Dick, Philip - Los Tres Estigmas de Palmer Eldritch
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LOS TRES ESTIGMAS DE PALMER ELDRITCHPhilip K. Dick
Título original: The Tree Stigmata of Palmer EldritchTraducción: Marcelo Tombetta© 1964 by Philip K. Dick© 2003 Ediciones MinotauroISBN: 8445073680Edición digital: SadracRevision: Sadrac, Ren&StimpyVersión 2.0
Lo que quiero decir es que debemos tener en cuenta que al fin y al cabo venimos del polvo. Sé que eso no es mucho para seguir adelante, pero no deberíamos olvidarlo. E incluso a pesar de esto, de este mal comienzo, no nos está yendo tan mal. De manera que, por mi parte, estoy convencido de que no obstante la pésima situación en la que nos encontramos, podemos salir adelante. ¿He sido claro?
De una audiocircular interna dictada por Leo Bulero a su regreso de Marte y difundida entre los consultores prefashion de Equipos PP.
1
Barney Mayerson se despertó con un insólito dolor de cabeza. Estaba en una habitación desconocida de un conapt desconocido. A su lado, con la sábana cubriéndole los hombros desnudos y tersos, dormía una chica desconocida que respiraba con la boca entreabierta y cuya cabellera era una mata blanca como el algodón.
Apuesto a que llego tarde al trabajo, se dijo. Se deslizó para salir de la cama y, tambaleándose, se incorporó; tenía los ojos cerrados y procuraba dominar la náusea que sentía. Sólo sabía que se encontraba a varias horas de viaje de su oficina, y quizá ni siquiera en Estados Unidos. Sea como fuere, estaba en la Tierra; la gravedad que le hacía perder el equilibrio era familiar, normal.
Y más allá, en la habitación contigua, al lado del sofá, un maletín conocido, el de su psiquiatra, el doctor Smile.
Descalzo, entró en el salón sin hacer ruido y se sentó junto al maletín; lo abrió, pulsó unos interruptores y se conectó al doctor Smile. Los contadores se activaron y el mecanismo emitió un zumbido.
—¿Dónde estoy? —preguntó Barney—. ¿Y a qué distancia me encuentro de Nueva York?
Eso era lo más importante. Entonces vio el reloj en la pared de la cocina del apartamento: eran las 7.30 horas. Todavía era temprano.
El mecanismo, que era la extensión portátil del doctor Smile y estaba conectado por medio de un microrelé con el ordenador del sótano de Renown 33, el conapt de Barney
en Nueva York, exclamó con una voz metálica:—¡Señor Bayerson!—Mayerson —lo corrigió Barney, alisándose el pelo con los dedos crispados—. ¿Qué
pasó anoche? —Sólo entonces, sintiendo a la vez una repulsión visceral, vio sobre la barra de la cocina las botellas medio vacías de whisky, de bitter y de agua mineral, los limones exprimidos y los cubos de hielo—. ¿Quién es esa chica?
—La chica que está en la cama es la señorita Rondinella Fugate. Roni, como ella misma le ha pedido que la llamara.
El nombre le sonó vagamente familiar y, en cierto modo, curiosamente relacionado con su trabajo.
—Oiga —dijo hacia el maletín. Pero justo en ese momento la chica comenzó a moverse en el dormitorio; Barney desconectó al doctor Smile en un santiamén y se incorporó, incómodo y avergonzado al estar sólo en calzoncillos.
—¿Ya te has levantado? —preguntó la chica con una voz somnolienta. Se levantó como pudo y se sentó frente a él. No está mal, pensó Barney tiene unos ojos grandes y hermosos—. ¿Qué hora es? ¿Ya está listo el café?
Barney fue a la cocina y encendió el hornillo; el agua para el café empezó a calentarse. Oyó el ruido de una puerta que se cerraba; la chica se había retirado al cuarto de baño. Se oía correr el agua. Roni estaba duchándose. Barney regresó al salón, y volvió a conectarse con el doctor Smile.
—¿Qué tiene que ver ella con Equipos PP? —preguntó.—La señorita Fugate es su nueva asistente; llegó ayer de la China Popular, era
consultora prefashion de Equipos PP en aquella región. De todas formas, aunque tenga talento, tiene muy poca experiencia, y el señor Bulero decidió que trabajar de asistente para usted durante un tiempo le permitiría... iba a decir «adquirir experiencia», pero no quisiera que me interpretara mal, dado que...
—Perfecto —dijo Barney.Entró en la habitación, encontró su ropa amontonada en el suelo —sin duda, tal como
él la había dejado— y comenzó a vestirse despacio. Sentía unas náuseas muy fuertes y cada vez le costaba más reprimir las ganas de vomitar.
—Tiene razón —le dijo al doctor Smile mientras volvía al salón abotonándose la camisa—. Recuerdo el informe del viernes sobre la señorita Fugate. Su talento conjetural es intermitente. Se equivocó con aquel artículo «Monitor con Escenas de la Guerra Civil Americana»..., creía que iba a tener éxito en la China Popular. —Se rió.
La puerta del baño se entreabrió; alcanzó a ver a Roni, que estaba secándose: rosada, limpia y satinada.
—¿Me llamabas, cariño?—No —respondió él—. Hablaba con mi médico.—Todo el mundo comete errores —sentenció el doctor Smile, algo ausente.—¿Cómo fue que ella y yo... —inquirió Barney señalando la habitación— en tan poco
tiempo...?—Es una simple cuestión de alquimia —respondió el doctor Smile.—Vamos, en serio.—Bueno, siendo ambos precognitores, habéis previsto la posibilidad de tener una
relación erótica. Así, después de tomar unas copas, habéis pensado: ¿para qué seguir esperando? Ars longa, vita brevis.
El maletín dejó de hablar porque Roni Fugate apareció, desnuda, en la puerta del baño; pasó sigilosamente frente a ellos y fue hacia la habitación. Barney pudo ver su cuerpo estrecho y esbelto, de un porte soberbio, los pechos pequeños y erguidos, con unos
pezones que no eran mucho más grandes que dos guisantes rosados. O, mejor dicho, dos perlas rosadas, pensó corrigiéndose.
—Quería preguntártelo anoche —dijo Roni Fugate—. ¿Para qué consultas a un psiquiatra? Dios mío, además lo llevas contigo a todas partes; no te has separado de él ni una sola vez y lo has dejado encendido incluso cuando... —Arqueó una ceja y lo miró inquisitivamente.
—Pero ahí mismo lo apagué —observó Barney.—¿Me encuentras bonita?Poniéndose de puntillas, de pronto se estiró, se pasó las manos por detrás de la
cabeza y, ante el asombro de Barney, se lanzó a una serie de frenéticos ejercicios, dando saltos y volteretas, sacudiendo los pechos.
—Claro que sí —susurró él, desconcertado.—Calculo que pesaría una tonelada si cada mañana no hiciera estos ejercicios de la
Unidad de Artillería de la ONU —dijo Roni Fugate, jadeante—. ¿Querrás servir el café, cariño?
—¿De verdad que eres mi nueva asistente en Equipos PP? —preguntó Barney.—Por supuesto. ¿Acaso no lo recuerdas? Me parece que eres como la mayoría de los
mejores precogs: ves el futuro con tanta claridad que apenas tienes vagos recuerdos del pasado. Y de anoche, ¿qué recuerdas exactamente?
Roni interrumpió los ejercicios, jadeando.—Bah, creo que todo —respondió él vagamente.—Escucha. El único motivo por el que te paseas con un psiquiatra es porque has
recibido la convocatoria al servicio militar, ¿no es cierto?Tras una pausa, Barney asintió. De eso sí que se acordaba. Había recibido el famoso
sobre alargado y azul verdoso una semana antes; el miércoles próximo le tocaba pasar la prueba psicológica en el Hospital Militar de la ONU, en el Bronx.
—¿Te ha servido? —preguntó ella señalando el maletín—. ¿Te ha hecho sufrir lo suficiente?
Barney se volvió hacia la extensión portátil del doctor Smile:—¿Y a usted qué le parece?El maletín respondió:—Desgraciadamente, señor Mayerson, es usted todavía absolutamente apto para el
servicio; puede soportar hasta diez freuds de estrés. Lo siento. Aunque todavía nos quedan algunos días, acabamos de empezar.
Roni Fugate fue a la habitación, recogió la ropa interior y empezó a vestirse.—Imagina —dijo ella, pensativa—. Si te reclutan, mi querido Mayerson, y te mandan a
las colonias... quizá podré ocupar tu puesto. —Sonrió y dejó ver una hilera de dientes blancos y simétricos.
Era una perspectiva nada halagüeña. Y frente a ella el talento de precog no podía ayudarlo: el resultado pendía graciosamente, en perfecto equilibrio, de la balanza de las futuras relaciones de causa y efecto.
—Tú no podrías hacer mi trabajo —dijo él—. Ni siquiera pudiste hacerlo en la China Popular, donde la situación es relativamente simple en cuanto a la determinación de preelementos.
Pero algún día ella iba a poder; eso era algo que él podía prever claramente. Era muy joven y desbordaba talento innato: para igualarlo —y no había otro como él en su oficio— sólo necesitaba unos años de experiencia. A medida que tomaba conciencia de su situación fue despertándose del todo. Era muy probable que fuera reclutado y, aunque no lo fuera, Roni Fugate podía arrebatarle el puesto sin ningún problema, ese puesto tan
envidiable y entrañable, por el que había trabajado pacientemente durante trece años.Ante esta situación harto delicada, no se le había ocurrido nada mejor que acostarse
con ella. Y ahora se preguntaba cómo había podido llegar a eso.Barney se inclinó hacia el maletín y dijo en voz baja:—Me gustaría que me dijera por qué diablos, con todos los problemas que tengo,
decidí...—Yo puedo decírtelo —gritó Roni Fugate desde la habitación. Se había puesto un
suéter verde claro ajustado y se lo abotonaba frente al espejo del tocador—. Tú me lo dijiste anoche, después del quinto whisky con soda. Dijiste... —Hizo una pausa, le brillaban los ojos—. Es un poco vulgar. Dijiste: «Si no puedes con ellos, únete a ellos». Sólo que, lamento decirlo, el verbo que usaste no fue precisamente «unirse».
—Hum —dijo Barney, y fue a la cocina a servirse una taza de café. De todas formas, no estaba lejos de Nueva York; obviamente, si la señorita Fugate trabajaba también para Equipos PP, debía encontrarse a una distancia razonable de su lugar de trabajo. Podrían incluso viajar juntos. Sería fantástico. Se preguntó si Leo Bulero, su jefe, lo aprobaría si llegaba a enterarse. ¿Había una política oficial de la empresa sobre los trabajadores que se acostaban juntos? Había, eso sí, una política para todas las cosas... Aunque le costaba entender cómo un hombre que se pasaba la vida en las lujosas playas de la Antártida o en las clínicas alemanas de Terapia Evolutiva tenía aún el tiempo de concebir reglas para cualquier eventualidad.
Algún día, se dijo para sus adentros, viviré como Leo Bulero, en lugar de quedarme en Nueva York a una temperatura de 82 grados...
Sintió un temblor bajo sus pies, el suelo vibró. El sistema de refrigeración del edificio se puso en marcha. Ya estaba amaneciendo.
A través de la ventana de la cocina asomó un sol ardiente y hostil, más allá de los edificios que se perfilaban en el horizonte. La reverberación le hizo cerrar los ojos. Sin duda, sería otro día infernal, el calor seguramente superaría esta vez los veinte wagners. No hacía falta ser un precog para adivinarlo.
En el conapt 492 —una numeración miserablemente elevada— de los suburbios de Marilyn Monroe, Nueva Jersey, Richard Hnatt desayunaba, distraído, y leía en el homeodiario, más distraído aún, el boletín meteorológico del día anterior.
El glaciar más importante, el Ol' Skintop, había bajado 4,62 grables en las últimas veinticuatro horas. Y, a mediodía, la temperatura de Nueva York había superado los 1,46 wagners del día anterior. Además, la humedad, debido a la evaporación de los océanos, había aumentado 16 selkirks. De manera que el clima era más húmedo y caluroso. La vasta procesión de la naturaleza avanzaba con fragor, pero ¿hacia dónde? Hnatt apartó el periódico y recogió el correo distribuido antes del alba... Hacía tiempo ya que los carteros no salían de día.
La primera factura que le llamó la atención fue la de los gastos de condominio por la refrigeración del apartamento. Una verdadera estafa. Le debía al conapt 492 exactamente diez pieles y media por el último mes, lo cual significaba un aumento de tres cuartos de piel con relación a abril. Algún día, pensó, hará tanto calor que nada impedirá que este lugar se derrita. Se acordaba de aquel día del 2004 en que su colección de elepés se había fundido en un bloque compacto a causa de una avería momentánea en el sistema de refrigeración. Ahora las cintas eran de óxido de hierro, y no se fundían. Y en aquella misma ocasión murieron en el acto todos los loros y los pájaros ming venusianos del edificio. Y la tortuga del vecino quedó achicharrada. Aquello había ocurrido durante el día, cuando todos —al menos los maridos— se encontraban en el trabajo. Las mujeres, en
cambio, se habían refugiado en el piso subterráneo más bajo, creyendo (se acordó de Emily mientras se lo contaba) que finalmente había llegado el momento tan temido. Y no era dentro de un siglo, sino en aquel preciso instante. Habían creído que las previsiones del Caltech eran erróneas... Pero, obviamente, no era así, sólo se trataba de la ruptura de un cabo de alimentación eléctrica; los culpables eran los de mantenimiento del servicio público de Nueva York. Los robots operarios habían acudido inmediatamente a repararlo.
Sentada en el salón y envuelta en una bata azul, su mujer barnizaba minuciosamente una pieza de cerámica, con la lengua entre los labios y los ojos brillantes... El pincel se movía diestramente y Hnatt enseguida adivinó que sería una buena pieza. La visión de Emily trabajando le recordó la tarea que le esperaba ese día: una tarea desagradable.
De mala manera, dijo:—Quizá deberíamos esperar antes de abordarlo.—Nunca tendremos un catálogo mejor —respondió Emily sin apartar la mirada de su
trabajo.—¿Y si dice que no?—Seguiremos adelante. ¿Piensas que vamos a abandonar sólo porque mi ex marido
no puede prever, o no quiere prever, el valor de estas piezas en el mercado?—Tú lo conoces, yo no —dijo Richard Hnatt—. No es vengativo, ¿verdad? No te
guarda ningún rencor, ¿no?Por lo demás, ¿qué rencor podía guardar el ex marido de Emily? Nadie le había hecho
daño, o en todo caso era al revés, al menos según lo que Hnatt llegó a entender de lo que Emily le había contado.
Era extraño oír hablar siempre de Barney Mayerson sin haberlo visto o conocido nunca. Pero ahora ya no sería así, pues tenía una cita con él a las nueve de la mañana en su oficina de Equipos PP. Por supuesto, Mayerson llevaría la voz cantante: podía echar una mirada fugaz al catálogo de piezas de cerámica y declinar la oferta con una excusa. No –diría–. A Equipos PP no le interesa miniaturizar estos objetos. Confíe en mi capacidad de precog, mi experiencia y mi talento prefashion para el marketing. Y Richard Hnatt se marcharía, con la colección de piezas bajo el brazo, sin saber a qué puerta llamar.
Miró por la ventana y comprobó con repulsión que el calor superaba ya los límites de la tolerancia humana; las arterias peatonales de pronto habían quedado desiertas, todo el mundo había corrido a refugiarse. Eran las ocho y media, había llegado el momento de salir; se levantó y fue al armario del vestíbulo a buscar el casco y la unidad de refrigeración obligatoria; la ley exigía que todos los usuarios del transporte público llevaran en la espalda, hasta el anochecer, una unidad de refrigeración.
—Hasta luego —le dijo a su esposa, deteniéndose en la puerta.—¡Hasta luego y buena suerte!Estaba cada vez más concentrada en el laborioso barnizado y de pronto él se dio
cuenta de que aquélla era la prueba de lo tensa que estaba; no podía parar, ni siquiera un momento. Abrió la puerta y salió al pasillo; sintió en la nuca el soplo frío de la unidad de refrigeración.
—¡Eh! —llamó Emily, mientras él comenzaba a cerrar la puerta; había levantado la cabeza y se había apartado el pelo castaño de los ojos—. Videofóname en cuanto salgas de la oficina de Barney, tan pronto sepas algo.
—De acuerdo —dijo Hnatt, y cerró la puerta.Bajando la rampa, entró en el banco del inmueble, retiró su caja fuerte y la llevó a una
habitación privada. Allí extrajo el maletín desplegable con el muestrario de las piezas de cerámica que pensaba enseñar a Mayerson.
Poco después se encontraba a bordo de una nave interinmueble isotérmica, rumbo al
centro de Nueva York y al imponente y pálido edificio de cemento sintético de Equipos PP, cuna de Perky Pat y de todos los accesorios de su mundo en miniatura. La muñeca que ha conquistado al hombre mientras el hombre conquistaba los planetas del sistema solar, pensó Hnatt. Perky Pat, la obsesión de los colonos. El símbolo de la vida en los planetascolonias... ¿Qué más necesitaba uno saber acerca de esos desgraciados que, de acuerdo con las leyes de la ONU sobre el reclutamiento selectivo, habían sido expulsados de la Tierra y se veían obligados a iniciar una nueva existencia alienígena en Marte, Venus o Ganímedes o en cualquier otro lugar al que a los burócratas de la ONU se les ocurriera depositarlos..., y que sobrevivían pese a todo?
Y nosotros aquí, quejándonos de que estamos mal, dijo para sus adentros.El sujeto sentado a su lado, un hombre de mediana edad que vestía un casco gris, una
camisa sin mangas y unos shorts rojos brillantes —una prenda muy de moda entre los ejecutivos—, observó:
—Nos espera otro día infernal.—Sí.—¿Qué lleva en esa caja tan grande? ¿El almuerzo para un refugio de colonos
marcianos?—Piezas de cerámica —dijo Hnatt.—Apuesto a que para cocerlas le basta con dejarlas fuera al mediodía. —El ejecutivo
se rió, después abrió el homeodiario en la primera página—. Parece que una nave proveniente del espacio exterior se ha estrellado en Plutón —dijo—. Enviaron a un equipo de reconocimiento. ¿Cree usted que se trata de esas criaturas? En realidad, no soporto las cosas que vienen de otras estrellas.
—Es más probable que se trate de una de nuestras naves de regreso de una misión —dijo Hnatt.
—¿Ha visto ya alguna de esas criaturas de Próxima?—Sólo en fotos.—Espeluznante —dijo el ejecutivo—. Si encuentran esa maldita nave en Plutón y
descubren una de esas cosas, espero que las aniquilen con láser; después de todo, tenemos una ley que les prohíbe entrar en nuestro sistema.
—En efecto.—¿Puedo ver sus piezas? Mi negocio son las corbatas. Las corbatas orgánicas
Werner, de imitación artesanal, en toda una gama de colores titanianos. Son como la que llevo puesta, ¿la ve? Los colores en realidad son una forma de vida primitiva que importamos y que luego criamos aquí, en la Tierra. El método con el que los inducimos a reproducirse es nuestro secreto industrial, como la fórmula de la CocaCola.
—Por un motivo similar —dijo Hnatt— no puedo mostrarle estas cerámicas, aunque lo haría con gusto. Son nuevas. Se las estoy llevando a un precog prefashion de Equipos PP; si decide miniaturizarlas para los accesorios Perky Pat, el negocio está hecho: sólo es cuestión de transmitirle la información al discjockey de Equipos PP, ¿cómo se llama?, ese que gravita alrededor de Marte...
—Las corbatas Werner de imitación artesanal son parte del kit de accesorios Perky Pat —le informó su interlocutor—. Su novio Walt tiene un armario lleno de corbatas. —Esbozó una sonrisa radiante—. Cuando Equipos PP decidió miniaturizar nuestras corbatas...
—¿Habló usted con Barney Mayerson?—No fui yo quien habló con él, se encargó nuestro director regional de ventas. Dicen
que Mayerson es un hombre difícil. Se deja llevar por impulsos, y cuando toma una decisión es irrevocable.
—¿Se equivoca alguna vez? ¿Ha rechazado alguna pieza que más tarde se haya
puesto de moda?—Por supuesto. Aunque sea un precog, no deja de ser un ser humano. Voy a decirle
algo que quizá pueda ayudarlo. Desconfía enormemente de las mujeres. Hace dos años que se divorció, pero todavía no se ha recuperado. Su mujer se quedó embarazada dos veces y el consejo directivo de su inmueble, creo que es el conapt 33, se reunió y votó la expulsión de ambos, por haber transgredido las reglas del edificio. Imagínese, el 33; con lo difícil que es acceder a esos apartamentos. De manera que él prefirió conservar el apartamento y divorciarse de su mujer, dejando que ella se mudara con el niño. Más tarde comprendió que se había equivocado y cayó en una profunda depresión; obviamente, se reprochaba haber cometido semejante error. Un error natural, sin embargo. Dios mío, ¿qué no daríamos usted y yo por tener un apartamento en el 33 o el 34? Nunca volvió a casarse; a lo mejor es un neocristiano. De todas formas, cuando vaya usted a venderle las piezas, tenga cuidado al abordar el tema «mujeres». No diga por ejemplo: «Esto gustará a las señoras» o algo parecido. La mayoría de las piezas vendidas al por menor son adquiridas...
—Gracias por el consejo —dijo Hnatt, levantándose; y, aferrando su maletín desplegable enfiló por el pasillo hacia la salida. Suspiró. La partida iba a ser ardua, quizás imposible; no podía hacer nada frente a las circunstancias de una época muy anterior a la de su relación con Emily y sus piezas, ésa era la clave del problema.
Tuvo la suerte de conseguir un taxi inmediatamente. Mientras lo transportaba por el tráfico laberíntico del centro, recorrió el homeodiario con la mirada y se detuvo con particular interés en la noticia sobre la nave que, según se decía, había llegado de Próxima para estrellarse en los helados páramos —¡vaya eufemismo!— de Plutón. Se conjeturaba que podía tratarse del renombrado magnate interplanetario Palmer Eldritch, quien diez años antes había salido rumbo al sistema Próxima, invitado por el Consejo Prox de Tipos Humanoides, para que modernizara las autofabs siguiendo el modelo terrestre.
Desde entonces, nada más se supo de Eldritch. Y ahora llegaba esta noticia.Será mejor para la Tierra que Palmer Eldritch no esté de vuelta, se dijo Hnatt. Palmer
Eldritch era un profesional solitario, extraño y asombroso; había hecho milagros durante la implantación de las autofabs en los planetascolonias, mas, como de costumbre, había ido demasiado lejos. Se habían amontonado bienes de consumo en lugares inverosímiles, donde ni siquiera existían colonos que pudieran aprovecharlos. Y se habían transformado en montañas de escombros que la intemperie corroía paulatina e inexorablemente. Tormentas de nieve, si es posible imaginar que todavía existen en algún rincón... Y pensar que quedaban lugares realmente fríos. Demasiado fríos, incluso.
—Hemos llegado a destino, caballero —le informó el taxi automático, deteniéndose frente a un edificio amplio pero casi completamente subterráneo. Equipos PP, con sus empleados circulando con aire eficiente por las distintas rampas termoprotegidas.
Pagó el taxi, saltó fuera y echó a correr por el espacio exiguo y abierto hasta la rampa de acceso, sujetando el maletín con ambas manos. Por un momento quedó expuesto a la luz desnuda del sol y sintió —o imaginó sentir— que crepitaba. Calcinado como un sapo, seco y sin linfa, pensó mientras alcanzaba a resguardarse en la rampa.
Se encontraba en el subsuelo; una recepcionista lo introdujo en el despacho de Mayerson. Las habitaciones, frescas y envueltas en una luz tamizada, invitaban a relajarse, pero él no podía; aferró el maletín todavía más fuerte, se contrajo y, aunque no era neocristiano, musitó una confusa plegaria.
—Señor Mayerson —dijo la recepcionista, dirigiéndose no a Hnatt sino al hombre del
escritorio. Era más alta que Hnatt y llevaba un vestido escotado y zapatos de tacón altos—, el señor Hnatt. Señor Hnatt, el señor Mayerson. —Detrás de Mayerson había una chica con un suéter verde claro y una cabellera blanca. El pelo era demasiado largo y el suéter demasiado ajustado—. Señor Hnatt, la señorita Fugate. La asistente del señor Mayerson. Señorita Fugate, el señor Richard Hnatt —prosiguió la recepcionista con las presentaciones.
Barney Mayerson continuó con la lectura de un documento, como si no hubiese advertido la presencia de nadie, y Richard Hnatt esperó en silencio, sintiendo que la rabia le cerraba la garganta; angustia también, y sobre todo un hilo de creciente curiosidad. Se encontraba por fin frente al marido de Emily, el mismo que, según decía el vendedor de corbatas orgánicas, todavía lamentaba amargamente el día de su divorcio. Mayerson era un hombre más bien robusto, rayano en la cuarentena, con el pelo insólitamente ondulado y despeinado, ajeno a la moda del momento. Parecía aburrido pero no mostraba señales de agresividad. Sin embargo, quizás aún no había...
—Veamos sus cerámicas —dijo de pronto Mayerson.Richard Hnatt posó el maletín desplegable sobre el escritorio, lo abrió, extrajo una a
una las piezas de cerámica, las acomodó meticulosamente y retrocedió.—No —dijo Mayerson tras una pausa.—¿No? —preguntó Hnatt—. ¿Cómo que no?—No funcionarán —dijo Mayerson. Retomó el documento y se puso a releerlo.—¿Quiere usted decir que ésa es su decisión? —inquirió Hnatt, incapaz de creer que
todo había concluido.—Exactamente —confirmó Mayerson. Ya no mostraba ningún interés por las
cerámicas; para él era como si Hnatt ya no estuviera allí.—Perdone, señor Mayerson —dijo la señorita Fugate.—¿Qué pasa? —preguntó Mayerson mirándola.—Lamento tener que decirlo, señor Mayerson —dijo la señorita Fugate; se acercó a las
piezas, tomó una y la sujetó entre las manos, sopesándola y acariciando su superficie brillante—, pero mi impresión es muy distinta de la suya. Creo que estas piezas de cerámica tendrán éxito.
Hnatt miró primero a uno, después al otro.—Acérqueme ésa. —Mayerson señaló una pieza gris oscura; Hnatt enseguida se la
alcanzó. Mayerson la tuvo un momento entre las manos—. No —dijo finalmente, con aire preocupado—. Sigo pensando que no tendrán éxito. Creo que está equivocada, señorita Fugate. —Dejó la pieza—. De todas formas, como la señorita Fugate y yo no pensamos lo mismo... —se rascó la nariz pensativamente—, déjeme este catálogo unos días; voy a examinarlo con mayor atención. —Era obvio que no lo haría.
Alargando el brazo, la señorita Fugate alcanzó una pieza pequeña de forma extraña, se la acercó al pecho y la meció casi con ternura.
—Especialmente ésta. De ésta recibo emanaciones muy poderosas. Será la que tendrá más éxito.
—Estás loca, Roni —dijo con calma Barney Mayerson. Parecía realmente enfadado. Tenía una expresión violenta y sombría—. Le videofonaré —dijo a Richard Hnatt—. Una vez que haya tomado la decisión final. Pero no veo motivos para cambiar de opinión, así que no se haga ilusiones. Es más, ni se moleste en dejar aquí esas piezas. —Echó una mirada dura y desagradable a la señorita Fugate.
2
Aquella mañana a las diez, Leo Bulero, presidente del consejo directivo de Equipos PP, recibió en su despacho una esperada videollamada de la Oficina Triplanetaria de Seguridad, una agencia de investigación privada. Había contactado con ella poco después de enterarse del accidente en Plutón de la nave interestelar proveniente de Próxima.
Escuchaba absorto, dado que, pese a la trascendencia de las noticias, tenía la mente ocupada con otros asuntos.
Era absurdo, si se piensa que Equipos PP le pagaba cada año a la ONU un tributo colosal a cambio de inmunidad; pero, absurdo o no, en las proximidades del casquete polar septentrional de Marte, una astronave de guerra de la División de Narcóticos de la ONU había interceptado un cargamento entero de CanDi, de un valor estimado en un millón de pieles y proveniente de las plantaciones de alta seguridad de Venus. No cabía duda de que el dinero desembolsado no había llegado a las personas indicadas dentro de la intrincada jerarquía de la ONU.
Pero él no podía hacer nada. La ONU era una mónada sin ventanas, sobre la que no tenía influencia alguna.
No le costó mucho adivinar las intenciones de la División de Narcóticos: querían obligar a Equipos PP a iniciar un proceso legal para recuperar el cargamento. Lo cual demostraría que el CanDi, droga ilegal consumida por un número incalculable de colonos, era cultivada, tratada y distribuida por una filial clandestina de Equipos PP. Por lo que, y pese al elevado valor del cargamento, prefería perderlo en lugar de arriesgarse a presentar una reclamación.
—Las conjeturas del homeodiario eran correctas —decía en la videopantalla Felix Blau, el jefe de la agencia de investigaciones—. Se trata de Palmer Eldritch, y por lo visto está vivo, aunque gravemente herido. Tenemos entendido que una nave de la ONU lo transporta hacia un hospital de la base, a un lugar obviamente secreto.
—Aja —asintió Leo Bulero.—De todas formas, en cuanto a lo que Eldritch ha traído de Próxima...—Nunca lo descubrirán —dijo Leo—. Eldritch no dirá nada y todo acabará ahí.—Sin embargo, han señalado algo que podría interesarle —dijo Blau—. Dicen que a
bordo de su nave Eldritch tenía, todavía tiene, minuciosamente conservados los cultivos de un liquen muy parecido al liquen titaniano con el que se fabrica el CanDi. Y dado que... —Blau, con mucho tacto, se interrumpió.
—¿Existe alguna manera de destruir esos cultivos? —Leo no pudo controlar el impulso.—Por desgracia, los hombres de Eldritch han alcanzado ya los restos de la nave.
Seguro que se opondrían a cualquier intento de ese tipo. —Blau parecía afligido—. Por supuesto, podríamos intentarlo... pero no por la fuerza, quizá sobornando a alguien.
—Inténtenlo —dijo Leo, aunque él también pensaba lo mismo: era una pérdida de tiempo y energía—. Pero ¿acaso no existe una ley especial de la ONU que prohíbe el ingreso de formas de vida provenientes de otros sistemas? —Sería posible inducir a las tropas de la ONU a bombardear los restos de la nave de Eldritch. Garabateó una nota en su bloc: Llamar a los abogados, presentar una denuncia a la ONU por importación de líquenes alienígenas—. Volveré a llamarlo más tarde —le dijo a Blau y colgó.
Quizá sea mejor que yo mismo presente la denuncia, pensó. Pulsó un botón del interfono y ordenó a su secretaria:
—Póngame en contacto con las autoridades de la ONU en Nueva York, quiero hablar personalmente con el secretario general HepburnGilbert.
Pronto se comunicó con el hábil político hindú que un año antes se había convertido en secretario general de la ONU.
—¡Ah, señor Bulero! —exclamó HepburnGilbert con una sonrisa astuta—. Desea presentar una denuncia por la confiscación de ese cargamento de CanDi que...
—No sé nada de ningún cargamento de CanDi —le respondió Leo—. Quisiera hablar de un asunto completamente distinto. ¿Se dan cuenta de lo que está haciendo Palmer Eldritch? Ha introducido líquenes no solares en nuestro sistema; podría ser el comienzo de otra plaga como la que tuvimos en el 1998.
—Nos damos cuenta de ello, señor Bulero. De todas formas, los hombres de Eldritch sostienen que se trata de un liquen solar que el señor Eldritch se llevó en su viaje a Próxima y que ahora traía de vuelta... Aseguran que era una fuente de proteínas para él. —Los dientes blancos del hindú brillaron con una expresión de alegre superioridad; aquel pobre pretexto parecía divertirlo.
—¿Y usted lo cree?—Claro que no. —La sonrisa de HepburnGilbert se hizo más grande—. Pero ¿qué es
lo que le interesa a usted de este asunto, señor Bulero? ¿Acaso tiene un interés especial por los líquenes?
—Soy un ciudadano del sistema solar, motivado por un espíritu cívico. E insisto en que deben actuar.
—Estamos haciéndolo —repuso HepburnGilbert—. Estamos llevando a cabo investigaciones... Le hemos confiado el caso al señor Lark, a quien quizás usted conozca. Como usted ve...
La conversación llegó a un punto muerto y Leo Bulero, con una sensación de disgusto hacia todos los políticos, al final colgó; se hacían los duros sólo con él, mientras que con Palmer Eldritch... Ah, señor Bulero, se dijo, imitando a HepburnGilbert. Eso es otra cosa.
Sí, conocía a Lark. Ned Lark era el jefe de la Oficina de Narcóticos de la ONU y el responsable del secuestro del último cargamento de CanDi. Era la estratagema del secretario de la ONU: poner de por medio a Lark en este asunto de Eldritch. La ONU buscaba una retribución; darían largas al asunto, no actuarían contra Eldritch hasta que Leo Bulero hiciera algo para recuperar el cargamento de CanDi. Lo intuía, naturalmente, pero no podía probarlo. Después de todo, HepburnGilbert, ese político astuto y primitivo de piel oscura, no había dicho exactamente eso.
Éstos son los líos en los que te metes cuando recurres a la ONU, pensó Leo. La política afroasiática. Una ciénaga. Administrada, constituida y dirigida por extranjeros. Miró hacia la pantalla vacía del videófono.
Mientras se preguntaba qué debía hacer, la señorita Gleason, su secretaria, pulsó el botón del interfono y dijo:
—Señor Bulero, el señor Mayerson se encuentra aquí y quisiera hablar un momento con usted.
—Hágalo pasar. —Le alegró poder tomarse un respiro.Poco después, su experto en nuevas tendencias entró con el ceño fruncido. Barney
Mayerson se sentó en silencio frente a Leo.—¿Qué te preocupa, Mayerson? —preguntó Leo—. Habla, para eso estoy aquí, para
que llores sobre mi hombro. Dime de qué se trata y yo te sostendré la mano. —Lo decía en un tono ofensivo.
—Es sobre mi asistente. La señorita Fugate.—Sí. Me he enterado de que te acuestas con ella.—El problema no es ése.—Ah, claro —dijo Leo—. Eso es algo secundario.
—Quiero decir que se trata de otro aspecto del comportamiento de la señorita Fugate. Hace poco hemos tenido un pequeño altercado: un vendedor...
—Has rechazado algo y ella no estaba de acuerdo —dijo Leo.—Sí.—Vosotros los precogs... —Extraordinario. A lo mejor existían futuros alternativos—.
¿Quieres que le ordene que en el futuro te secunde siempre?—Es mi asistente y se supone que tiene que hacer lo que yo le ordeno —dijo Barney
Mayerson.—Bueno, pero... ¿no crees que el hecho de acostarse contigo supone ya un paso en
esa dirección? —Leo rió—. De todas formas, tiene que secundarte en presencia de vendedores, y si tiene dudas, que espere y las exponga en privado.
—Ni siquiera se trata de eso. —La expresión de Barney se ensombreció todavía más.Con perspicacia, Leo dijo:—Mira, después de someterme a la Terapia Evolutiva he desarrollado un notable lóbulo
frontal; yo también soy prácticamente un precog: he hecho grandes progresos. ¿Era acaso un vendedor de piezas? ¿De cerámica?
De muy mala gana, Barney asintió.—Son las piezas de tu ex esposa —dijo Leo. La cerámica se vendía bien: él había visto
anuncios en los homeodiarios, se vendían al por menor en las tiendas de arte más exclusivas de Nueva Orleans, y también en la costa Este y en San Francisco—. ¿Tendrán éxito, Barney? —Escrutó a su precog—. ¿La señorita Fugate tenía razón?
—Nunca tendrán éxito, ¡en absoluto! —El tono de Barney había sido sin embargo apagado.
El tono equivocado, pensó Leo, para lo que estaba diciendo: carecía excesivamente de vitalidad.
—Es lo que preveo —dijo obstinadamente Barney.—De acuerdo —convino Leo—. Acepto lo que dices. Pero si esas piezas llegaran a
causar furor y nosotros no tenemos miniaturas disponibles para el kit de accesorios de los colonos... —reflexionó antes de proseguir—, podrías llegar a descubrir que tu compañera de cama ocupa también tu puesto.
Barney se levantó y dijo:—¿Le comunicarás entonces a la señorita Fugate qué postura deberá adoptar? —Se
ruborizó—. Dicho de otra manera... —murmuró, mientras Leo se desternillaba de risa.—Muy bien, Barney. Le voy a sacudir un poco el polvo. Es joven, sobrevivirá. Tú en
cambio estás envejeciendo: necesitas conservar tu dignidad, y que nadie te contradiga. —Él también se levantó, se acercó a Barney y le dio una palmada en la espalda—. Pero, escúchame, deja ya de hacerte mala sangre y olvida a tu ex mujer, ¿entendido?
—Ya la he olvidado.—Cada vez hay más mujeres —dijo Leo pensando en Scotty Sinclair, su amante del
momento. Frágil y rubia, pero de pechos generosos, Scotty se encontraba en aquel instante en su chaletsatélite, a quinientas millas del apogeo, esperando a que él regresara del trabajo para el fin de semana—. La oferta es ilimitada: no como los primeros sellos de Estados Unidos o las pieles de trufa que usamos de moneda.
Entonces se le ocurrió que podía facilitar las cosas ofreciéndole a Barney una de sus ex amantes, descartadas pero aún utilizables.
—Voy a decirte lo que podríamos... —comenzó a decir Leo, pero Barney, con un ademán brusco, lo interrumpió en el acto—. ¿No? —preguntó Leo.
—No. Además, me llevo muy bien con Roni Fugate. Una a la vez es suficiente para cualquier hombre normal. —Barney escrutó a su jefe.
—Estoy de acuerdo. Oh, Dios mío, yo también veo solamente una a la vez; ¿acaso crees que tengo un harén en mi residencia de WinnietherPooh Acres? —Se puso tenso.
—La última vez que estuve allí —dijo Barney— fue para tu cumpleaños, en enero...—Ah, claro, las fiestas. Ése es otro asunto: nadie tiene en cuenta lo que ocurre durante
una fiesta. —Acompañó a Barney hasta la puerta del despacho—. ¿Sabes, Mayerson?, se rumorean cosas sobre ti que no me gustan nada, especialmente una. Alguien te ha visto por ahí con una de esas extensiones, tipo maleta, de los ordenadores psiquiátricos de condominio... ¿Te han llamado a filas?
Hubo un silencio. Barney finalmente asintió.—¿Y no pensabas decirnos nada? —preguntó Leo—. ¿Cuándo íbamos a enterarnos?
¿El día que embarcaras hacia Marte?—Lo evitaré.—Claro. Igual que todos. Es así como la ONU ha conseguido poblar cuatro planetas,
seis lunas...—No superaré el test psicológico —dijo Barney—. Me lo dice mi facultad precognitora:
me está ayudando. No puedo soportar la suficiente cantidad de freuds de estrés para satisfacerlos, mírame. —Alargó los brazos, las manos le temblaban—. Observa mi reacción al inocuo comentario de la señorita Fugate. Observa mi reacción a la visita de Hnatt con las piezas de Emily. Observa...
—Está bien —dijo Leo, pero seguía preocupado. Normalmente la llamada a filas era presentada noventa días antes del reclutamiento, y difícilmente la señorita Fugate estaría en condiciones de ocupar tan pronto el puesto de Barney. Por supuesto, podía llamar a Mac Ronston en París, pero ni siquiera Ronston, con sus quince años de carrera, poseía el nivel de Barney Mayerson; tenía experiencia, sin duda, pero el talento no se adquiere: es un don de Dios.
La ONU me pisa los talones, pensó Leo. Se preguntó si la llamada a filas de Barney, llegada en aquel preciso momento, era sólo una casualidad o una prueba más de sus puntos débiles. Si es así, pensó, no está nada bien. Y no puedo presionar a la ONU para que lo eximan. Y todo esto porque suministro CanDi a esos colonos, prosiguió para sus adentros. Al fin y al cabo, alguien tiene que hacerlo; ellos lo necesitan. De lo contrario, ¿de qué les sirven los accesorios Perky Pat?
Además, era una de las operaciones financieras más rentables del sistema solar. Estaban en juego muchas pieles de trufa.
Y la ONU también lo sabía.
A las doce y media, hora de Nueva York, Leo Bulero almorzaba con una nueva joven apenas incorporada al equipo de secretarias. Pia Jurgens, sentada frente a él en un aposento aislado del Purple Fox, comía con compostura y sus pequeñas y graciosas mandíbulas se movían metódicamente. Era una pelirroja, y a él le gustaban las pelirrojas: podían ser increíblemente feas o de una belleza casi prodigiosa. La señorita Jurgens pertenecía a esta última categoría. Si hubiese podido encontrar un pretexto para transferirla a su residencia de WinnietherPooh Acres... suponiendo que Scotty no pusiera ninguna objeción, por supuesto. Lo cual posiblemente no era el caso. Scotty tenía voluntad propia, cosa siempre peligrosa en una mujer.
Lástima que no haya podido endosarle Scotty a Barney Mayerson, se dijo. Así hubiese matado dos pájaros de un tiro: hacer que Barney se sintiera psicológicamente más seguro y liberarme para...
¡Caramba!, pensó. Barney necesita precisamente sentirse inseguro, de lo contrario acabará en Marte; por eso ha alquilado esa maleta parlante. Está claro que no entiendo
absolutamente nada del mundo moderno. Todavía sigo anclado en el siglo veinte, cuando los psicoanalistas volvían a las personas menos sensibles al estrés.
—¿Usted nunca habla, señor Bulero? —preguntó la señorita Jurgens.—No.Se sumió de nuevo en sus pensamientos: ¿podría yo influir en el comportamiento de
Barney? ¿Ayudarlo a... cómo decirlo... a que sea menos «idóneo»?Pero no era tan fácil como parecía; se dio cuenta enseguida, gracias al lóbulo frontal
expandido. No puedes hacer que una persona sana se sienta mal sólo porque se lo ordenas.
¿O acaso puedes?Se excusó, miró alrededor buscando un camarerorobot y pidió que le llevaran un
videófono a su mesa.Poco después se puso en contacto con la señorita Gleason, en su despacho.—Escuche, apenas vuelva quiero ver a la señorita Rondinella Fugate, del equipo del
señor Mayerson. Y el señor Mayerson no tiene que saberlo, ¿entendido?—Sí, señor —respondió la señorita Gleason, tomando nota.—Lo he oído —dijo Pia Jurgens cuando él colgó—. ¿Sabe? Podría contárselo todo a
Mayerson; lo veo casi todos los días en el...Leo rió. Le divertía la idea de que Pia Jurgens pudiese desaprovechar el futuro radiante
que se abría frente a ella por culpa de este encuentro visàvis con él.—Mire —le dijo dándole una palmadita en la mano— no se preocupe; forma parte de la
naturaleza humana. Acabe su croqueta de rana de Ganímedes y volvamos a la oficina.—Lo que quería decir —afirmó con sequedad la señorita Jurgens— es que me parece
un poco extraño que sea usted tan explícito ante personas que apenas conoce. —Pia lo miró y su delantera, ya excesiva y tentadora, se volvió todavía más dilatada por la indignación.
—La respuesta obvia es que quisiera conocerla mejor —repuso Leo con glotonería—. ¿Ha masticado CanDi alguna vez? —dijo retóricamente—. Debería probarlo. Es una experiencia única, más allá del hecho de que crea dependencia. —Por supuesto, él tenía a mano toda una provisión, de calidad 00, en su residencia de WinnietherPooh Acres; cuando recibía invitados, con frecuencia lo ofrecía para dar brillo a reuniones que de lo contrario se tornaban aburridas—. Se lo pregunto porque parece usted una de esas mujeres dotadas de una ferviente imaginación, y precisamente el efecto del CanDi depende, es más, varía, según las capacidades creativas de la imaginación de cada uno.
—Me gustaría probarlo algún día —dijo la señorita Jurgens. Miró a su alrededor, bajó la voz y se inclinó hacia él—. Pero es ilegal.
—¿De veras? —Leo la miró.—Lo sabe muy bien. —La chica parecía irritada.—Escuche —dijo Leo—, yo puedo conseguirle un poco.Por supuesto, era para masticarlo con ella: si dos personas se drogaban juntas, sus
mentes se fundían, se convertían en una nueva unidad —al menos ésa era la sensación—. Unas pocas experiencias en común bajo los efectos del CanDi, y él sabría todo lo que había que saber sobre Pia Jurgens. Había algo en ella —aparte de su natural majestuosidad física, anatómica— que lo subyugaba: anhelaba sentirse más cerca de ella. No usaremos ningún accesorio, pensó. Por una de esas ironías de la vida, él, creador y productor del micromundo de Perky Pat, prefería hacer uso del CanDi sin el kit de accesorios. ¿Qué provecho podía sacar un terrestre de los accesorios, dado que éstos ofrecían, en miniatura, las mismas condiciones que cualquier ciudad terrestre? Para los
colonos de lunas inhóspitas y huracanadas, hacinados en el fondo de las madrigueras que los protegían de los cristales de metano helado y otras cosas parecidas, la situación era distinta: Perky Pat y su kit de accesorios constituían un medio para regresar al mundo en el que habían nacido. Pero él, Leo Bulero, estaba harto del mundo en el que había nacido y que aún habitaba. Y ni siquiera la residencia de WinnietherPooh Acres, con todas sus diversiones más o menos extrañas, colmaba ese vacío. Sin embargo...
—El CanDi —le dijo a la señorita Jurgens— es algo prodigioso, no es de extrañar que lo hayan prohibido. Es como la religión; el CanDi es la religión de los colonos. —Soltó una risita—. Uno toma una dosis, espera quince minutos y... —Hizo un gesto zigzagueante—. No más madrigueras ni metano helado. Ofrece una razón de vivir. ¿Acaso el riesgo y el gasto no están justificados?
Pero ¿qué tenemos nosotros que tenga un valor análogo?, se preguntó Leo, y sintió una cierta melancolía. Con la producción de los accesorios Perky Pat y la explotación del liquen, indispensable para la fabricación final del CanDi, había logrado que la vida de más de un millón de terrícolas expatriados fuera más soportable. Pero ¿qué recompensa había obtenido? Vivo para los demás, pensó, y empiezo a cansarme. No es suficiente. Allí estaba su satélite, donde Scotty lo esperaba; y estaban también, como siempre, los intrincados pormenores de sus dos grandes negocios: uno legal, el otro no..., pero ¿aquello era todo en la vida?
No lo sabía. Ni nadie más lo sabía, porque, al igual que Barney Mayerson, todos estaban ocupados en imitarlo de las formas más variadas. Barney y la señorita Rondinella Fugate, réplica en miniatura de Leo Bulero y la señorita Jurgens. Dondequiera que mirase, la situación era la misma. Quizás incluso Ned Lark, el jefe de la Oficina de Narcóticos, tenía una vida similar, y también HepburnGilbert, quien probablemente mantenía a una pálida y alta starlette sueca de senos grandes y sólidos como bolos de bowling. Incluso Palmer Eldritch. No, comprendió, bruscamente. Palmer Eldritch no. El ha encontrado algo distinto. Ha pasado diez años en el sistema Próxima, o al menos yendo y viniendo de allá. ¿Qué ha encontrado? ¿Acaso ha encontrado algo que justifique el esfuerzo, que justifique el hecho de acabar estrellándose en Plutón?
—¿Ha leído los homeodiarios? —preguntó a la señorita Jurgens—. ¿Se ha enterado de esa nave que cayó en Plutón? Eldritch es inconfundible: no hay otro como él.
—Leí que se había vuelto completamente loco —dijo la señorita Jurgens.—Por supuesto. Diez años de su vida, diez años de sufrimiento, y ¿para qué?—No se preocupe, alguna recompensa habrá encontrado ––dijo la señorita Jurgens—.
Está chiflado, pero no es tonto: se está buscando a sí mismo, como todos. No está tan loco.
—Me gustaría conocerlo —dijo Leo Bulero—. Hablar con él, aunque sólo fuera un minuto.
Entonces decidió hacerlo, ir al hospital donde se encontraba Eldritch, entrar de alguna forma en su habitación y averiguar qué era lo que había encontrado.
—Yo creía —dijo la señorita Jurgens— que cuando las naves dejaron por primera vez nuestro sistema en pos de otras estrellas, ¿se acuerda de eso?..., cuando supimos que... —Pia vaciló—. Parece una estupidez, pero yo era una niña cuando Arnoldson hizo su primer viaje de ida y vuelta a Próxima; quiero decir que era una niña cuando él regresó. En fin, yo creía que como había llegado tan lejos, había... —Agachó la cabeza y evitó la mirada de Leo Bulero—. Creía que él había encontrado a Dios.
Yo también lo creía, pensó Leo. Y ya era un adulto. Tenía casi treinta y cinco años. Como le he comentado tantas veces a Barney. Y lo sigo creyendo incluso ahora, con ese
vuelo de diez años de Palmer Eldritch.
Tras el almuerzo, de regreso a su despacho en Equipos PP se encontró por primera vez con Rondinella Fugate; cuando él llegó, ella estaba esperándolo.
No está mal, pensó mientras cerraba la puerta del despacho. Una linda figura, y qué ojos magníficos y luminosos. Parecía nerviosa: cruzó las piernas, se alisó la falda y lo miró furtivamente cuando él se sentó frente a ella. Muy joven, observó Leo. Una jovencita que dice lo que piensa y que contradice a su jefe cuando cree que éste se equivoca. Conmovedor...
—¿Sabe qué motivos la traen a mi oficina? —inquirió Leo.—Supongo que está usted enfadado porque he disentido del señor Mayerson. Pero yo
he vislumbrado realmente el futuro en la línea de vida de esas cerámicas. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Hizo el gesto de levantarse, implorante; después se acomodó de nuevo en la silla.
—Le creo —dijo Leo—. Pero el señor Mayerson es una persona sensible. Si vive usted con él debe saber que tiene un psiquiatra portátil que lo acompaña dondequiera que vaya. —Abrió un cajón del escritorio y extrajo un estuche de Cuesta Rey, tabaco extrafino. Le alcanzó el estuche a la señorita Fugate, que aceptó, agradecida, uno de los cigarros finos y oscuros. Él también tomó uno, le dio fuego a ella, encendió su cigarro, y se reclinó en la silla—. ¿Ha oído hablar de Palmer Eldritch?
—Sí.—¿Podría usted emplear su poder precog en un ámbito distinto del de la previsión pre
fashion? Dentro de unos meses los homeodiarios hablarán del paradero de Eldritch. Me gustaría que usted mirara hacia el futuro y me dijera, según lo que lea en los homeodiarios, dónde se encuentra Eldritch en este momento. Sé que puede hacerlo.
Será mejor que puedas hacerlo, se dijo, si quieres seguir trabajando aquí. Esperó mientras fumaba el cigarro, miró a la chica y pensó, no sin cierta envidia, que si en la cama era tan buena como sugería su aspecto...
—Sólo tengo una impresión extremadamente vaga, señor Bulero —dijo la señorita Fugate con un hilo de voz vacilante.
—No importa, dígame. —Bulero alargó la mano y tomó un bolígrafo.Le llevó varios minutos y, tal como ella repitió, no tenía una impresión muy nítida. No
obstante, Leo ya había anotado algunas palabras en su cuaderno: Hospital de Veteranos James Riddle, Base III, Ganímedes. Un establecimiento de la ONU, naturalmente. Pero lo había previsto. No era un impedimento; se las arreglaría para entrar por las buenas o por las malas.
—Y no está inscrito con su verdadero nombre —dijo la señorita Fugate, pálida y exhausta por el esfuerzo de proyectarse en el futuro. Encendió de nuevo el cigarro que se había apagado, se arrellanó en la silla y cruzó de nuevo sus flexibles piernas—. Los homeodiarios dirán que Eldritch figura en el registro del hospital con el nombre de... —Hizo una pausa, cerró los ojos apretándolos y suspiró—. ¡Caramba! No consigo verlo —dijo—. Una sola sílaba. Frent. Brent. No, creo que es Trent. Sí, es Eldon Trent. —Sonrió aliviada, sus ojos brillaron con un destello de placer infantil e ingenuo—. Han tenido realmente un montón de problemas para mantenerlo escondido. Y ahora lo están interrogando, dirán los homeodiarios. De modo que está consciente. —De pronto la señorita Fugate frunció el ceño—. Espere. Estoy leyendo un titular; me encuentro en mi apartamento, sola. Es de mañana, temprano, y estoy leyendo la primera página. ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué dice? —preguntó Leo, inclinándose bruscamente hacia delante ante la
manifiesta consternación de la chica.Con un hilo de voz, la señorita Fugate murmuró:—El titular dice que Palmer Eldritch ha muerto. —Parpadeó, miró a su alrededor con
estupor, y luego se volvió lentamente hacia él; lo escrutó entre temerosa y azorada, poco a poco fue tomando distancia de él, atornillada a la silla, con los dedos cruzados—. Y lo acusan a usted de haberlo asesinado, señor Bulero. De veras, eso es lo que dice el titular.
—¿Quiere decir usted que voy a matarlo?Roni Fugate asintió.—Aunque... no es seguro. Sólo he captado uno de los posibles futuros..., ¿me
entiende? Quiero decir que nosotros los precogs... —Hizo un ademán.—Lo sé. —Conocía a los precogs. Además, Barney Mayerson trabajaba desde hacía
trece años para Equipos PP y otros incluso desde hacía mucho más—. Puede ser que esto no ocurra —dijo con voz chirriante. ¿Por qué yo iba a hacer algo así?, se preguntó. Imposible saberlo por el momento. Quizá después de haber visto a Palmer Eldritch, de haber hablado con él..., como naturalmente habría hecho.
—No es aconsejable que contacte usted con el señor Eldritch, dada esta posibilidad futura, ¿no le parece, señor Bulero? Quiero decir que existe un riesgo concreto, y grande. Yo diría en torno al cuarenta.
—«Cuarenta» ¿qué?—Cuarenta por ciento. Casi una de cada dos posibilidades.Al recobrar la compostura, la señorita Fugate fumó el cigarro frente a él, lo escrutó con
sus ojos oscuros e intensos y sin duda se preguntó con una curiosidad devoradora qué motivos podría tener aquel hombre para hacer algo así.
Leo se levantó y se dirigió hacia la puerta del despacho.—Gracias, señorita Fugate, le agradezco su colaboración.Esperó, indicando con su actitud que era el momento de que ella se marchara.Pero la señorita Fugate permaneció sentada. Leo se topaba con la misma singular
firmeza que había hecho perder la cabeza a Barney Mayerson.—Señor Bulero —dijo ella con calma—. Creo que iré a ver a la policía de la ONU con
relación a este asunto. Nosotros los precogs...Leo volvió a cerrar la puerta del despacho.—Ustedes los precogs se preocupan demasiado por la vida de los demás. —Pero ella
ya lo tenía atrapado. Leo se preguntó qué haría ella con lo que sabía.—Es probable que el señor Mayerson sea reclutado —dijo la señorita Fugate—. Y eso
usted lo sabe, obviamente. ¿Piensa valerse de su influencia para que lo eximan?Con toda franqueza, Leo respondió:—Efectivamente, tenía intención de ayudarlo para que los burlara.—Señor Bulero —dijo ella con una voz fina pero firme—, voy a hacer un trato con
usted. Deje que lo recluten. Y yo seré su consultora prefashion en Nueva York. —Esperó; Leo Bulero no dijo nada—. ¿Qué le parece? —preguntó ella.
Era evidente que no estaba acostumbrada a este tipo de negociaciones. Sin embargo, estaba resuelta a llevarlas a buen término, si era posible. Después de todo, pensó Leo, todo el mundo tiene que empezar por algo. Quizás asistía al nacimiento de una carrera brillante.
Entonces recordó algo. Recordó el motivo por el que ella había sido transferida de Pekín a Nueva York para trabajar como asistente de Barney Mayerson. Sus previsiones habían resultado ser imprevisibles. Algunas de ellas —muchas, en realidad— habían resultado ser erróneas.
Quizá la previsión de su acusación como presunto asesino de Palmer Eldritch —
suponiendo que ella dijera la verdad, que realmente lo hubiese visto— era simplemente otro de sus errores. La precognición defectuosa que la había llevado allí.
—Déjeme pensarlo —dijo Leo levantando la voz—. Deme un par de días.—Le doy hasta mañana por la mañana —dijo la señorita Fugate con firmeza.Leo rió.—Ahora entiendo por qué Barney estaba tan irritado. —Y Barney, gracias a sus
facultades precogs, quizá presentía, aunque confusamente, que la señorita Fugate iba a asestarle un golpe decisivo, poniendo definitivamente en peligro su posición—. Escuche —se le acercó—, usted es la amante de Barney Mayerson. ¿Qué le parece dejarlo? Yo puedo ofrecerle un satélite entero. —Suponiendo, obviamente, que pudiera sacar a Scotty de allí.
—No, gracias —respondió la señorita Fugate.—¿Por qué no? —Estaba asombrado—. Su carrera...—Me gusta el señor Mayerson —dijo ella—. Además, no me interesan mucho esos
cabezones de... —Se detuvo a tiempo—. Los hombres que se hacen tratar en esas clínicas.
Leo abrió de nuevo la puerta del despacho.—Mañana por la mañana le haré saber mi respuesta.Mientras la veía salir y pasar frente al despacho de la recepcionista, pensó: así tendré
tiempo de llegar a Ganímedes y a Palmer Eldritch, y podré saber algo más. Saber si sus previsiones son falsas o no.
Cerró la puerta a espaldas de la chica, se volvió hacia su escritorio y pulsó el botón del videófono con el que comunicaba con el mundo exterior. Habló con el operador de Nueva York y le ordenó:
—Comuníqueme con el Hospital de Veteranos James Riddle de la Base III de Ganímedes; quiero hablar personalmente con el señor Eldon Trent, un paciente que está internado allí.
Dio su nombre, su número y colgó. Después marcó el número del Cosmódromo Kennedy.
Reservó un billete en la nave expreso que salía aquella tarde de Nueva York a Ganímedes y deambuló por el despacho esperando la llamada desde el Hospital James Riddle.
Cabezón de melón, pensó. Encima ella había tenido la osadía de llamar así a su jefe.Diez minutos después recibió la llamada.—Lo siento, señor Bulero —se excusó el operador—; por orden de los médicos, el
señor Trent no acepta llamadas.De manera que Rondinella Fugate tenía razón; había un Eldon Trent en el Hospital
James Riddle y casi con total seguridad era Palmer Eldritch. Valía la pena emprender el viaje, los augurios eran buenos.
Es probable que me encuentre con Eldritch, pensó con ironía, que tenga algún altercado con él —sólo Dios sabe cuál— y que al final provoque su muerte. Un hombre al que en este momento ni siquiera conozco. Y finalmente acabaré acusado de su muerte: no me libraré de esto. Vaya perspectiva.
Pero su curiosidad se había despertado. En toda su carrera nunca, en ninguna circunstancia, se había encontrado en situación de tener que matar a alguien. Más allá de lo que ocurriera, su encuentro con Eldritch sería único: un viaje a Ganímedes era decididamente indispensable.
Era difícil volver atrás ahora, en que había tenido la clara impresión de que aquello era lo que deseaba. Además, Rondinella Fugate había vaticinado que sólo sería acusado de
asesinato; no había indicios de una condena final.Condenar a la pena capital a un hombre de su importancia, aun con la intervención de
las autoridades de la ONU, no sería nada fácil.Él, por su parte, estaba dispuesto a dejar que lo intentaran.
3
Sentado en un bar cercano a Equipos PP, Richard Hnatt bebía a sorbos un tequila sour; el maletín desplegable descansaba frente a él sobre la mesa. Sabía que el problema no estaba en las piezas de cerámica de Emily; se podían vender perfectamente bien. El problema era el ex marido y su posición de poder.
Y Barney Mayerson había ejercido ese poder.Tengo que llamar a Emily para contárselo, se dijo Hnatt y se levantó.Un hombre le cerró el camino, un sujeto extraño, redondo pero apoyado sobre dos
piernas largas y flacas.—¿Quién es usted? —preguntó Hnatt.El hombre se movía frente a él como una marioneta, mientras hurgaba en el bolsillo
como si rascara un microorganismo dotado de tendencias parasitarias y que hubiera sobrevivido a los estragos del tiempo. Al final sacó una tarjeta de visita.
—Nos interesan sus piezas, señor Hatt, o Natt, o comoquiera que se pronuncie.—Icholtz —dijo Hnatt, leyendo la tarjeta. No había en ella más que ese nombre, ningún
otro dato, ni siquiera un número de videófono—. Aquí sólo llevo las muestras. Voy a darle el nombre de las casas que comercializan nuestra línea. Pero estas piezas...
—Están destinadas a la miniaturización —concluyó el señor Icholtz, el hombre marioneta—. Y eso es exactamente lo que queremos hacer. Queremos miniaturizar sus cerámicas, señor Hnatt; creemos que Mayerson se ha equivocado: pronto se pondrán de moda.
Hnatt se quedó mirándolo.—¿Quieren hacer la miniaturización y no pertenecen ustedes a Equipos PP?Sin embargo, nadie más miniaturizaba. Todo el mundo sabía que Equipos PP tenía el
monopolio.El señor Icholtz se sentó en la mesa junto al maletín, sacó la cartera y se puso a contar
pieles.—Al principio la cosa tendrá muy poca publicidad, pero después... —Le entregó a Hnatt
un fajo de pieles de trufa marrones y acartonadas que servían de moneda legal en el sistema solar: la única molécula, un proteico aminoácido particular, que los impresores —formas de vida Biltong empleadas por numerosas industrias terrícolas en lugar de las cadenas de montaje automatizadas— no eran capaces de duplicar.
—Tengo que consultarlo con mi mujer —dijo Hnatt.—¿No es usted el representante de su empresa?—S... ssí. —Aceptó el fajo de pieles.—El contrato —Icholtz extrajo un documento, lo desplegó sobre la mesa y le alcanzó
una pluma— nos garantiza la exclusiva.Al inclinarse para firmar, Richard Hnatt vio el nombre de la empresa de Icholtz en el
contrato. Manufacturas ChefZi de Boston. Nunca había oído hablar de ellos. El ChefZi le hacía pensar en otro producto..., aunque no recordaba exactamente cuál. Sólo después de firmar, y de que Icholtz arrancara del contrato la copia que le correspondía, se acordó.
Era el alucinógeno ilegal, el CanDi, la droga consumida en las colonias junto con el kit
de accesorios Perky Pat.Fue un ramalazo, mezclado con una sensación de profundo malestar. Icholtz estaba
cerrando el maletín desplegable cuyo contenido pertenecía ahora a Manufacturas ChewZi de Boston, EEUU, la Tierra.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con ustedes? —le preguntó Hnatt mientras Icholtz se alejaba de la mesa.
—No precisa contactar con nosotros. Si lo necesitamos lo llamaremos. —Icholtz esbozó una sonrisa fugaz.
¿Cómo diablos iba a decírselo a Emily? Hnatt contó las pieles, leyó el contrato y poco a poco fue dándose cuenta de la cantidad que Icholtz le había dejado: lo suficiente para que él y Emily pasaran cinco días de vacaciones en uno de esos lujosos centros turísticos de la Antártida, frecuentados por los ricos de la Tierra, y donde seguramente Leo Bulero y la gente de su clase pasaban los veranos... Veranos que duraban un año entero.
O bien..., se dijo, podían hacer algo mucho mejor todavía. Con aquel dinero él y su mujer podían visitar el lugar más exclusivo del planeta... suponiendo que lo desearan. Podían volar a las Alemanias Unidas y darse el lujo de pagarse una estancia en una de las clínicas de Terapia Evolutiva del doctor Willy Denkmal. ¡Qué maravilla!, pensó Hnatt.
Se encerró en la cabina videofónica del bar y llamó a Emily.—Prepara las maletas. Nos vamos a Munich, a... —pensó en el nombre de una clínica
al azar, había visto su publicidad en una de las revistas parisinas más distinguidas— a Eichenwald —dijo—. El doctor Denkmal es...
—¿Así que Barney las aceptó? —preguntó Emily.—No. Pero ahora hay alguien más en el sector de la miniaturización aparte de Equipos
PP. —Se sentía eufórico—. Barney las rechazó, ¿y qué?, peor para él. Con esta nueva empresa haremos mejor negocio, deben de tener mucho dinero. Nos vemos dentro de media hora. Yo me encargaré de reservar los billetes en el vuelo de la TWA. Imagínate: Terapia Evolutiva para los dos.
Con un hilo de voz, Emily dijo:—Pensándolo bien, no sé si quiero evolucionar.—Claro que quieres —dijo él, sorprendido—. Piensa que puede salvarnos la vida, y si
no la nuestra, la de nuestros hijos, los hijos que algún día podríamos tener. Y aunque no estemos mucho tiempo allí y evolucionemos poco, piensa en todas las puertas que se nos abrirán, seremos personae gratae en todas partes. ¿Conoces personalmente a alguien que haya hecho Terapia Evolutiva? Sí, los famosos de los que hablan continuamente en la sección de chismes de los homeodiarios, pero...
—No quiero que me crezca ese pelaje —dijo Emily—. Ni quiero que mi cabeza se expanda. No. No pienso ir a esa clínica de Eichenwald. —Parecía absolutamente decidida, tenía una expresión serena.
—Entonces iré solo —dijo él. Desde un punto de vista económico sería igualmente provechoso; después de todo era él quien había tratado con los compradores. Y se podría quedar en la clínica el doble de tiempo, y evolucionar doblemente..., suponiendo que el tratamiento funcionara. A algunas personas no les hacía efecto, aunque rara vez era por culpa del doctor Denkmal: no todos tenían la misma capacidad de evolución. Él, por su parte, no tenía dudas: evolucionaría muchísimo, igualaría a los peces gordos y superaría incluso a muchos de ellos en lo que se refería a esa epidermis familiar y quitinosa que Emily, por un injusto prejuicio, calificaba de «pelaje».
—¿Y yo qué voy a hacer durante tu ausencia? ¿Cerámicas?—Exacto —respondió él.
Porque pronto les lloverían los encargos; de lo contrario, Manufacturas ChewZi no se hubiese interesado por la miniaturización. Naturalmente, ellos también, como Equipos PP, se servían de sus precogs prefashion. Pero después recordó que Icholtz había dicho «Al principio muy poca publicidad». Lo cual, se dio cuenta, significaba que la nueva empresa no disponía de una red de discjockeys que gravitasen en torno a las lunas y los planetascolonias. No tenían, a diferencia de Equipos PP, a un Alien o una Charlotte Faine a quienes transmitirles las noticias.
Naturalmente, se requería tiempo para levantar una red de satélites discjockeys.Sin embargo, estaba preocupado. Presa del pánico, pensó: ¿Y si fuera una empresa
ilegal? A lo mejor el ChewZi, como el CanDi, está prohibido; a lo mejor me he metido en un asunto peligroso.
—ChewZi —dijo en voz alta a Emily—. ¿Te dice algo?—No.Sacó el contrato y volvió a examinarlo. Qué lío, pensó. ¿Cómo pude meterme en esto?
Si ese imbécil de Mayerson hubiese aceptado las piezas...
A las diez de la mañana, con un bocinazo aterrador que le era familiar, Sam Regan despertó de un sobresalto y maldijo a las naves de la ONU. Sabía que ese estruendo era intencionado. La nave sobrevolaba el refugio Chicken Pox Prospects con el propósito de asegurarse de que los colonos —y no sólo los animales autóctonos— recibían los paquetes que les arrojaban.
—Allá vamos —murmuró Sam Regan entre dientes. Se cerró la cremallera de la escafandra hermética, se calzó las botas altas y, lentamente, de mala gana, enfiló hacia la rampa.
—Llegan temprano hoy —se quejó Tod Morris—. Y apuesto a que sólo traen alimentos básicos: azúcar, tocino y esas cosas... Nada interesante, nada de golosinas, por ejemplo.
En lo alto de la rampa, Norman Schein apoyó la espalda contra la escotilla y empujó; la luz solar, fría y brillante, se derramó sobre ellos y los deslumbró.
La nave de la ONU fulguraba sobre sus cabezas, recortada contra el firmamento negro como si colgara de un hilo invisible. El de hoy es un piloto excelente, pensó Tod. Se nota que conoce la región de Fineburg Crescent. Hizo señas a la nave y la descomunal bocina tronó una vez más, obligándolo a taparse los oídos.
Un proyectil asomó por la parte inferior de la nave, sus estabilizadores se abrieron y el artefacto cayó a la superficie trazando una parábola.
—Mieeerda —exclamó Sam Regan, disgustado—. Sin paracaídas. Sólo son provisiones, pues. —Y se fue. No le interesaba.
Hoy todo parece tan desolado aquí arriba..., pensó mientras contemplaba el paisaje de Marte. Deprimente. ¿Para qué hemos venido? Vinimos forzados, nos obligaron.
El proyectil de la ONU había aterrizado; el impacto había destrozado el casco y los tres colonos alcanzaron a ver los contenedores metálicos. Aproximadamente unos doscientos kilos de sal. Sam Regan se sintió más abatido todavía.
—¡Eh! —exclamó Schein encaminándose hacia el proyectil para examinarlo de cerca—. Me parece ver algo que podría servirnos.
—Creo que hay radios en esas cajas —dijo Tod—. Radio transistores. —Caminó detrás de Schein, pensativo—. Quizá podríamos emplear esas radios en nuestros equipos para algo nuevo.
—Yo tengo ya una radio en mi kit de accesorios —observó Schein.—Bueno, con las piezas puedes construir una cortadora de césped electrónica
autodirigida —dijo Tod—. De eso no tienes, ¿verdad? —Conocía bastante bien el kit de
accesorios Perky Pat de los Schein; las dos parejas: él, Schein y sus respectivas esposas se habían fusionado en varias ocasiones, pues eran compatibles.
—¡Pido las radios! Me sirven —exclamó Sam Regan. A su kit le faltaba el dispositivo de apertura de la puerta del garaje, que tanto Schein como Tod tenían: estaba muy atrasado en comparación con ellos. Todos esos artículos se podían comprar, naturalmente. Pero él andaba mal de pieles. Había gastado todos sus ahorros en una necesidad que consideraba más acuciante. Había comprado una cantidad considerable de CanDi a un camello y la había escondido bajo tierra, lejos de miradas indiscretas, debajo de su dormitorio, en el nivel inferior del refugio colectivo.
Él también era creyente: pregonaba el milagro de la traslación —el instante casi sagrado en que los accesorios miniaturizados dejaban de representar a la Tierra para convertirse en la Tierra—. Él y los otros, fusionados bajo los efectos del CanDi en un mundo de muñecas, eran transportados fuera del tiempo y el espacio. Muchos colonos, sin embargo, aún no eran creyentes; para ellos los accesorios eran tan sólo el símbolo de un mundo definitivamente perdido. Pero, a pesar de todo, al final acababan convirtiéndose, uno por uno.
Aun a esas horas, las primeras de la mañana, lo que más ansiaba era volver abajo a masticar una tableta de CanDi y compartir con sus compañeros el momento más solemne al que podían aspirar.
Dirigiéndose a Tod y a Norm Schein, preguntó:—¿Alguien quiere hacer un transit? —Era el término técnico con el que se referían a la
«participación»—. Yo vuelvo abajo —dijo—. Podemos usar mi CanDi, lo compartiremos.Imposible resistirse a una propuesta así, Norm y Tod parecían muy tentados.—¿A estas horas? —preguntó Norm Schein—. Acabamos de levantarnos. De todas
formas, no creo que tengamos mucho más que hacer. —Cabizbajo, le pegó una patada a una enorme draga de arena semiautomática estacionada desde hacía varios días cerca de la entrada del refugio. Nadie tenía la fuerza de volver a la superficie y acabar con la operación de saneamiento iniciada un mes antes—. No me parece bien —murmuró—. Deberíamos estar arriba cultivando nuestras huertas.
—¡Pues menuda huerta tienes tú! —exclamó Sam Regan con una sonrisa burlona—. ¿Qué es esa cosa que cultivas? ¿Tiene algún nombre?
Norm Schein, con las manos en los bolsillos de su escafandra, se encaminó hacia su huerta —antaño minuciosamente cultivada— atravesando la superficie arenosa y yerma; se detuvo a contemplar los surcos sembrados con la esperanza de ver que había brotado al menos una de las semillas especialmente preparadas. Pero fue en vano, no había siquiera un retoño.
—Cardos suizos —dijo Tod de un modo alentador—, ¿no? Aunque sean mutados les reconozco las hojas.
Norm arrancó una hoja y la masticó; después la escupió: era amarga y estaba cubierta de arena.
En aquel momento, Helen Morris salió del refugio, temblando bajo la fría luz solar de Marte.
—Tenemos un problema —dijo a los tres hombres—. Yo digo que los psicoanalistas en la Tierra cobraban cincuenta dólares la hora y Fran sostiene que la sesión duraba sólo cuarenta y cinco minutos. —Y explicó—: Pensamos incorporar un analista a nuestro kit de accesorios, pero queremos hacerlo bien, puesto que se trata de un artículo auténtico, hecho en la Tierra y exportado a Marte. ¿Os acordáis de la nave de Leo Bulero que estuvo aquí la semana pasada?
—Claro que nos acordamos —dijo Norm Schein, irritado.
También se acordaba de los precios que el enviado comercial de Bulero había exigido. Mientras Alien y Charlotte Faine pregonaban continuamente desde sus respectivos satélites las virtudes de los diferentes artículos, estimulando la fantasía de todos.
—Preguntádselo a los Faine —dijo Tod, el marido de Helen—. Llamadlos por radio la próxima vez que su satélite nos sobrevuele. —Miró su reloj pulsera—. Dentro de una hora. Ellos tienen toda la información sobre los artículos auténticos; en realidad este tipo de información tendría que venir en la caja con el artículo.
Tod estaba perturbado porque se había gastado sus pieles —y las de Helen— para pagar la diminuta figura del psicoanalista de imitación humana, con el diván, el escritorio, el tapiz y una biblioteca con volúmenes perfectamente miniaturizados, todo incluido.
—Tú visitabas a un psicoanalista cuando todavía estabas en la Tierra —dijo Helen a Norm Schein—. ¿Cuáles eran las tarifas?
—Bueno, yo seguí sobre todo una terapia de grupo —dijo Norm—. En la Clínica Estatal de Higiene Mental de Berkeley, y allí cada uno pagaba lo que podía. Pero claro, Perky Pat y su novio tienen un analista privado.
Recorrió toda la huerta que solemnemente le habían cedido, caminando por entre las hileras de tallos con hojas, todas más o menos hechas trizas y carcomidas por microscópicos parásitos autóctonos. Le hubiese bastado con encontrar al menos una planta que estuviese sana o indemne para recuperar los ánimos. Pero los insecticidas terráqueos no funcionaban. Y los parásitos autóctonos se multiplicaban: habían pasado diez mil años allí, aguardando a que alguien llegara y cultivara algo.
—Tendrías que regar un poco —dijo Tod.—Es verdad —convino Norm Schein.Deambuló afligido hacia la planta de bombeo hidrológico de Chicken Pox Prospects,
conectada a la red de irrigación, que en aquel momento se encontraba parcialmente tapada por la arena, y que abastecía a todas las huertas del refugio.
Se dio cuenta de que antes de regar era necesario sacar la arena. Si no se procuraban enseguida una draga muy potente no conseguirían regar ni aun queriéndolo. En realidad, no tenía ganas de hacerlo.
Aunque tampoco podía, como Sam Regan, desentenderse de la situación de arriba y bajar a juguetear con los accesorios, construir o incorporar nuevos artículos al kit, hacer mejoras... o, como Sam había propuesto, sacar un poco del CanDi cuidadosamente escondido e iniciar la comunicación. Tenemos nuestras responsabilidades, pensó.
—Dile a mi mujer que venga —le dijo a Helen.Ella podría darle indicaciones mientras él maniobraba con la draga: Fran tenía buen
ojo.—Ya voy yo a buscarla —dijo Sam Regan yendo hacia abajo—. ¿Nadie me
acompaña?Nadie lo siguió; Tod y Helen Morris se habían marchado a inspeccionar su huerta
mientras Norm Schein quitaba la funda que protegía la draga, con la intención de ponerla en marcha.
Una vez abajo, Sam Regan fue a buscar a Fran Schein; la encontró agachada frente al componente Perky Pat que los Morris y los Schein compartían, abstraída en lo que hacía.
Sin levantar la mirada, Fran dijo:—Conducimos a Perky Pat al centro en su nuevo Ford descapotable, la hicimos
estacionar e introducir una moneda en el parquímetro, después ella fue a hacer la compra y ahora se encuentra en la consulta del analista, leyendo Fortune. Pero ¿cuánto debe pagar? —Levantó la mirada, retiró su larga cabellera negra y le sonrió. Sin duda alguna, Fran era la persona más atractiva y espectacular del refugio colectivo: lo notó en aquel
preciso momento, y no era ciertamente la primera vez que lo hacía.—¿Cómo puedes entretenerte con ese accesorio sin haber masticado...? —preguntó
Sam, mirando a su alrededor. Por lo visto, los dos estaban solos. Se inclinó y dijo suavemente—: Ven conmigo, vamos a masticar un CanDi de primera. Como la última vez, ¿de acuerdo?
El corazón le latió más deprisa mientras aguardaba la respuesta; los recuerdos de la última vez en que los dos habían experimentado juntos la traslación lo debilitaban.
—Helen Morris estará...—No, están arriba poniendo en marcha la draga. Hasta dentro de una hora no bajarán.
—Tomó a Fran de la mano y la ayudó a levantarse—. Eso que llega envuelto en papel marrón —dijo él mientras salían del compartimiento y la conducía hacia el corredor— hay que usarlo, no sólo enterrarlo. Se pone viejo y rancio. Pierde su potencia.
Y pagamos muchas pieles por esa potencia, pensó morbosamente. Demasiadas para tener que desperdiciarlo. Aunque había algunos —del otro refugio— que sostenían que la energía requerida para la traslación no provenía del CanDi sino del realismo de los accesorios. Para él, ésa era una idea absurda, pero sin embargo tenía sus adeptos.
Al entrar en el compartimiento de Sam Regan, Fran dijo:—Voy a masticar contigo, Sam, pero mientras estemos en la Tierra no haremos esas
cosas que... ya sabes. Esas cosas que no haríamos aquí. Me refiero a eso que, aunque seamos Pat y Walt y no nosotros mismos, no podemos hacer. —Le lanzó una mirada de advertencia, recriminándole su conducta en el pasado y por haberla empujado a hacer algo que ella aún no le había pedido.
—Entonces reconoces que vamos realmente a la Tierra.Habían discutido ya muchas veces en el pasado acerca de este punto crucial. Fran se
inclinaba a pensar que la traslación era sólo la apariencia de aquello que los colonos llamaban accidental, es decir la manifestación meramente exterior de los lugares y objetos implicados, no su esencia.
—Yo creo —dijo lentamente Fran, mientras se soltaba de la mano de él y se paraba en la puerta de entrada del compartimiento— que poco importa si es un juego de la imaginación, una alucinación provocada por la droga o una traslación real de Marte a la Tierra tal como ofrece una agencia de la que nada sabemos... —Clavó en él otra vez una mirada severa—. Creo que deberíamos abstenernos, para no contaminar la experiencia de la comunicación. —Mientras lo miraba desplegar el lecho de metal de la pared y rebuscar con un gancho alargado en la cavidad que había quedado al descubierto, dijo—: Debería ser una experiencia purificadora. Dicen que nos deshacemos de nuestro cuerpo, que perdemos nuestra corporeidad. Y que adoptamos cuerpos inmortales, al menos por un tiempo. O para siempre, si crees, como algunos, que la experiencia ocurre fuera del tiempo y del espacio, que es eterna. ¿No te parece, Sam? —Suspiró—. Sé que no estás de acuerdo.
—La espiritualidad —dijo él con disgusto, pescando en la cavidad el paquete de CanDi—. Una negación de la realidad, ¿y qué obtienes a cambio? Nada.
—Reconozco —dijo Fran mientras se acercaba a mirar cómo él abría el paquete de CanDi— que me es imposible probar que con la abstinencia obtienes algo mejor a cambio. Pero es algo que sé. De lo que tú y otros sensualistas como tú no se dan cuenta es de que, cuando masticamos CanDi y nos separamos de nuestro cuerpo, morimos. Y al morir perdemos el peso del... —Vaciló.
—Dilo —dijo Sam mientras abría el paquete y cortaba con el cuchillo un trozo de la masa de fibra semivegetal sólida y pardusca.
—Del pecado.
Sam Regan soltó una carcajada.—Bueno, al menos eres ortodoxa. —La mayoría de los colonos habrían coincidido con
Fran—. Pero —dijo él depositando de nuevo el paquete en su escondrijo— no es por eso por lo que lo mastico; yo no quiero perder nada... Quiero ganar algo. —Cerró la puerta del compartimiento, inmediatamente después sacó su kit de accesorios Perky Pat, lo desplegó en el suelo y colocó cada objeto en su sitio con una prisa cargada de ansiedad—. Algo a lo que normalmente no tenemos derecho —agregó, como si Fran no lo supiera.
El marido de Fran, su mujer o cualquier habitante del refugio podían aparecer y sorprenderlos en estado de traslación. Los dos cuerpos estarían sentados a una distancia apropiada: no había nada de impúdico, por muy lascivos que fueran los observadores. Las leyes eran claras con relación a este punto. El adulterio no podía ser demostrado, y los expertos legales de la ONU que ejercían el poder en Marte y en otras colonias lo habían intentado inútilmente. Durante la traslación todo estaba permitido: un incesto, un homicidio o cualquier otro acto delictivo eran jurídicamente considerados una mera ilusión, un deseo sin mayores consecuencias.
Esta circunstancia sumamente interesante había hecho que Sam se acostumbrara al uso del CanDi; para él la vida en Marte no tenía muchos más encantos.
—Me parece que quieres hacerme caer en la tentación —dijo Fran.Se sentó, tenía una expresión triste; sus ojos castaños y grandes se concentraron
inútilmente en un punto del centro del accesorio, junto al enorme armario de Perky Pat. Absorta, Fran empezó a juguetear en silencio con un abrigo de marta miniaturizado.
Sam le alcanzó su tableta de CanDi, luego se metió la suya en la boca y la masticó con avidez.
Conservando todavía una expresión de profunda tristeza, Fran también masticó.Él era Walt. Tenía un cohete Jaguar XXB deportivo que desarrollaba una velocidad de
25.000 km por hora. Sus camisas venían de Italia y sus zapatos eran ingleses. Abrió los ojos y buscó junto a la cama el pequeño relojtelevisor General Electric, que se encendió automáticamente, sintonizado ya con el show matinal presentado por el infopayaso Jim Briskin. Con una peluca escarlata, la imagen de Briskin se materializaba en la pantalla. Walt se sentó, pulsó un botón que propulsó la cabecera de la cama —de manera que pudiera apoyar la espalda— y se reclinó a mirar un rato el programa.
—Estoy aquí en la esquina de Van Ness y Market, en el centro de San Francisco —decía jocosamente Briskin—. En unos instantes asistiremos a la inauguración del nuevo bloque subterráneo Sir Francis Drake, el primero completamente subterráneo. Con nosotros, para inaugurar el edificio, tengo aquí a mi lado a esta artista encantadora...
Walt apagó el televisor, se levantó y caminó descalzo hacia la ventana. Corrió las cortinas y contempló las tibias y espejeantes calles de San Francisco en las primeras horas del día, las colinas y las casas blancas. Era sábado por la mañana y no tenía que ir a trabajar a Palo Alto, a la Ampex Corporation. En cambio tenía una cita —una perspectiva halagüeña— con su novia, Pat Christensen, que poseía un moderno apartamento en las alturas de Potrero Hill.
Siempre era sábado.Una vez en el cuarto de baño, se humedeció la cara, se la enjabonó y empezó a
afeitarse. Y mientras se afeitaba y contemplaba en el espejo sus facciones familiares, vio pegada en el cristal una nota de su propio puño y letra.
ESTO ES UNA ILUSIÓN. ERES SAM REGAN, UN COLONO EN MARTE.APROVECHA TU TIEMPO DE TRASLACIÓN, AMIGO.
LLAMA INMEDIATAMENTE A PAT.
Y era Sam Regan quien firmaba la nota.Una ilusión, pensó, dejando de afeitarse por un momento. ¿En qué sentido? Intentó
recordar algo: Sam Regan, Marte, un siniestro refugio de colonos... Sí, podía imaginárselo, vagamente, pero era algo remoto, impreciso y poco convincente. Se encogió de hombros y siguió afeitándose, perplejo y un poco deprimido. Muy bien, ¿y si aquella nota decía la verdad? Quizás él recordaba aquel otro mundo, aquella desolada semivida de desterrado en un ambiente innatural. ¿Y qué? ¿Por qué arruinar lo que estaba viviendo? Alargó la mano y arrancó la nota, hizo una bola con ella y la arrojó a la papelera del baño.
En cuanto terminó de afeitarse videófono a Pat.—Mira —dijo ella sin ambages, fría y decidida; su cabellera rubia resplandecía en la
pantalla: acababa de secarse el pelo—, no quiero verte, Walt. Por favor. Sé cuáles son tus intenciones y no me interesa, ¿entiendes? —Sus ojos grises azulados eran fríos.
—Aja —dijo él, turbado, tratando de encontrar una respuesta—. Pero hace un día espléndido. Deberíamos salir. Ir al Golden Gate Park quizás.
—Hará demasiado calor para andar por la calle.—No —replicó él, irritado—. Saldremos más tarde. Podríamos ir a pasear por la playa,
darnos un chapuzón en el mar. ¿Qué te parece?Ella vaciló visiblemente.—Pero ¿y la conversación que tuvimos poco antes de...?—No hemos tenido ninguna conversación. Hace una semana que no te veo, desde el
sábado pasado. —Adoptó un tono decididamente firme y persuasivo—: Pasaré a buscarte dentro de media hora. Ponte el traje de baño amarillo. Ese modelo español con el broche.
—Oh —exclamó ella con desdén—. Ése está totalmente pasado de moda. Tengo uno nuevo, sueco; todavía no lo has visto. Me lo pondré, si es que no está prohibido. La chica de A&F no supo decírmelo.
—Trato hecho —dijo él, y colgó.Media hora después aterrizó con el Jaguar en la terraza del edificio de Pat.Pat llevaba un suéter y pantalones; el traje de baño —le explicó— lo llevaba debajo.
Con una cesta de picnic en la mano, subió la rampa detrás de Walt hasta el cohete estacionado. Bonita e impaciente, se le adelantó correteando con sus sandalias. Todo estaba saliendo como él había previsto. Iba a ser un día espléndido, ahora que, gracias al cielo, el temor inicial se había disipado...
—Espera a ver mi nuevo traje de baño —dijo ella mientras se deslizaba hacia el interior del cohete, con la cesta sobre las rodillas—. Es realmente atrevido, casi ni existe; es más, su existencia depende de la fe de cada uno. —Cuando él se sentó a su lado, ella se apoyó en él—. He estado pensando en la conversación que tuvimos... déjame terminar. —Le puso un dedo en la boca para hacerlo callar—. Yo sé que ha tenido lugar, Walt. Pero en cierto modo tú tienes razón. De hecho, tu actitud es la correcta. Hay que disfrutar al máximo de esta situación. Tenemos los minutos contados... al menos ésa es mi impresión. —Sonrió lánguidamente—. Así que conduce lo más rápido que puedas, tengo prisa por llegar al océano.
En un abrir y cerrar de ojos se posaron en un parking a la orilla de la playa.—Cada vez hará más calor —dijo Pat en tono grave—. Cada día más, ¿verdad? Hasta
que se vuelva insoportable. —Se quitó el suéter y, retorciéndose en el asiento del cohete, consiguió también sacarse los pantalones—. Pero no viviremos tanto..., pasarán cincuenta años más antes de que ya nadie pueda salir al mediodía, y de que nos
transformemos, según el dicho, en algo parecido a un perro desquiciado o a un inglés: pero todavía no hemos llegado a eso. —Abrió la compuerta y bajó, tenía puesto el traje de baño. Y ella tenía razón: había que creer en las cosas invisibles para alcanzar a ver ese traje de baño. Ambos estaban plenamente satisfechos.
Caminaron juntos con pasos lentos y pesados por la arena húmeda y compacta, observando las medusas, las conchas, los guijarros y los desechos que las olas habían amontonado.
—¿En qué año estamos? —preguntó de pronto Pat, deteniéndose. El viento le hacía ondear los cabellos sueltos que al desplegarse formaban una masa dorada similar a una nube, clara, luminosa y pulcra, en la que todas las hebras eran visibles.
—Bueno, creo que estamos en el... —Él no conseguía recordarlo—. ¡Maldición! —dijo enfadado.
—No importa, da igual. —Lo tomó del brazo y siguió caminando con dificultad—. Mira ese rinconcito aislado detrás de aquellas rocas. —Aceleró la marcha; el cuerpo se le tensaba a medida que sus músculos tirantes y fuertes se debatían con el viento, la arena y la gravedad familiar de un mundo desaparecido desde hacía mucho tiempo—. Yo soy... ¿Cómo me llamaba? ¿Fran? —preguntó de pronto ella. Atravesó las rocas; la espuma y el agua le lamían los pies y los tobillos; dio un salto riéndose, estremecida por el frío repentino—. ¿O acaso soy Patricia Christensen? —Se alisó el pelo con las dos manos—. Soy rubia, así que debo de ser Pat. Perky Pat. —Desapareció tras las rocas; él se precipitó detrás de ella—. Yo era Fran —repitió ella girando la cabeza hacia un lado— pero ahora ya no importa. Hubiese podido ser cualquiera, Fran, Helen o Mary, y hubiera sido exactamente igual, ¿no es cierto?
—No —objetó él, y la aferró. Jadeando, dijo—: Es importante que tú seas Fran. En esencia.
—En esencia. —Pat se dejó caer sobre la arena y se recostó de lado apoyada sobre un codo mientras con la ayuda de un afilado canto negro trazaba líneas furiosas que dejaban profundos surcos; casi en un santiamén arrojó el canto y se sentó mirando de cara al océano—. Pero las apariencias... pertenecen a Pat. —Colocó las manos debajo de los senos y, levantándolos lánguidamente, con una expresión de perplejidad, dijo—: Éstos son de Pat. No son míos. Los míos son más pequeños, me acuerdo de ellos.
Él se sentó a su lado, sin decir nada.—Estamos aquí —dijo ella— para hacer lo que no podemos hacer en el refugio, donde
hemos dejado nuestros cuerpos corruptibles. Mientras mantengamos nuestros accesorios en buenas condiciones, esto... —Señaló el océano, luego volvió a tocarse el cuerpo, maravillada—. No podrá degradarse, ¿verdad? Nos hemos vuelto inmortales. —De repente se reclinó hacia atrás, acostándose sobre la arena y tapándose la cara con un brazo—. Y puesto que estamos aquí, y podemos hacer lo que en el refugio nos está vedado, entonces según tu teoría tenemos que hacer esas cosas. No debemos desaprovechar la oportunidad.
Se inclinó sobre ella y la besó en la boca.Dentro de su cabeza una voz pensó: «Puedo hacer esto todas las veces que quiera».
Y, en los miembros de su cuerpo, una fuerza extraña impuso su autoridad; él volvió a sentarse, lejos de la chica. «Después de todo —pensó Norm Schein— soy su marido». Y se rió.
«¿Quién te ha autorizado a utilizar mi kit de accesorios? —pensó Sam Regan, furioso—. Sal de mi compartimiento. Seguro que también han masticado mi CanDi».
«Tú nos lo ofreciste —respondió el coinquilino de su cuerpo espiritual—. Te he tomado la palabra».
«Yo también estoy aquí —pensó Tod Morris—. Y si quieres saber cuál es mi opinión...».
«Nadie te ha pedido tu opinión —pensó Norm Schein irritado—. Así como nadie te ha pedido que vinieras; ¿por qué no vuelves arriba a hacerte el gracioso en tu miserable huerta, que es donde deberías estar?».
Tod Morris, con calma, pensó: «Yo estoy con Sam. No tengo ninguna posibilidad de hacer esto fuera de aquí». La fuerza de su voluntad, unida a la de Sam; Walt se inclinó otra vez sobre la chica acostada y volvió a besarla, apasionadamente esta vez, y con una agitación cada vez más intensa.
Sin abrir los ojos, Pat murmuró:—Yo también estoy aquí. Soy Helen. Y Mary también —agregó ella—. Pero, Sam, no
estamos usando tu provisión de CanDi, hemos traído el nuestro.Perky Pat lo abrazó, y en ese abrazo se confundieron también en un mismo esfuerzo
las tres habitantes de su cuerpo. Sorprendido, Sam Regan interrumpió el contacto con Tod Morris; se unió al esfuerzo de Norm Schein, y Walt volvió a sentarse, apartado de Perky Pat.
Las olas del océano lamieron sus cuerpos mientras se recostaban juntos en la playa, dos figuras que contenían las esencias de seis personas. Dos en seis, pensó Sam Regan. El misterio se ha repetido; ¿cómo ha sido posible? De nuevo la antigua pregunta. Pero lo que más me preocupa, pensó, es saber si están usando mi CanDi. Apuesto a que sí. No me importa lo que digan: no les creo.
Perky Pat se levantó y dijo:—Bueno, visto que aquí no se hace nada, voy a ir a nadar un poco. —Se internó
despacio en el agua y se zambulló lejos de los hombres, que se quedaron sentados en sus cuerpos y la vieron alejarse.
«Hemos perdido nuestra oportunidad», pensó Tod Morris con ironía.«Es culpa mía», admitió Sam. Uniendo fuerzas, él y Tod lograron levantarse; dieron
algunos pasos tras la chica y, luego, con el agua a la altura de los tobillos, se detuvieron.Sam Regan empezó a sentir que los efectos de la droga se disipaban, se sentía
cansado y asustado, y al darse cuenta de eso se sintió todavía más débil. Santo cielo, tan pronto, se dijo. Todo se ha acabado; habrá que volver al refugio, a esa cueva en la que nos retorcemos y arrastramos como gusanos, amontonados y sin ver la luz del día. Pálidos, demacrados y horribles. Se estremeció.
...Se estremeció y vio, de nuevo, el compartimiento con el camastro de metal, el lavabo, la mesa, el calentador... y, dispersas en el suelo, inertes y vacías, las carcasas de Tod y Helen Morris, de Fran y Norm Schein y de Mary, su mujer; tenían los ojos abiertos y la mirada vacía; apartó la vista, asqueado.
En el suelo, entre ellos, yacía el kit de accesorios; miró hacia abajo y vio las muñecas Walt y Pat colocadas al borde del océano, cerca del Jaguar estacionado. Evidentemente, Perky Pat tenía puesto el casi invisible traje de baño sueco, y cerca de ellos descansaba la diminuta cesta de picnic.
Y junto a los accesorios, un papel de envolver marrón que había contenido el CanDi; entre los cinco lo habían masticado todo, e incluso en aquel momento, mientras miraba de mala gana, vio chorrear de la boca inerte y abúlica de cada uno de ellos un hilo brillante de baba marrón.
Frente a él, Fran Schein se movió, abrió los ojos y gimió. Volvió la mirada hacia él y suspiró agotada.
—Nos alcanzaron —dijo él.—Hemos tardado mucho. —Se levantó vacilante, tropezó y casi se cayó al suelo; él se
incorporó rápidamente para sostenerla—. Tenías razón. Debimos hacerlo enseguida si realmente lo deseábamos. Pero... —Dejó que él la sostuviera por un momento—. A mí me gustan los preliminares. Caminar por la playa, mostrarte un traje de baño que casi no se ve. —Esbozó una sonrisa.
—Apuesto que seguirán de viaje unos minutos más —dijo Sam.Con los ojos abiertos de par en par, Fran respondió:—Tienes razón. —Se soltó de él y de una zancada alcanzó la puerta, la abrió y
desapareció en el vestíbulo—. A mi compartimiento —le gritó—. ¡Vamos, rápido!La siguió encantado. Era muy divertido. Se desternillaba de risa. Delante de él la chica
correteaba por la rampa hacia el refugio; acortó la distancia que lo separaba de ella y justo al llegar al compartimiento la alcanzó. Juntos se precipitaron hacia dentro, rodaron y se debatieron riéndose contra la dura superficie metálica hasta chocar contra la pared más alejada.
Después de todo, hemos ganado, pensó él mientras le desabrochaba el sujetador, le abría la cremallera de la falda y le quitaba los zapatos sin cordones, todo esto con una rapidez inaudita. Estaba ocupadísimo, y Fran suspiró, aunque esta vez no de agotamiento.
—Sería mejor que cerráramos la puerta —dijo él. Se levantó, corrió hacia la puerta y dio dos vueltas a la llave. Entretanto, Fran se quitó la ropa desabotonada.
—Vuelve aquí —le rogó ella—. No te quedes mirando. —Amontonó la ropa de cualquier manera y encima colocó los zapatos a guisa de pisapapeles.
Volvió a acostarse a su lado, y los dedos de ella, rápidos y expertos, empezaron a recorrerle el cuerpo; con ojos oscuros y encendidos, ella prosiguió con su tarea, deleitándolo.
Precisamente allí, en su siniestra morada marciana. Y sin embargo... lo habían conseguido gracias al viejo, al único método: a través de la droga que los camellos clandestinos importaban. El CanDi lo había hecho posible, y ellos seguían necesitándolo. No eran libres en absoluto.
Mientras las rodillas de Fran le apretaban los flancos desnudos, se dijo: y de ninguna manera pretendemos serlo. Al contrario. Y, acariciando el vientre liso y palpitante de ella, pensó: es más, podríamos incluso masticar un poco más.
4
En la recepción del Hospital de Veteranos James Riddle de la Base III de Ganímedes, Leo Bulero se quitó el carísimo bombín de piel de wub hecho a mano, saludó a la joven de uniforme blanco almidonado y dijo:
—Vengo a visitar a un paciente, un tal Eldon Trent.—Lo siento, señor... —comenzó a decir la chica, pero él la cortó.—Dígale que Leo Bulero está aquí. ¿Ha entendido? Leo Bulero.Y, echando una mirada furtiva al registro, un poco más allá de las manos de la chica,
vio el número de la habitación de Eldritch. Cuando ella se volvió hacia el tablero de la centralita, él se dirigió a grandes zancadas hacia ese número. Te puedes ir al diablo si piensas que voy a esperar, se dijo. He hecho millones de kilómetros y no me iré sin ver a ese hombre, esa cosa, o lo que sea.
Un soldado de la ONU, armado con un fusil, le cerró el paso frente a la puerta; era un hombre muy joven, de ojos claros y fríos, como los de una chica: ojos que decían decididamente no, incluso a él, a Leo Bulero.
—Muy bien —refunfuñó Leo—. He captado la onda. Pero si él supiera quién está aquí fuera, me dejaría pasar.
A su lado, una aguda voz femenina le dijo repentinamente al oído:—¿Cómo hizo para enterarse de que mi padre estaba aquí, señor Bulero?Se dio la vuelta y descubrió a una mujer corpulenta, de unos treinta y cinco años; la
observó detenidamente y pensó: es Zoe Eldritch. ¿Cómo no voy a reconocerla? Casi siempre sale en la crónica mundana de los homeodiarios.
Un funcionario de la ONU se acercó:—Señorita Eldritch, si lo desea podemos expulsar al señor Bulero del edificio, de usted
depende.Dirigió una amable sonrisa a Leo, que inmediatamente lo reconoció. Era Frank Santina,
el jefe del departamento jurídico de la ONU y el superior de Ned Lark. Despierto, de ojos oscuros y porte enérgico, Santina desvió rápidamente la mirada de Leo a Zoe Eldritch, aguardando una respuesta.
—No —dijo finalmente Zoe Eldritch—. Al menos no por ahora. Antes tengo que saber cómo se las arregló para descubrir que mi padre estaba aquí; no podía saberlo. ¿O me equivoco, señor Bulero?
Santina murmuró:—Quizá gracias a uno de sus precogs prefashion. ¿No es así señor Bulero?Leo, de mala gana, asintió.—¿Se da cuenta, señorita Eldritch? —dijo Santina—. Un hombre como Bulero puede
disponer de todo lo que le haga falta o de cualquier forma de talento. Por eso lo esperábamos. —Señaló a los dos hombres uniformados que montaban guardia a la puerta de la habitación de Palmer Eldritch—. Y ésa es la razón por la que necesitamos permanentemente a dos hombres. Como he intentado explicarle.
—¿Es posible hablar de negocios con Eldritch? —preguntó Leo—. Para eso he venido aquí: no tengo ninguna mala intención. Creo que todos ustedes están locos, o tal vez intentan esconder algo; a lo mejor no tienen la conciencia tranquila. —Los escrutó con la mirada, pero no descubrió nada—. ¿Es realmente Palmer Eldritch el que está ahí dentro? —preguntó—. Seguro que no. —Una vez más, ninguno respondió; ninguno de los dos reaccionó ante la burla—. Estoy cansado —dijo—. He hecho un viaje muy largo hasta aquí. Bueno, al diablo con todo, me iré a comer algo, luego me buscaré un hotel, dormiré diez horas y lo olvidaré. —Dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
Ni Santina ni la señorita Eldritch intentaron detenerlo. Ofendido, él siguió caminando, asqueado de indignación.
Para llegar a Palmer Eldritch sin duda iba a necesitar alguna agencia intermediaria. Quizá, reflexionó, Felix Blau y su policía privada podrían conseguir entrar aquí. Valía la pena intentarlo.
Pero, como cada vez que se deprimía así, nada parecía importarle. ¿Por qué no hacía lo que había dicho: comer algo, tomarse un merecido descanso y olvidarse por el momento de cómo llegar a Eldritch? Que se vayan todos al diablo, se dijo, mientras abandonaba el hospital y caminaba por la acera en busca de un taxi. Y esa hija, pensó. Con pinta de dura, una tortillera de pelo corto y sin maquillaje. Qué asco.
Encontró un taxi que en un momento lo transportó por el aire mientras él reflexionaba.Gracias al sistema de vídeo del taxi consiguió comunicarse con Felix Blau en la Tierra.—Me alegro que haya llamado —dijo Felix Blau cuando se dio cuenta de quién era—.
En Boston ha aparecido una organización en extrañas circunstancias, parece surgida de la noche a la mañana, muy completa, hasta tienen...
—¿De qué se ocupan?
—Preparan el lanzamiento comercial de no sé qué cosa: la infraestructura ya está montada, incluidos tres satélites publicitarios similares a los vuestros, uno en Marte, otro en lo y otro en Titán. Corre el rumor de que se preparan para entrar en el mercado con un artículo en competencia directa con vuestros accesorios Perky Pat. Se llamará Connie Companion Doll. —Esbozó una sonrisa—. Gracioso, ¿verdad?
—¿Y del aditivo...? ¿Se sabe algo de él? —preguntó Leo.—Ninguna información al respecto. Y suponiendo que exista, es evidente que no forma
parte del objetivo oficial de las operaciones comerciales. Pero ¿para qué sirve un accesorio miniaturizado si eliminamos... «el aditivo»?
—Para nada.—Creo que esto responde a la otra pregunta.—Lo he llamado —dijo Leo— para saber si usted puede garantizarme un encuentro
con Eldritch. Le he localizado aquí en la Base III de Ganímedes.—¿Se acuerda de mi informe relativo a la importación de un liquen similar al que se
utiliza en la elaboración del CanDi? ¿No se le ha ocurrido pensar que esa nueva compañía de Boston haya sido creada por Eldritch? Si bien hace poco que ha vuelto, quizá pudo haberle encomendado la tarea a su hija hace unos años por radio.
—Tengo que verlo —dijo Leo.—Está en el Hospital James Riddle, supongo. Imaginábamos que podía encontrarse
allí. A propósito, ¿alguna vez ha oído hablar de un tal Richard Hnatt?—Nunca.—Un representante de esa nueva compañía de Boston se encontró con él y le ofreció
un acuerdo comercial. El representante, Icholtz...—¡Qué lío! —exclamó Leo—. Y yo ni siquiera puedo encontrarme con Eldritch: Santina
está plantado delante de la puerta, con esa tortillera de la hija de Eldritch. —Nadie hubiese podido eludirlos, concluyó.
Le dio a Felix Blau la dirección de un hotel en la Base III, el mismo en que él había dejado sus maletas, luego colgó.
Creo que tiene razón, pensó. Seguro que el competidor es Palmer Eldritch. Es mi destino: tenía que encontrarme justo en el sector en el que Eldritch decide recalar a su regreso de Próxima. ¿No podía producir yo sistemas de guía de cohetes y competir sólo con la General Electric o la General Dynamics?
En aquel momento sentía una auténtica curiosidad por el liquen que Eldritch había traído con él. Algo mejor que el CanDi, quizá. Con una producción menos cara y capaz de ofrecer una traslación más duradera e intensa. ¡Caray!
Dándole vueltas al asunto, recordó algo extraño. Una organización que dependía de la República Árabe Unida adiestraba asesinos a sueldo. Aunque claro, librar batalla a Eldritch sería sin duda una ardua tarea... Un hombre así, cuando ha tomado una decisión...
Sin embargo quedaba la previsión de Rondinella Fugate: en el futuro él sería declarado culpable de la muerte de Palmer Eldritch.
Es evidente que, a pesar de los obstáculos, encontraría una manera de llegar a él.Llevaba un arma tan minúscula e imperceptible, que ni el más minucioso registro podía
detectarla. Tiempo atrás un médico de Washington se la había cosido en la lengua: un dardo venenoso autodirigido de alta velocidad, inspirado en un modelo soviético... aunque decididamente mejorado, dado que una vez alcanzada la víctima, el proyectil se autodestruía sin dejar rastro. Su veneno también era original: no atacaba ni al corazón ni al sistema respiratorio; es más, no era siquiera un veneno, sino un virus filtrable que se multiplicaba en la sangre de la víctima, provocando la muerte en menos de cuarenta y
ocho horas. Era carcinomatoso, importado de una de las lunas de Urano y casi desconocido aún; le había costado muy caro. Sólo tenía que acercarse a la víctima y apretar con los dedos la base de la lengua apuntando al mismo tiempo. Si tan sólo hubiese podido encontrarse con Eldritch...
Y será mejor que lo consiga, pensó, antes de que esta nueva compañía de Boston lance su producto. Antes de que pueda funcionar sin Eldritch. Como cualquier mala hierba, conviene arrancarla de raíz enseguida antes de que crezca.
Al llegar a su habitación en el hotel, llamó a Equipos PP para saber si había algún mensaje o asunto de vital importancia que requiriera su atención.
—Sí —dijo la señorita Gleason, apenas lo reconoció—. Hay una llamada urgente de una tal Impatience White... si entendí bien su nombre. Voy a darle su número. Está en Marte. —Sostuvo el papel con el número en la pantalla.
En un primer momento, Leo no recordaba a ninguna mujer llamada White. Después se acordó... y se asustó. ¿Por qué lo había llamado?
—Gracias —murmuró, y enseguida colgó. Menos mal que el departamento jurídico de la ONU no había interceptado la llamada..., porque Impy White, que operaba desde Marte, era uno de sus principales traficantes de CanDi.
Con absoluta desgana, marcó el número.De carita pequeña y ojitos vivarachos, no desprovista de cierta gracia, Impy White se
materializó en la pantalla del videófono. Él la había imaginado mucho más fornida; ahora en cambio parecía muy pequeña, aunque temible.
—Señor Bulero, en cuanto yo termine de hablar...—¿No hay otra posibilidad? ¿Otro canal? —Existía una forma, mediante la que Conner
Freeman, jefe de la operación Venus, podía contactarlo. De este modo, la señorita White podía haber pasado por Freeman, su superior.
—Señor Bulero, esta mañana he visitado un refugio del hemisferio meridional de Marte con un cargamento. Pero los colonos lo han rechazado, alegando que se habían gastado todas las pieles en un nuevo producto... similar al que vendemos nosotros... el ChewZi. —Y prosiguió—: Además...
Leo Bulero colgó. Se quedó sentado en silencio, afligido y pensativo. No tengo que perder la calma, se dijo. Después de todo pertenezco a una variedad humana evolucionada. De eso se trata: es ese nuevo producto de la compañía de Boston. Un derivado del liquen de Eldritch, por lo visto. Él yace en la cama de un hospital a menos de una milla de donde estoy yo, y sin duda imparte órdenes a través de Zoe, mientras que yo no hago nada. La operación ya está en marcha. He llegado demasiado tarde. Incluso esto de mi lengua, pensó, ahora ya no me sirve para nada.
Pero ya se le ocurriría algo, estaba seguro. Como siempre. Aquello no era el final de Equipos PP.
El problema consistía en saber qué podía hacer. Pero no lo sabía, cosa que naturalmente no le ayudaba a calmar ni el temor ni los nervios que lo hacían sudar.
Ven a mí, oh idea del desarrollo cortical artificialmente acelerado, entonó a modo de oración. Que Dios me ayude a vencer a mis enemigos, esos canallas. Si recurro a mis precogs prefashion Roni Fugate y Barney... a lo mejor ellos pueden encontrar una solución. En especial ese viejo zorro de Barney, que aún está fuera de todo este asunto.
Videofonó de nuevo a Equipos PP en la Tierra. Y esta vez pidió hablar con el departamento de Barney Mayerson.
Entonces se acordó de los enredos de Barney con el servicio militar, de su necesidad de desarrollar una incapacidad de tolerancia al estrés y evitar así tener que acabar en un refugio de Marte.
Decidido, Leo Bulero pensó: yo facilitaré esa prueba; para él el riesgo de que lo recluten ya no existe.
Cuando llegó la llamada de Leo Bulero desde Ganímedes, Barney Mayerson se encontraba solo en su despacho.
La conversación no duró mucho; después de que Leo colgase miró su reloj y se asombró. Cinco minutos apenas. Le habían parecido una eternidad.
Se levantó, pulsó el botón del interfono y dijo:—No deje entrar a nadie. Ni siquiera, es decir, especialmente si se trata de la señorita
Fugate. —Se dirigió hacia la ventana y se quedó contemplando la calle espejeante, tórrida y desierta.
Bulero le había endilgado todo el problema. Era la primera vez que veía a su superior desmoronarse: es increíble, pensó, Leo Bulero entra en crisis ante el primer competidor con el que se tiene que enfrentar. Era sin duda por la simple razón de que no estaba acostumbrado. La aparición de esa nueva compañía de Boston lo había trastocado por completo: el hombre se había vuelto niño.
Al final Leo iba a reaccionar, pero mientras tanto... ¿qué ventaja puedo sacar yo de este asunto?, se preguntó Barney Mayerson, sin encontrar una respuesta inmediata. Puedo echar una mano a Leo... pero, él, ¿qué puede hacer él por mí? Esta pregunta le gustaba más. En realidad era la manera en que debía plantearse el problema: así es como Leo se lo había enseñado en el curso de los años. Su superior no hubiese aceptado otra manera de encarar el asunto.
Se quedó un rato sentado, meditando, y proyectó luego, como Leo le había ordenado, su atención hacia el futuro. Y mientras lo hacía, volvió a toparse con el problema del servicio militar e intentó ver cómo se resolvería finalmente la situación.
Pero la cuestión de su convocatoria era demasiado insignificante, demasiado ínfima, para aparecer en los anales públicos; no había homeodiarios que examinar, ni informativos que escuchar... El caso de Leo, en cambio, era distinto, y Barney alcanzó a ver toda una serie de artículos de primera página relacionados con Leo y Palmer Eldritch. Obviamente, todo era muy confuso, y las alternativas se sucedían de manera caótica. Primero Leo habría encontrado a Eldritch; después, finalmente, no lo habría encontrado. Y también, algo que le llamó poderosamente la atención: ¡Leo sería acusado del asesinato de Eldritch! ¡Caramba! ¿Y eso qué significaba?
Eso significaba, como tuvo oportunidad de descubrir mediante un examen más detenido, simple y llanamente lo que decía. Y si Leo era arrestado, procesado y condenado, podía suponer el cierre de Equipos PP como empresa suministradora de trabajo. Y, por lo tanto, el final de una carrera por la que había sacrificado todo en la vida: un matrimonio y la mujer que —¡todavía entonces!— amaba.
Obviamente, para él era mejor, e incluso necesario, advertir a Leo. Algo que podía incluso jugar a su favor.
Llamó de nuevo a Leo.—Tengo noticias que te interesarán.—Perfecto. —Leo estaba radiante, su rostro florido, alargado y profuso respiraba alivio
—. Soy todo oídos, Barney.—Pronto se producirá una situación que podrás explotar. Podrás encontrar a Palmer
Eldritch... aunque no en el hospital. Saldrá de Ganímedes por orden expresa del propio Eldritch. —Y con cautela, para no desvelar toda la información que había recibido, agregó—: Habrá un altercado entre él y la ONU; por ahora, como está incapacitado, los está
utilizando. Pero una vez se restablezca...—Quiero detalles —declaró Leo de pronto, enderezando la enorme cabeza con aire de
alarma.—Quisiera algo, a cambio.—¿A cambio de qué? —El rostro visiblemente evolucionado de Leo se ofuscó.—A cambio de la fecha y el lugar exactos de tu encuentro con Palmer Eldritch —repuso
Barney.—¡Santo cielo! ¿Y qué quieres pedirme? —refunfuñó Leo, lanzándole una mirada
aprehensiva: la Terapia Evolutiva no le procuraba tranquilidad alguna.—El veinticinco por ciento de tus ganancias. Las de Equipos PP... dejando de lado
otras fuentes de ingresos. —Se refería a las plantaciones de Venus de las que se extraía el CanDi.
—¡Dios mío! —exclamó Leo resoplando.—Y hay algo más.—¿Algo más? Pero ¡si serás millonario!—Además quiero reorganizar la estructura de tus consultores prefashion. Todos
conservarán sus puestos y seguirán ejerciendo oficialmente la actividad que ahora desarrollan, con una salvedad. Todas sus decisiones tendrán que ser sometidas a mi aprobación final: la última palabra sobre cada decisión que se tome la tendré yo. Así que ya no seré representante regional, y tú podrás asignarle Nueva York a Roni apenas...
—Sed de poder —dijo Leo con voz chirriante.Barney se encogió de hombros. Podía llamarlo como quisiera. Para él representaba el
punto culminante de su carrera, y eso era lo más importante. Todos buscaban lo mismo, incluido Leo. Mejor dicho, Leo más que nadie.
—De acuerdo —asintió Leo—. Puedes supervisar a todos los demás consultores prefashion, a mí eso me da igual. Ahora dime cómo, cuándo y dónde...
—Encontrarás a Palmer Eldritch dentro de tres días. Pasado mañana, una de sus naves anónimas lo transportará de Ganímedes a su residencia en la Luna, donde proseguirá su convalecencia, fuera del territorio de la ONU. Frank Santina ya no tendrá ninguna autoridad en este asunto, así que puedes olvidarte de él. El día veintitrés Eldritch recibirá a la prensa en su residencia y dará su versión de lo acontecido durante el viaje; se mostrará de buen humor... al menos eso dirán los homeodiarios. Aparentemente sano, contento de estar de vuelta, recuperándose de manera satisfactoria..., contará una larga historia sobre...
—Dime simplemente cómo haré para entrar. ¿Montarán sus hombres un sistema de vigilancia?
—Escúchame —dijo Barney—. Equipos PP saca cuatro veces al año una publicación especializada, El espíritu de la miniaturización. Se trata de algo tan insignificante que ni siquiera debes de estar al corriente de su existencia.
—¿Insinúas que podría presentarme como periodista de nuestro organismo empresarial? —Leo clavó los ojos en él—. ¿Lograré entrar en su residencia de ese modo? —Parecía asqueado—. Maldición. No necesitaba pagarte para obtener esta información de mierda: él se habría mostrado en público en los próximos días..., quiero decir que, si hay periodistas, el acontecimiento será del dominio público.
Barney se encogió de hombros. No se molestó en responder.—Creo que me has engañado —dijo Leo—. Yo estaba demasiado ansioso. Bueno... —
y, con resignación, añadió—: quizá puedas decirme qué explicaciones dará a los periodistas al respecto. ¿Qué es realmente lo que encontró él en el sistema Próxima? ¿Menciona los líquenes que ha traído consigo?
—Sí. Sostiene que se trata de una variedad inofensiva, aprobada por el Departamento de Control de Narcóticos de la ONU, que reemplazará... —vaciló— ... a ciertos peligrosos derivados que crean dependencia, muy difundidos actualmente. Y...
—Y anunciará la creación de una empresa que comercializará ese narcótico no tóxico —concluyó Leo, consternado.
—Exacto —confirmó Barney—. Llamado ChewZi, y cuyo eslogan es: Los exigentes exigen ChewZi.
—¡Poramordedios!—Lo prepararon todo hace mucho tiempo, gracias al radioláser interestelar y a su hija,
y con el beneplácito de Santina y Lark en la ONU; es más, con el beneplácito del mismo HepburnGilbert. Y lo consideran como una manera de acabar con el tráfico de CanDi.
Se hizo un silencio.—Está bien —dijo Leo con voz ronca tras una pausa—. Es una vergüenza que no
hubieras podido prever todo esto hace un par de años, pero en fin, no eres más que un empleado y nadie te pidió que lo hicieras.
Barney se encogió de hombros.Con expresión adusta, Leo Bulero colgó.Ahora lo entiendo, se dijo Barney. He violado la regla de oro del arribista: nunca confíes
a tu superior algo que no quiere oír. Tengo curiosidad por saber qué consecuencias acarreará esto.
En ese momento el videófono volvió a sonar y los ofuscados rasgos de Leo Bulero se recompusieron en la pantalla.
—Escucha, Barney. Se me acaba de ocurrir una cosa. Sé que no te gustará, así que prepárate.
—Estoy listo. —Barney se preparó.—Olvidé decirte, y no debí hacerlo, que antes había hablado con la señorita Fugate y
que ella conoce... algunos hechos futuros relacionados conmigo y con Palmer Eldritch. Hechos que, de todas formas, si se sintiera molesta, y tenerte a ti como superior podría irritarla, ella podría precipitar haciéndonos daño. En realidad, he llegado a la conclusión de que todos mis consultores prefashion podrían recibir esa información, de modo que tu idea de supervisarlos...
—Esos «hechos» —lo interrumpió Barney— tienen que ver con tu acusación por el homicidio premeditado de Palmer Eldritch, ¿no es cierto?
Leo gruñó, suspiró y le dirigió una mirada torva. Al final asintió a regañadientes.—No voy a permitir que renuncies al compromiso que acabas de pactar conmigo —dijo
Barney—. Me has hecho ciertas promesas y espero que tú...—Pero esa chica es una tonta imprevisible —gimoteó Leo—. Irá corriendo a ver a los
esbirros de la ONU. ¡Me ha engañado, Barney!—Yo también —señaló tranquilamente él.—Sí, pero tú y yo nos conocernos desde hace muchos años. —Parecía como si Leo
pensara rápidamente, evaluando la situación con lo que le gustaba llamar sus facultades de conocimientodetipoevolucionadodeHomopostsapiens, o algo parecido—. Eres un amigo. No serías capaz de hacer lo que ella haría. Y de todas formas siempre puedo ofrecerte el porcentaje sobre las ganancias que me has pedido. ¿De acuerdo? —Miró ansiosamente a Barney, pero con una tremenda determinación: ya había tomado una decisión—. ¿Podemos concluir entonces?
—Ya hemos concluido.—Desgraciadamente, como he dicho, olvidé...
—Si no respetas lo pactado yo me marcho —dijo Barney—. Me iré a ejercer mi talento a otra parte. —Había trabajado durante muchos años y no podía volverse atrás.
—¿Tú? —inquirió Leo, perplejo—. Quiero decir, no estás pensando en ir a ver a la policía de la ONU. ¡Hablas de cambiar de camisa y pasarte a las filas de Palmer Eldritch!
Barney no dijo nada.—¡Maldito chantajista! —prosiguió Leo—. A esto nos lleva la lucha por mantenernos a
flote en los tiempos que corren. Escucha: no estoy tan seguro de que Palmer Eldritch te acepte. Es probable que tenga ya un equipo de expertos prefashion. Y si es así, ya debe de conocer las noticias relacionadas conmigo... —Se detuvo—. Pero sí, voy a correr el riesgo: creo que estás cometiendo ese pecado que los griegos llamaban... ¿cómo era que lo llamaban? ¿Hybris? Una arrogancia como la de Satán, que conduce a la ruina. Por mí sigue adelante y no te detengas. Es más, puedes hacer lo que quieras, me da absolutamente igual. Y mucha suerte, amigo. Mantenme al corriente de tus proezas, y la próxima vez que quieras chantajear a alguien...
Barney cortó la comunicación. La pantalla se volvió de un gris amorfo. Gris, pensó, como el mundo dentro de mí y a mi alrededor, como la realidad. Se levantó y se puso a caminar nerviosamente de un lado a otro, con las manos metidas en los bolsillos. Mi mayor desafío en este momento, pensó, es —y que Dios me ayude— unirme a Roni Fugate. Porque ella es la única a quien Leo teme realmente, y con toda razón. Debe de estar en condiciones de realizar una galaxia de cosas que yo no podría hacer. Y eso Leo lo sabe.
Volvió a sentarse e hizo llamar repetidas veces a Roni, que al final fue conducida hasta su despacho.
—¡Hola! —dijo ella radiante, luciendo un colorido vestido de seda a la pequinesa, sin sujetador—. ¿Qué pasa? Quise comunicar contigo hace unos minutos, pero...
—¿Será posible que nunca... —repuso él—, que nunca estés completamente vestida? Cierra la puerta.
Ella cerró la puerta.—Aparte de eso —dijo Barney— tengo que reconocer que anoche en la cama estuviste
fantástica.—Gracias. —El rostro de Roni, joven y claro, se iluminó.—¿Crees que tu previsión de que nuestro superior asesinará a Palmer Eldritch es
segura? ¿O hay dudas?Roni tragó saliva, agachó la cabeza y murmuró:—Desbordas talento, Barney. —Se sentó y cruzó las piernas, desnudas, como Barney
pudo comprobar—. Claro que hay dudas. En primer lugar, creo que sería un gesto muy idiota por parte del señor Bulero, ya que seguramente significaría el final de su carrera. Los homeodiarios no conocen, es decir, no conocerán los móviles del delito, de modo que yo sólo puedo opinar; pero sería algo descomunal y horrible, ¿no crees?
—El final de su carrera —dijo Barney—. Y el de la tuya y la mía.—No, cariño —respondió Roni—. No creo que sea así. Veamos un poco. El señor
Palmer Eldritch está a punto de desplazarlo en el terreno de la miniaturización. ¿Acaso no es éste el móvil de Leo Bulero? ¿Y qué nos dice esto de la futura realidad económica? Aunque el señor Eldritch muera, su empresa, por lo visto, logrará...
—Entonces nos pasamos al bando de Eldritch, ¿no es así?Con una expresión concentrada, Roni, con dificultad, respondió:—No, no me refería exactamente a eso. Pero tenemos que distanciarnos de Bulero y
no dejar que nos arrastre en su caída... Tengo toda una vida por delante y, aunque en
menor medida, tú también.—Gracias —dijo él agriamente.—Ahora tenemos que elaborar un buen plan. Y sin los precogs no podemos hacer
planes para el futuro...—Le he dado a Leo la información que lo conducirá a Eldritch. ¿No se te ha ocurrido
que podrían formar un trust entre ellos? —Le echó una mirada escrutadora.—No... no vislumbro nada de eso en el futuro. Ni ningún artículo de homeodiario
relacionado con esto.—¡Madre mía! —dijo él con desdén—. No aparecerá en los homeodiarios.—Ah. —Roni recapacitó y asintió—. Tienes razón, así es.—Y si eso ocurriera una vez que hubiéramos dejado a Leo por Eldritch —dijo él— nos
quedaríamos con las manos vacías. Leo volvería a contratarnos pero con sus propias condiciones. Y entonces más nos valdría retirarnos definitivamente del sector de la previsión de nuevas tendencias. —Para él era algo obvio y, por lo que leyó en la expresión de la cara de Roni Fugate, para ella también—. Si nos unimos a Palmer Eldritch...
—¿Cómo «si»? Tenemos que unirnos.—No, no es cierto. Podemos seguir adelante tal como estamos —dijo Barney. Como
empleados de Leo Bulero, aunque se hunda, resurja o desaparezca para siempre, pensó para sí—. Voy a decirte qué más podemos hacer: podemos contactar con todos los demás consultores prefashion que trabajan para Equipos PP y crear nuestro propio sindicato. —Era una idea que acariciaba desde hacía muchos años—. Una corporación que tuviera, por decirlo de alguna manera, el monopolio. Entonces podríamos dictarle las condiciones tanto a Leo como a Eldritch.
—Salvo —dijo Roni— que Eldritch tenga ya sus propios consultores prefashion, obviamente. —Le sonrió—. No lo tienes muy claro, ¿verdad, Barney? Me doy cuenta. Qué vergüenza. Y pensar que has trabajado durante todos estos años. —Sacudió la cabeza, compungida.
—Ahora entiendo por qué Leo dudaba tanto ante la posibilidad de enfrentarse a ti —dijo él.
—¿Porque digo la verdad? —Roni arqueó las cejas—. Sí, quizá sea por eso; todos le temen a la verdad. A ti, por ejemplo... no te gusta aceptar que le has dicho que no a ese pobre vendedor de cerámicas sólo para vengarte de la mujer que...
—¡Cállate! —dijo él, furibundo.—Y a lo mejor sabes qué ha hecho después ese vendedor de cerámicas, ¿verdad? Ha
firmado para Eldritch. Les hiciste un favor, tanto a él como a tu ex esposa. Si le hubieses dicho que sí, lo habrías atado a una empresa que se hunde y los dos hubiesen perdido la posibilidad de... —Se detuvo—. Te estoy haciendo sufrir.
Con un ademán, Barney dijo:—Eso no tiene nada que ver con el motivo por el que te he convocado aquí.—Correcto —asintió Roni—. Me convocaste para que juntos encontráramos una
manera de traicionar a Leo.—Escucha... —comenzó él, consternado.—Pero es así. No puedes hacerlo solo: me necesitas. Yo no he dicho que no.
Tranquilo. De todas formas, no creo que sea el momento ni el lugar para discutir esto ahora; aguardemos hasta que volvamos a casa, ¿de acuerdo? —Le dedicó una espléndida sonrisa, de una calidez absoluta.
—De acuerdo —respondió él. Ella tenía razón.—Qué triste sería —dijo Roni— si hubiese micrófonos escondidos aquí en tu despacho.
A lo mejor el señor Bulero ha estado escuchando todo lo que hemos dicho. —Ella seguía sonriendo, incluso más que antes, y él estaba alelado. Se dio cuenta de que la chica no tenía miedo de nada ni de nadie, ni en la Tierra ni en todo el sistema solar.
Él hubiese deseado sentirse igual. Pues había un problema que lo obsesionaba, un problema del que no había discutido ni con Leo ni con ella, y que seguramente debía de preocupar a Leo..., y que hubiese tenido, si era tan racional como parecía, que interesarle a ella también.
Aún quedaba por confirmar si aquello que había vuelto de Próxima, esa cosa o persona que se había estrellado en Plutón, era realmente Palmer Eldritch.
5
Una vez consolidada su situación financiera gracias al contrato con la gente del ChewZi, Richard Hnatt llamó a una de las clínicas de Terapia Evolutiva del doctor Willy Denkmal, en las Alemanias Unidas. Eligió la sede central en Munich y reservó plazas para Emily y para él.
Aquí estoy, entre los grandes, se dijo mientras aguardaba junto a Emily en la sala de espera decorada con piel de gnoff. El doctor Denkmal, siguiendo la costumbre, quiso primero interrogarlos personalmente, aunque obviamente la terapia sería llevada a cabo por los miembros de su equipo.
—Me pone nerviosa —susurró Emily; tenía una revista en las rodillas pero no conseguía leerla—. Es tan poco... tan poco natural.
—¿Qué dices? —bramó Hnatt—. Es exactamente lo contrario: se trata de una aceleración del proceso evolutivo natural, que nunca se detiene, solo que a veces es tan lento que no lo percibimos. Recuerda nuestros antepasados cavernícolas: un cuerpo cubierto de pelo, un mentón inexistente y una frente demasiado estrecha para contener el cerebro. Sin contar esos grandes colmillos afilados con los que masticaban semillas crudas.
—Está bien —dijo Emily moviendo la cabeza.—Cuanto más nos alejemos de ellos, mejor. De todas formas, a ellos les tocó
evolucionar para afrontar la edad de hielo, mientras que nosotros tenemos que evolucionar para afrontar la del recalentamiento. Por eso necesitamos de esa piel quitinosa, y de la alteración de nuestro metabolismo, que nos permite dormir durante el día, además de una mejor ventilación y de...
Del interior del despacho emergió el doctor Denkmal, un típico alemán de clase media, pequeño y rechoncho, con el cabello blanco y unos bigotes al estilo de Albert Schweitzer. Lo acompañaba otro hombre y, por primera vez, Richard Hnatt pudo ver de cerca los efectos de la Terapia Evolutiva. Lo cual no era en absoluto como ver las fotos en las páginas de crónica mundana de los homeodiarios.
La cabeza del hombre le recordó a Hnatt una foto que había visto una vez en un libro de texto y cuya leyenda decía: hidrocéfalo. El estiramiento encima del arco superciliar era el mismo: tenía una evidente forma de cúpula y un aspecto extrañamente frágil, y Hnatt comprendió enseguida por qué a esas personas acaudaladas que habían evolucionado las llamaban cabezones de melón. Parece como si fuera a estallar, pensó impresionado. Y esa... piel espesa. El pelo se había transformado en un caparazón quitinoso más oscuro y uniforme. ¿Un melón? Se asemejaba más bien a un coco.
—¡Ah!, el señor Hnatt —dijo el doctor Denkmal y, tras una pausa—: Y la señora Hnatt. En un momento estoy con ustedes. —Se volvió hacia el hombre que lo acompañaba—.
Ha tenido usted suerte de que pudiéramos atenderlo tan rápidamente, señor Bulero. De cualquier manera, creo que usted no ha experimentado ninguna regresión; es más, me parece que ha evolucionado.
Pero el señor Bulero miraba a Richard Hnatt.—Su nombre me dice algo. Ah, claro. Felix Blau me habló de usted. —Sus ojos
extremadamente inteligentes se ensombrecieron, y dijo—: ¿No firmó usted hace poco un contrato con una empresa de Boston llamada... —el rostro alargado, como distorsionado por un espejo deformante, se le contrajo— Manufacturas ChewZi?
—¡Va... va... váyase al diablo! —tartamudeó Hnatt—. Sus consultores prefashion nos dieron con la puerta en las narices.
Leo Bulero lo fulminó con la mirada, después se encogió de hombros y se volvió hacia el doctor Denkmal:
—Nos veremos dentro de dos semanas.—¡Dos! Pero... —Denkmal gesticuló como para protestar.—No puedo hacerlo la semana que viene. Estaré otra vez fuera de la Tierra. —Bulero
volvió a escrutar detenidamente a Richard y Emily Hnatt, luego se marchó.Mientras lo miraba alejarse, el doctor Denkmal dijo:—Es un hombre muy evolucionado. Tanto física como espiritualmente. —Después se
volvió hacia los Hnatt—. ¡Bienvenidos a la clínica de Eichenwald! —Estaba radiante.—Gracias —dijo nerviosamente Emily—. ¿Hace... daño?—¿Nuestra terapia? —inquirió el doctor Denkmal con una risita ahogada—. En
absoluto, aunque al principio puede traumatizar un poco, en un sentido figurado. En particular cuando uno siente que la región cortical se le dilata. Pero gracias a esto se les ocurrirán un sinnúmero de ideas nuevas y estimulantes, especialmente de naturaleza religiosa. Ah, si Lutero y Erasmo vivieran, ahora con la Terapia Evolutiva sus controversias se resolverían fácilmente. Ambos podrían llegar a descubrir la verdad, zum Beispiel, con respecto a la transustanciación... me refiero al Blut und... —Se detuvo y carraspeó—. La sangre y la hostia de la misa, ¿no es cierto? Se parece mucho a la experiencia de quienes mastican CanDi, ¿habéis notado la similitud? Pero empecemos ahora mismo. —Le dio una palmadita a Richard Hnatt en la espalda y los condujo a su despacho, escrutando a Emily con una mirada que a los ojos de Richard era más lujuriosa que espiritual.
Se encontraron en una sala inmensa abarrotada de aparatos científicos y con dos camillas como las del doctor Frankenstein, dotadas con correas para brazos y piernas. Al verlas, Emily soltó un gemido y retrocedió.
—No tenga miedo, Frau Hnatt. Al igual que los shocks eléctricos, el tratamiento puede provocar ciertas contracciones musculares; reflejos... ¿entiende? —Denkmal soltó una risita—. Bueno, ahora..., como ya sabrán, tendrán que quitarse la ropa. En lugares separados, naturalmente; después se pondrán una bata y auskommen..., ¿entendido? Una enfermera los atenderá. Hemos recibido ya sus historiales clínicos desde Norteamérica, conocemos sus anamnesis. Ambos son sanos y robustos, verdaderos ejemplares de Nordamerikanisch. —Condujo a Richard Hnatt a una habitación contigua, aislada por una cortina; lo dejó allí y regresó donde se encontraba Emily. Al entrar en la habitación de al lado, Richard oyó al doctor Denkmal dirigirse a Emily con tono tranquilizador aunque perentorio; una mezcla hábilmente dosificada que hizo que Hnatt sintiera a la vez envidia y recelo, y que luego acabara deprimido. No era lo que se había imaginado, aquello tenía poco glamour para su gusto.
No obstante, Leo Bulero había salido de aquella misma habitación, lo cual demostraba
que la cosa tenía realmente glamour. Bulero jamás hubiera dado un paso por algo que no lo tuviera.
Animado, empezó a desvestirse.En alguna parte, Emily, invisible, dio un grito.Richard volvió a vestirse y abandonó furibundo la habitación. Sin embargo, encontró al
doctor Denkmal sentado a un escritorio, leyendo el historial clínico de Emily: ella no estaba, se había retirado con una enfermera, todo estaba en orden.
Caramba, pensó, ando con los nervios a flor de piel. Entró de nuevo en la habitación y empezó a desvestirse otra vez; notó que las manos le temblaban.
De pronto, se encontró acostado y atado en una de las camillas; Emily, en condiciones análogas, se encontraba a su lado. Ella también parecía asustada; estaba muy pálida y callada.
—Sus glándulas —explicó el doctor Denkmal mientras se frotaba las manos con alegría y escrutaba licenciosamente a Emily con la mirada— se verán estimuladas por esto, especialmente la glándula de Kresy, que controla el ritmo de la evolución, nicht Wahr? Eso lo saben, hasta los colegiales lo saben: nuestro descubrimiento ahora se enseña en las escuelas. Hoy no notarán ninguna progresión del caparazón quitinoso ni de la región craneal, ni la pérdida de las uñas de las manos o de los pies —seguro que no lo sabían— sino un cambio imperceptible, pero importantísimo, en su lóbulo frontal... Será un dolor agudo, pero les volverá más agudos... Ja, ja, ja!
Richard Hnatt se sintió impotente y, como un animal maniatado, se abandonó a lo que le esperaba. Qué manera más extraña de procurarse contactos comerciales, se dijo, arrepentido, y cerró los ojos.
Un enfermero se materializó a su lado, rubio, nórdico y desprovisto de inteligencia.—Vamos a poner una Musik suave —dijo el doctor Denkmal pulsando un botón. De los
cuatro rincones de la habitación brotó un sonido multifónico, una insípida versión orquestral de alguna ópera italiana, Puccini o Verdi... Hnatt no la conocía—. Y ahora höre, Herr Hnatt —Denkmal se inclinó hacia él, súbitamente serio—, quiero ser claro, a veces esta terapia..., ¿cómo se dice?..., se dispara hacia atrás.
—Tiene el efecto contrario al deseado —dijo Hnatt con una voz chirriante. Había esperado algo así.
—Pero la mayoría de las veces las cosas salen bien. Sospecho que el efecto contrario consiste en que, en lugar de evolucionar, la glándula Kresy se encuentra suficientemente estimulada para... retroceder. Así es como se dice en su lengua, ¿no?
—Sí —murmuró Hnatt—. ¿Retroceder hasta qué punto?—Sólo un poco. Pero podría ser desagradable. Claro que en ese caso lo detectaríamos
enseguida y obviamente interrumpiríamos la terapia. En general eso detiene el retroceso. Pero... no siempre. A veces, cuando la glándula Kresy ha sido estimulada... —Hizo un ademán—. Es imposible detenerla. Es mi deber decírselo en caso de que usted aún tenga dudas, ¿me entiende?
—Me arriesgaré —dijo Richard Hnatt—. Supongo que todos hacen lo mismo, ¿verdad? Adelante, proceda.
Se retorció y vio a Emily, todavía más pálida que antes y que asentía imperceptiblemente, tenía los ojos vidriosos.
Es probable, pensó con fatalismo, que uno de los dos evolucione, seguramente Emily, y el otro, es decir yo, retroceda al estadio del sinántropo. De vuelta a los colmillos afilados, el cerebro minúsculo, las piernas torcidas y las tendencias caníbales. Será un infierno cerrar ventas en esas condiciones.
El doctor Denkmal pulsó un interruptor silbando alegremente un aria de la ópera.La Terapia Evolutiva del matrimonio Hnatt había comenzado.
Le pareció que perdía peso, nada más, al menos en un primer momento. Y después empezó a dolerle la cabeza, como si un martillo la golpeara. Junto al dolor sobrevino casi en el acto un nuevo y agudo discernimiento: Emily y él estaban corriendo un riesgo terrible, y no era justo dejar que su mujer pasara por algo así sólo para aumentar las ventas. Era normal que ella se hubiera opuesto. ¿Y si Emily retrocedía en la evolución hasta perder su talento de ceramista? Ambos se arruinarían, su carrera dependía de que Emily siguiera siendo una de las mejores ceramistas del planeta.
—Basta —dijo él en voz alta, pero el sonido parecía no salir; no lo oyó, y aunque el aparato vocal parecía funcionar... sentía que las palabras se le quedaban en la garganta. Entonces comprendió. Estaba evolucionando, la cosa funcionaba. Su clarividencia se debía al cambio en el metabolismo de su cerebro. Si Emily también se encontraba bien, entonces todo estaba en orden.
Se dio cuenta además de que el doctor Willy Denkmal era un mísero seudocurandero ramplón, y de que todo aquel negocio se fundaba en la vanidad de los mortales, empeñados en ser más de lo que podían ser, y de una manera puramente terrestre y transitoria. Al diablo los contactos y las ventas; ¿qué importancia tenían comparados con la posibilidad de hacer evolucionar el cerebro humano hacia una nueva dimensión? Por ejemplo...
Abajo se extendía el mundo del Averno, el mundo inmutable y demoníaco de la ley de causa y efecto. En el medio se encontraban los humanos, pero en cualquier momento un hombre podía caer —descender como si se hundiera— al nivel infernal de abajo. O bien podía elevarse hacia el mundo etéreo de arriba, que constituía el tercero y último nivel de aquel sistema ternario. En el nivel medio, el hombre corría el riesgo permanente de abismarse. Aunque la posibilidad de elevarse seguía a su alcance: cualquier aspecto o secuencia de la realidad podía transformarse en una cosa u otra, en cualquier momento. El infierno o el paraíso, pero no después de morir, ¡sino enseguida! La depresión y todos los trastornos mentales representaban el hundimiento. Pero a la otra condición... ¿Cómo se llegaba a ella?
A través de la empatía. Comprendiendo al prójimo no desde fuera sino desde dentro. Por ejemplo, ¿había contemplado él alguna vez las cerámicas de Emily como algo distinto a objetos destinados al mercado? No. Lo que hubiese debido ver en ellas, pensó, es la intención artística, el espíritu que Emily les infunde. Y ese contrato con Manufacturas ChewZi, lo he firmado sin consultarla... ¿Cómo puede uno llegar a ser tan poco honesto? La he atado a una empresa que quizá no le hubiese permitido miniaturizar su trabajo... No sabemos nada del valor de sus accesorios. Puede que sólo sean una vulgar imitación de pésima calidad. Pero era demasiado tarde: el camino al infierno está pavimentado de cuestionamientos a posteriori. Además, podían estar implicados en la producción ilegal de una droga de traslación; lo que explicaría la semejanza entre los nombres del ChewZi y el CanDi. Pero... el hecho de que hubiesen elegido ese nombre era la prueba evidente de que no tenían intenciones ilegales.
Un ramalazo se lo hizo comprender: alguien había descubierto una droga de traslación que se adecuaba a los criterios de la División de Narcóticos de la ONU. La División había aprobado ya el ChewZi y había permitido su libre comercialización. De modo que por primera vez una droga de traslación iba a venderse libremente en el hipercontrolado planeta Tierra y no sólo en los remotos planetascolonias no vigilados.
Eso significaba que los accesorios del ChewZi, a diferencia de los de Perky Pat, serían
comercializados en la Tierra junto a la droga. Y como el clima del planeta Tierra cada año se degradaba más, y el ambiente se volvía cada vez más hostil, los accesorios iban a venderse cada vez más. El mercado que Leo Bulero controlaba era miserablemente exiguo comparado con el que al final se le abriría —aunque no de inmediato— a Manufacturas ChewZi.
Así que había firmado un buen contrato después de todo. Además..., no era de extrañar que la gente del ChewZi le hubiese pagado tanto. Eran una gran empresa, con grandes proyectos, y disponían sin duda de un capital ilimitado que los respaldaba.
¿Y de dónde sacaban ellos ese capital ilimitado? De la Tierra seguro que no, y eso era algo que él también había intuido. Quizás era de Palmer Eldritch, que había vuelto al sistema solar después de asociarse económicamente con los proxímanos: eran ellos los que estaban detrás del ChewZi. De manera que, para no perder la oportunidad de arruinar a Leo Bulero, la ONU permitía a una raza no solar realizar operaciones en nuestro sistema.
No era un buen intercambio, podía incluso llegar a ser funesto.
Cuando volvió en sí, el doctor Denkmal estaba abofeteándolo para despertarlo.—¿Cómo va todo? —preguntó mirándolo con ojos escrutadores—. Grandes
preocupaciones globales, ¿no es cierto?—S... s... sí —dijo él, y consiguió sentarse, estaba desatado.—Entonces no hay nada que temer —dijo el doctor Denkmal, y sonrió radiante, con los
bigotes blancos vibrándole como antenas—. Ahora veamos qué nos dice Frau Hnatt. —Una enfermera estaba desatándola; Emily se sentó medio grogui y bostezó. El doctor Denkmal parecía nervioso—. ¿Cómo se siente, Frau? —inquirió.
—Bien —murmuró Emily—. He tenido muchísimas ideas para mis piezas. Una tras otra. —Miró tímidamente, primero al doctor, después a Richard—. ¿Tiene eso algún significado?
—Papel —dijo el doctor, sacando un cuaderno—. Lápiz. —Se los alcanzó a Emily—. Escriba sus ideas, Frau.
Temblando, Emily trazó unos bosquejos de ideas para cerámicas. Parecía tener dificultades para controlar el lápiz, como notó Hnatt. Pero era de suponer que se le pasaría.
—Bien —dijo el doctor Denkmal cuando ella hubo terminado. Le mostró los bosquejos a Richard Hnatt—. Una actividad encefálica altamente organizada. Y facultades inventivas superiores, ¿no le parece?
Los bosquejos de cerámicas eran sin duda buenos, incluso brillantes. Sin embargo, Hnatt sintió que algo fallaba. Algo relacionado con los bosquejos. Pero sólo cuando abandonaron la clínica —mientras ambos se encontraban bajo la tienda antitérmica en las afueras del edificio y aguardaban el aterrizaje del taxi jetexpreso— él comprendió qué era.
Las ideas eran buenas..., pero Emily ya las había realizado. Años atrás, cuando había diseñado sus primeras cerámicas profesionales. Ella le había mostrado entonces aquellos bosquejos y luego las piezas, incluso antes de que se casaran. ¿Acaso ella no se acordaba? Obviamente no.
Se preguntó por qué ella no se acordaba y qué significaba aquello; y eso lo hizo sentirse profundamente inquieto.
De todas formas, desde que se había sometido al tratamiento de Terapia Evolutiva no había dejado de sentirse inquieto, primero por la condición de la humanidad y el sistema solar en general, después por su mujer. Quizás es sólo un indicio de lo que el doctor
Denkmal llama «actividad encefálica altamente organizada», pensó para sí. Estímulo del metabolismo cerebral.
O... quizá no.
Al llegar a la Luna, con la acreditación oficial de periodista de Equipos PP, Leo Bulero se encontró apretujado en medio de un grupo de homeoperiodistas sobre un tractor de superficie que surcaba la cenicienta superficie lunar hacia la residencia de Palmer Eldritch.
—Documentación, señor —le ladró un guardia armado que no llevaba el uniforme de la ONU, mientras él se aprestaba a bajar en el parking de la residencia. Leo Bulero se había quedado atascado en la salida del tractor y detrás de él los verdaderos homeoperiodistas se agitaban y murmuraban, impacientes por salir—. Señor Bulero —dijo el guardia, impasible, mientras le devolvía la acreditación—, el señor Eldritch lo espera. Venga por aquí. —El hombre fue inmediatamente reemplazado por otro guardia, que empezó a controlar las identificaciones de los homeoperiodistas, uno a uno.
Nervioso, Leo Bulero acompañó al primer guardia por un conducto de aire presurizado y agradablemente climatizado hacia la residencia.
Delante de él, bloqueando el conducto, había otro guardia de Eldritch uniformado, que levantó el brazo y apuntó algo pequeño y brillante hacia Leo Bulero.
—¡Eh! —protestó Leo débilmente, paralizado. Se volvió, agachó la cabeza y retrocedió unos pasos a trompicones.
El rayo —de una variedad que le era desconocida— lo alcanzó, y él cayó hacia delante, procurando estirar los brazos para amortiguar el impacto.
Al recuperar el conocimiento, se dio cuenta que se encontraba —inexplicablemente— atado a una silla en una habitación desnuda. Le zumbaba la cabeza y miró obnubilado a su alrededor, pero sólo vio una mesita en medio de la habitación sobre la que descansaba un aparato electrónico.
—Déjenme salir de aquí —dijo.De pronto el aparato habló:—Buenos días, señor Bulero. Soy Palmer Eldritch. Tengo entendido que quería verme.—Es inaceptable —dijo Bulero—. Haberme dormido y atado de esta manera.—Sírvase un cigarro. —Del aparato surgió una prolongación con un largo cigarro verde;
la extremidad del cigarro se encendió con una bocanada y el seudópodo extendido se lo ofreció a Leo Bulero—. Traje diez cajas como ésta de Próxima, pero sólo una ha sobrevivido al accidente. No es tabaco, es mucho mejor que el tabaco. ¿Qué pasa, Leo? ¿Para qué quería verme?
—¿Está usted dentro de ese aparato, Eldritch? ¿O está usted en alguna otra parte hablando a través de esa cosa? —preguntó Leo.
—No se preocupe —dijo la voz proveniente del constructor metálico que descansaba sobre la mesa. Seguía tendiendo el cigarro encendido, después lo retiró, lo apagó y se tragó los restos—. ¿Le interesaría ver las diapositivas en color de mi viaje a Próxima?
—¿Está bromeando?—No —dijo Palmer Eldritch—. Le darán una idea de lo que tuve que afrontar en
aquellos páramos. Son diapositivas tridimensionales en timelapse, muy buenas.—No, gracias.—Hemos descubierto ese dardo metido en su lengua; y se lo hemos extirpado. Pero
puede haber algo más, al menos es lo que sospechamos.—Me atribuye usted un mérito demasiado grande —dijo Leo—. Sin duda mayor del que
merezco.
—Cuatro años en Próxima me han enseñado mucho. Seis años en tránsito, cuatro en residencia. Los proxímanos están a punto de invadir la Tierra.
—Usted me está tomando el pelo —dijo Leo.—Su reacción no me sorprende —dijo Eldritch—. La ONU, sobre todo HepburnGilbert,
ha reaccionado de la misma manera. Pero es la verdad... Por supuesto, no en un sentido convencional, sino de una manera mucho más profunda y perversa que no consigo dilucidar, aunque haya vivido mucho tiempo entre ellos. Creo que es algo relacionado con el recalentamiento de la Tierra, según tengo entendido. O tal vez preparan algo peor.
—Hablemos de ese liquen que ha traído de Próxima.—Ha sido una maniobra ilegal: los proxímanos ignoran que he conseguido hacerme
con ese liquen. Ellos también lo usan, en orgías religiosas. Como nuestros indios usaban el mezcal y el peyote. ¿Para eso quería verme?
—Por supuesto. Usted quiere pisarme el terreno. He sabido que ha creado ya una corporación, ¿no? Basta entonces de esta historia de que los proxímanos van a invadir nuestro sistema. Lo que más me preocupa es usted y lo que usted pretende hacer. ¿No puede meterse en otro terreno que no sea el de los accesorios miniaturizados?
La habitación le estalló en la cara. Sobre él descendió una luz blanca que lo cegó, y Leo cerró los ojos. Caramba, pensó. De todas formas, no creo esa historia de los proxímanos; lo hace para distraer nuestra atención del golpe que está preparando. En fin, es su estrategia.
Abrió los ojos y se encontró sentado sobre una pendiente cubierta de hierba. A su lado una niña jugaba con un yoyó.
—Ese juguete —dijo Leo— es muy común en el sistema Próxima. —Descubrió que ya no tenía las piernas y los brazos atados, se levantó con dificultad y estiró un poco los miembros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.—Mónica —dijo la niña.—Los proxímanos —dijo Leo— al menos los que son humanoides, usan pelucas y
tienen dientes postizos. —Con una mano agarró la cabellera rubia y luminosa de la niña y tiró de ella.
—¡Ay! —gritó la criatura—. Eres un hombre malo. —La soltó y ella retrocedió unos pasos, seguía jugando con el yoyó y lo miraba desafiante.
—Perdóname —murmuró él. Su pelo era real; quizá no se encontraba en el sistema Próxima. De cualquier manera, dondequiera que estuviera, Palmer Eldritch estaba intentando comunicarle algo—. ¿Estáis planeando invadir la Tierra? —le preguntó a la niña—. Quiero decir, no parece que queráis hacerlo. —A lo mejor Eldritch se había equivocado, a lo mejor había entendido mal a los proxímanos. Después de todo, según le constaba, Palmer no había evolucionado, no poseía esa capacidad de comprensión amplificada y potenciada que brindaba la Terapia Evolutiva.
—Mi yoyó es mágico —dijo la niña—. Puedo hacer lo que quiera con él. ¿Qué quieres que haga? Dilo tú; pareces un hombre amable.
—Llévame hasta tu jefe —dijo Leo—. Es una vieja broma, no puedes entenderla. Hace un siglo que no se usa. —Miró a su alrededor y no vio ningún signo de vida, sólo la llanura cubierta de hierba. Hace demasiado frío aquí para ser la Tierra, observó. Arriba, el cielo azul. Aire puro, pensó. Denso—. ¿Sientes pena por mí —preguntó—, porque Palmer Eldritch está a punto de meterse en mis negocios y si lo hace seguramente me arruinará? Tendré que llegar a algún acuerdo con él. —Matarlo, de momento, está fuera de cuestión, pensó para sí, taciturno—. Pero —agregó— no consigo imaginar qué acuerdo podría aceptar. Es como si él tuviera todas las cartas a su disposición para jugar. Mira, por
ejemplo, la manera en que me ha traído hasta aquí, y yo ni siquiera sé dónde estoy. —No es que sea importante, se dijo. Pues, dondequiera que esté, estoy en manos de Palmer Eldritch.
—Cartas —dijo la niña—. Yo tengo un mazo de cartas en mi maleta.Leo no veía ninguna maleta.—¿Dónde?La niña se arrodilló y se puso a palpar la hierba. De pronto un montículo se desplazó
suavemente hacia atrás, la niña metió un brazo en la oquedad que se había abierto y extrajo una maleta.
—La tengo escondida —le explicó ella—, debido a los patrocinadores.—¿Y eso qué significa, los «patrocinadores»?—Bueno, para estar aquí hay que tener un patrocinador. Todos nosotros tenemos uno;
creo que ellos pagan todos los gastos, pagan hasta que nos curemos y podamos volver a nuestras casas, si es que tenemos una casa. —Se sentó al lado de la maleta y la abrió... o al menos intentó abrirla. La cerradura no respondió—. Maldición —dijo ella—. Me he equivocado. Es el doctor Smile.
—¿Un psiquiatra? —preguntó Leo, circunspecto—. ¿Conectado a uno de esos grandes edificios? ¿Funciona? Ponlo en marcha.
La niña, amablemente, conectó al psiquiatra.—Hola, Mónica —dijo la maleta con una voz metálica—. Y a usted también, señor
Bulero. —Pronunció mal el nombre, acentuando la última sílaba—. ¿Qué hace aquí, señor Bulero? Es usted demasiado viejo para estar aquí. Ji, ji. ¿Ha tenido una regresión a causa de una malograda Terapia Evolutiva ¡rggggg click!... —la maleta zumbó, presa de la agitación— ... en Munich? —concluyó.
—Me siento bien —aseguró Leo—. Oiga, Smile, ¿a quién conoce que pueda sacarme de aquí? Nómbreme alguno, uno cualquiera. No puedo quedarme aquí ni un minuto más, ¿entendido?
—Conozco a un tal señor Bayerson —dijo el doctor Smile—. Es más, justo ahora estoy comunicado con él a través de una extensión portátil, por supuesto. Se encuentra en su despacho.
—No conozco a nadie que se llame Bayerson —dijo Leo—. ¿Qué lugar es éste? Debe de ser una especie de asilo para niños enfermos o necesitados, o vaya a saber qué otra cosa. Pensé que me encontraba en el sistema Próxima, pero no es así, dado que usted está aquí. Bayerson. —Entonces se acordó—. Diablos, se refiere usted a Mayerson. Barney Mayerson. De Equipos PP.
—Exacto —dijo el doctor Smile.—Contáctelo —dijo Leo—. Dígale que se ponga inmediatamente en contacto con Felix
Blau, de la agencia de Vigilancia Triplanetaria, o comoquiera que se llame. Dígale que le pida a Blau que trate de descubrir dónde me encuentro exactamente y que mande una nave aquí, ¿entendido?
—De acuerdo —dijo el doctor Smile—. Se lo comunicaré inmediatamente al señor Mayerson. Está conversando con la señorita Fugate, su secretaria, que también es su amante, y que lleva puesto... hum. Justo en este momento están hablando de usted. Pero obviamente no puedo contarle lo que están diciendo: cuestión de secreto profesional, usted me entiende. Ella lleva puesto...
—Bueno, ¿y eso a quién le importa? —dijo Leo, irritado.—Disculpe un momento —dijo la maleta—. Voy a hacer una pausa. —Parecía
ofendida. Después se hizo un silencio.—Tengo malas noticias que darte —dijo la niña.
—¿Qué ocurre?—Bromeaba. No es el verdadero doctor Smile: es de mentira, es para que no nos
sintamos solos. Está vivo pero no está conectado con el exterior. Es lo que se dice estar en posición intrínseca.
Él sabía lo que eso significaba: la maleta era autónoma. Pero entonces, ¿cómo hacía para saber de Barney y la señorita Fugate, incluidos los detalles de su vida privada? ¿Y hasta lo que ella llevaba puesto? La niña, obviamente, no decía la verdad.
—¿Quién eres tú? —preguntó él—. ¿Mónica qué más? Quiero saber tu nombre completo. —Había algo familiar en ella.
—Ya estoy de vuelta —anunció la maleta de repente—. Bueno, señor Bulero... —otra vez se equivocó con la pronunciación—, he discutido sobre su problema con el señor Mayerson, quien contactará a Felix Blau como usted pidió. El señor Mayerson recuerda haber leído una vez en un homeodiario sobre un campo de la ONU para niños retrasados, muy parecido al lugar en el que usted se encuentra, en alguna parte de la región de Saturno. Quizá...
—Diablos —dijo Leo—. Esta niña no es ninguna retrasada. —En todo caso era precoz. Aquello no tenía sentido. Lo que sí tenía sentido era descubrir que Palmer Eldritch quería algo de él: no era sólo una cuestión de educación, se trataba evidentemente de una intimidación.
Una forma se dibujó en el horizonte, inmensa y gris, que se agigantaba a medida que se dirigía hacia ellos a una velocidad prodigiosa. Tenía unos bigotes horriblemente puntiagudos.
—Es una rata —dijo Mónica, tranquila.—¿Tan grande? —inquirió Leo. No existían en el sistema solar, ni en las lunas o
planetas habitados criaturas tan enormes y salvajes—. ¿Qué nos hará? —preguntó él, sorprendido de que la niña no tuviera miedo.
—Oh —dijo Mónica—. Supongo que nos matará.—¿Y no tienes miedo? —Oyó gritar a su propia voz—. ¿Quieres morir así, ahora
mismo? Devorada por una rata grande como... —Agarró a la niña con una mano, sujetó con la otra la maleta del doctor Smile, y, pesadamente, huyeron de la rata.
La rata los alcanzó, los adelantó y se alejó; su forma disminuyó hasta que al final desapareció.
La niña soltó una risita.—Te ha asustado. Yo sabía que no iba a vernos. Aquí somos invisibles para ellas.—¿Invisibles? —Entonces comprendió dónde estaba. Felix Blau no lo encontraría.
Nadie lo encontraría, aunque lo buscaran siempre.Eldritch le había inyectado una droga de traslación, una dosis de ChewZi
seguramente. Aquel lugar pertenecía a un mundo inexistente, similar a la «Tierra» apócrifa adonde iban a parar los colonos en estado de traslación cuando masticaban su producto: el CanDi.
Y la rata, a diferencia de todo lo demás, era verdadera. A diferencia incluso de él, y de esa niña..., pues ellos tampoco eran reales. Al menos allá no. Sus cuerpos yacían como sacos en alguna parte, vacíos y afásicos, momentáneamente despojados de su contenido cerebral. Y no cabía duda de que se encontraban en la residencia lunar de Palmer Eldritch.
—Tú eres Zoe —dijo él—, ¿no es cierto? Y esto es lo que quisieras volver a ser: una niña de ocho años, ¿verdad? Con una larga cabellera dorada. —Y también, se dio cuenta, con un nombre distinto.
—No hay nadie aquí que se llame Zoe —dijo fríamente la niña.
—Nadie excepto tú. Tu padre es Palmer Eldritch, ¿verdad?De muy mala gana, la niña asintió.—¿Es éste un lugar especial para ti? —preguntó él—. ¿Vienes aquí con frecuencia?—Éste es mi lugar —dijo la niña—. Nadie entra aquí sin mi permiso.—Entonces, ¿por qué me dejaste entrar? —Sabía que no le caía bien a la niña. Y eso
desde el primer momento.—Porque creemos —dijo la niña— que tú puedes detener a los proxímanos, hagan lo
que hagan.—Otra vez con esa historia —dijo él, incrédulo—. Tu padre...—Mi padre —dijo la niña— está tratando de salvarnos. Él no quería llevar el ChewZi a
la Tierra. Lo obligaron. Por culpa del ChewZi estaremos en su poder. ¿Te das cuenta?—¿Cómo?—Porque ellos controlan esas zonas. Zonas como ésta, donde vamos a parar cuando
tomamos ChewZi.—No pareces estar bajo el influjo de algo extraño, por lo que me estás diciendo.—Pero lo estaré —dijo la niña con una expresión adusta—. Dentro de poco. Como mi
padre. Se lo hicieron probar en Próxima y ha seguido tomándolo durante todos estos años. Ahora es demasiado tarde para él, y él lo sabe.
—Dame una prueba de todo esto —dijo Leo—. Dame la más mínima prueba, algo concreto en lo que pueda basarme.
La maleta, que aún tenía en la mano, dijo:—Señor Bulero, Mónica le está diciendo la verdad.—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó él, molesto.—Porque yo también me encuentro bajo el influjo de Próxima —replicó la maleta—. Por
eso yo...—Usted, nada —dijo Leo, y apoyó la maleta en el suelo—. Maldito ChewZi —exclamó
dirigiéndose a ambos, a la maleta y a la niña—. Qué lío ha armado, no entiendo qué demonios está pasando. Tú no eres Zoe..., ni siquiera sabes quién es ella. Y usted..., usted no es el doctor Smile, y no ha llamado a Barney, y Barney no estaba hablando con Roni Fugate. Todo esto no es más que una alucinación provocada por la droga. Es ese miedo a Palmer Eldritch que se vuelve contra mí, y todas esas estupideces de que tanto él como ustedes se encuentran bajo el influjo de Próxima. ¿Alguna vez alguien ha oído hablar de una maleta poseída por mentes de una galaxia desconocida? —Se alejó de ellos, totalmente indignado.
Sé lo que está pasando, pensó. Éste es el método que Palmer Eldritch ha elegido para apoderarse de mi mente: una forma de eso que antes solían llamar un lavado de cerebro. Me tiene aterrado. Midiendo cautelosamente cada paso, siguió caminando sin mirar atrás.
Lo cual resultó ser un error casi fatal. Algo —alcanzó a verlo con el rabillo del ojo— se le abalanzó sobre los pies; dio un salto al costado y la cosa siguió adelante, después giró inmediatamente sobre sí misma para volver a orientarse y ponerlo en el punto de mira como si fuera su presa.
—¡Para las ratas eres invisible, pero para los glucks no! —gritó la niña—. ¡Será mejor que corras!
Sin ver claramente —aunque ya había visto lo suficiente— echó a correr.Y esta vez no podía culpar al ChewZi por lo que había visto. Porque no era una ilusión,
ni una estratagema de Palmer Eldritch para aterrarlo. El gluck, fuera lo que fuera, no había nacido en la Tierra o de una mente terrestre.
Detrás de él, la niña abandonó la maleta y también ella echó a correr.—¿Y yo? —gritó el doctor Smile, asustado.
Ninguno de los dos regresó a buscarlo.
En la pantalla del videófono, la imagen de Felix Blau dijo:—He analizado el material que usted me ha comunicado, señor Mayerson. Todo
parece indicar que el señor Bulero, su superior, que también es mi cliente, se encuentra actualmente en un pequeño satélite artificial en órbita alrededor de la Tierra, oficialmente llamado Sigma 14B. He consultado también el registro de propiedad y, por lo visto, el aparato pertenece a una productora de carburante para cohetes de St. George, Utah. —Echó una ojeada a los papeles que tenía delante—. Robard Lethane Sales. Lethane es el nombre comercial de su marca de...
—De acuerdo —dijo Barney—. Voy a contactar con ellos. —Pero ¿cómo diablos había hecho Leo Bulero para acabar allá arriba?
—Hay otro dato que podría interesarle. Robard Lethane Sales fue fundada hace cuatro años en Boston, el mismo día que Manufacturas ChewZi. Supongo que no se trata de una simple coincidencia.
—¿Cómo hacemos para bajar a Leo del satélite?—Podría presentar una demanda en los tribunales...—Llevaría demasiado tiempo —dijo Barney.Se sentía profunda e inmotivadamente responsable por lo que había ocurrido. Era
evidente que Palmer Eldritch había organizado aquella conferencia de prensa con los homeoperiodistas como un aliciente para atraer a Leo a su residencia en la Luna... y él, el precog Barney Mayerson, el hombre que podía prever el futuro, había sido engañado y había contribuido admirablemente a que Leo acabara allá donde se encontraba.
—Yo puedo ofrecerle un centenar de hombres de diferentes sectores de mi organización. Y usted está en condiciones de reunir cincuenta más de Equipos PP. Podría intentar atacar el satélite.
—Y encontrar a Leo muerto.—Es cierto. —Blau hizo un mohín—. Bueno, también podría ir a ver a HepburnGilbert
y pedirle ayuda a la ONU. O bien, aunque sería aún más duro de tragar, intentar contactar con Palmer Eldritch, o con lo que sea que ocupa su lugar, y negociar directamente el asunto. Ver si se puede pagar un rescate por Leo.
Barney cortó la comunicación. Inmediatamente marcó un número extraplanetario y dijo:—Comuníqueme con el señor Palmer Eldritch en la Luna. Es una emergencia, le ruego
que se dé prisa, señorita.Mientras esperaba la comunicación, Roni Fugate, desde el otro lado del despacho, dijo:—Por lo visto, no tendremos tiempo de vendernos a Eldritch.—Eso parece.¡Con qué maestría había sido llevado todo aquel asunto! Eldritch había dejado que su
adversario lo hiciera todo. Y a nosotros, pensó Barney, a mí y a Roni, nos hará lo mismo. Incluso podría estar esperando nuestra llegada al satélite, lo cual explicaría que le facilitara el doctor Smile a Leo.
—Me pregunto —dijo Roni, jugueteando con el cierre de la blusa— si nos conviene trabajar con un hombre tan astuto. Suponiendo además que sea un hombre. Cada vez me parece más evidente que en realidad no es Palmer Eldritch el que ha regresado, sino uno de ellos. Creo que es algo que deberíamos aceptar. La otra cosa de la que debemos ocuparnos es la invasión de ChewZi en el mercado. Con la autorización de la ONU. —Su tono de voz era áspero—. Y Leo, que al menos es uno de los nuestros y que sólo quiere ganarse unas pieles, puede acabar muerto o eliminado...
Miraba fijamente hacia delante, furibunda.
—Patriotismo —dijo Barney.—Instinto de supervivencia. No quisiera tener que encontrarme una mañana
masticando esa cosa en lugar de CanDi y hacer eso que se hace después de haberla masticado. O sea ir... a un lugar que no es el país de Perky Pat; de eso no cabe duda.
El operador videofónico dijo:—Tengo a la señorita Zoe Eldritch en línea, señor. ¿Desea usted hablar con ella?—Bueno —dijo Barney, resignado.Una mujer muy elegante, de mirada penetrante y pelo largo y rubio recogido en un
moño, lo observaba, en miniatura.—¿Sí?—Le habla Mayerson, de Equipos PP. ¿Qué tenemos que hacer para que nos
devolváis a Leo Bulero? —Esperó. No hubo respuesta—. Sabe a lo que me refiero, ¿verdad? —insistió.
—El señor Bulero llegó aquí a la residencia y se puso enfermo. Está descansando en nuestra enfermería. Cuando esté mejor...
—¿Puedo enviar a un médico de nuestra compañía para que lo vea?—Por supuesto. —Zoe Eldritch ni se inmutó.—¿Por qué no nos habéis avisado?—Acaba de ocurrir. Mi padre estaba a punto de llamar. Parece que no es más que una
reacción al cambio de gravedad; en realidad es algo muy común entre las personas ancianas que nos visitan. Ni siquiera hemos intentado recrear una gravedad similar a la gravedad terrestre, como la que tiene el señor Bulero en su satélite WinnietherPooh Acres. Por lo tanto, como usted ve, es algo más bien simple. —Esbozó una sonrisa—. Estará de vuelta con vosotros, como mucho, en las últimas horas del día de hoy. ¿Alguna otra sospecha?
—Sospecho —dijo Barney— que Leo ya no está en la Luna. Que se encuentra en un satélite en órbita en torno a la Tierra llamado Sigma 14B perteneciente a una empresa de St. George controlada por vosotros. ¿No es así? Y que lo que encontraremos en la enfermería de la residencia no será Leo Bulero.
Roni le clavó los ojos.—Puede venir a comprobarlo personalmente —dijo Zoe, fríamente—. Es Leo Bulero, al
menos eso nos parece. Es el que vino con los homeoperiodistas.—Acudiré a la residencia —dijo Barney. Y sabía que se equivocaba. Su capacidad
precog se lo decía. Al otro lado del despacho, Roni Fugate se incorporó de un salto y se quedó inmóvil: sus facultades habían vislumbrado lo mismo. Barney apagó el videófono, se volvió hacia ella y dijo—: «El suicidio de un empleado de Equipos PP». ¿No es así? O un titular parecido. Los homeodiarios de mañana por la mañana.
—El titular exacto... —comenzó a decir Roni.—No me importa nada del titular exacto. —Pero sabía que sería por exposición al calor.
El cuerpo de un hombre hallado al mediodía en una rampa peatonal: muerto por absorción excesiva de radiaciones solares. En alguna parte del centro de Nueva York. Donde los hombres de Eldritch lo habrían depositado. Donde iban a depositarlo.
Podía incluso prescindir de sus facultades precogs con respecto a todo aquel asunto. Puesto que no pensaba hacer caso a sus propias previsiones.
Lo que más lo perturbaba era la foto del homeodiario, un primer plano de su cuerpo achicharrado por el sol.
Se detuvo en la puerta del despacho y allí se quedó.—No puedes ir —dijo Roni.—No.
Después de haber previsto aquella foto, no. Leo, pensó Barney, tendría que arreglárselas por su cuenta. De vuelta a su escritorio, se sentó de nuevo.
—El único problema —dijo Roni— es que si regresa será difícil explicarle la situación. El motivo por el que no has hecho nada.
—Lo sé.Pero aquél no era el único problema; es más, no había mucho de que preocuparse,
puesto que Leo probablemente no regresaría.
6
El gluck lo había agarrado del tobillo y quería bebérselo: le había penetrado la carne con unos tubitos delgados como cilios. Leo Bulero se puso a gritar..., luego, de pronto, apareció Palmer Eldritch.
—Te equivocabas —dijo Eldritch—. No encontré a Dios en Próxima. Pero encontré algo mejor. —Le dio un golpe al gluck con el bastón, y éste de mala gana retiró sus cilios y se contrajo hasta desprenderse de Leo; cayó al suelo y rodó, mientras Eldritch seguía golpeándolo—. Dios promete la vida eterna —dijo Eldritch—. Yo ofrezco algo mejor: yo puedo dispensarla.
—¿Y de qué manera? —Aún tembloroso, y con la debilidad del alivio, Leo se dejó caer sobre la hierba y se sentó, jadeante.
—A través del liquen que comercializamos con el nombre de ChewZi —dijo Eldritch—. Se parece muy poco a tu producto, Leo. El CanDi está obsoleto, porque en el fondo, ¿qué ofrece? Unos momentos de evasión, pero eso es pura fantasía. ¿Quién va a quererlo? ¿Quién lo necesita ahora que yo ofrezco el producto auténtico? —Y agregó—: Y que ahora mismo estamos experimentando.
—Me lo imaginaba. Pero si crees que la gente estará dispuesta a gastarse sus pieles en algo así... —Leo señaló al gluck que todavía rondaba por ahí, al acecho, con la mirada clavada en él y en Eldritch—. No sólo estás enajenado de tu cuerpo, sino también de tu mente.
—Esto es un caso excepcional. Es para demostrarte que se trata de algo auténtico. No hay nada que pueda compararse al dolor físico y al terror en ese sentido. Los glucks te han demostrado claramente que no se trata de una fantasía. Hubiesen podido matarte de veras. Y si lo hubiesen hecho, estarías realmente muerto. Nada que ver con el CanDi, ¿verdad? —Eldritch disfrutaba visiblemente de la situación—. Cuando descubrí el liquen en el sistema Próxima, no podía creerlo. Yo he vivido como un siglo, en Próxima, Leo, y lo he tomado bajo el control de los médicos de allí. Lo he tomado por vía oral, intravenosa, en supositorio... Lo he quemado y he aspirado el humo, lo he disuelto en agua y he aspirado los vapores: lo he probado en todas las formas posibles y no me ha hecho daño. Para los proxímanos los efectos son menores, nada que ver con los que provoca en nosotros. Para ellos no se trata tanto de un estimulante como de tabaco de gran calidad. ¿Quieres saber más?
—No especialmente.Eldritch se sentó por allí cerca, apoyó su brazo artificial sobre las rodillas dobladas y
balanceó con desgana el bastón de un lado a otro, escrutando con la mirada al gluck, que todavía no se había marchado.
—Cuando regresemos a nuestro cuerpo anterior, fíjate en que utilizo la palabra «anterior», un término no aplicable en el caso del CanDi, descubrirás que el tiempo no ha
pasado. Podríamos quedarnos cincuenta años aquí y nada cambiaría: reapareceríamos en mi residencia lunar y nos encontraríamos con que todo sigue igual, y un eventual observador no advertiría ninguna pérdida de conocimiento en nosotros, como en el caso del CanDi, ni ningún trance ni aletargamiento. Bueno, quizás un parpadeo, eso sí puedo aceptarlo.
—¿Qué determina la duración de nuestra permanencia aquí? —preguntó Leo.—Nuestra actitud. No es cuestión de la cantidad que hemos ingerido. Podemos volver
cuando queramos. Por lo tanto, la cantidad de droga no tiene necesariamente que ser...—Eso no es cierto. Hace un buen rato ya que quiero salir de aquí.—Pero —dijo Eldritch— no eres tú quien ha construido este... entorno; he sido yo y me
pertenece. He creado a los glucks, he creado este paisaje... —Lo señaló con el bastón—. Cada maldita cosa que ves, incluido tu cuerpo.
—¿Mi cuerpo? —Leo se miró. Era su cuerpo habitual y familiar, que él conocía íntimamente, no el de Eldritch.
—Quise que tú te materializaras aquí, exactamente como eres en nuestro universo —dijo Eldritch—. Entenderás que este aspecto de la sustancia haya atraído a HepburnGilbert, el cual, obviamente, es budista. Puedes reencarnarte en la forma que quieras, o que alguien desee para ti, como en este caso.
—Por eso la ONU mordió el anzuelo —dijo Leo. Ahora todo parecía más claro.—Con el ChewZi uno puede pasar de una vida a otra, ser un gusano, un profesor de
física, un halcón, un protozoo, un mixomiceto, un transeúnte de París en mil novecientos cuatro, un...
—E incluso un gluck —dijo Leo—. ¿Quién de nosotros dos es el gluck entonces?—Ya te lo he dicho. Lo he creado con una parte de mí mismo. Tú también podrías crear
algo. A ver, proyecta una fracción de tu esencia: adoptará una forma por sí sola. Lo que tú le infundes es el logos. ¿Te acuerdas?
—Sí, me acuerdo —dijo Leo. Se concentró, aunque en un primer momento sólo se formó una masa inextricable de cables, de barras y de extensiones en forma de rejillas.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Eldritch.—Una trampa para glucks.Eldritch echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.—Muy bien. Pero, por favor, no construyas una trampa para Palmer Eldritch. Todavía
tengo cosas que decirte.Eldritch y Leo observaron al gluck acercarse a la trampa con suspicacia y olfatearla.
Después entró y la trampa se cerró de golpe. El gluck había sido capturado y ahora la trampa estaba despachándolo. Un chisporroteo fugaz, una tenue columna de humo, y el gluck había desaparecido.
Frente a Leo, una pequeña esquirla brilló en el aire, y de ella surgió un libro negro que Leo aferró al vuelo, lo hojeó, y luego, satisfecho, lo dejó sobre sus rodillas.
—¿Qué es eso? —preguntó Eldritch.—Una Biblia del rey Jaime. Pensé que me serviría para protegerme.—No aquí —dijo Eldritch—. Éste es mi reino. —Hizo un ademán y la Biblia desapareció
—. Sin embargo, podrás tener tu propio reino y llenarlo de Biblia. Todos podrán hacerlo. Apenas lancemos nuestra operación. Nosotros también tendremos un kit de accesorios, por supuesto, pero eso será para más adelante, una vez que hayamos iniciado nuestras actividades en la Tierra. Además, se trata de una formalidad, un ritual para facilitar la transición. El ChewZi será comercializado siguiendo los mismos principios que el CanDi, en libre competencia, y nos limitaremos a anunciar los mismos beneficios que los de vuestro producto. No queremos asustar a la gente. La religión se ha convertido en un
asunto delicado. Sólo después de haber probado algunas veces el ChewZi se darán cuenta de sus dos nuevas cualidades: el hecho de que el tiempo no pasa, y la otra, quizá más importante, que no se trata de una fantasía sino que se entra realmente en un universo nuevo.
—Muchas personas sienten lo mismo con el CanDi —señaló Leo—. Consideran un acto de fe el hecho de encontrarse en la Tierra.
—Fanáticos —dijo Eldritch con desprecio—. Claro que es una ilusión, porque Perky Pat y Walt Essex no existen, y la estructura de su entorno de fantasía se limita a los objetos que han sido realmente instalados en su kit de accesorios; no pueden hacer funcionar el lavaplatos de la cocina si antes la miniatura no ha sido instalada. Y una persona que no participa puede darse cuenta de que los dos muñecos no van a ninguna parte. Es posible demostrar que...
—Pero vais a tener dificultades para convencer a la gente —dijo Leo—. Seguirán siendo fíeles al CanDi. La gente está muy satisfecha con Perky Pat, ¿por qué tendrían que renunciar a ella?
—Voy a decírtelo —dijo Eldritch—. Porque aunque sea maravilloso ser Perky Pat y Walt por un rato, al final hay que regresar al refugio. ¿Y sabes cómo te sientes entonces, Leo? Pruébalo alguna vez. Despertarse en un refugio en Ganímedes después de haber sido libre durante veinte o treinta minutos. Es una experiencia inolvidable.
—Hum.—Y hay algo más... Tú también sabes de qué hablo. Cuando el breve período de
evasión se acaba y el colono regresa... ya no se encuentra en condiciones de reanudar una vida cotidiana normal. Está desmoralizado. Pero si en lugar del CanDi hubiese masticado...
Dejó de hablar. Leo no lo escuchaba; estaba ocupado construyendo otro objeto en el aire frente a él.
Apareció una escalera corta, que llevaba a un círculo luminoso. La extremidad más lejana de la escalera no era visible.
—¿Adónde lleva? —preguntó Eldritch con una expresión de enfado.—A Nueva York —respondió Leo—. Me llevará de vuelta a Equipos PP. —Se levantó y
se dirigió hacia la escalera—. Eldritch, tengo la impresión de que algo falla con el ChewZi. Y no lo descubriremos hasta que sea demasiado tarde. —Empezó a subir la escalera y se acordó de Mónica, la niña; se preguntó si ella se sentía a gusto en el mundo de Palmer Eldritch—. ¿Qué ha pasado con la niña? —Detuvo su ascensión. Debajo de él, pero aparentemente lejísimos, alcanzaba a vislumbrar a Palmer Eldritch, sentado todavía sobre la hierba con su bastón—. No la habrán agarrado los glucks, ¿verdad?
—Yo era la niña. Es lo que trato de explicarte cuando hablo de verdadera reencarnación, de triunfo sobre la muerte —dijo Eldritch.
Leo parpadeó y dijo:—Ya me parecía a mí que tenía un aire familiar... —Se detuvo y volvió a mirar.Eldritch ya no estaba sentado sobre la hierba. Mónica, la niña, con la maleta del doctor
Smile, ocupaba su lugar. Ahora ya no cabía duda.Él decía (ella, ellos decían) la verdad.Leo bajó lentamente la escalera y se dejó caer otra vez sobre la hierba.
Mónica, la niña, dijo:—Me alegro de que no te vayas, señor Bulero. Es agradable tener a alguien tan
elegante y evolucionado con quien poder conversar. —Hizo tamborilear los dedos contra la maleta que descansaba a su lado sobre la hierba—. Tuve que volver a buscarlo; los
glucks lo tenían aterrado. Veo que has encontrado algo para entretenerte con ellos. —Hizo un ademán hacia la trampa para glucks que, vacía, aguardaba a la próxima víctima—. Muy ingenioso de tu parte. No se me había ocurrido, no hice más que salir volando de allí. Una reacción de pánico diencefálica.
Con un tono vacilante, Leo preguntó:—Tú eres realmente Palmer, ¿verdad? Quiero decir, en lo más profundo de ti.—Piensa, por ejemplo, en la doctrina medieval de la sustancia en contraposición con
los accidentes —dijo la niña con simpatía—. Mis accidentes son los de esta niña, pero mi sustancia, como el vino y la hostia en la transustanciación...
—Está bien —dijo Leo—. Tú eres Eldritch, te creo. Pero este lugar aún no me convence. Esos glucks...
—No le eches la culpa al ChewZi —dijo la niña—. La culpa es mía. Son un producto de mi mente, no del liquen. ¿Acaso todo nuevo universo tiene que ser necesariamente bonito? Me gusta que haya glucks en el mío: hay algo en mí que se siente atraído por ellos.
—Supongamos que quiera construir mi propio universo —dijo Leo—. Quizás en mí también hay algo de malvado, algún aspecto de mi personalidad que desconozco. Esto podría hacerme producir una cosa todavía más fea que la que tú has creado. —Al menos con el kit de accesorios Perky Pat uno se limitaba a lo que se había procurado de antemano, como el mismo Eldritch había señalado. Lo cual daba... una cierta seguridad.
—Cualquier cosa, no importa qué, podría ser eliminada —dijo la niña con indiferencia—. Si descubres que no te gusta. Y si te gusta... —se encogió de hombros—, pues, te la quedas. ¿Porqué no? ¿A quién puedes hacerle daño? Estás solo en tu... —Inmediatamente dejó de hablar y se llevó la mano a la boca.
—Estamos solos —murmuró Leo—. ¿Quieres decir que cada uno acaba en un mundo subjetivo distinto? Entonces no es como con los accesorios, donde cada miembro de un grupo que toma CanDi puede entrar en el accesorio, y los hombres se identifican con Walt y las mujeres con Perky Pat.
La niña lo observaba atentamente, tratando de calibrar su reacción.—No hemos tomado ChewZi —dijo Leo, tranquilo—. Éste es un seudouniverso
hipnoagógico totalmente artificial. No estamos en ningún otro lugar que no sea el lugar de donde hemos salido. Seguimos en tu residencia en la Luna. El ChewZi no crea nuevos universos, y tú lo sabes. No favorece ninguna reencarnación auténtica. No es más que una burda patraña.
La niña estaba callada. Pero no dejaba de mirarlo: le ardían los ojos, fríos y brillantes, desorbitados.
—Vamos, Palmer, ¿qué efectos provoca realmente el ChewZi?—preguntó Leo.—Te lo he dicho. —El tono de voz de la niña se volvía brusco.—Ni siquiera es real como Perky Pat, o como nuestra droga. E incluso la cuestión de la
validez de la experiencia sigue abierta; o sea, saber si es auténtica o meramente hipnoagógica o alucinatoria. Y de esto, obviamente, no hay mucho que discutir. La segunda opción es la correcta.
—No —dijo la niña—. Y será mejor que me creas porque de lo contrario no saldrás vivo de este mundo.
—Nadie puede morir en una alucinación —dijo Leo—. Ni tampoco puede volver a nacer. Regresaré a Equipos PP. —Y, otra vez, se encaminó hacia la escalera.
—Adelante, sube —dijo la niña detrás de él—. A mí me da igual. Ya veremos adónde te lleva.
Leo subió la escalera y atravesó el círculo luminoso.
Un sol cegador y abrasador se abatió sobre él, Leo se escabulló de la calle descubierta hacia un umbral cercano a resguardarse.
Desde los altos rascacielos un taxijet se abalanzó sobre él:—¿Lo llevo alguna parte, señor? Más vale andar cubiertos, es casi mediodía.Resoplando, casi sin poder respirar, Leo dijo:—Sí, gracias. Lléveme a Equipos PP. —Entró con dificultad en el taxi y enseguida se
dejó caer contra el respaldo del asiento, jadeando en la frescura del escudo antitérmico.El taxi despegó y al cabo de un instante descendió sobre la pista de aterrizaje cercada
del edificio central de la compañía.Apenas llegó a la antesala de su despacho, ordenó a la señorita Gleason:—Localice a Mayerson. Averigüe por qué no hizo nada para rescatarme.—¿Rescatarlo a usted? —preguntó la señorita Gleason horrorizada—. ¿Qué ha
pasado, señor Bulero? —Lo siguió a su despacho—. ¿Dónde y de qué manera...?—Ocúpese de localizar a Mayerson. —Se sentó al escritorio que le era familiar, aliviado
de estar otra vez allí. Al diablo con Palmer Eldritch, dijo para sus adentros, y alargó una mano hacia el cajón del escritorio para sacar su pipa inglesa preferida de madera de brezo y un paquete de media libra de tabaco Sail, un cavendish holandés.
Mientras encendía la pipa, la puerta se abrió y apareció Barney Mayerson, extenuado y avergonzado.
—Mira quién está aquí... —dijo Leo y aspiró enérgicamente de la pipa.—Yo... —comenzó a decir Barney. Se volvió hacia la señorita Fugate, que había
entrado detrás de él; hizo un gesto de resignación, se volvió otra vez hacia Leo y dijo—: Lo importante es que estás de vuelta.
—Por supuesto que estoy de vuelta. Yo mismo me construí una escalera para llegar aquí. ¿Vas a poder explicarme por qué no has hecho nada? Creo que no. Pero, como tú dices, no había necesidad de ti. He cambiado de opinión con relación a esta nueva droga, el ChewZi. No cabe duda de que es inferior al CanDi. No tengo ningún reparo en decirlo. Se puede sin duda afirmar que se trata de una banal experiencia alucinógena. Hablemos ahora de negocios. Eldritch le ha vendido el ChewZi a la ONU con la patraña de que éste provoca una auténtica reencarnación, lo cual corrobora las convicciones religiosas de más de la mitad de los miembros del ejecutivo de la Asamblea General, sin contar a ese hindú infame de HepburnGilbert. Y esto es una estafa, puesto que el ChewZi no provoca esos efectos. Pero el peor aspecto del ChewZi es su solipsismo. Con el CanDi vives una experiencia interpersonal válida, en el sentido de que las personas presentes en el refugio están... —Se detuvo, molesto—. ¿Qué pasa, señorita Fugate? ¿Qué mira?
—Lo siento, señor Bulero —murmuró la señorita Fugate—, pero hay una criatura debajo de su escritorio.
Leo se inclinó y echó una mirada debajo del escritorio.Algo se había deslizado entre la base del escritorio y el suelo, una cosa que lo miraba
con ojos glaucos y desorbitados.—Fuera de aquí —dijo Leo. Luego, dirigiéndose a Barney, agregó—: Consigue un
bastón o una escoba, algo para aguijonearlo un poco.Barney abandonó el despacho.—Maldición, señorita Fugate —dijo Leo, echando humo con la pipa—. Odio pensar en
lo que hay ahí abajo. Y en lo que eso significa. —Puesto que eso podría significar que Eldritch, con la apariencia de Mónica, la niña, tenía razón cuando dijo: A mí me da igual. Ya veremos adónde te lleva.
La cosa se escabulló de debajo del escritorio en dirección a la salida. Se deslizó por
debajo de la puerta y desapareció.Era incluso peor que los glucks. Alcanzó a verlo perfectamente.—Bueno, está bien —dijo Leo—. Lo siento, señorita Fugate, pero puede usted regresar
a su despacho, no vale la pena que discutamos sobre las medidas a tomar con respecto a la inminente aparición del ChewZi en el mercado. En realidad no estoy hablando con nadie: estoy aquí sentado parloteando solo.
Se sentía deprimido. Eldritch lo dominaba por completo. Además, la validez, o al menos la aparente validez de la experiencia con el ChewZi, había quedado demostrada: él mismo la había confundido con la realidad.
Sólo aquella inmunda criatura que Eldritch había introducido deliberadamente le había revelado la verdad.
De lo contrario, advirtió Leo, yo hubiese podido continuar así eternamente.Y pasar un siglo, como Eldritch le había dicho, en aquel universo apócrifo.Caramba, pensó. Estoy perdido.—Señorita Fugate —dijo Leo—, por favor, no se quede ahí, vuelva a su despacho. —
Se levantó, caminó hasta el surtidor de agua y se sirvió un vaso de cartón con agua mineral. Tomar agua irreal con un cuerpo irreal, dijo para sus adentros. Frente a una empleada irreal.
—Señorita Fugate —dijo él—, ¿es usted realmente la amante del señor Mayerson?—Sí, señor Bulero —confirmó la señorita Fugate—. Ya se lo había dicho.—Y no quiere ser la mía. —Leo sacudió la cabeza—. Porque soy demasiado viejo y
evolucionado. Usted sabe, o mejor dicho no sabe, que yo tengo al menos cierto poder en este universo. Podría rehacer mi cuerpo y volver a ser joven. —O bien, pensó para sí, hacer que te vuelvas vieja. ¿Me gustaría?, se preguntó. Tomó el agua y tiró el vaso a la papelera; y sin mirar a la señorita Fugate, siguió pensando: tienes mi edad, señorita Fugate. No, mejor aún: eres más vieja que yo. Veamos un poco... ahora tienes unos noventa y dos años. Al menos en este mundo. Has envejecido aquí... el tiempo para ti pasa deprisa porque me has rechazado y a mí no me gusta que me rechacen. De hecho, tienes más de cien años, estás toda atrofiada, descarnada, sin dientes y sin ojos. Una cosa horrible.
Oyó detrás de él un ruido seco y áspero, como un estertor. Y una voz aguda y temblorosa, como el grito de un pájaro asustado. —Oh, señor Bulero...
He cambiado de idea, pensó Leo. Vuelve a ser lo que eras, ¿de acuerdo? Se dio vuelta y vio a Roni Fugate, o al menos vio una cosa que se encontraba en el lugar donde antes estaba ella. Una telaraña, grises estrías fungosas envueltas entre sí que formaban una frágil columna que se balanceaba... vio la cabeza, hundida hasta las mejillas, con ojos que eran gotas muertas de una baba blanca, flácida e inerte, que chorreaba lágrimas viscosas, ojos que querían llamar la atención, pero no lo conseguían, porque no sabían dónde se encontraba él.
—Vuelve a ser la que eras —dijo Leo con dureza, y cerró los ojos—. Y avísame cuando todo haya terminado.
Pasos. De un hombre. Barney, de regreso al despacho.—Santo cielo —dijo Barney, y se detuvo.Con los ojos cerrados, Leo preguntó:—¿Todavía no ha vuelto a ser la que era?—¿Quién? ¿Dónde está Roni? ¿Qué es esto?Leo abrió los ojos.No era Roni Fugate la cosa que tenía delante, ni siquiera era una vieja réplica de ella;
era un charco, pero no de agua. El charco estaba vivo, y dentro de él nadaban fragmentos
grises, afilados y dentados.La densa y fluctuante materia orgánica del charco poco a poco fue desbordando, luego
se estremeció y se replegó sobre sí misma; en el centro los fragmentos de materia gris se unieron y dieron forma a una bola deforme en cuyo ápice flotaban hebras de pelos enredados y enmarañados. Vagas y vacías cavidades oculares se insinuaron; una calavera apareció, pero de una forma de vida aún desconocida. Su deseo inconsciente de que ella experimentara la evolución en sus más horribles aspectos acabó dando vida a aquella monstruosidad.
La mandíbula chasqueó, abriéndose y cerrándose, como si unos hilos invisibles y perversos la manipularan; y chapoteando aquí y allá en el líquido del charco, emitió un graznido.
—¿Ves, señor Bulero?, la chica no ha vivido tanto. Tendrías que haberlo tenido en cuenta. —Era, sin duda alguna, aunque sonara remota, la voz no de Roni Fugate sino de Monica, como si tamborileara contra la extremidad de una cuerda encerada—. Le has atribuido más de cien años pero ella sólo vivirá setenta. Lo cual significa que ha estado muerta durante treinta años, pero tú la has devuelto a la vida; es lo que querías. Y lo que es peor... —La mandíbula desdentada se movió y las despobladas cavidades oculares se abrieron—. Ella no evolucionó cuando estaba viva sino en la tumba. —La calavera dejó de parlotear, luego fue desintegrándose poco a poco; sus partes volvieron a flotar dispersas y la apariencia de organización se disipó.
Al cabo de un momento, Barney dijo:—Sácanos de aquí, Leo.—Eh, Palmer —dijo Leo. Su voz parecía descontrolada, asustada como la de un niño
—. ¿Sabes qué? Me rindo, de veras.Bajo sus pies, la alfombra del despacho se descompuso, se pudrió, luego germinó y en
su lugar crecieron fibras verdes. Leo notó que se transformaba en hierba. Después las paredes y el techo cayeron pulverizadas; las moléculas llovían en silencio como cenizas. Y en lo alto apareció un cielo azul y frío, diáfano.
Sentada sobre la hierba, con el bastón sobre las rodillas y la maleta que contenía al doctor Smile a su lado, Mónica dijo:
—¿De veras querías que el señor Mayerson se quedara? No creo. Lo hice desaparecer con las otras cosas que creaste. ¿Te parece bien? —Le sonrió.
—Está bien —asintió Leo con un nudo en la garganta. Mirando a su alrededor, ahora sólo veía la planicie verde; hasta las moléculas que habían conformado Equipos PP, el edificio y la presencia humana, se habían volatilizado, lo único que quedaba era una opaca capa de polvo que le cubría las manos y el abrigo. Con un aire reflexivo, se la sacudió.
—«Polvo eres y en polvo te convertirás» —sentenció Mónica.—Ya está bien —gritó Leo—. Lo he entendido, no hace falta que me comas el coco con
eso. Todo era irreal, de acuerdo, ¿y ahora qué? Uno a cero para ti, Eldritch. Tú aquí puedes hacer lo que se te antoje, yo no soy nada, sólo soy un fantasma. —Sintió odio por Eldritch y pensó: si consigo salir de aquí, si logro escapar de este hijo de puta...
—Ep, ep —dijo la niña con ojitos bailadores—. Mide tus palabras, lo digo en serio. No voy a permitir que hables así. Ni tampoco voy a decirte lo que te haré si insistes, pero tú me conoces, señor Bulero. ¿Entendido?
—Entendido —dijo Leo. Se alejó unos pasos, sacó un pañuelo para secarse el sudor y se lo pasó por encima del labio superior, por el cuello y por el hueco debajo de la nuez, donde era tan difícil afeitarse cada mañana. Señor, pensó, ayúdame. ¿Lo harás? Si lo haces, si consigues entrar en este mundo, haré lo que me pidas; ahora no tengo miedo,
me siento mal. Esto acabará conmigo, mi cuerpo no es más que un ectoplasma, una especie de fantasma.
Estaba encorvado, se sentía mal; vomitó sobre la hierba. Aquello duró un largo rato —ésa fue la impresión que tuvo—, después se sintió mejor. Pudo dar media vuelta y regresar lentamente donde la niña estaba sentada junto a la maleta.
—Las condiciones —dijo la niña con sequedad—. Vamos a establecer una relación comercial transparente entre mi compañía y la tuya. Necesitamos vuestra magnífica red de satélites publicitarios y vuestro sistema de transporte con sus flamantes naves interplanetarias y vuestras, sólo Dios sabe cuan extensas, plantaciones de Venus; lo queremos todo, Bulero. Vamos a cultivar el liquen donde cultiváis el CanDi, lo transportaremos con las mismas naves, llegaremos a los colonos utilizando vuestros expertos narcotraficantes y dejaremos la publicidad en manos de Alien y Charlotte Faine. El CanDi y el ChewZi no se harán la competencia porque serán un solo y único producto, es decir el ChewZi . Y tú vas a anunciar tu jubilación. ¿Me has entendido, Leo?
—Claro —dijo Leo—. Estoy escuchándote.—¿Lo harás?—De acuerdo —dijo Leo. Y se abalanzó sobre la niña.Sus manos le rodearon el cuello. Apretó. Ella lo miró fijamente, rígida, con la boca
crispada, muda, sin siquiera intentar defenderse, arañarlo o apartarlo. Él siguió apretando, duró tanto que le pareció que sus manos se habían quedado pegadas a ella para siempre, como las raíces nudosas de un árbol antiguo, enfermo, pero aún con vida.
Cuando él la soltó, ella estaba muerta. Su cuerpo se desplomó hacia delante, giró, cayó de costado y acabó rígido sobre la hierba. No había rastros de sangre. Ni ningún rastro de la lucha, a no ser por las marcas de su cuello amoratado.
Él se levantó, pensativo: bueno, ¿se acabó? Si él, ella o esa cosa, lo que sea, muere aquí, ¿se acaba todo realmente?
Pero el mundo simulado seguía en pie. Él esperaba que desapareciera en el momento en que ella —que Eldritch— desapareciera.
Intrigado, se quedó inmóvil, oliendo el aire y escuchando un viento lejano. Nada había cambiado, si no fuera porque la niña había muerto. ¿Por qué? ¿Acaso había actuado basándose en un razonamiento equivocado? Sí, por muy increíble que pareciera, se había equivocado.
Se inclinó y conectó al doctor Smile.—Explíquemelo usted.Obediente, el doctor Smile declaró con una voz metálica:—Ha muerto aquí, señor Bulero. Pero en la residencia en la Luna...—Está bien —dijo Leo bruscamente—. Bueno, explíqueme cómo salir de aquí. ¿Cómo
hago para regresar a la Luna, a...? —Hizo un ademán—. Usted sabe a lo que me refiero. A la realidad.
—En este momento —le explicó el doctor Smile— Palmer Eldritch, a pesar de estar muy ofendido y enfadado, está inyectándole a usted, por vía intravenosa, una sustancia que neutraliza los efectos de la solución de ChewZi que le fue anteriormente suministrada; dentro de poco usted se despertará. —Y agregó—: Y esto, según se mide el paso del tiempo en la Luna, significa enseguida, ahora mismo. Aunque aquí, en este mundo ... —Soltó un risita—. Podría parecerle más largo.
—¿Cuánto más largo?—Oh, años —dijo el doctor Smile—. Aunque quizá menos. ¿Unos días, unos años? El
sentido del tiempo es subjetivo, así que veamos si a usted le parece mucho tiempo, ¿no cree?
Cansado, Leo se sentó junto al cuerpo de la niña, suspiró, agachó la cabeza, apoyó el mentón contra el pecho y se dispuso a esperar.
—Le haré compañía —dijo el doctor Smile—. Si puedo. Pero me temo que sin la estimulante presencia del señor Eldritch... —La voz, advirtió Leo, se le había debilitado y se había vuelto más lenta—. Nadie podrá regir este mundo —entonó débilmente— salvo el señor Eldritch. Por eso temo...
Su voz se apagó del todo.Sólo se oía el silencio. Hasta el viento lejano había cesado.«¿Cuánto?», se preguntó Leo. Y sintió curiosidad por saber si podía, como antes,
hacer algo.Gesticulando como un inspirado director de orquesta, con las manos crispadas, intentó
crear frente a él, en el aire, un taxijet.Al final se perfiló una débil silueta. Incorpórea, incolora y casi transparente. Leo se
levantó, se acercó y volvió a intentarlo una vez más con todas sus fuerzas. Por un instante pareció como si la forma adquiriera color y vida; luego, de repente, se quedó fija; como un caparazón quitinoso rígido y hueco que acabó quebrándose y haciéndose trizas. Fragmentos bidimensionales volaron, revolotearon y se rompieron en pedazos más pequeños todavía. Leo dio media vuelta y se marchó disgustado. Qué lío, se dijo, deprimido.
Siguió caminando sin rumbo. Hasta que, de pronto, advirtió la presencia de algo sobre la hierba, algo muerto; lo vio allí tendido y se acercó con cautela. La última prueba de lo que he hecho, pensó.
Le dio un puntapié al gluck con la punta del zapato; la punta lo traspasó por completo y él retrocedió horrorizado.
Continuó su marcha con las manos en los bolsillos, cerró los ojos y pronunció una nueva oración, pero distraídamente esta vez: era sólo un deseo embrionario, que poco a poco fue cristalizando. Voy a matarlo en el mundo real, se dijo. No sólo aquí, como hice, sino también de la manera en que los homeodiarios darán la noticia. Y no por mí, ni para salvar a Equipos PP o el tráfico de CanDi, sino por... —Sabía lo que quería decir—. Por todos los habitantes del sistema solar. Porque Palmer Eldritch es un invasor y así es como acabaremos todos, vagando sobre una planicie de cosas muertas convertidas en fragmentos casuales: he aquí la reencarnación que le prometió a HepburnGilbert.
Siguió vagando un rato y luego, gradualmente, desandó el camino hacia la maleta que había sido el doctor Smile.
Algo se inclinó sobre la maleta. Una figura humana o casi humana.Al ver a Leo, inmediatamente se enderezó. Su cabeza calva proyectó un resplandor
cuando miró a un Leo sorprendido. Después la cosa saltó y desapareció.Era un proxímano.Tuvo la impresión, mientras lo miraba alejarse, de que aquello esclarecía la situación.
Palmer Eldritch había poblado su universo con cosas de aquel tipo; todavía estaba muy ligado a los proxímanos, aun después de haber regresado al sistema solar. Y esta última aparición ayudaba a ver en lo más profundo de la mente del hombre; incluso el mismo Palmer Eldritch ignoraba quizás haber poblado así su universo alucinatorio: el proxímano podía haber sido una sorpresa, incluso para él.
A menos que aquello fuera el sistema Próxima.Quizá fuera una buena idea seguir al proxímano.Se encaminó en su dirección y marchó a duras penas durante un tiempo que le
parecieron horas; sin ver nada, sólo la hierba bajo sus pies y la línea del horizonte. Entonces una forma se perfiló frente a él; se acercó a ella y de pronto Leo se encontró
frente a una nave estacionada. Se detuvo y la contempló anonadado. No era una nave terrícola, tampoco era una nave proxímana.
En realidad no pertenecía a ninguno de los dos sistemas.Del mismo modo que las dos criaturas que rondaban por allí no eran ni proxímanos ni
terrícolas; nunca había visto formas de vida semejantes. Altas, esbeltas, con miembros como juncos y grotescas cabezas oviformes que, incluso a aquella distancia, parecían extrañamente delicadas. Una raza muy evolucionada, pensó, sin embargo tenían algo de terrícolas; se parecían más a estos últimos que a los proxímanos.
Se dirigió hacia ellos con la mano levantada en señal de saludo.Una de las dos criaturas se volvió hacia Leo, lo vio, se quedó boquiabierta y codeó a su
compañero. Ambos lo escrutaron con la mirada y después el primero dijo:—Dios mío, Alec. Es una de aquellas formas primitivas. Uno de aquellos prehombres,
¿sabes?—Sí, claro —asintió la otra criatura.—Un momento —dijo Leo—. Habláis la lengua de la Tierra, el inglés del siglo
veintiuno... Eso significa que habéis encontrado ya a algún terrícola.—¿Un terrícola? —inquirió el que se llamaba Alec—. Nosotros somos terrícolas. ¿Y tú
quién diablos eres? Un bicho raro muerto hace siglos, eso eres. Bueno, siglos quizá no, aunque hace mucho tiempo en todo caso.
—Tiene que haber una colonia habitada por estos prehombres en esta luna —dijo el primero. Después, dirigiéndose a Leo preguntó—: ¿Cuántos primitivos hay contigo? Vamos, muchacho, no queremos hacerte daño. ¿Hay mujeres? ¿Os podéis reproducir? —Y dirigiéndose hacia su compañero, dijo—: Parece como si hubieran pasado siglos. Quiero decir que no hay que olvidar que hemos evolucionado miles de años de golpe. Si no fuera por el doctor Denkmal estos primitivos todavía estarían...
—Denkmal —dijo Leo. Ése era pues el resultado final de la Terapia Evolutiva de Denkmal. No estaban muy adelantados, quizás unos decenios. Leo sintió, como ellos, un abismo de millones de años, aunque en realidad se trataba de una ilusión. Él mismo, una vez concluida la terapia, hubiese podido parecerse a ellos. Salvo que la cobertura quitinosa había desaparecido, cosa que había sido una de las primeras características de los tipos evolucionados—. Yo frecuento su clínica —les dijo Leo—. Una vez por semana. En Munich. Y estoy evolucionando, conmigo la cosa funciona. —Se acercó a ellos y los estudió detenidamente—. ¿Cuándo acabó la cobertura? La que os protege del sol...
—Bah, hace tiempo que esa farsa del recalentamiento del clima se acabó —afirmó con desdén el que se llamaba Alec—. Era un maniobra de los proxímanos, en complicidad con el renegado. Debes de saberlo. O a lo mejor no.
—Palmer Eldritch —dijo Leo.—Sí —dijo Alec—. Pero al final lo agarramos. En esta misma luna precisamente. Ahora
esto se ha convertido en un santuario... Para nosotros no, para los proxímanos; vienen aquí a escondidas, a rendir culto. ¿Has visto a alguno de ellos? Nosotros estamos aquí para arrestar a todos los que encontremos: éste es un territorio del sistema solar, pertenece a la ONU.
—¿En torno a qué planeta gravita esta luna? —preguntó Leo.Los dos terrícolas evolucionados sonrieron al mismo tiempo.—En torno a la Tierra —dijo Alec—. Es artificial. Se llama Sigma 14B, fue construida
hace muchos años. ¿No existía ya en tu época? Tiene que haber existido, es realmente muy vieja.
—Supongo que sí —dijo Leo—. Así que vais a poder llevarme a la Tierra.—Por supuesto. —Los dos terrícolas evolucionados asintieron al mismo tiempo—. En
realidad vamos a despegar dentro de media hora, te llevaremos a ti... y a toda tu tribu. Sólo tienes que decirnos adonde quieres ir.
—Estoy solo —dijo Leo, ofendido—. Y de todas formas no podríamos ser una tribu, no formamos parte de la prehistoria. —Se preguntó cómo había hecho para llegar hasta esa época futura. ¿O era otra ilusión de Palmer Eldritch, el gran prestidigitador? ¿Por qué tenía aquello que ser más real que Mónica la niña, que los glucks o que la Equipos PP sintética que había visitado... y que había visto desintegrarse? Así era el futuro imaginado por Palmer Eldritch, éstos eran los meandros de su mente, admirable y creativa, mientras él, en su residencia en la Luna, aguardaba que se disiparan los efectos de la inyección de ChewZi. Y nada más.
Desde el lugar en que Leo se encontraba, vislumbraba borrosamente, a través de la nave estacionada, la línea del horizonte. La nave era ligeramente transparente, casi incorpórea. Veía también a los dos terrícolas evolucionados: se mecían en una leve pero persistente distorsión que le recordaba los días en los que sufría de astigmatismo, antes de que le pusieran, por medio de un trasplante quirúrgico, ojos completamente sanos. Los dos terrícolas estaban desenfocados.
Alargó una mano hacia el primero de ellos.—Quisiera estrecharles la mano —dijo Leo.Alec el terrícola también alargó la mano con una sonrisa.La mano pasó a través de la de Leo y salió por el otro lado.—¡Eh! —exclamó Alec frunciendo el ceño, e inmediatamente, como un pistón, retiró el
brazo—. ¿Qué es esto? —Se volvió hacia su compañero y dijo—: Este tipo no es real; tendríamos que haberlo sospechado. Es un... ¿cómo era que los llamaban? Esos que masticaban aquella droga diabólica que Eldritch fue a pescar a Próxima. Un exigente, ¿no? Es un fantasma. —Miró de reojo a Leo.
—¿Yo, un fantasma? —inquirió Leo con un hilo de voz.Entonces comprendió que Alec tenía razón. Su verdadero cuerpo estaba en la Luna, no
allí.Pero ¿de dónde habían salido aquellos dos terrícolas evolucionados? Quizá no eran un
producto de la mente fecunda de Eldritch, quizá se encontraban realmente en aquel lugar. Mientras tanto, el que se llamaba Alec lo estaba mirando.
—¿Sabes una cosa? —dijo Alec a su compañero—. La cara de este exigente me resulta conocida. He visto su foto en los homeodiarios. Estoy seguro. —Y dirigiéndose a Leo, preguntó—: ¿Cómo te llamas, exigente? —Su mirada se hizo más dura, más intensa.
—Soy Leo Bulero —dijo Leo.Los terrícolas evolucionados se sobresaltaron.—¡Dios mío! —exclamó Alec—. ¿Cómo no iba a resultarme una cara conocida? ¡Éste
es el tipo que mató a Palmer Eldritch! —Y mirando a Leo, dijo—: Eres un héroe, amigo. Apuesto a que no lo sabes, tú sólo eres un simple exigente, ¿verdad? Y has vuelto a visitar este lugar porque históricamente es...
—No ha vuelto —intervino su compañero—. Él viene del pasado.—Eso no le impide volver —dijo Alec—. Ésta es la segunda vez que viene aquí, con
relación a su propio tiempo; por tanto ha vuelto... ¿verdad?, ¿puedo decirlo así? —Y dirigiéndose a Leo—: Has vuelto a este lugar porque está relacionado con la muerte de Palmer Eldritch. —Dio media vuelta y echó a correr hacia la nave estacionada—. Voy a darle la noticia a los homeodiarios —gritó—. A lo mejor consiguen hacerte una foto... El fantasma del Sigma 14B. —Gesticulaba, agitado—. Ahora sí que los turistas querrán visitar este lugar. Pero, cuidado, puede que el fantasma de Eldritch, su exigente, también
aparezca por aquí. Para vengarse de lo que has hecho. —La idea no parecía gustarle demasiado.
—Eldritch ya está aquí —dijo Leo.Alec se detuvo y regresó lentamente.—¿De veras? —Miró nerviosamente a su alrededor—. ¿Dónde está? ¿Por aquí cerca?—Está muerto —dijo Leo—. Yo lo maté. Lo estrangulé. —No sentía emoción alguna
refiriéndose a aquello, sólo cansancio. ¿Cómo podía uno sentirse orgulloso de la muerte de cualquier persona, especialmente de una niña?
—Están obligados a repetir la misma escena para siempre —dijo Alec, impresionado y con los ojos bien abiertos. Movió su gran cabeza oviforme.
—Yo no estaba repitiendo absolutamente nada —dijo Leo—. Ésta era la primera vez. —Después pensó: y ni siquiera era la verdadera. Ésa todavía está por llegar.
—Quieres decir —dijo Alec pausadamente— que...—Todavía tengo que hacerlo —repuso Leo con una voz chirriante—. Pero uno de mis
consultores prefashion me ha dicho que no falta mucho. Quizá. —No era algo inevitable y él no conseguía olvidarlo. Y eso Eldritch también lo sabía. Lo cual explicaba todos los esfuerzos que hacía. Procuraba, o al menos esperaba, evitar su propia muerte.
—Ven —dijo Alec a Leo—, vayamos a ver la placa que conmemora el evento. —Él y su compañero tomaron la delantera; Leo, de mala gana, los siguió—. Los proxímanos —dijo Alec por encima del hombro— intentan continuamente..., bueno, ya sabes, proferirla.
—Profanarla —lo corrigió su compañero.—Eso —ratificó Alec—. Sea como sea, hemos llegado. —Se detuvo.Frente a ellos se erguía una imitación —no por eso menos impresionante— de una
columna de granito en la cual había sido colocada una placa de bronce a la altura de los ojos. Aunque presentía que no debía hacerlo, Leo leyó la placa.
IN MEMORIAM. EN 2016, CERCA DE ESTE LUGAR, PALMER ELDRITCH, EL ENEMIGO DEL SISTEMA SOLAR, CAYÓ EN LEAL COMBATE A MANOS DEL TERRÍCOLA LEO BULERO, PALADÍN DE NUESTROS NUEVE PLANETAS.
—Madre mía —exclamó Leo, impresionado sin quererlo. Releyó la placa. Y luego una vez más—. Me gustaría saber —dijo entre dientes— si Palmer ha visto esto.
—Si es un exigente —dijo Alec— es probable que sí. La fórmula original del ChewZi provocaba eso que su productor, o sea el mismo Eldritch, llamaba «sugestiones temporales». Es lo que te está sucediendo en este momento: ocupas un locus muchos años después de estar muerto. De todas formas, creo que ahora estás muerto. —Se volvió hacia su compañero y preguntó—: Leo Bulero ahora está muerto, ¿verdad?
—Oh, diablos, claro que sí —respondió el compañero—. Desde hace varias décadas ya.
—Es más, creo haber leído... —comenzó a decir Alec, pero se detuvo, después miró por encima de Leo y dio un codazo a su compañero. Leo se dio vuelta para ver de qué se trataba.
Un perro blanco, pelado, flaquísimo y desgarbado se acercaba.—¿Es tuyo? —preguntó Alec.—No —respondió Leo.—Parece el perro de un exigente —dijo Alec—. Mira, se puede ver a través de él. —
Los tres observaron al perro acercarse, pasar delante de ellos y dirigirse hacia el monumento.
Alec tomó una piedra y se la arrojó. La piedra lo traspasó y fue a caer un poco más allá, sobre la hierba. Efectivamente, era el perro de un exigente.
Mientras los tres lo observaban, el perro se detuvo frente al monumento, pareció como si contemplara la placa un instante, y luego...
—¡Defecación! —gritó Alec con la cara roja de rabia. Corrió hacia el perro agitando los brazos y tratando de darle una patada, después alargó una mano hacia la pistola láser que llevaba en la cintura, pero no consiguió empuñarla a causa de la agitación.
—¡Difamación! —lo corrigió su compañero.—Es Palmer Eldritch —aseguró Leo.Así manifestaba Eldritch su desprecio por el monumento, su absoluta indiferencia con
respecto al futuro. Aquel monumento nunca iba a existir. Mientras el perro se alejaba correteando tranquilo, los dos terrícolas evolucionados lo maldecían inútilmente.
—¿Estás seguro de que no es tu perro? —preguntó Alec con suspicacia—. Que yo sepa, eres el único exigente en estos lugares. —Escrutó a Leo con la mirada.
Leo empezó a responder, a explicarles lo que había ocurrido. Era importante que ellos entendieran. Entonces, sin previo aviso, los dos terrícolas evolucionados desaparecieron; la planicie verde, el monumento, el perro que se alejaba, toda la escena se esfumó, como si el aparato que la proyectaba, la mantenía en pie y la alimentaba se hubiese apagado. Sólo vio una extensión blanca y desierta, un focalizado fulgor, como si no hubiese ninguna diapositiva 3D en el proyector. La luz, pensó Leo, subyacente a la trama de fenómenos que llamamos «realidad».
En aquel momento se encontró sentado en la habitación desnuda de la residencia lunar de Eldritch, frente a la mesa sobre la que descansaba el aparato electrónico.
El aparato, el artilugio o lo que fuera, dijo:—Sí, he visto el monumento. Figura casi en el cuarenta y cinco por ciento de los futuros
posibles. Un poco menos que la mitad de las posibilidades, de modo que no estoy particularmente preocupado. ¿Quieres un cigarro?
—No —respondió Leo.—Voy a dejarte ir —dijo el aparato—. Por poco tiempo, unas veinticuatro horas. Puedes
volver al despachito de tu pequeña compañía en la Tierra; y mientras estés allí quiero que reconsideres un poco la situación. Ahora que has visto el ChewZi en acción, comprenderás que el CanDi, tu producto antediluviano, no se puede comparar con él. Además...
—Sandeces —dijo Leo—. El CanDi es superior.—Bueno, piénsalo —dijo confiado el artefacto electrónico.—Muy bien —contestó Leo.Se levantó, tieso. ¿Había estado realmente en el satélite terrestre artificial Sigma 14B?
Era una pregunta para Felix Blau. Los expertos encontrarían una respuesta. No valía la pena preocuparse por eso ahora. El problema inmediato era mucho más serio: todavía no había conseguido escapar del control de Palmer Eldritch.
Sólo habría podido librarse de Eldritch si éste se lo hubiese permitido. Era una realidad incontestable, aunque le costara aceptarlo.
—Quisiera señalarte —dijo el artefacto— que he sido clemente contigo, Leo. Hubiese podido poner un... bueno, digamos un punto final en la corta frase que representa tu vida. Cuando hubiese querido. Por eso espero, e insisto, que pienses seriamente en la posibilidad de hacer lo misino.
—Ya lo he dicho, voy a pensarlo —respondió Leo.Estaba nervioso, como si hubiese tomado mucho café, y deseaba marcharse lo antes
posible. Abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo.Cuando se disponía a cerrar la puerta, el artefacto electrónico dijo:—Leo, si no decides unirte a mí, no esperaré más. Te mataré. Tengo que hacerlo, para
salvarme a mí mismo, ¿entiendes?—Entiendo —dijo Leo, y cerró la puerta tras él.Y yo también, pensó Leo, tendré que matarte... O quizás ambos podríamos expresarlo
de una manera menos directa, como suele hacerse hablando de los animales: te dormiré. Y no lo haré sólo para salvarme a mí mismo, sino para salvar a todos los habitantes del sistema, a mi gente, la gente con la que cuento. Por ejemplo, esos dos soldados terrícolas evolucionados con los que me encontré cerca del monumento. Tengo que hacerlo por ellos, para que puedan tener algo frente a lo cual montar guardia.
Recorrió lentamente el pasillo. En el fondo se encontraba el grupo de homeoperiodistas; todavía no se habían marchado, todavía no habían podido obtener la entrevista: el tiempo casi no había transcurrido. Palmer Eldritch tenía razón con respecto a eso.
Al unirse a los periodistas, Leo se tranquilizó y se sintió mucho mejor. Quizás ahora podría marcharse, quizás Eldritch lo dejaría irse. Volvería a vivir otra vez, volvería a descubrir la alegría de vivir.
Con todo, en el fondo no se hacía ilusiones. Eldritch nunca iba a dejar que se fuera, primero uno de los dos tenía que ser eliminado.
Leo esperaba que no fuera él. Pero tenía la terrible intuición, a pesar del monumento, de que podía tocarle a él.
7
La puerta del despacho de Barney Mayerson se abrió y Leo Bulero, doblegado por el cansancio y con la mugre del viaje todavía a rastras, apareció.
—No hiciste nada para ayudarme.Hubo una pausa, después Barney respondió:—Es cierto.Era inútil explicárselo, no porque Leo no lo entendiera o no le creyera, sino porque
sencillamente no había nada que explicar.—Estás despedido, Mayerson —dijo Leo.—Bueno. —Y entonces pensó: pero estoy vivo. En cambio, si hubiese ido a buscar a
Leo, no lo estaría. Con los dedos entumecidos, empezó a recoger sus pertenencias del escritorio y las dejó caer en un maletín vacío.
—¿Dónde está la señorita Fugate? —preguntó Leo—. Ella ocupará tu cargo. —Se acercó a Barney y lo escrutó con la mirada—. ¿Por qué no fuiste a rescatarme, Barney? Dame una maldita razón.
—Miré hacia el futuro. Y supe que el precio iba a ser muy alto para mí. Que me habría costado la vida.
—Pero no era necesario que fueras personalmente. La nuestra es una compañía de prestigio... Hubieses podido organizar una misión y dirigir las operaciones desde aquí, ¿no te parece?
Era cierto. Y él ni siquiera lo había tenido en cuenta.—Así que deseabas que me ocurriera un desgracia —dijo Leo—. No hay otra
explicación posible. Inconscientemente, quizá, ¿no es cierto?—Creo que sí —admitió Barney.
Una cosa era segura, no había pensado en eso. De todas formas, Leo tenía razón: ¿por qué no había tomado la responsabilidad de dejar, como Felix Blau había sugerido, que un escuadrón armado de Equipos PP saliera rumbo a la Luna? Parecía tan obvio ahora... Tan evidente...
—He vivido una experiencia terrible en la residencia de Palmer Eldritch —dijo Leo—. Eldritch es un mago como pocos, Barney. Hizo conmigo lo que quiso, cosas que ni tú ni yo hubiésemos imaginado jamás. Se convirtió en una niña, me envió al futuro, aunque creo que sin quererlo, inventó todo un universo en el que había un animal horrible, el gluck, además de una Nueva York ilusoria en la que estabais tú y Roni. En fin, un horror. —Movió la cabeza, confundido—. ¿Adónde vas a ir?
—Hay un solo lugar a donde pueda ir.—¿Adónde? —Leo lo miró con inquietud.—Sólo existe otra persona a la que podría servirle mi talento prefashion.—¡Entonces serás mi enemigo!—Por lo visto, para ti ya lo soy ahora.Barney estaba dispuesto a aceptar la opinión de Leo respecto a su falta de iniciativa.—Voy a matarte a ti también, entonces —dijo Leo—. Junto a ese mago chiflado, el
presunto Palmer Eldritch.—¿Por qué «presunto»? —Barney levantó rápidamente la mirada y dejó de
empaquetar sus cosas.—Porque cada vez estoy más convencido de que no es humano. Nunca pude verle la
cara, salvo cuando estaba bajo los efectos del ChewZi; las otras veces siempre se dirigió a mí a través de una extensión electrónica.
—Interesante —dijo Barney.—Sí, ¿verdad? Y tú eres tan corrupto que irías a buscar trabajo a su compañía.
Aunque él sea un proxímano disfrazado o incluso algo peor, alguna maldita cosa que se coló en la nave durante el viaje de ida o de vuelta, en las profundidades del espacio, que se lo comió y lo sustituyó. Si hubieras visto a los glucks...
—Entonces, por el amor de Dios —dijo Barney—, no me obligues a hacerlo. No me despidas.
—No puedo no hacerlo. No has sido leal conmigo. —Leo apartó la mirada y tragó saliva—. No me gusta mostrarme tan distante contigo y hablarte de esta forma tan fría y razonable, pero... —Apretó los puños, inútilmente—. Ha sido horrible: prácticamente me ha destruido. Después encontré a esos dos terrícolas evolucionados y la situación mejoró. Hasta que Eldritch apareció bajo la forma de un perro y se puso a mear en el monumento. —Torció la boca de disgusto—. Debo admitir que su actitud era clara, su desprecio era evidente. —Y agregó, como si hablara para sí—: Está convencido de su triunfo, cree que no hay nada que deba temer, incluso después de haber visto esa placa.
—Deséame suerte —dijo Barney.Alargó la mano, se dieron un apretón rápido y ritual y luego Barney se retiró del
despacho. Pasó al lado del escritorio de la secretaria y enfiló hacia el pasillo principal. Se sentía vacío, o lleno de algún material de relleno inútil y vulgar, algo semejante a la paja. Nada más.
Mientras esperaba el ascensor, Roni Fugate llegó corriendo, jadeando, y su cara despejada mostraba preocupación.
—Barney..., ¿te ha despedido?Él asintió.—Oh, querido —dijo ella—. ¿Y ahora qué?—Ahora —respondió él— me pasaré al otro bando. Para bien o para mal.
—Pero ¿cómo vamos a vivir juntos si yo trabajo para Leo y tú...?—No tengo la más mínima idea —dijo Barney. El ascensor automático había llegado.
Barney entró—. Ya nos veremos —dijo, y pulsó el botón; las puertas se cerraron, y Roni desapareció de su vista. Nos veremos en ese lugar que los neocristianos llaman infierno, dijo Barney para sus adentros. Antes probablemente no. A menos que, lo cual no sería del todo imposible, esto ya sea el infierno.
Emergió de Equipos PP al nivel de la calle y se guareció bajo el escudo protector antitérmico, a la espera de un taxi.
Cuando el taxi se detuvo y él se dispuso a abordarlo, una voz perentoria lo llamó desde la entrada del edificio.
—Barney, espera.—Te has vuelto loca —le dijo a ella—. Regresa adentro. No abandones la brillante
carrera que se abre ante ti sobre los restos de la mía.—Habíamos planeado trabajar juntos, ¿te acuerdas? Traicionar a Leo, había dicho yo.
¿Por qué no podemos seguir colaborando ahora?—Todo ha cambiado. Por culpa de la maldita y perversa abulia e incapacidad, o como
quieras llamarla, que me ha impedido ir a la Luna y echar una mano a Leo. —Se sentía diferente ahora, y ya no conseguía verse bajo la misma luz omnicomprensiva—. Dios mío, tú no deberías estar conmigo —dijo a la chica—. Algún día te encontrarás en apuros, necesitarás mi ayuda y yo me comportaré exactamente de la misma manera que con Leo: dejaré que te hundas sin levantar un dedo.
—Pero tu vida estaba en...—Siempre lo está —señaló él—. Hagas lo que hagas. Forma parte de la comedia en la
que estamos obligados a desempeñar un papel. —Aquello no era una excusa, al menos no para él. Subió al taxi, le dio automáticamente la dirección de su apartamento y se reclinó contra el respaldo del asiento mientras el taxi se alzaba hacia el cielo abrasador del mediodía. En tierra, bajo la tienda antitérmica, Roni Fugate lo miraba alejarse y se protegía los ojos con la mano. Sin duda con la esperanza de que Barney cambiara de idea y regresara.
Pero él siguió su camino.Hace falta cierto valor, pensó, para mirarte al espejo y decirte honestamente: estás
podrido, te has comportado como un servil y volverás a hacerlo. No ha sido una casualidad: es el fruto de tu verdadero y auténtico yo.
El taxi empezó a descender. Barney se metió una mano en el bolsillo para sacar la billetera y, consternado, descubrió que aquel no era su edificio. Presa del pánico, quiso saber dónde se encontraba. Después se dio cuenta. Era el conapt 492. Le había dado la dirección de Emily al taxi.
¡Por Dios! Un lapsus que lo devolvía al pasado. Cuando las cosas tenían sentido. Y pensó Barney, cuando tenía una carrera, cuando sabía lo que quería de la vida, cuando sabía, incluso en lo más profundo, lo que estaba dispuesto a abandonar, a rechazar, a sacrificar... y los motivos por los que tenía que hacerlo. En cambio ahora...
Ahora había sacrificado su carrera para salvar su vida, según le había parecido en su momento. Así como, anteriormente, había sacrificado a Emily para salvar su vida. Nada podía ser más claro. No se trataba de un objetivo idealista, ni de la antigua y noble vocación puritana, calvinista. No, era simplemente el instinto que habita y guía a todos los gusanos que se arrastran por la tierra. Dios mío, pensó, ¿qué he hecho? Primero sacrifiqué a Emily y después a Leo. ¿Qué tipo de hombre soy? Y he sido honesto diciéndole a Roni que la próxima hubiese sido ella. Hubiese sido inevitable.
A lo mejor Emily podría ayudarme, se dijo. A lo mejor por eso he venido hasta aquí. Ella
siempre ha sido sensible a este tipo de cosas: sabía ver a través de las ilusiones autojustificativas que yo solía construir para camuflar mi realidad interior. Cosa que aumentaba obviamente mis deseos de liberarme de ella. Es más, esa única razón era suficiente para una persona como yo. Pero..., quizás ahora pueda soportarlo mejor.
Poco después se encontraba frente a la puerta de Emily, llamando al timbre.Si ella piensa que debería trabajar para Palmer Eldritch, lo haré, se dijo. Si no, no lo
haré. Pero ella y su marido ya trabajan para Eldritch: ¿cómo podrán, honestamente, intentar disuadirme? De manera que ya todo estaba decidido de antemano. Y quizá yo ya lo sabía de antes.
La puerta se abrió. Vestida con una blusa azul con manchas de arcilla, algunas secas, otras recientes, Emily lo miró sorprendida, con los ojos muy abiertos.
—Hola —dijo él—. Leo me ha despedido. —Esperó, pero ella no dijo nada—. ¿Puedo entrar? —preguntó.
—Bueno. —Ella lo condujo hacia el interior del apartamento; en el centro de la sala de estar, el torno de alfarero ocupaba, como de costumbre, un espacio enorme—. Estaba modelando una pieza. Me alegra verte, Barney. Si quieres una taza de café tendrás que...
—He venido a pedirte un consejo —dijo él—. Pero ahora he decidido que ya no es necesario. —Caminó hasta la ventana, posó el maletín repleto en el suelo y miró hacia fuera.
—¿Te molesta si sigo trabajando? —preguntó ella—. Se me había ocurrido una buena idea, o al menos una idea que me parecía buena. —Se restregó la frente, después se masajeó los ojos—. Pero ahora, no sé... Además me siento un poco cansada. Me pregunto si tiene algo que ver con la Terapia Evolutiva.
—¿La Terapia Evolutiva? ¿Estás haciendo una? —Inmediatamente se dio la vuelta para escrutarla con la mirada: ¿había cambiado físicamente?
Tenía la impresión —aunque quizás era porque no la veía desde hacía mucho tiempo— de que las facciones se le habían endurecido.
La edad, pensó. Pero...—¿Y qué tal te va? —le preguntó.—Bueno, sólo he hecho una sesión. Pero... ¿sabes?..., me siento con la mente muy
confundida. Tengo la impresión de que no puedo pensar con coherencia, se me mezclan todas las ideas.
—Creo que sería mejor que abandonaras esa terapia. Aunque esté muy de moda, aunque todos los que son alguien la hagan.
—Quizá tengas razón. Pero ellos parecen tan contentos. Richard y el doctor Denkmal. —Meneó la cabeza, un gesto viejo y familiar—. Ellos deberían saberlo, ¿no?
—Nadie lo sabe, es un asunto completamente desconocido. Quítatelo de la cabeza. Siempre te dejas pisotear por la gente. —Intentó que su tono de voz sonara imperioso; lo había empleado una cantidad innumerable de veces cuando vivían juntos, y en general había funcionado. Aunque no siempre.
Y esta vez, advirtió Barney, era una de ésas; Emily tenía una mirada muy obstinada, como de rechazo hacia la propia pasividad.
—Creo que depende de mí —dijo ella con un arrebato de orgullo—. Y pienso seguir adelante.
Barney se encogió de hombros y deambuló por el apartamento. No ejercía ningún poder sobre ella, pero no le importaba. Aunque ¿era realmente así? ¿No le importaba de veras? Una imagen afloró en su mente, la imagen de Emily sufriendo una regresión... y a la vez tratando de trabajar con sus cerámicas, intentando ser creativa. Era divertido... y al mismo tiempo terrible.
—Escúchame —dijo él de manera brusca—. Si ese tipo te quiere...—Pero, ya te lo he dicho —repuso Emily—, es mi decisión. —Regresó al torno; se
disponía a modelar un jarrón alto y grande, y él se acercó a observarlo más de cerca. Qué bonito, pensó. Sin embargo..., le parecía familiar. ¿No había hecho ya un jarrón parecido? Pero no dijo nada, sólo se limitó a contemplar—. ¿Y qué piensas hacer? —preguntó Emily—. ¿Para quién podrías trabajar? —Emily parecía cariñosa, y eso le hizo recordar que, poco tiempo antes, él había impedido que Equipos PP le comprara sus cerámicas. Ella hubiese podido sentir una gran animadversión hacia él, pero era típico de ella no hacerlo. Y obviamente ella sabía que había sido él quien había dicho que no a Richard.
—A lo mejor mi futuro ya está decidido. He recibido la convocatoria a filas.—Santo cielo. Tú en Marte. No puedo imaginármelo.—Podría mascar ChewZi —dijo él—, sólo que... —En lugar de tener el kit de
accesorios Perky Pat, pensó, quizá tendré el kit de accesorios Emily. Y a través de la fantasía volveré a estar contigo, y podré regresar a la vida que deliberada y estúpidamente abandoné. El único período de mi vida en el que fui realmente feliz. Algo que obviamente yo ignoraba, porque no tenía nada con qué compararlo... como tengo ahora—. ¿No te gustaría acompañarme? —preguntó él.
Ella le clavó los ojos y él le devolvió la mirada, la propuesta la dejó atónita.—Hablo en serio —dijo él.—¿Cuándo lo decidiste?—No importa cuándo lo decidí —respondió él—. Lo importante es que lo sienta.—También importa lo que yo siento —dijo Emily, tranquila, y siguió modelando el jarrón
—. Además soy completamente feliz con Richard. Nos llevamos muy bien. —Tenía una expresión apacible; sin duda estaba totalmente convencida de lo que decía. Él se sentía perdido, condenado, abandonado al vacío que él mismo se había creado a su alrededor. Y se lo merecía. Ambos lo sabían, no hacía falta que ninguno de ellos se pronunciara sobre esto.
—Creo que me voy a marchar —dijo él.Emily, tampoco esta vez, dijo nada. Se limitó a mover la cabeza.—Dios quiera que no estés sufriendo una regresión —dijo Barney—. Aunque yo creo
que sí. Lo noto en tu expresión, por ejemplo. Mírate en el espejo. —Y diciendo esto, se marchó; la puerta se cerró tras él. Inmediatamente se arrepintió de lo que había dicho, aunque quizá tenía algo de positivo... Podría ayudarla, pensó. Porque yo me he dado cuenta. Y no quiero que eso ocurra; nadie lo quiere. Ni siquiera el bobo del marido que ella prefirió a mí... por motivos que nunca entenderé, salvo quizá que el destino haya querido que se casara con él. Está destinada a vivir con Richard Hnatt, destinada a no volver a ser nunca más mi mujer: no se puede invertir el transcurso del tiempo.
Puedes hacerlo cuando mascas CanDi, siguió pensando Barney. O ese nuevo producto, el ChewZi. Todos los colonos lo hacen. En la Tierra no se consigue, pero en Marte, en Venus, en Ganímedes o en cualquiera de las otras colonias fronterizas sí.
Y si todo lo demás fallara, siempre quedaría eso.Aunque a lo mejor ya había fallado. Porque...A fin de cuentas, podía no trabajar para Eldritch. Sobre todo después de lo que le había
hecho —o intentado hacerle— a Leo. Se dio cuenta de eso mientras esperaba un taxi fuera. Frente a él la calle reverberaba bajo el sol del mediodía, y Barney pensó: podría ir y detenerme ahí, en medio de la calle. ¿Acaso alguien me recogería antes de morir? Seguramente no. Sería una manera como cualquier otra de...
Acabaría con mi última esperanza de encontrar un trabajo. A Leo le divertiría saber que había renunciado a esa oportunidad. Estaría sorprendido y tal vez contento.
Aunque sólo sea para darme el gusto, decidió Barney, voy a llamar a Eldritch y ver si quiere darme trabajo.
Encontró una cabina videofónica y llamó a la residencia lunar de Eldritch.—Soy Barney Mayerson —dijo—. Anteriormente era el primer consultor prefashion de
Leo Bulero: concretamente era el vicedirector de Equipos PP.El encargado de personal de Eldritch frunció el ceño y dijo:—Bueno, ¿y qué desea?
—Me gustaría trabajar para ustedes.—Lo siento, pero no necesitamos consultores prefashion.—¿Podría preguntarle al señor Eldritch?—El señor Eldritch ya se ha pronunciado sobre el tema.Barney colgó y abandonó la cabina videofónica.No estaba realmente sorprendido.Si me hubiesen dicho: venga a la Luna para una entrevista, ¿habría ido? Sí, se dijo.
Habría ido, pero en algún momento habría abandonado. Una vez que hubiese sabido que el trabajo era seguro.
Regresó a la cabina videofónica y llamó al departamento de reclutamiento selectivo de la ONU.
—Soy Barney Mayerson. —Les comunicó el número del código oficial de identificación—. Recibí la convocatoria anteayer. Quisiera acortar el trámite y enrolarme enseguida. Estoy ansioso por emigrar.
—Es obligatorio un chequeo médico —le informó el burócrata de la ONU—. Y un test psicológico también. Pero si usted desea, puede presentarse en cualquier momento, incluso ahora, y someterse a ambos.
—Está bien —dijo Barney.—Y dado que usted se enrola como voluntario, señor Mayerson, puede elegir...—Cualquier planeta o luna me va bien —concluyó Barney.Colgó, salió de la cabina, encontró un taxi y le dio la dirección del departamento de
reclutamiento selectivo más cercano a su edificio.Mientras el taxi zumbaba sobre el cielo de Nueva York, otro taxi remontó vuelo y pasó
como una flecha al lado del primero, agitando las aletas laterales a modo de señal.—Quieren contactar con nosotros —le informó el circuito automático del taxi—. ¿Desea
responderles?—No —dijo Barney—. Acelere. —Después cambió de idea—. ¿Puede preguntarles
quiénes son?—Por radio, tal vez. —El taxi se quedó mudo un momento y después dijo—: Dicen que
tienen un mensaje de Palmer Eldritch para usted; quiere hacerle saber que lo contratará, y para que usted no...
—Repita —dijo Barney.—El señor Palmer Eldritch, a quien ellos representan, ha decidido aceptarlo para el
cargo que usted recientemente solicitó. Aunque ellos tiene una regla general...—Déjeme hablar con ellos —dijo Barney.Le alcanzaron un micrófono.—¿Quién habla? —preguntó Barney.Una voz desconocida de hombre, dijo:—Soy Icholtz. De Manufacturas ChewZi de Boston. ¿Podemos aterrizar y discutir su
incorporación a nuestra compañía?—Me dirijo al departamento de reclutamiento. Parto como voluntario.
—Todavía no hay nada escrito, ¿verdad? ¿No ha firmado nada?—No.—Muy bien. Entonces estamos a tiempo.—Pero en Marte podré masticar CanDi —dijo Barney.—Por Dios, ¿para qué quiere hacer eso?—Para volver a estar con Emily.—¿Quién es Emily?—Mi ex mujer. La eché de casa porque se quedó embarazada. Y ahora me doy cuenta
de que ha sido el único momento feliz de mi vida. Es más, ahora la quiero como nunca antes la quise. Mi amor ha aumentado en lugar de disminuir.
—Escúcheme —dijo Icholtz—. Podemos facilitarle todo el ChewZi que usted quiera, que es mucho mejor. Podrá vivir para siempre en un eterno, inmutable y perfecto presente con su ex mujer. Así que no se preocupe.
—Pero yo no estoy convencido de querer trabajar para Palmer Eldritch.—Fue usted quien lo pidió.—Tengo mis dudas —dijo Barney—. Y son muy serias. Se lo haré saber, pero no me
llame, llamaré yo. Si no decido enrolarme. —Le devolvió el micrófono al taxi—. Aquí tiene, gracias.
—Es de patriotas enrolarse —observó el taxi.—Usted no se meta —contestó Barney.—Creo que está haciendo lo justo —dijo no obstante el taxi.—Si hubiese ido a Sigma 14B a rescatar a Leo —dijo Barney—. ¿O era la Luna?
Dondequiera que fuera, ya ni siquiera me acuerdo. Todo parece como un sueño desdibujado. De todas formas, si lo hubiese hecho ahora estaría trabajando para él y no habría problemas.
—Todo el mundo comete errores —dijo el taxi, compasivo.—Pero algunos —remachó Barney— cometen errores que son fatales. —En primer
lugar, a expensas de las personas a quienes aman, la mujer y los hijos, y después con su superior, dijo para sus adentros.
El taxi siguió zumbando.Y después, continuó diciéndose Barney, cometen el último error, que tiene que ver con
la vida entera y abarca todos los demás errores. ¿Aceptar trabajar para Eldritch o enrolarse? Y elijan la opción que elijan, una cosa es segura: se equivocarán.
Una hora más tarde había superado el chequeo médico y se sometió igualmente al test psicológico, llevado a cabo por algo parecido al doctor Smile.
También lo superó.Aturdido, prestó juramento («Juro considerar a la Tierra como madre y guía...», etc.),
tras lo cual, con un folleto del tipo «Bienvenido entre nosotros», lo despacharon a casa a preparar las maletas. Faltaban veinticuatro horas para la salida de la nave que lo llevaría... dondequiera que hubiesen decidido mandarlo. Todavía no se lo habían comunicado. La notificación del lugar de destino, conjeturó, quizás empezaba así: «Mene, mene, tekel». Al menos así podía ser, dadas las posibilidades existentes.
Ya estoy dentro, se dijo a la vez que experimentaba una mezcla de emociones distintas: felicidad, alivio, terror y, por último, una melancolía acompañada de una devastadora sensación de fracaso. De todas maneras, pensó mientras volvía a casa, siempre es mejor que exponerse al sol del mediodía y transformarse, según el dicho, en algo parecido a un perro desquiciado o a un inglés.
¿O no era así?En todo caso, era una forma más lenta. Así se tardaba más en morir, cincuenta años
quizá, lo cual le parecía más interesante. Aunque ignoraba la razón.Sin embargo, pensó Barney, siempre puedo acelerar las cosas. En las colonias habrá
tantas o incluso más oportunidades que las que se presentan aquí en la Tierra.Mientras preparaba sus cosas, disfrutando por última vez del entrañable apartamento,
fruto de tantos esfuerzos, sonó el videófono.—Señor Bayerson... —Era una chica, un oficial de rango inferior de algún
departamento de suboficiales del aparato de colonización de la ONU. Sonreía.—Mayerson —la corrigió Barney.—Correcto. Lo llamaba para comunicarle su lugar de destino. Ha tenido usted suerte,
señor Mayerson: le ha tocado la fértil región de Marte conocida como Fineburg Crescent. Sé que le gustará estar allí. Bueno, adiós señor Mayerson y buena suerte. —La chica siguió sonriendo, aun después de que él colgara. Tenía la sonrisa de alguien que no emigraba.
Fineburg Crescent. Había oído hablar de ese lugar; y efectivamente, era realmente fértil. En todo caso, los colonos allí tenían huertas: no era como las otras regiones, extensiones yermas de cristales de metano congelado y de gas que las tormentas despiadadas depositaban cada año. Increíble o no, allí, de vez en cuando, se podía salir del refugio y recorrer la superficie.
En un rincón del salón del apartamento descansaba la maleta que contenía al doctor Smile, lo conectó y dijo:
—Doctor, usted no va a creerme, pero ya no necesito de sus servicios. Adiós y buena suerte, como me ha dicho a mí la chica que no emigra. —Y agregó, a guisa de explicación—: Parto como voluntario.
—Cdryxxxxxxx —tronó el doctor Smile, a causa de un error de cálculo en los sótanos del edificio—. Pero, conociéndolo... eso es casi imposible. ¿Cuál es el motivo, señor Mayerson?
—Pulsión suicida —dijo Barney, y apagó al psiquiatra. Después siguió haciendo las maletas en silencio. Dios mío, se dijo. Y pensar que hace poco Roni y yo teníamos grandes proyectos; estábamos a punto de liquidar a Leo y de pasarnos al bando de Eldritch con gran pompa. ¿Qué pasó con todo eso? Voy a explicarte lo que pasó, reflexionó. Leo fue más rápido.
Y ahora Roni ocupa mi cargo. Es exactamente lo que ella quería.Cuanto más pensaba en eso, más se enfadaba, de una manera un poco confusa. Pero
no podía hacer nada sobre eso, no en este mundo, al menos. A lo mejor si mascaba un poco de CanDi o ChewZi podría habitar un universo en el que...
Llamaron a la puerta.—Hola —dijo Leo—. ¿Puedo pasar? —Entró en el apartamento, secándose la inmensa
frente con un pañuelo doblado—. Qué calor. Leí en el homeodiario que ha hecho seis décimas de...
—Si has venido a ofrecerme otra vez mi cargo —dijo Barney dejando de hacer la maleta—, te comunico que es demasiado tarde, ya estoy enrolado. Mañana salgo hacia Fineburg Crescent. —Hubiese sido la burla definitiva si Leo hubiese querido hacer las paces, la última vuelta de las ruedas ciegas de la creación.
—No vengo a ofrecerte otra vez tu cargo. Ya sé que te reclutaron: tengo informadores en el departamento selectivo, además el doctor Smile me previno. Yo le pagaba, tú eso no lo sabías, claro, para que me mantuviera al corriente de tus aumentos de estrés.
—¿Qué quieres entonces?
—Quiero que hagas un trabajo con Felix Blau. Todo está arreglado.—Voy a pasar el resto de mi vida en Fineburg Crescent —dijo Barney, tranquilo—. ¿Lo
entiendes?—Tómalo con calma. Intento sacar lo mejor de una situación que es pésima, y a ti
también te convendría hacerlo. Ambos nos hemos precipitado, yo despidiéndote, tú entregándote al draculesco departamento de reclutamiento selectivo. Barney, creo que he encontrado la manera de atrapar a Eldritch. He hablado del asunto con Blau y a él le ha gustado la idea. Tienes que fingir que eres un colono... —Leo se corrigió—. O mejor dicho, seguir adelante y vivir una típica vida de colono, ser uno más del grupo. Ahora bien, dentro de unos días Eldritch empezará a distribuir ChewZi en tu región. Podrían contactarte enseguida, al menos eso esperamos. Contamos con ello.
Barney se levantó.—Y yo tengo que precipitarme y comprar.—Exacto.—¿Por qué?—Presentarás una denuncia a la ONU, los muchachos de nuestro departamento
jurídico te echarán una mano. Declararás que esa maldita y asquerosa mierda ha provocado en ti efectos colaterales altamente tóxicos; no importa cuáles, por el momento. Convertiremos el asunto en un caso ejemplar y obligaremos a la ONU a prohibir el ChewZi por dañino y peligroso... Impediremos que desembarque en la Tierra. Es una situación ideal: tú has abandonado tu cargo en Equipos PP y te has enrolado. Sería difícil encontrar un momento más propicio.
Barney movió la cabeza.—¿Y eso qué significa? —preguntó Leo.—No me convence.—¿Por qué?Barney se encogió de hombros. En realidad no lo sabía.—Después de haberte abandonado de esa manera...—Te dejaste llevar por el pánico. No sabías qué hacer; después de todo ése no es tu
oficio. Tendría que haberle dicho al doctor Smile que contactara con John Seltzer, el jefe del servicio de vigilancia de nuestra compañía. En fin, cometiste un error. Pero eso ya es agua pasada.
—No —dijo Barney.Por lo que he podido aprender de mí mismo gracias a esta historia, pensó, no puedo
olvidarme de eso. Esas intuiciones apuntan hacia una única dirección: van directas al corazón. Y están envenenadas.
—Por Dios, deja de torturarte. Me parece morboso. Tienes una vida por delante, aunque sea en Fineburg Crescent. Además, te habrían reclutado de todos modos, ¿no te parece? —Agitado, Leo recorría el salón—. ¡Qué lío! Pero está bien, no nos ayudes: deja que Eldritch y esos proxímanos hagan lo que quieran, que se adueñen del sistema solar, o peor todavía, de todo el universo, empezando por nosotros. —Se detuvo y lanzó una mirada torva a Barney.
—Déjame que lo piense...—Espera hasta probar el ChewZi y vas a ver. Nos contaminará a todos, desde dentro
hacia fuera: es la alienación total. —Leo respiraba con dificultad, se detuvo y tosió violentamente—. Demasiados cigarros —dijo con un hilo de voz—. Caramba. —Clavó la mirada en Barney—. El tipo me ha dado un día de tiempo, ¿sabes? O acepto el pacto, o si no... —Hizo chasquear los dedos.
—No podré llegar tan pronto a Marte —dijo Barney—. Imagínate si encima tengo que
encontrar un camello y conseguir ChewZi.—Lo sé —dijo Leo con firmeza—. Pero no podrá destruirme en tan poco tiempo;
necesitará semanas, quizás incluso meses. Y antes de eso nosotros llevaremos a los tribunales a alguien que demuestre haber sido perjudicado por el ChewZi. Admito que la idea no te parezca muy brillante, pero...
—Contáctame cuando llegue a mi refugio en Marte.—¡Lo haré, lo haré! —Y luego, casi hablando para sí, Leo dijo—: Y esto le dará un
sentido a tu vida.—¿Cómo?—Nada, Barney.—Explícate.Leo se encogió de hombros.—Diablos, sé en qué lío estás metido. Roni te arrebató el cargo, tenías razón. Y yo te
he seguido la pista; sé que has ido derechito a ver a tu ex mujer. Todavía estás enamorado de ella y ella no quiere irse contigo, ¿verdad? Te conozco mejor de lo que tú te conoces a ti mismo. Conozco el motivo exacto por el que no apareciste cuando Palmer me tenía atrapado: te has estado preparando durante toda tu vida para reemplazarme, y ahora que ese objetivo ha fracasado, tienes que empezar de nuevo con otra cosa. Es una pena, pero ha sido por tu culpa, por un exceso de ambición. Mira, no tengo ninguna intención de hacerme a un lado, ni nunca la he tenido. Eres bueno, pero no como dirigente, sólo como prefashion; eres demasiado mezquino. Piensa si no en la manera en que rechazaste esas cerámicas de Richard Hnatt. Esa reacción te delató, Barney. Lo siento.
—Está bien —dijo finalmente Barney—. Es probable que tengas razón.—Bueno, así que has aprendido mucho de ti mismo. Y ahora puedes empezar de
nuevo, en Fineburg Crescent. —Leo le dio una palmada en la espalda—. Conviértete en el jefe de tu refugio, haz que sea un lugar creativo y fecundo; en fin, haz lo que se hace en un refugio. Y además serás el espía de Felix Blau. Es lo máximo.
—Hubiese podido pasarme al bando de Palmer Eldritch —dijo Barney.—Sí, pero no lo hiciste. ¿Qué importancia tiene lo que hubieses podido hacer?—¿Crees que hice bien al enrolarme como voluntario?—¿Y qué diablos ibas a hacer si no? —dijo Leo con calma.Era una pregunta sin respuesta. Y ambos lo sabían.—Y cuando tengas el impulso de compadecerte de ti —dijo Leo— recuerda esto:
Palmer Eldritch quiere matarme... Yo estoy mucho peor que tú.—Creo que sí.Parecía cierto, y Barney tuvo otra intuición que se lo confirmó.Apenas entablara el juicio contra Palmer Eldritch, su situación sería idéntica a la de
Leo.No quiso saber qué iba a pasar.
Aquella noche se encontró a bordo de una nave de la ONU rumbo al planeta Marte. Sentada a su lado, había una chica de pelo negro, bonita y asustada pero resignadamente tranquila, con facciones muy marcadas, como las de una modelo. Su nombre, dijo apenas la nave alcanzó la velocidad de escape —ansiosa por aflojar la tensión conversando de cualquier cosa con alguien— era Anne Hawthorne. Hubiese podido evitar el enrolamiento, declaró de manera algo melancólica, pero no lo hizo: creía que su deber de patriota era aceptar la fría e imperativa convocatoria de la ONU.
—¿Y cómo pensaba evitarlo? —preguntó él, curioso.
—A causa de un soplo en el corazón. Arritmia y taquicardia paroxística.—¿Con contracciones prematuras de tipo auricular, nodal y ventricular, taquicardia y
palpitaciones auriculares, fibrilación auricular, por no mencionar los calambres nocturnos? —preguntó Barney, que también había estudiado, sin ningún resultado, el tema.
—Hubiese podido presentar los documentos de los hospitales, de los médicos y de las compañías de seguros que testimoniaban a mi favor. —Lo escudriñó de arriba abajo, muy interesada—. Da la impresión de que usted también hubiese podido evitarlo, señor Paterson.
—Mayerson. Soy un voluntario, señorita Hawthorne. —Aunque no hubiese podido evitarlo por mucho tiempo, se dijo para sí.
—En las colonias son muy religiosos. Al menos eso he oído. ¿Y usted, señor Mayerson, a que confesión pertenece?
—Bueno... yo... —dijo él, sorprendido.—Será mejor que lo descubra antes de que lleguemos. Le pedirán que asista a los
oficios. —Y agregó—: Se trata sobre todo del consumo de esa droga..., ¿sabe? El CanDi. Mucha gente se ha convertido a esas creencias oficiales..., aunque numerosos colonos consideran que la droga en sí misma es una experiencia religiosa suficiente. Tengo parientes en Marte, ellos me escriben, es por eso que lo sé. Yo voy a Fineburg Crescent, ¿y usted?
Qué destino te ha tocado, pensó Barney.—Yo también —dijo después en voz alta.—A lo mejor nos toca el mismo refugio —dijo Anne Hawthorne, su rostro de marcadas
facciones tenía una expresión pensativa—. Yo pertenezco a la rama reformada de la Iglesia Neoamericana, la Nueva Iglesia Cristiana de Estados Unidos y Canadá. En realidad nuestro origen se remonta a un pasado muy antiguo: en el 300 dC, entre nuestros antepasados había algunos obispos que asistieron a un concilio en Francia; no nos separamos tan tarde de las otras iglesias como todo el mundo cree. Por lo tanto, como usted ve, tenemos una descendencia apostólica. —Le sonrió de una manera solemne y amistosa.
—Le juro que le creo —dijo Barney—. Sea lo que sea.—Hay una misión de la Iglesia Neoamericana en Fineburg Crescent, por lo que
también tiene que haber un cura. Espero poder comulgar al menos una vez al mes. Y confesarme dos veces al año, como se supone que debemos hacer, y como yo he venido haciendo en la Tierra. Nuestra Iglesia tiene muchos sacramentos... ¿Recibió usted uno de los dos sacramentos más importantes, señor Mayerson?
—Bueno... —dijo él, vacilante.—Cristo dejó bien claro que debemos recibir dos sacramentos —explicó pacientemente
Anne Hawthorne—. El Bautismo de agua, y la Santa Comunión, esta última fue instituida en su memoria durante... la Ultima Cena.
—Ah. Usted se refiere al pan y al vino.—Usted sabe que la persona que ingiere CanDi experimenta una traslación, así es
como la llaman, hacia otro mundo. Es algo secular, empero, en el sentido que se trata de un mundo temporal y sólo físico. El pan y el vino...
—Lo siento, señorita Hawthorne —dijo Barney—, pero temo que no puedo creer en esta historia del cuerpo y la sangre. Me resulta demasiado mística. —Demasiado basada en premisas que no han sido demostradas, dijo para sus adentros. Pero ella tenía razón: gracias al CanDi la religión se había difundido en las lunas y planetas colonizados, y él iba a tener que vérselas con eso.
—¿Piensa probar el CanDi? —preguntó Anne.
—Por supuesto.—Cree usted en eso. Sin embargo sabe que la Tierra hacia donde transporta no es la
verdadera Tierra —dijo Anne.—No tengo ganas de discutir sobre eso —dijo él—. Todo lo que sé, es que cuando uno
mastica CanDi parece verdadera.—Es como los sueños.—Es más real —señaló él—. Más claro. Y se mastica en... —Estaba a punto de decir
comunión—. En compañía de otras personas que se van de verdad. De manera que no puede ser completamente una ilusión. Los sueños son privados: es por eso por lo que los consideramos una ilusión. Pero Perky Pat...
—Sería curioso saber qué piensa sobre esto la gente que fabrica los accesorios Perky Pat —dijo Anne con un aire reflexivo.
—Yo puedo decírselo. Para ellos es sólo un negocio. Como seguramente la producción del vino y las hostias sacramentales lo es para aquellos que...
—Si piensa usted probar el CanDi —dijo Anne— y depositar su fe en una nueva existencia, tal vez podría sugerirle que pruebe el bautismo y la confirmación de la Iglesia Cristiana Neoamericana. De este modo podrá ver si también merece que usted deposite su fe en nuestra Iglesia. O en la Primera Iglesia Cristiana Refundada de Europa, que obedece igualmente a los dos grandes sacramentos. Una vez que usted haya participado de la Santa Comunión...
—No puedo —dijo él. Yo creo en el CanDi, se dijo para sus adentros, e incluso en el ChewZi. Usted puede depositar su fe en una cosa que tiene veintiún siglos, yo por mi parte prefiero adherirme a algo más reciente. Y eso es todo.
—Para ser francos, señor Mayerson —dijo Anne—, mi propósito es el de intentar desviar el mayor número posible de colonos del CanDi hacia las prácticas cristianas tradicionales: éste es el principal motivo por el que decidí no presentar la documentación que me habría librado del enrolamiento. —Le sonrió. Una sonrisa encantadora que, a pesar suyo, lo reconfortó—. ¿Acaso está mal? Voy a serle sincera: creo que el consumo de CanDi denota en esta gente un auténtico deseo por volver a eso que nosotros, la Iglesia Neoamericana...
—Yo creo —la interrumpió Barney amablemente— que debería dejarlos tranquilos.Y a mí también, pensó. Bastantes problemas tengo yo para que venga usted a
empeorar la situación con su fanatismo religioso. Pero ella no parecía encajar en la idea que él tenía de un fanático religioso, ni tampoco hablaba como uno de ellos. Barney estaba intrigado. ¿De dónde sacaba ella esas convicciones tan fuertes y sólidas? Imaginaba que en las colonias eran algo común, dada la gran necesidad, pero ella las había adquirido en la Tierra.
La existencia del CanDi y la experiencia de la traslación en grupo no eran suficientes para explicar el fenómeno. Quizá, pensó, haya sido la paulatina transformación de la Tierra en el desierto quemado y desolado que todo el mundo podía prever —¡o, más bien, experimentar!— lo que lo ha hecho posible; en otras palabras, lo que había hecho renacer la esperanza de una nueva vida.
Yo mismo, pensó, el terrícola Barney Mayerson, el individuo que fui, que trabajaba para Equipos PP y vivía en el renombrado conapt 33, un número increíblemente bajo, he muerto. Esa persona ya no existe, como si una esponja la hubiese borrado.
Me guste o no, he vuelto a nacer.—Ser un colono en Marte —dijo él— no será como vivir en la Tierra. A lo mejor cuando
esté allí... —Se calló. Quería decir: quizá me interesaré un poco más por vuestra Iglesia dogmática. Pero, honestamente, no podía decir eso, ni siquiera a modo de conjetura. Se
rebeló contra una idea que todavía era ajena a su educación. Y sin embargo...—Siga —dijo Anne Hawthorne—. Termine la frase.—Volveremos a hablar de esto —dijo Barney— después de que haya pasado un
tiempo en el fondo del refugio de un mundo extraño. Después de que haya empezado mi nueva vida de colono, si a eso podemos llamarle vida. —Su voz denotaba amargura; lo sorprendió la violencia... rayana en la angustia, que advirtió, avergonzado.
—Muy bien. Lo haré con mucho gusto —dijo Anne, tranquila.Después, ambos permanecieron sentados en silencio. Barney leyó un homeodiario,
mientras que Anne Hawthorne, la joven fanática misionera en marcha hacia Marte, leía un libro. Barney echó una ojeada al título y vio que era El peregrino sedentario, la obra maestra de Eric Lederman sobre la vida en las colonias. Sólo Dios podía saber de dónde había sacado Anne un ejemplar; la ONU había condenado el libro y se las habían arreglado para que fuera prácticamente imposible de conseguir. Y leer un ejemplar a bordo de una nave de la ONU... representaba un singular acto de valor. Barney estaba impresionado.
La observó y se dio cuenta de que la encontraba irresistiblemente atractiva, salvo que era demasiado delgada, no estaba maquillada y tenía casi toda la cabellera, espesa y oscura, metida en una redecilla blanca, parecida a un velo; parecía, pensó Barney, como si estuviese vestida para un largo viaje que iba a acabar en la Iglesia. De cualquier manera, le gustaba su manera de hablar, su voz compasiva y modulada. ¿Volvería a encontrarla en Marte?
Se dio cuenta de que esperaba que así fuera. Es más, ¿acaso estaba mal?, Barney esperaba incluso poder participar con ella en el rito colectivo del CanDi.
Sí, pensó, está mal porque sé a lo que me refiero, sé lo que la experiencia de la traslación con ella podría significar para mí.
En todo caso le ilusionaba.
8
Norm Schein alargó la mano y dijo cordialmente:—Encantado, señor Mayerson. Me han asignado la tarea de darle la bienvenida en
nombre de nuestro refugio. Bienvenido... ejem... a Marte.—Soy Fran Schein —dijo su esposa, y ella también estrechó la mano a Barney
Mayerson—. Tenemos un refugio muy limpio y ordenado. No creo que lo encuentre tan terrible. —Y agregó, como para sus adentros—: Es tan sólo un poco terrible. —Sonrió, pero Mayerson no le devolvió la sonrisa. Parecía afligido, cansado y deprimido, como todos los nuevos colonos que comenzaban una vida que sabían dura y fundamentalmente carente de sentido—. No espere usted que le hablemos maravillas del lugar —dijo ella—. Ésa es tarea de la ONU. Nosotros sólo somos víctimas, al igual que usted. Salvo que estamos aquí desde hace más tiempo.
—No se lo pintes todo tan negro —le advirtió Norm.—Pero es así —dijo Fran—. El señor Mayerson lo sabe y no aceptará cuentos chinos.
¿No es cierto, señor Mayerson?—Bueno, de momento una pizca de ilusión no me vendría mal —dijo Barney mientras
se sentaba en un banco metálico en la entrada del refugio. Entretanto, la draga de arena que lo había llevado allí descargaba el equipaje, y Barney la contemplaba desanimado.
—Disculpe —dijo Fran.—¿Se puede fumar? —Barney sacó un paquete de cigarrillos terráqueos que los
Schein miraron fijamente, él le ofreció uno a cada uno con un sentimiento de culpa.—Ha llegado usted en un momento delicado —le explicó Norm Schein—. Nos
encontramos en pleno debate. —Miró a los demás en torno a él—. Y dado que ahora usted es un miembro del refugio, no veo por qué no debería participar en él, después de todo se trata de algo que a usted también le concierne.
—¿Y si él... hablara? —dijo Tod Morris.—Podemos hacerle jurar que mantendrá el secreto —dijo Sam Regan con la
aprobación de Mary, su esposa—. Nuestro debate, señor Geyerson...—Mayerson —le corrigió Barney.—...versa sobre la confrontación entre el CanDi, que hasta ahora era nuestro viejo
medio de traslación de confianza, y el ChewZi, una nueva droga que todavía no hemos probado. Discutíamos sobre la posibilidad de abandonar definitivamente el CanDi y...
—Espera a que bajemos —dijo Norm Schein, poniendo mala cara.Tod Morris se sentó en el banco al lado de Barney Mayerson y dijo:—El CanDi está acabado. Es muy difícil de conseguir, cuesta muchas pieles, y yo por
mi parte estoy cansado de Perky Pat: es demasiado artificial, superficial y materealista en..., perdón, ése es el término que empleamos aquí para... —Se enredó en complicadas explicaciones—. Bueno, usted sabe: los apartamentos, los coches, tomar sol en la playa, la ropa de lujo..., durante un tiempo todo eso nos pareció divertido, pero ahora, desde un punto de vista inmaterealista, ya no es suficiente para nosotros. ¿Entiende a lo que me refiero, señor Mayerson?
—Ya está bien —dijo Norm Schein—. Mayerson nunca lo ha probado aquí, no puede sentirse asqueado. A lo mejor siente curiosidad por ver en qué consiste.
—Como hicimos nosotros —concordó Fran—. Sin embargo todavía no hemos votado, no hemos decidido cuál de las dos drogas compraremos y consumiremos a partir de ahora. Pienso que deberíamos dejar que el señor Mayerson pruebe las dos. ¿O ya ha probado usted el CanDi alguna vez, señor Mayerson?
—Sí, lo he probado —respondió Barney—. Pero hace mucho tiempo. Hace tanto tiempo que no me acuerdo muy bien. —Se la había dado Leo, y después le había ofrecido más, en grandes cantidades, toda lo que él deseara. Pero él lo había rechazado: no le atraía.
—Temo que no ha tenido una bienvenida muy feliz a nuestro refugio —dijo Norm Schein—. Verse así metido en una controversia como ésta. Pero nos hemos quedado sin CanDi y tenemos que decidir si vamos a aprovisionarnos de nuevo o si lo descartamos: es un momento crucial. Y como no podía ser de otra manera, Impy White, la traficante de CanDi, nos persigue para que se lo encarguemos a ella... Esta noche tendremos que decidir entre las dos opciones. Y esto va a tener repercusiones en cada uno de nosotros... para el resto de nuestra vida.
—Así que agradezca no haber llegado mañana —dijo Fran—. Con la votación concluida. —Le sonrió para darle ánimos, tratando de que se sintiera a gusto; no tenían mucho que ofrecerle aparte de sus vínculos recíprocos y de la manera de interrelacionarse que ahora le ofrecían.
¡Qué lugar!, pensaba Mayerson. Para el resto de mi vida... Parecía imposible, pero ellos no mentían. Según las leyes de la ONU sobre el enrolamiento selectivo, no estaba previsto que uno se diera de baja. Y eso no era algo fácil de aceptar; ahora esa gente y él formaban un solo cuerpo, y sin embargo... hubiese podido ser mucho peor. Dos de las mujeres parecían físicamente atractivas, y Barney estaba convencido —o al menos eso creía él— de que estaban, por así decirlo, interesadas; percibía la sutil interacción de las
múltiples complejidades de las relaciones interpersonales que se habían creado en el reducido espacio del refugio. Pero...
—La única salida, Mayerson —le dijo Mary Regan con calma, mientras se sentaba junto a él en el banco, al lado opuesto de Tod Morris—, se encuentra en una de las dos drogas de traslación. De lo contrario, como usted ve... —Le apoyó una mano en la espalda; había ya un contacto físico—. Sería imposible. Acabaríamos matándonos unos a otros, víctimas de la desesperación.
—Claro —dijo él—, entiendo. —Pero no lo había descubierto al llegar a Marte: como todos los demás terrícolas, lo sabía desde mucho antes, había oído hablar de la vida en las colonias, de la lucha contra el impulso irresistible de querer acabar con todo eso, mediante una capitulación fulminante.
No era de extrañar que el reclutamiento encontrara una resistencia tan fuerte, como había ocurrido con él en un principio. Era la lucha por la vida.
—Esta noche —dijo Mary Regan— nos procuraremos una de las dos drogas: Impy White pasará por aquí a eso de las siete de la tarde, hora de Fineburg Crescent, de modo que para esa hora habrá que tener una respuesta.
—Creo que podemos votar ahora —dijo Norm Schein—. Veo que el señor Mayerson, aunque recién llegado, ya está preparado. ¿No es cierto, señor Mayerson?
—Sí —dijo Barney.La draga había concluido su labor automática: todas sus pertenencias formaban un
mísero montón y la arena que se había levantado empezaba a acumularse sobre ellas; si no bajaban a refugiarse, el polvo los sepultaría, y eso en muy poco tiempo. Diablos, pensó, a lo mejor está bien así. Mis ataduras con el pasado...
Los demás habitantes del refugio acudieron en su ayuda, se pasaban las maletas de mano en mano y las depositaban sobre la cinta transportadora que unía el refugio subterráneo con la superficie. Aunque a él no le interesara conservar sus viejas pertenencias, a los demás sí: en esto tenían más experiencia que él.
—Aquí aprenderá a vivir al día —le dijo con simpatía Sam Regan—. Nunca piense en el futuro. Nunca piense más allá de la hora de cenar o de ir a acostarse: intervalos, tareas y placeres muy regulares. Distracciones.
Barney arrojó el cigarrillo y alargó una mano para coger la más pesada de las maletas.—Gracias —dijo. Era un consejo muy sagaz.—Disculpe —dijo Sam Regan con distinción y dignidad. Y fue a recoger el cigarrillo que
Barney había tirado.
Sentados en una habitación del refugio lo suficientemente amplia para que todos cupieran, los miembros del colectivo, incluido el recién llegado Barney Mayerson, se dispusieron a votar con solemnidad. Eran las seis en punto, hora de Fineburg Crescent. La cena que era, como de costumbre, compartida, había terminado; los platos, lavados y enjuagados, descansaban ahora en el lavavajillas. Barney tuvo la impresión de que ninguno de ellos tenía nada que hacer. El peso del tiempo libre los agobiaba.
Norm Schein examinó los votos reunidos y declaró:—Cuatro votos para el ChewZi, tres para el CanDi. El asunto está resuelto. Muy bien,
¿quién se encargará de dar la mala noticia a Impy White? —Miró a cada uno a la cara—. Se pondrá furiosa, es mejor estar preparados.
—Yo me encargaré de hablar con ella —dijo Barney.Las tres parejas que compartían el refugio con él lo miraron aleladas.—Pero si usted ni siquiera la conoce —protestó Fran Schein.—Le diré que fue por mi culpa —dijo Barney—. Que fui yo el que inclinó la balanza a
favor del ChewZi. —Sabía que lo dejarían, era una responsabilidad onerosa.Media hora después, merodeaba en la silenciosa oscuridad del umbral del refugio,
fumando y escuchando los insólitos ruidos de la noche marciana.A lo lejos, un objeto lunar surcó el cielo, interponiéndose entre su visión y las estrellas.
Poco después oyó un ruido de cohete. Y entonces comprendió; esperó con los brazos cruzados, más o menos tranquilo, pensando en lo que iba a decir.
En ese momento apareció una rechoncha figura femenina, enfundada en una pesada escafandra.
—¿Schein? ¿Morris? ¿Quién es? ¿Será Regan, entonces? —Lo miró entrecerrando los ojos con una lámpara de infrarrojos—. No lo conozco. —Se detuvo con cautela—. Tengo una pistola láser. —La pistola apareció, apuntando hacia él—. Vamos, hable.
—Alejémonos del refugio para que no nos oigan —dijo Barney.Con suma cautela, Impatience White lo acompañó. Todavía llevaba la pistola láser
apuntando contra él. Con el auxilio de la lámpara, examinó su identipak.—Usted trabajaba para Bulero —dijo ella, estudiándolo con la mirada—. ¿Y bien?—Pues —respondió él— nosotros, la gente de Chicken Pox Prospects, hemos decidido
pasarnos al ChewZi.—¿Por qué?—Limítese a aceptarlo y deje de distribuir en esta zona. Si quiere puede comprobarlo
llamando a Leo a Equipos PP o a Conner Freeman en Venus.—Lo haré —dijo Impatience—. El ChewZi es una porquería: genera adicción, es tóxico
y, lo que es peor, produce sueños letales, de evasión, y no de la Tierra, sino... —Hizo un ademán con la pistola—. Fantasías grotescas y barrocas de una naturaleza infantil totalmente trastornada. Explíqueme el motivo de esta decisión.
Barney no dijo nada, sólo se encogió de hombros. Sin embargo, la devoción ideológica de la traficante era interesante: le hacía gracia. Es más, pensó, su fanatismo era el exacto contrario de la actitud mostrada por la chica misionera de la nave que unía la Tierra con Marte. Era evidente que el argumento no tenía nada que ver con el tema; y él nunca antes se había dado cuenta de eso.
—Volveremos a vernos mañana por la noche a la misma hora —decidió Impatience White—. Si usted ha sido sincero, todo irá bien. De lo contrario...
—¿Qué va a pasar? —preguntó él con calculada lentitud—. ¿Va usted a obligarnos a tomar ese producto? Después de todo es ilegal, podríamos solicitar la protección de la ONU.
—Usted es nuevo —respondió la traficante, mostrando un enorme desprecio—. La ONU está perfectamente al tanto del tráfico de CanDi en esta región. Yo les pago regularmente una suma para que no se metan. En cuanto al ChewZi... —Hizo un ademán con la pistola—. Si la ONU decide protegerlos y ellos acaban por imponerse...
—Usted se pasará a su bando —dijo Barney.Impatience White no respondió, dio media vuelta y se marchó. Casi inmediatamente su
robusta figura se perdió en la noche marciana; Barney permaneció un momento donde estaba y después se encaminó hacia el refugio, orientándose gracias al oscuro perfil de una enorme máquina agrícola similar a un tractor, aparentemente abandonada y estacionada allí cerca.
—¿Y? —inquirió Norm Schein sorprendiéndolo en la entrada del refugio—. He venido para ver cuántos agujeros le había hecho a su cráneo con el láser.
—Lo tomó con filosofía.—¿Impy White? —Norm soltó una carcajada—. Está metida en un negocio de millones
de pieles... No puede haberlo «tomado con filosofía». ¿Qué es lo que ha pasado
exactamente?—Regresará después de haber recibido instrucciones de sus superiores —dijo Barney
y empezó a bajar hacia el refugio.—Sí, eso me parece más probable, ella no es más que una intermediaria. Leo Bulero,
en la Tierra...—Lo sé. —No veía la razón de esconder su trayectoria, además era de dominio
público: tarde o temprano los habitantes del refugio se enterarían—. Yo era el consultor prefashion de Leo en Nueva York.
—¿Y votó por el ChewZi? —Norm no lo podía creer—. Usted se peleó con Bulero, ¿verdad?
—Algún día se lo contaré.Llegó al fondo de la rampa y entró en la sala comunitaria donde los otros aguardaban.Aliviada, Fran Schein dijo:—Al menos no lo fulminó con esa pistola láser que lleva encima. Debe de haberla
hipnotizado.—¿Nos la hemos quitado de encima? —preguntó Tod Morris.—Mañana por la noche tendré noticias —dijo Barney.—Usted nos parece muy valiente —dijo Mary Regan—. Tiene mucho que ofrecer a este
refugio, señor Mayerson. Barney, quiero decir. Dará un impulso a nuestro ánimo.—Caramba —bromeó Helen Morris—. ¿No nos estamos volviendo un poco groseras
queriendo impresionar al nuevo compañero de refugio?Mary Regan se ruborizó y dijo:—No quería impresionarlo.—Halagarlo, entonces —dijo suavemente Fran Schein.—Tú también —dijo Mary, irritada—. Tú fuiste la primera en hacerle fiestas apenas él
sacó los pies de la rampa..., o al menos hubieses querido, y lo habrías hecho si nosotros no hubiésemos estado aquí. Y sobre todo si no hubiese estado tu marido.
Para cambiar de tema, Norm Schein dijo:—Es una pena que no podamos entrar en traslación esta noche, sacar por última vez
nuestro kit de accesorios Perky Pat. A Barney le gustaría. Al menos podría ver contra qué ha votado. —Los miró uno a uno, escudriñando en sus ojos—. Vamos... seguramente uno de vosotros ha guardado un poco de CanDi, escondido en una grieta de la pared o debajo del tanque de agua, para los años de sequía. Hay que ser generosos con el nuevo conciudadano: tenéis que demostrarle que no sois...
—Está bien —bramó Helen Morris, con la cara roja y ofuscada por el resentimiento—. Me queda algo, lo suficiente para tres cuartos de hora. Pero es todo lo que tengo, ¿y qué va a pasar si el ChewZi no puede ser todavía distribuido en nuestra región?
—Ve a buscar tu CanDi —dijo Norm. Y mientras ella se alejaba, agregó—: Y no te preocupes: el ChewZi ya ha llegado. Hoy cuando he ido a recoger una bolsa de sal al último lanzamiento de la ONU, me he encontrado con uno de los camellos. Me ha dado su tarjeta. —Mostró la tarjeta—. Sólo tenemos que encender una bengala común de nitrato de estroncio a las siete de la tarde y ellos vendrán desde su satélite...
—¡Desde su satélite! —exclamaron todos a coro, maravillados.—Eso quiere decir —señaló Fran, presa de la excitación— que la ONU lo ha
autorizado. ¿O acaso tienen un accesorio y los discjockeys promocionan sus nuevas miniaturas desde un satélite?
—Todavía no sé nada —admitió Norm—. Quiero decir que en este momento hay mucha confusión. Esperemos que la nube de polvo se disipe y las cosas se aclaren un poco.
—Aquí en Marte el polvo nunca se disipará —dijo sardónicamente Sam Regan.
Se sentaron formando un círculo. El kit de accesorios Perky Pat, muy completo y sofisticado, se desplegaba frente a ellos; todos se sentían atraídos por él, y Norm Schein comprendió que esta vez sería muy emocionante porque iba a ser la última..., a menos que, obviamente, usaran también un kit de accesorios con el ChewZi. Se preguntó cómo sería eso. Interesante...
Tenía la inexplicable sensación de que no sería lo mismo.Además... a lo mejor a ellos no les gustaría la diferencia.—Habrá entendido —dijo Sam Regan al recién llegado Barney Mayerson— que vamos
a pasar el período de traslación escuchando y mirando al nuevo animador de libros de Perky Pat..., lo conoce, ¿no?, es ese dispositivo que inventaron hace poco en la Tierra... Seguramente usted lo conoce mejor que nosotros, así que podría explicárnoslo.
Consciente de su deber, Barney dijo:—Se introduce uno de los libros en el receptáculo, por ejemplo Moby Dick. Se
programa la duración, larga o breve, y se elige la versión: divertida, literal o triste. Después se coloca el indicador de estilo en la posición que corresponda a uno de los grandes artistas clásicos que animará el libro. Dalí, Bacon, Picasso... El aparato está programado para dar vida al texto en forma de dibujo animado al estilo de una docena de artistas famosos en el sistema solar. Sólo hay que especificar en el momento de la compra del aparato los nombres de los artistas preferidos. Más tarde se le pueden agregar otros.
—Fantástico —exclamó Norm Schein, radiante de entusiasmo—. Así uno puede pasar toda una tarde divirtiéndose con una versión triste, al estilo de Jack Wright, de La feria de las vanidades. ¡Increíble!
Fran suspiró y dijo en tono soñador:—Usted, Barney, debe de estar muy impregnado del aura de la Tierra que dejó hace
poco. Parece como si todavía emanara sus vibraciones.—Si es por eso —dijo Norm—, todos lo estamos cuando entramos en traslación. —
Alargó una mano con impaciencia hacia la escasa dosis de CanDi—. Empecemos. —Tomó una tableta y la masticó con energía—. El gran libro que pienso proponerles en su versión divertida de dibujo animado de larga duración y al estilo de De Chirico, es... —Reflexionó—. Ejem... las Meditaciones de Marco Aurelio.
—Qué gracioso —dijo Helen Morris, cortante—. Yo iba a proponer las Confesiones de San Agustín al estilo de Liechtenstein... y en la versión divertida, obviamente.
—No estoy bromeando. Imagina: la perspectiva surrealista, los edificios abandonados y en ruinas, las columnas dóricas dispersas, las cabezas huecas...
—Estaría bien que todos empezáramos a masticar —señaló Fran al tiempo que apuraba su tableta—, así estaremos sincronizados.
Barney aceptó su parte. El final de una época, pensó mientras masticaba, participo de algo que, para este refugio, es una suerte de adiós, ¿y qué vendrá después? Si Leo tiene razón, la situación empeorará hasta volverse insoportable, sin punto de comparación. Claro que no es algo que a Leo le interese. Pero él es un evolucionado. Y no es tonto.
Objetos miniaturizados que en el pasado contaban con mi aprobación, pensó. Dentro de poco me sumergiré en un mundo compuesto por estos objetos, un mundo reducido a su dimensión. Y, a diferencia de los otros habitantes del refugio, podré comparar mi experiencia entre estos accesorios y lo que apenas acabo de dejar atrás.
Y pronto, advirtió con serenidad, tendré que hacer lo mismo con el ChewZi.
—Ya verá qué extraño es —le dijo Norm Schein— cohabitar en un mismo cuerpo con otros tres compañeros. Habrá que ponerse de acuerdo para decidir lo que el cuerpo tiene que hacer, o al menos tiene que haber una mayoría, de lo contrario habrá problemas.
—Es lo que ocurre siempre —dijo Tod Morris—. La mitad de las veces.De uno en uno, los demás empezaron a masticar su parte de CanDi, Barney Mayerson
fue el último y el menos decidido. Oh, diablos, pensó, y atravesó la habitación en dirección al lavabo donde escupió el CanDi medio masticado que todavía no había tragado.
Sentados frente al kit de accesorios Perky Pat, los demás ya habían entrado en coma, de modo que nadie le prestaba atención. De pronto, se encontró literalmente solo. Por un momento todo el refugio le pertenecía.
Deambuló un poco, en silencio.No puedo hacerlo, pensó. No puedo tragar esa porquería como hacen todos. Al menos
todavía no.En ese momento sonó un timbre.Alguien en la entrada del refugio pedía permiso para entrar: la decisión dependía de él.
Entonces subió la escalera, esperando hacer lo correcto, esperando que no fuera otra de las redadas cotidianas de la ONU. No había mucho que pudiera hacer para impedir que descubrieran a los otros habitantes del refugio inertes junto al kit de accesorios y en flagrante delito de consumo de CanDi.
Con una linterna en la mano, había una mujer en la entrada de superficie, enfundada en una abultada escafandra térmica a la que no parecía estar acostumbrada, y que parecía extremadamente incómoda.
—Hola, señor Mayerson —dijo ella—. ¿Se acuerda de mí? He estado buscándolo porque me siento terriblemente sola. ¿Puedo entrar? —Era Anne Hawthorne; Barney la miró sorprendido—. ¿O está ocupado? Puedo regresar en otro momento. —Se dio la vuelta para marcharse.
—Veo que Marte ha sido una verdadera conmoción para usted —dijo él.—Sé que cometo un pecado —dijo Anne— pero ya odio este planeta, lo odio de
veras... Sé que debería adoptar una actitud menos agresiva y que si patatín y patatán, pero... —Enfocó con la linterna el paisaje que rodeaba al refugio y con voz quebrada y desesperada, prosiguió—: Lo único que deseo ahora es regresar a la Tierra; no quiero convertir a nadie ni cambiar nada. Sólo quiero irme de aquí. —Y agregó, sombría—: Pero sé que no puedo. Por eso he venido a verlo. ¿Se da cuenta?
Barney la tomó de la mano y la condujo hacia abajo por la rampa, al compartimiento que le habían asignado como vivienda.
—¿Dónde están sus compañeros de refugio? —Miró a su alrededor, alarmada.—Partieron.—¿Del refugio? —Abrió la puerta de la habitación comunitaria y los vio desplomados
junto al kit de accesorios—. ¡Ah, partieron en ese sentido! Pero usted no lo ha hecho. —Volvió a cerrar la puerta, frunció el ceño y manifestó una evidente perplejidad—. Usted me sorprende. En el estado en que me encuentro esta noche, hubiese aceptado con mucho gusto un poco de CanDi. Usted en cambio soporta todo esto mucho mejor que yo. Me siento tan... inepta.
—Quizá sea porque yo aquí tengo más motivaciones que usted —dijo Barney.—Yo estaba motivadísima. —Se quitó la abultada escafandra y se sentó; él empezó a
preparar un café—. La gente de mi refugio, media milla al norte de aquí, también partió. ¿Sabía usted que yo estaba tan cerca? ¿Me habría buscado?
—Por supuesto que sí. —Encontró una tazas y unas cucharas de diseño anónimo, las depositó sobre la mesa plegable y sacó dos sillas que también eran plegables—. A lo
mejor Dios no llega hasta Marte. A lo mejor cuando dejamos la Tierra...—Es absurdo —lo cortó Anne, y se levantó.—Sabía que esto la haría enfadar.—Claro que sí. Dios está en todas partes. Y aquí también. —Echó una mirada al
equipaje de él parcialmente deshecho, a las maletas y las cajas todavía cerradas—. No se ha traído muchas cosas, ¿verdad? La mayor parte de las mías todavía están en camino, vienen con un transporte automático. —Deambuló por la habitación y se detuvo a examinar una pila de libros de bolsillo—. De lmitatione Christi —dijo maravillada—. ¿Está leyendo a Tomás de Kempis? Es un libro realmente extraordinario.
—Lo compré pero nunca lo he leído —dijo él.—¿Lo ha intentado? Juraría que no. —Lo abrió al azar y, moviendo los labios, leyó
entre dientes—: «Piensa que el don más pequeño ofrecido por Él es grande; y que hasta la cosa más despreciable puede ser un don especial y una muestra de amor...». Eso incluiría la vida aquí en Marte, ¿no le parece? Esta vida despreciable, encerrados en estos... refugios. Se llaman así, ¿verdad? Ya que, Dios mío... —Se volvió hacia él y preguntó—: ¿No se podría pasar aquí un período limitado y después regresar a casa?
—Una colonia, por definición, tiene que ser permanente. Piense si no en la isla de Roanoke.
—Es cierto —convino Anne—. He estado allí. Me gustaría que Marte fuera como una gran isla de Roanoke, y que todos pudieran regresar a casa.
—A cocinarse a fuego lento.—Podemos evolucionar, como hacen los ricos; y hacer que todo el mundo pueda
acceder a la Terapia Evolutiva, convertirla en un fenómeno de masas. —Bruscamente dejó el libro de Tomás de Kempis—. Pero eso tampoco me gusta, ese cutis quitinoso y toda la parafernalia. ¿Acaso no hay una solución, señor Mayerson? Usted sabe que a los neocristianos nos enseñan a considerarnos peregrinos en tierra extranjera. Como caminantes forasteros. Y ahora lo somos de veras: la Tierra está dejando de ser nuestro mundo natural, mientras que esto seguramente nunca lo será. ¡Nos hemos quedado sin mundo! —Lo miró con las fosas nasales dilatadas—. ¡Y sin casa!
—Bueno —dijo él, molesto—, siempre nos quedan el CanDi y el ChewZi.—¿Tiene un poco?—No.Anne Hawthorne movió la cabeza.—Entonces habrá que volver a Tomás de Kempis. —Pero no volvió a tomar el libro, se
quedó cabizbaja, sumida en pensamientos sombríos—. Sé lo que va a pasar, señor Mayerson. Barney. Al final no convertiré a nadie al cristianismo neoamericano, serán ellos los que me convertirán a mí al CanDi, al ChewZi o a cualquier otro vicio de los de aquí, a la primera evasión que aparezca. El sexo. Aquí en Marte hay una promiscuidad terrible, es algo sabido; todo el mundo se acuesta con todo el mundo. Voy a probar eso también; es más, ahora mismo me siento dispuesta a hacerlo... No puedo soportar esta situación... ¿Ha observado atentamente la superficie del planeta antes de que anochezca?
—Sí.No le había impresionado mucho ver las huertas semiabandonadas y la maquinaria
totalmente abandonada, ni los enormes montículos de víveres pudriéndose. Sabía, gracias a los vídeos educativos, que las zonas fronterizas habían sido siempre así, tanto en las colonias como en la Tierra. En Alaska había sido así hasta poco tiempo atrás y, si se excluían los lujosos centros turísticos, la Antártida todavía lo era.
—Sus compañeros de refugio, en la otra habitación, al lado de los accesorios... —dijo Anne Hawthorne—. Supongamos que sacáramos a Perky Pat de los accesorios y la
hiciéramos pedazos, ¿qué pasaría con ellos?—Seguirían en su mundo de fantasía. —Era un hecho probado: el soporte material no
era necesario para el desarrollo de la alucinación—. ¿Para qué quiere hacer algo así? —La idea tenía algo de sádico, y Barney se sorprendió: la chica no le había causado esa impresión la primera vez que se habían encontrado.
—Iconoclastia —dijo Anne—. Quiero acabar con sus ídolos, y eso es lo que son Perky Pat y Walt. Quiero hacerlo porque... —de pronto se detuvo— los envidio. No es una cuestión de fervor religioso, sino un impulso malvado y cruel. Lo sé. Si no puedes con ellos...
—Usted puede. Y lo hará. Y yo también. Pero no ahora.Le sirvió una taza de café, ella la aceptó, pensativa, se sentía más liviana ahora, sin la
pesada escafandra. Era, advirtió Barney, casi tan alta como él, y con tacones lo habría sido, o quizá más alta. Tenía una nariz extraña. Más bien redonda en la punta, no era precisamente graciosa... sino terrestre, decidió él. Como si la atara al suelo, y eso le hizo pensar en los campesinos normandos y anglosajones que labraban sus parcelas de tierra pequeñas y cuadradas.
No era de extrañar que odiara la vida en Marte: históricamente sus antepasados habían amado sin duda el auténtico suelo terrestre, su olor y su consistencia real, y sobre todo la memoria que éste encerraba, los vestigios transformados de las criaturas que lo habían pisoteado y que después habían muerto, y que al final se habían corrompido y habían vuelto —no al polvo— sino al fértil humus. En fin, nada le impedía cultivar una huerta en Marte, a lo mejor conseguía hacer crecer una donde sus compañeros de refugio habían fracasado. Era extraño que se sintiera tan deprimida. ¿Era eso normal entre los recién llegados? Por alguna razón, él no se había sentido así. Quizás en lo más profundo de sí mismo creía que encontraría una manera de regresar a la Tierra. Y en ese caso el loco era él y no Anne.
—Yo tengo un poco de CanDi, Barney —dijo de pronto Anne. Metió las manos en los bolsillos de los pantalones de lona de la ONU, hurgó un poco y extrajo un pequeño paquete—. Lo acabo de comprar en mi refugio. El Flax Back Spit, como lo llaman. El habitante del refugio que me lo ha vendido creía que con la aparición del ChewZi iba a perder valor, así que me lo ha dejado a muy buen precio. He intentado tomarlo... he llegado a metérmelo en la boca. Pero, al igual que usted, al final no he podido. ¿Acaso no es preferible una realidad sórdida a la mejor de las ilusiones? ¿O ésta también es una ilusión, Barney? No sé nada de filosofía, a lo mejor usted podría explicármelo, yo sólo conozco la fe religiosa, y eso no me ayuda a entender. ¡Estas drogas de traslación! —De repente abrió el paquete, los dedos se le crisparon desesperadamente—. No puedo, Barney.
—Espera —dijo él, dejó la taza y se acercó a ella. Pero ya era demasiado tarde, Anne ya se había tomado el CanDi—. ¿Y para mí nada? —preguntó él, divertido—. No has entendido lo más importante: no habrá nadie contigo en traslación. —La tomó del brazo y la sacó del compartimiento arrastrándola deprisa por el pasillo hasta la sala comunitaria donde yacían los demás; la sentó junto a ellos y dijo con compasión—: Así al menos será una experiencia compartida, y eso te ayudará.
—Gracias —dijo ella, grogui.Se le cerraron los ojos y su cuerpo se fue desplomando.Ahora, pensó Barney, ella es Perky Pat. En un mundo donde los problemas no existen.Se inclinó y la besó en la boca.—Todavía estoy despierta —murmuró ella.—Pero no te acordarás —dijo él.
—Claro que sí —dijo débilmente Anne Hawthorne. Y partió. Él la sintió partir. Se encontró solo con siete envoltorios físicos deshabitados e inmediatamente se encaminó hacia su compartimiento, donde habían quedado las tazas de café aún humeantes.
Podría enamorarme de esa chica, se dijo. Pero no como de Roni Fugate o incluso de Emily, sino de una manera nueva. ¿Mejor?, se preguntó. ¿O es quizá la desesperación? La misma que llevó a Anne, hace un momento, a engullir el CanDi, pues no hay nada más, sólo oscuridad. Esto es el vacío. Y no por un día o una semana, sino... para siempre. De manera que tengo que enamorarme de ella.
Permaneció sentado, solo, rodeado por el equipaje parcialmente deshecho, tomando café y meditando, hasta que oyó gemidos y susurros en la sala comunitaria. Sus compañeros de refugio estaban volviendo en sí. Dejó la taza y fue a unirse a ellos.
—¿Por qué se echó atrás, Mayerson? —preguntó Norm Schein y se restregó la frente frunciendo el ceño—. Dios mío, qué dolor de cabeza tengo. —Entonces avistó a Anne Hawthorne, todavía inconsciente; estaba apoyada contra la pared y tenía la cabeza caída hacia delante—. ¿Quién es?
Levantándose con dificultad, Fran dijo:—Se unió a nosotros al final, es una amiga de Mayerson: se conocieron durante el
viaje. Es simpática, pero es una fanática religiosa, ya verás. —Echó a Anne una mirada crítica—. No está mal. Tenía curiosidad por verla, me la imaginaba más, en fin, más austera.
Sam Regan se acercó a Barney y dijo:—Propóngale que se quede con usted, Mayerson; nosotros la admitiríamos con gusto
en el refugio. Aquí hay espacio de sobra y usted tendría lo que podríamos llamar una mujer. —Él también escrutó a Anne con la mirada—. Bonita. Hermoso pelo largo y negro. Me gusta.
—Te gusta, ¿eh? —inquirió Mary Regan con aspereza.—Me gusta, ¿y qué? —Sam Regan la fulminó con la mirada.—Está comprometida —dijo Barney.Todo el mundo lo miró con curiosidad.—Es extraño —dijo Helen Morris—. Porque cuando estábamos juntos, hace un rato,
ella no nos dijo nada, y por lo que nosotros sabemos, usted y ella sólo han...Fran Schein la interrumpió y, dirigiéndose a Barney, dijo:—Usted no querrá convivir con una neocristiana exaltada. Hemos conocido ya a gente
como ella, el año pasado tuvimos que echar a una pareja de fanáticos. Pueden causar problemas enormes aquí en Marte. Recuerde que compartíamos su mente... Es una fiel devota de la liturgia y de esas cosas, los sacramentos, los ritos y toda esa parafernalia anacrónica. Ella cree verdaderamente en todo eso.
—Lo sé —dijo Barney con sequedad.De forma conciliadora, Tod Morris dijo:—Francamente, Barney, eso es cierto. Vivimos demasiado apretados los unos con los
otros como para que podamos permitirnos el lujo de importar cualquier forma de fanatismo ideológico de la Tierra. Otros refugios tuvieron que afrontar ese problema, conocemos bien el asunto. Hay que vivir y dejar vivir, sin dogmas ni doctrinas absolutistas: un refugio es algo demasiado pequeño. —Encendió un cigarrillo y bajó la mirada hacia Anne Hawthorne—. Es extraño que una chica tan bonita crea en esas cosas. En fin, hay de todo en la viña del Señor. —Estaba perplejo.
—¿Parecía contenta durante la traslación? —preguntó Barney a Helen Morris.—Sí, en cierta medida. Claro que estaba perturbada... Es normal tratándose de la
primera vez; no sabía cómo participar en la gestión del cuerpo. Pero estaba ansiosa por aprender. Por supuesto, ahora que lo tiene todo para ella sola, le es más fácil. Es un buen ejercicio.
Barney Mayerson se inclinó y recogió la muñequita Perky Pat, vestida con shorts amarillos, camiseta de algodón con rayas rojas y sandalias. Ahora ella era Anne Hawthorne, advirtió. En un sentido que nadie realmente entendía. Y sin embargo, podía romper la muñeca, destrozarla, y a Anne, en su vida sintética de fantasía, no le afectaría.
—Me gustaría casarme con ella —dijo súbitamente en voz alta.—¿Con quién? —preguntó Tod—. ¿Con Perky Pat o con la chica nueva?—Se refiere a Perky Pat —dijo Norm Schein, y soltó una risita.—No es así —cortó categóricamente Helen—. Y me parece bien: a partir de ahora
seremos cuatro parejas, y no tres parejas y un hombre, un hombre extraño.—¿Hay alguna manera de emborracharse en este lugar? —preguntó Barney.—Por supuesto —dijo Norm—. Tenemos un licor: un asqueroso sucedáneo de la
ginebra, tiene ochenta grados de alcohol, pero le servirá.—Déjeme probar un poco —dijo Barney metiendo la mano en el bolsillo para sacar la
billetera.—Es gratis. La nave de provisiones de la ONU nos lanza tanques llenos.Norm caminó hasta un pequeño armario, sacó una llave y lo abrió.—Y, dígame, Mayerson, ¿por qué siente la necesidad de emborracharse? ¿Es por
nosotros? ¿Es por el refugio? ¿Es por Marte?—No.No, no era por nada de eso en absoluto. Tenía que ver con Anne y con la
desintegración de su identidad. Aquella repentina decisión de tomar CanDi, una prueba de su incapacidad de creer o de sobreponerse; en fin, una claudicación. Era un presagio, en el que él también se veía envuelto: se vio reflejado en lo ocurrido.
Si podía ayudarla a ella tal vez podría ayudarse a sí mismo. Y sino...Intuyó que de lo contrario sería el final para ambos. Marte, para él y para Anne, sería
sinónimo de muerte. Y posiblemente ésta no tardaría en llegar.
9
Al despertar de su experiencia de traslación, Anne Hawthorne parecía taciturna y malhumorada. No era una buena señal, y Barney imaginó que ella también tenía una premonición similar a la suya. Fuera lo que fuera, ella no dijo nada, y se limitó a ir a buscar la holgada escafandra que había dejado en el compartimiento de Barney.
—Tengo que regresar a Flax Back Spit —explicó—. Gracias por haberme dejado usar vuestro kit de accesorios —dijo dirigiéndose a los habitantes del refugio, dispersos por todas partes, y que la observaban mientras se vestía—. Lo siento, Barney. —Movió la cabeza—. No ha sido muy educado por mi parte dejarlo solo.
La acompañó a pie a su refugio por la llana y nocturna extensión de arena; mientras caminaban ninguno de los dos habló, y se mantuvieron alerta como les habían aconsejado, para evitar al predador local, una forma de vida telepática de origen marciano semejante a un chacal. En todo caso, no vieron nada.
—¿Qué tal fue? —preguntó finalmente él.—Se refiere a encontrarse en el pellejo de esa muñeca rubia y vulgar con todos sus
malditos vestidos, y su novio, y el coche, y... —Anne, a su lado, se estremeció—. Horrible. O quizá no. Fue simplemente... insensato. No me aportó nada interesante. Fue como
volver a la adolescencia.—Claro —convino él. Con Perky Pat era siempre así.—Barney —dijo ella con calma—, tengo que encontrar otra cosa, y ahora mismo.
¿Puede ayudarme? Usted parece una persona inteligente, madura y experimentada. La traslación no me ayudará..., y con el ChewZi la cosa no mejorará, porque hay una parte de mí que se resiste y no quiere tomarlo, ¿se da cuenta? Sí, usted me entiende, se nota. Caramba, usted no ha querido probarlo ni siquiera una sola vez, ¿cómo no me va a entender? —Lo tomó del brazo y se aferró a él en la oscuridad—. Y sé algo más, Barney. Ellos también están cansados: no han hecho más que pelearse mientras se encontraban, o mejor dicho nos encontrábamos, dentro de esas muñecas. No se divirtieron ni un segundo.
—¡Dios mío! —exclamó él.Anne enfocó la linterna hacia delante y dijo:—Es una pena; yo esperaba lo contrario. Siento más pena por ellos que por... —Se
calló, caminó un poco en silencio y de pronto dijo—: He cambiado, Barney. Puedo sentirlo. Quiero sentarme aquí... no importa donde estemos. Usted y yo solos en la oscuridad. ¿Y sabe una cosa...? no hace falta que lo diga, ¿no es cierto?
—No —admitió él—. Pero el problema es que después podría arrepentirse de haberlo hecho. Y yo también, a causa de su reacción.
—Quizá podría rezar —dijo Anne—. No es fácil rezar: hay que saber hacerlo. No rezamos por nosotros, sino por los demás: intercedemos. Y no le rezamos al Padre que está en los cielos, quién sabe dónde... sino al Espíritu Santo, que es diferente, que es el Paráclito. ¿Alguna vez leyó a Pablo?
—¿Qué Pablo?—En el Nuevo Testamento. Por ejemplo, sus cartas a los Corintios o a los Romanos...
Pablo dice que nuestro enemigo es la muerte: es el último enemigo que derrotamos, lo cual significa que ha de ser el más grande. Según Pablo, todos estamos corrompidos, y no sólo de cuerpo sino también de alma, y ambos tienen que morir para que podamos renacer, con un cuerpo nuevo y una nueva sangre, pero incorruptibles. ¿Entiende? Mire, hace un rato, cuando yo era Perky Pat... tuve la extrañísima sensación de ser... No está bien creer en eso o decirlo, aunque...
—Aunque —concluyó Barney en su lugar— sintió algo similar. Pero ya se lo esperaba, conocía la analogía..., usted misma habló de ella en la nave durante el viaje. —Mucha gente, pensó, se había dado cuenta también.
—Sí —admitió Anne—. Pero de lo que no me había dado cuenta es de que... —En la oscuridad se volvió hacia él, que apenas alcanzaba a verla—. La traslación es el único indicio que tenemos de esto, desde este lado de la muerte. De manera que es una tentación. Si no fuera por esa muñeca espantosa, esa Perky Pat...
—El ChewZi —dijo Barney.—En eso estaba pensando. Si fuera así, como dice San Pablo a propósito del hombre
corruptible que se vuelve incorruptible... yo no podría detenerme, Barney; tendría necesariamente que masticar ChewZi. No podría esperar hasta el último de mis días... Podrían ser cincuenta años de vida aquí en Marte... ¡Medio siglo! —Se estremeció—. ¿Para qué esperar tanto cuando podría conseguirlo enseguida?
—La última persona con la que hablé que había tomado ChewZi —dijo Barney— me dijo que fue la peor experiencia de su vida.
Anne estaba desconcertada.—¿En qué sentido?
—Cayó en manos de alguien o algo que él consideraba abyecto, y que lo aterraba. Aunque tuvo la suerte, y él mismo era consciente de eso, de haberse liberado.
—¿Por qué ha venido a Marte, Barney? —preguntó ella—. No me diga que fue por la convocatoria. Una persona inteligente como usted hubiese podido ir a ver a un psiquiatra...
—Vine a Marte —respondió— porque me equivoqué. —En tu jerga, pensó, a eso se le llamaría un pecado. Y en la mía también, concluyó.
—Le ha hecho daño a alguien, ¿verdad?Barney se encogió de hombros.—Y ahora tendrá que pasar aquí el resto de su vida —dijo Anne—. Barney, ¿podría
conseguirme un poco de ChewZi?—Dentro de poco. —No tardaría en encontrar a uno de los camellos de Eldritch, estaba
seguro de ello. Él le apoyó una mano en la espalda y dijo—: Pero usted también podrá procurárselo sin ningún problema.
Mientras caminaban, ella se apoyó en él y él la abrazó; ella no opuso resistencia... al contrario, suspiró aliviada.
—Barney, tengo algo que mostrarle. Un folleto que me dio una compañera del refugio: me dijo que la gente del ChewZi lanzó varios paquetes anteayer. —Anne se puso a hurgar en los bolsillos de la escafandra; a la luz de la linterna él pudo ver el folleto doblado—. Léalo y entenderá por qué el ChewZi me inquieta tanto... y por qué representa un problema espiritual tan serio para mí.
Sujetó el folleto bajo la luz y leyó la primera línea, estampada en grandes letras negras:
DIOS PROMETE LA VIDA ETERNA. NOSOTROS LA PROPORCIONAMOS.
—¿Se da cuenta? —preguntó Anne.—Sí, claro. —Ni siquiera se molestó en leer el resto, dobló nuevamente el folleto y se lo
devolvió, le pesaba el corazón—. ¡Qué eslogan!—Y dice la verdad.—No una gran mentira —repuso Barney— sino la gran verdad.Se preguntó cuál de las dos era peor. Era difícil decirlo. Si existía una justicia divina,
Palmer Eldritch tenía que caer fulminado a causa de ese folleto blasfemo, pero seguramente eso no iba a ocurrir. Una visita malvada que nos llega del sistema Próxima, pensó, para ofrecernos algo que hemos invocado en nuestras oraciones durante los últimos dos mil años. ¿Por qué entonces esta sensación tan negativa? Es difícil decirlo, sin embargo es así. Quizá porque significará someterse a Eldritch, como Leo pudo comprobarlo; a partir de ahora Eldritch estará siempre con nosotros, infiltrado en nuestra vida. Y Aquel que en el pasado siempre nos protegió permanece impasible sin hacer nada. Cada vez que entremos en traslación, prosiguió, no veremos a Dios sino a Palmer Eldritch.
Y en voz alta, dijo:—Si el ChewZi la decepciona...—No diga eso.—Si Palmer Eldritch la decepciona, entonces quizá... —Se detuvo. Frente a ellos se
perfilaba el refugio de Flax Back Spit, la luz de la entrada ardía débilmente en la tétrica penumbra marciana—. Ha llegado a su casa.
No le gustaba dejarla partir, con la mano apoyada en la espalda de ella, la atraía hacia sí, pensando en lo que les había dicho a sus compañeros de refugio sobre ella.
—Vuelva conmigo al Chicken Pox Prospects —dijo él—. Nos casaremos oficialmente,
con todas las de la ley.Ella se quedó mirándolo y de pronto estalló en una carcajada.—¿Acaso eso quiere decir que no? —preguntó él.—¿Qué es Chicken Pox Prospects? —preguntó Anne—. Ah, claro, es el nombre de su
refugio. Lo siento, Barney; no quería reírme. Pero naturalmente es la respuesta no. —Se alejó de él y abrió el portón exterior del refugio. Después posó la linterna y, con los brazos abiertos, se volvió hacia él—. Hagamos el amor —dijo.
—Aquí no. Estamos demasiado cerca de la entrada. —Tenía miedo.—Donde quieras. Llévame. —Lo abrazó por el cuello—. Ahora —dijo—. No esperes.No esperó.La levantó en sus brazos y se alejaron de la entrada.—Caramba —dijo ella cuando él la extendió en la oscuridad.Empezó a jadear, quizás a causa de un frío repentino que descendió sobre ellos y
penetró sus escafandras, que se volvieron inútiles, convertidas incluso en un estorbo para el verdadero calor.
Uno de los principios de la termodinámica, pensó Barney. El intercambio de calor, las moléculas que van de mí hacia ella y viceversa, y se mezclan en... ¿la entropía? Todavía no, concluyó.
—Ay, cariño —dijo ella en la oscuridad.—¿Te he hecho daño?—No, lo siento. Perdona.El frío le entumecía la espalda y las orejas; emanaba del cielo. Procuró dejarlo de lado
lo mejor que pudo, pero se puso a pensar en una manta, una pesada manta de lana... Era extraño pensar en algo así en un momento semejante. Se imaginaba su suavidad, el roce de sus fibras contra su piel, su peso. En contraposición a esa atmósfera inestable, gélida y penetrante que lo hacía jadear intensamente, como si estuviera acabado.
—¿Te estás muriendo? —preguntó ella.—No puedo respirar. Es este aire.—Mi pobre, mi pobre... Dios mío. He olvidado tu nombre.—Santo cielo.—¡Barney!La apretó con fuerza.—¡Sigue! ¡No te detengas! —Ella se arqueaba. Le castañeteaban los dientes.—No pensaba detenerme —repuso él.—¡Ooooaaah!Barney se echó a reír.—Por favor, no te rías de mí.—No era mi intención.Hubo un largo silencio. Y después:—Oooh.Ella saltó, como galvanizada por la descarga de un experimento de laboratorio. La
criatura pálida, digna y desnuda que él había poseído se había transformado en el largo y ultrafino sistema nervioso de una rana transparente, devuelto a la vida artificialmente. Víctima de una corriente que no era de ella, pero que tampoco rechazaba. Lúcida y real, conforme. Preparada, después de tanto tiempo.
—¿Te sientes bien?—Sí —dijo ella—. Sí, Barney. Me siento muchísimo mejor.
Más tarde, mientras vagaba, solitario y triste, de regreso a su refugio, se dijo: a lo mejor
así le estoy facilitando el trabajo a Palmer Eldritch. Estoy desanimándola y desmoralizándola... como si ella no lo estuviera ya. Como si todos no lo estuviéramos.
Algo se interpuso en su camino.Se detuvo y echó mano al revólver que le habían dado y que llevaba en la escafandra.
Además de los temibles chacales telepáticos, había en Marte, especialmente de noche, molestos organismos autóctonos que picaban y mordían... Levantó la linterna con cautela, esperaba encontrarse con algún bicho de múltiples brazos, compuesto tal vez de moco. Avistó en cambio una nave estacionada, uno de esos modelos rápidos, pequeños y aerodinámicos; los tubos todavía echaban humo, señal de que acababa de aterrizar. Tiene que haber planeado, pensó Barney, pues no he oído ningún ruido de retrocohetes.
Un hombre salió de la nave, se sacudió un poco, encendió una linterna, alumbró a Barney Mayerson y gruñó:
—Soy Alien Faine, he estado buscándolo por todas partes; Leo quiere mantenerse en contacto con usted a través de mí. Le transmitiré los mensajes cifrados a su refugio: éste es el libro con los códigos. —Le alcanzó un pequeño volumen—. Me conoce, ¿verdad?
—El discjockey. —Era extraño aquel encuentro nocturno en pleno desierto marciano con aquel hombre proveniente del satélite de Equipos PP; tenía algo de irreal—. Gracias —dijo aceptando el libro—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Transcribir los mensajes que usted dicta y después encerrarme a decodificarlos?
—Tendrá un televisor privado en su compartimiento, lo hemos decidido así basándonos en el hecho de que, siendo usted nuevo en Marte, sentirá la necesidad...
—Está bien —dijo Barney.—Así que ya tiene una chica —dijo Faine—. Perdone si he usado el rayo de infrarrojos,
pero...—No, no le perdono —dijo Barney.—Descubrirá que en Marte hay poca privacidad en este tipo de asuntos. Es como un
pueblo pequeño, todos los habitantes de los refugios están pendientes de lo que pasa, y en especial de los escándalos. Se supone que tengo que saberlo: todo mi trabajo consiste en mantenerme informado y en transmitir esa información, cuando puedo... Ya que obviamente hay mucha información que no puedo transmitir. ¿Quién es la chica?
—No sé —dijo Barney con sorna—. Estaba todo oscuro, no podía ver.Se puso en marcha, bordeando la nave aparcada.—Espere. Usted tiene que saberlo: un camello de ChewZi opera ya en la región,
calculamos que mañana por la mañana a más tardar llegará a su refugio. Así que tiene que estar preparado. Asegúrese de que haya testigos cuando le compre la dosis, tienen que asistir a toda la transacción y después, cuando usted mastique la droga, es importante que puedan identificar claramente lo que está usted consumiendo. ¿Me ha entendido? —Y agregó—: Y trate de hacer hablar al camello, que le dé todas las garantías posibles sobre su producto, verbalmente, por supuesto. Deje que él se encargue de exponerle los méritos del producto, pero usted no pregunte nada. ¿Está claro?
—¿Y qué gano yo con todo esto? —preguntó Barney.—¿Cómo?—A Leo nunca le importó nada de...—Se lo diré con toda franqueza —dijo Faine con calma—. Lo sacaremos de Marte. Ésa
será la recompensa.Al cabo de un momento, Barney preguntó:—¿Habla en serio?—Sería ilegal, por supuesto. Sólo la ONU puede mandarlo legalmente de vuelta a la
Tierra, pero no lo hará. Lo que haremos será recogerlo a usted una noche y transferirlo a WinnietherPooh Acres.
—Y allí me quedaré.—Hasta que los cirujanos de Leo le hagan una nueva cara, nuevas huellas digitales, un
modelo nuevo de onda encéfalográfica; en fin, una identidad completamente nueva. Entonces a lo mejor podrá recuperar el puesto que tenía en Equipos PP. Tengo entendido que era su hombre en Nueva York. Dentro de dos años o dos años y medio, a partir de ahora, estará usted de vuelta allí. Así que no pierda la esperanza.
—A lo mejor no quiero —dijo Barney.—¿Qué? Claro que quiere. Todos los colonos quieren...—Lo pensaré —dijo Barney— y se lo haré saber. Pero quizá querré algo distinto.Estaba pensando en Anne. La perspectiva de volver a la Tierra y empezar de nuevo, tal
vez incluso con Roni Fugate, no era para él, a un nivel instintivo y profundo, algo tan atractivo como esperaba. Marte, o la historia de amor con Anne Hawthorne, lo habían transformado totalmente. Se preguntaba cuál de las dos cosas era la causa. Ambas. Además, pensó, fui yo quien quiso venir aquí... No fui realmente convocado. Nunca tengo que olvidar eso.
—Creo entender un poco la situación, Mayerson —dijo Allen Faine—. Usted intenta expiar algo, ¿no es cierto?
—¿Usted también? —exclamó Barney, sorprendido.La inquietud religiosa parecía impregnar toda la atmósfera marciana.—A lo mejor el término no le gusta —dijo Faine— pero es el más adecuado. Mire,
Mayerson, cuando llegue a WinnietherPooh Acres ya habrá expiado lo suficiente. Hay algo que usted todavía no sabe. Mire esto. —Extrajo de mala gana un pequeño tubo de plástico. Un recipiente.
Pasmado, Barney preguntó:—¿Qué es eso?—Su enfermedad. Leo, aconsejado por algunos profesionales, sostiene que no es
suficiente que usted declare en los tribunales que ha sufrido daños, pues ellos querrán someterlo a un chequeo muy riguroso.
—Dígame exactamente que hay ahí dentro.—Epilepsia, Mayerson. De tipo Q, una variedad de la que nunca se ha sabido con
precisión si se debe a una lesión orgánica, que puede ser detectada mediante EEG, o si tiene un origen psíquico.
—¿Y los síntomas?—Dolores agudos —respondió Faine. Y tras una pausa, agregó—: Lo siento,
Mayerson.—Entiendo —dijo Barney—. ¿Y por cuánto tiempo me afectará?—Podemos suministrarle el antídoto después del juicio, pero no antes. A lo sumo un
año. Ahora quizás entienda a lo que me refería cuando le dije que iba a tener tiempo de sobra para expiar el hecho de no haber ayudado a Leo cuando él lo necesitaba. Verá que esta enfermedad, denunciada como un efecto colateral del ChewZi...
—Claro —dijo Barney—. La epilepsia es uno de los grandes tabúes. Como antaño lo fue el cáncer. La gente le tiene un miedo irracional porque sabe que puede afectar a cualquiera y en cualquier momento, sin previo aviso.
—Sobre todo el tipo Q apenas descubierto. Caramba, ni siquiera existe una teoría que lo explique. Lo importante es que con el tipo Q no hay ninguna alteración orgánica en el cerebro, y eso significa que le devolveremos la salud. Ese tubito... es una toxina metabólica que tiene un efecto similar al del metrazol, pero a diferencia de éste, la toxina
continúa provocando ataques, acompañados por las típicas alteraciones del EEG, hasta que se neutraliza, para lo cual, como he dicho, estamos preparados.
—¿Y un análisis de sangre no podría detectar la presencia de esa toxina?—Detectará la presencia de una toxina, y eso es exactamente lo que nosotros
queremos. Porque haremos confiscar los documentos relacionados con los exámenes físicos y mentales que usted ha pasado hace poco... y estaremos en condiciones de probar que cuando usted llegó a Marte no padecía esa epilepsia de tipo Q ni ninguna otra forma de intoxicación. Y entonces Leo, o más bien usted, tendrá que demostrar que la presencia de la toxina en la sangre se debe a la acción del ChewZi.
—Incluso —observó Barney— si pierdo el juicio...—Las ventas del ChewZi se verán seriamente afectadas. La mayoría de los colonos
tiene la persistente sensación de que las drogas de traslación a la larga son nocivas, y desde un punto de vista bioquímico. —Y Faine agregó—: La toxina de este tubo es relativamente rara. Leo la consiguió a través de contactos altamente especializados. Creo que viene de lo. Un tal doctor...
—Willy Denkmal —dijo Barney. Faine se encogió de hombros.—Puede ser. En todo caso, ahora la tiene entre sus manos, así que apenas haya
ingerido ChewZi tiene que tomarla. Trate de tener su primer ataque en presencia de sus compañeros de refugio: evite andar por el desierto cultivando la tierra o conduciendo esas dragas automáticas. Tan pronto como se recupere del ataque, videofonee a la ONU y solicite asistencia médica. Deje que sea un médico de la ONU el que lo examine, no acepte médicos privados.
—A lo mejor no sería una mala idea que los médicos de la ONU me sometieran a un EEG durante un ataque —dijo Barney.
—En absoluto. Si puede trate de ir usted mismo a un hospital de la ONU: en Marte hay un total de tres. Tendrá sus buenos motivos para hacerlo, dado que... —Faine vaciló—. Para serle franco, esta toxina le provocará gravísimos ataques de agresividad dirigidos tanto hacia su persona como hacia los demás. Desde un punto de vista técnico, serán de tipo histérico o agresivo y se concluirán con una pérdida casi completa del conocimiento. Ya desde el comienzo, la naturaleza del problema será evidente, puesto que, según me han dicho, su estado delatará los síntomas típicos de la fase tónica, con considerables contracciones musculares, para pasar luego a la fase clónica, con contracciones rítmicas que se alternarán con momentos de relajación. Tras lo cual, obviamente, entrará en coma.
—Dicho de otra manera —concluyó Barney—, la típica crisis convulsiva.—¿Le da miedo?—No veo qué importancia tiene eso. Estoy en deuda con Leo, eso es algo que usted,
Leo y yo sabemos. Sigo detestando la palabra «expiación», pero creo que de eso se trata. —Se preguntó de qué manera esa enfermedad provocada artificialmente podía afectar su relación con Anne. A lo mejor acabaría con ella. De manera que estaba renunciando a ella por Leo Bulero. Pero Leo también estaba haciendo algo por él, sacarlo de Marte no era un asunto tan simple.
—Damos por descontado —dijo Faine— que ellos intentarán asesinarlo en el momento en que usted contacte con un abogado. Es más, ellos...
—Si no le molesta, ahora quisiera regresar a mi refugio. —Barney se puso en marcha—. ¿Me permite?
—Perfecto. Vuelva a su rutina. Pero permítame darle un último consejo con respecto a la chica. La ley de Doberman..., ¿se acuerda? Fue la primera persona que se casó y se divorció en Marte... Estipula que cuanto más nos encariñamos con alguien en este maldito lugar, más se deteriora la relación. Le doy a lo sumo dos semanas, y no será por la
epilepsia, sino porque es así. Es el juego de las sillas marciano. Y la ONU lo avala porque esto simplemente significa más niños para poblar las colonias, ¿entiende?
—La ONU —dijo Barney— podría no sancionar mi relación con Anne, dado que, de alguna manera, ésta se apoya sobre la base de hechos distintos de los que usted describe.
—No, se equivoca —dijo Faine con calma—. A usted puede parecerle así, pero yo me paso la vida observando todo el planeta de día y de noche. Simplemente estoy constatando un hecho, no es una crítica. En realidad, por lo que a mí se refiere, yo le entiendo perfectamente.
—Gracias —dijo Barney y, apuntando la linterna en dirección a su refugio, se marchó; la señal acústica del diminuto buscapersonas que llevaba atado al cuello, y que le señalaba la proximidad —y sobre todo la no proximidad— del refugio, comenzó a sonar más fuerte: como un estanque habitado por una rana solitaria que le retumbaba en los oídos y lo consolaba.
Voy a tomar la toxina, se dijo. Y voy a ir a los tribunales y denunciaré a esos hijos de puta para echar una mano a Leo. Porque estoy en deuda con él. Pero no regresaré a la Tierra: me las arreglaré aquí y en ninguna otra parte. Con Anne Hawthorne, espero, y si no, solo, o con otra. Viviré según la ley de Doberman, tal como Faine ha pronosticado. Sea como sea, me quedaré en este mísero planeta, esta «tierra prometida».
Mañana por la mañana, decidió Barney, empezaré a barrer esa arena de cincuenta mil siglos y cultivaré mi propia huerta. Es el primer paso.
10
Al día siguiente, Norm Schein y Tod Morris pasaron las primeras horas del día con él y le enseñaron los trucos para manejar los bulldozers, las dragas y las excavadoras abandonados a las más variadas formas de ruina. La mayor parte de la maquinaria, al igual que los viejos tomcat, todavía podía dar algo de sí, si alguien lo hubiera exigido. Aunque el resultado no habría sido gran cosa: las máquinas habían estado demasiado tiempo sin ser utilizadas.
Al mediodía se sentía agotado. Decidió tomarse un descanso a la sombra de un gigantesco tractor oxidado; almorzó una ración de comida fría y bebió el té tibio de un termo que Fran Schein había tenido la amabilidad de traerle.
Abajo, en el refugio, los demás, como de costumbre, se dedicaban a las actividades de cada día; a Barney no le importaba. Veía en torno a él las huertas marchitas y abandonadas, y se preguntaba si pronto él también abandonaría la suya. Quizá todos los colonos habían empezado así, con el mismo ardor. Hasta que habían sucumbido al sopor y a la desesperación. Pero ¿era la situación realmente tan desesperante? Barney se negaba a creerlo.
Es una cuestión de actitud, pensó. Y todos nosotros, trabajando para Equipos PP, hemos contribuido a crearla. Les hemos facilitado un medio de evasión fácil y llevadero. Y ahora aparece Palmer Eldritch para dar el toque final a la operación. Le allanamos el camino, ¿y ahora qué? ¿Existe para mí, como dice Faine, una manera de expiar esto?
Helen Morris se acercó a él y, alegremente, preguntó:—¿Cómo va esa labranza? —Se agachó a su lado y desplegó un amplio catálogo de
semillas en el que podía verse por todas partes el sello de la ONU—. Mire lo que dan gratis, todo tipo de semillas que pueden brotar aquí, incluidos los tulipanes. —Apoyada en él, iba pasando las páginas—. Pero hay un pequeño mamífero, parecido a un ratón, que
vive bajo tierra y que sale a la superficie de noche: tenga cuidado. Lo devora todo. Va a tener que instalar unas trampas autopropulsadas.
—Está bien —dijo Barney.—Es un verdadero espectáculo ver una de esas trampas homeostáticas volar a ras de
la arena en pos de un ratón marciano. Dios mío, ¡a qué velocidad se mueven! Ambos, el ratón y la trampa. Y si uno apuesta, la cosa se pone más interesante. Yo normalmente apuesto por la trampa. Las admiro.
—Creo que yo también apostaría por la trampa. —Tengo un gran respeto por las trampas, pensó. O sea una situación en la que no hay puerta de salida. Más allá de lo que hay escrito en ella.
—La ONU también le dará dos robots que podrá utilizar por un período que no deberá superar los seis meses. Así que será mejor que decida de antemano cómo piensa utilizarlos. Lo mejor sería hacerlos trabajar en la construcción de canales de irrigación. Los nuestros ya casi no se pueden usar. A veces los canales llegan a tener trescientos kilómetros de longitud o más. También puede llegar a un acuerdo con alguien.
—Nada de acuerdos —dijo Barney.—Pero se trata de acuerdos razonables. Puede encontrar a alguien de la región,
alguien de otro refugio, que haya empezado a construir su sistema de irrigación y lo haya abandonado; se lo compra y lo explota. ¿Vendrá a vivir con usted la chica de Flax Back Spit? —Helen Morris lo escrutó con la mirada.
Barney no respondió. Contemplaba en el cielo negro y estrellado del mediodía marciano la parábola que trazaba una nave. ¿Era aquél el hombre del ChewZi? Se acercaba la hora en que tendría que envenenarse para que un monopolio económico pudiera sobrevivir, un imperio interplanetario que se extendía sin ningún control y que a él no lo beneficiaba en absoluto.
Es increíble, pensó, lo fuerte que puede llegar a ser el instinto de autodestrucción.Helen Morris forzó la vista y dijo:—¡Tenemos visita! Y no es una nave de la ONU. —Inmediatamente se encaminó hacia
el refugio—. Voy a avisar a los demás.Barney metió la mano izquierda en la escafandra, acarició el tubo en el fondo del
bolsillo interior y pensó: ¿Seré realmente capaz de hacerlo? No parecía posible: nada en su historia personal hubiese justificado algo así. Quizá, pensó, esto se debe a la desesperación de haberlo perdido todo. Sin embargo, no estaba seguro de que fuera así: podía tratarse de otra cosa.
Cuando la nave se posó cerca de él en la planicie desierta, Barney pensó: A lo mejor es para demostrarle a Anne qué es el ChewZi. Aunque la demostración sea una farsa. Porque si yo tomo la toxina ella no probará el ChewZi. Estaba convencido de eso. Y no quería darle más vueltas al asunto.
De la nave asomó Palmer Eldritch.Era imposible no reconocerlo, desde que se había estrellado en Plutón los
homeodiarios publicaban continuamente su foto. Por supuesto, las fotos tenían diez años de antigüedad, pero el hombre no había cambiado. Era gris y huesudo, superaba el metro ochenta de estatura y tenía brazos elásticos y un andar particularmente rápido. Su rostro tenía un aspecto devastado, carcomido; como si, conjeturó Barney, el tejido adiposo se hubiese consumido por completo, o como si Eldritch en algún momento de su vida se hubiese alimentado de sí mismo y hubiese devorado quizá con gusto las partes superfinas de su propio cuerpo. Tenía unos enormes dientes de acero que un odontólogo checo le había colocado antes de su viaje a Próxima: se los habían soldado a la mandíbula y estaban fijos. Eran dientes para toda la vida. Además... su brazo derecho era artificial.
Había perdido el original veinte años antes en un accidente durante una partida de caza en Callisto; el nuevo brazo era obviamente mejor en el sentido de que estaba dotado de una sofisticada variedad de manos intercambiables. En aquel momento Eldritch usaba la extremidad manual humanoide de cinco dedos, que de no haber sido por el brillo metálico hubiese podido ser orgánica.
Y era ciego. Al menos en comparación con un organismo natural. También le habían hecho algunos trasplantes, por una suma que Eldritch había podido y querido pagar: unos oculistas brasileños lo habían operado poco antes de salir hacia Próxima. Y habían hecho un espléndido trabajo. Las prótesis, implantadas en las cavidades oculares, no tenían pupilas ni músculo motor. Poseían en cambio una visión panorámica proporcionada por una lente gran angular que recorría una ranura horizontal y fija de un extremo a otro. El accidente ocurrido a sus ojos auténticos no había sido tal accidente. Había sucedido en Chicago, un ataque premeditado con vitriolo perpetrado por unos desconocidos, por motivos igualmente desconocidos..., al menos para la opinión pública. Aunque Eldritch seguramente los conocía. Sin embargo, no había dicho nada, ni había presentado una denuncia, sino que había recurrido inmediatamente al equipo de oculistas brasileños. Sus ojos artificiales con ranura horizontal parecían gustarle. Poco después de la operación había asistido a la ceremonia de inauguración del Teatro de la Ópera de St. George en Utah y se había relacionado con sus colegas sin ningún tipo de reparo. Incluso ahora, diez años más tarde, aquel tipo de operación seguía siendo muy poco común y era la primera vez que Barney veía unos ojos luxvid gran angulares Jensen. Éstos, y el brazo artificial con su amplio repertorio de opciones manuales, impresionaron a Barney más de lo que se esperaba... ¿O quizás había algo más en Eldritch?
—Señor Mayerson —dijo Eldritch, sonriendo.Los dientes de acero brillaron en la pálida y fría luz solar de Marte. Alargó una mano y
Barney hizo automáticamente lo mismo.Esa voz, se dijo Barney, proviene de otra parte que no es... Parpadeó. La entera figura
era incorpórea, a través de ella se veía el paisaje. No era más que una fantasmagoría, producida artificialmente, y que despertó cierta ironía en Barney: el tipo era ya medio artificial, y ahora resultaba que su carne y la sangre también lo eran. ¿Y es esto lo que ha llegado de Próxima?, se preguntó Barney. Si es así, a HepburnGilbert lo han engañado. Esto no es un ser humano. En ningún sentido.
—Sigo dentro de la nave —dijo Palmer Eldritch; la voz retumbaba desde un altavoz colocado sobre el casco de la nave—. Lo hago por precaución; usted es un empleado de Leo Bulero.
La mano fantasma tocó la de Barney: una sensación fría y viscosa se apoderó de él, sin duda una reacción de rechazo puramente psicológica, dado que no había nada que pudiera producirla.
—Un ex empleado —dijo Barney.En ese momento, a sus espaldas aparecieron los demás habitantes del refugio, los
Schein, los Morris y los Regan; se acercaban como niños asustados, a medida que iban reconociendo la vaga figura frente a Barney.
—¿Qué pasa? —preguntó Norm Schein, molesto—. Esto es un simulacro; no me gusta nada. —Se acercó a Barney y prosiguió—: Vivimos en el desierto, Mayerson; con frecuencia somos víctimas de espejismos, naves, visitantes y otras formas de vida anómalas. Es así: ese tipo en realidad no está aquí presente, ni esa nave está estacionada aquí.
—A lo mejor se encuentran a mil kilómetros de distancia. Se trata de un fenómeno óptico. Uno se acostumbra a estas cosas —agregó Tod Morris.
—Sin embargo, podéis oírme —señaló Palmer Eldritch; la voz, potenciada por el altavoz, retumbó—. Bueno, he venido aquí para negociar con vosotros. ¿Quién es el jefe del refugio?
—Yo —dijo Norm Schein.—Mi tarjeta de visita. —Eldritch mostró un pequeño rectángulo blanco; Norm Schein,
pensativamente, alargó una mano para tomarlo. La tarjeta se le escurrió por entre los dedos y fue a posarse sobre la arena. Eldritch sonrió. Era una sonrisa fría y vacía, una implosión, como si absorbiera para él todo lo que lo rodeaba, incluido el aire sutil que respiraban—. Mírala —sugirió Eldritch. Norm Schein se inclinó y observó atentamente la tarjeta de visita—. Perfecto —dijo Eldritch—. Estoy aquí para firmar un contrato con vosotros. Para dispensaros...
—Ahórrenos el sermón de que usted dispensa aquello que Dios sólo promete —dijo Norm Schein—. Díganos simplemente cuánto cuesta.
—Diez veces menos que el producto de la competencia. Y es mucho más eficaz: ni siquiera hace falta utilizar el kit de accesorios. —Parecía como si Eldritch se dirigiera directamente a Barney, pero era imposible saber a quién miraba, debido a la complicada estructura de su prótesis ocular—. ¿Lo está pasando bien en Marte, señor Mayerson?
—Sí, es divertidísimo —dijo Barney.—Ayer por la noche, cuando Allen Faine bajó de su mísero satélite para hacerle una
visita..., ¿de qué hablaron? —inquirió Eldritch.—De negocios —dijo Barney, inflexible.Pensaba deprisa, aunque no lo suficiente; en el altavoz tronaba ya la siguiente
pregunta.—Así que usted todavía trabaja para Leo. De hecho, lo mandaron a Marte antes de que
nosotros empezáramos a distribuir el ChewZi, ése era el plan. ¿Y para qué? ¿Piensa interponerse? No había material de propaganda en su equipaje, ni folletos ni ningún otro material impreso, aparte de libros corrientes. Rumores, quizá. Chismes. El ChewZi es..., ¿cómo era, señor Mayerson? ¿Peligroso para el consumidor habitual?
—No lo sé. Estoy impaciente por probarlo y ver cómo es.—Todos estamos impacientes —dijo Fran Schein. Llevaba en los brazos una carga de
pieles de trufa, destinadas a un pago inmediato, en efectivo—. ¿Puede hacernos una primera entrega enseguida o tenemos que seguir esperando?
—Podría hacerles una primera entrega —dijo Eldritch.De pronto se abrió una compuerta de la nave. A través de ella asomó un pequeño
tractor a reacción que salió proyectado directamente hacia ellos. Se detuvo a un metro de distancia y soltó una caja envuelta en un papel marrón. La caja cayó a sus pies y Norm Schein se agachó a recogerla. No se trataba de un simulacro. Norm la abrió con cautela.
—¡Es ChewZi! —exclamó Mary Regan jadeando—. ¡Y cuánto! ¿Cuánto es, señor Eldritch?
—En total, son cinco pieles —dijo Eldritch.El tractor extendió un pequeño cajón, del tamaño exacto para contener cinco pieles.Tras haber discutido un poco el precio, los habitantes del refugio cedieron. Las cinco
pieles fueron depositadas en el cajón que inmediatamente fue retirado, tras lo cual el tractor dio un giro y salió zumbando hacia la nave madre. El incorpóreo, gris y corpulento Palmer Eldritch permaneció allí. Parecía divertirse, pensó Barney. No le preocupaba que Leo se guardara un as en la manga; al contrario, aquello lo estimulaba.
Esa constatación lo deprimió. Después se encaminó solo hacia el pequeño terreno yermo que supuestamente debía ser su huerta. De espaldas a los habitantes del refugio y a Eldritch, encendió una unidad automática que empezó a zumbar y a bufar, la arena
desaparecía en las entrañas de la máquina a medida que ésta la chupaba ruidosamente y con dificultad. Se preguntó cuánto tiempo seguiría funcionando. Y cómo se las arreglaba uno para conseguir repuestos en Marte. A lo mejor había que desistir, a lo mejor no existían los repuestos.
La voz de Palmer Eldritch le llegó por la espalda:—Señor Mayerson, ahora puede empezar a masticar hasta el último de sus días.Barney se dio la vuelta, involuntariamente, porque esta vez no se trataba de un
fantasma: el hombre finalmente había aparecido.—Es cierto —dijo—. Y es lo que más deseo. —Después siguió ajustando el aparato
automático—. ¿Dónde lleva uno a arreglar una máquina en Marte? —le preguntó a Eldritch—. ¿Es la ONU la que se encarga de eso?
—¿Y yo cómo voy a saberlo? —respondió Eldritch.Una pieza del aparato automático se desprendió y fue a caer a las manos de Barney,
que la sujetó y sopesó. La pieza, que tenía forma de horquilla, era pesada, y Barney pensó: Podría matarlo con ella. Ahora y aquí mismo. ¿Y si ésa fuera la solución? Nada de toxinas con ataques de epilepsia, ni litigios en tribunales..., pero ellos se vengarían. Sobreviviría a Palmer Eldritch sólo por unas pocas horas.
Sin embargo, ¿acaso no valía la pena?Se dio la vuelta. A partir de aquel momento todo sucedió tan rápido que no pudo
hacerse una idea precisa de la situación, casi ni se dio cuenta. Desde la nave surgió un rayo láser, y Barney sintió su potente impacto al golpear la pieza de metal que tenía entre las manos. En ese mismo instante, Palmer Eldritch retrocedió bailoteando ágilmente, dando vueltas por el aire en la etérea gravedad marciana, como un globo aerostático... Barney no podía creerlo: Eldritch remontó el vuelo, esbozando una sonrisa con sus enormes dientes de acero y agitando el brazo artificial, mientras su cuerpo desgarbado rotaba lentamente sobre sí mismo. Después, como estirado por un hilo invisible, retrocedió hacia la nave describiendo una trayectoria sinusoidal y entrecortada. De pronto había desaparecido. El morro de la nave se cerró de golpe tras él. Y Eldritch estaba dentro, sano y salvo.
—¿Por qué habrá hecho eso? —preguntó Norm Schein, devorado por la curiosidad, permaneciendo al lado de los demás habitantes del refugio—. ¿Qué demonios ha ocurrido?
Barney no respondió; temblando, apoyó en el suelo lo que quedaba de la pieza de metal: un amasijo incinerado, quebradizo y seco, que al tocar la superficie se desintegró.
—Han tenido problemas —dijo Tod Morris—. Mayerson y Eldritch no se han caído nada bien, ya desde el comienzo.
—Sea como sea —dijo Norm— tenemos ChewZi. Mayerson, en el futuro le conviene mantenerse lejos de Eldritch, deje que me ocupe yo de la transacción. Si hubiese sabido que por ser un empleado de Leo Bulero...
—Un ex empleado —dijo Barney, concentrado, y siguió ajustando el aparato automático defectuoso. Su primer intento de asesinar a Palmer Eldritch había fracasado. ¿Se le presentaría otra oportunidad?
¿Había tenido realmente una?La respuesta a esas dos preguntas, concluyó Barney, era decididamente negativa.
Un rato después, esa misma tarde, los colonos de Chicken Pox Prospects se reunieron para masticar. El clima era tenso y muy solemne. Nadie abrió la boca mientras se abrían y distribuían las tabletas una a una.
—¡Puaj! —exclamó Fran Schein haciendo una mueca—. Es asqueroso.
—Mastica y cállate —dijo su marido con impaciencia, y a su vez empezó a masticar—. Sabe a hongo podrido, tienes razón. —En un arranque de estoicismo, tragó y siguió mascando—. ¡Puf! —dijo, y le dieron arcadas.
—Drogarse con esto sin el kit de accesorios... —dijo Helen Morris—. ¿Adonde iremos a parar? Tengo miedo —dijo de pronto—. ¿Vamos a estar juntos? ¿Estás seguro, Norm?
—¿Qué importa? —dijo Sam Regan masticando.—Mírenme —dijo Barney Mayerson.Lo miraron con curiosidad: algo en el tono de su voz los indujo a hacer lo que les pidió.—Me meto ChewZi en la boca —dijo Barney, y así lo hizo—. Me han visto, ¿verdad?
—Masticó—. Ahora estoy masticándolo. —Le latía el corazón. Dios mío, pensó. ¿Podré salir de ésta?
—Sí, lo hemos visto —asintió Tod Morris—. ¿Y qué? Quiero decir, ¿piensa saltar por los aires o salir volando como Palmer Eldritch? —Él también apuró su tableta. Los siete estaban masticando, advirtió Barney. Y cerró los ojos.
La próxima cosa que vio fue a su mujer, inclinada sobre él.—Te he preguntado —dijo ella— si quieres otro Manhattan o no. Porque si lo quieres
tengo que pedirle más hielo al refrigerador.—Emily —dijo él.—Sí, cariño —dijo ella ásperamente—. Cada vez que pronuncias mi nombre de esa
manera sé que vas a lanzarte uno de tus sermones. ¿Qué pasa ahora? —Se sentó frente a él sobre el brazo del sofá, alisándose la falda, aquella de la bellísima tela mexicana azul y blanca hecha a mano que le había comprado para Navidad—. Estoy lista —dijo ella.
—Nada de sermones —dijo él. ¿Soy realmente así?, se preguntó. ¿Estoy siempre soltando sermones? Se levantó tambaleándose; estaba aturdido y buscó apoyo en el pie de una lámpara cercana.
Emily lo escrutó con la mirada y dijo:—Tú estás colocado.Colocado. Desde el colegio que no oía esa palabra; hacía mucho que estaba pasada
de moda, pero Emily obviamente la seguía usando.—Ahora se dice «estar puesto» —dijo él acentuando cada sílaba—. ¿Te vas a
acordar? —Fue tropezando hasta el aparador de la cocina donde estaba el licor.—«Estar puesto» —dijo Emily, y suspiró. Parecía triste; él se dio cuenta y se preguntó
cuál podía ser el motivo—. Barney —dijo ella entonces—, no bebas tanto, ¿entendido? Que se diga colocado, estar puesto o de cualquier otra manera, da igual. Me imagino que bebes por mi culpa: soy un desastre. —Se restregó el ojo derecho con un dedo, un tic familiar y fastidioso.
—No es que seas un desastre —dijo él—, el problema es que yo soy muy exigente. —Me enseñaron a esperar mucho de los demás, se dijo. A esperar que fueran serios y estables como yo, y no sensibleros y emocionales, incapaces de controlarse.
Pero una artista, pensó, o alguien que se hace llamar artista, una bohemia, mejor dicho, que hace vida de artista pero que no tiene talento. Empezó a prepararse un trago, bourbon con agua, sin hielo; se sirvió directamente de la botella, sin tener en cuenta el medidor.
—Cuando te sirves de esa manera —dijo Emily—, me doy cuenta que estás enfadado conmigo y de que vamos a pelearnos. Y no puedo soportarlo.
—Entonces vete —dijo él.—¡Mierda! —exclamó Emily—. ¡No quiero irme! ¿No puedes... —hizo unos gestos
desesperadamente inútiles— ser simplemente un poco más amable, más comprensivo, o al menos intentarlo? Aprende a ser más indulgente... —y con la voz quebrada y de forma
casi inaudible, agregó—: con mis defectos.—Pero no puedo ser más indulgente —respondió él—. Aunque me gustaría. ¿Crees
que me hace gracia vivir con una persona que no termina nada de lo que empieza y que es un parásito social? Por ejemplo, cuando..., bah, ¿qué importa?
No valía la pena continuar. Emily nunca cambiaría. Era simplemente una vaga incorregible. Para ella, el día ideal consistía en remolonear, perder el tiempo y hacer tonterías con un montón de pinturas grasientas semejantes a excrementos, o meter los brazos durante horas en un enorme cuenco de arcilla húmeda y gris. Y mientras tanto...
El tiempo se les escapaba de las manos. Y todo el mundo, incluidos los empleados del señor Bulero, sobre todo sus consultores prefashion, crecían, se multiplicaban y maduraban. Nunca seré el consultor prefashion de Nueva York, se dijo. Me quedaré estancado aquí en Detroit donde no pasa nada, absolutamente nada.
Si consiguiera el puesto de consultor prefashion en Nueva York... Eso le daría un sentido a mi vida, pensó. Sería feliz porque podría emplear todas mis capacidades. ¿Qué más podía pedir? Nada más: eso es todo lo que pido.
—Voy a salir —le dijo a Emily posando el vaso; fue hasta el armario y sacó un abrigo.—¿Volverás antes de que me acueste?Afligida, ella lo acompañó hasta la puerta del conapt del edificio 11139584 —la
numeración partía desde el centro de Nueva York— donde ellos vivían desde hacía ya dos años.
—Ya veremos —respondió él, y abrió la puerta.En la entrada había un hombre alto y gris esperando, con una prominente dentadura de
acero, ojos sin pupilas y una reluciente mano artificial que le asomaba por la manga derecha. El hombre saludó:
—¿Qué tal Mayerson? —Sonrió, los dientes de acero relampaguearon.—Es Palmer Eldritch —dijo Barney. Se volvió hacia Emily—. Tienes que haber visto su
foto en los homeodiarios. Es ese famoso magnate. —Obviamente, él lo había reconocido enseguida—. ¿Quería verme? —preguntó vacilante; la situación tenía un no sé qué de misterioso, como si, en cierto modo se repitiera, aunque de una manera distinta.
—Permítame hablar un momento con su marido —dijo Eldritch dirigiéndose a Emily con un tono inusualmente amable; hizo un gesto y Barney salió hacia el corredor. La puerta se cerró tras ellos; Emily, obediente, la había cerrado. Entonces Eldritch se puso serio; dejó de sonreír y de ser amable, y dijo—: Mayerson, usted está perdiendo el tiempo. No hace más que repetir su pasado. ¿Para qué venderle más ChewZi? Usted es insensible, es la primera vez que veo algo parecido. Le daré diez minutos más y después lo llevaré de vuelta donde tiene que estar, al Chicken Pox Prospects. Así que será mejor que rápidamente se dé cuenta de lo que quiere y que finalmente demuestre que ha entendido algo.
—¿Qué diablos es el ChewZi? —preguntó Barney.La mano artificial se elevó y con una fuerza descomunal Palmer Eldritch empujó a
Barney, que trastabilló.—¡Eh! —murmuró Barney, tratando de defenderse, de neutralizar la presión de la
fuerza prodigiosa de aquel hombre—. ¿Qué...?Se encontró acostado boca arriba. La cabeza le zumbaba y le dolía; con dificultad logró
abrir los ojos y observó la habitación que lo rodeaba. Estaba despertándose; descubrió que tenía puesto un pijama que, sin embargo, no reconoció: era la primera vez que lo veía. ¿Se encontraba acaso en el apartamento de otra persona, ataviado con la ropa de otro hombre?
Presa del pánico, se puso a examinar la cama, las sábanas. A su lado...
Vio a una chica desconocida que dormía y respiraba suavemente por la boca, su pelo era un amasijo blanco como el algodón, tenía los hombros tersos y desnudos.
—Llego tarde —dijo él; le salió una voz distorsionada y ronca, casi irreconocible.—No, no llegas tarde —murmuró la chica, con los ojos todavía cerrados—.
Tranquilízate. Podemos llegar al trabajo en... —bostezó y abrió los ojos—, quince minutos. —Le sonrió, su nerviosismo la divertía—. Todas las mañanas dices lo mismo. Prepara el café. Necesito urgentemente un café.
—Ahora mismo —dijo él, y saltó de la cama.—Señor Conejo —dijo la chica tomándole el pelo—. Estás asustadísimo. Tienes miedo
de mí, de tu trabajo... y siempre estás escapándote.—Dios mío —dijo él—. Le he dado la espalda a todo.—¿A qué cosa?—Emily. —Barney clavó la mirada en la chica, Roni Noséqué, que se encontraba en
su propia habitación—. Y ahora no me queda nada —dijo él.—Oh, perfecto —dijo Roni, sarcástica—. Entonces a lo mejor puedo decirte unas
palabras dulces para reconfortarte.—Además, acabo de hacerlo. No fue hace años. Fue justo antes de que apareciera
Palmer Eldritch —dijo él.—¿Y cómo podía «aparecer» Palmer Eldritch si está en la cama de un hospital en
alguna parte de Júpiter o Saturno? La ONU lo llevó allá después de rescatarlo de entre los restos de su nave. —Hablaba de manera desdeñosa y, sin embargo, sus palabras denotaban cierta curiosidad.
—Palmer Eldritch acaba de aparecérseme —dijo él con obstinación. Tengo que volver con Emily, pensó. Tambaleándose, se agachó a recoger su ropa, salió a trompicones hacia el baño y cerró la puerta de un portazo. Se afeitó rápidamente, se cambió, volvió a salir y, dirigiéndose a la chica que seguía en la cama, dijo:
—Voy a irme. No te enfades conmigo. Tengo que hacerlo.Poco después, sin haber desayunado, se encaminó hasta la entrada del edificio y se
detuvo debajo del escudo antitérmico a esperar un taxi.El taxi, un hermoso y flamante nuevo modelo, lo depositó en un santiamén frente al
conapt de Emily; se apresuró a pagar, entró corriendo y en pocos segundos estaba subiendo. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si se hubiese detenido y todas las cosas, congeladas, no esperaran a nadie más que a él. En un mundo de objetos inmóviles, él era lo único que se movía.
Al llegar a la puerta llamó al timbre.La puerta se abrió y apareció un hombre.—¿Sí?Era moreno, bastante apuesto, de cejas pobladas y el pelo algo ondulado y
cuidadosamente peinado; tenía un homeodiario en la mano... Detrás de él, Barney vio una mesa preparada para el desayuno.
—Usted es... Richard Hnatt —dijo Barney.—Sí. —El hombre, perplejo, miró atentamente a Barney—. ¿Nos conocemos?Emily apareció, llevaba un suéter gris de cuello alto y unos vaqueros manchados.—¡Santo cielo! Es Barney —le dijo a Hnatt—. Mi ex marido. Entra.Emily abrió la puerta de par en par y Barney entró en el apartamento. Parecía alegrarse
de verlo.—Encantado de conocerlo —dijo Hnatt con un tono neutro, amago con darle la mano
pero al final se retractó—. ¿Un café?—Gracias. —Barney se sentó en un lugar vacío de la mesa—. Escúchame —dijo
dirigiéndose a Emily; no podía esperar: tenía que decírselo allí mismo, aunque Hnatt estuviera presente—. Me equivoqué al divorciarme de ti. Quisiera casarme de nuevo contigo. Me gustaría volver a los viejos tiempos.
De una manera que le era familiar, Emily, divertida, se echó reír. No podía contenerse y, como era incapaz de responderle, fue a buscarle una taza de café y una cuchara. Barney se preguntó si alguna vez le respondería; para Emily era más fácil no decir nada —haciendo honor a la persona indolente que había en ella— y limitarse a reír. Dios mío, pensó, y miró fijamente el vacío frente a él.
Hnatt se sentó delante de él y dijo:—Estamos casados. ¿Acaso usted pensaba que simplemente convivíamos? —Tenía
una expresión sombría, pero parecía capaz de controlarse.Dirigiéndose a Emily y no a Hnatt, Barney dijo:—Los matrimonios se pueden anular. ¿Volverías a casarte conmigo?Se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia ella; en ese momento ella se dio la vuelta
y le alcanzó la taza y la cuchara.—Oh, no —exclamó Emily, sin dejar de sonreír.De sus ojos emanaba un brillo de compasión. Comprendió lo que él sentía, comprendió
que no se trataba solamente de un impulso. Pero la respuesta seguía siendo negativa y él sabía que siempre lo sería. Ni siquiera se lo había planteado: para ella no existía ninguna realidad con él. Fui yo quien en su momento decidió cortar, fui yo quien la abandonó, era plenamente consciente de lo que estaba haciendo; y he aquí el resultado. Como se suele decir: Quien siembra vientos recoge tempestades. Y me lo merezco. Porque fui yo quien creó esta situación.
Regresó a la mesa de la cocina y se sentó como atontado. Mientras Emily le servía el café, él le miraba las manos. Hubo un tiempo en que éstas eran las manos de mi mujer, se dijo. Y yo la abandoné. Autodestrucción: quería verme morir. Esa es la única explicación posible y satisfactoria. ¿O era realmente tan estúpido? No, la estupidez no podía ser la única causa de semejantes enormidades, de tan absolutas y obstinadas...
—¿Cómo va todo, Barney? —preguntó Emily.—Bueno, muy bien, como siempre. —Le temblaba la voz.—Me he enterado de que vives con una pelirroja que no está nada mal —dijo Emily.Se sentó en su lugar y siguió desayunando.—Esa historia se acabó —dijo Barney—. Hace mucho.—¿Con quién, entonces?El tono de Emily era familiar. Me trata como si fuera un viejo amigo o un vecino del
mismo conapt, pensó Barney. ¡Qué locura! ¿Cómo puede ella —si es que puede— pensar así? Es imposible. Finge para esconder algo más profundo.
En voz alta, Barney dijo:—Tienes miedo de volver conmigo y de que yo... te abandone otra vez. Uno no cae dos
veces en la misma trampa. Pero no lo haré, nunca más volveré a hacer algo así.Con su tono afable y familiar, Emily dijo:—Me da pena que te sientas tan mal, Barney. ¿Estás viendo a un analista? Me han
dicho que te han visto dando vueltas por ahí con una maleta psiquiátrica.—El doctor Smile —dijo él, acordándose. Debía de haberlo dejado en el apartamento
de Roni Fugate—. Necesito ayuda —le dijo a Emily—. ¿No hay una manera de...? —Se detuvo. ¿No se puede modificar el pasado?, se preguntó. No, obviamente. La relación de causa y efecto funciona en una dirección única, y el cambio es real. De manera que el pasado es el pasado, y yo tendría que salir ahora mismo de aquí. Se levantó—. Debo estar loco —dijo dirigiéndose a ella y a Richard Hnatt—. Lo siento, todavía estoy medio
dormido..., esta mañana ando desorientado. Desde que me desperté.—¿No quiere tomar su café? —sugirió Hnatt—. ¿Qué le parece si lo mezcla con unas
gotas de aguardiente? —El rostro se le había esclarecido, y Richard Hnatt, al igual que Emily, parecía ahora tranquilo y despreocupado.
—No lo entiendo —dijo Barney—. Palmer Eldritch me dijo que viniera aquí. —¿O no era así? Así era, estaba seguro de ello—. Yo pensaba que iba a funcionar —dijo, desesperado.
Hnatt y Emily se miraron.—Eldritch está en un hospital en alguna parte... —empezó Emily.—Algo falló —dijo Barney—. Eldritch tiene que haber perdido el control. Será mejor que
lo encuentre, él podrá explicármelo. —Sentía pánico, un pánico veloz como el mercurio, fluido y penetrante, que le recorría todo el cuerpo hasta la punta de los dedos—. Adiós —alcanzó a decir, y se encaminó hacia la puerta, impaciente por escapar.
Detrás de él, Richard Hnatt dijo:—Espere.Barney se dio la vuelta. Emily estaba sentada a la mesa con una vaga sonrisa grabada
en la cara y tomaba café; sentado frente a ella, Hnatt miraba a Barney. Hnatt tenía una mano artificial, con la que sujetaba el tenedor, y cuando se llevó un pedazo de huevo a la boca, Barney vio asomar la enorme y prominente dentadura de acero inoxidable. Además, Hnatt era gris, enjuto, y tenía unos ojos muertos y mucho más grandes que antes; parecía como si su presencia se adueñara de todo el espacio. Pero continuaba siendo Hnatt. No entiendo, se dijo Barney, y se quedó en la puerta, ni dentro ni fuera, haciendo lo que Hnatt le había sugerido: esperar. ¿No se parece un poco a Palmer Eldritch?, se preguntó. En las fotos... aparece con un brazo artificial, dientes de acero y ojos Jensen, pero éste no es Eldritch.
—Sólo quería decirle —dijo Hnatt sin tapujos— que Emily siente por usted un cariño mucho más grande del que aparenta demostrar. Lo sé porque ella misma me lo ha dicho. Y muchas veces. —Miró a Emily—: Eres una mujer honrada. Crees que tu deber moral consiste en reprimir las emociones que Barney despierta en ti. Al menos eso es lo que has hecho durante todo este tiempo. Pero olvida ya tus obligaciones. No puedes hacer que éstas sean la base de un matrimonio: la espontaneidad es fundamental. Aunque te parezca que no está bien... —Hizo un ademán—. Bueno, digámoslo, renegar de mí..., sin embargo deberías asumir realmente tus sentimientos y no ocultarlos detrás de una fachada de autosacrificio. Es lo que has hecho con Barney: has dejado que te echara de casa porque creías que tu deber era no obstaculizar su carrera. —Y agregó—: Sigues comportándote de la misma manera, y estás equivocada. Sé sincera contigo misma.
Y diciendo esto, sonrió en dirección a Barney y con un guiño automático cerró uno de sus ojos muertos.
Ahora era Palmer Eldritch. No cabía duda.Sin embargo, Emily no parecía darse cuenta; se le había desdibujado la sonrisa,
parecía confundida, perturbada y cada vez más furibunda.—Me sacas de quicio —le dijo a su marido—. He dicho lo que siento y no soy ninguna
hipócrita. Y no quiero que se me acuse de eso.Frente a ella, el hombre sentado dijo:—Sólo tienes una vida. Si prefieres vivir con Barney y no conmigo...—No. —Emily lo fulminó con la mirada.—Yo me voy —dijo Barney.Abrió la puerta. No había esperanza.—Espere. —Palmer Eldritch se levantó y salió detrás de él—. Lo acompaño abajo.
Caminaron juntos por el pasillo hacia la escalera.—No pierda la esperanza —dijo Eldritch—. Y recuerde: ésta es la primera vez que
toma ChewZi; más tarde tendrá otras oportunidades. Puede insistir hasta que consiga lo que desea.
—¿Qué diablos es el ChewZi? —preguntó Barney.
A su lado, una voz de mujer no dejaba de repetirle al oído:—Vamos, Barney Mayerson, despiértate. —Estaban sacudiéndolo, parpadeó un poco y
trató de mantener los ojos abiertos. Anne Hawthorne estaba arrodillada a su lado, tenía una mano apoyada en su espalda—. ¿Cómo ha ido? Pasé a veros pero no sabía dónde estabais, después os encontré formando un círculo en un coma profundo. ¿Y si hubiese sido alguien de la ONU?
—Me has despertado —le dijo a Anne, apenas se dio cuenta de donde estaba; se sentía tremendamente decepcionado. De todas formas, la traslación había acabado y eso era lo más importante. Aunque en su fuero interno sentía ya el deseo y el afán de repetirla, y cuanto antes mejor. Porque todo lo demás no tenía importancia, incluida la chica que tenía a su lado y los inertes y plácidos compañeros de refugio dispersos por el suelo.
—¿Estuvo bien? —preguntó Anne con perspicacia. Le tocó la escafandra—. Pasó también por nuestro refugio: yo le compré. Un hombre gris y corpulento, con unos dientes y unos ojos muy extraños.
—Eldritch, o su simulacro. —Le dolían las articulaciones, como si hubiese estado sentado sobre los talones durante muchas horas. Sin embargo, al mirar el reloj comprobó que sólo habían transcurrido unos segundos, a lo sumo un minuto.
—Eldritch está en todas partes —dijo a Anne—. Dame tu ChewZi.—No.Se encogió de hombros, escondía su decepción, el violento efecto físico de la
abstinencia. Palmer Eldritch iba a volver: seguro que conocía los efectos de su producto. A lo mejor ese mismo día.
—Cuéntame cómo es —dijo Anne.—Es un mundo ilusorio en el que Palmer Eldritch ocupa todas las posiciones clave,
como una divinidad; te ofrece la posibilidad de hacer lo que en realidad es imposible: reconstruir el pasado según tu propia voluntad. Pero para él también es difícil. Se necesita tiempo. —Después se calló y se quedó sentado pasándose la mano por la frente dolorida.
—¿Quieres decir que no es posible, como en un sueño, alargar una mano y tomar lo que quieras?
—No se parece en nada a un sueño.Era peor, advirtió. Es más bien como estar en el infierno, pensó. Sí, así debe de ser el
infierno: implacable y repetitivo. Pero Eldritch pensaba que pronto, con un poco de paciencia y de esfuerzo, aquello hubiese podido cambiar.
—Si lo repites... —comenzó a decir Anne.—¿Cómo «si»? —Le clavó los ojos—. Tengo que repetirlo. No fui capaz de hacer nada
esta vez. —A lo mejor habrá que intentarlo cientos de veces, pensó—. Escucha. Por el amor de Dios, dame tu tableta de ChewZi. Sé que puedo convencerla. Eldritch está de mi lado, y está haciendo su parte. Ahora ella está fuera de sí, la pillé de sorpresa... —Se calló, miró fijamente a Anne Hawthorne. Algo falla, pensó. Porque...
Anne tenía un brazo y una mano artificial; pudo ver claramente los dedos de plástico y metal a escasos centímetros de él. Y cuando la miró a la cara vio la vacuidad, tan vasta como el espacio interestelar del que Eldritch había surgido. Y aquellos ojos muertos,
testigos de galaxias ignotas más allá de los mundos habitados y conocidos.—Más tarde tendrás un poco más —dijo Anne con calma—. Una sesión al día es más
que suficiente. —Sonrió—. Si no, vas a gastarte todas las pieles, no podrás comprarte más y no sabrás qué demonios hacer.
Esbozó una sonrisa y asomó, reluciente, la dentadura metálica.
A su alrededor, los demás compañeros de refugio despertaron lentamente entre gemidos y una creciente angustia. Se sentaron, farfullaron y trataron de orientarse. Anne se había ido quién sabe adonde. Barney intentó levantarse por su cuenta. Un café, pensó. Juraría que está preparando un café.
—¡Caramba! —exclamó Norm Schein.—¿Dónde estuviste? —preguntó Tod Morris, tenía la lengua sarrosa; él también se
levantó con dificultad y ayudó a su mujer Helen—. Yo volví a mi adolescencia, al colegio, a mi primera cita, la primera, ¿me entiendes?... Quiero decir la primera que acabó bien. —Miró nerviosamente a Helen.
—Es mucho mejor que el CanDi —dijo Mary Regan—. Absolutamente. Ay, si os pudiera contar lo que estaba haciendo... —Se rió avergonzada—. Pero no puedo. —La cara escarlata le ardía.
Barney Mayerson se encerró en su compartimiento, extrajo el tubo con la toxina que Allen Faine le había dado, lo aferró en un puño y pensó: Ha llegado el momento. Pero ¿estaremos realmente de vuelta? ¿Ha sido sólo una imagen alucinatoria de Eldritch que se superponía a Anne? O a lo mejor ha sido una visión auténtica, una percepción de la realidad de Eldritch, y no sólo la de Eldritch sino la de todos los colonos.
De ser así, no era el momento de ingerir la toxina. Lo descubrió gracias a su instinto.Sin embargo, desenroscó el tapón del tubo.Una vocecita fina, que emanaba del tubo abierto, trinó:—Lo estamos vigilando, señor Mayerson. Sepa que si está maquinando algo nos
veremos obligados a intervenir. Y le impondremos severas restricciones. Disculpe.Puso de nuevo el tapón en el tubo y lo cerró apretándolo bien con dedos temblorosos.
Entonces tuvo la impresión de que el tubo estaba... vacío.—¿Qué es? —preguntó Anne, que volvió a aparecer; había estado en la cocina de su
compartimiento; tenía puesto un delantal sacado de quién sabía dónde—. ¿Qué es eso? —preguntó al ver el tubo.
—La fuga —gritó él—. De todo esto.—¿De qué cosa exactamente? —Su aspecto era otra vez normal, no tenía nada de
incongruente—. Pareces muy enfermo, Barney, de verdad. ¿Crees que es un efecto secundario del ChewZi?
—La resaca. —¿Estará Palmer Eldritch aquí dentro?, se preguntó examinando el tubo cerrado; lo hizo girar en la palma de la mano—. ¿Hay una manera de contactar con el satélite de los Faine?
—Bueno, supongo que sí. A lo mejor te basta con hacer una videollamada o con emplear cualquier otro sistema...
—Pídele a Norm Schein que los contacte de mi parte —dijo él.Obediente, Anne fue a hacerlo; la puerta del compartimiento se cerró tras ella.Inmediatamente Barney sacó el libro de códigos que Faine le había dado y que había
escondido debajo de la cocina de gas. El mensaje tenía que ser codificado.Las páginas del libro con los códigos estaban en blanco.De modo que simplemente no será codificado, se dijo para sí. Tendré que actuar de la
mejor manera posible y olvidarme de esto, aunque no me guste.
En ese momento se abrió la puerta, Anne apareció y dijo:—El señor Schein está haciendo la llamada que le has pedido. Dice que siempre les
piden canciones difíciles de conseguir.La siguió por el corredor hasta un cuchitril en el que Norm estaba sentado frente a un
transmisor; cuando Barney entró, volvió la cabeza y dijo:—Estoy comunicado con Charlotte..., ¿está bien?—Quiero hablar con Allen —dijo Barney.—De acuerdo. —Al cabo de un momento, Norm dijo—: Ahora estoy comunicado con
ese farsante de Al. —Le pasó el micrófono a Barney. La cara profesional y jovial de Allen se materializó en la pequeña pantalla—. Hay un nuevo colono que quiere hablarte —explicó Norm acercándose al micrófono—. Barney Mayerson, te presento a la mitad del equipo que nos mantiene sanos y con vida aquí en Marte. —Y para sí, murmuró: «Dios mío, qué dolor de cabeza tengo. Discúlpenme». Dejó vacante la silla frente al transmisor y desapareció por el pasillo tambaleándose.
—Señor Faine —dijo Barney con cautela—, estuve hablando con Palmer Eldritch esta mañana temprano y me mencionó la conversación que usted y yo hemos tenido. Estaba al corriente de ella, de manera que me parece que no hay...
—¿Qué conversación? —pregunto fríamente Allen Faine.Barney permaneció un momento en silencio.—Es evidente que usaron una cámara de infrarrojos —prosiguió finalmente—.
Instalada seguramente en un satélite que sobrevolaba la región. El tema de nuestra conversación, según parece, todavía no...
—Está usted loco —dijo Faine—. Yo a usted no lo conozco, nunca he tenido una conversación con usted. Bueno, señor, ¿quiere elegir una canción o no? —Tenía una expresión impasible, oblicua y distante, y no parecía que estuviera fingiendo.
—¿Así que usted no sabe quién soy? —preguntó Barney, incrédulo.Faine cortó la comunicación y la pequeña pantalla se oscureció, sólo quedó el vacío, el
desierto. Barney apagó el transmisor. No sentía nada. Sólo apatía. Pasó junto a Anne y se dirigió hacia el pasillo; al llegar allí se detuvo, sacó un paquete —¿el último?— de cigarrillos terráqueos, y encendió uno pensando: Lo que Eldritch le hizo a Leo en la Luna, en Sigma 14B o dondequiera que estuviera, ahora me lo está haciendo a mí. Y al final nos atrapará a todos nosotros. Como ha hecho conmigo, que estoy aislado. Se acabó la vida comunitaria. Al menos para mí: Eldritch ha empezado conmigo.
Además, pensó, se supone que tengo que luchar contra un tubo vacío que quizás alguna vez contuvo una toxina rara, cara y devastadora..., pero que ahora sólo contiene a Palmer Eldritch, y ni siquiera todo él. Sólo su voz.
El fósforo le quemó los dedos y él ni se dio cuenta.
11
Felix Blau consultó sus apuntes y declaró:—Hace quince horas, y con el beneplácito de la ONU, una nave cargada de ChewZi
aterrizó en Marte y distribuyó las primeras provisiones a los refugios de Fineburg Crescent.
Leo Bulero se inclinó hacia la pantalla, juntó las manos y preguntó:—¿Incluido el de Chicken Pox Prospects?Felix se lo confirmó con un movimiento de la cabeza.—A estas alturas —dijo Leo— Barney ya debería haber tomado la dosis de esa
porquería que destruye el cerebro, y nosotros tendríamos que haber recibido noticias suyas vía satélite.
—Así es.—¿William C. Clarke sigue esperando? —Clarke era el responsable jurídico de Equipos
PP en Marte.—Sí —respondió Felix—, pero Mayerson tampoco ha contactado con él; en realidad no
ha contactado con nadie. —Apartó sus papeles—. Esto es todo lo que sé por el momento.—A lo mejor está muerto —dijo Leo. Se sentía huraño, todo aquel asunto lo deprimía
—. A lo mejor ha tenido unas convulsiones tan fuertes que...—En ese caso lo habríamos sabido; uno de los tres hospitales de la ONU en Marte
habría sido informado.—¿Dónde está Palmer Eldritch?—Nadie de mi organización lo sabe —respondió Felix—. Abandonó la Luna y
desapareció. Lo hemos perdido de vista.—Daría mi brazo derecho —dijo Leo— por saber qué está pasando en ese refugio de
Chicken Pox Prospects donde se encuentra Barney.—En ese caso podría ir usted mismo a Marte.—Ah, no —dijo Leo—. Yo no volveré a dejar Equipos PP después de lo que me pasó
en la Luna. ¿Puede usted encontrar a alguien de su organización que pueda informarnos directamente?
—Tenemos a esa chica, Anne Hawthorne. Pero ella tampoco ha aparecido. Quizá yo pudiera ir a Marte si usted no va.
—Yo no pienso ir —repuso Leo.—Le costará caro —dijo Felix Blau.—Lo sé —dijo Leo—. Y voy a pagarle. Así al menos tenemos una esperanza. Quiero
decir que hasta ahora no hemos conseguido nada. —Estamos acabados, se dijo para sus adentros—. Sólo tiene que pasarme la factura —concluyó.
—Pero ¿se imagina lo que podría costarle si yo muero, si me atrapan en Marte? Mi organización podría...
—Por favor —dijo Leo—. No quiero hablar de esto. ¿Qué es Marte? ¿Una tumba que Eldritch está cavando? Es probable que Eldritch se haya tragado vivo a Barney Mayerson. Está bien, usted vaya y preséntese en el Chicken Pox Prospects. —Colgó.
Sentada a sus espaldas, Roni Fugate, consultora prefashion en funciones de Nueva York, escuchaba con atención. «A ésta no se le escapa nada, se dijo Leo para sí».
—¿Ha oído bien? —preguntó bruscamente Leo.—Usted está haciéndole a él lo mismo que él le ha hecho a usted.—¿A quién? ¿De qué habla?—Barney tenía miedo de ir a buscarlo cuando usted desapareció en la Luna. Ahora
usted tiene miedo...—Sería simplemente una locura. De acuerdo —dijo él—. Es tan grande el maldito
miedo que Eldritch me ha inculcado, que ya ni me animo a sacar un pie fuera de este edificio. Está claro que no pienso ir a Marte y usted está absolutamente en lo cierto.
—Salvo que a usted nadie lo eliminará —observó Roni con calma—. Como hizo usted con Barney.
—Me estoy eliminando a mí mismo. Por dentro. Y duele.—Pero no lo suficiente para que se convenza de que debe ir a Marte.—¡Bueno, basta! —Leo, furibundo, volvió a conectar el videófono y marcó el número de
Felix Blau—. Blau, ha habido un cambio. Iré yo mismo. Aunque sea una locura.—Francamente —dijo Felix Blau— creo que así hace exactamente lo que Palmer
Eldritch quiere. Es sólo una cuestión de coraje, para armarse contra...—Eldritch ejerce su poder a través de esa droga —dijo Leo—. Mientras no consiga
hacérmela tragar a mí, todo irá bien. Llevaré conmigo a algunos guardias de la compañía para que vigilen que no me pongan una inyección como la última vez. Oiga, Blau, de todas maneras usted vendrá conmigo, ¿verdad? —Se volvió hacia Roni—. ¿Está bien así?
—Sí —dijo ella.—¿Ha visto? Ella dice que está bien. Entonces, ¿vendrá conmigo a Marte y me dará la
mano?—Por supuesto, Leo —dijo Felix Blau—. Y si usted se desmaya, yo le daré aire hasta
que recupere el conocimiento. Nos vemos en su despacho dentro de... —miró su reloj— dos horas. Planificaremos los detalles. Tenga preparada una nave rápida. Yo llevaré conmigo un par de hombres de confianza.
—Ya está —dijo a Roni al interrumpir la comunicación—. Mire lo que me hace hacer. Ya le arrebató el puesto a Barney y si yo no regreso de Marte quizá me lo arrebatará a mí también. —Escrutó a Roni con la mirada. Las mujeres pueden llevar a un hombre a hacer cualquier cosa, reflexionó. Ya sean madres, esposas o incluso empleadas, nos manejan como trocitos de materia termoplástica.
—¿Es ése, a su juicio, el motivo por el que he hablado, señor Bulero? ¿Lo cree realmente?
La fulminó con una mirada dura y prolongada.—Sí. Porque su ambición no tiene límites. Creo realmente que es así.—Se equivoca.—Si yo no regreso de Marte, ¿irá usted a buscarme?Esperó, pero ella no respondió; vio la vacilación reflejada en su rostro, y eso le hizo
soltar una carcajada.—Claro que no —dijo él.Impasible, Roni Fugate dijo:—Tengo que volver a mi despacho: debo examinar una nueva línea de cubertería.
Unos modelos modernos de Ciudad del Cabo. —Se levantó y se fue; mientras la veía marcharse, Leo pensó: Ella es la verdadera amenaza. No Palmer Eldritch. Si consigo volver, tendré que encontrar una forma de deshacerme de ella. No me gusta que me manipulen.
De pronto recordó que Palmer Eldritch se había transformado en una niña..., por no hablar de su posterior transformación en perro. A lo mejor no existía ninguna señorita Fugate; a lo mejor ella era Eldritch.
Pensó en eso y se le heló la sangre.En realidad, se dio cuenta, no son los proxímanos, seres de otra galaxia, los que
invaden la Tierra. No se trata de una invasión de legiones seudohumanas. No. Es Palmer Eldritch que está en todas partes, que sigue creciendo y extendiéndose como una mala hierba enloquecida. ¿Llegará a un punto en el que, de tanto crecer, estallará? Todas esas apariciones de Eldritch, en la Tierra, en la Luna, en Marte, Palmer que se infla y después estalla... Pum, pum. Como dice Shakespeare, se trata de la sempiterna cuestión de traspasar la armadura con una aguja y adiós al rey.
Pero, pensó, ¿dónde está la aguja en este caso? ¿Existe una hendidura por donde podamos meterla? No lo sé, ni Felix tampoco lo sabe, y en cuanto a Barney, apostaría a que no tiene la más mínima idea de cómo enfrentarse a Eldritch. ¿Secuestrar a Zoe, ese esperpento de hija mayor? A Palmer no le importaría. A menos que Palmer no sea también Zoe; a lo mejor no existe ninguna Zoe independientemente de él. Y así es como
acabaremos todos, si no encontramos la manera de destruirlo, advirtió. Tres planetas y seis lunas invadidos por las réplicas y las extensiones de un hombre. Eldritch es un protoplasma que se extiende, se reproduce y se divide, y todo esto gracias a esa droga derivada de un liquen extraterrestre, ese espantoso y maldito ChewZi.
Regresó al videófono y llamó al satélite de Allen Faine.En ese mismo instante apareció, algo incorpórea y difuminada, aunque siempre
presente, la imagen de su principal discjockey.—Dígame, señor Bulero.—¿Me confirma que Mayerson se puso en contacto con usted? Recibió su libro de
códigos, ¿no es cierto?—Recibió el libro, pero todavía no ha dado señales de vida. Hemos estado controlando
todas las transmisiones desde Chicken Pox Prospects. Vimos una nave de Eldritch aterrizar cerca del refugio, hace unas horas, Palmer Eldritch salió de ella y fue a entrevistarse con los habitantes del refugio, y aunque nuestras cámaras no la captaron, estoy seguro de que la transacción se consumó en ese mismo instante. —Y Faine agregó—: Barney Mayerson estaba entre los habitantes del refugio que se encontraron con Eldritch.
—Creo intuir qué ocurrió —dijo Leo—. Bueno, gracias, Al.Colgó. Barney bajó al refugio con el ChewZi, se dijo. Y enseguida todos se sentaron y
se pusieron a masticar, y ése ha sido el final, como me pasó a mí en la Luna. Nuestro plan preveía que Barney masticara, advirtió Leo, y así es como hemos caído en las manos sucias y semiautomáticas de Palmer: una vez que la droga entró en el organismo de Barney, se acabó. Porque Eldritch, de alguna manera, controla cada uno de los mundos alucinatorios que la droga provoca. Y yo estoy seguro, ¡pues lo he vivido!, que ese canalla habita cada uno de ellos.
Los mundos de fantasía que genera el ChewZi, pensó, están en la cabeza de Eldritch. Como yo he podido constatar personalmente.
Y el problema está en que, siguió pensando, una vez que entras en uno de esos mundos, ya casi no puedes salir de él: te tiene atrapado, incluso cuando crees que te has librado de él. Es una puerta por la que entras pero no sales, y yo tengo la sospecha de que todavía estoy dentro.
No obstante, aquello parecía poco probable. Y sin embargo, pensó Leo, esto demuestra lo asustado que estoy, como ha observado Roni. Lo suficientemente asustado, debo admitir, para abandonar a Barney en Marte del mismo modo que él me abandonó a mí. Y además Barney estaba ejercitando su capacidad precog, de manera que podía prever el futuro y llegar a través de su premonición a la misma conclusión a la que yo he llegado. Conocía de antemano lo que a mí sólo la experiencia iba a enseñarme. No es de extrañar que se mostrara reacio.
¿Quién se está sacrificando?, se preguntó Leo. ¿Yo, Barney, Felix Blau...? ¿A quién de nosotros se tragará vivo Palmer? Pues para él no somos más que eso: alimento. Es una cosa voraz llegada de Próxima, una boca inmensa y abierta, preparada para recibirnos.
Pero Palmer no es un caníbal. Porque yo sé que no es humano: no se esconde un hombre bajo la piel de Eldritch.
Pero tampoco tenía la más remota idea de lo que podía ser. Podían ocurrir muchísimas cosas, tanto de ida como de vuelta, entre las distancias inconmensurables que separan el sistema solar del proxímano. A lo mejor, pensó, ocurrió durante el primer viaje de ida de Palmer; a lo mejor se alimentó de proxímanos durante los primeros diez años que transcurrió allí, dejó el plato limpio y después volvió entre nosotros. ¡Puaj! Se estremeció.
Bueno, pensó luego, me quedan dos horas más de vida libre, sin contar el tiempo del viaje a Marte. En total, quizá sean diez horas más de vida privada antes de ser... devorado. Y pensar que en Marte esa droga espantosa está extendiéndose por todas partes, toda esa gente atrapada en los mundos ilusorios de Palmer, y que han caído en la red que él les ha preparado. ¿Cómo le llamaban a esto los budistas de la ONU como HepburnGilbert? Maya. El velo de la ilusión. Miiieeeerda, pensó, irritado. Alargó una mano para conectar el intercom y pedir una nave rápida para el viaje. Y quiero un buen piloto, apuntó, últimamente ha habido muchos aterrizajes automáticos accidentados: no quiero acabar hecho pedazos en el campo... especialmente en ese campo.
—¿Sabe quién es el mejor piloto interplanetario que tenemos? —preguntó dirigiéndose a la señorita Gleason.
—Don Davis —dijo la señorita Gleason sin pensarlo—. Tiene un curriculum excelente... gracias a sus viajes desde Venus. —No se refirió explícitamente al tráfico de CanDi de la empresa ya que hasta el interfono podía estar intervenido.
Diez minutos después, todos los preparativos del viaje habían concluido.Leo Bulero se apoyó contra el respaldo de su silla y encendió un enorme habano de
hojas claras que se había conservado, tal vez durante muchos años, en un humectador con helio... El cigarro, cuando Leo le mordió una punta, resultó estar seco y quebradizo y se deshizo con la presión de sus dientes, ante lo cual Leo se sintió decepcionado. Le había parecido tan bueno, tan bien conservado en el estuche... En fin, nunca se sabe, se dijo. Hasta que uno lo prueba.
La puerta de su despacho se abrió y entró la señorita Gleason, llevando en una mano los papeles para conseguir una nave.
La mano que sostenía los papeles era artificial: notó el resplandor del metal e inmediatamente alzó la mirada para escrutarle el rostro y todo lo demás. Dientes de Neanderthal, pensó. A eso se parecen esos dientes gigantescos de acero inoxidable. Regresión de doscientos mil años, ¡qué asco! Y los ojos luxvid, vidlux o como quiera que se llamen, sin pupilas, sólo ranuras. Fabricados, claro, por los laboratorios Jensen de Chicago.
—Que Dios lo maldiga, Eldritch —dijo Leo.—Seré también su piloto —dijo Eldritch bajo la apariencia de la señorita Gleason—.
Además, estaba pensando en ir a recibirlo a su llegada. Pero creo que eso sería demasiado, no voy a tener tiempo.
—Déme los papeles que tengo que firmar —dijo Leo alargando una mano.Sorprendido, Palmer Eldritch preguntó:—¿Sigue pensando en viajar a Marte? —Parecía realmente asombrado.—Sí —dijo Leo, y esperó con calma que le alcanzara los papeles.
Una vez has tomado ChewZi estás perdido. Al menos así es como lo habría expresado la dogmática, devota y fanática Anne Hawthorne. Es como la esclavitud, pensó Barney Mayerson, como el pecado. O la caída. Y la tentación también es parecida.
Pero en este caso lo que falta es la posibilidad de salvarse. ¿Acaso tenemos que ir a Próxima para descubrirla? A lo mejor ni siquiera allí la descubriríamos, ni en ninguna otra parte del universo.
Anne Hawthorne apareció en la puerta de la sala de comunicaciones del refugio.—¿Va todo bien?—Por supuesto —respondió Barney—. Somos nosotros los que hemos caído en esto.
Nadie nos ha obligado a masticar ChewZi. —Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo apagó con la punta de la bota—. ¿No vas a darme tu tableta? —preguntó. Pero no era Anne la
que se negaba a dársela. Era Palmer Eldritch que, operando a través de ella, la retenía.Aun así, pensó, podría sacársela.—Detente —dijo ella, o mejor dicho, dijo esa cosa.—¡Eh! —gritó Norm Schein desde la sala de comunicaciones, levantándose de un
salto, pasmado. ¿Qué hace Mayerson? Déjela...El poderoso brazo artificial lo golpeó; los dedos de metal lo agarraron y con eso ya casi
fue suficiente: le apretaron el cuello, con habilidad, buscando el punto que causaría una muerte más rápida. Pero Barney logró apoderarse de la tableta y soltó a la criatura.
—No la mastiques, Barney —dijo ella con calma—. Ha pasado demasiado poco tiempo desde la primera dosis. Por favor.
Sin responder, Barney se encaminó hacia su compartimiento.—Hazlo por mí —le gritó Anne—. Divídela por la mitad y déjame masticar contigo. Así
puedo estar cerca de ti.—¿Para qué? —preguntó él.—A lo mejor puedo ayudarte.—Puedo arreglármelas solo —dijo Barney. Si consigo llegar a Emily antes del divorcio,
antes de que aparezca Richard Hnatt... como hice antes, pensó. Es el único momento en el que tengo realmente alguna posibilidad. Tengo que intentarlo, una y otra vez, hasta conseguirlo.
Cerró la puerta con llave.Mientras devoraba el ChewZi, pensó en Leo Bulero. Él pudo escaparse. Quizá porque
Palmer Eldritch era más débil que él, ¿no es así? ¿O acaso Eldritch simplemente le soltaba el sedal y lo dejaba juguetear con el anzuelo? Hubiese podido venir aquí y detenerme; pero ahora ya no puedo detenerme. Hasta Eldritch me lo advirtió, hablando a través de Anne Hawthorne. Era demasiado incluso para él, ¿y ahora qué? ¿He exagerado y llegado tan lejos que hasta él me ha perdido de vista? He llegado donde ni el mismo Palmer Eldritch puede llegar, donde nada existe.
Y, obviamente, pensó, no puedo volver atrás.Le dolía la cabeza y cerró los ojos sin querer. Era como si su cerebro, palpitante y
aterrado, se hubiese movido, lo sentía temblar. Metabolismo alterado, se dijo. Un shock. Lo siento, se dijo para sí, disculpándose con esa parte somática de sí mismo. ¿Está bien?
—Auxilio —gritó.—Auxilio un cuerno —chirrió una voz masculina—. ¿Qué quieres que haga, que te dé
la mano? Abre los ojos y huye de aquí. Este período en Marte te ha arruinado por completo, y yo estoy harto. ¡Vamos!
—Cállate —dijo Barney—. Me siento mal, me he pasado de rosca. ¿Todo lo que puedes hacer por mí es gritarme? —Abrió los ojos y se encontró frente a Leo Bulero, sentado a su gran escritorio de roble macizo—. Escucha —dijo Barney—, estoy bajo el ChewZi y no puedo salir. Si tú no puedes ayudarme, estoy frito. —Fue a buscar una silla cercana para sentarse y sintió que las piernas se le doblaban como si se le derritieran.
Mientras lo veía fumar pensativamente un cigarro, Leo dijo:—¿Estás bajo el ChewZi en este momento? —Frunció el ceño—. Desde hace dos
años...—¿Está prohibido?—Ja. Prohibido. Dios mío. No sé si vale la pena que hable contigo: ¿qué eres?, ¿un
fantasma del pasado?—Has oído perfectamente lo que te he dicho: estoy bajo el ChewZi. —Y apretó los
puños.—Está bien, está bien —dijo Leo, agitado, soltando grandes bocanadas de un humo
espeso y gris—. No te pongas nervioso. Diablos, me adelanté en el tiempo y yo también pude vislumbrar el futuro, y no me ha matado. De todas formas, caramba, tú eres un precog..., deberías estar acostumbrado. Aunque... —se reclinó en su silla, la hizo girar y luego cruzó las piernas—, he visto un monumento, ¿sabes? Y adivina a quién estaba dedicado. A mí. —Echó una mirada a Barney y se encogió de hombros.
—No he sacado nada —dijo Barney—, absolutamente nada, de esta experiencia. Quiero recuperar a mi mujer. Quiero a Emily. —Era presa de una amargura rabiosa y desbordante. La bilis del desengaño.
—Emily —dijo Leo Bulero, asintiendo. Después, dirigiéndose al interfono, ordenó:—Señorita Gleason, por favor, que nadie nos moleste. —Se volvió otra vez hacia
Barney y lo escrutó con la mirada—. Ese tipo, Hnatt, se llama así, ¿no?, fue arrestado por la policía de la ONU con el resto de la organización de Eldritch. Hnatt había firmado un contrato con un hombre de negocios de Eldritch. Bueno, le dieron la posibilidad de elegir entre una pena de prisión o... sí, ya sé que es ilegal, pero yo no tengo la culpa... o emigrar. Y él ha emigrado.
—¿Y ella qué?—¿Te refieres a su actividad de ceramista? ¿Y cómo diablos hubiese podido llevarla
adelante desde un refugio subterráneo en el desierto marciano? Como no podía ser de otra manera, decidió plantar a ese tarado. Por eso, si tú hubieras esperado...
—¿Eres de veras Leo Bulero? —preguntó Barney—. ¿O acaso eres Palmer Eldritch? Estás haciendo esto para hundirme todavía más..., ¿no es así?
Leo arqueó una ceja y respondió:—Palmer Eldritch ha muerto.—Eso no es cierto, es una fantasía provocada por la droga. La traslación.—¿Cómo que no es cierto? —dijo Leo fulminándolo con la mirada—. ¿Quién piensas
que soy entonces? Escúchame bien. —Apuntó el índice hacia Barney—. No hay nada de irreal en mí: el único maldito fantasma del pasado, como has dicho, eres tú. Quiero decir que afrontas la situación mirando hacia el pasado. ¿Me entiendes? —Golpeó violentamente el escritorio con los dos puños—. ¿Oyes el ruido de la realidad? Pues bien, yo afirmo que tu ex mujer y Hnatt se han divorciado; lo sé porque ella nos vende sus piezas para que las miniaturicemos. Es más, estuvo en el despacho de Roni Fugate el jueves pasado. —Malhumorado, seguía fumando su cigarro y miraba a Barney.
—Entonces —dijo Barney— lo único que tengo que hacer es ir a buscarla. —Era muy simple.
—Claro —confirmó Leo—. Pero una cosa más. ¿Qué piensas hacer con Roni Fugate? Vives con ella en este mundo que por lo visto te gusta imaginar como irreal.
—¿Y eso desde hace dos años? —preguntó Barney asombrado.—Y Emily lo sabe, porque desde que empezó a visitar a Roni para vendernos sus
piezas, se han hecho amigas; y entre ellas se cuentan todos sus secretos. Trata de contemplar la situación desde el punto de vista de Emily. Si ella permite que vuelvas con ella, Roni seguramente ya no aceptará las piezas para miniaturizarlas. Es un riesgo, y yo apuesto que Em no lo querrá correr. Lo que quiero decir es que Roni, al igual que tú en el pasado, tiene carta blanca en lo que a nosotros se refiere.
—Emily nunca antepondría su carrera a su vida privada.—Tú lo has hecho. A lo mejor Em lo aprendió de ti, captó el mensaje. Además, aunque
ese tipo, Hnatt, ya no esté con ella, ¿por qué querría Emily volver a estar contigo? Le va muy bien tanto en la vida como en el trabajo: es famosa en todo el planeta y está ganando un montón de pieles... ¿Quieres que te diga la verdad? Tiene a todos los hombres a sus pies. Y cuando ella lo desee. Em no te necesita, Barney, acéptalo. Además, ¿qué le falta
a Roni? Sinceramente, yo en tu lugar no me comería tanto el coco...—Creo que eres Palmer Eldritch —dijo Barney.—¿Yo? —Leo se llevó una mano al pecho—. Barney, yo maté a Palmer Eldritch; por
eso me hicieron ese monumento. —Hablaba en voz baja y con tranquilidad, pero se había puesto escarlata—. ¿Acaso tengo dientes de acero inoxidable? ¿Tengo algún brazo artificial? —Leo levantó las dos manos—. ¿Y qué me dices de mis ojos?
Barney se dirigió hacia la puerta del despacho.—¿Adónde vas? —preguntó Leo.—Estoy seguro —dijo Barney mientras abría la puerta— que si puedo ver a Emily,
aunque sólo sea por pocos minutos...—Es imposible, amigo, no puedes. —Leo movió la cabeza, convencido.Mientras esperaba el ascensor en el pasillo, Barney pensó: A lo mejor era realmente
Leo. A lo mejor es cierto.Así que sin Palmer Eldritch no puedo hacer nada.Anne tenía razón: tendría que haberle dado la mitad de la tableta y así hubiésemos
podido compartir esta experiencia. Anne, Palmer... es exactamente lo mismo, es siempre él, el artífice. Eso es lo que él es, se dijo, el dueño de estos mundos. Los demás sólo los habitamos, y él también, cuando se le antoja, puede habitarlos. Puede cambiar de escenografía, manifestarse, hacer que las cosas tomen el rumbo que él quiere. O incluso ser uno de nosotros, el que más le guste. Es más, cada uno de nosotros, si lo desea. Eterno, extratemporal conjunto de segmentos de todas las demás dimensiones... puede incluso entrar en un mundo en el que está muerto.
Palmer Eldritch era un hombre cuando salió hacia Próxima, y ha regresado convertido en un dios.
Mientras esperaba el ascensor, Barney dijo en voz alta:—Palmer Eldritch, ayúdeme. Haga que mi ex mujer vuelva conmigo. —Miró a su
alrededor: no había nadie que pudiera oírlo.Llegó el ascensor. Las puertas se abrieron. En su interior había cuatro hombres y dos
mujeres; guardaban silencio.Todos eran Palmer Eldritch. Tanto los hombres como las mujeres: brazos artificiales,
dientes de acero inoxidable... y los grises rostros enjutos con ojos Jensen artificiales.Casi al unísono, pero no del todo, como si cada uno quisiera hablar antes que los
demás, las seis personas dijeron:—No conseguirá salir de aquí para regresar a su mundo, Mayerson. Esta vez ha
exagerado de veras, se ha tomado una dosis descomunal. Yo le avisé cuando me la arrancó de las manos en Chicken Pox Prospects.
—¿No puede ayudarme? —preguntó Barney—. Quiero que ella vuelva conmigo.—Usted no entiende —respondieron los Palmer Eldritch, moviendo colectivamente sus
cabezas; era el mismo movimiento que Leo acababa de hacer, y la misma negativa categórica—. Como ya le hemos señalado: éste es su futuro y usted ya se ha instalado aquí. Así que no hay lugar para usted, es una cuestión de lógica. ¿Para quién tendría yo que atrapar a Emily? ¿Para usted? ¿O para el verdadero Barney Mayerson que ha vivido hasta ahora con absoluta naturalidad? Yo no creo que éste haya intentado recuperar a Emily. ¿No cree usted, obviamente no va a creerlo, que él también, cuando el matrimonio Hnatt se rompió, movió su ficha? Yo, en aquel momento, hice lo que pude por él; fue hace unos meses, poco después de que se llevaran a Richard Hnatt a Marte, protestando y pataleando durante todo el viaje. Yo por mi parte no tengo nada que reprocharle a Hnatt; fue una jugarreta urdida en cada detalle por Leo, por supuesto. Y ahora, mírese. —Los
seis Palmer Eldritch hicieron un ademán de desprecio—. Usted es un fantasma, como dijo Leo; puedo literalmente mirar a través de usted. Voy a usar un término más preciso para definirlo. —Entonces los seis pronunciaron con calma e imparcialidad el veredicto—: Usted es un espectro.
Barney los miró y ellos le devolvieron la mirada, afables e inmóviles.—Trate de reconstruir su vida basándose en esa premisa —prosiguieron los Eldritch—.
En fin, usted ha logrado lo que San Pablo promete, y lo que Anne Hawthorne andaba farfullando por ahí: ya no vive en un cuerpo corruptible y carnal; habita ahora en cambio un cuerpo etéreo. ¿Le gusta, Mayerson? —Aunque usaran un tono de burla, la piedad asomó en los seis rostros y en las extrañas ranuras con ojos mecánicos de cada uno—. Usted no puede morir: usted ni come, ni bebe, ni respira... Si usted quiere puede atravesar las paredes, es más, puede atravesar cualquier objeto material que le dé la gana. Con el tiempo se hará a la idea. Es evidente que camino a Damasco Pablo tuvo una visión relacionada con este fenómeno. Éste y muchos más. —Y los Eldritch agregaron—: Como verá, tiendo a considerar con cierta simpatía el punto de vista de los cristianos primitivos y los neocristianos, que Anne también defiende. Lo cual ayuda a explicar muchas cosas.
—¿Y de usted, Eldritch, qué puede decirme? —preguntó Barney—. Usted está muerto, Leo lo mató hace dos años. —Además yo sé, pensó Barney, que sufres de lo mismo que yo: el mismo proceso te debe haber doblegado a ti también, en alguna parte del camino. Tú también tomaste una sobredosis de ChewZi y ahora no hay manera para ti de volver a tu tiempo y a tu mundo.
—Ese monumento —dijeron los seis Eldritch murmurando juntos como un viento lejano— es absolutamente erróneo. Hubo una escaramuza entre una nave de mi flota y una de Leo, apenas salimos de Venus. Yo me encontraba a bordo, o supuestamente a bordo, de la nuestra. Y Leo en la suya. Leo y yo nos habíamos encontrado poco antes en Venus bajo los auspicios de HepburnGilbert, y durante el viaje de regreso a la Tierra, a Leo le dio por atacar nuestra nave. Tras este episodio se erigió el monumento..., gracias a las astutas presiones económicas de Leo ejercidas contra todos los organismos políticos indicados. Así consiguió entrar en los libros de historia de una vez por todas.
Dos personas, un joven con pinta de ejecutivo bien vestido y una joven que posiblemente era su secretaria, pasaron por el vestíbulo y miraron con curiosidad a Barney y a las seis criaturas dentro del ascensor.
Las criaturas dejaron de ser Palmer Eldritch: el cambio se produjo ante la mirada de Barney. De pronto se transformaron en seis individuos distintos, en hombres y mujeres normales, de una heterogeneidad absoluta.
Barney se alejó del ascensor. Durante un intervalo indefinido de tiempo vagó por los pasillos y después fue bajando las rampas una a una hasta llegar a la planta baja, donde se encontraba el organigrama de Equipos PP. Se puso a leerlo y encontró su nombre y el número de su despacho. Por una ironía del destino —y la cosa rayaba ya lo inaceptable— figuraba con el cargo por el que, no mucho antes, había amenazado a Leo: aparecía como supervisor prefashion, y estaba jerárquicamente por encima de cualquier otro consultor. Así que, una vez más, si sólo hubiese sabido esperar...
No cabía duda de que Leo había conseguido sacarlo de Marte. Lo había librado de aquel mundo de refugios. Y eso significaba mucho.
La causa que habían planeado —o la táctica sustitutiva— había tenido éxito. O mejor dicho, iba a tener éxito. Y tal vez muy pronto.
La atmósfera alucinatoria creada por Palmer Eldritch, el pescador de almas humanas, había sido extremadamente efectiva, pero no perfecta. Por lo menos no a la larga. Si tan
sólo él hubiese dejado de masticar ChewZi después de la primera dosis...Quizás el hecho de que Anne tuviera una tableta en su poder había sido premeditado.
Una manera de empujarlo a masticar de nuevo, y enseguida. En ese caso las protestas de Anne no habían sido más que una farsa: en realidad ella había dejado que le arrebatara la dosis y él, como un animal perdido en un laberinto inextricable, se había abalanzado hacia la salida que había entrevisto. Manipulado por Palmer Eldritch a cada palmo del camino.
Y no había manera de volver atrás.Se preguntaba si debía creer a Eldritch, que había hablado por boca de Leo. Y por la
de todos, en todas partes. Pero aquella era la palabra clave: si.Subió en el ascensor hasta el piso donde se encontraba su propio despacho.Cuando abrió la puerta de la oficina, el hombre sentado al escritorio levantó la cabeza y
dijo:—Cierra esa puerta. No tenemos mucho tiempo. —El hombre, que era él mismo, se
levantó; Barney se quedó mirándolo y luego, con un aire pensativo, cerró la puerta como el otro le había ordenado—. Gracias —dijo glacialmente su futuro ego—. Y deja de preocuparte por regresar a tu tiempo: lo conseguirás. La mayor parte de lo que Eldritch ha hecho, o hace, si prefieres verlo de esa manera, consiste en la producción de transformaciones superficiales: hace que las cosas tengan la apariencia que él quiere, pero esto no significa que sean auténticas. ¿Me entiendes?
—Te... tomo la palabra.—Me doy cuenta de que para mí ahora es fácil decir esto —prosiguió su futuro ego—.
Eldritch todavía se deja ver de vez en cuando, y a veces incluso en público, pero yo mismo, y todos saben, hasta el lector más ignorante del más vulgar de los homeodiarios, que no es más que un fantasma; el verdadero Eldritch está sepultado en Sigma 14B y eso está demostrado. Tú te encuentras en una situación distinta. Para ti el verdadero Palmer Eldritch podría aparecer en cualquier momento: y lo que para ti es real, para mí sería un fantasma, y esto seguirá siendo así aun cuando hayas regresado a Marte. Vas a encontrarte con un Palmer Eldritch auténtico y vivo, y francamente puedo asegurarte que no te envidio.
—Dime sólo cómo hago para regresar —dijo Barney.—¿Acaso Emily ya no te importa?—Tengo miedo. —Y sintió su propia mirada, la percepción y la comprensión del futuro
que lo quemaban—. Está bien —dijo—, pero ¿qué puedo hacer? ¿Tratar de impresionarte? De todas formas tú te darías cuenta.
—La ventaja que tiene Eldritch sobre las personas que han tomado ChewZi deriva de la exagerada lentitud y gradualidad que caracteriza la bajada: se trata de una serie de niveles en los que los efectos ilusorios se disipan paulatinamente y la realidad auténtica emerge cada vez más. A veces este proceso puede llegar a durar unos años. Éste es el motivo por el que la ONU ha tardado tanto en prohibir el ChewZi y en ponerse en contra de Eldritch: al principio HepburnGilbert lo había aprobado porque creía sinceramente que el ChewZi ayudaba a quien lo consumía a penetrar la realidad tangible, pero después resultó evidente a todos los que consumían la droga o que simplemente eran testigos, que era precisamente...
—¿Significa que nunca me he recuperado de la primera dosis?—Exacto: nunca has vuelto a la realidad tangible. Como no obstante habría sucedido si
hubieses esperado veinticuatro horas más. Esos fantasmas de Eldritch, añadidos a la materia ordinaria, se habrían volatilizado por completo y tú hubieses sido libre. Pero
Eldritch te indujo a aceptar esa segunda dosis más fuerte. Sabía que iban a enviarte a Marte para que actuaras en contra de él, aunque no sabía exactamente de qué modo. Te tenía miedo.
Parecía extraño oír aquello: algo no cuadraba. Eldritch. con todo lo que había hecho y podía hacer..., había visto, no obstante, el monumento en el futuro; sabía que, de alguna manera, al final iban a matarlo.
De pronto, la puerta del despacho se abrió.Roni Fugate miró hacia dentro y los vio a los dos; no dijo nada... simplemente se limitó
a mirar, asombrada. Después, por fin murmuró:—Un fantasma. Creo que es el que está en pie, el más cercano a mí. —Turbada, entró
en el despacho y cerró la puerta tras ella.—Exacto —dijo el futuro ego de Barney, echándole una mirada escrutadora—. Puedes
comprobarlo atravesándolo con la mano.Así lo hizo, y Barney Mayerson vio cómo la mano de Roni pasaba a través de su
cuerpo y desaparecía.—Ya había visto fantasmas antes —dijo ella, y retiró la mano; ahora Roni había
recobrado la compostura—. Pero nunca el tuyo, cariño. Todos los que han tomado esa porquería, un buen día se han convertido en fantasmas, pero últimamente hay menos. Hubo una época, hace más o menos un año, en que había montones de ellos por todas partes. —Y agregó—: Hasta HepburnGilbert se encontró finalmente con su propio fantasma, y se lo merecía.
—Tienes que tener en cuenta —dijo el futuro ego de Barney a Roni— que Eldritch lo tiene dominado, aunque para nosotros el hombre esté muerto. Así que debemos actuar con mucha cautela. Eldritch puede empezar a influir en su percepción en cualquier momento, y si esto ocurre no tendrá otra alternativa que la de obrar en consecuencia.
Dirigiéndose a Barney, Roni dijo:—¿Qué podemos hacer por ti?—Quiere volver a Marte —dijo su futuro ego—. Han elaborado un plan sumamente
complicado para destruir a Eldritch mediante una maniobra a través de los tribunales interplanetarios. Dicho plan implica que él se someta a la absorción de una toxina originaria de lo, la KV7, que provoca epilepsia. ¿O acaso no te acuerdas de eso?
—Pero la cosa nunca llegó a los tribunales —dijo Roni—. Eldritch lo arregló todo. Y la causa fue desestimada.
—Podemos llevarte a Marte —dijo el futuro ego a Barney— en una nave de Equipos PP. Pero eso no servirá de nada ya que Eldritch no sólo te seguirá y acompañará en tu viaje, sino que además estará esperándote para darte la bienvenida... Es uno de sus deportes preferidos al aire libre. Nunca olvides que un fantasma puede ir a cualquier parte, no tiene límites de tiempo y espacio. Es eso lo que lo convierte en un fantasma, eso y el hecho de que no posee un metabolismo, al menos no en el sentido que nosotros le damos a esa palabra. Sin embargo, extrañamente, está sometido a la ley de la gravedad. Ha habido numerosos estudios sobre el tema últimamente, aunque todavía no se sabe mucho. —Y de manera significativa, concluyó—: En especial sobre ese problema secundario: ¿cómo hacer para que un fantasma regrese a su dimensión espaciotemporal...?, ¿cómo exorcizarlo?
—¿Estás ansioso por librarte de mí? —preguntó Barney. Sentía frío.—Así es —respondió su ego futuro con calma—. Tan ansioso como tú por retroceder
en el tiempo. Sabes que te has equivocado, sabes que... —Miró a Roni y se detuvo inmediatamente. No quería hablar de Emily en su presencia.
—Han hecho experimentos con shocks eléctricos de alto voltaje y de bajo amperaje —
dijo Roni—. Y con los campos magnéticos. La Universidad de Columbia ha...—La mejor investigación hasta ahora —dijo su ego futuro— la ha realizado el
departamento de física de Cal, en la costa oeste. El fantasma es bombardeado con partículas beta que desintegran la base proteínica esencial para...
—Está bien —dijo Barney—. Os dejaré solos. Iré al departamento de Cal y veré qué pueden hacer. —Se sentía completamente vencido, hasta su propio ego lo había abandonado. Es el colmo, pensó, presa de una furia impotente e incontrolable. ¡Dios mío!
—Qué extraño —dijo Roni.—¿Qué es extraño? —preguntó el ego futuro de Barney, que inclinó la silla hacia atrás,
cruzó los brazos y la miró.—Lo que has dicho de Cal —dijo Roni—. Creía que nunca habían experimentado con
fantasmas allí. —Y, dirigiéndose a Barney, dijo con calma—: Pídele que te muestre las dos manos.
—Muéstrame las manos —dijo Barney. Pero ya la monstruosa metamorfosis de la figura sentada había comenzado, especialmente en la mandíbula, aquella singular hinchazón que le resultaba tan fácil reconocer—. Olvídalo —dijo con sequedad; se sentía mareado.
—Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos, Mayerson —dijo con sorna su ego futuro—. ¿Crees realmente que te servirá de algo golpear en todas las puertas buscando a alguien que tenga piedad de ti? Diablos, yo sí que tengo piedad de ti: te dije que no masticaras esa segunda tableta. Me gustaría liberarte de esto si pudiera, y eso que soy la máxima autoridad en la materia.
—¿Qué va a pasarle? —preguntó Roni al ego futuro de Barney, que ya no era su ego futuro: la metamorfosis había concluido y Palmer Eldritch estaba sentado al escritorio, reclinado hacia atrás, alto y gris, y hacía oscilar lentamente la silla giratoria de un lado a otro, una enorme masa de telarañas atemporales plasmadas, casi con displicencia, para crear una forma seudohumana—. Dios mío, ¿y seguirá vagando así para siempre?
—Es una buena pregunta —observó Palmer Eldritch con gravedad—. Me gustaría saberlo; no sólo por mí sino también por él. No olvide que yo estoy mucho más metido en esto que él. —Y, dirigiéndose a Barney, dijo—: Se habrá dado cuenta de que no es necesario que adopte una Gestalt normal, ¿no? Puede ser una piedra, un árbol, una descarga de agua o una parte de techado antitérmico. Yo he sido todas esas cosas y muchas más. Si se convierte en un objeto inanimado, un tronco viejo, por ejemplo, ya no se es consciente del transcurso del tiempo. Es una opción interesante y factible para alguien que desea escapar de una existencia fantasmal. Yo, por mi parte, no quiero. —Hablaba en voz baja—. Porque para mí, volver a mi dimensión espaciotemporal significaría morir a manos de Leo Bulero. Al contrario: yo sólo puedo vivir en este estado. Pero usted... —Hizo un gesto, esbozando una sonrisa—. Conviértase en una roca, Mayerson. Aguante, por mucho que duren los efectos de la droga. Diez años, un siglo. Un millón de años. O si no transfórmese en un viejo fósil de museo. —Tenía una mirada benévola.
—A lo mejor tiene razón, Barney —dijo Roni tras una pausa.Barney se dirigió hacia el escritorio, tomó un pisapapeles de cristal y volvió a posarlo.—Nosotros no podemos tocarlo —dijo Roni— pero él puede...—La habilidad que tienen los fantasmas para manipular objetos materiales —dijo
Palmer Eldritch— demuestra que ellos están presentes y que no son meras proyecciones. Recuerde el fenómeno poltergeist..., eran capaces de lanzar objetos por toda la casa, pero a la vez eran incorpóreos.
Una placa colgaba de una de las paredes del despacho, era un premio que Emily había
recibido tres años antes por unas cerámicas que había expuesto. Y seguía allí, todavía la conservaba.
—Quiero ser esa placa —decidió Barney.Estaba hecha con una madera dura, de caoba quizás, y bronce; duraría mucho tiempo,
y además él sabía que su propio ego no la abandonaría nunca. Se acercó a la placa, preguntándose cómo podía dejar de ser un hombre y convertirse en un objeto de caoba y bronce colgado en la pared de un despacho.
—¿Quiere que lo ayude, Mayerson? —preguntó Palmer Eldritch.—Sí —respondió él.Algo arrasó con él: alargó los brazos para mantener el equilibrio, pero estaba
hundiéndose, caía por un túnel infinito que se volvía cada vez más estrecho... lo sentía encogerse en torno a él, y se dio cuenta de que había calculado mal. Palmer Eldritch lo había atenazado otra vez, confirmando el poder que ejercía sobre todos los que tomaban ChewZi. Eldritch había hecho algo, y Barney ni siquiera sabía qué era, pero no era lo que había dicho. No era lo que había prometido.
—Dios lo maldiga, Eldritch —dijo Barney, sin siquiera oír su propia voz, y sin oír nada: seguía cayendo, incorpóreo, ya ni siquiera era un fantasma. Hasta la fuerza de gravedad había dejado de afectarlo, ella también había desaparecido.
Déjeme algo, Palmer, pensó. Se lo ruego. Un ruego, se dio cuenta, que no había sido atendido: Palmer Eldritch había actuado mucho tiempo atrás —era demasiado tarde, y siempre lo había sido—. Entonces, seguiré adelante con la causa, se dijo Barney. Encontraré la forma de regresar a Marte, tomaré la toxina, pasaré el resto de mis días en los tribunales interplanetarios para combatirte... y vencerte. No por Leo y Equipos PP sino por mí.
En ese momento oyó una risa. Era la risa de Palmer Eldritch, pero salía de...De sí mismo.Mirándose las manos, vio la izquierda, rosada, pálida, de carne, cubierta de piel y de
una fina vellosidad, casi transparente, y luego la derecha, de una perfección mecánica impecable, brillante, reluciente, una mano infinitamente superior a la original, perdida desde hacía mucho tiempo.
Entonces comprendió lo que le habían hecho. Una gran traslación —al menos desde su punto de vista— se había consumado, y era como si todo hasta ese momento hubiese funcionado en aras de ese objetivo.
Será a mí, pensó, a quien Leo Bulero matará. El monumento hablará de mí.Ahora soy Palmer Eldritch.En ese caso, siguió pensando, mientras todo lo que lo rodeaba parecía solidificarse y
aclararse, me pregunto cómo le estará yendo con Emily.Espero que muy mal.
12
Sus largos tentáculos se extendían desde el sistema Próxima Centauro hasta la Tierra, y no era humano: aquello que había vuelto no era un hombre. Y tenía un poder inmenso. Podía vencer a la muerte.
Pero no era feliz. Por la simple razón de que estaba solo. De manera que enseguida quiso remediar eso; e hizo todo lo que pudo para arrastrar a los demás por la misma senda que él había seguido.
Barney Mayerson fue uno de ellos.
—Veamos, Mayerson —le dijo tratando de entablar una conversación—, ¿qué demonios tiene usted que perder? Procure imaginar su situación: en este momento está usted en la ruina..., no tiene una mujer a quien querer y añora su pasado. Se da cuenta de que ha errado el camino, sin que nadie lo obligara a hacerlo. Y no hay remedio. Aunque el futuro dure millones de años, no podrá devolverle lo que usted ha perdido, por así decirlo, con sus propias manos. ¿Me capta?
No hubo respuesta.—Y se olvida de una cosa —continuó tras una breve pausa—. Ella es una
evolucionada, gracias a esa estúpida Terapia Evolutiva practicada por ese médico alemán y medio nazi en sus clínicas. Por supuesto, ella, mejor dicho, su marido en realidad, fue lo suficientemente inteligente para interrumpir inmediatamente el tratamiento, ella todavía es capaz de hacer cerámicas. No es que haya sufrido una regresión tan fuerte. Y sin embargo... a usted ya no le gustaría. Enseguida se daría cuenta; la encontraría apenas un poco más superficial, un poco más tonta. Ya no sería como en el pasado, y aunque vuelva a estar con usted: sería distinto.
Aguardó de nuevo. Esta vez hubo una respuesta.—Perfecto.—¿Adónde le gustaría ir? —prosiguió entonces él—. ¿A Marte? Apuesto a que sí.
Bueno, entonces de vuelta a la Tierra.Barney Mayerson, no él, dijo:—No. La dejé porque quise: estaba harto, no podía más.—Bien, a la Tierra no. Veamos entonces. Humm... —Reflexionó—. A Próxima. Usted
nunca vio el sistema Próxima y los proxímanos. Yo soy un puente entre los dos sistemas, ¿me entiende? Ellos pueden llegar al sistema solar a través de mí cada vez que lo deseen... Cuando yo lo permita. Pero aún no lo he permitido. Y ellos están muy ansiosos. —Soltó una risita—. Por poco no hacen cola. Como los chicos que esperan frente al cine la sesión de matinée un sábado por la tarde.
—Conviértame en una piedra.—¿Para qué?—Para no sentir nada —dijo Mayerson—. Para mí ya no existe nada, en ninguna parte.—¿Ni siquiera le interesa entrar en traslación conmigo hacia un organismo
homogéneo?No hubo respuesta.—Puede compartir mis ambiciones. Yo tengo un montón de ambiciones, de grandes
ambiciones... que hacen palidecer a las de Leo. —Por supuesto, pensó, dentro de poco Leo me matará. Al menos en el tiempo ajeno a la traslación—. Voy a revelarle una. Una pequeña ambición. A lo mejor le levantará el ánimo.
—Lo dudo —dijo Barney.—Voy a convertirme en un planeta.Barney se rió.—¿Le parece divertido? —Estaba furioso.—Creo que está usted loco. Poco importa que usted sea un hombre o una cosa
proveniente del espacio intergaláctico, lo cierto es que ha perdido la razón.—No le he explicado bien —dijo con dignidad— lo que quería decir. En realidad quería
decir que me convertiré en cada una de las personas que pueblan ese planeta. Y usted sabe a qué planeta me refiero.
—A la Tierra.—¡Diablos, no!, a Marte.—¿Por qué Marte?
—Porque es... —no encontraba la palabra—. Nuevo. Sin explotar. Rico en potencialidades. Me convertiré en cada uno de los colonos desde su llegada a Marte. Guiaré su civilización. ¡Seré su civilización!
No hubo respuesta.—Vamos, diga algo.—¿Cómo es posible —preguntó Barney— que usted pueda ser tantas cosas, y
convertirse incluso en un planeta entero, mientras que yo ni siquiera puedo transformarme en esa placa que cuelga en una pared de mi despacho en Equipos PP?
—Esto... —dijo él desconcertado—. Está bien, está bien. Puede usted ser esa placa; ¿a mí qué diablos me importa? Sea lo que usted quiera... Ha tomado esa droga, tiene el derecho de entrar en traslación hacia lo que le dé la gana. Claro que no es real. Y ésta es la verdad. Voy a confiarle el secreto mejor guardado: se trata de una alucinación. Lo que hace que parezca real es el hecho de que ciertos aspectos proféticos se confunden con la experiencia, exactamente como en los sueños. Yo ya he recorrido millones de esos denominados «mundos de traslación», los he visto todos. ¿Y sabe usted qué son? No son nada. Son como una rata blanca en cautiverio que envía continuamente impulsos eléctricos a ciertas zonas de su cerebro... ¡Qué horror!
—Entiendo —dijo Barney Mayerson.—¿Y ahora que lo sabe todavía quiere acabar en uno de esos mundos?—Por supuesto —dijo Barney tras una breve pausa.—¡Perfecto! Lo convertiré en una piedra y lo dejaré a la orilla del mar. Allí descansará
millones de años escuchando el rumor de las olas. Eso debería satisfacerlo. —¡Qué idiota incorregible, pensó, furibundo. En una piedra. Dios mío.
—¿Me he ablandado o algo por el estilo? —preguntó Barney, y por primera vez, en el tono de su voz, afloró la duda—. ¿Es esto lo que los proxímanos querían? ¿Para eso lo mandaron a usted?
—A mí no me mandaron. Vine aquí porque quise. A veces uno se cansa de vivir en el espacio muerto rodeado de estrellas incandescentes. —Soltó una risita—. Claro que se ha ablandado... y quiere ser una piedra. Escuche, Mayerson: usted en realidad no quiere ser una piedra. Usted quiere estar muerto.
—¿Muerto?—No me venga con que no lo sabía. —Parecía incrédulo—. ¡Vamos!—No. No lo sabía.—Es muy simple, Mayerson: voy a asignarle un mundo de traslación en el que será el
cadáver en descomposición de un perro muerto arrojado a una cuneta. Piense en el alivio que sentirá. Usted será yo, usted es yo, y Leo Bulero lo matará. Ese será el perro muerto, Mayerson, el cadáver en la cuneta. —Y yo seguiré viviendo, se dijo para sí—. Éste es el regalo que le hago y, recuerde: gift en alemán quiere decir veneno [Gift, en inglés significa regalo. (N. del T.)]. A partir de ahora lo dejaré morir en mi lugar por unos meses y el monumento en Sigma 14B será igualmente erigido, pero yo seguiré viviendo en su cuerpo. Cuando regrese de Marte para trabajar de nuevo en Equipos PP usted será yo. Así me libraré de mi destino.
Era muy simple.—Está bien, Mayerson —concluyó, cansado de la conversación—. Manos a la obra,
como suele decirse. Considérese expulsado: ya no somos un único organismo. Nuestros destinos se separarán y serán distintos, como usted quería. Usted se encuentra en una nave de Conner Freeman saliendo de Venus y yo estoy en Chicken Pox Prospects. Tengo una huerta floreciente en la superficie y me acuesto con Anne Hawthorne siempre que se me antoja... Una buena vida, en lo que a mí respecta. Espero que usted también se sienta
a gusto con la suya. —Y, en ese preciso instante, emergió.Se encontraba en la cocina de su compartimiento en Chicken Pox Prospects:
preparándose un plato de setas autóctonas... El aire olía a mantequilla y especias y, en el salón, el equipo estereofónico portátil reproducía una sinfonía de Haydn. Qué paz, pensó con deleite. Es exactamente lo que deseaba: un poco de paz y de tranquilidad. Después de todo, me había acostumbrado a eso en el espacio intergaláctico. Bostezó, se estiró voluptuosamente y dijo:
—Lo he conseguido.Sentada en el salón, leyendo un homeodiario cuyas noticias provenían del noticiero de
uno de los satélites de la ONU, Anne Hawthorne levantó la mirada y dijo:—¿Qué es lo que has conseguido, Barney?—La cantidad justa de condimento —dijo él, todavía exultante. Soy Palmer Eldritch y
estoy aquí. Sobreviviré al ataque de Leo. Yo sé cómo divertirme y qué hacer con esta vida en este lugar, mientras que Barney no podía, o no quería.
Veremos si le gustará tanto cuando los cañones de Leo destruyan su nave de carga. Y cuando se enfrente con el final de una vida amargamente deplorada.
Deslumbrado por el fulgor de una luz proveniente de arriba, Barney Mayerson parpadeó. Al cabo de pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba en una nave: parecía una habitación ordinaria, una mezcla de salón y dormitorio, pero reconoció dónde estaba porque el mobiliario había sido atornillado al suelo. La gravedad tampoco era nada normal: más bien artificial y no conseguía reproducir la gravedad terrestre.
Y había una abertura al exterior, pequeña, no mucho más grande que un nido de abejas. Y no obstante el espesor del plástico, a través de la ventanilla se podía ver la inmensidad del espacio. Él tenía la mirada clavada en aquel vacío. Un sol cegador inundaba una parte del panorama y, distraídamente, alargó una mano para poner en marcha el filtro negro. En ese mismo instante vio su mano. Su propia mano artificial, metálica, y de una mecánica prodigiosamente eficaz.
De pronto abandonó la cabina y enfiló por el pasillo hacia la sala de control, cerrada con llave. Golpeó la puerta con sus nudillos de acero y poco después la pesada abertura blindada se abrió.
—Hola, señor Eldritch, adelante —saludó respetuosamente el joven piloto rubio.—Tiene que enviar un mensaje —dijo él.El piloto sacó un lápiz y lo acercó al cuaderno colgado encima del tablero de control.—¿A quién, señor?—A Leo Bulero.—A Leo... Bulero. —El piloto escribió con rapidez—. ¿Hay que enviarlo a la Tierra,
señor? En ese caso...—No. Leo se encuentra cerca de nosotros, a bordo de su nave. Dígale...Reflexionó rápidamente.—¿Quiere hablar con él, señor?—No quiero que me mate —respondió él—. Eso es lo que estoy tratando de
comunicarle. Ni que lo mate a usted tampoco. Ni a cualquiera que se encuentre a bordo de este lento y enorme blanco en movimiento.
Pero no hay esperanza, pensó. Alguien de la organización de Felix Blau me vio subir a bordo de esta nave en Venus. Leo sabe que estoy aquí y no hay nada que hacer.
—¿Quiere usted decir que la competencia en el mundo de los negocios puede llegar a esos extremos? —inquirió el piloto, desconcertado. Se había puesto pálido.
Zoe Eldritch, su hija, vestida con un conjunto tirolés y unas zapatillas de terciopelo,
apareció.—¿Qué hay?—Leo está aquí —respondió él—. Tiene una nave de guerra, autorizada por la ONU:
hemos caído en una trampa. Nunca debimos ir a Venus. HepburnGilbert estaba metido en esto. —Dirigiéndose al piloto, dijo—: Siga intentando ponerse en contacto con él. Regresaré a mi cabina. —Aquí no puedo hacer nada, se dijo, y se dispuso a marcharse.
—¡Ni hablar! —protestó el piloto—. Hable usted con él, es a usted a quien está buscando. —Y abandonó su puesto, dejándolo deliberadamente vacante.
Con un suspiro, Barney Mayerson se sentó y conectó el radiotransmisor de la nave; lo sintonizó con la frecuencia de emergencia, levantó el micrófono y dijo:
—Leo, maldito canalla. Me has atrapado. Me has obligado a salir al descubierto para poder atraparme. Tú y tu maldita flota, que ya estaba organizada y activa antes de que yo regresara de Próxima: has empezado con ventaja. —Ahora sentía más indignación que miedo—. No tenemos nada en esta nave. Nada con que defendernos: vas a tirar contra un blanco desarmado. Ésta es una nave de carga. —Hizo una pausa, tratando de pensar en qué más iba a decir. ¿Decirle, pensó para sus adentros, que soy Barney Mayerson y que nunca nadie atrapará y matará a Eldritch porque estará trasladándose eternamente de una vida a otra? ¿Y que en realidad está a punto de matar a una persona que conoce y que quiere?
—Di algo —dijo Zoe.—Leo —dijo al micrófono— déjame volver a Próxima, por favor. —Aguardó,
escuchando las descargas que provenían del altavoz receptor—. Está bien —dijo finalmente—. No he dicho nada. Nunca abandonaré el sistema solar, y tú no conseguirás matarme, ni siquiera con la ayuda de HepburnGilbert, o de cualquier otra persona de la ONU que colabore contigo. —Y dirigiéndose a Zoe, preguntó—: ¿Qué tal? ¿Te ha gustado? —Dejó caer ruidosamente el micrófono—. He concluido.
La primera descarga de energía láser casi partió la nave en dos.Barney Mayerson se tendió en el suelo de la sala de control y oyó el resollar asmático y
agudo de las bombas de aire de emergencia que se ponían en marcha. He conseguido lo que quería, pensó. O al menos eso que Palmer Eldritch decía que yo quería. La muerte.
Frente a su nave, la nave de guerra de Leo Bulero, un modelo de la ONU, se preparaba a lanzar una segunda y definitiva descarga. Pudo ver, en el monitor del piloto, las llamas de los tubos de escape. Estaba realmente muy cerca.
Permaneció tendido allí, esperando la muerte.Y entonces Leo Bulero cruzó la sala principal de su compartimiento y se dirigió hacia
donde estaba él.Intrigada, Anne Hawthorne se levantó de la silla y dijo:—Así que usted es Leo Bulero. Hay unas cuantas preguntas, relacionadas con su
producto, el CanDi, que quisiera hacerle...—Yo no produzco CanDi —dijo Leo—. Quiero desmentir categóricamente ese rumor.
Ninguna de mis empresas comerciales es ilegal, en absoluto. Escucha, Barney, ¿has tomado o no esa...? —Bajó la voz. Se acercó y le susurró con voz ronca—: Ya sabes.
—Voy a salir un momento —dijo Anne con perspicacia.—No —gruñó Leo. Y se volvió hacia Felix Blau, que asintió—. Sabemos que formas
parte de la organización de Blau —dijo Leo dirigiéndose a ella. Después aguijoneó a Barney Mayerson, irritado—. No creo que la haya tomado —dijo casi para sí—. Voy a registrarlo. —Empezó a hurgar en los bolsillos de la escafandra de Barney y luego en la camisa que tenía debajo—. Aquí está. —Extrajo el tubo que contenía la toxina cerebral. Desenroscó el tapón y miró dentro—. Sigue estando ahí —dijo a Blau con gran disgusto
—. Es normal que Faine no haya tenido noticias. Barney se echó atrás.—No me eché atrás —dijo Barney. He recorrido un largo camino, dijo para sí. ¿Acaso
no se nota?— El ChewZi —añadió, esta vez en voz alta—. He llegado muy lejos.—Sí, claro, has estado «fuera» apenas dos minutos —dijo Leo con desdén—.
Llegamos aquí justo cuando te habías encerrado; después un tipo, un tal Norm no sé qué, nos abrió la puerta con su llave maestra. Supongo que debe de ser el responsable de este refugio.
—Pero recuerde —dijo Anne Hawthorne— que la experiencia subjetiva con el ChewZi es independiente de nuestra percepción del tiempo: a él a lo mejor pueden haberle parecido horas o incluso días. —Miró a Barney con complicidad—. ¿No es cierto?
—Yo estoy muerto —dijo Barney. Se sentó, sentía náuseas—. Tú me has matado.Hubo un silencio lleno de desconcierto.—¿Se refiere a mí? —preguntó finalmente Felix Blau.—No —dijo Barney.No tenía importancia. Al menos hasta la próxima vez que tomara ChewZi. Y cuando
eso ocurriera sería su final: Palmer Eldritch vencería, habría sobrevivido. Aquello era lo más difícil de aceptar: no su propia muerte —que antes o después iba a llegarle—, sino la inmortalidad que Palmer Eldritch iba a conquistar. Oh, muerte, pensó, ¿dónde está tu victoria sobre esa... cosa?
—Me siento agraviado —protestó Felix Blau—. Quiero decir, ¿qué es esta historia de que yo lo he matado, Mayerson? Diablos, lo hemos sacado del coma. Hemos hecho un viaje largo y difícil para llegar hasta aquí, y para Leo Bulero, mi cliente, ha sido incluso un viaje arriesgado: en esta zona opera Palmer Eldritch. —Miró a su alrededor con aprehensión—. Hágale tomar esa sustancia tóxica —dijo, dirigiéndose a Leo— y después volvamos a la Tierra antes de que suceda algo terrible. Tengo como un presentimiento. —Se encaminó hacia la puerta del compartimiento.
—¿Vas a tomarla, Barney? —preguntó Leo.—No —respondió él.—¿Por qué no? —Cansancio. E incluso resignación.—Mi vida tiene mucho valor para mí. —He decidido acabar con la expiación, pensó. Ya
era hora.—¿Qué te ocurrió durante la traslación?Se levantó con dificultad.—No nos lo dirá —dijo Felix Blau, junto a la puerta.—Barney, es lo que habíamos acordado —dijo Leo—. Te sacaré de Marte, lo sabes. Y
la epilepsia de tipo Q no es el fin de...—Está perdiendo el tiempo —dijo Felix Blau, y desapareció por el pasillo, no sin antes
haber echado a Barney una última mirada envenenada—. Comete un gran error depositando sus esperanzas en este tipo.
—Tiene razón, Leo —dijo Barney.—Nunca saldrás de Marte —dijo Leo—. No moveré un dedo para ayudarte a regresar a
la Tierra. Más allá de lo que ocurra de ahora en adelante.—Lo sé.—Pero no te importa. Pasarás el resto de tu vida tomando esa droga. —Leo lo miró de
reojo, perplejo.—No, eso nunca más —dijo Barney.—Y entonces ¿qué harás?—Me quedaré a vivir aquí. Como los colonos. Cultivaré mi huerta en la superficie y haré
todo lo que hacen ellos. Construiré sistemas de irrigación y todas esas cosas. —Se sentía
cansado y seguía teniendo náuseas—. Lo siento —dijo.—Yo también —dijo Leo—. Pero no lo entiendo. —Miró a Anne Hawthorne, pero ella
tampoco pudo darle una respuesta; se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta. Estuvo a punto de decir algo más pero se detuvo: se fue junto a Felix Blau. Barney oyó el ruido de sus pasos resonar en la rampa que conducía a la salida del refugio, después el sonido disminuyó hasta que se hizo el silencio. Barney fue hasta el lavabo y se sirvió un vaso de agua.
Al cabo de un momento, Anne dijo a su lado:—Yo lo entiendo.—¿De veras? —El agua tenía buen sabor y borró el último regusto de ChewZi que le
quedaba.—Una parte de ti se ha convertido en Palmer Eldritch —dijo ella—. Y una parte de él se
ha convertido en ti. Ninguno de los dos ya podrá estar completamente separado del otro: seréis siempre...
—Estás loca —dijo él, agotado, apoyándose contra el lavabo para sostenerse: tenía las piernas muy flojas todavía.
—Eldritch ha conseguido lo que quería de ti —dijo Anne.—No —dijo él—. Porque he regresado muy pronto. Hubiese podido seguir en traslación
entre cinco y diez minutos más. Cuando Leo dispare la segunda descarga de láser será Palmer Eldritch quien esté a bordo de la nave, y no yo. —Y ésa es la razón por la que yo no necesito alterar mi metabolismo cerebral siguiendo un plan desaforado y frenético concebido en plena desesperación, dijo para sí. Ese hombre, dentro de poco estará muerto... o mejor dicho, esa cosa estará muerta.
—Entiendo —dijo Anne—. Y tú estás seguro de que ese ramalazo que has tenido durante la traslación...
—Es real.Porque él no dependía de lo que había tenido a disposición durante su experiencia con
la droga.Además, él contaba con su capacidad precog.—Y Palmer Eldritch también sabe que es real —dijo él—. Y hará, está haciendo, todo lo
posible para salir de esto. Pero no lo conseguirá. No puede. —O, al menos, se dio cuenta, es posible que no pueda. Pero ahí estaba la esencia del futuro: una trama de posibilidades enlazadas. Y él había aceptado eso desde mucho tiempo atrás, había aprendido a afrontarlo. Sabía por intuición qué línea temporal elegir. Gracias a eso Leo le había permitido conservar su puesto.
—Pero es precisamente ésta la razón por la que Leo no hará nada para salvarte —dijo Anne—. No te llevará de regreso a la Tierra, hablaba en serio. ¿Te das cuenta de que la cosa iba en serio? Yo lo noté en la expresión de su rostro: mientras él esté vivo nunca permitirá...
—La Tierra —dijo Barney—. Estoy harto de ella. Él también había hablado en serio antes, refiriéndose a la vida que le aguardaba allí en Marte.
Si Palmer Eldritch estaba conforme, él también lo estaba. Porque Eldritch había vivido muchas vidas: una vasta experiencia llena de sabiduría debía alimentar la existencia de aquel hombre, o aquella criatura, o lo que quiera que fuera. Su fusión con Palmer Eldritch durante la traslación había dejado una marca indeleble en él: una forma de conciencia absoluta. Se preguntó entonces si Eldritch había recibido algo de él a cambio. ¿Tenía yo alguna característica que podía interesarle?, se preguntó. ¿Intuiciones?, ¿estados de ánimo, recuerdos, valores?
Una buena pregunta. La respuesta, decidió, era negativa. Nuestro adversario, una
criatura decididamente horrible e inhumana que se ha introducido en uno de nuestra raza como una enfermedad durante un largo viaje entre Próxima y la Tierra... y que, sin embargo, sabía mucho más que yo sobre el significado de nuestra vida mortal, pues tenía la ventaja de la perspectiva. Una ventaja adquirida durante largos siglos pasados a la deriva en el espacio intergaláctico, a la espera de que pasara alguna forma de vida a la cual aferrarse y convertirse en... quizá fuera ésa la fuente de su conocimiento: no la experiencia, sino una infinita y solitaria reflexión. Y yo en comparación no sabía y no había hecho nada.
Norm y Fran Schein aparecieron en la puerta del compartimiento.—Eh, Mayerson, ¿qué tal le ha ido? ¿Qué le ha parecido el ChewZi esta segunda
vez? —Entraron y esperaron la respuesta con ansiedad.—Nunca se venderá —dijo Barney.Decepcionado, Norm dijo:—Mi impresión fue distinta: a mí me gustó, y mucho más que el CanDi. Salvo que... —
Vaciló, frunció el ceño y miró a su mujer con una expresión de preocupación—. Había una presencia reptante donde yo estaba, y eso confundía un poco las cosas —les explicó—. Obviamente, regresé...
Fran lo interrumpió:—El señor Mayerson parece cansado. Podrías dejar los detalles para más tarde.Mirando de reojo a Barney, Norm Schein dijo:—Es usted un tipo raro, Barney. Apenas volvió en sí de la primera experiencia, le
arrancó la tableta a esa chica, la señorita Anne Hawthorne, huyó y se encerró en su compartimiento a masticar, y ahora dice... —Se encogió de hombros con filosofía—. Bueno, quizás ha exagerado un poco con la dosis. No ha sabido moderarse, amigo. Yo, por mi parte, pienso volver a tomarlo. Con moderación, por supuesto. No como usted. —Y como para tranquilizarse, concluyó levantando la voz—: Esa mercancía me ha gustado de veras.
—Salvo —objetó Barney— por esa presencia que lo acompañaba como una sombra.—Yo también la sentí —dijo Fran con calma—. Y no pienso tomarlo otra vez. Me dio...
miedo. Sea lo que fuere. —Se estremeció y se acercó a su marido, el cual automáticamente la abrazó por la cintura, una vieja costumbre.
—No le tenga miedo. Sólo trata de sobrevivir, como todos nosotros.—Pero era tan... —comenzó a decir Fran.—Cualquier cosa de esa edad —la cortó Barney— sólo puede resultarnos
desagradable. Nosotros no somos capaces de concebir semejante edad, algo tan desmesurado.
—Habla usted como si supiera qué era esa cosa —dijo Norm.Lo sé, pensó Barney. Porque, como dijo Anne, una parte de esa cosa está dentro de
mí. Y hasta su muerte, que se producirá dentro de unos meses a partir de ahora, una parte de mí estará integrada a su estructura. De manera que cuando Leo la mate, será un momento difícil para mí. Me pregunto cómo me sentiré...
—Esa cosa —dijo él, dirigiéndose a todos ellos, y en especial a Norm Schein y a su mujer— tiene un nombre que, si os lo dijera, lo reconoceríais. Aunque ella jamás se atribuiría semejante nombre. Somos nosotros los que la hemos llamado así. Por una experiencia a distancia, que ha durado miles de años. Pero tarde o temprano estábamos destinados a enfrentarnos a ella. Sin la distancia, ni los años.
—¿Te refieres a Dios? —preguntó Anne Hawthorne.Le pareció que no hacía falta responder, se limitó a hacer un ademán imperceptible.—Pero... ¿un Dios maligno? —murmuró Fran Schein.
—En parte —respondió Barney—. Es la experiencia que nosotros tenemos de él. Nada más. —¿O acaso no os he mostrado esto ya?, se preguntó para sí. ¿Debería contaros cómo esa cosa ha tratado de ayudarme, a su manera? Y, sin embargo, cuántos obstáculos le pusieron a ella también las fuerzas del destino, que parecen trascender todo lo que vive, incluida esa cosa y nosotros mismos.
—Caramba —dijo Norm; tenía la comisura de los labios torcida hacia abajo, como si estuviera a punto de echarse a llorar; por un momento pareció un niño castigado.
13
Más tarde, cuando las piernas dejaron de temblarle, llevó a Anne Hawthorne a la superficie y le mostró su huerta en ciernes.
—¿Sabes una cosa? —le dijo Anne—. Hay que tener valor para abandonar así a la gente.
—¿Te refieres a Leo? —Sabía de qué le estaba hablando; no había mucho que decir acerca de lo que le había hecho a Leo, a Felix Blau y a todo Equipos PP—. Leo es un hombre adulto —observó Barney—. Superará todo esto. Se dará cuenta de que tiene que enfrentarse él mismo a Palmer Eldritch y lo hará. —Además, pensó, el proceso contra Eldritch no habría servido de mucho: mi capacidad precog también me lo dice.
—Remolachas —dijo Anne. Sentada en el guardabarros de un tractor automático, examinaba los paquetes de semillas—. Detesto las remolachas. Así que por favor no las siembres, ni siquiera las mutantes, esas que son verdes, altas y flacas, y que saben a una vieja perilla de plástico.
—¿Habías pensado en venir a vivir aquí? —preguntó él.—No. —Anne examinó furtivamente la caja del control homeostático del tractor y
arrancó una cinta aislante gastada y parcialmente quemada de uno de los cables de alimentación—. Pero espero poder cenar con vuestro grupo de vez en cuando: sois los vecinos más cercanos que tenemos.
—Escucha —dijo él—, ese refugio en ruinas en el que vives... —Se detuvo. Ya me estoy identificando, pensó, con esta comunidad subestándar a la que no le irían mal unos cincuenta años de obras de reestructuración minuciosa—. Mi refugio —dijo él— es mejor que el tuyo. Cualquier día de la semana.
—¿Qué te parece el domingo? ¿Puede ser más de una vez?—No, el domingo no podemos —respondió él—. Leemos las Escrituras.—No bromees con eso —dijo Anne con calma.—No estaba bromeando.Y era cierto, no bromeaba en absoluto.—Lo que dijiste antes sobre Palmer Eldritch...—Sólo quería decirte una cosa. Quizá dos, a lo sumo. En primer lugar, que él, y sabes
a quién me refiero, existe realmente. Aunque no sea como nosotros lo habíamos imaginado y sentido hasta ahora... sino de una manera más sutil, que quizá nunca llegaremos a concebir. Y en segundo lugar... —Vaciló.
—Dilo.—No puede ayudarnos mucho —dijo Barney—. Un poco, quizá. Pero está ahí, con las
manos abiertas y vacías: entiende, quiere ayudarnos. Lo intenta, pero... no es algo tan simple. No me preguntes por qué. A lo mejor ni siquiera él lo sabe. A lo mejor él también tiene sus dudas. A pesar de todo el tiempo que ha tenido para meditar. —Y todo el tiempo que tendrá a continuación, pensó Barney, si logra escapar a Leo Bulero. Leo, un humano
como nosotros. ¿Acaso sabe Leo con quién tendrá que vérselas? Y si lo supiera... ¿mantendría sus planes igualmente?
Sí, Leo los habría mantenido. Un precog puede ver lo que ha sido preordenado.—La cosa que Eldritch encontró y que se introdujo en él, la cosa a la cual nos
enfrentamos, es un ser superior a nosotros y, como dices tú, no podemos juzgarlo o entender el sentido de lo que hace o quiere: es un misterio que nos trasciende. Pero yo sé que te equivocas, Barney. Una cosa que se queda con las manos abiertas y vacías no es Dios. Es una criatura creada por algo superior a ella, como lo fuimos nosotros: Dios no fue creado, y no tiene dudas.
—Yo he percibido en él —dijo Barney— la presencia de lo divino. —Especialmente, pensó, cuando Eldritch me instigó, o trató de inducirme a probarlo.
—Claro —dijo Anne—. Sabía que ibas a entenderlo: Él está en cada uno de nosotros, y en una forma de vida superior a la nuestra, como esa de la que estamos hablando, Su presencia se hace más manifiesta todavía. Pero... déjame que te cuente la historia del gato. Es muy corta y simple. Una anfitriona recibe a unos invitados a cenar. Tiene un magnífico pedazo de carne de tres kilos sobre la mesa de la cocina listo para cocinarlo; entretanto conversa con los invitados en el salón, toman unas copas y todo lo demás. Después la mujer se excusa y se dirige a la cocina a preparar la carne... que ha desaparecido. Entonces descubre al gato de la casa lamiéndose muy tranquilamente los bigotes en un rincón.
—El gato se comió la carne —dijo Barney.—¿Seguro? Llaman a los invitados y discuten el asunto. El trozo de carne de tres kilos
se ha volatilizado y ahí está el gato, bien alimentado y satisfecho. «Pesemos al gato», sugiere uno de ellos. Todos están un poco bebidos y la idea les parece excelente. Van al baño y ponen al gato en una balanza. El gato pesa exactamente tres kilos. El resultado está a la vista de todos. Un invitado dice: «Bueno, ahí está la carne». Tienen la certeza de saber qué ha ocurrido, ahora hay una prueba empírica que lo confirma. Entonces otro invitado duda y, perplejo, pregunta: «Pero ¿y el gato dónde está?»
—Conocía ya esa historia —dijo Barney—. Además, no veo qué relación tiene.—Esta historia destila como ninguna la esencia del problema ontológico. Si te pones a
reflexionar detenidamente en ella...—Bah —exclamó él, irritado—. Un gato de tres kilos es siempre un gato de tres kilos: si
la balanza marca tres kilos, pues entonces el gato no se ha comido la carne.—Acuérdate del vino y la hostia —dijo Anne con calma.Barney se quedó mirándola. La idea, por un momento, le pareció pertinente.—Sí —dijo ella—. El gato no era la carne. Pero... podría haber sido su manera de
manifestarse en aquel momento. La palabra clave resulta ser es. Así que, Barney, por favor no vengas a decirnos que la cosa que se ha introducido en Palmer Eldritch es Dios, porque no sabes gran cosa con respecto a Él, ni nadie lo sabe. Pero esa entidad llegada del espacio intergaláctico puede, al igual que nosotros, haber sido creada a su imagen y semejanza. Una manera que Él ha elegido para manifestarse ante nosotros. Del mismo modo que el mapa no es el territorio, y que la cerámica no es el ceramista. Así que no me hables de ontología, Barney: no digas es. —Le sonrió expectante, para ver si él había entendido.
—A lo mejor algún día adoraremos ese monumento —dijo Barney. No la proeza de Leo Bulero, pensó. Por muy admirable que ésta haya sido, o que será, mejor dicho, no será ése el objeto de nuestra adoración. No, todos nosotros, nuestra civilización, haremos lo que yo ya estoy haciendo: atribuiremos al monumento nuestras oscuras y piadosas concepciones de infinitos poderes. Y de alguna manera tendremos razón, porque esos
poderes existen. Pero, como dice Anne, en lo se refiere a su verdadera naturaleza...—Veo que quieres quedarte solo en tu huerta —dijo Anne—. Creo que regresaré a mi
refugio. Buena suerte. Y, Barney... —Se acercó a él, lo tomó de la mano y se la apretó calurosamente—. No te prosternes nunca. A Dios, o a lo que quiera que sea el ser superior que hemos encontrado, no le gustaría; y aunque así fuera, tú no deberías hacerlo. —Se inclinó hacia él, lo besó y se marchó.
—¿Crees que estoy haciendo lo correcto? —le gritó Barney—. ¿Tiene sentido cultivar una huerta aquí? —O nosotros también acabaremos como los otros...
—No me lo preguntes a mí. No tengo autoridad para responderte.—A ti sólo te interesa tu salvación espiritual —dijo él ferozmente.—Ya ni siquiera eso me interesa —dijo Anne—. Me siento terriblemente confundida y
aquí todo me molesta. Escucha... —Regresó hacia él, tenía los ojos oscuros y velados, sin luz—. Cuando me agarraste para quitarme la tableta de ChewZi, ¿sabes lo que vi? Es decir, lo que realmente vi, y no sólo creí ver.
—Una mano artificial. Una mandíbula deformada. Y unos ojos...—Sí —dijo ella con sequedad—. Unos ojos mecánicos en una ranura. ¿Qué significaba
eso?—Significaba que estabas viendo la realidad absoluta. La esencia, más allá de la mera
apariencia. —Para decirlo con tus palabras, pensó, lo que viste eran... los estigmas.Anne se quedó mirándolo.—¿Eres de veras así? —le preguntó, y se alejó de él con una evidente expresión de
repulsión—. ¿Por qué no eres lo que pareces? Tú no eres así en este momento. No comprendo. —Y temblando, agregó—: Me arrepiento de haberte contado la historia del gato.
—Yo he visto lo mismo en ti, cariño —dijo él—. En el mismo momento. Me has rechazado con una mano que seguramente no era la misma con la que viniste al mundo. —Y que hubiese podido reaparecer en cualquier momento sin ningún problema. La Presencia vive en nosotros, si no es en la realidad, al menos potencialmente.
—¿Es una maldición? —preguntó Anne—. Quiero decir, todos sabemos de la maldición original de Dios: ¿se trata otra vez de la misma historia?
—Eres tú quien debería saberlo, dado que recuerdas lo que has visto. Los tres estigmas: la mano inanimada y artificial, los ojos Jensen y la mandíbula totalmente deformada. —Símbolos de su presencia en nosotros, pensó. Entre nosotros. Aunque no solicitada. Evocada sin intención. Además... no tenemos sacramentos que hagan de mediadores y nos protejan: no podemos obligarla, por medio de nuestros esmerados, venerables, astutos y meticulosos rituales, a limitarse a ciertos elementos específicos como el pan y el agua o el pan y el vino. Está en el aire, en cualquier parte. Nos mira a los ojos y mira con nuestros ojos.
—Es un precio que tenernos que pagar —dijo Anne—. Por nuestro deseo de probar el ChewZi. Como la manzana del pecado original. —El tono de su voz era inusualmente duro.
—Sí —convino él—, pero yo creo haberlo pagado ya. —Y si no lo pagué fue por un pelo, pensó. Esa cosa que nosotros sólo conocemos bajo su apariencia corpórea y terrestre, quiso sustituirme en el momento de su destrucción: en lugar del Dios que muere por el hombre, como el que tuvimos una vez, nos hemos encontrado, por un momento, con una fuerza superior, la fuerza suprema que nos ha pedido que muriéramos por ella.
¿Acaso eso hace que sea maligna?, se preguntó. ¿Creo yo realmente en la explicación que le he dado a Norm Schein? Bueno, ciertamente la hace inferior a la divinidad que nos visitó hace dos mil años. Parecería como si sólo se tratara, tal como Anne ha observado,
del deseo de perpetuarse que tiene un organismo nacido del polvo: todos nutrimos ese deseo, todos preferiríamos ver a una cabra o a un cordero inmolados e incinerados en nuestro lugar. Los sacrificios han de llevarse a cabo. Y de las víctimas nada nos importa. En realidad toda nuestra existencia se basa en este único principio. Y la suya también.
—Adiós —dijo Anne—. Te dejo, así podrás sentarte en la cabina de esa draga y cavar a tu antojo. A lo mejor la próxima vez que nos veamos ya habrás instalado aquí un sistema completo de irrigación. —Volvió a sonreírle fugazmente y luego se encaminó hacia su refugio.
Poco después, Barney se subió a la cabina de la draga que estaba usando y encendió el mecanismo chirriante y abarrotado de arena. Se oyó un alarido de protesta. Mejor hubiese sido quedarse en la cama. Aquello, para la máquina, era el toque ensordecedor de las trompetas del juicio final, y la draga aún no estaba lista.
Había cavado quizás unos quinientos metros de un canal irregular, sin encontrar agua todavía, cuando de pronto descubrió que una forma de vida autóctona, una cosa marciana, lo acechaba. Detuvo la draga de golpe y escudriñó en la reverberación del frío sol marciano para identificarla.
Parecía una vieja, una abuela a cuatro patas, flaca y hambrienta, y Barney comprendió que a lo mejor se trataba de ese chacal del que tantas veces le habían hablado. De todas maneras, fuera lo que fuese, era evidente que no comía desde hacía muchos días: la criatura le echó una mirada hambrienta, manteniéndose a distancia... y luego, proyectados telepáticamente, sus pensamientos llegaron a Barney. Tenía razón. Era lo que había pensado.
—¿Puedo comérmelo? —le preguntó. Y se puso a jadear, con las fauces vorazmente abiertas.
—Santo cielo. Por supuesto que no —dijo Barney.Buscó en la cabina de la draga algo para usar como arma; sus manos sujetaron una
pesada llave inglesa que Barney blandió en dirección al predador marciano, dejando que hablara por él. Aquella llave inglesa y la manera en que él la sujetaba eran portadores de un mensaje elocuente.
—Bájese de ese armatoste —pensó el predador marciano con una mezcla de esperanza y necesidad—. No puedo llegar allá arriba. —Este último, obviamente, tenía que haber sido un pensamiento privado, oculto, pero de un modo u otro, también fue proyectado. La criatura marciana no era muy astuta—. Esperaré —decidió—. Al final tendrá que bajar.
Barney dio un viraje con la draga y retomó el camino de regreso a Chicken Pox Prospects. La máquina crujió y salió traqueteando a una velocidad increíblemente lenta, parecía como si fuera a pararse a cada metro que recorría. Barney pensó que no llegaría nunca. A lo mejor la criatura tiene razón, se dijo. A lo mejor tendré que bajar y enfrentarme con ella.
Perdonado, pensó amargamente, por la forma de vida inconmensurablemente más alta que se introdujo en Palmer Eldritch y que luego llegó a nuestro sistema, para acabar ahora devorado por esa bestia raquítica. La culminación de un largo viaje, pensó. Un destino final que, incluso hace cinco minutos, y a pesar de mi capacidad precog, no pude prever. A lo mejor porque no quería hacerlo..., como habría clamado triunfalmente el doctor Smile si estuviera aquí.
La draga emitió un silbido, se contoneó con violencia, y luego, contrayéndose dolorosamente, se dobló; vibró todavía un momento y se detuvo definitivamente, muerta.
Barney permaneció un momento sentado en silencio. Plantado justo delante de él, el
chacalviejaabuelamarcianacarnívora no le quitaba los ojos de encima.—Muy bien —dijo Barney—. Allá voy. —Y saltó de la cabina, agitando la llave inglesa.La criatura se precipitó hacia él.De pronto, cuando se encontraba a casi medio metro de distancia, chilló; cambió de
dirección y pasó a su lado sin tocarlo. Barney se dio la vuelta y la vio alejarse. «Impuro», pensó la criatura; se detuvo a una distancia prudente y lo observó asustada, con la lengua colgando.
—Usted es una cosa impura —le espetó, sombría.Impuro, pensó Barney. ¿En qué sentido? ¿Por qué?—Lo es y punto —respondió el predador—. Mírese un poco. No puedo comérmelo, me
sentaría mal. —Se quedó donde estaba, doblegada por el disgusto y la repulsión. Barney la había horrorizado.
—A lo mejor los terrícolas somos todos impuros —dijo—. Ajenos a este mundo. Desconocidos.
—Solamente usted —le respondió con sequedad—. Mire... ¡puaj!... su brazo derecho, su mano. Hay algo de anormal en usted que es intolerable. ¿Cómo hace para soportarse? ¿No puede limpiarse de alguna manera?
Ni siquiera se molestó en mirarse el brazo y la mano; no hacía falta.Tranquilamente, con la mayor dignidad posible, se encaminó sobre la arena que se
había ido acumulando hacia su refugio.
Aquella noche, mientras se disponía a acostarse en el estrecho camastro de su compartimiento en Chicken Pox Prospects, alguien llamó a la puerta:
—Eh, Mayerson, abra.Se puso la bata y abrió la puerta.—La nave de carga ha vuelto —exclamó Norm Schein, agitado, agarrándolo de la
solapa de su bata—. ¿Me entiende? Es la gente del ChewZi. ¿Le queda alguna piel? Si...—Si quieren verme —dijo Barney, soltándose de Norm Schein— tendrán que venir
aquí. Dígaselo. —Y con eso cerró la puerta.Norm se marchó haciendo ruido.Barney se sentó a la mesa donde comía, sacó un paquete de cigarrillos terráqueos —el
último— del cajón y encendió uno; permaneció sentado, fumando y meditando, mientras oía por encima y alrededor del compartimiento el ruido de los pasos de sus compañeros de refugio. Parecen ratones gigantes, pensó. Atraídos por el olor del queso de una trampa.
La puerta del compartimiento se abrió. Barney ni siquiera levantó la cabeza, continuó mirando la superficie de la mesa, el cenicero, las cerillas y el paquete de Camel.
—Señor Mayerson.—Ya sé lo que va a decir —dijo Barney.Palmer Eldritch entró en el compartimiento, cerró la puerta, se sentó frente a Barney y
dijo:—Así es, amigo. Lo dejé ir justo antes, antes que Leo lanzara su segundo disparo. Fue
una decisión que tomé con suma cautela. Y he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre el asunto: poco más de tres siglos. Pero no le diré por qué.
—No me interesa —dijo Barney sin levantar la vista.—¿Podría mirarme a la cara? —preguntó Palmer Eldritch.—Soy un impuro —le informó Barney.—¿QUIÉN LE HA DICHO ESO?—Un animal del desierto. Nunca antes me había visto: le bastó con acercarse a mí
para descubrirlo. —Cuando se encontraba a un metro y medio de distancia de mí, pensó. Lo cual es bastante lejos.
—Quizás el motivo...—No tenía ningún maldito motivo. Al contrario..., estaba casi muerto de hambre y
quería comerme. Así que debe de ser verdad.—Una mente primitiva —dijo Eldritch— con frecuencia confunde lo impuro con lo
sagrado, para ella ambos se funden en el tabú. Sus ritos de...—Basta, por favor —dijo Barney con amargura—. Es verdad y usted lo sabe. Estoy
vivo, y no moriré en esa nave, pero estoy contaminado.—¿Por mí?—Usted debería saberlo —dijo Barney.Tras una pausa, Eldritch se encogió de hombros y dijo:—Muy bien. Me expulsaron de una galaxia, no le diré cuál porque no viene al caso,
hasta que decidí instalarme en el cuerpo de ese extraño y ambicioso magnate de vuestro sistema que me encontró por el camino. Y una parte de eso se ha transferido a usted. Pero no mucho. Poco a poco, a medida que pasen los años, se recuperará, el efecto disminuirá hasta desaparecer. Sus compañeros de refugio no se darán cuenta porque a ellos también los ha afectado: todo empezó apenas masticaron la droga que les vendimos.
—Lo que me gustaría saber es ¿para qué introdujo el ChewZi entre nuestra gente? —inquirió Barney.
—Para perpetuarme —respondió con calma la criatura que tenía frente a él.Entonces Barney levantó la mirada.—¿Una forma de reproducción?—Sí, es la única manera que tengo.Terriblemente disgustado, Barney exclamó:—Dios mío. Así todos nos hubiésemos convertido en sus criaturas.—No se aflija por eso ahora, Mayerson —dijo, y se echó a reír, humana y jovialmente
—. Cultive usted su pequeña huerta en la superficie, ponga en marcha el sistema de irrigación. Sinceramente, no veo la hora de morir: seré feliz cuando Leo Bulero lleve a cabo lo que ya está proyectando..., lo que está tramando ahora que usted se ha negado a tomar la toxina cerebral. Sea como sea, le deseo suerte aquí en Marte. Yo, por mi parte, lo habría pasado de maravilla aquí, pero las cosas no salieron bien, por desgracia. —Y Eldritch se levantó.
—Podría volver atrás —dijo Barney—. Regresar a la forma que usted tenía cuando Palmer Eldritch lo encontró. No tiene por qué encontrarse dentro de su cuerpo cuando Leo dispare contra su nave.
—¿De veras? —Su tono era burlón—. A lo mejor me espera algo peor si no aparezco allí. Pero usted no puede saber nada de eso, pues es una entidad cuya esperanza de vida es relativamente corta, y en una vida corta hay muchas menos... —Se detuvo, pensativo.
—No me lo diga —dijo Barney—. No quiero saberlo.Cuando volvió a levantar la mirada, Eldritch había desaparecido.Encendió otro cigarrillo. Qué lío, pensó. Así es como nos comportamos cuando,
después de tanto tiempo, entramos por fin en contacto con otra raza sensible de la galaxia. Y así es también como ella se comporta, tan mal como nosotros, y en ciertos aspectos mucho peor aún. Y no hay nada que pueda remediar esta situación. Ahora no.
Y Leo creía que si nos enfrentábamos a Eldritch con esa toxina hubiésemos tenido una oportunidad. Es ridículo.
Y aquí estoy yo, física y radicalmente impuro, sin haber siquiera consumado esa
miserable comedia en beneficio del tribunal de la ONU.A lo mejor Anne puede hacer algo por mí, pensó de repente. A lo mejor existe un
método para devolverle a una persona su condición original, por muy ofuscada que tenga la memoria, antes de que se produzca una contaminación más grave y definitiva. Trató de recordar, pero sabía tan poco sobre el neocristianismo. De todas maneras, valía la pena intentarlo; pues suponía que podía existir una esperanza, y él iba a necesitar de ella en los próximos años.
Después de todo, la criatura llegada del espacio que había adquirido la apariencia de Palmer Eldritch, tenía cierta relación con Dios; y si no era Dios, como él ya había decidido, era al menos una parte de la creación de Dios. Por lo que Él también tenía su parte de responsabilidad. Además, a Barney le pareció que quizás Él fuera lo suficientemente maduro para admitirlo.
Sin embargo, hacer que Él lo admitiera, podía derivar en una cuestión completamente distinta.
No obstante, sería mejor hablar del asunto con Anne Hawthorne: a lo mejor ella conocía alguna técnica para conseguirlo.
Aunque él tenía sus dudas. Porque había tenido un presagio terrible, simple, fácil de pensar y de formular, que quizá podía aplicarse tanto a él mismo como a aquellos que lo rodeaban, a aquella situación.
La salvación existía. Pero...No para todos.
Durante el viaje de regreso a la Tierra, tras la desastrosa misión a Marte, Leo Bulero no dejó de examinar cada detalle de la situación con su colega Felix Blau. Ahora ambos tenían muy claro lo que debían hacer.
—Él está siempre viajando entre un satélitemadre, en órbita en torno a Venus, los otros planetas y su residencia en la Luna —señaló Felix Blau a modo de conclusión—. Y todo el mundo sabe lo vulnerable que es una nave en el espacio: hasta un pequeño pinchazo podría... —Hizo un gesto elocuente.
—Necesitaríamos la colaboración de la ONU —dijo Leo con pesimismo.Tanto él como su organización tenían el derecho de poseer únicamente armas
personales. Nada que pudiera ser empleado para atacar una nave.—Con respecto a esto, tengo una información que podría ser muy interesante —dijo
Felix Blau, hurgando en el maletín—. Nuestra gente en la ONU, como usted debe saber, tiene contactos con los hombres más próximos a HepburnGilbert. Aunque no podemos obligarlo, al menos podemos discutir el asunto. —Extrajo un documento—. Nuestro secretario general está preocupado por la manifiesta presencia de Eldritch en cada una de las denominadas «reencarnaciones» que experimentan todas las personas que consumen ChewZi. Y es suficientemente inteligente como para entender las implicaciones que esto puede llegar a tener. Así que si la situación se prolongara, seguramente podríamos recibir una ayuda más importante de su parte, aunque fuera de manera indirecta; por ejemplo...
Leo lo interrumpió:—Felix, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Desde cuándo lleva usted un brazo artificial?Felix bajó la mirada y gruñó con sorpresa. Después, miró a Leo Bulero a los ojos y dijo:—Usted también lleva uno. Y sus dientes tienen algo extraño: abra la boca y déjeme
ver.Sin responder, Leo se levantó y fue al lavabo de caballeros para mirarse en un espejo
de tamaño natural.No cabía duda. Los ojos también. Resignado, volvió a ocupar su asiento junto a Felix
Blau. Por un momento, ambos permanecieron en silencio. Felix hojeaba mecánicamente sus documentos. Dios mío, pensó Leo, ¡mecánicamente en el sentido literal de la palabra!, mientras contemplaba el cuerpo de Felix y, después, a través de la ventanilla, la insondable oscuridad y las estrellas del espacio intergaláctico.
Finalmente, Felix Blau dijo:—Al principio desconcierta un poco, ¿verdad?—Sin duda —concordó Leo con un hilo de voz—. Oiga, Felix..., ¿qué vamos a hacer?—Hay que aceptarlo —respondió Felix.Estaba mirando fijamente, a ambos lados del pasillo, a los pasajeros que ocupaban los
otros asientos. Leo también miró y lo vio. Las mismas mandíbulas deformadas. Las mismas manos diestras, relucientes y descarnadas: una sujetando un homeodiario, otra un libro, otra haciendo tamborilear los dedos inquietos. Y así a lo largo de todo el pasillo, hasta la cabina del piloto. E incluso dentro de la cabina también, se dijo Leo. Todos idénticos.
—Sigo sin entender muy bien qué está pasando —protestó Leo, desesperado—. ¿Será que hemos entrado... en traslación a causa de esa droga nefasta? Y que... —Hizo un ademán—. Los dos hemos perdido la razón, ¿no?
—¿Ha tomado ChewZi? —preguntó Felix Blau.—No, desde aquella intravenosa en la Luna, no he tomado nada.—Yo tampoco —dijo Felix—. Nunca. El mal está extendiéndose. Aun sin que se
consuma la droga. Él, o mejor dicho, esa cosa, está en todas partes. Pero está bien: esto hará que HepburnGilbert reconsidere la política de la ONU. Tendrá que darse cuenta de la magnitud del problema. Creo que Palmer Eldritch se ha equivocado, me parece que se ha pasado de rosca.
—A lo mejor no tenía otra alternativa —dijo Leo.A lo mejor ese maldito organismo era una especie de protoplasma: se alimentaba y
crecía... e, instintivamente, seguía extendiéndose cada vez más. Hasta que se lo destruya de raíz, pensó Leo. Y nosotros nos encargaremos de eso, porque yo, personalmente, soy un Homo sapiens evolvens: yo, la persona sentada aquí en este momento, soy el humano del futuro. Siempre y cuando obtengamos la ayuda de la ONU.
Soy el Protector de nuestra especie, dijo para sí.Se preguntó si esa peste había llegado ya a la Tierra. Imaginó una civilización de
Palmers Eldritch, grises, enjutos, encorvados e inmensamente altos, cada uno con su brazo artificial, esos extraños dientes y esos ojos mecánicos. No sería nada agradable. Y él, el Protector, se sobresaltó ante esta visión. ¿Y si la plaga se extendiera a nuestra mente?, se preguntó. No sólo la anatomía de esa cosa, sino también la mentalidad... ¿qué ocurriría con nuestro plan para acabar con ella?
Bah, apuesto que esto todavía es una ilusión, se dijo Leo. Lo sé: soy yo quien tiene razón, y no Felix. Sigo bajo los efectos de esa primera y única dosis... nunca me he recuperado de ella, ése es el problema. Pensar eso le procuró cierto alivio, porque suponía que aún existía una Tierra intacta y real, y que sólo él estaba afectado. Poco importaba la aparente autenticidad de Felix, a su lado, de la nave o del recuerdo de su viaje a Marte para rescatar a Barney Mayerson.
—Oiga, Felix —dijo Leo, dándole un codazo—, usted es un fantasma. ¿Me capta? Éste es mi mundo privado. No puedo demostrarlo, claro, pero...
—Lo siento —dijo Felix lacónicamente—, pero está usted equivocado.—¡Vamos! Ya verá que al final me «despierto» o lo que sea que uno haga cuando
finalmente el organismo se libera de esa maldita droga. Voy a seguir tomando grandes cantidades de líquido para purificarme. —Levantó una mano—. ¡Azafata! Traiga nuestras
bebidas ahora. Para mí un whisky con agua. —Interrogó a Felix con la mirada.—Lo mismo —murmuró Felix—. Pero con un poco de hielo. Aunque no demasiado,
porque después cuando se derrite estropea el trago.La azafata regresó enseguida, con una bandeja en las manos.—El suyo era con hielo, ¿verdad? —le preguntó a Felix.Era rubia y bonita, sus ojos verdes brillaban como piedras pulidas, y cuando se inclinó
hacia delante, dejó entrever parcialmente sus pechos bien formados y esféricos. Leo lo notó y le gustó. Sin embargo, su mandíbula deformada arruinaba la impresión general, e hizo que se sintiera engañado y decepcionado. En ese momento advirtió que aquellos hermosos ojos de largas pestañas habían desaparecido. Habían sido sustituidos. Apartó la mirada, irritado y deprimido, hasta que ella se marchó. La situación, advirtió, sería especialmente difícil para las mujeres; y no le hizo ninguna gracia imaginar su primer encuentro con Roni Fugate.
—¿Ha visto? —le preguntó Felix mientras bebía su trago.—Sí, ésa es la prueba que tenemos que actuar deprisa —dijo Leo—. En cuanto
aterricemos en Nueva York, iremos a ver a ese viejo zorro de HepburnGilbert.—¿Para qué? —preguntó Felix Blau.Leo se quedó mirándolo; después señaló los dedos relucientes y artificiales de Felix
que sujetaban el vaso.—Debo admitir que ahora no me desagradan —dijo Felix, pensativo.Es lo que yo estaba pensando, reflexionó Leo. Es exactamente lo que esperaba.
Aunque no pierdo la esperanza de atrapar a esa cosa, si no es esta semana, será la próxima. Si no es este mes, pues será más adelante. Lo sé: ahora me conozco y sé cuáles son mis posibilidades. Todo depende de mí. Y eso es lo bueno. He visto tantas cosas en el futuro que nunca podré claudicar, aunque yo sea el único en no sucumbir, el único en mantener vivo el viejo mundo, el mundo que ha precedido al advenimiento de Palmer Eldritch. Al fin y al cabo, sólo con la fe en la fuerza que me infundieron al comienzo podré finalmente derrotarlo. Pues, de alguna manera, esa cosa no soy yo: hay algo dentro de mí que ni siquiera Palmer Eldritch puede alcanzar y eliminar, pues al no ser mío, ni siquiera puedo deshacerme de ello. Lo siento crecer. Soportando las mutaciones externas y no esenciales: el brazo, los ojos, los dientes... Es invulnerable a estos tres estigmas, la trinidad negativa y maligna de la alienación, de la realidad confusa y de la desesperación que Eldritch ha traído de Próxima. O, para ser más precisos, del espacio que separa Próxima de la Tierra.
Pensó: Ya hemos vivido durante miles de años bajo una antigua maldición que ha corrompido y destruido una parte de nuestra espiritualidad, y que provenía de una fuerza superior a Eldritch. Si aquella fuerza no pudo destruir totalmente nuestro espíritu, ¿cómo podrá hacerlo ésta? ¿O ha venido quizás a concluir su trabajo? Si piensa eso, si Palmer Eldritch cree que ésta es la razón por la que está aquí, está muy equivocado. Porque la fuerza que me infundieron sin que yo lo supiera... ni siquiera la antigua maldición original pudo alcanzarla. Y entonces, ¿qué?
Es mi mente evolucionada la que me hace pensar estas cosas, siguió pensando. Esas sesiones de Terapia Evolutiva no han sido en vano... A lo mejor no he vivido tanto como Eldritch, en un sentido, aunque en otro sí: he vivido cientos de miles de años, los de mi evolución acelerada, y me he vuelto muy sabio. He invertido bien mi dinero. Nunca he visto las cosas con tanta claridad. En las estaciones de la Antártida me uniré a otros como yo: constituiremos una corporación de Protectores. Y salvaremos a los demás.
—Oiga, Blau —dijo tocando con su codo no artificial a esa cosa sentada a su lado—. Soy su descendiente. Eldritch vino de otro espacio, pero yo provengo de otro tiempo. ¿Me
entiende?—Hum —murmuró Felix Blau.—Observe mi doble cúpula, mi gran frente: soy un cabezón de melón, ¿no es cierto? Y
esta piel quitinosa, no está sólo en la superficie, está en todas partes. Conmigo la terapia ha funcionado perfectamente. Así que no se dé todavía por vencido. Créame.
—Está bien, Leo.—Quédese por aquí. Habrá acción. A lo mejor lo miraré a través de un par de ojos
luxvid Jensen artificiales, pero esté tranquilo, por dentro seguiré siendo yo. ¿Entendido?—Entendido —respondió Felix Blau—. Como usted quiera, Leo.—¿«Leo»? ¿Por qué sigue llamándome «Leo»?Sentado en su asiento, rígidamente erguido y con las dos manos apoyadas en los
brazos del asiento, Felix Blau lo miró con ojos suplicantes:—Piense, Leo. Por el amor de Dios, piense.—Oh, claro. —Leo reaccionó y asintió; se sintió liberado—. Lo siento. Ha sido una
distracción pasajera. Ya entiendo a lo que se refiere, lo que le asusta. Pero no ha sido nada. —Y agregó—: Seguiré pensando, como usted me ha sugerido. No volveré a olvidarlo. —Asintió con solemnidad, como haciendo una promesa.
La nave zumbaba y se acercaba cada vez más a la Tierra.
FIN