Desorden y heroismo

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José Carlos Pomalaza

Desorden y heroísmo

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Título: Desorden y heroísmo Autor-Editor

© José Carlos Pomalaza [email protected]

www.scritos.com Cel. 210-468-9876 San Antonio, TX

Segunda edición, 26 de Mayo de 2014

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José Carlos Pomalaza

Desorden y heroísmo

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Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organiza-ciones, instituciones, empresas e incidentes son producto de la imaginación del autor o, si son reales, se usan de una manera ficticia sin voluntad de describir su actividad real. Cualquier parecido con sucesos, situaciones o personajes reales, vivos o muertos, es pura coincidencia.

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“Vimos al abogado dirigir la hacienda pública, al médico emprender obras de ingeniería, al teólogo fantasear sobre política interior, al marino decretar en administración de justicia, al comerciante mandar cuerpos de ejército”

Manuel Gonzales Prada Sobre la guerra del Pacífico

1. Una familia limeña

Juan Carlos Salazar García Maldonado y Jorge

Álvarez y Morán eran amigos inseparables desde

siempre, ambos vivían en la calle San José en

dos lindas casas construidas sobre un solar cuyo

origen, según el abuelo de Juan Carlos, se podía

encontrar en el primer trazado de la ciudad de

Lima hecho por Francisco Pizarro en 1535 y que

por estar cerca a la Plaza Mayor debió haber

pertenecido a un personaje destacado de la con-

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quista del Perú. Las dos casas eran casi gemelas;

la de Juan Carlos tenía una alta y hermosa

puerta de madera de dos hojas que daba paso a

un pequeño descanso que terminaba en una linda

reja de hierro forjado; detrás de la cual se podía

apreciar un jardín sevillano de azulejos, rodeado

de macetas con flores multicolores, y en cuyo

centro había una hermosa fuente. Los cuartos de

servicio de la casa estaban en la primera planta,

distribuidos alrededor del jardín, mientras que los

ambientes de la familia se encontraban en la

segunda planta; también alrededor del jardín, de

tal manera que el centro de la fuente resultaba

ser el eje de simetría de toda la casa. Al segundo

piso se llegaba por una imponente escalera de

madera; con barandas de hierro forjado y

pasamanos de madera; que terminaba en un

corredor techado, con barandas hacia el jardín

sevillano del primer piso. Este corredor era el

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acceso a todos los ambientes de la segunda

planta. El dormitorio principal tenía un balcón

sobre la calle San José, mientras que el abuelo y

Juan Carlos tenían sus dormitorios al extremo

opuesto, en la parte de atrás de la casa,

separados del dormitorio principal por un

comedor, una sala finamente amoblada y el baño

principal. En la esquina, un poco fuera de la

vista, estaba el acceso a una pequeña escalera de

servicio. Las hermanas de Juan Carlos, Marita y

Angelita, todavía pequeñas compartían un

dormitorio al costado izquierdo del dormitorio

principal. En ese mismo lado de la casa, también,

había un lindo salón de té para labores, y juegos;

equipado con un piano español, muy de moda en

esa época.

El padre de Juan Carlos era el doctor Luis Alberto Salazar Boza, socio fundador del conocido Bufete de Abogados Salomón y Hermanos de Lima. A la

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sazón, el doctor Salazar tenía 37 años y una sólida economía, era conservador, de carácter afable pero estricto con su hijo. La madre de Juan Carlos era doña Josefa García Maldonado de Salazar, dulce y abnegada como toda madre peruana. El abuelo don Justo Salazar y Panizo, nacido en 1821, el año de la independencia del Perú, vivía con ellos; él ya estaba jubilado y en sus años productivos llegó a ser un alto funcionario de hacienda en el Ministerio de Economía, durante la gestión de don Nicolás de Piérola. El abuelo Justo era un personaje especial en la familia, él derrochaba energía y sabiduría; locuaz a más no dar, defendía sus opiniones como un tigre, pero con sus nietos el abuelo se comportaba con gran ternura y mansedumbre: Marita y Angelita eran sus engreídas; adoraba sus risas y voces cantarinas que ponían el toque de alegría en toda la casa; pero Juan Carlos era su preferido y con él don Justo se daba tiempo para mantener interminables y divertidas conversaciones. Y por supuesto, el abuelo era el héroe de Juan Carlos.

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El abuelo Justo sufría de artritis en la rodilla derecha y usaba un bastón para caminar. La escalera principal ya empezaba a dificultar su acceso al segundo piso por lo que el padre de Juan Carlos había hecho amueblar un salón de lectura en la primera planta; con una pequeña cama para la siesta, un sillón y un escritorio muy sencillo. En los inviernos muy húmedos el abuelo Justo y su nieto almorzaban juntos. A Juan Carlos le encantaba compartir esos momentos con el abuelo pues don Justo aprovechaba para deleitarlo contándole miles de historias sobre sus correrías de cuando era joven.

Las cenas en la casa de los Salazar solían terminar con una animada sobremesa en la que casi siempre se trataban temas políticos. Esto se hacía con tal gracia y vehemencia que encantaba y captaba todo el interés de Juan Carlos. Su padre y su abuelo, estaban normalmente en lados opuestos en casi todos los temas, pero ellos nunca se sobrepasaban. Al que más admiraba Juan Carlos era a su abuelo, éste tenía un carácter fuerte que afloraba durante el intercambio de argumentos que él defendía con

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fogosidad. Pero el abuelo nunca perdía su presencia de ánimo y en los momentos más candentes solía voltear para guiñarle el ojo a su nieto. Esto preocupaba a doña Josefa que expresaba su desacuerdo diciéndole al abuelo:

—Por favor, don Justo, con esa falta de seriedad va usted a convertir a mi hijo en un malcriado que nadie podrá aguantar.

—Qué va, hija mía, más bien creo que ustedes son demasiado duros con él. Considera que nuestras discusiones son como un partido de cricket y por lo tanto no debes tomarlas tan en serio.

El abuelo sabía como tratar a su nieto y realmente no lo malcriaba, más bien trataba de convertirlo en un caballero; de aquellos que expresan sus convicciones con elegancia y sin amilanarse.

Juan Carlos y su vecino Jorge eran inseparables; Jorge, un año mayor, era formal y circunspecto mientras que Juan Carlos era soñador, risueño y

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juguetón. Ambos amigos, bajo el control estricto de sus madres, estaban siempre bien vestidos, limpios y a la moda. La vida de los amigos era típica para los de su edad, un poco niños y un poco mayores, buscando siempre alguna forma de diversión. La travesura favorita de Juan Carlos era escabullirse en el dormitorio de sus padres y salir al balcón que daba a la calle San José, donde sentado en la baranda conversaba sin parar con Jorge, inclinándose peligrosamente hacia adelante y hacia atrás, al ritmo de sus palabras; su amigo, a pocos metros en la baranda de la casa contigua, trataba de imitarlo pero su temor por una caída no le dejaba concentrarse en la conversación y solía contestar a Juan Carlos con monosílabos. Cuando ellos escuchaban el pitar del tren de la tarde, lo dejaban todo y bajaban corriendo para ir a la estación de Desamparados, a ver llegar a la locomotora que envolvía los ambientes de la estación con una neblina blanca y caliente. A Juan Carlos le encantaba ver a esas gigantescas y ruidosas máquinas cuyo funcionamiento esperaba comprender algún día, cuando llegara a ser ingeniero. Según el gobierno peruano los trenes

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pronto unirían las ciudades más importantes del país y eso entusiasmaba a Juan Carlos. En cambio a Jorge, realmente no le interesaban tanto las locomotoras y acompañaba a su amigo solo porque lo quería mucho. A Jorge, le gustaba más bien jugar con documentos que según su padre, Don Felipe Álvarez y Morán, movían al mundo.

En la época de esta historia, Jorge tenía 17 años y Juan Carlos 16. Jorge estudiaba en el Convictorio de San Carlos, que en ese entonces ocupaba el local de la Casona de San Marcos; mientras que Juan Carlos lo hacía en el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, en la calle Chacarilla, a la espalda de lo que es hoy el Edificio Javier Alzamora Valdez, antiguo Ministerio de Educación.

El hecho de que Juan Carlos estudiara en el colegio Guadalupe y no en el Convictorio, donde iban los señoritos de la época, fue por insistencia de su abuelo Justo, quien era liberal hasta los tuétanos y abogaba por un cambio de política que le diera a los jóvenes sin recursos más

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posibilidades de ingreso a estudios superiores. Cuando Juan Carlos estaba todavía en primaria se desató una memorable controversia ideológica sobre la educación, entre el liberal director del Guadalupe don Pedro Gálvez y el conservador rector del Convictorio de San Carlos don Bartolomé Herrera. Y cuando Juan Carlos ya estaba por empezar sus estudios superiores, el abuelo Justo no pudo dejar pasar la oportunidad para demostrar su preferencia y convenció a su hijo don Luís que matriculara a Juan Carlos en el colegio Guadalupe; que era el colegio del pueblo.

El hecho de estar en colegios diferentes no separó a los amigos, pues ellos se reunían a la salida de sus respectivos centros de estudios, que se encontraban muy cerca el uno del otro.

Todos los días a las 5 de la tarde, Juan Carlos esperaba a Jorge en la esquina de las calles Chacarilla y Huérfanos y después de darse un abrazo se dirigían a sus casas caminando y conversando alegremente por lo que es hoy el Jirón Apurímac. En esa época cada cuadra del centro de Lima tenía un nombre diferente. Al

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pasar por la calle Negreiros, los amigos solían entrar a la popular Pastelería San Pablo, lugar de reunión de lo más graneado de Lima. A esa hora de la tarde, los meseros avanzaban con dificultad entre las mesas llenas de clientes que conversaban alegremente y a toda voz, mientras que Jorge y Juan Carlos se movían con gran soltura y rapidez hasta encontrar un lugar junto al mostrador, donde acostumbraban a comer un alfajor o alguno de los atractivos pastelillos que recién salidos del horno olían a gloria. Como complemento tomaban un fresco o un champuz, dependiendo de si era verano o invierno. Esta parada era breve pues los amigos tenían que llegar a sus casas para la merienda de las 6 de la tarde.

El día de esta historia, 13 de Enero de 1881, era diferente a los días normales, los amigos se reunieron como siempre, pero esta vez estuvieron callados, haciendo su recorrido diario con la preocupación pintada en sus rostros. Algo muy grave debía ser pues ni siquiera pararon en su pastelería favorita. Ya cerca de sus casas atravesaron la calle Judíos, a una cuadra corta

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del portal de Botoneros, lugar donde normal-mente el pregón de los vendedores ambulantes y la conversación de la gente que entraba y salía de las tiendas, se mezclaban en una especie de clamor que lo dominaba todo; pero esa tarde, en las calles casi desiertas del centro comercial más importante de la Ciudad de los Reyes, la gente parecía hablar en susurros. Era como si una extraña apatía se hubiera apoderado de la ciudad entera.

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2. El Imperio Informal

La crisis que esa tarde preocupaba a Lima era consecuencia de eventos que habían empezado a desenvolverse desde hacía muchos años antes; cuando Napoleón Bonaparte irrumpió en el escenario europeo, con fulgurantes victorias contra las monarquías europeas; que desesperadas habían declarado la guerra a Francia, tratando de aplastarla antes que su ejemplo revolucionario se propagara por toda Europa. Napoleón, con su genio militar y pensamiento político, logró cimentar el poder que la burguesía europea había adquirido, impulsando al mundo a una época de renovación y nuevas expectativas, pero también de grandes conflictos.

En 1808, Napoleón Bonaparte invadió España y humillando al Rey Carlos IV y a su heredero Fernando VII les obligó a abdicar en favor de su hermano José Bonaparte. Este suceso marcó el principio del fin del antes orgulloso Imperio Español. Pocos años después, Napoleón fue a su vez derrotado por una coalición de monarquías

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europeas liderada por los británicos. De esta manera, con los franceses y españoles fuera de acción, el Imperio Británico pasó a ser la primera y única potencia mundial, dueña de los mares y de un gran auge tecnológico y científico que impactó al mundo con la invención del telégrafo, la máquina de vapor, la locomotora y aquellas extraordinarias máquinas que hicieron posible la producción en gran escala; en fábricas con cientos o miles de trabajadores. Este avance tecnológico causó un aumento extraordinario de la capacidad productiva de británicos y europeos.

Las fábricas inglesas elevaron la producción del país a niveles nunca antes visto, mientras la supremacía naval británica brindaba la seguridad necesaria al comercio que el Imperio mantenía con sus colonias y socios comerciales.

Los buques a vapor liberaron a la navegación de los caprichos de los vientos e hicieron posible un mayor tonelaje y velocidad, aumentando sus-tancialmente el flujo comercial entre el Imperio Británico y sus colonias de ultramar; de esta manera tanto la metrópoli como sus colonias

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lograron un gran crecimiento y prosperidad. En el campo militar, esta tecnología hizo posible el blindaje de los buques y el uso de cañones de largo alcance que convirtió en obsoletos a los antiguos buques de guerra a velas y redujo las ventajas defensivas de las fortificaciones terrestres.

Con el pasar de los años, el empuje global del Imperio Británico propagó los avances tecnológicos por el mundo, beneficiando a la humanidad entera, pero también exacerbando el apetito por nuevas colonizaciones. Los productos que salían sin cesar de las fábricas europeas requerían nuevos mercados, preferentemente cautivos, lo que sólo se podía lograr dentro del régimen colonial.

Debido a su dolorosa experiencia en Norte-américa, el Imperio Británico había comprendido que no siempre era conveniente colonizar con súbditos ingleses, porque ellos al desarrollar su propia capacidad productiva tendían a crear fricciones y competencia con la metrópoli.

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Después de la pérdida de sus 13 colonias en Norteamérica, los británicos se vieron obligados a tratar métodos de dominación más sutiles, evitando en lo posible una descarnada guerra de conquista y toma de posesión. En la colonización de la India se puede observar con claridad el funcionamiento de esta forma de dominación: Un grupo de comerciantes e inversionistas ingleses formaron la Compañía de las Indias Orientales y recibieron, de la corona inglesa, la concesión del monopolio para comercializar con la India. En ese entonces, el Imperio Mughal dominaba gran parte del subcontinente Indio y la compañía británica logró su apoyo para llevar a cabo su primera aventura empresarial, una fábrica en la ciudad portuaria de Surat, al oeste del subcontinente. El éxito alcanzado con este proyecto le ganó a la Compañía la confianza del emperador Mughal para obtener también la exclusividad del comercio en la región de Bengala. Y así, paso a paso, esta empresa británica privada se fue expandiendo por toda la India, aprovechando los conflictos de los numerosos principados que existían en la periferia del Imperio Mughal. Esta expansión también fue

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favorecida por el sistema de castas, existente en la India, que no permitió la comunicación entre los diversos estratos sociales en la organización de la defensa de sus intereses. Casi 300 años después, la Compañía de las Indias Orientales virtualmente gobernaba toda la India y se había expandido a Birmania, Singapur y Hong Kong. Finalmente, el éxito de la compañía despertó la codicia de los políticos ingleses y en 1858 fue disuelta para que la India y todos sus otros territorios tomaran su nuevo estatus como colonias del Imperio Británico. En 1876 los millones de habitantes de la India se convirtieron en súbditos de la Reina Victoria, cuando un acuerdo del parlamento británico le adjudicó el título de “Emperatriz de la India”.

Antes de ser constituida como colonia, la India era parte de lo que hoy se conoce como el Imperio Británico Informal. A diferencia de los territorios, las colonias y los dominios legalmente consti-tuidos que comprendían el Imperio Británico Formal.

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Generalizando el caso de la India, se puede decir que los países en la periferia, bajo el control indirecto de entidades privadas y guberna-mentales británicas, conformaban el Imperio Informal. La Gran Bretaña supo usar con gran pericia las ventajas de esta nueva forma de dominación para lograr una gran prosperidad y el enriquecimiento de su elite financiera.

Durante el siglo XIX, el Imperio Británico alcanzó su máximo crecimiento y el debilitamiento de España fue una invitación difícil de rehusar para su avidez por nuevas riquezas y territorios; y con el fin de aprovechar esta ventaja geopolítica, el gobierno británico revivió el Plan Maitland, que había sido propuesto años antes para arrebatarle a España sus colonias Sudamericanas. Este plan originalmente consistía en el envío de dos fuerzas expedicionarias: una, por el norte, que invadiría Venezuela para luego marchar hacia el sur hasta Lima; y otra expedición, por el sur, que desembarcaría en Buenos Aires y después de capturarlo usar sus instalaciones y recursos para reforzar sus tropas antes de atravesar los Andes

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y liberar a Chile, desde donde se lanzaría un ataque anfibio contra Lima.

Cuando Francia, bajo el gobierno de Napoleón, absorbió a España y la convirtió en su aliada; le brindó al Imperio Británico, a la sazón en guerra con Francia, el pretexto que necesitaba para poner en ejecución el Plan Maitland. Esto lo realizó con el envío de una fuerza expedicionaria para invadir Buenos Aires, campaña que lamentablemente para el Imperio Británico terminó en fracaso. Un año más tarde se intentó un nuevo ataque contra Buenos Aires y Montevideo que también fracasó. Ante estos resultados negativos, los británicos se vieron obligados a optar por el método indirecto de dominación, apoyando los esfuerzos de Miranda y Bolívar en el norte y San Martín en el sur. Finalmente las colonias españolas de Sudamérica lograron sus independencias pero quedaron fuertemente ligadas al Imperio Británico, por la deuda de guerra y por los métodos informales de dominación que el Imperio utilizó con gran astucia.

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Al inicio de sus vidas independientes, las antiguas colonias españolas pasaron por momentos de gran desorganización en su esfuerzo por reemplazar el orden establecido por España. Mientras esto ocurría, Inglaterra ponía en ejecución sus planes para absorber dentro de su Imperio Informal a las nuevas repúblicas. Aquellos países que inicialmente lograran una mejor cohesión y orden eran los más atractivos para servir como inconscientes instrumentos de esta política de dominación. Los escogidos fueron Argentina y Chile, países que quedaron firmemente atrapados como agentes dentro de la red informal. Más tarde, Argentina logró independizarse de este yugo. Pero Chile, por su posición geográfica y su mayor cohesión racial, recibió un tratamiento especial; financiero, industrial y naviero; que lo ató indefectiblemente al Imperio Informal Británico.

Una vez que Sudamérica quedó libre de España; los británicos, tras las bambalinas, manipularon el progreso de las nuevas repúblicas, ofreciendo paquetes de tecnología y financiamiento que aumentaron sus ingresos y el control sobre

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Sudamérica. El Imperio se preocupó de que ningún intento de integración tuviera éxito, de acuerdo con la premisa “divide y conquistarás”.

Entre los países más desorganizados y con serios problemas para lograr un ordenamiento adecuado estaba el Perú; atrasado en su progreso con respecto a las otras naciones por haber sido el último bastión de la dominación española. El Perú debido a su posición central en Sudamérica, tuvo conflicto de límites con todos sus vecinos, esto unido a la corrupción y las luchas intestinas entre sus ambiciosos líderes, no le permitió al Perú ponerse al día con el pago de la deuda de la independencia, ni siquiera de sus intereses, por lo que esta deuda continuó acumulándose desmesuradamente; produciendo un gran nerviosismo entre los financistas británicos por una posible bancarrota peruana.

Cuando finalmente el Perú logró un respiro económico con el guano y el salitre, imprudentemente se embarcó en un desarrollo excesivo de la infraestructura de ferrocarriles aumentando su deuda y la corrupción de

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funcionarios, políticos y caudillos militares y civiles. Con un dominio británico casi total sobre su comercio exterior y al borde de la quiebra, Perú le entregó el monopolio del comercio del guano a Dreyfus, una empresa francesa, provocando la ira de los financistas británicos. Entonces el Imperio tomó la decisión de provocar una guerra de rapiña para asegurar el pago de la deuda a sus financistas y de paso consolidar su control sobre el negocio del guano y del salitre en Sudamérica.

El Imperio Informal financió, armó y entrenó a Chile para hacerle la guerra al Perú. Y para asegurar el triunfo de este pequeño pero aguerrido país, ante un Perú prácticamente desarmado y totalmente desorganizado, Chile contaría con el asesoramiento y entrenamiento militar británico, y el apoyo financiero para la adquisición de unidades navales y de armamento de la más alta tecnología. Con esta guerra, Chile ganaría grandes extensiones de una superficie terrestre y marítima, fabulosamente rica en minerales, fauna y flora; y el Imperio controlaría su explotación y comercialización. Era realmente

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un atractivo proyecto, tanto para el Imperio como para Chile y todo mostraba que su ejecución tendría grandes probabilidades de éxito.

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3. La sobremesa

La tarde del 13 de Enero de 1881, en la que Juan Carlos y Jorge caminaban preocupados sin parar en su pastelería favorita, era el día en que el drama de la guerra desatada por el Imperio Informal contra Perú entraba en su fase final. Chile había logrado el dominio del mar y desembarcado una fuerza expedicionaria para tomar Lima; lo hizo con todas las ventajas posibles y sin ninguna oposición por parte de las tropas peruanas; debido a que Nicolás de Piérola al dar un golpe de estado en plena guerra, en 1880, terminó por desorganizar lo poco que quedaba de las fuerzas armadas del Perú. Nicolás de Piérola, abogado de profesión, era el comandante en jefe peruano y su plan para salvar Lima era totalmente defensivo, concentrándose en esperar al enemigo con dos líneas de defensa, la primera desde el Morro Solar hasta San Juan de Miraflores, y la segunda desde el malecón de Miraflores hasta Ate.

El general Manuel Baquedano, comandante en jefe chileno, que había emplazado sus tropas para

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atacar la primera línea defensiva peruana, ordenó en la madrugada del 13 de Enero de 1881 el inicio de las acciones. El combate fue intenso. El coronel Cáceres en San Juan Miraflores con un contingente de 4500 hombres, con más del 30% de soldados novicios, fue atacado por una fuerza chilena de 13000 hombres y desde el principio tuvo problemas para resistir. A las 8 de la mañana sus mejores soldados habían sido diezmados por lo que se vio obligado a retirar lo que le quedaban de tropas hacia Chorrillos. Mientras tanto el general Miguel Iglesias que defendía la zona de Villa con 4500 hombres resistió con gran valentía el empuje de 7000 chilenos, pero fue obligado a retirarse al Morro Solar; donde, desgraciadamente para Iglesias, las fuerzas chilenas que estuvieron luchando contra Cáceres, libres después de la retirada peruana, se desplazaron para atacar también su flanco izquierdo. Mientras tanto, en Chorrillos, el coronel peruano Belisario Suárez, al mando de las fuerzas de reserva, esperaba la orden de su comando para ayudar a Iglesias, pero esta nunca llegó. Con el correr de las acciones, la situación peruana en el Morro Solar se tornó insostenible

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por lo que el general Iglesias optó por retirar sus tropas a Chorrillos. Lamentablemente fue capturado por el enemigo. Después del derrumbe de las tropas peruanas en el morro, todas las fuerzas chilenas se concentraron en atacar Chorrillos y pese a la valiente defensa puesta por Cáceres y Suárez; a ellos no les quedó más remedio que retirarse, esta vez hacia Barranco, para luego continuar hasta la segunda línea de defensa en Miraflores. Esa noche, las hordas de la soldadesca chilena, llenas de odio y sedientas de sangre y de venganza, se emborracharon y se desbandaron sin control, para luego lanzarse sobre Chorrillos y asesinando a todos los que encontraron a su paso robaron e incendiaron al tranquilo y bello balneario limeño, dejándolo en escombros.

La tarde de la tragedia de Chorrillos era cuando Juan Carlos y Jorge caminaban sin decir palabra, desconociendo todavía los resultados del combate de San Juan de Miraflores y del Morro Solar. Fue Juan Carlos quien rompió el silencio, preguntando:

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— ¿Jorge te diste cuenta? casi no hay gente en las calles.

Jorge, como si no hubiera escuchado a su amigo, le contestó con otra pregunta.

— ¿Ya le contaste a tus padres?

— No pero debo hacerlo esta noche, por eso estoy tan preocupado — dijo Juan Carlos.

—Yo tampoco sé cómo empezar —agregó Jorge.

Juan Carlos como pensando en voz alta continuó:

—Sé que mi abuelo estará de acuerdo, quizás mi padre, pero mi mamá se morirá de pena —y con lágrimas en los ojos se quejó.

—Te juro que no se qué hacer.

Jorge sintiéndose avergonzado admitió.

—Mi padre ya hizo los arreglos para que mañana toda la familia salga para Ancón y luego,

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probablemente a París con nuestros familiares franceses. Pero yo no iré, de ninguna manera lo haré... pero no sé cómo decírselo a mi padre... tu sabes que él siempre fue muy severo conmigo y debo confesarte que le tengo miedo —Jorge se mordió las uñas, como solía hacer cuando algo le preocupaba demasiado.

Los amigos siguieron dándose ánimo para hablar con sus respectivos padres y al llegar a sus casas se despidieron, prometiendo verse al día siguiente.

En la sobremesa de esa noche, Juan Carlos ardía de nerviosismo e impaciencia pues no sabía cómo empezar con su anuncio; pero también estaba muy interesado en escuchar la conversación de su padre y su abuelo, esperando conocer más sobre la tragedia que estaba viviendo el país. En el colegio Guadalupe le habían dado una explicación, pero según él, nadie sabía más que su padre y su abuelo.

—La tragedia que nos encontramos viviendo es solo culpa nuestra. Qué descalabro, qué

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vergüenza cómo pudimos ser tan indolentes e ingenuos para no enmendar rumbos —se quejó don Luís, el padre de Juan Carlos.

— ¡Ay hijo! si yo te contara —replicó el abuelo Justo.

—Dilo padre, este es el momento, no sé cómo puedes guardarte todo lo que sabes. Un día vas a explotar por la tensión que debes estar soportando por dentro.

—Bueno, creo que tienes razón hijo, te contaré, pero te advierto que debes tener paciencia porque para darte una mejor idea de lo que me atormenta debo remontarme primero a 1868, cuando yo era un alto funcionario de Hacienda durante el Presidente Balta. El Califa tenía entonces solo 30 años y fue nombrado Ministro de Economía, aunque de economía sabía muy poco.

—¿El Cali...fa? ¿qué, qui…en? —Tartamudeó Juan Carlos.

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—Muchacho malcriado, no cortes la conversación, acuérdate que esta es una conversación de mayores y tú estás aquí solo para escuchar —dijo don Luis.

—A don Nicolás de Piérola le decían el Califa, nieto mío, no sé si por burla o admiración —explicó el abuelo guiñándole el ojo a Juan Carlos, mientras que Doña Josefa le daba un pellizco disimulado a su hijo, por malcriado.

El abuelo continuó:

—Bueno, en ese año de 1868, el Califa exigió, con toda la pedantería que acostumbraba, amplios poderes para negociar el guano a nombre del Perú. Y al año siguiente regresó para anunciar con gran pompa y orgullo que había logrado un nuevo contrato; uno que según él salvaría al país de la bancarrota. Era el acuerdo comercial y financiero que hoy conocemos como el Contrato Dreyfus, que, debo decir, lejos de salvarnos nos hundió más y estoy seguro que es una de las causas de nuestra presente situación.

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—Discúlpame papá, eso no lo puedo creer, don Nicolás es un hombre probo, un patriota, un héroe y no creo que haya hecho nada que hiciera daño al país —dijo don Luis con firmeza.

—Bueno hijo, me da pena descorazonarte, pero creo que es necesario que te cuente algo más, un hecho curioso que me ocurrió ocho años después del contrato Dreyfus, en 1877, cuando yo ya me había jubilado. Una tarde me encontraba en el bar del Hotel Maury, conversando y tomando unos tragos con mis amigos. Me levanté para ir al baño y cuando regresaba, se me acercó un extranjero; rubio de ojos azules, un poco más joven que yo; y me preguntó:

“Discúlpeme, es usted el señor Don Justo Salazar y Panizo”, y acto seguido me entregó su tarjeta de presentación, lo miré sorprendido y le contesté:

“Sí señor, ¿de qué se trata?”

“Mi nombre es William Walker, soy el Comi-sionado para el Perú de los Tenedores de los Bonos de la deuda extranjera de vuestro país en

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Europa, y señor Salazar quedaré muy agradecido si usted me permitiera unos minutos para exponerle un asunto extremadamente delicado para su país. Esto por supuesto, después que usted haya terminado con sus amigos.”

—Estuve tentado de decirle que no, pero el extranjero me cayó bien y el tema era por lo demás interesante, así es que acepté.

Juan Carlos abrió los ojos y olvidándose de todas sus preocupaciones, pensó —Esto se pone muy interesante.

El abuelo Justo continuó —Cuando la reunión con mis amigos terminó, me acerqué al extranjero y le dije:

“Estoy a sus órdenes señor Walker. Pero debo aclarar que yo ya estoy jubilado y no desempeño ninguna actividad oficial”

—Walker me contestó:

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“Estoy muy agradecido por su amabilidad señor Salazar. Me recomendaron a usted como una persona de gran experiencia en el medio político peruano y antes de explicarle por qué me he atrevido a entrevistarlo sin haber sido apropiadamente presentados, permítame hacer un preámbulo”

“Muy bien señor Walker, continúe por favor”

“Creo que puedo empezar comentándole sobre la reunión que el año pasado tuvieron, en un conocido hotel de Londres, los tenedores de los bonos de la deuda del Perú. Esta reunión fue presidida por Sir Charles Rusell, Miembro del Parlamento Inglés. La reunión tuvo como meta, establecer un curso de acción ante la posible bancarrota peruana, que me apena decirlo ha dejado de pagar los intereses de su deuda desde hace dos años, desde1875. También, en la reunión se buscó aclarar la implicancia del Contrato Dreyfus sobre los acuerdos de refinanciación de 1870 y 1872, entre el gobierno peruano y los tenedores de la deuda. Debo confesarle que sobre este tema, en algún

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momento, en la reunión, los ánimos se caldearon tanto que hasta se insinuó la intención de una estafa por parte del Perú. Luego, cuando finalmente, el ambiente se calmó, se decidió entablar un juicio al gobierno peruano y a la empresa Dreyfus”

—Al escuchar esto no pude menos que recordar al inefable Califa y su auto-proclamación como el salvador del Perú por haber logrado el contrato Dreyfus —dijo el abuelo.

— ¡No puedo creer lo que estoy escuchando! — exclamó el papá de Juan Carlos y el nieto abrió aún más los ojos, mientras que doña Josefa estaba con la boca abierta.

El abuelo siguió:

— Walker continuó comentando,

“Otro acuerdo que se tomó esa noche en Londres fue pedirme que, a nombre de los tenedores de la deuda, viajara al Perú para informar al gobierno peruano sobre la enorme preocupación que

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existe en Europa por la falta de pago de los intereses de la deuda y, en lo posible, convenir a una reunión para buscar un acuerdo antes de proceder con los tribunales. Lamentablemente, señor Salazar, estoy casi un mes en su país y no he podido entrevistar a ningún miembro del gobierno y más bien he sido sometido a una gran hostilidad. Ante el inminente fracaso de mi misión he optado, como un acto de desesperación, entrevistar a personas como usted, buscando abrir alguna puerta que me permita llegar a un funcionario importante del gobierno peruano.”

—Debo confesarte hijo mío que lejos de molestarme por lo que escuché sobre nuestro país sentí una gran pena, porque me parecía que Mr. Walker decía la verdad. Y comprendiendo que debía actuar con premura, por el bien del Perú, le dije.

“Creo que su intensión es digna y usted debe ser escuchado. Yo, por supuesto no soy la persona apropiada, pero podría recomendarlo a un gran amigo mío el Señor José María Echenique cuya familia ha estado siempre muy relacionada con el

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gobierno de mi país. Esta es mi tarjeta y voy a hablar con mi amigo para concertar una reunión reservada entre ustedes en el Club de la Unión.”

—Tuve que hacer esfuerzos para que Mr. Walker no me besara. Y dos días después mi amigo Echenique y el señor Walker tuvieron una reunión cuyo resultado desconozco. Luego perdí contacto con Mr. Walker y su problema financiero porque en esos días estalló un escándalo mayúsculo en Lima; el conspirador de siempre, don Nicolás de Piérola, volvió a intentar un golpe de estado y en el proceso nos envolvió en a una escaramuza con la armada británica, problema que hoy conocemos como el caso Pacocha.

—¿Pac…o…cha, que es eso? —Juan Carlos no se pudo contener y sufrió otro pellizco de parte de Doña Josefa.

El abuelo pacientemente le explicó a Juan Carlos,

—El Califa sin importarle la crítica situación que estábamos viviendo en 1877, intentó dar un golpe de estado y para eso se apoderó del monitor

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Huáscar y por alguna razón causó desmanes contra la propiedad privada que lo enredó en líos con los ingleses. Por eso la armada inglesa lo estuvo persiguiendo, acusándolo de piratería. No me interpretes mal, no creas que estoy del lado de los ingleses, pues a ellos los encuentro tan pedantes y a veces tan innobles como al Califa. — Juan Carlos abrió más los ojos, que ahora parecían querer saltar de sus órbitas.

—No confundas a tu nieto papá, Don Nicolás de Piérola tenía sobradas razones para su golpe de estado en contra del corrupto gobierno del General Mariano Ignacio Prado.

El abuelo respondió:

—Bueno hijo no voy a defender al General Prado tampoco, pero recuerda que ese año era casi la víspera de la guerra traicionera que nos declararon los chilenos. A pesar de esto, el Califa hizo que el monitor Huáscar, nuestro mejor buque, lo llevara a Valparaíso desde donde lanzó una incendiaria proclama contra el general Prado. ¿No te huele eso a traición?

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—Papá, es cierto que él estuvo refugiado en Chile, pero no sabía lo que tramaban los rotos.

—Hijo … hijo, reacciona, yo cada día veo más claro la causa de nuestra desgracia. ¿Sabes tú, que los ingleses y los chilenos están ahora ya usufructuando nuestro salitre de Tarapacá? Y como me contó Walker, ¿qué hacía un Miembro del Parlamento Británico presidiendo la reunión de Londres? Estoy convencido que la guerra contra nosotros es el resultado de una gran conspiración que fue mantenida en “cartera” desde 1869, año en que se firmó el contrato Dreyfus. Finalmente, la guerra fue decidida en 1875, cuando Chile recibe los acorazados Blanco Encalada y Cochrane, financiados por los ingleses con términos muy ventajosos. Y mira, en qué año se refugió el Califa en Chile, en 1877, ¿no te parece todo esto muy sospechoso?

—No lo puedo creer papá, todavía se me hace difícil aceptar que don Nicolás de Piérola, a quien siempre admiré, pueda prestarse a tamaña maldad.

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—Y ahora hijo mío, pregúntate ¿cómo es posible que en plena guerra, cuando más se requería la unión de todos los peruanos el Califa aprovechara la ocasión para darle un golpe de estado al general Mariano Ignacio Prado, quitándole el piso cuando trataba de adquirir acorazados y armas para el Perú; se sabe que él ya había identificado los acorazados disponibles y solo faltaba financiar el pago. En adición, el golpe de estado de Piérola causó tal disrupción de las cadenas de mando en nuestras fuerzas armadas que ellas quedaron muy debilitadas, justo cuando necesitábamos reconstituirlas para defender Lima; según yo, lo que hizo este militar aficionado fue un crimen de lesa patria. Ahora tenemos al Califa como comandante supremo de nuestras fuerzas armadas, un hombre sin conocimientos estratégicos ni tácticos, un político pertinaz rodeado de aquellos que solo saben decir sí a todo lo que él ordena.

El padre de Juan Carlos estaba lívido de tristeza, al no encontrar argumentos para defender a

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aquel que siempre consideró como el salvador del país.

El abuelo continuó con su dura crítica a Piérola:

— Hoy, un coronel amigo se quejó amargamente conmigo,

“El Califa ha dispersado nuestras reducidas fuerzas en un frente demasiado largo de casi 12 km, desde el malecón de Miraflores hasta Ate. Esto ha debilitado nuestra línea de defensa porque no contamos con el número suficiente de tropas regulares lo que nos ha obligado a usar el cuerpo de reserva formado por civiles, sin el entrenamiento adecuado. Por otro lado, los tan mentados reductos de Piérola son realmente pura fantasía; trincheras mal cavadas y protegidas por unos simples montículos de tierra y adobes, con pobre apoyo de artillería; ellos están tan separados entre sí que no hacen posible un rápido movimiento de tropas para apoyar a los reductos en peligro de ser arrollados por el enemigo.”

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—Para terminar mi amigo lanzó su mayor reproche a los planes del Califa:

“La información que tenemos es que esta noche, 13 de Enero, después de su triunfo en San Juan, la soldadesca chilena se ha salido de sus causes y rompiendo con toda disciplina se ha dedicado al pillaje, la destrucción y la borrachera en Chorrillos, brindándonos una magnífica oportunidad para contraatacar. Pero la falta de experiencia e instinto militar de Piérola lo tiene atado a un esquema rígido de defensa que no le ha permitido dar la orden para lanzar un ataque sorpresivo, desperdiciando, probablemente, la última oportunidad que tendremos para infligir un serio revés a los planes chilenos.”

— Bueno hijo no quiero seguir porque me hierve la sangre y se me sube la presión— terminó el abuelo, colorado por la rabia que sentía.

—Caray papá, me has dejado anonadado— dijo Don Luís, y sin saber que más decir, volvió a la trágica realidad del momento. El debía informar a la familia los planes para el día crucial de

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mañana y no sabía cómo empezar, entonces recordó que Juan Carlos también quería hacer un anuncio,

—Antes de comentarles nuestros planes de emergencia para mañana, creo que tú, Juan Carlos, querías decirnos algo.

Juan Carlos se puso pálido y sacando fuerzas de flaqueza anunció a su familia que él se había alistado en las tropas de reserva para defender Lima, y que durante las últimas semanas había estado recibiendo instrucción militar en su colegio. Sus órdenes eran que el día de mañana debía presentarse a la estación de Monserrate para tomar el tren de las 8 AM hacia el Reducto No 2 en Miraflores.

Al escuchar esto Doña Josefa sufrió un desmayó y todos tuvieron que acudir en su ayuda, después de unos instantes ella se recuperó con las sales que le obligaron a oler, pero desde ese momento no dejó de sollozar y murmurar:

—Mi hijito, mi pobre hijito.

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El abuelo se recompuso a duras penas sin poder evitar que dos lagrimones le cayeran por la mejilla.

—Ugh, ugh… estoy orgulloso de ti Juan Carlos, conociéndote como te conozco debí haberme imaginado que esto iba a suceder.

Esta vez el padre fue más sereno que el abuelo y dándole un beso a Juan Carlos, le dijo:

—Me siento orgulloso hijo mío, no podía esperar menos de ti. Por mi parte debo anunciar que ahora somos dos, en la familia, pues yo también me embarco mañana para ir al Reducto No 5 con Don Pedro nuestro vecino. Tu abuelo no pudo alistarse por su rodilla, sino seríamos tres Salazar en los reductos. Pero él estará sirviendo en la retaguardia, apoyando a la Cruz Roja.

Juan Carlos se quedó asombrado, al enterarse de lo que habían estado planeando su padre y su abuelo. Comprendió que lo habían mantenido en secreto para no atormentar más a su mamá, doña

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Josefa, que ya vivía en ascuas con las malas noticias de la guerra y el bloqueo del Callao por la armada chilena. Juan Carlos se alegró al saber que el papá de Jorge también se había alistado y que realmente no tenía planeado huir a Francia; y se alegró aun más por su querido amigo Jorge que había dudado de la hombría de su propio padre, sin saber que él era realmente un valiente.

Don Luís continuó explicando los planes para la familia:

— Don Pedro, nuestro vecino, y yo nos hemos puesto de acuerdo para que las mamás y las hijas viajen a Ancón, en el tren que sale mañana de la estación de Monserrate. Las escuadras extranjeras, estacionadas frente al Callao, han declarado que garantizarán, con los cañones de sus buques apuntados a los acorazados chilenos, que los mandos chilenos cumplirán con los acuerdos tomados para que Ancón sea mantenido al margen de las hostilidades durante el ataque a Lima. El cuerpo diplomático extranjero y sus familias están ya establecidas en ese balneario y queda solo un tren más para llevar a las familias

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peruanas que tengan alojamiento en Ancón. Josefa y las chicas, y nuestra vecina y sus hijas viajarán en ese tren que parte a las 7 de la mañana. Todas ellas se instalarán en la residencia de Ancón de nuestro vecino don Pedro. Ahora basta de lloriqueos y manos a la obra para preparar el viaje que ya quedan solo unas cuantas horas más.

A pesar de las terribles perspectivas para su familia, doña Josefa se dio cuenta que los momentos no eran para debilidades y sacando a relucir el aguerrido espíritu de la mujer limeña, se secó los ojos con un pañuelo y empezó a impartir órdenes al personal de servicio y a sus hijas, para organizar el viaje a Ancón.

Mientras tanto los tres hombres de la casa empezaron sus preparativos para la contienda que probablemente ocurriría el día 15 de Enero, pues con la soldadesca chilena borracha, el comando chileno no se atrevería a lanzar su ataque contra los reductos el día de mañana 14, que fue el escogido para posicionar las fuerzas civiles de reserva en los reductos de Miraflores.

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Las escasas tropas regulares del ejército peruano, ya estaban emplazadas en la línea de defensa de Miraflores.

—Mira hijo he comprado estas dos mochilas para llevar una cantimplora, comida, una muda de ropa y una chompa para el frio nocturno. Tengo entendido que mañana nos entregarán los fusiles y las balas en los reductos mismos. Juan Carlos, escucha, cuando recibas las balas, pruébalas para saber que ellas correspondan al fusil que te han asignado. He escuchado muchas historias sobre balas equivocadas y no quiero que esto te vaya a suceder y quedes indefenso durante el combate.

—Sí papá, eso es lo que también nos recomendaron nuestros instructores. Durante las últimas semanas hemos estado aprendiendo a disparar con los tres tipos de fusiles que usa el ejército peruano.

—Muy bien hijo, yo tuve la misma experiencia, solo quería estar seguro que tuvieras en cuenta ese vital detalle.

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Diciendo esto el padre no pudo seguir fingiendo tanta serenidad y sin poderse contener más reaccionó, ante la sorpresa de Juan Carlos, exclamando:

— ¡Mierda!, hijo mío disculpa mi lenguaje pero estoy que reviento de rabia por dentro, todavía no puedo entender cómo es que fuimos tan estúpidos para encontrarnos en esta ridícula situación, no hay duda que esta maldita guerra nos ha encontrado con los pantalones abajo; hasta tuvimos que comprar rifles a la carrera y contentarnos con usar tres diferentes tipos.

Pálido de rabia don Luis continuó:

—¡Carajo! no pudimos darles más ventajas a los rotos de mierda. El uso de diferentes modelos de rifles causa tremendos problemas para el aprovisionamiento y la efectividad de los combatientes. Los rotos cojudos, deben estarse muriendo de risa.

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—Tienes razón papá, para mí fue muy difícil disparar por grupos; cuando se debe mantener la sincronización entre los que disparan y los que cargan sus fusiles. Después de unos disparos todo se desordena debido a que unos fusiles, como los Remington, permiten una operación más rápida que otros.

Mientras padre e hijo intercambiaban experiencias, el abuelo había entrado en un estado de depresión y se contentaba con escucharlos en silencio, pues se sentía totalmente exhausto y sin fuerzas.

—Papá puedo usar mi ropa de deportes y una gorra. — Preguntó Juan Carlos

—Si hijo me parece buena idea, creo que yo haré lo mismo.

— ¿Y llevar mis zapatos de cricket?

— ¿Quee..? —exclamó el abuelo, saliendo de su mutismo de una manera violenta, como un

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caballo al que se le hincan las espuelas. Don Justo sin poder contenerse increpó a su nieto:

— ¡Carajo Juan Carlos! tú crees que estás yendo a jugar un partido de cricket, la guerra es algo muy serio muchacho, ¡La gente muere en la guerra!... zapatos de cricket te voy a dar…

Diciendo esto el abuelo, no pudo contener más las lágrimas y lloró desconsoladamente abrazando con desesperación a su nieto, exclamando una y otra vez:

— ¡Malditos chilenos, ojalá se quemen en el infierno!

La exasperación de su padre y las lágrimas del abuelo conmovieron a Juan Carlos obligándolo a recapacitar sobre la peligrosidad de la misión que debía cumplir y que su espíritu juvenil estuvo soslayando hasta entonces. Morir era algo que a él no se le había ocurrido en ningún momento y al aceptar esta posibilidad sintió un miedo desconocido; entonces se refugió en los brazos del

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abuelo, buscando su protección como cuando era niño.

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4. Los héroes

Al día siguiente, la casa de Juan Carlos, todavía con luces por la oscuridad reinante a las 5 de la mañana, adquirió una actividad febril bajo las órdenes precisas de doña Josefa. La servidumbre subía y bajaba con las maletas y bultos de ropa y pertrechos, que la noche anterior habían sido diligentemente marcados con etiquetas cosidas con rápidas puntadas. Doña Josefa, una vez vencido su temor por la inminencia de guerra, actuó con gran valentía para planificar la mudanza a Ancón, no había dormido pero se sentía fuerte y decidida. Ella había hecho preparar un refrigerio para su marido y su hijo, consistente de emparedados, bizcochos, empanadas y manzanas. También una muda de ropa y chompas para abrigarse en la noche; a su hijo le puso una chompa extra porque sabía que era muy friolento. De rato en rato doña Josefa, a escondidas soltaba unas lágrimas que no podía evitar, pero respirando hondo y rezándole a la virgen María se resarcía de sus penas.

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Uno de los criados se había encargado de contratar un coche de alquiler para la familia y una carreta para el equipaje. A las seis de la mañana, toda la familia estaba ya sentada a la mesa para el desayuno, se persignaron y rezando una plegaria, lloraron todos sin la menor vergüenza, mirándose amorosamente y reconfortándose con palabras de cariño.

En la casa vecina, de la familia Álvarez y Morán, se desarrollaba una escena similar y a las 6 de la mañana, con las campanas de la Basílica de San Francisco anunciando el Ángelus, ambas familias partieron en caravana hacia la estación de Monserrate. Al llegar a ella, encontraron que todo era confusión; cientos de familias gritaban con desesperación y se atropellaban tratando de llegar a sus vagones. La locomotora con su rítmico chasquido echaba un vapor blanco que impulsado por la suave brisa matinal llegaba hasta los vagones de pasajeros, aumentando el dramatismo de la escena. Finalmente las familias de Juan Carlos y Jorge, ayudadas por sus sirvientes, estuvieron instaladas en sus asientos. Marita y Angelita con lágrimas en los ojos se

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despedían de los hombres de la familia, agitando las manos a través de las ventanas del vagón mientras que doña Josefa hacía esfuerzos para no llorar. Ella sabía que probablemente no volvería a ver ni a su marido ni a su hijo, ni al rezongón del abuelo, pero tenía que demostrar valentía para no asustar más a sus hijas y aumentar el dolor que probablemente sentían los hombres que ella tanto amaba. Las familias de Juan Carlos y Jorge no dejaron de despedirse hasta que el tren, inexorablemente, se alejó. Dentro de los vagones, todo era dolor y confusión, los pasadizos iban atiborrados de familias que no pudieron encontrar asiento. Mientras tanto en los andenes quedaron muchas otras familias que no pudieron subir a los vagones y que desalentadas miraban con tristeza y angustia como el último tren a Ancón se perdía en horizonte.

Minutos después, la estación de Monserrate se volvió a llenar, esta vez con reservistas y sus familias. El abuelo Justo era el único de la familia de Juan Carlos que no se embarcaría y se mantenía serio y silencioso mientras don Luís le daba las últimas instrucciones a su hijo:

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—Juan Carlos, no olvides que el soldado es la pieza fundamental de toda maquinaria de guerra, y que esta requiere de una gran cohesión para cumplir su misión. Durante la batalla, son los sargentos y los cabos los que en última instancia mantienen el orden de las tropas. Cuando llegues a tu reducto, reconoce a tu jefe inmediato, identifícate y cumple sus órdenes al pie de la letra “sin dudas ni murmuraciones… ”.

En la mitad de la frase, la voz de don Luis se quebró y sin poder continuar abrazó a Juan Carlos, lo besó y lloró desconsoladamente. El abuelo, dándole palmadas a sus valientes los separó suavemente.

—Anda muchacho que ya están llamando a los del Reducto No 2 —dijo el abuelo y Juan Carlos, sin comprender a cabalidad todavía, la seriedad del momento, se alejó en dirección a su compañía; él estaba nuevamente seguro que una vez terminada la contienda volvería a su casa.

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En el andén se encontró con Jorge y ambos amigos se abrazaron, iban en el mismo tren pero en diferentes vagones.

—¿En qué reducto estas? —preguntó Juan Carlos.

—En el Reducto No 4, me dijeron que queda por la Palma ¿y tú?

— A mi me asignaron al Reducto No 2 y a mi papá al 5.

—A mi papá también le asignaron el 5, que bien, por lo menos ellos estarán juntos… Juan Carlos ya están llamando a mi compañía… chau, chau, nos vemos después.

Ambos amigos se dieron un abrazo y partieron como si estuvieran yendo a una excursión, pues en sus mentes juveniles las tristes experiencias no tenían gran duración y dejándose llevar por la excitación del momento habían ya olvidado las lágrimas de sus familiares. Todo alrededor de Juan Carlos era nuevo y le llamaba la atención;

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aspirando el aire frio matinal disfrutaba cada instante, sintiéndose como los héroes de las historias que el abuelo Justo solía contarle.

Las tropas peruanas del ejército de reserva, se embarcaron rumbo a Miraflores. El Reducto No 2 quedaba cerca del paradero del tren y Juan Carlos no necesitaba caminar mucho para llegar a su emplazamiento, mientras que Jorge y sus padres tendrían que marchar varios kilómetros para llegar a sus reductos. La compañía de Juan Carlos era la segunda del batallón comandado por el ex-Vice Presidente de la Cámara de diputados coronel Ramón Ribeyro y estaba formado por un conglomerado de estudiantes, profesores, miembros de la colonia italiana, miembros del club Regatas, comerciantes y profesionales de todas las ramas.

Al subir a su vagón Juan Carlos reconoció a su amigo Pascual Dávalos del colegio Guadalupe. Él era más pequeño y delgado que Juan Carlos, con ropa sencilla y limpia, pero ajada, tenía una cara bondadosa y una simpatía que despertaba el cariño de todos los que le conocían.

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—Hola Sinchi, ¿cómo estás?

—Hola Juanqui

Los amigos se sentaron juntos y sin hablar al principio, se dedicaron a mirar con una mezcla de curiosidad y arrobamiento como el tren atravesaba los muros de Lima cruzando raudo los sembríos de algodón, que por sus brillantes hojas parecían una gigantesca alfombra verde que se perdía en lontananza. Mientras el tren se movía veloz sobre el camino de hierro con un su relajante traqueteo, la continuidad del panorama era interrumpido aquí y allá por las casas haciendas de sus propietarios. Una sensación de paz embargaba a los amigos que sentían como si estuvieran en un paseo. De pronto el ulular del tren los hizo volver a la realidad del momento, entonces Juan Carlos preguntó a su amigo.

— ¿Sinchi, tienes miedo, tú crees que dolerá morirse?

— Juanqui, te juro que no se si tengo miedo o no… creo que si te dan con una bayoneta debe doler.

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—Mi abuelo Justo me recomendó que para no sentir miedo debía rezar a Dios y enfurecerme contra esos malditos rotos que vienen desde tan lejos a robarnos. —dijo Juan Carlos.

— Creo que eso es lo que yo también haré. Mira Juanqui, la realidad que solo una vez vi a un muerto, pero ya en su ataúd. Era un amigo del barrio que murió por algo en el cerebro. El parecía dormido y después de ese día nunca más lo volví a ver. Por eso creo que morirse es una combinación de estar dormido e irse muy lejos.

Los amigos se quedaron silenciosos, cada uno con sus propios pensamientos. Pero el espíritu juvenil no es capaz de mantener la preocupación por mucho tiempo y Juan Carlos recordando que siempre había querido saber el origen del apodo de Sinchi, alejó todo lúgubre pensamiento para preguntar:

—Oye Pascual ¿y por qué te dicen Sinchi?

Pascual sonrojándose no tuvo más remedio que contar.

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—Carajo, Juanqui, tuve mala suerte, mira lo que me pasó. Estaba en quinto año de primaria, durante el examen de medio año que era oral, con balotas, yo me moría de miedo porque siempre he sido un salado y me tocan las preguntas más difíciles. El examinador era el profesor de historia que me tenía ojeriza. Temblando, metí la mano en la caja de las balotas y extraje una. El profesor la leyó.

“Estás con suerte Dávalos, te tocó el número 13, pregunta fácil ¿Cuál es el nombre del segundo Inca? ”

—Me puse pálido Juanqui, yo sabía que era como Sinchi algo, pero no recordaba lo que faltaba del nombre y el profesor me presionaba.

“Vamos, vamos Pascual que solo tenemos un minuto”

“Sinchi Capac profesor”

—Toda la clase estalló en una sola risa. Hasta el profesor hizo grandes esfuerzos para no reír.

“Qué bruto, qué cojudo, Sinchi Capac, ja, ja…ja “—Se burlaban mis compañeros

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“Disculpe profesor, Sinchi Roca.” —Logré balbucear.

—El profesor se apiadó de mí y me puso 11 y pasé rozando, creo que consideró que la vergüenza por la que había pasado había sido un castigo suficiente.

—Pobre Sinchi, te compadezco amigo, pero considera que ahora todos te decimos Sinchi de cariño.

—Sí Juanqui, yo mismo me he acostumbrado y hasta me gusta esa chapa —dijo Sinchi con resignación.

Mientras el tren con los reservistas viajaba hacia Miraflores; importantes acontecimientos se estaban desarrollando. El general Baquedano, comandante en jefe de las fuerzas invasoras envió a sus representantes para negociar un cese de fuego; considerando que necesitaba ganar tiempo para ordenar sus tropas después de la peligrosa y vergonzosa ruptura de la disciplina de sus soldados, que borrachos habían perpetrado todo tipo de desmanes y terminaron saqueando e incendiando Chorrillos. La sugerencia de

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Baquedano fue acogida con gran interés por las representaciones diplomáticas que temían en Lima la repetición de lo ocurrido en Chorrillos. El dictador del Perú, golpeado por la derrota en el Morro Solar, también encontró atractiva la oferta y aceptó; dejando escapar la oportunidad para lanzar un contraataque, que aún tardío podía haber echado a perder los planes chilenos. Los contendientes acordaron un cese de fuego hasta el día 15 a las doce de la noche. También acordaron una reunión entre Piérola, Baquedano y los representantes diplomáticos para el mismo día 15, en la villa del alcalde de Miraflores señor Guillermo Schell.

Al llegar al paradero del Reducto No 2, Juan Carlos y Sinchi bajaron del tren y quedaron sorprendidos al ver una especie de cancha plana de tierra rodeada de barricadas incompletas hechas de bolsas de arena y tierra, por la propaganda del gobierno ellos esperaba algo más espectacular; pero no tuvieron tiempo de seguir pensando pues el jefe de batallón, el coronel Ribeyro, ordenó a su personal a formarse por compañías, la primera incluía tropas regulares y

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la segunda principalmente reservistas. Ambos comandados por tenientes, quienes; tan pronto como escucharon al jefe de batallón; impartieron las órdenes respectivas para formar ante Ribeyro quien, subido sobre un montículo les dio la bienvenida y les agradeció por su valentía y determinación, por servir a la patria en ese momento tan crucial; luego Ribeyro pasó a explicar que los reservistas defenderían el reducto cercado por las barricadas, en apoyo de las tropas regulares que emplazadas en trincheras en el flanco izquierdo, contaban con un grupo de artillería, equipado con dos pequeños cañones. Luego, Ribeyro explicó que las compañías estaban organizadas en grupos de combate de a 30, comandados cada uno de ellos por un sargento o un cabo del servicio regular. Finalmente, Ribeyro ordenó a los tenientes tomar el mando de sus respectivas compañías para proceder el despliegue de sus soldados. Los reservistas requerían de mayor atención para poder agruparse en secciones y recibir su equipo de combate. Los cabos empezaron a pasar lista del personal a su cargo; los que, al escuchar sus nombres fueron, uno a uno, tomando sus puestos

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en la formación. A Juan Carlos y a Sinchi les tocó el grupo liderado por el cabo Enrique Parra.

—Cubrirse en líneas de a tres, vamos soldados, vamos que tenemos mucho que hacer y el día es corto —ordenó Parra con voz tronante.

—Atención, a la izquierda, izquierda… paso ligero… marchen.

El cabo Parra guió a su grupo hacia el flanco derecho del reducto en dirección a la playa de Miraflores.

—Alto, a formar en columna de a uno.

Soldados regulares se colocaron al costado del inicio de la fila con el equipo por entregar. El cabo Parra ordenó a su grupo a pasar para recibir su equipo; este consistía de un fusil, una bayoneta, dos cananas, dos bolsas para balas con orejuelas para el cinturón, una cantimplora, una taza y una escudilla con divisiones para la sopa y el segundo. Después de recibir el equipo, Parra les indicó que la bolsa para las balas y la cantimplora iban en el cinto y las cananas en forma cruzada sobre el pecho. Luego hicieron otra

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fila para recibir las balas, Parra les indicó que lo primero que debía hacer era verificar que las balas correspondían el fusil que habían recibido y que debían llenar las bolsas del cinto con balas, colocando las restantes en las cananas. Al término de la entrega del equipo, Parra ordenó descanso y romper filas para que cada uno de sus soldados procediera a trabajar con el equipo recibido.

Juan Carlos con la mochila que ya traía más el equipo, el fusil, la bayoneta y balas que recibió sintió un peso de varios kilos, que le hacía caminar bamboleándose.

— ¿Pesadito no? — le dijo Sinchi.

—Sí, amigo, imagínate cuando tengamos que contraatacar —Contestó Juan Carlos, tratando de sonreír, sin lograrlo.

Ramón Ribeyro no estaba contento con las condiciones del Reducto No 2. Se habían levantado barricadas con sacos de arena detrás del cauce seco de un canal de regadío; pero ni el cauce seco era lo suficiente profundo, ni las barricadas suficientemente altas, y lo peor, no

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estaban terminadas completamente. Dando un profundo suspiro, para no lanzar una lisura que le permitiera descargar su frustración, Ribeyro decidió ordenar la terminación de las barricadas y profundizar el cauce seco.

En la tarde, cuando Juan Carlos y Sinchi cansados ya de tanto llenar sacos de arena y de tierra, se alegraron cuando escucharon la orden de parar y hacer pruebas de tiro para familiarizarse con los rifles que les había tocado. Finalmente al anochecer se hizo el anuncio que realmente llenó de júbilo el corazón de los reservistas:

— Ahora tendremos una cena pues necesitamos de todas nuestras fuerzas para la tarea que la patria nos ha encomendado. Para empezar tenemos una sopa criolla deliciosa y un estofado de gallina, preparada por valientes damas limeñas.

La tropa se puso en columna y pasó al frente de los soldados que les entregaban un pan y les llenaban sus escudillas con la rica sopa y el estofado.

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Después de la cena, los amigos se sentaron en la penumbra para descansar. Juan Carlos notó que Sinchi tiritaba por la fría brisa y la neblina que les llegaba desde el mar de Miraflores.

—Toma esta chompa Sinchi.

—Y tú Juanqui.

—No te preocupes Sinchi, no conoces a mi madre, ella es muy previsora y me puso dos chompas y estos bizcochos, anda toma uno.

—Gracias Juanqui, cuando termine esto de la guerra me gustará conocer a tu mamá.

—… ¿y tu mamá Sinchi? — preguntó, titubeando, Juan Carlos

Sinchi se puso triste y Juan Carlos hubiera jurado que se le cayeron unas lágrimas, que en la oscuridad no pudo ver. Con voz dolida Sinchi le contó a su amigo.

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—Mi mamá murió cuando yo era muy pequeño y solo la recuerdo como en un sueño. Mi papá siempre fue muy bueno y cariñoso conmigo, pero no es lo mismo Juanqui —Sinchi no pudo ocultar las lágrimas que valientemente limpió con la manga de su camisa.

—Sinchi, …caray… no lo sabía… lo siento mucho. Pero, mira mientras estemos juntos compartiremos todo lo que mi mamá haya preparado. Mira, también me puso estas empanadas limeñas tan ricas, que solo ella las sabe hacer.

Con el estómago lleno y abrigados, les tomó pocos minutos a los amigos para quedar profundamente dormidos. Horas después los despertó una algarabía.

— ¡Bravo, bravo, llegaron refuerzos! ¡ Vivan los Morochucos!

— ¿Los Morochucos? —preguntó Sinchi despertando.

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Juan Carlos le explicó a su amigo, — ellos son una tribu aguerrida de la sierra, creo que de Ayacucho, dicen que algunos tienen barba y ojos azules porque son descendientes de Almagro y su gente. Son unos valientes a más no dar, deben haber participado en muchas batallas, lo que sé es que lucharon en la batalla de Ayacucho al lado los patriotas. Mira Sinchi, sabiendo que ellos están con nosotros, me siento mejor.

—Oye Juanqui, y tú ¿cómo sabes todo eso?

—Mi abuelo, Sinchi, el tiene tantas historias que contar, después de la guerra te lo presentaré, te vas a quedar encantado con sus cuentos y el relato de sus aventuras; para mí él es un verdadero sabio.

Después de este breve intercambio los amigos se volvieron a quedar dormidos.

Los chilenos aprovecharon el cese de fuego para adelantar sus tropas y tomar posiciones que sin la tregua les hubiera costado mucho trabajo lograr. 14 buques de la escuadra chilena,

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incluyendo sus dos acorazados, se posicionaron al frente de Miraflores, con sus cañones listos. La artillería chilena enfiló su cañones hacia el Reducto No 1, que había sido bautizado como el Fuerte Alfonso Ugarte en honor al héroe del Morro de Arica. Este reducto era comandado por el Coronel Andrés Avelino Cáceres y sus tropas eran veteranas de Chorrillos y otras batallas. Su grupo de artillería contaba con dos cañones Rodman de largo alcance, traídos del Callao.

El plan chileno era atacar por la playa con el apoyo de su armada. Comprendiendo la capacidad e importancia del Fuerte Alfonso Ugarte, Baquedano concentró lo mejor de sus fuerzas en contra de él. Según su plan de batalla, después de ganar el flanco derecho peruano podría luego ir concentrando sus fuerzas sobre los reductos restantes al este del Fuerte Alfonso Ugarte.

Al día siguiente, la noticia del cese de fuego circuló rápidamente por los reductos, pero Cáceres y los demás comandantes escucharon esta noticia con desconfianza, sabiendo que los

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chilenos no se caracterizaban por ser muy caballerosos.

Ribeyro, murmuraba:

— Estoy seguro que es un truco de los rotos maricones, ellos solo quieren aprovecharse de la tregua para avanzar.

Luego ordenó a sus jefes de compañía mantener a sus tropas listas para entrar en acción. También desplegó a sus vigías para verificar que los chilenos estuvieran cumpliendo con las reglas del cese de fuego.

Mientras tanto, en la villa del alcalde Miraflores, después de un suculento almuerzo, Piérola y los representantes diplomáticos esperaban impa-cientes la llegada de Baquedano y su comitiva. De pronto a las 2:30 de la tarde se escucharon cañonazos y disparos cuyas balas empezaron a silbar sobre la cabeza de los asistentes. Los diplomáticos huyeron despavoridos y al no contar con ningún medio de transporte, tuvieron que salvarse de la balacera cruzando los sembríos de

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algodón y los canales de irrigación en desesperada carrera.

De esta manera tan bochornosa, empezó la batalla de Miraflores, sin saber quien fue el responsable del rompimiento del cese de fuego, que le había servido de maravillas a Baquedano.

El ejército y la armada chilena empezaron un bombardeo de preparación contra el fuerte Alfonso Ugarte, Reducto No1. Cuando, después de un furioso intercambio de artillería, los cañones Rodman fueron silenciados, empezó el ataque chileno por la playa. Cáceres y su gente resistieron y lanzaron un contraataque que hizo huir a las tropas chilenas. Así se sucedieron ataque y contraataque, una y otra vez.

Mientras tanto en el Reducto No 2, las tropas de reserva se estaban comportando admirablemente, apoyando a las tropas regulares del flanco izquierdo, para resistir los ataques chilenos.

Juan Carlos con la cara roja por el esfuerzo y tiznada por el humo de los disparos y cañonazos,

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cargaba y disparaba, con la mayor rapidez posible.

—¡Juanqui, creo que he matado a varios chilenos!

—¡Yo también Sinchi, dale amigo dale, mira como corren!

Detrás de ellos, soldados regulares bajo el mando de un cabo, se encargaban del aprovisionamiento de municiones en el reducto y más atrás un doctor y sus enfermeros atendían a los heridos.

Todos los ataques chilenos fracasaban ante la férrea defensa de los bravos del Reducto No 2.

La batalla contra el Reducto No 1 arreciaba, sin que los chilenos pudieran romper sus defensas, cuando de pronto a las 4:30 pm, Cáceres con amargura reconoció “Nos estamos quedando sin municiones y no llega el aprovisionamiento”. Ante esta terrible eventualidad, Cáceres se vio obligado a ordenar la retirada de sus tropas, que logró hacer en forma ordenada hacia el Reducto No 2; donde se reaprovisionaron para continuar

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la lucha. Los chilenos ocuparon la playa, los acantilados de Miraflores y luego el fuerte Alfonso Ugarte. Logrado esto, se reagruparon para iniciar el ataque contra el flanco derecho del Reducto No 2, en apoyo de los atacantes de este reducto, que hasta entonces había fracasado en su intento por rebasarlo. Los chilenos emplazaron sus cañones en las cercanías de la Huaca Juliana y los apuntaron hacia el Reducto No 2.

Ya eran más de las 5 de la tarde cuando corrieron rumores en el Reducto No 2.

—¡Sinchi!, ¿Escuchaste? —Había desesperación en la voz de Juan Carlos.

—¿Qué Juanqui?

—El coronel Cáceres ha llegado a reforzarnos, creo que esto significa que el Reducto No 1 ha sido tomado. Pero no te preocupes Sinchi que con Cáceres no podrán contra noso….

Una explosión ahogó las palabras de Juan Carlos que apenas alcanzó a ver la dulce cara de su

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madre antes de perderse en las tinieblas, al ser alcanzado por mortíferas esquirlas, a su lado Sinchi gravemente herido se quejaba sin poder moverse. Habían sido alcanzados por una bomba de metralla y reinaba una gran confusión en el Reducto No 2, el médico y sus enfermeros parecían haber sido vaporizados y un buen número de sus defensores yacían quejándose penosamente. En el flanco izquierdo del reducto, Cáceres y las ropas regulares continuaron la batalla hasta que ya cayendo la noche decidieron huir en retirada hacia la sierra central con la idea de continuar la lucha hasta expulsar a los invasores de la patria.

Piérola había huido hacia Canta, un pueblito al norte de Lima, esperando de alguna manera reconstituir sus fuerzas. Antes de retirarse, el dictador ordenó a los reductos del 6 al diez a dispersarse sin haber entrado en acción ni apoyado a los reductos que si batallaron. Los reductos 4 y 5 solo recibieron esporádicos ataques de parte de los chilenos y entre los reservistas que resultaron ilesos se encontraban don Luís, don Felipe y Jorge.

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Los padres de Juan Carlos y Jorge, como la mayoría de los hombres en edad militar tuvieron que escapar para continuar, más tarde, la lucha contra el invasor; escondiéndose, después de la batalla, para evitar ser capturados o atravesados por las bayonetas del enemigo.

Todo el peso de la batalla había recaído sobre los Reductos 1, 2 y 3. Los chilenos los tomaron y luego como era su rutina, empezaron la macabra tarea de “repasar” con bayoneta a vivos y a heridos.

Como cruel ironía al esfuerzo peruano por defender Lima, se tiene que faltaron municiones en el campo de batalla mientras que el Cuartel de Santa Catalina estuvo lleno de municiones y armamento que más tarde cayó en manos del enemigo sin haber sido utilzados.

Al día siguiente de la batalla, en los reductos se escuchaba el gemido de las mujeres y ancianos que lloraban ante los cadáveres de sus seres queridos caídos en el combate. Juan Carlos no

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había regresado a casa ni enviado ningún aviso, por lo que Jorge y el abuelo Justo sospechando lo peor, buscaban afanosamente, entre los escombros del Reducto No 2, indicios sobre Juan Carlos. Al llegar al extremo derecho del reducto vieron a unas señoras que lloraban junto al cadáver de un joven soldado.

—Estaba herido y lo atravesaron con una bayoneta, señor. Tenía solo 16 años y era un buen alumno del colegio Guadalupe. Su papá no pudo venir por temor a que lo fusilaran los chilenos —dijo la señora que cariñosamente sostenía el cadáver de Sinchi.

— ¿De Guadalupe señora?... oh, me parece que tiene puesta la chompa de mi nieto, que también es del colegio Guadalupe.

—Quizás eran amigos señor —contestó ella.

—Jorge mira con cuidado alrededor, puede ser que hayan estado juntos —ordenó el abuelo.

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—Don Justo, aquí solo hay unos restos irreconocibles, pero mire esos zapatos...

— ¡Oh, los zapatos de cricket!... exclamó el abuelo Justo dando un lastimero grito.

Así es como el Perú, con la sangre de sus valientes, tuvo que pagar, de la manera más dolorosa y humillante posible; su inmadurez, desorden político y la corrupción de sus líderes. Mientras que Chile después de “su triunfo”, empezó a tener sueños de grandeza sin percatarse que había sido solo un instrumento del poder Imperial del cual quedó firmemente dependiente, hasta nuestros días.

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“Cuando transcurran los tiempos, cuando nuevas generaciones divisen las cosas desde su verdadero punto de mira, las gentes se admirarán de ver cómo pudo existir nación tan desdichada para servir de juguete a bufones y criminales tan pequeños”

Manuel Gonzáles Prada Horas de Lucha-1906

FIN

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Dr. José Carlos Pomalaza

Es autor de “El Árbol de Moras”, de “El Campanario” y números artículos sobre política, economía y tecnología entre los que destacan:

El Big Bang y la economía, La madre de todas las burbujas Tres comidas diarias Cero tolerancia al desempleo Un planeta feliz Respuesta a en qué momento se jodió el Perú