Vincent, Anthropologie de la mort, cit., p. 9, pone de relieve que los negrosno ignoran la muerte, sino que, al contrario, la afirman con desmesura. Para ellos, lamuerte es la vida mal vivida, perdedora. En cambio, la vida es la muerte domada no,evidentemente, a nivel biológico, sino social.

283. No puede ignorarse que, en la filosofía del siglo XX, tal vez a partir de lareflexión iniciada por Schopenhauer y Dilthey, la muerte ocupa un lugar central. Dosobras claves en este sentido son la Psicología de las concepciones del mundo (1920), deKarl Jaspers, y Ser y tiempo (1927), de Martin Heidegger. Trevi, Metáforas del símbo-lo, cit., p. 90, pone de relieve que, a partir de estos escritos, la muerte se convierte enel Vaterland de la filosofía.

284. Jankélévitch, La muerte, cit., p. 59. En el escrito De brevitate vitae Sénecarechazaba los lamentos de los que se quejaban de la brevedad de la vida y sostenía que,en realidad, nuestra vida no es breve, sino que la malgastamos ocupándonos de cosasque no merecen la pena, que son irrelevantes para nuestra verdadera construccióncomo seres humanos.

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ra íntegramente de la totalidad de nuestro ser, de nuestra interioridady de nuestra exterioridad. Por eso mismo, resulta obvio que las actitu-des ante el morir nunca deberían ser las mismas que se acostumbran aadoptar ante una enfermedad no mortal. Esto es así porque se tendríaque tener muy en cuenta que la muerte nunca es «un» problema de lavida, sino, en el sentido pleno del término, es el misterio de la existen-cia humana. En este sentido el morir representa un salto cualitativorespecto al vivir. Estamos plenamente convencidos de que la presen-cia y la proximidad de la muerte sólo son soportables en un tiempo yen un espacio —sobre todo los familiares— de generosa acogida y deproximidad consoladora. De aquí que el acogimiento y la aproxima-ción al moribundo tendrían que constituir una de las misiones másimportantes de la familia como «estructura de acogida». Sin la miradaconsoladora y reconfortante del entorno familiar, la presencia de lamuerte acostumbra a introducir al moribundo en el reino sin retornode la oscuridad, la fatalidad, la duda y la desesperación. Sencillamen-te, al lado del lecho de muerte, el moribundo debería experimentarque el amor de sus próximos es más fuerte que la muerte.

Creemos que se impone por su propio peso que toda articulacióncultural —antigua o moderna— es —o pretende ser— una superaciónde la muerte no porque la niegue, sino porque, en realidad, el serhumano, antiguo o moderno, hombre o mujer, no puede vivir sinhaberla asumido, integrado e interpretado. En efecto, la muerte no eslo que hace fracasar a la cultura, sino que, propiamente, es lo quepermite la irrupción de la cultura como «fracaso del fracaso», es decir,como afirmación de la vida a pesar de la muerte. Esto es así porque,muy verosímilmente, el ser humano, que tiene en su cultura su natura-leza, es alguien para la vida (o para el nacimiento, como quería Han-nah Arendt) y no para la muerte (como pretende Martin Heidegger).Resulta bastante evidente que históricamente, en la variedad de cultu-ras y de condiciones de vida, de geografías y de historias, de tempera-mentos y de talantes, la muerte ha obligado al ser humano a buscarrazones para vivir a pesar de la precariedad y de las incertidumbresque constantemente acechan y desfiguran su existencia cotidiana. Taly como se afirma en la introducción anónima del artículo «Muerte» dela Encyclopedia Universalis,

ni la vida ni la muerte son para él [el hombre] «naturales». Porque suexistencia sólo es humana allí donde nada se da por descontado (rienne va de soi), donde todo se transforma en un problema o un valor,donde toda solución se adquiere mediante reflexión y decisión, esdecir, en referencia a la práctica social, por la imposición de reglas,

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por la afirmación de actos y de ritos, por la superposición de creen-cias y de mitos285.

La muerte de tal ser humano concreto no puede reducirse ni a unsimple hecho biológico ni al desmantelamiento de su maquinariacorporal provocada por la «erosión o el desgaste natural» que hayapodido sufrir durante su vida. El morir histórico de los seres hu-manos, como las demás cuestiones que con él se relacionan, es unaconstrucción cultural, un hecho histórico configurado y coloreado, encada aquí y ahora, con los ingredientes, las peculiaridades y las posibi-lidades simbólico-lingüísticas de cada tradición cultural. Justamentepor eso, el morir de las personas no es solamente la consecuencia deuna mera disfunción fisiológica, sino que sobre todo se trata de unacontecimiento intracultural que atañe a todo el grupo social, movili-zando los recursos propios de su «memoria colectiva». Por eso, nopuede causar ningún tipo de extrañeza que, históricamente, en lasdiversas civilizaciones, el morir y el estatus del moribundo hayanpresentado formas y fórmulas culturales y cultuales tan diferentes ycontrastadas. No hay duda de que la ritualización de la muerte, comoha escrito Philippe Ariès, es

un caso particular de la estrategia global del hombre contra la natura-leza, hecha de prohibiciones y de concesiones. Por eso, la muerte [enlas sociedades premodernas] no fue abandonada a sí misma y a sudesmesura, sino que, al contrario, fue aprisionada en unas ceremo-nias, transformada en espectáculo. Por eso mismo tampoco podía seruna aventura solitaria, sino un fenómeno público que comprometía ala comunidad entera286.

6.3.7.2. La muerte en las sociedades tradicionales

Visto su carácter definitivo e inevitable, resulta muy comprensibleque en todas las áreas culturales la idea de la muerte como tránsitohacia una «tierra ignota» haya capturado la imaginación y el pensa-miento de los seres humanos. En un buen número de religiones y deculturas importantes (budismo, cristianismo, islam), la preocupaciónpor la muerte ha conducido al convencimiento de que la vida despuésde la muerte tenía un importancia mucho más decisiva que la propiavida sobre la tierra287. Consciente o inconscientemente, estas tradicio-

285. Artículo «Mort», en Encyclopedia Universalis, XV, Paris, 1990, p. 791.286. Ariès, El hombre ante la muerte, cit., p. 501.287. Véase J. I. Smith, «Afterlife. An overview», en M. Eliade (ed.), The Encyclo-

pedia of Religions, I, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 107-116, con impor-

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nes culturales y religiosas, a pesar de los innegables procesos desecularización que se han dado sobre todo en la cultura occidental,todavía continúan ejerciendo una gran influencia sobre numerososhombres y mujeres de nuestro tiempo288. Uno de los primeros enintentar confeccionar una clasificación sobre el origen de la muerte enlas culturas antiguas fue el antropólogo Andrew Lang (1886)289. Des-pués de él, han sido numerosos los que se han esforzado en escribiruna tipología de la muerte que clasificara las diversas narrativas míti-cas que han sido empleadas, sobre todo por las llamadas sociedades«primitivas», en las diversas áreas culturales y geográficas de nuestromundo. Así mismo, no cabe duda de que la elección de un determina-do origen mítico de la muerte pone de relieve la «ideología» de baseque impera en un lugar determinado, porque resulta harto evidenteque siempre concebimos la muerte en cierta continuidad con nuestraconcepción de la vida, y a la inversa. Parece que, al menos etnológica-mente, pueden distinguirse los siguientes orígenes de la muerte290:

1. La muerte como «destino natural» del ser humano o, al menos,como un acontecimiento que se encuentra de acuerdo con la voluntadoriginal de los dioses.

2. A causa de la muerte (asesinato) de un dios, la muerte haentrado en el mundo de los humanos y les afecta a todos indiscrimina-damente.

3. La muerte del ser humano, aquí en la tierra, es la consecuencia,en el mundo supramundano, de los conflictos, los celos y los combatesentre los seres divinos.

tantes referencias bibliográficas. Véase también Larouche, «La mort et le mourir, d’hierà aujourd’hui», cit., pp. 3-11, que toma como base de sus análisis la sociedad delQuebec del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX.

288. No es aquí el lugar oportuno para indagar hasta qué punto la secularizaciónha afectado al conjunto de la cultura occidental moderna e, incluso más, al morir delos occidentales. Sólo queríamos señalar que actualmente y desde diversas perspecti-vas ideológicas y metodológicas, se ponen en cuestión muchos de los teoremas que, apartir de la secularización, fueron propugnados y aceptados acríticamente, es decir,«mitológicamente», unos años antes. Sobre esta problemática, véase L. Duch, Sinfoníainacabada. La situación de la tradición cristiana, Madrid, Caparrós, 2002, esp. cap. I(2.ª parte); D. Lyon, Jesús en Disneylandia. La religión en la postmodernidad, Madrid,Cátedra, 2002.

289. Véase Van Baaren, o.c., p. 252. Sobre lo que sigue, cf. ibid., pp. 252-253.Una esquemática historia de la muerte en las diversas etapas de las culturas humanas laofrece Hügli, «Tod», cit., passim.

290. Expresamente, queremos poner de relieve que aquí exponemos una serie detipos más o menos «ideales» (à la Max Weber), que en la práctica, muy a menudo, sepresentan combinados y mezclados.

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4. La muerte aparece como resultado de una carencia del serhumano que, a nuestros ojos actuales, puede parecer fútil o trivial. Setrata de la temática que, con innombrables variaciones contextuales yliterarias, se ha constituido alrededor del llamado «pecado original».

5. La muerte es la consecuencia de un engaño que ha sufrido elhombre por parte de algún dios o de otro ser mítico; o bien unavariante es que ha entrado en este mundo a causa de la estupidez y lairresponsabilidad de este mismo ser mítico.

6. La muerte es el fatal resultado de la falta de juicio o de una falsaelección por parte del ser humano.

7. A causa de un crimen, o de una trasgresión de los preceptosdivinos cometida por los humanos, la muerte ha entrado en el mundode los humanos.

8. El hombre muere porque, de una manera u otra, desea lamuerte.

Parece evidente que hay una radical diferencia entre el morir en lapremodernidad (sobre todo en las llamadas culturas «primitivas») y elmorir en los tiempos actuales. En las culturas sencillas la muerte no esconcebida como «muerte de la vida», sino como un estadio social,religioso y cultural, entre muchos otros, que pueden adoptar y que, dehecho, adoptan los seres humanos. Por eso puede hablarse de la «vidadel muerto» como una forma peculiar y característica de la vida deldifunto. Para comprender esta mentalidad hay que tener en cuenta elmovimiento circular (de la vida a la muerte — de la muerte a la vida)que acostumbra a ser la nota característica muy peculiar de las cultu-ras sencillas. Lo que llamamos «vida» y lo que llamamos «muerte» sonmeramente unas «estaciones», unas etapas, en el movimiento sin tér-mino ni pausa de la naturaleza, la cual engendra para matar y matapara volver a engendrar291.

Además, hay que tener en cuenta que en las culturas sencillas, enlas que los procesos de individualización son completamente desco-nocidos, el sujeto verdaderamente inmortal es el grupo como tal(«personalidad colectiva»): los individuos van y vienen con la mismaregularidad con que se suceden los días y las noches, las estaciones delaño y el curso de los astros en el firmamento. La posibilidad dedesaparición y de aniquilamiento del grupo humano tan sólo puedetener lugar cuando este «macrosujeto» colectivo abandona el camino

291. Hay que tener en cuenta que el término griego phýsis designaba justamenteeste incesante «aparecer y desaparecer» de los seres humanos sobre el escenario delmundo (véase L. Duch, Llums i ombres de la ciutat. Antropologia de la vida quotidiana3, Montserrat, Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 2000, pp. 44-50).

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religioso y moral que le han marcado los dioses y los héroes de losorígenes, es decir, olvida sus prescripciones inscritas en su acta funda-cional. Para estas culturas constituye una evidencia que el olvido de lanarración cultual de los acontecimientos que, en el origen, les dio vidamediante la intervención poderosa de un dios o un héroe cultural,eficiente y benéfico, acostumbra a ser considerado como la causadirecta de la aparición de la muerte en este mundo. Incluso hay quetener en cuenta que, con intensidades y figuras muy diversas, en lassociedades premodernas, al contrario de lo que pasa en los universosculturales modernos, la muerte no es un drama personal que ataña alsujeto humano y provoque su extinción definitiva, sino que, más bien,mediante la «domesticación» de la misma muerte, constituye unaprueba a la que ha de someterse la comunidad entera para que elgrupo humano como sujeto colectivo pueda continuar en vida292. Enlas culturas sencillas la muerte no es un drama personal de la concien-cia individual, sino una escenificación de la memoria colectiva de lacomunidad que, a pesar de la desaparición de un miembro concreto,continúa existiendo como tal.

6.3.7.3. La comprensión histórica de la muerteen la cultura occidental

En relación con el morir, a partir del siglo XI, de una manera casiexclusiva entre los monjes, los nobles, los ricos y los intelectuales,comienza a apreciarse el valor único de la identidad del individuo porencima de la sumisión al destino colectivo del grupo humano. Esentonces cuando se inicia, en palabras de Philippe Ariès, el tiempo dela «propia muerte»293. Expresamente, por medio, sobre todo, de laafirmación de las «últimas voluntades» (testamento), el moribundo daa conocer su identidad personal, a la cual se le reconoce, al mismotiempo, una eficacia aquí, en la tierra, y, en el más allá, después deltránsito294. De esta manera, se niega a dejarse disolver en el anonimato

292. Véase Ariès, El hombre ante la muerte, cit., pp. 13-83, que ofrece un númeromuy importante de ejemplos extraídos de la historia medieval.

293. Véase ibid., pp. 85-243, 502-503. Este autor hace notar la importancia del«testamento» como afirmación de la individualidad del moribundo y también comovínculo de unión entre el más allá y el más acá.

294. Sobre el testamento medieval, sus orígenes y su progresiva implantación enambientes cada vez más populares a causa, sobre todo, de la actuación de la Iglesia,véase M.-L. Lorcin, «Le testament», en D. Alexander-Bidon y C. Treffort (eds.), Àréveiller les morts. Le mort au quotidien dans l’Occident médiéval, Lyon, Presses Uni-versitaires, 1993, pp. 143-156.

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biológico o social del colectivo humano. No hay duda de que estamanera de enfocar las cosas tendrá profundas consecuencias en eldesarrollo del individualismo cultural, religioso y económico caracte-rístico del Occidente latino, que, de una manera cada vez más insis-tente, irá haciendo acto de presencia algunos siglos más tarde295.

A partir de la Edad Media, en relación con la configuraciónsocial, religiosa y cultural del morir, se inicia una larga historia, cuyasetapas han sido minuciosamente estudiadas por Philippe Ariès296. Tansólo querríamos hacer notar un hecho que nos parece extraordinaria-mente significativo. En pleno siglo XIX, en el morir, ya ha tomadocarta de naturaleza un factor que se había mostrado inoperante ensiglos anteriores. En efecto, entre el modelo arcaico de la muerte(«todos hemos de morir» pero el grupo continúa en pie) y el modeloque comenzó a afirmarse en los inicios lejanos del individualismoeuropeo (la «muerte propia»), irrumpe la figura de la «muerte delotro». En el fondo, esta nueva comprensión de la muerte, que iniciatímidamente su camino en el final del siglo XVII, constituye un sínto-ma muy claro de la extraordinaria importancia de la afirmación de loslazos familiares como una «entidad emocional y sentimental» cadavez más reconocida y valorada. No hay duda de que comienza amanifestarse una nueva forma de relación en el seno de la sociedadque podríamos designar con la expresión de «revolución de los senti-mientos». Ésta se concreta en el hecho de que el fallecimiento dealgunos seres sentimentalmente cercanos desencadena una crisis dra-mática en los supervivientes; unos supervivientes —generalmente enel seno de la familia— que viven en la privacy, es decir, en un círculoafectivo entretejido con unas relaciones cordiales, que se diferencianprofundamente tanto de las que eran propias de la comunidad de tipoprimitivo como de las que, más adelante, se impusieron como conse-cuencia de la «revolución industrial» y que, de una manera u otra, sebasaban en el individualismo en un sentido estricto. No hay duda deque esta nueva relación «difunto-superviviente» hay que situarla en elmarco de una sociedad en la cual las creencias en el más allá han

295. Véase Ariès, o.c., p. 503. Sobre la problemática en torno al individualismo,véase el estudio ya clásico de L. Dumont Ensayos sobre el individualismo. Una perspec-tiva antropológica sobre la ideología moderna, Madrid, Alianza, 1987.

296. Sobre los diversos aspectos de la muerte en la Edad Media, completando losestudios pioneros de Philippe Ariès, véanse los interesantes trabajos del volumen edi-tado por Alexandre-Bidon y Treffort À reveiller les morts, cit. M. Vovelle, Mourirautrefois. Attitudes devant la mort aux XVIIe et XVIIIe siècles, Paris, Gallimard/Julliard,1974, que muestra las formas del morir, en el fondo aún premodernas, que tuvieronvigencia en los siglos XVII-XVIII, sobre todo en Francia.

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comenzado a debilitarse notablemente. Empieza a imponerse enton-ces el tiempo romántico de las «bellas muertes» y de los cultos priva-dos rendidos en el marco de los cementerios297. No podemos dejar decitar un hecho que, sobre todo en el ámbito artístico y literario, tuvouna enorme importancia: a comienzos del siglo XIX, por obra y graciade los románticos, se dio una fervorosa exaltación de la muerte, sobretodo de la muerte de los jóvenes como señal de un privilegio excep-cional concedido por los dioses o por el «destino» a los mortales.

En el siglo XIX se imponen, por lo tanto, unas formas y unasfórmulas peculiares de entender la muerte y de morir298. En esteestudio no podremos referirnos a ellas de una manera detallada, sinoque nos limitaremos tan sólo a ofrecer un par de pinceladas sobrealgunos de estos modelos299. Uno de ellos queda muy bien expresadoen la novela de Tolstoi La muerte de Ivan Illich. Piotr Ivánovich, quees en ella uno de los protagonistas, es el modelo de los que intentan,con todas sus fuerzas, desterrar el recuerdo y la presencia de la muertede su vida cotidiana. Para estos individuos la muerte siempre es lamuerte del otro; nunca es pensada como algo que, un día u otro, lesatañerá de una manera inexorable en el momento más inesperado.Después de enterarse de los terribles sufrimientos que habían precedi-do a la muerte de Ivan Illich, Piotr Ivánovich piensa para sí mismo:

«Tres días y tres noches enteras de horribles sufrimientos, y la muer-te. Pero es que ahora, en cualquier momento, también me puedepasar a mí», pensó, y por un instante tuvo miedo. Justo después, sinembargo, sin saber cómo, le vino en su ayuda a la cabeza la acostum-brada idea de que aquello era una cosa que le había pasado a IvanIllich, y no a él, y que ni le había pasado ni le podía pasar […] Una vezhecho este razonamiento, Piotr Ivánovich se tranquilizó y comenzó aindagar con interés los detalles del fallecimiento de Ivan Illich, comosi la muerte fuera una aventura propia sólo de Ivan Illich y totalmenteajena a él300.

297. Véase la exposición de Ariès, o.c., pp. 339-462. Vista la filiación intelectualde Auguste Comte, un caso muy interesante y sorprendente de culto a los muertos esel de este filósofo en relación con Clotilde de Vaux (véase W. Lepenies, Las tres cultu-ras. La sociología entre la literatura y la ciencia, México, Fondo de Cultura Económi-ca, 1994, esp. pp. 20-28).

298. De todas maneras, no puede olvidarse, como oportunamente señala Larouche,o.c., p. 8, que, al menos hasta el siglo XIX, «la dialéctica entre el sufrimiento de aquíabajo y la felicidad celestial, para la que la muerte era el paso indispensable, constituyela característica del modelo cristiano y premoderno de la muerte».

299. Sobre lo que sigue, véase Thielicke, o.c., pp. 17-23.300. L. Tolstoi, La mort d’Ivan Ilitx, traducción catalana d’Anna Estopà, Barcelo-

na, Quaderns Crema, 2002, pp. 15-16.

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Otro modelo del morir con un carácter más existencial, muyarraigado en la tradición romántica de la muerte, nos lo ofrecen losversos de Hölderlin («Der Mensch») en los que se traza la diferenciafundamental entre el morir del hombre y del animal:

Libres respiran los pájaros del bosquey aunque el pecho del hombre se levante más altivoy vea el oscuro futuro, también debe verla muerte y temerla sólo a ella.

Hölderlin no fundamenta la diferencia entre el hombre y el ani-mal, tal y como era común en la Antigüedad (Platón o Filón deAlejandría, por ejemplo), en que los animales no dispongan de alma,sino más bien en la forma específica de conocimiento del ser humanoo, tal vez aún mejor, en la autoconciencia como atributo distintivo delos humanos. Los pájaros vuelan libremente sin conocimiento de lamuerte, porque la dimensión temporal «futuro» no tiene ningunaincidencia en su conciencia. De acuerdo con esta manera de ver lascosas, no hay duda, entonces, de que la inmortalidad de los no-humanos consiste sencillamente en el desconocimiento de su mortali-dad, que, a la inversa de lo que ocurre en los humanos, siempre semantiene como algo «exterior» a su vida. En cambio, desde su naci-miento, el hombre soporta la pesada carga del conocimiento de que el«punto final» ya se encuentra irremediablemente incluido en las peri-pecias de todo tipo que tendrán lugar en el trayecto de su vida. Elhombre, porque tiene el conocimiento o, al menos, una especie deintuición del futuro, «debe ver la muerte y temerla sólo a ella». Elconocimiento y el reconocimiento de la muerte pertenecen constituti-vamente al hecho de vivir. A partir de la segunda mitad del siglo XIX,este modelo hölderliniano poseerá unas amplias y, a menudo, trágicasresonancias en muchos poetas, novelistas y pensadores occidentales.

Querríamos ahora referirnos muy brevemente a Sigmund Freudque, separándose de las tendencias dominantes de la «psicología cien-tífica» de su tiempo, volvió a recuperar la temática en torno a lamuerte301. Según su parecer, el temor a la muerte como figura preemi-

301. Hay que tener en cuenta la opinión de Trevi, Metáforas del símbolo, cit., pp.83-84, que hace notar que «con la llegada de la psicología científica, el alma se divor-cia de la muerte y la propia psicología —dejando de ser ciencia del alma para conver-tirse en ciencia ocupada de un incierto territorio con unas funciones que difícilmenteencuentran colocación en la fisiología— poda de sus intereses la consideración de lamuerte» (véase, además, ibid., p. 85). Freud, en Más allá del principio del placer (1920),se vio obligado a admitir de nuevo la muerte, pero la obligó a vestir el «uniforme» delinstinto.

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nente de la melancolía tan sólo permite una explicación. El yo seabandona en ella porque, en vez de sentirse querido y acogido, sesiente odiado y perseguido por el «súper-yo» (Über-Ich), es decir, porlas «múltiples figuras del temor» (el padre, la predestinación, el desti-no). Es a partir de aquí cuando se origina el «instinto de muerte», queprocede de un instinto íntimo y máximamente personalizado queresulta completamente desconocido para el animal. Un conflicto quese centra en la confrontación del ser humano con un conjunto defuerzas (el «súper-yo») con las que, forzosamente, ha de establecervínculos relacionales, pero con las que, sin embargo, continuamentese siente puesto en cuestión e, incluso, agredido. Estas fuerzas leempujan, bien a afirmarse y encontrarse a sí mismo, o bien, porcontra, a perderse y disolverse en la melancolía y, en algunas ocasio-nes, hasta en la más cruda desesperación.

En algunos círculos más bien elitistas, ya en pleno siglo XX ycontinuando algunos impulsos del último tercio del siglo XIX, la muer-te adquiere unas connotaciones completamente desconocidas en lassociedades europeas del pasado. A partir de la derrota del «cosmossagrado» que, en las sociedades premodernas, había sido la referenciaabsoluta de todas las esferas de la existencia humana a nivel individualy colectivo, estableciendo entre ellas todo un aparato de nexos ypuentes, se comienza a hacer la distinción radical entre la muerte y lavida como dos ámbitos incomunicados e incomunicables. Al mismotiempo, no es infrecuente que en algunos espíritus se imponga laexperiencia —a menudo, es cierto, con un cierto esnobismo— delpatetismo de la finitud. Ciertamente en ambientes y círculos minori-tarios adquiere fuerza una comprensión trágica del ser humano que,patéticamente, vive al «filo de la navaja» porque tan sólo dispone deuna limitada cantidad de espacio y de tiempo. Entonces es cuando elhombre puede llegar a comprenderse a sí mismo como un «ser para lamuerte» (zum Tode); una muerte que se asimila a una especie de«destino» a la griega, que posee la virtud de conferir al héroe mortalun halo de grandeza y de libertad a partir y más allá de su propiamortalidad.

Muy brevemente en este contexto, a causa de la enorme repercu-sión que tuvo hace ahora unos treinta o cuarenta años, queremos ha-cernos eco de la comprensión del hombre como «ser para la muerte»que pusieron en circulación algunas corrientes existencialistas, muyespecialmente Martin Heidegger302. De entrada hay que dejar bien claro

302. Véase Condrau, o.c., pp. 213-217; Chorron, La mort et la pensée occidenta-le, cit., pp. 200-210. Aquí no podemos entrar en la cuestión de si esta comprensión

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que la concepción heideggeriana del hombre como «ser para la muer-te» no tiene nada que ver con la idea medieval de «omnis homo mori-turus». El pensamiento medieval se limitaba a señalar que todo hom-bre ha de morir y que todo lo que es terrenal, irremediablemente, tienesus días contados. En último término, esta visión del mundo tenía comotrasfondo este interrogante: ¿cómo hay que comprender el ser-finitodel ser humano? Por otra parte, conviene recordar que, a partir de lospresocráticos (por ejemplo Heráclito y Parménides) la muerte es el finde la vida, y, por lo tanto, no pertenece como tal a la propia vida. Detodas formas, sería muy saludable para el ser humano que se impusie-ran la humildad y la sabiduría que se desprenden de la «hora incierta»de la muerte. Ésta, en efecto, puede llegar en cualquier momento,poniendo el punto final definitivo al trayecto humano: «media vita inmorte sumus»303. De hecho, el sabio es el que vive sensatamente por-que ha experimentado la vacuidad de todo lo que existe, justamenteporque todo —y él mismo— tiene los días contados.

Para Heidegger, seguramente bajo la influencia de Rilke y Tols-toi, el «ser para la muerte» es una expresión de reconocido carácterontológico. No se trata por tanto ni de aprender a convivir con lamuerte ni de vencerla, porque la muerte, como se observa en Sein undZeit, es «en el sentido más amplio un fenómeno de la vida». Para estefilósofo, vida y muerte son sólo formas de ser que son propias delhombre, pertenecen a su «ser-en-el-mundo» (In-der-Welt-Sein ge-hört)304. Tanto a nivel individual como colectivo, toda investigaciónsobre el comportamiento del hombre en relación con la cuestión de lamuerte no da ningún tipo de información sobre el morir y la muerteen sí mismos, ni tampoco sobre la esencia de la muerte, sino tan sólosobre la existencia del hombre como ser finito que es-en-el-mundo.Parece que Heidegger incorpora en su pensamiento una opinión bas-tante extendida en la antropología de los primeros decenios del sigloXX (sobre todo por parte de Scheler y Gehlen): el hombre es un ser

heideggeriana del ser humano, de cerca o de lejos, se hace eco de la «mística de lamuerte» tan apreciada por los nazis. Y no puede olvidarse que Heidegger (igual queJünger y Carl Schmitt), indiscutiblemente, fue uno de ellos.

303. Este aforismo medieval ha sido atribuido a Notker el Tartamudo. A partir desu comprensión de la existencia humana, Lutero hizo un uso constante de él.

304. Como ya hemos apuntado, no tenemos la intención de hacer una larga expo-sición sobre esta problemática. Sólo querríamos insistir en el «carácter ontológico» dela muerte heideggerianamente comprendida. Los «aspectos» de la muerte del hombrecomo, por ejemplo, la vida del hombre en relación con la vida (animales y plantas), lacuestión de la reproducción, la duración de la vida, el establecimiento de datos yestadísticas, etc., son cuestiones ónticas, pertenecen a la investigación «óntico-biológi-ca», y no son de ninguna manera centros de interés de este autor.

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incompleto, deficiente, un ser que siempre se encuentra en caminohacia nuevas posibilidades (Ausstand von Möglichkeiten) que, no ne-cesariamente, llegarán a concretarse. De acuerdo con su parecer, elser humano sólo es completo cuando es capaz de incorporar su finalen el momento actual, cuando en libertad y plena conciencia lo antici-pa y, de alguna manera, lo «pre-vive». Por otra parte, resulta muyevidente que, en el hombre, la seguridad y la indeterminación de lamuerte le provoquen angustia (Angst), que no es más que el descubri-miento de que se ha perdido en la indeterminación (man) (y el manciertamente no es ninguno), en la superficialidad, en las banales pre-ocupaciones de la cotidianidad, en el bienestar ilusorio de la desjuicia-da huida (Flucht) siempre más y más hacia delante. Por eso, paraHeidegger, la muerte es la más radical posibilidad de autodetermina-ción del sujeto, ya que implica el retorno del hombre sobre sí mismo,abandonando ahora las falacias y las ilusiones de una existencia inau-téntica, ilusoria y falaz. De todas maneras, como subraya Gion Con-drau, «y esto es de la máxima importancia», lo que, entre muchasotras cosas, «es característico de la tanatología heideggeriana es lafalta de respuesta a la pregunta ¿qué le ocurre al hombre después de lamuerte?»305.

Creemos que, con razón, también se ha hecho el reproche aHeidegger de que en su concepción de la muerte falta toda unareferencia al otro, al amor al otro, lo que indica con mucha claridadque se trata de una comprensión que no posee sustancia ética. Sudiscípulo Eugen Fink ha puesto de relieve que, en la filosofía heideg-geriana de la muerte, puede detectarse «un fatal solipsismo»306. Eneste sentido, el correctivo que hace Levinas al pensamiento sobre lamuerte en Martin Heidegger es impresionante y, por encima de todo,éticamente significativo. «Lo que se denomina con un término unpoco sofisticado (frelaté) amor es por excelencia el hecho de que lamuerte del otro me afecta más que la mía. El amor al otro es laemoción de la muerte del otro. Es mi aceptación del otro, y no laangustia de la muerte que me espera, lo que es referencia de lamuerte. Encontramos la muerte en el rostro (visage) del otro»307. Lacumbre insuperable de la ética, es decir, la responsabilidad por elotro, se consigue precisamente en el momento de su total debilidad e

305. Condrau, o.c., p. 215.306. E. Fink, cit. Hügli, o.c., col. 1238.307. E. Levinas, Dieu, la Mort et le Temps. Établissement du texte, notes et postfa-

ce de Rollant, Paris, Bernard Grasset, 1993, p. 122. Hay traducción castellana de estaobra: Dios, la muerte y el tiempo, Madrid, Cátedra, 1994.

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impotencia, en su muerte: «Soy responsable del otro en tanto que esmortal. La muerte del otro es la primera muerte»308. Levinas expresaaún con más claridad su rechazo de la ontología de la muerte deHeidegger en una entrevista recogida por R. Kearney. En ella dice:

Ésta es la diferencia fundamental entre mi análisis ético de la muertey el análisis ontológico heideggeriano. Mientras que para Heideggerla muerte es mi muerte, para mí la muerte es la muerte del otro309.

En el ámbito de la filosofía, Karl Jaspers (1883-1969), con sulibro Psicología de las concepciones del mundo (1919), a pesar de sutítulo, ha sido uno de los primeros pensadores que, en el siglo XX,concedió a la muerte humana una dignidad que muy pocas veces conanterioridad se había alcanzado en la historia del pensamiento occi-dental310. La muerte constituía una situación límite311. La muerte esconsiderada como «situación decisiva, esencial, vinculada con la natu-raleza humana como tal y dada inevitablemente por el hecho de serfinita»312. Irreducible a la simple biología, la muerte del hombre, porlo tanto, se coloca justo en medio de la vida como una posibilidadespecífica de la existencia humana. Para Jaspers la muerte se convier-te en la situación excepcional frente a la cual se constituye como tal lavida del ser humano313.

Como es muy evidente, la comprensión de la muerte con rasgosexistencialistas no es la más frecuente en nuestros días (y puede quenunca), en los que se da una amplia y creciente desconexión del hechode morir del entramado de la vida cotidiana. Es aquí donde radica unade las diferencias más claras entre el morir de las sociedades premo-dernas y en la actual. En aquéllas la muerte y la vida formaban uncontinuum sin fisuras: tanto el vivir como el morir de las personas

308. Levinas, o.c., p. 54.309. E. Levinas, cit. R. Kearney, La paradoja europea, Barcelona, Tusquets, 1999,

p. 211.310. Véase Chorron, o.c., pp. 196-200. No hay que olvidar que Jaspers, a causa de

una enfermedad pulmonar complicada con una afección cardíaca, tenía conciencia deque moriría muy joven, lo que implica que tenía una conciencia muy clara de la fragi-lidad humana.

311. El hombre siempre se encuentra «en situación» (véase lo que hemos expuestoen 5.5. sobre el «cuerpo situado» en relación con el pensamiento de Heinrich Rom-bach), pero mientras que la gran mayoría de situaciones pueden cambiarse, modificar-se, la muerte es inmodificable e inevitable.

312. K. Jaspers, cit. Trevi, Metáforas del símbolo, cit., p. 90. Sobre las «situacio-nes-límite» en el pensamiento de Karl Jaspers, véase Mèlich, Situaciones-límite y edu-cación, cit., passim.

313. Véase Trevi, o.c., p. 92.

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eran acontecimientos públicos que se encontraban en continuidad. Enla sociedad actual, tan permisiva en tantos aspectos, curiosamente,hay una fuerte tendencia a la privatización, a la censura o, quizámejor, a la ocultación del morir (pero no de la muerte como espectá-culo). Esto no debería sorprender. En efecto, como consecuencia dela desestructuración creciente de los sistemas sociales (familia, escue-la, iglesia, política, etc.) —con el embotamiento de la confianza de laque antes disfrutaban— el individuo se encuentra completamentedesprovisto de los «asideros» que antaño le proporcionaban estossistemas ante pasos decisivos (entre los cuales la muerte ocupaba unlugar de excepcional importancia) que, inevitablemente, tiene que dartoda existencia humana. Entonces, la muerte como asunto que meatañe de una manera directa y sin concesiones es desterrada al país delolvido y de la inexistencia, ocupando su lugar la «muerte-espectáculo»cuyo sujeto, propiamente, no es un sujeto humano, sino un «él neu-tro», sin rostro, lejano (en el sentido de que nunca podrá llegar a serpróximo, prójimo). Como lo hemos expresado en el texto, ésta es lasimple «muerte-informativa», que se manifiesta en la periferia de lossentimientos y de la compasión de unos seres humanos que ya noquieren saber nada ni de su morir ni del morir del otro.

De una manera sumaria podríamos resumir así las característicasdel morir premoderno y del morir moderno314:

Morir premoderno Morir moderno

1) nivel elemental de tecnología médica 1) nivel sofisticado de tecnologíamédica

2) detectación tardía de las enfermedades 2) detectación rápida de lasmortales enfermedades mortales

3) definición simple de la muerte 3) definición compleja de la muerte4) tasa elevada de mortalidad a causa 4) incidencia de enfermedades

de enfermedades agudas degenerativas5) tasa elevada de heridas mortales 5) tasa reducida de heridas mortales6) no intervención, fatalismo ante 6) intervención, prolongación mecánica

la muerte de la vida

Nos atreveríamos a afirmar que la actual «desestructuración sim-bólica» del morir no hace más que poner crudamente de relieve la«de-función» de la comunidad y, en consecuencia, la práctica inexis-tencia en nuestra sociedad de comunión y de comunicación.

314. Tomamos este esquema de Larouche, o.c., p. 18.

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6.3.7.4. Muerte y sociedad actual

6.3.7.4.1. Introducción

Habitualmente, en el momento presente, la muerte es un «pasadomañana» sumamente borroso que tiene la virtud de no transformarsenunca en un «hoy concreto». Diciéndolo de otra manera: los sereshumanos sabemos que hemos de morir, pero, para vivir con una ciertatranquilidad, nos hacemos la vana ilusión de que la muerte es unhecho que pertenece a un futuro completamente ausente, postergabley casi inexistente; un futuro que no será hoy ni mañana ni pasadomañana, es decir, que nunca será un «presente» operativo y concre-to315. Desde la perspectiva más íntima del individuo, de la concienciaindividual por lo tanto, la muerte acostumbra a ser considerada —amenudo en medio de indecisión y pasividad— como un «después» sinningún tipo de relación causal con ningún «ahora». Por otra parte, lamuerte, cuando casualmente pensamos en ella o cuando repentina-mente nos sale al encuentro (y esto, inevitablemente, nos pasará tardeo temprano) es el «más allá» de la vida, la tierra ignota cuya geografíanos resulta completamente desconocida y, por eso mismo, desconcer-tante y a menudo hasta angustiante. En resumidas cuentas tiene razónLouis-Vincent Thomas cuando afirma que, para el hombre moderno,«los muertos nunca están en su sitio»316.

La paradoja de la muerte consiste en lo siguiente: es el aconteci-miento más indudable, la certeza más rotunda de nuestra vida (enrealidad, la única cosa que sabemos con seguridad que nos sobreven-drá en un futuro más o menos lejano), pero, al mismo tiempo, es elhecho más imprevisible e incalculable. Tanto para los jóvenes comopara los viejos, la muerte siempre acostumbra a llegar demasiadopronto; o, para decirlo de una manera tal vez más ajustada, porquenunca tenemos una experiencia inmediata del morir, nosotros losmortales, que acostumbramos a tener un tiempo para cada cosa y unacosa para cada tiempo, nunca llegaremos a disponer de una concien-cia que, realmente asentada en el tiempo y en el espacio, haya situadocorrectamente a la muerte en el espacio y en el tiempo que le corres-ponden. La muerte siempre llega a destiempo, tanto a causa de su«certeza fáctica» (no reflexiva) como de su «incertidumbre existen-

315. En estas consideraciones, en parte, nos hemos inspirado en el importantelibro de Jankélévitch La muerte, cit., passim, que, indudablemente, constituye unaaportación fundamental a esta temática. Desde su publicación, el libro de Jankélévitchha sido objeto de numerosas recepciones e interpretaciones.

316. Thomas, o.c., p. 8.

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cial»: mors certa, hora incerta, decía el viejo adagio latino. Sólo cuan-do descubrimos que la muerte no es sólo una desgracia que sucede «alos otros», sino que también al otro cercano (a un «tú», es decir, alpadre o a la madre, al hijo, al amigo y, finalmente, a mí mismo), esentonces cuando se convierte en un acontecimiento serio y desafiadorde todas nuestras seguridades y tranquilidades abúlicas. Porque hacefalta no olvidar que siempre la muerte de alguno que de verdad nos esun «tú» significa un comienzo hasta entonces desconocido, una insi-nuación en profundidad, un gusto amargo y descorazonador, de lamuerte del propio «yo». Esto, creemos, resulta comprensible por elhecho de que un «tú» auténtico constituye, de verdad, una parteinsustituible de nuestro «nosotros», es decir, de la comunidad forma-da mediante la comunión de diversos «yo» que mantienen entre síunas relaciones «tuísticas» propias de un «yo» que es, en el sentido másprofundo de la expresión, un «tú».

6.3.7.4.2. El morir en la sociedad actual

Según Philippe Ariès, entre 1930 y 1950 la imagen tradicional de lamuerte comenzó a experimentar unas mutaciones muy profundas encasi todas las sociedades occidentales. Siguiendo la dinámica entoncesiniciada, con las horrorosas experiencias de deshumanización que sehan vivido en el siglo XX, ahora, cincuenta años más tarde, en lasociedad de comienzos del siglo XXI, el morir ha llegado a ser literal-mente innombrable317. En la historia de Occidente, la sociedad actuales la primera que se fundamenta sobre la negación de la muerte. Poreso no es exagerado afirmar que, ahora mismo, el morir constituye unobjeto privilegiado de la ocultación y de las prohibiciones socialesque, en el pasado, se atribuyeron a la sexualidad. Cada vez más, elmorir se encuentra fuera del lenguaje, de las palabras y de la relacio-nalidad que, pretendidamente, tienen vigencia en la vida cotidiana.Tal vez por eso hablamos siempre de la muerte indirectamente, obli-cuamente, con eufemismos, en la indeterminación de una tercerapersona neutra («ni esto ni aquello»), intentando desarticular cual-quier tipo de fisonomía personal, de rostro de un «tú» para un «yo»,del moribundo. De la muerte, como de las «enfermedades feas», no se

317. Sobre la muerte y el morir en la sociedad moderna, véase L.-V. Thomas,«Mort. B. Les sociétés devant la mort», en Encyclopedia Universalis, XV, Paris, 1990,pp. 798-800; Condrau, o.c., passim. El libro de Condrau permite seguir de una mane-ra muy interesante y completa la historia gráfica de la muerte y del morir en la culturaoccidental desde los inicios de su periplo histórico.

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puede hablar abiertamente, se tienen que emplear circunloquios yreferencias indirectas, y resulta muy evidente que de lo que no sepuede hablar hay que guardar silencio (Wittgenstein). «Los moribun-dos ya no tienen estatus y, por eso mismo, no tienen dignidad. Sonunos clandestinos, marginal men, de los cuales en ese momento secomienza a adivinar el sufrimiento»318. También conviene recordarque el morir no sólo se encuentra fuera del lenguaje, sino que tambiénse encuentra separado de mí mismo como aquel acontecimiento queel tiempo que me queda de vida, «en vida» por lo tanto, nunca llegaréa abarcar. Se ha observado que, tal vez bajo el influjo de la sociedadhedonista de nuestros días, el antiguo tabú del sexo ha sido sustituidopor el actual tabú de la muerte. Con una frecuencia creciente, el moriry el moribundo son evacuados —tal vez, mejor, exiliados— a unatierra de nadie, a un lugar anónimo, tecnológicamente administrado,sin nombres ni rostros ni gestos humanos. Con razón Jean-Pierre Wilsescribe que

las imágenes tradicionales de la vida y de la muerte son cada vezmenos acomodables a los paradigmas de las nuevas y ‘triunfantes’instituciones. Mientras que las antiguas representaciones manteníanque la vida y la muerte eran finalmente indisponibles, ahora, pormedio de la ciencia y la técnica, penetran en unos horizontes desco-nocidos que parecen insinuar que la vida y la muerte sin ningún tipode dificultad pueden introducirse en el ámbito de lo que es simple-mente manufacturable (herstellbar)319.

Por regla general, las instituciones políticas y sociales tampoco seatreven a hablar abiertamente del morir320. Socialmente, como haescrito Michel de Certeau, los moribundos, en el marco de unasinstituciones que han sido creadas para conservar la vida y la produc-

318. Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident, cit., p. 217. Los moribun-dos no tienen estatus porque han perdido todo valor social y económico. Este autorpone de relieve que, muy a menudo, el rol del moribundo es el de «moribundo que dala impresión de no morir» (ibid., p. 219, subr. Ariès; cf. ibid., p. 172). En definitiva: elmoribundo, como si se tratara de un «menor de edad», es privado del derecho de sumuerte (cf. ibid., pp. 167-176).

319. Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., p. 114.320. Aunque tal vez siempre los empleemos indistintamente, creemos que hace

falta distinguir atentamente entre «la muerte» y «el morir». «La muerte» como «resul-tado» del morir sí que es regulada y, con mucha frecuencia, incluso se hace económi-camente rentable para las instituciones sociales y para las funerarias. «El morir» comoacto personal del hombre o de la mujer concretos, en cambio, acostumbra a ocultarse,a disimularse y, hasta incluso, a negarse en la sociedad actual porque, sencillamente,ya no se lo considera como perteneciente a la propia vida.

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tividad, son unos proscritos porque son unos marginales, inútiles yperturbadores321.

La mayoría de las instituciones son lugares donde se ejerce una com-petencia técnica, un «saber hacer» cada vez más técnico y eficaz, perodonde las cuestiones propias del sentido, las cuestiones que se refie-ren a la subjetividad de los cuidadores y de sus enfermos, generalmen-te, no tienen ningún lugar preciso. De aquí el sentimiento tan exten-dido en los enfermos de ser reducidos a un «cuerpo objeto», dejadosen manos de la medicina, y de no ser reconocidos como «personas»con una memoria, una historia, uno sentimientos, miedos, un pensa-miento que se interroga322.

En una sociedad en la que la «medicina de los órganos» ha suplan-tado a la «medicina de las relaciones» (Galimberti), los moribundosno pueden ser adaptados a la lógica triunfante de la productividad y,por eso mismo, se les coloca definitivamente en la «vía muerta», sonmaterial de desguace. Por todo esto resulta muy comprensible que, enla actualidad, en una sociedad que a causa de su envejecimientogalopante cada vez más se parece a un gigantesco geriátrico, el morir,la ayuda a los moribundos, la eutanasia, el suicidio y el alargamientoartificial de la vida se hayan convertido en temas candentes que danlugar a las tomas de posición más radicales, opuestas y autoexcluyen-tes. No puede sorprender que en la sociedad actual se haya procedido,por emplear una expresión de David Morris, a «to deconstruct morta-lity», a deconstruir el escenario tradicional del morir, por medio deuna drástica transformación y tecnologización de las secuencias queconducen a los seres humanos de la vida a la muerte. Hay que tener encuenta que, en el pasado, cuando el médico ya había agotado todos losrecursos médicos que se encontraban a su disposición, entonces seretiraba y el moribundo era entregado a la familia, que se hacía cargode él hasta su último aliento. Actualmente, por contra, es la familia laque entrega al moribundo al sistema hospitalario, con su característicaracionalidad técnico-científica (modelo biomédico), para que se hagacargo de él, cosa que implica, muy a menudo, que la familia se tenga

321. M. de Certau, La invención de lo cotidiano. 1. Artes de hacer, México, Uni-versidad Iberoamericana, 2000, p. 207. Hay que tener presente que el morir en lasociedad actual no hace sino seguir el ritmo de burocratización que impera en el con-junto de la sociedad occidental, en la que las funciones sociales pasan de la familia aunas instituciones especializadas (véase Larouche, o.c., p. 10).

322. M. de Hennezel y J.-L. Leloup, L’art de mourir, Traditiones religieuses etspiritualité humaniste face à la mort aujourd’hui, Paris, Laffont, 1997, p. 14.

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que retirar y tenga que acomodar su contacto con el moribundo al«reglamento» que rige los hospitales323.

Con mucha frecuencia, porque se está plenamente convencido deque la muerte es una magnitud abrumadora imposible de manejar y depensar, ha sido reducida a toda una serie de pequeños problemastécnicos y biomédicos, que se creen fácilmente manejables y controla-bles: arritmia, respiración, tumores, virus, deficiencias circulatorias,etcétera324. Parece como si la praxis médica hubiese llegado a laconclusión de que por el simple hecho de la aplicación de los últimosavances tecnológicos de la medicina a las supuestas causas de unadeterminada enfermedad ya resultara posible el aniquilamiento defi-nitivo de la misma muerte. Ahora bien, no hay duda de que, en esteproceso moderno de continuada deconstrucción de la mortalidad, elmismo morir ha sido conducido a un callejón sin salida, en el que losmoribundos se encuentran mortalmente atrapados, sin posibilidadesde una muerte digna y humanamente significativa. Resulta muy evi-dente que se ha llegado a una situación verdaderamente paradójica:por una parte, la tecnología médica, con todas sus variadas y sofistica-das tecnologías a base de ventilaciones mecánicas, transplantes deórganos, uso de fármacos potentísimos y mil variadas cirugías que,«mecánicamente», pueden mantener en vida indefinidamente la má-quina corporal; y, por otra, un comprensible, aunque, a menudo,imprudente clamor público a favor del suicidio (eutanasia) médica-mente asistido como única alternativa a un sufrimiento ignominioso,también médicamente asistido.

Porque el ser humano, como en diversas ocasiones se ha puestode relieve en este estudio, profundamente, viene determinado por suespaciotemporalidad, no hay ningún tipo de duda de que la calidaddel espacio actual donde se acostumbra a morir posee una importan-cia capital para hacerse cargo de la situación del morir en nuestrotiempo. El lugar actual del fallecimiento —casi siempre, los centroshospitalarios— acostumbra a tener las características que Marc Augéatribuye a los «no lugares» (aeropuertos, hospitales, supermercados,vías urbanas, etc.) de la sociedad actual325. «Si un lugar puede definir-

323. «La empresa del trabajo médico, del funcionamiento del hospital, viene aredoblar la ocultación de la muerte y a darle su forma específica. La inscripción de lamuerte en el contexto del trabajo médico ya implica por sí misma un cambio de lasrepresentaciones: la muerte ya no se inscribe en las categorías de la fatalidad y de losagrado, sino en las del ‘hacer’, de la eficacia, por una parte, y de lo cotidiano, de larutina, por otra» (C. Herzlich, «Le travail de la mort»: Annales 31 [1976], p. 200).

324. Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age, cit., pp. 237-238.325. Véase M. Augé, Los «no lugares» espacios del anonimato. Una antropología

de la sobremodernidad, Barcelona, Gedisa, 21996, pp. 81-118. Véase la sutil distinción

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se como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que nopuede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional nicomo histórico, definirá un no lugar»326. El exilio y el extrañamientode lo humano que actualmente experimentan tantos moribundos sig-nifican que, en realidad, mueren en un no lugar, es decir, en unámbito «aséptico y neutral— al margen de la cordialidad y de laposibilidad humana de consolación; en un ámbito, además, que seencuentra completamente «desimbolizado» y «desritualizado», lo cualimplica que se mantiene fuera de la relacionalidad constitutiva del serhumano como tal. En su incomparable Fenomenología de la percep-ción Maurice Merleau-Ponty distinguía claramente entre «espaciogeométrico» y «espacio antropológico». El primero constituye el mar-co donde se configuran las relaciones unívocas, sígnicas, de direcciónúnica, matematizables. El segundo, en cambio, es el constituido por elser humano como capax symbolorum y, a la vez, el que lo constituyecomo tal: es el espacio existencial, donde se despliega libremente laambigüedad humana como seña específica de un ser constantementesometido a las imponderabilidades de la contingencia y, por lo tanto,de la muerte327. Es indudable que hace falta volver a hacer humana-mente significativos, es decir, simbólicamente activos, los ámbitosdonde se produce la muerte. Sin embargo, hay que tener muy encuenta que esto no es una mera operación de planificación, sino quelo que hay que reconvertir es la geografía del «mundo íntimo» del serhumano. Y esta reconversión tan sólo será posible si las «estructurasde acogida» llegan a ser capaces de transmitir adecuadamente la«gramática de los sentimientos»; aquella gramática que posee la vir-tud de transformar los «no lugares» en espacios de consolación y desimpatía.

Por todo esto pensamos que la reconquista humanista de la propiamuerte se ha convertido en una de las tareas más urgentes y esencialesdel momento presente, en torno a la cual girará una gran parte de lareflexión ética y religiosa de las próximas décadas328.

que hace Michel de Certeau entre «lugar» y «espacio» (cf. Duch, Simbolismo y salud,cit., pp. 127-129).

326. Augé, o.c., p. 83.327. Sobre el «espacio antropológico» en el pensamiento de Merleau-Ponty, véase

Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 315-323.328. Véase Wils, Die grosse Erchöpfung, cit., p. 115; y, sobre todo, íd., Sterben,

cit., passim.

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6.3.7.4.2.1. La situación del moribundo en la actualidad

Actualmente, creemos, se plantea una cuestión que siempre ha ocupa-do y preocupado profundamente al ser humano, pero que, en lasociedad de nuestros días, haría falta contextualizar de nuevo enfunción de los factores —algunos de ellos inéditos— que intervienenen su nueva configuración. Nos referimos al ars moriendi329. Justa-mente porque la muerte es inseparable de la vida, Séneca, en unfamoso aforismo, afirma: «Tota vita discendum est mori» («Ha deaprenderse a morir durante toda la vida»)330. Dejando de lado la largahistoria del «arte del buen morir» en nuestra cultura, en el momentoactual, tal vez como consecuencia de la desestructuración simbólicaque ha experimentado nuestra sociedad, es importante volver a confi-gurar este arte para que la vida humana se edifique sobre fundamentosrealmente humanos y humanizadores. Para llevar a cabo esta tareadeberían intervenir de manera eficaz las «estructuras de acogida», queson aquellos organismos vivos que tienen la función de transmitir lasrespuestas existenciales, es decir, sapienciales, del ser humano a lascuestiones fundacionales que, de una u otra manera, nunca deja deplantearse (por qué la vida, la muerte, el mal, la beligerancia, etc.) yque nunca tienen una respuesta simplemente «técnica». La deshuma-nización que ahora amenaza la humanidad del hombre se concreta enla progresiva incapacidad para plantearse (ya no, en primer término,para responderlas) las citadas preguntas fundacionales, entre las que,como es obvio, la de la muerte como cuestión personal ocupa el lugarpreeminente. Por otra parte, resulta evidente que el «ars bene vivendi»siempre tiene como complemento y contrapartida irrenunciable el«ars bene moriendi»331.

329. Sobre esta cuestión, véase R. Rudolf, Ars moriendi. Von der Kunst des heilsa-men Lebens und Sterbens, Köln/Graz, Böhlau, 1957; íd., «Ars moriendi», en TRE IV,Berlin/New York, W. de Gruyter, 1979, pp. 143-149; Condrau, o.c., passim; F. Ba-yard, L’art du bien mourir au XV siècle, Paris, Presses de l’Université, 1989; Rolfes,o.c., passim; Hennezel y Leloup, L’art de mourir, cit., passim.

330. «Lo que caracteriza nuestro mundo moderno ante la muerte es la ausencia desentido. Laico, secularizado, apoyándose en una ética inspirada por la Declaración delos derechos del hombre, éste se ha separado de la sabiduría de las grandes tradiciones»(Hennezel y Leloup, o.c., p. 15).

331. A pesar de la enorme crisis de credibilidad que afecta a casi todas las «estruc-turas de acogida» como iniciadoras del «arte del buen morir», no hay duda de que paraun número importante de nuestros contemporáneos, determinados poetas (IngeborgBachmann, Salvador Espriu, Ernesto Cardenal, Paul Celan, Salvatore Quasimodo, etc.),algunos escritores (Albert Camus, Max Frisch, C. S. Lewis, etc.), algunos pintores(Georges Roualt, P. Picasso, Otto Dix, Otto, Pankok) y determinados teólogos (Karl

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La muerte, el morir y el moribundo constituyen para la miradadel saber, del conocimiento y de las instituciones un fracaso, elfracaso por excelencia. Tanto el saber como las instituciones socialesse niegan a aceptar el hecho de que haya determinados aspectos de lavida humana que no puedan definir, controlar o manipular. Por eso,ante esta incompetencia técnica y administrativa, se acostumbra asituar —propiamente, a exiliar— el morir y al moribundo en unasituación de extraterritorialidad y de extratemporalidad respecto a lanormalidad de la vida, es decir, al margen de los ámbitos sociales,políticos y económicos regulados y manipulados por las funciones ylas competencias de las instituciones técnicas y sociales. Resulta com-prensible, entonces, que las referencias al morir sean consideradas pormuchos «bienpensantes» adeptos a las maravillas de la sociedad tec-nológica como blasfemias y obscenidades que es obligado desterrar deinmediato para no «desmoralizar» a los próximos del moribundo. Nodeja de resultar paradójico que, en nuestro momento, con una ciertafrecuencia, en el momento supremo de la muerte de un pariente oamigo, los prójimos se alejen o sean alejados o no tengan el corajemoral para consolar y asistir al pariente o al amigo que se debate entrela vida y la muerte.

Hace ya algunos años, Michel Foucault puso de relieve que, en lasociedad actual, el moribundo se veía obligado a pasar de la vida a lamuerte en unos «espacios-otros», ajenos a la vida cotidiana, es decir,en unos marcos espaciotemporales especialmente construidos paraevitar que el espacio y el tiempo cotidianos —especialmente el hogarfamiliar— sufrieran la «contaminación» que se atribuye al morir. Elmoribundo se ve forzado a exiliarse durante las últimas horas de suvida y ha de acomodarse a las exigencias de los constructores de unosespacios diseñados y construidos por empresas especializadas en lamuerte. Unos espacios, hay que añadir, donde impera, sobre la «vidadesnuda» en la que se ha convertido el moribundo, el «estado deexcepción», incluso en el perverso sentido que uno de los ideólogosmás importantes del nacional-socialismo, Carl Schmitt, dio a estapérfida expresión. Allí, de inmediato, el moribundo se transformaráen un objeto científico y lingüístico completamente ajeno a la vidacotidiana normal y donde, progresivamente y de una manera quetiene ciertos paralelismos con lo que ocurría en los «campos de exter-minio», será reducido y tratado como un «ex hombre» o como una

Rahner, Eberhard Jüngel, Ladislaus Boros, Hermann Volk, Helmuth Thielicke, Ro-bert Leuenberger, etc.) han sido reconocidos como verdaderos maestros del arte delbuen morir.

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«ex mujer»332. Es un hecho ampliamente verificable que cada vezmenos seres humanos mueren en sus casas, rodeados de los miembrosde su familia, en una atmósfera donde se mezclan en un todo inco-nexo, pero humanamente significativo, acciones, sentimientos y reac-ciones de todo tipo. Actualmente se acostumbra a morir en hospitales,en salas especialmente destinadas a tratar este «accidente» llamado«muerte», donde la relacionalidad, la gratuidad y la proximidad, queson los signos distintivos de lo humano, prácticamente han desapare-cido. De repente, el moribundo se encuentra sumergido en una gélidasoledad mecánica construida mediante tubos, contadores, personalsanitario (a menudo, habría que llamarlo «impersonal» sanitario) ylejanía respecto de su mundo familiar y cotidiano. Es en este momentoen el que tiene lugar, al mismo tiempo, la «conexión» con el anonima-to y con la frialdad de los aparatos múltiples y la «desconexión» de laproximidad y la calidez de la relacionalidad tan propia de los huma-nos. Comienza a producirse, en palabras de Philippe Ariès, la «muerteprohibida», a la que se atribuye un carácter vergonzoso y obsceno, quehay que esconder de la mirada pública y, por encima de todo, hay quedesvincularla del mundo de los afectos y de las solidaridades familia-res333. De hecho, procediendo así, la muerte ha dejado de formar partede la vida, porque, en realidad, «aquello» que muere, técnicamente, yaha sido reducido previamente a una simple «objetividad maquinal», aun «ex hombre» o a una «ex mujer», sin rostro humano, sin pasioneshumanas, sin deseos humanos. No hay duda de que, en relación con elmorir y, de alguna manera también, en relación con el resto de lasactividades humanas, el sujeto del progreso moderno se ha convertidoen el mero objeto del progreso moderno334.

En la sociedad moderna, evidentemente con las excepciones derigor, el moribundo es lanzado fuera de lo que constituye el ámbito delo pensable y de lo nombrable habitual y familiar, y se ve forzado aentrar de pleno en un terreno donde domina la censura más estricta yla desposesión más radical, lo que significa que se ve impelido a«sentir» a escondidas, clandestinamente335. «No se puede hacer nada»,

332. Creemos que hay unas innegables afinidades entre el tratamiento que se dabaa los reclusos de los «campos de la muerte» nazis o soviéticos y los que se dan enmuchas instituciones para enfermos terminales en nuestros días. En los dos casos, talvez por razones diferentes, se intenta que tenga lugar el paso del hombre o la mujerconcretos a un «ex hombre» o una «ex mujer».

333. Véase Ariès, o.c., pp. 61-71.334. Véase Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., p. 116.335. Certeau, o.c., p. 208. El moribundo es ciertamente el caso extremo de «exi-

lio», pero no es único. Las «fabricaciones» antiguas y modernas de la locura, del hereje

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se acostumbra a decir explícitamente de los enfermos terminales. Entérminos implícitos, esta expresión significa: «Ya ha(n) dejado de serhombres o mujeres». Por eso, en la Modernidad tardía, el moribundoha dejado de ser, a ojos del saber y de las instituciones sociales, unacorporeidad y se ha convertido en un «simple» cuerpo, un objeto que,en una sociedad donde todo se configura y se evalúa en términos deproductividad, ha perdido la funcionalidad y la utilidad que antes, talvez, había poseído. La consecuencia de todo lo anterior es que elmoribundo se inscribe —o, mejor, es inscrito— de pleno en la lógicadel biopoder. Se ha convertido en un objeto «puro», una neutralidadimpersonal, una figura sin «rostro», abandonada como «carne delaboratorio» en manos de la ciencia y de la tecnología. Desde unpunto de vista político y social, el moribundo ya no posee ningún tipode «utilidad», y todo lo que es socialmente inútil llega a ser una cargamolesta e improductiva para el resto de la sociedad. Como afirmaMichel de Certeau, entre nosotros, en una cultura en la que todo giraen torno al «principio sagrado» de lo económico y de la utilidad», elmoribundo es alguien que resulta no sólo improductivo, sino que,además, altera el «orden lógico y económico» de la vida cotidiana, y,por eso mismo, hay que eliminarlo de la manera menos molestaposible, hay que esconderlo, hay que disimularlo. No cabe duda deque para el «orden lógico del tener» el moribundo es una especie depenoso lapsus linguae en el discurso, en el conjunto de las actividadesde las sociedades de nuestro tiempo. Como todas las actividadeshumanamente perversas y degradadoras, la agresión que actualmentesufre la corporeidad de un número muy importante de moribundos esuna agresión a su espaciotemporalidad. En positivo y también ennegativo, todo lo que experimenta el ser humano —este paradójico«espíritu encarnado»— lo experimenta a través de la mediación cons-titutiva de su corporeidad, es decir, de su espaciotemporalidad.

Sin embargo no siempre ha sido así. En otras épocas la muertehabía estado presente en la vida cotidiana, en el núcleo familiar, en elhogar, justo en el centro de la ciudad. El morir, en definitiva, poseíaun lugar muy concreto en los procesos de socialización de los miem-bros de una sociedad. Pero en la Modernidad, sobre todo a partir delsiglo XIX, todo cambia. La muerte se vuelve vergonzosa y casi obsce-na. La defunción se convierte en una especie de tabú que pone en cues-

y de todo tipo de diferentes son también ejemplos paradigmáticos (véase T. Szasz, Lafabricación de la locura. Estudio comparativo de la Inquisición y el movimiento endefensa de la salud mental, Barcelona, Kairós, 1974).

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tión las pretendidas seguridades de la sociedad moderna336. Además,se impone un nuevo sentimiento. No sólo hay que ocultar la muerte almoribundo, sino también a toda la sociedad, sobre todo a los niños.Actualmente, constituye una evidencia que el morir —evidentementeno la «muerte-espectáculo» que ofrecen el cine, las revistas del cora-zón, la radio o la televisión— es para una gran mayoría de personas eldesencadenante de unas emociones insoportables que «rompen» elsupuesto equilibrio psicológico y social de la vida cotidiana. La creen-cia común, propagada por los mass media y aceptada acríticamentepor una gran mayoría, es que vivir debe ser sinónimo de júbilo, como-didad y situaciones con un obligado happy end, y que el sufrimiento,el dolor, la enfermedad y todas las demás figuras de la contingenciano forman parte de la existencia humana, y, por lo tanto, hay queexcluirlos completamente como acontecimientos personales y mante-nerlos exclusivamente en el ámbito «neutral» de la espectacularidad,de la noticia. En relación con el morir (y, en el fondo, en relación conlas demás cuestiones humanas), no hay duda de que, ahora mismo, sebusca deliberadamente la «lejanía espectacular», que es consideradacomo el antídoto más eficaz contra cualquier forma de «proximidad emo-cional».

Por regla general, la muerte hospitalaria, la muerte moderna, hadejado de ser una muerte ritualizada. Ya no acostumbra a ser un «ri-to de paso», en el que el moribundo constituía el centro ritual de laasamblea de familiares, parientes y amigos. La muerte ha sido conver-tida en un fenómeno simplemente técnico, que a menudo se asimila aun mero «fallo mecánico». Sobre todo los más pequeños, los niños,han de ser protegidos del supuesto efecto perverso y traumatizadorque la enfermedad y la muerte pueden tener para el futuro de susvidas. Y si aún queda sitio para un tipo u otro de ceremonia fúnebre,tendrá que ser sumamente discreta y neutra: gafas oscuras para escon-der las lágrimas, por ejemplo. No se puede mostrar excesivo dolor y,sobre todo, insistimos, hay que evitar el sufrimiento de los niños.Todo ha de ser muy aséptico y sin estridencias.

Como ha escrito David Le Breton, nunca la anatomía ni la fisiolo-gía han sido capaces de explicar con unas ciertas garantías el sufri-miento y la muerte337. Ahora bien, conviene tener presente que, comotodo lo que afecta al ser humano, también el sufrimiento y la muerteson hechos situacionales. Todo dolor es íntimo y personal, pero suexpresión siempre se encuentra enmarcada en una determinada situa-

336. Véase Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident, cit., pp. 73-75.337. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 9.

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ción social, cultural, relacional, lo que significa que su concreciónlingüística es el fruto de la educación y de las transmisiones que se hanrecibido en la familia y en la escuela. No hay dolor sin sufrimiento, esdecir, sin significaciones más o menos objetivas que traducen, me-diante los lenguajes que uno ha aprendido, el desplazamiento de unfenómeno que, de entrada, es meramente fisiológico en el centro de laconciencia moral de la persona338. Estamos completamente convenci-dos de que la enorme «crisis gramatical» actual, que afecta de unamanera muy profunda a las transmisiones que tienen que llevar atérmino las «estructuras de acogida», también puede detectarse de unamanera realmente intensa en relación con la muerte y el morir. Comotodas las otras grandes cuestiones con las que se enfrenta el ser huma-no en su paso por este mundo, la muerte ha de ser empalabrada, tieneque recibir —por decirlo plásticamente— un acompañamiento sim-bólico, lo que es muy coherente con lo que fundamentalmente consti-tuye al ser humano como tal: capax symbolorum. Sólo de esta manerael morir de los humanos podrá superar los dos grandes peligros queconstantemente le acechan. De un lado, la banalización y, de otro, elposible carácter destructor de la misma humanidad del ser humano.Según nuestra opinión, el morir, que es realmente una de las mayoresexpresiones de seriedad de la existencia humana, puede contribuir a lahumanización del hombre (a la visualización de sus actitudes piado-sas, para emplear el lenguaje de Jan Patoka) si evita los dos escollos alos que, ahora mismo, acabamos de aludir.

6.3.7.4.3. Muerte y sentido

La muerte constituye una evidencia, seguramente la más rotunda einexorable de todas. Siempre aparece como algo inesperado, como unhuésped que llega sin anunciarse; nunca nos encontramos del todopreparados para morir, de la misma forma que nunca vivimos con laintensidad, la alegría y la seriedad que deberíamos. No hay duda deque, en el momento actual, resulta sumamente difícil prepararse paramorir bien: nuestra sociedad se distingue de todas las precedentes porque ninguna de ellas había experimentado tan intensamente como la

338. Aquí, evidentemente, se pone de relieve una cuestión neurálgica del momen-to presente. En efecto, ¿qué sucede en una sociedad como la nuestra en la que hay unagigantesca «crisis gramatical», es decir, una casi total falta de palabras para expresar lasgrandes preguntas del ser humano? Nos referimos a los interrogantes que en otro lugarhemos llamado «cuestiones fundacionales», sobre las que actúan las praxis teodiceicasque deberían ser promovidas por las transmisiones llevadas a cabo por las «estructurasde acogida».

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nuestra el inmenso poder de las innombrables figuras de la «distrac-ción» sobre la vida de sus miembros. Ésta es una novedad antropoló-gica que habría que analizar con mucho detalle, añadiéndole, al me-nos como hipótesis de trabajo, otro factor importante: tampoconinguna sociedad como la nuestra había experimentado con tantaintensidad la fuerza destructora del «aburrimiento». Nos parece quehay una extraña relación, casi de causalidad, entre «distracción» y«aburrimiento» que, investigada cuidadosamente, tal vez nos permiti-ría conocer las auténticas dimensiones de la sociedad de nuestros días.Porque la relación de causalidad entre los dos términos que hemoscitado pone de relieve la deficiente —tal vez, en algunos casos incluso,podría hablarse de perversa— constitución de la espaciotemporalidadhumana. O diciéndolo de otra manera: el aburrimiento es la conse-cuencia directa de un ir a través (divertere) inconsistente, escaso yfrívolo del ser humano a través de su espacio y de su tiempo.

Al menos en la cultura occidental, la presencia de la muerte en elentramado de la vida cotidiana ha comportado un cuestionamientoradical del sentido último de la existencia y el conjunto de las relacio-nes que, positiva y negativamente, mantenemos con el mundo y conlos otros. Ahora bien, no hay que olvidar que el sufrimiento y porencima de todo la muerte no son unos fenómenos puramente fisioló-gicos, sino sobre todo simbólicos339. Y, a continuación, hay que añadirque la muerte es una invencible potencia desarticuladora de cualquiertipo de sentido. Desarticula el sentido, «banaliza» el alcance de lossímbolos porque subvierte desde las raíces la gramática, no creativa-mente, como lo hacen la poesía, el amor, el arte, sino por la vía delcaos y de la «disfuncionalización» del cuerpo humano, dando lugarentonces, de una manera inevitable, a una mortal e irreparable deses-tructuración simbólica. Uno tiene una vida más o menos organizada,sostiene unas ideas más o menos claras sobre el mundo y sobre losdemás, defiende, con más o menos buena fe, toda una retahíla decreencias o de increencias y, de repente, irrumpe la muerte, aniquilan-do implacablemente el sentido más o menos frágil, más o menosconsolidado, de nuestro mundo cotidiano y del haz de relaciones que,mediante los sentidos corporales, hemos establecido. En este contex-to, hay que tener presente que el ser humano se ha planteado lacuestión del sentido ante la inquietante experiencia de cualquiera delas numerosas formas que adopta la negatividad; y la muerte, cierta-mente, es la manifestación suprema de ella. Tanto teísticamente como

339. Véase lo que hemos expuesto con anterioridad sobre «corporeidad y simbo-lismo».

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ateísticamente, la no aceptación de los propios límites y de la condi-cionalidad de todo lo que sucede en nuestra vida, es decir, de lafinitud, provoca que los humanos, ininterrumpidamente, se hayaninterrogado sobre la posibilidad de un sentido último de la propiaexistencia y, también, más allá de las tendencias caotizadoras quesiempre pueden «leerse» en el mundo y en nosotros mismos, sobre lacoherencia interna de todo lo que existe340. Es verdad que, histórica-mente, muchos han considerado que la muerte y el sufrimiento teníanun sentido más o menos escondido341. Entonces, la defunción podíaintegrarse en un imaginario simbólico (por ejemplo, en la forma deuna «geografía del más allá») que otorgaba seguridad y coherencia alindividuo y al grupo humano porque los incluía en un «universocontinuo» que alcanzaba, en un mismo movimiento sin fisuras, el«más acá» y el «más allá». Esta manera de ver las cosas, sin embargo,resulta bastante problemática en un mundo «simbólicamente deses-tructurado» como es el actual. Y todo se complica aún mucho más sise tiene en cuenta que vivimos en una sociedad en la que el «absolutotecnocientífico» (con el «más acá» y con el «más allá» que acostumbraa incluir) ha ocupado, tal vez del todo, el lugar atribuido antes al«absoluto religioso» (con el traslado del «más acá» en el «más allá»que, a menudo, incluía). Vistas las cosas superficialmente, la postmo-dernidad ha transformado la relación entre el individuo y su salud y/oenfermedad en un asunto puramente médico y técnico. En cualquiercaso, en relación con esta problemática «y en el fondo en todo lo quede cerca o de lejos tiene alguna relación con el ser humano», no esnada sensato formular discursos y manifestaciones globales de carác-ter totalizador. Para un número importante de hombres y mujeres,como acertadamente lo ha puesto de relieve David Le Breton, lamuerte, el sufrimiento y el dolor han perdido todo significado y sehan visto reducidos a ser unas encarnaciones esperpénticas del espan-to y del horror342. No hay duda, sin embargo, de que para mucha

340. Creemos que con razón Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 698-699, hapuesto de relieve que la noción de «sentido» posee claramente un origen judeocristia-no, ya que sitúa el cumplimiento de todo aquello que existe en el eskhaton, siendo losacontecimientos y las peripecias de la vida cotidiana, es decir, la historia, caminos queconducen hacia aquella meta suprema y definitiva. Según este autor, la secularizaciónimplica una cierta cancelación del sentido de origen judeocristiano, constituyéndoseentonces la tecnología en su sustituto.

341. De esta cuestión se ocupa Viktor Frankl en sus obras. Véase, por ejemplo, Elhombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 111990; El hombre doliente. Funda-mentos antropológicos de la psicoterapia, Barcelona, Herder, 1987; La voluntad desentido, Barcelona, Herder, 1988.

342. Véase D. Le Breton, Antropología del dolor, cit., 202.

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gente lo que tal vez todavía resulte mucho más insoportable que elpropio morir es el dolor, la agonía, el traspaso a una «tierra totalmen-te ignota». Tal vez, resignadamente, la muerte puede llegar a aceptar-se. Lo que resulta inaceptable, horrible y escandaloso es el dolor —eldolor físico y psicológico—, que a menudo acompaña al morir. Casisiempre la muerte es inevitable, pero el dolor siempre tendría que seevitado porque, en la actualidad, es «un sinsentido absoluto, unatortura total»343.

No se trata de buscar un sentido —una especie de relación «causa-efecto»— a la muerte. Como ya hemos dicho, propiamente, la muertees la desarticulación de todo sentido, es el sinsentido por antonoma-sia344. O, tal vez aún mejor, la muerte es el «más allá» de cualquierposible sentido que se pueda establecer en el ámbito de la espaciotem-poralidad que es propia de los humanos. Incluso nos atreveríamos adecir que encontrarle un sentido a la muerte, especialmente a lamuerte del otro, del «tú», puede resultar un ejercicio obsceno y, en lapráctica, retóricamente irrelevante. Pedir a los familiares que se con-venzan de que, por ejemplo, la muerte de su hijo tiene un sentido máso menos oculto que responde a una «lógica» superior de carácterdivino, no sólo es absurdo, sino que, con cierta frecuencia, puederesultar claramente inmoral. En efecto, eso a lo que llamamos «senti-do» siempre se encuentra incluido en una especie u otra de continui-dad. La muerte, en cambio, es la radical discontinuidad, inaugura,justo en el medio de la cotidianidad de los individuos, una «ruptura denivel» (Eliade) sin precedentes. Tal y como pone de relieve VladimirJankélévitch, la muerte es la representante más elocuente de la preca-riedad, de la fundamental inconsistencia de todo lo que es humano.La muerte, lejos de proporcionar a la vida humana un fundamentocon sentido, acostumbra a ser la señal más radical e incuestionable dela falta de sentido345. Como mortalidad que es, la muerte es el fracasopor excelencia. La muerte es el más radical de los aniquilamientos, es,en sí mismo, lo «no Absoluto»346.

Cada flor quiere hacerse fruto,cada mañana llegar a ser tarde,en la tierra no hay cosas eternassólo cambio y huida.

343. Le Breton, o.c., p. 202.344. Aquí, concretamente, nos separamos de la logoterapia de Viktor E. Frankl.345. Jankélévitch, La muerte, cit., p. 75.346. Ibid., p. 84. Somos plenamente conscientes de la imposibilidad que tiene el

ser humano de hacer tanto afirmaciones «absolutas» como «no absolutas» (véase lo queexponemos en la conclusión de este párrafo).

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También algún día el verano más belloquiere sentir el otoño y el marchitar.Quédate, hoja, pacientemente quieta,cuando el viento se te quiera llevar.

Juega tu juego y no te opongas,deja que pase quietamente,déjate llevar por el viento que te arrancadeja que te lleve a casa347.

La única posibilidad humana que sitúa a la muerte —o mejor, almoribundo— dentro del ámbito de lo humano e, incluso, del sentidode lo humano es el consuelo348. En la muerte del otro es donde elhombre y la mujer concretos pueden llegar a ser de una manera másclara y rotunda prójimos, próximos, porque el verdadero consuelo espor encima de todo una aproximación, un acompañamiento, un ejer-cicio de simpatía. Cuando, en el morir, el sentido que bien o malhemos construido con nuestras «lógicas» se deshace, delante de ladesolación por tanto, lo único necesario es el acompañamiento, laconsolación, la capacidad de ponernos en la piel del otro (simpatía).Es cierto que siempre morimos solos, que hemos de afrontar lasincertidumbres del tránsito nosotros mismos, que nunca nada ni nadienos podrá sustituir en aquella «hora de temor» (Maragall). Pero, losunos a los otros, nos podemos acompañar hasta el último momento.Aquí, el contacto corporal es fundamental. La mirada, las manos, lascaricias, la palabra; una palabra que quizás no diga nada en concreto,pero que muestra, que le dice al moribundo, que les dice a los familia-res, que no están solos. Un palabra ética, en definitiva, que consuela yque nos consuela porque da paso a unas formas de relacionalidadsimpática basadas en la com-pasión, en el «com-padecimiento» y enaquel amor que es más fuerte que la misma muerte.

Creemos que, de una manera muy lúcida, Jacques Derrida hapuesto de relieve que, rigurosamente hablando, la muerte es el «suce-der ausente y el suceder inconsciente del ser humano». Por eso, conti-núa el pensador judío francés, la muerte es el «principio de la ruina»del ser humano349. La ausencia y la inconciencia son nombres —omejor paráfrasis— de la falta de sentido. En este caso: la situación enla que se integra el que está a punto de fallecer, de hacer el tránsito.Para el moribundo, porque va siendo cada vez más ausente y más in-

347. Hesse, «Hoja marchita», en Elogi de la vellesa, cit., p. 42.348. Véase el excursus sobre el consuelo.349. Derrida, cit. Hügli, o.c., col. 1237.

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consciente, el sentido ya no posee ningún tipo de consistencia ni depresencia justamente porque como sujeto humano está arruinándoseo ya se ha arruinado, está convirtiéndose o ya se ha convertido enalguien privado de la espaciotemporalidad que como ser humano leera propia y que, por otro lado, en cualquier espacio y tiempo, es ellugar histórico donde se manifiesta la finitud humana y, por lo tanto,el combate ético para la búsqueda de sentido.

El moribundo se encuentra completamente entregado a los otros.Eso significa que el sentido de su propia vida también está en manosde los otros. En el lecho de muerte, el que está a punto de finar cadavez va siendo menos capaz de «responder», de balbucear expresiva-mente la situación en el espacio y en el tiempo porque su «condiciónadverbial» va dejando de ser la seña específica de su presencia en elmundo. Esto significa que el sentido ya no puede originarse en élmismo, sino que le ha de venir de fuera, tiene que nacer en el corazónde los otros y alcanzarlo a través del consuelo, la misericordia y el«com-padecer» de quienes le acompañen en los últimos instantes.Creemos que toda la reflexión sobre la trascendencia de la alteridadtiene su punto culminante alrededor del lecho del moribundo. Elacercamiento, es decir, la progresiva «constitución del prójimo» en unespacio y un tiempo concretos, es el centro capital no sólo de laresponsabilidad ética sino también del sentido (que es otra forma deser responsables del otro). En la hora de la muerte, justamente a causade la progresiva ausencia e inconsciencia del moribundo, es cuando sedebería alcanzar el grado máximo de acercamiento al otro, cuandomás decisivamente deberíamos aproximarnos para responder a susinterrogantes sin palabras y para convertirnos así en el lugartenientede su sentido.

El sentido no puede ser ninguna cosa estática ni impersonal, unaespecie de a priori o de «gran principio teológico» incluido como unadinámica inagotable en la gran máquina del cosmos o de la historia.De una manera contundente, la falacia de esta comprensión del senti-do ha sido descubierta en este largo proceso histórico de la culturaoccidental que acostumbramos a llamar «Modernidad». Entendemosel sentido como una «circularidad amorosa» que integra y armoniza,manteniendo las diferencias, a todos los alejados por las razones quesean, y la hora de la muerte es tal vez la más decisiva entre ellas.Siempre que se da esta «circularidad amorosa» hay un sentido porqueel amor es el único antídoto eficaz contra la muerte. El gran desafíoque actualmente plantea la «muerte tecnológica» es que acostumbra aimplicar el alejamiento de los próximos respecto al moribundo. En-tonces, el interrogante que irrumpe con una fuerza descomunal al

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lado del lecho de muerto del moribundo es: ¿quién le aportará elsentido si los lugartenientes de su sentido han huido?

6.3.7.4.4. Estrategias postmodernas contra la muerte

Desde siempre, como lo señala el sociólogo Zygmunt Bauman, elconocimiento experiencial de la propia mortalidad ha implicado, me-diante expresiones y actitudes muy diversas, el planteamiento de laposibilidad de la inmortalidad350. En una gran diversidad de culturas,antiguas y actuales, para mucha gente la vida humana llega a tenersentido porque se encuentra sostenida por el deseo de vida después dela muerte y por el firme convencimiento de que «ni el mal ni la muertetendrán la última palabra» (Horkheimer). Históricamente, para man-tener vivo el deseo de inmortalidad, los seres humanos se han referi-do, sobre todo, o bien a la memoria o bien a la narración. Mantenervivo el recuerdo de los difuntos, pensar que uno no muere si siguevivo en el recuerdo de los otros, creer que uno sigue en vida en sushijos o en sus nietos, es una estrategia que, con expresiones muydiversas, aparece en un número muy importante de culturas de todoslos tiempos. Es la estrategia de la memoria, que acostumbra a circuns-cribirse en el entorno de la familia, pero que también puede extender-se más allá de los círculos familiares y alcanzar un espectro social ypolítico mucho más amplio. Así, por ejemplo, algunos políticos creenque continuarán vivos en el Partido o en el Estado; algunos escritoreso artistas mantienen el convencimiento de que se mantendrán en vidaa través de su obra; algunos científicos se hacen la ilusión de que supresencia en el futuro será palpable a través del propio progreso de lahumanidad, etcétera.

Dejando a un lado las consideraciones anteriores, ahora querría-mos referirnos brevemente a dos estrategias modernas de dominio dela contingencia y de la muerte. Tal vez será más adecuado hablar de

350. Véase el artículo de Z. Bauman «La versión postmoderna de la inmortali-dad», en La postmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2001, p. 190. Con suintuición genial, Simmel puso de relieve en 1910 que, para muchos seres humanosprofundos, «la inmortalidad tiene el sentido de que el Yo pudiera consumar completa-mente su separación de la azarosidad de los contenidos particulares» (Simmel, «Parauna metafísica de la muerte», cit., p. 97). En el fondo, esta manera de ver las cosas hasido muy típica de las diversas configuraciones que, en la larga historia de la culturaoccidental, ha recibido la visión gnóstica del mundo. Para obtener la inmortalidad hayque separar, mediante «conocimiento» o ascesis, el verdadero Yo de sus «contenidosparticulares», es decir, de las limitaciones impuestas por la espaciotemporalidad pro-pia del ser humano como «espíritu encarnado», cosa que equivale a deshacerse de la«carne» porque se cree que el «espíritu» entonces tendrá plena vigencia inmortal.

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las estrategias postmodernas contra la muerte. Son, por una parte, la«estrategia de la banalización de la muerte» y, por otra, la «estrategiade la profesionalización de la muerte y del morir» que, con muchafrecuencia, se presentan en un mismo y único movimiento.

6.3.7.4.4.1. La banalización de la muerte

No se trata de dominar la muerte desde el punto de vista clásico de lainmortalidad351. Se trata más bien de denominarla desde dentro dela propia vida. ¿Cómo será esto posible? Respuesta: banalizándola,desproveyéndola de su carga humana, convirtiéndola en una simpleavería mecánica de la «máquina corporal». Conviene hacerse cargo deque hoy vivimos en una sociedad, la postmoderna, en la que se da unaproliferación de imágenes sobre la muerte y sobre los muertos comonunca se había conocido en el pasado. Estamos acostumbrados a quela muerte sea un espectáculo mediático cotidiano, cuyos innumera-bles protagonistas acostumbran a ser unos seres afectiva y efectiva-mente alejados de la propia vida cotidiana, sin nombre y sin ningúntipo de vinculación personal con los espectadores. En estos casos lamuerte siempre es la muerte del otro, pero, evidentemente, de unotro lejano; diferente e in-diferente, al que resulta prácticamenteimposible acercarse, de serle próximo, prójimo. Como hemos vistocon anterioridad, con cierta frecuencia se evita que el moribundo —esdecir, el protagonista del morir concreto y personal— muera en elhogar, en el entorno familiar, mientras que la muerte, entendidacomo espectáculo televisivo, se expone en la sala familiar, casi demanera obscena, a una mirada pública con rasgos impúdicos, que estáde vuelta de todo y de todo el mundo352. Eso significaba que el morirde un ingente contingente de seres humanos se ve reducido a unasimple broma televisiva interpretada en clave virtual porque, a losojos de los espectadores, no se trata para nada del sufrimiento y lamuerte reales de unos seres de carne y hueso, sino de unas «construc-

351. De todas maneras, creemos que hay que tener en cuenta la siguiente precisiónde Morin, El hombre y la muerte, pp. 33, 34: «La inmortalidad no se basa en eldesconocimiento de la realidad biológica, sino en su reconocimiento (funerales), no sebasa en la ceguera, sino en la lucidez [...] El carácter categórico, universal, de la afirma-ción de la inmortalidad es de las mismas proporciones que el carácter categórico,universal, de la afirmación de la individualidad».

352. Creemos que, en una antropología del cuerpo mínimamente exhaustiva, ha-bría que tratar con mucho detalle la cuestión el pudor. Una buena introducción a latemática la ofrece D. Bonhoeffer, Ética, edición y traducción de L. Duch, Madrid,Trotta, 2000, pp. 237-242.

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ciones» hechas para entretener y aportar un mínimo de morbosidad alos grises contornos de la cotidianidad. De esta manera, sin embargo,se le quita al morir su carácter misterioso, desvinculándolo de cual-quier ritualidad sagrada y, al mismo tiempo, se le incluye entre los«servicios sociales e informativos» que nuestras sociedades prestan alos ciudadanos que pagan sus impuestos. La banalización del morir es,sencillamente, la «muerte informativa»: hoy se pueden ver guerras endirecto, suicidios televisados, cadáveres en descomposición como con-secuencia de asesinatos en masa, y nadie se horroriza excesivamenteporque se trata de «meras informaciones» que comunicativamente nonos atañen en nada. Zygmunt Bauman ha insistido en que el horror ala muerte, la angustia ante la muerte, pueden exorcizarse mediante suomnipresencia. Si las estrategias clásicas de inmortalidad se encuen-tran en crisis, hay que inventar unas nuevas, y la banalización delmorir, por medio de su omnipresencia mediática, es una estrategiamuy eficaz. En resumen: el morir está ausente en la sociedad postmo-derna gracias justamente al exceso de visibilidad de la muerte. Con elfin de exorcizarla, hay que hablar de ella de una manera prolija, eso sí,banalmente, incorporándola a la vida cotidiana como una especie derepresentación espectacular «fuera de los muros de la ciudad», quenunca me llegará a alcanzar personalmente. Por todo esto, la muertese ha transformado en un hecho insignificante que, de una maneratotalmente anónima y burocratizada, está, paradójicamente, ausentede manera omnipresente. El morir «se silencia mediante el ruidoinsoportable» de la muerte353. La proliferación informativa respecto ala muerte provoca lo que, hace ya unos pocos años, refería McLuhanen relación con el gigantesco caudal moderno de información: lamisma información se convierte en un muro opaco para la comunica-ción; información que posee la virtud de insensibilizar a los indivi-duos y adormecer las conciencias.

Ya hemos señalado con anterioridad que, en la actualidad, lamuerte se ha visto desnudada de su misterio y se ha convertido, casiexclusivamente, en un problema estadístico. Los accidentes mortalesson cuantificados estadísticamente. La «condolencia» se ha converti-do en un género literario que acostumbra a informar de la defunciónde alguno con la misma frialdad y distancia que los boletines meteoro-lógicos. Las víctimas del terrorismo (también del de Estado) son em-pleadas cínicamente como medio político, a menudo útil (o que secree útil) para fundamentar nuevas acciones terroristas (también por

353. Véase Bauman, La postmodernidad y sus descontentos, cit., p. 198. Véase loque en este estudio hemos expuesto acerca del «ruido» y del «silencio».

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parte del Estado). De todas maneras, creemos que hay una diferenciaesencial —y no sólo en relación con esta problemática— entre lamuerte como «cuestión informativa» y la muerte como «cuestióncomunicativa». Es una evidencia que cae por su propio peso que,informativamente hablando, nunca como en la actualidad la muertehabía estado tan presente en la cotidianidad. En todos los registrosinformativos posibles, diariamente, prensa, televisión, radio, etc., ofre-cen una cantidad innumerable de muertes de niños, ancianos, muje-res, hombres, enfermos, etc. Pero, por regla general, se trata de muer-tes «objetivadas» y, muy a menudo, espectacularmente rentables, quepertenecen al ámbito del «se dice que…», y que no acostumbran aafectar apenas en profundidad a las conciencias y sentimientos de laspersonas que, en este caso, se limitan a ser «espectadores no participa-tivos» del drama cotidiano de nuestro mundo, que se intenta portodos los medios reducir a una mera «comedia». Propiamente, laactual crisis de la muerte y del morir es la crisis de la comunicación yde aquello que la comunicación tiene que establecer: comunidad ycomunión. No hay duda de que la crisis comunicativa de la muertehay que situarla en el horizonte de la crisis global que experimentanlas «estructuras de acogida» en la sociedad de principios del siglo XXI.Por eso pueden darse al mismo tiempo una extraordinaria proximi-dad informativa respecto a la muerte y un casi total alejamientocomunicativo respecto al morir (y al moribundo)354.

6.3.7.4.4.2. La profesionalización del morir

Como todo o casi todo lo que tiene lugar en la sociedad postmoderna,también la muerte, el trato con el cadáver del difunto y el ritual deenterramiento se deja en manos de los expertos, de profesionales, esdecir, de personal que trata asépticamente la «gestión» de los entie-rros. Se procede a la «invisibilización» del difunto, culminando así latarea que se había comenzado en él por el hecho, como hemos ex-puesto anteriormente, de exiliarlo a una tierra de nadie al margen delas relaciones y de la vida del mundo cotidiano. El moribundo y elcadáver se colocan, para emplear la terminología de Michel Foucault,en unos «espacios otros» —otros respecto a los espacios familiares,políticos, sociales.

Estos «espacios otros» también son designados con el neologismo

354. Hemos realizado una aproximación a la «antropología de la comunicación»en L. Duch, «Notas para una antropología de la comunicación», en íd., Estaciones dellaberinto. Ensayos de antropología, Barcelona, Herder, 2004, 89-127.

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heterotopías355. En las sociedades llamadas «primitivas» existen tam-bién heterotopías, que eran, en palabras de Foucault, «heterotopías decrisis». Había unos determinados lugares privilegiados y/o prohibidos(«sagrados» en definitiva) en cuyo interior los miembros de la socie-dad, en un momento u otro de su vida, superaban un tipo u otro delímites críticos: adolescentes en ritos de paso, mujeres que menstrúan,personas poseídas por un espíritu, difuntos, etcétera356. Poco a poco,en la sociedad postmoderna, las «heterotopías de crisis» han tendido adesaparecer de la cotidianidad de las sociedades, dejando su lugar a lasque Michel Foucault llama «heterotopías de desviación». Éstas sonocupadas por los individuos que, social y políticamente, son conside-rados «desviados» respecto a las normas vigentes y socialmente san-cionadas. Diríamos que las «heterotopías de desviación» son las pro-pias de los individuos «política y socialmente incorrectos». El pensadorfrancés toma como ejemplo de las «heterotopías de desviación» elcementerio357. En la cultura occidental bien se puede decir que elcementerio ha existido prácticamente desde siempre, pero ha sufridounos importantes cambios de emplazamiento: del centro de la ciudada su periferia. Hasta el final del siglo XVIII, el cementerio al lado de laiglesia ocupaba el centro de la villa. De esta manera, plásticamente,sobre el paisaje urbano o rural era posible leer la communio sancto-rum, la estrecha vinculación entre vivos y difuntos, entre el «más allá»y el «más acá», entre la vida y la muerte. El cementerio, además,estaba considerado como un lugar sagrado (relativamente separado),aunque fuese relativamente cercano a los habitantes de la ciudad o delpueblo. Resulta interesante comprobar que, a partir del siglo XIX, pordiversas razones (entre las cuales, aunque no exclusivamente, sonimportantes las del carácter higiénico), empieza a ubicarse el cemente-rio en un emplazamiento cada vez más alejado de las poblaciones. Yescribe Michel Foucault:

355. M. Foucault, «Espacios diferentes», en Estética, ética y hermenéutica, Obrasesenciales III, Barcelona, Paidós, 1999, p. 435.

356. Al respecto de esta problemática, no puede olvidarse la relación del pensa-miento de Foucault con las exposiciones tradicionales de los «ritos de paso» tal ycomo, por ejemplo, fueron expuestos, inicialmente, por Arnold van Gennep y, muchomás recientemente, por Victor Turner. Véase sobre la problemática relacionada conlos «ritos de paso» Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 204-208.

357. Foucault, o.c., p. 436. La denominación del cementerio en diferentes idio-mas es un buen síntoma de la consideración de «lugar sagrado» que merecían: «camposanto», «Friedhof», «Gottesacker», «Totenhof», «Kirchhof», «camposanto», «champde repos». Sobre las cuestiones relacionadas con el cementerio, véase H.-K. Boehlke yM. Belgrader, «Friedhof», en TRE XI, Berlin/New York, Walter de Gruyter, 1983, pp.646-653.

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Correlativamente a esta individualización de la muerte y a la apropia-ción burguesa del cementerio nació una obsesión por la muerte comoenfermedad. […] Por lo tanto, los cementerios ya no constituyen elviento sagrado e inmortal de la ciudad, sino la otra ciudad, dondecada familia posee su negra casa358.

Las heterotopías son controladas por expertos o, tal vez, resultemás adecuado hablar de técnicos, que saben hacer su trabajo profesio-nalmente, evitando cualquier contratiempo. En este sentido, los di-funtos, de una manera parecida a como fueron tratados en su etapa demoribundos, también son abandonados completamente en manos deunos técnicos cuya misión consiste en «neutralizar» los sentimientosde los supervivientes respecto a los fallecidos.

6.3.7.5. Conclusión

Tomo conciencia del paso del tiempo mediante las señales que elenvejecimiento va dejando en mi cuerpo, que, por otra parte, muybien pueden ser consideradas como unos heraldos que anuncian laproximidad de la muerte. Pero no sólo anuncian mi muerte, sinosobre todo —y éste es un elemento de una excepcional importan-cia— la muerte del otro. No resulta nada infrecuente que un buennúmero de personas llegue a aceptar más fácilmente la propia muerteque la muerte de una persona querida. El ser humano conoce bastantebien su propia mortalidad y experimenta, a menudo trágicamente, eldeterioro que, en unos casos poco a poco, y en otros de una manerarepentina, lo va marginando de la vida, quitándole los lazos efectivosy afectivos que le unen con los otros y con el mundo. Un aspecto muyangustioso del drama humano del morir acostumbra a concretarse enque conocemos el qué de la muerte, pero desconocemos el cuándo y elcómo (mors certa, hora incerta)359. El grado de aceptación de la muer-

358. Foucault, o.c., p. 437; cf. Améry, Revuelta y resignación, cit., p. 130.359. Evidentemente, en este contexto no puede olvidarse que actualmente un con-

tingente importante de defunciones se da entre los jóvenes a causa de los accidentes decirculación y algunas enfermedades como, por ejemplo, el sida y el alcoholismo. Esuna cuestión abierta hasta qué punto estas formas modernas de mortalidad no se en-cuentran, consciente o inconscientemente, relacionadas con el deseo de «dejar de vi-vir» por aburrimiento, falta de perspectivas de futuro o agotamiento en unos pocosaños del conjunto de las etapas de la existencia humana. La sobreaceleración del tiem-po, a la que nos hemos referido en otros escritos nuestros, creemos que tiene unainfluencia muy fuerte sobre el tedio de un buen número de jóvenes de nuestros días.No se trata de unas actitudes con características trágicas o heroicas, sino de una «suaveapatía», a menudo unida al conformismo burgués, que como un clima más bien tem-plado invade las actitudes y los comportamientos de muchos jóvenes de hoy.

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te varía no sólo de cultura a cultura, sino también, como lo hemosseñalado anteriormente, de época a época, porque el morir de loshumanos también hay que incluirlo en la cultura como aquel horizon-te lejano que alcanza todo aquello que piensa, hace y siente el serhumano. Esto ha provocado que, por una parte, algunas culturas sehayan preocupado sobre todo por la creación de artefactos simbólicospara acompañar al difunto en su tránsito de este mundo al otro y que,por otra, otras culturas, especialmente, se hayan decantado por insti-tuir acciones culturales para hacer frente a la angustia que provoca enlas comunidades humanas la presencia de la muerte de los otros.Diciéndolo de otra manera: hay culturas que se han dedicado de unamanera prioritaria al acompañamiento del que se traslada de estemundo al otro, y otras, en cambio, que han centrado todos sus esfuer-zos en los supervivientes como indiscutibles candidatos a morir. Porotra parte, no puede causar ningún tipo de extrañeza que, en casitodas las culturas, se encuentren «geografías del más allá», que acos-tumbran a ser configuraciones simbólicas que, con imágenes pertinen-tes, permiten la superación del carácter definitivo atribuido a la muer-te, proyectando una forma u otra de continuidad espaciotemporalentre «este» mundo y el «otro».

En el momento presente, muy a menudo, parece como si sólohubiese un conocimiento «mecánico» de la propia finitud y mortali-dad. En el pasado, por el contrario, la presencia difusa pero muy realde los difuntos y la visibilidad del moribundo en el entramado socialobligaban al ser humano a tener memoria, a anticipar, aunque fuese adisgusto, su propia muerte y también a tener muy presente el carácterprovisional y efímero de todos sus deseos, proyectos y realizaciones.Es cierto que, con una cierta frecuencia, esta presencia insidiosa de lamuerte, a menudo acompañada de una conciencia enfermiza del peca-do y de la culpabilización, desencadenaba numerosas patologías, pero,por otra parte, no hay duda de que esta memoria acostumbraba aevitar que los hombres y las mujeres se volviesen arrogantes y presun-tuosos. En este sentido, B. Guggenberger ha escrito:

La nueva mayoría de los vivientes ya no actúa con la conciencia de lapropia finitud. Esto hace que todo lo que emprende parezca banal yfacultativo. En cada momento, es la finitud conocida y afirmada de laexistencia la que otorga a nuestros gestos y actuaciones peso y signifi-cación […] Cuando los muertos callan, los vivos se hacen desmesura-dos (masslos)360.

360. G. Guggenberger, cit. Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., pp. 116-117.

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En todo lugar y época la muerte (o, mejor, el morir) ha sido elgran misterio al cual han debido hacer frente los hombres y las muje-res de todos los tiempos y todas las culturas. No hay duda de que lamuerte es una estructura profunda y determinante de la existenciahumana, pero al mismo tiempo hay que señalar que en su concretarealidad cotidiana de hombres y mujeres sólo existe históricamente.Dicho esto, hay que dejar bien claro que, propiamente hablando, ensu núcleo más íntimo, la muerte no es un «problema» que pueda «serresuelto» definitivamente en un sentido u otro, sino que pertenece a lacategoría del misterio. Como misterio, su significación última perma-nece fuera de los «cálculos» que son posibles a partir de las «facticida-des» físicas, biológicas y lógicas que se encuentran a nuestro alcance.Tiene razón Ludwig Wittgenstein cuando afirma:

El sentido del mundo ha de encontrarse fuera de él. En el mundotodo es tal como es, y sucede tal como sucede; en él no hay ningúnvalor «y si lo hubiera, no valdría nada». Si hay un valor que seavalioso, ha de encontrarse fuera de todo suceso, y ser de esta manera(Sosein) es casual361.

Seguramente que lo que más positivamente ha contribuido a labanalización de la muerte en la cultura actual es su «problematiza-ción» en detrimento de la pérdida o, al menos, de la disolución de sucalidad misteriosa.

En su famosa carta a Meneceo, Epicuro escribe:

Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada,porque todo el bien y el mal residen en las sensaciones, y precisamen-te la muerte es la privación de los sentidos. Por lo tanto el rectoconocimiento de que la muerte no es nada para nosotros nos haceagradable la mortalidad de la vida: no porque añada un tiempoindefinido, sino porque nos desembaraza de la añoranza desmesura-da de la inmortalidad […] El más terrible de los males, la muerte, nosignifica nada para nosotros, porque mientras que estamos vivos, ellano existe; y cuando ella está presente, nosotros ya no existimos362.

361. L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 6.41.362. Epicuro, Lletres, introducción y versión de M. Jufresa, Barcelona, Fundación

Bernat Metge, 1975, p. 133. Sobre esta cuestión véase R. Rudolf, Ars moriendi. Vonder Kunst des heilsamen Lebens und Sterbens, Koln/Graz, Böhlau, 1975; íd., «Ars mo-riendi», en TRE IV, Berlin/New York, Walter de Gruyter, 1979, pp. 143-149; Con-drau, o.c., passim; Bayard, L’art du bien mourir au XV siècle, cit.; H. Rolfes, «ArsMoriendi», en E. Schillebeeckx (ed.), Mystik und Politik. Theologie im Ringen umGeschichte und Gegenwart. J. B. Metz zu Ehren, Mainz, Matthias Grunewald, 1988,pp. 235-245. Creemos que es algo indiscutible que la cultura actual, si de verdad

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Para nosotros, a pesar de todos los esfuerzos físicos, intelectualesy emocionales, la muerte no puede dejar de ser causa de inquietud porla sencilla razón de que es inseparable de la vida. La muerte es unaparte fundamental del misterio de nuestra vida: vivir es morir, y,también, morir (aprender a morir) es vivir.

Esto, sin embargo, no lo es todo. Con mil imágenes y simbolis-mos, muchas tradiciones de la humanidad han hablado de «cielonuevo y de tierra nueva», o de la «tierra sin mal», o del «país de latransparencia total», o del «paraíso reencontrado». Evidentemente, setrata de una multitud de expresiones simbólicas propias del lenguajedel deseo. De hecho, el único lenguaje capaz de hacer frente, aquí yahora, a la actual problematización tecnológica de la muerte y delmorir de los humanos. Como decía con gran perspicacia GastonBachelard, «el hombre no es fruto de la necesidad sino del deseo».

A nivel intelectual, atendida la circunstancia de que la muerte siem-pre se encuentra «más allá» de todo lo pensable y experimentable, nosresultan tan injustificados e injustificables los supuestos conocimien-tos sobre el «después de la muerte» como la simple negación de todo«más allá de la muerte»363. Hay que tomarse de manera seria la adver-tencia de Ludwig Wittgenstein que hemos citado: el sentido o la faltade sentido del «más allá» no son demostrables en ningún sentido (niafirmativo ni negativo, por lo tanto) en el «más acá»: por eso, conanterioridad nos hemos referido muy brevemente al consuelo comoactitud ante el moribundo y, en el fondo, como fundamento de lasauténticas relaciones humanas364. Porque hay, por hablar plásticamente,una incompatibilidad geográfica entre el espacio y el tiempo del «másacá» y los del «más allá», no hay ningún lenguaje que sea capaz de al-canzar en un mismo movimiento expresivo el acá y el allá. Creemosque no cuesta apenas ver que, cuando hablamos de la muerte comofinal absoluto, al mismo tiempo podemos pesar y desear un «más allá»

quiere superar la innegable crisis global que sufre, tendría que volver a articular un arsmoriendi que se encontrara de acuerdo con la sensibilidad y los parámetros culturalesdel hombre y la mujer actuales. Evidentemente, esto es todavía mucho más urgentecon relación al cristianismo, que, al menos en la Vieja Europa, parece encontrarseactualmente en una «tierra de nadie», en la que fracasan, por igual, la tradición y laModernidad.

363. No hay duda de que el dogmatismo, el «pensamiento con regulación ortodoxa»,tal y como lo llama Jean-Pierre Deconchy, se encuentra, indistintamente, tanto en elpensamiento «clerical» como en el «anticlerical», los cuales, como a menudo han sidopuestos de relieve, poseen en común unas amplias y profundas «afinidades electivas».

364. En el excursus que dedicamos al consuelo, al final de este capítulo, comple-mentamos las reflexiones que tan sumariamente hemos expuesto en nuestro texto.

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de la muerte, un impulso hacia adelante, una trascendencia vencedorade todos los constreñimientos y de todos los puntos finales impuestosal ser humano por su mortalidad. Siempre que piensa el límite, el serhumano posee no sólo la capacidad de pensar el «más allá» del límite,sino, sobre todo mediante los tiempos verbales del futuro, de expre-sarlo e, incluso, de experimentarlo simbólicamente365.

Todo lo que ha sido expuesto en este texto no significa de ningu-na manera un alegato contra el convencimiento de la fe. Siempre hayque tener bien presente, sin embargo, que creer no es saber. Creer que«ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra» (Horkheimer), creerque «hay alguien que espera a la otra orilla» (Unamuno), pertenece depleno a aquello que Pascal llamaba «razones del corazón». En la largahistoria de la humanidad, las «razones del corazón» —preferimosllamarlas «razones intuitivas»— han sido siempre aportadas por aque-llos que, en otros contextos, hemos designado con la expresión «maes-tros espirituales». Han intuido algo «más allá» de las facticidades y delas conclusiones conseguidas por vía deductiva o inductiva (siemprecon sus inevitables «intereses creados», porque, de hecho, toda ratioes una conservatio sui). Al mismo tiempo, se han mostrado por algu-nos de sus coetáneos dignos de confianza a partir de su propia vida, esdecir, han sido testimonios, han dado un testimonio de un «más allá»posible en el «más acá». Y algunos han creído en su testimonio y, apartir de aquí, también han intuido —aunque sea a tientas— algúntipo de fisonomía pacificadora y reconciliadora en el más allá de laoscuridad.

Desde siempre, el interrogante que, en relación con la muerte y elmorir, nos hemos planteado es: la persona que, éticamente, actúacorrectamente; que, responsablemente, sabe apoyar al otro; que, sa-piencialmente, sobre todo cuando las «legalidades» vigentes no orien-tan, sino que desorientan, aporta consejo a los que le rodean; que,valientemente, sabe perdonar las ofensas reales o supuestas del otro;que, pacíficamente, crea comunidad y comunión; que, atrevidamente,con peligro de su propia vida, sabe alzarse contra la injusticia y eldesprecio del otro; que, consoladoramente, al lado del lecho del mori-bundo osa aportarle sentido, reconciliación y confianza; éste, por víaafirmativa o negativa, en la duda o en la euforia, en la palabra o en elsilencio, entre el sí y el no, ¿no debe ser un testimonio vivo (segura-mente, en la docta ignorantia) del más allá de la muerte?

En el tiempo y el espacio, la sociedad, expresada y actualizada,

365. En este sentido, véase el libro de G. Steiner Presencias reales. ¿Hay algo en loque decimos?, Barcelona, Destino, 1991.

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afirmada y negada, a través de los cuerpos de sus miembros en susdiversas dimensiones polifacéticas y polifónicas de tipo familiar (con-descendencia), ciudadano (corresidencia) y religioso (cotranscendencia),tiene como razón fundamental de su existencia el acogimiento del serhumano, que es alguien que sólo puede hacerse presente en el mundomediante su corporeidad. De una manera mucho más intensa que enlas demás «estructuras de acogida», siempre y en todas partes, la fami-lia, para bien y para mal, se ha visto íntimamente constituida, afectaday determinada por la realidad humana como relacionalidad corporal.En un tiempo de cambios profundos y de creciente falta de credibili-dad de los sistemas sociales tradicionales, la relacionalidad corporalque se establece en el seno de la familia también experimenta numero-sos trastrocamientos y fracturas. La mecanización de la medicina, lasactuales actitudes ante el morir, el cambio de sentido y de duracióndel envejecimiento, la incidencia abrumadora de los medios de comu-nicación («sistemas de la moda» incluidos) sobre el entorno familiar,la preponderancia de la «cultura del yo», el crecimiento frenético delruido en el día a día de nuestras ciudades, las nuevas enfermedades(sida, anorexia, vigorexia), etc., son intervenciones muy poderosas que,ahora mismo, afectan al cuerpo humano, que nunca deja de sentirsesituado en un marco concreto de relacionalidad simbólico-corporal,con los peligros y las posibilidades que, inevitablemente, comporta.

No hay duda de que, en este inicio del siglo XXI, desde múltiplesperspectivas teóricas y prácticas, una de las cuestiones más urgentes y,con toda seguridad, más importantes para el futuro de nuestra socie-dad es la configuración de «unas estructuras de acogida» que, a todoslos niveles, respondan plenamente a lo que, íntimamente, es unarealidad humana en camino de humanización: la coimplicación de lomasculino y de lo femenino, la igualdad en la diferencia366. En lospróximos años creemos que es aquí donde habrá que ubicar la praxisantropológica como consecuencia de los cambios profundos y radica-les que experimenta —y experimentará cada día de una manera másintensa y extensa— nuestra sociedad. Una aproximación a las «estruc-turas de acogida» que ya no podrá tener como trasfondo la configura-ción monocéntrica, machista, de la realidad humana, sino que, apartir de la coimplicación teórica, práctica y afectiva de lo masculinoy lo femenino, tendrá que contextualizarlos y de darles vida. Estanueva situación, sin embargo, exigirá un replanteamiento a fondo de

366. «L’hystérie d’autrefois traduisait une contestation de l’ordre bourgeois quepassait par le corps des femmes» (E. Roudinesco, Pourquoi la psychanalyse, Paris,Fayard, 1999, p. 28).

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las transmisiones mediante las cuales se constituyen la condescenden-cia, la corresidencia y la cotranscendencia para configurar en la vidacotidiana la corporeidad como escenario simbólico-social. Evidente-mente, en la diversidad de los espacios y tiempos este «sueño despier-to» (Bloch) sólo podrá tener lugar si se da una recuperación de laconfianza. En efecto, es ella que, sobre todo a nivel sapiencial, consti-tuye el factor indispensable para que las orientaciones que, familiar,cívica y religiosamente, tienen que proporcionar las transmisionessean aceptadas e incorporadas por hombres y mujeres a fin de estar encondiciones de hacer frente a los desafíos que, cotidianamente, lespresentan el mal, la muerte y las restantes formas de la negatividad.

El papel del cuerpo en toda la aventura humana tiene una impor-tancia esencial e insustituible. De una manera radical, afecta al presen-te y al futuro de las tres «estructuras de acogida». Creemos, sin embar-go, que es en la familia donde su formación posee una mayor einsustituible relevancia.

EXCURSUS: LA CONSOLACIÓN

«El hombre es un ser necesitado de consuelo»367. No hay ninguna duda deque esta rotunda afirmación de Hans Blumenberg ha constituido —y consti-tuye todavía— una evidencia incontestable en la diversidad de espacios y detiempos de la cultura occidental. Por otra parte, esta temática es especial-mente relevante en relación con las «estructuras de acogida», que, como«teodiceas prácticas» que son (o que tendrían que ser), han de acoger ytransmitir a unos seres constantemente acechados por todas las formas yfisonomías que adopta la contingencia en el transcurso de su vida cotidiana.El hecho de encontrarse, a través del cuerpo, «expuesto» a las movilidades eincertidumbres de la historia, acostumbra a someter al ser humano a ladesolación, a los interrogantes sobre el futuro, al desasosiego, acentuado enlos momentos críticos de la vida, de perder el suelo bajo los pies, y a lasoscuridades provocadas por la inevitabilidad de la muerte.

La consolación posee una larga y variada historia en nuestra cultura368.

367. H. Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río. Un ensayo sobre la metáfo-ra, Barcelona, Península, 1992, p. 128. De entrada ya queremos poner de relieve quela reflexión en torno al consuelo y la consolación nos parece especialmente importantey urgente en nuestros días. En este estudio tan sólo le podremos dedicar el breveespacio de un excurso. De todas maneras, tenemos la intención de ocuparnos de elloen un futuro más o menos próximo.

368. Sobre este tema véase la exposición esquemática, pero muy acertada, de F.-B.Stammköter, «Trost», en Historisches Wörtebuch der Philosophie, X, Basel, Schwabe,1998, cols. 1524-1528.

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Aquí nos limitaremos a ofrecer unas someras pinceladas con la finalidad deponer de manifiesto que, fundamentalmente, el ser humano siempre se haencontrado (y se ha sentido) expuesto a las inclemencias y a los desafíos de suclima habitual: la contingencia. Y también querríamos señalar que la consola-ción ha constituido el medio más efectivo —de hecho, puede ser el únicomedio real— para superarla humanamente, es decir, para «dominarla» justoen medio de las condiciones impuestas por la provisionalidad que es propiade la espaciotemporalidad característica del ser humano.

Para Platón la consolación es una ayuda importante e imprescindibleque permite que el hombre pueda soportar el dolor, que es inherente al vivirhumano, con valor y decisión. Por su parte, Aristóteles ve en la capacidad deconsolar la acción que es propia del verdadero amigo, que es capaz deaportar consuelo a quien sufre porque lo conoce de verdad, en profundidad,y, por eso mismo, empáticamente, puede hacerse cargo de las verdaderasdimensiones de su dolor. Cicerón designa la consolación con los términosmedicina y curatio animae. Un rasgo distintivo que el pensador romanoatribuye al auténtico filósofo es que está capacitado para ejercer el officiumconsolandi a favor de sus coetáneos. Por su parte Plutarco exige esta misiónde aquel poeta que escribe poemas para la consolación de sí mismo y de suscoetáneos. Desde una perspectiva claramente estoica, Séneca cree que laconciencia de la propia mortalidad es el consuelo más importante que seencuentra al alcance del ser humano, ya que éste, a pesar de su caducidad, seencuentra íntimamente vinculado con todo el universo (kósmos). Propone,en consecuencia, una especie de consolación cósmica, de equilibrio armónicocon la totalidad de la realidad. En relación con esta problemática, un escritoque ha tenido una importancia excepcional en nuestra cultura ha sido el Deconsolatione philosophiae de Boecio, en el que el autor, aunque era cristiano,busca consolarse más con el apoyo de pensamientos y reflexiones de origenneoplatónico que con la idea cristiana de la búsqueda de la bienaventuranzaen Dios.

En el Antiguo Testamento el opus proprium de Yahvé como Dios que in-terviene en la historia de los humanos es la consolación, ya que Él es el únicoque puede convertir el desconsuelo, el dolor, los estragos de la historia y lasangustias del individuo y del pueblo en consuelo, paz, júbilo y bienaventu-ranza (véase Is 57, 18). Los numerosos textos de consolación de este profetason extraordinariamente expresivos y poéticamente muy impactantes. Porotra parte, conviene precisar que, en comparación con el consuelo queotorga el Dios de Israel, las otras fuentes de consolación (dioses, poder,prestigio) son vagas y vanas ilusiones que no llevan a ninguna parte (véase Za10, 2; Job 21, 34).

En Israel la gran mayoría de las metáforas de la consolación se constru-yen con términos como, por ejemplo, «pastor», «madre», «sabiduría», «ama-mantamiento de lactantes», «profeta». A menudo se ha señalado que loscantos del «sirviente de Yahvé» del libro de Isaías constituyen el punto álgidode la expresión judía de la consolación. En efecto, el sirviente de Yahvé tiene

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como misión principal anunciar y llevar la consolación, la reconciliación y eljúbilo a los pobres, a los desvalidos y a los abandonados (Is 61, 2), es decir, atodos los marginados y explotados de acuerdo con las relaciones de fuerza yde violencia que acostumbran a «regular» la vida religiosa, social y política delos pueblos y de los grupos humanos. Estas mismas ideas se expresan enalgunos salmos, como por ejemplo:

Aunque ande en valle de sombra de muerte,No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo;Tu vara y tu cayado me infundirán aliento (Sal 23, 4).

En la multitud de mis pensamientos dentro de mí,Tus consolaciones alegraban mi alma (Sal 94, 19).

Para comprender debidamente el lugar central que ocupa el consuelo enlos escritos del Antiguo Testamento, hay que tener bien presente que lasegunda parte del libro del profeta Isaías, que es por antonomasia el profetade la consolación, es llamada «libro de la consolación»:

Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios.Hablad al corazón de Jerusalén;decidle a voces que su tiempo es ya cumplido,que su pecado es perdonado,que doble ha recibido de la mano de Yahvépor todos sus pecados (Is 40, 1-2).

Ciertamente consolará Yahvé a Sión;consolará todas sus soledades,y cambiará su desierto en paraíso,y su soledad en huerto de Yahvé;se hallará en ella alegría y gozo,alabanza y voces de canto (Is 51, 3).

En el Nuevo Testamento, que se encuentra por completo íntimamenteconectado con la visión del mundo de Israel (sobre todos con sus desarrollosproféticos y sapienciales), el consuelo es un tema fundamental porque, enrealidad, se encuentra incluido en el cuerpo de la misma promesa evangélica:el evangelio, por el hecho de ser «buena nueva», ha de ser consuelo y ayudapara todos los que se encuentren cansados y angustiados (cf. Mt 11, 28); paratodos aquellos para los que el peso de la propia biografía constituye unmotivo no sólo de miedo y de intranquilidad, sino, incluso, de desesperacióny de angustia. Resulta evidente que la carta magna de la consolación evangé-lica la constituyen las bienaventuranzas (véase Mt 5, 3-12). En el inicio de lasegunda carta a los corintios san Pablo también expresa el contenido delevangelio en términos de consolación:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericor-dias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras

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tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están encualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somosconsolados por Dios (2 Co 1, 3-4)369.

De todos es bien conocida la importancia capital que tiene el EspírituSanto en la predicación de Jesús de Nazaret. Propiamente, el Espíritu es elParáclito, el Consolador, el Protector, el que suple con sus siete dones lasdeficiencias inherentes a la condición humana. Sobre todo en su discurso dedespedida, tal y como lo reporta el evangelio de Juan, Jesús promete queenviará a los discípulos el Consolador: «Mas el Consolador, el EspírituSanto, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas,y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26; cf. Jn 15, 7-15). Paravencer el miedo hay que, en un mismo movimiento, aprender y recordar. Laimportancia excepcional que, de acuerdo con los escritos del Nuevo Testa-mento, el cristianismo primitivo otorgó a la acción consoladora del Espíritues una muestra clara del realismo cristiano: a causa de su paradójica condi-ción de «espíritu encarnado», el ser humano se encuentra constantemente enuna situación crítica y, de alguna manera, mortal, de la que tan sólo puedesalir por medio del consuelo aportado por el Espíritu de Jesús370. En estalínea, no puede sorprender tampoco la recurrente y consoladora expresiónde Jesús en los cuatro Evangelios: «¡No tengáis miedo!». En efecto, tenga ono conciencia, el Consolador, como encarnación que, aquí y ahora, es delEspíritu, es alguien que ayuda a vencer el miedo porque establece en suentorno un clima de confianza, en el que y a partir del cual los consolados,más allá de las «lógicas» al uso, adquieren el inamovible convencimiento deque «ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra» (Max Horkheimer).

Hemos comenzado diciendo —aludiendo a una aguda referencia deHans Blumenberg— que siempre y en todo lugar, perentoriamente, el serhumano había experimentado la necesidad de ser consolado. Desde susmismos orígenes griegos y semitas, la cultura occidental, en las diversasetapas y peripecias de su larga historia, en términos cristianos o no cristianos,constituye una ejemplificación incuestionable y continuada, por un lado, deldesconsuelo que siempre (al menos potencialmente) anida en el corazón del

369. Hay que recordar que, de la misma manera que en algunos sitios (por ejem-plo, en el cap. VII de la carta a los Romanos), san Pablo, al hablar de las «posibilida-des» del ser humano en su relación con Dios, se expresa de una manera ciertamenteangustiada y casi desesperada en otros lugares (por ejemplo, en el texto que hemoscitado) y muestra una total e indestructible confianza en el consuelo y la salvación queprovienen del propter nos et propter nostram salutem de los acta et passa Christi.

370. Creemos que no hace falta insistir aquí, tal y como ha sido puesto de relieveen el capítulo dedicado al «cuerpo y el cristianismo», en la importancia decisiva de laencarnación de Jesucristo como centro decisivo del mensaje cristiano. De una maneramuy consecuente, el cristianismo se centra y se afirma en el entorno de una antropodi-cea que posee, al mismo tiempo e inseparablemente, una vertiente personal y comuni-taria.

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ser humano y, por otro, de los incesantes esfuerzos invertidos por hombres ymujeres en consolar a sus seres próximos. Porque, como lo muestra conrotundidad la vida cotidiana, todo el mundo tiene necesidad de consuelo ytodos, de una manera u otra, pueden ser consuelo del otro. Ésta es una de lasparadojas humanas más sorprendentes y, en el fondo, más alentadoras yconsoladoras371.

En un momento u otro de la existencia de todo hombre y de toda mujer,sobre todo en relación con la inevitabilidad del morir, la necesidad de conso-lación se hace algo inaplazable. Esta necesidad se origina porque los sereshumanos somos cuerpo, y la corporeidad constituye nuestra forma de pre-sencia en el mundo. Porque no somos ni ángeles ni bestias (Pascal), loshumanos nunca dejamos de encontrarnos sometidos a las condiciones que seoriginan a partir de nuestra ineludible espaciotemporalidad como «espíritusencarnados». Tanto los ángeles, a causa de la inmediatez que es propia de suconstitución, como los animales, a causa de los límites infranqueables que lesimpone su instintividad característica, nunca se encuentran en condicionesde experimentar las consecuencias positivas y negativas que se derivan de la«situación del hombre en el mundo» (Max Scheler). Poseer un cuerpo que,por una parte, va constituyéndose en el espacio y en el tiempo mediante lastransmisiones y el «trabajo del símbolo» y que, por otra, es el constituyenteimprescindible de la humanidad como tal, significa ser libre, aunque se tratetan sólo, tal y como, indudablemente, es el caso de los humanos, de unalibertad condicional y condicionada, a la medida de la fragilidad y de lalabilidad de la condición humana. Incesantemente, nuestra insuperable con-dicionalidad se expresa mediante el recurso que hemos de hacer, en todos losmomentos de nuestra vida, a mediaciones, a transposiciones simbólicas y atraducciones que en cada aquí y ahora, y para hablar como Ernst Bloch, nospermiten confrontar —a menudo con ansiedad y desasosiego, pero también

371. La necesidad de consolación posee una especial incidencia en la cultura occi-dental, sobre todo si se acepta el modelo que propuso Arapura, Religion as Anxietyand Tranquillity, cit., passim. Estamos plenamente de acuerdo con este autor en que lareligión cristiana, a la inversa de lo que pasa en el universo de la India, es una religiónde la ansiedad. Ahora bien, no sólo la religión cristiana, sino toda la cultura occidentalofrece este rasgo porque, en realidad, toda religión no hace más que reflejar las condi-ciones efectivas y afectivas que imperan en un determinado lugar. La consolación, porlo tanto, no es exclusivamente un aspecto primordial del cristianismo como «religiónde la ansiedad», sino que de hecho lo es (o debería serlo) de toda nuestra cultura,porque es toda ella la que, históricamente, ha sido una «cultura de la ansiedad». Apro-vecho esta oportunidad para poner de relieve la continuidad que, necesariamente,existe entre las formas culturales, sociales, políticas y económicas de un determinadolugar y su religión. Para bien y para mal, toda religión no hace nada más que expresar—en la doble dirección de la perversión y de la santidad— los rasgos más característi-cos y fundamentales del ámbito geohistórico donde se ha originado y desarrollado.Aquí vale ilimitadamente el aforismo «La religión siempre da lugar a lo mejor y a lopeor».

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con el íntimo convencimiento de que las alternativas al «sistema» son posi-bles— las infinitas posibilidades del «reino de la libertad» en colisión con losestrechos y, muy a menudo, angustiantes límites impuestos por el «reino dela necesidad».

Sobre todo en relación con el morir, aunque no exclusivamente enrelación con él, el ser humano no tiene otro remedio que experimentar deuna manera abrupta la total imposibilidad de la realización de su deseo.Además, comprueba sin paliativos la distancia infinita entre las direccionesque marcan las dos «lógicas» internas y, al menos hasta un cierto punto,divergentes, de su ser como «espíritu encarnado» (la «lógica del espíritu» y la«lógica de la carne»). Entonces, se le aparecen como completamente incom-patibles entre sí y en veloz proceso de disociación, aunque nunca han dejadode acompañarlo durante todo el trayecto de su existencia. Siempre, perosobre todo en el momento de la muerte, la vida humana, en sus concrecionescotidianas, nunca se encuentra a la altura del deseo humano porque lamuerte y el mal constituyen, de una manera muy a menudo indignante yabrumadora, los síntomas más elocuentes e inapelables del abismo insonda-ble que acostumbra a haber entre el querer y el poder de los humanos. Portodo esto, el hombre y la mujer concretos necesitan ser consolados, especial-mente en aquellos momentos de su vida que pueden calificarse de máxima-mente críticos en los que se alcanza un punto sin retorno, una situación queexcluye cualquier tipo de rectificación372. Resulta bastante evidente que elmorir es su expresión suprema, el momento en que se manifiesta de unamanera incomparable el carácter definitivo e inmodificable del «tránsito» (un«paso» definitivo, que de ninguna manera puede ser rehecho) de los huma-nos. Es entonces cuando el hombre o la mujer concretos se dan cuenta de quelas diferentes «diversiones» —políticas, sexuales, religiosas, económicas, es-pectaculares, etc.— que, como si fuesen una especie de somnífero, les habíapermitido, en su normalidad cotidiana, una «praxis del olvido» de su situa-ción real en el mundo como espíritus encarnados que son, no sólo se hanhecho irrelevantes, sino que de hecho, ahora, aquellas «diversiones» de anta-ño son causa de incertidumbre, desconsuelo, angustia y desesperación. Sóloel consuelo puede ayudarnos. Sólo él puede mantener en pie la esperanza apesar de la ubicua e inquietante presencia del mal y de la muerte en elentramado de nuestra vida cotidiana.

Somos consolados en la medida en que nos hacemos (en que vamoshaciéndonos) prójimos, próximos. El consolador consuela porque lleva atérmino una aproximación cordial (muy parecida a la del «buen samaritano»de la conocida parábola evangélica), ayudándonos, a partir de su testimonio,sin «pruebas» por lo tanto, a superar y a desactivar la carga de negatividad dela lejanía y de la separación, del miedo y de la incertidumbre ante el «más

372. En otros trabajos hemos puesto de relieve que el símbolo constituye, justa-mente, la señal característica del inagotable «querer y no poder» que es propio del serhumano en lo concreto de su vida cotidiana.

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allá». En nuestras sociedades hay una falta tan grande de consolación porquese vive y se muere en la lejanía, en la «tierra de nadie», que provoca elmutismo de los sentimientos, en la frialdad y la apatía respecto al otro, en laincapacidad de compadecer, en la indiferencia «apasional». La consolaciónsiempre implica una actitud de capacidad para ponerse en la piel del otro:por eso mismo, es fuente de simpatía. Y además, cabe añadir, la simpatíacomo fundamento de la consolación casi siempre se establece en un «circuitonarrativo», que permite, aunque sea a tientas, la configuración de la gramáti-ca del misterio, que es el ámbito de aquellas dicciones que son competentespara expresar la vida y la muerte del ser humano no demostrativamente, sinoalusivamente, en la confidencia, en la seriedad y la paz de los últimos mo-mentos. Pero, como hemos manifestado en muchas otras ocasiones, es undato incontrovertible que la «crisis gramatical» de la sociedad actual —y la«desestructuración simbólica» que le sigue— constituye uno de los factoresmás profundamente inquietantes y potencialmente peligrosos de nuestrosdías.

Muchas y muy profundas son las carencias de nuestra sociedad. Cree-mos que una de las más básicas consiste en la pérdida —o, al menos, en elprofundo embotamiento— de la capacidad de consolar y de ser consoladosque todos experimentamos. A menudo se pretende paliar este déficit mayormediante los «recursos tecnológicos» de los numerosos especialistas y profe-sionales «psico» que operan en ellas. De ninguna manera queremos emitir unjuicio desmesuradamente descalificador y negativo sobre ellos. En muchoscasos, su trabajo es eficaz y necesario. Tan sólo intentamos poner de relieveque, desde la perspectiva de las «estructuras de acogida» —y, muy especial-mente, desde la óptica familiar— la capacidad de dar consuelo, por otraparte, tan cercana a la compasión, que es otra virtud muy desprestigiada ennuestros días, constituye la única teodicea —propiamente, la auténtica antro-podicea— que no admite contraprueba, porque apunta a un «más allá» que seencuentra más allá de todos los «más allá» pensables, posibles y deseables.

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CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE

Como ya lo hemos expresado en la introducción de este volumen, laaproximación al cuerpo humano ocupa una posición central en laeconomía de nuestra exposición sobre la segunda «estructura de aco-gida», es decir, la familia. La referencia primera y obligada a la corpo-reidad constituye un dato insustituible en cualquier tipo de praxisantropológica, pero no cabe la menor duda de que, en relación con lacondescendencia, esta primacía es todavía más decisiva y determinan-te1. En efecto, la familia acostumbra a ser el lugar de la concepción, elnacimiento y el crecimiento del cuerpo humano, es decir, de la irrup-ción de vida humana en el mundo. Por eso mismo, casi sin excepcio-nes, puede ser considerada como el marco fundamental e imprescin-dible donde el ser humano establecerá aquellas referencias yorientaciones que determinarán, positiva y/o negativamente, todos losaspectos fundamentales de su vida. La familia es —tendría que ser—la adiestradora, la educadora por excelencia de la corporeidad, esdecir, el ámbito donde el hombre o la mujer concretos aprendiesenpor medio del trabajo de las transmisiones a empalabrar la realidad;empalabramiento que, obviamente, nunca deja de implicar totalmen-te al mismo ser humano en su mismidad más profunda.

Porque el cuerpo constituye la genuina forma de presencia del serhumano en el espacio y el tiempo, constituye el sujeto obligado y

1. El lector interesado tendrá que recurrir a los otros volúmenes de esta Antro-pología de la vida cotidiana para hacerse cargo de los diversos aspectos del métodoantropológico que empleamos y, sobre todo, de los puntos de partida ideológicos quelo determinan.

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central en torno al cual y en relación al cual se mueven las «estructu-ras de acogida» y sus acciones transmisoras. A causa de la condiciónresponsorial del ser humano, su experiencia corporal —negativa opositivamente— siempre se encuentra mediatizada por su propio cuer-po y por el del otro. Nunca es posible la constitución de lo humano sinla intervención del otro como agente culturizador y transmisor de laspautas de relación y comportamiento que tienen vigencia en unadeterminada sociedad. Repetidamente, hemos puesto de relieve que lanaturaleza del hombre es su cultura, pero «la» cultura en abstracto noexiste. Esta toma de posición fundamental vale de manera ilimitadapara el cuerpo humano. Ya que la «transanimalidad» constituye laseña específica de lo humano, siempre hace falta que, en un aquí y unahora concretos, se den procesos de «transmisión-recepción» para quese vaya constituyendo una determinada cultura en el mismo movi-miento en el que se constituye este o aquel «cuerpo» como cuerpohumano. Lo que llamamos «sociedad» no es sino, en un espacio y enun tiempo determinados, un proceso de constitución de cuerpos hu-manos. De alguna manera, como pone de relieve Michel Bernard, esla misma sociedad la que se observa, se pone a prueba y actúa median-te los cuerpos vivos de sus miembros2.

La sociedad se expresa, se constituye y se actualiza a través de loscuerpos de sus miembros. La razón fundamental de las polifacéticas ypolifónicas «estructuras de acogida» —familia (codescendencia), ciu-dad (corresidencia) y religión (cotranscendencia)— es el acogimientode la corporeidad del hombre, que así se hace presente, se revela en elmundo cotidiano. Especialmente la familia, en la variedad de espaciosy tiempos, se ha visto decisivamente afectada por la realidad humanacomo una relacionalidad corporal. En tiempos de cambios profundosy de falta de credibilidad de los sistemas sociales tradicionales, larelacionalidad corporal, que deberían establecer las «estructuras deacogida» (y, en primer lugar, la condescendencia), forzosamente ha deexperimentar numerosos trastrocamientos y fracturas. En realidad, esla calidad de las transmisiones y de su recepción la que determina lasituación real de una sociedad, el grado de conflictividad que en ellaimpera, el alcance de la responsabilidad pública (política) de los ciu-dadanos, la confianza (o la desconfianza) otorgada a los padres, maes-tros, políticos, educadores y sacerdotes. La mecanización de la medi-cina, las actitudes ante el morir, el cambio de sentido y de duracióndel envejecimiento, la «tecnologización» de la relacionalidad humana,

2. Véase Bernard, Le corps, cit., p. 139.

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la incidencia devastadora de los medios de comunicación («sistemasde moda» incluidos) en el ámbito familiar, la preponderancia de la«cultura del yo», la sustitución de la comunicación por el crecientealuvión de informaciones, la suspensión de la buena vecindad, etc.,son algunas intervenciones muy poderosas que afectan directamente ala articulación del cuerpo humano (corporeidad), que, para bien ypara mal, nunca puede dejar de encontrarse situado en un marco derelacionalidad corporal.

La familia, sea cual sea el modelo familiar que se adopte en undeterminado lugar, siempre tendría que ser un «cuerpo de cuerpos»,una corporeidad polifacética y polifónica, un nosotros relacional, untraductor eficaz que hiciera posible el paso de la aséptica y descontex-tualizada información a la verdadera y humanizadora comunión, co-municación, comunidad. No puede olvidarse que la familia experi-menta en su carne todo lo bueno y lo malo, lo progresivo y regresivo,lo amable o desagradable que, en cada aquí y ahora, soporta el cuerpohumano. A partir de esta constatación, hemos creído que en la prime-ra parte de la aproximación a la condescendencia teníamos que desa-rrollar una antropología del cuerpo humano que recogiera, aunquefuera esquemáticamente, algunos de los aspectos que lo caracterizan.Hay que dejar bien asentado, además, que el cuerpo humano es elcompendio del cuerpo familiar que, por su parte y en un movimientode vaivén, traduce la situación del cuerpo social3.

«En las culturas primitivas, casi por definición, la diferencia de lossexos es la diferencia social primordial»4. Este juicio de Mary Douglasha poseído plena vigencia no sólo en las sociedades llamadas —amenudo despectivamente— «primitivas», sino también en las socieda-des occidentales de todos los tiempos. En muchos casos, la mismainterpretación de la religión cristiana, a partir ciertamente de susindiscutibles raíces antifemeninas de origen griego y semita, ha contri-buido decisivamente al mantenimiento no sólo de la diferenciaciónentre los sexos, sino que, propiamente, a nivel familiar, religioso,cultural y político, ha sido un factor de legitimación de la total sumi-sión de la mujer por parte del hombre. Porque, como lo señala MaryDouglas, esta diferenciación radical entre los sexos tenía como objeti-vo el mantenimiento del statu quo que, casi siempre, comportaba la

3. No cabe duda de que las reflexiones que hemos hecho sobre el cuerpo huma-no también son de gran importancia para la reflexión que propondremos en los otrosvolúmenes de esta Antropología de la vida cotidiana.

4. Douglas, Pureza y peligro, cit., p. 189; cf. ibid., pp. 190-212.

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dominación del mundo y de las representaciones masculinas sobre lasformas de vida y la presencia social, religiosa y cultural de las mujeres.Evidentemente, la separación a la que nos hemos referido tenía comopunto de partida la «separación de los cuerpos», que, mediante esteconocido paso antropológico de lo fisiológico a lo simbólico, llega aadquirir en muchas sociedades una especie de estatuto ontológico,sancionado con ayuda de la dialéctica «sagrado-profano» y de la dis-tinción «puro-impuro». No cabe duda de que, en este comienzo delsiglo XXI, desde múltiples perspectivas teóricas y prácticas, pero parti-cularmente desde la antropología, una de las cuestiones más urgentesy, con toda seguridad, más importantes para el futuro de nuestrasociedad es la configuración de unas «estructuras de acogida» querespondan plenamente a todos los niveles a lo que es la realidadhumana: la coimplicación de lo masculino y de lo femenino.

En el capítulo sobre «el cuerpo y el cristianismo» hemos puesto derelieve que el mensaje evangélico (sobre todo de los evangelios sinóp-ticos) considera que el trato dado al cuerpo del otro es el criteriodecisivo para separar a los justos de los injustos. En el momentoactual, por todo el mundo, el destino del cuerpo del otro también esun problema de candente actualidad. Hay que tener presente quemuchos pensadores del siglo XX han visto que el cuerpo humano erael artefacto escogido para la toma y el ejercicio del poder. Un poderque, de una manera totalmente desconocida en el pasado, se funda-menta en «lo económico». En un sentido moderno, la reducción delconjunto de la realidad (el ser humano incluido) a lo económico,iniciada en Occidente después de la paz de Westfalia (1648) cuandolas «guerras económicas» sustituyeron a la guerra en sentido conven-cional, plantea, en este comienzo de siglo XXI, toda una serie deinterrogantes y desafíos que, de entrada, parecen de muy difícil solu-ción. Con las oportunas excepciones, el desmantelamiento de las«estructuras de acogida» deja abandonado al cuerpo humano nave-gando a la deriva, justo en medio de una sociedad en la que el cuidadodel otro se ha convertido en un bien sumamente escaso. En todos losámbitos, desde que el ser humano apareció sobre esta tierra, la defen-sa del cuerpo humano, personal y comunitario al mismo tiempo, hasido encargada a las «estructuras de acogida». Resulta harto evidenteque, en la actualidad, la rearticulación de las «estructuras de acogida»constituye una necesidad inaplazable si el ser humano ha de continuarsiendo la complexio oppositorum que desde siempre ha sido, es decir,el ser logomítico en el que se mezclan creativa y armoniosamente lológico y lo mítico, lo psicológico y lo social, lo activo y lo contempla-tivo, la necesidad y la libertad.

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En la segunda parte de este volumen, en estrecha relación con loque hemos expuesto sobre el cuerpo humano y teniendo en cuenta,además, la reflexión que hemos propuesto en el volumen introducto-rio de esta antropología (Simbolismo y salud), desarrollaremos algu-nas cuestiones relacionadas con la condescendencia que nos parecenespecialmente significativas.

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Í N D I C E D E A U T O R E S

Agamben, G.: 94, 206Agustín de Hipona: 106Arapura, J. G.: 112s., 369Arendt, H.: 128-130, 190s., 206, 324Arènes, J.: 203Ariès, P.: 29, 321, 323, 325, 328-330,

338s., 345, 347Aristóteles: 48-50, 110, 123, 170, 179Ashley, B.: 18Augé, M.: 185, 190, 293, 341s.Aynard, L.: 70s., 77

Bachofen, J. J.: 125Badiou, A.: 94Balandier, G.: 188s.Balthasar, H. U. von: 88Barasch, M.: 185Bárcena, F.: 193, 196, 281, 285, 304,

306, 312s., 316Barr, J.: 35Barth, K.: 94Barton, C.: 108Basilio el Grande: 110Béjar, H.: 129, 261Bell, C.: 199-201, 204-207Bellah, R. N.: 131Berger, K.: 95-97, 99Berger, P. L.: 30, 156, 183, 191, 263Bergson, H.: 141, 308Bernard, M.: 17, 31s., 135, 145, 193s.,

231, 238, 247, 249, 272, 374Bernos, M.: 90Bertalanffy, L. von: 227Besançon, A.: 185Betz, O.: 18, 64, 96, 249Bianchi, U.: 51, 53s.Blake, W.: 139

Blanchot, M.: 131, 248Bloch, E.: 23s., 166, 168, 239, 243, 250,

252, 272, 278, 365, 369Blumenberg, H.: 160, 164, 315, 365,

368Boas, G.: 56Boburg, F.: 145Bonhoeffer, D.: 104, 355Bonnefoy, Y.: 51Bossuet, J.-B.: 124, 303Bourdieu, P.: 17, 201, 206, 216-219,

277, 280Bouttier, M.: 94s.Braus, H.: 132Breton, S.: 94Briend, J.: 64s., 73, 75Broca, P.: 179Brohm, J. M.: 231Brown, P.: 80s., 93s., 96, 98-100, 105-

109, 114s., 120-122Brun, J.: 177-180Brundage, J.: 106, 110Buck-Morss, S.: 186Buenaventura: 185Bultot, R.: 111Burkert, W.: 51-53Burton, R.: 189

Calderón de la Barca, P.: 157s., 187-189

Calvino, I.: 216Calvino, J.: 94Camelot, P.-T.: 55, 110Camps, V.: 227Canetti, E.: 24, 202, 241Cela Conde, C. J.: 227Chirpaz, F.: 29, 136s.

ÍNDICE DE AUTORES

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386

E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D

Cicerón: 45, 55, 366Clément, O.: 122Clemente de Alejandría: 55, 108Colish, M. L.: 56Courcelle, P.: 54Cozzi, A.: 100Cuche, D.: 217Cugno, A.: 62, 87, 90-92Culianu, P.: 57

Damasio, A. R.: 232, 258Daraki, M.: 36, 43s., 54-57Darwin, C.: 154, 200, 227, 229Decharneux, B.: 78Deforge, B.: 35Delumeau, J.: 112Descartes, R.: 136s., 139, 145, 232,

235, 258Despland, M.: 89, 99, 110, 121Detienne, M.: 36-38, 51, 54Diderot, D.: 158Dodds, E. R.: 43, 48, 52, 54s., 103Dolto, F.: 29Dostoievski, F.: 14, 295Douglas, M.: 200, 207, 217, 228, 246,

375Duch, L.: 27s., 36, 38, 41, 48, 54, 56,

65, 74, 76, 88, 113, 129, 149, 154-156, 167, 176, 183-187, 190, 192s.,195, 197, 206, 208, 213, 225, 229,233, 235, 240-242, 251, 257, 259,272, 293, 298, 302, 305, 316, 319,322, 326s., 342, 355, 357s.

Duchemin, J.: 35Dumont, L.: 131, 329Durkheim, É.: 193s., 198, 200, 254

Ebeling, G.: 88Eichrodt, W.: 68Eliade, M.: 39, 51-53, 120, 177, 242,

303, 321, 325, 351Elias, N.: 30, 199, 209, 218, 232s.Elorduy, E.: 55s.Empédocles: 41Enaudeau, C.: 29, 252Engels, F.: 123, 125s.Entwistle, J.: 133, 145s., 151, 153, 159,

194, 200, 217, 228, 240, 261Erasmo de Rotterdam: 158

Febvre, L.: 186Fehér, F.: 133, 230s., 233s., 242, 298s.Feiner, J.: 37Feuerbach, L.: 229, 234Février, P.-A.: 94

Filmer, R.: 123s., 127Filón de Alejandría: 78, 80, 331Finkielkraut, A.: 191Fiorenza, F. P.: 37, 62, 64, 83, 86s., 94Flavio Josefo: 80Foessel, M.: 94Fontaine, P.: 46s.Foucault, M.: 138, 146, 151, 205s.,

217, 230, 261, 263, 296, 309, 344,357-359

Freedberg, D.: 185Freud, S.: 125, 232, 321

Gabus, J.: 177Gadamer, H.-G.: 50, 135, 214, 220-

222, 294, 297, 305, 308Gager, J. M.: 100Galimberti, U.: 41s., 44, 46, 48s., 136,

138s., 156, 162s., 165, 168s., 185,201s., 204s., 213, 234s., 242, 244,310s., 340, 350

Gaos, J.: 179Geertz, C. J.: 158Gehlen, A.: 165-167, 169, 202, 229,

333Gennep, A. van: 195, 358Gernet, L.: 43Girard, R.: 166, 220, 250Glucksmann, A.: 14, 295Goethe, J. W. von: 174, 288Goffman, E.: 138, 158s., 252González García, J. M.: 158, 185,

188s., 245s., 253Goody, J.: 29, 252Gracián, B.: 158Gregorio de Nisa: 106Gruzinski, S.: 185, 188, 190Guénel, V.: 93-95Guijon, J.: 90Guthrie, W. K.: 50s., 53s.

Haase, W.: 56Halbertal, M.: 185Hall, E. T.: 149Harvey, W.: 132Hegel, G. W. F.: 54, 229, 276Heidegger, M.: 20, 27, 61, 94, 113, 193,

323s., 333-335Heine, H.: 229Heller, A.: 133, 230s., 233s., 242, 298s.Henry, M.: 101-103, 125Herder, J. G.: 167, 172-174Hesíodo: 53Hidding, K. A. H.: 170, 174s.Hofmannsthal, H. von: 216, 254, 292

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387

Í N D I C E D E A U T O R E S

Homero: 53, 172Horbury, W.: 78Houis, M.: 151Husserl, E.: 141-144, 155, 234

Ignacio de Loyola: 171Innerarity, D.: 104, 276-278, 286

Jabès, E.: 24, 66s., 88, 248, 256, 321Jonas, H.: 59, 137, 165, 167s., 172-176,

181, 229, 240, 245Jousse, M.: 150s.Joyce, J.: 211

Kannengiesser, C.: 151Kant, I.: 20, 94, 158, 225Käsemann, E.: 68, 95Kaufmann, F. X.: 132Kierkegaard: 94, 113, 163, 284Kleist, H. von: 162Kobusch, T.: 158, 160Konecyn, L.: 170Konersman, R.: 158Kraus, K.: 189Kristeva, J.: 128-130

Lacocque, A.: 78s., 81s.Lacroix, X.: 91, 215s.Lagarde, P.: 204Laín Entralgo, P.: 17, 132, 293Landmann, M.: 36, 40s., 47, 49, 55Landsberger, B.: 63Le Breton, D.: 17s., 24, 29-32, 65, 132-

135, 137-140, 158, 213, 241, 243,247, 251, 259s., 262-264, 267s.,276s., 280s., 283-285, 290-293,304-306, 310, 317s., 320s., 347,350s.

Le Goff, J.: 51Le Rider, J.: 189Lear, J.: 49Lécrivain, P.: 90Leroi-Gourhan, A.: 197Levinas, E.: 72, 149, 179, 208, 220,

223, 252, 254s., 334s.Lichtblau, K.: 123s.Lincoln, B.: 39s., 242, 245-247Linton, R.: 159Lledó, E.: 170s.Locke, J.: 123s.Lohenstein, D. C. von: 158Löhrer, M.: 37López Santamaría, J.: 216Lovejoy, A. O.: 56Luhmann, N.: 132, 216, 227s., 242,

280s.

Lyotard, J.-F.: 94Lys, D.: 94

Maine, H. S.: 125, 178Manemann, J.: 129Manen, M. van: 221-223, 313Maravall, J. A.: 185, 187-189Marcel, G.: 27, 36, 141, 143s., 150s.,

177, 193-195, 197, 199, 204, 212,237, 284, 290, 300, 306

Marchasson, Y.: 151Marco Aurelio: 54, 322Margalit, A.: 185Marquard, O.: 19, 257Martino, E.: 49Martuccelli, D.: 216-218, 252Marx, K.: 69, 78, 161, 197Mauss, M.: 27, 177, 193-200, 202, 204,

212s.McGinty, P.: 54Mead, G. H.: 198s.Meeks, W. A.: 78, 85-87Meirieu, P.: 196, 257Melchiorre, V.: 151Mèlich, J.-C.: 28, 108, 193, 196, 220,

322, 335Merleau-Ponty, M.: 17, 30, 132, 141,

144-151, 167, 198, 238, 247, 261,282, 285, 342

Metz, J. B.: 37, 62, 64, 83, 85-87, 94,361

Mill, J. S.: 123Mocket, R.: 124Monod, J.-C.: 94Montaigne, M.: 17, 45Morgan, L. H.: 125Morin, E.: 168, 322s., 357Morris, D. B.: 135, 261-268, 293s., 340s.Mosès, S.: 64, 66, 71, 73s.Musil, R.: 189

Naipul, V. S.: 112Navarro, M.: 68, 71, 76s., 117, 236, 271Nietzsche, F.: 94, 140s., 158, 162s., 166,

201s., 234s., 299, 310, 315-317

Oetinger, F. C.: 103Orozco Díaz, E.: 188Ortega y Gasset, J.: 132Ouaknin, M.-A.: 61, 72, 75, 179, 248,

254s.

Pagels, E.: 99, 118-122Paracelso: 18, 136Parrinder, G.: 101

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388

E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D

Pascal, B.: 94, 103, 159, 281, 363, 369Paz, O.: 188Pero-Sanz, J. M.: 125Pietrowicz, S.: 154-156, 161s.Pigeaud, J.: 36Platón: 40-48, 52, 57, 106, 123, 148,

158, 172, 212, 245s., 331, 366Plessner, H.: 18, 30, 88, 141, 154-162,

165, 170, 183, 220, 252, 267, 272Plotino: 54Prokes, M. T.: 18, 31, 109s.Pushkin, A.: 14

Rahner, K.: 220, 344Renaut, A.: 131Ricoeur, P.: 24, 51, 61, 94, 204, 220,

255, 309Rilke, R. M.: 24s., 163, 181s., 283, 302,

309s., 321, 333Robinson, H. W.: 70Rogerson, J. W.: 70Rohde, E.: 43, 51Rombach, H.: 27, 92, 144, 160, 208-

213, 256, 335Roncière, C. de la: 90Rougemont, D. de: 178Rousseau, J. J.: 123s., 158Rousselle, A.: 107, 114, 116s., 119

Sachsse, T.: 158Saint-Exupéry, A. de: 21, 281Salisbury, J. de: 158Sandbach, F. H.: 55Sartre, J.-P.: 25Scheit, H.: 50Scheler, M.: 141, 154, 157, 161, 222,

252, 303, 317, 319, 333, 369Schiller, J. C. F. von: 47, 167Schleiermacher, F. D. E.: 222Schmitt, C.: 94, 129, 333, 344Schorske, C. E.: 190Schrey, H.-H.: 64, 67s., 87, 90Schröder, W. von: 124Schulze, G.: 129, 235, 261Schüssler-Fiorenza, E.: 116s.Sennett, R.: 108, 132, 207Sfez, L.: 140Shakespeare, W.: 158, 305Simmel, G.: 156-160, 169, 172s., 186,

220, 259, 261, 322, 354Sini, C.: 204s.Sissa, G.: 42, 106, 121s.

Ska, J. L.: 75Sócrates: 43, 46Solignac, A.: 55Spanneut, M.: 55Spencer, H.: 154Stegemann, E. W.: 86, 114Stegemann, H.: 80Stegemann, W.: 86, 114

Tarot, C.: 193-195, 198Taubes, J.: 85, 93s., 193Taylor, C.: 145s., 208Tertuliano: 105s., 120-122, 273Thomas, L.-V.: 168, 321, 323, 337s.Thomasset, A.: 203Tilliette, X.: 145, 220Tindland, F.: 17Tischner, J.: 21, 157, 252s.Toulmin, S.: 232, 235Trautmann, T. R.: 125Tresmontant, C.: 36, 48-50, 54, 63, 65Trigano, S.: 14, 129Tunc, S.: 116, 117Turgueniev, I. S.: 14Turner, B. S.: 17, 111, 115s., 121, 123-

125, 137, 158, 228s., 234-236, 246,259, 265, 269, 293, 295s.

Turner, V.: 200, 217s., 358

Valdés Gázquez, M.: 125Vaschide, N.: 177Vasse, D.: 215Vega, A.: 185Vernant, J.-P.: 38Voltaire: 179, 223

Waldenfels, B.: 30, 132, 136, 138s.,142, 145, 154s., 165-168, 170, 198,293

Weber, M.: 126s., 259, 282, 326Weisbach, W.: 187West, M. L.: 35Westermann, C.: 63, 64, 66s.Wills, J. P.: 17Wilson, E. O.: 227Wolf, H. W.: 64Wunenburger, J.-J.: 158, 163, 187s.,

197, 244, 260, 294

Yourcenar, M.: 134

Zenón: 134s.

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389

Í N D I C E G E N E R A L

ÍNDICE GENERAL

Contenido .................................................................................... 7

Introducción general al segundo volumen .......................................... 11Introducción a la primera parte: el Cuerpo ....................................... 17

1. EL CUERPO EN GRECIA .................................................................. 35

1.1. Introducción .......................................................................... 351.2. Las dos representaciones primitivas del cuerpo ...................... 391.3. Platón .................................................................................... 401.4. Aristóteles ............................................................................. 481.5. El orfismo .............................................................................. 501.6. La tradición estoica ................................................................ 551.7. Conclusión ............................................................................ 58

2. EL CUERPO EN ISRAEL .................................................................... 61

2.1. Introducción .......................................................................... 612.2. La creación del cuerpo humano en la tradición judía ............. 64

2.2.1. Hombre y mujer (Adán y Eva) ..................................... 702.2.1.1. La situación de la mujer en Israel .................... 76

2.3. Conclusión ............................................................................ 82

3. EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA ........................................ 85

3.1. Introducción .......................................................................... 853.2. El cuerpo humano en el Nuevo Testamento .......................... 87

3.2.1. San Pablo .................................................................... 923.2.1.1. La comprensión del cuerpo de san Pablo ........ 94

3.2.2. Encarnación ................................................................ 100

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390

E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D

3.3. El cuerpo en la tradición cristiana .......................................... 1053.3.1. La situación de la mujer en los siglos I-III d. C. ............ 114

3.3.1.1. La mujer en el Imperio Romano ..................... 1143.3.1.2. La mujer en el cristianismo primitivo ............. 115

Excursus: El patriarcalismo ........................................................... 1231. Introducción: el mundo antiguo ........................................ 1232. La reflexión de Robert Filmer ........................................... 1233. El evolucionismo del siglo XIX ........................................... 1254. Max Weber ....................................................................... 1265. Teoría feminista ................................................................ 127

4. BREVES PINCELADAS EN TORNO A LA REFLEXIÓN MODERNA SOBREEL CUERPO .................................................................................... 131

4.1. Introducción ......................................................................... 1314.2. Referencias modernas de la reflexión sobre el cuerpo ............ 140

4.2.1. Introducción ................................................................ 1404.2.2. Friedrich Nietzsche ...................................................... 1404.2.3. Edmund Husserl .......................................................... 1424.2.4. Gabriel Marcel ............................................................ 1434.2.5. Maurice Merleau-Ponty ............................................... 144

5. EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA» ............................... 153

5.1. Introducción ......................................................................... 1535.2. El cuerpo del hombre y el cuerpo del animal ......................... 154

5.2.1. «Cuerpo» y cuerpo ...................................................... 1545.2.2. Cuerpo y conciencia .................................................... 1615.2.3. Cuerpo humano y cuerpo animal ................................. 165

5.3. El cuerpo humano y los sentidos ........................................... 1705.3.1. Introducción ................................................................ 1705.3.2. La vista, el oído y el tacto ............................................ 171

5.3.2.1. La mano humana ............................................ 1775.3.3. La complementariedad de los sentidos corporales hu-

manos .......................................................................... 1805.3.4. Sentidos corporales e «historias» .................................. 184

5.4. «Técnicas del cuerpo» ............................................................ 1925.4.1. «Técnicas corporales» y ritualidad ............................... 204

5.5. El «cuerpo situado» ............................................................... 2085.6. El cuerpo y las «estructuras de acogida» ................................ 213

5.6.1. «Estructuras de acogida» y transmisiones ..................... 2145.6.2. «Estructuras de acogida» y tacto .................................. 2215.6.3. Conclusión .................................................................. 225

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391

Í N D I C E G E N E R A L

6. LA REFLEXIÓN ANTROPOLÓGICA SOBRE EL CUERPO ........................ 227

6.1. Introducción: el ámbito moderno del estudio del cuerpo hu-mano .................................................................................... 227

6.2. Cuerpo y corporeidad ........................................................... 2396.2.1. Corporeidad y simbolismo .......................................... 241

6.3. El cuerpo postmoderno ......................................................... 2586.3.1. El «cuerpo anoréxico» ................................................. 2646.3.2. La vigorexia ................................................................. 2706.3.3. El cuerpo atlético: el deporte ....................................... 2716.3.4. El cuerpo y el ruido ..................................................... 2816.3.5. El cuerpo envejecido ................................................... 2856.3.6. El cuerpo enfermo ....................................................... 293

6.3.6.1. El dolor .......................................................... 3036.3.6.1.1. Dolor y tecnología ......................... 3076.3.6.1.2. Dolor y narración .......................... 312

6.3.7. El cuerpo mortal: la muerte ......................................... 3216.3.7.1. Introducción .................................................. 3216.3.7.2. La muerte en las sociedades tradicionales ....... 3256.3.7.3. La comprensión histórica de la muerte en la

cultura occidental .......................................... 3286.3.7.4. Muerte y sociedad actual ............................... 337

6.3.7.4.1. Introducción .................................. 3376.3.7.4.2. El morir en la sociedad actual ........ 3386.3.7.4.3. Muerte y sentido ........................... 3486.3.7.4.4. Estrategias postmodernas contra la muerte ........................................... 354

6.3.7.5. Conclusión .................................................... 359Excursus: La consolación .............................................................. 365

7. CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE .............................................. 373

Bibliografía ....................................................................................... 379Índice de nombres ............................................................................. 385Índice general .................................................................................... 389