Domingo ordinario XX ciclo c

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Domingo 20 del tiempo ordinar io

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Domingo 20

del tiempo

ordinario

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Hoy nos habla Jesús con palabras que nos parecen desconcertantes y hasta algo duras. Pero, como todas sus palabras, debemos considerar las circunstancias y el contexto de ellas. Hoy nos habla de fuego, de bautismo y de división. Pero ¿Qué fuego, bautismo y división?

Lc 12, 49-53

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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "He venido a prender fuego en el

mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué

angustia hasta que se cumpla!¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una

familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el

padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la

madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra."

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Jesús quiere prender fuego; pero no es ningún incendiario. Claro que no habla de ningún incendio externo y material.

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Tampoco habla de un incendio interno psicológico, como cuando se dice de una persona que está “muy encendida”, porque discute acaloradamente o defiende algo de forma fanática, como suele pasar en muchas religiones con los fundamentalistas.

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Jesús está hablando de un incendio interior, que es el amor.

Por ese incendio

amoroso Él vivió, se

desvivió y murió.

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Toda la vida pública de Jesús fue un ir incendiando a sus discípulos y a toda la gente en las llamas de amor del Padre. A esa tarea dedicaba sus trabajos, sus palabras, acciones y milagros.

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Este es el testamento que les da a los apóstoles, y a nosotros, en la noche del jueves santo: “Este es mi mandamiento: que os queráis como yo os he querido”.

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Si los cristianos viviéramos el amor al estilo que Jesús nos enseñó, el mundo ardería de una manera feliz. ¿Cuál debe ser nuestra respuesta al incendio de amor que Jesús quiere poner en la Iglesia?

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Por de pronto, no apagar este fuego. Nos dice san Pablo: “No extingáis al Espíritu”(I Tes 5,19). Ante un mundo que muere de frío por tantos egoísmos, hay muchas llamitas encendidas del Espíritu en familias y comunidades por el amor del Espíritu que se difunde. Al menos

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No se oculta una vela bajo la mesa.

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No ocultéis vuestra luz, no la escondáis.

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No apaguéis vuestro

amor, no lo

hagáis.

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No apaguéis vuestro

amor, no lo hagáis.

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Por lo tanto, debemos hacer que nuestra llama arda más, que seamos llenos del fuego del amor de Dios. Para eso debemos ser revestidos, inundados, bautizados cada vez más por el Espíritu Santo. Hoy nos dice Jesús que quiere ser bautizado. ¿Con qué bautismo?

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Bautizarse significa sumergirse. Los cristianos nos bautizamos en el agua y en el Espíritu. En el agua nos sumergimos casi sólo de forma simbólica, representando sobre todo el sumergirnos en el Espíritu.

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Las cosas del Espíritu no son como las cosas materiales. El bautismo en el agua es sólo una vez; pero en el Espíritu podemos ser bautizados muchas veces, porque es infinito y, aunque nos sumerjamos, nunca nos llenamos del todo.

Depende de nuestras intenciones y de la capacidad que pongamos.

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Sumergirse (bautizarse) en el Espíritu de hecho es llenarse de gozo; pero en esta vida puede ser sumergirse en el dolor o sumergirse en el baño de sangre de la muerte. Este es el bautismo que Jesús anhelaba, porque convenía para nuestro bien.

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Jesús tenía tanto amor que quería sumergirse en el baño de sangre, para que nosotros pudiéramos salvarnos.

Todo este baño de sangre de Jesús en la cruz no tendría sentido y valor si no estuviera bañado en el fuego de su amor.

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Ese baño de muerte terminaría en resurrección, porque el Espíritu de amor siempre terminará en paz y alegría.

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En ese baño de sangre se han sumergido tantos santos que han pasado por un martirio cruento o por el martirio de una vida entregada al Amor.

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Algunos han pasado por una vida martirial, por seguir el fuego del amor a Dios, muchos años antes de Jesucristo. Hoy en la primera lectura se nos narran algunas de las penalidades que pasó el profeta Jeremías por defender el honor y la gloria de Dios.

Jeremías 38, 4-6. 8-10

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En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: "Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que

quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia. "Respondió el rey Sedecías: "Ahí lo tenéis,

en vuestro poder: el rey no puede nada contra vosotros."Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el

aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino

lodo, y Jeremías se hundió en el lodo. Ebedmelek salió del palacio y habló al rey: "Mi rey y señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre, porque no queda pan en la ciudad.“ Entonces el rey ordenó a Ebedmelek, el

cusita: "Toma tres hombres a tu mando, y sacad al profeta Jeremías del aljibe, antes de que muera."

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Jeremías es como un símbolo muy especial de Jesucristo, sufriendo mucho por predicar la palabra de Dios. Entonces, como ahora, los poderosos, y quizá más los que se arriman a ellos, no quieren dejar su vida tranquila y de comodidad. Por eso se enfrentan a las personas de bien.

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Aunque hay momentos difíciles en la vida, quizá Dios no nos pida sumerjirnos en tanto dolor. Pero siempre debemos arrojarnos a los brazos de Dios y sumergirnos en el fuego de su amor.

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Este día puede ser especial en nuestra vida si dejamos que el Espíritu de Dios nos penetre y nos llene. Pidamos que el Espíritu venga sobre cada uno de nosotros. Para ello abramos el corazón a su presencia.

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Ven, Espíritu de Dios, sobre mí,

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me abro a tu

presencia,

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cambiarás mi

corazón.

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Toca mi debilidad,

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toma todo lo que soy.

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Pongo mi vida en tus manos

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y mi fe.

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Poco a poco

llegarás a inundarme de tu luz.

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Ven, Espíritu de Dios, sobre mí,

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me abro a tu

presencia,

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cambiarás mi

corazón.

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Llenándonos, dentro de lo posible, del Espíritu de Dios, recibiremos sus dones y sus frutos. Uno de los frutos de tener el Espíritu es la paz. Pero hoy nos dice Jesús que no ha venido a traer la paz sino la división. ¿De qué división habla Jesús?

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Ya había profetizado el anciano Simeón: “Este Niño está puesto para caída y levantamiento de muchos; será signo de contradicción”.

De hecho la división comenzó en el mismo comienzo de Jesús: Unos le aceptaron y otros le rechazaron.

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No es que Dios quiera la guerra ni la división. Dios quiere la paz y la unión. Pero se dan unas circunstancias que no quiere Dios: los pecados. En medio de los pecados, Jesús enciende la hoguera del amor; y hay unos que se queman y otros quieren quedarse fríos.

Jesús mismo dijo: “El que no está conmigo está contra mi”.

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Por eso existe esa división, que a veces es dentro de la propia familia. Ha habido santos que han tenido que dejar su propia familia por seguir el ardor del amor de Dios, como san Francisco de Asís que tuvo que decir:

Ya no tengo padre en la tierra; mi único padre será Dios.

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Hay momentos en que uno tiene que decidirse y hacer opciones fundamentales en la vida. A veces a uno se le ofrece un puesto de trabajo donde triunfa la injusticia o se le ofrece una juerga sensual, sin que se entere su esposa (o); o tantos momentos donde debe hacer una opción de conciencia. A veces la división está en nosotros mismos.

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Jesús nos invita a seguirle, aun en contra del parecer de la familia. Para seguir a Jesús debemos estar ligeros de carga, debemos quitar todo lo que nos estorbe. Así nos lo dice hoy la segunda lectura.

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Hebreos 12, 1-4

Hermanos: Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y

el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que

inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz,

despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.

Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo.

Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

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La carta a los hebreos había

hablado mucho sobre la fe. Y de esa

fe nos van enseñando los patriarcas del

Antiguo Testamento. Especialmente

sobresale le fe de Abraham.

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Nosotros, los cristianos, tenemos sobre todo el gran modelo que es Jesucristo. Debemos seguirle con

grandeza y perseverancia. Hoy se nos dice que debemos correr como un atleta o deportista. Para correr bien y con

mayor libertad, es necesario quitarse todo el peso de encima.

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El peso que nosotros debemos quitar para seguir a Cristo es: la envidia, pereza, avaricia, soberbia, egoísmo; prescindir también de varias comodidades y caprichos y deseos inútiles, para estar más prontos en el seguimiento del Señor.

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Y nos estorban para ir a Dios no sólo vicios y maldades externas, que a veces creemos no tener, sino egoísmos más ocultos. Porque a veces estorba el amor desmedido a nosotros mismos, excesiva preocupación por lo que creemos nuestro, por nuestros problemas e inquietudes, nuestras ideas y pretensiones, sin mirar al bien del prójimo que quizá necesite más.

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No se trata de quitar por quitar, sino que es necesario llenar el vacío. Eso será fácil si estamos sumergidos en el amor de Dios. Donde uno pone amor van desapareciendo los vicios y maldades.

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Y cuando uno pone mucho amor a Cristo y a los demás por Cristo, nada ni nadie nos podrá separar de su amor, porque Él está con nosotros. Terminamos recordando estas palabras de san Pablo.

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¿Quién nos apartará del amor de Cristo?

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¿Quién nos apartará del amor de Cristo?

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¿Tribulación, angustia o persecución,

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¿Tribulación, angustia o persecución,

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porque nada ni nadie lo logrará,

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porque Cristo a mi lado

estará.

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Es la fuente de vida eternal,

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Cristo sacia

mi alma de

bien.

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Cristo guarda mi vida

del mal.

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Y no puedo dejarle

de amar,

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porque sólo él me pudo salvar.

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La Virgen María, ante el anuncio

del ángel, se ofreció a Dios y

recibió con plenitud al

Espíritu Santo.

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Y ante la mayor tribulación nada ni nadie la podrá apartar del amor

de su Hijo.

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AMÉN