Donde cabe la esperanza de eduardo paganini

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Don la es E E E d d d i i i t t t o o o r r r i i i a a a l l l L L L a a a T T T o o o r r r r r r e e e nde ca speran Eduardo Hug e E E E n n n c c c a a a n n n t t t a a a d d d a a a abe nza o Paganini Eduardo H. Paganini

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"Donde cabe la esperanza" de Eduardo Paganini es una breve novela, que nacida como propuesta para un lector juvenil, accede a temáticas que bien pueden ser abordadas sin menoscabo por otros tipos de lectores, en tanto contiene múltiples niveles de enunciación. La idea motora es un viaje —laboral y cotidiano— que un cartero novel, Atilio, concreta durante una jornada en su pueblito, perdido y casi abandonado por la historia (El Aguanillo). Las simples peripecias que le acaecen con diferentes vecinos contienen dosis de problemáticas más profundas y universales que rozan temáticas ineludibles en el debate sobre una noción de humanidad: los sentidos de la cotidianeidad, el peso de la libertad y la responsabilidad, la ética y la doble moral, el progreso y sus avances/retrocesos, nociones y ejercicios de la otredad, la devastación de la guerra, la vocación tecnológica, el juego infantil, la burocracia y sus impedimentos, la creatividad, la intransigencia ética, etc

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Donde cabe

la esperanza

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Donde cabe

la esperanza

Eduardo Hugo Paganini

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Donde cabe

la esperanza

Eduardo Hugo Paganini

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

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ISBN 978-987-33-5545-5

Eduardo Hugo Paganini

Donde cabe la esperanza

Novela

Editorial La Torre Encantada ©2015

República Argentina

Contacto: [email protected]

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

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A mi país y a su gente, pero con el

que yo sueño y con el que yo espero.

Eduardo H. Paganini

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I

ielo y tierra; arriba y abajo, claro.

Y abajo, en la tierra, la línea horizontal, la lonja apaisada. Y en ella,

atravesando todo, un breve vertical: un ciclista. Ahora, demorado; casi inmóvil. A su

costado patas pa’arriba, la máquina. En observación.

Al apretar con los dedos la cubierta delantera, comprobó que quedaba

poco aire. La llanta metálica, que alguna vez —hace ya mucho tiempo— fuera

cromada y refulgente, recogía con resignación cotidiana el polvillo hueco de los

caminos puebleros. Con esa misma mano, extendida verificó la rigidez de los

rayos de la bicicleta, balanceada al borde de la ruta. Flojedades y torceduras en

los alambres le sacaron una expresión al aire, una protesta con amargura:

— ¡La pucha...!

Volcó su vehículo, se irguió, compuso su gorro-divisa y, pedaleando

rítmicamente, continuó el reparto. En movimiento, Atilio levantó la saca de la

cesta de manubrio, casi vacía, y la terció con una media bolea a la espalda,

para aliviar, en algo, el peso a esa rueda, preocupante y medio desinflada.

Octubre ejercía su oficio caldeado y fermentante sobre su espalda

traspirada. El olor agrio del cuero manoseado que provenía de la bolsa de

correspondencias se entremezclaba con el aroma dulzón de las pujantes frutas

primaverales.

A su izquierda, un sendero. Giró por allí y enfiló bajo una doble hilera de

casuarinas centoañosas. El sendero es más sombra que camino. El aire allí

refrescaba al pedaleo.

C

Eduardo H. Paganini

Entre ramajes y arbustos, al fondo, era perceptible el descolorido y

descascarado caserón de los Montoya. Casona excepcional, única en el pago.

Amplia y monumental como un coloso sobreviviente del siglo XIX, último vestigio

de aquel esplendor. Balaustradas de mármol, cenizoso y agrietado, pareciendo

una sonrisa tonta. Galerías luminosas tras los ladrillos de vidrio hueco, pero vacías.

Un mirador enarbolado, que es todavía la máxima culminación de altura

habitable en El Aguanillo. Puertas y ventanas, cerradas a macha martillo.

Unos cuantos metros antes del umbral, nuestro ciclista se desvió por una

huellita, que lo condujo gentilmente cuesta abajo hasta el humilde puesto de los

caseros. En el patio de tierra barrida, desde bajo una mesa, se asomó un perro

que al ver a Atilio apenas penduló el rabo y volvió a acostarse bajo la tabla.

Como no apareció nadie para recibirlo, Atilio pegó dos enérgicos timbrazos de su

bici y pegó el grito:

— ¡Carteroo!

Salió don Sexto, corriendo una pesada cortina overa, de dentro del rancho.

El perro, al ver a su amo, hizo un supremo esfuerzo, alzó su cuerpo nuevamente y

caminó hasta los pies de Atilio, a los que olfateó con pericia, Para luego regresar,

cola bamboleante en alto hasta donde don Sexto. Allí rodeó dos, tres veces los

pies descalzos de su amo y, suponiendo cumplida su tarea profesional, regresó

finalmente hasta su sitio.

— ¡Pah! Que le salió bravo el animal...! —chuceó simpáticamente el

muchacho.

— ¿Qué tal, Atilio? Sentáte nomah’— invitó el hombre que rodó un taburete

hasta la mesa— Viera qué guardián es el Luque… ¡cuando no anda de licencia

como hoy! —rió el visitado.

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La bicicleta quedó apoyada en un tarco florido, cuyo espectáculo

cromático y ofrendante retuvo unos segundos la atención de Atilio, admirado por

los rosáceos reflejos del árbol.

— ¡Estebana! Tráite un mate pa’l Atilio, ¿queréh’? — voceó hacia el rancho

don Sexto, acomodándose su camiseta sin mangas y corrigiendo con cierta

coquetería el nudo de su pañuelo de cuello.— Parece que viene agua… ya están

rondando loh’ alguacileh’... —comentó levantando su cara hacia el cielo.

— Ahá…

— ¿Qué tal Atilio? Tomate un dulce —ofrece la gruesa mujer que recién ha

aparecido de entre las cortinas perseguida por un difuso séquito de ojitos

puramente negros y canillitas frágiles, chiquillos que se aferran, se aherrojan, a su

pollera maternal, mientras miran con timidez y temor al intruso.

— Gracias, doña —paladeó satisfecho Atilio, después de tres cebadas

continuas.

La mujer y sus delgaditos satélites desaparecieron, se eclipsaron, en el

interior de la casucha. El hombre y el muchacho quedaron en silencio, en

satisfecho silencio, al borde de la mesa, mirando en torno al follaje apretado y

rumoroso.

Las casuarinas entrelazan sus dedos negriverdes en lo alto. El sol lentamente

amarillea en las rugosidades de los troncos, columnas leñosas que bordean el

camino de tierra. De las ramas altas escapan sonidos y vuelos que se anudan con

otros cantos y otros desplazamientos de la mañana. Un hornero carraspea

chillonamente junto a su dama, demarcando un territorio propio y expresando su

mal genio; al rato, su estampa fugaz color ladrillo se explaya en mancha difusa

en el aire. Al tope del sendero ancho se yergue el silencioso caserón corroído,

ballena encallada de cal y canto que duerme su sueño de épocas más gráciles;

Eduardo H. Paganini

cada persiana descolorida es un párpado inerte que contrasta por oposición

vital con la luz, la música y la vida que hierven en el entorno.

Atilio recuerda:

“Qué sombra habrás cobijado

con tu sombra protectora;

cuánta niñez liberada

en tus salones infinitos.

Dónde están ahora

esos fantasmas ancestrales

que no tienen de tu figura derruida

ni un simple rincón para ahuecarse.

Fuiste gloria, lujo y esplendor

de una patria que se revolvía

y ahora el tiempo y el aire te desmenuzaron

con su paciencia corrosiva hasta

la indigna dimensión del escombro.”

La sombra, bajo la cual protegen su acompañamiento hombre y muchacho,

se cristaliza eternamente segura. No hay elemento cósmico ni fuerza mística que

pueda fisurar esa armonía matinal. Como si fuese la primera vez, la vez

primigenia, la situación original, la vida se organiza triunfante por sobre el caos

nocturno. Milagro natural, extraordinario y cotidiano a la vez, que tiene en Atilio y

en don Sexto a dos sacerdotes oficiantes y contemplativos.

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Así, frente a frente, en completo silencio, cómodos, permanecieron un rato,

inmensurable para el tiempo cronológico. Despreocupados de conversaciones

…para qué estar agregando palabras a lo que ya está diciendo todo.

Al rato, fue don Sexto el primero en cortar el clima mágico:

— ¡Me imagino que no habráh’ tráido carta!

— No. Hace mucho ya que no escriben los hijos de Montoya. Pero... el

recorrido lo hago igual... Usted sabe: alguien que quiera mandar una carta y no

pueda bajar al pueblo, otro que tenga que comprar estampillas... En fin, esas

cosas... El recorrido igual hay que hacerlo! ¡Ah! A propósito, dice Tacho si no

tiene algunos gorros viejos... No sé cuál será la locura, pero me pidió que le

pregunte eso. ¿Será para los caballos…? me parece. Como se viene el verano…

vio?

— Gorros viejos… gorros viejos... A ver, dejáme ver...

¡Estebana! ¡Fijáte en mi bolso azul si no hay algún gorro que ya no use —y

luego bajando la voz y dirigiéndose a Atilio—. Ahura vamoh’ a ver, me parece

que algo hay... un par de ésoh’ de lana... ¿serán calurosos pa’l verano? Bueh’,

que él vea. Si le sirve, bien. A ver...

Tomó el bollo de lana que le ofrecía su mujer desde la puerta. Revisó el

contenido, desarmando el lío, aprobó y desaprobó según los casos y volvió a

arrollarlo, entregándoselo al muchacho a quien dijo:

— ¡Che! ¿Y qué uso le va a dar Tacho a estoh’ gorroh’? ¿Ah?

— ¡Vaya uno a saber...! Según parece es para cubrir los caballos del solazo...

Digo yo... Muy bien, no sé —respondió el cartero, quien recapacitando sobre el

trabajo restante, ya ponía su pie sobre el pedal.

Eduardo H. Paganini

— Te falta aire en esa rueda, chango —advirtió paternalmente don Sexto,

agachándose hasta allí donde el tacto comprobaba su intuición.

— Si, ya he visto. Cuando llegue a lo de Puchito la inflo bien.

— Lástima que acá en el galpón ya ni quedan la ratas pa’ darte una

mano...

Desde dentro del rancho la mujer gritó:

— ¡La corbata, Sesto!

— ¡Aahh! ¡Cha que me olvidaba...! Fijáte cuando paséh’ por la salita si está

el doctor Trizato y pedíle al hombre la corbata ‘e seda que le empriesté el mes

pasao pa’l casamiento ‘e la hija ‘el Turco Hakim.. Porque la tengo que devolver a

la casa, no vaya que aparezca Montoya... ¡De paso hacéle llegar un respeto,

buen hombre el Trizato!

— ¡‘Ta güeno! —remedó aparatosamente Atilio, más con afecto que sin

respeto—. Yo se la traigo esa corbata entonces... Mañana, o tal vez el lunes... y

partió Atilio luego de asegurar los gorros de lana deshilachada en su saca, que

volvió a colgar del hombro.

Don Sexto, desde su silla, lo vio alejarse, acompañándolo con la vista hasta

que la bicicleta fue un manchón indescifrable del paisaje.

— ¡Estebana! —gritó el hombre hacia el interior del rancho—. ¡Veníte a

tomar unos amargos, que ya eh’ la oración!

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II

La huellita. El sendero. Casuarina junto a casuarina, hasta llegar al

camino de tierra de donde proviniera. Desandar, para seguir andando.

Sincrónicamente con el último pedaleo antes del cruce, desde una estancia

en la altura, el canto prepotente de un pitogüé lo sobresaltó.

— ¡Ahijuna! Lindo chiflido... —se rió de su propio susto Atilio.

Nuevamente su exclusivo acompañamiento era el paisaje. Casi el silencio, y

el paisaje. Podía presumir la proximidad física de la familia recién visitada,

pero la vista sólo ofrecía campiña despoblada. Tierra, pasto, árbol, pájaro, y

por sobre todo eso, cielo y solazo.

El camino desembocaba ahora en el “puentecito de la leche”. Breve y

débil construcción, “provisoria pa’ siempre”, que se había colocado unos

cuantos años atrás, cuando don Virginio, el actual jefe de estación, había

sido intendente de El Aguanillo y “donado” dos durmientes ferroviarios en

desuso para atravesar el tajo líquido. La desigual ensambladura entre los

maderos, sumada a la superficie generalmente barrosa y resbaladiza más los

cabeceos oscilantes por su falso apoyo, hacían que su cruce fuera evitado

por algunas personas de edad, pero —sobre todo— quienes eludían

sistemáticamente su atravesamiento eran los curaditos, los chumaditos, es

decir los excedidos en alcohol, y lo evitaban a pesar de la gran ventaja que

ofrecía el paso: por allí el camino era mucho más corto hacia las casas. Este

acontecimiento provocó que el lugar fuera bautizado como “el puentecito

de la leche”, en un gesto de ingeniosidad topográfica atribuible a Tacho, y

el nombre se justificaba en que “los borrachos no lo toman nunca”.

Eduardo H. Paganini

El arroyito que cortaba allí era uno de esos típicos riachuelos de llanura

que viene dragando el humus desde hace millones de años y viaja

sumergido un par de metros desde el nivel de piso, quebrando en dos la

leve panza de la pradera. No le faltaban a éste ni las clásicas barrancas ni

los codiciados bagres.

Arribado al puente, Atilio descendió de su rodado para cruzarlo. Por

más hábil y experimentado ciclista que fuera, le resultaba imposible transitar

esas tablas montado en su máquina. Mientras se deslizaba en el extremo de

su precaución, adivinó ahí abajo, a su derecha, en la orilla hundida del

arroyuelo, un rápido desplazamiento entre los arbustos nutridos y los álamos

jóvenes que crecían chúcaros. Desde el filo del puente lanzó un estridente

silbido, casi un chirrido de pirincho, que conllevaba toda la carga de una

señal en clave. Repitió el sonido y esperó sonriente, pues estaba seguro de

su presunción.

A los pocos segundos, de entre las hojas reverberadas y tremulantes de

los álamos, emergió un rostro barbudo y sucio, casi un mascarón de proa

deteriorado, que preguntó:

— ¡¿Eh?! ¡¿,Eh?! ¿Sos vos Atilio? ¿Sos vos? ¿Estás solo? ¿Estás solo? ¿No

viene el Carpincho con vos? ¿Estás solo?

Atilio siempre sonriente, desanduvo los pasos recién dados hasta

acercarse a la orilla del riacho, al tiempo que cordialmente saludaba:

— ¿Qué contás Pinela? Te pensaste que te me ibas a esconder ¿eh? —

y rió el muchacho, para luego agregar—. ¡Qué iluso sos! Soy el ojo más veloz

de El Aguanillo y planetas circundantes...

— ¿Viniste solo, viniste? ¿No viene el Carpincho con vos, eh?

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Sin necesidad de contestarle, Atilio acostó su bicicleta en el talud

costero, se descalzó y remojó tranquilamente sus pies, sentándose en la

orilla. El agua, amarronada y lenta, lo dejaba hacer; sin lluvias próximas era

un dócil animalito casi doméstico.

El otro, Pinela, un linyera consuetudinario, poco a poco iba

calmándose en su excitación inicial y se acercó al joven. Un largo gabán

renegrido y desarmado lo encapotaba desde los hombros basta los tobillos,

el cuello flacucho y arrugado emergía de las solapas para sostener una

cabeza asandiada, el rostro curtido y con cabellera conflictiva y grasosa.

Vestía un enorme pantalón verde que se ceñía a la cintura mediante un hilo

sisal como cinto y que colgaba como bandera sin viento.

— Está linda el agua ¿eh? Yo pesqué dos bagres hoy temprano. ¡Qué

tal! ¿Eh? No está mal. Hoy Pinela, o sea yo, come bagre al barro, ¿eh? ...

bagre al barro, jua!... —luego, cambiando repentinamente de tono y al

tiempo que gesticulaba aspaventosamente prosiguió—. ¿No me trajiste

carta hoy?... Mirá, la que me trajiste ayer, la del presidente te digo, no la

pienso contestar: no, no, no. ¿Eh?, así que a no insistirme... Me pide consejos

a mí para curar a los enfermos de una buena vez por todas para que no

haya más hospitales... ¡a mí!, ¡¡justamente a mí!! ¿Y para qué es él el

presidente? ¿eh? ¿Para qué? —y de pronto, concluyendo su exaltada

alocución, se sentó junto a Atilio, agregando—. Buen, mejor me calmo

porque si no me da la fatiga y me vuelvo loco. Mejor me calmo... Che,

prestáme la bici que voy a dar una vueltita ¿eh? ¡Dale che, prestámela!

Fue tan espontánea y veloz la solicitud que Atilio no pudo responder, ya

el otro, rápido como viborazo, había montado en el vehículo, desde donde

le arrojó para ser atajada la saca de correspondencia.

Eduardo H. Paganini

—Por lo menos salvé las cartas... —susurró con resignación Atilio, que no

tuvo fuerzas para advertirle a su amigo sobre el poco aire de la rueda

delantera.

Pinela, sorprendentemente, a pesar de su incómodo y trabante gabán,

pedaleaba con descomunal habilidad para un misántropo, zigzagueando

eléctricamente a la vera del agua. Atilio, si bien sabía de la pericia de

Pinela, no dejaba de alarmarse ciertamente, pues las maniobras del atípico

conductor eran riesgosas e imprevisibles.

— ¡Che! ¡Ojo que tengo que seguir laburando…! —protestó el

muchacho intentando inútilmente llamar a la cordura al otro.

Pinela ya había remontado el desnivel del suelo y corría ahora de pleno

hacia el puente de quebracho, a toda máquina. Una vez llegado allí, pegó

un golpe de manubrio y la máquina toda viró a 90º, atravesando prolija y

milagrosamente por una de las vigas de acero vegetal hasta la otra orilla. La

brusquedad de la maniobra fue impactante, pero la destreza fina

desarrollada lo fue más.

Atilio, al borde de la angustia inundante, desde su puesto ínfimo lo vio

perderse por detrás de la barranca opuesta. Al instante volvió a aparecer,

deteniéndose al borde del puente. Desde allí, con vozarrón de animador de

kermesse anunció:

— ¡Y ahora, se-ño-ras y se-ño-res, da-mas y ca-ba-lle-ros, niños también!

La gran atracción del circo-teatro de los Her-ma-nos Sa-rras-tís: el gran-dio-

so, el Co-lo-sal, el ú-ni-co... Walter Broters ¡el temerario!, en su increíble, in-

far-tan-te, ¡nun-ca vis-to!: cruce del alambre ¡sin red!—. Y alzó los brazos en

un saludo de apoteosis, desatendió por un segundo a la multitud para enviar

un personalizado saludo hacia Atilio, quien mientras tanto buscaba

ascender al nivel del camino. Pinela dio el impulso inicial y necesario para

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que la bicicleta vuelva a atravesar por uno de los quebrachos el pequeño

abismo, abismito de entrecasa.

— ¡Cuidaadooo...! —balbuceó Atilio, a pesar de que era inútil todo

intento de reparo o detención.

Nuevamente el acróbata estaba frente al alambre, el público se

hundía en su silencio expectante, cuando el locutor anunció:

— ¡¡Y ahora, la prue-ba fi-nal!! ¡El grandioso, el increíble Walter Broters

hará su cruce a ciegas! ¡Cruce del alambre, sin red y ¡¡a ciegas!! —y reventó

la fanfarria sonando su música criolla de tensión y tragedia.

Pinela, con sus manoplas, desenrolló una especie de bonete rojo y

cubrió completamente su teste, tapándose el rostro. Gesticuló

expresivamente mostrando que nada le era posible percibir por sus ojos, y

una vez más salió hacia adelante, en otro cruce perfecto.

Desde la otra orilla, una vez llegado, quitóse el gorro, agradeció con

modulados gestos los aplausos de un público entusiasta, y anunció:

— ¡Más finalmente todavía, el gran Walter Broters, en homenaje a la

visita especial que nos hace el jefe de correos del país, don Atilio Moreno,

efectuará su cru-ce mor-tal con pe-li-gro de muer-te!! ¡¡¡El cruce de alambre

con saltoo alll vaacíooo!!! El gran Walter Broters saltará al vacío permitiendo

que su rodado llegue sin conductor hasta el otro extremo del alambre y así,

máquina y hombre salvarán sus vidas!!! Pedimos por favor concentración y

silencio al respetable público... porque cualquier ruidito podría molestar al

gran Walter Broters...

Se intranquilizó más aún Atilio, porque nunca antes había visto esa

prueba y ni imaginaba qué podría llegar a hacer Pinela con su herramienta

Eduardo H. Paganini

de trabajo; por las dudas se acercó hasta el camino y aguardó lo que

vendría.

Pinela inspiró tres veces con magistral aparatosidad, secó sus manos e

impulsó la bicicleta hacia el cruce terrible. Pero esta oportunidad, en vez de

concluirlo normalmente como en las otras veces, se puso de pie sobre los

pedales en la mitad del trayecto, con una rapidez eléctrica saltó de cabeza

hacia el agua, impulsando con las piernas el vehículo hasta la orilla donde

fue recibido por un casi obnubilado Atilio, que no sabía bien a quién

atender primero: si a la máquina bamboleante sin hombre o si al hombre

sumergiéndose sin máquina.

Rápido se calmó Atilio al comprobar que de entre las removidas aguas

emergía un Pinela o un gran Walter empapado, barroso y radiante de

heroísmo.

— Ahora parezco un bagre, parezco ¿eh?

— Me parece que vos estás medio loco, Pinela —rió Atilio sanamente,

mientras extendía su brazo para que el otro saliera del resbaladizo cauce. El

último tirón posibilitó que Pinela fuera extraído de la orilla líquida, pero hizo

caer de espaldas al joven. Las carcajadas de ambos caídos, uno de traste

en los yuyos y él otro de panza en el barro, fueron el saldo de la función

circense.

Pinela, repentinamente se puso serio, se sentó, enjugó su barbado

rostro y con el ceño adusto dijo como para sí:

— ¡Uh! Hacía mucho que no me reía... Ya no me río de nada... Ya...

Hasta a veces me olvido que puedo reír... Hacía tanto que no me reía.

Además que como siempre ando solo, si me río, no va a faltar el que diga:

ése se ríe solo, ése está loco. ¡Qué me importa que ando solo! Si ya ni me

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acuerdo que ando solo... —ablandó la mirada y enfocando hacia Atilio

concluyó—. Pero si todos fueran amigos como vos...

El muchacho, que apenas había oído el susurro de Pinela, se incorporó

y sacudió su dolorida espalda, afelpada de pastos secos:

— ¡Uy uy uy! Estaba durito el piso… Cómo me quedó la bisagra. Bueno,

Pinela, me tengo que ir yendo… Todavía tengo para rato, vamos para

arriba.

Ascendieron entre carcajadas y bromas hasta el camino, donde yacía

la bicicleta. Atilio la recogió del suelo y la puso en manos de Pinela,

advirtiendo:

— ¡Tengamelá! No subás otra vez que ya hiciste el show... Esperáme

acá que voy a buscar la bolsa y las zapatillas.

Rígido en su postura, fiel a la consigna, el loco clamó hacia el bajo

donde estaba Atilio:

— Si pasás por la estación, decíle a don Virginio que me mande yerba,

total a él se la dan gratis. Decíle que yo siempre lo voté a él, que no sea

cagador… decíle ¿eh?

— ¡¿Que lo votaste a él?!

— ¡Pst, no! Son macanas, …para que se afloje y mande la yerba!

— Está bien, yo le digo —contestó Atilio que ya estaba de regreso con

su equipo completo—, pero él te va a pedir de nuevo que le devuelvas el

mate que te prestó la vez pasada...

— Hummm... Cierto... —meditó Pinela—. Está bien. ¡Se lo devuelvo y

chau!, pero que me mande yerba ¿eh? —y salió al trote zancudo hasta unos

Eduardo H. Paganini

matorrales próximos de donde surgió al rato con un opaco porongo ocre.—

Tomá. Pero que me mande yerba ¿eh? Daseló.

— ¿Y por qué ahora se lo devolvés tan pronto? —interrogó el

muchacho, intrigado por la rápida concesión, consciente de las mañas

urraqueras del linyera y de las reiteradas negativas a esa devolución.— Si lo

devolvés, no vas a poder tomar mate, y la yerba...

— No tomaré mate, pero con la yerba me hago un yerbeadito… en

cambio con esto no hago ni un caldo ¿eh? Tomá daseló. No soy tan gil,

viejo, ¿eh?

Atilio inició su retirada, apabullado por la lógica contundente de

Pinela.

— Chau, Pinela —saludó subiendo a la bicicleta una vez traspuesto el

puente: no era cosa de imitar al amigo y venirse abajo.

— Chau Atilio! Vení mañana vení ¿eh? —y quedó su figura endurecida

como centinela del puente, despidiéndose con la mirada.

— Bueno, tengo mucho que hacer! —se dijo al rato y volvió a

transmutarse en el paisaje.

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III

El camino se volvió recta absoluta. Alejadora y llevadera. Mermó la

arboleda, el cielo, el campo. Paredes, cercos, tranqueras; ese umbral

inefable que recorta el espacio y prefigura el pueblo. La naturaleza se

mixtura con la civilización. La tierra se hace ladrillo; el cielo, ventanal; la

pradera, jardín; el pájaro, jaula.

Al poco tiempo de andar, el camino se hizo calle. Pasó al lado de

algunos cuadrados de cemento gris: las primeras casas del pueblo. Bordeó

la ligustrina de la quinta de los Tapia, giró en la esquina y ya estuvo en la

calle que a las pocas cuadras lo llevó hasta un portal con vidrieras, en cuyas

jambas se leía en grandes letras doradas “TIENDAS HAKIM E HIJOS”. Ahí detuvo

su vehículo, y penetró en el local. Al ingresar, debió entrecerrar los párpados

para acostumbrar su visión al umbrío sitio. Si bien no podía captar detalles,

su olfato le confirmaba que estaba en la tienda del turco: sólo allí el aire

estaba tan misteriosamente impregnado de aprestos y esencias.

— Buan día, Adilia —saludó el viejo Hakim, que se descubrió detrás de

la caja y de sus bigotazos manubrio. El recibimiento en esa media lengua

concluyó por orientar, al cartero dentro del local:

— ¡Ah! estaba ahí…

— ¿Qué basa? ¿Diene carda bara mí hoy?

— No, don Hakim, no hay carta. Por ahora lo único suyo fue la boleta

que le traje ayer... la del impuesto...

— ¡Bah! Menas mal, desde hace meses sólo imbuestas y más imbuestas

para don Hakim. ¡Ahhhhh! —gimió escandalosamente dolorido. — ¡Pero!...

Basa, basa adentro muschacho. ¿Qué drae a vos por agá, Adilia?

Eduardo H. Paganini

A pesar del acostumbramiento, Atilio aún no recibía con comodidad

las frases del tendero, por lo que debía esforzarse para interpretarlo.

— ¿Eh? ¡Ah! Sí... manda decir el comisario que necesita dos docenas

de botones para casacas... y también dice que los anote, que cuando

reciba partida le va a pagar.

— Cuando tenga bardida, bardida... ¡Ja! Ya van gomo ocha bardidas

que debe esa comisaria... ¡Comisaria Garbincha! Manguera... —se le

dilataban las venas del cuello—. ¿De qué color guiere vos botonas?

— Y... ¡azules!

— ¿Botonas azules bara comisaria? Jue... Jue... ¡Esa sí que está buena,

sché! Justo botonás azules...

El hombrón se alzó trabajosamente y revisó entre los estantes vidriados

del escaparate. Al rato regresó con una cajuela en las manos, que depositó

sobre el mostrador. Luego manoteó una sillita de mimbre y paja donde

acomodó su corporeidad, y con un movimiento circular de la mano

comenzó a hablar con tono francamente paternal:

— Adilia... vos sos greoyo (criollo)... bero vos me regüerdas a Ibn Vani

allá en Líbano... Años y años adrás... Él era más gorpulenta, pero tenía

mismos ojos tuyos. Yo era su amigo... ¡los dos éramos mucha amigos! Él era

joven trabajador ayudando su familia, trabajaba cuero. Acá eso se dice

te—la—bar—te—ra, o algo así... Yo también joven drabajador para ayudar

mis padres y hermanas, yo hacía quesos en fábriga de mi pueblo.., buena

quesos, Adilia!: sanos, caseras, ¡nada de esa químiga que ponen ahora!

Queso natural, cuajado con tiempo. Trabajábamos hasta seis, siete de la

tarde. Allá sol es grande... pega con todo. A esa hora luz es mucha todavía.

De salida del trabaja, todos los días nos encontrábamos con Ibn Vani en

bosque cergana a pueblo. Allá jugábamos a trepar cedros, a correr, y

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charlábamos, charlábamos… me confesaba su nueva novia, o

comentábamos la última paliza que nos habían dada por alguna

dravesura... ¡Qué linda recuerdos tengo yo del Líbano en esa époga, Adilia!

La misma mano que había hecho el movimiento conjurante al inicio de

las palabras, ahora llegaba hasta la frente amplia y rugosa, se deslizaba

opresoramente sobre la piel desde el negro entrecejo hasta el occipucio

calvo. El turco Hakim se dejó ganar el ánimo por la melancolía, según lo

expresaba el cambio de su mirada, de su tono de voz, que con mayor

gravedad y entrecortadamente agregó:

— Bero… un día hubo revueltas.., gente nerviosa por calles, mugueres

corrían, lloraban y corrían.., me agüerdo que había nena llorando,

abandonada, solita... Todo pueblo denía terror... ¿sabes por qué? ¡Venía

durco! ¡Sanguinaria! ¡Gaballería durco, Adilia! No sabes lo que puede ser...

Alfanje en alta, corta gabeza acá, corta gabeza allá, corta... corta... ¡Ah!

Turco herejes...!

Hizo un breve alto, tomó aire y con tono didáctico increpó a Atilio:

— Y ustedes acá dicen turco a nosotras los libaneses… ¡Adilia...! Está

mal llamada así libanés, durco es peor enemigo de libanés... Libanés es

guente gristiana, turco no... ¿gomprendes?

La mano de Hakim llegó hasta la barbilla para darse un rápido frote

masajeador, y se dejó invadir otra vez por el dolor:

— ...Ibn Vani venía de fábriga a casa, sin sospechar nada de barulla

que había en pueblo, en camino del bosque lo asaltó la horda. Yo vi cuerpo

sin gabeza de Ibn Vani... ensangrentado contra un cedro... Yo mismo

sebulté su cuerpo y recé por su alma gristiana… ¿Sabes cosa? Adilia? Desde

ese momenta siempre me pregunta yo: ¿Por gué guerra, Adilia? ¿por gué?

¿por gué el gue guiere belear no belea él mismo solito, sino que manda otro,

Eduardo H. Paganini

y el que no guiere belear lo obligan a belear? Adilia, ¿vos sabes por gué la

guerra?

Hubo un segundo de silencio, un segundo pero muy tenso. Don Hakim

prosiguió su relato, calmada parcialmente su angustia:

—Ese día, Adilia, también juré que buscaría dierra de paz, de trabaga,

de gusticia... Levanté todas mis cosas y me fui... Y acá estoy... No es igual a

lo que soñé allá en Líbano, pero ya lo va a ser... todavía nos queda la

esperanza... Yo vine de govencito... Buerto de Buenas Aires es grande,

ciudad es más grande, ¡linda!. Pero mis barientes —que me habían traído—

vivían más adentra del país; brimera anduve por Mandoza, La Rioja,

Gatamarca, Salda... Ahora estoy en El Aguanillo y de acá no me sacan ni los

turcos. ¡Qué tal!

La guapeada le despertó el buen humor, llegó a la sonrisa para añadir:

— ¡Eh! Che, te estoy hablanda y vos estás ahí media muerto con

garganta reseca... ¡Zulma! —llamó hacia la trastienda—. Traé agua fresga

para Adilia que está calor...!

Al momento, una robusta mujer, cargada con la sensualidad potente

del oriente, alcanzó con regordeta mano una jarra de loza que transpiraba

frescor, el agua rebosante reflejaba fragmentariamente la escasa luz de los

portales lejanos. Al enfrentar al joven cartero, lo saludó con su profunda y

turbadora mirada de ojos negros. Con avidez Atilio apagó una de las dos

sedes que yacían en su cuerpo.

Vio perderse la carnosa figura de la mujer por entre cortinados y tules,

casi embobado. La pregunta del viejo Hakim lo quitó de ese arrobamiento,

sobresaltándolo:

— ¿Gué cosa trae por acá, Adilia, entonces, …si no hay carta?

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Donde cabe la esperanza

25

— ¿Eh? ¡Ah! Sí, sí... solamente lo de los botones para el Comisario.

— Buen, acá están y decíle que pague, que mande blatita, blatita

fresca quiere Hakim, decíle.

— Cómo no! Don Hakim, si no ordena otra cosa me voy, que todavía

tengo para rato —y se puso de pie Atilio, recogiendo el paquete de

botones.

— Asberá un momentita, mira no tengo cambio, dile al gayega del almacén

que te dea cambio de un peso. Toma, acá está billeta. ¡No vayas a berderla,

Adilia!

— Pst! ¡Favor! —exclamó el cartero, orgulloso por la confianza que le confería

Hakim, el más receloso mercader de El Aguanillo, más que un mandado, un

recado, era toda una ceremonia de consagración. Tomó el billete, lo dobló con

cuidado y con inusual precaución lo guardó en el bolsillo de su saca. —Después

del recorrido se lo traigo?

— No. Mejor dile a gayega que mande cambio rápido.

— Bueh. Hasta luego don Hakim —y atravesando el umbral, lo recibió el

violento resplandor de las diez de la mañana.

Tintinearon los botones en la caja, donde los colocara Hakim, al iniciar el

pedaleo por la calle empedrada.

— Chau, muschacho —se despidió el tendero, que había salido hasta la

puerta para acompañar con la vista la partida de Atilio.

La transparencia del sol en la vereda lo movió a quedarse allí por un buen

rato.

Eduardo H. Paganini

Page 14: Donde cabe la esperanza de eduardo paganini

Donde cabe la esperanza

27

IV

Atilio dobló en la esquina hacia la derecha, saludó con el brazo en alto al viejo

Checho, quien con el preventivo tarro de veneno en la mano buscaba el hormiguero

de turno que atentare contra sus rosales.

¡El viejo Checho! ¡Cuánto hacía que no lo escuchaba cantar en alguna

guitarreada!

Ya estaba en pleno pueblo. El Aguanillo. Pueblo criollo como tantos. Plaza al

centro. Damero. Ejido. Plantas bajas. Un arroyo tangente. El hilo invisible de una Historia

que enhebra destinos sin cesar. El Aguanillo, un pueblo que yace como testimonio de lo

que se quiso ser y como ofrenda de lo que pudo haber sido. Un signo espacial de idas,

altos y retrocesos; un ramal pleno de vías muertas que persiste en seguir uniendo, o

viviendo. El Aguanillo: un reloj sin agujas, un presagio del pasado, una nostalgia

actualizada y presente; un grano en la llanura, purulento de casas, vidas y muertos.

Atilio cruzó la ruta, único asfalto del pueblo; desde un sulky, a sus espaldas, lo

saludaron a viva voz:

— ¡Atilioo!

Al ratito, las manchas de aceite negro en el suelo y de pintura multicolor en las

paredes certificaban que había llegado a lo de Puchito, el mecánico del pueblo, valor

local del T.C., del Turismo de Carretera. Desde la boca del taller, Atilio gritó mientras se

acercaba a la manga de aire comprimido:

— ¡Hola! Te uso el aire, Pucho!

Desde las fauces entreabiertas de un viejo tractor Someca, próximo a tragarse al

dueño del taller, le contestaron:

Eduardo H. Paganini

— Dale nomás tranquilo, ¡che!

Una llave pegó con bronca contra la tapa de cilindros, al tiempo que Puchito

recobraba la vertical y salía de la aparente trampa.

—No hay caso, viejo —dijo, limpiándose las manos con estopa. Cuando hay

problema de electricidad se me complica todo...

Atilio llegaba él, satisfecho de su rueda delantera recién inflada:

— ¡Ya está! Ahora sí... ¿Cómo anda esa máquina infernal? — apuntó con la mirada

a un grueso Ford ‘47 que descansaba en un rincón.

— ¡¡Ahh!! ¡El Liebre II! Lo estoy dejando al pelo... Vení, vení a ver qué motorazo

fenómeno! ¡¡Fijáte, qué fierro!! —y en tanto golpeaba con el puño las partes más duras—

. Mirá, ocho cilindros en “ve”, viejito. Decíme si no es una barbaridad de máquina,

decíme. Claro que todo se lo tuve que hacer de nuevo, a cero, porque si no con el

motor original no levantaba más de ochenta, ni llegábamo al puentecito, ni llegábamo.

¿Ves acá? Este es otro invento mío de los que hago yo... acá se engancha el alambre

del embraye con el cable del acilerador. Así, ¿ves? Cuando lo embragás, te corta la

alimentación de nasta al motor. ¡Ahorrás combustible una barbaridá...! Y en los

rebajes… ¡matás a lo loco, matás! Vez pasada lo saqué a varear un cacho, si lo vieras...!

Llegué hasta Pampa del Escuerzo en menos de una hora... ¡Loco!

Bajó el capot del auto, luego de su exaltada demostración, y preguntó:

— ¿Trajiste carta, che?

Atilio no pudo más que mover su cabeza negativamente, no tuvo suficiente coraje

como para emitir el “no”: sabía que cada día sin carta para Puchito era una jornada

más que postergaba alguno de sus sueños.

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Donde cabe la esperanza

29

— Bueh. Ya va a llegar. ‘Stoy seguro de que los de la For cuando sepan el invento

este que hice, me van a llamar. ¡Seguro che! Yo les escribí con los planos en... ¿junio?...

¿abril?... Ya me van a contestar...

Atilio se acercó hasta la puerta del taller, deseando alejarse de ese auto y extraer

del tema a Puchito. Apuntó al tractor, que todavía bostezaba en el playón:

— Parece viejo ese artefacto...

— ¿Viejo? ¡Uh! ¡Viejísimo! Y para colmo tiene un corto circuito de la gran siete... ¡Y

para peor, no doy pie con bola! Hacéme una gauchada: cuando pasés por la escuela

decíle al maestro que me lo deje venir a Gilito, es pa’ laburar ¿sabés? ¡No hay nada que

hacé, viejo!, ese pibe es bárbaro pa’ la electricidá. ¡Tiene una pacencia…! ¡Lo vieras!

Agarra lo cablecito, uno por uno... lo desenrolla, lo marca, lo dibuja todo en un papel...

Te hace lo circuito, te hace; uno a uno... ¡Qué pacencia, che! ¡No hay con qué darle!

Hacéme esa gauchada, ¿queré? Decíle que lo deje vení, si no de acá no salgo ni loco,

y ya estoy bastante atrasado con el laburo...

— Está bien, Pucho, yo le digo, pero antes de irme te tengo que pedir un poco de

grasa para la Tere.

— ¡¿Para la Tere?! ¡¿Se le dio por lo fierro a la solterona?!

— ¡Pará che...!

— Pero... y para qué quiere la Tere grasa?

—...Es para las máquinas de escribir que están medio duras... ¡Dále, poné un poco

en algún tachito y dámelo!

— ¡Ah! Para máquinas de escribir... Creí que me iba a hacer la competencia la

solterona... Esperáte un cacho que te doy la grafitada que para eso es mejor —. Tomó

un tarrito de tornillos, vació el contenido y con la uña del pulgar como cucharoncito lo

llenó de grasa; colocó la tapita y envolvió prolijamente el frasco, agregando:

Eduardo H. Paganini

— Decíle a la Tere que ahora me rebaje algunos mangos del impuesto.

— ¡Ja! ¡Cómo si dependiera de ella!—replicó Atilio que ya guardaba en su saca el

paquete, y enfilando con su bicicleta restablecida hacia la calle—. Chau, Puchito,

hasta mañana!

El mecánico salió hasta el playón, se quitó el gorro y saludó al muchacho que ya

iba pedal y pedal ganando distancia:

— Chau Atilio ¡Mandameló a Gilito! ¡¡No te olvidé!!

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Donde cabe la esperanza

31

V

Con sus ruedas plenas de aire, la bicicleta se hizo más ligera. Las maniobras más

seguras y fáciles. Más tenso el fragor del avance, pero más contundente la voluntad de

la marcha. El percherón se había transformado en flete parejero. El asfalto permitía

acceder a la noción del vértigo, sensación imposible e inexistente hasta entonces: en la

tierra y sin aire en la cubierta.

— ¡Ah Pinela! ¡La que te estás perdiendo! —exclamó Atilio exultante en su rodado,

a toda velocidad por la ruta.

El aire era viento, y el viento era frescor en la cara y los pulmones.

Llegó al paso a nivel y al atravesar las vías con sus marcados desniveles sintió en el

cimbronazo del cuerpo que la velocidad había sido excesiva para esas ruedas duras. Un

dolor en el coxis le recordó la temprana caída a orillas del río.

Una vez cruzado el paso, salió de la ruta bajando hacia la izquierda, y bordeó las

vías hasta llegar a un montecito de eucaliptos, debajo del cual había una casilla de

chapa y madera. A su lado, un talud rectangular que limitaba con el trazado ferroviario.

Un cartelón de maderas pintadas de negro contenía unas letras blancas que decían: “E

. ·GUANIL .O”. Es la estación de trenes del pueblo y su destartalado cartel. En ella vive, y

vigila, don Virginio, ex intendente de facto de la comuna aguanillense, hoy reducido a

humilde servidor público, recluido en un exilio moral.

El cuadro estación era otro testimonio de lo que debería haber sido y no fue: palos

de algarrobo, que se resistían a caer, indicaban los restos de aquellos amplios corrales

para hacienda, ahora abandonados y vacios; cascarones de mampostería mostraban

dónde se habían erigido los galpones y casillas de talleres, usina, pañol, administración…

Sólo la casilla del jefe de estación, por los tachos con malvones y helechos pululantes y

regados, manifestaba vida en ese rectángulo de polvo entalcado.

Eduardo H. Paganini

Habiendo detectado la llegada, don Virginio salió a la puerta a recibir a Atilio:

— ¡Muy buenos días, joven compatriota! — saludó efusivamente el hombre desde

el umbral de la casilla, como si lo estuviera haciendo desde un estrado cívico.

— ¿Qué tal don Virginio?

Con tono politiqueramente retórico, el hombre arrancó:

— ¡Aquí estóy! De pié, y afrontándo el péso irrevocable de las circunstáncias, que

me llévan a este ostracismo estóico, en el que me veo sumergído, por la acción innóble

de la antipátria y la desconsideración... Péroo, jóven correligionário, prónto llegará la

hóra de los puéblos y de las justícias históricas!

— ¡¡Bravo!! ¡¡Bravo!! —aplaudió convencionalmente Atilio, que ya conocía de

antemano la singular efusividad oratoria del ferroviario.

— ¡Gracias, gracias compañeros! ¡Muchas gracias! —gesticuló agradecido el

hombre público, llevando su diestra hacia el corazón e inclinándose modestamente

hacia adelante.

De súbito, alzó ambos brazos hacia el cielo, y blanqueando los ojos, inició otra

hemorragia verbal:

— ¡Atención camaradas! ¡Atención! El peligro está cerca. El pulpo sangriento nos

invade en cada uno de nuestros puestos de lucha y en cada una de nuestras trincheras

de vanguardia...

— Tengo algo para usted, don Virginio —interrumpió Atilio que sabía casi de

memoria cada una de las palabras con la justa modulación de los discursos del ex—

funcionario. Y se acercó hacia la casilla blandiendo el mate que había rescatado de las

manías de Pinela.

— ¡Oh! ¡Mi viejo mate galleta! —casi lagrimeó don Virginio.

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Donde cabe la esperanza

33

—Pasá, pasá, compatriota. Contáme cómo lo conseguiste. ¡Yo ya lo daba por

perdido!— y mientras lo contemplaba recitó:

— “Mi viejo mate galleta

qué pena me dio perderte,

qué mano tronchó tu suerte

tal vez la mano del tiempo,

si hasta creí que eras eterno

nunca imaginé tu muerte.

En tu pancita verdosa

cuantos paisajes miré,

cuántos versos hilvané,

mientras gozaba tu amargo.

Cuántas veces te hice largo

y vos sabías por qué...”1

El interior de la casilla era un cuadrado sobrio, con una ventana que enfocaba

hacia las vías. Junto a ella, una mesa recibía el apoyo del telégrafo, un tablero de

ajedrez con algunas piezas distribuidas, dos gruesos libracos llenos de polvo, un

talonario. Un calentador eléctrico y una jarra sobre él.

Atilio sacó al hombre de su éxtasis, aclarando:

— El mate se lo pude traer porque hice un trueque en su nombre, un pequeño

atrevimiento pero muy táctico...

1 Letra de una canción de Pinela, inscripta en SADAIC por un tal Larrande o Larralde, José.

Eduardo H. Paganini

— ¿Cómo es eso?

— Pinela sólo pide a cambio del poronguito un poco de yerba. Nada más. Como

me pareció un buen negocio, se lo prometí... ¿Hice mal?

— ¡Hmmm!... ¡No! —dictaminó don Virginio luego de un breve balance. — Está

bien… total: yo tengo yerba para rato, y sin éste no puedo cebar los amargos que a mí

me gustan. ¡Ya me estaba cansando de tanto mate cocido!

— Al pobre Pinela le va a venir bien el canje, don Virginio. Si viera lo flaco que

está... Se ve que está hambreado el hombre.

— ¡Bah! A ése lo conozco bien. Una vez, fue candidato a concejal por el Partido

Socialista Unificado... ¡Anarquistas! ¡Rojos! Sacaron 18 votos, ¡eran 21 en la boleta y

tenían 35 afiliados!! ¡¡Ja!! Ni ellos se votaron… ¡Lindo partido!

Ante el peligro de un inminente retorno a la retórica partidaria Atilio desvió

hábilmente el hilo de la conversación:

— ¿Funciona el telégrafo ese?

— ¡Ahá! Claro que sus mensajes son muy aburridos... Tres veces por semana me

avisa desde Algarrobo Blanco que el carguero para Monte de Julio pasa con dos horas

y treinta y cinco minutos de retraso. Para lo único interesante que lo uso, esa para jugar

al ajedrez con el jefe de estación de Pampa del Escuerzo. Mirá, sin ir más lejos: acá está

la partida que estamos desarrollando en este momento, las blancas son mías y juega él.

Estoy esperando que me conteste. Me parece que si juega alfil siete para amenazarme

la torre en dos caballo, le avanzo el peón a sexta, toma la torre, no me importa, la

sacrifico porque avanzo y tengo el peón en séptima, próximo a coronar, y no lo para ni

con un revólver... ¿Qué te parece?

Atilio enfrentó al tablero unos minutos, sus ojos iban y venia por los escaques

bicolores, hasta que dictaminó:

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Donde cabe la esperanza

35

—...Creo que va a jugar caballo cinco torre...

— ¡¿Eh?! ¿Caballo cinco torre? —reaccionó sorprendido don Virginio.— A ver,

corréte, corréte... caballo... cinco… torre... ¡Amenaza la dama! ¡¡Uy!! ¿¡Cómo no lo vi!? A

ver... si caballo cinco torre… yo puedo llevar mi dama a dos rey..., pero él sigue con

caballo... No. Dos rey no. Veamos...

Con sigilo, en silencio extremo, sin interrumpir las especulaciones lúdicas y bélicas

de don Virginio, Atilio tomó un paquete de yerba del armario, concretando el trueque, y

salió hasta donde su bicicleta.

Acomodó sus bártulos y partió, aliviado.

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

37

VI

Pedaleando con fuerzas para sobreponerse a la leve cuesta arriba, Atilio retomó el

camino hasta la ruta.

Próximo al mediodía el sol brillaba en plenitud. Rebotaba irisadamente en cada

reflejo de arbustos y árboles. La tierra reseca evaporaba un impalpable polvillo

blancuzco que coagulaba el aire en una miel translucida y volátil.

El cartero cruzó el asfalto y continuó por una calleja que viboreaba hasta un

rancho orlado con el escudo provincial y un cartelón: DESTACAMENTO DE POLICÍA.

El edificio dominaba la comarca desde esa escasa elevación del terreno donde se

había erigido la construcción. La luz, intensa desde el cenit, generaba potentes sombras

bajo aleros y ramada. Y comenzaba a arder el aire, por eso la sombra era un retazo de

la fresca matinal.

Un caminito de lajas llevaba hasta el fondo del predio, donde el Comisario —el

“Carpincho” para los pobladores del pago— bombeaba agua.

— Salú, Atilio —había exclamado el policía, ni bien vio la bicicleta.

— ¿Cómo le va ‘comesario’?

— Aquí estoy, por empezar el guisao —y mostró la cazuela donde flotaban algunas

legumbres.

— ¡Ta güeno! —se acercó el muchacho. Tendió el brazo en un saludo formal y se

remojó la nuca con el agua fresca recién bombeada.

En un rincón del patio, la silueta estática de un burro le llamó la atención, y

preguntó:

— ¿Y ése?

Eduardo H. Paganini

— Lo han encontrado pastoriando en el cementerio. Algún desorejao ha créido

ver en este pobre bicho a la Mulánima. ¡Pobre animal!... y mientras sepamos más de él,

lo tenemos detenío en averiguación de antecedentes —rió el hombrazo para su

adentros, espiando de reojo la reacción de Atilio, sabedor que no se quedaba atrás en

las chanzas criollas.

El muchacho supo devolver la chuceada con maestría:

— ¡Uh! Peligroso ha de ser... cuando se hace el manso y todavía no se ha dado a

conocer, ¿no?

Las carcajadas de ambos chocaron en el aire caldeado del mediodía. Los dientes

del Comisario, de alguna manera culpables de su mote, brillaron nítidos al reflejo de luz

alegre.

El Carpincho terminó apoyando la olla en una mesa auxiliar, cercana a la bomba

de agua. Sobre su tabla inició una meticulosa labor culinaria: con un afilado facón

transformaba en rodajas o cubos cada uno de los vegetales que se apilaban en un

colador: zanahoria, camote, cebolla, ajo porro, zapallito. Paralelamente proseguía la

charla amable con su personal tonalidad de voz; impetuosa y estridente, típica del

hombre de llano acostumbrado a hablar a la distancia.

— Alguna cosa rara había pasado, desde el momento que nadie viene a reclamar

a este burro. Pa’ mí que hubo algún abigeato en la zona, que entuavía naides protestó,

y este bicho les habrá molestado a los cuatreros para la disparada...

Después de conversar un rato más, el cartero recordó:

— Le traje su mandado, Comisario —y fue a su bicicleta, desde donde regresó con

la saca al hombro. Apoyó la bolsa en la mesa del patio y buscó prolijamente el paquete

enviado por el turco Hakim.

— Acá están los botones que me pidió la otra vuelta. Dice Hakim que cuando

pueda...

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39

— Sí, ya sé... que se los pague... ¡Ya le conozco el cantito! ¡Qué turco llorón…! Si se

me hace mucho el loco, le voy a tener que clausurar el quilombo... ¡Qué se ha créido!

El comentario del Comisario provocó que automáticamente la mirada de Zulma

asaltara la mente del muchacho, un leve escalofrío le recorrió la pelvis.

El Carpincho entró al rancho para guardar la caja de botones mientras Atilio se

preparaba para continuar su viaje, colgando el bolso en el vehículo, ahora

empuñándolo como para seguir pedaleando.

Al compás del humo del guiso en marcha, que ya hervía en el braserito, el

Comisario invitó:

— Che, quedáte a comer que ya es la hora... Lo tengo a Cordobita preparando la

salsa...

— ¡Ah, a propósito! Menos mal, ¡ya me olvidaba! ... Me manda decirle el doctor

Trizato si no puede suspender la condena de Cordobita, porque en la sala hay mucha

vacunación, hoy hay campaña, y como Cordobita es el único enfermero que tiene...

— ¡Ja! Eso sí que está bueno! Y decíme che! ¿Lo pide en calidad de doctor de la

salita o de médico forense? Porque él es las dos cosas.

— ¡No, Comesario! Se lo pide como amigo nomás …para que le alivie el trabajo.

— Ahá. ¡Así me gusta! ¡Eso está güeno! Esperá un poco. ¡¡Recluso Alcibíades

Córdoba!! ¡Apresentesé!

— Ordene comesario —se cuadró una larguirucha figura, ojerosa, mal entrazada y

con un pelapapas en la mano.

— Le señalo por esta única vez —comenzó a recitarle el Comisario en un tono

engolado— que ha quedao usté extraditao es decir concluida la causal de su reclusión

motivada en la infrasión al articulo 198 incisos hache i y jota correspondientes, sobre

ebriedad y otras intoxicaciones. Se le comunica asimismo sin perjuicio que la esepción

Eduardo H. Paganini

legal ha lugar por la ineludible solicitú de las emergentes necesidades sanitarias.

Archívese y colaciónese —y volvió a espiar la reacción de su compinche de tramoyas,

adivinando ambos la respuesta del preso—enfermero

— ...Nu l’entendí, comesareo...

El estallido de carcajadas del Comisario y del cartero le permitió intuir a aquella

lombriz humana que ya estaba en libertad.

— Vení para acá Cordobita, firmáme el libro de novedades y te podés ir. Pero

desde ya te alvierto que como te andés mamando a vista y paciencia de todo el

mundo te traigo de güelta del fundillo! ¿Nos entendemos?

— Si me permite, comesareo, antes de quedar en libertad quisiera probar el guisito,

porque la salsa me está quedando buenaza...

Entre risas y chanzas por la ocurrencia del enfermero, se fue alejando el cartero del

rancho policial, a pedaleo firme. Su estómago había sido estimulado con la cocción del

guiso y ahora era un ávido motor que lo empujaba velozmente hacia el almacén,

próxima posta de Atilio, donde con total seguridad iba a ser bienvenido. Sobre todo a

esa hora: la del almuerzo.

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41

VII

Ahora, vehículo y conductor bordeaban un ancho camino de tierra, apisonada y

maltrecha por el paso reiterado de tropillas. Atilio eludía con harto arte las áreas más

afectadas, para lo cual estaba compelido a preseleccionar el itinerario. Hacía semanas

que no llovía y los terrones apelmazados oponían dura resistencia al rodar rectilíneo.

Para colmo de incomodidades, la vibración de los neumáticos repercutía seca e

hipadamente en el estómago hueco del cartero.

Nuevamente estaba envuelto por el campo. Más ralo, menos bucólico, y por

ende, menos sombreado. Aquí el calor bajaba desde el sol, pero también subía desde

el piso, una superficie arcillosa que refractaba y devolvía la temperatura recibida a lo

largo de la mañana. Las piernas del muchacho absorbían esa calda, humedeciéndose

de sudor.

A los pocos minutos alcanzó una inutilizada tranquera, siempre abierta, la sorteó y

accedió finalmente al patio de tierra del Almacén y Tienda de Ramos Generales de

Faustino Menéndez Gantes. En él, bajo la añeja sombra de dos paraísos-sombrilla en flor,

había la mesa de comensales, grueso maderamen de algarrobo, pulido por el uso,

sobre el que cuatro platos de loza piedra anunciaban la inminencia del yantar.

La escena estaba vacía, no vio personas en las proximidades, pero, ni bien se

distanció de su bicicleta apoyada en un murito de la entrada, el parloteo y el eco de

pullas le llegaron acompañando la aparición, desde el borde de la casa, del pulpero

con una fecunda cacerola en sus manazas, junto a dos paisanos laderos, que, atentos y

gentiles, aportaban a la colaboración el acarreo de panes caseros y botellas de vino

tinto.

Apenas el galaico almacenero dejó el recipiente humoso y renegrido en el tablón,

advirtió la presencia de Atilio y voceó con áspera voz y fuerte acento coruñés:

— ¡Albricias! Dichosos los ojos... Ven praquí, gazapo —y le tendió afectuosamente

ambos brazos que oprimieron los hombros del joven nunca tan zamarreado por cariño.

Eduardo H. Paganini

— Nu babría mellor hora praque llegases... ¡Acércate! ¡Acércate! —y cada

“acércate” va acompañada por una metálica palmada que sacude la espalda de

Atilio, y lo aproxima a la mesa.

El cartero, aún sonriente pese a la vehemencia de la recepción, sólo pudo saludar,

y muy débilmente, a los paisanos:

— Buenas...

— ¡Salú Atilio!

— ¿Qué tal, mocito?

El pulpero organizó el banquete:

— Mira, tu siéntate allí, que ia te traijo prato y vaso. Don Vito, oshté, ocupe esta silla

y dejemos esa banqueta pra mí y la Carmen, que así nus arrejlamos. Ahí, ahí oshté,

Telmo.

Y una vez efectuada la distribución geo—gastronómica, el hombre desapareció

por unos instantes, camino de la cocina. Ni tuvo ocasión Atilio de intercambiar palabras

con los criollos, que ya estaba de regreso el gallego, acompañado por su esposa,

delgada mujer de negros y largos vestidos, enjuto el rostro y gris la mirada.

— ¿Qué dices? —fue el breve saludo de Carmen hacia el recién llegado. La

ausencia de tensiones en su rostro tan poco expresivo le indicó a Atilio que era

bienvenido. Con firmeza y prontitud, la muller hundió un cucharón de madera en la

cacerola humeante, para remover lentamente el misterioso contenido, que burbujeaba

todavía en circular movimiento. ¡Los ojos de Atilio se redondeaban de tal modo!

La mujer levantó el brazo y extrajo el cacillo desbordabante de jugo rojizo y denso,

en su cuenco quedaba develado el enigma del contenido: allí se asomaban trozos de

amarillo zapallo, dócil cordero, rebanada zanahoria, papa desmenuzada, pululante

arroz, ruborizado cantimpalo. Y otros ingredientes, cuya identidad nunca conoceremos

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43

en pro del secreto profesional. Pero ya, a esa altura del cucharón o de las

circunstancias, Atilio no pudo continuar detenido por más tiempo en la contemplación

extática y abordó la acción: un ofrendado plato de la olla podrida llegó hasta su

pecho, y la batalla que inició contra él, cuchara en ristre, le exigieron la aplicación de

todas sus energías.

No podía discernir qué era lo que tanto le complacía al tragar cada cucharada, si

la sal a punto, la temperatura cobijante, el jugo casi ardoroso, el sabor silvestre de la

carne... De todos modos, no se detuvo a aclarar el punto. Comía con avidez y gran

concentración. Sabía que allí, a su alrededor, los comensales desarrollaban una nutrida

conversación en torno al rinde del maíz, al precio de un tordillo trotador vendido en los

corrales de don Elías Carpena, la cría de puercos en la Coruña comparada con la de

chanchos en El Aguanillo , el verdadero y original pelaje del caballo llamado moro,

anécdotas graciosas, como la de la tapa de pava caída dentro del jarro de vino y cuyo

tintineo hacía creer a los bebedores que el trozo de hielo permanecía sin derretirse

invitándolos a llenar nuevamente el contenido, la reciente aparición de la luz mala en

los fondos de la chacra de Balderrama.

Atilio hubiera deseado, por razones de buen gusto e inclusive por real interés en los

temas tratados, atender y, aún más, participar en la conversación, pero una intensa

fuerza interna lo destinaba a proseguir obsesivamente en su inclaudicable conducta

masticadora. Pero, muy a pesar suyo, el silencio que mantenía se interrumpió:

— ¡Hipp! ¡¡Brrpr!!

— ¡Buen provecho, jovenzuelo! —rió el pulpero y agregó—. Pensé que no ibas a

decir ná, ¡tanto parecía gustarte el platillo!

Las risotadas estridentes y desacompasadas de los gauchos encendieron las luces

de su rubor juvenil; sorprendido por el descuido de su estómago fermentador Atilio

explicó avergonzado:

Eduardo H. Paganini

— ¡Perdonenmé...! ¡Pero es que tenía mucha hambre...! — confesión humillada,

pero luego se rehízo y añadió—. ¡¡Y estaba tan rico!!

— ¡Valiente, hombre! En mi pueblo apelábamos de blando al que no eructaba a

lo menos cuatro veces después de comer…

— ¡Faustino! —reclamó compostura la mujer.

— ¡Oh, calla Carmen! ¿qué sabes tú de eructos? —y largó al aire su carcajada

vibrante y tentadora.

— ¿Voy a acercar la pava a las brasas para matear? —pidió autorización uno de

los paisanos.

— ¡Carallu! ¡Ya son las dos y media! ¡Ala! ¡Ala! Que tenju pendiente el pedido de

Gálvez. Vamos, Carmen. Seores, son sesenta y cinco centavos incluiendo la bebida. Tú

gazapo, déjalo, io me arrejlo, ya me pagas con alegrías de tu mocerío y con los

recados. Ah, casualmente, mira: si vas hasta el Registru, dile a la Tere que me devuelva

la pantalla de abanico que le habíamos emprestado los otros días, porque con estas

noches… ¡me ajarra una calor! —y esbozó un gesto de apesadumbramiento que

conmovió a los interlocutores.

— ¡Ta güeno! —afirmó el muchacho, en tanto buscaba un billete en su saca—

Dice el turco Hakim si puede mandarle cambio, que lo necesita. Tome el peso.

El almacenero tomó el papel en su manopla y quedó caviloso:

— mm... justo hoy tenju a Ramuncito en viaje... Nu sé cómo podría hacer...

— Si quiere, don Faustino, yo se lo alcanzo cuando regrese al pueblo... —se ofreció

Atilio.

— ¡Claru! Claru!, muchacho. Esu es. Llévaselo tú y explícale a ese inmijrante el

porqué la tardanza —llevó sus dedotes al bolsillo de la camisa de donde extrajo un

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Donde cabe la esperanza

45

puñado de monedas que contó cuidadosamente— ; cincu... diez... quince...

veinticincu... treinta...

Cuando concluyó, las entregó al chico y saludó:

— Puedes andar si quieres. Deja que io te invite la cumida de hoy, que ha sido un

gusto verte... masticar. ¡Ja! Y eso sin contar que eres funcionario público…

— Gracias, don Faustino, ¡Adiós Carmen! —gritó hacia la cocina—. Buenas —

cabeceó hacia los paisanos que ya cebaban su primer mate.

Eduardo H. Paganini

Page 24: Donde cabe la esperanza de eduardo paganini

Donde cabe la esperanza

47

VIII

Pájaro que comió... Pese a la resolana, a la olla podrida en químico proceso de

digestión, a la fiaca, ...voló.

Aunando bríos renovadores del espíritu, rosáceas las mejillas indicadoras de una

metabólica combustión, húmeda la frente merced a la abnegación laboral de las

glándulas sudoríparas, Atilio se sacudió y reinició el cotidiano pedaleo de su reparto.

La velocidad de desplazamiento que mantenía en esta etapa, había disminuido

sensiblemente, debido casi con total seguridad a esa cálida pesadez que nace

después del almuerzo, o tal vez porque la temperatura álgida del sol se abría en

plenitud.

Cuando la hilera de altos olmos lo abandonó en la calle y lo dejó sin sombra, el

muchacho llevó una mano al bolsillo trasero y extrajo su gorra oficial, que calzó

rápidamente y sin meneos.

Había ya cruzado la tranquera y retomado el camino salpicado de huellas,

bordeando nuevamente, con la dificultad que emergía del suelo variólico, el

alambrado que lo guiaba. Prontamente llegó hasta una esquina, una de esas esquinas

de campo: solamente un ángulo de alambre y madera que apuntan hacia el horizonte.

Allí terminaba el tendido de postes y comenzaba una pampa ondulante y brotada de

islotes arbóreos.

A campo traviesa, ondeando superficie, Atilio alcanzó sin fatigas un recodo detrás

del que, semioculta por un grupo de troncos cercanos, estaba la blanqueada escuela,

un antiguo tranvía en desuso.

Al aproximarse y pasar a su lado, entrevió por los ventanales a la única aula, casi

vacía, distribuidos los útiles en las mesas de trabajo. Curioso a raíz, del inusual silencio del

interior, se asomó y vio a una niña de largas trenzas, artesanales en su imbricación,

Eduardo H. Paganini

copiando de un libro en el pizarrón negro, al tiempo que otras cinco niñitas transcribían

ese texto en sus cuadernillos.

— Hola. ¿Y el maestro? —las interrumpió desde fuera Atilio.

La concentración en el trabajo era tal, que la ruptura del clima espantó a la

copista:

—¡Ay!! ... ¡Ah, sos vos...! me asustaste! Está ahí en gimnasia... —y apuntó hacia el

fondo de la casilla, hasta el campito. Luego se recompuso y largóse a reír con sus

compañeritas.— ¡Qué susto!...

Atilio bordeó el precario edificio y enfiló hacia el campo de Apolo. Al desembocar,

vio a una docena de purretes que corrían detrás de una magnética número cinco de

cuero. Entre los gritos enérgicos y los remolinos de polvo, se disputaba un cruento

partido de fútbol. Pero, su asombro creció al ver que el delantero, el “fóguar” como

decía Puchito, vehemente y decidido del ahora equipo atacante era el mismísimo

maestro. Y no lo estaba haciendo mal. Ahí iba el hombre: la cabeza en alto, alerta la

mirada, buscando la óptima perspectiva, ligero en su carrera, alados sus cascos,

buscando el callejón más breve y eficaz hacia la valla contraria. La defensa

contrincante, preocupada por la potencia penetrante del cañonero, vacila en cuál

táctica de contención aplicar; el prestigio y la trayectoria magistrales y, sobre todo, la

contundencia de los noventa kilos en movimiento, son argumentos incontrastables y

temibles.

Empero, ya cerca de lo que podría ser el área chica —si estuviera señalizado el

campo de juego— y cuando el raudo chuteador llegaba con pelota dominada a lo

que iba a ser ciertamente un destino de red, se cruzó temerariamente y al sesgo la

huesuda silueta de Manuel, que prolijo y escrupuloso de su propia integridad, con rígida

erección del empeine, trabó desde atrás a su querido e imparable —hasta ese

entonces— maestro, quien manoteó inútilmente algún milagroso asidero en el aire,

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enredó piernas y comenzó a tocar el piso de tierra desde sus rodillas vencidas hasta la

mejilla derecha, acompañada la caída por el retumbar estrepitoso del suelo.

Atilio, a la distancia, quedó estupefacto. Ataque, atacante y atacado lo

sorprendieron. Congeló sus movimientos por la violencia de la caída, pero en seguida

corrió hasta el hombre tendido.

Allí, en redor del Ícaro de entrecasa, un cumulo de chicos, mudos y asustados.

Manuel, arrepentido de su técnica, se acercó y trató de despertar al maestro,

aparentemente inerte:

— ¡Señor! —zamarreó con dulzura— ¡ Señor…! Fui yo... Si lo dejaba irse nos hacía el

gol... ¡ Señor...!

Un ojo inquisidor se abrió en el hombre y espió al interlocutor confeso. Frunció el

ceño y, sin mayores movimientos, preguntó:

— ¿Manuel...?

— Sí, señor... Fue sin querer... —y la manito del pibe quiso limpiar le mejilla terrosa

del maestro.

— ¡¡Atorrante!! — rápidamente rehabilitado y sin rencor, exclamó el hombre, que

se sentó en el piso y clamó— Penal, referí! ¡Penal!

Se puso de pie. Se deshizo del guardapolvo, o lo que quedaba de él y se acercó

hasta el cartero, saludando:

— Hola Atilio... ¿qué te parece el equipito que estoy formando?

— ¡Je! Está bueno, pero un poquito duro en la marca nomás... —rióse el cartero.

— Ustedes sigan un ratito más! Vení, Atilio, vamos a sentarnos a la sombra, que

estos bestias casi me matan.

Eduardo H. Paganini

Al pie de la pared de madera, había un tronco caído, donde tomaron asiento;

desde allí miraron en silencio un rato el fútbol de los chicos. El maestro se puso de pie, se

acercó al brocal del pozo y dejó caer un balde al interior, el agua explotó al romper su

disco. Al jalar de la soga para recoger el líquido, cantaron a dúo el chirrido de la

roldana y el gargarismo gutural del pozo. Al instante, Atilio recibía una jarra plena de

frescor. Bebió con gusto y se provocó un espasmo al volcarse el resto del contenido en

la base de la nuca.

Refrescado y animoso, Atilio cortó el silencio:

— ¿Lo estás ocupando a Gilito?

— Mirálo: es el arquero de mi equipo —señaló el maestro.

— Ahh... Bueh, nimporta!

— ¿Qué pasa, che? ¿Lo buscabas por algo?

— Es que el que lo necesitaba es Pucho, el del taller, para que le haga unos

trabajos de no sé qué con un tractor.

— ¡¿Tractor ?! ¡Increíble! —rió el hombre—. El mecánico necesita de un pibe para

arreglar un tractor... ¿En serio, che?

— Sí, y parece que el changuito se les trae con el tema.

— ¡Mirá vos! Parece tan distraído... ¡!Gilitoo!! ¡ Gilitoo!! Vení... Vos, Pelo, andá el

arco. Vení Gilito.

El niño se acercó al trote, bamboleando su flequillo.

— ¿Sí?

— ¿Vos sos mecánico? —interrogó seriamente el maestro.

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Donde cabe la esperanza

51

— Hmm… más o menos... —dudaron dos ojos escondidos entre el flequillo y las

ojeras.

— Pero... ¿sabés bien?

— Alguito... —concedió ahora el delgaducho ex—arquero.

— ¿Vos trabajás para Puchito? —prosiguió el interrogador

— Los sábados... Es para ayudar a la vieja, ¿vio? Pero los deberes los hago todos,

¡los hago!

— Ahá, escucháme: ¿copiaste las tareas de hoy?

— Psé... ya copié todo y me queda el mapa nada más... —alentándose y

recogiendo su rebelde flequillo.

— Bueno, veamos: falta hora y media para terminar el turno... —caviló el maestro—

. Mirá: Pucho te necesita, pero atendéme bien. Primero pasás por tu casa y le decís a tu

mamá que saliste de la escuela para un trabajo urgente. ¡Le avisás! ¿Eh? ¡Ojo! Después

te vas para el taller y decíle a Puchito que es la primera y última vez que pasa esto, ¡que

aprenda a arreglárselas solo! Ya es bastante grandulón...

— Pero si aprende.., me quedo sin laburo... —protestó débilmente Gilito.

— Además, le avisás a ese chupasangre que yo mismo voy ver cómo te paga. No

vaya a ser que tenga que fajarlo.

La heterodoxia del docente apabulló al chicuelo, que abrió tamaños ojos y salió

corriendo hasta la palizada en busca de su cabalgadura.

— ¡Je! —sonrió satisfecho el hombre. Golpeó sus muslos con las palmas abiertas y

pegó el grito— ¡Buenooo! Terminó el partido. ¡A lavarse! Tinco, traé la pelota. Allí alguien

se olvida una camisa...!

Eduardo H. Paganini

Ya de pie el maestro, giró contra el edificio y con el índice le marcó a Atilio un

precario cantero, diciéndole:

— Mira qué lástima los culandrillos... están aburridos... Lo que pasa, me parece, es

que tienen tierra muy arcillosa. ¿Vos vas para lo de Tacho?

— ¡Ahá!

— Decíle que me mande bosta.

— ¡¿Bosta?!

— Sí... para fertilizar la tierra. Me extraña viejito, ¡que no lo supieras!

— No... Yo decía, nomás... pero... ¿cómo la traigo?

— ¡Pero dale! No la vas a traer envuelta como para regalo, ¡che! Ya Tacho se

ocupará de eso...

Luego de una pausa agregó:

— Decíme, hablando de todo un poco, por casualidad: ¿no llegó carta para mí?

— No... ¡qué va...!

— Del Ministerio: ¿tampoco llegó nada?

Negó con la cabeza Atilio.

— ¡Qué bien!! Ya van ocho meses que estos hijunagransiete se olvidaron de esta

escuela y de su maestro...

El tropel de jugadores irrumpió en el patio de tierra, neutralizando la bronca

pedagógica, y penetraron ruidosamente en el aula. Al bochinche propio de la horda,

se sumaron las previsibles y acutísimas protestas de las chicas que trabajaban en el

interior, seguramente molestadas por los recién llegados, siempre atentos para las

fechorías.

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Donde cabe la esperanza

53

Impelido a intervenir, exigido por la estrepitosa aclamación, el maestro debió

suspender la charla con el cartero:

— Disculpáme, Atilio. ¡Chau! ... ¡A ver acá! ¿qué es lo que pasa? ¡Caramba, che!

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

55

IX

Salido de la escuela, había vuelto a tomar contacto con el riacho del pago, pero

ahora como a dos leguas aguas arriba del Puentecito de la leche.

Allí el terreno se hacía playo y monótono, una amplia costa areniscosa ladeaba el

hilo de agua. A pocos metros de ahí estaba la violenta curva del río, cuyos remolinos

anillados daban origen al nombre del pueblo. “El riacho epónimo” decía don Virginio en

sus discursos, parafraseando expresiones literarias más prestigiosas.

Circulando por allí, Atilio cortaba camino en su regreso al casco del pueblo. Las

ruedas se hundían de tanto en vez en el suelo frágil, pero la destreza del muchacho

superaba los escollos.

Pasó frente a un sauce solitario, orillero y sombreador. Fue la tentación en acto. A

su pie, el agua se explayaba en un remanso de mediana profundidad, y desde allí la

posibilidad de frescura y alivio fue un canto de sirena para nuestro Ulises

desencadenado. Dejó en el árbol melenudo la bicicleta, la saca y la ropa.

Con total intrepidez se zambulló en la olla. El líquido lo recibió con un chasquido

metálico. La piel de Atilio, expuesta y libre, era lubricada por el frescor del agua

corrediza. Tuvo la sensación de que sus poros limpios lograban una rápida

desintoxicación. Al salir a la orilla, los rayos de sol, que palpaban aterciopeladamente su

cuerpo desnudo, llevaron aquel bienestar a un clímax. Complacencia. Plenitud. Deleite.

Euforia.

— ¿...será esto la lujuria de la que habla el cura cuando viene al pueblo...? —se

interrogó a sí mismo Atilio, con total ingenuidad, que ya iniciaba su sentimiento de

culpa.

— ¡¡Pst, se me va a hacer tarde!!...

Eduardo H. Paganini

Ni bien se secó, ya estuvo pronto para la prosecución. Súbitamente la topografía

cambió de aspecto, las bandas amarillentas colindantes del río desaparecieron, el que

se vio bordeado por verdes orillas bien definidas e incipiente y graduadamente

barrancosas. Ya algunos álamos espaciados vibraban en sus bojas. A la distancia

vislumbró las casas del pueblito. En un yuchán (¿o samohú?) giró y encaró por una

senda transversal al cauce.

Rozó algunas casas, las primeras del pueblo por ese lado, pasó frente a la

magnífica iglesia, ocasionalmente clausurada, y al rato cruzó en diagonal la plaza

central. Atracó en la puerta de un frente decimonónico, en cuya altura podía leerse en

letras impresas en la misma mampostería: OFICINAS FISCALES. Se perdió su figura en un

sombreado y estrecho zaguán.

Allí reinan la geometría y la escala de grises. Las paredes resultan invisibles al

visitante pues están ocultas por innumerables armarios que contienen innumerables

estantes con destartalados e innumerables biblioratos en cuyos interiores se pierden y se

ajan inútilmente numerables expedientes.

Ya adentro se enfrontó con un mostrador gris:

— Buenas, Tere.

— ¿Cómo está, joven Atilio? —respondió atildadamente una añeja dama de tono

administrativo, que surgía desde las torres de papel de un oscuro escritorio.

— Traje la correspondencia —exclamó orgulloso el cartero, colocando con gestos

desplegados la saca sobre la mesada, y plenamente satisfecho porque ahora sí

realizaba su función: ¡repartir la correspondencia!

— Ahá... veamos —calzó sus gafas la oficinista.

— Estos son los recibos de Rentas, para noviembre... —ofreció grandilocuente el

joven cartero, aunque sin suerte.

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Donde cabe la esperanza

57

— Pero Rentas atiende de ocho a doce horas.

— ¿Y?

— Que no voy a poder recibir.

— ¿Pero no es usted la encargada?

— Sí, pero en este horario me corresponde la atención de Mesa de Entradas de la

Municipalidad. Así que...

— ¿No se los puedo dejar hasta que se cumpla el horario aunque sea?

— Lo siento, pero las oficinas de Rentas están cerradas… Ahora sólo funciona la

Mesa de Entradas de la Municipalidad, no otra cosa! ¡Las normativas están para ser

cumplidas, por favor, señor cartero!

— ¿Por qué dice que están cerradas?, si ésta es la única sala del edificio —

argumentó tentativamente Atilio mientras señalaba con la mirada y ambas manos en

rededor del extenso galpón.

— No es éste un problema de salas ni lugares: quiero decir que no es el horario

para las gestiones de Rentas. Lamentablemente...

— ¡Bueh...! —se resignó y acató Atilio—. ¿Y, dígame Tere, ahora qué es lo que

funciona?

— La oficina municipal de Mesa de Entradas.

— ¡Qué pena! No tenga nada... Pero... ¿puedo dejarle los Boletines de la Dirección

Agraria?

— No!! Hoy es jueves y Dirección Agraria atiende lunes, miércoles y viernes en el

horario de 15 a 18 horas.

Eduardo H. Paganini

— Sonamos... —exclamó Atilio sin deseos de verse vencido, pero con paulatina

desazón en su ánimo—. A ver, aquí tengo... ¿Circulares del Instituto de Estadísticas?...

— No!! Martes y jueves de 10 a 13 horas.

—...Boletas de la Compañía de Servicios Administrativos de Previsión y Consumo?

— No!! Lunes y viernes, entre las 15 y las 18 y 30.

— ...¿Un pote de grasa...? — y Atilio sonrió para sí, pues creía haber tendido una

trampa y esperaba la automática negativa de la burócrata.

— ¡Ah! ¡Sí, eso sí! —aceptó más que rápidamente Tere.

— Pero, ¿cómo? ¿Esto es para la oficina municipal? —reclamó desilusionado Atilio,

al fallarle el ardid y el verse despojado del frasquito.

— Aquí hay una sola máquina de escribir... ¡Para todas las oficinas! Así que podés

entregarlo porque te lo recibo por Municipio. Gracias.

El joven cartero se esforzó para sobreponerse de tan frustrante experiencia y,

después de gruñir un saludo, huyó desalado del recinto.

Una vez afuera, recuperó su innato optimismo, que acrecentó al recordar que su

itinerario faltante era minino.

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Donde cabe la esperanza

59

X

Andando en pleno pueblo, comenzó a desplazarse de a pie, llevando ligeramente

con una mano su móvil. Al doblar la esquina se adentró por las callejuelas, alejándose

del núcleo urbano. A su encuentro, a media carrera, se le apareció el Turquito.

Aprovechó Atilio el encuentro y lo paró en seco para entregarle las monedas trocadas

con el pulpero:

— Pará, che! ¡Me venís al pelo! Tomá: este es el cambio que me pidió tu viejo,

Turqui.

El otro, sorprendido en plena velocidad, alejado del tema, expresó su confusión:

— ¿Cambio? ¡¿Qué cambio?!

— Es el peso que tu papá necesita en sencillo. Agarrálo y lleváselo. ...No te voy a

andar regalando guita! Andá, andá, Marom.

El Turqui, medio convencido y medio desconfiado, cerró la palma conteniendo las

chirolas, alzó los hombros y prosiguió su ruta.

Unos metros más allá, blanqueaba la pared frontal de la Sala de Primeros Auxilios.

En ella penetró Atilio y desembocó en una estancia reducida, donde una docena de

madres con sus hijos se alineaba calladamente. En el extremo de la hilera, el doctor

Trizato aplicaba el agujazo preventivo y llenaba el certificado. Al verlo a Atilio, el médico

dijo:

— ¡Pibe!! ¡Llegaste justo! Hacéme un favor: dame una mano con los certificados...

así puedo terminar más rápido... ¿querés?

Aceptó el cartero, tomando asiento en una banqueta, lapicera en mano para

redactar las constancias.

Eduardo H. Paganini

Silenciosamente trabajó allí durante varios minutos, largos y automáticos. Tomaba

una cartulina rosada y allí consignaba el nombre y apellido del pequeño vacunado,

datos que él —por su oficio— conocía casi perfectamente. Claro que a veces surgía

alguna duda

— ¿Este es el Lalo o el Buenaventura, doña?

— El Buenaventura. El Lalo está en la casa escribiendo... —responde la voz tenue

de doña Ita.

— Tito Rivero —escribió y repitió en alta voz Atilio, y entregó la tarjeta a la mujer.

Así largo rato entre llantos y nombres dictados pasaron varios minutos.

— Muy bien... ¿el último! exclamó el doctor Trizato mientras retiraba la aguja

mortificadora de un brazo flacuchito.

— Menos mal... —no pudo ocultar su alivio el muchacho.

Con un gesto, el doctor invitó a su colaborador a pasar a la sala continua donde

vivía y conservaba algunos pocos objetos rescatados de un largo pasado.

— Poné la pava para hacer un cafecito —ordenó sin estridencias el viejo, mientras

hurgaba entre los trastos del ropero. Al poco tiempo reapareció con un negro maletín

de reducido tamaño.

— Andá preparándolo, ¿sabés hacerlo, no? Ahí abajo de Melburn está el café.

Desconcertado Atilio indagó:

— ¿Melburn?...

— Sí, la calavera que está en el escritorio. El filtro está sobre el caparazón de

tortuga en el anaquel de arriba. ¿Lo ves? Calentá el agua, que en tanto te voy a hacer

escuchar un temita que compuse hace poco...

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Donde cabe la esperanza

61

Abrió el maletín y aparecieron las secciones de una flauta travesera, que fue

armando el médico-músico con devoción y minuciosidad. Afinó rápidamente el

instrumento e inició una serie de moduladas armonías, rítmicas y dinámicas, las que

movieron al joven oyente a seguir atento el compás con su cuerpo, balanceando la

cabeza.

El anciano se metamorfoseaba en un fauno a través de la magia que fluía como

líquido colorido desde su vara encantadora. Así prosiguió el hechizo auditivo a lo largo

de un lento café que Atilio bebió respetuosamente,

Concluida que fuera la pieza, Trizato interrogó:

— ¿Qué tal? ¿Te gustó?

— Mmm... Buenísimo. ¿Cómo se llama?

— No... —sonrió el compositor—, aún no le encontré título: mejor dicho, todavía no

surgió el título. Muchas veces lo último que aparece es el título... Y a veces, nunca... Sin

embargo la obra ya existe y tiene vida propia... Es como tener el hijo nacido y no estar

decidido sobre qué nombre se le va a poner, cómo se va a llamar... Parece cómico,

pero... —alcanzó el café que le servía Atilio y el gozo restablecedor brilló en sus córneas

al primer sorbo.— ¡Ahhh! ¡Qué bien viene un café después de tanto trabajo!... Como te

iba diciendo: aún no tiene título, lo único seguro por ahora es que está estructurado

sobre la base rítmica del huayno. ¿Oíste hablar de eso?

Como respuesta Atilio se puso a silbar el ritmo folklórico básico de la danza aludida,

lo cual alegró sobremanera al médico—músico.

Aprovechando la vacancia del instrumento, Atilio lo llevó a los labios, e imitando

posición y movimientos observados, vació sus pulmones reiteradamente por la

embocadura. Pero no logró sensibilizar al tubo metálico que yacía muerto entre sus

dedos.

Eduardo H. Paganini

— Es difícil, al principio —explicó, deseando tranquilizar, el doctor Trizato—. Cuando

yo empecé, hace de esto mucho más de lo que podés suponer, pasé como quince días

sopla y sopla, antes de sacarle un Do nítido a la flauta.

— Se ve que esto no es para mí —abandonó el cartero y agregó—. Prefiero el

mate, que no sonará tan bien, pero por lo menos me llena la panza —y rió, pero pronto

calló su carcajada pues no fue acompañado en su algarabía por el doctor Trizato, que

lo miró serio y en silencio unos segundos para luego decir:

— En lo que vos decís hay dos cosas que me hicieron pensar. La primera, decís que

esto no es para vos; “la música no es para mí”, “no nací para tal cosa o tal otra”… Y

muchos piensan así, pero yo creo que no es cierto: todos nacimos para todo, con las

mismas posibilidades de expresión; pero no todos las desarrollamos y las enriquecemos

como debería ser... Es verdad que dotes de artistas tienen pocos, pero lo que te quiero

decir es que posibilidades de expresarse a través de formas estéticas tienen todos…

¿Estamos?

— ¡Ahá! ¿Y la segunda?

— ¡Ah! Yo creía que ya te había aburrido con la primera como para desarrollar mi

segunda idea...

— No, doctor. Déle nomás.

— El otro tema tiene que ver con esa broma que hiciste sobre la flauta y la panza.

No me reí, no porque el chiste fuese malo, sino porque involuntariamente me invitaste a

pensar en un dilema terrible de vigencia perpetua: llenarse la panza, muchas veces, da

pie a traicionarse...

Un filoso silencio cortó unos segundos las palabras del músico consejero.

— Te voy a dar un buen ejemplo... Mi caso. Cuarenta años de profesión... ¿y?:

médico de una salita en un pueblo perdido en el mapa, un sueldo que es peor que la

enfermedad. No tengo autos, casas, barcos, estancias,... “¡Un fracasado!” diría un

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63

observador convencional... Pero, ojo, Atilio! ¡ojo! que no es así... Esto que yo tengo y no

tengo lo elegí por mí mismo, Atilio. Yo fui quien dijo, vos vas a valer tanto, vos te vas a

quedar en este pueblito, vos vas a rodearte con los exclusivos elementos que necesites...

Y aquí estoy... Está bien: sé que soy un exagerado en mi ascetismo, pero donde no

exageré fue cuando rechacé la posibilidad de lucrar con mi profesión, cuando no mentí

aumentando los diagnósticos para aumentar los honorarios... Yo no “vendí salud”, Atilio.

Y esto no es ni exageración ni extremismo, es ética... —hizo un alto para respirar hondo,

advirtió que abrumaba al muchacho y concluyó—. Lo que te quiero decir en una

palabra, es que vos podés elegir entre la flauta o la panza, no importa el qué, lo que

interesa es que la elección sea libre. Esta flauta me da lo que ningún brillo ni ningún roce

aterciopelado brinda, Atilio: la libertad. ¡Libertad, Atilio!

Calló el viejo. Modularon sus músculos faciales una transición del éxtasis a la calma.

— Así es muchacho... Disculpá la lata, pero a veces necesito decírselo a alguien,

como para convencerse a mí mismo... Es que la libertad es incómoda, Atilio... Mirá si no,

y perdonáme el ejemplo, los chanchos: están en su chiquero, tranquilos, cómodos,

seguros... ¿viste alguna vez algo que diera la imagen de mayor tranquilidad que ésa?...

La libertad es incómoda, es intranquila... ¡pero es grande!

Se hizo otro silencio profundo, pero esta vez se animó el cartero a cortarlo y a bajar

a tierra:

— ¿Y Cordobita?

— ¿Cómo? ¿Venía para acá?

— Y... hoy para el mediodía, después del almuerzo, lo largaba el Comisario... Pensé

que ya habría llegado...

— ¡Pero! ¡Seguro que se mamó en el camino! ¡Otra vez! ¡Qué tipo!

— ¡Qué bárbaro! Parecía tan arrepentido hoy en la comisaría… Me juego que lo

mató el tintillo... Ah! Escúcheme, ¿tiene a mano la corbata de Montoya?

Eduardo H. Paganini

— ¿La corbata...? Ah, la que me prestó don Sexto para el casorio de la Turquita...?

Sí, sí. Esperá que la tengo... entre... ¡Acá está! Tomá. No la arrugués que don Sexto me

mata.

—Está bien, ¡la cuidaremos! —agregó el cartero en tono portorriqueño de doblaje

cinematográfico. — Si no manda otra cosa me voy...

— Pero... Mirá cómo te saqué tiempo... ¡Las cinco y media perdonáme, Atilio.

—Por favor, doctor Trizato! Fue un gustazo — y se adelantó hacia el viejo para

saludarlo conmovido en un apretón de manos.

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Donde cabe la esperanza

65

XI

Nuevamente la calle. La aliada o la enemiga, según. Un lugar de todos, que con

presencia y continuidad se podía convertir en un lugar para uno, propio, libre,

conocido. Su trabajo estaba ahí y en disimular sus distancias, en aparentar en los

vecinos la ficción de que no existe la separación, de que la simultaneidad en el espacio

se logra a través de un papel escrito que llega contra viento y marea, entregado por sus

manos. Como una estampilla en un sobre, él incrustaba el espacio contra el tiempo.

Se encaminó hacia su casa, pues daba por concluida la tarea diaria. Pero, a las

pocas cuadras, rozó la esquina del corralón de Tacho y recordó abruptamente que

tenía pendiente un mandado: los gorros de lana para esos caballos. Desvió por lo tanto

su rumbo sin enfado, hacia el portón del local; atravesó el empedrado umbral y lanzó su

pregón:

— ¡Carteroo!

Un cusquito rabicorto salió chumbando a recibir al extraño recién llegado, pero un

afiladísimo chiflido lo paralizó al punto.

— ¡Cucha, Batuque! Hola Atilio, que había sido malo el perro, che! Vení, acercáte

a la fragua que no puedo salir...

— ¿Qué tal, Tacho? Mirá como estoy apurado... —se detuvo en seco, cambió de

postura, relajándose—. Pst. Ma! Sí...! Hay que tomarse su tiempo, viejo —y se sentó en un

poyo de madera próxima a la bigornia.

— Sentáte, sentáte, che! — dijo Tacho mientras proseguía su tarea martilleante en

medio del chisporroteo—. Trajiste carta para mí o para los caballos?

Atilio, obnubilado por el espectáculo del hierro al rojo blanco que estallaba en

chispas rutilantes, sonrió convencionalmente y quedó expectante unos minutos.

Eduardo H. Paganini

Cuando se detuvo el golpeteo, el silencio provocado, la ausencia de campanazos tibios

de la maza sobre las herraduras, lo restableció a la vida social:

— ¿Cómo anda todo, Tacho?

— Bien... Bah! Más o menos.

— ¿Por...?

— Mucha gente ya no manda sus caballos al corralón... Prefiere dejarlo atado a la

puerta o tenerlo en el campo abierto, con todos los riesgos. Si no fuera por el vasco

Iriberri y por Pedro Tesseira... Mirá la caballeriza: parece tres veces más grande con tan

pocos pingos! —tomó aire e invocó a sus animales favoritos que retribuyeron

cabeceando gentilmente— ¡Tiiito! ¡Fiirpoo!

— Acá te traje los gorros que le pediste a don Sexto...

— Mostrando... ¡Son güenos, che! Por acá los aujereo y le calzan las orejas. ¿Sabés

cómo ayuda esto en el verano? ¡Pobres los caballos! Cuando andan de tiro, el sol a la

tarde los revienta... Yo he visto algunos trasijados por l’insolación, morían solitos o había

que sacrificarlos... A mí no me gustaría que a mis pingos lea pasara eso.. ¡Tiitoo! ¡Fiirpoo!

— Che, Tacho, te tengo un pedido del maestro... Dice si podés mandarle... este...

—no tomaba coraje el muchacho para mencionar el estiércol— ... porque él quiere que

las plantas... Como están medio secas…

— ¡Ah, quiere bosta! ¡Cómo no! —adivinó Tacho, familiarizado con ese tipo de

solicitudes, y agregó con su habitual estilo burlón y zafado— ¡Con la mierda de sueldo

que tiene! ¿para qué quiere bosta?

El carrero abandonó le fragua y se introdujo en un galponcito esquivando

columnatas del playón sombreado. Alzó una bolsa de arpillera y con la pala al hombro

fue hasta las caballerizas. Allí paleó tres o cuatro veces, hasta mediar la capacidad de

la bolsa. Anudó la boca y regresó hasta donde el muchacho.

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Donde cabe la esperanza

67

— Acá está el pedido, viejo —depositando su olorosa carga

— ¡Pffff! ¿Y esto cómo se lleva? Recién mañana vuelvo a pasar por la escuela...

— Dejálo acá hasta mañana, que de mientras se va a orear y cuando vengas no

va a tener tanta baranda...

— ¡Conforme! —aceptó Atilio, viendo cómo se solucionaba su problema—. Prefiero

mi bicicleta, che, que no larga tanto aroma.

— Como sigan así las cosas, voy a tener que poner una bicicletería... —reflexionó

con pena el carrero.

— No sería mala idea —intentó aportar el joven.

— No va a ser lo mesmo, Atilio... desde el hombre de piedra el caballo estuvo

presente en todo… en la guerra, en la paz, en los viajes, en el trabajo... Ahora, con la

tecnología y esas chauchas, tuerca y bulón!, ¡grasa y hollín! A este paso va a llegar el

día en que mis nietos, cuando yo sea abuelo, van a decir: “el abuelito trabajaba con

unos animales buenos que desaparecieron porque ya no se usan...” ¡Qué fenómeno!

¡Tiito! ¡Fiiirpoo! —y un relincho breve fue la adhesión a la elegía equina de Tacho.

— Mirátelo al Firpo —continuó el carrero—, ése sí que es un bayo pingazo! Yo lo vi

nacer, ¡ayudé a nacer! Y también vi nacer a su madre, Fresca, ¡linda yegüita! La pobre

murió hace rato, entuavía era joven… Se fue en un hilo... Se desangró después de una

mala parición... Cuando Firpo era potrillo ¡lo vieras! Flacucho, patilargo, tembleque al

caminar. Y ya desde chico mostraba a cada rato los dientes como si estuviera riendo.

Fijáte que casi le ponemos Carcajada en vez de Firpo... Cuando murió Fresca, la madre,

parecía que el tipo —aunque ya era grande andaba perdido… embolado... estuvo tres

o cuatro semanas abombado, casi sin comer… Hasta la primavera. Después cuando

creció, llamé al Vito y al Negro para que lo capen. Yo nunca presencio la operación…

Me da… no sé que... Pero es necesario para adormecer un poco a la bestia terrible que

lleva cada animal en sí mesmo, dentro suyo. Mirá, Atilio, yo creo que si el caballo es un

Eduardo H. Paganini

animal doméstico no es porque el hombre lo sepa domar o le corte su vitalidad… yo lo

he pensao mucho esto... y llegué la conclusión de que si los pingos son animales

domésticos es solamente un gesto de bondá de ellos, es un gesto de diplomacia…

Mirále el pelaje al Firpo ahora, ¡mataduras, manchones, opacao...! Lo viera cuando

potrillo. El amarillo parecía... lana de tejer. Suavecito... blanco brillante.., los ojos eran

como caramelos de café... ¿Y ahora...? Su única alegría es alguna manzana verde de

vez en cuando —Tacho, tomó aire después de su alocución y aleccionó a Atilio— Vos,

pebete, tendrías que hacer el reparto en pingo, al igual que los chasques...

— ¡Hecho! Algún día hacemos el cambiazo: bici por flete, ¿te parece?

— ¡Aceptao!

— Listo. Ahora sí... me voy. Ya es hora.

— Chao, Atilio, chao. Gracias por los gorros. No te olvidés de pasar mañana

primero por acá, que te espera el café.

— ¿Café? ¡¿Qué café?!

— ¡La bosta, bolas!

Salió riendo el cartero con su saca a la espalda. Tomó por la calle principal

montando su incansable bicicleta. Iba en dirección de su casa, habiendo concluido ya

el laberinto de su jornada postal. De pronto, una reflexión tomó fuerza en su mente y se

hizo inquietud:

— Con tan poca correspondencia voy a quedar sin trabajo.

Cielo y tierra; arriba y abajo, claro.

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Donde cabe la esperanza

69

Apéndice

(Forzoso y postrero)

Eduardo H. Paganini

Page 36: Donde cabe la esperanza de eduardo paganini

Donde cabe la esperanza

71

Este Apéndice está integrado

por un vario y breve conjunto de

cartas y esquelas, cuyos remitentes

son el último y único indicio de

origen.

Sus destinatarios son algunos de

los personajes que hemos visto

desfilar durante el recorrido de Atilio.

Por diversos motivos de difícil y/o

imposible enumeración, estas misivas

no llegaron al receptor

correspondiente —sobre todo

cuando sus mensajes podrían haber

sido fructíferos— o bien, sí llegaron

hasta las manos deseadas, pero ya

demasiado tarde para una

comunicación eficaz; o bien,

finalmente, si llegaron a término, es

casi seguro que habría sido preferible

que ello nunca hubiere ocurrido.

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

73

Ciudad Capital, 11 de setiembre.

Escuela N° 321

El Aguanillo

Querido amigo Guillermo Germán:

Fijáte que cursilería la mía que te escribo para sa ludarte en el

Día del maestro! ¿Qué te parece cholito? sí, sí, ya sé que vos no querés

saber nada con Sarmiento… pero yo no compartí nunca tu opinión al

respecto, así que te la aguantás y recibís bien tra nquilo mi saludo.

Y ahora en serio: ¿cómo andás, loco? Hace rato que no me mandás una

mísera carta desde tu escuelita en la loma del jopo . Espero que no sea

por alguna bronca conmigo porque yo por ahora no hi ce nade malo che!

¿Qué novedades tenés de aquellos pagos? ¿Cómo anda la muchachada de la

escuela? Acá Mirta quiere saber si ese problemita d e la diarrea en los

más chicos se pudo solucionar más o menos, porque h asta ahora no tenemos

noticia de los remedios que pudimos juntar y en el Distrito Escolar no

nos saben decir nada. ¿Qué raro, no? Los papeles de l pibe Leandro

Orellana que mandaste pedir en el Registro ya están listos y sólo falta

la firma del escribano actuante, así que para la pr óxima te los envío

junto con la partida de ropa que estamos recolectan do entre los alumnos

de la secundaria. Por acá los pibes están bastante entusiasmados con la

idea de apadrinar una escuelita rural, así que segu ro va a haber ayuda

permanente.

Me vino a visitar Poroto García, ¿te acordás: el gi gantón calmo que

siguió odontología? Bueno, ya está recibido de odon tólogo, che, y con

consultorio y todo! Estuvimos tomando unos vinos y charlando sobre los

años corridos, compartidos o separados... Y bueh, s alió el tema doloroso

de los que ya no están. Yo ya sabía algo de Pedro, de Jorge, vos también

te enteraste en su momento, pero ahora me vengo a d esayunar con que

también Cachito Carranza está desaparecido! Me toca a mí la puta suerte

Eduardo H. Paganini

de darte la noticia, hermano. Parece mentira, pero aunque la mano brava

haya pasado, el enterarte de algo que no sabías, au nque tenga varios

años, igual te jode como si lo vivieras recién... Y o no puedo sacarme de

la cabeza a Cacho... Me acuerdo qué orgulloso estab a por laburar en una

escuela que llevaba el nombre de un “poeta popular” como le gustaba

decir a él, Evaristo Carriego me parece... ¡Qué gran pibe! La cosa ya

fue hace rato pero el dolor sigue siendo reciente.

Cambiando de tema para no amargarte con mis malas o ndas, te paso

otro chimento: ¿te acordás de Antonio Jorgi? El gor dito de Lanús, que

era el primer tablero de ajedrez en el Intercolegia l. Bueno, se casó la

semana pasada. Ahí tenés una buena noticia. Además el tipo está

terminando su primera novela y ahora está buscando editor, ¡qué

laburito!

Don Buenaventura, va llegando la hora de poner fin a esta carta. Le

aviso nomás que mando por encomienda aparte un par de libros que me

había prestado en el verano pasado: La balada del álamo carolina

(sensacional!) y La Forestal (demasiado puntilloso el Gastón Gori con

los documentos históricos, pero interesante testimo nio). Además agrego

un par de cassettes para deleitar sus orejas: el cuarteto Santa Ana (a

Ud que le gusta el chamamé) y El Dúo Salteño (porque a mí me gusta la

baguala).

¡Chau, viejo! Hasta la próxima carta tuya, que espe ro no se haga

desear demasiado. Saludos de Mirta, Nico y Luisito. Un beso de Hugo y

Matilde.

Juan Carlos Jiménez

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Donde cabe la esperanza

75

Mio Mio, 23 de noviembre

Querido Chiche:

Hace mucho tiempo que no tengo noticias tuyas, Exac tamente desde

que estuve con el circo de los Hermanos Scotti, que me enteré que

estabas con los Walter Broders recorriendo el mundo . Así es la vida del

artista trashumante, tantos años sin vernos después de una amistad tan

fuerte como la nuestra. Espero que al responder me hagas saber de lo

tuyo, de tu actividad de pista y arena. Yo por mi p arte te diré que

estoy en una sociedad con Charola, Jorge ‘Charola’ López, ¿te acordás

no? Bueno, resulta que hicimos con él una sociedad de empresa teatral y

artística. Porque con el circo no íbamos ni para ad elante ni patrás,

además tantos años yendo y viniendo, yendo y vinien do que dijimos por

qué no hacemos una empresa de teatro estable así no nos tenernos que

matar viajando, armando y desarmando?

La empresa de teatro la hemos denominado Las dos carátulas , ¿qué te

parece? El nombre se le ocurrió al Charola porque d ice que cuando era

chico la javie escuchaba los domingos por la radio todo el teatro de la

humanidad, y entonces se acordaba que se llamaba el ciclo Las dos

carátulas , y como me pareció un nombre bastante fino y culto , hemos

decidido por unanimidad aceptarlo como nuestro nomb re. Ahora estamos en

la etapa de organización de Las dos carátulas, es decir, que estamos

buscando lugar para instalar el tablado y por otro lado estamos

convocando a artistas de trayectoria significativa. Con respecto al

lugar ya tenemos en vista un galpón que está en la Avenida San Martín de

esta localidad y estamos haciendo las tratativas pa ra alquilarlo y poder

iniciar la explotación del teatro.

Pero sobremanera me interesa la otra parte de la or ganización, que

es la que Charola me dejó a mí solo, que es la de r eclutar a los

artistas que quieran incorporarse a nuestro elenco estable. Te voy

avisando que en nuestro repertorio queremos hacer a Florencio Sánchez,

Eduardo H. Paganini

no podía faltar, Nemesio Trejo, El romance de la estanciera , Ivo Pelay,

Hormiga Negra (¿te acordás cuando hiciste de Pulpero?), Gorostiz a,

Pirandello y si mal no cuadra hasta el mismo Shespe are. Ahora que tenés

una idea de nuestro nivel de apetencias es necesari o que sepas que hemos

querido que seas una de las primeras figuras invita das a participar del

elenco, en homenaje al pasado sobre las tablas, o s obre la arena—es lo

mismo— que llevás sobre tus hombros. Nos es muy gra to poder saber que

con tu presencia en nuestro elenco estable la calid ad dramatúrgica de la

Compañía se verá engalanada con una estrella de pri merísima magnitud

cual lo eres vos. Charola me ha aceptado enseguida la idea mía de

mandarte llamar para esta empresa.

Bastaría solamente con que te animés a reiniciar el camino del

teatro nuevamente, que seguro será de éxito para to dos nosotros. Por

ahora estamos parando en Los Vascos que es un hotel de acá en Mio Mio ,

acercáte y preguntá por mí o por Charola que no va a haber problema.

Desde ya te digo que esperamos tu importante asiste ncia.

Por las dudas te aviso que acá te cobran la cama pa ra pasar la

noche a razón de 2 pesos. Te lo digo para que más o menos hagás los

cálculos necesarios para tus gastos porque hasta qu e la empresa esté en

funcionamiento y pueda solventarnos todos los gasto s suponemos que más o

menos pasarán unos días. Según Charola dice que hay que esperar unos dos

meses, no sé a mí me parece que tanto no. También s i querés podés entrar

como socio a la empresa, eso como vos quieras. Char ola dice que lo mejor

es hacer una cooperativa de teatro y que cada socio tiene que poner 450

pesos más o menos como para hacer un capital signif icativo. Ya sé que es

mucha guita pero hicimos las cuentas bien y no hay otra forma de

buscarle la vuelta a la cosa. Vos fijáte bien cuánt o podés tirar y en

todo caso antes de venirte me lo hacés saber acá al hotel, total el

correo llega lo más bien.

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Donde cabe la esperanza

77

Bueno, hermano, voy a ir despidiéndome de vos hasta nuevo aviso y

que tu aparición por estos pagos se haga pronto par a que así la escena

nativa se vea reconfortada con nuestra actividad.

Chao Chiche.

El Negro Pérez

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

79

Villa Añá, 6 de enero.

Sr. Sexto Cruz

De mi mayor consideración :

El que suscribe Froilán Onemís, L.E. N° 2.676.54 en

mi carácter de albacea de D. Nicolás Benemérito Mon toya Unzué, se dirige

a Ud. a los efectos de ponerlo en conocimiento de q ue ante el deceso del

causante se han dispuesto una serie de circunstanci as que alteran su

relación de dependencia como empleado.

En primera instancia es mi obligación notificar a

Ud. por la presente y atendiendo a lo expresado en el testamento

ológrafo del causante que cesa Ud. a partir del 1° de febrero en su

condición de casero de la mansión sita en la Circun scripción 58 Fracción

65 Chacra 27, según nomenclatura catastral, sita en El Aguanillo .

Que asimismo y como necesidad del juicio sucesorio,

según lo establecieran los herederos legítimos a po steriori de la

declaratoria pertinente, deberá fragmentarse el inm ueble en parcelas —

previa demolición del edificio principal y desmante lamiento de los

accesorios—.

Por lo tanto se hace perentorio el abandono de la

propiedad, sin perjuicio de iniciar las acciones ju diciales

correspondientes si el emplazamiento legal no fuere respetado.

A los efectos de su notificación personal se le

informa que el presente trámite se inicia en Juzgad o Provincial de lo

Civil N° 54, a cargo del Dr. Áníbal Maggio, Secreta ria del Dr. León

Soireff, bajo el auto caratulado “ Nicolás Montoya, su sucesión ”.

Sin otro particular lo saluda con sus respetos:

Froilán Onemís (Albacea Autorizado)

Eduardo H. Paganini

Page 41: Donde cabe la esperanza de eduardo paganini

Donde cabe la esperanza

81

Coronel Yesca, 16 de abril

Dr. Rómulo H. Trizato

Muy señor mío:

Posiblemente Ud se sentirá sorprendido al leer esta s

líneas mías, puesto que quizá desconociera de mi ex istencia o por lo

menos de mi conciencia. Descubriré seguramente por mi apellido que soy

su hijo.

Le ruego a Ud disculpe mi falta de diplomacia para

enfrentar ciertos temas, pero es que mi madre me ha enseñado sobre todo

a la sinceridad ante todo. Aun a costas de la diplo macia. Efectivamente

si soy un Sarcedo es porque llevo el apellido de mi madre, Josefina

Yolanda Sarcedo, de quien debo notificarlo por esta vía su alejamiento

definitivo de este mundo. Se durmió en la paz del S eñor el pasado 4 de

abril, y quiero que sepa que llevó a su tumba el se creto de su unión con

Ud.

Sé que Ud ha ayudado económicamente a mi madre con su giro

mensual por lo que ya a esta altura de los aconteci mientos le digo que

bien puede dejar de hacerlo porque no necesito de s u plata. Además que

he decidido irme a otra ciudad, a lo mejor la capit al para probar mejor

suerte porque la verdad que acá la cosa no anda bie n.

La verdad la verdad que me da bastante rabia tener que

escribirle a Ud porque nunca antes tuvo la valentía de aparecerse por

esta casa, así que me resisto a tener que ser un hi jo suyo por vía

postal. Mi madre siempre me habló bien de Ud, pero la verdad que yo no

le creí nunca eso porque sino Ud tendría que habers e hecho presente

entre nosotros, dijera el pueblo lo que dijera. Yo muchas veces quise ir

a verlo para conocerle la cara pero mi madre siempr e se negó por esas

cosas que tienen las mujeres que vaya a saber uno. Le digo que ya tengo

bronca de escribirle esta carta porque si no vino n unca cuando estuvo

Eduardo H. Paganini

viva no sé para qué le tengo que escribir ahora que está muerta. Me

parece que lo mejor sería que no le escribiera nada y que Ud siga

viviendo a lo bacán como seguramente debe estar viv iendo mientras que a

nosotros muchas veces nos faltó lo más elemental, p ero por suerte y

gracias a Dios y a la Virgen nunca nos faltó de com er y siempre salimos

adelante sin ninguna necesidad de que Ud estuviera acá. Así que por eso

le digo que mejor será no decírselo nada a Ud y que se muera en su

propia ignorancia.

Lo saluda alguien que debió ser su hijo pero se nie ga a

serlo:

Elías Sarcedo Trizato.

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Donde cabe la esperanza

83

Riacho Verde, 21 de septiembre.

Apreciada amiga:

Aunque el tiempo avanza con su corcel enceguecido, mi

memoria no puede olvidar tu agradable presencia. Si miras la fecha,

verás que te escribo estas palabras emocionadas en el comienzo de la

Primavera, ¡Qué mejor día para recordar nuestra her mosa amistad! Tu

grácil silueta femenina anida en mi corazón embarga do por la emoción,

por el recuerdo de tanto amor juvenil obsequiado.

Sé que tú desoirás con seguridad estas palabras mía s por

entender que obedecen a una actitud de falsía. No e s así, Teresita...

Cada día que pasa, cada hora que se suma en mi pasa do, es

un instante de dolor apesadumbrado por el recuerdo de tu distancia y tu

silencio... Teresita... ¿recuerdas cuando entrelaza das nuestras manos te

decía tu nombre, entre el follaje de la plaza? ¡Cuá nto tiempo ha pasado!

¡Éramos tan jóvenes entonces...! Recuerdo que yo te nía veinte, tú,

diecisiete...

Y un veintiuno de septiembre como el de hoy nos jur amos

eterno amor sobre la tierra. Pusimos al cielo de te stigo. Y después...

Después las cosas nos hicieron apartarnos de nuestr o rumbo deseado... Sé

que tú siempre has permanecido fiel a ese juramento , si hubo un culpable

de esa lamentable ruptura tan hermosa, sé que fui s olamente yo... Asumo

mi responsabilidad de esa traición... ¡Pero, Teresi ta...! Traición, no;

por favor, es demasiada palabra para atribuir a esa botaratada

juvenil... Aquí te pongo mi corazón para que veas q ue mi

arrepentimiento, no por tardío, es incompleto... Tu palabra puede ser mi

redención.

Es cierto. Me casé con Laura... Pero qué iba a sabe r yo..

Era un cabeza fresca... Nunca debí hacerlo, Teresit a, es hora de que lo

sepas... Nunca debí hacerlo! Mis treinta y siete añ os junto a esa mujer

Eduardo H. Paganini

fueron una tortura infernal que de por sí son sufic iente motivo como

para alcanzar el perdón que te estoy pidiendo. ¡Cas émonos Teresita!

¡Casémonos, por favor os lo ruego! La desesperanza abriga en mi corazón

su hielo puede más que el frío invierno... Sólo el calor de tu pasión

podrá revivirme... Te pido, te suplico que no desoi gas este clamor mío

No es mucho lo que puedo ofrecerte en esta empresa amorosa

a la que os convoco, tan sólo ofrendo mi dignidad d e amante lacerado y

mi afecto siempre dispuesto. Para el amor no debe e xistir medición

económica posible. De todos modos, mi querida amiga , puedo asegurarte un

aceptable pasar ya que para ello cuento con mi no d espreciable pensión,

además de las ayudas que mis doce hijos cada tanto efectúan. Y con

respecto a nuestra vivienda, también lo tengo plane ado puesto que aquí

en la pensión hay suficiente lugar para ambos. Ya l o estuve consultando

con el Director y me ha dicho este hombre que él no se opone a nuestra

dicha. Como verás es un buen médico...

En fin, Teresita, no quiero abundar en palabras que sólo

se superpondrían a las ya expresadas y creo que ser ía innecesario. Te

extraño entrañablemente desde esta mi actual soleda d... Respóndeme

pronto y concretemos nuestro sueño de amor.

Te saluda tu esclavo

José Artudillo

PD: Entregaré esta carta a mi hijo Néstor para que llegue con mayor

celeridad a tus ansiadas manos...

hasta pronto...

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Pampa del Escuerzo, 16 de septiembre

D. Virginio Feinn

Respetable conciudadano:

Dios salve a Ud. Los miembros integrantes de la

Sociedad Amigos de la Luz Patriótica se dirigen a Ud, corresponsal

honorario en El Aguanillo , a los efectos de comunicarle que se ha

concelebrado reunión plenaria el próximo pasado 11 del corriente y en la

misma se ha acordado determinar el estado de emerge ncia de nuestra

Entidad ante los acontecimientos que son de dominio público.

Frente al avance de la sinarquía internacional que

yace agazapada entre nuestras familias se hace nece sario levantarse en

pie para la defensa de nuestras instituciones y de los valores del mundo

occidental y cristiano. Cofrade, es hora de acción y de resignación, se

ha decretado que en las próximas horas desarrollemo s una maniobra

envolvente sobre el enemigo que carcome nuestra Pat ria y su Tradición.

En las próximas jornadas de esta misma semana

recibirá Ud el contacto que le ampliará los detalle s del plan de

ejecución cuyo objetivo final será la restitución d e la dignidad moral

en los puntos cumbres del país. El Cofrade Mayor de la Legión Luz con

Honor, Dr Emeterio Gruiz Achavález, portará los pli egos correspondientes

que delinearán sus funciones en la táctica a emplea rse. Quede Ud a su

entera disposición.

La hora de la verdad ha llegado! Honor y Loor,

Honra sin Par, hasta la triunfal aurora patriótica.

Chao,

Jorgelino Pedernera

Cofrade de número.

Eduardo H. Paganini

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El Aguanillo , 19 de abril.

Contribuyente D. Aníbal Pezzi

s /d

Visto lo actuado en el Expdte 659/73 de esta

Dirección de Limpieza y Servicios Generales y ante la Ordenanza 43 de

este H.C.D. que regula en el ejido la explotación de corralone s y

hospedaje para animales, se lo intima bajo apercibi miento a desafectar

el inmueble de su propiedad de la calle Yatasto n° 44 (Nomenclatura 11—

A—96b) del uso como corralón de caballerizas.

El cartelón de chapa que obra sobre el portal del

edifico y que dice ‘TACHO PEZZI CARRUAJES pasa a pa rtir de la fecha a

ser motivo de multa diaria hasta su retiro de la ví a pública.

Sírvase notificar de la presente Resolución

Enrique Del Comte

Funcionario municipal.

Eduardo H. Paganini

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Donde cabe la esperanza

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