Dónde esta la llave

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1 ¿Dónde está la llave? Marina Colasanti Inclusión es una palabra que, de tanto uso, la pronunciamos casi sin pensar. Sin embargo, es una palabra amplia, una palabra que se desdobla y a la cual nos acercamos a través de muchas puertas. Llegamos a la inclusión a través de la salud, la cultura y la economía, de la política y de la religión, de la compasión y de la necesidad. Nosotros, los que creemos en la fuerza de los libros, tratamos de alcanzarla a través de la lectura, pero la palabra lectura también es una puerta que se desdobla. Y es de la que vamos a tratar. En tantos años de profesión, a lo largo de tantos debates, conferencias, encuentros, una pregunta me persigue como una invocación –a mí y a tantos como yo–: “¿Cómo atraer a los jóvenes hacia la lectura?”. O, de manera más directa: “¿Qué libros escoger para atraer a los jóvenes hacia la lectura?”. Nos solicitan una llave, que venga, de preferencia, acompañada por una lista de títulos. Me regalaron recientemente un libro muy bien hecho y extremadamente útil: 1001 libros de Literatura Infantil que es necesario leer antes de crecer, de Quentin Blake y Julia Eccleshare. Evidentemente, es un título gracioso, sin cualquier pretensión de realismo, ya que obligaría a los niños a leer cerca de 100 libros por año. El título detrás del título, el que revela la intención de los dos autores al compilar un libro así, sería más o menos: “1001 libros de Literatura Infantil que un investigador del área no puede ignorar, y que adoraríamos fuesen llevados en consideración por los profesores”. Sin embargo, ofrecer el título de ese libro como respuesta a la pregunta fatídica no resolveria el problema. Y no resolvería el problema porque, en la búsqueda de la integridad la lista es extensa, y porque es extensa no puede adoptarse por entero, y al no poder ser adoptada por entero obligaría, de cualquier forma, a elecciones personales. Si en este nuestro mundo de comunicación irrestricta e instantánea, las listas de títulos, aunque básicas, fueran la solución, la pregunta habría dejado de ser repetida después de la llegada del Internet. Hasta aquellos que piden una lista, como quien pide un milagro, saben en el fondo que el camino no es ese. Todos sabemos, dentro y fuera del salón de clase, con y sin hijos, que un mismo libro puede ser fascinante para un joven lector y totalmente indiferente para otro. Viniendo de un mismo medio social, sentados lado a lado en el mismo salón de clase, vestidos de forma tan semejante, los jóvenes recorren de manera distinta el camino interior de su crecimiento. Y los aspectos capaces de intervenir en ese recorrido son individuales e insondables. Luiz Schwarcz es un importante editor brasilero, director y fundador de la casa editorial Compañía de Letras. El primer libro que editó -como joven recién graduado y contratado en Brasiliense, una de las más prestigiosas editoriales de la época-, fue una compilación de cuentos del escritor Lima Barreto. Es cierto que Schwarcz, deseoso de acertar, reflexionó mucho esa primera selección. Sin embargo, más allá de la razón, ciertos factores internos y distantes conducirán a este autor mulato, libertario y controvertido del principio de siglo. Schwarcz tenía apenas doce años cuando un profesor, en un salón de clase, leyó una parte de un cuento y, sin dar

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Una ponencia de Marina Colasanti

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¿Dónde está la llave?

Marina Colasanti

Inclusión es una palabra que, de tanto uso, la pronunciamos casi sin pensar. Sin embargo, es una palabra amplia, una palabra que se desdobla y a la cual nos acercamos a través de muchas puertas. Llegamos a la inclusión a través de la salud, la cultura y la economía, de la política y de la religión, de la compasión y de la necesidad.

Nosotros, los que creemos en la fuerza de los libros, tratamos de alcanzarla a través de la lectura, pero la palabra lectura también es una puerta que se desdobla. Y es de la que vamos a tratar.

En tantos años de profesión, a lo largo de tantos debates, conferencias, encuentros, una pregunta me persigue como una invocación –a mí y a tantos como yo–: “¿Cómo atraer a los jóvenes hacia la lectura?”. O, de manera más directa: “¿Qué libros escoger para atraer a los jóvenes hacia la lectura?”. Nos solicitan una llave, que venga, de preferencia, acompañada por una lista de títulos.

Me regalaron recientemente un libro muy bien hecho y extremadamente útil: 1001 libros de Literatura Infantil que es necesario leer antes de crecer, de Quentin Blake y Julia Eccleshare. Evidentemente, es un título gracioso, sin cualquier pretensión de realismo, ya que obligaría a los niños a leer cerca de 100 libros por año.

El título detrás del título, el que revela la intención de los dos autores al compilar un libro así, sería más o menos: “1001 libros de Literatura Infantil que un investigador del área no puede ignorar, y que adoraríamos fuesen llevados en consideración por los profesores”. Sin embargo, ofrecer el título de ese libro como respuesta a la pregunta fatídica no resolveria el problema. Y no resolvería el problema porque, en la búsqueda de la integridad la lista es extensa, y porque es extensa no puede adoptarse por entero, y al no poder ser adoptada por entero obligaría, de cualquier forma, a elecciones personales. Si en este nuestro mundo de comunicación irrestricta e instantánea, las listas de títulos, aunque básicas, fueran la solución, la pregunta habría dejado de ser repetida después de la llegada del Internet.

Hasta aquellos que piden una lista, como quien pide un milagro, saben en el fondo que el camino no es ese. Todos sabemos, dentro y fuera del salón de clase, con y sin hijos, que un mismo libro puede ser fascinante para un joven lector y totalmente indiferente para otro. Viniendo de un mismo medio social, sentados lado a lado en el mismo salón de clase, vestidos de forma tan semejante, los jóvenes recorren de manera distinta el camino interior de su crecimiento. Y los aspectos capaces de intervenir en ese recorrido son individuales e insondables.

Luiz Schwarcz es un importante editor brasilero, director y fundador de la casa editorial Compañía de Letras. El primer libro que editó -como joven recién graduado y contratado en Brasiliense, una de las más prestigiosas editoriales de la época-, fue una compilación de cuentos del escritor Lima Barreto. Es cierto que Schwarcz, deseoso de acertar, reflexionó mucho esa primera selección. Sin embargo, más allá de la razón, ciertos factores internos y distantes conducirán a este autor mulato, libertario y controvertido del principio de siglo. Schwarcz tenía apenas doce años cuando un profesor, en un salón de clase, leyó una parte de un cuento y, sin dar

 

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el nombre del autor, cerró el libro abruptamente, avisando que continuaría la lectura al día siguiente. Dijo Schwarcz en una entrevista reciente: “Y yo no pude hacer nada hasta la siguiente clase. Era La nueva California, de Lima Barreto”.

Dickens mantuvo viva durante toda su vida la pasión por los cuentos de hadas que oyó en la infancia y reconocía que esas narraciones habían sido muy importantes para la formación de su creatividad. Decía que Caperucita Roja había sido su primer amor, y que si hubiese podido casarse con ella habría alcanzado la felicidad perfecta.

Gabriel García Márquez era un niño que recién había aprendido a leer cuando encontró en un depósito de su casa, dentro de un baúl, un libro descosido e incompleto. El libro lo absorbió totalmente. Solo varios años después supo que era Las mil y una noches. En sus memorias cuenta: “El cuento que más me gustó -uno de los cuentos más cortos y sencillos que jamás leí– me sigue pareciéndome el mejor de toda mi vida”.

Los padres del filosofo francés Michel Onfray no leían, eran demasiado pobres. Solo había dos libros en casa: uno del padre, la historia de la aldea donde vivían; y el otro de la madre, de recetas. Y entonces Michel fue enviado a un internado. Un internado áspero donde la lectura se convirtió en su única puerta de salida. La biblioteca de los padres salesianos era disparatada, pero fue alí donde él encontró Thor Heyerdahl y su expedición Kon Tiki. Entonces, un sábado por la tarde, mientras los otros alumnos regresaron a sus casas, devoró “conteniendo la respiración” El viejo y el mar. Cito lo que él dijo al respecto: “Después de ese viaje en alta mar con Hemingway, ordené al almacén, como lo llamábamos, un cuaderno de tapa amarilla. Y allí escribí mi primer texto”.

El historiador Jacques Le Goff eligió su destino al leer, durante su infancia, un libro de Sir Walter Scott. Seducido por el mundo que el autor le ofrecía, decidió que nunca más lo dejaría. Y fue debido a esa obsesión que se volvió el principal medievalista de la actualidad.

Y cito una parte de la entrevista de mi amigo Francisco Inojosa, escritor mexicano que todos conocemos: “Una vez leí unos libros que mi hermano me prestó. Se llamaban Las historias de los siete secretos. Me gustó. Fue una experiencia aislada. Solía leer lo que tenía que leer como una tarea escolar, pero no por voluntad propia. Mi infancia literaria –no cronológica– comenzó con La metamorfosis y El Castillo de Kafka, La divina Comedia y Crimen y castigo. Esto fue a los 16 años.

Podríamos continuar porque los ejemplos son innumerables, y siempre interesantes, pero creo que ya tenemos suficiente. ¿Y qué tenemos? Tenemos relatos de fulguraciones. En algún momento, y sin previo aviso, un libro le dice a un joven lector cosas que ningún otro libro le había dicho antes, con una intensidad que probablemente no se repetirá.

Qué cosas son esas, el lector no sabe. No creo que a los doce años, Luis Schwarcz tuviese las condiciones de saber por qué la lectura de una parte del cuento La nueva California lo dejaba con tal suspenso, al punto de no poder hacer nada hasta el día siguiente, cuando le fue entregada la parte que hacía falta. Tal vez, al editar la antología, reconocería en esa historia del nuevo residente de una ciudad del interior que afirma saber transformar los huesos humanos en oro, y que con esa información transforma en lodo el carácter de los habitantes, una buena brújula para el joven ciertamente ambicioso. Pero ahora el conocimiento se daba a través de la razón, y no de aquella primera emoción que lo había tocado.

 

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El lector joven siquiera se pregunta cuál es el motivo de tanta emoción. Todavía no está en la edad de grandes cuestionamientos internos y, casi automáticamente, atribuye la emoción a la historia y a los personajes. Sin embargo, es casi seguro que aquella misma historia ya había sido leída por miles, por veces millones de personas, y será todavia leida por otras tantas, provocando placer, y satisfacción, pero no tocará el corazón de los otros lectores en la misma proporción que tocó el suyo. Solo para él, solo para el individuo que el es en el momento exato de la lectura, la narración se enciende repentinamente y lo invade con la fuerza de una transfusión. Sangre ajena es inyectada en sus venas, y se convierte en suya para siempre.

¿Por qué razón Dickens se enamoró de Caperucita Roja, cuando casi la totalidad de los niños, y también de las niñas, se interesan mucho más por el lobo? No sabemos. Así como no sabemos si él intentó en algún punto de su vida responder a esa pregunta. Sin embargo, podemos leer su declaración como una metáfora, más relacionada al amor por los cuentos de hadas, que por su personaje más famoso. Lo cierto es que nunca más se alejó de aquellos bosques o de aquellas calles donde la amenaza atisba a los niños solos y abandonados, niños como el mismo fue, trabajando en la infancia para sustentar a los hermanos mientras sus padres estaban en la cárcel, presos por deudas. Lobos humanos gruñen en las historias de Dickens a veces disfrazados bajo falsa bondad. Pero él, el autor, está ahí para defender los niños y salvarlos al final.

El joven lector no tiene manera de individualizar la llave maestra que lo galvanizó, simplemente porque todavía no se ha convertido en un lector pleno. Al hablar de un lector pleno no solo me estoy refiriendo a los libros, estoy hablando sobre la lectura en un sentido más amplio, aquel que más nos interesa y que conduce a la inclusión: la lectura de vida. No tuvo tiempo todavía para desarrollar el conocimiento del alma humana que, más adelante, le permitirá analizar su sentir. Un

joven especialmente sensible puede estar interrogando, casi ansioso, sus emociones. Pero sin la experiencia que serviría como un faro, lo más probable es que tiente a ciegas, dominado por fuerzas que no entiende o que comprende de forma equivocada.

Del mismo modo y por las mismas razones, no está preparado para detectar de forma consciente aquello que el inconsciente capta, dicho no por las palabras, pero por detrás de ellas. Carece de las herramientas lectoras.

Es justamente el encuentro de estos dos discursos indescifrables para él –lo que es dictado por su momento interior, y aquello que es emitido tanto por el consciente como por el inconsciente del autor- que dispara el proceso de galvanización. Él sufrirá el proceso sin entender el mecanismo.

Pensemos en Michel Onfray, por el puro ejercicio de pensar, y sin ninguna pretensión de dar con lo cierto. Se trata de un joven de origen humilde, pobre y solitario, encerrado en un ambiente hostil donde -como en cualquier escuela religiosa de la época- tratan de convencerlo de que solo podrá tener éxito en la vida a través de la aceptación y la obediencia, del respeto a las reglas y a la jerarquía. Es como si le dijeran que su lugar en el mundo ya estaba marcado, aunque no fuera el mejor. Y de repente un sábado, en que su soledad y abandono parecen aún mayor “porque los otros alumnos habían regresado a casa”, se fuga en alto mar con un viejo marinero. El mar ya le era familiar por sus lecturas de Kon Tiki, pero se trataba de un mar grandioso, un mar que retomaba aventuras victoriosas vikingas del pasado. Esta vez, con Hemingway, él estaba en un barco pobre, como pobre es su propia casa, acompañado de un hombre viejo, bajo un sol abrasador.

 

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Y la batalla comienza. Bajo la mirada del niño, el viejo se enfrenta a una larga disputa con un enorme pez, que es superior a sus fuerzas. El pobre, el débil, el solitario, lucha y al final vence al fuerte en su propio ambiente. Las jerarquías, las reglas, la sumisión que el niño había sido entrenado para colocar en primer lugar, le dan paso a la fuerza individual, a la determinación, a la búsqueda de la victoria. La misma adrenalina que impulsa el viejo se derrama a chorros en el cuerpo del joven lector. Y mientras su conciencia lee una historia de la pesca, su inconsciente recibe el mensaje que más necesitaba en ese momento, el mensaje liberador que abre las puertas de la represión y dice: usted también puede hacerlo. Al día siguiente, consigue un cuaderno en el que escribirá su primer texto, marcando así el comienzo de su ascenso.

Yo también, en mi juventud, leí El viejo y el mar, como lo leimos casi todos de mi generación. Me gustó mucho, pero no fue un libro que dejara marcas en mi vida. Yo, que había crecido en una

guerra, me interessé más por otro libro del mismo autor, Por quién doblan las campanas. Además, siendo de familia liberal, criada en el tránsito de un país a otro, el mensaje de liberación que fue vital para Onfrey resultó innecesario para mí.

Cuando el encuentro se da, es cuando el libro se vuelve transformador. Pero es imposible prever qué libro, y en qué momento, encenderá todos los watts en el alma del lector. Podemos considerar casi con certeza que si Onfray no hubiese leído El viejo y el mar aquel sábado en el internado, pero sí algunos años después, con su vida en marcha, tal vez en otra dirección, la iluminación no se hubiera producido. Así como es cierto que leyendo el mismo libro o partes del mismo libro años después, un sentimiento de ternura llena del recuerdo de cuando era niño, reemplazó en su yo lector la adrenalina que lo había excitado ese día ahora distante.

El momento del encuentro es impredecible. Francisco Inojosa nos cuenta que en su vida pasaron varios libros por sus manos en la infancia y en la adolescencia. Libros recomendados por su hermano, de un gusto, podemos imaginar, semejante al de él; o por la escuela, es decir, de una calidad literaria correcta. Todo nos lleva a creer que eran buenos libros. Y sin embargo, con ninguno de ellos se estableció un diálogo, ninguno tuvo adherencia. Es con Kafka que la intensa descarga se da. En el momento en el que, a los 16 años, Francisco está pasando de la adolescencia a la juventud, Kafka le habla sobre la metamorfosis. En el momento en el que se prepara para entrar en el castillo del mundo adulto, Kafka le habla de puertas cerradas y abiertas, del coraje necesario para sobrepasar los impedimentos, de la reticencia en entrar. Kafka responde metafóricamente a sus problemas más apremiantes. Es una revelación.

Es posible que Francisco estuviera muy en desacuerdo de esa interpretación. Pero mi intención no es hacer un análisis personal de Francisco Inojosa, pero si ver cómo el encuentro entre los cuestionamientos interiores del lector con las respuestas codificadas que él recibe de un libro, hacen chispa.

Sospecho que la fuguración intensa sea más común en los jóvenes, y rara vez se da entre los lectores más pequeños. Por lo menos, no tengo conocimiento de testimonios de ese tipo. Deberíamos, en verdad, preguntar eso a mi maravillosa amiga, la escritora colombiana Yolanda Reyes, quien en su Bebeteca de Bogotá trabaja con pequeños entre 12 meses a 4 años. Probablemente ella tendría relatos sorprendentes para mostrar. Sin embargo, aventuro una hipótesis arriesgada por la que me pueden lapidar por los profesionales del área: los niños muy pequeños son tan solicitados por las necesidades de comprender el mundo que los rodea, están tan impulsados hacia adelante, que todavía no se cuestionan sobre su yo interior.

 

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De hecho, son, -¡y cómo!- capaces de emocionarse con las lecturas que las personas mayores hacen para ellos, y de absorberlas. Todos conocemos la fuerza del impacto de los cuentos de hadas, y tanto Freud y Jung se han centrado en su efecto sobre la psique de los niños. Pero aún siendo una emoción intensa y estructurante no es suficiente para dictar el curso de vidas que todavia andan a gatas.

Hay otro hecho que me llama la atención. Rara vez esta fulguración ocurre con los libros de literatura infantil y juvenil. Los ejemplos que he citado anteriormente nos dan una buena muestra de ello. García Márquez había aprendido a leer por el método Montessori -antes de eso, aprender a leer le parecía imposible- cuando se encontró con Las mil y una noches. Era muy joven, y aunque muchos de los cuentos de Las mil y una noches han sido adaptados para niños, no es un libro infantil, es uno de los grandes libros de la literatura universal.

Si nos limitamos a la historia, El viejo y el mar podría ser considerado un libro de aventura, después de todo, la trama gira en torno a un intenso duelo. Pero ciertamente, no es un libro infantil. Tampoco están diseñadas para niños las novelas históricas de Sir Walter Scott. No sabemos qué edad tenía Dickens cuando se encontró con Caperucita Roja, con los cuentos, y se enamoró de ellos. Si los recibió a través de la voz de la madre, todavia de niño, o si los descubrió más tarde en la modesta biblioteca que su padre guardaba en un armario. Pero no podemos olvidar que justamente por la pluralidad de sus significados, los cuentos de hadas que fueron tan importantes para el son lecturas para todas las edades. Es posible aventurarse a dar dos razones para esto.

Primera razón: la fulguración ocurre con mayor frecuencia, o por lo menos de manera más consiente, en la adolescencia. Yo sé que esta categoría –adolescencia- se puso muy complicada y ya no tenemos certeza de dónde empieza y dónde termina. En última instancia, quien establece esos límites son las hormonas. Entonces, digamos que cuando las hormonas comienzan a desbordarse es cuando se produce la fulguración. Y a esa edad ya no están leyendo los libros para niños.

Segunda razón: enfrentando todos los riesgos que esta afirmación implica: un niño o un joven puede leer muchos libros destinados a su franja de edad, sin que ningún libro denso, cargado de aquel pathos, que le permitiría realizar un gran encuentro, pase por sus manos.

Y eso no es exactamente por la falta de buenos escritores ni por la ausencia de libros de gran magnitud, pero por la preferencia del mercado, que considera más vendibles los libros más ligeros, e incluso debido a un equivocado sentido de protección que lleva muchos a considerar más adecuados para ese público los libros con menos posibilidades de provocar trastornos emocionales.

En la busca de métodos para atraer al joven lector, el más común es la creencia de que la asociación a un libro se da principalmente por medio de la identificación. Y que, a su vez, la identificación se produce principalmente por la similitud.

Este punto de vista conduce a una estrategia peligrosa y limitante: proporcionar a los niños pobres libros que retraten el mundo de la pobreza, a los niños negros libros sobre problemas raciales, y libros sobre la vida rural para los hijos de los agricultores.

 

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Como lectora que fui y como autora que soy, me permito estar en desacuerdo. Nada me llevaría, niña nacida en África, que creció en Italia en plena Segunda Guerra Mundial, a la identificación con los valerosos indios piel roja de América, que descubri en los libros de Emilio Salgari. Pero porque esos libros eran tan fascinantes, porque llenaban de intensidad vital días que, sin ellos, podrían haber sido días de miedo y tristeza, recorrí de manera contraria el camino de la identificación.

Me hice a mí misma una india, la única squaw de la pequeñisima tribu encabezada por mi hermano, el rubio ojo de águila. El nombre que elegí para mí, entonces, todavía me parece apropiado. Fui y seré Sole Ridente.

Nunca fui una lady, nunca fui una chica noble, pero lloré mucho leyendo y releyendo El pequeño Lord, de Frances Hodgson Burnett. En este libro, de finales del siglo XIX, podría haber aprendido mucho sobre la intolerancia o sobre los falsos valores de los aristócratas. Pero lo más probable es que, a vísperas de hacer el camino opuesto del pequeño lord –él sale de EE.UU. para ir a vivir a Europa y yo me iba de Europa para ir a vivir a Brasil- he vivido en su aventura mis propios miedos, el miedo de adaptarme a las nuevas costumbres, el miedo a los prejuicios con los que un estranjero, cualquier extranjero, es recibido en tierras ajenas.

¿Cómo podrían mis padres, que se ocuparon de mis lecturas, prever con anticipación los caminos absolutamente diagonales con los que aquellos libros dialogaron tan intensamente comigo?

De la misma manera, según me relató un agente de lectura amigo mío, tanto los pequeños indios de las tabas de Brasil como los niños de Angola - que él encontró más allá de las tierras minadas, estudiando bajo los árboles, por falta de aulas - niños de otra realidad, que nunca habían visto un castillo y que ni siquiera sabían lo que era, que no sabían lo que era un príncipe, o una armadura, o un velero, o incluso un caballo, se enamoraron de mis cuentos de hadas, lleno de estos personajes y de esos elementos para ellos, tan distantes.

La identificación no se hace en línea recta, no es algo simétrico con lo que podemos contar de antemano, pues la verdadera identidad no se establece con lo que es visible, con la parte exterior del cuerpo o con la parte más obvia del entorno, más sí con aquello que el interior de cada uno coge secretamente del entorno, y reelabora dentro de sí adaptándolo a sus necesidades internas, a las necesidades que no son solo coyunturales, sino que son consecuencia de la química y fisiología individuales, ligadas a la mente y a la esencia de cada uno.

La magia de la lectura, y su mayor fortaleza, es precisamente esa capacidad de dialogar y relacionarse con la parte más secreta del ser. Pero esto es también lo que hace tan difícil y tan preciosa la elección de libros para ofrecer. Y es por eso que las listas, todas las listas, zozobran.

Es tan difícil para un adulto comprender las necesidades lectoras de un pequeño o de un joven, y lo es más difícil todavía cuando se intenta responder a estas necesidades por medio de una lista. Y una lista elaborada fuera del contexto en el que se encuentra, hecha por alguien que, aunque serio y conocedor de su oficio, está distante, imposibilitado de enfocar la mirada y capturar la vibra que aquel posible lector emite.

La inclusión por la lectura se produce cuando el lector se completa y no solamente cuando completa la lectura de un libro. Leer un libro entero de forma ligera o para realizar una tarea, no aporta más allá que un avance en la alfabetización. Pero un libro que se lee con pasión, aquella pasión lectora que nos hace querer devorar todo de una vez, maximizando el placer, al mismo

 

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tiempo que nos hace querer leer lentamente para prolongar al máximo ese mismo placer, nos lleva un paso adelante en la vida.

Hablé de llave en el título y terminé sin decir dónde encontrarla. En realidad, mi intención nunca fue dar una llave que no tengo, pero sí buscarla junto a ustedes. No tenemos la llave, porque por su propia naturaleza, una llave sirve para una única puerta. Y la lectura, como hemos dicho antes, tiene muchas. Pero tenemos una especie de pasaporte que las abre todas: la buena calidad literaria.

Todos los libros que mencioné, cuando analizábamos sobre la fulguración, son obras de reconocido valor. No me mal entiendan. Hablar de buena calidad literaria no nos limita a los clásicos. Esta brota día a día de la imaginación y el talento de tantos escritores y está ahí, en las librerías, en medio de tanta basura editorial. Es nuestra tarea estar atentos a ella, y saber escoger, a veces entre ofertas más visibles y fáciles, para ofrecerla a los jóvenes y niños. Una buena calidad literaria no garantiza la fulguración. Sin embargo, la mala calidad literaria, aquella que no emite ninguna luz, garantiza la oscuridad.