disgregaciones

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1 IV. Disgregaciones de la Tradición política La caída de la unidad monárquica da España Implica -se ha señalado ya- la apertura de una crisis que se da simultáneamente en dos planos distintos: es por una parte crisis de estructuras; por otra, crisis de ideas políticas. La una y la otra no son, sin embargo, súbitas. Cada una de ellas, antes de surgir clamorosamente a la superficie, ha corrido ya por trecho relativamente largo oculta bajo construcciones más visibles, a la vez que menos ricas en futuro. Pero la complejidad del proceso es aún mayor: la crisis de ideas, la que aquí nos interesa, no implica tan sólo la sustitución – ahora casi total- de un sistema de pensamiento tradicional que aun la primera oleada iluminista había respetado en sus rasgos esenciales; adquiere toda su gravedad en cuanto se constituye en reflejo de la de estructuras, como lenta toma de conciencia de la progresiva renuncia a sus propias justificaciones ideales que la corona de España inaugura en 1795, a través de la paz, pronto convertida en alianza, con la república de impíos y regicidas. Toma de conciencia también de otra novedad aún más importante para Hispanoamérica: la progresiva disolución del vínculo imperial, imposible de mantener incólume -en primer término en cuanto a la vida económica- en medio del ciclo de guerras revolucionarias; pero defendido con sinuosa tenacidad por el gobierno madrileño. El curso mismo de los sucesos se encargaba, entonces, de humillar el prestigio de la corona, de aflojar los lazos entre las tierras a ella sometidas. Mas este debilitamiento de las bases reales de la fe en la monarquía católica no habría tenido tan inmediata eticacia sobre esa misma fe si no fuese porque se daba en un clima ideológico nuevo, muy diferente de aquel en que esa fe había nacido y prosperado. Ese cambio en el clima de ideas es, entonces, nuestro necesario punto de partida. Su origen ha de buscarse en plena vigencia de la monarquía ilustrada. Aunque esta época es en España singularmente pobre en teorizaciones estrictamente políticas (una vez subrayada la función del poder político como promotor del progreso se prefería pasar a examinar las condiciones y modalidades en que ese progreso debía darse), esa pobreza nacida de una falta de interés inmediato en el tema era compatible sin embargo con una curiosidad muy amplia por las novedades del pensamiento político traspirenaico, aun -y acaso sobre todo- de las más audaces. Dicha curiosidad modesto punto de partida de la ruina de la ideología política tradicional no es un rasgo de fácil interpretación: para un estudioso tan agudo como Sánchez Agesta 1 , revela la insinceridad de la fe de los ilustrados en a monarquía absoluta, aceptada como mero recurso táctico, Tal conclusión es menos segura de lo que parece a primera vista. La situación que caracteriza Sánchez Agesta no es, en lo esencial, tan nueva como él supone: ya antes de la Ilustración la cultura barroca había cultivado una admirativa curiosidad por formas políticas, por virtudes a ellas conexas, que configuraban una realidad muy distinta de la vigente. Es sabido que antes de alcanzar el culto público en los escaños de la Convención, las virtudes republicanas fueron largamente veneradas, a través de siglos de monarquía absoluta, en los escaños de las escuelas, como parte de ese culto semirretórico por el legado antiguo que la Contrarreforma quiso 1 Sánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo ilustrado, cit., págs. 96 y sigs.

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    IV. Disgregaciones de la Tradicin poltica La cada de la unidad monrquica da Espaa Implica -se ha sealado ya- la apertura de una crisis que se da simultneamente en dos planos distintos: es por una parte crisis de estructuras; por otra, crisis de ideas polticas. La una y la otra no son, sin embargo, sbitas. Cada una de ellas, antes de surgir clamorosamente a la superficie, ha corrido ya por trecho relativamente largo oculta bajo construcciones ms visibles, a la vez que menos ricas en futuro. Pero la complejidad del proceso es an mayor: la crisis de ideas, la que aqu nos interesa, no implica tan slo la sustitucin ahora casi total- de un sistema de pensamiento tradicional que aun la primera oleada iluminista haba respetado en sus rasgos esenciales; adquiere toda su gravedad en cuanto se constituye en reflejo de la de estructuras, como lenta toma de conciencia de la progresiva renuncia a sus propias justificaciones ideales que la corona de Espaa inaugura en 1795, a travs de la paz, pronto convertida en alianza, con la repblica de impos y regicidas. Toma de conciencia tambin de otra novedad an ms importante para Hispanoamrica: la progresiva disolucin del vnculo imperial, imposible de mantener inclume -en primer trmino en cuanto a la vida econmica- en medio del ciclo de guerras revolucionarias; pero defendido con sinuosa tenacidad por el gobierno madrileo. El curso mismo de los sucesos se encargaba, entonces, de humillar el prestigio de la corona, de aflojar los lazos entre las tierras a ella sometidas. Mas este debilitamiento de las bases reales de la fe en la monarqua catlica no habra tenido tan inmediata eticacia sobre esa misma fe si no fuese porque se daba en un clima ideolgico nuevo, muy diferente de aquel en que esa fe haba nacido y prosperado. Ese cambio en el clima de ideas es, entonces, nuestro necesario punto de partida. Su origen ha de buscarse en plena vigencia de la monarqua ilustrada. Aunque esta poca es en Espaa singularmente pobre en teorizaciones estrictamente polticas (una vez subrayada la funcin del poder poltico como promotor del progreso se prefera pasar a examinar las condiciones y modalidades en que ese progreso deba darse), esa pobreza nacida de una falta de inters inmediato en el tema era compatible sin embargo con una curiosidad muy amplia por las novedades del pensamiento poltico traspirenaico, aun -y acaso sobre todo- de las ms audaces. Dicha curiosidad modesto punto de partida de la ruina de la ideologa poltica tradicional no es un rasgo de fcil interpretacin: para un estudioso tan agudo como Snchez Agesta1, revela la insinceridad de la fe de los ilustrados en a monarqua absoluta, aceptada como mero recurso tctico, Tal conclusin es menos segura de lo que parece a primera vista. La situacin que caracteriza Snchez Agesta no es, en lo esencial, tan nueva como l supone: ya antes de la Ilustracin la cultura barroca haba cultivado una admirativa curiosidad por formas polticas, por virtudes a ellas conexas, que configuraban una realidad muy distinta de la vigente. Es sabido que antes de alcanzar el culto pblico en los escaos de la Convencin, las virtudes republicanas fueron largamente veneradas, a travs de siglos de monarqua absoluta, en los escaos de las escuelas, como parte de ese culto semirretrico por el legado antiguo que la Contrarreforma quiso

    1 Snchez Agesta, El pensamiento poltico del despotismo ilustrado, cit., pgs. 96 y sigs.

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    conservar celosamente en su constelacin cultural. Sin duda, ni la glorificacin de la virtuosa Lucrecia ni la de Catn Uticense significaban un peligro poltico para la monarqua moderna; formaban en todo caso un componente bastante inesperado en el bagaje cultural de sus leales servidores. Rousseau puede ser tenido por el equivalente moderno de esos prestigiosos romanos? Ser excesivo afirmarlo, pero basta ver la sorpresa indignada con que muchos de sus empedernidos lectores espaoles vieron la cada de la monarqua francesa para advertir que hallaban algo de inesperado en el hecho mismo de que esas ideas que haban logrado atraer su inters tuviesen consecuencias concretas; precisamente porque las haban credo desprovistas de stas se haban entregado con tan despreocupada curiosidad a seguir sus cada vez ms osadas manifestaciones tericas. Desencadenada ya la tormenta revolucionaria, esa curiosidad no cesa. As por ejemplo el Den Funes, quien siente horror por la Revolucin, es el destinatario que se supone benvolo de la carta donde el clrigo peninsular bien introducido en la Corte, que se esconde bajo el nombre de Francisco, expone largamente su admiracin por la "Roma moderna" que es la Francia revolucionaria, por el noble espaol conde de Aranda, opositor tenaz a una guerra dinstica contra la nueva repblica. Sin duda "Francisco" no ignora que el Den cordobs no comparte sus puntos de vista; cuenta sin embargo con que recibir con simpata ese alud de novedades curiosas y cubrir los desahogos privados del eclesistico revolucionario con la necesaria reserva. Ms an, "Francisco" est seguro de que el hermano del Den, el nada subversivo Ambrosio, "tambin gustar de tocar el himno de los Marselleses", cuya msica le enva2. As la Revolucin no corta para todos la comunicacin con las novedades del siglo, cuyos peligrosos corolarios se estn haciendo sin embargo evidentes. Y aun aquellos que encuentran en su desarrollo un nuevo motivo para abominar de esas impas innovaciones sufren en sus convicciones polticas las consecuencias de la crisis que la Revolucin abre. Es ejemplar, en este sentido, el caso de San Alberto. En su pensamiento poltico, en efecto, la alianza entre Corona e Iglesia, bajo la direccin de la Corona, constitua como la piedra bsica. Ahora bien, ese predominio de la autoridad temporal era postulado, por San Alberto como por Funes, a partir de una experiencia histrica concreta, a travs de la cual se revelaba la mayor eficacia de esta autoridad aun para las funciones que en correcta teora competan a la eclesistica. Esa experiencia iba a ser desmentida por los hechos a partir de la Revoluci6n: es la institucin que se supone fuerte, vigorosa y moderna, la monarqua, la que se derrumba casi sin resistencia; si la Iglesia sufre los efectos de la secularizacin del estado y la sociedad, llevada adelante por los revolucionarios, est con todo en condiciones de oponer a esa poltica una resistencia dotada de eco popular. Y a la vez esa misma secularizacin, cortando los lazos materiales que unan a cada una de las iglesias nacionales con la organizacin poltica de su nacin, confiere a la Iglesia Catlica una unidad mayor que en el pasado. De este proceso complejo, cuyas consecuencias no se advertiran sino ms tardamente, San Alberto

    2 Archivo cit., I,68. La carta de "Francisco es de fecha 15 de abril de 1794.

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    no alcanzar una imagen clara; pero es evidente que comienza a actuar desde muy pronto bajo su influjo. Si la Revolucin lo horroriza, no puede decirse que lo sorprenda en exceso. Su pesimismo fundamental -herencia barroca- estaba confirmado por la inmediata experiencia recogida en el Alto Per, donde le tocaba actuar ahora, todava sacudido por las rebeliones indgenas y sus consecuencias. Aunque la convulsin poltica mundial que la Revolucin inaugura no lo sorprende, lo lanza a una extrema agitacin de espritu: teme que una artera propaganda a la vez hertica y subversiva; "con su falsa ciencia, con su persuasin seductiva y especialmente con sus figuradas promesas de independencia, de libertad de conciencia y de excepcin de tributos" logre corromper las mentes de estos "Indios sencillos, incautos, ignorantes"3. Para evitar tan grande dao no confa tanto en el poder poltico cuanto en su vigilancia y en la de su clero. Cuando compuso su Instruccin poltica cuid de sealar que sus enseanzas no eran necesariamente de fe; ahora olvida esa cautelosa actitud para ensear a los eclesisticos a l subordinados que "si alguno, sea el que fuese les anunciase o ensease alguna cosa contraria a las que tenemos enseadas en nuestra citada Instruccin, sepan que no es digno de fe, sino de anatema o maldicin"4. Su temor a esas "naves o vasos de papel" -como llama con metforas bblicas a los impresos subversivos en los cuales las ideas nuevas atraviesan el mar y se difunden en Indias- es tan extenso que invita a los prrocos a abandonar sus iglesias para partir en persecucin de esos peligrosos grmenes de rebelin y hereja all donde han odo que andan en circulacin. Esa fe creciente en la autoridad espiritual y temporal de la Iglesia tiene su confirmacin en 1791, cuando San Alberto, ante una crisis mundial cuya gravedad advierte, cree preciso rendir una suerte de informe de lo que ha hecho frente a ella, y no encuentra mejor destinatario que el Papa Po VI: eleccin llena de sentido, inconcebible unos aos antes5. A travs de ella, y de la actitud toda de San Alberto se advierte ya cmo, aun para quienes permanecen siendo sus leales servidores, el papel del monarca catlico empieza a borrarse; su figura, que ocupaba el primer plano en la constelacin de poderes poltico-eclesisticos, comienza tambin a ser dejada en segundo trmino. Estas tempranas consecuencias de la crisis que est viviendo la monarqua absoluta en un plano mundial se da en un clima de ideas que ha cortado ya sus lazos con la tradicin hispnica: hasta quienes, contra el alud revolucionario, quisieran actuar como defensores de esa tradicin, encuentran dificultades en la tarea previa de definir sus rasgos esenciales. Ejemplo de tal perplejidad puede darnos la comparacin entre las ideas de un supuesto innovador poltico, el abate Viscardo, y un tratadista devuelto -precisamente por reaccin frente al movimiento revolucionario- a una defensa sistemtica de las posiciones polticas heredadas, el madrileo Domingo Muriel, jesuita y, antes de la expulsin, profesor en la Universidad cordobesa.

    3 El pasaje pertenece a la "Carta circular sobre el catecismo real', de 1790, publicada en canas pastorales, cit., pg. 198. 4 En la misma Carta, op. Cit., pg. 201. El subrayado es de San Alberto. 5 Epstola latina a Po VI. de 1791. en op. cit.

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    No slo Muriel, tambin Viscardo deba su formacin primera a la Compaa; si la expulsin lo lanz a una existencia que en su montona miseria no careci de aspectos aventureros, no parece haber agregado elementos esenciales a su mundo cultural. Es por lo tanto notable que, cuando le toca fundamentar sus posiciones en la Lettre aux espagnois amricains, nada trasluzca en ella de ese legado poltico de los escolsticos espaoles que la Compaa habra conservado celosamente. Notable; pero, como ha sealado su docto bigrafo, el P. Batllori, no sorprendente: "... en realidad, Viscardo no slo no los cita, sino que es muy posible que ni siquiera los conociera. Las discusiones suaristas sobre el origen del poder no llegaron a entrar normalmente en los cursos filosficos o teolgicos que se lean en los colegios de la antigua Compaa, al modo que se disputaba con calor de escuela sobre la esencia o la existencia, el probabilismo y la ciencia media"6. He aqu, parece, una aclaracin suficientemente explcita, y autorizada. No obstante, una vez sealado esto no se ha dicho todo. En efecto, el olvido de la poltica escolstica del Siglo de Oro no es sino una faz de una ruptura de ms amplio alcance: tambin la poltica barroca, sin embargo bien conocida a travs de juristas, moralistas y telogos an no olvidados, es incapaz de orientar el pensamiento de Viscardo. La ruptura total con la tradicin hispnica no sera sorprendente si Viscardo fuese en efecto un profeta de futuras situaciones revolucionarias. Pero este profeta del futuro se muestra en ms de un aspecto unido al pasado: la revolucin que invoca debe restaurar un derecho tradicional, recibido como herencia de sangre por una de las estirpes americanas. Las aspiraciones frustradas, los resentimientos -la palabra asimismo empleada por el P. Batllori, me parece del todo adecuada para caracterizar la actitud esencial de Viscardo- de los "espaoles americanos", de los criollos descendientes de los conquistadores, ante los orgullosos advenedizos peninsulares que el progreso comercial y el desarrollo de la administracin bajo la monarqua ilustrada se encargan de diseminar por las Indias, forman el ncleo sentimental del alegato de Viscardo. Ahora bien, cmo justificar esa actitud, ms all del plano del puro sentimiento, como legtima defensa de un derecho ofendido? El mismo Viscardo advierte que su tarea no es fcil, y al emprenderla parece algo perplejo. Sin duda, los criollos descienden de aquellos conquistadores que ganaron Amrica con su propia fatiga, peligro y gasto, y la lega ron por lo tanto como herencia legtima a sus descendientes. La legitimidad as defendida es entonces la de un orden poltico que debe repetir la estructura de la sociedad indiana: la vasta multitud de castas de color regidas por una aristocracia legalmente -si no siempre tnicamente- blanca, que deriva su derecho hereditario al gobierno del hecho originario de la conquista. A pesar de todo esa legitimidad no es fcil de defender. Los espaoles tienen sobre las Indias "un droit qui, sans tre le plus juste, tait au moins meilleur que celui des anciens Goths d'Espagne"7. Esta reticente afirmacin de derechos posee validez complete contra los peninsulares, y en especial contra el rey de Espaa, sucesor del linaje gtico en el trono de Recaredo.

    6 Miguel Batllori, S. I El abate Viscardo. Histora y mito de la intervencin de los jesuitas en la independencia de Hispanoamrica, Caracas, 1953, pg. 147. 7 Lettre aux espagnols amricains, Filadelfia (Londres), 1789. Reproduccin fotogrfica en apndice a la obra citada, n. 6. pg. 3.

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    La tiene mucho menor frente a los otros grupos humanos que integran la poblacin indiana, en cuyo nombre no quiere hablar Viscardo. Este advierte con claridad que, a la luz del iusnaturalismo ilustrado o rousseauniano, las pretensiones de la minora blanca resultaran injustificables, y evita cuidadosamente confrontarlas con esos sistemas de ideas. Pero deja de lado a la vez la ideologa jurdico-poltica que mejor se adecuara a las concretas aspiraciones expresadas en la Lettre: ese organicismo barroco que -arraigado en Indias en el momento mismo en que se consolidaba la jerarqua social y racial que Viscardo quiere trasladar a la organizacin poltica- sirvi desde su introduccin como justificativo terico de esa estructura apoyada en desigualdades trasmitidas con la sangre; ya Solrzano, para poner tan slo un ejemplo ilustre, lo haba utilizado para explicar la condicin inferior de los indios. Esa ideologa, que expresara mejor que ninguna otra lo que Viscardo quiere decirnos, es ignorada por ste. Es en cambio el legado ilustrado, en manifestaciones marginales que conservan indirectamente el recuerdo de esta concepcin ya arcaica de la sociedad, el que habr de utilizarse. En este sentido no est ya tan feliz el P. Batllori cuando adscribe a la enseanza de Rousseau lo esencial del ideario de Viscardo. Antes que Rousseau hay que tomar en cuenta a Montesquieu, el terico de los poderes intermedios, el erudito que conserva, en el nuevo clima del setecientos, la fidelidad a una realidad compleja y hasta laberntica que debe al pensamiento jurdico barroco. Una apenas secreta afinidad de aspiraciones polticas explica la tenacidad del influjo que ejerci sobre Viscardo el modernizador y defensor de la thse nobiliaire. Pero aun la enseanza de Montesquieu es insuficiente para aportar justificaciones a la pretensin de un grupo minoritario que quiere derrocar revolucionariamente a otro para heredar el ejercicio de los mismos privilegios que proclama injustos. Viscarcio debe buscar entonces justificaciones adicionales mediante una deformacin sistemtica de la verdad: esta minora formada por los "espaoles americanos" habla en nombre de la totalidad de los oriundos de Indias, gracias a una espontnea delegacin de las castas, las cuales ven en ella su natural tutora poltica8. Afirmacin que, a la luz de la historia poltica peruana de las dos ltimas dcadas del sig'o XVIII, revela su total arbitrariedad; pero que resulta a la vez imprescindible para mantener en pie la frgil construccin ideolgica de Viscardo. Frgil como es, esa construccin no ser, sin embargo, revisada. El arcasmo esencial de las aspiraciones poltico-sociales de Viscardo se envuelve as de un modernismo ideolgico que est lejos de favorecer la coherencia de su pensamiento. Pero que parece ineludible: hasta tal punto se ha perdido el prestigio, y aun el recuerdo, detradiciones polticas que haban logrado, sin embargo, sobrevivir largamente en la poca de florecimiento del despotismo ilustrado espaol.

    8 As en el informe a John Udny, cnsul britnico en Liorna, sobre el movimiento de Tpac Amaru, del 30 de setiembre de 1781, op. cit., pgs. 24-208, pg. 205: Questi (sc. misti, mulatti liberi, ecc.) hanno sempre conservato tale rispetto ed amore verso i creoli, che in qualunque occasione ad un solo cenno si sarebbero per essi sacrificati.

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    La ruptura con el legado tradicional es todava ms clara y significativa en el escrito de Muriel. Los Rudimenta iuris naturae et gentium libri duo9 publicados en Venecia en 1791 por el desterrado jesuita, se ubican en efecto en la corriente del iluminismo catlico que tuvo sus ms altos exponentes en el admirable grupo mexicano: se trataba para estos estudiosos de la historia, de la filosofa, del derecho, de dar al catolicismo una suerte de carta de ciudad en el nuevo clima cultural de la Ilustracin, fundamentando sobre principios aceptados por sta los sostenidos tradicionalmente por la Iglesia (caracterstico entre todos de tal actitud podra ser el reproche del mejicano Clavigero a Robertson, quien en su historia elimina sistemticamente toda intervencin de lo sobrenatural cristiano; esa decisin es recusada en la medida en que se toma previamente a toda experiencia, y es mantenida en contra de la que -segn Clavigero- la desmiente ms de una vez. Lo que se reprocha a Robertson es entonces menos su incredulidad que su dogmatismo10. Ese esfuerzo -en plano sin duda ms modesto- lo contina Muriel en un momento histrico en el cual se halla ya en tela de juicio lo que lo fundamentaba: una confianza en la renovacin de la cultura y las ideas que pareca posible devolver a cauce cristiano. Lo contina, entonces, con modalidades propias: as por ejemplo la palabra misma novedad vuelve a tener en l, como en los seguidores del pesimismo barroco, un valor negativo. Pero, por mucho que advierta los daos polticos que la renovacin cultural est trayendo consigo, tampoco Muriel es capaz de reconstruir un sistema de ideas y nociones que no dependa totalmente de las descubiertas o manejadas por los ilustrados. Frente a la Revolucin Francesa, gracias a la cual nuestra edad ofrece a la posteridad un ejemplo nuevo, y de veras novedoso", frente al constitucionalismo, que todava tiene por cosa moderna, de "ayer o anteayer", Muriel eleva una protesta articulada sobre las nociones que fundamentan aquello que recuse. El mismo modo en que escribe su tratado, no ya en el estilo analtico y exhaustivo de la escolstica moderna, ni a la manera ms sentenciosa y breve preferida por la poltica barroca, ubica a Muriel en la corriente ilustrada; lo que compone en su latn que imita la sintaxis laxade una lengua moderna es una suerte de ensayo en donde el pensamiento discurre con una libertad amable para el lector: cada problema general del derecho natural y de gentes es por otra parte inmediatamente referido a problemas particulares de la Amrica hispana, con una preocupacin que hace a Muriel partcipe del nacionalismo cultural que caracteriz a los jesuitas hispanoamericanos en el destierro. Su obra es, entonces, menos un mnimo esquema sistemtico del derecho natural y de gentes que un examen de algunos de los problemas planteados por la colonizacin a la luz de esos principios jurdicos. Dicho examen es realizado por Muriel a partir de una formacin jurdica recibida en su mayor parte de autores protestantes, cuyas opiniones, hasta las claramente enderezadas contra la Iglesia, conoce y cita, as sea para

    9 Rudimenta iuris natura. et gen tium libri duo auctose. D. Cyriaco Morelli Prebytero olim in universitate neo-cordubensi in Tucumania publico professore, Venecia, 1791 (Hay traduccin espaola sumamente defectuosa de Luciano Abeille: C. Morelli, Elementos de derecho natural y de gentes. Buenos Aires, 1911). 10 Rudimenta, cit., pgs. 268-69.

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    refutarlas. Heinecio es el autor ms frecuentemente mencionado; junto a l, ms de una vez, Grocio, Thomasius y Puffendorf. Pero las noticias que tiene Muriel acerca de la prehistoria doctrinaria del pactismo liberal moderno son an ms ramificadas; por ejemplo, cita todava a Hotman y su Franco-Galia, a Junio Bruto Frente a ese caudal doctrinario que fundamente, bien un liberalismo apenas esbozado, bien un absolutismo del todo separado de su trasfondo religioso, Muriel no va a tomar sistemticamente distancia; hemos visto ya que su actitud es la opuesta: la de hacer suya esa herencia despojndola de su orientacin anticatlica. Es preciso agregar que Muriel ha entendido de modo algo estrecho su misin? Si no fuese as habra advertido lo que tena ella de absurdo. No es sorprendente, entonces, que su defensa del catolicismo suela limitarse a una defensa, en el plano jurdico, de las instituciones eclesisticas, como la que va implcita en su negacin de la concepcin de la repblica como un conjunto de familias; la monarqua papal es un ejemplo que demuestra la falsedad de esa doctrina11. O tampoco sorprende que se vuelque en una apologa de figuras histricas que en el pasado sirvieron a la Iglesia y por ello sufren injusta censura; as, cuando, contra la opinin expresada en la Enciclopedia, defiende el matrimonio de Felipe ti y Mara Tudor12. Pero lo que haba de incompatible entre la entera imagen de la realidad que la Iglesia haca suya, y la implcita en los autores de cuya doctrina depende, Muriel no lo advirti nunca del todo, ms all de las demasiado evidentes divergencias en puntos de detalle. Un recelo ms sistemtico frente al legado doctrinario que utiliza podemos descubrirlo en cambio en el plano de la pura teora poltica; aqu s, alertado por acontecimientos muy recientes, Muriel busca con sagacidad despierta las bases tericas de esos mismos hechos, la fuente doctrinaria de la recin comenzada -y ya horrible revolucin. Tal actitud explica la marcha misma del pensamiento de Muriel en cuanto se refiere a las teoras acerca del origen del poder. Muriel se muestra aqu partidario de un pactismo moderado por el temor a sus corolarios prcticos. Ese pactismo aparece conformado por la opinin de muy numerosos autores antiguos y modernos: lo esencial de l ha sido recogido de sus maestros preteridos, los tratadistas del iusnaturalismo alemn moderno. As, en cuanto al origen de la sociedad poltica, si prueba su carcter universal sobre ejemplos antiguos tomados de Salustio, Esnabn, Valerio Flaco, Plinio, Homero, y los aportados por los pueblos primitivos modernos a travs de testimonios de misioneros de la Compaa, la nocin misma de la universalidad del lazo poltico la debe sin embargo a Kolb y Heinecio. Nuevamente, en cuanto al fin de la sociedad, si ste se le aparece definido por un texto de San Pablo, a su vez ese texto ha sido hallado en Heinecio, quien ya lo utilizaba para el mismo fin. Sin duda Muriel recuerda que la Vulgata trae una leccin un poco diferente respecto de las palabras, y sugiere que el cambio en el texto latino empleado por los protestantes -la sustitucin de castitate por honestate- viene del poco caso que los reformados hacen de esa primera virtud13. Pero la maliciosa

    11 Op. cit., pg. 260. 12 Op. clt., Disputatio VI, `Di socletatis clvilis origine, forma et affectionibus seu proprietetibus", pg. 265. 13 Op. clt., Disp. clt., pg. 267.

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    tentativa de independencia no oculta la derivacin ideolgica del sistema iusnaturalista que Muriel construye. A partir de aqu proseguir Muriel con marcha poco original: afirma la naturalidad del vnculo civil entre los hombres, en cuanto es ordenado por la naturaleza de las cosas y por el Autor de esa naturaleza; ve una confirmacin de dicha verdad en la divisin del trabajo, que sola hace posible la supervivencia de la humanidad y que presupone el lazo social. La necesidad material indigentiaJ ha llevado entonces a los hombres a formar ciudades; por otra parte, tambin es necesario que las haya para el progreso de las ideas y las costumbres. En este punto, Muriel, apoyado en el descubrimiento del carcter social y prctico de la tarea intelectual realizado por la Ilustracin, se aparta decididamente de Heinecio. Junto a esta concepcin tan moderna del origen de la ciudad, Muriel acepta otras ms tradicionales: as, tambin para l, la ciudad surge como medio de defensa colectiva de los buenos y pacficos contra los malos depredadores; en este caso podr citar en su apoyo a todos los maestros, a Puffendorf y Thomasio junto con Heinecio. Menos feliz encuentra la vieja concepcin cristiana que vea en el nacimiento de la ciudad una consecuencia de la cada, en Can al prototipo de los fundadores. Sin duda, admite Muriel, Can fund una ciudad; no fue ella sin embargo ni la primera ni la nica, y de este hecho no podra deducirse que todas las ciudades tengan el mismo origen improbus de la fundacin por el fratricida14 Se revela aqu, a travs de la recusacin de la enseanza simblica, de alcance universal, del relato bblico, reducido a las fundaciones de cualquier relato histrico, la distancia que separa a Muriel de la tradicin religioso-cultural que sin embargo defiende con sincero empeo en medio de circunstancias hostiles. Pero si Muriel se entrega con tan extrema (e infundada) confianza a las sugestiones de la renovada cultura europea, su recelo renace -como se ha visto ya- apenas cree advertir que ellas llevan a conclusiones opuestas al autoritarismo poltico al cual -frente a la ya desencadenada revolucin- se atiende con desesperada firmeza. Tras de afirmar el origen pactado del poder poltico, y de sus modalidades, Muriel limita las consecuencias de esta afirmacin recordando que sin embargo un conquistador podra luego de su victoria imponer a los vencidos, con los que integrar una sociedad poltica, un pacto ms duro para cuya vigencia no sera preciso el consentimiento de los sometidos, Robustece esta afirmacin mencionando circunstancias de hecho en que los vencedores se condujeron en efecto de esa manera, tomadas de textos de Dionisio de Halicarnaso y San Len el Grande15. Muriel parece no advertir la insuficiencia de una argumentacin que confunda el hecho y el derecho. Mayor alcance tiene, no obstante, la recusacin de uno de los corolarios posibles de la teora del origen pactado del poder: el que afirma la superioridad del pueblo, fuente de la soberana, sobre el magistrado que de l la ha recibido. Muriel acepta que este corolario parece a primera vista inevitable, y en efecto su refutacin es extremadamente endeble. El fin de

    14Op. Cit., Disp. cit., pg. 269. 15Op. Cit., Disp. cit., pg. 287.

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    todo lazo poltico era -recuerda Muriel- la tranquilidad de los por l agrupados, "y la mucha experiencia de siglos -agrega- y lo que al presente trascurre, ensea que es imposible la tranquilidad de la repblica si el rgimen establecido es revocable por el pueblo y pasible de abrogacin". El testimonio de la experiencia, acaso menos unvoco de lo que Muriel supone, es cuanto puede invocar en apoyo de su tesis. Lo que construye Muriel bajo la urgencia de la gigantesca crisis poltica que ve agrandarse con angustia, lo que construye a partir de un iusnaturalismo que no ha sido pensado del todo para eso, es entonces algo menos original de lo que hara pensar la misma endeblez, la misma improvisacin que caracteriza la marcha de su pensamiento. En efecto, Surez ha elaborado ya, con mucha mayor riqueza y hondura, una solucin sustancialmente autoritaria que parte de supuestos pactistas; pero Muriel, evidentemente, la ignora; de lo contrario no apoyara la suya en supuestos tan triviales. Esa ignorancia se hace an ms evidente en otro pasaje de los Rudimenta, en el cual se alude al tema encarado por Surez en la Defensio fidei, y enparticular a los derechos patrimoniales que el rey de Inglaterra invoca sobre los bienes eclesisticos de su reino. De nuevo aqu Muriel prescinde de la slida construccin doctrinaria de Surez, y sale del paso con una historia chistosa. No es entonces la necesidad de reaccionar contra la convulsin revolucionaria la que impulsa a Muriel a abandonar la bandera suareciana16; por el contrario, el espritu mismo de su respuesta al avance revolucionario lo ubica en la lnea de Surez; slo una ignorancia no afectada, sino real, puede explicar por lo tanto la ausencia de las enseanzas del maestro de Coimbra en el sistema de ideas expuesto en los Rudimento. Ignorancia que tendemos a poner en primer plano porque toda una escuela se obstina en negarla; de hecho es tan slo un aspecto de una ignorancia ms vasta: tambin Muriel ha renunciado ya a lo esencial del legado ideolgico-poltico espaol; su total modernizacin significa a la vez una europeizacin ms marcada que la de los ilustrados que pudieron continuar su trayectoria en la Pennsula. Esa europeizacin se advierte en el sistema de idees, pero tambin en la imagen de la realidad poltica que est implcita en sus Rudimenta. La defensa de la monarqua, que es el objetivo primero de Muriel, no lo es ya de la monarqua espaola, ni en rigor de ninguna histricamente concreta. Acaso era excesivo pedir del injustamente desterrado una defensa del todopoder que con tanta dureza lo haba agraviado; sin embargo an ms decisiva es la creciente decadencia del prestigio de la monarqua espaola, que sobrevive mal a la ruina de la francesa. Resulta visible que la innovacin aportada por Muriel es predominantemente pero no exclusivamente de ideas: su obra de sbdito leal, de celoso defensor de la monarqua, tiene en su origen una conciencia an ms viva

    16 Tal es en efecto la interpretacin que de la (para l) desconcertante ausencia de todo influjo de Surez en Muriel da el P. Furlong (Nacimiento y desarrollo, cit., pg. 598). Muriel -asegura el P. Furlong- "era suarista, como se colige de todos los escritos"; pero, impresionado por los sucesos revolucionarios, busca colocar "la autoridad real fuera del alcance de la multitud" (en tanto que Surez parece colocarla, segn el P. Furlong, a merced de sta). Por ello, "Muriel, en la convusionada Europa, haba abandonado la bandera suareciana").

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    de la crisis en la cual esa monarqua se debate que la de un rebelde como Viscardo. Viscardo y Muriel la vean desde fuera, como una consecuencia todava atenuada de la gran crisis revolucionaria; contemplaban adems a Espaa, con visin ajustada al panorama mundial, como una potencia que sobreviva difcilmente en medio de una larga rivalidad con otras ms poderosas. No es entonces extrao que hayan advertido, desde el momento mismo en que la crisis se abra, la gravedad que estaba destinada a adquirir, lo casi inevitable de un desenlace ruinoso para la supervivencia de la monarqua catlica espaola. Vista la situacin espaola desde adentro, desde una posesin remota, el descubrimiento de la crisis que en ella anidaba no poda ser sbito: es el fruto de las enseanzas de una historia larga y compleja. Cmo se dio en el Ro de la Plata el descubrimiento de que la monarqua tutelar y prvida cumpla cada vez ms insuficientemente su misin, a la espera de dejar de cumplirla en absoluto, es algo que podremos indagar siguiendo la evolucin de las posiciones polticas de los economistas ilustrados de Buenos Aires. En ellos la actitud ilustrada no triunfa tan slo gracias a su creciente prestigio cultural; satisface adems exigencias nacidas de la situacin histrica en que se halla Buenos Aires al finalizar ese siglo XVIII que ha asistido a su rpido desarrollo comercial y ganadero; la vuelta de toda teora hacia la accin, su necesaria dimensin prctica, son datos que los economistas porteos no recogen tan slo como aspectos tericos de una constelacin cultural rpidamente modernizada, sino adems como sistematizacin de la actitud que espontneamente llevan ellos mismos al examen de una realidad rica en problemas, pero tambin en posibilidades ya cumplidas, en la cual se sienten firmemente incluidos. Tal convergencia de prestigio cultural e incitaciones de la situacin histrica concreta cuya clave pretende buscarse mediante esa prestigiosa ideologa, explica que en el grupo porteo la actitud ilustrada se haya adoptado ms completamente que en otros de lo que va a ser la Argentina; que en dicho grupo se comprenda mejor el sentido ltimo de la renovacin iluminista. Esa vuelta del pensamiento hacia una accin filantrpica, es decir, destinada a mejorar el lote de los hombres en esta tierra, es en efecto sealada por los economistas porteos con un vigor antes desconocido. En Vieytes se subraya a travs de la contraposicin entre el sabio encerrado en "el silencio de su gabinete" y el "pobre habitante de la campaa", quien no goza de las ventajas materiales que son el fin ltimo de esas conquistas cientficas17. As, para Vieytes, el conocimiento si no alcanza eficacia en el plano de la accin queda mutilado de la dimensin que, ella sola, podra validarlo. Para los ilustrados porteos, como para toda actitud iluminista que ha llegado a la plena conciencia de su peculiaridad, el saber se transforma en un acto de dominio y a la vez de conocimiento de la realidad, que halla su justificacin al volcarse en la nica empresa que dignamente

    17 En el Prospecto del Semanario de Agricultura. Industria y Comercio, repr. en J. H. Vieytes, Antecedentes econmicos del. Revolucin ce Mayo, ed. de Flix Weinberg. Buenos Aires, 1956, pg. 138, Este texto data de 1802.

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    puede llamarse humana: la conquista progresiva del mundo natural, que implica a la vez su humanizacin creciente. - Esta concepcin del saber no es sino un aspecto de una imagen nueva de la vida del hombre, como aventura profana y terrena. La innovacin esencial del pensamiento ilustrado es, tambin ella, aceptada lcidamente por los economistas de la Ilustracin portea, quienes precisamente por esa lucidez alcanzan un tono propio en medio de la ms compleja y ambigua actitud ilustrada triunfante desde hace ya decenios en casi toda Hispanoamrica. Preparar un futuro mejor en esta tierra es, para Vieytes, un fin que basta para justificar todo sacrificio18. La posteridad es entonces el beneficiario ala vez que el juez de los esfuerzos del presente: a ella se ofrenda la renuncia a una posible felicidad inmediata, y su agradecida bendicin ser premio suficiente para ese sacrificio. As vista, la posteridad es -tal como la llama Vieytes- un dolo, el heredero profano de un fervor que antao fue religioso. Este fervor nuevo no es incompatible con la fe tradicional; pero tampoco la implica, aunque da un tono peculiar a la piedad ilustrada, dispuesta a ignorar obstinadamente la parte que en los hombres y el mundo la imagen cristiana haba adscripto con mayor realismo al mal. Colocados en el trnsito -que supondramos doloroso- entre una imagen trascendente y una profana de lo real, los ilustrados no vivieron trgicamente esa interna escisin; ms exactamente, no la vivieron como escisin: tendieron a sumar cantidades que juzgaramos inconmensurables. Pero en todo caso lo que los define no es la lealtad, guardada por la mayora, a la fe tradicional; es la solidaridad de todos ellos en una empresa comn, que tena por supuestos los de la nueva concepcin de lo real que la Ilustracin iba elaborando. La nueva orientacin del saber, la nueva tica, son entonces a la vez aspectos y consecuencias de una nueva imagen de la realidad que los economistas de la ilustracin portea aceptan con una amplitud hasta entonces desconocida en estas regiones. Esa imagen, que se caracteriza por volcar sus contenidos tericos en lneas de accin, est en el origen de un programa poltico mucho menos renovador de lo que habra podido esperarse. Para la accin estatal concebida como medio de progreso econmico, los economistas porteos buscan apoyo en los viejos protagonistas de la vida pblica espaola: la Corona y la Iglesia. Estos corolarios polticos tan escasamente innovadores de planteos iniciales que en cambio innovan en grado sumo son el fruto de una corriente de pensamiento ms leal a sus puntos de partida de lo que podra parecer a primera vista. En efecto, todo el prestigio cultural alcanzado por los principios de la nueva economa no bastaba para ocultar a los economistas porteos que su aplicacin literal al mbito hispnico era imposible. Ese descubrimiento estaba en a base de la adhesin de los ilustrados a la monarqua absoluta: hemos visto ya cmo tal adhesin era propia de comarcas en donde las fuerzas existentes en el cuerpo social resultaban incapaces de orientar por s mismas el proceso de modernizacin tcnica y econmica considerado indispensable. All el poder poltico deba suplir el escaso vigor, la audacia

    18 Op. cit., n.17, pg.131.

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    an ms escasa de esas fuerzas. Pero con ello -consecuencia tericamente ineludible de este dato de la realidad- era la economa misma la que quedaba subordinada a la poltica. Esta conclusin es menos incompatible de lo que parece a primera vista con el liberalismo econmico que, segn no se fatigan de repetir nuestros manuales, caracteriza a la Ilustracin. Ese liberalismo se resuelve, en efecto, en el descubrimiento de un sector de realidad regido por leyes que le son propias y que no podran ignorarse impunemente. Pero acatar esas leyes no significa someterse de modo pasivo a sus consecuencias; implica, por el contrario, la pretensin de orientarlas en un sentido determinado; como a la naturaleza, a la economa slo se la domina obedecindola. El aludido dominio no supone tan slo la exigencia de un poder poltico que oriente al proceso econmico; parte de una hiptesis de ms amplio alcance: la de la incapacidad de la ciencia econmica para fijar finalidades al proceso que estudia, lo cual limita su papel a indicar qu caminos conducen a metas que no corresponde a ella establecer. Para sealar a travs de un concreto ejemplo cules son las consecuencias de esta actitud: en el pensamiento de Vieytes como en el de Belgrano el principal esfuerzo de la poltica econmica deba tender en el Ro de la Plata a atajar el deslizamiento hacia la monoproduccin ganadera. Sin embargo, ambos advierten muy bien que dicho deslizamiento est en cierto modo inscripto en las cosas mismas, y lo demuestran en prrafos donde exponen cmo en ese proceso vienen a cumplirse las recin descubiertas leyes de la Economa. En el juicio de Dios de la concurrencia, la ganadera alcanza -parece- un triunfo legtimo. Si se trata sin embargo de evitarlo es porque sus consecuencias contraran el ideal tico y poltico de los economistas porteos. Sin duda ese ideal no es muy distinto del que est en los supuestos de la economa liberal moderna: el ideal poltico es el de una sociedad libre, que halla su equilibrio gracias a la suma de los esfuerzos individuales de quienes la integran; el ideal tico es el del trabajo productivo, vuelto hacia la conquista del mundo material. Pero el juego automtico de las tuerzas econmicas no asegura, en el pensamiento de nuestros economistas ilustrados, la realizacin de esos ideales; su propia posicin marginal respecto del centro de aceleracin econmica del siglo XVIII les permite descubrir mejor, a travs de ejemplos ntidos, que las fuerzas liberadas en ese proceso pueden no ser nicamente creadoras, sino por el contrario con mucha frecuencia destructoras, cuando se las deja libradas a s mismas. Razn de ms, entonces, para exigir la tutela de un fuerte poder poltico, que es en el mundo hispnico la Corona. La lealtad a la Corona, centro de agrupamiento de las fuerzas renovadoras, comienza por ser entonces la actitud poltica -por otra parte escasamente innovadora- de los economistas de la Ilustracin portea. Mas si, junto con el de la Corona, se invoca ahora constantemente el auxilio de la Iglesia, el llamamiento a esa otra gran fuerza tradicional se apoya tambin en fundamentos muy nuevos. Para una feliz aplicacin de las reformas el poder poltico no significa todo; es preciso todava hallar una multitud no hostil sino receptiva, todo un pueblo dispuesto a regenerarse gracias a las orientaciones de accin que el iluminismo proporciona. Embaladora ineludible ante ese pueblo es la institucin que l ms respeta: la Iglesia. Por ello el papel de la Iglesia es subrayado una vez y otra por Vieytes, el cual, en la persona de su hermano,

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    cura en la campaa de Buenos Aires, retrata al buen eclesistico tal como lo conceba la Ilustracin, no menos preocupado de la salud temporal que de la eterna de su grey19. Los economistas porteos se ven entonces a si mismos como los orientadores necesarios de una empresa de modernizacin dirigida por quienes han dirigido ya en el pasado la vida espaola: la Corona y la Iglesia. Pero precisamente cuando comienzan a enfrentar la empresa comienza la disolucin en los hechos del vnculo con la Pennsula; comienzan tambin esos largos aos opacos en que la monarqua espaola, para sobrevivir, se resigna a seguir en la estela de la nacin revolucionaria. El trnsito entre la esperanza inicial en la direccin de la Corona y la desilusin impuesta por los hechos est sobriamente reflejado por Belgrano en su Autobiografa: al cabo de aquella experiencia considera propio de un alucinado candor haber dirigido a Madrid memorias en las cuales sealaba el estado de las provincias rioplatenses, a fin de que en la Corte "pudiesen tomar providencias acertadas para su felicidad"20. Sin embargo, aunque lleno de la acritud aportada por la ruptura total con Espaa, ya producida cuando escribe su Autobiografa, Belgrano no se atreve a excluir del todo que hubiese entre los servidores metropolitanos de la Corona quienes se interesasen seriamente en la felicidad de los remotos sbditos americanos. Pero esto es, a juicio de Beigrano, excepcional; lo que su experiencia le permiti descubrir son ante todo "las intenciones perversas de los metropolitanos que por sistema conservaban desde los tiempos de la conquista". Esas torcidas intenciones, en los tiempos confusos que siguen a la Revolucin Francesa, se traducen en medidas "liberales e iliberales a un tiempo" inspiradas, por una parte, en el deseo de "sacar lo ms que pudiese" de las colonias, y por otra en "el temor de perderlas". No es necesario aceptar como literalmente exacta esta interpretacin de la conducta de la Corona en los ltimos veinte aos de su dominio sobre las Indias; la hiptesis general en la que viene a apoyarse -aqulla segn la cual durante todo su dominio los espaoles organizaron a sus Indias en un nivel de miseria e ignorancia deliberadamente buscado para impedir toda veleidad de emancipacin de parte de los sbditos ultramarinos21 -aunque muy difundida en tiempos de la guerra de Independencia, es evidentemente absurda22. En todo caso la opinin de Belgrano refleja muy bien la reaccin frente a una determinada poltica, sin duda menos deliberada, menos ajena a las imposiciones del momento de lo que gustaban de suponer quienes se consideraban sus victimas. -

    19 Cartas de J. H. Vieytes a un cura, pubi. en el Semanario desde el 13 de noviembre de 1805 hasta el 18 de iunio de 1806, sepr, en op. cit., pgs. 379 y sigs. 20 Manuel Beigrano, "Autobiografa", en Escritos econmicos, ed. de Gregorio Weinberg, Buenos Aires, 1954, pgs. 48-49. 21 Un reflejo de esa conviccin se encuentra, p. ej., en un texto muy tardo e ideolgicamente muy poco elaborado, como la Memoria" de Mariquita Snchez (Mariquita Snchez, Recuerdos del Buenos Aires Colonial, Buenos Aires, 1953), pg. 34: Todo estaba calculado por la Espaa, con una admirable sabidura. Estos pases eran sujetos con grillos de oro y la mayora ni comprenda que estaban presos. Los pocos que los sentan sufran el martirio, conociendo las grandes dificultades que tenan, para cambiar un orden de cosas tan bien arreglado y sin auxilios". 22 Y fue ya criticada tempranamente por Sarmiento, en el Progreso de Santiago, del 27 de setiembre de 1844, a propsito de las Investigaciones sobre el sistema colonial de los espaoles, de Lastarria. (Obras completas, ed. Nacional, II, pgs. 214-15).

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    En efecto, la monarqua ilustrada espaola haba realizado un esfuerzo muy serio para reorganizar, administrativa y econmicamente, las Indias. Ese esfuerzo se traduce en un conjunto de reformas desarrollado en torno a 1780; su aspecto ms clebre es, desde luego, la implantacin del Comercio Libre. Ahora bien, dicho Comercio Libre no est destinado a aflojar los lazos entre Espaa y las Indias, sino por el contrario a tornarlos ms complejos y sobre todo a adecuarlos a la nueva estructura econmica de Espaa, cuyo centro de gravedad se desplaza hacia el Norte, ms rpidamente tocado por los progresos econmicos y tcnicos del siglo. A travs de esta reforma la Corona busca mantener y acrecentar su control sobre las Indias, a la vez que asignarles un papel nuevo en el conjunto de la economa hispnica. Pero estas reformas econmicas (acompaadas de las poltico-administrativas que no se recordarn aqu) son seguidas de otras de inspiracin completamente diversa; puesto que estas ltimas estn destinadas, si alcanzan sus ltimas consecuencias, a quebrar el lazo econmico entre Espaa e Indias, se adoptan por la Corona sin entusiasmo, como una tentativa de canalizar y frenar un proceso que ya no puede eludir. Cul es el elemento determinante de ese proceso? El ciclo de guerras revolucionarias y napolenicas, que entre otras perturbaciones introduce una muy extensa del comercio ocenico. En el Ro de la Plata las etapas de esa poltica de progresiva adecuacin a una situacin hostil son la autorizacin para importar esclavos con buques de mercaderes porteos (1791), la de nacionalizar buques con ese fin (1793), la de comerciar activa y pasivamente con colonias extranjeras (1795), la otorgada a comerciantes y buques rioplatenses para intervenir en el comercio con la Pennsula (1796), la de comerciar con pases neutrales (1797). Cada una de estas decisiones, ineludibles dado el progresivo aislamiento entre Espaa y sus colonias, impuesto por la situacin guerrera, significaba sin embargo un reconocimiento cada vez ms amplio de ese aislamiento, una ruptura legalizada de lazos econmicos hasta entonces mantenidos con firmeza. La ruptura, aceptada sin entusiasmo, significaba al mismo tiempo un motivo de creciente prosperidad para Buenos Aires: en medio de la quiebra de estructuras comerciales tradicionales, la pequea ciudad austral constituye un centro comercial de rpido crecimiento; sus comerciantes llegan a lanzar buques al comercio ocenico. Comparando la prosperidad presente con la oscuridad an tan cercana, ms de un porteo habr coincidido con Vieytes en creer que haba tenido la fortuna de nacer "situado en el centro del Mundo comerciante" y de participar de la vida febril de una "Tiro sudamericana"23. En la valoracin de esa poltica -dura necesidad, o regalo de la fortuna recibido con reconocimiento-, deban desde luego distanciarse los servidores de la Corona y los economistas de la Ilustracin portea. El distanciamiento repercute tambin cuando se trata de fijar los alcances de aquella poltica: para los economistas porteos la Corona no era nunca lo bastante audaz en sus medidas de liberacin econmica; su cauteloso avance, cuya falta de espontaneidad advertan perfectamente, les pareca ocultar mal la intencin ltima de mantener lo salvable de un sistema que deprima las posibilidades locales para asegurar el predominio metropolitano.

    23 Vieytes, op. Cit., pgs. 148 y 268.

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    Este proceso no slo revela una divergencia de intereses e intenciones entre la Corona y los que comenzaron por buscar en ella un apoyo para sus esfuerzos reformadores: delata con claridad an mayor la creciente impotencia del gobierno metropolitano para enfrentar las derivaciones de una coyuntura histrica que le es demasiado sistemticamente hostil. La Corona, entonces, no slo no es una fuerza con que los ilustrados puedan contar incondicionalmente; ms grave es que est dejando de ser una fuerza. Ello obliga a una revisin, sin duda no deliberada ni sistemtica, del supuesto segn el cual la economa se daba subordinada a la poltica y guiada por sta. La experiencia de esos aos confusos pareca, en efecto, desmentirlo: ahora los cambios econmicos, que en su conjunto haban de verse como favorables, no eran introducidos por el poder poltico sino que se imponan a ste y lo obligaban a un poco espontneo sometimiento. El distanciamiento frente a la Corona, la prdida de prestigio de esta institucin, deban traer consigo un creciente acercamiento a las teoras econmicas ms ortodoxamente liberales; esa aproximacin significaba a la vez el reconocimiento del papel decisivo de las fuerzas econmico-sociales con las que era preciso entenderse directamente, pues resultaba imposible gobernarlas. De todo este proceso encontramos huella, por ejemplo, en la actitud cada vez ms vacilante de Belgrano frente al problema de la divisin de la propiedad rural; aunque todava el 23 de junio de 181024 contina proclamando que la mayor causa de atraso de la agricultura portea es la falta de propiedad de la tierra por parte de los labradores (y ve entonces la solucin en reformas jurdico-administrativas que suponen la existencia de un poder poltico fuerte e independiente de los econmicos), el 4 de agosto del mismo ao seala que es errneo buscar por esa va el progreso de la agricultura y que se lo encontrar por el contrario imponiendo una mayor disciplina en los trabajadores asalariados, gracias a la cual podr reducirse el costo de la mano de obra.25 As, la condicin de triunfo de una poltica se halla ya en que se inserte en la lnea de intereses de las fuerzas econmico-sociales poderosas. Si ahora se advierte tan claramente esa necesidad, es porque se han sacado las consecuencias necesarias del derrumbe de la autoridad monrquica y de la quiebra del lazo imperial. Pero, an mejor que en cualquier texto de Belgrano, la huella de esa nueva situacin se encontrar en la Representacin de los hacendados. Aqu la conversin al liberalismo econmico es total; aqu la Corona, a la que se dirigen perentorias splicas, no es sino un fantasma; el primer plano lo ocupan los comitentes del autor, esos hacendados seguros de su derecho, an ms seguros de su poder. Esta prosa sentenciosa y dura cierra un captulo en la historia del pensamiento rioplatense: la imagen del monarca como prvido y justo rbitro que reparte prosperidad y bienestar a sus sbditos, esa ltima versin fuertemente mundana de la "roca en forma de tejado" que -segn el smil bblico- guarece a sus sbditos de los azares y las tormentas de la historia, se ha disipado ya del todo. Tambin en este apartado rincn del mundo hispnico se ha tomado conciencia de la crisis de la institucin que durante tres siglos ha dominado, y no slo el plano poltico, la vida espaola.

    24 Belgrano, op. cit., pg. 158 (deI Correo de comercio, 23 de junio de 1810). 25 Belgrano, op. cit., pgs. 177-78 (deI Correo de Comercio, 4 de agosto de 1810).